Plaza de España, Roma, 8 de diciembre de 2021
Ab initio et ante sæcula creata sum, et usque
ad futurum sæculum non desinam:
et in habitatione sancta coram ipso ministravi.
Et sic in Sion
firmata sum, et in civitate sanctificata similiter requievi, et in Jerusalem
potestas mea.
Et radicavi in populo honorificato, et in
parte Dei mei hæreditas illius,
et in plenitudine sanctorum detentio mea.
Eclo. 24, 14-16
Estas palabras
solemnes con las que la Sagrada Escritura habla de la Sabiduría divina las
aplica la liturgia a la Santísima Virgen. Quien habla es la Inmaculada: «Desde
el principio y antes de los siglos me creó y hasta el fin no dejaré de ser. En
el tabernáculo santo, delante de él ministré. Y así tuve en Sion morada fija y
estable, reposé en la ciudad de Él amada y en Jerusalén tuve la sede de mi
imperio. Eché raíces en el pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su
heredad».
Elegida desde
antes de todos los tiempos y establecida en la Iglesia, Nuestra Señora
intercede por nosotros en la morada santa, habita entre nosotros y es nuestra
Reina. Resulta significativo que, por una singular simetría, el himno para la
dedicación de una iglesia, Caelestis urbs Jerusalem, compuesto
por San Ambrosio –cuya festividad celebramos ayer– puede aplicarse a la
Virgen: O sorte nupta prospera, dotata Patris gloria, respersa Sponsi
gratia, Regina formosissima, Christo jugata principi, cœli corusca civitas.
Desposada por un destino providencial, honrada con gloria por el Padre, unida a
Cristo Príncipe y esplendorosa ciudad del Cielo.
En esta fecha
bendita conmemoramos la proclamación del Dogma de la Inmaculada Concepción de
la Bienaventurada Virgen María, preservada de toda mancha de pecado original
para que pudiera ser tabernáculo viviente e impoluto del Altísimo. Y mientras
el mundo corrompido y esclavo del pecado erige en modelo una feminidad
corrompida y viciosa despreciando la virginidad, la pureza y la maternidad, honramos
a la siempre Virgen Madre de Dios, a Aquella que con toda razón es también
Madre de la Iglesia y Madre nuestra.
Somos hijos de
María Santísima e hijos de la Iglesia, porque la Virgen nos engendra en Cristo
al Padre mediante el Bautismo, y al pie del altar Él nos ha encomendado como
hijos a Ella mientras el agua y la Sangre que brotaron del costado del Señor se
derraman en abundancia en sus sacramentos y en la Santa Misa mostrándonos el
amor del divino Esposo por la Esposa, la Caridad de su jefe Cristo en el Cuerpo
Místico.
No olvidéis,
queridos hermanos, que del mismo modo que no es posible ir al Padre si no se va
a través de su único Hijo, tampoco es posible ir al Hijo sino por medio de
María Santísima, que es nuestra Reina, nuestra Abogada, nuestra Mediadora ante
el trono de Dios, vida, dulzura y esperanza nuestra. No hay iglesia donde no
esté María, Madre nuestra y Madre de la Iglesia, Reina nuestra y Reina de la
Iglesia.
Honremos, pues, a
Nuestra Señora, que ha hecho de la nueva Jerusalén –la Santa Iglesia– su
habitación y ha escogido «echar raíces en un pueblo glorioso», como dice
el Eclesiástico. Un pueblo que es glorioso y digno de honor no por su propia
virtud, sino porque es santificado por la Gracia de Dios y porque pertenece a
la Ciudad Santa a la que todos somos llamados. Un pueblo que hoy tiene que
recuperar el orgullo de su propia identidad, el orgullo de pertenecer a Cristo,
el honor de alistarse bajo la santa bandera del Rey de reyes. Un pueblo que a
lo largo de los siglos ha sabido construir una sociedad cristiana actualmente
menospreciada y excluida por quienes, rebelados contra Cristo, no toleran que
se pronuncie siquiera el bendito nombre de su Santísima Virgen María.
Congregados en la
Plaza de España ante la estatua de la Inmaculada que erigieron las autoridades
civiles en honor de su propia Madre y Reina, renovamos nuestro homenaje y nos
proponemos reconstruir a partir de las ruinas de un mundo apóstata el Ordo
christianus, único orden social que puede garantizar paz a la
humanidad, concordia entre los pueblos, prosperidad para las naciones y salud
para las almas. Esta reconstrucción, este resurgimiento espiritual y moral que
todos anhelamos, sólo será posible si sabemos reconocer la realeza social de
Nuestro Señor y vivimos de forma coherente la Fe que profesamos.
Esto lo que
pedimos e imploramos con fe firme y confiada a la Madre de Dios: Salve
Regina, Mater misericordiæ…
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