LAS VIOLETAS ENMASCARADAS:
ESCRITORAS
FANTASMAS MEXICANAS (1806—1851)
https://www.excelsior.com.mx/expresiones/2016/06/09/1097689
Esta investigación aborda las
prácticas de criptografía literaria mexicana. Encuentra en la escritura de
mujeres rasgos distintivos que marcan las cuestiones de género en la cadena de
trasmisión de la cultura y en el mercado editorial. Relaciona estrategias
femeninas para ocultar la autoría en México y en España. Da cuenta de
escritoras –y algún escritor—que recurren a enmascararse para poder publicar
sus creaciones. Propone además que el uso de máscaras apoyó el tránsito de la
escritura femenina desde la reclusión doméstica hasta la plaza pública.
Aprovecha para destacar a una decena de inéditas del siglo XIX, escritoras
fantasmas de aquella época.
SEUDÓNIMOS,
ANAGRAMAS, APODOS, SOBRENOMBRES Y MÁSCARAS PARA MOSTRAR EN PÚBLICO LO QUE SE
PIENSA EN PRIVADO
Trazar la historia literaria de
las mujeres en México, en América Latina, España, en fin, en las regiones
culturales de Occidente, llevará a descubrir la tradición escritural del
ocultamiento de la autoría. Y en el caso de las escritoras, se hará evidente
que esta tradición puede ser un subterfugio, una estrategia de sobrevivencia
ante la impuesta sumisión patriarcal. La organización androcéntrica –bipolar--
del universo; la separación entre lo público y lo privado; entre lo doméstico y
lo social; la división sexual del trabajo ordenaba a las mujeres a permanecer
alejadas de la plaza pública, en silencio, secuestradas en el hogar, atrapadas
en la reproducción social. Cuando sobrevino la Ilustración y emergió la cultura
de los derechos humanos, ilustración y derechos fueron primero para los
varones. Al principio, los recientemente liberados preferían ocultar su
pensamiento tras la máscara del seudónimo. De manera similar a los rebeldes y
activistas quienes hoy día, usan máscaras simbólicas o reales, como El
Comandante Marcos, o la Comandanta Ramona, para proteger la causa, por ejemplo,
del Movimiento Zapatista. Incluso los y las periodistas siguen recurriendo a
sobrenombres. En la popular revista mensual Contenido
tras la identidad de la auténtica Mary Lou Dabdoub, se rubrican los reportajes
colectivos de reporteros como Armando Ayala Anguiano, Elsa R. De Estrada, María
Elena Rico, Elisa Robledo o la propia Mary Lou (Ruiz Castañeda, 2000: 219).
Justifica el título de este
trabajo la licencia autoconcedida de nombrar “escritoras fantasmas” a las que
publicaron anónimamente, las inéditas, que aparecieron en las primeras
publicaciones del México Independiente. Una escritora fantasma es aquella que
escribe para otros u otras, y que por diversas razones - a veces por dinero -
evita publicar su nombre pese a ser la autora. Hoy día es práctica común que un
político o una estrella de cine contraten a “una pluma”, un letrado o letrada
para que escriba tal o cual biografía o responda una entrevista. Algunas
editoriales pagan para que se escriba tal o cual libro y salga bajo la autoría
de la casa, Reader´s Digest en el
mundo, Contenido en México, Grupo
Mondadori, en fin. Así se crea “una marca literaria”. Casi todos los
escritores y las escritoras han comenzado por ser “fantasmas” o sea, por
escribir para otros. Hay en ello cierto abuso, cierta precariedad en el escaso
o nulo gozo del derecho a la propiedad intelectual y el reconocimiento al genio
personal de hombres y mujeres. Acaso, cuando hay dinero de por medio, la
precariedad sea menor; pero cuando escribir para otros se convierte en
condición de género, en sumisión o supresión de pensamiento, es momento para el
empoderamiento.
En el caso de las mujeres, los
prejuicios de género, las identidades tradicionales, obligan desde inicios del
orden patriarcal del mundo, a la ignorancia, al silencio femenino, en bien del
mal entendido recato de las damas. De ahí el refrán de la época virreinal: “Mujer que sabe latín, ni encuentra marido,
ni tiene buen fin”, cuya primera oración sirvió de titulo a un ensayo de
Rosario Castellanos sobre la cultura femenina mexicana. O el fatal destino de
las escritoras, aquel que Ethel Krauze consignara en el proverbio: “Mujer que publica, mujer pública” cuando
impartió la célebre conferencia, dada en San Diego California “en el año 23 de
Nuestra Señora de la Liberación”. Brianda Domecq consagró de ahí el proverbial
título de su libro que ostenta el desafiante capítulo “PUTA, RE-PUTA, RE-PUTA-CIÓN (sic)” (Domecq, 1994: 39).
Existía la necesidad de
proteger el buen nombre, la fama pública de las que se atrevían a mostrar fuera
de la casa pensamiento y palabra gestada en la intimidad, en lo doméstico. Para
el siglo XIX, época del liberalismo, el historiador de la literatura regional
del Sureste mexicano explicaba así la necesidad de proteger el buen nombre de
las mujeres en la sociedad decimonónica:
Todas nuestras representantes del sexo femenino que sentían
nacer en su espíritu la inquietud del verso, se apresuraban a esconderse tras
el velo del seudónimo y a ir, poco a poco, asomando, tímidamente, la cabeza y
develando la personalidad, según se presentasen favorablemente o no las
circunstancias. (Esquivel, 1957: I, 168).
Esta investigación aborda
algunas máscaras, apodos, sobrenombres, anagramas y semi—anagramas, que las
mujeres asumieron como protección para liberarse de las imposiciones de género,
y poder publicar literatura. Este habitus, según Gómez de la Serna, ha sido
tentación continua para ellos y ellas: “Todos los escritores nos planteamos
alguna vez la querencia del seudónimo, todos pensamos encubrirnos con un nombre
supuesto que nos debiese toda su gloria o toda su obscuridad” (cit. Por Ruíz
Castañeda, 2000: XLIV). Recurren a “embozarse en la hopalanda del seudónimo” (XLVI),
desde Sócrates, Ptolomeo, Augusto, hasta Lebrija, Moliére, “Fígaro”, Máximo
Gorki, Mark Twain, Katherine Mansfield, sin olvidar a George Sand, a “La
Pensadora Gaditana”, a la Baronesa de Wilson, o a Pablo Neruda. Antes afirma
que “En la antigüedad todos los nombres suenan a seudónimo, y hasta “Jehová” es
como el primer seudónimo del ser supremo y misterioso” (XLV).
Cabe una breve mención a la
práctica masculina de Escribir como mujer entre hombres: lo que he llamado
“Travestismo literario mexicano” y que he documentado antes para los años
1805-1921. La llegada del primer romanticismo a México favorece, tras la
Independencia de España, el impulso masculino de recurrir a lo femenino para
expresar emociones al ser suaves, sensibles y tiernos. Se trata de un juego
entre los géneros, aceptable socialmente por el intercambio de identidades para
expresar recatadamente, los sentimientos y la dulzura, la emoción sentimental
sin tener que dejar de ser varones. Al travestismo recurren Ignacio Manuel
Altamirano, a quien se atribuyen los poemas sensibleros de una señorita
inventada “Ofelia Plissé”, hasta Alfredo Bablot, director de El Federalista, que solía convertirse en
“Raquel”. El aguerrido general Vicente Riva Palacio jugaba, jugaba y engañaba
al ambiente literario firmándose como “Rosa Espino”. Así, “El general era un
rosa”, y la prensa mexicana abundaba en noticias acerca de la “tierna poetisa
niña de Guadalajara”, cuyos padres le impedían viajar –“Las niñas buenas se
quedan en casa”— a recoger los premios y homenajes que repetidamente le
otorgara la Academia de Letrán, antecesora de la Academia Mexicana de la
Lengua, correspondiente de la Española (Schneider, 1993: 141)
A la titánica tarea de
registrar este habitus en la cultura letrada se dedicó mi maestra María del
Carmen Ruíz Castañeda - quien fuera por décadas directora de la Hemeroteca y la
Biblioteca Nacionales - y su colaborador Sergio Márquez Acevedo. Los dos
acopiaron justamente decenas de ediciones y miles de páginas publicadas en
torno al enciclopédico Diccionario de
seudónimos, anagramas, iniciales y otros alias. Obra de arqueología
textual, hace 3 lustros logró consignar a más de 3 mil autores y cerca de 7 mil
cambios de nombre, desde iniciales y semi-anagramas a palimpsestos y otras
máscaras, sigue en ello. Iniciaron este rastreo hacia 1986, y el asunto había
sido también de la curiosidad de eruditos y editores que rescataron y
re-publicaron catálogos y listas como las Iguiniz, Ignacio B. Del Castillo y
Juana Manrique de Lara y eruditos como el coronel Manuel Vázquez Cadena1, entre
otros. Incluyen ensayos, reflexiones e investigaciones en “tono al vasto e
inagotable mundo de la sinonimia mexicana” (Ruíz Castañeda, 2000: XIII). En
esto siguen. Citan a Jesús García Gutiérrez, quien enmascarado de “Beltrán
Claquín”, en 1907, declaraba:
Averiguar cuales hayan sido las razones que tuvo cada autor
para ponerse un seudónimo sería cosa útil; averiguar cuales fueron las que tuvo
para escoger determinado seudónimo sería empresa más laboriosa y menos útil que
la anterior, y poner la correspondencia entre el seudónimo y el nombre
verdadero es, sin duda, lo menos laborioso y más útil de la empresa. (Ruiz
Castañeda, 2000; XIV)
Descubrir a quienes se encubren
ante la opinión publica y aún así logran que pensamiento y palabra trasciendan,
es tarea útil para la historia literaria de un país. Especialmente cuando se
trata de publicar la obra, registrar la expresión, actualizarla y valorarla
para incluirla en el patrimonio cultural de una nación o de varias.
Suele decirse que el derecho a
la libertad de expresión es el primer derecho humano. Al menos, el primer
derecho a ostentar en la plaza pública lo que se piensa en privado, La libertad
de expresión se origina en la libertad de pensamiento, que es ahora, el derecho
a disentir, a pensar, sentir y vivir de manera diferente a lo que la sociedad
impone a sus habitantes. Y más para el género femenino, cuya condición social
implicaba confinamiento, reclusión en el mundo doméstico, en lo privado, en las
casas. Ya se sabe, la reproducción de la especie, el cuidado de la casa, el
sometimiento al dominio masculino eran las expectativas sociales para las
mujeres. Podían pensar lo que quisieran, pero de ahí a decirlo, a manifestarlo,
a divulgarlo, eso era otra cosa; pues la voz de las mujeres antes del siglo XIX
había sido silenciada, ocultada, aun usurpada por los varones en la sociedad
patriarcal.
Suele pensarse que las mujeres,
a lo largo de la historia, han escrito muy poco, han publicado menos. De ahí
que las entradas de escritoras en las enciclopedias y diccionarios de
escritores sean muy escasas antes del siglo XX. Pero quien se dedique a trazar
la historia literaria de las mujeres encontrará muchas obras donde se advierte
el pensamiento, la pluma femenina: intereses de las mujeres, ocultos tras
iniciales, seudónimos, cambios de nombre que sustenten la transformación
intersexual o trans--genérica. A la inversa, muchos varones recurren a este
travestismo nominal. Durante siglos, en las prácticas teatrales los varones
interpretan los papeles femeninos.
Tras disfraces y mascaras se
descubre a mujeres que escribían ocultas para defender sus ideas, para
resguardarse de los ataques y la censura. En ocasiones, los apodos,
sobrenombres o epítetos se usaban para distinguir lo femenino de lo masculino.
Otras, para facilitar a las mujeres el acceso a los dominios masculinos.
En estos juegos de
ocultamientos y máscaras los varones participan mucho. Más de una vez, en el
amplio abanico de las escrituras fantasmas, se da el caso del esposo que se
apodera del genio poético de la esposa; que publica como suyo lo que ella
escribe en casa. ¿Qué sucedió con la poetisa Luz Mayora, célebre profesora que
dejó de publicar o aparecer en los periódicos nacionales, tras casarse con
Justo Sierra? ¿Por qué Justo Sierra, quien llegara a ocupar el Ministerio de
Educación en el Porfiriato, comenzó a publicar lírica ya casado? Era bien
conocido por ser prosaico, ¿de donde devino lo poético?
El abanico de estas máscaras de
mujeres se puede rastrear desde la Antigüedad Clásica. Está el caso de Nossis,
escritora de la región de Locris, en el sur de Italia, tres siglos antes de
Cristo. La identifican como Thelyglossos, y es reconocida por el epíteto “La de femenina lengua”. Recuérdese en
España, a Cecilia Böhl de Faber, quien para empoderarse y acaso por petición de
sus editores, adopta el seudónimo doblemente masculino, de evocación heroica,
ibérica y protectora: “Fernán Caballero”. Tal cuestión nominalista tiene gran
impacto en la cadena de transmisión de la cultura, en el llamado “valor
social”. El nombre es rasgo de identidad, signo distintivo del origen, dice la
Hermenéutica. Antes, el apellido del marido servía de escudo contra la infamia.
Así, las mexicanas como Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santilla se amparan
doblemente bajo el “sor Juana” y siempre “De la Cruz”; Laura Mendéz de Cuenca
firmó como casada, tras el escándalo del suicidio de su amante, Manuel Acuña; o
las latinoamericanas como Juana Fernández, quien alcanza notoriedad eliminando
lo paterno y afirmándose en lo conyugal, “De Ibarborou”. Notorias son las
asumidas filiaciones paternales sociales, como la de Lucila Godoy Alcalaya, la
chilena que se convirtió en Gabriela Mistral, afirmándose como hija de dos
padres y sin madre, el occitano Mistral y el italiano Gabriele D'Annunzio. La
conocida escritora y conductora de televisión Cristina Pacheco 2, se llama en
realidad Cristina Romo Hernández; casada con José Emilio Pacheco, usa el
patronímico del marido como su nombre literario.
Cabe la digresión: hace poco
las feministas en Iberoamérica - amparadas en las políticas públicas de
igualdad y empoderamiento -, logramos lo que falta por alcanzar en las
sociedades de habla inglesa: conservar el apellido de origen, de la primera
familia aún después de casarse. En el mundo anglosajón, las mujeres al casarse
pierden el apellido que reciben de la casa paterna –nada de la materna-- y
adoptan el del marido; legalmente usan sólo apellidos paternos. En cambio, en
lengua española se ostentan las dos progenies, la masculina y la femenina; en
algunos Estados de la República Mexicana, se puede decidir cual de los dos
apellidos va primero, sea el materno o el paterno.
LA PARADOJA DE LO PRIVADO EN LO PÚBLICO
Con las transformaciones
sociales que la Ilustración acarreó para las mujeres en España, el derrumbe de
viejos prejuicios y los cambios de mentalidades y de estructura vino la
necesidad de una vida profesional propia para las mujeres. Con todo, en el
siglo XIX, época de transición, de grandes revoluciones políticas y sociales,
persistía el prejuicio del recato femenino que imponía anonimato:
Cuando un nuevo clima de libertad permite a tan gran número
de mujeres dedicarse a unas tareas acometidas antes por muy pocas, vamos a
encontrarnos con la paradoja de que muchas de ellas van a ocultarse en el
anónimo o a ampararse con seudónimos y otros recursos de disimulo más o menos
completo. Las causas, la variedad y el desarrollo de este fenómeno es lo que,
en sus líneas generales, nos proponemos analizar…. Cambios de estructuras y de
mentalidades, educación diferente, desaparición de viejos prejuicios y
nacimiento de otros, vida profesional propia, serán factores determinantes de
ese cambio”. (Simón Palmer, 1986: 92)
La filóloga peninsular
distingue matices en los motivos masculinos, las razones para usar seudónimos
en hombres:
Apenas si tienen aquí vigencia
algunos de los motivos tradicionales más conocidos, como la posición social
(Felipe IV), religiosa (Tirso de Molina) o los científicos declarados por los
propios interesados en nuestro tiempo, como las consideraciones filosóficas de
Antonio Machado o las psiquiátricas de Fernando Pessoa. De estos dos últimos
casos sí conviene tener presente el hecho de los fenómenos de desdoblamiento de
personalidad a que tienden los usuarios de múltiples seudónimos (Simón Palmer,
1986: 93)
Para México, cito el caso de
Fernández de Lizardi, que impresionaba a la opinión publica como “El Pensador
Mexicano” –por supuesto, haciendo eco de “La Pensadora Gaditana”— o del célebre
Ignacio Ramírez, con escudo de “El Nigromante”. Simón Palmer establece también
categorías analíticas que aquí resumo, para comprobar los ecos
hispano—mexicanos, lo compartido y similar, en México, de este lado del
Atlántico. Cabe notar que desarrolla una mini-semántica muy interesante, una
nomenclatura, en el recurso de las máscaras.
Comienza por distinguir a
aquellas que usan el apellido del esposo, el “De …”, para confirmar una
posición social y para refutar aquello de no tener marido. Para México, están
casos, ya se dijo de la célebre Laura Méndez, el de la fundadora de la revista
las Violetas del Anahuác,
(1887-1899), Laureana Wright de Kleinhans, o su compañera de aventuras
empresariales Mateana Murguía de Aveleyra. Tras el nombre de “Violetas” se
enmascaran muchas escritoras de la célebre empresa cultural que estas dos
señoras encabezan, tras las máscaras una veintena de escritoras se abre paso en
el ambiente literario nacional. En el siglo XX, ya en época de liberación de
las mujeres, notable es el caso de Esperanza Brito de Martí, la feminista
fundadora de la Revista FEM, de
trascendencia latinoamericana.
Hay las “ocultaciones
parciales”, lo que se llama la “Supresión del primer apellido” para negar al
padre. Helen Krauze, periodista, suprimió el patronímico paterno Kleinbort.
Guadalupe Nettel también omite el paterno. Las máscaras favoritas recurren a la
criptografía y se solazan en los anagramas. Las iniciales, son muy “empleadas y
curiosamente no siempre corresponden a las iniciales del auténtico nombre” nos
dice Simón Palmer. Pasa algo semejante con los títulos nobiliarios reales y
supuestos. Mientras que “Las damas escritoras de la aristocracia española
hicieron uso de su título y más veces del de su marido”, en México, esta
práctica es inusual desde la abolición de los títulos nobiliarios con la
Independencia. Isabel Pesado, notable poetisa del XIX, era, por su marido y por
titulo concedido por el Vaticano, Duquesa de Mier, pero jamás se firmó con el
titulo. Antes bien afirmaba su linaje ostentado los apellidos propios, Pesado y
Segura. La granadina Emilia Serrano de Tornel, que conservó el titulo de su
primer marido y lo hizo suyo firmando como “Baronesa de Wilson”. Visitó México
varias veces y aquí dirigió empresas culturales dignas de mejor estudio.
Porfirio Díaz la invitó a escribir sobre México a fin de atraer colonos e
inversionistas europeos en el último cuarto del siglo XIX. Se dice que caía en
gracia, entre los asistentes a las tertulias y saraos del oaxaqueño, la
presencia de una Baronesa nacida en tierra de gitanos. En nuestros tiempos.
Elena Poniatowska si se hubiera quedado en su natal Polonia, acaso seguiría
siendo “princesa”. Francesca Gargallo, también renunció a la nobleza italiana
Muchas autoras cambian sus
nombres y apellidos, sigue diciendo Simón: “Es difícil averiguar a qué criterio
obedecieron para adoptar una falsa identidad. Hay casos en que el apellido,
Calderón o Cervantes, explican una aspiración o un homenaje de las que lo
adoptaron”. Es el caso acá de Catalina D´Erzell (1897-1950) autora de numerosa
narrativa, en realidad se llamaba Catalina Dulché y Escalante. Otra categoría
está en la de
…nombres propios femeninos. Esta forma va a elegirse
principalmente para firmar en las secciones de modas de los periódicos y en las
revistas femeninas. Algunos son bastante vulgares como "Emilia",
"Ana María", pero es evidente que la influencia del movimiento
romántico marcó a muchas autoras, que escogieron nombres más exóticos como
"Ossiana" (Catalina Macpherson), "Felicia",
"Adiara" (Pilar León) o "Corina" (María Tadea Verdejo).
Ahora bien, también debió influir el contacto con otros países… (Simón Palmer,
1986, 96)
En México cunde también esto, y
se afianza en las revistas y periódicos. “Josefina” es Josefina Pérez de García
Torres, esposa del editor del prominente diario El Siglo XIX. Tras “Doña Sol”, evocación de una de las hijas del
Cid Campeador está Virginia Huerta Jones, nacida en 1895 en Guanajuato.
Francisca Ruvira de Ojeda (1866—1945) usaba iniciales, F.R. de O; o bien era
“Clemencia Isaura”, la heroína de Estelle, del francés Cloris de Florian. Hacia
1935, la prensa mexicana daba cuenta de que “Carmen”, la periodista que
conquistaba la radio era realmente Carmen Madrigal. Están también las que
adoptan nombres propios masculinos: María Enriqueta Camarillo comenzó a
publicar firmando como si fuera el célebre músico “Iván Moszkowski”. En el XX,
Josefina Vicens que se enmascara y aparece como “Pepe Faroles”. Concha Urquiza
se ocultaba como “Santiago Damián”. Otra categoría usa lemas, como “Una amiga de
la humanidad”, "Una Hija de María Utilizar nombres de plantas, de flores,
era frecuente en el Romanticismo, en ambos lados del Atlántico.
Merece mayor investigación la
comunidad de flores escritoras que se agrupan en las Violetas de Anáhuac.
Muchas colaboradoras se deleitaban en los cambios de nombres, desde topónimos
hasta condiciones físicas. Guadalupe Ruvalcaba nacida en 1877 a veces ostentaba
su viudez: “Viuda de Mas”; otra era “Rosa Reyna”, o “Abril de Valeria”.
Incluso, para desafiar al poeta modernista Gutiérrez Nájera, firmaba como “La
Duquesa Job”.
CRIPTOGRAFÍA LITERARIA DESDE EL PRINCIPIO
El Diario de México, la primera
publicación cotidiana en este país, es crisol de la criptografía literaria
desde sus orígenes, principios del XIX. Eran los tiempos de la poética
pastoril, lo cual facilitaba el acceso a otra personalidad. Muchos escritores
dejan de ser autores y se convierten en autoras, al amparo de la Arcadia
mexicana. Al final de la época virreinal, el árcade Juan María Lacunza, se
ostenta como “Juana Mira Can-Azul”, en 1806. Paradójicamente, aunque “Juana”
ama a “Anarda”, usa voz poética masculina en una “Oda” (Diario de México, 1806:
421). José Antonio Reyes firmaba como “Otero Seniany”, o aparecía como “La
desgraciada”. Una endecha en voz poética femenina, que previene de las
acechanzas masculinas ante la debilidad de las mujeres:
…El
placer me enajena, Y
mi virtud preciosa Llega
a ser del perjuro infeliz presa. Despechada
reviento Los
diques a mi pena; Pero
¡ay! que el llanto inútil No
puede resarcir tan noble prenda. Detesto
enfurecida Al
pérfido, que ciega, adoré… (Reyes, 1906: II, 425) |
Queda clara la intención de
publicar voces femeninas en el Diario, aunque fueran usurpadas. El director
Carlos María de Bustamante contrapone los desaires de “La Coquetilla” a los
lamentos de “La Desgraciada”:
Señor Diarista: Puede Ud. tener a mucha felicidad el que una
señorita de mi rango y de mis circunstancias, llena de ocupaciones interesantes
a la sociedad, y adornada de gracias y atractivos, tome la pluma para hablarle
directamente… (Bustamante, octubre 7 y 8 de 1805; I, 16-17 y 29-30)
Los dueños del espacio público
asumen personalidades femeninas vanidosas, superficiales, casquivanas y
traicioneras, socialmente criticables y humanamente despreciables y pueden
aleccionar a las mujeres para que defiendan la virginidad, la honra, las buenas
costumbres. Aparece ahí el inquietante poema contra “la debilidad”, única pieza
poética que menciona el aborto en el siglo XIX.
Soneto.
A un aborto procurado para ocultar la debilidad.
¡Oh
tú, que mueres sin haber nacido tu
ser equivocando con la nada, sombra
del ser humano mal formada, de
la nada, y el ser resto perdido!
Delito
de mi amor tu vida ha sido, culpa
de honor tu muerte desgraciada, obra
de amor, funesta desdichada, víctima
del honor obscurecido.
Cese
ya, tu venganza está cumplida, castígueme
la pena de perderte, sin
que añadas horror a mí caída. No
fui solo la causa de tu muerte, que
si amor contra honor te dio la vida, honor
contra el amor, te da la muerte. (Anónimo,
diciembre 23 de 1806: 463) |
En un principio, escribir como
mujeres siendo hombres, funciona para representar lo femenino desde el punto de
vista masculino; constituía una manera de exponer los vicios – pocas veces las
virtudes— que los varones detestaban en las mujeres.
Hay, además de los seudónimos
que reflejan rasgos de la personalidad, las iniciales que constituyen un
desafío inteligente y audaz para quienes sí las conocían. Las traductoras
acostumbraban a firmar con iniciales: el cuento “El Pescador, Historia oriental
por J. G. Wilkinson” aparece en El Año Nuevo de 1838, con la firma “Traducción
hecha del inglés por la señorita D. I. G.”. El lema de El Año Nuevo justificaba
así la profusión de poemas sin autoría revelada: “Donde se escribe mucho, algo
se puede esperar de bueno, donde nada se publica, nada habrá ni bueno ni malo”
(1840). Pronto empiezan las ocasiones en que el anonimato sirve para denunciar
sin ser identificadas, para acusar sin dejar rastro para la recriminación. Está
también la voluntad expresa de permanecer en la incógnita, pasar inadvertidas
para no ser reconocidas. Otras no aspiraban a la fama ni a la trascendencia,
simplemente se divertían en “Remitidos” y “Charadas”. Se va abriendo la
posibilidad del diálogo entre mujeres, juegos letrados, adivinanzas,
entretenimientos ilustrados, como se verá en la muestra de escritura de mujeres
desde el anonimato. Aparecen coplitas de desconocidas como María Nolasco,
Carolina Iturria y Tiburcia L. de Nava. Charadas y chascarrillos constituyen un
marco de juguete, lúdico más que estético, mero pasatiempo, más que visión del
mundo, u oficio de escribir. Pero no hay duda de la popularidad de estas
adivinanzas versificadas. Una misteriosa “María” publica en la connotada El
Renacimiento, la revista de la reconciliación tras la guerra entre
conservadores y liberales y la derrota de la Intervención Francesa. Publica en
1868, junto a los grandes escritores como Altamirano, El Nigromante, Manuel
Acuña y otras grandes plumas. Acaso es la misma que inaugura la poesía de la
Edición literaria de los Domingos, de El Federalista, cuatro años después. El
poema de María sigue al primer editorial de la Edición Literaria. (Bablot,
1872: I, 7) Se desconoce la identidad de esta poetisa, aunque cabe imaginar que
los redactores de El Federalista sí la conocían. Parece increíble que se
hubieran aventurado a publicar a una coplera improvisada. “María” figurará
luego en la lista de señoras redactoras. Continuó siempre el enmascaramiento,
pese a la alta calidad de su poesía.
En las fuentes literarias del
siglo XIX abundan composiciones anónimas o con iniciales no identificadas,
adecuadas para este Seminario sobre “Inéditas”. Son las escritoras fantasmas
que transitan desde el anonimato a publicaciones literarias incluyentes.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Anónima, (dic. 23 de 1806),
“Soneto, A un aborto procurado para ocultar la debilidad”, Diario de México.
T.4 N.449 p.463
Aurelia, (20 de febrero de
1806) “A las zagalas de México”, Diario de México, T.2, N. 143, p. 201
Bablot, A. (1872), Edición
Literaria de El Federalista, México, 7-8
Bustamante, C. M., (octubre 7 y
8 de 1805), “Carta de la Coquetilla”, Diario de México, T.1 N.7 pp. 16-17, y
T.I N.8 pp. 29-30
Domecq, B. (1994). Mujer que
publica, mujer pública, Ensayos sobre literatura femenina. México: editorial
Diana.
Esquivel Pren, J. (1957).
Historia de la literatura en Yucatán, “Los poetas del siglo XIX”, t. I, México:
Edición de la asociación “Zamná”.
Ruíz Castañeda, M.C. y Márquez
Acevedo, S. (2000). Catálogo de seudónimos, anagramas, iniciales y otros alias
usados por escritores mexicanos y extranjeros que han publicado en México.
México: UNAM.
Schneider, L. M. (1993). Cuando
el general fue una Rosa. En Homenaje a Clementina Díaz y de Ovando, México:
UNAM.
Simón Palmer, M.C. (1986). “La
ocultación de la propia personalidad en las escritoras del siglo XIX”.
Recuperado de https://cvc.cervantes.es/ (22 de mayo de 2017)
https://eusal.es/eusal/catalog/download/978-84-9012-887-9/5222/5204-1?inline=1
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