El Protestantismo
Estableció un punto de apoyo precario en Inglaterra muy poco
después de la protesta inicial de Lutero en 1517, y durante muchos años los
protestantes siguieron siendo una pequeña minoría, con frecuencia perseguida.
Prevaleció, sin embargo, un descontento generalizado con respecto tanto al
grado de corrupción dentro de la Iglesia católica
inglesa como a la falta de vitalidad espiritual. Una actitud
anticlerical omnipresente por parte de la población en general y del Parlamento
en particular hizo posible que Enrique VIII obtuviera la anulación en 1533 de
su primer matrimonio (con Catalina de Aragón) frente a la oposición papal, y
que en 1534 el Acta de Supremacía transfiriera la supremacía papal sobre la
Iglesia inglesa a la Corona. No fue hasta la década de 1550, sin embargo, con
Eduardo VI, cuando la Iglesia inglesa se hizo protestante en doctrina y rito, e
incluso entonces siguió siendo tradicional en su organización. Con la
católico-romana María I, la reacción político-religiosa concluyó con la quema
en la hoguera de algunos protestantes eminentes y con el exilio de muchos
otros, lo cual condujo a su vez a una asociación popular del Catolicismo con la
persecución y la dominación española. Cuando Isabel I logró el trono en 1558,
restauró no obstante un Protestantismo moderado, codificando la fe anglicana en
el Acta de Uniformidad, el Acta de Supremacía, y los Treinta y nueve artículos
(Thirty-Nine
Articles).
Desde la llegada de
Isabel I, la Iglesia de Inglaterra (la Iglesia anglicana) intentó, con niveles
de éxito variables, consolidar doblemente su posición como religión nacional de
Inglaterra, a medio camino entre el Catolicismo (Catholicism) y el Puritanismo (Puritanism).
Con Carlos I, las políticas papistas y de la Iglesia alta del arminiano William
Laud (Arminian) alienaron el ala puritana de la Iglesia, y tras la victoria de
los parlamentarios de Cromwell (frecuentemente
puritanos) sobre los monárquicos de Carlos (frecuentemente católicos) en las
Guerras civiles de 1642-1651, la Iglesia anglicana, por entonces la Iglesia de
Inglaterra, fue mayoritariamente desmantelada.
El énfasis puritano
sobre el individualismo imposibilitó sin embargo el establecimiento de una
Iglesia presbiteriana nacional
(Presbyterian Church) durante el Interregno,
mientras que la
Restauración de la Monarquía con Carlos II en 1660 facilitó el
restablecimiento de la Iglesia anglicana, purgada de puritanos divididos entre
varias facciones que disentían. Siguió siendo la Iglesia oficial del Estado
hasta la aprobación del Acta de Tolerancia en 1690 que permitió a los disidentes (Dissenters)
celebrar reuniones en templos autorizados. Después de eso, se debilitó política
y espiritualmente, y el siglo XVIII demostró que no estaba lo suficientemente
preparada para encarar la seriedad del desafío espiritual, implícito en la
aparición del Metodismo (Methodism).
En el momento en que
nació el movimiento metodista a finales del siglo XVIII, había 13.500
sacerdotes anglicanos en Inglaterra, pero sólo 11.700 beneficios (ingresos
fijos derivados de las tierras y diezmos de la Iglesia vinculados a una
parroquia determinada) para mantenerlos, y muchos de estos beneficios eran tan
escasos que multitud de sacerdotes tenían más de uno. Algunos clérigos, además
y gracias a la influencia política y social, controlaban más de uno de los
beneficios más ricos. Por añadidura, la Iglesia dependía demasiado de los
intereses políticos y económicos como para autorreformarse: la mitad de los
beneficios eran cedidos por terratenientes, y el gobierno tenía el derecho de
nombrar a todos los obispos, de asignar un número determinado de prebendas y
cientos de beneficios, de tal manera que no es muy exagerado decir que la
Iglesia se convirtió, hasta un grado considerable, en el coto de los hijos más
jóvenes de los miembros de la aristocracia que tenían poco interés en la
religión y menos interés en el número creciente de los pobres dentro de las
ciudades. En consecuencia, existían alrededor de 6.000 parroquias anglicanas
que carecían de sacerdotes, vacío que los evangélicos metodistas aprovecharon.
En el siglo XIX, la
Iglesia de Inglaterra permaneció en una tierra media, pero tuvo que ampliar
considerablemente sus doctrinas. Este proceso se vio facilitado considerable y
parcialmente porque muchos anglicanos de las clases altas, cansados de las
disputas doctrinales, querían únicamente una religión racional, moderada y
práctica que les permitiera rendir culto en paz. Esta perspectiva
«latitudinaria» posibilitó a la Iglesia absorber no sólo el
movimiento evangélico (Evangelical movement) que, avivado por las
mismas energías que provocaron el nacimiento del Metodismo, amplió la facción
anglicana de la Iglesia baja, sino el Movimiento de
Oxford (Oxford Movement) que alimentado por los mismos impulsos
activistas, presidió el renacimiento de una nueva facción, la Iglesia alta, en
el otro extremo. Durante la mayor parte del siglo XIX, los evangélicos
siguieron prevaleciendo entre el clero, pero las universidades se convirtieron
en los bastiones de la facción de la Iglesia alta. Al mismo tiempo, el Acta de ayuda
católica y romana de 1829 (Roman Catholic Relief Act of 1829) emancipó
a los católicos, hecho que aumentó todavía más la presión sobre la Iglesia, ya
que muchos clérigos de la Iglesia alta (many High-Churchmen,)
particularmente John Henry
Newman y sus discípulos, terminaron por desertar al
Catolicismo. Entretanto, la facción de la Iglesia extensa (Broad Church)
recibió un apoyo gubernamental totalmente desproporcionado para su tamaño. A
mediados del siglo XIX, y como consecuencia de esto, la Iglesia de Inglaterra
se encontró sin ninguna organización. A pesar de que sus partidarios eran mayoritariamente
conservadores, un porcentaje elevado de sus líderes se encontraba,
ideológicamente hablando, muy peligrosamente cerca del Catolicismo, y el censo
religioso de 1851 mostró que sólo alcanzaba alrededor de un catorce por ciento
de la población de Inglaterra.
Aunque la autoridad real
de la Iglesia disminuyó (diminished) después de esto, el fervor evangélico
también disminuyó, y la riqueza industrial experimentó un movimiento
considerable desde los antiguos no-conformistas hasta la Iglesia establecida.
Los colegios públicos (public schools)
y las universidades, incluso después de liberarse de las restricciones
religiosas, siguieron siendo los bastiones del Anglicanismo, y en 1919 la
Iglesia logró un grado de unidad todavía superior cuando, tras la aprobación de
un acta que separaba efectivamente la Iglesia del Estado, fijó una asamblea
que, cincuenta años después, se convertiría en el principal cuerpo legislativo
de la Iglesia.
El Libro de oración fue el libro esencial de la nación inglesa no
sólo en los ritos de culto sino en el trabajo y en la diversión. Se basaba en
la Biblia y su propósito era mostrar a la nación cómo poner en práctica
diariamente las enseñanzas de la Biblia. Este segundo libro estaba tan
atrincherado en la psique de la nación, tan profundamente arraigado en su modo
de vida, que nadie podía recordar la vida sin él. En cualquier lugar de culto
público en el que se entrara, fuera diocesano o parroquiano — se encontraban
los dos libros. La Biblia en el atril y el Libro de oración en el banco.
Victorianos eminentes,
incluidos muchos de los más poderosos e influyentes, aceptaban sin cuestionarlo
que estaban limitados por las enseñanzas bíblicas. Es más, numerosos
consideraban que ellos mismos tenían un vínculo especial con los profetas del
Antiguo Testamento. Un viaje por los antiguos pueblos victorianos de las zonas
industriales de las Midlands y del norte revelaban capillas de Betel y Silo,
tabernáculos, asistidos y fundados por Noah Smiths Elijah Hardacres y Malachi
Higginbothams, nuevos ricos con una perspectiva bíblica y una muestra viva de
la fe en Dios y en Sus profetas.
A mediados del siglo
XIX, hacía prácticamente 200 años que El libro de oración no se había
modificado. Se había reimprimido con el acceso al trono de cada monarca y era
aceptado por la Iglesia
alta, la Iglesia baja, la Anglo-católica
o Wesleyana, incluso por los evangélicos de
los siglos XVIII y XIX que estaban dispuestos a reconocer que «La Biblia
primero, el Libro de oración segundo, y el resto de los libros y acciones
subordinados a ambos» (Horton Davies. Adoración y teología en
Inglaterra. Vol. III). John Angell James, ministro durante casi los
primeros 50 años del siglo XIX en la misma capilla en Birmingham, ciudad
construida por la religión no-conformista, no podía imaginar la vida sin el
Libro de oración.
Incluso ahora, leer El
prefacio o «De las ceremonias, por qué algunas deberían abolirse y algunas
conservarse» es leer el lenguaje magnífico y verdadero que resuena a través de
los siglos. Hechiza de un modo no menos sublime que una pintura maravillosa o
una partitura. A lo largo de sus páginas, el Libro de oración fija la conducta
de las celebraciones diarias para los nacimientos, matrimonios y defunciones,
visitas a los enfermos, rezos individuales, famosamente conocidos o «conocidos
sólo por Dios», plegarias de agradecimiento y de arrepentimiento, oraciones
guía y de ayuda, para triunfar y para enfrentar las tragedias. El Libro de
oración guiaba cualquier cuestión espiritual, pública o privada. Los días y los
eventos especiales, incluidos los asuntos laicos, se señalaban con oraciones o
celebraciones particulares que eran dirigidas por clérigos pertenecientes a los
rangos distinguidos, desde el sacerdote y el vicario hasta el deán y el obispo.
Las llamadas
«lecciones», lecturas selectas, se leían cada día del año según lo dispuesto en
El calendario junto con la Tabla de lecciones. Al igual que el oficio
vespertino, el matutino contenía dos lecciones, cada una perteneciente al
Antiguo y al Nuevo Testamento. El calendario también enumeraba los días santos
o sagrados y se acompañaba de una lección correspondiente apropiada para los
días sagrados. Los domingos tenían una lista separada.
Una impresión evidente
de la vida de la gente se hacía visible en «Un catecismo: instrucción que toda
persona debe aprender antes de ser confirmado por el obispo». El catecismo
tenía la forma de preguntas y respuestas, incluidas las siguientes:
Pregunta: ¿Qué estudias principalmente
mediante estos mandamientos?
Respuesta: Aprendo dos cosas, mi deber
hacia Dios y mi deber hacia mi vecino.
La respuesta contiene la misma esencia de
las actitudes sociales inglesas.
Los Treinta y nueve
artículos forman el resumen básico de creencias de la Iglesia de Inglaterra
(Church of England). Fueron redactados por la Iglesia reunida en asamblea en
1563 basándose en los 42 artículos de 1553. Se ordenó a los clérigos suscribir
los 39 artículos mediante el Acta de Parlamento en 1571. Como parte de la vía
media o camino medio de Isabel I, los artículos tenían un carácter
deliberadamente latitudinario pero no pretendían proporcionar una definición
dogmática de la fe. Es indudable que se expresaron libremente para permitir una
variedad de interpretaciones. La Iglesia de Inglaterra todavía exige a sus
ministros que reconozcan públicamente su fe hacia estos artículos.
Los artículos se
basaban en la obra de Thomas Cranmer, arzobispo de Canterbury (1533-1556).
Cranmer y sus colegas prepararon varias declaraciones de fe durante el reinado
de Enrique VIII pero no fue hasta el reinado de Eduardo VI cuando los
reformadores eclesiásticos fueron capaces de implementar cambios más profundos.
Poco antes de la muerte de Eduardo, Cranmer presentó una declaración doctrinal
que consistía en cuarenta y dos puntos: ésta fue la última de sus principales
contribuciones al desarrollo del Anglicanismo.
María Tudor suprimió
los 42 artículos con la restauración de la fe católica en Inglaterra. Sin
embargo, la obra de Cranmer se convirtió en la fuente de los 39 artículos que
Isabel I estableció como el cimiento doctrinal de la Iglesia de Inglaterra.
Existen dos ediciones de los 39 artículos: la de 1563 está en latín y la de
1571 en inglés.
Los 39 artículos
repudiaron las enseñanzas y prácticas que los protestantes en general
condenaron en la Iglesia católica. Por ejemplo, niegan las enseñanzas
concernientes a la Transubstanciación (XXVIII), el sacrificio de la Misa
(XXXI), y la Inmaculada Concepción de la Virgen (XV). Sin embargo, afirman que
la Escritura es la autoridad final sobre la salvación (VI), que la caída de
Adán comprometió el libre albedrío humano (X), que tanto el pan como el vino
deberían darse a todo el mundo en la òltima cena del Señor (XXX), y que los
ministros deberían casarse (XXXII).
Artículo
I: De la fe en la Sagrada Trinidad
Sólo hay un Dios vivo y
verdadero, eterno, sin cuerpo, miembros o pasiones; con un poder, sabiduría y
bondad infinitas; el Hacedor, y Preservador de todas las cosas tanto visibles
como invisibles. Y en unión con esta divinidad hay tres Personas de una sola
sustancia, poder y eternidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Artículo II: De la
Palabra o Hijo de Dios, que se hizo hombre
El
Hijo, que es la Palabra del Padre, engendrado de la eternidad del Padre, el
mismo e infinito Dios, y todo Uno con el Padre, asumió la naturaleza del Hombre
en el vientre de la Virgen bendita, de su sustancia: de tal manera que dos
naturalezas íntegras y perfectas, es decir, la divinidad y la humanidad, se
unieron conjuntamente en una sola Persona, que nunca podrá dividirse, de la
cual surge Cristo, el mismo Dios y el mismo Hombre, quien verdaderamente
sufrió, fue crucificado, muerto y sepultado, para reconciliarnos con su Padre y
servir como sacrificio, no sólo por la culpa original sino por todos los
pecados reales de los hombres.
Artículo
III: Del descenso de Cristo al infierno
Como Cristo murió por
nosotros y fue enterrado, se cree también que descendió a los infiernos.
Artículo IV: De la
resurrección de Cristo
Cristo volvió verdaderamente
de la muerte y retomó su cuerpo con carne, huesos y todo aquello perteneciente
a la perfección de la naturaleza del Hombre, con lo cual ascendió a los Cielos
y allí está sentado hasta que regrese para juzgar a todos los hombres el último
día.
Artículo V: Del Espíritu
Santo
El Espíritu Santo, que
procede del Padre y del Hijo, forma una única sustancia, majestad y gloria con
el Padre y con el Hijo, con el mismo y eterno Dios.
Artículo VI: De la
suficiencia de la Sagrada Escritura para la salvación
La Sagrada Escritura
contiene todo lo necesario para la salvación de tal manera que lo que no se lea
en ella o pueda probarse a través de ella, no se exige a ningún hombre que sea
creído como artículo de Fe, o se piense que sea requisito o condición para la
salvación. En el nombre de la Sagrada Escritura, entendemos esos libros
Canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento, cuya autoridad nunca ofreció ninguna
duda en la Iglesia.
De los nombres y
números de los Libros Canónicos:
Génesis |
El
primer libro de las Crónicas |
Y los otros Libros
(como dice Jeremías) los lee la Iglesia como ejemplo de vida e instrucción de
modales y sin embargo los aplica sin establecer ninguna doctrina. Tales son los
siguientes:
El
tercer libro de Esdrás |
Baruch,
el profeta |
Todos los libros del
Nuevo Testamento, tal y como son comúnmente recibidos, los recibimos y los
consideramos Canónicos.
Artículo VII: Del Antiguo
Testamento
El
Antiguo Testamento no es contrario al Nuevo dado que tanto en el Antiguo como
en el Nuevo Testamento Cristo ofrece la vida eterna a la Humanidad, y Él es el
único Mediador entre Dios y el Hombre, siendo simultáneamente Dios y el Hombre.
Por lo que no debe escucharse a aquellos que fingen que los antiguos Padres
sólo se preocuparon por las promesas transitorias. Aunque la ley dada por Dios
a Moisés en lo concerniente a las ceremonias y ritos, no vincula a los hombres
cristianos, ni los preceptos civiles deberían recibirse obligatoriamente en
ninguna mancomunidad. Sin embargo, ningún cristiano está libre de desobedecer
los mandamientos llamados morales.
Artículo VIII: De los
tres Credos
Los
tres Credos, el Credo Niceno, el Credo de Atanasio y aquél llamado comúnmente
como el Credo de los apóstoles, deberían ser completamente recibidos y
aceptados como creencia por ser autorizados por la Sagrada Escritura.
Artículo IX: Del pecado
original o de nacimiento
El
pecado original no surgió como consecuencia de Adán (como los Pelagianos
sostienen vanamente), sino que procede de la falta y la corrupción de la
naturaleza de cada hombre, que es naturalmente engendrada por la descendencia
de Adán por la cual el hombre se aleja de la inocencia original inclinándose
por su propia naturaleza hacia el pecado de tal manera que la carne desea
lujuriosamente oponiéndose al espíritu. Y por lo tanto cada persona que nace a
este mundo, merece la ira y la condenación de Dios. Y esta infección de la
naturaleza permanece, en efecto, en aquéllos que se regeneran por medio de la
lujuria de la carne, denominada en griego, phronema sakos, que manifiesta en
algunos la sabiduría, en algunos la sensualidad, en otros el afecto o el deseo
de la carne que en ningún caso está sujeta a la ley de Dios. Y aunque no hay
condenación para aquéllos que creen y son bautizados, el apóstol confiesa sin
embargo que la concupiscencia y la lascivia contienen en sí mismas la
naturaleza del pecado.
Artículo X: Del libre
albedrío
La
condición del hombre tras la caída de Adán es tal que no puede, mediante su
propio esfuerzo natural y buenas obras, regresar ni prepararse para la fe y la
petición ante Dios. Por lo cual no tenemos ningún poder para hacer buenas obras
agradables y aceptables ante Dios si carecemos de la gracia de Dios por
mediación de Cristo, quien nos permite alcanzar la buena voluntad y trabaja con
nosotros cuando poseemos esa buena voluntad.
Artículo XI: De la justificación
del hombre
Ante
los ojos de Dios somos estimados como justos pero sólo por el mérito de nuestro
Señor y Salvador Jesucristo por medio de la fe y no por nuestras propias obras
o merecimientos. Por lo cual el hecho de que estamos justificados por la fe es
sólo una doctrina muy benévola y reconfortante tal y como se expresa
mayoritariamente en la homilía de la justificación.
Artículo XII: De las buenas obras
Aunque
las buenas obras, que son los frutos de la fe y siguen a la justificación no
pueden apartar nuestros pecados, y soportar la severidad del juicio de Dios,
son sin embargo agradables y aceptables ante Dios por medio de Cristo, brotando
necesariamente de una fe verdadera y viva hasta el punto que gracias a ellas
esta fe enérgica se puede conocer evidentemente del mismo modo que un árbol se
conoce por el fruto.
Artículo XIII: De las
obras antes de la justificación
Las
obras realizadas ante la gracia de Cristo y la inspiración de su espíritu no
resultan agradables a Dios, dado que no florecen de la fe en Jesucristo ni
hacen que los hombres puedan recibir la gracia, o (como dicen los autores
eruditos) que la merezcan de congruencia: en efecto, más bien porque no se
consumen tal y como Dios lo desea y ordena que se cumplan, no dudamos de que
poseen la naturaleza del pecado.
Artículo XII: De las
obras de supererogación
Las
obras voluntarias aparte, sobre y más allá de los mandamientos de Dios, a las
que se llama como obras de supererogación, no se pueden enseñar sin arrogancia
e impiedad dado que por medio de ellas los hombres declaran que no sólo dan
cuenta ante Dios de todo sobre lo que están obligados sino que también lo
realizan por Su bien como parte del requerimiento de esta obligación
ineludible. Mientras que según lo que Cristo dijo claramente, «cuando hagáis
todo aquello que se os manda», nosotros somos siervos inmerecidos.
Artículo XV: De Cristo
solo sin pecado
Cristo
en la verdad de nuestra naturaleza fue creado como nosotros en todas las cosas,
excepto en el pecado, del cual se vio claramente desprovisto tanto en su carne
como en su espíritu. Se convirtió en el Cordero sin mancha, que una vez
realizado el sacrificio, debió cargar con los pecados del mundo y el pecado,
como dijo San Juan, no formó parte de ƒl. Pero el resto de todos nosotros,
aunque bautizados y renacidos en Cristo, ofendemos sin embargo en multitud de
cosas y si sostenemos que carecemos de pecado, nos engañamos y apartamos de la
verdad.
Artículo XVI: Del pecado
después del bautismo
No todo
pecado mortal voluntariamente cometido después del bautismo constituye un
pecado contra el Espíritu Santo y es imperdonable. Por lo que la concesión del
arrepentimiento no tiene por qué negarse a aquellos que caen en el pecado tras
el bautismo. Después de haber recibido al Espíritu Santo, podemos alejarnos de
la gracia concedida y caer en el pecado, y por la gracia de Dios podemos
levantarnos de nuevo y enmendar nuestra vida. Y por tanto serán condenados los
que digan que no pueden volver a pecar mientras vivan o que no se les pueda
negar el perdón si se arrepienten verdaderamente.
Artículo XVII: De la
predestinación y la elección
La
predestinación de la vida es el propósito eterno de Dios por el cual (antes de
que la fundación del mundo se realizara) constantemente ha decretado
secretamente que liberará de la maldición y de la perdición a aquéllos seres
humanos elegidos en Cristo y que por Cristo los traerá la salvación eterna,
como vasijas a las que se ha rendido un honor. Por tanto, aquellos a los que
Dios les conceda un beneficio tan excelente serán llamados, de acuerdo con el
propósito de Dios por medio de Su espíritu que tendrá su fruto en la estación
adecuada. Aquellos que obedezcan la llamada a través de la gracia, serán
justificados libremente, serán hechos hijos de Dios por adopción, serán hechos
a imagen de su único hijo engendrado Jesucristo. Caminan religiosamente en
buenas obras y al final, por medio de la misericordia de Dios, lograrán la
felicidad eterna.
Como
la consideración piadosa de la predestinación y nuestra elección en Cristo es
para las personas piadosas una fuente de una dulce, agradable e indecible
tranquilidad, propia de aquellos que sienten en sí mismos el trabajo del
espíritu de Cristo, mortificando las obras de la carne y a sus miembros
terrenales, dirigiendo su mente hacia las cosas elevadas y celestiales, también
porque fija en gran medida y confirma que su fe de la salvación eterna será
disfrutada a través de Cristo y porque enciende fervientemente su amor hacia
Dios: por todo ello, para las personas curiosas y carnales que carecen del
espíritu de Cristo, tener continuamente ante sus ojos la condena de la
predestinación de Dios, supone una caída peligrosa por la cual el diablo puede
empujarlos bien hacia la desesperación o hacia la desdicha de los seres más
inmundos, no menos peligroso que tal desesperación.
Además,
debemos recibir las promesas de Dios en los siguientes términos, tal y como nos
son explicadas generalmente en la Sagrada Escritura y en nuestros actos debemos
seguir la voluntad de Dios, expresamente declarada en la Palabra de Dios.
Artículo XVIII: De la
obtención de la salvación eterna sólo por el nombre de Cristo
También
deben ser maldecidos los que presumen al decir, Que todo hombre debe ser
salvado por la ley o secta que profese, de tal manera que debe ser diligente a
la hora de estructurar su vida de acuerdo con dicha ley y la luz de la
naturaleza. La Sagrada Escritura nos muestra sólo el nombre de Jesucristo, por
el cual los hombres han de ser salvados.
Artículo XIX: De la
Iglesia
La
Iglesia visible de Cristo es una congregación de hombres fieles, en la cual la
Palabra pura de Dios se predica y en la que los sacramentos deben ser
debidamente administrados según las ordenanzas de Cristo en todos aquellos
aspectos que por necesidad son requisitos para ello.
De
igual modo que la Iglesia de Jerusalén, Alejandría y Antioquía han errado, así
también la Iglesia de Roma (Church of Rome), no sólo en su vida y
procedimientos de celebración de ceremonias sino también en materia de fe.
Artículo XX: De la
autoridad de la iglesia
La
Iglesia tiene poder para decretar los ritos o ceremonias, así como autoridad en
las controversias de la fe. Y sin embargo no es legítimo que la Iglesia ordene
cualquier cosa contraria a la Palabra escrita de Dios, ni que expanda una parte
de la Escritura que pueda resultar repugnante a otra. Por lo cual, aunque la
Iglesia sea testigo y guardián de los textos sagrados y aunque no deba decretar
nada en contra de éstos, tampoco éstos deberían hacer cumplir nada que se pueda
creer como necesidad para la salvación.
Artículo XXI: De la
autoridad de los concilios generales
Los
concilios generales no deben convocarse sin el mandato y la voluntad de los
príncipes. Y cuando lo hagan (en tanto constituyen una asamblea de individuos,
en la que no todos son gobernados con el espíritu y la palabra de Dios) pueden
errar y algunas veces han errado, incluso en cosas pertenecientes a Dios. Por
lo tanto, cuestiones ordenadas por ellos como necesarias para la salvación no
tienen ni fuerza ni autoridad a menos que se declare que proceden de la Sagrada
Escritura.
Artículo XXII: Del
purgatorio
La
doctrina romana concerniente al purgatorio, al perdón, al culto y a la
adoración junto con las imágenes y las reliquias, y también a la invocación de
los Santos conforma una afición vanamente inventada, que no se basa en una
garantía de las Escrituras sino que es más bien repugnante a la Palabra de
Dios.
Artículo XXIII: Del
ministerio en la congregación
No es
legítimo para ningún hombre atribuirse el oficio de la predicación pública o
del ministerio de los sacramentos en la congregación, antes de ser
legítimamente llamado y enviado a ejecutar esto. Y a aquellos llamados y
enviados, nosotros deberíamos juzgarlos legítimamente, a aquellos que son
elegidos y llamados para este trabajo por parte de individuos que gozan de
autoridad pública en la congregación para que llamen y envíen a su vez a los
ministros de la viña del Señor.
Artículo XXIV: De hablar
en la congregación en un lenguaje comprensible
Algo
claramente repugnante a la Palabra de Dios y a la costumbre de la Iglesia
primitiva es rezar públicamente en la Iglesia o administrar los sacramentos en
un lenguaje incomprensible.
Artículo XXV: De los
sacramentos
Los
sacramentos ordenados por Cristo no son sólo insignias o muestras de la
profesión de fe de los hombres cristianos, sino más bien testigos seguros y
signos eficaces de la gracia y de la buena voluntad de Dios hacia nosotros, por
medio de los cuales ƒl trabaja invisiblemente en nosotros y no sólo apresura
sino que refuerza y confirma nuestra fe en ƒl.
Hay
dos sacramentos que Cristo, nuestro Señor, ordenó en el Evangelio, es decir, el
bautismo y la cena del Señor.
Los
cinco comúnmente denominados sacramentos, es decir, la confirmación, el perdón,
el sacerdocio, el matrimonio y la extremaunción, no deben considerarse
sacramentos del Evangelio puesto que han surgido parcialmente del seguimiento
corrupto de los apóstoles, y parcialmente son estados vitales permitidos en las
Escrituras. Sin embargo, no poseen la naturaleza propia de los sacramentos como
los del bautismo y la cena del Señor, dado que carecen de cualquier signo
visible o ceremonia ordenada por Dios.
Cristo
no ordenó los sacramentos para que fueran contemplados o llevados consigo sino
para ser debidamente usados. Y en este sentido, tal y como son recibidos
meritoriamente, tienen un efecto u operación saludable, pero aquellos que los
reciben indignamente, se ganan la condenación, como dijo San Pablo.
Artículo XXVI: De la
indignidad de los ministros, lo cual no afecta a la dignidad del sacramento
Aunque
en la Iglesia visible el mal está siempre entremezclado con el bien, y algunas
veces el mal goza de una autoridad destacada en la administración de la Palabra
y de los sacramentos, sin embargo como los que los reparten no lo hacen en su
nombre sino en el de Cristo y ejercen ministerio por medio del encargo y la
autoridad de Cristo, podemos recurrir a su ministerio, tanto a la hora de
escuchar la Palabra de Dios como de recibir los sacramentos. Ni el efecto de la
ordenanza de Cristo desaparece por su maldad ni la gracia de los regalos de
Dios disminuye en aquellos que por la fe y de modo verdadero reciben los
sacramentos que les son administrados, los cuales son eficaces debido a la
institución y promesa de Cristo, a pesar de ser administrados por hombres
malvados.
No
obstante, pertenece a la disciplina de la Iglesia investigar a estos ministros
perversos y que sean acusados por aquellos que conocen sus ofensas para que
cuando finalmente sean considerados culpables, sean depuestos por un juicio
justo.
Artículo XXVII: Del
bautismo
El
bautismo no sólo es un signo de la profesión de fe y una marca de
diferenciación, por la cual los individuos cristianos son distinguidos del
resto que no han sido bautizados, sino que es también un signo de regeneración
o nuevo nacimiento, por el cual, como por un instrumento, aquellos que reciben
el bautismo son justamente introducidos en la Iglesia; las promesas del perdón
del pecado, y de nuestra adopción como hijos de Dios por medio del Espíritu
Santo son visiblemente firmadas y selladas; la fe es confirmada y la gracia
aumentada por la virtud de la plegaria ante Dios. El bautismo de los niños
pequeños debe en cualquier caso pertenecer a la Iglesia, hecho altamente
concordante con la institución de Cristo.
Artículo XXVIII: De la
cena del Señor
La cena
del Señor no sólo es un signo del amor que los cristianos deben tener entre
ellos mismos sino más bien un sacramento de nuestra redención gracias a la
muerte de Cristo, hasta tal punto que para aquellos que con fe, justa y
meritoriamente reciben dicha cena, el pan que partimos es una parte del cuerpo
de Cristo, e igualmente la copa de la bendición es una parte de la sangre de
Cristo.
La
transubstanciación (o el cambio de la sustancia del pan y del vino) en la cena
del Señor, no puede probarse por medio del texto sagrado, sino que es
repugnante ante las claras palabras de la Escritura, echa por tierra la
naturaleza del sacramento y ocasiona muchas supersticiones.
El
cuerpo de Cristo se da, recibe y come en la cena, sólo de manera celeste y
espiritual. Y el medio por el cual el cuerpo de Cristo se recibe y come en la
cena es la fe.
El
sacramento de la cena del Señor no fue reservado, llevado, elevado o adorado
por ordenanza de Cristo.
Artículo XXIX: De los
malvados que no comulgan el Cuerpo de Cristo según la cena del Señor
Los
perversos, tales que están vacíos de una fe viva, aunque carnal y visiblemente
presionan con sus dientes (como dijo San Agustín) el sacramento del cuerpo y la
sangre de Cristo, de ningún modo comparten a Cristo, sino que más bien, para su
propia condenación, comen y beben el signo o sacramento de algo tan
maravilloso.
Artículo XXX: De ambas
especies
La copa
del Señor no debe negarse a los laicos, dado que ambas partes del sacramento
del Señor, según la ordenanza y el mandato de Cristo, deben administrarse a
todos los cristianos por igual.
Artículo XXXI: De la
oblación de Cristo consumada en la cruz
El
ofrecimiento hecho por Cristo es esa redención, propiciación y satisfacción
perfectas a cambio de todos los pecados del mundo entero, tanto originales como
reales, y no existe ninguna otra satisfacción para el pecado, salvo ésa sola.
Por lo que los sacrificios de las misas, en las que comúnmente se dice que el
sacerdote ofreció a Cristo por los vivos y los muertos para redimirles de la
pena o de la culpa, fueron fábulas blasfemas y fraudes peligrosos.
Artículo XXXII: Del
matrimonio de los sacerdotes
La ley
de Dios no manda a los obispos, los sacerdotes y los diáconos ni reconocer el
estado de una vida soltera ni abstenerse del matrimonio, por lo que es legítimo
tanto para ellos como para el resto de los cristianos casarse según lo
consideren, así como juzgar lo oportuno para servir mejor a la divinidad.
Artículo XXXIII: De cómo
evitar a las personas excomulgadas
Aquella
persona que por denuncia abierta de la Iglesia sea legítimamente excluida de la
unidad de la Iglesia y excomulgada, debería ser considerada, de toda la
multitud de los fieles, como pagana y publicana, hasta que se reconcilie
claramente por medio del arrepentimiento y sea recibida en la Iglesia por un
juez que tenga autoridad al respecto.
Artículo XXXIV: De las
tradiciones de la Iglesia
No es
necesario que las tradiciones y ceremonias sean en todos los lugares las mismas
y exactamente idénticas, dado que en diferentes épocas han sido divergentes y
pueden alterarse según la diversidad de países, tiempos, y costumbres de los
hombres, para que nada sea ordenado en contra de la Palabra de Dios.
Quienquiera que a través de su juicio privado, voluntaria y deliberadamente,
rompa abiertamente con las tradiciones y ceremonias de la Iglesia, que no son
repugnantes ante la Palabra de Dios, y que son ordenadas y aprobadas por la
autoridad común, debería ser reprendido públicamente (para que otros teman
hacer lo mismo), como persona que ha ofendido la orden vigente de la Iglesia,
herido la autoridad del magistrado y dañado las conciencias de los hermanos
débiles.
Cada
Iglesia particular o nacional tiene autoridad para ordenar, cambiar, y abolir
las ceremonias o ritos de la Iglesia mandados sólo por la autoridad humana, de
modo que todo sea realizado para edificar.
Artículo XXXV: De las homilías
El
segundo Libro de las homilías, cuyos títulos varios hemos incluido en este
artículo, contiene una doctrina piadosa, beneficiosa, y necesaria para estos
tiempos, como el anterior Libro de las homilías, que explicamos en la época de
Eduardo VI y por lo tanto, consideramos que los ministros deben leerlos en las
iglesias, diligente y claramente para que la gente los comprenda.
De los
nombres de las homilías
- Del uso
correcto de la Iglesia.
- En contra del
peligro de idolatría.
- De la
reparación y limpieza de las iglesias.
- De las buenas
obras: primero del ayuno.
- En contra de
la glotonería y de la embriaguez.
- En contra de
los excesos en la indumentaria.
- De la
plegaria.
- Del lugar y el
tiempo de la plegaria.
- Las plegarias
y sacramentos comunes deberían administrarse en un lenguaje comprensible.
- De la
estimación reverente de la Palabra de Dios.
- De la práctica
de la limosna.
- De la
natividad de Cristo.
- De la pasión
de Cristo.
- De la
resurrección de Cristo.
- Del
recibimiento merecido del sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo.
- De los dones
del Espíritu Santo.
- Por los días
de las rogativas.
- Del estado del
matrimonio.
- Del
arrepentimiento.
- En contra de
la indolencia.
- En contra de
la rebelión.
Artículo XXXVI: De la
consagración de los obispos y los ministros
El
libro de la consagración de los arzobispos y los obispos, y del ordenamiento de
los sacerdotes y los diáconos, recientemente explicado en la época de Eduardo
VI y confirmado en el mismo tiempo por la autoridad del Parlamento, contiene
todo lo necesario para tal consagración y ordenamiento y no incluye nada que en
sí mismo sea supersticioso o irreverente. Y por lo tanto quienquiera que haya
sido consagrado u ordenado según los ritos de ese libro, desde el segundo año
del previamente mencionado rey Eduardo hasta este momento o que posteriormente
sea consagrado u ordenado siguiendo los mismos ritos, decretamos que todos
ellos sean justamente, ordenadamente, y legalmente consagrados u ordenados.
Artículo XXXVII: De los magistrados
civiles
Su
majestad la reina tiene el poder supremo en este reino de Inglaterra y en otros
dominios suyos, a los cuales el gobierno supremo de todos los Estados de este
reino, sean eclesiásticos o civiles, y en todas las causas pertenece y no es o
debería estar sujeto a ninguna jurisdicción extranjera.
Donde
atribuimos a su majestad la reina el gobierno supremo, por cuyos títulos
entendemos que las mentes de algunas personas difamatorias pueden ser
ofendidas, no concedemos a nuestros príncipes el ministerio, bien de la Palabra
de Dios o de los sacramentos, de lo cual los mandatos recientemente planteados
por Isabel, nuestra reina, testifican claramente. Pero sólo esa prerrogativa,
que estimamos que Dios le ha dado siempre a todos los príncipes piadosos en las
Sagradas Escrituras, es decir, que ellos deberían gobernar a todos los Estados
y clases que Dios les ha encomendado, sean eclesiásticos o temporales y limitar
con la espada civil a los obstinados y perversos.
El
obispo de Roma no tiene jurisdicción en este reino de Inglaterra.
Las
leyes del reino pueden castigar a los cristianos con la muerte, por las ofensas
atroces y crueles.
Es
legítimo para los cristianos, según el mandato del magistrado, portar armas, y
servir en las guerras.
Artículo XXXVIII: De los
bienes de los cristianos, que no son comunes
Las
riquezas y bienes de los cristianos no son comunes, en lo concerniente al
derecho, título y posesiones de los mismos, como ciertamente los anabaptistas
se jactan falsamente. Sin embargo, cada hombre debería, de todo lo que posee,
dar limosna liberalmente a los pobres, según su situación.
Artículo XXXIX: Del
juramento de un cristiano
Así
como confesamos que nuestro Señor Jesucristo ha prohibido jurar vana e
imprudentemente a los cristianos y a su apóstol Santiago, juzgamos que la
religión cristiana no prohíbe que un hombre pueda jurar cuando el magistrado lo
requiera en una causa de fe y caridad, para que se realice según la enseñanza
del profeta, en la justicia, en el juicio y en la verdad.
https://victorianweb.org/espanol/religion/39articles.html
https://victorianweb.org/espanol/religion/book.html
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