domingo, 9 de enero de 2022

 

LETRAS

LIBRES

 

 

La poesía de T. S. Eliot


https://es.wikipedia.org/wiki/T._S._Eliot

 

La obra de Eliot puede entenderse a partir de dos grandes momentos: La tierra baldía y los Cuatro cuartetos. Este ensayo analiza los rasgos que hacen del poema publicado en 1922 no solo una cumbre de la lírica inglesa sino la culminación de su trayectoria.

Esta introducción a T. S. Eliot apareció en Marcha, el semanario uruguayo que entre 1939 y 1974 fue uno de los referentes ineludibles de la cultura latinoamericana. Su autor, un Emir Rodríguez Monegal de veintisiete años, habría de convertirse en uno de los principales críticos literarios en lengua española, sin el cual, por ejemplo, no puede escribirse cabalmente la historia del boom. Al profundo conocimiento que Rodríguez Monegal, biógrafo de Borges, tenía de nuestras letras, se agregó su sintética pasión cosmopolita, legible en esta nota sobre Eliot. Se cumplen cien años de la aparición de La tierra baldía y el 28 de julio de 2021 se cumplió, también, el primer centenario del nacimiento de Rodríguez Monegal, en su día colaborador asiduo de Plural y Vuelta.

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Algunas precisiones

Ni los escuetos datos de su biografía, ni la enumeración de sus estudios filosóficos, permiten anticipar –aunque sea en escorzo– esta obra poética que transformara profundamente la lírica inglesa de la primera mitad del siglo XX. Es necesario relevar, también, las influencias literarias. Una de las más evidentes es la de la poesía simbolista francesa. (Montgomery Belgion menciona como probable estímulo inicial la lectura del libro de Arthur Symons The symbolist movement in literature, 1899.) El descubrimiento de Baudelaire y Rimbaud, de Mallarmé y Verlaine, de Jules Laforgue y Tristan Corbière, anuló en Eliot la segunda influencia de los posrománticos ingleses y le permitió modificar profundamente su cuadro de valores. Por otra parte, Eliot había nutrido su sensibilidad y su inteligencia no solo con la lectura de los filósofos griegos, sino (además) con el minucioso estudio de los dramaturgos isabelinos y jacobinos –Kyd, Marlowe, Webster, Chapman, Shakespeare, Jonson, Middleton, Heywood, Cyril Tourneur, John Ford, Massinger–, con el comercio, cada día más ahondado, de la poesía de Dante; con el examen revalorizador de los poetas metafísicos del siglo XVII: un John Donne, un Cleveland, un Cowley. Estos poetas constituían, principalmente, su caudal literario. Eliot los había enfrentado como lector y como crítico y como creador, en una sola múltiple actitud; en ellos apoyaría su obra poética, su elaboración crítica.

Pero también es necesario relevar la enorme influencia que ejerció sobre Eliot la intensa personalidad de Ezra Pound, poeta norteamericano exiliado en Europa desde 1907: un espíritu profundamente renovador, un inquieto lector de todas las literaturas (occidentales y orientales), un combativo teorizador de las nuevas corrientes (el imaginismo y el vorticismo). Pound lanzó a Eliot en Londres. Bajo el estímulo directo de esa “sorprendente inteligencia didáctica”, Eliot abandonó sus “lunares callejuelas y nocturnos finiseculares” e ingresó en una “maciza región de creación verbal”, para decirlo con palabras de un testigo: Wyndham Lewis. Algunos de los poemas más importantes de Eliot (“Gerontion”, de 1920, por ejemplo) revelan inequívocamente la huella de Pound. Sus destinos se separaron: mientras Eliot se ubicaba en el centro de la poesía inglesa contemporánea y dilataba su influencia sobre todo el Occidente, Ezra Pound se enclaustraba en su mundo poético cada vez más enrarecido y hermético, más resonante de los ecos antiguos. Sus convicciones políticas lo condujeron a la exaltación de Mussolini, a la calurosa adhesión al fascismo, a la traición de su tierra natal. Hoy expía, como hombre, esos errores. Está encerrado en el Saint Elizabeths Hospital, en Washington, asilo de psicópatas. Juan Ramón Jiménez, que suele visitarlo, cuenta que su mente sigue lúcida y audaz, pero su poesía es cada día más incomunicable. La censura militar acaba de permitir la publicación de su último libro: The Pisan cantos.) A este hombre complejo y único dedicaría Eliot, en 1922, su más importante poema: La tierra baldía, con estas palabras iluminadoras: For Ezra Pound il miglior fabbro (el mejor artesano).

Trayectoria de su poesía

La obra poética de T. S. Eliot cabe en un volumen normal. El poeta no se ha concedido ninguna facilidad y ha preferido una intensa elaboración a una profusa inconsciencia. (Interrogado cierta vez por William Empson sobre si creía que un poeta debía escribir versos por lo menos cada semana, contestó con pausada ironía: “Considerando el asunto general, creo que para muchos poetas lo más importante… es escribir lo menos posible.”) Y esa elaboración minuciosa de la poesía se advierte no solo al considerar la severa arquitectura de cada poema en particular (aun de los más espontáneos, de los más aparentemente laxos), sino al echar un vistazo sobre su entera obra poética, cuya fuerte unidad traduce el mismo vigilante impulso, la misma segura maduración, una coherente proporción.

En su obra pueden señalarse dos grandes momentos: uno que sirve para revelar su poesía al mundo de habla inglesa, a través de esa culminación que se llama La tierra baldía; otro en que el desarrollo de esa misma poesía produce una nueva culminación, menos brillante, menos accesible, pero tanto más densa, con los Cuatro cuartetos. Entre ambas obras corre un periodo de transición que representan magistralmente algunos poemas más breves menos ambiciosos, como “The hollow men” (“Los hombres huecos”, 1925) y “Ash Wednesday” (“Miércoles de Ceniza”, 1930).

Antes de publicar La tierra baldía (1922) Eliot había creado una poesía de rasgos muy característicos, cuyos mejores poemas pueden quizá considerarse: “The love song of J. Alfred Prufrock” (“La canción de amor de J. Alfred Prufrock”, 1915), “Gerontion”(1920), “Portrait of a lady”(“Retrato de una dama”, 1915) y “La figlia che piange” (1917). Pero casi todos los grandes aciertos de esta poesía –que reflejaba con punzante simbolismo y con brío satírico la desilusión, el sentido de irreparable frustración, que afligían a los hombres del momento– estaban integrados en una unidad superior, poética e intelectualmente considerada dentro de la amplia arquitectura de La tierra baldía.

Como las tragedia isabelinas que estudiaba Eliot, La tierra baldía se halla dividida en cinco partes desiguales, en las que el verso libre alterna con pasajes rimados: “The burial of the dead” (“El entierro de los muertos”), “A game of chess” (“Una partida de ajedrez”), “The fire sermon” (“El sermón del fuego”), “Death by water” (“Muerte por agua”) y “What the thunder said” (“Lo que dijo el trueno”). En cada una de las partes, Eliot alterna el soliloquio con la narración directa o con el diálogo. En un clima de enorme tensión, que evoca simultáneamente la pesadilla de Kafka y el monólogo joyceano, con una potencia verbal casi mágica en versos que muerden la sensibilidad del lector, Eliot hace desfilar a los personajes, más o menos fantasmales, de su poema: el archiduque, mi primo; Madame Sosostris; el Marinero Fenicio, que más tarde ha de ahogarse; la Filomela de Ovidio, brutalmente violada por el bárbaro rey; Lil y Albert; Mr. Eugenides, el mercader de Esmirna; Tiresias, el testigo; la taquígrafa y el presuroso amante; etc., etc. El paisaje es irreconocible y familiar a la vez. Parece Londres, es Londres, deja de ser Londres. Es, también o por debajo, un páramo, una tierra gastada, ya estéril, seca, sin una gota de agua. Los hombres vagan, muertos en vida o vivos muertos, pero estériles, impulsados por varios apetitos, consumidos por el azar o la muerte, ahogados, destruidos por el fuego. Su vano agitarse carece de toda noble dirección. Como síntesis expresiva de toda esa humanidad desintegrada, Eliot introduce al viejo Tiresias (Old man with wrinkled female breasts, “anciano con senos arrugados de mujer”, traduce E. Munguía), el viejo Tiresias que fuera, según cuenta Ovidio en sus Metamorfosis, hombre y mujer sucesivamente. “Lo que ve Tiresias”, dice Eliot, “es de hecho la sustancia del poema”. Este viejo es testigo de la presurosa cohabitación de una indiferente taquígrafa y su joven amante. Y el viejo medita (o se lamenta):

Y yo, Tiresias, he sufrido todo
esto ya sobre el mismo lecho o diván;
yo que en Tebas me he sentado al pie del muro
y caminado entre los más viles de los muertos.

El poema se cierra con un extenso trozo en que se mezclan las reminiscencias evangélicas (el encuentro en Emaús) con “la decadencia presente de Europa” (según escribe Eliot). Algunas palabras de la quinta Upanishad suenan recurrentemente en esta última parte, aportando su sereno mensaje: Datta. Dayadhvam. Damyata. (Da. Simpatiza. Gobiérnate.) Y con las palabras Shantih, shantih, shantih –que significan: “La paz sobrepasa toda comprensión”– se cierra este denso, caótico, lúcido poema.

La compleja estructura sinfónica de La tierra baldía no facilita, por cierto, la comprensión del lector. Esta dificultad se agrava por las mismas voces que usa liberalmente el poeta. Eliot no vacila en introducir en su texto cinco versos (en alemán) de Tristan und Isolde; o un fragmento (en francés) del prefacio a Les fleurs du mal; o un endecasílabo (en italiano) del Purgatorio; o una palabra (en latín) del libro quinto de la Aeneid. Toda esta erudición poética dificulta o entorpece la comprensión inmediata. (Es claro que el lector no debe olvidar que este mismo Eliot ha escrito alguna vez: “Lo sorprendente en la poesía de Dante es que sea, en un sentido, extremadamente fácil de leer. Es una prueba […] de que la poesía genuina puede comunicarse antes de ser comprendida.” Quizás Eliot anhelara esta comunicación independientemente del sentido.)

Y aunque Eliot haya anotado en su poema, indicando las fuentes de muchas imágenes o explicando el valor de algunos símbolos, sus notas no son demasiado explícitas. (Tienen, sin embargo, un enorme valor, ya que documentan la raíz antropológica de la concepción del poema. En una nota inicial, Eliot reconoce su deuda general con The golden bough de sir James G. Frazer y una deuda más particular en el simbolismo circunstancial del poema con el libro de miss Jessie L. Weston sobre la leyenda del Grial: From ritual to romance.) Esta forma compleja de composición –o de desintegración según afirman algunos– podrá parecer excesivamente artificiosa a un lector actual, que olvida fácilmente a los clásicos que la realizaron (un Ausonio, por ejemplo; un Dante). En realidad, mediante ella Eliot quiere ser fiel a sus propias experiencias poéticas. En el poeta –en su mente creadora– se dan juntas o simultáneas la sensación actual y la reminiscencia cultural. Ya Eliot escribía en uno de sus ensayos críticos –“Los poetas metafísicos”, 1921–: “Cuando la mente de un poeta está perfectamente equipada para su tarea, constantemente está amalgamando experiencias dispares; la experiencia del hombre común es caótica, irregular, fragmentaria. Este se enamora, o lee a Spinoza, y estas dos experiencias no tienen relación la una con la otra, ni con el ruido de la máquina de escribir o con el olor de comida; en la mente del poeta estas experiencias siempre están formando conjuntos nuevos.” Para el poeta, tanto los elementos de la más inmediata realidad, como los de la más intransitada cultura, pueden darse en un solo golpe intuitivo, en una iluminación, en un pensamiento. (“Un pensamiento”, escribió cierta vez Eliot con palabras que pueden aplicársele, “era para Donne una experiencia; modificaba su sensibilidad”.)

Lo que significó La tierra baldía para los jóvenes poetas de habla inglesa ha sido contado repetidas veces. (Uno de ellos, Desmond Hawkins, ha escrito recientemente: “Eliot restauró la posición de la poesía como un arte elevado y no, meramente, como una efusión caprichosa.”) Lo que significó para el mismo poeta La tierra baldía es ahora evidente: una brillante etapa cumplida, una culminación. No, la culminación.

Para muchos contemporáneos este poema traducía impecablemente la desesperación, la inútil esterilidad del mundo contemporáneo; pero el mensaje que aportaban las palabras de la Upanishad no podía tenerse en cuenta. Para otros (para el mismo Eliot, quizás) este poema señalaba tan solo el mal, pero no su aniquilación. Y muchos lectores católicos podrían haber percibido, a través de sus duras, hasta cínicas imágenes, a través del caos y la desolación, una sutil línea redentora, ya que ese páramo, esa tierra gastada, parecía inscribirse dentro de la gran tradición cristiana del pecado original. (V. Génesis 3:17-19.)

Si algunos poemas posteriores (“The hollow men”, por ejemplo) acentuaron esta lúcida visión crepuscular, ya dentro del poeta iba naciendo, o descubriéndose, la diritta via. Y cuando se publicó en 1930 “Ash Wednesday” la conversión al catolicismo del poeta (el retorno del hijo, en realidad) pareció revelación enceguecedora. Pero “Ash Wednesday” no es todavía un canto de triunfo, sino uno de penitencia:

Porque no espero nunca más volver
Porque no espero
Porque no espero nunca más

El alma se eleva desde la ceniza de su carne hasta su propia esperanzada resurrección, expiando en intensa devoción, en plegaria infinita, su propia indignidad. Si en La tierra baldía se juntaban los temas y los motivos de orbes poéticos y filosóficos opuestos, aquí en este “Miércoles de Ceniza” aparecen confundidos los temas y motivos de la poderosa poesía judeocristiana –desde los Salmos, o Isaías, hasta la liturgia, pasando por los trovadores provenzales, los lores a Nuestra Señora o los místicos españoles–; con este poema Eliot alcanza naturalmente las más altas cumbres de la poesía religiosa de Occidente. ~

Marcha, 12 de noviembre de 1948.
Publicado con la autorización de los
herederos de Emir Rodríguez Monegal.

 

https://letraslibres.com/revista/la-poesia-de-t-s-eliot/

Vocación y acento de Marcel Proust


https://www.muyinteresante.es/cultura/articulo/15-frases-celebres-de-marcel-proust-931436447673

 

 

Aunque desde hace tiempo es conocido entre nosotros el origen mexicano del gran crítico literario francés Ramón Fernández, su obra permanece casi inédita en español. Figura brillante en uno de los grupos más nutridos de inteligencia y pluralidad en la historia de la crítica literaria, el de la Nouvelle Revue Française (NRF) en los años de entreguerras, su muerte natural –de una embolia el 3 de agosto de 1944, pocos días antes de la liberación de París, tras haber colaborado con el régimen de Vichy– le ahorró el proceso al que habría sido sometido durante la llamada Depuración, incoado contra escritores y periodistas que apoyaron activamente la ocupación alemana. Durante décadas, ese pasado ominoso ocultó sus libros definitivos sobre Molière, Gide, Balzac, Barrès y Proust, junto a decenas de artículos políticos y filosóficos. Hijo del diplomático porfiriano Ramón María Buenaventura Adeodato Fernández, Ramón Fernández –ya sin los acentos– fue cultivado, tiempo después, por Alfonso Reyes, sin éxito, para que asumiera como escritor algo de su herencia mexicana. No lo hizo. Pero por fortuna su hijo, el novelista Dominique Fernández (1929), miembro de la Academia Francesa, ha honrado ese origen como puede leerse en Ramon (2008), la anchurosa biografía de su padre. Para conmemorar el centenario de 1922, cuando Proust, antes de morir, publicó la primera parte de Sodoma y Gomorra, libro central en su empresa, tradujimos dos fragmentos de Fernandez sobre Proust: uno, las primeras páginas de “La vocation révélé” de Proust (1943; Grasset, 1979) y otro, “L’accent perdu”, el texto de Fernandez para la NRF(“Hommage à Marcel Proust”; Gallimard, edición facsimilar, 1991), del 1 de enero de 1923, número dedicado íntegramente a la memoria de Proust, de quien Ramon Fernandez fuera amigo íntimo, además de uno de los más finos intérpretes de En busca del tiempo perdido.

La vocación revelada

En busca del tiempo perdido es a la vez la historia de una época y la historia de una conciencia. Este desdoblamiento y esta conjunción le otorgan la profunda, la sorprendente originalidad, que le da a la obra de Proust ese acento tan particular, tan nuevo y al mismo tiempo tan deseado que hizo a Charles Du Bos recibirla como una obra “inesperada”. Efectivamente, por lo general, y más particularmente en la tradición francesa, el novelista que pinta una sociedad se borra detrás de su pintura, y solo marca su presencia por el color de esta y su relieve; el análisis del yo, como un Constant, un Nerval, un Fromentin, solo se describe indirectamente y por sugerencias rápidas, el marco donde el yo evoluciona… Pero hay más. Mediante el entrelazado de la impresión subjetiva y del juicio objetivo, Marcel Proust añade lo que podríamos llamar una tercera dimensión a su cuadro: la dimensión del tiempo. A la vez que cuenta lo que ve (visión novelesca), cuenta cómo ha sido llevado a ver (visión subjetiva), y por qué ha sido arrastrado a describir su tiempo (visión del memorialista). Por último –cuarta dimensión– ofrece una lección general de esas tres visiones y sus relaciones: incluye, al final de El tiempo recobrado, es decir, al final de la novela misma, una estética muy consciente que conforma a la vez la justificación de su obra y la justificación de su vida. Esta es la síntesis potente y singular cuyos elementos esenciales trataremos de analizar en este texto.

Estas cuatro visiones tienen que estar presentes en la mente del lector que quiera entender bien a Proust: todos los contrasentidos sobre su obra (abundan) provienen del olvido de una o de la otra, o del rechazo a integrarlas y organizarlas en un juicio crítico. Solo revelaré uno, de momento, a modo de ejemplo: se reprocha a Marcel Proust la frivolidad de sus intereses, de sus pasiones y del mundo que describe: es confundir la profundización espiritual, intelectual de un objeto con ese objeto tomado en sí mismo. ¿Elige la ciencia sus campos de investigación según su mayor o menor dignidad? Eso sería volver a caer en prejuicios escolásticos. Lo que nos importa, en el caso de Marcel Proust, es que supo consumir toda la sustancia sensible que consideró y ordenarla completamente a su juicio; supo llevar a cabo su experimento hasta el final. Respondo lo mismo a los que le reprochan ser un novelista “mundano”. Se entendería si se tomase el término en el sentido que le daban la Iglesia y los sermones, pero ¿se trata de gentes de “mundo” porque no ofrecen experiencias tan privilegiadas como los obreros o los industriales? Esta vez, sería confundir el valor psicológico del análisis con el valor social o moral de lo que se analiza.

Al final, En busca del tiempo perdido tiene valor sobre todo, al menos a mis ojos, en la medida en que nos revela en Marcel Proust al “testigo” más extraordinario de nuestro tiempo. Se introdujo en la sociedad como esos microbios que revelan de golpe el deterioro de un organismo. Están las novelas de una sociedad (como La comedia humana) y están las novelas de sociedad (comparables a los juegos de sociedad), esas eran precisamente las que reinaban cuando apareció Por el camino de Swann. La novela de una sociedad comporta su más alta significación cuando el novelista obedece a un destino excepcional, que ha desviado en su obra y salvado en esa obra su voluntad de poder, como Balzac, o que, como Proust, ha conseguido transponer en esa obra una vida inviable de cualquier otra manera. Hace falta, en fin, que la obra sea la solución a un drama o la consagración de una tragedia.

Todos esos títulos hacen de En busca del tiempo perdido una suma, más exactamente en el sentido medieval que en el sentido que la palabra tomó después. El libro, desde Swann hasta El tiempo recobrado, ofrece un sentido exotérico y un sentido esotérico, pero la originalidad de Proust consiste en librar él mismo el sentido esotérico y en no volver a entrar en el silencio eterno antes de haber entregado el secreto de su palabra.

En busca del tiempo perdido es la historia de una vocación, de la vocación de un niño que toma conciencia, lentamente y después de sinsabores sentimentales e intelectuales, de él mismo y de los personajes que le rodean y de los que se rodea. Al principio cree en la verdad absoluta de los sentimientos que experimenta; pero pronto constata con dolor que esos sentimientos están sometidos a leyes impersonales a las que su vida interior, su vida más íntima y la más diferente, no ha escapado. Tal es la tragedia esencial de Marcel Proust, esa doble visión que le da la madurez: visión del mundo tal como lo siente, visión del mundo tal como es en su mecanismo ciego. Con el amor y la vida mundana, con el arte, como sus centros de interés principales, constata que las personas amadas son intercambiables (ni más ni menos que peones en un tablero de ajedrez o coches en una carretera), y que la gente de mundo no era más que brillantes fantasmas por los que nadie se preocupa después de que han pasado. Así, actor y testigo, ha perdido su tiempo, ese tiempo que mata los sentimientos, maquilla los rostros, resuelve jugándose situaciones irresolubles, hace todo lo que el esfuerzo humano no había podido hacer, pero lo hace siempre –hay que decirlo– a contratiempo, para que el individuo se persiga con el tiempo, juega al escondite con su memoria, no logra nunca su objetivo salvo en una ignorancia trágica de los motivos que le habían empujado a querer alcanzarlo. No es solo el tiempo lo que ha perdido: es la vida en sí misma, la vida en tanto que vivida actualmente, en tanto que querida, en tanto que experimentada y que se desvanece bajo la mirada como en un juego de espejos.

Es entonces cuando surge una revelación a la vez imprevista e inesperada. Un accidente de memoria (no hay otra palabra) le restituye su vida pasada, o al menos momentos, “instantes” privilegiados de ella. Siguiendo la llamada, remontando hasta la fuente, suspendiendo el vuelo del tiempo, Proust podrá reencontrarse en la contemplación estética de lo que había perdido en la experimentación de la vida. La intuición estética desempeña aquí, muy exactamente, el papel que juega en otras conciencias la intuición mística. Por ella abandona la altura de la vida para reunirse, como en un aleteo, con la altura de la contemplación; por ella se desliza deliciosamente en el tiempo a la eternidad. Agarremos primero ese momento privilegiado en el que la lenta oruga se metamorfosea en mariposa.

El acento perdido

Los bombarderos causan furor, me impiden dormir. Como hacía mucho tiempo que no tenía noticias suyas, pensaba en él y deseaba ardientemente volver a verlo. No desesperaba de evocarlo en mi cuarto oscuro, siempre había creído que su cuerpo solo obedecía a las leyes del espíritu. Mi voluntad abierta comenzaba a entumecerse cuando, de repente, ligero como un volante, mi nombre saltó por la ventana abierta y vino a golpearme con sorpresa y alegría. Salté a mi vez y puse la oreja. Del patio desierto, en la noche en llamas mostraba su voz, su milagrosa voz, prudente, discreta, abstracta, marcada, desdibujada, que parecía formar los sonidos más allá de los dientes y los labios, más allá de la garganta, en las regiones mismas de la inteligencia. Esa voz tejía a su alrededor una atmósfera ligera, un mundo desmaterializado, donde todo cuerpo se reducía a su cuerpo astral, donde no había ya ni bombarderos ni metralla ni guerra. Mi impresión no podía ser del todo imaginaria puesto que mi portera, imantada por esta voz, salió del sótano en el que gemía y tuvo energía para indicar mi piso entre dos disparos del cañón automático que, en la esquina de la calle, bombardeaba el cielo.

Sin duda quería despertarme y como, leyendo en nosotros, iba más rápido que nuestra conciencia e incluso que nuestra experiencia, ya no estaba muy seguro de recordar un día en que hubiera dormido. Pero como protesté sin embargo: “Entonces, ¿no dormía? Es extremadamente peligroso quedarse despierto hasta tan tarde, y me sentía verdaderamente culpable de despertarle así. Tengo ganas de pedirle a mi hermano que escriba a vuestra señora madre para advertirle del peligro que tiene para usted estar en vela. De hecho, me voy ahora mismo…” Se quedó de pie, la cabeza ligeramente inclinada sobre el hombro, el cuerpo rígido, mecánico y ligero como el de un médium en trance y, girando sobre sí mismo como la luz de un faro, alumbró con su inteligencia hasta el rincón más pequeño del cuarto donde lo recibí. Sus admirables ojos se pegaban materialmente a los muebles, a las cortinas, a las baratijas; por todos los poros de su piel parecía aspirar toda la realidad contenida en la habitación, en el instante, en mí mismo, y la especie de éxtasis que se pintaba en su rostro era el del médium que recibe mensajes invisibles de las cosas. Se deshizo en exclamaciones de admiración que no tomé por halagos puesto que ponía una obra maestra allí donde sus ojos se paraban. Por fin, fijó en mí su mirada, que filtraba a través de los rostros, y tuve la impresión de que mis pensamientos golpeaban directamente su retina.

“Le voy a pedir una cosa muy indiscreta, muy inoportuna, pero que explicará en un sentido, si no justificará, esta incomodidad que le causo y que sin duda no me perdonará nunca. Podría, usted que habla italiano, pronunciar la traducción italiana de sans rigueur?” Enseguida, sin pedir explicaciones, pronuncié “senza rigore” con toda la claridad posible. “¿Sería demasiado pedir que lo repitiera –dijo con voz suave y contenida–. Una palabra extranjera que no sé pronunciar me produce una especie de angustia. No puedo tener la intuición, poseerla, no puedo instalarla en mí. Estoy obsesionado por ese sans rigueur italiano que tuve la ocurrencia de poner en un pasaje, por otra parte sin interés, de mi libro, y mi frase, con esas palabras que no entiendo, me produce el efecto de tener lo que los mecánicos llaman, creo, un lobo. Es casi intolerable.” Articulé de nuevo “senza rigore”. Me escuchó, los ojos cerrados, sin repetir la palabra que iba a resonar en el fondo de su memoria, y me dio las gracias con tanta efusión como si acabara de llevarlo a visitar la iglesia de Balbec o la de San Marcos en Venecia. Después se fue, o quizá se desvaneció, fantasma bienhechor, pero irritante también puesto que se llevó de mi habitación formas, colores, olores y sonidos que yo no percibía jamás, lo que, por reacción, me daba el sentimiento de vivir un millón de cosas desconocidas. No temía que fuera víctima de los bombarderos. Lo creía invulnerable. Un ser así solo puede sacar de él mismo el sufrimiento y la muerte.

Cuando, un año más tarde, descubrí en un rincón de A la sombra de las muchachas en flor, entre comillas, página 145, ese senza rigore evocador de rayo tosco y de dulce espiritualidad, comprendí, mejor que después de un largo estudio, que en la obra de Proust, inervada por todas partes como un tejido vivo, la más mínima palabra, quizá la letra más pequeña, representa un deseo, una inquietud, una experiencia, un recuerdo. Y ahí está su moral, en esa mágica caza de sensaciones, dura moral de la angustia, de la intuición integral y de la honestidad. ~

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Visitas a Walt Whitman

Reconocida por sus relatos y ensayos, Virginia Woolf también fue una crítica literaria de primer orden, capaz de enfocarse tanto en la personalidad como en la obra. En la siguiente reseña esboza un retrato inigualable del poeta de América.

De 1908 a 1938 Virginia Woolf colaboró como crítica literaria en The Times Literary Supplement. Durante dos décadas, el editor Bruce Richmond le envió cientos de libros a comentar, entre ellos Visits to Walt Whitman in 1890-1891, de John Johnston y James William Wallace, un libro que narraba los encuentros de dos miembros de la Bolton Whitman Fellowship con el poeta estadounidense y cuya reseña apareció en la revista el 3 de enero de 1918. A los veintiséis años Woolf empezó su carrera literaria como reseñista, lo que le permitió adquirir independencia financiera y desarrollar algunas ideas sobre las posibilidades del lenguaje y el estilo que más adelante pondría a prueba en sus propias obras, como El cuarto de Jacob, publicada en 1922.

***

Los grandes fuegos de la vida intelectual que arden en Oxford y Cambridge están tan bien alimentados y han vivido por tanto tiempo que es difícil sentir, como uno debería, la maravilla de esta concentración en las cosas inmateriales. Cuando, no obstante, uno tropieza de manera azarosa con un fuego ardiendo de manera aislada sin asociaciones o ánimo para resguardarlo, la flama del espíritu se convierte en un corazón visible donde uno puede calentarse las manos y pronunciar un agradecimiento. Es solo por azar que uno se topa con algunos de estos fuegos. Arden en lugares inesperados. Si se pidiera trazar la condición de Bolton alrededor del año 1885, uno pensaría sin duda en el mercado del algodón, como si el centro de la prosperidad de la ciudad dependiera de eso. No habría mención al grupo de hombres jóvenes –clérigos, manufactureros, artesanos y banqueros de profesión– que se reúne los lunes por la tarde para hablar de asuntos serios, abordar los temas más íntimos y controversiales de manera franca sin miedo a ofender a alguien, y mantener el punto de vista particular sobre que Walt Whitman fue “la figura de la época más grande de toda la literatura”. Sin embargo, quién se atrevería a establecer un límite a los efectos de dicha charla. En esta instancia, además del invaluable servicio espiritual, esta tuvo algunos sorprendentes resultados tangibles. Como consecuencia de esas reuniones dos de sus participantes cruzaron el Atlántico, un flujo constante de regalos y mensajes se mantuvo entre Bolton y Camden, y mientras Whitman agonizaba tenía en su mente a esos “buenos muchachos de Lancashire”. El libro que recuenta estos eventos había sido publicado anteriormente, pero vale la pena que se reimprima por las luces que arroja sobre un nuevo tipo de héroe y la clase de adoración que era aceptable hacia él.

Para Whitman no era impropio de la dignidad humana aceptar dinero o ropa interior, pero decía que no había necesidad de hablar de esas cosas como regalos. Por otro lado, no tenía interés en una alabanza fundada en la ilusión de que él fuera mejor o diferente a la mayoría de los seres humanos. “Bueno –decía mientras estiraba su mano para saludar al señor Wallace–, vinieron para desilusionarse, ¿cierto?” Y el señor Wallace reconoció que estaba un poco desilusionado. Nada en la apariencia de Walt Whitman desentonaba con la más elevada tradición poética. Era un anciano magnífico, enorme, corpulento, impresionante por su poder, su delicadeza y su profunda simpatía. La desilusión se debía a que “la figura de la época más grande de toda la literatura” era “simple, ordinaria y mucho más íntimamente cercana a mí de lo que imaginaba”. En efecto, el poeta parecía haberse esforzado por poner en primer plano su humanidad común. Y todo sobre él era tan duro como debía ser. El piso, que solo lucía alfombrado hasta la mitad, estaba tapizado con pilas de papeles. Los alimentos y los utensilios de limpieza se mezclaban con pruebas y recortes de periódico en acumulaciones ancestrales que incluso una preciosa carta de Emerson apareció por accidente después de años de estar oculta. Entre todos esos desechos Walt Whitman se sentaba impecablemente limpio en su traje gris, con un semblante más parecido al de un granjero retirado cuyas jornadas laborales habían concluido. Él disfrutaba hablar de este hombre y preguntarles a sus invitados sobre sus hijos y su tierra y, ya fuera por pensar en lugares y seres humanos más que en libros y pensamientos, su estado de ánimo era uniformemente benigno. Su temperamento, y ningún sentido de la obligación, lo llevó a este punto de vista, que en su opinión le correspondía “dar o expresar quien realmente era y, si me sentía como el diablo, ¡decirlo!”

Y luego parecía que este granjero sabio y libre pensador recibía cartas de Symonds y le enviaba mensajes a Tennyson, y era indisputablemente, tanto en su opinión como en la de él, de la misma estatura e importancia que cualquiera de las figuras heroicas del pasado y del presente. Sus nombres salían en la conversación como si se tratara de sus iguales. En realidad, ahora y entonces algo parecía “ponerlo en un aislamiento espiritual y darle por momentos un aire de tristeza melancólica”, mientras que en su charla y chismorreo salían sin esfuerzo las frases e ideas de sus poemas. La superioridad y la vitalidad no se encuentran en la clase, sino en las mayorías. El promedio de las personas estadounidenses, insistía él, era inmenso, “aunque ningún hombre puede llegar a ser verdaderamente heroico si es realmente pobre”. Y “Shakespeare y el resto” llegan por sí solos al hilo de otros asuntos. “Shakespeare es el poeta de las grandes personalidades.” En cuanto a la pasión, “yo creo que Esquilo era mejor”. “Un barco a toda vela es el espectáculo más grandioso del mundo, y nunca se ha incluido en un poema.” O podía lanzar comentarios de la misma altura sobre sus importantes contemporáneos ingleses. Carlyle, opinaba, “carece de amor”. Carlyle era un gruñón. “Cuando las estrellas brillan intensamente –supongo que una excepción en ese país– alguien le decía: ‘Es una vista hermosa’ y Carlyle respondía: ‘Es una vista triste’… Qué gruñón era.”

Es inevitable que uno compare a dos ancianos cuyas vidas tomaron diferentes cursos, donde uno no veía más que tristeza en el fulgor de las estrellas y el otro podía sumergirse en un ensueño de dicha solo con oler la esencia de una naranja. En Whitman la capacidad para el placer parece no haber disminuido nunca y el poder de incluir creció más y más. Así que, a pesar de que los autores de este libro lamentan que dejaron fuera un sinfín de dichos triviales por ofrecer, nos quedamos con una sensación de “una inmensa vista de fondo” y las estrellas brillando más intensas que nunca. ~

https://letraslibres.com/revista/visitas-a-walt-whitman/







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