LORIGAS
Y BÁCULOS: LA INTERVENCIÓN
MILITAR
DEL EPISCOPADO CASTELLANO
EN
LAS BATALLAS DE ALFONSO XI1
Ana ARRANZ GUZMÁN2
El reinado de Alfonso XI de
Castilla (1312-1350) fue uno de los más notables desde el punto de vista
bélico. Sus batallas contra el islam gozaron de especial prestigio tanto en la
Península como al otro lado de los Pirineos, sobre todo desde que el papa
Benedicto XII concediera al monarca la bula de cruzada en 1340 para consumar el
dominio del Estrecho. En estas páginas se analiza uno de los aspectos menos
conocidos relacionados con el tema: las diversas posturas adoptadas por los
obispos castellanos –más de un centenar a lo largo de estos años– en cada uno
de los enfrentamientos protagonizados por este rey, así como los posibles
condicionantes de las mismas.
De todos es conocido cómo la
Iglesia, durante los primeros siglos de su existencia, siempre mantuvo tesis
contrarias a los enfrentamientos bélicos y condenó de manera abierta la
participación de los cristianos en las guerras. El mensaje del Nuevo Testamento
indicaba como única alternativa la militancia en Cristo. Las palabras de
Tertuliano dirigidas a los cristianos, vacilantes sobre la licitud de su
participación en el ejército, son bastante elocuentes: “Cristo, al desarmar a Pedro, descintó a todos los soldados”. Pero
también de todos es sabido hasta qué punto el hecho de que en el siglo IV el
Imperio romano convirtiera el cristianismo en religión oficial del Estado
obligó a la jerarquía e intelectuales eclesiásticos a realizar una serie de
matizaciones al respecto, siendo la obra de san Agustín, fundamentalmente, la
que acabó por despejar el camino de la legitimación de la guerra en
determinadas circunstancias, así como el inicio de un extraordinario conjunto
de escritos de diversa intensidad y valor, que fueron configurando las ideas de
guerra justa y guerra santa3
Los intelectuales cristianos no
partieron de la nada en su propósito de justificar algunas guerras. Autores
clásicos, como Polibio, ya lo habían hecho mucho tiempo atrás: “Una declaración
de guerra (…) si parece justa, agranda los triunfos y aminora las derrotas,
pero si parece injusta y vergonzosa, surte efectos contrarios”4. La necesidad
de que la guerra fuera o pareciera justa y que, además, de acuerdo con el
derecho fecial, se utilizara solo como última salida después de haber agotado
todos los medios diplomáticos, también fueron temas tratados por Cicerón: “Habiendo
dos medios para poner fin a una contienda, la negociación y la fuerza, el
primero es propio de los hombres, el segundo de las bestias; habrá que recurrir
a este último cuando no sea posible el primero (…). Las normas de la equidad de
la guerra están expuestas religiosamente en el derecho fecial del pueblo
romano. En sus cláusulas se establece que una guerra no puede ser justa sino
después de haber hecho las reclamaciones pertinentes y de haberla denunciado y
declarado formalmente”5. Así mismo, los clásicos se esforzaron por hallar
pretextos honorables para justificar guerras iniciadas por diversos motivos y
coyunturas, entre los que las ambiciones de sus jefes políticos y grupos
aristocráticos, así como las necesidades económicas, ocuparon un lugar destacado.
Junto a ellos también aparecieron otros de carácter más elevado, como la
defensa de la tierra, el patriotismo o la libertad6. En conclusión, la sociedad
medieval heredó de la romana el concepto de guerra justa, que iría
transformándose con la introducción de elementos o imágenes religiosos hasta la
creación de un nuevo concepto, el de guerra santa.
La doctrina escolástica sobre
la guerra se desarrolló a partir del siglo XII con el redescubrimiento del
derecho romano y la publicación del Decreto de Graciano (1140), en donde ya
aparecen como imprescindibles tres condiciones para poder calificar una guerra
de justa: haber sido ordenada por el príncipe; tener como objetivo la defensa
del territorio o la recuperación del mismo, y no estar movida por un exceso de
violencia. En el siglo XIII se formularon ya los cinco criterios inexcusables
para poder hablar de guerra justa. Unos criterios que hacen referencia a los
siguientes epígrafes: persona, res, causa, animus y auctoritas, definidos por
Lorenzo Hispano hacia 1210 y difundidos por Raimundo de Peñafort (1180-1275).
Santo Tomás daría un paso más al introducir en su Suma teológica la idea de la
defensa del bien común de la comunidad como causa justificadora de los
enfrentamientos bélicos.
Todos estos conceptos pasaron,
como no podía ser de otra forma, a la Castilla medieval, siendo esgrimidos una
y otra vez en las reuniones de Cortes para conseguir numerario suficiente y
poder financiar la guerra contra el islam peninsular. Junto a ellos se fueron
desplegando, además, una serie de argumentos que acabaron por configurar la
especial ideología de la Reconquista hispana. De acuerdo con los mismos, los
cristianos peninsulares eran los herederos legítimos de los visigodos, por lo
que, además de estar asistidos por el derecho, tenían la obligación histórica
de recuperar las tierras arrebatadas por “los moros”. Se trataba de defender
una tierra, una forma de vida y, también, un credo y una Iglesia, con lo que
ello suponía de notable repercusión en el resto de la cristiandad europea. De
esta forma, no fueron pocos los prelados castellanos que respaldaron a los
sucesivos reyes, a veces solo con su presencia y, en ocasiones, dirigiéndose
con notables discursos a los procuradores de las ciudades con el propósito de
que votaran nuevos subsidios para la empresa bélica contra Granada. El discurso
del obispo palentino don Sancho de Rojas ante las Cortes de 1407 o el de don
Lope de Mendoza en las de 1425 resultan bastante representativos. El respaldo
moral ofrecido por diversos miembros del episcopado a la monarquía castellana
siempre actuó como espaldarazo decisivo en las Cortes. Los procuradores nunca
se pronunciaron en el sentido de poner fin a esta empresa iniciada en el año
711, porque se trataba de una “santa conquista” y aunque en ocasiones,
exhaustos por la situación económica, se quejaban de que el reino “estaba muy
trabajado e probe, por muchos e grandes pechos que habían pechado” (Cortes de
Palenzuela de 1425), o denunciaban la malversación de los fondos destinados a
la lucha contra el islam, al final siempre acababan por votar las nuevas
cantidades de dinero solicitadas por el rey7.
El concepto de guerra santa
estaba plenamente aceptado, así como el apoyo verbal y la cobertura moral
llevadas a cabo por los clérigos, desde el papa hasta los más humildes
presbíteros. Junto a este doble papel desempeñado por los eclesiásticos hay que
señalar un tercero. Se trata, en concreto, de las distintas ayudas económicas
facilitadas por la Iglesia.
Cuando los ingresos habituales
no bastaban, se hacía necesario recurrir a otros de carácter extraordinario. M.
A. Ladero ya apuntó cómo “la relación entre innovaciones fiscales y actividad
militar es evidente desde los primeros momentos: la guerra, aunque no solo
ella, impulsa a buscar nuevos recursos y a consolidarlos”8. La participación
económica de la Iglesia para iniciar o mantener las campañas militares de
Castilla contra el infiel tuvo unos frutos considerables, traducidos en
tercias, décimas de cruzada y otras aportaciones excepcionales9.
Hasta aquí hemos dado unas
breves pinceladas sobre la aceptación general de los conceptos de guerra justa y de guerra santa, así como sobre la participación del estamento
eclesiástico, tanto en el desarrollo de su entramado ideológico general como en
acciones concretas de respaldo moral y económico a este tipo de empresas. Sin
embargo, el propósito del presente análisis es otro, porque si bien es cierto
que no hay duda de que el conjunto social siempre vio con buenos ojos los
mencionados respaldos por parte del clero, también lo es el hecho de que la
Iglesia y los intelectuales que desarrollaron el concepto de guerra santa
siempre lo hicieron pensando en los laicos, en los hombres de armas, como los
únicos protagonistas de cualquier combate contra el infiel. Por todo ello, en
el presente trabajo vamos a centrarnos en otros aspectos. En primer lugar, pretendemos averiguar
cómo se valoraba, tanto por parte de la Iglesia como de la sociedad laica, el
hecho de que un obispo tomara las armas y participara personalmente en una
empresa bélica; en segundo, si este
tipo de actividad guerrera conllevó la aparición de un arquetipo de obispo
guerrero y, por último, si
existieron condicionantes precisos que incidieron en el alumbramiento y
desarrollo del mismo.
Si se recorren las páginas de
nuestras crónicas de los últimos siglos medievales, en buena parte de los
relatos que narran los acontecimientos bélicos de mayor o menor envergadura que
se fueron sucediendo, no es difícil encontrar el nombre de algunos prelados. No
siempre la narración aclara la actividad concreta desempeñada por cada obispo
en cada episodio y, cuando así ocurre, se hace imprescindible acudir a otro
tipo de documentación. Asimismo, siempre con el propósito de obtener una visión
lo más realista y objetiva posible, resulta necesario tener en consideración el
número de titulares de diócesis en ejercicio para poder valorar no solo a los
presentes en una determinada batalla, sino también a los ausentes, así como los
posibles motivos que llevaron a unos y a otros a adoptar distintas posturas.
Para conseguir unas conclusiones definitivas sobre el tema será necesario
llevar a cabo en su día un exhaustivo análisis de la situación de cada diócesis
y del comportamiento concreto de todos y de cada uno de sus titulares a lo
largo de las centurias que se elijan, preferentemente de los ocho siglos de
Reconquista; es decir, manejar y analizar un ingente volumen de datos acerca de
nuestros obispos bajomedievales. Siendo consciente del reto que supone esta
investigación, iniciada ya hace algunos meses10, y también del tiempo destinado
a esta ponencia, he optado por limitar el arco temporal de la misma a lo
acontecido al respecto durante el reinado de Alfonso XI. Se trata de un período
da casi cuarenta años (1312-1350) que se inicia con una larga minoría salpicada
de turbulencias, seguida de un gobierno en el que la fuerte personalidad del
monarca se hará notar en todos los aspectos, incluido el bélico11. No obstante,
antes de emprender dicho análisis, parece oportuno dedicar un pequeño apartado
a conocer el sentir general en Castilla respecto al hecho de que un prelado
tomara la espada, luchara en campo abierto y derramara la sangre del enemigo.
Conciliar
la mitra y las armas
Acabamos de recordar cómo la
aceptación definitiva por parte de la Iglesia de la participación de los
cristianos en los ejércitos y en los enfrentamientos bélicos no fue inmediata,
sino un proceso lento, no exento de críticas puntuales, hasta la asimilación
definitiva de la idea de guerra santa. En cambio, la postura oficial que quedó
reflejada en las sucesivas disposiciones canónicas, así como en los diversos
escritos de intelectuales respecto a la tenencia y utilización de las armas por
parte del clero no varió a lo largo de todo el Medievo: moralistas y canonistas
siempre sostuvieron que los eclesiásticos debían abstenerse de tomar las armas
y, por supuesto, de derramar la sangre de un ser humano.
Antes de que san Agustín
formulara una serie de principios sobre la moral cristiana en relación con la
guerra, san Ambrosio ya lo había hecho. Es cierto que la repercusión de los
escritos de este último al respecto fue menor a nivel general, pero cuentan con
el aliciente especial para el presente estudio de detenerse en exponer su
pensamiento en torno a la participación directa del clero en la guerra. Su
tratado “De los deberes del clero”, De
officiis ministrorum, no deja
lugar a dudas sobre su posición. Por un lado, San Ambrosio limita el pacifismo
a la esfera privada y clerical; por otro, acomoda el servicio militar al
cristianismo con elementos aportados por el estoicismo y el Viejo Testamento;
finalmente, subraya la necesaria abstención de sacerdotes y monjes de hacer la
guerra: “La idea de asuntos relacionados con la guerra parece ser extraña a las
obligaciones de nuestro cargo, porque tenemos nuestro pensamiento fijo en el
deber del alma más que en el del cuerpo, ni es tampoco asunto nuestro el
dirigir la atención a las armas, sino más bien a las fuerzas de la paz”12.
Lo cierto es que las
prohibiciones sobre el empleo de las armas por parte de los eclesiásticos se
repitieron una y otra vez a lo largo de los siglos en la legislación ecuménica
y, siguiendo sus pautas, en todas las disposiciones emanadas de los concilios y
sínodos celebrados en la península ibérica desde los tiempos del Bajo Imperio
romano. En ellas, de acuerdo con cada momento, se incide más en unos asuntos
que en otros, pero la conclusión siempre es la misma: los clérigos no deben
llevar ni usar armas y tampoco entrar en combate. Ya en el I Concilio de Toledo
(400) el canon VIII dispuso que todo aquel cristiano que se alistara en el
Ejército y vistiera la clámide y el cinto militar, si fuera admitido en el
estamento eclesiástico y a pesar de estar limpio de pecado, no podría recibir
la dignidad de diácono. El concilio de Lérida del año 546 castiga a los que
“sirven el altar y derraman sangre” con la privación por dos años de su oficio
y de la comunión. El canon XIV del IV Concilio de Toledo (633) amenaza a los
clérigos que tomaran las armas con ser encerrados en un monasterio para hacer
penitencia, y el canon XIX dispone que quienes se alistaran en el ejército, así
como quienes fueran convictos de algún crimen, no puedan ser promovidos al
episcopado13.
Todo ello nos indica cómo en
los primeros siglos del cristianismo peninsular, el enclaustramiento y la
privación de oficio, junto a la imposibilidad de promocionarse en la jerarquía
eclesiástica, fueron las medidas disuasorias que más se reprodujeron. Estas
disposiciones no implicaban, sin embargo, que los clérigos se despreocuparan de
los enfrentamientos bélicos de su monarca. Así, el canon III del concilio de
Mérida de 666 dispuso que cuando el rey Recesvinto saliese en campaña contra
sus enemigos, los clérigos del Reino debieran ofrecer el Sacrificio a Dios por
la seguridad de sus súbditos y la de su ejército y para que el Señor le conceda
la victoria.
Desde el concilio de Coyanza de
1055, las disposiciones se encaminaron también, y de forma mayoritaria, a
prohibir a todo clérigo portar armas. Diversos cánones de los concilios de
Compostela (1056), Gerona (1068), Palencia (1129), Lérida (1175 y 1229),
Valladolid (1228) o León (1267) prestaron a este asunto especial atención14.
Pero las reiteradas prohibiciones sobre la materia en los sínodos
bajomedievales celebrados en las distintas diócesis castellanas nos llevan a
pensar que fueron desobedecidas una y otra vez. Sirva como simple ejemplo el
que en fecha ya tan tardía como la de 1467, un sínodo palentino tuviera que
volver a recordar dicha prohibición, castigando a los clérigos infractores con
perder “la ración de las distribuciones cotidianas de ocho días y las armas
para la fábrica de su iglesia”15. No obstante, en atención a los peligros que
pudieran acaecer al clérigo que emprendiera un largo viaje o, sencillamente, a
la creencia de cualquier eclesiástico de hallarse en peligro, por amenaza
directa u otros motivos, determinaron que en los sínodos se hicieran algunas
salvedades. Valga como muestra la disposición 19 del sínodo segoviano de 1440,
en donde se ordena a los clérigos del obispado que “no trayan las dichas armas, nin anden armados de pie nin a cavallo
públicamente por la dicha çibdat nin por otros lugares del dicho nuestro
obispado, sin aver para ellos justas e legítimas e evidentes e manifiestas e
razonables causas, las quales queremos que a nos primeramente sean explicadas e
notificadas…”16.
Otro gran asunto relacionado
con el tema que nos ocupa y que, además, se muestra en un gran número de
ocasiones en las actas de nuestros concilios y sínodos es el de la condena
contra todo señor laico que obligara, o lo intentara, a participar en la guerra
a un eclesiástico. Ya en el siglo VI Gregorio de Tours en su Historia francorum (I, 41) se había
referido a cómo los clérigos no podían ser compelidos a formar parte del
Ejército, ni a empuñar las armas. Graciano intentó resolver el problema al
diferenciar a los prelados que dependían de un señor temporal, en cuanto que
habían recibido de él un beneficio, de los que eran independientes de todo
poder laico: estos no podían ser obligados en ningún caso a entrar en batalla;
aquellos, por el contrario, sí, aunque siempre con permiso previo del papa17.
Siguiendo las directrices de
Roma, todos nuestros concilios y sínodos pleno y bajomedievales se pronunciaron
en el sentido de prohibir a los laicos ejercer cualquier tipo de presión sobre
los eclesiásticos para que llevaran armas o entraran en combate. Las
disposiciones del concilio palentino de 1129 y las del leonés de 1267, por
citar solo dos ejemplos, no dejan lugar a dudas: “Que nadie presuma mandar a los eclesiásticos que vayan a la guerra,
lleven armas, o hagan cosas que sean contra los cánones”18.
En un ambiente precruzadista,
varios cánones del IV Concilio de Letrán de 1215 se aplicaron en resolver
algunas de las dudas, todavía persistentes, en torno a la relación
clero-guerra. En primer lugar, se pide a todos los clérigos, inferiores o
prelados, que se dediquen a la plegaria y a la predicación, procurando instruir
a los cruzados con la palabra y el ejemplo; en segundo, se autoriza a los
eclesiásticos que acudan a la cruzada a percibir durante tres años los frutos
íntegros de sus beneficios como si residieran en sus iglesias; en tercero, se
manda a todos los rectores de iglesia que exhorten y animen a los fieles a
tomar de nuevo la cruz y a acudir a la guerra; en cuarto, se ordena a todos los
clérigos entregar la vigésima parte de sus rentas para socorrer Tierra Santa,
salvo a quienes acudan allí; por último, se prohíbe a las autoridades laicas, bajo
pena de excomunión, y con el deseo de preservar y garantizar la inmunidad
eclesiástica, que intenten gravar las iglesias y a los clérigos con impuestos y
otras exacciones económicas, por lo que solo si el obispo considerase que se
trata de “una apremiante necesidad y sin
que medie ninguna presión [puede] hacer un llamamiento a las iglesias para
socorrer a las necesidades del bien común cuando los recursos de los laicos se
muestren insuficientes”19.
El IV Concilio de Letrán dejaba
de esta manera bien claras algunas de las cuestiones que se habían venido
perfilando por parte de la jerarquía eclesiástica desde hacía algo más de medio
siglo. Una de ellas fue el reconocer el derecho de la Iglesia, como institución
de origen divino, a declarar la guerra o a animar a los combatientes a llevarla
a cabo siempre que fuera justa. En este sentido, Graciano ya se había
pronunciado con anterioridad: “los
sacerdotes, aunque no deben tomar las armas con sus propias manos, no obstante
tienen poder, por su propia autoridad, para mandar o persuadir de que la hagan
quienes se dedican por oficio a la guerra, o a cualquiera”20. Y lo mismo
hay que decir respecto a las palabras del legado Jacinto, enviado por Alejandro
III al concilio salmantino de 1175, al invitar a los guerreros a luchar, aunque
“no por vanidad, deseo de derramar sangre
ni codicia de bienes terrenales, sino para defender a los cristianos, o
reducirlos [a los moros] al culto de Jesucristo”21. La segunda prescripción
importante fue la de prohibir a los laicos, bajo pena de excomunión, exigir a
los eclesiásticos tanto aportaciones económicas para financiar la guerra como
su participación directa empuñando las armas.
Pero ¿cómo fueron interpretadas
todas estas disposiciones canónicas de carácter ecuménico en la península
ibérica? Si nos limitamos al contenido de nuestros concilios y sínodos
bajomedievales observamos que, como no podía ser de otra forma, los obispos
castellanos se mantuvieron siempre fieles a las mismas: los eclesiásticos no
pueden derramar sangre, ni participar como guerreros en las contiendas, aunque
sí acudir al campo de batalla para atender espiritualmente a la tropa y rezar
durante el enfrentamiento para alcanzar la victoria. Si, por otra parte,
acudimos a nuestros canonistas, la respuesta es idéntica. Sirvan como ejemplo
las puntualizaciones llevadas a cabo por un canonista español anónimo en su
obra Speculum peccatoris confessoris et
praedicatoris in materia restitutionis seu satisfactionis, escrita entre
los años 1431 y 1447. En ella el autor hizo todo tipo de consideraciones
morales sobre la guerra justa, desde la obligación de pagar salarios adecuados
a los soldados hasta la prohibición que pesaba sobre los clérigos de acudir a
ella con las armas en la mano, precisando sobre la posibilidad de su
concurrencia como consejeros, y sobre la de recibir una parte del botín, pero
sin tomarlo jamás por sí mismos. En cualquier caso, también era consciente de
que los clérigos acudían a luchar, culpando de esta realidad a los reges et domini que los llevan a las
batallas en contra de lo establecido en los cánones22.
¿Opinaba todo el mundo igual en
Castilla, en la Península? Hace ya muchos años, don Claudio Sánchez Albornoz
apuntó que la lucha multisecular que se había mantenido en esta tierra produjo
la “hipertrofia” de la clerecía hispana23. No hay duda de que el estado
permanente de guerra a lo largo de ocho siglos debió condicionar en buena
medida al conjunto de la población en todas sus actividades y actitudes y,
también, como es lógico suponer, a los miembros del estamento eclesiástico.
Pero ¿es apropiado hablar para la Corona de Castilla de la existencia de
obispos marcados por esta realidad bélica hasta el extremo de resultar
singulares respecto al resto de los prelados europeos? Curiosamente, los escasos
datos que nos han llegado en torno a juicios de valor conjuntos sobre nuestros
eclesiásticos mencionan, en efecto, su “singularidad”, pero no por su especial
celo militar, sino por su desmedida pasión por las mujeres24. Por otro lado, se
han conservado suficientes noticias sobre otros prelados europeos, incluso
sobre algunos Papas, que asimismo empuñaron las armas en diferentes momentos y
por distintos motivos25. Así mismo, también tenemos algunas noticias de
prelados guerreros en la Península con anterioridad a la llegada de los
musulmanes26. No obstante, de lo que no cabe duda es que a lo largo de la
Reconquista se fue configurando en la mentalidad colectiva la idea de que la
expulsión de los moros de la Península debía convertirse en el objetivo fundamental
de toda la colectividad cristiana que habitaba en esta tierra. Por ello, al
margen de las disposiciones conciliares, encontramos, por un lado,
participaciones continuas de los prelados en diferentes batallas y, por otro,
la consolidación de una ideología entre los laicos centrada en ensalzar la
participación del clero en la guerra, aunque, eso sí, solo en la guerra contra
el islam. Una ideología cuyo calado alcanzó a toda la población, desde los
reyes a los procuradores de las ciudades, pasando por los intelectuales de cada
momento. Todos estaban obligados a participar en esta santa e noble conquista;
pero había que diferenciar muy bien a la hora de teorizar sobre el hecho de que
un clérigo empuñara la espada contra los infieles o contra los hermanos de fe.
Esta diferenciación, esta
claridad de ideas, aparecen en un buen número de escritos y disposiciones.
Sirvan como ejemplo las palabras de Alfonso X y las de don Juan Manuel. En
concreto, el rey castellano puntualiza sobre el porqué y los casos en que los
clérigos deben luchar contra los musulmanes, a la vez que les exime de hacer la
guerra contra otros cristianos:
Pero si acaesçiese que moros, e otros que
fuesen enemigos de la fe cercasen alguna villa, o castillo, en tal razón como
ésta, no se deben los clérigos escusar, que non velen e non guarden los muros
(…). E otrosí los obispos e los otros perlados que tovieren tierra del rey, o
heredamiento alguno, porque le deven fazer servicio, deven yr en la hueste con
el rey, o con aquel que embiase en su logar, contra los enemigos de la fe, e si
por aventura ellos non pudiessen yr, deven enviar sus caballeros e sus ayudas
según la tierra que tuvieren. Pero si el rey oviere guerra con christianos,
debe escusar los perlados, e los otros clérigos27.
Y en el mismo sentido se
expresa don Juan Manuel:
Et otrosí, los clérigos deben mantener la
ley et lidiar por ella en tres maneras: la primera es que deben lidiar con
armas contra los moros, que son nuestros enemigos; la segunda deben lidiar con
el diablo et con el mundo e consigo mismos faciendo tales obras cuales les
pertenescen, et dando de sí buen ejiemplo a las gentes (…) la tercera es, que
deben lidiar por ciencia con los contrarios de la ley, mostrándoles por
escripturas et por razones manifiestas que la nuestra ley de los cristianos es
la ley en que se pueden salvar las almas28.
El contenido de diferentes
actas de Cortes demuestra también hasta qué punto los procuradores de las
ciudades distinguían con claridad la obligatoriedad o no de los eclesiásticos
de acudir a la guerra, en función de que se tratara de luchar contra el infiel
o de otro tipo de enfrentamiento bélico. En ningún caso los representantes
ciudadanos insistieron en la concurrencia del estamento eclesiástico a guerras
contra otros reinos cristianos, a guerras que no fueran “santas”, al margen de
que conocieran perfectamente la participación en las mismas de algunos
prelados. Su postura siempre fue coherente: el clero debe contribuir
económicamente en la empresa granadina y también “poniendo las manos” en ella.
Para su argumentación utilizaron términos y expresiones acuñados por los
propios eclesiásticos: secta mahomética
que tiene nuestras tierras arrebatadas;
tierras ensuziadas por los moros; santa conquista en servicio de Dios y del
Rey. Su postura no dejaba lugar a dudas: la guerra contra los musulmanes es
justa y santa y por ello el clero siempre contribuyó de todas las maneras
posibles y a lo largo de todos los reinados, ya que su fin no era otro que el
de recuperar las tierras que los moros tenían usurpadas a los cristianos desde
el año 711. Los clérigos debían comprometerse asimismo porque la victoria sobre
el infiel conllevaría el restablecimiento de las iglesias en dichas tierras y
con ello el “acrecentamiento” de la fe católica29.
Con lo apuntado hasta el
momento solo he pretendido presentar una pequeña muestra del sentir general de
la sociedad castellana que sirviera de marco para la formulación de una serie
de preguntas, a las que deseo responder al final de este artículo, al menos parcialmente,
dado el relativamente corto espacio cronológico analizado respecto a los ocho
siglos que duró la Reconquista. En primer lugar, ¿hasta qué punto la lucha
multisecular contra el islam peninsular determinó la consolidación de un
carácter singular, especial, en los miembros de nuestra clerecía? Y, de ser
así, ¿qué circunstancias o factores incidieron más a la hora de que un prelado
decidiera o no tomar las armas? En relación con esta última pregunta son muchas
las dudas y también numerosos los planteamientos que pueden hacerse: ¿en qué
medida las prohibiciones canónicas subrayadas sobre el empleo de las armas por
parte de los eclesiásticos frenaban sus intervenciones militares?; ¿tenía algún
peso el que determinada campaña o batalla fuera respaldada por el Papado en la
mayor afluencia de clérigos a la misma?; ¿hasta qué punto el entusiasmo regio,
o determinadas coyunturas políticas, animaban a los prelados a participar de
forma más decidida?; ¿repercutía el hecho de que un determinado obispo
mantuviera una estrecha relación con el monarca o estuviera vinculado a la
corte desempeñando cargos ajenos a su ministerio a la hora de participar
activamente en la guerra?; ¿hasta dónde influía el que un obispo fuera titular
de una diócesis fronteriza y, por tanto, más próxima al peligro?; ¿qué
importancia podía llegar a tener el que un prelado perteneciera a un
determinado linaje nobiliario con intereses territoriales en la frontera o,
sencillamente, en la política de la Corona?30 También es posible que en alguno
de los casos que vamos a exponer, o en otros que quedan fuera del marco
cronológico estudiado, pesaran otras razones más subjetivas a la vez que
llamativas y, prácticamente, imposibles de llegar a conocer y, por tanto, de
valorar. Me refiero, por ejemplo, a la necesidad que tuviera algún prelado de
afirmar su hombría, su masculinidad, siguiendo los moldes nobiliarios, en algún
momento de su existencia. Se trata de un tema que se está empezando a tener en
consideración, aunque en relación con otros aspectos de la vida de los
eclesiásticos, como el de los hijos. Me refiero, igualmente, a ese deseo que se
observa en no pocos casos de mantener pautas de conducta y aficiones propias de
la nobleza, como la caza o las armas, en general. La cantidad de denuncias que se
hicieron al respecto en nuestros sínodos diocesanos son buena prueba de ello,
así como la relación que se hace de algunos de los bienes –lorigas, espadas…–
que aparecen en los testamentos de determinados prelados31.
La desigual participación del
episcopado en los episodios bélicos desarrollados a lo largo de los casi
cuarenta años que duró el reinado de Alfonso XI me decidió a dividir el mismo
en dos períodos, marcados por la diferente intensidad guerrera contra el islam
que tuvo lugar en uno y otro.
La
minoría de Alfonso XI y los primeros años de gobierno (1312-1337)
El caos y la anarquía, que se
habían apoderado de Castilla durante la minoría de Fernando IV, volvían a hacer
su aparición a la muerte de este monarca y la entronización de un rey niño. Alfonso
XI (1312-1350) apenas contaba un año de edad, lo que anunciaba un largo período
de tiempo especialmente complicado, primero, por la muerte prematura de su
madre Constanza y, segundo, por la desmedida ambición de algunos magnates. Tras
no pocos problemas, en las Cortes burgalesas de 1315 se confirmaron como
tutores a su abuela doña María de Molina, quien prestaría con ello su último
gran servicio a Castilla, y a los infantes don Juan y don Pedro. Todos eran
conscientes de que la empresa reconquistadora debía continuarse. Pero las
dificultades encadenadas que se dieron a lo largo de los trece años de minoría
regia, en los que las ambiciones nobiliarias ocuparon un lugar destacado,
incidieron negativamente en el ritmo reconquistador y, como no podía ser de
otra manera, en el grado de participación directa del episcopado en la guerra
contra el infiel.
No obstante, pese a esta
delicada situación, se desarrollaron determinados episodios bélicos con
puntuales colaboraciones de algunos prelados castellanos. Quien primero mostró
interés por continuar la empresa reconquistadora fue el infante don Pedro,
hermano del desaparecido Fernando IV. Las operaciones comenzaron con la toma
del castillo de Alicun, cerca de Martos, en 1316, en donde participaron, junto
al infante don Pedro, el arzobispo de Sevilla y los obispos de Jaén y de
Córdoba:
E el Ynfante don Pedro fuese luego dende
para la frontera; e el ynfante don Joan quedo aca en la tierra. E en llegando
el ynfante don Pedro a Ubeda, e seyendo ay con el maestre de Santiago e don
Fernando arçobispo de Sevilla e el conçejo e cavalleros de la dicha çibdad
de Sevilla e el obispo e cavalleros e omes buenos de Cordova e el
obispo de Jaen…32
En diciembre de 1317 se tomó el
castillo de Bélmez. Pero la escasez de medios económicos obligó al infante a
mantener una corta tregua. Don Pedro solicitó entonces ayuda al papa, que le
otorgó una décima de cruzada. Gracias a ello, en enero de 1319 pudo ponerse de
nuevo al frente de sus tropas en Écija y conquistar Cambil, Tiscar y Rute,
avanzando por la vega de Granada. El infante don Juan, que no había secundado
al principio a don Pedro, decidió cambiar su política y sumar sus tropas. El
objetivo era ya la capital de reino nazarí. Respecto a la acción episcopal en
estos enfrentamientos de 1319, consta la participación directa de los
arzobispos de Toledo y de Sevilla en la toma del castillo de Tiscar33.
Desafortunadamente, los dos infantes encontraron la muerte en esta campaña: don
Juan, quizá, por un ataque de apoplejía; don Pedro luchando en la vega
granadina. Las consecuencias no pudieron ser más desastrosas. Se debió firmar
un tratado poco ventajoso con el emir nazarí y María de Molina tuvo que ver
cómo don Juan Manuel, siempre problemático, su propio hijo el infante don
Felipe, y don Juan el Tuerto, hijo del difunto infante don Juan, reclamaban
cada vez más protagonismo político. Finalmente, la muerte de doña María en 1321
desencadenaría una etapa de turbulencias y desórdenes que se prolongaría hasta
la mayoría de Alfonso XI en 1325.
Como se ha podido comprobar en
ambas ocasiones se trata de una participación de prelados titulares de diócesis
del sur peninsular, además de la del arzobispo de Toledo. Todos ellos tenían
posesiones fronterizas, casi siempre castillos, como en los casos de los
obispos de Córdoba y Jaén, lo que les vinculaba de manera especial a las
actividades bélicas desarrolladas en la frontera para bien y para mal34. En el
deseo concreto de vincular por parte de la monarquía a las máximas dignidades
eclesiásticas del Reino a la empresa reconquistadora hay que buscar también la
causa de la donación realizada por Alfonso X de la villa y castillo de Cazalla
al arzobispo de Sevilla y el adelantamiento de Cazorla al prelado toledano.
Pero ¿quiénes eran estos prelados que participaron en las campañas de los
infantes don Pedro y don Juan?
El obispo cordobés era don
Fernando Gutiérrez (1300-1326), seguramente hijo de Gutiérrez Fernández y nieto
de Fernando Gutiérrez de los Ríos, conquistador de Córdoba. Pertenecía, pues, a
una de las más destacadas familias de la nobleza andaluza, encumbrada gracias a
los servicios prestados a la monarquía. Su largo pontificado dio mucho de sí y
en muchos sentidos. Los inicios del mismo estuvieron llenos de turbulencias por
las parcialidades existentes en Córdoba y el deseo del propio prelado de
recuperar para su mitra aquellos bienes y rentas que le habían sido
arrebatados35. Dentro de sus actividades destaca, por su proximidad al tema que
nos ocupa, el interés que mostró por restaurar las defensas del castillo de
Anzur y por poner en explotación su término, donado a sus antecesores en 1258 y
que, durante el reinado de Alfonso X, habían tenido que entregar al frontero
Gonzalo Yáñez para que quedase asegurado su mantenimiento y defensa. En sus relaciones
con la monarquía también hay que destacar su cooperación en el cobro de las
tercias y las décimas otorgadas por Clemente V a Fernando IV y al infante don
Pedro en 1309 36. También don Fernando
Gutiérrez, junto con el obispo de Ciudad Rodrigo, don Alfonso, fue designado
por el papa como colector. Y, nuevamente, en 1317 Juan XXII encargó de la
colecturía al prelado cordobés, junto a los arzobispos de Toledo y de Sevilla,
tras conceder al infante don Pedro por tres años las tercias y la décima de
cruzada. Al equipo se uniría después, en 1318, el arzobispo de Compostela don
Berenguel de Landore, con el objetivo de que Galicia participara económicamente
en la lucha contra el islam37. La derrota en Elvira (1319) y la muerte de los
infantes don Juan y don Pedro puso fin a la percepción de las concesiones
pontificias durante un tiempo. En cuanto a su participación militar, destaca la
llevada a cabo con el infante don Pedro en el cerco de Alicun (1315), y la toma
de Cambil y Alhabar en la campaña de 1316. En su caso no hay duda de que su
cooperación estaba ocasionada tanto por el deber militar contraído por la
tenencia y posesión señorial de villas y castillos en la frontera como por sus
buenas relaciones con el infante. Tales actividades no le impidieron ocuparse
de sus misiones eclesiásticas, aunque en determinadas ocasiones tuviera que
hacerlo a través de procuradores, como los enviados a los concilios
provinciales de Peñafiel (1302) y de Alcalá (1314)38. Su largo pontificado, no
obstante, terminó con sabor amargo, sin duda, por su posición contraria al
predominio de los grandes señores surgidos en Andalucía. Su peor momento
aconteció en el último año del mismo, al negarse a entregar al adelantado mayor
de la frontera, don Juan Ponce de Cabrera, los castillos de Lucena y Anzur. El
hecho se saldó, primero, con su expulsión de la ciudad; después, con su
apresamiento hasta que, nombrado obispo de Cuenca, se retiraría a su nueva sede
donde moriría un año después.
El prelado de Jaén era don
García Pérez (1301-1316). No se conocen demasiados datos sobre su persona. Era
arcediano de Úbeda cuando fue proclamado obispo jiennense. Su confirmación como
tal se solicitó al metropolitano de Toledo, en cuyo informe describió a don
García como “virum itaque probidum et
discretum, litterarum scientia, vita et moribus merito commendandum…”.
También sabemos que se volcó en donaciones durante su episcopado hacia la
iglesia colegial de Santa María. Pero lo que más nos interesa es que desde el
punto de vista bélico tuvo un comportamiento similar al de la mayoría de los
prelados de Jaén. Tras la reconquista de Baeza en 1227 y la de Jaén en 1246, la
labor desempeñada por los obispos jiennenses, al margen de la eclesiástica, fue
esencialmente la de auténticos caballeros fronteros en defensa del territorio
reconquistado al islam, sobre todo a lo largo del siglo XIV. Una centuria que
se inicia con el cautiverio y degüello por los moros del obispo Pedro Pascual
en 1300, canonizado en 1670. El origen de sus misiones bélicas hay que buscarlo
en las concesiones que les había hecho Alfonso X de una serie de emplazamientos
de gran valor estratégico, como los castillos de Chinquoyar, Cuadros y Neblín,
todos ellos situados sobre la frontera granadina y que, como en el caso
cordobés, también les originaron problemas económicos por su costoso
mantenimiento39.
El arzobispo de Sevilla, don
Fernando Gutiérrez Tello (1303-1323), era hijo del noble caballero y almirante
mayor de Castilla, Fernán Gutiérrez Tello. Había sido maestrescuela del cabildo
de la catedral hispalense. Se le ha calificado de hombre ágil y dinámico, muy
capacitado para el gobierno de su diócesis, pero también dotado de un especial
“espíritu marcial” que le llevó a guerrear contra los musulmanes en el sur
peninsular40. Don Fernando estuvo especialmente vinculado a los avatares de la
Reconquista, tanto en tiempos de Alfonso XI como durante el reinado de su
padre. Así, en 1310 le vemos intervenir ante Clemente V para que permitiera a
Fernando IV percibir ciertas rentas eclesiásticas para sufragar una nueva
campaña41. Sin duda, al igual que en los casos anteriores, la posesión de
villas y fortalezas por parte de los arzobispos, como la de Cazalla entregada
años atrás por Alfonso X, les ligaba especialmente a las actividades de
frontera, amén de sus relaciones más o menos estrechas con cada monarca42.
Por último, el arzobispo de
Toledo era don Gutierre Gómez (1311- 1319), hijo del alguacil mayor de la
ciudad. Los primeros años de su pontificado fueron azarosos por las discordias
nobiliarias desencadenadas. Don Gutierre apoyó al infante don Pedro. En el
ambiente de enfrentamiento en que se vivía, la situación todavía empeoró más
cuando, tras negarse la Corona a devolver bienes que tenía de la Iglesia,
Clemente V sometió a entredicho al Reino, lo que llevó a que en Toledo saltara
el conflicto entre el arzobispo y varios caballeros y varios miembros del
cabildo tuvieran que ausentarse de la ciudad. En otro orden de cosas, también
hay que recordar que el empeño del arzobispo para que sus vasallos vieran
reducida la presión de la fiscalidad regia se vio coronado con el éxito entre
los años 1312 y 1318 43. Asimismo, desde el punto de vista político, destacan,
por un lado, su actuación como delegado de Juan XXII para la concesión de las
tercias y de la décima para la guerra y, por otro, su intervención personal con
el objetivo de limar las diferencias existentes entre los infantes, y tíos de
Alfonso XI, don Juan y don Pedro, en las Cortes de Valladolid, y la defensa que
llevó a cabo en las Cortes burgalesas de los derechos del rey niño44. Pero, al
margen de sus relaciones personales, los lazos de unión de los arzobispos de
Toledo y la empresa del sur hay que vincularlos, igualmente, a la donación de
Quesada y Troya, hecha en 1231 por Fernando III a don Rodrigo Jiménez de Rada,
que supuso el nacimiento del adelantamiento de Cazorla45.
Castilla no era el único reino
con problemas; Granada también los tenía. Tras el asesinato de Ismail en 1325,
le sucedió su hijo, Muhammad IV, de tan solo diez años, lo que desató la
crisis en el reino nazarí. En agosto de este año Alfonso XI era declarado mayor
de edad en Valladolid. El interés que el monarca tenía por lograr el respaldo
del clero en la andadura político-bélica que deseaba emprender, ya con las
riendas del poder en sus manos, se observa
claramente en la reunión que mantuvo con el estamento eclesiástico poco
después, en concreto, en Medina el año 1326, donde el episcopado le presentaría
sus quejas por los tiempos pasados y sus deseos y objetivos para el futuro, previamente
decididos en el concilio de Alcalá presidido por el arzobispo de Toledo46.
De la reunión de Medina el
clero salió satisfecho con la promesa regia de acabar con las malfetrías que había sufrido el
estamento durante su minoría de edad. El rey, por su parte, también quedó
complacido por el servicio que los prelados se habían comprometido a otorgarle.
Pero Alfonso XI necesitaba más dinero y con urgencia para emprender la campaña
contra Granada, por lo que no dudó en reunir ayuntamientos en Sevilla y Córdoba
entre los años 1327 y 132847, lo que suscitaría la queja posterior de los
procuradores de las ciudades en las Cortes que se celebrarían en Madrid en
1329. En cualquier caso, la decisión ya estaba tomada, y con los nuevos
subsidios el rey castellano se lanzaba con una fuerza olvidada en los últimos
tiempos a luchar contra el islam. De esta manera, la batalla del Estrecho
entraba en una fase decisiva.
En 1327 daba comienzo la
campaña. Alfonso XI se apoderaba de Olvera, Pruna Ayamonte y Torre de Alhaquín.
Los problemas internos granadinos, sin duda, le ayudaron a coronar estos
primeros éxitos. En esta campaña se contó con la presencia del arzobispo de
Sevilla48. Para completar la campaña, en 1330 los castellanos tomaron Teba y
los castillos de Cañete y Pliego49. El prelado era don Juan Sánchez (1323-
1348). Sevillano de nacimiento, fue sobrino del deán Aparicio Sánchez y
canónigo de la catedral hispalense hasta su promoción al episcopado. En las
Cortes de 1325 el monarca le confirmó todos sus privilegios. D. Ortiz de Zúñiga
subraya cómo el arzobispo acudió a la toma de Olvera “con lucida tropa a su
costa”50. Su actuación en la campaña de 1327, como se ha señalado, está
recogida en la Crónica; sin embargo, su participación directa en el Salado,
también mencionada por este autor, aparece más desdibujada. Aunque es
aventurarse, lo más probable es que, bien por la edad –entre uno y otro
enfrentamiento transcurren más de diez años– bien por estar centrado en otros
asuntos, el arzobispo se limitara a infundir ánimos entre los soldados y, por
supuesto a asistir, como máxima representación eclesiástica de la urbe, a la
concentración previa que hubo en Sevilla antes de esta última batalla, y que
participara, después, en las mieles de la victoria y sus rituales como la
entrada triunfal que llevó a cabo el rey en Algeciras “con todos los perlados, et ricos-omes, et todas las otras gentes que y
eran, entraron con muy grand procesión, con los ramos en las manos en aquella
cibdat de Algecira, et dixeronle misa en la mezquita mayor, a que el Rey
puso nombre Santa María de la Palma”51. Todo parece indicar, sin
embargo, que sus actuaciones de los últimos tiempos haya que vincularlas
más al círculo eclesiástico y a la burocracia municipal que a las bélicas.
Después de estos acontecimientos,
la Crónica menciona las actuaciones de carácter político llevadas a cabo por
algunos obispos, así como el buen entendimiento que existía entre el monarca y
ciertos prelados castellanos. Sirvan como ejemplo: la promoción a cardenal en
1327 del obispo de Cartagena don Pedro Gómez Barroso, por deseo expreso
de Alfonso XI; o la embajada a Portugal que encomendó al obispo burgalés,
don García de Torres Sotoscueva, para traer a María de Portugal; o la labor de
intermediario en la entrega del señorío de Álava al rey, llevada a cabo por el
obispo de Calahorra don Juan de Santo Domingo; o la bendición de las armas de
Alfonso XI realizada por el arzobispo de Santiago don Juan de Limia, y la
posterior coronación en Burgos en compañía de los titulares de las diócesis de
Burgos, Palencia, Calahorra, Mondoñedo y Jaén; o los primeros pasos del
posterior arzobispo de Toledo, y en esos momentos problemáticos, con el conde
de Foix, todavía arcediano de Calatrava, don Gil Álvarez de Albornoz52.
Con el desarrollo de los
últimos acontecimientos, Muhammad IV comprendió que la situación se le
complicaba especialmente, por lo que decidió firmar una tregua con Alfonso XI
en 1331; una tregua con parias y con licencia para comerciar en la frontera.
Uno y otro soberano tenían razones parecidas para considerar conveniente firmar
la paz. El granadino precisaba de tiempo para reagrupar e incrementar sus
tropas, así como para llegar a una alianza, lo menos peligrosa posible, con
Abu-l-Hassan Alí, que acababa de subir al trono de Marruecos; y el castellano,
como anteriormente, para reducir a los nobles levantiscos.
La tregua, sin embargo, iba a
durar poco. El sultán meriní, a instancias de Muhammad IV, envió un ejército
bajo el mando de su hijo Abd al-Malik, quien, tras varios meses de asedio,
ocupó Gibraltar en 1333, convirtiéndose su atarazana en base de la flota
meriní. Alfonso XI culpó a los nobles de esta pérdida, acusando directamente a
don Juan Núñez y a don Juan Manuel de haber dificultado la movilización del
ejército y al alcaide Vasco Pérez de Meira de traidor, aunque lo cierto es que
no hay que olvidar el hecho de que los cristianos eran inferiores en número a
los cinco mil africanos llegados y sus aliados granadinos. Con su pérdida llegó
una nueva promoción de Tarifa, al recibir en este año el privilegio de asilo de
delincuentes que hasta entonces había tenido Gibraltar.
Pero la alegría del nazarí iba
a durar poco al ser asesinado por caballeros zenetes, temerosos del creciente
peso de los norteafricanos en el sur peninsular. Los zenetes proclamaron rey a
Yusuf I, hermano del difunto Muhammadd IV, quien, no obstante, ante la nueva
presión cristiana, no dudaría en aliarse con el rey de Fez, imitando así a su
hermano e intensificando otra vez la influencia africana sobre Granada. Sin
embargo, hasta la llegada de este momento, transcurrieron cuatro años
de paz tras la tregua firmada entre Alfonso XI y Yusuf I (16 de
octubre de 1333) y el compromiso de los meriníes en marzo de 1334
de no incrementar sus contingentes en la Península. Una paz que los
norteafricanos entendían solo como el plazo necesario para poder llevar a cabo
minuciosamente todos los preparativos necesarios antes de realizar la gran
ofensiva que proyectaban. Alfonso XI tampoco iba a perder el tiempo. Muy al contrario,
estos años sirvieron al monarca castellano para poner en orden su reino en
todos los sentidos y atender algunas demandas de los ciudadanos, de manera
individual o colectiva, como en el caso del ayuntamiento que celebró en Sevilla
en 1337 para oír a los representantes burgaleses53.
Hasta 1338 la política de
Alfonso XI estuvo condicionada, en gran medida, por los problemas internos del
Reino. El monarca había tenido que neutralizar el poder de la nobleza antes de
emprender la ofensiva contra el Islam; y así lo hizo, unas veces con rigor y
otras a través de negociaciones, como en el caso de don Juan Manuel. Los
acuerdos firmados con Aragón y Portugal también tuvieron como objetivo evitar
la posible ayuda que los reyes de ambos reinos pudieran llegar a brindar a los
nobles rebeldes. La unión aparecía como la única manera de asegurar la
supremacía cristiana contra el Islam. El creciente poder meriní asentado sobre
ambos lados del Estrecho alarmaba enormemente a los comerciantes catalanes e
italianos. La paz con Pedro IV de Aragón se firmó el 29 de octubre de 1338. Con
ello se iniciaba un período de colaboración que se proyectaría en el papel
esencial que desempeñarían los buques del aragonés en la batalla del Salado. La
libertad del Estrecho les interesaba tanto como a los castellanos. La situación
con Alfonso IV de Portugal, en cambio, tenía otros tintes, al haberse
complicado sus relaciones desde 1331, año en el que el rey castellano había
convertido en su amante oficial a Leonor de Guzmán. El portugués vivía como
propia la afrenta experimentada por su hija María, reina de Castilla y madre
del infante heredero. Pero, pese a que la primera reacción del monarca luso fue
la de aliarse con don Juan Núñez de Lara y don Juan Manuel, al final no dudó en
prestar ayuda a su yerno en las operaciones militares emprendidas por este,
especialmente en 1340, a lo largo de la campaña destinada a levantar el cerco
de Tarifa, con la culminación de la famosa batalla del Salado. La utilización
de su esposa como embajadora ante su padre por parte de Alfonso XI fue
decisiva54.
1338-1350:
El gran protagonismo episcopal
Tras finalizar las treguas con
los musulmanes en marzo de 1338, Abd al-Malik cruzó a la Península con topas
norteafricanas con el objetivo de recuperar Tarifa. Al año siguiente, mientras
que Alfonso XI realizaba cabalgadas por tierras de Ronda, Antequera, Archidona
y Alcalá de Benzaide, el musulmán se dedicó a correr, en busca de
avituallamiento, la campiña de Jerez y Lebrija. Su muerte en el mes de octubre
cerca de Alcalá de los Gazules llevó a Abu l-Hasan a cruzar el Estrecho en
agosto de 1340. El meriní deseaba sitiar Tarifa uniendo sus numerosas tropas e
ingenios de asedio a las del emir granadino Yusuf I. Pero Alfonso XI,
consciente del peligro que suponía la invasión meriní, ya había iniciado los
preparativos necesarios para intentar culminar con éxito el nuevo
enfrentamiento. Entre ellos, cabe destacar la petición de ayuda, ya mencionada,
a su suegro Alfonso IV de Portugal, y la solicitud al papa de bula de cruzada,
tercias y décimas, a través de la embajada enviada a Aviñón, presidida por el
consejero real y mayordomo mayor Juan Martínez de Leiva.
La bula de cruzada, Exultamus in te, fue concedida por
Benedicto XII el 7 de marzo de 1340 55. R. Pérez-Bustamante ya constató
hasta qué punto en el caso de la batalla del río Salado el hecho religioso pesó
de manera especial. No hay duda de que fue así, ya que en los registros de
Benedicto XII se encuentran en torno al centenar de documentos, redactados
entre 1335 y 1340 y de diferente contenido, dirigidos a facilitar con ayudas
concretas de índole diversa, el gran enfrentamiento con el islam que deseaba
llevar a cabo Alfonso XI. Lo cierto es que el pontífice, informado puntualmente
de cada uno de los movimientos llevados a cabo por los meriníes, así como de
los conflictos existentes entre los reyes peninsulares, intervino de manera
directa, primero, presionando a los monarcas cristianos implicados para unirse
en un único frente común contra el infiel a través de una nutrida actividad
diplomática a lo largo de un lustro, y, segundo, preparando a nuestros
eclesiásticos con cartas enviadas a los arzobispos de Toledo, Santiago,
Sevilla, Tarragona, Zaragoza y Braga, con exhortaciones a la penitencia y a la
oración pública para lograr vencer al musulmán.
Benedicto XII (1334-1342) era
un pontífice reformador. Desde su subida al trono de san Pedro había dirigido
numerosas cartas a los prelados para la correctio
et reformatio personarum ecclesiasticarum et saecularum. Alfonso XI tampoco
se había librado del celo papal por mantener relaciones ilícitas con Leonor de
Guzmán, así como por haberse apropiado indebidamente de las tercias. Esta
incautación había llevado a Benedicto XII a enviar su protesta al arzobispo de
Toledo don Gil de Albornoz y a lanzar la excomunión contra el monarca
castellano unos meses antes de conceder la bula de cruzada. Pero en 1340
existía un objetivo supremo que hacía necesario superar estos “incidentes”:
servir a la cristiandad. Por ello, desde el mes de octubre, el papa no dejó de
cursar cartas a diferentes prelados no castellanos o, por ejemplo, al común de
la ciudad de Génova para que enviasen galeras en ayuda de Alfonso XI. Era
preciso conseguir extender el culto de Cristo en los territorios del sur, para
lo que resultaba imprescindible la unidad de los reyes cristianos peninsulares,
“celadores de la fe”, y la participación en el combate de sus pueblos y de todo
aquel cristiano que deseara cumplir con este deber religioso. La recompensa era
clara: la redención de los pecados y poder alcanzar la gloria del martirio. Con
la bula de Benedicto XII la batalla que se iba a librar a orillas del Salado se
convertía así en cruzada, en el sentido en que Goñi Gaztambide definió este
tipo de empresa bélica de “guerra santa indulgenciada”. La predicación de la
cruzada corrió a cargo de los titulares de las diócesis conquense y abulense.
Como es sabido, la concesión de este tipo de bula conllevaba no solo beneficios
espirituales, sino también variadas aportaciones económicas. Alfonso XI ya
había manifestado al papa la precaria situación por la que atravesaba Castilla
a causa de las continuas guerras mantenidas en los años anteriores. Gracias a
la bula se iban a canalizar unas importantes cantidades de dinero hacia las arcas
reales: por un lado, las procedentes de las aportaciones voluntarias que
proporcionaban las indulgencias; por otro, las derivadas de los subsidios
económicos otorgados en la bula (tercias y décimas). A cambio, Benedicto XII
exigía una serie de condiciones, como la edificación de iglesias, colegiatas o
catedrales en las ciudades conquistadas, el cumplimiento sin restricción alguna
de las sentencias de excomunión y entredicho, la prohibición a los musulmanes
de invocar en voz alta el nombre del Profeta o la correcta entrega de los
diezmos que se debían al clero.
El rey castellano concentraba
sus fuerzas en Sevilla con el apoyo, al igual que ocurriera en la Navas de
Tolosa hacía más de un siglo, de combatientes cristianos de los otros reinos
hispanos y de fuera de la Península. La Crónica
de Alfonso Onceno relata minuciosamente los hechos, tanto la llegada de
Juan Martínez de Leiva con el pendón de la cruzada y la bula, entregados por el
pontífice como la presencia de los prelados que acompañaban al monarca en la
contienda:
Et el rey Don Alfonso de Castiella et de
León que estaba en Sevilla dando acucia como se armasen la quince galeras, et
las doce naves (…) et llegó y Joan Martínez de Leyva, que venía de Cortes de
Roma do el rey lo avía enviado, et traxo el pendón de la Cruzada que envió el
Papa (…). Et otrosí traxo otorgamiento del Papa, que todos los de los regnos et
señoríos de Castiella et de León, et de Portogal, et de Aragón et del regno de
Malorca, que veniesen cruzados a esta guerra, o diesen y de su aver tanto
como podrían despender en la venida, et en la morada de tres meses, que oviesen
el perdón que avrían si fuesen a la casa sancta de Hierusalem. Et envió poder a
don Gil Arzobispo de Toledo que otorgase porél estos perdones: et otrosi otorgó
al Rey otras gracias en tercias et en décimas por cierto tiempo (…). Et el Rey,
teniendo y (en Sevilla) consigo muchos perlados et todos los Ricos-omes del su
regno, et los Maestre de las Órdenes, et todos los caballeros et escuderos
fijos-dalgo de su señorío (…) mandoles llamar que viniesen a su palacio, que
quería fablar con ellos. Et venieron y (…) Don Gil, Arzobispo de Toledo,
Primado mayor de las Españas, et Don Martino, Arzobispo de Santiago (…) et Don
Joan, Obispo de Palencia, que era de los de Saavedra, et Don Álvaro, Obispo de
Mondoñedo, que era de los de Biedma, et fue después Obispo de Orense…56
Todo indica que la superioridad
numérica correspondía a los meriníes. Sin embargo, el 29 de octubre de 1340 una
patrulla cristiana consiguió entrar en Tarifa con el objetivo de comunicar los
órdenes pertinentes para cuando se iniciara la batalla al día siguiente. La
jornada, como es conocido, terminó con una rotunda victoria cristiana y la
consiguiente elevación del prestigio de Alfonso XI de Castilla y de Alfonso IV
de Portugal; pero también con la certeza de ambos monarcas de que para consumar
el dominio del Estrecho se precisaba ocupar Algeciras y Gibraltar, y después,
si era posible, cruzar el mar.
Alfonso XI había triunfado y
decidió pasar a la ofensiva. En 1341 conquistó Alcalá la Real, llave de
Castilla hacia Granada, Priego, Benamejí y Matrera, pero en ese momento se
detuvo. Sabía que el rey de Marruecos preparaba una gran flota para cruzar de
nuevo el Estrecho y que “la villa de Algecira, que tenían los moros, es tan
cerca de Cebta, que en un día los moros podrían pasar de allén mar aquende,
cada que querían, pensó que le convenía mucho facer por tomar a los moros
aquella villa de Algecira”. Pero también sabía que, aunque por ello era urgente
la conquista cristiana de la ciudad, para poner cerco a la misma precisaba de
“grand cabdal”. Así, el monarca castellano decidió que los maestres y buena
parte de la nobleza permanecieran en la frontera para su amparo, mientras que
él se dirigía a Castilla para cobrar las alcabalas.
Tras pasar la Navidad en
Valladolid, Alfonso XI marchó a Burgos para celebrar unas primeras Cortes
parciales, o ayuntamiento, al iniciarse el año 1342. En ellas se le otorgó, no
sin problemas, lo que pedía, en presencia del arzobispo de Toledo y del obispo
de la ciudad, don García. A finales de enero entró en la ciudad de León con el
mismo propósito. Allí le esperaban su obispo, don Juan del Campo, y el titular
de Astorga, don Pedro, “et otrosí fabló
con los de la ciubdat de León, et otorgaronle todas las alcabalas segund que
las avían otorgado en Burgos”. A continuación marchó hacia Zamora. En esta
ocasión le arroparon el obispo de esta ciudad, don Pedro, y el arzobispo don
Martino de Santiago. Finalmente, se presentó en Ávila y de nuevo señaló, ahora
ante el obispo abulense don Sancho, “el
menester que avía de catar aver para mantener la guerra por mar et por tierra;
et pidioles que le otorgasen las alcabalas, segund ge las avían otorgado en las
otras cibdades onde venía; et ellos otorgarongelo luego”57. Como se ha
podido comprobar, en estos ayuntamientos de 1342, convocados con el propósito
de solicitar dinero para luchar contra el islam, el monarca contó con el
respaldo moral, o si se prefiere con la cobertura religiosa, de una serie de obispos,
de los que no todos participaron personalmente en los enfrentamientos bélicos
anteriores y posteriores a la celebración de los mismos, como los titulares de
Burgos, León y Ávila; el resto, en cambio, se uniría al monarca en el cerco de
Algeciras.
En Jerez el rey se reunió con
el arzobispo de Toledo, los maestres, nobles y gentes de su consejo para
comunicarles las razones que tenía para cercar Algeciras y hablar sobre la
empresa. El 25 de julio salió de Jerez para iniciar el cerco en compañía
de don Gil de Albornoz y del obispo gaditano, don Bartolomé. Los días
siguientes son relatados por la crónica con todo lujo de detalles: la muerte
del maestre de Santiago; la solicitud al papa por parte del monarca del
maestrazgo vacante para su hijo don Fadrique; la embajada del arzobispo de
Toledo al soberano francés para solicitar su ayuda, o la del prior de san Juan
al papa Clemente y la dirigida al rey de Portugal con idénticos propósitos. En
la enviada a Clemente VI los argumentos se cargaron de tintes religiosos: se
llevaba a cabo el cerco “por desviar los
males que podrían venir a la Christiandad”; el reino de Castilla estaba
empobrecido por los continuos gastos efectuados en campañas contra el Islam;
él, como “padre espiritual de toda la Christiandad”, debía socorrerle. La
crónica se detiene después en relatar las catástrofes naturales que sufrieron
las huestes cristianas por las lluvias del otoño, así como en el intento de dos
moros de Algeciras de dar muerte a Alfonso XI, o la crueldad que este hecho ocasionó:
“El Rey –una vez descubiertos– mandoles
descabezar, et mandó que echasen las cabezas dellos dentro en la cibdat. Et los
moros de la ciubdat por esto mataron dos christianos de los que avían tomado
cativos, et echaron las cabezas de ellos fuera contra el Real”58
El cerco de Algeciras resultó
especialmente largo y duro, por lo que en no pocas ocasiones cundió el desánimo
general a lo largo del año 1343; los problemas de abastecimiento llevaron al
propio monarca a clamar al cielo. No obstante, durante este año fueron
incorporándose nuevos caballeros, incluso procedentes de Francia, Inglaterra y
Alemania, así como otros obispos. Entre estos hay que destacar al obispo
palentino don Pedro, después arzobispo de Santiago, al obispo de Salamanca don
Juan, a don Pedro de Zamora y a don Vicente de Badajoz59. Por fin, en agosto,
Alfonso XI recibió la noticia de que el papa le hacía un préstamo de 20.000
florines y que el rey francés le socorrería con 50.000 florines. Pero lo cierto
es que estas cantidades no cubrían plenamente “la pobreza et el mester en que
estaba”, según comunicó el monarca a los grandes que le acompañaban en el
cerco. Solo una noticia iba a alegrar al soberano en esos momentos: las cartas
enviadas por el obispo de Jaén, don Juan de Soria, quien, con independencia del
cerco de Algeciras, se había dedicado a “correr” la tierra del rey de Granada,
consiguiendo un importante botín de vacas, ovejas, yeguas y moros y moras
cautivos. Cuando Alfonso XI se enteró de la hazaña del prelado jiennense “gradesciolo mucho a Dios, et tovogelo en
merced, et plogole mucho de lo que fizo el obispo et los que fueron con él”60.
Por fin las cosas iban a
cambiar para el monarca castellano. En noviembre de 1343, tras haber recibido
algunos refuerzos norteafricanos, Yusuf I trató de levantar el asedio de
Algeciras, pero fue derrotado a orillas del río Palmones. La ciudad resistió
todavía hasta el 25 de marzo de 1344, en que se firmó la paz entre cristianos y
musulmanes a instancias del rey de Marruecos. La crónica concluye con el relato
de cómo el Domingo de Ramos entraron en la ciudad nobles, prelados y demás
gentes “con muy grand procesión, et con los ramos en las manos en aquella
cibdat de Algecira, et dixiéronle la misa en la mezquita mayor, a que el rey
puso nombre Santa María de la Palma”61. La conquista de Algeciras costó la vida
a muchos grandes del reino y, entre ellos, al arzobispo don Martino de
Santiago62. Entonces se acordó una tregua de diez años con Granada y Fez,
comprometiéndose Yusuf I a pagar 12.000 doblas anuales.
Con la toma de Algeciras a
Alfonso XI solo le quedaba conquistar Gibraltar para completar su empresa, por
lo que le puso cerco en 1350. Pero de todos es conocido cómo la peste negra,
que venía haciendo estragos en Europa desde 1348, prendió también en las tropas
del Real, cobrándose entre otras la vida del monarca castellano e impidiendo
que Gibraltar pasara a manos castellanas hasta 1462. Sin embargo, la decadencia
meriní y la escasa capacidad de los musulmanes para organizar un ejército que atravesara
el Estrecho, entre otros factores, posibilitaron la estabilidad de la frontera
durante un siglo y un largo período de paz hasta 1406 63.
Tras este resumen de los
acontecimientos bélicos que se sucedieron a lo largo de la última década del
reinado de Alfonso XI es hora ya de preguntarse sobre la identidad, y más aún
sobre la personalidad, de cada uno de los prelados que acompañaron al rey
durante el desarrollo de los mismos. No se trata de elaborar una biografía, ni
siquiera sucinta, de estos obispos, pero sí de resaltar algunas de sus
circunstancias personales y actividades de carácter eclesiástico o político, ya
que considero que fueron estas las que influyeron, en mayor o menor medida
según el caso, en sus respectivas decisiones a la hora de acudir o no al campo
de batalla y de empuñar las armas. El primero que ha de ser mencionado es el
obispo abulense don Sancho Blázquez Dávila, quien tuvo un episcopado
especialmente largo (1313-1356). Pertenecía a uno de los linajes más destacados
de la nobleza local, aunque fue dedicado a la clerecía desde su juventud, como
ocurrió con otros de los miembros del mismo antes y después de él64. Su larga
permanencia en la sede dio mucho de sí: se terminó la obra principal de la
catedral, obtuvo numerosos privilegios y concesiones regias, fundó monasterios
y un hospital en la ciudad y asistió a los concilios provinciales de 1313,
1314, 1322 y 1335 65. Pero lo que más nos importa es la decisiva intervención
que tuvo en la política de su época, iniciada con el cuidado y protección del
rey niño en la propia catedral abulense en los momentos más difíciles para el
Reino. Fue también notario mayor de la casa del rey y canciller mayor de
Castilla, por lo que concurrió con asiduidad a las Cortes que se celebraban.
Pero desde 1326, fecha en que Alfonso XI confirma todos los privilegios de su
iglesia por “faser bien et onrra a Don
Sancho, obispo de Ávila et nuestro chanceller mayor de Castiella por muchos
servicios que nos fiso siempre et nos fase…”66, el prelado se aparta de toda
actividad política, no volviendo a aparecer en la crónica regia salvo en
momentos muy concretos, aunque de gran valor para los propósitos del monarca,
como su respaldo cuando el rey fue a Ávila en 1342 con el propósito de
solicitar ayuda económica para la financiación de la guerra y, por supuesto, el
ser comisario de cruzada durante la preparación de la batalla del Estrecho67. A
pesar de no poder confirmar su presencia en los hechos de armas más relevantes
de la época, sí debió mantener alguna actividad bélica. Resulta bastante
revelador el hecho de que en su testamento se mencione la donación a sus
sobrinos de “las nuestras armas” (lorigas, de cuerpo y de caballo, gorguera, la
espada con un jaspe, lorigones). Pero lo cierto es que don Sancho destacó más
como letrado y hombre de Iglesia, siempre preocupado por elevar el nivel
cultural del clero de su diócesis.
Por su testamento también
sabemos que dejó a algunos canónigos “diez mil maravedíes para libros con que
aprendan”68.
Fueron dos los prelados palentinos
que participaron personalmente en los acontecimientos bélicos de estos años. El
primero es don Juan de Saavedra, obispo de Plasencia hasta 1332, año de su
promoción a la diócesis palentina y de la que sería su titular hasta su muerte
en 1342. A don Juan le vemos ya con Alfonso XI en la reunión de Sevilla de
1340, convocada para tratar del socorro a la villa de Tarifa, junto con otros
prelados y notables de Castilla, así como en la posterior batalla del Salado.
Su presencia se encuentra recogida tanto en la Crónica como en el Poema de
Alfonso XI, donde se narra cómo el rey se hallaba entre el palentino y el
arzobispo don Gil cuando “los moros
perdían tierra/ e por el monte sobían,/ e por medio de la sierra/ ondas de
sangre corrían”69. Poco más dice de este personaje la Silva Palentina,
además de insistir, al igual que en la Crónica, que don Juan “era de los
Saavedra”. No obstante, el autor añade un dato de interés, como es la
referencia al privilegio otorgado por el monarca en 1336 en torno a la prohibición
de recoger las tercias destinadas a la guerra contra el infiel en la ciudad
palentina70.
El segundo prelado palentino
del que se ofrece información es don Pedro, anterior titular de Sigüenza, y
quien apenas residiría en la ciudad de Palencia por ser promocionado como
arzobispo de Santiago a los catorce meses de su nombramiento. Poco sabemos de
sus orígenes –quizá su padre se llamara Sancho– y lo mismo hay que decir
respecto de su promoción a Sigüenza (c. 1335). Pero no hay duda de que Alfonso
XI le tuvo en gran estima, según se desprende de su rápida promoción y de las
concesiones que le hizo. Todo parece indicar que cuando el arzobispo de
Santiago don Martín Fernández murió en el cerco de Algeciras, fue el propio rey
castellano quien recomendó a don Pedro para ocupar su lugar. Esta injerencia
regia provocó problemas. Parece ser que el cabildo no vio con buenos ojos esta
elección, quizá, como apuntó en su día López Ferreiro, porque don Martín “era
persona de gran influencia en Galicia y tenía varios parientes en el cabildo”
que, por supuesto, deseaban sucederle71. A pesar de ello, el nombramiento se
llevó a cabo y, en julio de 1345, el rey se encontraría con él con motivo de la
visita realizada al sepulcro del apóstol. La fuerza de los lazos existentes entre
el prelado y el monarca se aprecia también en el diploma expedido al año
siguiente a favor del señorío del arzobispo sobre la ciudad ante los disturbios
que en la misma se venían produciendo desde hacía tiempo72. Sus actividades
extra-eclesiásticas no impidieron, sin embargo, que celebrara un sínodo en
1346.
Según ya se ha mencionado,
también estuvo presente en esta empresa bélica el arzobispo de Santiago don
Martín Fernández de Gres. Don Martín era miembro de una de las principales
familias de la tierra de Deza. Sus antepasados habían estado prestando diversos
servicios a la monarquía desde los tiempos de Alfonso VII. Fue canónigo de la
catedral en 1312 y vicario del deán en 1335. Finalmente, en 1338, fue elegido
por aclamación capitular, per viam spiritus sancti, arzobispo de Santiago. Don
Martín se ocupaba de los diferentes asuntos relacionados con su archidiócesis,
como la convocatoria en 1339 de una junta con la presencia de los otros obispos
gallegos y del pertiguero mayor de Santiago don Pedro Fernández de Castro para
acabar con los golfines. Pero cada vez que el rey requería sus servicios, el
prelado abandonaba sin dudarlo sus obligaciones pastorales y jurisdiccionales.
Así, le encontramos en los preparativos y desarrollo de la batalla del Salado73.
Seguramente, su entrega a los deseos regios le ayudó a conseguir una serie de
privilegios reales, datados el 5 de diciembre de 1340 en las cortes celebradas
en Llerena, en los que el monarca hace una clara referencia a la participación
del prelado en la contienda: “por los buenos servicios que los arçobispos que
fueron de Santiago fizieron a los reyes onde nos venimos et el dicho arçobispo
(don Martín) a nos señaladamente, que se acaescio connusco en esta batalla…”74.
Tras regresar a Santiago nuevamente, marchó otra vez a Andalucía en la
primavera de 1341 con el pertiguero don Pedro de Castro y con sus huestes,
incorporándose en el Real sobre Priego para participar en su conquista y en la
de las villas que le sucedieron75. Poco después, a principios de 1342, se reúne
otra vez con el monarca en Zamora, tras ser requerida su presencia, junto a la
de otros grandes, para apoyar la concesión solicitada por el rey del cobro
anticipado por un año de la alcabala con el objetivo de iniciar el cerco de
Algeciras76. Alfonso XI entró victorioso en Algeciras el 28 de marzo de 1344,
pero dejaba tras sí muchas víctimas originadas por la mortífera epidemia
desarrollada en el Real, entre ellas, el arzobispo de Santiago, como se recoge
en la Crónica de Pedro I: “E finó y el arzobispo de Santiago que decían don
Martino”77.
No hay duda de que las empresas
bélicas del obispo de Mondoñedo don Álvaro Pérez de Biedma en la frontera de
Granada fueron de las más reconocidas. Prueba de ello es el importante número
de párrafos que se dedican a sus hazañas en la Crónica de Alfonso XI. La
especial disposición hacia la guerra de este prelado, titular de una diócesis
tan lejana a la frontera, unida a la confianza que el monarca tenía depositada
en él –le había encargado la defensa de una plaza fronteriza de especial valor
estratégico como era la de Jerez entre los años 1338-1339– explican su repetida
aparición en las páginas de la Crónica: “Desque
el rey fue tornado a Sevilla envió las gentes que pudo a los castillos
fronteros, porque fiziesen guerra a los moros; et que si entrasen a facer daño
en la tierra, que peleasen con ellos: et señaladamente mandó estar en
Xerez a Don Álvaro de Biedma, obispo de Mondoñedo…”78. Todo parece indicar
que la participación de miembros de su familia en la guerra, como su hermano
Ruy, así como las posesiones territoriales de la misma en Andalucía,
condicionaron especialmente las actividades extra-eclesiásticas de don
Álvaro79. El obispo de Mondoñedo, hijo de Fernando Ruiz de Biedma,
perteneciente a la nobleza gallega de Orense, inició su carrera eclesiástica
como arcediano de Baroncelle, en la diócesis auriense, donde permaneció hasta
su promoción a la silla de Mondoñedo en 1329. Aquí estuvo hasta conseguir la
titularidad de la diócesis mindoniense a principios de 1343, donde permanecería
hasta su muerte en 1351. Se trata de un hombre fuerte, como lo demuestran sus
actuaciones con el cabildo de Mondoñedo. Era también un hombre del rey, a quien
acompañó en su coronación en 1332, y que estuvo siempre dispuesto a cumplir sus
órdenes de carácter militar, tanto en solitario como junto al monarca en las
más destacadas batallas, como la del Salado. Por todo ello, Alfonso XI siempre
le dispensó un trato de favor en todos y cada uno de los asuntos conflictivos
surgidos en su diócesis. Sin duda, don Álvaro fue un hombre más comprometido
con “los asuntos del siglo” que con su labor pastoral; de ahí que buena parte
de los documentos emitidos por otras dignidades eclesiásticas estuvieran casi
siempre dirigidas al vicario del obispo, don Juan Fernández, por encontrarse de
continuo don Álvaro ausente de su diócesis, ocupándose de asuntos militares, y
siempre al servicio del rey80.
Como ya se indicó antes, tras
la tregua de 1338, mientras el monarca castellano llevaba a cabo cabalgadas por
Ronda, Antequera, Archidona y Alcalá de Benzaide, Abd al-Malik, hijo de
Abu-l-Hasan se dedicaba a hacer correrías en torno a Jerez y Lebrija en busca
de avituallamiento. Y fue precisamente en el conjunto de estos acontecimientos
donde brilló más la figura del obispo de Mondoñedo. De acuerdo con la Crónica,
ante el aviso de que “Abomelique quería entrar a correr la tierra de
christianos, et señaladamiente quería quebrantar el logar de Librija, porque
estaba y mucho de pan de que ellos aváin gran mengua”, Fernán Pérez Porto
Carrero, alcaide de Tarifa, envió recado al concejo de Jerez y al obispo de
Mondoñedo, que se encontraba allí guardando la plaza por orden regia, y a otros
castillos de la comarca para que se dispusieran a defender Lebrija. La defensa
se consiguió, aunque los musulmanes se hicieron con el grano y los ganados que
precisaban, emprendiendo luego la correría hacia Arcos y Alcalá de los Gazules.
Ante esta nueva amenaza, Pérez de Biedma, con los del concejo de Jerez, Fernán
Pérez Ponce, futuro maestre de Alcántara, y otros caballeros se lanzaron al
ataque. El enfrentamiento resultó duro hasta el extremo de que los moros
dejaron desamparado a su señor Abd al-Malik, quien “salió ende fuyendo de pie”
hasta que, finalmente, resultó herido de muerte81. El obispo de Mondoñedo
vuelve a aparecer en la reunión sevillana ya mencionada de 1340 y a lo largo
del desarrollo de la batalla del Salado. Paralelamente al rosario de
acontecimientos bélicos que concluyeron en la conquista de Algeciras de 1344, Pérez
de Biedma era trasladado a la sede de Orense en 1343, regresando así a la
ciudad de sus orígenes. Es de sobra conocido hasta qué punto los numerosos
gastos a los que debía hacer frente el Papado de Aviñón habían impulsado un
tipo de política beneficial, en donde la reserva pontificia ocupaba un papel
estrella. No obstante, todo hace sospechar que debió ser Alfonso XI quien medió
en esta promoción o, mejor dicho, traslado de su fiel colaborador militar. Sin
duda, don Álvaro deseaba ser titular de Orense, quizá por motivos familiares y
sentimentales, quizá también porque una parte de sus ingresos se hallaban en
otro lugar y en otros menesteres, ya que de otra forma no se explica que fuera
trasladado a un obispado con una renta ligeramente inferior a la que disfrutaba
siendo obispo de Mondoñedo. En cualquier caso, su paso por la diócesis auriense
no repercutió de manera significativa, ya que don Álvaro estaba más hecho para
la milicia que para la oración, la cura de almas o la organización diocesana.
La presencia del obispo de
Astorga don Pedro Alfonso en los preparativos y desarrollo de la batalla del
río Salado está recogida en varias fuentes, como la Crónica de Alfonso XI, la Gran Crónica y la crónica portuguesa de Alfonso IV. Don Pedro había sido canónigo de
Lisboa en 1328 y obispo de Silves en 1333. Emparentado con la nobleza
portuguesa, era sobrino también del arzobispo de Braga don Gonzalo Pereira82.
El prelado había sido elegido en su día para acompañar a Castilla a la hija del
rey portugués Alfonso IV, doña María, para contraer matrimonio con Alfonso XI.
Contaba con una amplia formación intelectual: se había graduado en cánones en
la universidad salmantina y brillaba, además, como predicador, tanto en
castellano como en portugués. Su primera aparición en relación con los
acontecimientos analizados fue con ocasión de la reunión mantenida por el
monarca en León para recaudar la alcabala. La segunda, y más importante,
corresponde a su papel de acompañante de la reina doña María cuando Alfonso XI
le pidió que solicitara ayuda a su padre Alfonso IV para unir sus fuerzas
frente al soberano norteafricano. Por último, el Poema nos habla de la
participación del prelado en la batalla del Salado: “…e don Pero Alfonso otrotal/ con Astorga su obispado,/ una tierra que
mucho val./ Obispo de buena manera,/ muy acabado varón/ del linaje de Perera/
donde los infançones son”83.
Existen dudas sobre su traslado
a Oporto, las fechas que se barajan oscilan entre 1342 y 1344. No obstante, el
enfrentamiento que sostuvo con el concejo de Oporto data de 1343, lo que
demuestra que al menos ya estaba allí en este año. Las causas de su promoción
se desconocen, aunque se ha valorado la posibilidad de que el regreso a
Portugal estuviera relacionado con un posible temor a los partidarios de Leonor
de Guzmán, quienes deseaban aislar cada vez más a la reina doña María. El
regreso a su patria, sin embargo, no estuvo exento de problemas, a causa del
enfrentamiento mencionado con los de Oporto y también con el propio monarca
luso84.
Al decidir Alfonso XI cercar
Algeciras, la Crónica relata cómo estaban junto a él el arzobispo de Toledo y
el obispo de Cádiz como únicos acompañantes eclesiásticos en el inicio del
cerco: “…salió de Xerez este Rey Don Alfonso para ir cercar la ciubdat de Algecira:
et fueron con él Don Gil, Arzobispo de Toledo, et Don Bartolomé, obispo de
Cádiz…”, junto con miembros de la nobleza, de las órdenes militares y de los
concejos85.
El obispo gaditano era fray
Bartolomé, quien gobernó la diócesis entre 1329 y 1349, fecha de su muerte.
Precisamente, al tomarse la ciudad de Algeciras durante su pontificado,
fue él quien recibió el efímero título de obispo de Cádiz y Algeciras. Alfonso
XI, tras conquistar la ciudad en 1344, consideró necesario para asegurar su
mantenimiento y repoblación solicitar al papa Clemente VI la creación de una
nueva diócesis, enviando de embajador con su propuesta a don García Fernández
de Borneo. El pontífice, sin embargo, decidió darle doble cabeza o catedral,
Cádiz-Algeciras, como ya se había hecho en el caso de Baeza-Jaén, y nombrar a
fray Bartolomé su primer titular, así como ordenar que en las futuras
designaciones de obispos intervinieran a la par los dos cabildos. La nueva sede
quedaba sometida, por supuesto, a la metrópoli de Sevilla. El prelado gaditano
no era gustoso, pero se sometió a la decisión papal, pasando a residir en
Algeciras86. Es muy poco lo que se conoce de fray Bartolomé, al margen de su
participación en el cerco87, pero es muy significativo el hecho de que siendo
realizado su nombramiento durante el pontificado de Juan XXII, un pontífice que
sistemáticamente se reservaba la provisión de obispados, no lo hiciera en el
caso de este prelado, ni de su antecesor fray Pedro, ya que ninguno de ellos
figura en el libro de Obligationes et
Solutiones de la Cámara Apostólica88. La respuesta a este silencio,
seguramente, hay que buscarla en el hecho de que la diócesis gaditana fuera la
más pobre de todas. Su renta ascendía solo a 150 florines; una cantidad
minúscula si se compara con la de otras, como la de Palencia con 2.000
florines, o la de Astorga con 600, lo que permite valorar mejor su situación89.
A ello ha de unirse el peligro constante que amenazaba la diócesis al tener la
frontera musulmana tan cerca y poder ser atacada en cualquier momento, tanto
por tierra como por mar. Así, es comprensible que no existiera demasiado
interés entre los eclesiásticos por ser obispos de Cádiz, ni en el Papado por
llevar a cabo aquí la reserva pontificia. Lo cierto es que, al menos hasta el
siglo XV, los obispos gaditanos debían estar adornados de ciertas cualidades:
no temer la pobreza, ni la lucha armada casi constante, y estar interesados por
la evangelización, al encontrarse el infiel tan próximo y representar un sueño
al que nunca se renunció. De aquí, que de los diez obispos nombrados entre 1266
y 1395, casi todos fueran religiosos90. A esta situación quizá deba unirse
también, al menos en ciertos casos, la relación personal que pudieran tener con
el monarca de turno. Una relación que se proyectó en el rosario de servicios no
eclesiásticos, de frontera, en los que se desenvolvieron. Sin duda, el rey
castellano era el más interesado en que la elección recayera siempre en un
clérigo adornado con las cualidades mencionadas.
Una vez iniciado el cerco de
Algeciras, la Crónica relata cómo en seguida se incorporaron a él otros
obispos: el ya mencionado de Palencia y los titulares de Zamora, Salamanca y
Badajoz91. El obispo pacense, anteriormente obispo de Oporto y de Jaén, don
Fernando Martínez de Agreda, había muerto en los primeros meses de 1344, por lo
que al enumerar los asistentes en el cerco de Algeciras la Crónica menciona ya
como nuevo obispo de Badajoz a don Vicente. Se trata de don Vicente Estévanez,
quien en esos momentos solo era electo, y de quien apenas se tienen noticias,
ni siquiera del año de su muerte. Lo único seguro conocido es que en mayo de
1349 ya figura como titular de la diócesis un nuevo prelado, don Juan92.
Tampoco se sabe demasiado del obispo de Zamora, don Pedro. Existen dudas, incluso,
sobre la fecha de su nombramiento –1341, 1343– y lo mismo hay que decir
respecto a su posible traslado o muerte. En cualquier caso, en 1354 el cabildo
zamorano elegiría ya como nuevo obispo a uno de sus miembros, don Alfonso
Fernández de Valencia93. La presencia de don Pedro junto a Alfonso XI está
reflejada en la Crónica ya en el año 1342, al lado también del arzobispo de
Santiago, cuando el rey celebraba el ayuntamiento mencionado en la ciudad de
Zamora para la concesión de la alcabala94. Las confusiones sobre la persona de
don Pedro son numerosas. De su presencia, sin embargo, en el cerco de Algeciras
no existe duda. Estando el monarca en él, don Pedro se presentó con el obispo
salmantino y, poco después, ambos prelados recibieron la orden, al igual que
los caballeros y milicias concejiles “que posaban derredor de la cava et de la
cerca, que fincasen todos a guardar que non saliesen los moros de la ciubdat a
facer daño en los reales”95.
El obispo de Salamanca don Juan
Lucero (1339-1362) aparece a lo largo de la Crónica en repetidas ocasiones
relacionadas con las operaciones de Algeciras, junto a nobles y tropas
salmantinas96. Interesa, en especial, su presencia en los momentos en los que
Alfonso XI se dirigió a sus más allegados para comunicarles la estrategia a
seguir, y la penosa situación por la que atravesaban, debida a “la careza que acaesció en el Real en el mes
de noviembre” cuando hubo “muy grand mengua de viandas, así que pasaron diez et
siete días que muchos ommes non comieron pan nin avían otro mantenimiento si
non de garvanzos o de favas o de figos pasados…”97.
Un caso especial es el que
representa el obispo jiennense don Juan Morales. El prelado llevaba tiempo
dedicándose a realizar por su cuenta entradas en territorio granadino, paralelamente
a la campaña emprendida por Alfonso XI con los prelados ya señalados. Sin duda,
todo estaba calculado con antelación, puesto que el monarca no tardó en
felicitarle tras enterarse de las hazañas y éxitos bélicos del prelado. De su
personal actividad guerrera fronteriza da cuenta también la Crónica, en
concreto, al relatar cómo en 1343 el rey recibió noticias de los logros
alcanzados por el obispo, quien con un ejército de caballeros y de peones
formado por las villas del obispado, y con el comendador de Segura,
consiguió un valioso botín: “En estando
el Rey en la cerca de Algecira venieronle cartas de don Joan obispo de
Jaén (…) que entraron correr tierra del Rey de Granada, et que sacaron muchos
ganados, vacas e ovejas, et yeguas, et moros et moras cautivos. Et el Rey
desque lo sopo, gradeciolo mucho a Dios e tovogelo en merced, et plogole mucho
de lo que fizo el obispo et los que fueron con él”98. Don Juan Morales
había sido titular de la diócesis pacense hasta 1335, y desde esta fecha
hasta su muerte en 1357 lo fue de la de Jaén, produciéndose un intercambio
de diócesis especialmente singular entre él y el obispo don Fernando Martínez
de Agreda, titular del obispado jiennense en 1322 y del de Badajoz en 1335 99.
Don Juan era natural de Soria, por lo que se le conoce también como don Juan de
Soria. Pertenecía al linaje de los Morales, uno de los más destacados de esta
ciudad. De su paso por la diócesis jiennense ha quedado una interesante
documentación, aunque siempre relacionada con sus actuaciones guerreras y no
con las eclesiásticas. De estas últimas, apenas queda constancia de su
asistencia al concilio de Alcalá de 1347 100. Ya apuntó en su día J. Rodríguez
Molina que la sede de Jaén siempre hizo honor al título ostentado de “muy noble
y muy leal ciudad de Jaén, guarda e defendimiento de los regnos de
Castilla”101.
Ya hemos hablado en el apartado
anterior del arzobispo sevillano don Juan Sánchez, por lo que no vamos a
insistir en su desigual participación en las empresas bélicas a lo largo de su
extenso pontificado, 1323-1348, solo que su memoria se desvanece a finales de
este último año, en que debió morir. Por lo que se refiere al obispo conquense
don Odón (1328-1340), sabemos por la bula de Benedicto XII del 7 de marzo de
1340 que fue encargado, junto con el obispo abulense, de predicar la cruzada en
Castilla, pero lo cierto es que desconocemos hasta qué punto pudo cumplir
plenamente con su misión, ya que la muerte le sobrevino a los pocos meses102.
También existen noticias sobre la presencia del obispo de Osma don Bernabé
(1331-1351) junto al monarca en las batallas que emprendió desde el año 1340.
Era médico de la reina doña María y había sido nombrado obispo de Badajoz en
1324. Su promoción posterior a la diócesis oxomensis, de la que fue titular hasta
su muerte, quizá deba ligarse al deseo de Alfonso XI que, tras el fallecimiento
de don Juan de Ascarón, “manifestó luego al cabildo el gusto que tendría en que
eligiesen a don Bernabé”103. En 1344 el monarca le distinguió nombrándole
canciller mayor del infante don Pedro, para cuya instrucción mandó traducir al
castellano la obra de Egidio Romano De
Regimine Principum104. Es probable que don Bernabé acompañara a Alfonso XI,
pero no como guerrero sino como médico. Y es esta condición, precisamente, la
que destaca en los privilegios que él otorgó al referirse al obispo como
“nuestro físico”.
Sin duda, el prelado que de una
manera más intensa participó en todas las campañas bélicas y que desempeñó un
mayor número de misiones diplomáticas durante el reinado de Alfonso XI fue el
arzobispo de Toledo don Gil Álvarez de Albornoz (1338-1350), como lo demuestra
la aparición de su nombre una y otra vez en los numerosos documentos
conservados de la época y a lo largo de la Crónica en la mayor parte de los
acontecimientos decisivos del reinado105. Especialmente reseñable, por
diferenciarse del tipo de alusiones que se hacen sobre el resto de prelados
analizados, es que el relato de la Crónica presenta a un obispo muy próximo al
monarca siempre y que, además, le aconseja, le protege, actúa como embajador en
los asuntos más delicados o alimenta su espíritu, según la ocasión. Sirvan como
ejemplo cuatro de sus actuaciones. La primera es celebrando misa para el
monarca y sus huestes antes de entrar en combate, donde “el Rey rescibió el cuerpo de Dios con gran devoción, et muy
homildosamiente, como fiel et verdadero christiano: et todos los más de aquella
hueste fecieron lo mismo”. La segunda es, ya en los inicios de la batalla
del Salado, cuando el arzobispo se dirige al monarca para hacerle comentarios
sobre “los de la vuestra delantera que non pasan el rio Salado” y pedirle que
fuera él quien resolviera. La tercera actuación, en la que se demuestra una vez
más la confianza que tenía depositada Alfonso XI en don Gil, fue enviarle como
embajador al rey de Francia con el propósito de solicitarle dinero para el
mantenimiento del cerco de Algeciras. Un encargo que se vería coronado con el
éxito al poco tiempo, y de forma paralela a las concesiones pontificias: “Et a pocos días después desto llegó un
clérigo del Arzobispo de Toledo, et traxo al Rey carta en que le envió decir el
Arzobispo, que el Rey de Francia le facía acorro con cincuenta mil florines…”.
Por último, la cuarta actuación, donde se demuestra la unión amistosa, familiar, de
ambos personajes fue la llevada a cabo por don Gil tras la victoria
del Salado cuando, tras lanzar un moro una saeta a la silla del
caballo del rey, Alfonso XI quiso lanzarse a combatir y el arzobispo
se lo impidió: “Et Don Gil Arzobispo
de Toledo, que se non partió aquel día todo de cabo del Rey, trabole de la
rienda, et dixo: Señor, estad quedo, et non pongades en aventura a Castiella et
León, ca los moros son vencidos, e fio en Dios que vos sodes hoy vencedor”106.
Pero, como ya hace años subrayó
S. de Moxó, “no cabe parangonar con don Gil a ningún otro prelado
contemporáneo, pues las condiciones personales de aquel le convirtieron en
cabeza indiscutible de la Iglesia castellana en el reinado de Alfonso XI”107.
Don Gil, en efecto, resultó ser un prelado muy especial. Su posición
preeminente en la Iglesia no se debía solo a la primacía arzobispal de Toledo
que ostentaba, sino sobre todo a su singular y exclusiva personalidad. Un
grabado boloñés del siglo XVII, obra de Francisco Curti, ofrece una imagen del
arzobispo muy representativa: un jinete sobre su corcel, con aspecto
triunfante, y con la cota de guerrero bajo la capa prelacial108. Encontramos a
Albornoz junto al rey en la batalla del río Salado (1340), en la conquista de
Algeciras (1344) y, aunque se ha discutido mucho sobre el tema, en el cerco de
Gibraltar (1350), decidiendo la batalla, como apuntó J. Beneyto, en el primer
caso; bendiciendo la catedral, en el segundo, y, finalmente, auxiliando al
monarca moribundo109. Sin embargo, Albornoz era mucho más que un hombre del
círculo cortesano o que un obispo “peleador”; era también un hombre de iglesia
y un intelectual. Ver en Albornoz solo a un guerrero es presentar una visión
distorsionada, o empequeñecida del conjunto. Esto no quita que el prelado
viviera las batallas contra el islam de una manera intensa y, probablemente,
gustosa tras verlas coronadas por el éxito cristiano.
Se han conservado dos
documentos redactados por don Gil muy especiales en relación al tema tratado.
Uno es el parte del arzobispo enviado al papa, dándole noticia de la victoria
del Salado; el otro es la carta que mandó al obispo de Frascati Anibal de
Ceccano, escritas ambas en el real del ejército junto a Tarifa en 1340. La
segunda completa con sus minuciosas descripciones a la primera:
La victoria ha sido increíble. No puede
calcularse el número de muertos ni el volumen de la derrota. En la tienda
colorada del Benamarín se encontraron dos mujeres (…) cuatro hijas mayores y
dos pequeñas, y muchas concubinas. Además dejaron abandonados muchos asnos,
burras, camellos y tiendas de campaña, así como joyas preciosas y otros
despojos inestimables, que nuestros soldados de caballería, peonadas y grupos
auxiliares cogieron como botín. Los nobles, como combatían por celo de la fe, a
pesar de tropezar con tantas cosas no se pararon a coger su parte, sino que
ganando tiempo con ello, se dispusieron a la persecución de los moros, cuyo
campamento quedó totalmente aniquilado. Viendo obtenida la victoria por el
favor de los cielos, el citado rey mi señor eleva a Dios atentas oraciones,
rogando que aparte de la tierra cristiana el pésimo hedor de los hijos de las
tinieblas, cuyo triunfo hubiese podido conducir a la Cristiandad a la ruina, de
no haber sido detenida su irrupción. ¡Lástima que no tuviésemos vituallas sino
para dos días. ¡Si hubiésemos estado abastecidos para un mes, es indudable que
podríamos llegar a conquistar el castillo de Algeciras110.
Como se ha podido comprobar, la
carta rezuma satisfacción y alegría en cada una de sus líneas.
Por estos años de
enfrentamiento bélico contra el islam, don Gil consiguió convertirse en un
experto militar. Sus conocimientos bélicos le servirían especialmente,
siendo ya cardenal, en su andadura italiana. Él será quien dirija los
ejércitos del papa, y quien organizará en Ancona en 1361 la marina
pontificia111. Pero antes de todo ello, Albornoz tuvo una vida intensa y
variada, que sobrepasa en mucho la imagen que se pueda tener de un obispo
guerrero. Nacido en Cuenca en 1300, estuvo después en Zaragoza bajo el cuidado
de su tío materno don Jimeno de Luna, también arzobispo de Toledo. Estudió en
la universidad de Toulouse, donde se doctoró en cánones. Fue nombrado
arcediano de Calatrava. En cuanto a sus actividades políticas, formó parte
del consejo real; participó en todas las cortes celebradas por Alfonso XI; hizo
gestiones para la aceptación de la alcabala como impuesto general; llevó a cabo
misiones diplomáticas en Aviñón y en la corte francesa, e intervino, aunque en
grado no conocido, en la elaboración del célebre Ordenamiento de Alcalá de
1348. Su abundancia de conocimientos y su disponibilidad para emprender todo
tipo de actividades condujeron a S. de Moxó a afirmar que “Alfonso XI
poseía en don Gil de Albornoz uno de los resortes más firmes del poder
monárquico y un confidente valioso para sus empresas políticas, con quien poder
desahogarse y comentar con mayor confianza sus proyectos”112.
https://es.wikipedia.org/wiki/Gil_%C3%81lvarez_de_Albornoz
La mente clara de don Gil, su
enorme talento y su especial habilidad para abarcar multitud de tareas al mismo
tiempo no se le escaparon al monarca castellano. Por ello Alfonso XI no dudó en
solicitar los votos del cabildo para que saliera elegido arzobispo de Toledo en
1338. Esa capacidad de trabajo le posibilitó el poder anudar su faceta
políticoguerrera con las actividades propias de un eclesiástico que, además, se
inscribía en la línea reformista de la Iglesia. La celebración de concilios
provinciales en Toledo (1339) y Alcalá (1347), en los que se incidió en la
reforma del clero y de las instituciones eclesiásticas, preocupándose de manera
especial por la formación cultural de la clerecía, son buena prueba de ello. Y
también lo es el hecho de que cuando Alfonso XI reclamaba sus servicios en el
contexto bélico analizado, Albornoz siempre acudía, bien para intervenir en los
acuerdos entre los reyes peninsulares, bien para solicitar al papa la concesión
de cruzada, o bien para guerrear en el Salado, pero sin olvidar sus
obligaciones como pastor. La solicitud a Clemente VI para nombrar un visitador
general de la diócesis, así lo confirma. Tampoco en Italia, durante su lucha
para recuperar los Estados Pontificios, olvidó la esencia que implicaba su
dignidad. La fundación en Bolonia del Colegio de San Clemente de los españoles
en 1364, gracias a su dotación testamentaria, demuestra hasta qué punto sus
ideales por la reforma y la elevación del nivel cultural del clero
representaron preocupaciones esenciales del prelado hasta su muerte113. Prueba
también de su celo reformador es que el arzobispo siempre consideró que la
simonía, el amancebamiento y la incultura del clero se habían generalizado
hasta el extremo de parecer que habían adquirido fuerza de costumbre. Así,
comenzó a exigir la observancia de las disposiciones del concilio legatino de
Valladolid de 1322, ordenando que uno de cada diez clérigos capitulares fuese
destinado al estudio de la teología y del derecho canónico, y prohibiendo a sus
sufragáneos en el concilio de Toledo de 1339 conceder dispensas a todo aquel
que deseara ser clérigo sin haber demostrado antes su preparación cultural114
De su decisión de terminar con la vida excesivamente licenciosa del clero
da cuenta uno de los escasos poemas goliardescos compuesto en la
Península, la Cantiga de los clérigos de
Talavera del Arcipreste de Hita, recogida en su Libro de buen amor.
La carrera eclesiástica,
política e intelectual de don Gil de Albornoz no tiene parangón en la Castilla
del siglo XIV: arcediano de Calatrava, doctor en Decretos, profesor de derecho
canónico en Toulouse, consejero de Alfonso XI, arzobispo de Toledo,
diplomático, comisario de cruzada, guerrero, cardenal con el título de san
Clemente, penitenciario mayor en la corte pontificia, vicario papal en Italia,
reconquistador y organizador de los territorios del patrimonio de san Pedro,
fundador del colegio de san Clemente de los españoles, y siempre reformador.
Sin duda, el arzobispo de Toledo fue mucho más que un obispo guerrero, aunque
brilló en este campo con la misma intensidad que en el resto de las actividades
que desarrolló.
Conclusiones
Siempre resulta complicado
presentar conclusiones sobre cualquier tema complejo, como es el del caso que
nos ocupa, y más aún si lo que se desea es ofrecer una respuesta global sobre
el mismo. Dado que solo he analizado el período comprendido entre los años 1312
y 1350, los resultados que paso a exponer no van a ser planteados con un
carácter general, en cuanto que se ajustan únicamente a las casi cuatro décadas
señaladas, lo que no es demasiado en el conjunto de los ocho siglos
de Reconquista. No obstante, considero que la minuciosidad con la
que he procurado examinarlo, así como las directrices de trabajo trazadas
a lo largo de su desarrollo, permiten arrojar algo más de luz sobre el mismo.
Según se ha podido ir
observando a lo largo de estas páginas, lo primero que llama la atención
respecto a la participación directa, “con las armas en la mano”, de los obispos
de Castilla en la guerra es la gran distancia existente, desde el punto de
vista cuantitativo, entre la etapa que abarca los años de minoría y primeros de
gobierno efectivo de Alfonso XI y la que corresponde a los últimos doce años.
En la primera, tiempos de turbulencia y luego de reajuste, los prelados, salvo
los puntuales casos mencionados de los arzobispos de Toledo y Sevilla y los
obispos de de Córdoba y Jaén, todos ellos ligados a intereses territoriales y
fronterizos, no entraron en acciones bélicas. Esto no significa que dejaran de
desempeñar funciones políticas entre 1312 y 1337 de indiscutible repercusión y
que, además, de una u otra manera, se proyectarían en algunos casos en las
campañas posteriores del sur peninsular. Me refiero, por ejemplo, a su nutrida
concurrencia a las Cortes palentinas de 1313 para solucionar el tema de los
tutores y de la creación de un consejo para asegurar la guarda del rey niño,
así como a la reunión posterior de Palazuelos y a las Cortes de Burgos de 1315.
También les vemos actuar tras el desastre del año 1319 en la vega de Granada
ante la necesidad de avenencia entre don Felipe y don Juan Manuel, primero en el
acto de conciliación que tuvo lugar en Burgos, donde los obispos don Simón de
Sigüenza y don Sancho de Ávila fueron especiales protagonistas, y segundo, de
manera conjunta, en la convocatoria presidida por el legado de Juan XXII, el
obispo sabinense Guillermo Godin, con el objetivo de alcanzar una concordia
definitiva. Y lo mismo hay que decir respecto a las actuaciones emprendidas por
prelados como don Juan del Campo, obispo de Cuenca y más tarde de Oviedo y de
León, o don Pedro Martínez de Cartagena para mejorar las relaciones entre el
monarca castellano y don Juan Manuel. Sus actividades en materia económica
resultaron, asimismo, fundamentales. Sirvan como ejemplo la recaudación y
control de las tercias y décimas, tras su concesión en 1313 y entre 1317 y
1320, llevadas a cabo por el arzobispo de Toledo y el obispo de Córdoba; o la
embajada al papa en 1326, organizada por Alfonso XI para solicitar más dinero
para la guerra, encabezada por el obispo conquense don Juan del Campo.
En la segunda etapa, por el
contrario, ya se observa una mucho más nutrida participación del cuerpo
episcopal en las batallas. En la del Salado, al margen de las dudas sobre la
participación activa de algún prelado, como la del arzobispo de Sevilla, se
pueden confirmar las de los arzobispos don Gil Álvarez de Albornoz de Toledo y
don Martín Fernández de Gres de Santiago, así como las de los obispos de
Palencia, Astorga y Mondoñedo, respectivamente, don Juan de Saavedra, don Pedro
Alfonso y don Álvaro Pérez de Biedma. En el cerco de Algeciras estuvieron de
nuevo los arzobispos de Toledo y de Santiago y los obispos don Pedro de
Palencia, don Pedro de Zamora, don Vicente Estévanez de Badajoz, don Juan
Morales de Jaén, don Juan Lucero de Salamanca y fray Bartolomé de Cádiz.
¿Cómo ha de entenderse esta
diferente actuación por parte del episcopado castellano? Todo parece indicar
que en el ánimo de los obispos, en los últimos doce años, pesaron especialmente
tres circunstancias. La primera fue la propia personalidad del monarca, quien,
por un lado, se hallaba deseoso de emprender con fuerza la lucha contra el
islam tras haber solucionado los problemas internos más graves del Reino que
durante mucho tiempo habían postergado el proceso reconquistador y, por otro,
pretendía contar con el respaldo a todos los niveles de la jerarquía
eclesiástica; Alfonso XI sabía perfectamente que la presencia de obispos en la
hueste y en el conjunto de actividades que rodeaban cualquier campaña
proporcionaba a la empresa una especial cobertura religiosa, esencial para
proyectar en el resto de los reinos cristianos la imagen que anhelaba sobre su
persona de “celador de la fe”. La segunda circunstancia fue el respaldo
pontificio que supuso la concesión de la bula de cruzada en 1340 por
Benedicto XII y la gran cantidad de cartas enviadas a los obispos de Castilla
para que se implicaran en todo aquello que pudiera repercutir favorablemente en
el éxito de la cruzada del sur. Por último, también ha de tenerse en cuenta el
hecho de que las prohibiciones canónicas sobre el empleo de armas por parte del
clero y su participación en la guerra no parece que supusieran jamás un freno a
la hora de que un prelado decidiera lanzarse a luchar contra esos infieles que
habían “arrebatado” la tierra a los cristianos y la tenían “ensuziada”. No
obstante, parece oportuno hacer una matización en relación con esta tercera
circunstancia, como es que fueron precisamente tales prohibiciones canónicas
las que permitieron al conjunto del episcopado obrar libre e individualmente en
cada caso, pudiéndose respaldar en ellas siempre que decidieran no entrar en
combate.
Todas estas consideraciones,
sin embargo, no nos deben llevar a engaño. Por ello he subrayado al inicio de
estas conclusiones que no pueden tomarse como generales, siendo solo válidas para
el período analizado, ya que, en otros momentos, la concurrencia de tales
circunstancias no determinó una respuesta similar en nuestro episcopado, según
ya quedó anotado en las páginas anteriores. Una vez relativizada la fuerza de
las mismas, es hora de pasar ya a responder el resto de preguntas formuladas en
las primeras páginas de este trabajo.
No hay duda de que el
entusiasmo regio así como el respaldo pontificio repercutieron en el incremento
del número de obispos participantes en los enfrentamientos bélicos de la última
etapa del reinado. Más complicado es afirmar con rotundidad, en un sentido u
otro, si el que un obispo fuera titular de una diócesis fronteriza, o si
tuviera concesiones regias de fortalezas en la zona, o si desempeñara cargos
políticos en la corte, o si perteneciera a un linaje nobiliario, incidió o,
incluso, determinó su participación como guerrero en una batalla concreta o en
el conjunto de la empresa alfonsí. Por ello me pareció oportuno recoger un
breve perfil sobre la personalidad de los prelados mencionados en
las crónicas como presentes en los acontecimientos bélicos, o en torno
a las actividades que se generaron antes y después de los mismos. El
resultado, según se ha podido ir comprobando, ofrece una visión mucho más
heterogénea de la imaginada al iniciar este estudio. Entre ellos encontramos
miembros de familias nobiliarias, como el obispo de Mondoñedo don Álvaro
Pérez de Biedma, de la nobleza gallega de Orense con posesiones territoriales
en Andalucía, hábil guerrero al igual que su hermano y compañero de armas Ruy
de Biedma; o el obispo palentino don Juan de Saavedra; o don Pedro Alfonso de
Astorga, emparentado con la nobleza portuguesa; o el arzobispo de Santiago don
Martín Fernández de Gres, perteneciente a una de las familias más destacadas de
la tierra de Deza. Pero también encontramos personajes de oscuros orígenes
familiares o, sencillamente, alejados del círculo nobiliario, como don Pedro de
Zamora, o don Pedro de Sigüenza, Palencia y finalmente titular de Santiago. Algunos
de los prelados que tuvieron cargos de peso político en la corte acudieron a
las batallas, como don Gil Álvarez de Albornoz, el más destacado de los
consejeros del rey; otros, en cambio, no lo hicieron, como don Sancho Dávila.
Un tercer grupo estaría formado por obispos que apoyaron al rey, dándole su
respaldo legitimador para el cobro de las alcabalas y poder financiar la guerra
en los ayuntamientos que convocó, o realizando embajadas con el objetivo de
solicitar ayuda a otros reinos, pero que tampoco tomaron las armas, como el ya
mencionado obispo de Ávila, don Juan del Campo de León o don García de Burgos.
En cuanto a si hubo una participación mayor de los obispos del sur, o de
diócesis fronterizas, en principio la respuesta sería afirmativa, pero con
matizaciones. Así, si hemos visto que a la campaña de 1316 acudió el obispo
cordobés don Fernando Gutiérrez, sus sucesores en la diócesis no lo hicieron
después, aunque sí colaboraron con Alfonso XI en la percepción de las tercias y
la décima concedida en 1340. Y lo mismo cabe decir respecto al diferente
comportamiento del prelado sevillano don Juan Sánchez en la campaña de Olvera y
en las posteriores. No obstante, sí parece que estuvieron especialmente
comprometidos los de Cádiz y Jaén, fray Bartolomé y don Juan Morales,
respectivamente. Pero también lo estuvieron, como acabamos de apuntar, prelados
titulares de diócesis tan alejadas como Mondoñedo y Santiago. Todas estas
consideraciones y salvedades nos llevan a afirmar que ni el pertenecer a un
linaje nobiliario, ni el desempeñar un cargo en la corte, ni el ser titular de
una diócesis del sur determinaban necesariamente el comportamiento bélico de
nuestros obispos, como mucho, alguna de estas circunstancias pudo condicionar
su decisión en un momento concreto.
Pero todavía quedan algunas
preguntas por responder. Una vez conocidos los personajes que realmente
participaron en las batallas, ¿resultaría acertado calificar a todos ellos de
obispos guerreros? ¿Existía un perfil concreto de obispo peleador? Considero
que el hecho de combatir en alguna ocasión, motivado por uno o por varios de
los condicionantes expuestos, no convertía a un prelado en obispo guerrero, si
entendemos como tal a un eclesiástico volcado en las armas hasta el punto de
abandonar totalmente sus obligaciones litúrgicas y pastorales, o relegándolas a
un plano muy secundario, ni tampoco le convertía en un experto en materia
bélica. De acuerdo con estas pautas, creo que solo pueden ser calificados de
auténticos peleadores el obispo de Jaén, don Juan Morales, y el de Mondoñedo,
don Álvaro Pérez de Biedma. Asimismo se puede incluir en este grupo, aunque con
algunos matices en cuanto que su fin último era la evangelización de infieles,
al obispo gaditano, fray Bartolomé. El caso del arzobispo de Toledo es mucho
más especial. Sin duda, don Gil Álvarez de Albornoz fue quien llegó a tener
mayores conocimientos de estrategia militar, como años más tarde lo demostraría
en su andadura italiana dirigiendo las huestes pontificias. Pero su
inteligencia, su bagaje cultural y su gran capacidad de trabajo y
diversificación en el mismo le convierten en un personaje demasiado rico y
complejo como para hacer sobresalir por encima del conjunto de su obra su
faceta bélica. Todo ello nos lleva a afirmar que no hubo un perfil concreto de
obispo guerrero. A la vista de los datos recogidos, cabe decir que determinados
prelados que combatieron en los enfrentamientos bélicos de estos años
desdeñaron por completo su faceta eclesiástica, mientras que otros siguieron
cumpliendo con los deberes que conllevaba su dignidad, incluso en mayor medida
que algunos obispos que jamás empuñaron las armas.
Después de todo lo expuesto, no
parece necesario elevar por encima de todos los posibles condicionantes alguno
concreto por considerarle de mayor incidencia en los obispos a la hora de
entregarse con mayor fuerza y continuidad en las campañas alfonsíes. Sin
embargo, por no ser uno de los que generalmente se suelen barajar, me parece
oportuno subrayarlo aquí para el reinado de Alfonso XI. Se trata,
sencillamente, de la amistad, de las buenas relaciones personales que unieron
al monarca castellano con algunos de los prelados. Por tales lazos personales,
hemos visto a personajes tan variados como don Pedro de Sigüenza, de oscuros
orígenes pero siempre junto al rey, ser promocionado por este hasta Santiago en
contra del parecer de los capitulares compostelanos; o, en un extremo
contrario, a don Gil de Toledo, de familia notable y de enorme preparación
intelectual, su gran consejero; o a don Álvaro Pérez de Biedma, miembro de la
nobleza y, por encima de todo, destacado guerrero.
Queda, por último, hacer una
consideración final en torno a la cantidad de obispos que acudieron a las
batallas, así como si hubo o no un sentir general de los mismos en relación a
su participación como guerreros en la lucha contra el islam a lo largo de estos
años. Todo indica que en las empresas bélicas desarrolladas durante este
reinado, sobre todo en la última etapa, la concurrencia de obispos resultó
especialmente nutrida si la comparamos con otros períodos de la Reconquista,
anteriores y posteriores. La lectura de las crónicas no deja lugar a dudas,
pero también nos puede llevar a un cierto engaño si lo que deseamos realmente
es conocer el comportamiento global del episcopado. Así, frente a esa sensación
primera que uno puede tener al leer las páginas que recogen la toma de Olvera,
la batalla del Salado o el cerco de Algeciras, salpicadas de nombres de
obispos, parece oportuno tener en cuenta también a los “ausentes”. Los datos
cuantitativos hablan por sí solos. Hemos contabilizado 22 obispos ligados de
forma diferente a la guerra durante los treinta y ocho años de reinado. De
ellos, uno actuó solo como mediador con Portugal, dos predicaron la cruzada,
otro actuó como médico del rey y tres respaldaron al monarca en los
ayuntamientos celebrados para cobrar las alcabalas, de lo que se deduce que
fueron solo 15 los que realmente empuñaron las armas. Insisto en que se trata
de una cantidad importante en comparación con la existente para la mayoría de
los combates que se dieron. Pero si tenemos en cuenta el número total de
obispos titulares de diócesis a lo largo de estos años, dicha importancia se
relativiza. Lo cierto es que durante estas casi cuatro décadas hubo 131 obispos,
cifra a la que habría que restar 18, que fue el número de traslados que se
hicieron –algunos prelados fueron titulares de dos o más diócesis castellanas
en estos casi cuarenta años– para obtener la cifra final de 113 personajes
mitrados existentes a lo largo del período. Si trasladamos los datos obtenidos
a porcentajes, se observa que solo el 13 % de los obispos del Reino guerrearon
contra el infiel, mientras que el 87 % permanecieron en sus respectivas
diócesis cumpliendo con mayor o menor celo con su labor pastoral. Un porcentaje
que alcanza al 40 % si nos ceñimos a la última década del reinado. Todo ello no
quita, según ya ha sido señalado, que determinados prelados, sin embargo,
llevaran a cabo actuaciones puntuales de índole distinta a la guerrera, pero de
indudable interés para el apoyo y refuerzo de la política bélica del monarca.
Después de lo expuesto, como
conclusión general, y coincidiendo en lo fundamental con la valoración obtenida
en anteriores trabajos sobre diversos temas, aunque siempre en relación con el
comportamiento de nuestros clérigos, no me cabe más que subrayar que los
prelados castellanos en asuntos ajenos a lo estrictamente eclesiástico actuaban
a título individual, es decir, sin seguir unas directrices, un cauce marcado
previamente en una reunión o concilio de todos los miembros del episcopado.
Solo cuando los tiempos venían revueltos hasta el extremo de sentir que se
podía dañar en su conjunto a su estamento en temas tan importantes como el de
la jurisdicción eclesiástica o el de los abadengos, por ejemplo, los obispos no
dudaban en hacer frente común, en reunirse y presentar una única respuesta, ser
una sola voz. Todo ello nos trasmite la imagen de un cuerpo estamental muy
heterogéneo, probablemente el más complejo de la sociedad medieval, por lo que
hablar de condicionantes generales para el caso concreto de su participación en
la guerra considero que desdibujaría en buena medida la realidad. Unos seguían
fielmente las prescripciones canónicas al respecto, otros no; unos tenían
intereses familiares o fronterizos, otros no; unos ostentaban cargos de
responsabilidad en la Corte, otros no; unos se sentían guerreros por encima de
todo, otros no; unos deseaban evangelizar, otros no…
Notas:
Este
artículo se enmarca en los proyectos de investigación HAR 2008-04696/HIST y
en HAR2010-16762. 2
Universidad Complutense de Madrid. 3
En el último medio siglo han proliferado los estudios sobre el modo y las
condiciones por los que la guerra quedó integrada en el sistema de valores
occidentales, y sobre los autores cristianos que buscaron la forma de
justificarla. Sirvan como ejemplo las obras de: ALPHANDÉRY, P. y DUPRONT, A.:
La cristiandad y el concepto de cruzada, 2 vols. México, 1959-1962; BAITON,
R. H.: Actitudes cristianas ante la guerra y la paz, Madrid, 1963; CONTAMINE,
PH.: La guerra en la Edad Media, Barcelona, 1984, en especial el capítulo
dedicado a los aspectos jurídicos éticos y religiosos; RUSSEL, F. H.: The
Just War in the Middle Age, Cambridge, 1975; GARCÍA FITZ, F.: La Edad Media.
Guerra e ideología. Justificaciones religiosas y jurídicas, Madrid, 2003.
Sobre la opinión de San Agustín al respecto, véase: FERNANDO ORTEGA, J.: “La
paz y la guerra en el pensamiento agustiniano”, en Revista Española de
Derecho Canónico, núm. 58 (1965), pp. 5-35. y CABRERO PIQUERO, J.: “El
concepto de la guerra en el cristianismo primitivo desde los Evangelios a San
Agustín”, en Revista de Historia Militar, 2009, pp. 79-111. 4
POLIBIO: Historias. M. Balasch (trad.), Gredos, Madrid, 1983, 36, 2, 3-4. 5
CICERÓN: Sobre los deberes, J. Guillén (trad.), Alianza Tecnos, Madrid, 1,
34-36. 6
Sobre el tema de los pretextos de la guerra en el mundo clásico, véase:
ANDREU PINTADO, J.: “El concepto de guerra justa y la justificación de los
conflictos bélicos en el mundo clásico”, en Revista de Historia Militar,
Madrid, 2009, pp. 39-78 7
Un recorrido sobre la actuación de diversos obispos en las Cortes medievales
en: ARRANZ GUZMÁN, A.: “El episcopado y la guerra santa contra el infiel en
las Cortes de la Castilla trastámara”, en La monarquía como conflicto en la
Corona castellano-leonesa (c. 1230-1504), J. M. Nieto (dir.), Madrid, 2006,
pp. 253-297. 8
“La guerra del Estrecho”, en Guerra y diplomacia en la Europa occidental,
1280- 1480. XXXI Semana de Estudios Medievales de Estella, Pamplona, 2005, p.
292. Para consultas más detalladas sobre aportaciones económicas para el
período que vamos a analizar: LADERO, M. A.: Fiscalidad y poder real en
Castilla (1252- 1369), Madrid, 1993. 9
Hay que pensar también que los señores eclesiásticos corrían con los gastos
que les ocasionaban las tropas de pago que integraban las guarniciones de
castillos y fortalezas. F.García Fitz recordaba, por ejemplo, cómo en 1233 el
arzobispo de Toledo mantenía en el Adelantamiento de Cazorla mil hombres
armados repartidos entre treinta y siete castillos, cuyos gastos debía
sufragar con sus personales recursos y los de otras instituciones
eclesiásticas, en “Notas sobre la tenencia de fortalezas: los castillos del
concejo de Sevilla en la Baja Edad Media”, en Historia. Instituciones.
Documentos, núm. 17 (1990), pp. 55-81; y “La composición de los ejércitos
medievales”, en La guerra en la Edad Media. XVII Semana de Estudios
Medievales de Nájera, J. I. de la Iglesia Duarte (coord.), Logroño, 2007. De
especial interés también resultaría un análisis conjunto de los préstamos
particulares de obispos a lo largo de todo el período de la Reconquista. M.
A. Ladero quesada publicó hace años un interesante documento sobre el tema
para los años 1489-1492, junto a la contribución económica del clero a la
guerra de Granada en “Milicia y economía en la guerra de Granada: el cerco de
Baza”, en Estudios y documentos. Cuadernos de historia medieval, Universidad
de Valladolid, 1964, en especial, pp. 85-88 y 117. 10
Los primeros frutos de la misma en: ARRANZ GUZMÁN, A.: “Don Álvaro Pérez de
Biedma, un obispo guerrero en tiempos de Alfonso XI de Castilla”, en Castilla
y el mundo feudal. Homenaje al profesor Julio Valdeón, (M.ª I. del Val y P.
Martínez Sopena, dirs.), Universidad de Valladolid, 2009, vol. i, pp.
331-340; y ARRANZ GUZMÁN, A.: “Cuando el clérigo va a la guerra: algunos
ejemplos de obispos peleadores”, en Guerra y paz en la Edad Media, A. Arranz,
M.ª P. Rábade y O. Villarroel, coords. (en prensa). 11
Para este período resultan de imprescindible consulta la obra de GIMÉNEZ
SOLER, A.: Don Juan Manuel. Biografía y estudio crítico, Zaragoza, 1932, así
como los estudios de GARCÍA FERNÁNDEZ, M.: El reino de Sevilla en tiempos de
Alfonso XI (1312-1350), Sevilla, 1989; “Las relaciones castellano-meriníes en
Andalucía en tiempos de Alfonso XI. La participación norteafricana en la
guerra por el control de Estrecho, 1312-1350”, en Las relaciones de la
Península Ibérica con el Magreb (siglos xiii-xvi), M. García Arenal y M. J.
Viguera (eds.), Madrid, 1988, pp. 249-273; y “Las relaciones internacionales
de Alfonso IV de Portugal y Alfonso XI de Castilla en Andalucía: la
participación portuguesa en la gran batalla del Estrecho, 1325-1350”, en
Actas das II Jornadas Luso-Espanholas de Historia Medieval, Oporto, 1987, i,
pp. 201-216; Andalucía: guerra y frontera, Sevilla, 1990. Para el caso
concreto de las relaciones del monarca castellano con el episcopado de su
época resulta de utilidad la síntesis elaborada ya hace algunos años por
SÁNCHEZ HERRERO, J.: “Las relaciones de Alfonso XI con el clero de su época”
en Génesis medieval del Estado moderno: Castilla y Navarra (1250- 1370),
Ámbito, Valladolid, 1987, pp. 23-47. 12
MIGNE: Patrología latina, xvi, Cf. BAINTON, R. H.: Actitudes cristianas ante
la guerra y la paz, Madrid, 1963, p. 86. 13 VIVES, J., MARÍN, T. y MARTÍNEZ,
G.: Concilios visigóticos e hispanorromanos, Barcelona, 1963, pp. 22, 55 y
207. 14
TEJADA Y RAMIRO, J.: Colección de cánones y de todos los concilios de la
Iglesia española, Madrid, 1851, vol. iii, pp. 106, 127, 258, 284 y 291. 15
Synodicon Hispanum (S. H.), Colección dirigida por GARCÍA GARCÍA, A.: Madrid,
1981 y ss., vol. vii, p, 497. 16
Ibídem, vi, pp. 402-403. 17
Cf. RUSSEL, F. H.: The Just War in the Middle Ages, Cambridge, 1975, pp.
74-75, 77-83 y 103-109; véase también, A. B. SÁNCHEZ PRIETO: Guerra y
guerreros en España según las fuentes canónicas de la Edad Media, Madrid,
1990, p. 69. 18
TEJADA Y RAMIRO, J.: op. cit., p. 258. 19
FOREVILLE, R.: Historia de los concilios ecuménicos. Lateranense IV. Vitoria,
1973, pp. 186-187 y 204-209. 20
Cf. GARCÍA FITZ, F.: opus. cit., p. 40. 21
TEJADA Y RAMIRO, J.: opus. cit., p. 291. 22
Después de reflexionar sobre los acontecimientos bélicos de su época, el
autor llega a una conclusión bastante pesimista desde su perspectiva
pastoral, ya que considera que la mayor parte de las almas se encuentran en
pecado mortal al estar todo el mundo envuelto en guerras y ser muy pocos los
que llegan a arrepentirse. Un minucioso análisis sobre la obra en SOTO
RÁBANOS, J. M.ª: “Consideraciones jurídico-morales sobre la guerra en la obra
de un canonista español anónimo del siglo xv”, en BAZAND, B. (ed.), Les
philosophies morales et politiques au Moyen Âge, Ottawa, 1994, p. 12. 23
“España y el islam”, en Revista de Occidente, lxx (1929), p. 24. 24
Sirva como ejemplo el que el legado pontificio Juan de Abbeville, tras
celebrar el concilio vallisoletano de 1228 y comprobar el estado general de
nuestra clerecía, envió un informe a Gregorio IX en el que se mencionaba una
cierta singularidad de nuestros eclesiásticos, que les diferenciaba del resto
y que veía difícil de erradicar: su especial pasión por las mujeres. Algunos
datos más sobre el tema en ARRANZ GUZMÁN, A.: “Celibato eclesiástico,
barraganas y contestación social en la Castilla bajomedieval”, en Espacio,
Tiempo y Forma. Revista de la Facultad de Geografía e Historia. Serie iii,
Madrid, 21 (2008), pp. 13-39. 25
Existen un buen número de noticias sobre otros reinos europeos que relatan
algunas situaciones similares. Así, una capitular carolingia del año 769 se
pronunciaba de la siguiente manera: “Prohibimos de forma absoluta a los
clérigos que tomen las armas y vayan a la guerra, con la excepción de
aquellos que han sido elegidos en razón de su cargo, para celebrar la misa y
llevar consigo las reliquias de los santos”. Pero también nos consta que en
el año 1000 el obispo Bernardo mandaba las fuerzas de Otón III y combatía con
una lanza que contenía a modo de reliquia varios clavos de la vera cruz; y
que a mediados del siglo x el obispo de Metz, Adalberón, y el de Colonia,
Bruno, compaginaban las actividades bélicas y los asuntos pastorales. En
época posterior, igualmente, el cronista Froissart relataba con admiración
cómo el capellán del conde de Douglas en la batalla de Otterburne (1388)
hacía retroceder a los ingleses con los golpes de su hacha. En cuanto a los
papas, sabemos cómo algunos de ellos también tomaron las armas (León IV
–847-855– contra los sarracenos en Italia; León IX –1049-1054– contra los
normandos…), Cf. HILDESHEIMER, E.: L’activité militaire des clercs à l’époque
franque, París, 1936 y CONTAMINE, PH.: op. cit. pp. 304, 338. 26
Sirva como ejemplo el caso del obispo Agapio de Córdoba, cuya conducta bélica
fue reprobada en el concilio de Sevilla del año 619. Tampoco hay que olvidar
que de acuerdo con la legislación visigoda, en concreto las leyes de Wamba
(672- 680), los clérigos estaban obligados a prestar servicio militar. Cf.
PÉREZ SÁNCHEZ, D.: El ejército en la sociedad visigoda, Salamanca, 1989, pp.
143-145, y BRONISCH, A. P.: Reconquista y guerra santa. La concepción de la
guerra en la España cristiana desde los visigodos hasta comienzos del siglo
xii, Granada, 2006, pp. 51-52. 27
Siete Partidas, i, vi, 52. 28
Libro de los estados, parte 2.ª, cap. iii, p. 344. 29
Este pensamiento en tiempos posteriores se mantuvo firme, así los elegidos
como consejeros en las Cortes de 1391, tras prometer proteger las iglesias y
a los prelados, les recordarían su obligación de “defender el rregno e de yr
o de enviar a defendimiento del rregno a guerra de moros, segunt siempre fue
costumbre e es razón e derecho”, en Cortes de los antiguos reinos de León y
de Castilla, 3 vols. Madrid, 1861-1866. ii, pp. 504-505. Un análisis conjunto
sobre el sentir de los procuradores expresado en las Cortes en: ARRANZ
GUZMÁN, A.: “El episcopado y la guerra contra el infiel en las Cortes…”, pp.
253-298. 30
Se han hecho ya algunas observaciones para otras épocas sobre determinados
aspectos relacionados con lo apuntado aquí. Así, por ejemplo, C. Ayala llamó
recientemente la atención sobre el diferente efecto que podía tener el
despliegue propagandístico y el respaldo pontificio, refiriéndose a la
campaña de Almería de 1147 y a la de Andújar de 1155, en “Alfonso VII y la
cruzada. Participación de los obispos en la ofensiva reconquistadora”, en
Castilla y el mundo feudal. Homenaje al profesor Julio Valdeón, M.ª I.
Valdivieso y P. Martínez Sopena (Dirs.), Universidad de Valladolid, 2009,
vol. ii, pp. 513-529. También resultan de interés para tiempos anteriores
algunas anotaciones del mismo autor en Sacerdocio y reino en la España
altomedieval. Iglesia y poder político en el occidente peninsular, siglos
vii-xii, Madrid, Silex, 2008. Sería, asimismo, necesario un análisis
minucioso de lo que significó en la tupida red de fortificaciones defensivas
el papel desempeñado por las dependientes de poderes eclesiásticos. Para un
primer acercamiento bibliográfico sobre el tema, aunque no ceñido al mundo
eclesiástico puede verse el trabajo de SÁNCHEZ SAUS, R. y ROJAS GABRIEL, M.:
“La Frontera: el sector sevillano-xericense”, Actas del symposium
conmemorativo del quinto centenario, Granada, 1991, pp. 373-399. 31
Sobre ambos temas pueden verse: RODRIGUES, A. M.: “Um Mundo só de Homens: os
capitulares bracarenses e a vivencia da masculinidade nos finais da Idade
Média”, en Estudos em homenagem ao profesor doutor José Marques, Faculdade de
Letras da Universidade do Porto, 2006, vol. i, pp. 195-210; y ARRANZ GUZMÁN,
A., “Las visitas pastorales a las parroquias de la Corona de Castilla durante
la Baja Edad Media. Un primer inventario de obispos visitadores”, en La
España medieval, 26 (2003), pp. 295-339; y “Fiestas, juegos y diversiones
prohibidos al clero en la Castilla bajomedieval”, en Cuadernos de Historia de
España, lxxviii (2003-2004), pp. 9-33. 32
Gran crónica de Alfonso XI, cap. x, pp. 296-297. 33 Crónica, cap. xiii, pp182-183. 34
Hace ya algunos años, J. M. Nieto comentó cómo estas posesiones fronterizas
crearon en seguida problemas económicos a los prelados, ya que debían
disponer de ciertos recursos para seguir manteniendo su costosa permanencia
en manos cristianas, por lo que en ocasiones debieron ser devueltos al poder
monárquico a fin de asegurar su mantenimiento y defensa, como ocurrió con los
castillos donados por Fernando III y Alfonso X, de Anzur y Tiñosa, en 1280,
en Iglesia y poder real en Castilla. El episcopado, 1250-1350, Universidad
Complutense, Madrid, 1988, pp. 67-68. 35
Un preciso resumen de esta situación y de su pontificado en SANZ
SANCHO, I.: “Episcopologio medieval cordobés. Siglos xiii-xiv”, en
Hispania Sacra, 109 (2002), pp. 23-67; en concreto, pp. 39-47. 36
La percepción de estas tercias y décima eclesiásticas han sido estudiadas a
la luz de la documentación vaticana y del archivo catedralicio cordobés,
respectivamente por: LINEHAN, P.: “The Church, the economy and the
reconquista in early fourteenthcentury Castile”, en Revista Española de
Teología, n.º 43 (1983), pp. 275-303 e SANZ SANCHO, I.: op. cit. pp. 43-44. 37 MOLLAT, J.: Jean
XXII (1316-1334). Lettres Communes, n.º 7328. 38
Cf. SÁNCHEZ HERRERO, J.: Concilios provinciales y sínodos toledanos de los
siglos xiv y xv. La religiosidad cristiana de clero y pueblo, La Laguna,
1976, p. 29; y FITA COLOMÉ, F.: Actas inéditas de siete concilios españoles
celebrados desde el año 1282 hasta el de 1314, Madrid, 1882, pp. 26-27. 39
Un excelente análisis de los obispos jiennenses en RODRÍGUEZ MOLINA, J.: El
obispado de Baeza-Jaén en la Baja Edad Media. Aspectos económicos y sociales,
Granada, 1974. 40
ORTIZ DE ZÚÑIGA, D.: Anales eclesiásticos y seculares de la muy noble y muy
leal ciudad de Sevilla, ed. de 1795 (1.ª ed. de 1677), vol. ii, p. 65. 41
LINEHAN, P.: La Iglesia española y el Papado en el siglo xiii, Salamanca,
1975, p. 215. 42
La actuación del arzobispo don Remondo al lado de Alfonso X, acompañado de
alguno s de sus caballeros, en la toma de Niebla es una de las más
representativas. Cf. BALLESTEROS, A.: “Don Remondo de Losana, obispo de
Segovia”, Correo Erudito. Gaceta de las letras y de las artes, 9 (1941), pp.
313-318. 43
RIVERA RECIO, J. F.: Los arzobispos de Toledo en la Baja Edad Media (siglos
xii-xv), Toledo, 1969, p. 74. 44
ARRANZ GUZMÁN, A.: “Reconstrucción y verificación de las Cortes castellano-leonesas.
La participación del clero”, en La España Medieval, 13 (1990), pp. 33-132, en
concreto, pp. 72-74. 45
Jiménez de Rada contó con el apoyo de Gregorio IX para la conquista, al
expedir dos bulas concediendo los beneficios que reportaba la cruzada a
quienes ayudaran en la empresa militar al arzobispo. En otra bula, del 5 de
junio de 1233, se pidió a los prelados su colaboración económica para
sufragar los gastos de la villa de Quesada y de 37 castillos en la línea
fronteriza. Hay que pensar que todo ello suponía para el arzobispo tener que
mantener a sus expensas 1.000 soldados y 400 caballeros con el fin de
asegurar el territorio conquistado. Sobre el tema, véase: GRASSOTI, H., “Don
Rodrigo Jiménez de Rada, gran señor y hombre de negocios en la Castilla del
siglo xiii”, en Cuadernos de Historia de España, lv-lvi (1972), pp. 40-41;
RIVERA RECIO, J. F.: El adelantamiento de Cazorla. Historia general, Toledo,
1948, y GARCÍA GUZMÁN, M.ª M.: El señorío de Cazorla en la Baja Edad Media,
Cádiz, 2006, pp. 16-18. 46
Sobre ambas reuniones, véase: ARRANZ GUZMÁN, A.: “Reconstrucción…”, pp. 78-79
y “El tercer estado castellano ante las relaciones realengo-abadengo. Siglos
xiii-xv”, en Hispania, 172 (1989), pp. 443-476. 47
AHN. Sec. Microfilm (A. M. de Córdoba, caj. 540); Biblioteca de Santa Cruz de
Valladolid, Ms. 21, ff. 163r-216v. 48 Crónica de Alfonso XI, cap. lvii, pp.
207-208; Gran crónica, vol. i, cap. lxxii, p. 411. En principio, los diezmos
de Olvera pasaron a pertenecer al arzobispo sevillano, aunque la situación
cambió cuando la familia Girón pasó a ser la titular del señorío y
comprometerse a repoblar la frontera. En un futuro la cuestión de los diezmos
traería problemas hasta el extremo de que en 1488 el papa pidió al obispo de
Córdoba que investigara el tema, en ROJAS GABRIEL, M.: Olvera en la Baja Edad
Media (siglos xiv-xv), Cádiz, 1987, p. 145. 49
Crónica, cap. lxxxviii, pp. 226-227. 50
Anales eclesiásticos y seculares de la muy noble y muy leal ciudad de
Sevilla, metrópoli de la Andalucía, Madrid, 1795, vol. ii, p. 72. 51
Crónica, cap. cccxxxvi, p. 390. 52
Crónica, caps. lxvi, lxviii, xcvii, xcix, c, cxlix, pp. 213, 214-215, 231,
233-234 y 271. 53
Cf. ARRANZ GUZMÁN, A.: “¿Cortes en Sevilla en 1337? El cuaderno de peticiones
del concejo burgalés”, en Revista de la Universitat de les Illes
Ballears, 1988, pp. 29-36. 54
En la Crónica de Alfonso Onceno se relata cómo el rey de Castilla “rogó a la
Reina doña María su mujer, que fuese al rey de Portogal su padre, et que le
dixese, quel quería ir a acorrer la villa de Tarifa que le tenían cercada los
Moros… Et otro dia partió el Rey de Castiella de Olivencia, et fue a
Jurumeña. Et porque el rio Guadiana iba grande, et non pudo pasar allende,
envió decir al Rey de Portogal como estaba allí. Et el Rey de Portogal desque
lo sopo pasó el río en un barco… Et como quier que estos Reyes non se avían
visto desde antes que oviese la guerra de consuno, pero allí mostraronse
buenos talantes, et fablaron amos a dos estos Reyes en uno…”. Cap. ccxliv, p.
320. El episodio también fue recogido por el cronista portugués RUY DE PINA:
Chronica d’el Rey D. Affonso IV, ed. de 1977, pp. 436-437. 55
Han sido varios los autores que han realizado alguna referencia a esta bula,
incluso, algún estudio monográfico. Entre ellos: VIDAL, J. M.: Benoit XII
(1334- 1342). Lettres comunes, París, 1903-1911, p. 278; GOÑI GAZTAMBIDE, J.:
Historia de la Bula de Cruzada, Vitoria, 1958, pp. 316-335; PÉREZ BUSTAMANTE,
R.: “Benedicto XII y la cruzada del Salado”, en Homenaje a Fray Justo Pérez
de Urbel, Abadía de Silos, Burgos, 1977, pp. 177-203. 56
Caps. ccxlii y ccxliii, pp. 318-139. 57
Crónica de Alfonso Onceno, caps. cclx-cclxiii, pp. 336-338. Sobre la
celebración de cortes en el reinado de Alfonso XI y la concurrencia de
prelados, véase: ARRANZ GUZMÁN, A.: “Reconstrucción y verificación de las
Cortes castellano-leonesas: la participación del clero”, en La España
medieval, 13 (1990), pp. 33-133, en concreto, pp. 73-85. 58
Crónica de Alfonso Onceno, cap. cclxxiii, p. 347, y cap. cclxxvi, p. 350. 59 Ibídem, caps.
cclxxxv-ccxc, pp. 356-360. 60
Ibídem, cap. cccvii, p. 370. SERRANO, L.: “Alfonso XI y el Papa Clemente VI
durante el cerco de Algeciras”, en Escuela de Arquitectura. Cuadernos de
trabajo, 3 (1914), pp. 1-85. 61
Ibídem, cap. cccxxxvi, p. 390. 62 Crónica de Pedro I, cap. i, p. 404. 63
M. A. Ladero subrayó la existencia de varios hechos confluyentes desde 1350
que provocaron cambios sustanciales en la situación en torno al Estrecho. Dos
de ellos derivaron de la victoria castellana de 1344: el retraimiento
aragonés del área granadina y el predominio mercantil de los genoveses. A
ellos hay que unir el de los efectos que conllevó la extensión de las
epidemias de peste desde 1350 y las fuertes luchas internas que se dieron en
Castilla y Granada en la década de los sesenta, en “La guerra del Estrecho”,
p. 286. Sobre el último ayuntamiento o Cortes parciales que realizó Alfonso
XI, así como sobre los temas que se trataron en él, vid. ARRANZ GUZMÁN, A.:
“Un ayuntamiento en Gibraltar a mediados del siglos xiv”, en Ciencias humanas
y sociedad: la fundación Oriol-Urquijo (1953-1993), Madrid, 1993, pp.
147-154. 64
Tales fueron los casos de Domingo Blasco, obispo de Ávila (1213-1239), Juan
Arias Dávila, obispo de Segovia (1461-1497) y Rodrigo Dávila, obispo de
Plasencia (1470-1492), Cf. DÍAZ IBÁÑEZ, J.: “La incorporación de la nobleza
al alto clero en el reino de Castilla durante la baja Edad Media”, en Anuario
de Estudios Medievales, 35/2 (2005), pp.557-603, en concreto, p. 600. Sobre
su linaje, DE MOXÓ, S.: “Los Dávila, un ejemplo modélico en la aristocracia
urbana”, BRAH 1981, pp. 415-432. 65
Algunos datos más de su labor eclesiástica en: SOBRINO CHOMÓN, T.: “La
Iglesia de Ávila” en Historia de las diócesis españolas. Iglesias de Ávila,
Salamanca y Ciudad Rodrigo, T. Egido (coord.), vol. 18, BAC Madrid, 2005, pp.
25-26. 66
Cf. GONZÁLEZ CRESPO, E.: Colección documental de Alfonso XI. Diplomas reales
conservados en el Archivo Histórico Nacional. Sección clero, pergaminos,
Madrid, 1985, docs. 81, 85, 87, 88, 92 y 93. 67
Crónica, cap. cclxiii, p. 338. GOÑI GAZTAMBIDE, J.: Historia de la Bula…, p.
343. 68
Su testamento fue publicado por MORENO NÚÑEZ, J. I.: “Semblanza y patrimonio
de don Sancho Blázquez, obispo de Ávila”, en Hispania Sacra, xxxvii (1985),
pp. 155-187. 69
El Poema de Alfonso XI, Ed. De Yo Ten Cate, Madrid, 1956, pp. 470-471;
Crónica, Cap. ccxliii, p. 319. 70
FERNÁNDEZ DE MADRID, A.: Silva Palentina, ed. De 1932, pp. 343-345. Sobre su
presencia en las Cortes celebradas por Alfonso XI, véase A. Arranz Guzmán
“Reconstrucción y verificación…” pp. 82-85. 71
Historia de la Santa A. M. Iglesia de Santiago de Compostela, Santiago de
Compostela, 1902-1903, vol. vi, p. 126. 72
Sobre el desarrollo y evolución de los acontecimientos, véase: A. Arranz
Guzmán, “Los enfrentamientos entre concejos y poderes eclesiásticos en las
cortes castellanas. ¿Sincronización de los conflictos?”, en Hispania, 171
(1989), pp. 5-68. 73
Crónica, cap. ccxliii, p. 319. 74
Publicado por A. López Ferreiro, ob. cit., pp. 114-115. 75
Crónica, cap. cclviii, p. 334. 76 Ibídem, cap.
cclxii, p. 357. 77 Cap. i, p. 403. 78
Cap. cxcvi, p. 298. 79
Sobre el linaje de los Biedma, véase: SÁNCHEZ SAUS, R.: Caballería y linaje
en la Sevilla medieval, Sevilla, 1989, pp. 64, 131-135, 162 y 442. 80
Son numerosos los documentos dirigidos al vicario del obispo a lo largo de su
episcopado, Cf. CAL PARDO, E.: Catálogo de los documentos medievales escritos
en pergamino del archivo de la catedral de Mondoñedo (871-1492), Lugo, 1990,
pp. 311-340. Para un recorrido más detallado de sus actividades, véase ARRANZ
GUZMÁN, A.: “Don Álvaro Pérez de Biedma, un obispo guerrero en tiempos de
Alfonso XI de Castilla”, en Castilla y el mundo feudal. Homenaje al profesor
Julio Valdeón, M.ª I. del Val y P. Martínez Sopena (Dirs.), Universidad de
Valladolid, 2009, vol. i, pp. 331-340. 81
Crónica, cap. cxcix, pp. 300-302. 82
Algunos datos biográficos del obispo de Astorga en: RODRÍGUEZ LÓPEZ, P.:
Episcopologio asturicense, Astorga, 1906-1910, vol. ii, pp. 324-327;
Biblioteca Nacional de Lisboa, Sec. Reservados, DE CUNHA, R.: Catálogo e
história dos bispos do Porto, Porto, 1623, pp. 150-187. 83
Crónica de Alfonso XI, cap. cclii, p. 357; Gran Crónica de Alfonso XI, ed. De
D. Catalán, 2 vols. Madrid, 1977, vol. ii, p. 412; DE PINA, R.: Chronica de
el Rey dom Afonso o quarto, Porto, 1977, pp. 402-413; Poema, p. 369. 84
Sobre este tema véase: CUNHA, M. C. y SILVA, M. J.: “O clero da diocese do
Porto na Europa Medieval”, en A Igreja e o clero portugués no contexto europeu,
Centro de Estudos de História Religiosa. Universidade Católica Portuguesa,
Lisboa, 2005. 85
Cap. cclxix, p. 343. 86
La situación se mantuvo hasta 1369 cuando Muhammad de Granada tomó de nuevo
la ciudad, teniendo que huir el obispo de entonces, don Gonzalo González. 87
Los datos conocidos sobre su persona son escasos, véase SÁNCHEZ HERRERO, J.:
“El episcopologio medieval gaditano. Siglos xiii al xv”, en La España
Medieval. Estudios dedicados al profesor D. Julio González González, Madrid,
1980, pp. 443-465. 88
Así lo subrayó ya GOÑI GAZTAMBIDE, J.: “Juan XXII y la provisión de obispados
españoles”, en Archivium Historiae Pontificiae, 1966, pp. 25-58. 89
Algunos aspectos relacionados con el nombramiento de obispos y las elecciones
episcopales, en ARRANZ GUZMÁN, A.: “Las elecciones episcopales durante el
reinado de Pedro I de Castilla”, en La España Medieval, 24 (2001), pp.
421-461. 90
La noticia recogida por D. Ortiz de Zúñiga es reveladora en relación con la
precariedad en la que vivían: “El arzobispo don Juan en el año 1346 (…)
confirmó al obispo de Cádiz don Bartolomé mil maravedíes de pensión cada año,
con cierta cantidad de pan en los diezmos de la parroquia de San Román y del
campo de Tejada (…) parece que era grande la pobreza de la Iglesia de Cádiz,
porque siendo su obispado en la costa e isla, tan próximas a la guerra,
faltaban labores y crianza que causasen diezmos, y acudían al prelado y
cabildo de Sevilla, en quienes siempre hallaban pronto socorro”, en Anales
eclesiásticos y seculares de la muy noble y muy leal ciudad de Sevilla,
Madrid, 1795, vol. ii, p. 116. 91
Cap. cclxxxv, P. 356. 92
Ibídem. Sobre estos obispos de Badajoz, véase: CAETANO DE SOUSA, M.: Catálogo
histórico dod summos pontífices, cardenaes, arcebispos e bisposportugueses que
tiveraõ dioceses, ou títulos de Igrejas fora de Portugal, e sus conquistas,
Lisboa, 1725, pp. 143-144; SOLANO DE FIGUEROA, J.: Historia Eclesiástica de
la Ciudad y Obispado de Badajoz, Badajoz, 1668, 7 vols. Ed. de 1929, vol.
iii, pp. xxx. 93
Algunos datos sobre estos acontecimientos en: ÁLVAREZ MARTÍNEZ, U.: Historia
general civil y eclesiástica de la provincia de Zamora, Zamora, 1889, pp.
247-255. 94
Cap. cclxii, p. 337. 95 Cap. cclxxxv, p.
356; cap. cccxxii, p. 378. 96
Crónica, caps. cclxxxv, cccii, cccxxii, pp. 356, 367 y 379. 97
Sobre la promoción posterior de Juan Lucero al obispado de Segovia, así como
sobre las especiales situaciones que debió afrontar en los años posteriores,
véase: ARRANZ GUZMÁN, A.: “Las elecciones…”, pp. 447-448. 98
Crónica, cap. cccvii, p. 370. 99
No es este el lugar para especular sobre los motivos que pudieran haber
pesado en el papa Benedicto XII para efectuar estos cambios de diócesis entre
don Juan y don Fernando. La diferencia de rentas entre una y otra era importante,
ya que mientras que la de Badajoz era de 200 florines, la de Jaén ascendía a
1.000, produciéndose una caída drástica en la economía de Martínez de Agreda.
Sin duda, los problemas atravesados por este, siendo obispo de Oporto, así
como la necesidad que tuvo de refugiarse en Aviñón hasta 1322 ante tal
situación, le debieron llevar a plegarse a la voluntad expresada en cada
momento por el pontífice. 100
RIVERA RECIO, J. F.: “Notas y documentos para el episcopado de la sede de
Baeza-Jaén durante los siglos xiii y xiv”, en Boletín del Instituto de
Estudios Giennenses, 89 (1974), p. 42. 101
El comportamiento de obispos anteriores y posteriores a don Juan Morales así
lo demuestra. Sirvan como ejemplos: la muerte de san Pedro Pascual en 1300 al
hacer frente a los granadinos que habían penetrado en su diócesis; las
actuaciones llevadas a cabo en 1316 por don García Pérez, o la cautividad
sufrida por don Gonzalo de Stúñiga en 1425 y sus numerosas incursiones en
tierras granadinas entre 1430 hasta su muerte en 1456. Cf RODRÍGUEZ MOLINA,
J.: El obispado de Baeza-Jaén en la Baja Edad Media. Aspectos económicos
y sociales, Granada, 1974, pp. 106-107; FUENTE GONZÁLEZ, A.: Don Gonzalo de
Stúñiga obispo de Jaén (1423-1456), Córdoba, 1978. 102
Algunos datos sobre su episcopado en DÍAZ IBÁÑEZ, J.: Iglesia, sociedad y
poder en Castilla. El obispado de Cuenca en la Edad Media (siglos xii-xv),
Cuenca, 2003, pp. 96-97. 103
Algunos datos sobre este prelado en: LOPERRÁEZ CORVALÁN, J.: Descripción
histórica del obispado de Osma con el catálogo de sus prelados, 3 vols.
Madrid, 1978 (ed. facsímil de la de 1788), pp. 286-292; y para los años de su
pontificado pacense, SOLANO DE FIGUEROA, J.: Historia eclesiástica de la
ciudad y obispado de Badajoz, 1929 (1.ª ed. de 1668), pp. 35-37. 104
ARRANZ GUZMÁN, A.: “La presencia de prelados en cargos políticos y
actividades de gobierno durante el reinado de Pedro I de Castilla”, en
Estudios de Historia y de Arqueología Medievales, ix (1993), pp. 17-18. 105
Crónica. pp. 319, 325, 326, 338, 341, 343, 347, 368. 106
Ibídem, caps. ccli, cclxxiii, ccciii, pp. 325-327, 347 y 368. 107
“La promoción política y social de los letrados en la corte de Alfonso XI”,
Hispania, 129 (1975), pp. 10-11. 108
Existen numerosos estudios sobre el cardenal Albornoz, unos de carácter
biográfico, otros sobre aspectos puntuales de su larga, intensa y variada
trayectoria vital y, finalmente, algunas colecciones documentales,
imprescindibles para lograr comprender la altura e importancia de sus
múltiples empresas. Dado el contenido del presente trabajo, me limitaré a
mencionar la obra ya clásica de BENEYTO, J.: El cardenal Albornoz, Madrid,
1950, y el trabajo de TRENCHS, J.: Diplomatario del cardenal Gil de Albornoz.
Cancillería pontificia (1351-1353), Barcelona, 1976. 109
El cardenal Albornoz, p. 108. 110
Ambas cartas fueron publicadas por BENEYTO, J.: ob. cit., pp. 329-332. 111
“A Albornoz, que tanto tendría que recordar la importancia del ala naval en
la batalla del Salado, le corresponde esta gloria de iniciar la creación de
una Armada para la Iglesia”. Ibídem. p. 239. 112
Ob. cit., p. 12. 113
“Del resto de mis bienes, mando y ordeno que en la ciudad de Bolonia, y en
lugar decente, es a saber, cerca de la Universidad, se haga un colegio con
aposento conveniente, con huerto, salas y cámaras, y que se construya en él
una capilla buena en honor del bienaventurado San Clemente, y que se compren
rentas suficientes para sustentar a veinticuatro colegiales (…). La cual casa
o colegio quiero que se llame casa de los españoles. Y al sobredicho colegio
o casa instituyo por mi universal heredero en todo mi dinero, y en toda mi
vajilla, y en todos mis libros, así de Derecho canónico como de Derecho
civil, como de otra cualesquier facultad…”. El texto completo fue publicado
por BENEYTO, J.: ob. cit. pp. 343-345. 114
Las actas fueron publicadas por SÁNCHEZ HERRERO, J.: Concilios provinciales y
sínodos toledanos de los siglos xiv y xv, Sevilla, 1976, pp. 45-50. |
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