Dante
Alighieri
Monarquía
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Monarquía
representa una de las obras de Dante que más influjo político ha ejercido.
Probablemente movido a escribirla, hacia 1313, en el cerco infructuoso que
Enrique VII de Luxemburgo somete a la ciudad de Florencia, Dante quiere
contribuir a erradicar la anarquía imperante de su época, en Italia y, concretamente,
en su ciudad florentina. Sueña con un orden social que establezca la paz
universal. El tono de la obra, netamente gibelino, muestra a un Dante que ha
evolucionado intelectualmente. En un orden cronológico, hay que situar el texto
después del tratado De vulggari eloquentia y antes del Paradiso; entre la
segunda y tercera parte de La divina comedia.
Dante
se muestra aquí como un intelectual a caballo entre la escolástica y el
florecimiento de un estilo nuevo. Hay en él toda una serie de giros, expresiones,
alegorías, imágenes y simbolismos claramente medievales, pero detrás de todo
ello aparece un estilo nuevo de pensar, un conjunto de ideas que, contra
corriente, contribuyeron a cambiar el modo de interpretar el mundo.
DANTE
ALIGHIERI (1265-1321) nació en Florencia y murió en Rávena. En 1290, muerta
Beatriz Portinari, Dante se recluye en los dominicos de Santa María Novella,
donde conoce los textos de la escolástica bajo la orientación de fray Remigio
de Girolami. Hacia 1295 comienza su acción política en el partido de los
güelfos. En 1300 ejerció en el Priorato de Florencia, desterrando a los jefes
de las facciones opuestas. En 1301-1302 los Negros, partido surgido de la
escisión güelfa, tomaron el poder apoyados por Carlos de Valois y Bonifacio
VIII. Dante, condenado y desterrado entonces, volverá a serlo, junto con sus
hijos, en 1315. Seis años después el gran poeta y teórico italiano morirá
exiliado y proscrito.
LAUREANO
ROBLES CARCEDO (León, 1933), doctorado en Historia Medieval por la Universidad
de Montreal (Canadá) y en Filosofía por la Universidad de Valencia, ha sido
becario del Canada Council y de la Fundación Juan March. Es en la actualidad
catedrático de Filosofía Española en la Universidad de Salamanca. En esta misma
colección ha publicado el texto de Santo Tomás de Aquino La Monarquía, junto
con Ángel Chueca.
LUIS
FRAYLE DELGADO (Salamanca, 1931), licenciado en Filosofía por la Universidad de
Valencia y en Teología por la Pontificia de Salamanca, es catedrático de latín,
escritor y traductor.
ESTUDIO
PRELIMINAR
por
Laureano Robles Caicedo
y
Luis Frayle Delgado
Dante,
al escribir la Monarquía, quiere contribuir a erradicar la anarquía imperante
de su época. No se sabe con certeza la fecha en que está compuesta; pues,
mientras White la sitúa antes incluso de 1300, Steiner entre 1300 y 1303 y
Traversi en 1306, otros, como C. Foligno y Boccace lo hacen hacia 1313. Es muy
probable que Dante se moviera a escribirla ante la bajada de Enrique VII de
Luxemburgo a Italia, lo que tuvo lugar en 1310 1. Por otro lado, el 29 de junio
de 1312 fue coronado emperador, aunque moriría al año siguiente, 24 de agosto
de 1313, tras haber asediado y cercado inútilmente con anterioridad a la ciudad
de Florencia. Tal vez por eso., y en relación con todo ello, Dante sueñe con un
orden social que establezca la paz universal. El tono de la obra es netamente
gibelino, pero su estancia en Florencia y el pensamiento de aquella época
fueron más bien güelfos, aunque militase en el partido «liberal». Cronológicamente,
hoy viene situándose su composición después del tratado De vulggari eloquentia
y antes del Paradiso; entre la segunda y tercera parte de La divina comedia,
por tanto.
El
pensamiento que en ella se nos da no corresponde a un período de juventud e
inmadurez, sino más bien a una etapa de plenitud y de experiencia adquirida;
escrita, en consecuencia, en un período de calma y de reflexión tras largos
años de lucha y de militancia política.
LA
DONATIO CONSTANTINI
Esta militancia política nos lleva de
inmediato a situar a Dante como un defensor a ultranza de la separación entre
Iglesia y Estado, por utilizar un término moderno. En Monarquía (III, 10),
Dante se hace eco de la donatio Constantini, al escribir:
la
Iglesia no podía aceptar donaciones, aunque Constantino de suyo hubiera podido
hacérselas;-ese hecho no era posible por la incapacidad del paciente. Es
evidente, pues, que ni la Iglesia hubiera podido recibir a título de propiedad,
ni el Emperador conferir a título de enajenación. Podía, sí, el Emperador poner
bajo el patrocinio de la Iglesia su patrimonio y otras cosas, manteniendo
siempre su dominio último, cuya unidad no permite división. Podía el Vicario de
Dios recibir algo no como propietario, sino como dispensador de las rentas en
favor de la Iglesia y de los pobres de Cristo, cosa que sabemos hicieron los
Apóstoles.
Para Dante, sin duda, la intención de
Constantino fue buena, pero el acto, al realizarlo, malo: «O navicella mia,
com'mal carca!» 2 .
Constantino, al trasladar la sede del imperio
a Bizancio para ceder Roma al Papa, trajo consigo la «destrucción» del mundo,
convirtiendo al Papa en señor temporal. En otras palabras: su acción no fue
lícita. El Emperador no tenía derecho a despojarse de lo que era su deber: «a
nadie le es lícito hacer, en virtud del oficio a él conferido, cosas contrarias
al mismo» 3 .
En III, 1, se plantea Dante la cuestión
siguiente: La autoridad del Emperador ¿le viene conferida inmediatamente de
Dios o, por el contrario, le es dada mediatamente a través del Papa? texto éste
que hemos de leer en relación con otro del Convivio (IV, 4, 1), en donde había
escrito que el fundamento radical de la majestad imperial no era otro que la
necesidad de una civilización humana. No perdamos de vista que, cuando Dante
habla de «autoridad imperial», del Emperador del mundo, está pensando en una
unidad mundial, especie de Estados Unidos del mundo gobernados por un Emperador.
La cuestión, así planteada, es la clave del
tratado; cuestión que permitirá ver en Dante a un precursor de la modernidad.
Frente a güelfos y teócratas, defensores a ultranza de la superioridad de la
autoridad papal sobre la civil o regia, Dante va a colocarla en una situación
de igualdad. Una y otra corren paralelas y son recibidas directamente de Dios,
sin pasar por intermediarios.
Dante es consciente de la tesis que defiende
y sabe que se enfrenta a tres posibles adversarios o contradictores de la
misma: en primer lugar, al Papa y seguidores suyos, defensores celosos de la
teocracia (zelo fortase clavium); en
segundo lugar, a cuantos por intereses personales defienden su tesis contraria;
y, finalmente, a los decretalistas, o defensores legales de lo establecido, e
ignorantes de la verdadera filosofía y ciencia teológica. Por la carta a los
cardenales italianos sabemos por qué a Dante no le caen bien los juristas,
preocupados sólo por los censos y beneficios, y no por conocer, amar y servir a
Dios 4 .
Cuando Dante escribe su texto de la Monarquía
pensaba, sin duda, en personas concretas, contemporáneos suyos, defensores de
tesis opuestas a las suyas. Hay, por tanto, en el texto de Dante mucho de
falacia, de mero sofisma, de retórica vana y de escolástica meramente académica
pero sin contenido formal. Argumentos racionales, textos bíblicos y simbolismos
o imágenes comúnmente aceptadas y utilizadas en la época se mezclan entre sí
para construir el texto final.
La
cuestión presente, que será objeto de nuestra investigación, se encuentra entre
dos grandes luminares; a saber: el romano Pontífice y el Príncipe romano [III,
1].
Este
paralelismo establecido de los dos poderes, espiritual y temporal, con el Sol y
la Luna, lo llevará Dante hasta las últimas consecuencias, dentro siempre de
las reglas de la lógica y del silogismo, y así escribe:
Por
eso el argumento pecaba en cuanto a la forma porque el predicado de la
conclusión no estaba en el extremo de la mayor, como se ve claramente.
Y
más adelante:
Silogizan
así: «Dios es señor de lo espiritual y de lo temporal; el Sumo Pontífice es
vicario de Dios; luego es señor de lo espiritual y de lo temporal.» Aunque las
dos proposiciones son verdaderas, el término medio cambia y, por tanto, el
argumento tiene cuatro patas, con lo cual no se observa la forma silogística,
como se ve claramente por los tratados del silogismo en general.
Y
cuando escribe:
Aducen
también aquel texto de Lucas en que Pedro dijo a Cristo: «Aquí hay dos
espadas», y afirman que por estas dos espadas hay que entender los dos
regímenes antes mencionados, que Pedro dijo estaban donde él estaba, es decir,
junto a sí; y arguyen de aquí que aquellos dos regímenes, según la autoridad,
residen en el sucesor de Pedro.
TEORÍA DEL IMPERIUM MUNDI
Hace
años, Étienne Gilson publicó una obra maestra, aún no superada, sobre el
pensamiento filosófico de Dante5. Quien desee conocer el pensamiento de éste
tendrá que acudir sin remedio a ella. No es cuestión de repetir aquí lo sabido,
ni de resumirla. El pensamiento filosófico de Dante está disperso a lo largo de
La divina comedia y del Convito o Convivio, obra inacabada, en la que intentó
una formulación sistemática y que, de haberla acabado, hubiera sido una Summa o
enciclopedia del saber medieval.
Aquí
nos vamos a ceñir al pensamiento político, del que nos dio un primer esbozo en
algunos capítulos del libro IV del Convivio, pero sobre todo en su tratado
latino Monarquía, así como en las llamadas Epístolas políticas, especialmente
en las V, VI, VII y XI, dirigidas a los príncipes, senadores y pueblos de
Italia, a los florentinos, a Enrique VII y a los cardenales italianos.
La
lectura del texto de Monarquía choca con el de La divina comedia. En éste Dante
está jugando continuamente de forma alegórica con nombres de reyes y
pontífices, de ciudades y naciones. Símbolos, alegorías y nombres concretos se
yuxtaponen a la hora de exponer su pensamiento. Aquí, en Monarquía, las ideas
terminan exponiéndose de forma más nítida y escueta; en ocasiones, hasta con
cierta rigidez académica.
Dentro
de un esquema tomista la sociedad es un reflejo de la naturaleza. El orden, la
armonía, es su base. Los astros no van por ahí trazando líneas caprichosas en
los espacios infinitos del universo. Todo está sometido a unas leyes matemáticas
fijas y estables, establecidas, ¡claro está!, por la providencia divina. Cada
ser o cada cosa ocupa un lugar en el espacio y desempeña el papel que la
providencia le ha dado. A imitación de este orden universal, de esta armonía
cósmica, se estructura y organiza la sociedad humana.
La
humanidad en su conjunto es un todo con relación a ciertas partes y es una
parte con relación a un todo. Es un todo con relación a los reinos particulares
y a los pueblos, como se demuestra por lo dicho anteriormente; y es una parte
con relación a todo el universo. Esto es evidente por sí mismo6 .
Microcosmos
y macrocosmos, el todo y las partes; éstas son por aquél y el todo las hace a
ellas, en virtud de un principio ordenador, o principio de unidad. Dios,
monarca de la creación. De todo ello concluirá Dante, a semejanza de lo dicho,
la necesidad de la Monarquía para que el mundo esté siempre bien ordenado.
La
filosofía y teología medievales están montadas siempre sobre la base de una
metáfora, de la alegoría, de la imagen y del simbolismo. Todo es metáfora,
imagen y símbolo. No asumido el andamiaje, el edificio queda inconcluso.
La
sociedad humana es a su vez un todo, fruto de la suma de sus partes. Domus, vicus, civitas, regnum, temporalis
monarchia (casa o familia, aldea o
vecindad, ciudad, reino y «monarquía temporal») son las diversas partes que
constituyen ese todo que llamamos sociedad humana, gobernada y regida por un
solo «Monarca» o «Emperador» para el bien del mundo.
En
el Paradiso (VIII, 115-117) Dante mantiene un diálogo con Carlos Martel en el
que éste le pregunta si sería peor para el hombre no ser ciudadano; a lo que
contesta que sí, y que esto no requiere prueba, por tratarse de algo evidente.
Es
posible que la idea la tomara Dante de su maestro en Florencia, Remigio de
Girolami, desarrollada por éste en su Tractatus
de bono communi 7 , en donde llegó incluso a escribir que el ciudadano debe
amar su ciudad más que a sí mismo, porque sólo en ella se desarrolla su vida y
actividad posibles. Sin ella, sin la ciudad, el hombre o es un superhombre,
capaz de vivir por sí solo, como Juan el Bautista, o es una bestia, animal en
sentido pleno.
Al
no ser el hombre un animal gregario, sino ser libre dotado de la capacidad de
pensar y de querer, que tiene la necesidad de vivir en compañía o sociabilidad
con los demás de su misma especie, ello le lleva, para mejor poder convivir con
ellos, a asumir una serie de reglas de juego para vivir mejor el conjunto de la
colectividad. De aquí resulta que la monarquía universal no sea para Dante una
fórmula política más, entre los múltiples sistemas políticos conocidos, sino,
por el contrario, la fórmula política por antonomasia, como escribe al
principio del tratado: l
a
Monarquía temporal, llamada también Imperio, es aquel principado único que está
sobre todos los demás en el tiempo o en las cosas medidas por el tiempo.
Sólo
ella puede garantizar la paz universal del mundo, fin último al que debe tender
todo sistema político. Y el mando o gobierno de un solo Emperador será a su vez
el óptimo, porque nada tiene que apetecer de los demás.
DANTE
Y LA ESCOLÁSTICA
Monarquía
no es un tratado político propiamente hablando; en primer lugar, porque Dante,
su autor, no fue un jurista; en segundo lugar, porque, aun cuando su autor
hable de derecho y de justicia, lo hace como lo haría un teólogo escolástico.
Todo en él gira en función de la idea que quiere sostener; en este caso su idea
de Imperio y, por tanto, en función de ella expone todo lo demás, comenzando
por su propia idea de derecho, tal como la desarrolla cuando escribe:
Por
lo demás, todo el que busca el bien de la república, busca el derecho como fin.
Lo afirmado se demuestra del siguiente modo: el derecho es una proporción real
y personal de un hombre a otro hombre, que, si es guardada por éstos, preserva
a la sociedad y, si no lo es, la corrompe. Porque la definición de Los Digestos
no dice cuál es la esencia del derecho, sino que lo describe por la manera de
ser aplicado. Por tanto, si ésta nuestra definición comprende con acierto qué
es el derecho y por qué es tal, y siendo el fin de la sociedad el bien común de
todos sus miembros, necesariamente el fin de cualquier derecho es el bien
común; y es imposible, a su vez, que exista ningún derecho que no se proponga
el bien común. Por lo cual Tulio, en el libro I de la Retórica, dijo: «las
leyes siempre han de ser interpretadas en beneficio de la república». Pues, si
las leyes no se orientan directamente al bien común de los que están sometidos
a ellas, serán leyes sólo de nombre, pero no de hecho, ya que es necesario que
las leyes unan a los hombres entre sí para la utilidad común.
Todo
ello no es sino una argumentación adicional para justificar su idea de Imperio.
De ahí el que a continuación escriba:
Queda
claro, por consiguiente, que el que busca el bien común, busca el fin propio
del derecho. Por tanto, si los romanos se propusieron el bien de la república,
será verdad decir que se propusieron el fin del derecho. Que el pueblo romano
pretendiera el bien común, sometiendo el orbe de la tierra, lo declararon sus
gestas, en las que, eliminada toda ambición, que es siempre enemiga del bien
común, y amando la paz universal en libertad, aquel santo, piadoso y glorioso
pueblo, parece haberse olvidado de su propio provecho para preocuparse del
bienestar público del género humano. Por eso se ha escrito acertadamente: «El
Imperio romano nace de la fuente de la piedad».
Texto
éste de un candor sin nombre con el que Dante pasa por alto todos los errores
cometidos por Roma, con tal de sostener su tesis sobre la necesidad de
restaurar una Monarquía universal en la que a fortiori el Emperador será el
óptimo de los gobernantes, al no tener nada que apetecer de los demás. Hay en
Dante una mezcla de idealismo y de dialéctica escolástica, que terminan
situándole en un estado utópico y angelical.
El
Derecho romano y el Imperio son para Dante la solución de todos los males por
los que pasa su pueblo, Florencia, sumido en la anarquía, en la incertidumbre y
en el desasosiego. ¿Hay en Monarquía un apoyo directo a la política
expansionista de Enrique VII de Luxemburgo? Al margen de ello y en último
término, por más argumentos que dé, las razones aducidas a lo largo del tratado
terminan siendo escolásticas, teológicas en sentido plano. Si el Imperio romano
- «quella Roma onde Cristo é romano»8
- no fuera legítimo, naciendo Cristo en él, como nació, Dios habría favorecido
algo injusto. Comoquiera que lo segundo es falso, la proposición primera ha de
ser la contraria.
Digo,
pues, que si el Imperio romano no fue conforme a Derecho, Cristo, al nacer,
aceptó la injusticia. La conclusión es falsa, luego la contradictoria del
antecedente es verdadera. Las contradictorias se infieren entre sí en sentido
contrario.
Teología,
dialéctica, escolástica aprendida en los claustros de Santa María Novella están
impregnando los textos de Dante.
La
lectura de Monarquía, para su mejor comprensión, nos lleva constantemente a La divina comedia; no porque esté
remitiendo a ella, sino porque allí encontramos las claves de muchas ideas.
Así, por ejemplo, en el Canto X de el Paraíso encontramos este texto
significativo:
Yo
fui de los corderos de la santa grey que Domingo conduce por un camino por el
que adelanta mucho el que no se extravía. Este que se halla más próximo a mi
derecha fue mi hermano y maestro, y es Alberto de Colonia, y yo, Tomás de
Aquino. Si quieres tener noticia cierta de los demás, sigue con la vista lo que
te indico con las palabras dando la vuelta por este santo círculo. Aquel otro
resplandor brota de la sonrisa de Graciano, que a uno y otro derecho sirvió de
tal modo que goza del paraíso. El otro que, junto a él, adorna nuestro coro,
fue Pedro, que, como la viuda pobre, ofreció a la santa Iglesia su caudal9 .
Graciano
es colocado por Dante en el Paraíso por ser el fundador del Derecho canónico;
el maestro que buscó conciliar la ley con la moralidad interior, la conciencia
con el fuero. Idea ésta con la que Dante comulga en plenitud. Si algo le saca
de quicio es la inautenticidad, la falta de ética y la inmoralidad públicas.
Al
escribir ahora su tratado, con plena conciencia de la tesis que él defiende,
llega a escribir:
Tres
tipos de hombre, sobre todo, se oponen a la verdad que aquí se busca. El Sumo
Pontífice, vicario de nuestro Señor Jesucristo y sucesor de Pedro, a quien no
debemos lo que debemos a Cristo, pero sí lo que debemos a Pedro, quizá por el
celo de las llaves; y también otros pastores de la grey cristiana, y otros que
son movidos, creo yo, sólo por el celo de la madre Iglesia, contradicen la
verdad que voy a demostrar, quizás por celo, como he dicho, no por soberbia.
Hay
otros, en cambio, cuya obstinada avaricia ha extinguido en ellos la luz de la
razón y que, habiendo nacido del diablo, se llaman hijos de la Iglesia, no sólo
levantan polémica en esta cuestión, sino que, aborreciendo el nombre del
sacratísimo príncipe, negarían con desvergüenza los principios no sólo de las
anteriores cuestiones, sino también los de ésta.
Hay
otros, en tercer lugar, llamados decretalistas, que, ignorantes y vacíos de
teología y de filosofía y apoyándose solamente en sus Decretales, las que, por
otra parte, considero venerables, y confiando, creo yo, en su predominio,
derogan el Imperio [...1.
Hay
en el texto, como puede verse, una animadversión a los decretalistas que no
oculta y que le producen indignación y a la vez desprecio. En lugar de enseñar
y practicar el Evangelio, el estudio de las Decretales se ha convertido en
instrumento de cupiditas. Los
antiguos Padres de la Iglesia no buscaron el Speculum de Inocencio, ni el Hostiense.
«Cur non? Illi Deum querebant ut finem et
optimum; isti census et beneficia consecuntur», especialmente el defunctus Antistes (Bonifacio VIII), «lo principe de’novi Farisei»10; seductor
de la Iglesia 11; usurpador de la Sede Apostólica12; destructor de
Florencia13;simoníaco14; quien en lugar de llevar la guerra a los infieles, este gran prete a cuí mal prenda, la ha
llevado a los cristianos, avendo guerra
presso a Laterano15, prometiendo las indulgencias de la Cruzada a quienes
le ayudasen contra los colonneses16.
Si
Bonifacio VIII es sistemáticamente anatematizado por Dante, lo es por su
exclusiva ciencia jurídica y por la soberbia de su persona 17, que le llevaron
a reclamar Toscana ad jus et proprietatem
Ecclesiae.
DANTE
Y TOMÁS DE AQUINO
La
lectura de los textos de Dante permite constatar en él la yuxtaposición de dos
culturas: la formación clásica, por un lado, y la escolástica, por otro.
Monarquía es todo un alarde de erudición y de lectura de textos clásicos, que
Dante va aduciendo con destreza y maestría en favor de las tesis que pretende
defender; textos que vemos utilizar con profusión en el Libro II.
Por
lo que respecta al fondo doctrinal de los textos, Dante da prueba de una
formación escolástica que se mueve entre el tomismo naciente y ciertos rasgos
averroístas. Los conocimientos lógicos que posee demuestran haberlos aprendido
en Pedro Hispano, cuyas Summulae
logicales son profusamente citadas y utilizadas a lo largo del escrito.
Pero es, sobre todo, Tomás de Aquino quien le sirve para dar cobertura a las
tesis capitales, tales como los conceptos de pecado original, milagro, derecho
y justicia, ley en general y bien común, ley natural, y noción y aplicación de
los conceptos de agente y paciente.
Dante,
sin embargo, no es un seguidor a ultranza de Tomás de Aquino. Su maestro,
Remigio de Girolami, prior que fuera del convento de Santa María Novella (entre
1314 y 1319, fecha de su muerte), marcó en Dante su impronta, especialmente a
través de sus Tractatus de bono pacis y
Tractatus de justitia, como lo han puesto de manifiesto los estudios de Ch.
T. Davis, St. Orlandi y A. Samaritani. Cuando en Monarquía nos habla de la
necesidad de la paz, a la hora de justificar su tesis, Dante viene a decirnos
que el género humano, como tal, tiene un fin propio y, por ende, una operación
propia que ni el individuo ni comunidad alguna son capaces de alcanzar por sí
mismos. La determinación de ese fin y esta operación resulta del análisis de la
naturaleza humana y los supuestos de su perfección. Al llegar aquí, Dante se
deja influir por Averroes y no por Tomás de Aquino.
En
síntesis: sólo la humanidad, en cuanto tal, puede asegurar a los hombres la
felicidad más completa que pueda alcanzarse en la tierra; lo que no es posible
sin la paz, conditio sine qua non
para conseguir aquélla. De donde se concluye que la «paz universal» es el mejor
medio para nuestra felicidad. Paz, a su vez, imposible de obtener sin un poder
único que la garantice. De ahí que el orden del mundo requiera y exija la
existencia de una monarquía universal o
Imperio.
Tomás
de Aquino, en cambio, cuando habla del entendimiento viene a decir que no se
trata de que haya dos clases de entendimientos en el hombre, sino uno solo con
dos actitudes distintas: el entendimiento activo o agente, dando luz,
discurriendo, creando, y el entendimiento pasivo en actitud de asimilar,
captar, percibir y dejarse influir.
Que
Dante está más cerca de Tomás de Aquino que de Graciano puede constatarse a
propósito de la teoría de la mutatio
legum. En la Summa18 había
escrito que la razón de la ley es que sea justa y recta, y si lo es así semper debet esse lex. Pero, frente a
Graciano, Tomás de Aquino puntualizará que la rectitud de la ley se dice en
función de la utilidad común, que no siempre tiene por qué ser la misma cosa.
De ahí la necesidad de la mutatio legum;
lo que puede suceder por dos razones: o por una mejor visión de lo que es
justo, ya que la mente humana es progresiva, aunque lenta, capaz de hallar más
claridad en las cosas, en lo justo, o por alteraciones reales, pues también la
ley está condicionada por las circunstancias sociales, imperativos de
acontecimientos nuevos que hacen necesaria y oportuna su alteración o mutatio. Sólo la eternidad es
uniformitas, se comporta semper eodem
modo. Todo lo demás está sometido al vaivén de los tiempos, al cambio.
Para
Graciano, en cambio, la mutatio legum
es algo blasfemo e irreverente19.
De
aquí que, admitiendo la posibilidad de la mutatio legum, Dante se muestre cauto
y acepte con reservas la tesis de Tomás de Aquino. Por ello escribe en el Convivio:
Porque es necesario hablar y obrar en una edad de
distinta manera que en otra, pues hay costumbres que son oportunas y laudables
en una edad e inconvenientes y reprochables en otra, como más adelante, en el
tratado cuarto de este libro, se mostrará con razones especiales. Compuse
aquella obra [Vida nueva] cuando ya comenzaba mi juventud; en ésta [Convivio]
hablo pasada ya la juventud 20.
Cuando
así escribe, Dante está más cerca de San Buenaventura y del espíritu
franciscano, que de Tomás de Aquino. El orden jurídico no se consigue sólo con
el establecimiento de la ley, de la justicia y de la rectitud en el obrar. Hay
que eliminar también el desorden, la injusticia, el odio, las rencillas, las
animosidades, y erradicar en definitiva el mal. La principal tarea del
Emperador, en el plano político, es eliminar las politicae obliquae, causantes del mal que se da en la sociedad. San
Buenaventura había escrito que eran cuatro los frutos de la justicia: obrar el
bien, huir del mal, temer lo próspero y sufrir lo adverso21. Y, a propósito del
segundo de ellos, escribe:
De
la segunda consideración nace el fruto de la justicia, esto es, huir del mal,
quiere decirse por los rigurosos juicios; dice el Eclesiástico: «No siembres
maldades en surcos de injusticia, y no tendrás que segarlas multiplicadas».
Como que nadie quiere segar cizaña o mala hierba, porque, según se dice en el
Deuteronomio, «a medida del delito será también el número de azotes». La
consideración de los juicios hace, pues, huir del mal»22.
Aquí,
en el Derecho, tendríamos que aplicar también aquello que dijo Ortega a
propósito de la filosofía, cuando afirmó que ésta se desarrolla no sólo en
virtud de las verdades encontradas, sino también de los errores cometidos, o
que hemos tenido que superar las generaciones que hemos venido más tarde, para
no volver a caer en ellos o a repetirlos. También el Derecho crece con sus
errores. La vida humana está en un continuo cambio, en evolución permanente,
que obliga al Derecho a tener que ajustarse a los tiempos; a corregir las leyes
y normas de convivencia cívica para que ésta sea posible entre los ciudadanos.
En último término, lo que pretende el Derecho es también corregir los errores,
eliminar el desorden en la sociedad y no sólo establecer la virtud de la
justicia.
En
el cielo de la escolástica, además de Tomás de Aquino y de Alberto Magno, Dante
colocó también a Hugo de San Víctor, Pedro Hispano, Pedro Lombardo, Juan
Crisóstomo, Anselmo de Canterbury, Rabano Mauro, San Buenaventura de
Bagnoreggio y a Joaquín de Celico (de Fiore), el calabrés, comentador del
Apocalipsis, di spirito profetico dotato
23.
A
pesar del influjo que Tomás de Aquino ejerce sobre Dante, hay en éste una tesis
radicalmente opuesta que les sitúa en posiciones políticas divergentes. Se
trata de la teoría o concepción jurídica del poder civil. Tomás de Aquino fue
siempre un teócrata y, posiblemente, el mejor teórico de la teocracia. Toda
autoridad, para él, viene de Dios, transmitida por Cristo a Pedro y de éste a
sus Vicarios, sucesores suyos en la Sede de Roma, a quienes deben obediencia
los reyes del mundo, como súbditos de la Iglesia y ante quienes deben inclinar
su cabeza como si obedecieran al mismo Cristo. En su opúsculo Contra errores Graecorum, sirviéndose de la autoridad
del Pseudo-Cirilo, del que cita Liber Thesaurorum, escribe así:
Cui
[Petrol omnes jure divino caput inclinant et primates mundi tanquam ipsi domino
Jesu obediunt 24.
Y
en el De regno, donde sintetizó su pensamiento político, dejó escritas estas
elocuentes palabras:
[...] Summo Sacerdoti, successori Petri, Christi vicario, Romano Pontifici,
cui omnes reges populi christiani oportet esse subditos, sicut ipsi Domini
nostro Jesu Christo25.
En
síntesis: al Papa, sucesor de Pedro,
Vicario de Cristo, le deben obediencia todos los reyes de la cristiandad, como
él se la debe a Jesucristo
Cuando
así habla, Tomás de Aquino se sitúa políticamente en un mundo sacralizado en el
que todo parte de la Iglesia y queda en ella, como guía, tutora y garante de
las instituciones políticas. Aún no han llegado los movimientos secularizados y
laicizantes de la sociedad. Aunque Tomás de Aquino utiliza en sus textos los
términos imperium e imperator, lo hace como mera referencia histórica al
pasado, no con referencia y contenido político a un sistema de gobierno
político existente o posible. Lo que hay en sus días, dando forma de gobierno
concreto, son reyes, duques, marqueses (él mismo pertenece a una de las
familias más nobles de Italia); son formas particulares, concretas y singulares
que rigen, gobiernan y poseen una parcela limitada dentro del mundo, sin una
autoridad civil superior a ellos distinta del Papa, cabeza de la Iglesia. Tomás
de Aquino, como eclesiástico en primer lugar y como teórico político luego, no
puede imaginarse una Iglesia sin Papa, pero sí un mundo sin Emperador. Es, si
se quiere, gibelino por herencia familiar, pero güelfo como eclesiástico que
debe obediencia al Papa.
Dante,
en cambio, cristiano al fin y al cabo, cree en una Iglesia, en un mundo
religioso bajo la obediencia de una cabeza, el Papa, que lo gobierna
espiritualmente, pero no precisamente en el orden político. El mundo en el que
Dante vive ha comenzado a laicizarse. La separación entre Iglesia y Estado se
ha puesto en marcha a raíz de las luchas establecidas entre Felipe el Hermoso,
rey de Francia, y Bonifacio VIII. Dante, aunque cristiano bautizado y siervo de
la Iglesia, a la que debe obediencia en virtud de la fe religiosa que tiene, no
se siente súbdito de ella en cuanto ciudadano. En lo político se proclama
libre., emancipado de la Iglesia y de la obediencia al Papa.
Para
Dante hay dos poderes totalmente iguales: el temporal y el espiritual; ambos,
amados de Dios. Con anterioridad a la Iglesia existió de hecho el Impero romano
como poder legítimo y querido por Dios para el bien de los hombres. Dante, como
creyente, admite que toda autoridad viene de Dios; pero ¿acaso, se pregunta,
toda autoridad depende inmediatamente de Dios, del Vicario de Dios, esto es,
del sucesor de Pedro? He aquí el tema central con el que comienza el libro III
de Monarquía.
La
tesis de Dante, en abierta oposición a la de Tomás de Aquino, la hallamos en
III, 3:
Summus
namque Pontifex, Domini nostri Jesu Christi vicarius et Petri sucessor, cui non
quicquid Christo sed quicquid Petro debemus.
Para
Dante, por tanto, el Papa no recibió de Dios el doble poder de las llaves de
que habla Bonifacio VIII en su Bula Unam
Sanctam. Que Cristo haya tenido el doble poder espiritual y temporal es
cuestión que Dante ni se lo plantea. Para un cristiano medieval era obvio, y si
lo tuvo se lo llevó consigo a los cielos. Los Papas no lo heredaron. Sólo son
sucesores de Pedro, a quienes se les debe obediencia quicquid Petro, non quicquid Christo.
Es
cierto que en III, 4, Dante se hace eco de una imagen familiar esgrimida por
muchos teóricos del poder, cuando escribe:
Dios hizo dos grandes luminares -uno
mayor y otro menor-; uno para que alumbrase durante el día y otro para que lo
hiciera durante la noche; y esto, dicho en alegoría, entienden que eran los dos
regímenes, a saber, el espiritual y el temporal. Arguyen después que, así como
la Luna, que es el luminar menor, no tiene luz sino en cuanto la recibe del
Sol, así tampoco el reino temporal tiene autoridad, sino en cuanto la recibe
del régimen espiritual.
Pero,
como refutará inmediatamente, ello no quiere decir que haya una subordinación
del astro menor al mayor, del Emperador al Papa (de la Luna al Sol, por seguir
la imagen).
El
Sol y la Luna (Papa y Emperador) son dos «grandes luminarias», creados por Dios
en el cuarto día, sin que la Luna reciba su ser del Sol («quantum est ad esse, nullo modo luna dependet a sole»), y, en
consecuencia, al Emperador su poder imperial no le viene del Papa, sino
directamente de Dios, como la Luna fue creada por Dios, igual que lo fue el
Sol. Ambas luminarias tienen su luz propia. La Luna no depende del Sol. Tiene
su propio movimiento, una cierta luminosidad que le es propia (habet enim aliquam lucem ex se). Y, por
tanto, el influjo que el Papa puede ejercer sobre el Emperador se reduce a la
gracia que aquél puede ejercer a través de una bendición:
Lucem gratiae, quam
in coelo Deus et in tersa benedictio summi Pontificis infundit illi.
Al
Papa compete, pues, dirigir al género humano hacia la vida eterna siguiendo las
enseñanzas de la revelación, y al Emperador buscar que éste consiga la
felicidad temporal guiado por los principios de la razón y de las leyes
humanas. Una vez más, los simbolismos, las alegorías y las metáforas están
dando sentido a las ideas y pensamiento desarrollado.
DANTE EN EL ÍNDICE
Entre
1327 y 1334 (tal vez en 1329)26 Dante fue violentamente atacado por el dominico
italiano Guido Vernani, de Rímini, autor de una obra que lleva por título De reprobatione Monarchiae compositae a Dante Aligherio Florentino 27, en la
que le reprochará haber sostenido que la autoridad imperial es independiente
del Papado. Tesis ésta, según el inquisidor dominico, peligrosa para la fe 28.
En
1329 el cardenal Bertrando di Poggetto, legado de Juan XXII en la región de
Lombardía, condenaba a Dante y mandaba quemar en la hoguera su tratado, sin
duda presionado por el inquisidor dominico. Boccaccio, en su Trattatello in laude di Dante, puntualizará, por otro lado, que al tal cardenal
le hubiera gustado ver quemar al mismo tiempo los huesos del autor (Dante había
muerto en 1321). Por cierto, en la edición príncipe de la Vita nuova, hecha en Florencia en 1576, que nos da también la Vita
de Boccaccio, la narración de la condenación del cardenal Poggetto quedó
suprimida29.
Por
su parte, el franciscano Guillermo de Sarzana escribió también un tratado De potestate summi pontificis para refutar
la obra de Dante30, e incluso llegan apercibirse acentos polémicos en el
también franciscano Francisco de Meyrona31
En
1559 se editó en Basilea el texto de Monarquía, y en 1564 figurará ya entre los
libros prohibidos del Index ordenado
por Pío IV, en donde permanecerá hasta finales del siglo pasado. Sin duda, como
observó Gilson, lo sacaron de él cuando las circunstancias políticas habían
cambiado ya tanto que las tesis defendidas antaño por la Iglesia carecían de
valor y de contenido, no siendo asumidas por ninguno de los Estados modernos.
No
deja de ser curioso el constatar, por otro lado, que el propio Papa León XIII
haya escrito en su Encíclica Inmortale
Dei del 1 de noviembre de 1835:
De donde también se consigue que el
poder público por sí propio, o esencialmente considerado, no proviene sino de
Dios, porque sólo Dios es el propio verdadero y Supremo Señor de las cosas, al
cual todas necesariamente están sujetas y deben obedecer y servir, hasta tal
punto, que todos los que tienen derecho de mandar no lo reciben de ningún otro
si no es de Dios, Príncipe Sumo y Soberano de todos. No hay potestad que no parta de Dios (Rom 13, 1).
El derecho de soberanía, por otra parte, en razón de sí
propio, no está necesariamente vinculado a tal o cual forma de gobierno;
puédese escoger y tomar legítimamente una u otra forma política con tal que no
le falte capacidad de obrar eficazmente en provecho común de todos 32.
Y
en otro lugar de la misma Encíclica:
Por lo dicho se ve cómo Dios ha hecho copartícipes del
gobierno de todo el linaje humano a dos potestades: la eclesiástica y la civil;
ésta, que cuida directamente de los intereses humanos y terrenales; aquélla, de
los celestiales y divinos. Ambas a dos potestades son supremas, cada una en su
género; contiénense distintamente dentro de términos definidos, conforme a la
naturaleza de cada cual y a su causa próxima; de lo que resulta una como doble
esfera de acción, donde se circunscriben sus peculiares derechos y sendas
atribuciones.
Ideas
que volverá a repetir en la Encíclica Sapientiae christianae del 10 de enero de
1890:
Ciertamente, la Iglesia y la sociedad civil tienen su
respectiva autoridad, por lo cual, en el arreglo de sus asuntos propios,
ninguna obedece a la otra, se entiende dentro de los límites señalados por la
naturaleza propia de cada una. De lo cual no se sigue de manera alguna que
estén desunidas, y mucho menos en lucha.
Leídos
estos textos, es como si León XIII se hubiera inspirado en Dante y asumiera
como doctrina de la Iglesia los postulados y las tesis defendidas por el
florentino en el tratado de Monarquía.
EDICIONES Y TRADUCCIONES CASTELLANAS
DEL TEXTO
Esta
actitud condenatoria del texto de Dante, por parte de la Iglesia católica, es,
sin duda, la causa de la escasa difusión que tuvo en los siglos pasados. A ello
habría que añadir la observación que nos hace Boccaccio en su Trattatello, donde
puntualizará que la obra de Dante comenzó a ser famosa después de la excomunión
en Roma de Luis de Baviera por Juan XXII; excomunión que se hizo junto con la
de los espirituales franciscanos en 1324 y la elección del antipapa Nicolás V.
Todo ello, sin duda, contribuyó al silencio que sobre el texto se proyectó.
Silencio que no tuvo el mismo eco en otras partes, especialmente en el mundo
cristiano protestante y en los círculos laicizantes.
Sabemos
que Erasmo tuvo ya el propósito de hacer una edición de la obra de Dante;
edición que, por cierto, no llegó a realizar33. La primera edición que se hizo
de Monarquía la realizó Juan Oporino, en Basilea, en octubre de 1559 34;
mientras que en Italia no llegó a publicarse hasta 1757- 1758 en Venecia, por
obra de Antonio Zatta, y en España hasta 1947.
Son
pocos también los manuscritos que de ella se conocen; tan sólo dieciocho;
ninguno tampoco en España.
Las
investigaciones llevadas a cabo por Rostagno probaron ya que el título de la
obra es Monarchia y no De Monarchia65; ya que su contenido no
es como el de Tomás de Aquino, por ejemplo, un tratado sobre esta peculiar
forma de gobierno, sino sobre un modelo universal a instaurar en el mundo que
sea garantía de la paz universal.
Por
lo que respecta a las ediciones castellanas del texto de Dante existe una
traducción realizada por Ernesto Palacio y publicada en Buenos Aires por la
Editorial Losada, en 1941. A la traducción la precede un prólogo sobre la
filosofía política de Dante y sus antecedentes medievales del que fuera
profesor en la Universidad de Montevideo Juan Llambías de Azevedo.
En
1947 el Instituto de Estudios Políticos, de Madrid, publicó una segunda
traducción al castellano de la obra de Dante, llevada a cabo por Ángel María
Pascual. La precede una introducción de P. Osvaldo Lira.
Una
tercera traducción fue publicada en Madrid en 1955, por la Biblioteca de
Autores Cristianos. Se trata de la primera traducción de las Obras completas de
Dante, realizada por Nicolás González Ruiz, sobre la interpretación literal de
Giovanni M. Bertini para La divina comedia; su texto se publicó bilingüe,
mientras que el de las demás obras del poeta florentino sólo se hizo en versión
castellana, llevada a cabo por José Luis Gutiérrez García, y de la que volvió a
hacerse una segunda edición en 1965.
La
traducción que hoy se publica está realizada sobre el texto crítico latino
establecido por Pier Giorgio Ricci, editado en Verona en 1965 por Arnaldo
Mondadori, con el parecer técnico de Giuseppe Billanovich, Gianfranco Contini y
Eugenio Garin36.
Como
es normal, dado el carácter de nuestra edición, hemos prescindido de toda clase
de variantes paleográficas, de todo aparato crítico, notas a pie de página,
para establecer nuestras propias notas dirigidas a los lectores de lengua castellana,
pero siendo fieles -creemos- al texto crítico latino que establecieron en la
edición de Verona. Ello hace que nuestra traducción no corresponda a las
ediciones y traducciones que otros hicieron con anterioridad.
Para
mejor ayuda y orientación del lector, y para que pueda en un momento dado
compulsar nuestro texto con otros, o no disponga del texto crítico que nos ha
servido de base, ofrecemos aquí una tabla comparativa entre nuestra edición y
las demás. Cada vez que Dante cita un texto clásico o un texto bíblico hemos
optado por traducir directamente el texto clásico y por reproducir la
traducción castellana de la Biblia llevada a cabo por NácarColunga. Si en algún
momento determinado Dante cita de memoria, o reconstruye personalmente un texto
concreto, nos vemos obligados a ser fieles al poeta, indicando en nota las
variantes respectivas.
Se
nos disculpará, así lo pedimos, si en algún pasaje la construcción de la frase
castellana resulta dura, áspera y de textura poco nítida. No es lo mismo traducir
que componer, o escribir en la propia lengua. Que nos perdone Cervantes, si
hemos osado traicionar -por aquello de traduttore, traditore el pensamiento de
Dante. Es preferible conocer la cultura y los textos clásicos, aunque sea a
través de traducciones, que ignorarlos. No comulgamos en esto con el maestro de
nuestra lengua. El texto de Dante se traduce por clásico, y porque las nuevas
generaciones deben conocer al intelectual que con sus ideas, a contracorriente,
contribuyó a cambiar formas cerradas de pensar, abriendo ventanas para que
respiremos todos aire fresco.
NOTAS
1 Cf. C.
Floigno, «The date of the De Monarchia», en Dante. Essays in Commemoration,
University Press, London, 1921; E. J. J. Kocken, «Ter Dateering van Dante's
Monarchia», Institut voor Middeleeuwische Geschiedenis der Keizer Karel
Universiteit te Nijmegen, 1 (1927). 2
Purgatorio, Canto 32, v. 129. 3
Monarquía, III, 10. En Infierno, Canto 19, vv. 115-117, leemos: «Ahi,
Costantin, di quanto mal fu matre, / non la tua conversion, ma quella dote /
che da te prese il primo ricco patre!» 4
Carta XI (VIII), ed. BAC, vol. 157, 2.a ed., 1965, pp. 809-811. 5 Étienne
Gilson, Dante et la philosophie, 2." ed., J. Vrin, Paris, 1953. 6
Monarquía, 1, 7. Engelberto, abad de Admont en 1297, escribió también un
tratado que lleva por título De ortu et fine Romani imperii liber, editado en
Basilea, Joannes Operinus, 1553, en donde escribe: «omnia regna et omnes
reges subesse un¡ imperio et imperatori christiano» (c. 18, p. 98). 7 Cf. Thomas
Kaeppeli, O.P., Scriptores Ordinis Praedicatorum Medii Aevi, ad S. Sabinae,
Romae, 1975, vol. III,
pp. 297-302. Natural de Florencia y prior en el convento de Santa María la
Novella, murió en 1319. Véanse:
Ch. T. Davis, «Remigio de Girolami and Dante», Studi Danteschi, 36 (1959),
pp. 105-136; ídem, «Education in Dante's Florence», Speculum, 40 (1965), pp.
427-435; St. Orlandi, «Remigio de’ Girolami e Dante», Memorie Domenicanae, 83
(1966), pp. 137-151, 201-226; 84 (1967), pp. 8-43, 90127; A. Samaritani, «La
misericordia in Remigio de’ Girolami e in Dante», Analecta Pomponiana, 2
(1966), pp. 169-207. 8
Purgatorio, Canto 32, v. 102. 9
Paradiso, Canto 10, vv. 94-108. 10
Infierno, Canto 2, v. 85. 11
Ídem, Canto 19, v. 55. 12
Paradiso, Canto 27, v. 22. 13
Ídem, Canto 17, v. 46. 14
Ídem, Canto 30, v. 893. 15
Infierno, Canto 27, v. 86. 16
Ídem, Canto 27, v. 4. 17
Infierno, Canto 27, v. 97. 18
II-II, q. 97. 19
Decreto XII, 5: «Ridiculum est et satis abominabile dedecus, ut traditiones
quas antiquitus a patribus suscepimus, infringe patiamur.» 20
Convivio, 1, OC, p. 572. 21
San Buenaventura, Col. in Hexaemerom, col. 18.16, BAC, Madrid, 1957, III, p.
524. 22
Ídem, p. 527. 23
Paradiso, Canto 12, v. 141. 24
Opuscula, ed. P. Mandonnet, III, p. 324. 25
De regno, 1, 14. 26 Th.
Käppeli, op. cit., «Der Dantegegner Guido Vernani O. P. von Rimini», Quellen
und Forschungen aus italienischen Archiven und Bibliotheken, 28 (1937-38),
pp. 107-146. 27 Inc. Suo
carissimo filio Gratiolo de Bambaiolis, nobilis communis Bononie cancellario...
[Mss. Brist. Mus., London, Add. 35/325 (s. xiv), f. 2-9v; Ravenna, cod. cit.,
f. 65-68v; ed. Tb.
A. Ricchini, Bononiae, 1746, pp. 7-47; Jarro G. Piccini, Contro Dante,
Firenze, 1906 (ad. trad. italiana); N. Matteini, «II piú antico oppositore
politico di Dante: Guido Vernani da Rimini», Padova, 1958]. 28
Habría que completar su pensamiento con el Tractatus de potestate Summi
Pontificis (1327), ed. por Th. A. Ricchini, Bononiae, 1746, pp. 49-88. Guido
Vernani de Rímini fue dominico del convento de San Cataldo de Rímini; pasó
luego al de Santo Domingo de Bolonia (4 de febrero de 1297); fue lector y
consiliario de la Inquisición (1312) y pasó luego al convento de Rímini
(1324-1344); cf. Th. Káppeli, Scriptores Ordinis Praedicatorum, vol. II, G-I,
pp. 76-78. 29
Vita Nuova, Firenze, 1907, p. LXXIX; cf. G. Boccaccio, Opere in versi.
Corbaccio. Trattatello in laude di Dante. Prose latine. Epistole,
Milano/Napoli, 1965, 639 pp.; cf. G. Billanovich, «La leggenda dantesca del
Boccaccio», Restauri boccacceshi, Roma, 1949. 30
F. Delorme, «Fratris Guillelmi de Sarzano Tractatus de excellentia
principatus regalis», Antonianum, 15 (1940), pp. 221-244. 31
Cf. P. Lapparent, «L'oeuvre politique de Frangois de Meyrinnes, ses rapports
avec celle de Dante», Archives d'histoire doctrinale et littéraire du Moyen
Age, 13 (1940-1942), pp. 5-151. 32
Colección completa de las Encíclicas de S. S. León XIII, por Manuel de Castro
Alonso, Tipografía y Casa Ed. Cuesta, Valladolid, s. f., 2ª. ed., 1, p. 284. 33
Cf. P. Toynbee, «Dante Notes», Modern Language Notes, 20 (1925), pp. 43-47. 34
Cf. P. Bietenhilz, Der italienische Humanismus und die Blütezeit des
Buchdrucks in Basel. Die Basler Drucke italienische Autoren con 1530 bis zum
Ende des 16. Jahrhunderts, Basel / Stuttgart, 1959, pp. 106-109. 35
Cf. Bullettino della Società Dantesca Italiana, 20 (1913), p. 70, y 28
(1921), p. 31. 36
Dante Alighieri, Monarchia a cura di Pier Giorgio Ricci, Arnaldo Mondadori
Ed., Verona, 1965, 275 pp.
|
BIBLIOGRAFÍA
TRADUCCIONES CASTELLANAS
1)
1941: Dante Alighieri, De la Monarquía, traducción directa del latín por E.
Palacio, Losada, Buenos Aires, 1941. Volvió a editarse, con prólogo de Juan
Llambías de Azevedo, 1966.
2)
1947: Dante Alighieri, Tratado de Monarquía, Traducción y notas de A. M. Pascual,
introducción de P. Osvaldo Lira, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1947.
3)
1956: Dante Alighieri, Obras completas, versión castellana de Nicolás González
Ruiz sobre la interpretación literal de Giovanni M. Bortini, colaboración de
José Luis Gutiérrez García (BAC, vol. 157), Biblioteca de Autores Cristianos,
Madrid, 1956, 4 h., 1.146, p. 1 h. (volvieron a editarse en 1965, 1973 y 1980).
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pp.
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LIBRO I
I
Considero
de sumo interés para todos los hombres, en quienes la naturaleza superior
imprimió1 el amor a la verdad, que, así como se han visto beneficiados por el
trabajo de sus antepasados, así también ellos se preocupen por los que han de
sucederles, para que la posteridad se vea enriquecida con sus aportaciones. En
efecto, quien instruido en la doctrina política no se preocupa de contribuir al
bien de la república, no dude de que se halla lejos del cumplimiento de su
deber. En vez de ser «como árbol plantado
a la vera del arroyo, que a su tiempo da su fruto»2, es más bien como
tromba devastadora que todo lo engulle y nada devuelve de cuanto se ha tragado3.
Reflexionando con frecuencia sobre ello, para que no se me culpe de haber
escondido bajo tierra mi talento4, me propuse no sólo crecer, sino también dar
frutos de utilidad pública y enseñar algunas verdades5 que otros habían
descuidado. Pues ¿aportaría algo de provecho quien volviera a demostrar un
teorema de Euclides, o quien intentara redescubrir la naturaleza de la
felicidad expuesta por Aristóteles6 , o quien de nuevo hiciera la apología de
la vejez reivindicada ya por Cicerón? En realidad nada nuevo aportaría esa
tediosa repetición, sino solamente fastidio. Y siendo la «Monarquía temporal»
tan desconocida, y su conocimiento el más útil entre todas las verdades
ocultas, habiendo sido su enseñanza postergada por todos, por no ser un tema
que ofrezca de inmediato posibilidad de lucro7, está dentro de mis planes el
sacarla de las tinieblas, tanto para provecho del mundo, como para ser yo el
primero en alcanzar la palma de tan gran premio para mi gloria. Emprendo,
ciertamente, una empresa ardua y superior a mis fuerzas, confiando no tanto en
mis propios méritos, cuanto en la luz de aquel Dispensador de bienes «que a
todos da largamente y sin reproche»8.
II
Hay
que ver, en primer lugar, qué se entiende por «Monarquía temporal», es decir,
cuál sea su modelo ideal. Pues la «Monarquía temporal», llamada también
«Imperio», es aquel principado único que está sobre todos los demás9 en el
tiempo o en las cosas medidas por el tiempo. Tres cuestiones principales se
plantean al respecto. En primer lugar se pregunta si la Monarquía es necesaria
para el bien del mundo; en segundo lugar, si el pueblo romano se atribuyó de
iure10 a sí mismo el gobierno monárquico; y, en tercer lugar, si la autoridad
del Monarca depende de Dios directamente o de un tercero, ministro o vicario
suyo.
Pero,
puesto que toda verdad que no es por sí misma un principio general ha de ser
evidente en virtud de alguna otra que lo sea, es preciso que en cualquier
investigación tengamos conocimiento del mismo, al que hemos de recurrir
analíticamente para la certeza de todas las proposiciones que sean aceptadas en
lo sucesivo; y, como el presente tratado es una investigación, conviene que
antes de nada nos preguntemos por el principio en que han de apoyarse las demás
verdades que se infieran. Por consiguiente, conviene tener en cuenta que existen
algunas realidades con las que, al no depender en absoluto de nosotros, podemos
solamente especular, pero no actuar sobre ellas, como son las matemáticas, las
físicas y las cosas divinas. Hay otras, en cambio, que, por estar sometidas a
nuestro dominio, podemos no sólo investigarlas, sino también actuar sobre
ellas. En éstas la acción no se ordena al conocimiento, sino al revés, pues en
ellas la acción es el fin. Y, siendo éste un tema de la política, más aún, la
fuente y principio de la correcta política, y estando todo lo político sometido
a nuestro poder, es evidente que la materia objeto del presente estudio no se
ordena primordialmente a la especulación, sino a la acción. Asimismo, siendo el
último fin principio y causa de todas las cosas en el plano de la acción, por
ser el que en primer término mueve al agente, resulta que ese mismo fin da
razón de todas las cosas que a él se ordenan. En efecto, uno sería el modo de
cortar la madera para edificar una casa, y otro distinto para construir un
barco. Por tanto, si hay algo que sea el fin de la sociedad civil universal del
género humano11 será ése el principio por el que quedará suficientemente claro
todo lo que posteriormente se pruebe. Pues es una necedad el pensar que hay un
fin para una sociedad civil y otro distinto para otra, y no uno solo para
todas.
III
Hemos
de ver ahora cuál es el fin de toda sociedad humana y, visto esto, tendremos ya
hecho más de la mitad del trabajo, según dice el Filósofo A Nicómaco12. Para
claridad de la investigación que nos ocupa hay que advertir que, así como el
dedo pulgar tiene su finalidad asignada por la naturaleza, y toda la mano otra
distinta, y el brazo otra, y el hombre completo otra diferente de las
anteriores, así también cada hombre tiene la suya, distinta de la que tiene la
comunidad doméstica, o un pueblo, o una ciudad, o un reino13, e incluso diversa
del fin superior que Dios eterno ha asignado al creerlo sirviéndose de su arte
que es la naturaleza; pues cuanto existe, Él lo produjo. Aquí nos preguntamos
por este fin como principio directivo de nuestra investigación. Por eso hay que
tener en cuenta, en primer lugar, que «ni Dios ni la naturaleza hacen nada
superfluo», sino que todo cuanto existe tiene una finalidad. Pues el fin último
de todo lo creado en la intención del creador, en cuanto crea, no es sino la
propia operación de la esencia. De aquí que no es la operación propia la que
existe por su esencia, sino ésta por aquélla. Hay, en efecto, una operación
propia de toda la humanidad, a la que se ordena todo el género humano en su
multiplicidad; operación, ciertamente, que no puede llegar a realizar ni un
hombre solo, ni una sola familia, ni un pueblo, ni una ciudad, ni un reino en
particular. Quedará claro cuál sea ésta si se pone de manifiesto la finalidad
potencial de toda la humanidad. Afirmo, por consiguiente, que ningún poder
participado por muchos sujetos distintos de diferentes especies es la
perfección suprema de la potencia de cada uno de ellos; porque, siendo tal el
elemento constitutivo de cada especie, resultaría que una misma esencia estaría
participada por varias especies, lo cual es imposible. Por consiguiente, no es
lo máximo del hombre el existir sin más, pues del ser participan también los
elementos14; ni tampoco lo es el ser orgánico, pues éste también se encuentra
en los minerales; ni el ser animado, ya que éste se da también en las plantas;
ni tampoco el ser sensitivo, porque de él participan también los brutos; sino
el ser capaz de conocer por el entendimiento posible. Y este ser, en verdad, a
ninguno fuera del hombre, ni por debajo ni por encima, compete. En efecto,
aunque hay otras esencias que participan de la inteligencia, sin embargo, no
tienen entendimiento posible como el hombre, porque tales esencias son especies
intelectuales y no otra cosa, y su ser no es sino entender, que es la razón de
su existir; y este entender se da sin interpolación, de otro modo no serían
sempiternas15. Está claro, por consiguiente, que la perfección suprema de la
humanidad es la facultad intelectiva. Y como esta facultad no puede ser actualizada
total y simultáneamente por un solo hombre, ni por ninguna de las comunidades
arriba señaladas, tiene que haber necesariamente en el género humano multitud
de hombres por los que se actualice realmente esta potencia; así, es necesaria
también la multiplicación de cosas que pueden generarse para que toda la
potencia de la materia prima esté siempre realizada; de lo contrario se daría
una potencia separada16, lo que es imposible. Con esta opinión está de acuerdo
Averroes en el comentario que hace al tratado
Del alma17. La potencia intelectual de la que hablo no sólo tiene
tendencias a las formas universales o especies, sino también, por cierta
extensión, a las particulares; por eso se dice que el entendimiento especulativo,
por extensión, se hace entendimiento práctico, cuyo fin es actuar y hacer. Digo
esto con relación a las cosas «agibles», reguladas por la prudencia política, y
con relación a las cosas «factibles», reguladas por el arte. Todas ellas están
al servicio de la especulación, valor supremo, para el que la Bondad Primera
creó la totalidad del género humano. Con esto queda claro aquello de la
Política: «Los que poseen una
inteligencia vigorosa deben, por exigencia de la misma, ejercer su autoridad
sobre los demás»18.
IV
Queda,
pues, suficientemente explicado que es propio del género humano, considerado en
su conjunto, el actualizar siempre la totalidad de la potencia del
entendimiento posible; en primer lugar, para especular, y, secundariamente y
por esto mismo, para obrar en orden a la extensión. Y, puesto que lo que se
predica de la parte se predica también del todo, y el hombre particular se
perfecciona en prudencia y sabiduría por la tranquilidad y el sosiego19, está
claro que el género humano se encuentra en mayor libertad y felicidad en el
sosiego y tranquilidad de la paz, para realizar su propia obra, que es casi
divina, conforme a aquel texto: «Y lo has hecho poco menor que Dios»20. De
donde se concluye que la «paz universal» es el mejor medio para nuestra
felicidad. Por eso los pastores recibieron del cielo un anuncio no de riquezas,
ni de placeres, ni de honores, ni de larga vida, ni de salud, ni de fuerza, ni
de hermosura, sino de paz. En efecto, la milicia celestial cantaba: «Gloria a
Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad»21. Por
eso también el saludo del Salvador de los hombres era: «La Paz sea con
vosotros»22. Convenía, sin duda, que el sumo Salvador se expresase con la más
grande salutación. Y esta costumbre la conservaron sus discípulos y también
Pablo23 en sus saludos, como de todos es sabido. Queda claro, por lo dicho,
cuál es el medio más perfecto para que el género humano realice su propia obra.
Consiguientemente hemos visto también el medio más inmediato para alcanzar
aquello a lo que se ordenan todas nuestras obras como a su fin último, que es
la paz universal, la cual hemos de aceptar como principio de las razones que se
darán a continuación. Este principio es como el signo necesario, según queda
dicho, al que habrá de recurrir para toda prueba, como verdad evidentísima.
V
Resumiendo,
pues, lo que decíamos al principio, tres cuestiones fundamentales se plantean
acerca de la «Monarquía temporal», que comúnmente se denomina «Imperio».
Tengo de propósito de investigar, a la luz del principio antes establecido,
estas tres cuestiones según el orden ya fijado. En primer lugar, plantearemos
la cuestión de si la «Monarquía temporal» es necesaria para el bien del mundo.
Puede demostrarse esta proposición con muy poderosos y claros argumentos, sin
que quepa rebatirla con ninguna razón ni autoridad de peso. El primero lo
tomamos de la autoridad del Filósofo en su Política24. Afirma allí Aristóteles
con venerable autoridad que, cuando varias cosas se ordenan a un mismo fin, conviene
que una de ellas sea la que regule y gobierne y que las demás sean reguladas y
gobernadas. Esto, en verdad, hay que admitirlo no sólo en virtud del
prestigioso nombre de quien lo dice, sino también por la razón inductiva. Pues,
si lo aplicamos a un hombre, veremos que ocurre lo que estamos diciendo: aunque
todas sus facultades se ordenen a la felicidad, es la facultad intelectual la
directriz y rectora de todas las demás; de otro modo no se podría alcanzar la
felicidad. Si lo aplicamos a una casa, cuya finalidad es disponer a los que en
ella habitan a vivir correctamente, es necesario que haya uno que regule y
gobierne, al que llamaremos padre de familia, o su lugarteniente, según el
dicho del Filósofo: «cada casa es gobernada por el más anciano»25. A éste le
corresponderá, como dice Homero, gobernar a todos e imponerles leyes26. Por eso
se ha hecho proverbial aquella maldición: «Ojalá tengas uno igual a ti en tu
casa»27. Si lo aplicamos a una aldea, cuyo fin es la conveniente ayuda mutua,
tanto de las personas como de las cosas, es necesario que haya uno solo que
gobierne a los demás, sea éste alguien puesto por una persona ajena, o bien uno
que sobresalga y sea aceptado por los demás; de otro modo no sólo no se
llegaría a esa mutua asistencia, sino que, cuando sean varios los que pretenden
prevalecer sobre los demás, como sucede a veces, se destruiría toda
convivencia. Si se trata de una ciudad cuyo fin es tener los medios suficientes
para vivir bien, es necesario también que tenga un gobierno único, no sólo en
un régimen político recto, sino también en un régimen desviado. De lo contrario
no sólo desaparecería el fin de la vida civil, sino que la ciudad dejaría de
ser tal. Finalmente, si se trata de un reino particular, cuyo fin es el mismo
que el de la ciudad, pero con mayores expectativas de tranquilidad, es
necesario que haya un solo rey que rija y gobierne. De lo contrario no sólo no
conseguirían su fin los que viven en el reino, sino que el reino perecería,
según aquello de la infalible Verdad: «Todo reino dividido contra sí mismo será
devastado»28. Por consiguiente, si esto sucede en todas y cada una de las cosas
que se ordenan a un mismo fin, es verdad lo establecido más arriba; ahora bien,
consta que todo el género humano se ordena a un mismo fin, como ya ha sido
antes demostrado; luego es necesario que sea uno solo el que rija y gobierne, y
éste debe llamarse «Monarca» o «Emperador». Así resulta evidente que, para bien
del mundo, es necesario que exista la Monarquía o Imperio.
VI
La
misma relación que tiene la parte al todo tiene el orden parcial al total. La
parte se ordena al todo como a su fin y perfección propios; luego también el
orden en la parte se relaciona con el orden en el todo como a su fin y
perfección. De lo cual resulta que la bondad del orden parcial no excede la
bondad del orden total, sino más bien al contrario. Por tanto, como en las
cosas se encuentra un doble orden29, esto es, el orden de las partes entre sí,
y el orden de las partes con relación a otra cosa que no es parte, como, por
ejemplo, la relación de las partes del ejército entre sí y con el general, la
relación de las partes a esa otra cosa distinta de ellas es mejor como fin del
otro orden; pues aquel otro está en razón de éste, no al contrario. De aquí
resulta que, si la forma de este orden se encuentra en las partes de la
multitud humana, con mucha más razón debe encontrarse en la multitud misma, o
en su totalidad, por la fuerza del silogismo anterior, por ser el orden mejor o
forma del orden. Ahora bien, como se encuentra en todas las partes de la
multitud humana suficientemente claro por lo dicho en el capítulo precedente,
hay que concluir que debe encontrarse también en la totalidad misma. Y así
todas las partes indicadas constituyen los reinos, y los reinos mismos deben
estar ordenados a un solo príncipe o principado, es decir, a un Monarca o una
Monarquía.
VII
Más
aún, la humanidad en su conjunto es un todo con relación a ciertas partes y es
una parte con relación a un todo. Es un todo con relación a los reinos particulares
y a los pueblos, como se demuestra por lo dicho anteriormente; y es una parte
con relación a todo el universo. Esto es evidente por sí mismo. Por
consiguiente, así como las partes inferiores de la humanidad universal se
corresponden perfectamente bien con ella, así también se dice que ella misma se
corresponde «bien» con su totalidad. En efecto, las partes se corresponden bien
a la humanidad universal por un único principio, como fácilmente puede
colegirse de lo anteriormente dicho; por consiguiente, la misma humanidad
universal se corresponde bien con el mismo universo o con su príncipe, que es
Dios y Monarca, simplemente por un único principio, es decir, por un único
príncipe. De lo que se concluye que la Monarquía es necesaria para que el mundo
esté bien ordenado.
VIII
Se
comporta bien e incluso muy bien todo aquello que se conforma con la intención
del primer agente, que es Dios; lo cual es evidente por sí mismo, a no ser para
los que niegan que la divina bondad alcanza la suprema perfección. Está en la
intención de Dios el que todo ser causado represente una imagen divina, en
cuanto la propia naturaleza lo permite30. Por lo cual se dijo: «Hagamos al
hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza»31. Aunque no puede decirse «a
imagen» tratándose de cosas inferiores al hombre, sí puede decirse, en cambio,
«a semejanza», tratándose de cualquier ser, ya que todo el universo no es sino
una huella de la divina bondad. Por consiguiente, el género humano se comporta
bien e incluso muy bien cuando en todo lo posible se asemeja a Dios32. Pero el
género humano se asemeja más a Dios, sobre todo, cuando es más uno, porque la
verdadera razón ( la unidad se encuentra solamente en Él. Por eso está escrito:
«Oye, Israel: Jahvé es nuestro Dios, Jahvé es único»33, y también: «Escucha
Israel: el Señor es nuestro Dios, es el único Señor»34. Ahora bien, el género
humano es más uno sobre todo cuando hay unidad entre todos los hombres. Y esto
no puede tener lugar si no se somete totalmente a un solo príncipe, como es evidente.
Por consiguiente, el género humano se asemeja a Dios sobre todo cuando se
somete a un solo príncipe y, consecuentemente, es lo más conforme posible a la
intención divina, lo cual es comportarse bien e incluso muy bien, como se ha
probado al principio en este capítulo.
Además,
se comporta bien e incluso muy bien todo hijo que sigue las huellas de un padre
perfecto, en cuanto lo permite su propia naturaleza. El género humano es hijo
del cielo, que es perfectísimo en todas sus obras, puesto que el hombre es
engendrado por el hombre y por el sol, según el libro segundo De la audición
natural35 Por consiguiente, el género humano se comporta muy bien cuando imita,
en cuanto su naturaleza lo permite, los ejemplos del cielo. Y, estando el cielo
regulado en todas sus partes, movimientos y motores por un único movimiento, es
decir, por el del Primer Móvil36, y por un único motor, que es Dios, como la
razón humana puede, filosofando, conocer con suma claridad, si razona
correctamente, la humanidad alcanzará la mayor excelencia si está regulada por
un solo príncipe, como único motor, y por una única ley, como único movimiento.
Por todo lo cual queda claro que es necesario que exista la Monarquía o
principado único llamado «Imperio», para bien del mundo. Con razón suspiraba
Boecio cuando decía:
«Oh feliz género humano,
si rigiera vuestras almas
el mismo amor que el cielo
rige»37.
X
Donde
puede haber un litigio, allí debe haber un juez. De lo contrario se daría lo
imperfecto sin posibilidad de corrección; lo cual, es imposible, porque Dios y
la naturaleza no fallan en las cosas necesarias38. Entre dos príncipes, de los
cuales uno no está sometido al otro en absoluto, puede haber litigio, bien sea
por culpa de ellos mismos, o bien por culpa de los súbditos, como es evidente;
luego conviene que entre ellos haya quien juzgue. Y como uno no pueda conocer
acerca del otro cuáles son los derechos propios de cada uno, pues el igual no
tiene dominio sobre el igual, es necesario que exista otro de mayor
jurisdicción que tenga bajo su autoridad a los dos. Y éste será un Monarca o no
lo será. Si lo es, ya tenemos nuestro propósito; si no, de nuevo, tendrá un
igual a él fuera de su jurisdicción; y entonces será necesario de nuevo otro
tercero. Y así, o tenemos un proceso hasta el infinito, cosa imposible, o
necesariamente convendrá acudir a un juez primero y soberano por cuyo juicio se
diriman todos los litigios, directa o indirectamente, y éste sería el Monarca o
Emperador. Por tanto, la Monarquía es necesaria para el mundo. Ésta es la razón
que daba el Filósofo cuando decía: «Los seres no pueden estar mal organizados;
ahora bien, la pluralidad de principados es mala; luego debe existir un único
Príncipe»39.
XI
Por
lo demás, el mundo está tanto mejor ordenado, cuanto más poderosa es en él la
justicia. Por eso Virgilio, queriendo celebrar aquel siglo que veía surgir en
su tiempo, cantaba en las Bucólicas:
«Ya
retorna la Virgen, retorna el reino de Saturno»40.
En
efecto, a la justicia se le llamaba «Virgen» y también se la denominó «Astrea»41. «Reinos de Saturno» se llamó a la edad más feliz, que también
recibió el nombre de «Edad de oro».
La justicia más poderosa se da solamente bajo la autoridad del Monarca; por
consiguiente, se requiere la Monarquía o el Imperio para la mejor organización
del mundo. Para la evidencia de la conclusión anterior hay que tener en cuenta
que la justicia42, de suyo y considerada en su propia naturaleza, consiste en
una cierta rectitud, o en una regla que rechaza lo incorrecto venga de donde
venga. Por eso no tolera un más o un menos, igual que, por ejemplo, la blancura
considerada en abstracto. En efecto, hay cierto tipo de formas contingentes que
entran en composición y conservan, sin embargo, una simple e invariable
esencia, como acertadamente dice el Maestro en De los seis principios43. Este tipo de cualidades admite, sin
embargo, modificaciones cuantitativas de parte de los sujetos por ellas
informados según la mayor o menor mezcla de elementos contrarios que estos
sujetos admitan. Por tanto, allí donde menos se mezcle el elemento contrario a
la justicia, bien sea en cuanto al hábito, bien en cuanto a la operación, allí
la justicia tendrá más vigencia, y entonces se podrá decir de ella con razón lo
que afirma el Filósofo: «Ni el lucero vespertino ni el matutino son tan
admirables»44; pues es entonces semejante a la Luna45 cuando desde el extremo
opuesto del cielo contempla a su hermano que surge de la purpúrea serenidad de
la mañana. Por lo que respecta al hábito, la justicia encuentra a veces oposición
en la voluntad, pues cuando ésta no se despoja de todo apetito, aunque haya
justicia, no aparecerá con el esplendor en toda su pureza, ya que el sujeto la
resiste en cierto grado, si bien mínimamente; por esta razón hay que rechazar a
los que intentan influir en los jueces. Por lo que a la operación se refiere,
la justicia encuentra oposición en el poder, pues siendo ésta una virtud que
dice alteridad46, sin poder para dar a cada uno lo suyo47, ¿quién podrá obrar
conforme a ella? De donde claramente resulta que cuanto más poderoso es el
justo, tanto más se extenderá la acción de la justicia.
Así
pues, de acuerdo con la anterior declaración, formularemos el argumento de la
siguiente forma: la justicia alcanza su plenitud en el mundo cuando la imparte
un sujeto de voluntad sin trabas y de sumo poder; ahora bien, tal sujeto es
sólo el Monarca; luego sólo el Monarca tiene en el mundo la justicia en su
plenitud. Este prosilogismo discurre según la segunda figura con negación
intrínseca48 y es semejante a éste: todo B es A; sólo C es A; por consiguiente,
sólo C es B. Es decir, todo B es A; ninguno fuera de C es A; luego ninguno
fuera de C es B. La primera proposición queda clara por la declaración
precedente. La otra se prueba del siguiente modo, primero en cuanto al querer y
luego en cuanto al poder. Para la claridad de la primera parte hay que advertir
que lo que más se opone a la justicia son los apetitos49, según afirma
Aristóteles en el libro V de A Nicómaco50.
Eliminados los apetitos, nada queda que se oponga a la justicia. Por eso la
opinión del Filósofo es que en manera alguna se deje al arbitrio del juez lo
que puede ser determinado por la ley51. Esta opinión se justifica por el temor
a los apetitos, que fácilmente desorientan la razón de los hombres. Donde no
hay objeto que pueda ser deseado es imposible que exista apetito, porque
eliminado aquél, éste no puede subsistir. Ahora bien, el Monarca no tiene nada
que pueda desear, puesto que su jurisdicción tiene límites sólo en el Océano52.
Esto no sucede con los demás príncipes, cuyos dominios están limitados por los
de otros príncipes, como, por ejemplo, el reino de Castilla está limitado por
el reino de Aragón. De aquí se concluye que el Monarca puede ser, entre todos
los mortales, el sujeto mejor dispuesto para la justicia. Además, así como los
apetitos, aunque sean débiles, obnubilan el hábito de la justicia, así también
la caridad o amor recto lo perfecciona y ennoblece. Por tanto, quien pueda
tener el amor recto en grado máximo, puede albergar mejor en él a la justicia;
éste es el Monarca; luego, si éste existe, existirá o al menos podrá existir la
justicia en el más alto grado. Ahora bien, puede probarse que el amor recto
obra de la manera que se ha dicho, del siguiente modo. Los apetitos,
despreciando el bien propio del hombre, pretenden otros fines; la caridad, en
cambio, se dirige a Dios y al hombre, despreciando todo lo demás; busca, en
consecuencia, el bien del hombre. Y, siendo el mayor entre todos los bienes del
hombre el vivir en paz, como se dijo más arriba, y consiguiéndose esto, sobre
todo y de manera especial por la justicia, la caridad será la que fortalezca a
la justicia, tanto más cuanto ella sea más vigorosa. Se demostrará que el
Monarca debe poseer el amor recto en más alto grado que ninguno otro de los
hombres, del siguiente modo: todo ser digno de ser amado será tanto más amado
cuanto más cerca esté de quien lo ama; ahora bien, los hombres están más
próximos al Monarca que a los demás príncipes; luego son, o deben ser, más
amados por él que por los demás príncipes. La primera de las proposiciones es
evidente si consideramos la naturaleza de los seres pasivos y activos. La
segunda se prueba porque los hombres, que sólo en parte están próximos a los
demás príncipes, están próximos al Monarca de modo absoluto. Más aún: a otros
príncipes están próximos a través del Monarca y no al contrario; de este modo
es al Monarca al que corresponde principal e inmediatamente el cuidado de
todos, y a los príncipes les corresponde por el Monarca, ya que el oficio de
estos últimos se deriva del oficio supremo de aquél. Además, cuanto más
universal es una causa, tanto mayor es su razón de causa, pues la causa
inferior no es tal sino en virtud de la superior, como se demuestra por lo que
se dice en el libro De las causas53. Y cuanto mayor es la causa, tanto más ama
su efecto, pues este amor es propio de la causa esencialmente. Por tanto,
siendo el Monarca, entre los mortales, la causa más universal de que los
hombres vivan bien, puesto que, como hemos dicho, los demás príncipes obran en
virtud de él, resulta que él es el que más quiere el bien de los hombres. Que
el Monarca, por otra parte, sea el más poderoso para poner en práctica la
justicia, ¿quién lo duda?, a no ser aquel que no entienda el término «Monarca»,
ya que éste no puede tener enemigos. Aclarada suficientemente la premisa
principal, aparece la certeza de la conclusión, a saber, que la Monarquía es necesaria para la mejor
organización del mundo.
XII
Y
el género humano vivirá tanto mejor cuanto más libre sea. Esto aparecerá
evidente si se explica con claridad el principio de la libertad. Por eso hay
que tener en cuenta que el primer principio de nuestra libertad es el libre
albedrío, que muchos tienen en su boca, pero pocos en su entendimiento, pues llegan
incluso a decir que el libre albedrío es un juicio libre de la voluntad54 Y
dicen la verdad, pero se les escapa el significado de las palabras, como les
ocurre continuamente a nuestro lógicos con ciertas proposiciones que ponen a
modo de ejemplo en los tratados de lógica, como ésta: «El triángulo tiene tres
ángulos iguales a dos rectos.» Y por eso digo que el juicio está en medio de la
aprehensión y del apetito, porque primero se aprehende la cosa, después de
aprehendida se la juzga buena o mala, y, finalmente, el que la juzga la sigue o
la rechaza. Luego, si el juicio moviera totalmente al apetito y no procediera
de él de ningún modo, sería libre; pero si el juicio es movido, de cualquier
modo que sea, por el apetito que lo previene, no podrá ser libre, porque no es
por sí mismo, sino que, como un cautivo, es arrastrado por otro. Ésta es la
razón de por qué los brutos no pueden tener juicio libre, porque su juicio
siempre va precedido del apetito. Con esto también puede quedar claro que las
sustancias intelectuales, que tienen voluntad inmutable, y las almas separadas
que han abandonado la vida con honestidad, por la inmutabilidad de su voluntad,
no pierden el libre albedrío, sino que lo conservan del modo más perfecto y
absoluto.
Aclarado
esto, también puede quedar claro que esta libertad o este principio de toda
nuestra libertad es el mayor don hecho por Dios a la humana naturaleza, como he
dicho ya en el Paraíso de la Comedia55
pues por ese don somos aquí felices como hombres y allá lo seremos como dioses.
Y, siendo esto así, ¿quién se atreverá a decir que el género humano no vivirá
tanto mejor cuanto más pueda gozar de este principio de la libertad? Ahora
bien, el género humano es libre, sobre todo si vive bajo la autoridad de un
Monarca. Por lo cual ha de comprenderse que la libertad consiste «en ser por sí
mismo y no en virtud del otro», como afirmara el Filósofo en su tratado Del ser simpliciter56. En efecto, lo que
existe en virtud de otro necesita de ese otro por cuya virtud existe, como el
camino necesita de punto de destino. El género humano es por sí mismo, y no en
virtud de otro, sólo si gobierna un Monarca, pues sólo entonces pueden
rectificarse los regímenes políticos desviados57 -es decir, las democracias,
las oligarquías y las tiranías-, que lo someten a servidumbre58 como podremos
observar si recorremos el mundo y vemos que gobiernan reyes, aristócratas, a
quienes llamamos «los nobles», y pueblos celadores de la libertad. Porque
siendo el Monarca quien más ama a los hombres, como ya se ha dicho, quiere que
todos lleguen a ser buenos, cosa que no puede darse con gobernantes inmorales.
Por eso dice el Filósofo en su Política que «un hombre bueno en un régimen político malo es un mal ciudadano, pero
en un régimen político recto se identifican el hombre bueno y el buen ciudadano»59.
Estos regímenes políticos rectos fomentan con rectitud la libertad, es decir,
el que los hombres vivan por sí mismos60. En efecto, no son los ciudadanos para
los cónsules, ni los pueblos para el rey, sino al contrario, los cónsules para
los ciudadanos y el rey para su pueblo; porque, del mismo modo que no se hace
el gobierno para las leyes, sino más bien éstas para aquél, así también los que
viven de acuerdo con la ley no se ordenan al legislador, sino que más bien es éste
el que está en función de aquéllos, como lo afirma también el Filósofo en los
tratados que nos ha dejado sobre esta materia61. Con esto queda claro también
que, aunque el cónsul o el rey sean señores de los demás en razón de los
medios, son sus servidores en razón del fin; y sobre todo el Monarca, que, sin
lugar a duda, ha de ser tenido por servidor de todos. Puede comprenderse ahora
que el Monarca es necesario por el fin que tiene preestablecido en la creación
de las leyes. Por consiguiente, el género humano, bajo el Monarca, goza del
estado óptimo; de donde se concluye que la Monarquía es necesaria para bien del
mundo.
XIII
Más
todavía: quien está más capacitado para gobernar es el que mejor puede disponer
a los otros, pues en toda acción lo que ante todo procura el agente, ya sea por
exigencia de su naturaleza, ya voluntariamente, es reproducir su propio modo de
obrar62; de donde resulta que todo agente, en cuanto tal, se deleita; porque,
como todo lo que existe apetece su propio ser, y al obrar se amplía de alguna
manera el ser del agente, se sigue necesariamente el deleite, ya que éste va
siempre anexo a la cosa deseada. Por tanto, nada actúa si no es en sí mismo tal
cual debe ser el paciente, según lo que dice el Filósofo en el tratado Del ser
simpliciter: «Todo lo que pasa de la potencia al acto, pasa por algo existente
en acto»63; y, si intenta obrar de otro modo, lo intenta en vano. Con esto
puede disiparse el error de quienes piensan orientar la vida y costumbres de
los demás con buenas palabras pero malos hechos, y no caen en la cuenta de que las
manos de Jacob fueron más persuasivas que sus palabras, si bien éstas dijeron
la verdad y aquéllas la mentira64. Por eso dice el Filósofo A Nicómaco: «En lo
referente a las pasiones y a las acciones, las palabras son menos creíbles que
los hechos»65 Por eso también se le dijo desde el cielo a David cuando pecó: «
¿Quién eres tú para enumerar mis mandamientos?»66; como si dijera: «En vano hablarás mientras tú seas ajeno a lo
que dices.» De donde se infiere que
quien quiera conducir óptimamente a los demás se conduzca él de la mejor manera
posible. Pero únicamente el Monarca puede estar muy bien dispuesto para
gobernar. Y esto se prueba del siguiente modo: cada cosa está tanto más fácil y
perfectamente dispuesta al hábito y a la operación, cuantos menos elementos
contrarios a tal disposición hay en ella; de donde resulta que más fácil y
perfectamente adquieren el hábito de la verdad filosófica los que nunca habían
oído hablar de ella, que quienes la escucharon sin aplicación y están saturados
de opiniones falsas. Por eso dijo con razón Galeno: «Estos tales necesitan el
doble de tiempo para aprender»67. Por consiguiente, no teniendo el Monarca
oportunidad alguna para dejarse llevar de apetitos, o siendo el que de todos
los mortales tiene las mínimas ocasiones, como antes se ha probado, cosa que no
sucede a los demás príncipes, y siendo los apetitos por sí mismos los que
corrompen el juicio y obstaculizan la justicia, resulta que el Monarca es quien
puede estar mejor dispuesto para gobernar, pues es quien entre todos conserva
con mayor firmeza el juicio y la justicia, virtudes ambas que convienen de modo
principalísimo al legislador y al ejecutor de la ley, según el testimonio de
aquel santísimo rey cuando pedía a Dios lo conveniente al rey y al hijo del
rey, diciendo: «Otorga, ¡Oh Dios!, al rey tu juicio, y tu justicia al hijo del
rey»68. Por tanto, es correcto lo que se afirmó en la premisa: que sólo el
Monarca es el que puede estar óptimamente preparado para el gobierno; luego
sólo el Monarca puede conducir óptimamente a los demás. De lo cual se infiere
que la Monarquía es necesaria para la mejor ordenación del mundo.
XIV
Lo
que puede ser hecho por uno solo mejor es que lo haga uno que no muchos69. Esto
se demuestra del siguiente modo: sea uno que puede hacer algo, A; y varios que
también pueden hacer lo mismo, A y B; si, pues, lo que hacen A y B puede ser
hecho por A, él solo, es vano el esfuerzo de B, pues de su acción nada se
obtiene, ya que antes A lograba el mismo efecto. Y, siendo ociosa o superflua
toda añadidura de este tipo, y como todo lo superfluo repugna a Dios y a la
naturaleza, y todo lo que repugna a Dios y a la naturaleza es malo, cosa
evidente por sí misma, resulta no sólo que es mejor que actúe, cuando es
posible, uno solo, sino que lo primero es bueno y lo segundo malo por sí mismo.
Además se dice que una cosa es mejor por estar más próxima a lo óptimo70 y el
fin cae dentro de la noción por excelencia; ahora bien, lo hecho por uno solo
está más próximo al fin; luego es mejor. Que esté más próximo al fin se
demuestra del siguiente modo: sea el fin C; lo hecho por un solo sea A; lo
hechos por varios A y B; es evidente que es más largo el camino desde A hasta C
por B, que de A a C simplemente. Pero el género humano puede regirse por un
príncipe supremo, que es el Monarca. Por lo cual hay que advertir que, cuando
se dice «el género humano puede ser gobernado por un único supremo Príncipe»,
no hay que entenderlo en el sentido de que tenga que dar veredicto de manera
inmediata a los juicios de menor importancia de cualquier municipio; pues
también las leyes municipales a veces suelen ser deficientes y necesitan
alguien que las interprete, como lo enseña el Filósofo en el libro quinto A
Nicómaco, donde recomienda la epiqueia71. En efecto, las naciones, los reinos y
las ciudades tienen caracteres propios, que conviene regular por leyes
diferentes, pues la ley es una regla directiva de la vida. En efecto, de una
manera hay que gobernar a los escitas72 que, viviendo fuera del séptimo clima,
soportando una gran desigualdad de días y noches, están como oprimidos por un
frío intolerable; y de otra manera a los garamantes73, que, habitando bajo la
línea del equinoccio y teniendo siempre la luz del día de igual duración que
las tinieblas de la noche, no pueden ir vestidos por el excesivo calor. Pero lo
anterior hay que entenderlo en el sentido de que el género humano, en las cosas
comunes que competen a todos, sea gobernado por el Monarca y por una ley común
que conduzca a la paz74. Esta regla o ley deben recibirla de él los príncipes
particulares, del mismo modo que el entendimiento práctico75, para una
conclusión operativa, recibe la proposición mayor del entendimiento
especulativo y después de ella asume la particular, que propiamente es la suya,
y concluye particularizando en orden a la operación. Lo cual no sólo le es
posible a un único hombre, sino que es necesario que proceda de uno solo, para
evitar toda confusión en materia de principios universales76. Moisés escribió
en la Ley que él mismo hizo esto cuando, después de elegir a los jefes de las
tribus de los hijos de Israel, les dejaba los juicios menores, reservándose
para él los de más importancia y de carácter común, los cuales eran aplicados
después por los jefes en sus respectivas tribus, según lo que a cada uno le
convenía77. Por consiguiente, es mejor que el género humano sea gobernado por
uno, es decir, por el Monarca, que es el único Príncipe, que por varios. Y, si
esto es mejor, también es más agradable a Dios, ya que Dios quiere siempre lo
mejor78. Y, puesto que, cuando se trata de la comparación de dos solamente, el
mejor se identifica con el óptimo, resulta que para Dios no sólo es más
agradable este «uno» que aquel «varios», sino que es el más agradable de todos.
De donde se deduce que el género humano se encuentra óptimamente cuando es
gobernado por uno solo, y, por consiguiente, que es necesaria la Monarquía para
el bien del mundo.
XV
Digo,
además, que el ser, la unidad y la bondad tienen un orden entre sí, según el
quinto modo de denominar «la prioridad». En efecto, el ser precede por
naturaleza a la unidad, y ésta, a su vez, a la bondad, porque cuanto mayor es
el ser, mayor es su unidad, y cuanto mayor la unidad, mayor es la bondad, y, en
la medida en que una cosa se aleja del ser máximo, tanto más alejada está de la
unidad y, consecuentemente, de la bondad. Por lo cual, en todo género de cosas,
lo mejor es aquéllo que es más uno, como afirma el Filósofo en su tratado Del
ser simpliciter79. De aquí que la unidad del ser sea la raíz de su bondad, y la
pluralidad, la raíz del mal. Por eso Pitágoras, en sus correlaciones, ponía la
unidad en la parte del bien, y la pluralidad, en cambio, en la del mal, como
queda claro en el libro primero de Del ser simpliciter80. De lo dicho se puede
deducir que pecar no es otra cosa que pasar del desprecio de la unidad a la
multiplicidad, cosa que veía el Salmista cuando decía: «Diste a mi corazón más
alegría que cuando abundan el trigo y el mosto»81. Por consiguiente, queda
claro que todo lo que es bueno, lo es porque tiene su consistencia en la
unidad. Y, siendo la concordia en cuanto tal un bien, es evidente que posee una
unidad que es como su raíz. Y esta raíz aparecerá si tratamos de conocer la
naturaleza o esencia de la concordia. En efecto, la concordia es el movimiento
uniforme de muchas voluntades, en lo cual aparece que la unidad de la voluntad,
que sabemos que se da por el movimiento uniforme, es la raíz de la concordia o
la concordia misma. Pues así como diríamos que varios terrenos son «concordes»
por descender todos hacia el mismo valle82, y que varias llamas lo son también
por ascender todas hacia su circunferencias83, si esto lo hicieran
voluntariamente, así llamamos «concordes» a un grupo de hombres84, por moverse
simultáneamente, según su voluntad, hacia el mismo fin que está formalmente en
sus voluntades, como hay también formalmente una misma cualidad en los
terrenos, es decir, el peso, y otra en las llamas, que es la ingravidez. En
efecto, la facultad volitiva es una potencia, pero su forma es la especie del
bien aprehendido, la cual, como todas las demás formas, es una en sí misma, y
múltiple según la multiplicación de la materia recipiente85, como el alma y el
número y otras formas contingentes, que pueden intervenir en la composición.
Supuestas
estas premisas, para la declaración de la proposición que se ha de formular a
este propósito, hay que argumentar del siguiente modo: toda concordia depende
de la unidad que haya en las voluntades; ahora bien, el género humano es una
especie de concordia cuando se encuentra perfectamente, porque así como un solo
hombre cuando se encuentra en perfectas disposiciones de alma y de cuerpo es
una forma de concordia, y lo mismo una casa y una ciudad y un reino, así también
lo es todo el género humano; luego el mejor estado del género humano depende de
la unidad que se da en las voluntades. Pero ésta no puede darse si no hay una
voluntad única, dueña y directriz de todas las demás en orden a la unidad, ya
que las voluntades de los mortales, a causa de los muelles placeres de la
adolescencia, necesitan dirección, como enseña el Filósofo en el último libro
de A Nicómaco86.
Pero
esta única voluntad no puede darse a no ser que haya un solo príncipe para
todos87, cuya voluntad pueda ser dueña y directriz de todas las demás. Y, si
todas las conclusiones anteriores son verdaderas, como lo son, resulta
necesario que, para que el género humano se encuentre perfectamente, exista en
el mundo un Monarca88 y, consecuentemente, que exista una Monarquía para bien
del mundo.
XVI
Una
experiencia memorable atestigua todas las razones expuestas anteriormente: la
del estado de los mortales que el Hijo de Dios, que se haría hombre para la
salvación del hombre, o esperó, o bien cuando quiso lo dispuso89.
Porque,
si recordamos las disposiciones de los hombres y los tiempos90 desde la caída
de los primeros padres, que fue el origen de todas nuestras desviaciones, no
encontraremos que el mundo estuviera en paz en todas partes91,si no es bajo la
Monarquía perfecta del divino Augusto. Todos los historiadores 92, los poetas
famosos93, han dado testimonio de que entonces el género humano era feliz en la
tranquilidad de una paz universal, e incluso se ha dignado atestiguarlo el
relator de la mansedumbre de Cristo94. Y hasta Pablo llamó «plenitud de los
tiempos» a aquel estado felicísimo95. Verdaderamente se cumplió el tiempo, y
todas las cosas temporales tuvieron su cumplimiento96, pues ningún ministerio
se vio privado de su propio ministro para nuestra felicidad. Pero cómo se haya
comportado el mundo desde que esa túnica inconsútil fuera desgarrada por las
uñas de los apetitos podemos leerlo y ojalá pudiéramos no verlo97.
¡Oh
género humano, por cuántas tormentas y desastres y por cuántos naufragios te
ves zarandeado, por haberte convertido en bestia de muchas cabezas98, siendo
arrastrado en direcciones contrarias99! Estás enfermo en tu doble entendimiento
y en tu afectividad. No procuras dar al entendimiento superior razones
irrefutables, ni llevar al inferior por el rastro de la experiencia100; ni
escuchar tampoco el dulce afecto de la divina persuasión, cuando te anuncia con
la trompeta del Espíritu Santo: «Ven cuán
dulce y cuán deleitoso el convivir juntos los hermanos»101
NOTAS
1
Cf. Par. XVII, 76-77. 2
Sal. 1, 3. Dante cita los textos bíblicos por la Vulgata; nosotros, por la
traducción castellana de Nácar-Colunga (BAC, Madrid). 3 Cf. Conv.
I, VIII, 2. 4 Cf. Mt.
25,14-30. 5 Cf. Num.
17, 8. 6 Cf. Eth.
Eudem. 1, 4 ss. 7 Cf. Conv.
III, XI, 10. 8 Sant. 1,
5. 9 Cf. Conv. IV,
IV, 7. 10
De iure = legítimamente. Conservamos la forma o terminología aún hoy
utilizada en el lenguaje jurídico. 11 Cf. Conv.
IV, IV, 1. 12 Cf. Eth.
Nich. 1, 7, 1097b 33. 13 Cf. Pol.
I, 2, 5-8, 1252b 33. 14 Cf. Qu.
47. 15 Cf. Conv.
II, IV, 11 16
Cf. «Zu Dante De Monarchia» I, 3, en Historische Vierteljahrschrift, XXVI
(1931), 840-842. 17
Cf. De anima III, 1 (Venetiis, 1550, f. 164); cf. Purg., XXV, 63. 18
Pol. 1, 2, 1252a 31; tomado más bien de Sto. Tomás, In XII lib. Metaph. Aristet., Proemium. 19 Cf. Phys.
VII, 3, 247b 17-18. 20 Sal. 8,
6. Así
traduce la edición de Nácar-Colunga el texto de la Vulgata que cita el Dante:
«minuisti eum paulo minus ab angelis». El mismo texto en Heb. 2, 7, es
traducido: «hicístele poco menor que a los ángeles». 21 Lc. 2, 14. 22
Lc. 24, 36; Jn. 20, 21 y 26. 23
Cf. Gal. 1, 3; Ef. 1, 2; 1 Pe. 1, 2; 11 Jn. 3. 24
Pol. 1, 5, 1254a 28; Conv. IV, IV, 5; mejor de Sto. Tomás, In XII lib. Metaph. Aristot., Incipit. 25 Pol. I, 2, 1252b
21. 26
Cf. Od. IX, 114. Dice así el texto de Homero refiriéndose a los cíclopes:
«cada cual da ley a su esposa y sus hijos sin más y no piensa en los otros»
(trad. de José Manuel Pabón, Gredos, Madrid, 2.a ed., 1986, p. 229. Cf. Pol.
I, 2, 1252b 21. 27
El proverbio latino dice: «Parem habeas in domo.» 28 Lc. 11,
17; Mt. 12, 25.. 29 Cf. Conv.
IV, IV, 5 30 Cf. Conv.
III, VII, 2. 31 Gén. 1,
26. 32 Cf. Eth.
Nic. X, 8, 1179 a 23. 33 Dt. 6, 4.
34 Mc. 12,
29. 35 Cf.
Aristóteles, Phys. I, 2, 194b 13. 36 Cf. Par.
1, 1; XXIV, 130-132; Conv. IV, XXI, 5; Ep. V, 23; XIII, 53; Qu. 46. 37
De Cons. Phil. II, 8. 38
Cf. Par. VIII, 113-114; Conv. IV, XXIV, 10; Aristóteles, De anima III, 9,
432b 21. 39 Met. XII,
10, 1076a 4. 40 Églog.
IV, 6. Dice
el texto virgiliano: «Iam redit et Virgo, redeunt Saturnia Regna.» Esta
égloga IV, una de las más famosas del poeta latino, tiene referencias que la
exégesis aún no ha resuelto satisfactoriamente. Sin duda es una «profecía»
sobre un héroe que llevará a cabo la restauración de la «Edad de Saturno» o
«Edad de Oro». Virgilio puede referirse a un hijo de Asinio Polión o a
Marcelo, sobrino de César Octaviano. Pero San Agustín, y con él la Edad
Media, hace de Virgilio un profeta cristiano que anuncia la venida del
Mesías. De todos modos es un canto de esperanza que se eleva del tono
pastoril general de las églogas virgilianas. Dante da su explicación en las
líneas siguientes. En este y otros textos de los clásicos latinos damos la
traducción directa del texto de Dante, una vez compulsado con el establecido
en «Collection des Universités de France publiée sous le patronage de l'
Association Guillaume Budé», y también con la edición de Oxford: P. Vergili
Maronis Opera, Oxford Classical Texts. A estas dos ediciones acudiremos para
compulsar los textos latinos que en lo sucesivo encontremos. 41
Astrea era hija de Zeus y de Temis, y en la Edad de Saturno vivió entre los
hombres, hasta que subió al cielo y se convirtió en la constelación de la
Virgen. Cf. Ep. XI, 15. 42 Cf. Conv.
IV, XVII, 6. 43 Cf. Sex
Principiorum liber. I,
I. El autor del Libro de los seis principios es Gilberto de la Porrée o
Porretano, obispo de Poitiers (1070-1154). 44
Eth. Nich. V, 3, 1129b, 28. El texto latino del Dante denomina «Hesperus» al
lucero vespertino y «Lucifer» al matutino. D. Comparetti, «Virgilio nel Medio
Evo», La Nuova Italia, Firenze, 1937, c. XV, pp. 274-275, dedicado a Dante. 45
La Luna es «Phebe» en el texto latino de Dante, y es presentada contemplando
el nacimiento de su hermano el Sol. 46 Cf. Eth.
Nich. V, 3, 1129b 26. 47
Cf. Cicerón, De nat. deor. III, 38; De fin. V, 67; S. Agustín, De Civ. Dei XIX, 21; De lib. arb. I, 13; Dig. I, 1, 10; Ins.
I, 1, 1. 48 Cf.
Boecio, Pr. Analyt. Arist. Interpretatio 1, 5. 49
Cf. Conv. IV, II, 3. 50 Cf. Eth.
Nich. V, 4, 1131b 31. 51
Cf. Aristóteles, Ret. I. 1, 1354a 31. Dice el texto de la Retórica: «Por lo
tanto es sumamente importante que las leves que están bien establecidas
determinen, hasta donde sea posible, por sí mismas todo, y que dejen cuanto
menos mejor al arbitrio de los que juzgan», según la edición y traducción al
castellano de Quintín Racionero, Gredos, Madrid 1990, p. 52
Se refiere aquí Dante Alighieri a la monarquía de Augusto, que canta aquél
texto virgiliano: «nascetur pulchra Troianus origine Caesar, / imperium
Oceano, famam qui terminet astris / Iulius, a magno demissum nomen Julo»
(Aen. I, 286-287). Traducimos: «troyano nacido de tan ilustre progenie será
César que tendrá el nombre de Julio, heredero del gran Julo (el hijo de
Eneas), llevará su imperio hasta el Océano y su fama llegará a las
estrellas.» 53 Cf. Liber
de causis, I (per totum). 54
Cf. Par. IV, 73 ss. 55
Cf. Par. V, 19-22. Éste es el texto al que aquí nos remite el mismo Dante:
«Así empezó Beatriz este canto, y, como aquel que no interrumpe su discurso,
continuó de este modo su santa enseñanza: "el mayor don que Dios, en su
libertad, nos hizo al crearnos, el que está con la verdad más conforme y el
que más estima, fue el del libre albedrío, del que las criaturas inteligentes
todas, y sólo ellas, están dotadas"» (trad. N. González Ruiz, BAC,
Madrid, 1965, p. 385). 56
Cf. Met. I, 2, 982a 15. Pol., III,
2, 1276b 40-1277a 1; Sto. Tomás, In X lib. Ethic. Arist., lib. V, lect. 3,
ed. Pirotta, n.° 926. 57 Cf. Pol.
III, 7, 1279a 22 ss. 58 Cf. Pol.
IV, 5, 1292b 14 y 26. 59 Cf. Pol.
III, 4, 1276b 30. 60 Cf. Conv.
III, IV, 10. 61 Cf. Pol.
IV, 1, 1289a 13-15. 62 Cf. Conv.
III, XIV, 2. 63 Met. IX,
8, 1049b 24. 64 Cf. Gén.
27, 22. El
pasaje bíblico relata la suplantación que hizo Jacob, ayudado de su madre
Rebeca, para recibir la bendición paterna y la primogenitura. Dice así:
«Acercóse Jacob a Isaac, su padre, que le palpó y le dijo: "La voz es la
voz de Jacob, pero las manos son las manos de Esaú"». 65 Eth.
Nich. X, 1, 1172a 34. 66 Sal. 50,
16. 67
Cf. De cognoscendis curandisque animi morbis, cap. 10. 68 Sal. 72,
1. 69 Cf. De
part. anim. III, 4, 665b 14; Qu. 28. 70 Ep. XI,
16; XIII, 70. 71 Cf. Eth. Nich. V, 14,
1137a 26. 72
Cf. S. Alberto Magno, De nat. locorum, III, 37; Qu. 55. 73 Ídem;
Conv. III, V, 12. 74 Cf. Conv.
IV, XXII, 6. 75 Cf. Conv.
IV, XXII, 10-11. 76 Cf. Conv.
IV, 1, 7. 77 Cf. Ex.
18,13-24; Dt. 1, 12 ss. 78 Cf. Qu.
28. 79 Cf. Met.
IV, 16, 1021b 30 ss. 80 Cf. Met. I, 5, 986a
23-27. 81
Sal. 4, 8. El texto de Dante tomado de la Vulgata es así: «A fructu frumenti,
vini et olei sui multiplicati sunt.» La traducción que damos es la de
Nácar-Colunga, correspondiente al nuevo texto latino añadido a la Vulgata,
según el Instituto Bíblico de Roma. 82 Cf. Conv.
III, III, 2; Qu. 34. 83
Cf. Conv. III, III, 2. 84
84 Cf. Par. III, 73-81. 85 Cf. Conv.
III, IV, 6. 86 Cf. Eth.
Nich. 9, 1179b 31 ss. 87 Cf. Conv.
IV, IX, 10. 88 Cf. Conv.
IV, V, 4. 89 Cf.
Orosio, Hist. adv. pag. VI, 22 ss. 90 Cf. Conv.
IV, V, 4; Sto. Tomás,
Summa theol., III, q. 35, a. 8. 91
Cf. Par. VI, 80-81. 93
Cf. Virgilio, Églog. IV. 94
Cf. Lc. 2, 1 ss. 95 Cf. Cal.
4, 4. 96 Cf. Jn.
19, 23. 97 Cf. Ep.
VI, 1. 98 Cf. Ap.
12, 3; 17, 9. 99 Cf. Purg.
VI, 149 ss. 100 Cf.
Conv. II, XI, 1; III, XIV, 13. 101
Sal. 133, 1. |
LIBRO II
I
«¿Por
qué se amotinan las gentes y trazan los pueblos planes vanos? Se reúnen los
reyes de la tierra y a una se confabulan los príncipes contra Yahvé y contra su
Ungido. ¡Rompamos sus coyundas, arrojemos de nosotros sus ataduras!»1
Así
como, al desconocer la naturaleza de una causa, ordinariamente quedamos
sorprendidos de su efecto imprevisto, así también cuando la conocemos nos
reímos con cierto desprecio de los que siguen sorprendidos. En verdad, yo en
alguna ocasión me he sorprendido de que el pueblo romano llegara a dominar el
orbe de la tierra sin oposición alguna, porque, habiendo considerado los hechos
de modo superficial, pensaba que lo había conseguido no conforme a derecho,
sino solamente por la fuerza de las armas. Pero cuando llegué con los ojos de
la mente a lo más profundo del problema y comprendí por señales inequívocas que
esto era obra de la divina providencia, al desaparecer la sorpresa, se apoderó
de mí una despectiva ironía, al ver cómo las naciones se enfurecían contra la
preeminencia del pueblo romano, y al ver que los pueblos juzgan
superficialmente, como yo mismo solía hacer. Me dolía además que los reyes y
los pueblos estuvieran de acuerdo solamente en una cosa: en enfrentarse a su
Señor, a su Ungido, al Príncipe romano. Por lo cual con humor, pero no sin
cierto dolor, puedo clamar con el pueblo glorioso y por el César, con las
palabras de aquel que clamaba por el Príncipe del Cielo: « ¿Por qué se amotinan
las gentes y trazan los pueblos planes vanos? Se reúnen los reyes de la tierra
y a una se confabulan los príncipes contra Yahvé y contra su Ungido». Pero como
el amor natural no soporta que la irrisión dure mucho, sino que, como el sol
estival que, una vez disipada la niebla del amanecer, derrama sus rayos con
profusión, prefiere difundir la luz de la corrección para romper las cadenas de
la ignorancia de tales reyes y príncipes y mostrar así al género humano libre
de su yugo, me exhortaré a mí mismo con el Profeta santísimo, repitiendo las
siguientes palabras: «Rompamos sus coyundas y arrojemos de nosotros sus
ataduras.» Estas dos cosas se realizarán suficientemente si consigo llevar a
cabo la segunda parte de mi propósito y manifestar la verdad de la cuestión
planteada. Pues, probando con esto que el Imperio ha existido conforme a
derecho, no sólo se disipará la niebla de la ignorancia que ciega los ojos de
los reyes y príncipes que usurpan los gobiernos de los pueblos, pensando
equivocadamente que hizo lo mismo el pueblo romano, sino que también todos los
mortales reconocerán que son libres del yugo de tales usurpadores. La verdad de
esta cuestión puede ponerse de manifiesto no sólo por la luz de la razón
humana, sino también por la iluminación de la autoridad divina. Y, cuando las
dos coinciden, es necesario que el cielo y la tierra den su asentimiento. Por
consiguiente, con esta confianza y apoyándome en el testimonio de la razón y de
la autoridad, paso a esclarecer la segunda cuestión.
II
Después
de haber investigado suficientemente, en cuanto lo permite la materia, acerca
de la verdad del primer problema, corresponde ahora estudiar el segundo: esto
es, si el pueblo romano se arrogó
conforme a derecho la dignidad del Imperio. El punto de partida de tal
investigación es determinar cuál sea la verdad a la que se reducen como a su
propio principio las razones de la presente investigación. Por tanto, hay que
tener en cuenta que, así como el arte se encuentra en un triple grado, es
decir, en la mente del artista, en el instrumento y en la materia elaborada por
el arte, así también podemos encontrar la naturaleza en un triple grado. En
efecto, la naturaleza está en la mente del primer motor, que es Dios; después
está en el cielo, como en el instrumento por el cual se imprime la similitud
con la bondad divina en la materia fluida. Y del mismo modo que, si existe un
artista perfecto y un instrumento que se encuentre en perfectas condiciones,
cuando existe defecto en la forma del arte hay que imputarlo solamente a la
materia, así también, como Dios alcanza la cumbre de la perfección, y su
instrumento que es el cielo no soporta ningún defecto en la debida perfección,
como queda patente por lo que estudiamos del cielo, resulta que todo defecto en
los seres inferiores será atribuible a la materia subyacente, y al margen de la
intención de Dios naturante y del cielo. Por el contrario, todo lo bueno que
hay en los seres inferiores, como no puede venir de la materia misma, ya que
ésta es mera potencia, será primariamente obra del artífice Dios y
secundariamente del cielo, que es el instrumento del arte divino, al que
llamamos comúnmente «naturaleza»
Con
esto se ve claro que el derecho, puesto que es una cosa buena, está en primer
lugar en la mente de Dios. Y, siendo así que todo lo que está en la mente de
Dios es Dios, según aquello de la Escritura «Todas las cosas fueron hechas por
Él. En Él estaba la vida»2, y como Dios sobre todo se quiere a sí mismo, se
concluye que el derecho es querido por Dios, en cuanto está en Él. Y como la
voluntad y la cosa querida son en Dios una misma cosa, resulta que la voluntad
divina es el derecho mismo. Por eso, preguntar si algo se ha hecho conforme a
derecho no es otra cosa que preguntar, en otros términos, si está de acuerdo
con la voluntad de Dios. Por tanto, hay que suponer que lo que Dios quiere en
la sociedad humana hay que considerarlo como verdadero y auténtico derecho.
Además, es conveniente recordar que, como enseña el Filósofo en el libro I de A
Nicómaco, no hay que buscar la certeza de igual modo en todas las materias,
sino según lo permita la naturaleza de la cosa considerada3. Por lo cual los
argumentos procederán correctamente a partir del principio propuesto, si
investigamos el derecho de aquel pueblo glorioso, por las señales manifiestas y
por la autoridad de los sabios. La voluntad de Dios, ciertamente, es por sí
misma invisible; y «lo invisible de Dios es conocido mediante sus obras»4,
pues, aunque el sello esté oculto, la imagen impresa en la cera nos da una
noticia clara. No hay que extrañarse, pues, si la divina voluntad ha de ser
descubierta por signos, cuando incluso la voluntad humana se manifiesta a los
demás por medio de ellos.
III
Con
referencia a esta cuestión digo también que el pueblo romano se arrogó conforme
a derecho, y no por usurpación, el oficio de la Monarquía, llamado «Imperio»,
sobre todos los mortales. Esto se prueba, en primer lugar, porque al pueblo más
noble le corresponde preceder a todos los demás; ahora bien, el pueblo romano
fue el más noble; luego le corresponde ser preferido a todos los otros. La razón
aducida se prueba, porque siendo el honor el premio de la virtud5, y siendo un
honor toda prelación6, toda prelación de la virtud es un premio a ella misma.
Consta que todos los hombres se ennoblecen con el mérito de la virtud; de la
virtud propia o de la de sus antepasados. Porque «la nobleza es virtud y
antigüedad de riquezas», como dice el Filósofo en la Política7; y, según
Juvenal, «la nobleza de alma es la sola y
única virtud»8.
Las
dos sentencias anteriores se aplican a las dos clases de nobleza, es decir, a
la propia y a la heredada de los antepasados. Luego a los nobles les conviene
el premio de la prelación por razón de la causa. Y como los premios deben ser
medidos por los méritos, según aquellas palabras del Evangelio: «con la medida
con que midiereis se os medirá»9, le pertenece al más noble mayor prelación.
La
premisa menor, es decir, la nobleza del pueblo romano, la prueban los
testimonios de los autores antiguos. En efecto, nuestro divino poeta Virgilio
atestigua en toda la Eneida, para memoria sempiterna, que el gloriosísimo rey
Eneas fue el padre del pueblo romano; lo que corrobora Tito Livio, egregio
escritor de las gestas de los romanos, en la primera parte de su libro que
comienza con la toma de Troya10. Y no quisiera detenerme en explicar la suprema
nobleza de este varón invencible y piadosísimo padre, si consideramos no sólo
su propia virtud, sino también la de sus progenitores y la de sus esposas, ya
que la nobleza de unos y otras confluyó, por derecho hereditario, en él. Pero «narraré
sólo los momentos culminantes de los acontecimientos»11.
Por
lo que atañe a su propia nobleza, hay que escuchar a nuestro Poeta, que en el
libro I presenta a Ilioneo suplicando con estas palabras: «Teníamos por rey a
Eneas, el más justiciero, el más grande por su piedad y por su valor en la
guerra»12.
También
hay que escuchar lo que dice en el libro VI, cuando habla de la muerte de
Miseno, que había sido servidor de Héctor13, y después de la muerte de éste se
había puesto al servicio de Eneas14, y al decir de él: «no eligió un compañero
de menos categoría»15, poniendo en parangón a Eneas con Héctor, que es el
guerrero que Homero más ensalza, como nos lo cuenta el Filósofo en A
Nicómaco16, cuando trata de las costumbres que hay que evitar.
En
cuanto a la nobleza hereditaria, sabemos que las tres partes de la tierra lo
ennoblecieron, tanto por sus abuelos como por sus mujeres17. En efecto, de Asia
fueron sus abuelos más próximos, como Assaraco18 y otros que reinaron en
Frigia, región de Asia. Por eso dice en el canto III nuestro Poeta: «Después
que plugo a los dioses destruir el imperio de Asia y la raza de Príamo que no
merecía tal desgracia»19.
Europa,
en cambio, le dio a Dárdano, un antepasado antiquísimo, África también una
antiquísima abuela, Electra, hija del rey Atlante, de gran renombre, según nos
dice nuestro Poeta, en el canto VIII, refiriéndose a esos dos antepasados,
cuando Eneas habla a Evandro con estas palabras: «Dárdano, primer padre y
fundador de la ciudad de Roma, hijo de la Atlante Electra, como creen los
griegos, llegó al país de los teucros; el poderoso Atlante, que sostiene las
etéreas bóvedas en sus hombros, fue el padre de Electra»20.
Nuestro
poeta cantó también que Dárdano fue originario de Europa, cuando dice en el
canto III:
«Hay
un lugar, país antiguo, que los griegos llamaron Hesperia, poderoso en la
guerra y de fértil suelo. Lo poblaron los de Enotria. Ahora corre la fama de
que sus descendientes llamaron Italia a esta región, por el nombre de su
caudillo. Éste es nuestro solar, aquí nació Dárdano»21.
Testimonio
de que Atlas fue originario de África es el monte llamado por su nombre, del
que Orosio, en su descripción del mundo, dice que está en África con estas
palabras: «Su límite extremo es el monte Atlas y las islas que llaman
"Afortunadas"»22. «Su» se refiere a África, puesto que de ella estaba
hablando.
Sabemos
también que Eneas fue ennoblecido por el matrimonio, pues Creusa, su primera
mujer, hija del rey Príamo, era de Asia, como puede comprenderse por lo dicho
más arriba. De que fuera su esposa nos da testimonio nuestro Poeta en el canto
III, donde Andrómaca pregunta a Eneas por su hijo Ascanio, con estas palabras: «
¿Qué es de Ascanio?, ¿vive todavía y se alimenta de las auras aquel que te
parió Creusa, cuando ya estaba ardiendo Troya?»23
Su
segunda esposa fue Dido, reina y madre de los cartagineses en África. Nuestro
Poeta lo proclama también en el canto IV, cuando dice de Dido: «Dido no piensa
ya en un amor furtivo; lo llama matrimonio; con este nombre pretende ocultar su
culpa»24.
La
tercera esposa fue Lavinia, madre de los albanos y de los romanos, hija y
heredera del rey Latino, si es verdadero el testimonio de nuestro Poeta en el
último canto, donde introduce a Turno, que, una vez vencido, suplica a Eneas
así: «Has vencido y los ausonios me han visto derrotado tender mis palmas
suplicante. Lavinia es tu esposa»25.
Esta
última mujer era de Italia, la más noble región de Europa. Por tanto, con todos
estos datos para aclarar la premisa, ¿quién puede dudar de que Eneas fue el
padre del pueblo romano, y de que, consecuentemente, el mismo pueblo fue el más
noble que haya existido bajo el cielo? O, dicho de otra manera, ¿a quién se le
ocultará la predestinación divina de este hombre único, a la vista de la doble
concurrencia en él de la nobleza de la sangre, desde todas las partes del
mundo?
IV
Hay
que añadir, además, que es querido por Dios todo lo que se ve favorecido con
milagros para su propia perfección; y, consiguientemente, es conforme a
derecho. La verdad de esta afirmación resulta de que, como dice Tomás en el
libro III de Contra los gentiles,
milagro es lo que sucede por intervención divina, fuera del orden comúnmente
establecido en las cosas26. De aquí prueba el mismo Tomás que sólo a Dios
compete hacer milagros; lo cual es corroborado por la autoridad de Moisés,
cuando, con ocasión del episodio de los mosquitos, los magos del Faraón,
valiéndose artificiosamente de principios naturales, que fracasaron allí,
dijeron: «El dedo de Dios está aquí»27. Si, pues, el milagro es una operación
inmediata del Primer agente, sin la cooperación de agentes segundos -como
prueba el mismo Tomás suficientemente en el libro antes citado28-, cuando se
realiza en favor de alguna cosa, no se puede decir que aquello en cuyo apoyo se
realiza no esté previsto por Dios, como cosa querida por Él. Por lo cual es
necesario que concedamos la proposición contradictoria, esto es, que el Imperio
romano fue favorecido por Dios con milagros para su perfección. Luego fue
querido por Dios y, consecuentemente, fue y es conforme a derecho.
Que
Dios haya realizado milagros para establecer el Imperio romano se comprueba con
testimonios de ilustres autores. En efecto, Livio atestigua, en la primera
parte de su obra, que bajo el reinado de Numa Pompilio, segundo rey de los
romanos, cuando éste estaba haciendo un sacrificio con el rito de los gentiles
cayó del cielo el escudo sagrado sobre la ciudad elegida por Dios29. Lucano
recuerda este milagro en el libro IX de la Farsalia cuando, describiendo la
increíble fuerza del Austro que azotó a Libia, dice: «Así cayeron, sin duda,
ante Numa, cuando ofrecía un sacrificio, aquellos escudos que selectos jóvenes
patricios agitan sobre sus hombros; el Austro y el Bóreas habían despojado a
aquellos pueblos portadores de escudos que ahora son nuestros»30
Y
cuando los galos, conquistado ya el resto de la ciudad, amparados por las
sombras de la noche, escalaron furtivamente el Capitolio, lo último que quedaba
en pie antes de la desaparición del nombre romano, están de acuerdo en afirmar
Livio31 y otros muchos escritores ilustres32 que un ganso, que nunca antes
había sido visto por allí, anunció la presencia de los galos, despertando a los
guardianes para que defendieran el Capitolio. Este hecho lo recuerda también
nuestro Poeta Virgilio cuando en el canto VIII describe el escudo de Eneas con
estas palabras: «En pie sobre la cumbre Manlio, el guardián de la roca Tarpeya,
delante del templo defendía el excelso Capitolio; tosco techo de paja cubría la
casa real de Rómulo, recién construida. Un plateado ánade, revoloteando por
entre los dorados pórticos, anunciaba con sus graznidos que los galos estaban a
las puertas de Roma»33
Y
cuando, como nos describe Livio, en La Guerra Púnica, entre otras gestas, que
la nobleza romana cedió al ataque de Aníbal hasta el punto de que no faltara
para la destrucción total de Roma sino el último asalto injurioso a la Urbe,
los vencedores no pudieron culminar su victoria debido a una súbita e
intolerable tormenta de granizo34. ¿No fue también sorprendente la huida de
Clelia, que, estando cautiva en el asedio de Porsena, esta mujer rompió las
cadenas con la milagrosa ayuda de Dios, y atravesó el Tíber a nado, como
conmemoran en la alabanza casi todos los escritores de la historia de Roma?35
Convenía,
en efecto, que así obrara Aquel que previó todas las cosas desde la eternidad
dentro de la belleza del orden, para que, al manifestar por milagros visibles
lo invisible, se manifestase Él mismo en lo visible.
V
Por
lo demás, todo el que busca el bien de la república, busca el derecho como
fin36. Lo afirmado se demuestra del siguiente modo: el derecho es una proporción real y personal de un hombre a otro hombre,
que, si es guardada por éstos, preserva a la sociedad y, si no lo es, la
corrompe37. Porque la definición de los Digestos38 no dice cuál es la
esencia del derecho, sino que lo describe por la manera de ser aplicado. Por
tanto, si ésta nuestra definición comprende con acierto qué es el derecho y por
qué es tal, y siendo el fin de la sociedad el bien común de todos sus miembros,
necesariamente el fin de cualquier derecho es el bien común; y es imposible, a
su vez, que exista ningún derecho que no se proponga el bien común. Por lo cual
Tulio, en el libro 1 de la Retórica,
dijo: «las leyes siempre han de ser interpretadas en beneficio de la
república»39 Pues, si las leyes no se orientan directamente al bien común de
los que están sometidos a ellas, serán leyes sólo de nombre, pero no de hecho,
ya que es necesario que las leyes unan a los hombres entre sí para la utilidad
común40. Por eso Séneca dice bien de la ley cuando en su libro De las cuatro virtudes afirma: «la ley
es el vínculo de la sociedad humana»41. Queda claro, por consiguiente, que el
que busca el bien común, busca el fin propio del derecho. Por tanto, si los
romanos se propusieron el bien de la república, será verdad decir que se
propusieron el fin del derecho.
Que
el pueblo romano pretendiera el bien común, sometiendo el orbe de la tierra, lo
declaran sus gestas, en las que, eliminada toda ambición, que es siempre
enemiga del bien común, y amando la paz universal en libertad, aquel santo,
piadoso y glorioso pueblo42 parece haberse olvidado de su propio provecho para
preocuparse del bienestar público del género humano. Por eso se ha escrito
acertadamente: «El Imperio romano nace de la fuente de la piedad»43
Mas,
como de las intenciones de quienes obran con libertad de elección nada se
manifiesta al que las inquiere, si no es por signos externos, y como las
explicaciones están condicionadas por la materia que se trata, como ya se ha
dicho, bastará que aquí manifestemos las pruebas indudables de la intención del
pueblo romano, tanto en las corporaciones como en las personas particulares.
Por
lo que se refiere a las corporaciones, por las que los hombres se ligaban de
alguna manera a la república, será suficiente la autoridad de Cicerón en el
Libro II de De los deberes, donde
dice: «Mientras el imperio de la república se mantenía en sus deberes, no en
las injusticias, se hacían las guerras, tanto en defensa de los aliados como
por el Imperio; el final de las mismas era o la clemencia o la severidad
necesaria; el Senado era el puerto y refugio de los reyes, de los pueblos y de
las naciones; y nuestros magistrados y generales consiguieron así la máxima
gloria defendiendo a las provincias y a los aliados con equidad y fidelidad a
la palabra dada. Así pues, aquello más que "Imperio", podría
denominarse "Patrocinio" del orbe de la Tierra»44. Esto lo dice
Cicerón.
Yo
continuare hablando brevemente de las personas particulares. ¿Acaso no hay que
decir que han perseguido el bien común los que con su sudor, con la pobreza, el
destierro, la perdida de los hijos, la amputación de sus miembros e, incluso,
con la entrega de su vida procuraron el bien público? ¿No nos ha dejado un
sagrado ejemplo aquel famoso Cincinato, al renunciar libremente a su propia
dignidad en el plazo fijado, cuando, según nos cuenta Livio45, sacado del campo
donde estaba arando, fue nombrado dictador, y después de la victoria, habiendo
restituido la autoridad de imperio a los cónsules, volvió libremente a la
esteva, a sudar, tras los bueyes? Por lo que recordando esta gesta en su
alabanza, dice Cicerón contra Epicuro en su tratado Del fin de los bienes: «Así pues, nuestros antepasados arrancaron
del arado al famoso Cincinato para hacerle dictador»46. ¿Acaso Fabricio47 no
nos dio un gran ejemplo de resistencia a la avaricia cuando, a pesar de ser
pobre, menospreció, por fidelidad a la república, una gran cantidad de oro que
se le ofrecía y, al ser ridiculizado, despreció y refutó a los que le
ridiculizaban, con oportunas palabras? También nuestro Poeta confirmó su fama
cuando en el libro VI cantó: «A Fabricio, poderoso en su pobreza»48.
¿No
fue también un ejemplo memorable para nosotros, al preferir las leyes a su
propio interés, Camilo49, quien, según Livio50, después de liberar la patria
asediada, en medio de la aclamación de todo el pueblo, restituyó a Roma incluso
lo que le había sido expoliado y, cuando fue condenado al destierro, se retiró
de la sagrada Urbe51 y no volvió a ella hasta que el Senado, con su autoridad,
no le concedió licencia de repatriación? El Poeta celebra a este hombre
magnánimo cuando en el canto VI dice: «Camilo, el que restituyó las
enseñanzas...»52.
¿Acaso
no fue aquel famoso Bruto el primero que enseñó que los hijos y todos los demás
deben ser pospuestos a la libertad de la patria, de quien Livio53 dice que,
siendo cónsul, entregó a la muerte a sus propios hijos, que conspiraban con el
enemigo? Su gloria es recordada en el canto VI de nuestro Poeta, cuando dice de
él: «Y, siendo su padre, conducirá al suplicio a sus propios hijos promotores
de nuevas guerras, por la hermosa libertad»54.
¿No
nos convenció Mucio de la enorme audacia que hay que poner en defensa de la
patria, cuando atacó al incauto Porsena y, habiendo errado el golpe, vio quemar
su torpe mano con la misma impasibilidad con que habría visto atormentar a su
propio enemigo? El mismo Livio manifiesta su admiración al narrarlo55.
Hay
que añadir las sacratísimas víctimas de los Decios, que entregaron sus vidas
devotas por la salvación del pueblo, como Livio nos cuenta repetidamente,
ensalzándolos, no todo lo que se merecen, sino cuanto le es posible56. Hay que
añadir también el inenarrable sacrificio de aquel severísimo guardián de la
libertad, Marco Catón57. De los anteriormente nombrados, los primeros no se
asustaron de las tinieblas de la muerte por la salvación de la patria; el
último, para fomentar el amor a la libertad en el mundo, demostró cuánto vale
esa libertad, prefiriendo morir libre a vivir sin libertad. El nombre egregio
de todos ellos vuelve a nuestra memoria por las palabras de Cicerón. En su
libro Sobre el fin de los bienes dice sobre los Decios: «Publio Decio, primer
cónsul de aquella familia, cuando, ofreciendo su vida, dejaba el caballo y se
lanzaba en medio de las filas de los latinos, ¿se preocupaba acaso lo más
mínimo de sus placeres, de dónde y cuándo conseguirlos, sabiendo, como sabía,
que iba a morir enseguida, y buscando aquella muerte con más ardor que el que
Epicuro piensa que hay que poner para conseguir el placer? Y, si esta acción
suya no hubiese sido justamente alabada, su hijo no lo habría imitado durante
su cuarto consulado, ni tampoco el hijo de este último cuando, siendo cónsul,
guerreando contra Pirro, cayó en la batalla y se entregó a sí mismo por la
república, como tercera víctima de su linaje»58. Y Cicerón en el libro De los
deberes decía de Catón: «Pues Marco Catón no defendió una causa distinta de los
otros que se entregaron a César en África. Pero acaso a los otros, si se
hubieran suicidado, se les habría reprochado su debilidad, porque sus vidas
habían sido más cómodas y sus costumbres más placentarias. En cambio, para
Catón, a quien la naturaleza le había dado una increíble austeridad, que él
había fortalecido con incansable constancia, manteniéndose siempre en sus
propias convicciones y en sus propósitos, era preferible morir, antes que ver
el rostro del tirano»59.
Hemos
explicado dos cosas: una, que todo el que busca el bien de la república
persigue el fin del derecho; la otra, que el pueblo romano, al someter el orbe
de la tierra, buscaba el bien. Ahora, para nuestro propósito, argumentemos del
siguiente modo: todo el que pretende el
fin del derecho, procede conforme a derecho; el pueblo romano, al someter el
mundo a su dominio, persiguió el fin del derecho, como ha quedado
suficientemente probado con lo dicho antes en este capítulo; luego el pueblo
romano, al someter a todo el orbe a su dominio, lo hizo con derecho y, por
consiguiente, se atribuyó conforme a derecho la dignidad del Imperio.
Para
deducir esta conclusión de las proposiciones antes probadas hay que demostrar
la proposición que dice: todo el que
busca el fin del derecho procede conforme a derecho. Para la evidencia de
esta premisa hay que advertir que todo existe por un fin; de otro modo sería
ociosa; lo cual es imposible, como se decía más arriba. Y, así como todas las
cosas tienen su propio fin, así también todo fin tiene algo propio de lo que es
fin; de aquí que, hablando formalmente, sea imposible que dos cosas, en cuanto
tales, se dirijan al mismo fin, pues se seguiría el absurdo de que uno de ellos
sería inútil. Ahora bien, teniendo el derecho un fin propio, como ya se ha
demostrado, si existe el fin, existe necesariamente el correspondiente derecho,
ya que el fin es propia y formalmente efecto del derecho. Y, como en toda
consecuencia es imposible que haya antecedente sin consiguiente, como es
imposible que exista un hombre que no sea animal, como queda claro por medio
del análisis y la síntesis, es imposible buscar el fin del derecho sin el
derecho, pues cualquier cosa se encuentra con relación a su fin como el
consecuente con relación al antecedente; pues es imposible alcanzar un buen
estado de los miembros del cuerpo sin la salud. Por lo cual aparece
evidentísima la afirmación de que quien procura el fin del derecho debe
procurarlo con el derecho. Y no vale la objeción que podría tomarse de las
palabras del Filósofo, cuando trata de la «eubulia».
En efecto, dice el Filósofo: «Es hacer un falso silogismo sacar lo verdadero de
lo falso, pues es emplear un término medio falso»60. Porque, si la verdad se
concluye de lo falso, esto sucede de modo accidental, en cuanto lo verdadero se
ha introducido en las palabras del razonamiento; pero formalmente lo verdadero
nunca se sigue de lo falso, aunque los signos de lo verdadero se sigan
correctamente de signos de cosas falsas. Así sucede también en las operaciones;
pues, si un ladrón socorre a un pobre con el fruto de un robo, no hay que
llamar a eso limosna; sólo sería tal si se realizara con bienes propios. Lo
mismo ocurre con el fin del derecho: pues si se obtiene algo, como fin del
derecho, sin el derecho, esto sería fin del derecho; es decir, bien común, como
la limosna a que nos hemos referido es una ostentación hecha con lo mal
adquirido. Y así, como en la proposición se habla del fin del derecho
existente, no sólo del aparente, no cabe ninguna objeción. Resulta evidente,
por tanto, lo que se trataba de demostrar.
VI
Lo
que la naturaleza ha ordenado se cumple conforme a derecho, pues la naturaleza,
en su acción providente, no es inferior a la providencia del hombre, porque, si
fallara, el efecto superaría en bondad a la causa, lo cual es imposible. Vemos
que, cuando se instituye una corporación, el fundador considera no sólo el
orden de los asociados entre sí, sino también sus aptitudes para ejercer las
funciones; lo que es lo mismo que considerar los límites del derecho en la
corporación o en el orden, pues el derecho no se extiende más allá del poder.
Luego la naturaleza, en su providencia, no falla en las cosas sujetas a ella.
De donde resulta que la naturaleza ordena las cosas según facultades que
poseen, y esta relación es el fundamento del derecho puesto por la naturaleza
en las cosas. De donde se sigue que no puede guardarse el orden natural en las
cosas si no es conforme a derecho, puesto que el fundamento del derecho está
unido inseparablemente al orden. Es necesario, por consiguiente, que se mantenga
el orden de acuerdo con el derecho. El pueblo romano fue destinado por la
naturaleza para imperar; lo que se demuestra del siguiente modo: así como se
alejaría de la perfección del arte quien pretendiera solamente la forma final,
sin preocuparse de los medios que a ella conducen, de igual modo actuaría la
naturaleza si sólo persiguiera en el universo la forma universal de la
semejanza divina y se olvidara de los medios. Pero la naturaleza no falla en
ninguna perfección por ser obra de la divina inteligencia; luego pone todos los
medios para alcanzar sus fines. Y, siendo el fin del género humano un medio
necesario para el fin universal de la naturaleza, necesariamente la naturaleza
ha de tender a él. Por eso, el Filósofo prueba con acierto, en el libro II de De la audición natural, que la
naturaleza obra siempre por un fin61. Y como la naturaleza no puede alcanzar
este fin por medio de un solo hombre, puesto que para conseguirlo se requieren
muchas operaciones que necesitan multitud de agentes, es necesario que produzca
multitud de hombres ordenados a las diversas operaciones; a lo que contribuyen
en gran medida, además de la influencia celeste, las virtudes y propiedades de
los lugares concretos. Por eso vemos que no sólo unos hombres particulares, sino
también unos pueblos, han nacido aptos para mandar y otros, en cambio, para
estar sometidos y servir, como lo establece el Filósofo en la Política62. A
estos tales, como él dice, les conviene no sólo ser gobernados, sino que es
justo que lo sean, aun a la fuerza.
Siendo
esto así, no cabe duda de que la naturaleza designó un lugar y un pueblo en el
mundo para gobernar universalmente; de otro modo, habría fallado, lo cual es
imposible. Por lo dicho antes, y por lo que diremos a continuación, queda
suficientemente claro que ese lugar y ese pueblo fueron Roma y sus ciudadanos.
A esto se refirió también muy sutilmente nuestro Poeta en el canto VI de su
obra, cuando presenta a Anquises aconsejando a Eneas, padre de los romanos, con
estas palabras: «Otros trabajarán con más delicadeza el bronce, así lo creo, y
le infundirán aliento de vida; del mármol sacarán rostros vivos; harán otros
con la mayor perfección discursos en los juicios, y otros describirán con el
compás los movimientos del cielo y predecirán la aparición de los astros. Tú,
romano, acuérdate de gobernar con imperio los pueblos. Tus artes serán éstas:
imponer la costumbre de la paz, perdonar a los que se someten y destruir a los
rebeldes»63
A
la disposición del lugar alude sutilmente en el canto VI, donde nos muestra a
Júpiter hablando con Mercurio acerca de Eneas del siguiente modo: «No es ése el
que me prometió su hermosísima madre, ni para eso le liberó dos veces de las
armas de los griegos; antes bien, me prometió que gobernaría Italia, preñada de
imperios, y sedienta de guerras...»64.
Por
todo lo cual se nos demuestra suficientemente que el pueblo romano fue
destinado por la naturaleza para imperar. Luego el pueblo romano sometió al
orbe conforme a derecho y llegó así al Imperio.
VII
Para
llegar a averiguar la verdad en la cuestión planteada es necesario tener en
cuenta que el juicio divino unas veces se manifiesta y otras permanece oculto a
los hombres.
Puede
manifestarse de dos maneras: por la razón y por la fe. En efecto, hay ciertos
juicios de Dios a los que la razón humana puede llegar por sus propios medios,
como, por ejemplo, puede llegar a conocer que el hombre debe exponer su vida
por la salvación de la patria; pues, si la parte debe exponerse por salvar el
todo, siendo el hombre una parte de la ciudad, como queda claro por lo que dice
el Filósofo en la Política65 el hombre debe exponerse a sí mismo por la patria,
como lo menos bueno se expone por lo mejor. Por eso dice el Filósofo A
Nicómaco: «Es amable, en efecto, lo que a uno pertenece; pero mejor y más
divino es lo que pertenece al pueblo y a la ciudad»66. Y éste es juicio de
Dios; de otro modo la razón humana no seguiría correctamente la intención de la
naturaleza, lo cual es imposible.
Hay
otros juicios de Dios a los que, aunque la razón humana no pueda llegar por sí
misma, se eleva, sin embargo, hasta ellos con ayuda de la fe, en aquello que se
nos ha dicho en las Sagradas Letras; como, por ejemplo, que nadie, por más
perfecto que sea en virtudes morales e intelectuales, tanto en el hábito como
en la acción, puede salvarse sin la fe, aunque nunca haya oído hablar de
Cristo. Pues la razón humana por sí sola no puede entender que esto sea justo,
pero sí con ayuda de la fe. Pues está escrito en la Epístola A los hebreos: «Es
imposible agradar a Dios sin la fe»67. Y en el Levítico: «A todo hombre de la
casa de Israel que en el campamento o fuera del campamento degüelle un buey,
una oveja o una cabra, sin haberla llevado a la entrada del tabernáculo de la
reunión para presentarla en ofrenda a Yahvé ante el santuario, le será imputada
la sangre»68. La puerta del tabernáculo es figura de Cristo, que es puerta del
cónclave eterno, como se puede deducir del Evangelio69. El sacrificio de los
animales significa las operaciones humanas.
Pero
hay también un juicio oculto de Dios al que no puede llegar la razón humana, ni
por la ley natural ni por la ley de la Escritura, sino solamente, alguna vez,
por una gracia especial. Y esto sucede de varias maneras; una veces por simple
revelación, otras por una revelación alcanzada mediante arbitraje. Por simple
revelación se da de dos maneras: o bien por decisión espontánea de Dios, o
mediante oración impetratoria. A su vez, la que se da por decisión espontánea
de Dios se realiza de doble modo: expresamente, como fue revelado a Samuel el
juicio contra Seúl70, o por medio de un signo, como por ejemplo, le fue
revelado al Faraón por signos que Dios había determinado la liberación de los
hijos de Israel. Por oración de impetración, a la que se referían los que en el
libro II de los Paralipómenos decían: «Porque nosotros... no sabemos qué hacer,
nuestros ojos se vuelven a ti»71.
La
revelación alcanzada mediante arbitraje es de dos maneras: o por suerte o por
certamen. La palabra «certare» se
deriva, en efecto, de «hacer cierto». Por suerte se ha revelado, a veces, a los
hombres algún juicio de Dios, como se ve en la elección de Matías, en los
Hechos a los Apóstoles72. De dos maneras se desvela el juicio de Dios por medio
del certamen: bien por una colisión de fuerzas, como sucede en la lucha de
púgiles, que también se llama duelo, o por la competición de muchos que
pretenden conseguir el triunfo de sus enseñas, como sucede cuando compiten los
atletas en las carreras para conquistar el trofeo. El primero de estos dos modos
fue figurado entre los gentiles en el duelo entre Hércules y Anteo, que
recuerda Lucano en el libro IV de la
Farsalia73, y Ovidio en el libro IX de las Metamorfosis74. El segundo se figura, entre los gentiles, en el
episodio de Atalanta e Hipomenes, en el libro X de las Metamorfosis75
No
se debe ocultar, de igual manera, que en estos dos géneros de combate hay una
diferencia: en el primero de ellos, los que compiten pueden obstaculizarse sin
injuria, como hacen los púgiles; en el otro, no pueden, ya que los atletas no
deben poner obstáculos al contrincante, aunque nuestro Poeta, en el canto V,
parece opinar lo contrario, cuando presenta la recompensa de Eurialo76. Por
eso, con más acierto Tulio, en el libro III de De los deberes, lo prohíbe siguiendo la opinión de Crisipo, pues
dice así: «Oportunamente, como tantas veces, habló Crisipo con estas palabras:
“el que corre en el estadio debe esforzarse y competir todo lo que pueda para
vencer, pero de ningún modo debe estorbar a su competidor”»77.
Una
vez hechas, en este capítulo, tales distinciones, podemos dar dos eficaces
razones para probar lo que nos proponemos: una tomada de las competiciones de
los atletas, y otra de las luchas de los púgiles. Las desarrollaremos en los
capítulos que siguen inmediatamente.
VIII
Aquel
pueblo que triunfó sobre los demás pueblos que competían por el imperio del
mundo, triunfó por el juicio divino; pues siendo más importante para Dios un
litigio universal que uno particular, y como, incluso en ciertos litigios
particulares, busquemos el juicio divino por medio de un certamen atlético,
según el consabido proverbio «a quien Dios se la dio, San Pedro se la
bendiga»78, no hay duda de que el predominio entre los atletas que compiten por
el imperio del mundo es consecuencia de un juicio de Dios. El pueblo romano
triunfó sobre todos los demás que competían por el imperio del mundo. Lo cual
se hará evidente si, considerándolo como un certamen atlético, nos fijamos en
el trofeo o la meta. El trofeo o la meta fue la supremacía sobre todos los
mortales, lo que llamamos «Imperio». Pero esto no le fue dado a ningún pueblo
más que al romano, que no sólo fue el primero, sino el único que alcanzó la
meta del certamen, como quedará claro enseguida.
En
efecto, el primero entre los mortales que aspiró a tal trofeo fue Nino, rey de
los asirios, quien, si bien con la ayuda de su esposa Semíramis, intentó
durante más de noventa años conseguir por las armas el imperio del mundo, como
nos refiere Orosio79, y subyugó toda Asia; nunca se le sometieron, sin embargo,
las partes occidentales del mundo. Ovidio los recordó a los dos en el libro IV,
donde, hablando de Píramo, dice: «Con altas murallas de ladrillo rodeó
Semíramis la ciudad»80. Y después: «Reúnanse en el sepulcro de Nino y allí
cobíjense a la sombra (del árbol)»81.
El
segundo que aspiró a este trofeo fue Vesoges, rey de Egipto; y aunque devastó
el mediodía y el norte de Asia, como recuerda Orosio82, nunca, sin embargo,
llegó a conquistar ni la mitad del mundo; más aún, los escitas le hicieron
desistir de su empresa temeraria, a mitad de camino entre el punto de partida y
el término. Después Ciro, rey de los persas, intentó lo mismo. Este, una vez
destruida Babilonia y transferido el imperio a los persas, habiendo llegado
apenas al extremo occidental del mundo, dejó incompletos sus proyectos al
perder la vida a manos de Tamiride, reina de los escitas. Después de los
anteriores, Jerjes, hijo de Darío y rey de los persas, invadió el mundo con tal
multitud de gente, con tanto poderío, que llegó a construir un puente para
atravesar el estrecho paso del mar que divide Asia de Europa, entre Sestos y
Abidos. Lucano conmemoró esta admirable obra en el II libro de la Farsalia; así
lo cuenta allí el poeta: «Tal fama canta que el soberbio Jerjes construyó caminos
sobre el mar»83. Sin embargo, rechazada finalmente su tentativa, no pudo, por
desgracia, alcanzar el trofeo. Después de éstos, Alejandro, rey de Macedonia,
fue el que más se acercó a la palma de la Monarquía cuando, habiendo invitado a
los romanos a la rendición, por medio de sus legados, como nos narra Tito
Livio84, antes de recibir respuesta de los romanos murió en Egipto, a casi la
mitad de su carrera. De su sepulcro, que aquí se conserva, dio testimonio
Lucano en el libro VIII, cuando dirige una invectiva a Tolomeo, rey de Egipto,
diciendo: «Último vástago degenerado de la estirpe lágida que has de perecer y
dejar el cetro a tu incestuosa hermana, mientras tú guardas al Macedonio en un
antro consagrado»85
«¡Oh
profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!»86, ¿quién
dejará de admirarte?; pues, cuando Alejandro amenazaba con adelantar en la
carrera al atleta romano, su competidor, Tú lo eliminaste del certamen, para
que no avanzase más su temeridad.
Se
puede probar también con muchos testimonios que Roma alcanzó la palma de tan
gran torneo. Dice, en efecto, nuestro Poeta en el canto 1: «Me habías prometido
que de ellos (de los troyanos), en el correr de los años, saldrían los romanos,
descendencia de la sangre de Teucro, conductores de pueblos que dominarían el
mar y la tierra con soberano imperio»87.
Y
Lucano en el libro I dice: «Ha sido repartido el poder con la espada, y la
fortuna de un pueblo poderoso que domina el mar, y todo-el orbe de la tierra no
soportará a dos dueños»88.
Y
Boecio, en el libro II, cuando habla del príncipe de los romanos, dice:
«Gobernaba éste con su cetro a los pueblos que Febo, que viene del remoto
oriente, contempla al hundir sus rayos en el mar, a los que oprime el gélido
septentrión, a los que el violento noto quema con su seco soplo, recociendo las
ardientes arenas»89.
Este
mismo testimonio da Lucas, el escritor de Cristo, que siempre dice la verdad,
en aquellas palabras de su evangelio: «Salió un edicto de César Augusto para
que se empadronase todo el mundo»90; palabras en las que podemos ver claramente
que la jurisdicción universal del mundo pertenecía entonces a los romanos. De
todo esto resulta evidente que el pueblo romano prevaleció sobre todos los que
competían por el imperio del mundo. Luego prevaleció por juicio divino y lo
obtuvo, consecuentemente, por juicio divino; es decir, lo obtuvo conforme a
derecho.
IX
Lo
que se adquiere por duelo se adquiere conforme a derecho. Pues siempre que
falta el juicio humano, ya sea por hallarse envuelto en las tinieblas de la
ignorancia o por carecer de la defensa de un juez, para que la justicia no sea
menospreciada, es necesario recurrir a Aquél que la amó tanto que pagó con su
propia muerte lo que la justicia misma exigía. De donde el Salmo: «Justo es
Yahvé, y ama lo justo»91
Pero
esto sucede cuando, por el libre consentimiento de las partes, no por odio ni
por amor, sino solamente por el celo de la justicia, se pide el juicio divino,
por medio de una colisión de fuerzas, tanto del alma como del cuerpo. Esta
colisión, por haber sido en un principio entendida como lucha de uno contra
otro, es la que denominamos «duelo». Siempre hay que tener cuidado, sin
embargo, como en la guerra, de agotar primero todos los medios de negociación y
sólo en último término combatir, según enseñan de común acuerdo Tulio y
Vegetio; éste en Sobre la milicia92 y
aquél en De los deberes93; y, como en la cura medicinal hay que experimentarlo
todo antes de acudir al bisturí y al fuego como último recurso, así también,
después de haber empleado todo los medios para solucionar un pleito,
recurriremos finalmente a este medio, obligados por la necesidad de salvar la
justicia.
Existen
dos especies formales de duelo. Uno, el que acabamos de decir; el otro, al que
nos referíamos más arriba, es decir, en el que los luchadores o competidores
entran a la palestra de común acuerdo, no por odio ni por amor, sino solamente
por celo de la justicia. Por eso Tulio, acertadamente, decía al tratar de esta
materia: «Pero las guerras por las que se trata de conseguir la corona del
Imperio deben hacerse con la menor crueldad posible»94. Si se observan los
requisitos formales del duelo, pues de otro modo no sería un duelo, los
congregados de común acuerdo por necesidad de la justicia, ¿no estarán congregados
en nombre de Dios, por celo de la justicia? Y, si esto es verdad, ¿no está Dios
en medio de ellos, como Él mismo nos lo prometiera en el Evangelio?95. Y, si
Dios está presente, ¿no es una impiedad pensar que pueda sucumbir la justicia,
que Él mismo aprecia tanto cuanto antes hemos dicho? Y, si la justicia no puede
sucumbir en duelo, ¿no se consigue conforme a derecho lo que se consigue por un
duelo?
Esta
verdad la conocían también los gentiles, antes de la revelación evangélica, ya
que dejaban el juicio a la suerte del duelo. Por eso aquel famoso Pirro,
generoso tanto por las costumbres heredadas de los Eácidas, como por su sangre,
cuando le fueron enviados los embajadores romanos para rescatar a los
prisioneros, respondió: «No os pido oro, no me paguéis un precio, no somos
traficantes de la guerra, sino combatientes; unos y otros decidamos sobre la
vida con el hierro, no con el oro. Probemos con nuestro valor si soy yo o sois
vosotros los que Hera quiere que reinen, o probemos a dónde nos lleva la suerte.
Y aquellos a quienes por su valor la fortuna ha perdonado en la guerra, es
seguro que también yo les respetaré su libertad. Lleváoslo como regalo»96. Aquí
Pirro llamaba «Hera» a la Fortuna, causa a la que nosotros, mejor y más
correctamente, denominamos «divina providencia». Cuídense, por tanto, los
púgiles de ponerse como fin el lucro, porque entonces no podríamos hablar de
duelo, sino de foro de sangre y de justicia. Y no se crea que entonces Dios
estaría presente como árbitro, sino que estaría su antiguo enemigo, que fue el
instigador de la discordia. A la puerta de la palestra tengan siempre presente,
si quieren ser púgiles y no mercaderes de sangre y de justicia, a Pirro, que al
luchar por el imperio despreciaba el dinero, como queda dicho. Si contra la
verdad expuesta se pone la objeción de la disparidad de fuerzas, como sucede
con frecuencia, refútese tal objeción aduciendo la victoria obtenida por David
sobre Goliat; y, si prefieren, los gentiles refútenla recurriendo a la victoria
de Hércules sobre Anteo. Pues es una gran necedad sospechar inferioridad de
fuerzas en un púgil que está confortado por Dios.
Queda
suficientemente claro que lo que se consigue por duelo, se adquiere conforme a
derecho. Pero el pueblo romano alcanzó por duelo el Imperio, cosa que puede
probarse con testimonios fidedignos. Al ponerlos de manifiesto, no sólo
resultará evidente lo anterior, sino también que se solucionaron por duelo
todos los litigios que se presentaron desde los comienzos del Imperio romano.
En efecto, como desde el principio se planteara la cuestión sobre el trono del
padre Eneas, que fue el primer padre de este pueblo, teniendo por contrincante
a Turno, rey de los rútulos, de común acuerdo lucharon entre sí los dos reyes
hasta averiguar la voluntad divina, como se canta en el último libro de la
Eneida97. En esta lucha fue tan grande la clemencia del victorioso Eneas, que,
si no hubiera quedado al descubierto el tahalí que Turno le arrebató a Palante,
después de haberle dado muerte, el vencedor habría concedido al vencido a la
vez la vida y la paz, como atestiguan los últimos cantos de nuestro Poeta.
Habiendo surgido en Italia dos pueblos de la misma estirpe troyana, es decir,
el romano y el albano, y habiéndose discutido durante mucho tiempo sobre las águilas
y sobre los dioses penates de los troyanos y sobre la dignidad del principado,
al final, de común acuerdo entre las partes, para conocer la justicia, lucharon
tres hermanos Horacios, por una parte, y otros tantos Curiacios por la otra, en
presencia de los reyes y de los pueblos reunidos en torno como espectadores;
muertos tres de los luchadores albanos y dos de los romanos, la palma de la
victoria correspondió a estos últimos; sucedió esto bajo el reinado del rey
Hostilio. Nos lo cuenta Livio98 con exactitud en la primera parte de su obra y
lo confirma Orosio99. Después nos cuenta Livio que se luchó en el Imperio
contra los pueblos limítrofes, con los sabinos y con los samnitas, observando
todos las leyes de la guerra, y aunque intervenía una gran multitud, se hacía
en forma de duelo. En este modo de combatir contra los samnitas casi se
arrepintieron, por así decirlo, de la fortuna de la empresa comenzada. Esto lo
presentó como ejemplo Lucano en el libro II con las siguientes palabras: «Qué
multitud de muertos soportó la puerta Colina cuando la cabeza del mundo y el
poder del universo estuvieron a punto de cambiar de lugar, y el samnita confió
en desastres romanos mayores que las Horcas Caudinas»100
Pero,
después que se resolvieron los litigios de los itálicos, y aún no se había
luchado con los griegos y los cartagineses, según el juicio divino, aspirando
unos y otros al Imperio, combatiendo Fabricio por los romanos y Pirro por los
griegos con multitud de soldados, por la gloria del Imperio, Roma lo consiguió;
pero, cuando Escipión por los itálicos y Aníbal por los africanos combatieron
en forma de duelo, estos últimos sucumbieron a los primeros, como Livio y otros
escritores de historia romana intentan testificar.
Por
consiguiente, ¿habrá alguien ahora tan obcecado que no vea que aquel glorioso
pueblo conquistó la corona de todo el orbe de acuerdo con el derecho del duelo?
Bien puede decir el hombre romano lo que el Apóstol dijo a Timoteo: «Me está
preparada la corona de la justicia» 101; «preparada»101, en efecto, por la
providencia eterna de Dios. Vean ahora los juristas presuntuosos cuán por
debajo están de aquella atalaya de la razón, desde donde la mente humana divisa
estos principios, y callen contentándose con dar su consejo y juzgar según el
sentido de la ley.
Es,
por tanto, evidente que el pueblo romano alcanzó el Imperio por medio del
duelo. Luego lo adquirió de jure, conclusión ésta que constituye el propósito
principal del presente libro.
X
Hasta
aquí queda claro lo que nos habíamos propuesto demostrar por razones que se
apoyan en principios racionales. Pero, desde ahora, hemos de probarlo también
por los principios de la fe cristiana. Pues más que nadie «se han enfurecido, y
han pensado cosas vanas» contra el principado romano los que se llaman a sí
mismos defensores de la fe cristiana; ni se compadecen de los pobres de Cristo
a quienes no sólo defraudan en las rentas de la Iglesia, sino que aun a diario
se les roba el patrimonio mismo, y así se empobrece la Iglesia, mientras que,
simulando justicia, no admiten al ejecutor de la misma justicia.
Tal
empobrecimiento no se produce sin un juicio de Dios, cuando ni se socorre a los
pobres, cuyo patrimonio son los bienes de la Iglesia102, ni se recibe con
gratitud lo que ofrece el Imperio para socorrerlos. Esos bienes vuelven por
donde vinieron; vinieron bien pero vuelven mal, porque fueron bien dados pero
mal poseídos. ¿Qué hacer con tales pastores? ¿Qué, si el patrimonio de la
Iglesia se esfuma, mientras las propiedades de sus parientes aumentan? Pero
será mejor seguir con nuestro tema y esperar el auxilio de nuestro Salvador con
piadoso silencio.
Digo,
pues, que, si el Imperio romano no fue conforme a derecho, Cristo, al nacer,
aceptó la injusticia. La conclusión es falsa, luego la contradictoria del
antecedente es verdadera. Las contradictorias se infieren entre sí en sentido
contrario.
No
hace falta demostrar a los fieles la falsedad de la conclusión; pues, si es
fiel, admitirá que esto es falso y, si no lo admite, es que no es fiel; y, si
no es fiel, este argumento no tiene valor para él.
Demostraré
la consecuencia del siguiente modo: quien obedece un edicto por propia
elección, proclama por ese mismo hecho que el edicto es justo, y siendo las
obras más persuasivas que las palabras, como enseña el Filósofo en el último
libro A Nicómaco103, lo defiende con más eficacia que si diera su aprobación
con palabras. Ahora bien, Cristo, como atestigua su relator Lucas, quiso nacer
de Madre Virgen bajo el edicto de la autoridad romana, para que el Hijo de Dios
hecho hombre, se inscribiera como hombre en aquel singular censo; lo que
significaba acatarlo. Quizá es más santo pensar que aquello sucedió por
voluntad divina sirviéndose del César, para que, quien por tanto tiempo había
sido esperado en la sociedad de los mortales, Él mismo también se empadronara
entre los mortales. Luego Cristo proclamó con sus obras que el edicto de
Augusto, que desempeñaba la autoridad romana, era justo. Y, como para promulgar
edictos con justicia se presupone la jurisdicción, el que admite un edicto
admite necesariamente también la jurisdicción del que lo promulga; y, si ésta
no fuera conforme a derecho, sería injusta.
Hay
que notar que el argumento aportado para anular la conclusión, aunque sea
válido en cuanto a su forma, en algún aspecto, sin embargo, manifiesta su
eficacia por la segunda figura, si lo convertimos en argumento desde su
posición de antecedente. En efecto, se hará la reducción del siguiente modo:
todo lo injusto se persuade injustamente; Cristo no persuadió nada injustamente,
luego no persuadió lo injusto. De la posición de antecedente resultaría así:
todo lo injusto se persuade injustamente; Cristo persuadió algo injusto; luego
persuadió injustamente.
XI
Si
el Imperio romano no fue conforme a derecho, el pecado de Adán no fue castigado
en Cristo; pero esto es falso; luego el contradictorio del antecedente es
verdadero. La falsedad del consecuente se demuestra así: puesto que por el
pecado de Adán somos todos pecadores, según dice el Apóstol: «como por un
hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, así la muerte
pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado»104, si Cristo con su
muerte no hubiese satisfecho por aquel pecado, todavía seríamos hijos de la ira
por naturaleza, es decir, por nuestra depravada naturaleza. Pero esto no es
así, porque dice el Apóstol hablando del Padre A los Efesios: «y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por
Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza del esplendor
de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la
redención por su sangre, la remisión de los pecados, según las riquezas de su
gracia que superabundantemente derramó sobre nosotros»105; y también porque el
mismo Cristo, padeciendo en sí mismo el castigo, dice en el Evangelio de Juan:
«Todo está consumado»106. En efecto, donde todo está consumado, nada queda por
hacer.
Es
conveniente recordar aquí que el «castigo» no es simplemente «la pena aplicada
a quien cometió la injuria», sino «la pena aplicada a quien cometió la injuria
por quien tiene jurisdicción para castigar»; de donde resulta que, si la pena
no se aplica por el juez competente, no debe llamarse «castigo», sino más bien
«injuria». Por eso decía aquél a Moisés: « ¿Y quién te ha constituido a ti juez
entre nosotros?»107.
Por
consiguiente, si Cristo no hubiera padecido bajo un juez competente, aquella su
pena no. habría sido un verdadero castigo. Y el juez no habría podido ser
competente si no tuviera jurisdicción sobre todo el género humano, ya que todo
el género humano era castigado en aquella carne de Cristo, que «cargó con
nuestros dolores», como dice el Profeta108. Y Tiberio César, cuyo vicario era
Pilato, no habría tenido jurisdicción sobre todo el género humano si el Imperio
romano no hubiera sido conforme a derecho. Por eso Herodes, aunque sin saber lo
que hacía, lo mismo que Caifás cuando dijo la verdad acerca del decreto
divino109, remitió a Cristo de nuevo a Pilato para que lo juzgara, como dice
Lucas en su Evangelio110. Pues no era Herodes representante de Tiberio bajo el
signo del águila o bajo el signo del Senado, sino rey, ordenado por él para
gobernar un reino particular y bajo la enseña del reino a él encomendado.
Cesen,
pues, de injuriar al Imperio romano los que se fingen hijos de la Iglesia, al
ver cómo su esposo Cristo lo aprobó al principio y al fin de su vida. Creo que
queda suficientemente demostrado que el pueblo romano se arrogó con derecho el
Imperio del orbe.
¡Oh
feliz pueblo, oh Ausonia gloriosa, ojalá nunca hubiera nacido quien debilitó tu
Imperio; ojalá nunca su piadosa intención le hubiese engañado!111.
NOTAS
1
Sal. 2, 1-3 2
Jn. 1, 3-4. Dante cita de memoria y une parte de dos versículos. El texto
completo es así: «Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo
nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida.» 3
Cf. Eth. Nich. 1, 3, 1098b 24; Conv. IV, XII, 9. 4
Cf. Rom 1, 20. El texto completo de la Vulgata dice «Invisibilia enim ipsius,
a creatura mundi, per ea quae facta sunt, intelecta, conspiciuntur.» El texto
correspondiente de la traducción de Nácar-Colunga es así: «Porque desde la
creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son
conocidos mediante sus obras»; Ep. V,
23. 5 Cf. Eth.
Nich. IV, 3, 1123b 35. 6 Cf. Conv.
IV, XIX, 5. 6
Conv. IV, III, 6. 7
Aristóteles, Pol. IV, 8, 1294a 21; 8
Sat. VIII, 20. Dice el texto latino: «Nobilitas animi sola est atque unica
uirtus.» 9 Mt. 7, 2. 10 Cf. Ab
urbe cond. I,
1. 11
Aen. 1, 342. Dice el texto latino: «[Sed] summa sequar uestigia rerum». Otras
lecturas de este texto dicen «fastigia» por «uestigia» (cf. Virgili Enéide,
Budé, p. 18: P. Vergilii Maronis opera, Oxonii, p. 113). Dante aprovecha la
referencia clásica, que pertenece a la descripción de Cartago puesta en labios
de Venus dirigiéndose a su hijo Eneas, para continuar su propio relato de la
nobleza del héroe troyano. 12
Aen. 1, 544-545. Dice el texto latino: «Rex erat Aeneas nobis, quo iustior
alter / nec pietate fuit, nec bello maius et armis.» Son palabras de Ilioneo,
el más anciano de los náufragos troyanos, que habla así ante la reina Dido
recordando el naufragio y pidiendo hospitalidad, y recuerda a Eneas que no
sabe aún si habrá perecido. 13
Cf. Aen. VI, 166. 14
Cf. Aen. VI, 169-170. 15
Aen. VI, 170. Dice el texto: «non inferiora secutum». 16 Cf. Eth.
Nich. VII, 1, 1145a 21 17
Cf. Orosio, Hist. adv. pag. 1, 2. Aquí describe Orosio las tres partes que
componían el orbe de la tierra, Asia, Europa y África, según los
conocimientos geográficos de aquellos tiempos. 18
Cf. Aen. VI, 648-650. 19
Aen. III, 1-2. Dice el texto virgiliano: «Postquam res Asiae Priamique
euertere gentem / inmeritam uisum superis, [...].» Eneas nana cómo abandonó
llorando las costas y puertos de la patria y los campos donde fue Troya. 20
Aen. VIII, 134-137. Describe Eneas su propio linaje al rey Evandro con estas
palabras: «Dardanus, Iliacae primus pater urbis et auctor, / Electra, ut Grai
perhibent, Atlantide cretus, / adueitur Teucros; Electram maximus Atlas /
edidit. [...].» 21
Aen. III, 163-167. Dice el texto latino: «est locus, Hesperiam Grai cognomine
dicunt, / terra antigua, potens armis atque ubere glaebae; / Oenotri coluere
uiri; nunc fama minores / Italiam dixisse ducis de nomine gentem, / hae nobis
propiae sedes, hinc Dardanus ortus.» 22
Hist. adv. pag. 1, 2, 11. Se refiere a las islas Canarias, llamadas
«Afortunadas» en la antigüedad. 23
Aen. III, 339-340. Dice el texto latino: «quid puer Ascanius? superatne et
uescitur aura? / quem tibi iam Troia». El verso 340 está incompleto en las
ediciones críticas (cf. Budé, p. 88; Oxford, p. 163); si bien Dante lo
completó con el nombre de Creusa, para su prueba. 24
Aen. IV, 171-172. Dice el texto latino: «nec iam furtiuum meditatur amorem: /
coniugium uocat, hoc praetexit nomine culpara». 25
Aen. XII, 936-937. Dice el texto latino: «[...] uicisti et uictum tendere
palmas / Ausonii uidere; tua est Lauinia coniux». 26
Cf. Summa contra gent., III, 101. 27
Ex. 8, 15. 28 Cf. III,
99. 29 Cf. Ab
urbe cond. 1, 20, 4; Ovidio, Fast. III, 259-398. 30
Phars. IX, 476-480. Los escudos hacen referencia al que según la leyenda cayó
del cielo cuando el rey Numa Pompilio estaba ofreciendo un sacrificio. A este
escudo los oráculos ligaban el destino de Roma. Numa hizo construir otros
once iguales, e instituyó el colegio sacerdotal de los Salios para que los
custodiaran. En el mes de marzo sacaban en procesión los escudos desde el
Capitolio, entre cantos y danzas rituales. Dice el texto de Lucano: «[...]
Sic illa profecto / sacrifico cecidere Numae, quae lecta iuuentus / patricia
ceruice mouet: spoliauerat Auster / aut Boreas populos ancilia nostra
ferentes.» 31 Cf. Ab.
urbe cond. V, 47; Conv. IV, V, 18. 32
Cf. Floro, Ep. 1, 7 (13); Aurelio Víctor, De viril ili. 24; Orosio, Hist.
adv. pag. II, 19. 33
Aen. VIII, 652-656. Dice el texto latino describiendo a la vez el grabado del
escudo de Eneas y la llegada de los galos al Capitolio con el consiguiente
peligro para Roma: «in summo custos Tarpeiae Manlius arcis / stabat pro
templo et Capitolia celsa tenebat, / Romuleoque recens horrebat regia culmo,
/ atque hic auratis uolitans argenteus anser / porticibus Gallos in limine
adesse canebat.» 34 Ab urbe
cond. XXVI, 2; Orosio, Hist. adv. pag. IV, 17. 35 Cf.
Livio, Ab urbe cond. II, 13; Orosio, Hist. adv. pag. II, 5. 36
Cf. Sto. Tomás de Aquino, In Arist. Eth. V, 11. 37
Cf. Sto. Tomás de Aquino, In Arist. Pol.
II, 7; Eth. V, 11. 38 Dig. I,
I, 1 y 10. 39 De
Invent. 1, 68. 40 I-II, q.
90, a. 2. 41
El texto citado no es de Séneca, sino de Martín de Dumio, obispo de Braga: De
formula honestae vitae, V, I. 42 Cf. Inf. XV, 76; Conv. IV, 10. 43
Cf. Ep. V, 7; Santiago de Vorágine, Legenda aurea (Eusebii legenda S.
Silvestri); Suger, Vie de Louis de Gros, publ. por A. Molinier, Paris, 1887,
p. 153. 44 De Off. II,
26. 45 Cf. Ab
urbe cond. III,
26-29; Orosio, Hist. adv. pag. II, 12; Eutropio, Brev. 1, 17; Conv. IV, V,
15. 46
De fine, II, 12. 47
Cf. Purg. XX, 25-27; Valerio Máximo, Fact. et dict. mem. IV, 3, 6; Eutropio,
Brev. II, 12; Floro, Ep. 1, 13. 48
Aen. VI, 844-845. El texto latino dice: «[...] paruoque potentem / Fabricium
[...]». Anquises se lo presenta a su hijo Eneas entre las almas ilustres que
en Italia perpetuarán el nombre de los Dárdanos. 49 Cf. Conv.
IV, V, 15. 50 Cf. Ab.
urbe cond. V, 46; VII, 10. 51
No hay ninguna alusión a este hecho en Livio. Cf. Servio, In Verg. Aen. comm.
VI, 825. 52
Aen. VI, 825. El texto latino dice: «[...] referentum signa Camillum». 53 Cf. Ab
urbe cond. II, 5; Inf. IV, 127; Conv. IV, V, 14. Aen. VI,
820-821. El texto latino dice: «[...] natosque pater noua bella mouentes / ad
poenan pulchra pro libertate uocauit». 54
Aen. VI, 820-821. El texto latino dice: «[...] natosque pater noua bella
mouentes / ad poenan pulchra pro libertate uocauit». 55 Cf. Ab
urbe cond. II, 12. 56
Cf. Ab urbe cond. VIII, 9; Par. VI, 47; Conv. IV, V, 14. 57
Cf. Lucano, Phars. II, 374-378; Séneca, Ep. XV, III, 69-73; Purg. 1, 1 ss.;
II, 119 ss.; Conv. IV, V, 16, y VI, 10. 58 De fine,
II, 61 59 De Off.
I, 112. 60 Eth.
Nich. VI, 9, 1142b 20-25. 61 Phys. II,
194 a 28. 62 Pol. I,
5, 1255 a 1. 63 Aen. VI, 847-853.
Dice el texto latino: «excudent alii spirantia mollius aera / (credo equidem)
uiuos ducent de marmore uultus, / orabunt causas melius, caelique meatus /
describent radio et surgentia sidera dicent: / tu regere imperio populos,
Romane, memento / (hae tibi erunt artes), pacique imponere morem, / parcere
subiectis et debellare superbos». Son palabras de Anquises que habla así a su
hijo Eneas y a Sibila, después de haber enumerado los héroes romanos y sus
hazañas, que los han llevado a los Campos Elíseos. 64
Aen. IV, 227-230. El texto está enmarcado en un mandato de Júpiter a Eneas,
que le conmina para que se embarque hacia Italia y abandone Cartago. El
mensaje se lo trae Mercurio. Dice así: «non illum nobis genitrix pulcherrima
talem / promisit Graiumque ideo bis uindicat armis; / sed fore qui grauidam
imperiis belloque frementem / Italiam regeret [...]». 65 Pol. I,
2, 14, 1253a 25. 66 Eth.
Nich. 1, 2, 8, 1094b 9. 67
Hb. 11, 5-6. Como siempre, este texto corresponde a la Vulgata. El texto
citado por Dante es una fusión de dos versículos que damos en traducción al
castellano: «Por la fe fue trasladado Henoc sin pasar por la muerte, y no fue
hallado, porque Dios le trasladó. Pero antes de ser trasladado recibió el
testimonio de haber agradado a Dios, cosa que sin la fe es imposible.» 68
Lev 17, 3-4. 69
Cf. Jn. 10, 7: «En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las
ovejas.» 70 Cf. I Re.
15, 10-11. 71 II Paral.
20, 12. 72 Cf. Act.
1, 23-26. 73 Cf.
Phars. IV, 609-653. 74 Cf.
Metam. IX, 183-184. 75 Cf.
Metam. X,
560-599. 76
Cf. Aen. V, 286 ss. El texto es la descripción de una carrera de los jóvenes
seguidores de Eneas. En la competición intervienen griegos y sicilianos. Niso
va a llegar el primero a la meta, pero en el último momento resbala y cae.
Síguele Salio, que está a punto de ganar, pero Niso se levanta y obstaculiza
su carrera y cae también. Con esta estratagema Niso consigue el triunfo para
su amigo Eurialo. 77
De De Off. III, 42. 78
El proverbio latino dice: «Cui Deus concedit, benedicat et Petrus.» 79 Cf. Hist.
adv. pag. I, 4. 80 Metam.
IV, 58. 81 Metam.
IV, 88. 82 Cf. Hist.
adv. pag. I, 14. 83 Phars.
II, 671-673. 84 Cf. Ab
urb. cond. IX, 18, 16. Cf. Orosio, Hist. adv. pag. III, 15; Oton de
Fraisinga, Chronicon, II, 25. 85 Phars.
VIII, 692-694. El texto latino dice así: «Ultima Lageae stirpis perituraque
proles, / degener incestae sceptris cessure sorori, / cum tibi sacrato
Macedon seruetur in antro.» Efectivamente, Tolomeo moriría después ahogado
en el Nilo y reinaría Cleopatra. «El Macedonio» hace referencia a Alejandro
Magno. 86
Rom. 11, 33. 87
Aen. I, 234-236. El texto virgiliano es una queja de Venus a Júpiter, después
de que Eneas ha estado a punto de perecer con los suyos en el naufragio. Dice
así: «certe hinc Romanos olim uoluentibus annis / hinc fore ductores,
reuocato a sanguine Teucri, / qui mare, qui terras omnis dicione tenerent, /
(pollicitus) [...]». 88
Phars. I, 109-111. El reparto de poder y la guerra a la que se refiere el
texto es realmente la guerra civil entre César y Pompeyo después de la muerte
de Craso. Ellos son los dos dueños a quienes alude Lucano: «Diuiditur ferro
regnum populique potentis / quae mare, quae terras, quae totum possidet orbem,
/ non cepit fortuna duos.» 89
De Cons. Philos. II, metr. 6, 8-13. 90
Lc. 2, 1. 91
Sal. 11, 7. 92
De re mil. III, 9. 93 De Off.
I, 34. 94 De Off. I,
38. 95 Cf. Mt.
18, 20. 96 Cicerón,
De Off. I,
38. Son unos versos de Ennio citados por Cicerón. 97
Cf. Aen. XII. El último canto de la Eneida nana el enfrentamiento de Eneas
con Turno y la victoria final de aquél. 98 Cf. Ab.
urbe cond. I, 24-26. 99 Cf. Hist.
adv. pag. II, 4. 100
Phars. II, 135-138. En las proximidades de la Puerta Co lina de Roma tuvo
lugar una decisiva batalla de Sila contra Mario y las tropas samnitas que le
prestaban ayuda. Lucano hace aquí referencia a la humillación sufrida por los
romanos en la segunda guerra samnita cerca de Caudium, en las llamadas
«Horcas Caudinas». Dice así el texto de la Farsalia: «aut Collina tulit
stratas quot porta cateruas, / tum cum paene caput mundi rerumque potestas /
mutauit transiata locum, Romanaque Samnis / ultra Caudinas sperauit uolnera
Furcas!» 101 I1 Tim.
4, 102 Decr. c.
59, C. XVI, q. 1. 103 Eth.
Nich. X, 1, 1172a 34. 104 Rom. 5,
12. 105 Ef. 1,
5-8. 106 Jn. 19,
30. 107 Ex. 2,
14. 108 Is. 53,
4. 109 Cf. Jn.
11, 51. El
texto dice: «No dijo esto de sí mismo, sino que como era pontífice aquel año
profetizó que Jesús había de morir por el pueblo.» 110
Cf. Lc. 23, 2. 111
Cf. Par. XX, 56. |
LIBRO III
1
«Ha cerrado la boca de los leones para que no
me hiciesen mal, porque delante de Él ha sido hallada en mí justicia»1 .
Al
comenzar esta obra me propuse plantear tres cuestiones, conforme lo permitiera
la materia. Creo que he tratado con suficiente profundidad las dos primeras en
los libros anteriores. Queda por tratar la tercera, cuya verdad será quizá
motivo de indignación contra mí, ya que, en verdad, no puedo exponerla sin que
sirva de vergüenza para algunos. Pero, como la verdad clama desde su inmutable
trono, también Salomón, al penetrar en la selva de los Proverbios, nos enseña a
meditar la verdad y a detestar al impío2; y el Filósofo, preceptor de costumbres3,
nos aconseja que sacrifiquemos todo lo familiar por amor a la verdad4. Puesta
mi confianza en las anteriores palabras de Daniel, con las que se fortalece el
escudo de los defensores de la verdad por la divina potencia5 , vistiendo la
coraza de la fe de acuerdo con el aviso de Pablo6 , y con el calor de aquel
carbón encendido que uno de los serafines tomó del altar celestial, para tocar
los labios de Isaías7 , entraré en este gimnasio y arrojaré fuera de la
palestra al impío y al mendaz, a la vista del mundo, apoyándome en el brazo de
Aquél que nos libró con su sangre del poder de las tinieblas8 . ¿Qué he de
temer, si el Espíritu coeterno del Padre y del Hijo dice por boca de David: «El justo será para eterna memoria. No temerá
la maza nueva»9.
La
cuestión presente, que será objeto de nuestra investigación, se encuentra entre
dos grandes luminares10; a saber: el romano Pontífice y el Príncipe romano; y
consiste en saber si la autoridad del Monarca romano, que es de derecho Monarca
del mundo, como se ha probado en el libro II, depende inmediatamente de Dios, o
bien de algún vicario o ministro suyo, por el que entiendo un sucesor de Pedro,
que es en realidad el clavero del reino de los cielos.
II
Para
esclarecer la presente cuestión hay que tomar un principio, como hemos hecho en
los libros anteriores, en virtud del cual se formen los argumentos que nos
lleven a la verdad. Pues, sin un principio establecido de antemano, ¿de qué
vale el trabajar, aun diciendo la verdad, ya que solamente un principio es la
raíz de los medios que hemos de tomar?11 Por tanto, fijemos en primer lugar
esta verdad irrefutable: que Dios no quiere aquello que repugna a la intención
de la naturaleza. Pues, si esto no fuera verdad, no sería falso su contrario12,
esto es, que Dios quiere lo que repugna a la intención de la naturaleza. Y si
esto no fuera falso tampoco lo serían sus consecuencias; pues es imposible que
en las consecuencias necesarias sea falso el consecuente cuando no existe un
antecedente falso. Pero al no querer sigue necesariamente una de estas dos
alternativas: o querer o no querer; como a no odiar necesariamente sigue o amar
o no amar, ya que no amar no es odiar, ni dejar de querer significa no
querer13, como es evidente. Y, si esto no es falso, tampoco sería falsa la
proposición siguiente: «Dios quiere lo que no quiere»; pero no hay falsedad más
grande que ésta. Ahora bien, demuestro que sea verdad lo arriba expresado del
siguiente modo: es evidente que Dios quiere el fin de la naturaleza, de otro
modo el cielo se movería en vano. Pero esto no puede afirmarse. Si Dios
quisiera el impedimento de un fin, querría también el fin del impedimento; de
otro modo querría en vano; y, como el fin del impedimento es el no ser de la
cosa impedida, se sigue que Dios quiere que no exista el fin de la naturaleza,
cuando hemos dicho que sí lo quiere. Si Dios, pues, no quisiera el impedimento
del fin, del hecho de que no lo quisiera se seguiría que no se preocupa nada
del impedimento, que exista o no exista; pero quien no se preocupa del
impedimento no se preocupa de la cosa que puede ser impedida, y, por
consiguiente, no la tiene en su voluntad, no la quiere. Por lo cual, si el fin
de la naturaleza puede ser impedido —cosa que se puede-, se sigue
necesariamente que Dios no quiere el fin de la naturaleza; y así se sigue lo
que antes decíamos, a saber, que Dios quiere lo que no quiere. Es, pues,
verísimo aquel principio cuyos contradictorios tantos absurdos originan.
III
Al
entrar en esta tercera cuestión conviene notar que la primera hubo que
probarla, más para eliminar la ignorancia que para solucionar el litigio; la
segunda cuestión se planteaba casi por igual con relación a la ignorancia y al
litigio. Hay, en efecto, muchas cosas que ignoramos de las que no litigamos. El
geómetra ignora la cuadratura del círculo14, pero no disputa sobre ella; el
teólogo ignora el número de los ángeles15 y, sin embargo, no litiga sobre ello;
el egipcio ignora la civilización de los escitas16, pero no por eso polemiza
sobre tal civilización.
El
llegar a la verdad en esta tercera cuestión suscita una discusión tan grande,
que lo mismo que en otras cuestiones la ignorancia suele ser causa de litigio;
así aquí el litigio es más bien causa de ignorancia. Pues sucede muchas veces
que los hombres dejan volar su voluntad por delante de lo que ve su razón, y
como enfermos, sin dar importancia a la luz de la razón, se dejan arrastrar
como ciegos por las pasiones, y niegan con pertinencia su ceguedad. De donde
resulta a menudo que no sólo se defienden cosas falsas, sino que, como
sucede con frecuencia, al salirse de su propia especialidad, discurren por campos
ajenos, donde, no entendiendo nada, tampoco ellos son entendidos; y de este
modo a unos los provocan a la ira, a otros a la indignación y a algunos a la
risa.
En
efecto, tres tipos de hombre, sobre todo, se oponen a la verdad que aquí se
busca. El Sumo Pontífice, vicario de nuestro Señor Jesucristo y sucesor de
Pedro, a quien no debemos lo que debemos a Cristo, pero sí lo que debemos a
Pedro, quizá por el celo de las llaves; y también otros pastores de la grey
cristiana, y otros que son movidos, creo yo, sólo por el celo de la madre
Iglesia, contradicen la verdad que voy a demostrar, quizá por celo, como he
dicho, no por soberbia.
Hay
otros, en cambio, cuya obstinada avaricia ha extinguido en ellos la luz de la
razón; que, habiendo nacido del diablo17, se llaman hijos de la Iglesia, y que
no sólo levantan polémica en esta cuestión, sino que, aborreciendo el nombre
del sacratísimo principado, negarían con desvergüenza los principios no sólo de
las anteriores cuestiones, sino también los de ésta.
Hay
otros, en tercer lugar, llamados decretalistas, que, ignorantes y vacíos de
teología y de filosofía y apoyándose solamente en sus Decretales, las que, por
otra parte, considero venerables, y confiando, creo yo, en su predominio,
derogan el Imperio. No es de extrañar que yo haya oído a alguno de ellos decir
y afirmar precozmente que el fundamento de la fe son las tradiciones de la
Iglesia; blasfemia que sin duda han de extirpar de la mente de los mortales los
que han creído en Cristo hijo de Dios, que había de venir, que estuvo presente
y que ha padecido, antes de la tradición de la Iglesia, y creyendo han esperado
y esperando se han encendido en caridad, y ardiendo en caridad han sido hechos coherederos18,
como nadie duda.
Para
excluir a estos totalmente de la presente disputa, advertimos que hay una
escritura anterior a la Iglesia, otra con la Iglesia y otra después de la
Iglesia. Antes de la Iglesia están el Antiguo y el Nuevo Testamento, que, como
dice el Profeta, «su alabanza permanece por siempre»19; esto es lo que dice la
Iglesia cuando habla el esposo: «¡Arrástranos tras de ti!»20. En la Iglesia hay
que venerar aquellos principales concilios21 en los que ningún fiel cristiano
duda de que Cristo intervino, ya que sabemos que, cuando iba a subir al cielo,
Él mismo dijo a sus discípulos: «Yo estaré con vosotros siempre hasta la
consumación del mundo», como atestigua Mateo22. Tenemos además los escritos de
los doctores, de Agustín y otros, de los que nadie duda que han sido ayudados
por el Espíritu Santo, a no ser que no hayan conocido en absoluto sus escritos,
y si los conocen no los han saboreado, ni mucho menos. Después de la Iglesia
están las tradiciones, llamadas Decretales23; que, aunque han de ser veneradas
en virtud de la autoridad apostólica, es indudable, sin embargo, que hay que
posponerlas a las Escrituras fundamentales, ya que el mismo Cristo reprochó a
los sacerdotes lo contrario. Como le hubiesen preguntado: « ¿Por qué tus
discípulos traspasan la tradición de los ancianos?» -pues descuidaban el
lavatorio de las manos-, Cristo les respondió, como atestigua Mateo: « ¿Por qué
traspasáis vosotros el precepto de Dios por vuestras tradiciones?»34. Con estas
palabras dejó suficientemente claro que hay que posponer la tradición a la
Escritura.
Si
las tradiciones de la Iglesia son posteriores a la Iglesia, como hemos dicho,
no es la Iglesia la que recibe su autoridad de la tradición, sino al contrario,
la tradición la recibe de la Iglesia; y quienes se fundan sólo en la tradición
deben ser excluidos, como decíamos, de este combate. En efecto, es
imprescindible, para llegar a la verdad en esta cuestión que se proceda
investigando a partir de aquella fuente de donde procede la autoridad de la Iglesia.
Una
vez eliminados éstos, también han de quedar excluidos aquellos otros que,
encubiertos con plumas de cuervo, se jactan de ser cándidas ovejas en el rebaño
del Señor25. Éstos son los hijos de la impiedad, que, para poder seguir con sus
maldades, prostituyen hasta a su madre, expulsan a sus hermanos y, finalmente,
no quieren tener un juez. ¿Para qué pedir razones a esos hombres, si su
sensualidad le impide ver los principios?
Por
tanto, nos queda la discusión sólo con aquellos que, movidos de cierto celo
para con la madre Iglesia, ignoran la verdad que estamos buscando. Con éstos,
confiando en la reverencia que un hijo piadoso tiene para con su padre o para
con su madre, yo, piadoso para con Cristo y con la Iglesia, piadoso también con
su pastor y para con todos los que profesan la religión cristiana, doy comienzo
en este libro al certamen en defensa de la verdad.
IV
Ésos,
pues, a quienes se dirigirá nuestra discusión, que afirman que la autoridad del
Imperio depende de la autoridad de la Iglesia, como el maestro de obras depende
del arquitecto26, se apoyan en muchos y diversos argumentos, que toman,
ciertamente, de la Sagrada Escritura y de algunos hechos, tanto del Sumo
Pontífice como del Emperador mismo, y pretenden con ellos demostrar que tienen
razón. En primer lugar dicen que27, según el libro del Génesis28, Dios hizo dos
grandes luminares -uno mayor y otro menor-; uno para que alumbrase durante el
día y otro para que lo hiciera durante la noche; y esto, dicho en alegoría,
entienden que eran los dos regímenes, a saber, el espiritual y el temporal.
Arguyen después29 que, así como la Luna, que es el luminar menor, no tiene luz
sino en cuanto la recibe del Sol, así tampoco el reino temporal tiene
autoridad, sino en cuanto la recibe del régimen espiritual.
Para
refutar estos y otros de sus razonamientos hay que advertir que, como le gusta
decir al Filósofo en el Tratado de los elencos sofísticos30, la refutación de
un argumento consiste en desenmascarar su error. Y, como el error puede estar
en la materia y en la forma del argumento, se puede pecar de dos maneras, a
saber: asumiendo lo falso, o no silogizando. El Filósofo ponía estas dos
objeciones a Parménides y a Meliso,
diciendo: «Aceptan lo falso y no hacen bien los silogismos»31. Tomo aquí «falso»
en sentido lato, aun por «inopinable», que en materia sujeta a prueba tiene
naturaleza de falsedad. Y, si hay defecto de forma, quien quiera rebatir el
argumento debe negar la conclusión demostrando que no se ha observado la forma
del silogismo. Pero, si el defecto está en la materia, esto se deberá a que se
ha tomado una proposición simplemente falsa (simpliciter) o parcialmente falsa (secundum quid). Si lo primero, hay que rechazarlo negando la
premisa falsa tomada; si lo segundo, hay que establecer distinciones.
Supuesto
esto, y para mayor claridad de esta y otras conclusiones a las que llegaremos
después, hay que advertir que acerca del sentido místico se puede errar de dos
maneras: o bien buscándolo donde no se encuentra, o bien tomándolo en un sentido
distinto del que debe tomarse.
Sobre
lo primero dice Agustín en La Ciudad de
Dios: «No debe pensarse que todos los hechos narrados significan algo, sino
que los que no significan nada han sido narrados en razón de aquellos que
tienen significado. Sólo con la reja del arado se rotura el campo, pero para
que esto pueda realizarse son también necesarias las otras partes del arado»32.
Sobre
lo segundo, hablando de quien en las Escrituras entiende algo distinto de lo
que quiso decir quien lo escribió, dice el mismo Agustín en su Doctrina
Cristiana que «se engaña, como quien, apartándose del camino, llega, sin
embargo, por un rodeo, adonde aquel camino conduce»; y añade después: «Hay que
demostrar que por la costumbre de desviarse también se ven obligados a ir por
caminos torcidos y falsos»33. A continuación expone la causa por la que hay que
evitar este peligro en las Escrituras, con estas palabras: «Titubeará la fe si
vacila la autoridad de las Divinas Escrituras»34 Yo, por mi parte, digo que si
tales desviaciones se dan por ignorancia, una vez corregidas diligentemente35,
hay que perdonarlos, como se perdonaría a quien tuviese miedo de un león
imaginario. Pero, si los que se equivocan lo hacen con astucia, han de ser
tratados como los tiranos, que siguen el derecho público no para el bien común,
sino desviándolo para su propio provecho. ¡Oh crimen supremo, aun cuando se
cometa en sueños, abusar de la intención del Eterno Espíritu! No se peca contra
Moisés o contra David, ni contra Job, ni contra Mateo, ni contra Pablo, sino
contra el Espíritu Santo, que habla por ellos36 Pues, aunque los escribas de la
divina palabra sean muchos, el único que dicta es Dios, que se ha dignado
manifestarnos su beneplácito por las plumas de muchos.
Hechas
estas advertencias, a propósito de lo dicho anteriormente, para refutar aquello
de que los dos luminares son figura de los dos regímenes -afirmación sobre la
que descansa toda la fuerza del argumento-, diré que puede demostrarse por un
doble camino que este sentido es absolutamente insostenible. En primer lugar
porque, siendo tales regímenes como accidentes del hombre mismo, parecería que
Dios hubiera invertido el orden, al producir antes los accidentes que el propio
sujeto; y decir esto de Dios es absurdo; pues aquellos dos luminares fueron
producidos el día cuarto y el hombre lo fue el día sexto, como dice la letra de
la Escritura37. Además, siendo estos regímenes los que dirigen a los hombres a
ciertos fines, como quedará claro después, si el hombre hubiera permanecido en
el estado de inocencia en el que Dios lo hizo, no habría necesitado de tales
directrices. Por tanto, dichos regímenes son remedios contra la enfermedad del
pecado. Y como en el cuarto día el hombre no sólo era pecador, sino que
simplemente no existía, habría sido vano producir remedios, y sería contrario a
la bondad divina. En efecto, sería necio el médico que antes del nacimiento de
un niño le prepara un emplasto para una herida futura. Por consiguiente, no se
puede afirmar que Dios haya hecho los dos regímenes en el cuarto día de la
creación; y, consecuentemente, la intención de Moisés no pudo ser la que ellos
suponen.
Se
puede también, concediendo la proposición falsa, refutarla después por una
distinción; pues para el adversario es más suave la solución por distinción;
pues se le da la impresión de que no miente totalmente, como hace ver la
negación absoluta. Digo, por tanto, que aunque la Luna no tenga luz abundante,
sino en cuanto la recibe del Sol, no por eso se concluye que la Luna misma sea
efecto del Sol. Por eso hay que advertir que una cosa es el ser de la Luna
misma, otra su virtud y otra su acción. En cuanto a su ser, de ningún modo la
Luna depende del Sol, ni tampoco en cuanto a su virtud ni en cuanto a la acción
pura y simple; porque su movimiento procede de su propio motor, y su influencia
de sus propios rayos; tiene, en efecto, alguna luz por sí misma como se
manifiesta en su eclipse; pero, para obrar mejor, recibe algo del Sol, pues
recibe abundancia de luz, y con ella obra con mayor eficacia. Digo, por tanto,
que el reino temporal no recibe su ser del espiritual, ni tampoco su virtud,
que es su autoridad, ni tampoco simplemente su operación; pero sí recibe de él
algo para obrar con más eficacia, por la luz de la gracia, que en el cielo y en
la tierra le infunde la bendición del Sumo Pontífice38. Por eso el argumento
pecaba en cuanto a la forma porque el predicado de la conclusión no estaba en
el extremo de la mayor, como se ve claramente. En efecto, el silogismo procede
del siguiente modo: la Luna recibe la luz del Sol, que es el régimen
espiritual; el régimen temporal es la Luna; luego el régimen temporal recibe la
autoridad del régimen espiritual. Pues en el extremo de la mayor se pone la
«luz», en el predicado de la conclusión, la «autoridad»; que son cosas
diferentes en sujeto y razón39, como se ha visto.
V
Invocan
también un argumento sacado de la Escritura, de aquel texto de Moisés en el que
se dice que del fémur de Jacob fluyó la figura de estos dos regímenes, con Leví
y Judá, que fueron uno el padre del sacerdocio, y el otro del poder temporal40.
Después, desde estas figuras, argumentan así: como Leví es a Judá, así la
Iglesia es al Imperio; Leví precedió a Judá en el- nacimiento, como está claro
en la Escritura; luego la Iglesia precede al Imperio en autoridad.
Esto
puede refutarse fácilmente; pues, cuando dicen que Leví y Judá, hijos de Jacob,
son figuras de estos regímenes, podría refutarlo, de manera semejante, por
negación; pero concedámoslo. Y si argumentan: «como Leví precedió en el nacimiento,
así procede la Iglesia en su autoridad», les respondo del mismo modo que antes:
una cosa es el predicado de la conclusión y otra el extremo de la mayor41; pues
una cosa es la «autoridad» y otra distinta el «nacimiento», en cuanto al sujeto
y razón. Por eso hay error en la forma. El proceso es como el siguiente: A
precede a B en C; D y E son, entre sí, como A y B; luego D precede a E en F;
pero F y C son cosas distintas; y si insistieran diciendo que F sigue a C, es
decir, la autoridad al nacimiento, y que del antecedente se infiere
correctamente la consecuencia, como se infiere el animal del término «hombre»,
diré que esto es falso, pues hay muchos mayores que no sólo no preceden en
autoridad, sino que son precedidos por los más jóvenes, como se ve claramente
allí donde los obispos son más jóvenes que sus arciprestes. Y así la instancia
parece incurrir en error al tomar la «no causa por causa»42.
VI
Invocan también del texto del libro I de los Reyes el nombramiento y la
deposición de Saúl, y dicen que el rey Saúl fue entronizado y depuesto del
trono por Samuel, que hacía las veces de Dios, por mandato divino, como se ve
claro en la Escritura43; . Argumentan de este hecho que, como aquel vicario de
Dios tenía autoridad para dar y quitar el poder temporal y transferírselo a
otro44, así ahora también el vicario de Dios, obispo de la Iglesia universal,
tiene la potestad de dar y quitar y transferir el cetro del régimen temporal45;
de lo cual se seguiría, sin lugar a dudas, que la autoridad del Imperio sería
dependiente de la Iglesia, como dicen ellos.
Para
refutar esto hay que responder a los que afirman que Samuel era vicario de
Dios, diciendo que Samuel actuó no como vicario46, sino como legado especial47
para este caso concreto, o como nuncio portador de un mandato expreso del
Señor; lo cual está claro, porque sólo hizo lo que Dios le había mandado.
De
aquí se infiere que no hay que olvidar que una cosa es ser vicario y otra ser
nuncio o ministro; como una cosa es ser doctor y otra ser intérprete. Vicario
es aquel al que se le ha dado jurisdicción para legislar y juzgar; por eso,
dentro de los términos de la jurisdicción que se le ha encomendado, puede
actuar legal y libremente, sobre cosas que su señor ignora absolutamente. El
nuncio, en cambio, en cuanto tal, no puede hacer esto; sino que, como el
martillo obra sólo en virtud del artesano48, así también el nuncio obra
exclusivamente por voluntad de aquel que lo envía. Por consiguiente, aunque
Dios hiciera aquello por mediación de su nuncio Samuel, no se concluye por ello
que el vicario de Dios pueda hacer lo mismo. Muchas cosas han hecho, hace y
hará Dios por medio de sus ángeles que el vicario de Dios, sucesor de Pedro, no
puede hacer.
Resulta
de aquí que el argumento de éstos concluye «del todo a la parte»49, como si
dijera así: «el hombre puede ver y oír; luego el ojo puede ver y oír». Pero
esto no tiene sentido. Lo tendría «negativamente»50, así: «el hombre no puede
volar; luego tampoco los brazos del hombre pueden volar». E igualmente: «Dios no
puede hacer, por medio de un nuncio, que las cosas engendradas no sean
engendradas, según la sentencia de Agatón51; luego, tampoco puede hacerlo su
vicario».
VII
Se
apoyan también en la ofrenda de los Magos, según el texto del Evangelio de
Mateo52, y dicen que Cristo recibió oro e incienso al mismo tiempo, para
presentarse a sí mismo como señor y gobernador de las cosas espirituales y de
las temporales. De esto deducen que el Vicario de Cristo es señor y gobernador
de ambos órdenes y que, por consiguiente, tiene autoridad sobre uno y otro.
Respondiendo a esto admito la letra y el sentido del texto de Mateo53, pero
rechazo lo que pretenden deducir de él. Silogizan así: «Dios es señor de lo
espiritual y de lo temporal; el Sumo Pontífice es vicario de Dios; luego es
señor de lo espiritual y de lo temporal.» Aunque las dos proposiciones son
verdaderas, el término medio cambia y, por tanto, el argumento tiene cuatro
términos54 con lo cual no se observa la forma silogística, como se ve
claramente por los tratados del silogismo en general55 pues una cosa es «Dios»,
que se pone por sujeto de la mayor, y otra «vicario de Dios», que se predica de
la menor56. Si alguno insistiera en la equivalencia del vicario, su insistencia
sería inútil; ya que ningún vicariato, ni divino ni humano, puede equivaler a
la autoridad principal; cosa que se comprende sin dificultad. Sabemos, en
efecto, que el sucesor de Pedro no es lo mismo que la autoridad divina, por lo
menos en las operaciones propias de la naturaleza, pues no podría hacer que
ascendiera la tierra a lo alto, ni que el fuego fuera hacia abajo, por la
misión a él confiada. Ni tampoco Dios podría encomendarle todos los poderes,
pues Dios no puede de ningún modo delegar la potestad de crear, ni la de
bautizar, como es evidente, aunque el Maestro diga lo contrario en el libro IV
57. Sabemos además que un vicario de un hombre no equivale a dicho hombre, ni
siquiera en cuanto vicario, porque nadie puede dar lo que no es suyo. La
autoridad principal no es del príncipe, a no ser en cuanto al uso, porque
ningún príncipe puede darse la autoridad a sí mismo; aunque puede recibir la
autoridad y renunciar a ella, pero no puede crear a otro príncipe, pues la
creación de un príncipe no depende de la potestad del príncipe. Y, si esto es así,
está claro que ningún príncipe puede ser sustituido por un vicario que sea
igual a él en todo; por lo cual la instancia no tiene ninguna eficacia.
VIII
Asimismo
toman las palabras de Cristo a Pedro, del mismo Evangelista: «Y cuanto atares
en la tierra será atado en los cielos y cuanto desatares en la tierra será
desatado en los cielos»58, cosa que fue dicha también a todos los demás
apóstoles. Igualmente aducen las palabras del texto de Mateo y de Juan59. De
aquí arguyen que el sucesor de Pedro, por concesión de Dios, puede atarlo todo
y desatarlo todo; e infieren luego que puede anular las leyes y los decretos
del Imperio, e imponer leyes y decretos para el gobierno temporal60. De esto se
seguiría lo que ellos sostienen. Pero a esto hay que responder con una
distinción a la mayor del silogismo que ellos emplean. Silogizan así: «Pedro
pudo atarlo y desatarlo todo; el sucesor de Pedro puede todo lo que Pedro pudo;
luego el sucesor de Pedro puede atar y desatar todo.» De aquí ellos infieren
que puede anular e imponer la autoridad y los decretos del Imperio. Concedo la
menor, pero no la mayor, a no ser con una distinción. Y, por tanto, digo que el
término de signo universal «todo», incluido en «cualquier cosa»61, no se aplica
nunca fuera del ámbito del significado del término62. Pues, si digo «todo
animal corre», «todo» se aplica a lo que está comprendido en el género animal;
pero, si digo «todo hombre corre», el signo universal no, se aplica sino a los
supuestos de este término «hombre»; y, cuando digo «todo gramático», la
predicación se restringe aún más.
Por
eso hay que ver siempre cuál es el valor de atribución del término universal,
y, hecho esto, se verá fácilmente cuánto se extiende su predicación, una vez
conocidos la naturaleza y el ámbito del término que se aplica. Por eso, cuando
se dice «todo lo que atares», si ese «todo» se tomara en sentido absoluto,
sería verdad lo que dicen ellos; y no sólo podría hacer esto, sino que podría
también separar a la mujer de su marido y unirla a otro, viviendo aún el primero63,
cosa que en manera alguna está en su poder. Podría también absolverme sin
arrepentimiento, lo cual ni Dios mismo puede hacer. Por tanto, siendo esto así,
está claro que no hay que tomar aquella predicación en sentido absoluto, sino
en sentido relativo. Si consideramos lo que se le concede, se ve claramente con
relación a qué se determina la predicación. En efecto, dice Cristo a Pedro: «Te
daré las llaves del reino de los cielos», es decir: «Te haré clavero del reino
de los cielos.» Después añade: «todo», es decir, «todo aquello que»; esto es,
«todo aquello que está con relación a este oficio podrás atarlo y desatarlo».
Y, de este modo, el término universal que se incluye en el «todo» se restringe
en su predicación al oficio de las llaves del reino de los cielos. Tomando así
el término, la proposición es verdadera; pero no en sentido absoluto, como
queda claro. Por consiguiente, digo que, aunque el sucesor de Pedro, de acuerdo
con las exigencias del oficio encomendado a Pedro, puede atar y desatar, no se
sigue de aquí que por eso pueda anular e imponer decretos al Imperio, o leyes,
como ellos pretendían, a no ser que se pruebe posteriormente que esto se
refiere al oficio de las llaves; pero lo contrario se probará después.
IX
Aducen
también aquel texto de Lucas en que Pedro dijo a Cristo: «Aquí hay dos
espadas»64, y afirman que por estas dos espadas hay que entender los dos
regímenes antes mencionados, que Pedro dijo que estaban donde él estaba, es
decir, junto a sí; y arguyen de aquí que aquellos dos regímenes, según la
autoridad, residen en el sucesor de Pedro es65.
A
esto hay que responder con la negación del sentido en el que se funda el
argumento. Dicen, en efecto, que aquellas dos espadas, que Pedro señaló,
significan los dos regímenes predichos: cosa que hay que negar absolutamente,
tanto porque aquella respuesta no se dio según la intención de Cristo, cuanto
porque Pedro, según su costumbre, respondía súbitamente y de una manera
superficial.
Es
cosa manifiesta que la respuesta no se dio de acuerdo con la intención de
Cristo si analizamos las palabras precedentes y las causas que las provocaron.
Por lo cual hay que recordar que tales palabras fueron pronunciadas el día de
la Cena; por eso Lucas comienza más arriba diciendo: «Llegó pues el día de los
ácimos en que habían de sacrificar la pascua»66, la cena en que Cristo predijo
su inminente pasión, por la que convenía que Él se separase de sus discípulos.
Hay que recordar también que, cuando fueron pronunciadas estas palabras,
estaban juntos todos los doce discípulos; por lo que, poco después de
pronunciarlas, dice Lucas: «Cuando llegó la hora se puso a la mesa; y los
apóstoles con Él»67. Y prosiguiendo el coloquio añadió: «Cuando os envié sin
bolsa ni alforjas, sin sandalias, ¿os faltó alguna cosa? Dijeron ellos: nada. Y
les añadió: Pues ahora el que tenga bolsa, tómela, e igualmente la alforja, y
el que no la tenga venda su manto y compre una espada»68. En las palabras
anteriores se manifiesta con bastante claridad la intención de Cristo; pues no
dijo: «comprad o tomad dos espadas» -o más bien doce, pues a los doce
discípulos decía: «el que no tenga que compre»- para que cada uno tuviese la
suya. Además, esto lo decía también para avisarles de su futura prisión y del
desprecio que sobre ellos caería, como si les dijera: «mientras estuve con
vosotros érais bien recibidos, pero ahora seréis rechazados; por eso es
necesario que os preparéis, obligados de la necesidad, con aquellas cosas que
incluso os había prohibido. Por eso, si la respuesta de Pedro a las palabras de
Cristo tuviera la intención que le atribuyen, no estaría conforme con la de
Cristo: pero esto se lo habría reprochado Cristo, como tantas veces, cuando
respondía con ligereza. En este momento no lo hizo así, sino que asintió
diciéndole: «Es bastante»69; como si dijera: «Os digo esto obligado por la
necesidad; pero, si no puede tener cada uno una espada, dos pueden ser
suficientes.» Que Pedro hablara superficialmente, según su costumbre, lo prueba
su presunción impulsiva e impremeditada, a la que le llevaba no sólo la
sinceridad de su fe, sino también, creo yo, su espontaneidad y simplicidad
naturales. De esta presunción nos han dejado testimonio todos los evangelistas.
En efecto, Mateo escribe que, cuando Jesús interrogó a sus discípulos: « ¿Quién
dicen que soy yo?», Pedro respondió antes que nadie: «Tú eres Cristo, el
Mesías, el Hijo de Dios vivo»70. Escribe también que, cuando Cristo dijo a sus
discípulos que era necesario que Él fuera a Jerusalén y que padeciera allí
mucho, Pedro lo tomó aparte y comenzó a increparle diciendo: «No quiera Dios,
Señor, que eso suceda.» Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: «Retírate de mí,
Satanás»71. Asimismo escribe que en el monte de la transfiguración, en
presencia de Cristo, de Moisés y de Elías y de los dos hijos de Zebedeo, dijo:
«Si quieres haré aquí tres tiendas, una para ti, una para Moisés y otra para
Elías»72. Escribe, además, que estando los discípulos en la barca, por la
noche, como Cristo se les acercase andando sobre las aguas, Pedro dijo: «Señor,
si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas»73. Escribe también el mismo
Evangelista que, como Cristo anunciase el escándalo a sus discípulos, Pedro
respondió: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo jamás me escandalizaré»74; y
un poco d espués: «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré»75. Esto
también lo atestigua Marcos76;
Lucas,
en cambio, dice que poco antes de las palabras dichas sobre las espadas, Pedro
dijo a Cristo: «Señor, preparado estoy para ir contigo no sólo a la prisión,
sino a la muerte»77. Juan, por su parte, dice de él que, como Cristo quisiera
lavarle los pies, Pedro le dijo: «Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?»78; y un
poco después: «Jamás me lavarás tú los pies»79. Dice también que Pedro golpeó
con la espada al siervo del pontífice80, cosa que los cuatro Evangelistas están
de acuerdo con consignar81. Dice también Juan que Pedro, cuando vino al
sepulcro, entró súbitamente y vio al otro discípulo que estaba indeciso junto a
la puerta82. Y dice además que, después de la resurrección, estando Jesús en la
ribera: «Así que oyó Simón Pedro que era el Señor, se ciñó la sobretúnica -pues
estaba desnudo- y se arrojó al mar»83. Dice finalmente que, como Pedro viese a
Juan, dijo a Jesús: «Señor, ¿y éste qué?»84. Convenía que relatáramos tales cosas
de nuestro Archimandrita85, en alabanza de su espontaneidad, pues muestran
claramente que, cuando habló de las dos espadas, respondía a Cristo con
simplicidad de intención. Si las palabras de Cristo y de Pedro hubiera que
tomarlas en sentido figurado, no habría que explicarlas en el sentido que dicen
ellos, sino que hay que referirlas al sentido de aquella espada de la que dice
Mateo: «No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz
sino espada. Porque he venido a separar al hombre de su padre, y a la hija de
su madre, y a la nuera de su suegra»86. Y esto lo hizo tanto con la palabra
como con los hechos; por lo cual decía Lucas a Teófilo: «(traté) de todo lo que
Jesús hizo y enseñó desde el principio»87. Tal era la espada que Cristo mandaba
comprar, a lo que respondía Pedro que había dos espadas. Estaban preparadas
para la palabra y para las obras, por las que harían lo que decía Cristo que
había venido a realizar por la espada, como queda dicho.
X
Añaden
algunos que el Emperador Constantino, que había quedado limpio de la lepra por
la intercesión del entonces Sumo Pontífice, Silvestre88, hizo donación a la
Iglesia de la sede del Imperio, es decir, de Roma, con otras muchas dignidades
del Imperio. De aquí arguyen que nadie puede tomar después aquellas dignidades
si no las recibe de la Iglesia, a quien, según ellos, pertenecen; y de ellos se
seguiría correctamente que una autoridad depende de la otra, como ellos
quieren.
Expuestos
y refutados así los argumentos, que parecían tener sus raíces en la palabra
divina, nos quedan por exponer y refutar los que se apoyan en la historia
humana de Roma y en la humana razón. De ellos, el primero que exponen lo
razonan así: «nadie puede tener conforme a derecho las cosas que son de la
Iglesia, si no las recibe de la Iglesia»; -esto puede concederse-; «el régimen
romano pertenece a la Iglesia; luego nadie puede poseerlo de jure si no lo
recibe de la Iglesia». Prueban la menor por lo dicho más arriba sobre la
donación de Constantino.
Pero
yo niego esta menor; y a quienes la prueban les respondo que no es ninguna
prueba, porque Constantino no podía enajenar la dignidad del Imperio, ni la
Iglesia podía aceptarla. Y, si insisten pertinazmente, puedo demostrar lo que
estoy diciendo del siguiente modo: a nadie le es lícito hacer, en virtud del
oficio a él confiado, cosas contrarias a ese oficio; porque, de este modo, lo
mismo en cuanto tal sería contrario a sí mismo, lo cual es imposible; ahora
bien, va contra la misión confiada al Emperador el dividir el Imperio, ya que
su oficio es mantener al género humano unido en un solo querer y un solo no
querer, como puede verse fácilmente en el libro 1 de este tratado; luego no es
lícito al Emperador dividir el Imperio. Si, por consiguiente, Constantino
hubiese enajenado algunas dignidades del Imperio -como dicen- y las hubiese
entregado a la potestad de la Iglesia, habría sido rasgada la túnica
inconsútil89, aquella misma cuya riqueza no se atrevieron a romper los que
atravesaron con la lanza a Cristo, verdadero Dios.
Además,
así como la Iglesia tiene su fundamento propio, así también el Imperio tiene el
suyo. Pero el fundamento de la Iglesia es Cristo; de ahí que diga el Apóstol A
los Corintios: «que en cuanto al fundamento nadie puede tener otro sino el que
está puesto, que es Jesucristo»90. Él es la piedra sobre la que ha sido
edificada la Iglesia. El fundamento del Imperio, en cambio, es el derecho
humano. Por tanto, digo que, así como la Iglesia no puede obrar en contra de su
fundamento, sino que siempre se debe apoyar en él, según aquel texto del Cantar
de los Cantares: «¿quién es esta que sube del desierto, apoyada sobre su
amado?»91, así tampoco le es lícito al Imperio hacer cualquier cosa contra el
derecho humano; pero obraría contra el derecho humano si se destruyera a sí
mismo; luego no le es lícito al Imperio destruirse a sí mismo. Ahora bien, como
dividir el Imperio equivaldría a destruirlo, ya que el Imperio consiste en la
unidad de la Monarquía universal, es evidente que al que desempeña la autoridad
del Imperio no le es lícito dividirlo. En lo dicho anteriormente queda
demostrado que la destrucción del Imperio es contraria al derecho humano.
Además,
toda jurisdicción es anterior a su juez; pues el juez está ordenado a la
jurisdicción, y no al contrario; pero el Imperio es la jurisdicción que
comprende en su ámbito toda la jurisdicción temporal; luego, la jurisdicción es
anterior a su juez, que es el Emperador, porque el Emperador está ordenado a
ella, y no al contrario. De donde resulta que el Emperador, en cuanto
Emperador, no puede cambiarla pues de ella recibe su ser. Digo ahora así: quien
hizo, según dicen, el don a la Iglesia, o era Emperador o no lo era; si no lo
era, está claro que no podía donar nada de aquello que pertenecía al Imperio;
si lo era, siendo tal donación una merma de la jurisdicción, no podía hacerlo
tampoco como Emperador. Más aún, si un Emperador pudiera suprimir una pequeña
parte de la jurisdicción del Imperio, también lo podría hacer, por la misma
razón, otro Emperador. Y, como la jurisdicción temporal sea limitada y todo lo
limitado se pueda eliminar por sustracciones parciales, resultaría que aquella
primera jurisdicción podría quedar aniquilada: lo que es irracional.
Además,
actuando el donante a modo de agente y el que recibe a modo de paciente, como
nos dice el Filósofo en el libro V de A Nicómaco92, para que la donación sea
lícita se requiere no sólo la capacidad del que dona, sino también del que la
recibe: porque la acción del agente requiere un paciente dispuesto93. Pero la
Iglesia estaba totalmente incapacitada, por un precepto prohibitivo expreso,
para recibir bienes temporales, como sabemos por Mateo, que dice así: «no os
procuréis oro, ni plata, ni cobre sobre vuestros cintos, ni alforja para el
camino»94. Pues, aunque en el Evangelio de Lucas tenemos la relajación parcial
del precepto95. no puede encontrarse después de aquella prohibición ninguna
licencia a la Iglesia para poseer oro y plata. Por lo cual, si la Iglesia no
podía aceptar donaciones, aunque Constantino de suyo hubiera podido hacérselas,
ese hecho no era posible por la incapacidad del paciente. Es evidente, pues,
que ni la Iglesia hubiera podido recibir a título de propiedad, ni el Emperador
conferir el título de enajenación. Podía, sí, el Emperador poner bajo el
patrocinio de la Iglesia su patrimonio y otras cosas, manteniendo siempre su
dominio último, cuya unidad no permite división. Podía el Vicario de Dios
recibir algo no como propietario, sino como dispensador de las rentas en favor
de la Iglesia y de los pobres de Cristo96, cosa que sabemos hicieron los
Apóstoles97.
Añaden
además el hecho de que el Papa Adriano98 llamó a Carlomagno en defensa propia y
de la Iglesia, por la injuria de los longobardos, en tiempos de su rey
Desiderio; y que Carlomagno99 recibió de él la dignidad del Imperio, aunque en
Constantinopla reinaba el Emperador Miguel100. Por eso dicen que todos los
Emperadores romanos que hubo después de él fueron defensores de la Iglesia y
debían ser llamados por ella en su defensa101; de donde se seguiría esa
dependencia que ellos pretenden establecer. Para refutar esto, respondo que
nada dicen, porque la usurpación del derecho no crea derecho102. Si así fuese
como ellos dicen, del mismo modo se probaría que la autoridad de la Iglesia
dependería del Emperador, puesto que el Emperador Otón repuso en su sede al
Papa León, y depuso a Benedicto, y lo desterró a Sajonia103.
XI
Con
la razón arguyen del siguiente modo. Utilizan, en efecto, un principio del
libro X de la Filosofía Primera y dicen: todas las cosas que pertenecen a un
mismo género se reducen a una, que es la medida de todas las comprendidas en
ese género104; ahora bien, todos los hombres son de un mismo género; luego
deben reducirse a uno solo, como medida de todos ellos. Y como el Obispo
supremo y el Emperador son hombres, si la conclusión anterior es verdadera, es
necesario que se reduzcan a un solo hombre. Y, como el Papa no puede ser
reducido a otro, no queda sino que el Emperador, con todos los demás hombres,
tenga que reducirse al Papa, como a su medida y regla. De lo cual se concluye
también lo que ellos se proponen probar.
Para
refutar este argumento yo les digo que, cuando dicen «las cosas que son del
mismo género tienen que ser reducidas a una del mismo género que sea la medida de
ellas», dicen la verdad. Y también dicen la verdad cuando afirman que todos los
hombres son de un mismo género; y también es verdadera su conclusión cuando
infieren que todos los hombres deben reducirse a una sola medida dentro de su
género. Pero se equivocan «en cuanto al accidente»105, al subinferir de esta
conclusión lo referente al Papa y al Emperador.
Para
aclarar esto hay que tener en cuenta que una cosa es ser hombre y otra ser
Papa; e, igualmente, que una es ser hombre y otra ser Emperador; como una cosa
es ser hombre y otra ser padre y señor. El hombre, en efecto, es lo que es por
la forma sustancial, por la que tiene especie y género determinado, y por la
que queda encuadrado en la categoría de sustancia. El padre, en cambio, es lo
que es por forma accidental, que es una relación, por la cual se le atribuye
una especie y un género, «con relación a otro», es decir, «de relación». De
otro modo, todo se reduciría a la categoría de la sustancia, ya que ninguna
forma accidental subsiste por sí misma, sin la hipóstasis de la sustancia
subsistente; lo cual es falso. Siendo, pues, el Papa y el Emperador lo que son
por ciertas relaciones, es decir, por el Papado y por el Imperio, que son, en
efecto, verdaderas, una en la esfera de la paternidad y otra en la del dominio,
es evidente que el Papa y el Emperador, en cuanto tales, tienen que ser
encuadrados en la categoría de relación y, consiguientemente, deben ser
reducidos a un algo existente dentro de este género.
Digo,
pues, que una es la medida a la que deben ser reducidos todos los hombres en
cuanto tales y otra en cuanto son Papa y Emperador. Pues, en cuanto son
hombres, han de hacer referencia al mejor de los hombres, sea el que sea, que
es medida y arquetipo de todos los otros, por decirlo así, con relación al
existente máximo y único dentro de su género; como puede deducirse del libro
último de la Ética a Nicómaco106. En cuanto son seres relativos a algo, en
cambio, deben reducirse, como es evidente, o bien uno al otro, si el primero
está subordinado al segundo, o bien pertenecen los dos a una misma especie de
relación; o se reducen a un tercer término, como a una común unidad. Pero no
puede afirmarse que uno se subordine al otro, puesto que, si así fuera, uno
sería predicado del otro; lo cual es falso, pues no decimos: «el Emperador es
el Papa», ni lo contrario. Ni puede decirse tampoco que pertenezcan a una común
especie; porque una es la razón de Papa y otra la de Emperador, en cuanto
tales. Luego deben ser reducidos a algo en que encuentren su unidad.
Por
tanto, hay que tener en cuenta que, así como una relación es a otra, así
también un término relativo es a otro. Si, pues, el Papado y el Imperio, que
son relaciones de superposición, deben ordenarse con respecto a una
superposición, de la que dependen con sus caracteres diferenciales el Papa y el
Emperador, que son relativos, deben reducirse a uno, en el que se encuentre esa
relación de superposición sin caracteres diferenciales. Y esta unidad será o el
mismo Dios, en el que toda relación se une universalmente, o alguna sustancia
inferior a Dios, en la que la relación de superposición se particularice
descendiendo desde la simple relación por medio de la diferencia
subordinante107. De este modo queda claro que el Papa y el Emperador, en cuanto
hombres, deben ser referidos a uno; pero en cuanto Papa y Emperador, a otro
distinto. Y con esto queda resuelta la cuestión planteada en cuanto al
argumento de razón.
XII
Expuestos
y rechazados los errores en los que principalmente se apoyan quienes defienden
que la autoridad del Principado romano depende del Romano Pontífice, hemos de
volver a la demostración de la verdad de esa tercera cuestión propuesta al
principio de la obra; verdad ésta que aparecerá con suficiente claridad si,
investigando de acuerdo con el principio establecido, demuestro que dicha
autoridad depende inmediatamente de la cima más alta del ser, que es Dios. Esto
restará claro o bien demostrando que la autoridad de la Iglesia queda lejos de
ella -ya que sobre lo otro no hay discusión- , o bien si probamos
«palmariamente»108 que la autoridad imperial depende inmediatamente de Dios.
Que
la autoridad de la Iglesia no sea causa de la autoridad imperial se prueba del
siguiente modo: cuando una cosa tiene toda su virtud sin la existencia o la
virtud de otra, esta última no es causa de la virtud de la primera; ahora bien,
el Imperio tuvo toda su virtud sin la existencia y la virtud de la Iglesia;
luego la Iglesia no es causa de la virtud del Imperio y, consiguientemente,
tampoco de su autoridad, pues su virtud y autoridad se identifican. Sea la
Iglesia A, el Imperio B, y la autoridad o virtud del Imperio C; si, no
existiendo A, C está en B, es imposible que A sea causa de que C esté en B, ya
que es imposible que el efecto preceda a la causa en ser. Más aún, si no
existiendo A, C está en B, es necesario que A no sea causa de que C esté en B,
ya que para que se produzca el efecto es necesario que antes opere la causa,
sobre todo la eficiente, de la que aquí se trata.
La
proposición mayor de esta demostración queda clara en los términos; Cristo y la
Iglesia confirman la menor; Cristo, naciendo y muriendo, como se ha dicho más
arriba; la Iglesia, cuando Pablo dice a Festo en los Hechos de los Apóstoles:
«Estoy ante el tribunal del César; en él debo ser juzgado»109; y cuando poco
después el ángel de Dios dijo a Pablo: «No temas, Pablo, comparecerás ante el
César»110; cuando de nuevo dice Pablo, después, a los judíos residentes en
Italia: «Oponiéndose a ello los judíos me vi obligado a apelar al César, no para
acusar de nada a mi pueblo (sino para salvar mi alma de la muerte)»111. Si el
César ya entonces no hubiese tenido autoridad para juzgar las cosas temporales,
ni Cristo lo habría aconsejado, ni el ángel habría hecho el anuncio con
aquellas palabras, ni el que decía: «deseo morir para estar con Cristo»112,
habría apelado a un juez incompetente.
Además,
si Constantino no hubiese tenido autoridad, no habría podido ceder a la
Iglesia, conforme a derecho, aquellos bienes del Imperio que puso bajo su
patrocinio; y así la Iglesia gozaría injustamente de esa donación, pues Dios
quiere que las ofrendas sean inmaculadas, según aquel texto del Levítico: «Toda
oblación que ofrezcáis a Jahvé ha de ser sin levadura»113; precepto que,
ciertamente, aunque parezca referirse a los oferentes, se dirige también a los
que reciben las ofrendas; pues sería necio creer que Dios quiere que sea
aceptado lo que Él prohibe que se dé, sobre todo si tenemos en cuenta lo que en
el mismo libro se preceptúa a los levitas: «No os hagáis abominables por los
reptiles que reptan ni os hagáis impuros por ellos; seréis manchados por
ellos»114. Pero decir que la Iglesia abusa de un patrimonio así concedido es un
grave inconveniente; luego, es falso el antecedente.
XIII
Más
aún, si la Iglesia tuviera la facultad de conferir la autoridad al Príncipe
Romano, o le vendría de Dios, o de sí misma, o de otro Emperador, o del
consentimiento universal, o al menos de los que prevalecen sobre los demás: no
queda otro resquicio por donde esta facultad haya podido penetrar en la
Iglesia; pero no la tiene tampoco por ninguno de esos medios; luego no tiene
tal facultad.
Se
prueba que no la tiene por ninguno de esos medios citados del siguiente modo.
Si la hubiese recibido de Dios, habría sido o por ley divina o por ley natural,
porque lo que se recibe de la naturaleza se recibe de Dios, proposición ésta
que no es convertible. Pero no por ley natural, porque la naturaleza no impone
la ley, sino sus efectos; pues Dios no puede fallar cuando produce algo en su
ser sin la intervención de agentes segundos115. Por eso, como la Iglesia no es
un efecto de la naturaleza, sino de Dios, se dijo: «Sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia»116; y en otro lugar: «Yo te he glorificado sobre la tierra llevando
a cabo la obra que me encomendaste realizar»117, es evidente que a la Iglesia
no le ha dado leyes la naturaleza.
Pero
tampoco por ley divina, pues toda ley divina está contenida en el seno de los
dos Testamentos; y, en verdad, no he podido encontrar en ellos que le haya sido
encomendada ninguna tutela ni al sacerdocio primitivo ni al novísimo
sacerdocio. Por el contrario, he encontrado allí que los sacerdotes antiguos
estaban apartados de tal misión por expreso precepto, como consta de las
palabras que dijo Dios a Moisés118; e igualmente los sacerdotes novísimos, por
las palabras que dijo Cristo a sus discípulos119. Y no habría sido posible,
ciertamente, que hubiesen estado alejados de la solicitud temporal, si la
autoridad del régimen temporal emanara del sacerdocio, pues al darles la
autoridad habría exigido al menos solicitud en la provisión de cargos120, y
después un cuidado continuo para que el que ha recibido la autoridad no se
aparte del camino recto.
Que
no haya recibido tal facultad de sí misma se demuestra fácilmente. Nadie puede
dar lo que no tiene; por lo cual conviene que todo agente de algo deba ser ya
en acto aquello que quiere obrar, como se explica en los libros de Del ser
simpliciter121. Pero es evidente que, si la Iglesia se dio a sí misma ese
poder, no lo tenía antes de dárselo; y así se habría dado lo que no tenía, lo
cual es imposible.
Que
tampoco lo recibió de ningún Emperador está claro por lo expuesto antes.
Y
que no lo tiene tampoco por el asentimiento universal o de la mayoría, ¿quién
lo duda, cuando no sólo los asiáticos y africanos sino también la mayor parte
de Europa detestan ese poder? Es fastidioso, en efecto, aducir pruebas en cosas
evidentísimas.
Además,
aquello que es contrario a la naturaleza de una cosa no puede formar parte del
número de sus facultades, pues las facultades de una cosa cualquiera siguen a
su naturaleza, para la consecución de su fin; ahora bien, la facultad de
conferir autoridad a un reino de nuestra humanidad mortal es contraria a la
naturaleza de la Iglesia; luego no está entre sus facultades.
Además,
aquello que es contrario a la naturaleza de una cosa no puede formar parte del
número de sus facultades, pues las facultades de una cosa cualquiera siguen a
su naturaleza, para la consecución de su fin; ahora bien, la facultad de
conferir autoridad a un reino de nuestra humanidad mortal es contraria a la
naturaleza de la Iglesia; luego no está entre sus facultades.
Para
la evidencia de la menor hay que tener en cuenta que la naturaleza de la
Iglesia es la forma de la Iglesia; pues, aunque «naturaleza» se predique de la
materia y la forma, se predica más propiamente de la forma, como se prueba en
el libro De la audición natural122. Ahora bien, la forma de la Iglesia no es
otra cosa que la vida de Cristo, considerada tanto en sus hechos como en sus
palabras; ya que su vida fue la idea y el ejemplar de la Iglesia militante, en
especial de los pastores y, sobre todo, del Supremo Pastor, cuya misión es
apacentar a los corderos y a las ovejas. Por lo que el mismo Cristo, al dejarnos
el «Ejemplar» de su vida, dice en el Evangelio de Juan: «Porque yo os he dado
el ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho»123; y de una
manera especial a Pedro, después de encomendarle el oficio de pastor, le dijo:
«Pedro, sígueme»124. Pero el mismo Cristo renunció a este régimen temporal
diciendo: «Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, mis
ministros hubieran luchado para que no fuese entregado a los judíos; pero mi
reino no es de este mundo»125. Esto no hay que entenderlo como si Cristo, que
es Dios, no fuera el Señor de este reino, ya que el Salmista dice: «Suyo es el
mar, pues Él lo hizo; suya la tierra, formada por sus manos»126, sino que, como
ejemplar de la Iglesia, no se ocupaba de este reino. De este modo, si un sello
de oro pudiera hablar de sí mismo diciendo «no soy medida de ningún género»,
estas palabras no tendrían sentido en cuanto oro, puesto que el oro es la
medida de todos los metales, sino en cuanto signo que se puede recibir por
impresión.
Pertenece
formalmente a la Iglesia decir lo mismo que siente; pero decir lo contrario de
lo que siente o sentir lo contrario de lo que dice es127, como se ha visto,
contrario a su forma o naturaleza, que se identifican en ella. De aquí se
concluye que la facultad de autorizar al reino temporal es contraria a la
naturaleza de la Iglesia. Pues la contrariedad en la opinión o en la palabra
procede de la contrariedad que existe en la cosa sobre la que se opina o se
habla, del mismo modo que la verdad y la falsedad en la oración son causadas
por el ser o no ser de la cosa, como nos lo enseña la doctrina de Las
categorías128. Por tanto, queda suficientemente probado, por «los
inconvenientes»129 a que nos llevarían estos argumentos, que la autoridad del
Imperio no depende en absoluto de la Iglesia.
XV
Aunque
en el capítulo precedente hemos probado, por los «inconvenientes» a que
llegaríamos, que la autoridad del Imperio no depende de la autoridad del Sumo
Pontífice, no se ha probado, suficientemente, sino a modo de conveniencia, que
la autoridad del Imperio depende inmediatamente de Dios. Es, en efecto,
consecuencia necesaria que si ella no depende del vicario de Dios, depende de
Dios. Por eso, para que quede perfectamente claro nuestro propósito, hay que
probar «palmariamente»130 que el Emperador, o Monarca del mundo, está en
relación inmediata con el príncipe del Universo, que es Dios.
Para
tener esto hay que tener en cuenta que sólo el hombre está en el medio de las
cosas co rruptibles e incorruptibles; lo cual ha sido comparado por los
filósofos al horizonte131 que ocupa el centro de los dos hemisferios. Y así el
hombre, considerado según una u otra parte esencial, a saber, el alma y el
cuerpo, es corruptible; pero, considerado solamente en cuanto a una parte, el
alma, es incorruptible. Por lo cual el Filósofo dijo acertadamente del alma, en
cuanto incorruptible, en el segundo libro de De anima: «Y sólo esto puede ser
separado de lo corruptible, como perpetuo»132
Si
el hombre, pues, está de algún modo en medio de lo corruptible y lo
incorruptible, y todo ser intermedio participa de la naturaleza de los
extremos, el hombre necesariamente participará de una y otra naturaleza133. Y,
puesto que toda naturaleza se ordena a un último fin, se deduce que se da un
último fin del hombre; de tal modo que, así como él solo entre todos los seres
participa de la incorruptibilidad y de la corruptibilidad, así también él solo
está ordenado a dos últimos fines, de los cuales uno es su fin en cuanto es
corruptible, y el otro en cuanto es incorruptible.
Por
consiguiente, la inefable providencia pro puso al hombre dos fines a conseguir,
a saber: la felicidad de la vida presente, que consiste en la actuación de sus
propias facultades y se simboliza por el paraíso terrenal; y la felicidad de la
vida eterna, que consiste en el gozo de la visión de Dios, a la que la propia
virtud no puede ascender, si no es ayudada por la divina luz, felicidad ésta
que nos es dado entender como paraíso celestial.
A
estas dos felicidades, como a dos distintas conclusiones, se puede llegar por
diversos medios. En efecto, a la primera podemos llegar por las enseñanzas
filosóficas, con tal que las sigamos, obrando de acuerdo con las virtudes
morales e intelectuales. A la segunda podemos llegar por preceptos espirituales
que transcienden la razón humana, con tal que los sigamos, obrando de acuerdo
con las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad. Estas conclusiones y
medios, aunque han sido demostrados por la razón humana, ya que todo esto nos
lo han aclarado los filósofos, y también el Espíritu Santo, quien por los
profetas y hagiógrafos, y por su coeterno Hijo de Dios, Jesucristo, y por sus
discípulos, nos reveló la verdad sobrenatural y necesaria para nosotros, la
humana avaricia los habría postergado y olvidado si los hombres no hubieran
sido conducidos en su camino «con el freno y la brida»134, como caballos
indómitos.
Por
eso fue necesario al hombre tener un doble guía135, de acuerdo con este doble
fin, a saber: el Sumo Pontífice, que conduce al género humano a la vida eterna
según la verdad revelada, y el Emperador, que dirige al género humano a la
felicidad temporal, según las enseñanzas filosóficas136. Y como a este puerto
nadie o muy pocos, y estos pocos con excesiva dificultad, pueden arribar, a no
ser que, una vez que se haya serenado el oleaje, el género humano, libre de
pasiones, pueda descansar blandamente en la tranquilidad de la paz, a este
signo principalmente es al que debe aspirar el gobernador del orbe a quien
llamamos Príncipe romano, es decir, a que en esta mansión de los mortales se
viva libremente en paz. Y puesto que la disposición de este mundo sigue la
disposición inherente a la circulación de los cielos, para que se apliquen los
necesarios preceptos de la paz y la libertad oportunamente en cuanto a tiempos
y lugares, es necesario además que este gobernador del mundo sea sostenido por
Aquél que abarca con una sola mirada la total disposición de los cielos137.
Éste es sólo Aquél que ordenó de antemano esa disposición. Para proveer por
medio de ella a la ordenación de todas las cosas en sus órbitas.
Si
esto es así, Dios es el único que elige, Él es el único que confirma, pues no
tiene superior. De lo cual se puede concluir además que ni estos que ahora se
llaman «electores», ni los que antes fueron llamados, en lugar de este nombre,
por cualquier otro semejante, deben ser llamados así; antes bien, deben ser
tenidos por «anunciadores de la divina providencia». Sucede a veces, por eso, que
surgen discordias entre aquellos a los que se les ha dado tal facultad de
anunciar, porque a todos o algunos de ellos, obnubilados por las pasiones, no
saben discernir, en tal elección, el rostro divino.
Resulta,
pues, evidente que la autoridad desciende sobre el Monarca temporal desde la
fuente de la autoridad universal sin ningún intermedio; fuente que, única en la
cumbre de su simplicidad, se derrama en múltiples cauces por la abundancia de
su bondad.
Creo
haber alcanzado así la meta propuesta. Pues aclarada está la verdad de aquella
primera cuestión, que preguntaba si para el bien del mundo era necesario el
oficio de Monarca; y la de la segunda, acerca de si el pueblo romano había
alcanzado el Imperio conforme a derecho; y también de la última, que planteaba
el problema de si la autoridad del Monarca depende inmediatamente de Dios, o de
otro. La verdad de esta última cuestión no hay que tomarla en sentido tan
estricto que el Príncipe romano no esté sometido en nada al romano Pontífice;
pues la felicidad mortal de algún modo se ordena a la felicidad inmortal. El César,
pues, debe guardar reverencia a Pedro138, como el hijo primogénito debe
reverenciar a su padre: para que, iluminado con la luz de la gracia paterna,
irradie con mayor esplendor sobre el orbe de la tierra, a cuya cabeza ha sido
puesto por sólo Aquél que es el único gobernador de todas las cosas
espirituales y temporales.
NOTAS
1
Dan.6, 22. 2
Prov. 1, 18 y 22; 8, 7. 3
Cf. Conv. IV, IV, 15 y 16; Ep. XI, 11. 4 Cf. Cf.
Eth. Nich. 1, 6, 1, 1096a 14. 5
Cf. Prov. 30, 5. Dice así el texto de los Proverbios: «Toda la palabra de
Dios es acrisolada, es el escudo de quien en él confía. 6
Cf. I Test. 5, 8. Dice así el texto paulino: «Pero nosotros, hijos del día,
seamos sobrios, revestidos de la coraza de la fe y de la caridad y del yelmo
de la esperanza en la salvación.» 7 Cf. Is. 6,
6-7. 8 Cf. Col.
1, 13; Purg. XXIII,
75. 9
Sal. 111, 7. Tomamos el texto correspondiente en la traducción de
Nácar-Colunga (112, 6-7). 10 Cf. Purg.
XVI, 106s108; Ep. XI,
21. 11
Cf. Conv. IV, XVII, 7; Pedro Hispano, Summulae log. 4,3,5,2. 12
Cf. Pedro Hispano, Summulae log. 5, 36. 13
Cf. Conv. IV, VIII, 11 y 13. 14
Cf. Par. XXXIII, 133-135; Conv. II, XII, 27. 15
Cf. Par. XXIX, 130-132; Conv. II, IV, 15. 16 Cf.
Aristóteles, Eth. Nich. II, 3, 6, 1112a 28. 17 Cf. Jn.
8, 44. 18 Cf. Rom.
8, 17. 19
Cf. Sal. 110, 9. Dice el texto latino: «Mandavit in eternum testamentum
suum.» La traducción de Nácar-Colunga es: «Ratificó eternamente su alianza.» 20 Can. 1,
4. 21 Cf.
Glossa ad Decr. C
3, D. XX, De quibus. 22
Mt. 28, 20. 23
Gelasio, C. 3, D. XV, Sancta Romana. 24 Mt. 15, 2-3. 25 Cf. Unam
Sanctam (Corpus luris Canonici, ed. Frielberg, Lipsiae, 1897-1881, II, 1245). 26 Cf.
Aristóteles, Met. I, I, 981a 30 y b 31. 27 Cf.
Decret. c. 6, X, De maior, el obed. I, 33; Allegacio ad Unam Sanctam (MGH,
Const. IV, 139, 15-20). 28 Cf. Gen.
1, 16. 29 Cf.
Allegacio ad Unam Sanctam (MGH, Const. IV, 139, 15-20); Decret. c. 6, X, De
maior el obed. 1, 33; Clemente V, Ep.
26 jul. 1230 (Baluze-Molat, Vitae paparum avenionensium, Paris, 1914-1921, III,
pp. 224 ss.). 30
Cf. Soph. el. XVIII, 176b 29. 31 Phys. I,
3, 186a 7; Par. XIII, 125-126. 32 De Civ. Dei,
XVI, 2. 33 De doct.
chrit. I, 36. 34 Cf. De
doct. chrisi. I, 37. 35 Cf. Mt.
18, 15-18; Decret. c. 14, C. XXIV, e. 8, etc 36 Cf. II
Pe. 1, 21. 37
Cf. Gén. 1, 19 y 31. 38
Cf. Bonifacio VIII, Ep., 15 de junio de 1300 (MGH, Legum sectio IV, t. IV, 1,
n. 108, 85). 39
Cf. Pedro Hispano, Summulae log. 3, 10. 40
Cf. Gén. 29, 34. 41
Cf. Pedro Hispano, Summulae log. 4, 3. 42
Cf. Pedro Hispano, Summulae log. 7, 56-57; Aristóteles, Soph. el. 5, 167b
21-33; 6, 168b 22-26. 43 Cf. I
Rey. 10, 1 ss., y 15, 23. 44 Cf. I
Rey. 15, 28, y 28, 17. 45 Cf.
Allegacio ad Unam Sanctam (MGH, Const. IV, 139, 4-5). 46 Cf.
Decret., c. II, X; De off. vicarii, I, 28. 47 Cf.
Decret., c. II, X; De off. legati, I, 30. 48
Cf. Par. II, 128; Conv. IV, IV, 12. 49
Cf. Pedro Hispano, Summulae log. 5, 16-17. 50 Cf. íd.,
11, 4. 51 Cf. Eth.
Nich. VII, 2, 1139b 10. 52 Cf. Mt.
2, 2ss. 53 Cf. Conv.
II,
XII, 10. 54
Cf. Pedro Hispano, Summulae log. 4, 22; Aristóteles, Anal. pr. 4, 26a 9 e 5;
27a 23 3 27b 8. 55 Cf.
Aristóteles, Anal pr. I, 25, 41b 36; 42a 31; Anal. post. I, 19, 81a 10; 25,
86b 7. 56
Cf. Pedro Hispano, Summulae log. 4, 3. s' Pedro Lombardo, Sent. IV, d. 5, a.
3. 58
Mt. 16, 19. 59
Cf. Mt. 18, 18, que es igual al texto anterior; y 28, 18-19, que dice así:
«Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, id, pues; enseñad
[...]»; Jn. 20, 23: «A quienes perdonaréis los pecados le serán perdonados, a
quienes se los retuviereis le serán retenidos.» 60
MGH, Const. IV, p. 1346. 61
En latín «quodcumque». 62
Pedro Hispano, Summulae log. 12, 1, 23-24. 63
Cf. Mt. 19, 9; Mc. 10, 11-12; Lc. 16, 18. 64 Lc. 22,
38. 65 Cf. Unam
Sanctam, II, 1245. 66
Lc. 22, 7. 67
Lc. 22, 14. La traducción de Nácar-Colunga no dice «los doce»; sí la cita de
Dante que concuerda con la Vulgata. 68
Lc. 22, 35-36. 69
Lc. 22, 38. 70
Mi. 16, 16. 71
Mi. 16, 22. 72
Mt. 17, 4. 73
Mt. 14, 28. 74
Mt. 26, 33. 75
Mt. 26, 35. 76
Cf. MC. 14,29-31. 77
Lc. 22, 33. 78
Jn. 13, 6. 79
Jn. 13, 8. 80
Jn. 18, 10. 81
Cf. Mt. 26, 15; Mc. 14, 47; Lc. 22, 50. 82
Cf. Jn. 20, 6. 83
Jn. 21, 7. 84
Jn. 21, 21. 85
Cf. Par. XI, 99. 86 Mt. 10,
34-35. 87 Act. 1,
1. 88 Cf. Inf.
XXVII, 94-95. 89 Cf. Jn.
19, 23-24; Unam Sanctam, II, 1245. 90 I Cor. 3,
11; Ef. 2, 20; 1. Pe. 2, 6. 91 Cant. 8,
5. 92
Eth. Nich. IV, 1, 1120a 14. 93
Cf. Aristóteles, De anima, II, 2, 414 2 11; Sto. Tomás de Aquino, In de
anima, II, lect. 4, n. 272. 94 Mt. 10,
9-10. 95 Cf. Lc. 9,
3; 10, 4; 22, 36. 96 Cf.
Decret. c. 12, q. 1, a. 23, episcopus. 97 Act. 4,
35. 98 Cf.
Decret. c. 22, D. LXIII, 7. 99 Cf.
Decret., c. 34, X, Venerabilem, 1, 6; Allegacio ad Unam Sanctam, 2 y 5 (MGH,
Const. IV, 139, 4-5). 100 Cf.
Gotifridi Viterbiensis, Pantheon (MGH, Scrit. XXI, Partic. XXIII, cap. 12) 101 Cf.
Alberti regis Constitutiones, 105 (MGH, Legum sectio IV, t. IV, 1, p. 80;
107, p. 181); Henrici VII Constitutiones, an. 1309, n. 298; Bonifacii PP.
VIII Ep., 13 maii 1300. 102 Cf.
Dig., c. 15, 1, 3. 103 Cf.
Decret., c. 23, D. LXIII, In sinodo; cf. 33, D. LXIII, Tibi Dominio; Tolomaei
Lucensis, Hist. ecci., XVII, p. 19. 104 Cf. Met. X, 1, 1052b 18; Conv. I, I,
1; III, XI, 17. 105 Pedro
Hispano, Summulae log. 7, 44. 106 Cf. Eth.
Nich. X, 2,1173a 26; X, 5,1176a 16. 107
Cf. Pedro Hispano, Summulae log. 3, 19. 108
«Ostensive», Cf. III, XV, 2, 6; Pedro Hispano, Summulae log. 7, 55. 109
Act. 25, 10. 110
Act. 27, 24. 111
Act. 28, 19. La última parte no se encuentra en la Vulgata ni en la traducción
de Nácar-Colunga. 112 Fil. 1,
23. 113 Lev. 2,
11. 114 Lev. 11,
43. 115 Cf. Sto.
Tomás
de Aquino, 1, q. 105, a. 2. 116 Mt. 16,
18. 117 Jn. 17,
4. 118 Cf. Num.
18, 25-32. 119 Cf. Mt.
6, 24-34. 120 Cf. Unam
Sanctam, II, 1245. 121 Met. IX,
8 1049b 24; Conv. IV, X, 8. 122 Phis. II, 1, 193b
6. 123
Jn. 13, 15. 124
Jn. 21, 19. 125
Jn. 18, 36. 126
Sal. 94, 5. 127
Cf. Pedro Hispano, Summulae log. 3. 128
Cf. Aristóteles, Cat. XII 14b 18-22. 129
Boecio, De interpretatione, II, 169. 130
Cf. III, XII; Pedro Hispano, Summulae log. 7, 55. 131
Cf. Liber de causis, 2. 132
De anim. II, 2, 413b 26. 133
Cf. Aristóteles, De parí. anim. III,
1, 661b 10. 134 Cf. Ps.
31, 8-9; Purg. XIV, 143-144. 135 Cf.
Purg. XVI, 106; Ep. VII, 1. 136 Cf.
Conv. IV, VI, 6. 137
Cf. Par. XXII, 151. 138
Cf. Conv. IV, VIII, 1, 2 y 11. |
https://portalconservador.com/livros/Dante-Alighieri-Monarquia-ES-.pdf
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