LETRAS
LIBRES
La poesía de T. S. Eliot
https://es.wikipedia.org/wiki/T._S._Eliot
La obra de Eliot puede
entenderse a partir de dos grandes momentos: La tierra baldía y los Cuatro
cuartetos. Este ensayo analiza los rasgos que hacen del poema publicado en 1922
no solo una cumbre de la lírica inglesa sino la culminación de su trayectoria.
Esta introducción a T. S. Eliot apareció en Marcha, el semanario uruguayo que entre 1939 y 1974 fue uno de
los referentes ineludibles de la cultura latinoamericana. Su autor, un Emir
Rodríguez Monegal de veintisiete años, habría de convertirse en uno de los
principales críticos literarios en lengua española, sin el cual, por ejemplo,
no puede escribirse cabalmente la historia del boom. Al profundo
conocimiento que Rodríguez Monegal, biógrafo de Borges, tenía de nuestras
letras, se agregó su sintética pasión cosmopolita, legible en esta nota sobre
Eliot. Se cumplen cien años de la aparición de La tierra baldía y el 28 de julio de 2021 se cumplió, también, el primer
centenario del nacimiento de Rodríguez Monegal, en su día colaborador asiduo
de Plural y Vuelta.
***
Algunas precisiones
Ni los escuetos datos de su biografía, ni la
enumeración de sus estudios filosóficos, permiten anticipar –aunque sea en
escorzo– esta obra poética que transformara profundamente la lírica inglesa de
la primera mitad del siglo XX. Es necesario relevar, también, las
influencias literarias. Una de las más evidentes es la de la poesía simbolista
francesa. (Montgomery Belgion menciona como probable estímulo inicial la
lectura del libro de Arthur Symons The symbolist movement in literature, 1899.) El descubrimiento de Baudelaire y
Rimbaud, de Mallarmé y Verlaine, de Jules Laforgue y Tristan Corbière, anuló en
Eliot la segunda influencia de los posrománticos ingleses y le permitió
modificar profundamente su cuadro de valores. Por otra parte, Eliot había
nutrido su sensibilidad y su inteligencia no solo con la lectura de los
filósofos griegos, sino (además) con el minucioso estudio de los dramaturgos
isabelinos y jacobinos –Kyd, Marlowe, Webster, Chapman, Shakespeare, Jonson,
Middleton, Heywood, Cyril Tourneur, John Ford, Massinger–, con el comercio,
cada día más ahondado, de la poesía de Dante; con el examen revalorizador de
los poetas metafísicos del siglo XVII: un John Donne, un Cleveland, un Cowley.
Estos poetas constituían, principalmente, su caudal literario. Eliot los había
enfrentado como lector y como crítico y como creador, en una sola múltiple
actitud; en ellos apoyaría su obra poética, su elaboración crítica.
Pero también es necesario relevar la enorme
influencia que ejerció sobre Eliot la intensa personalidad de Ezra Pound, poeta
norteamericano exiliado en Europa desde 1907: un espíritu profundamente
renovador, un inquieto lector de todas las literaturas (occidentales y
orientales), un combativo teorizador de las nuevas corrientes (el imaginismo y
el vorticismo). Pound lanzó a Eliot en Londres. Bajo el estímulo directo de esa
“sorprendente inteligencia didáctica”, Eliot abandonó sus “lunares callejuelas
y nocturnos finiseculares” e ingresó en una “maciza región de creación verbal”,
para decirlo con palabras de un testigo: Wyndham Lewis. Algunos de los poemas
más importantes de Eliot (“Gerontion”, de 1920, por ejemplo) revelan
inequívocamente la huella de Pound. Sus destinos se separaron: mientras Eliot
se ubicaba en el centro de la poesía inglesa contemporánea y dilataba su
influencia sobre todo el Occidente, Ezra Pound se enclaustraba en su mundo
poético cada vez más enrarecido y hermético, más resonante de los ecos
antiguos. Sus convicciones políticas lo condujeron a la exaltación de
Mussolini, a la calurosa adhesión al fascismo, a la traición de su tierra
natal. Hoy expía, como hombre, esos errores. Está encerrado en el Saint
Elizabeths Hospital, en Washington, asilo de psicópatas. Juan Ramón Jiménez,
que suele visitarlo, cuenta que su mente sigue lúcida y audaz, pero su poesía
es cada día más incomunicable. La censura militar acaba de permitir la
publicación de su último libro: The Pisan cantos.) A este hombre
complejo y único dedicaría Eliot, en 1922, su más importante poema: La tierra baldía, con estas palabras iluminadoras: For Ezra Pound il miglior fabbro (el mejor artesano).
Trayectoria de su poesía
La obra poética de T. S. Eliot cabe en un
volumen normal. El poeta no se ha concedido ninguna facilidad y ha preferido
una intensa elaboración a una profusa inconsciencia. (Interrogado cierta vez
por William Empson sobre si creía que un poeta debía escribir versos por lo
menos cada semana, contestó con pausada ironía: “Considerando el asunto
general, creo que para muchos poetas lo más importante… es escribir lo menos
posible.”) Y esa elaboración minuciosa de la poesía se advierte no solo al
considerar la severa arquitectura de cada poema en particular (aun de los más
espontáneos, de los más aparentemente laxos), sino al echar un vistazo sobre su
entera obra poética, cuya fuerte unidad traduce el mismo vigilante impulso, la
misma segura maduración, una coherente proporción.
En su obra pueden señalarse dos grandes
momentos: uno que sirve para revelar su poesía al mundo de habla inglesa, a
través de esa culminación que se llama La tierra baldía; otro en que el desarrollo de esa misma poesía produce una nueva
culminación, menos brillante, menos accesible, pero tanto más densa, con
los Cuatro cuartetos. Entre ambas obras corre un periodo de
transición que representan magistralmente algunos poemas más breves menos
ambiciosos, como “The hollow men” (“Los hombres huecos”, 1925) y “Ash
Wednesday” (“Miércoles de Ceniza”, 1930).
Antes de publicar La tierra baldía (1922) Eliot había creado una poesía de rasgos muy
característicos, cuyos mejores poemas pueden quizá considerarse: “The love song
of J. Alfred Prufrock” (“La canción de amor de J. Alfred Prufrock”, 1915), “Gerontion”(1920),
“Portrait of a lady”(“Retrato de una dama”, 1915) y “La figlia che piange”
(1917). Pero casi todos los grandes aciertos de esta poesía –que reflejaba con
punzante simbolismo y con brío satírico la desilusión, el sentido de
irreparable frustración, que afligían a los hombres del momento– estaban
integrados en una unidad superior, poética e intelectualmente considerada
dentro de la amplia arquitectura de La tierra baldía.
Como las tragedia isabelinas que estudiaba
Eliot, La tierra baldía se halla dividida en cinco partes
desiguales, en las que el verso libre alterna con pasajes rimados: “The burial
of the dead” (“El entierro de los muertos”), “A game of chess” (“Una partida de
ajedrez”), “The fire sermon” (“El sermón del fuego”), “Death by water” (“Muerte
por agua”) y “What the thunder said” (“Lo que dijo el trueno”). En cada una de
las partes, Eliot alterna el soliloquio con la narración directa o con el
diálogo. En un clima de enorme tensión, que evoca simultáneamente la pesadilla
de Kafka y el monólogo joyceano, con una potencia verbal casi mágica en versos
que muerden la sensibilidad del lector, Eliot hace desfilar a los personajes,
más o menos fantasmales, de su poema: el archiduque, mi primo; Madame
Sosostris; el Marinero Fenicio, que más tarde ha de ahogarse; la Filomela de
Ovidio, brutalmente violada por el bárbaro rey; Lil y Albert; Mr. Eugenides, el
mercader de Esmirna; Tiresias, el testigo; la taquígrafa y el presuroso amante;
etc., etc. El paisaje es irreconocible y familiar a la vez. Parece Londres, es
Londres, deja de ser Londres. Es, también o por debajo, un páramo, una tierra
gastada, ya estéril, seca, sin una gota de agua. Los hombres vagan, muertos en
vida o vivos muertos, pero estériles, impulsados por varios apetitos, consumidos
por el azar o la muerte, ahogados, destruidos por el fuego. Su vano agitarse
carece de toda noble dirección. Como síntesis expresiva de toda esa humanidad
desintegrada, Eliot introduce al viejo Tiresias (Old man with wrinkled female breasts, “anciano con senos arrugados de mujer”,
traduce E. Munguía), el viejo Tiresias que fuera, según cuenta Ovidio en
sus Metamorfosis, hombre y mujer sucesivamente. “Lo que ve
Tiresias”, dice Eliot, “es de hecho la sustancia del poema”. Este viejo es
testigo de la presurosa cohabitación de una indiferente taquígrafa y su joven
amante. Y el viejo medita (o se lamenta):
Y yo, Tiresias, he sufrido todo
esto ya sobre el mismo lecho o diván;
yo que en Tebas me he sentado al pie del muro
y caminado entre los más viles de los muertos.
El poema se cierra con un extenso trozo en
que se mezclan las reminiscencias evangélicas (el encuentro en Emaús) con “la
decadencia presente de Europa” (según escribe Eliot). Algunas palabras de la
quinta Upanishad suenan recurrentemente en esta última parte, aportando su
sereno mensaje: Datta. Dayadhvam.
Damyata. (Da.
Simpatiza. Gobiérnate.) Y con las palabras Shantih, shantih, shantih –que significan: “La paz sobrepasa toda
comprensión”– se cierra este denso, caótico, lúcido poema.
La compleja estructura sinfónica de La tierra baldía no facilita, por cierto, la comprensión del lector. Esta
dificultad se agrava por las mismas voces que usa liberalmente el poeta. Eliot
no vacila en introducir en su texto cinco versos (en alemán) de Tristan und Isolde; o un fragmento (en francés) del prefacio a Les fleurs du mal; o un endecasílabo (en italiano) del Purgatorio; o una palabra
(en latín) del libro quinto de la Aeneid. Toda esta
erudición poética dificulta o entorpece la comprensión inmediata. (Es claro que
el lector no debe olvidar que este mismo Eliot ha escrito alguna vez: “Lo
sorprendente en la poesía de Dante es que sea, en un sentido, extremadamente
fácil de leer. Es una prueba […] de que la poesía genuina puede comunicarse
antes de ser comprendida.” Quizás Eliot anhelara esta comunicación
independientemente del sentido.)
Y aunque Eliot haya anotado en su poema,
indicando las fuentes de muchas imágenes o explicando el valor de algunos
símbolos, sus notas no son demasiado explícitas. (Tienen, sin embargo, un
enorme valor, ya que documentan la raíz antropológica de la concepción del
poema. En una nota inicial, Eliot reconoce su deuda general con The golden bough de sir James G. Frazer y una deuda más particular en el simbolismo
circunstancial del poema con el libro de miss Jessie L.
Weston sobre la leyenda del Grial: From ritual
to romance.) Esta forma
compleja de composición –o de desintegración según afirman algunos– podrá
parecer excesivamente artificiosa a un lector actual, que olvida fácilmente a
los clásicos que la realizaron (un Ausonio, por ejemplo; un Dante). En
realidad, mediante ella Eliot quiere ser fiel a sus propias experiencias
poéticas. En el poeta –en su mente creadora– se dan juntas o simultáneas la
sensación actual y la reminiscencia cultural. Ya Eliot escribía en uno de sus
ensayos críticos –“Los poetas metafísicos”, 1921–: “Cuando la mente de un poeta
está perfectamente equipada para su tarea, constantemente está amalgamando
experiencias dispares; la experiencia del hombre común es caótica, irregular,
fragmentaria. Este se enamora, o lee a Spinoza, y estas dos experiencias no
tienen relación la una con la otra, ni con el ruido de la máquina de escribir o
con el olor de comida; en la mente del poeta estas experiencias siempre están
formando conjuntos nuevos.” Para el poeta, tanto los elementos de la más
inmediata realidad, como los de la más intransitada cultura, pueden darse en un
solo golpe intuitivo, en una iluminación, en un pensamiento. (“Un pensamiento”,
escribió cierta vez Eliot con palabras que pueden aplicársele, “era para Donne
una experiencia; modificaba su sensibilidad”.)
Lo que significó La tierra baldía para los jóvenes poetas de habla inglesa ha sido contado repetidas
veces. (Uno de ellos, Desmond Hawkins, ha escrito recientemente: “Eliot
restauró la posición de la poesía como un arte elevado y no, meramente, como
una efusión caprichosa.”) Lo que significó para el mismo poeta La tierra baldía es ahora evidente: una brillante etapa cumplida, una culminación.
No, la culminación.
Para muchos contemporáneos este poema
traducía impecablemente la desesperación, la inútil esterilidad del mundo
contemporáneo; pero el mensaje que aportaban las palabras de la Upanishad no podía
tenerse en cuenta. Para otros (para el mismo Eliot, quizás) este poema señalaba
tan solo el mal, pero no su aniquilación. Y muchos lectores católicos podrían
haber percibido, a través de sus duras, hasta cínicas imágenes, a través del
caos y la desolación, una sutil línea redentora, ya que ese páramo, esa tierra
gastada, parecía inscribirse dentro de la gran tradición cristiana del pecado
original. (V. Génesis 3:17-19.)
Si algunos poemas posteriores (“The hollow
men”, por ejemplo) acentuaron esta lúcida visión crepuscular, ya dentro del
poeta iba naciendo, o descubriéndose, la diritta via. Y cuando se
publicó en 1930 “Ash Wednesday” la conversión al catolicismo del poeta (el
retorno del hijo, en realidad) pareció revelación enceguecedora. Pero “Ash
Wednesday” no es todavía un canto de triunfo, sino uno de penitencia:
Porque no espero nunca más volver
Porque no espero
Porque no espero nunca más
El alma se eleva desde la ceniza de su carne
hasta su propia esperanzada resurrección, expiando en intensa devoción, en
plegaria infinita, su propia indignidad. Si en La tierra baldía se juntaban los temas y los motivos de orbes poéticos y
filosóficos opuestos, aquí en este “Miércoles de Ceniza” aparecen confundidos
los temas y motivos de la poderosa poesía judeocristiana –desde los Salmos, o
Isaías, hasta la liturgia, pasando por los trovadores provenzales, los lores a
Nuestra Señora o los místicos españoles–; con este poema Eliot alcanza
naturalmente las más altas cumbres de la poesía religiosa de Occidente. ~
Marcha, 12 de noviembre de 1948.
Publicado con la autorización de los
herederos de Emir Rodríguez Monegal.
https://letraslibres.com/revista/la-poesia-de-t-s-eliot/
Vocación y acento de Marcel Proust
https://www.muyinteresante.es/cultura/articulo/15-frases-celebres-de-marcel-proust-931436447673
Aunque desde hace tiempo es conocido
entre nosotros el origen mexicano del gran crítico literario francés Ramón Fernández,
su obra permanece casi inédita en español. Figura brillante en uno de los
grupos más nutridos de inteligencia y pluralidad en la historia de la crítica
literaria, el de la Nouvelle Revue Française (NRF) en los años de entreguerras, su muerte natural –de una embolia el 3 de
agosto de 1944, pocos días antes de la liberación de París, tras haber
colaborado con el régimen de Vichy– le ahorró el proceso al que habría sido
sometido durante la llamada Depuración, incoado contra escritores y periodistas
que apoyaron activamente la ocupación alemana. Durante décadas, ese pasado
ominoso ocultó sus libros definitivos sobre Molière, Gide, Balzac, Barrès y
Proust, junto a decenas de artículos políticos y filosóficos. Hijo del diplomático
porfiriano Ramón María Buenaventura Adeodato Fernández, Ramón Fernández –ya sin
los acentos– fue cultivado, tiempo después, por Alfonso Reyes, sin éxito, para
que asumiera como escritor algo de su herencia mexicana. No lo hizo. Pero por
fortuna su hijo, el novelista Dominique Fernández (1929), miembro de la
Academia Francesa, ha honrado ese origen como puede leerse en Ramon (2008), la anchurosa biografía
de su padre. Para conmemorar el centenario de 1922, cuando Proust, antes de
morir, publicó la primera parte de Sodoma y Gomorra, libro central en su
empresa, tradujimos dos fragmentos de Fernandez sobre Proust: uno, las primeras
páginas de “La vocation révélé” de Proust (1943; Grasset, 1979) y
otro, “L’accent perdu”, el texto de Fernandez para la NRF(“Hommage à
Marcel Proust”; Gallimard, edición facsimilar, 1991), del 1 de enero de 1923,
número dedicado íntegramente a la memoria de Proust, de quien Ramon Fernandez fuera
amigo íntimo, además de uno de los más finos intérpretes de En busca del tiempo
perdido.
La vocación revelada
En busca del tiempo perdido es a la vez la
historia de una época y la historia de una conciencia. Este desdoblamiento y
esta conjunción le otorgan la profunda, la sorprendente originalidad, que le da
a la obra de Proust ese acento tan particular, tan nuevo y al mismo tiempo tan
deseado que hizo a Charles Du Bos recibirla como una obra “inesperada”.
Efectivamente, por lo general, y más particularmente en la tradición francesa,
el novelista que pinta una sociedad se borra detrás de su pintura, y solo marca
su presencia por el color de esta y su relieve; el análisis del yo, como un Constant, un
Nerval, un Fromentin, solo se describe indirectamente y por sugerencias
rápidas, el marco donde el yo evoluciona… Pero hay más. Mediante el entrelazado de la impresión
subjetiva y del juicio objetivo, Marcel Proust añade lo que podríamos llamar
una tercera dimensión a su cuadro: la dimensión del tiempo. A la vez que cuenta
lo que ve (visión novelesca), cuenta cómo ha sido llevado a ver (visión
subjetiva), y por qué ha sido arrastrado a describir su tiempo (visión del
memorialista). Por último –cuarta dimensión– ofrece una lección general de esas
tres visiones y sus relaciones: incluye, al final de El tiempo recobrado, es decir, al final de
la novela misma, una estética muy consciente que conforma a la vez la
justificación de su obra y la justificación de su vida. Esta es la síntesis
potente y singular cuyos elementos esenciales trataremos de analizar en este
texto.
Estas cuatro visiones
tienen que estar presentes en la mente del lector que quiera entender bien a
Proust: todos los contrasentidos sobre su obra (abundan) provienen del olvido
de una o de la otra, o del rechazo a integrarlas y organizarlas en un juicio
crítico. Solo revelaré uno, de momento, a modo de ejemplo: se reprocha a Marcel
Proust la frivolidad de sus intereses, de sus pasiones y del mundo que
describe: es confundir la profundización espiritual, intelectual de un objeto
con ese objeto tomado en sí mismo. ¿Elige la ciencia sus campos de
investigación según su mayor o menor dignidad? Eso sería volver a caer en
prejuicios escolásticos. Lo que nos importa, en el caso de Marcel Proust, es
que supo consumir toda la sustancia sensible que consideró y ordenarla
completamente a su juicio; supo llevar a cabo su experimento hasta el final.
Respondo lo mismo a los que le reprochan ser un novelista “mundano”. Se
entendería si se tomase el término en el sentido que le daban la Iglesia y los
sermones, pero ¿se trata de gentes de “mundo” porque no ofrecen experiencias
tan privilegiadas como los obreros o los industriales? Esta vez, sería
confundir el valor psicológico del análisis con el valor social o moral de lo
que se analiza.
Al final, En busca del tiempo perdido tiene valor sobre
todo, al menos a mis ojos, en la medida en que nos revela en Marcel Proust al
“testigo” más extraordinario de nuestro tiempo. Se introdujo en la sociedad
como esos microbios que revelan de golpe el deterioro de un organismo. Están
las novelas de una sociedad (como La comedia humana) y están las novelas de
sociedad (comparables a los juegos de sociedad), esas eran precisamente las que
reinaban cuando apareció Por el camino de Swann. La novela de una sociedad comporta su más alta significación cuando el
novelista obedece a un destino excepcional, que ha desviado en su obra y
salvado en esa obra su voluntad de poder, como Balzac, o que, como Proust, ha
conseguido transponer en esa obra una vida inviable de cualquier otra manera.
Hace falta, en fin, que la obra sea la solución a un drama o la consagración de
una tragedia.
Todos esos títulos hacen
de En busca del tiempo perdido una suma, más exactamente en el sentido medieval que en el sentido
que la palabra tomó después. El libro, desde Swann hasta El tiempo recobrado, ofrece un sentido
exotérico y un sentido esotérico, pero la originalidad de Proust consiste en
librar él mismo el sentido esotérico y en no volver a entrar en el silencio
eterno antes de haber entregado el secreto de su palabra.
En busca del tiempo perdido es la historia de
una vocación, de la vocación de un niño que toma conciencia, lentamente y
después de sinsabores sentimentales e intelectuales, de él mismo y de los
personajes que le rodean y de los que se rodea. Al principio cree en la verdad
absoluta de los sentimientos que experimenta; pero pronto constata con dolor
que esos sentimientos están sometidos a leyes impersonales a las que su vida
interior, su vida más íntima y la más diferente, no ha escapado. Tal es
la tragedia esencial de Marcel Proust, esa doble visión que le da la madurez:
visión del mundo tal como lo siente, visión del mundo tal como es en su
mecanismo ciego. Con el amor y la vida mundana, con el arte, como sus centros
de interés principales, constata que las personas amadas son intercambiables
(ni más ni menos que peones en un tablero de ajedrez o coches en una
carretera), y que la gente de mundo no era más que brillantes fantasmas por los
que nadie se preocupa después de que han pasado. Así, actor y testigo, ha
perdido su tiempo, ese tiempo que mata los sentimientos, maquilla los rostros,
resuelve jugándose situaciones irresolubles, hace todo lo que el esfuerzo
humano no había podido hacer, pero lo hace siempre –hay que decirlo– a
contratiempo, para que el individuo se persiga con el tiempo, juega al
escondite con su memoria, no logra nunca su objetivo salvo en una ignorancia
trágica de los motivos que le habían empujado a querer alcanzarlo. No es solo
el tiempo lo que ha perdido: es la vida en sí misma, la vida en tanto que
vivida actualmente, en tanto que querida, en tanto que experimentada y que se desvanece
bajo la mirada como en un juego de espejos.
Es entonces cuando surge
una revelación a la vez imprevista e inesperada. Un accidente de memoria (no
hay otra palabra) le restituye su vida pasada, o al menos momentos, “instantes”
privilegiados de ella. Siguiendo la llamada, remontando hasta la fuente,
suspendiendo el vuelo del tiempo, Proust podrá reencontrarse en la
contemplación estética de lo que había perdido en la experimentación de la
vida. La intuición estética desempeña aquí, muy exactamente, el papel que juega
en otras conciencias la intuición mística. Por ella abandona la altura de la
vida para reunirse, como en un aleteo, con la altura de la contemplación; por
ella se desliza deliciosamente en el tiempo a la eternidad. Agarremos primero
ese momento privilegiado en el que la lenta oruga se metamorfosea en mariposa.
El acento perdido
Los bombarderos causan
furor, me impiden dormir. Como hacía mucho tiempo que no tenía noticias suyas,
pensaba en él y deseaba ardientemente volver a verlo. No desesperaba de
evocarlo en mi cuarto oscuro, siempre había creído que su cuerpo solo obedecía
a las leyes del espíritu. Mi voluntad abierta comenzaba a entumecerse cuando,
de repente, ligero como un volante, mi nombre saltó por la ventana abierta y
vino a golpearme con sorpresa y alegría. Salté a mi vez y puse la oreja. Del
patio desierto, en la noche en llamas mostraba su voz, su milagrosa voz,
prudente, discreta, abstracta, marcada, desdibujada, que parecía formar los
sonidos más allá de los dientes y los labios, más allá de la garganta, en las
regiones mismas de la inteligencia. Esa voz tejía a su alrededor una atmósfera
ligera, un mundo desmaterializado, donde todo cuerpo se reducía a su cuerpo
astral, donde no había ya ni bombarderos ni metralla ni guerra. Mi impresión no
podía ser del todo imaginaria puesto que mi portera, imantada por esta voz,
salió del sótano en el que gemía y tuvo energía para indicar mi piso entre dos
disparos del cañón automático que, en la esquina de la calle, bombardeaba el
cielo.
Sin duda quería
despertarme y como, leyendo en nosotros, iba más rápido que nuestra conciencia
e incluso que nuestra experiencia, ya no estaba muy seguro de recordar un día
en que hubiera dormido. Pero como protesté sin embargo: “Entonces, ¿no dormía?
Es extremadamente peligroso quedarse despierto hasta tan tarde, y me sentía
verdaderamente culpable de despertarle así. Tengo ganas de pedirle a mi hermano
que escriba a vuestra señora madre para advertirle del peligro que tiene para
usted estar en vela. De hecho, me voy ahora mismo…” Se quedó de pie, la cabeza
ligeramente inclinada sobre el hombro, el cuerpo rígido, mecánico y ligero como
el de un médium en trance y, girando sobre sí mismo como la luz de un faro,
alumbró con su inteligencia hasta el rincón más pequeño del cuarto donde lo
recibí. Sus admirables ojos se pegaban materialmente a los muebles, a las
cortinas, a las baratijas; por todos los poros de su piel parecía aspirar toda
la realidad contenida en la habitación, en el instante, en mí mismo, y la
especie de éxtasis que se pintaba en su rostro era el del médium que recibe
mensajes invisibles de las cosas. Se deshizo en exclamaciones de admiración que
no tomé por halagos puesto que ponía una obra maestra allí donde sus ojos se
paraban. Por fin, fijó en mí su mirada, que filtraba a través de los rostros, y
tuve la impresión de que mis pensamientos golpeaban directamente su retina.
“Le voy a pedir una cosa
muy indiscreta, muy inoportuna, pero que explicará en un sentido, si no
justificará, esta incomodidad que le causo y que sin duda no me perdonará
nunca. Podría, usted que habla italiano, pronunciar la traducción italiana
de sans rigueur?” Enseguida, sin pedir explicaciones, pronuncié “senza rigore” con toda la claridad
posible. “¿Sería demasiado pedir que lo repitiera –dijo con voz suave y
contenida–. Una palabra extranjera que no sé pronunciar me produce una especie
de angustia. No puedo tener la intuición, poseerla, no puedo instalarla en mí.
Estoy obsesionado por ese sans rigueur italiano que tuve la ocurrencia de poner en un pasaje, por otra
parte sin interés, de mi libro, y mi frase, con esas palabras que no entiendo,
me produce el efecto de tener lo que los mecánicos llaman, creo, un lobo. Es casi intolerable.”
Articulé de nuevo “senza rigore”. Me escuchó, los ojos cerrados, sin repetir la palabra que iba a
resonar en el fondo de su memoria, y me dio las gracias con tanta efusión como
si acabara de llevarlo a visitar la iglesia de Balbec o la de San Marcos en
Venecia. Después se fue, o quizá se desvaneció, fantasma bienhechor, pero
irritante también puesto que se llevó de mi habitación formas, colores, olores
y sonidos que yo no percibía jamás, lo que, por reacción, me daba el sentimiento
de vivir un millón de cosas desconocidas. No temía que fuera víctima de los
bombarderos. Lo creía invulnerable. Un ser así solo puede sacar de él mismo el
sufrimiento y la muerte.
Cuando, un año más
tarde, descubrí en un rincón de A la sombra de las muchachas en flor, entre comillas, página 145, ese senza rigore evocador de rayo
tosco y de dulce espiritualidad, comprendí, mejor que después de un largo
estudio, que en la obra de Proust, inervada por todas partes como un tejido
vivo, la más mínima palabra, quizá la letra más pequeña, representa un deseo,
una inquietud, una experiencia, un recuerdo. Y ahí está su moral, en esa mágica
caza de sensaciones, dura moral de la angustia, de la intuición integral y de
la honestidad. ~
https://letraslibres.com/revista/vocacion-y-acento-de-marcel-proust/
Visitas a Walt Whitman
Reconocida por sus relatos y ensayos,
Virginia Woolf también fue una crítica literaria de primer orden, capaz de
enfocarse tanto en la personalidad como en la obra. En la siguiente reseña
esboza un retrato inigualable del poeta de América.
De 1908 a 1938 Virginia Woolf
colaboró como crítica literaria en The Times Literary Supplement. Durante dos décadas, el editor
Bruce Richmond le envió cientos de libros a comentar, entre ellos Visits to Walt Whitman
in 1890-1891, de John Johnston y James William Wallace, un libro que narraba los
encuentros de dos miembros de la Bolton Whitman Fellowship con el poeta estadounidense
y cuya reseña apareció en la revista el 3 de enero de 1918. A los veintiséis
años Woolf empezó su carrera literaria como reseñista, lo que le permitió
adquirir independencia financiera y desarrollar algunas ideas sobre las
posibilidades del lenguaje y el estilo que más adelante pondría a prueba en sus
propias obras, como El cuarto de Jacob, publicada en 1922.
***
Los grandes fuegos de la
vida intelectual que arden en Oxford y Cambridge están tan bien alimentados y
han vivido por tanto tiempo que es difícil sentir, como uno debería, la
maravilla de esta concentración en las cosas inmateriales. Cuando, no obstante,
uno tropieza de manera azarosa con un fuego ardiendo de manera aislada sin
asociaciones o ánimo para resguardarlo, la flama del espíritu se convierte en
un corazón visible donde uno puede calentarse las manos y pronunciar un
agradecimiento. Es solo por azar que uno se topa con algunos de estos fuegos.
Arden en lugares inesperados. Si se pidiera trazar la condición de Bolton
alrededor del año 1885, uno pensaría sin duda en el mercado del algodón, como
si el centro de la prosperidad de la ciudad dependiera de eso. No habría
mención al grupo de hombres jóvenes –clérigos, manufactureros, artesanos y
banqueros de profesión– que se reúne los lunes por la tarde para hablar de
asuntos serios, abordar los temas más íntimos y controversiales de manera
franca sin miedo a ofender a alguien, y mantener el punto de vista particular
sobre que Walt Whitman fue “la figura de la época más grande de toda la literatura”.
Sin embargo, quién se atrevería a establecer un límite a los efectos de dicha
charla. En esta instancia, además del invaluable servicio espiritual, esta tuvo
algunos sorprendentes resultados tangibles. Como consecuencia de esas reuniones
dos de sus participantes cruzaron el Atlántico, un flujo constante de regalos y
mensajes se mantuvo entre Bolton y Camden, y mientras Whitman agonizaba tenía
en su mente a esos “buenos muchachos de Lancashire”. El libro que recuenta
estos eventos había sido publicado anteriormente, pero vale la pena que se
reimprima por las luces que arroja sobre un nuevo tipo de héroe y la clase de
adoración que era aceptable hacia él.
Para Whitman no era
impropio de la dignidad humana aceptar dinero o ropa interior, pero decía que
no había necesidad de hablar de esas cosas como regalos. Por otro lado, no
tenía interés en una alabanza fundada en la ilusión de que él fuera mejor o
diferente a la mayoría de los seres humanos. “Bueno –decía mientras estiraba su
mano para saludar al señor Wallace–, vinieron para desilusionarse, ¿cierto?” Y
el señor Wallace reconoció que estaba un poco desilusionado. Nada en la
apariencia de Walt Whitman desentonaba con la más elevada tradición poética.
Era un anciano magnífico, enorme, corpulento, impresionante por su poder, su
delicadeza y su profunda simpatía. La desilusión se debía a que “la figura de
la época más grande de toda la literatura” era “simple, ordinaria y mucho más
íntimamente cercana a mí de lo que imaginaba”. En efecto, el poeta parecía
haberse esforzado por poner en primer plano su humanidad común. Y todo sobre él
era tan duro como debía ser. El piso, que solo lucía alfombrado hasta la mitad,
estaba tapizado con pilas de papeles. Los alimentos y los utensilios de
limpieza se mezclaban con pruebas y recortes de periódico en acumulaciones
ancestrales que incluso una preciosa carta de Emerson apareció por accidente
después de años de estar oculta. Entre todos esos desechos Walt Whitman se
sentaba impecablemente limpio en su traje gris, con un semblante más parecido
al de un granjero retirado cuyas jornadas laborales habían concluido. Él
disfrutaba hablar de este hombre y preguntarles a sus invitados sobre sus hijos
y su tierra y, ya fuera por pensar en lugares y seres humanos más que en libros
y pensamientos, su estado de ánimo era uniformemente benigno. Su temperamento,
y ningún sentido de la obligación, lo llevó a este punto de vista, que en su
opinión le correspondía “dar o expresar quien realmente era y, si me sentía
como el diablo, ¡decirlo!”
Y luego parecía que este
granjero sabio y libre pensador recibía cartas de Symonds y le enviaba mensajes
a Tennyson, y era indisputablemente, tanto en su opinión como en la de él, de
la misma estatura e importancia que cualquiera de las figuras heroicas del
pasado y del presente. Sus nombres salían en la conversación como si se tratara
de sus iguales. En realidad, ahora y entonces algo parecía “ponerlo en un
aislamiento espiritual y darle por momentos un aire de tristeza melancólica”,
mientras que en su charla y chismorreo salían sin esfuerzo las frases e ideas
de sus poemas. La superioridad y la vitalidad no se encuentran en la clase,
sino en las mayorías. El promedio de las personas estadounidenses, insistía él,
era inmenso, “aunque ningún hombre puede llegar a ser verdaderamente heroico si
es realmente pobre”. Y “Shakespeare y el resto” llegan por sí solos al hilo de
otros asuntos. “Shakespeare es el poeta de las grandes personalidades.” En
cuanto a la pasión, “yo creo que Esquilo era mejor”. “Un barco a toda vela es
el espectáculo más grandioso del mundo, y nunca se ha incluido en un poema.” O
podía lanzar comentarios de la misma altura sobre sus importantes
contemporáneos ingleses. Carlyle, opinaba, “carece de amor”. Carlyle era un
gruñón. “Cuando las estrellas brillan intensamente –supongo que una excepción
en ese país– alguien le decía: ‘Es una vista hermosa’ y Carlyle respondía: ‘Es
una vista triste’… Qué gruñón era.”
Es inevitable que uno
compare a dos ancianos cuyas vidas tomaron diferentes cursos, donde uno no veía
más que tristeza en el fulgor de las estrellas y el otro podía sumergirse en un
ensueño de dicha solo con oler la esencia de una naranja. En Whitman la
capacidad para el placer parece no haber disminuido nunca y el poder de incluir
creció más y más. Así que, a pesar de que los autores de este libro lamentan
que dejaron fuera un sinfín de dichos triviales por ofrecer, nos quedamos con
una sensación de “una inmensa vista de fondo” y las estrellas brillando más
intensas que nunca. ~
No hay comentarios:
Publicar un comentario