La
guerra de conciencia con la teología
El
aspecto más importante que hay que recordar sobre la religión en la Inglaterra
Victoriana es su carácter omnipresente. El siglo XIX estuvo determinado por un
renacimiento de la actividad religiosa incomparable desde el tiempo de los
Puritanos. Este renacimiento religioso modeló el código del comportamiento
moral, o más bien la inmersión de todo comportamiento en la moralidad, lo que
todavía denominamos, acertada o equivocadamente, “Victorianismo“. Sobre todo,
la religión ocupó un lugar en la conciencia pública, un papel central en la
vida intelectual de la época, ausente en el siglo anterior así como en el siglo
XX.
El
segundo aspecto importante que debe recordarse sobre el renacimiento religioso
Victoriano es que no perduró. No fue sólo que las iglesias perdieron, o más
bien nunca conservaron, a la creciente clase trabajadora propia de la sociedad
progresivamente urbanizada; apenas se la puede culpar por que la demografía la
derrotara. Pero lo sorprendente sobre la decadencia del renacimiento religioso
Victoriano es que tuvo lugar, en las últimas décadas del siglo, dentro de esa
misma clase media cuyas virtudes santificaba. Lo más relevante es que aquellos
sectores especiales de la clase media que habían servido de portadores de la
cultura de su tiempo y que habían modelado la siguiente, las clases intelectuales
y profesionales, vieron cómo su fe se erosionaba clara y decisivamente. [58/59]
La
crisis de la fe intelectual, datada alrededor de 1860, tuvo una apariencia
decepcionante debido a su naturaleza súbita. Los años 1850 fueron un periodo de
relativa calma religiosa, en la que los feligreses incondicionales tenían poco
por lo que preocuparse excepto por el aumento del Papismo y del
ritualismo, la disidencia de los disidentes (Dissent)
y la extraña ausencia de los pobres de las iglesias. Posteriormente, en 1859
apareció El origen de
las especies (Origin of Species)
de Darwin, el más célebre pero no el más destacado de los desafíos a la fe, que
cuestionó tanto la exactitud literal de los primeros capítulos del Génesis como
el argumento de la predestinación de la existencia de Dios. En 1860 apareció un
libro titulado Ensayos y Reseñas (Essays and
Reviews), en el que seis de los siete autores eran
clérigos de la Iglesia de Inglaterra (Church
of England) que introdujo en Gran Bretaña las técnicas y las hipótesis
sorprendentes de la crítica bíblica germana. En 1862, la autoridad mosaica del
Pentateuco fue negada nada menos que por el obispo, John William Colenso. En
1864 y 1865 los tribunales decidieron que no se podía hacer nada con estos
subversores dentro de la Iglesia, y en 1869 uno de los Ensayistas y Reseñadores
fue nombrado obispo. Aparecieron las vidas naturalistas, ausentes de milagros
de Jesús: Vida de Jesús de Renan en
1863, y Ecce Homo de J. R. Seeley en
1865. Entretanto, los científicos plantearon mayores desafíos: en 1863, El lugar del hombre en la naturaleza de Huxley y La
antigŸedad del hombre de Lyell, y finalmente en 1871, El descenso del hombre de Darwin, desnudaron la
unicidad de la humanidad. Para retener una fe tradicional centrada en la Biblia
en los años 1870, un hombre culto debía o bien negar los hallazgos de la
crítica bíblica y de la ciencia natural, avalada por una cantidad cada vez
mayor de evidencias, o recrear esa fe sobre una nueva base que sólo unos pocos
eran capaces de construir.
Debido
a que esta crisis fue causada y estimulada por desafíos externos a la fe
ortodoxa — porque la postura normal de las iglesias durante la crisis fue de
negación y de resistencia cara al avance triunfante de la ciencia y de la
crítica — es natural interpretar estos acontecimientos en términos del progreso
inevitable de la mente humana y de la evolución de la ciencia. Sin lugar a
dudas, si entendemos por “ciencia “lo que los alemanes denominan Wissenschaft, no sólo las ciencias naturales sino los
estudios sociales y humanos científicamente tratados, lo que aconteció fue una
victoria de la ciencia. Éste es el enfoque tradicional del asunto,
inmortalizado en la frase de Andrew Dickson White, “la guerra de la ciencia con
la teología“. Este enfoque presupone una confrontación clara y directa entre la
ciencia geológica, biológica e histórica por una parte y por otra, la religión,
con la preeminencia última de la ciencia debido a sus méritos intrínsecos.
[59/60]
Deseo
proponer una visión alternativa, que aborde el conflicto no como una lucha de
la fe en contra de sus enemigos externos, sino como una crisis dentro de la
propia religión. El núcleo del conflicto no fue la provocación de la ciencia
sino la respuesta de la religión. Los desafíos científicos destaparon ciertas
debilidades del renacimiento religioso Victoriano, y la victoria de la ciencia
se debió en gran medida a los elementos inherentes a la posición religiosa. El
más importante de estos factores fue el conflicto latente entre la sensibilidad
de conciencia estimulada por el renacimiento religioso y la afirmación vulgar y
dura de los dogmas hacia los cuales se esperaba que tales conciencias delicadas
prestaran su lealtad. Los portavoces de la fe ortodoxa estrecharon el terreno
sobre el cual el Cristianismo debía ser defendido, permitiendo a sus oponentes
científicos parecer más honestos que ellos mismos. En estos conflictos, la
posición de la doctrina ortodoxa no fue, según la presentaron sus defensores,
menos válida sino menos moral que la de la ciencia irreligiosa. A medida que
los acontecimientos se desarrollaron, no únicamente el sentido intelectual sino
el moral, particularmente el sentido de la veracidad, se rebeló en contra de la
ortodoxia. A esto se le puede llamar “la guerra de la conciencia con la
teología“.
Es
posible analizar este conflicto para las mentes de la emergente generación como
un tipo de “lucha de clase“, si esto se entiende no como una lucha entre clases
sino como una lucha dentro de la clase media, entre el clero por un lado y las
profesiones seculares por el otro. El siglo XIX asistió a la emergencia y la
definición de las profesiones, incluyendo la profesión clerical. Se podría
decir que el clérigo del siglo XVIII lo era por vocación. Era un caballero
urbano, o esperaba serlo; sus pocos deberes religiosos le dejaban tiempo
suficiente para mezclarse en sociedad, y ser un magistrado, un naturalista, un
ensayista o un deportista. Si no mejoraba demasiado su mundo, era una parte
importante del mismo. Pero el renacimiento evangélico cambió todo esto. Los Evangélicos (evangelicals)
(los Cristianos “serios“, como se
autodenominaban) insistían en que los clérigos debían ser serios, atender
sus deberes religiosos, y expandir la definición de tales deberes hasta que
absorbieran todo su tiempo y energía: dos sermones el domingo, servicios en
días laborables, visitas frecuentes a los pobres. A esto los Tractarianos (tractarians)
añadieron el sentido de una vocación clara y la división del sacerdocio del
laicado. Hacia 1840, incluso entre aquéllos que no eran ni Evangélicos ni
Tractarianos, el ideal profesional del clero se impuso.
Todos
los Victorianos eran formales; era importante ser formal, pero los clérigos
[60/61] eran inconfudible y preeminentemente formales. No cazaban, no asistían
al teatro; vestían de negro, sin que éste se viera aliviado por la menor
insinuación de gris; y desde 1860, adoptaron la insignia definitiva del
clericalismo, el alzacuellos. Tal clero trabajador logró mucho y merecía haber
logrado más. Pero este profesionalismo tenía un precio. Intensamente ocupados
en un trabajo que era absorbente pero especializado, concentrando sus mentes en
“la única cosa“que importaba, la mayoría del clero se retiró de la amplia vida
intelectual de Inglaterra de la que en su momento había sido una parte central.
En el mismo instante en el que Coleridge formulaba su
ideal de la “intelligentsia“, extensivo a las clases educadas, el clero se
separaba de esa “intelligentsia“ y se recluía detrás de la fortaleza
inexpugnable de la Sagrada Escritura y de la Teología
natural de Paley. La mente estrecha se convirtió junto con la
sotana en parte del equipamiento profesional de los clérigos.
Simultáneamente,
las profesiones seculares desarrollaron también su educación, sus funciones y
espíritu corporativo inconfundible y especializado, y las ciencias físicas y
naturales, aunque todavía mayoritariamente en manos de los noveles, empezaron a
desarrollar niveles profesionales similares. Ahora bien, lo que distingue a
estas ciencias y a sus hermanos aspirantes en las ciencias sociales es el
interés predominante por los hechos — hechos verificables y aplicables. Para
los caballeros de las profesiones factuales, era mortificante ver la relevancia
y el prestigio concedido al clero que se autodefinía por las “anteojeras“que
llevaba. En su intento por inculcar las ideas científicas, y lo que es más
importante, la idea de la propia ciencia en las mentes de la generación
emergente de jóvenes hombres intelectuales, era inevitable que entraran en
conflicto con el obstáculo de la estrechez de miras clerical. Y en este
conflicto se encontraron armados con un arma que incluso a los clérigos se les
había enseñado a temer, el arma de la verdad.
Es
difícil evitar la conclusión de que estos profesionalismos rivales — el
crecimiento de un clericalismo anglicano coincidiendo con el despertar de un
laicismo intelectual — proporcionaron las condiciones necesarias favorecedoras
del conflicto que se iba a producir. Sin embargo, existen ciertas dificultades
que limitan la utilidad de este tipo de análisis en términos de los elementos
conflictivos dentro de la clase media intelectual. El primero surge del
profesionalismo de la propia ciencia: los hechos científicos requieren mentes
científicas que los aprecien, y puede que sólo tuvieran un efecto periférico si
la educación seguía siendo clásica más que científica. En segundo lugar, como
veremos, los golpes más duros a la ortodoxia clerical fueron afrontados, no por
[61/62] científicos, sino por clérigos disidentes, aquéllos que se sentían
atrapados por la estrechez de su profesionalismo y que buscaban evadirse a una
cultura más amplia. Después de todo, la geología de Lyell y la biología de
Darwin, a pesar de ser absolutamente verdadera, afectó sólo a algunos capítulos
del Génesis, dejando el resto de la Biblia incólume; pero la crítica bíblica,
incluso en manos de los clérigos devotos, afectó a todo el texto, a la
inspiración y a la autoridad de la Biblia y quizá de la fe cristiana. Más
relevante, no obstante, es el hecho de que lo que en último caso alienó a la
generación intelectual emergente no fue, el desafío externo de la ciencia o de
la crítica, sino la respuesta de los portavoces de la religión ortodoxa. Fue el
fracaso de la ortodoxia, no los esfuerzos heréticos o infieles, lo que hizo que
las clases intelectuales abandonaran la religión.
La
ortodoxia de la Inglaterra Protestante, común a los Anglicanos y a la mayoría
de los Dissenters, fue el
producto del renacimiento Evangélico. Es imposible exagerar la omnipresencia y
la intensidad de la moralidad con la que los Evangélicos saturaron cada aspecto
de la vida Victoriana. De hecho, lo que nos separa de los Victorianos no es
tanto la diferencia en nuestros juicios morales, sino su predisposición a hacer
juicios morales y nuestra predisposición a suspenderlos. Nuestra objetividad es
su inmoralidad. La sensibilidad de conciencia así producida, la autoconciencia
y la introspección así fomentadas, eran cosas horribles; y las crisis morales,
tan frecuentes tanto en la literatura como en la vida de las clases educadas no
siempre atravesaron los canales acreditados de la conversión Evangélica y de la
vida moral ardua pero segura.
Una
de las virtudes más frecuentemente inculcadas (y considerada como
autóctonamente inglesa) fue la virtud de la verdad. Ahora la verdad era un arma
de doble filo. Para empezar, existía una confusión fundamental en el concepto
Victoriano de “verdad“. En un sentido, la palabra se refiere a la verdad
objetiva, la realidad fáctica; en otro sentido, significa veracidad, es decir,
la honestidad de una persona. Los Victorianos se caracterizaron por un mayor
interés hacia la veracidad que hacia la verdad; su preocupación por la
personalidad moral del hablante era mayor que por la corrección factual de la
afirmación. Un resultado de esta actitud era que los debates sobre la crítica
bíblica tenían un carácter curioso ad hominem.
Así, la crítica se opone porque parece impugnar la veracidad de Dios como autor
de la Biblia; o los Ensayistas y Reseñadores son condenados como deshonestos
porque [62/63] la conclusiones que alcanzan contradicen las promesas que hacen
en sus ordenaciones como sacerdotes. El problema con este modo de razonamiento
es que presta atención a las personalidades y no a las cuestiones reales del
debate; es la práctica de la evasión en el nombre de la honestidad.
Esta
práctica era común entre el clero. Desembocó, durante la mitad de las décadas
Victorianas, en una desconfianza creciente (aunque raramente articulada) de su
predicación, una pérdida de influencia paralela al aumento de su
profesionalismo. Esto fue perfectamente expresado por el clérigo de la Iglesia Ancha (Broad Church),
Arthur Stanley, posteriormente Deán de Westminster:
Creo que el pecado dominante de la profesión clerical —
aquel hacia el que sus tentaciones peculiares pueden conducir — es la
indiferencia a la verdad estricta . . . Está también el hábito de utilizar
palabras sin significado, o sólo que se creen a medias, o por un argumento conveniente
y por rellenar un vacío difícil, o con un amor fijo hacia las cosas . . . que
conduce en parte, estoy convencido, a esa indiferencia enraizada hacia los
sermones, y a esta vasta separación entre la fe y la creencia externa, y a esa
desconfianza hacia todo lo que el clero dice, y a esa intolerancia arrogante
que tantos de ellos sienten hacia los seglares.
El
amigo de Stanley, Benjamin Jowett, lo expresó más concisamente: “Nunca escuché
un sermón que no parezca igualmente dividido entre la verdad y la falsedad“. La
predicación, sin duda, presenta problemas así como tentaciones; existe un
número limitado de conclusiones a las que se puede llegar seguramente a través
de un número ilimitado de sermones y la facilidad a la hora de lograrlo puede
ser correlativa de modo negativo con la profundidad religiosa. Hacia 1860, se
observó que los individuos realmente más capacitados no decidían tomar las
órdenes sagradas; y Frederick Temple, Ensayista y Reseñador al igual que
Jowett, se sorprendió ante la “reticencia extraordinaria“ de los muchachos
jóvenes universitarios hacia los asuntos religiosos.
Parte
de esta reticencia, esta renuencia para expresar y examinar las dudas y las
perplejidades en la religión, se correspondía con la creencia frecuentemente
inculcada de que la duda religiosa era en sí misma pecaminosa. Samuel
Wilberforce, posteriormente obispo de Oxford, expresó con una crudeza
característicamente elocuente el deber de evitar la duda, independientemente de
las operaciones intelectuales necesarias para conseguirlo:
Mientras que la irreverencia y la duda sean el objeto de
vuestro miedo mayor; mientras retengáis una reverencia infantil e incondicional
degradando, si fuera necesario, vuestro entendimiento, antes que ganar algún
conocimiento arriesgando vuestra reverencia, estáis indudablemente en las manos
de Dios, y por lo tanto seguros . . . Volad, por ello, antes que luchar, volad
para conocer las verdades. [63/64]
Como
su biógrafo constató, “En una época que presionaba desesperadamente por las
respuestas a todo tipo de preguntas, Wilberforce creyó que era mejor dejarlas
sin contestar“.
Una
razón para la ausencia de preguntas era la creencia de que la duda no sólo era
pecaminosa sino que convertía también en desgraciado en esta vida al
dubitativo, la ausencia de fe producía vacío e infelicidad. Los individuos de
mucha fe proyectaban lo que sentirían si fueran privados de su fe; y ninguna
evidencia factual por parte de agnósticos serenos y ateístas calmados podía
tambalear su convicción de que la duda era un estado de aflicción. Incluso el
normalmente sensato Newman podía exclamar,
“Considera las desdichas de las esposas y las madres al perder su fe en las
Escrituras“. Se convirtió en una obligación prevenir esto, suprimir las dudas
internas y desanimar las dudas de otros. ¿Pero se podía esperar que la
generación emergente, consagrada conscientemente a la verdad pero cada vez más
segura de los hechos perturbadores, siempre contendría sus dudas y profesaría
una confianza, cuya realidad decrecía? Este era el punto de tensión, el veneno
en la atmósfera teológica que debía mostrarse.
La
cuestión sobre la que la intensidad de la religión Victoriana comenzó a
plegarse sobre sí misma, no fue un desafío externo de la ciencia o de la
crítica, sino un conflicto sentido entre la moralidad que los Evangélicos
habían cultivado y las doctrinas teológicas que enseñaban. La moralidad
Victoriana no sólo era severa, sino humanitaria; aunque los Evangélicos dudaban
de si el conjunto de la humanidad podía salvarse, predicaban la deuda de la
benevolencia activa; liberaron a los esclavos y mejoraron las condiciones de
trabajo en las fábricas. Existía también una discrepancia aquí entre el
carácter esencialmente ultraterreno de su fe y las aspiraciones contemporáneas,
en la que a menudo se inclinaban hacia el progreso y la mejora de la sociedad
humana. Especialmente, los valores humanitarios así engendrados eran
incompatibles con la teología común de la época. Aquí debemos recalcar que la
palabra teología se usa y se usaba
libremente; la Inglaterra decimonónica no era la sede de una teología
sistemática como lo era Alemania; los mejores pensadores religiosos eran
aficionados autodidactas. La teología a la que gran parte de los Evangélicos se
adhirieron, y que aceptaron generalmente muchos otros, fue un tipo de
casi-Calvinismo asistemático y semiconsciente, que contemplaba como hecho
central del Cristianismo la Expiación más que la Encarnación, y que enfatizaba
las doctrinas Cristianas más severas y duras: el pecado original, la
reprobación, la expiación indirecta [64/65], el castigo eterno. El énfasis
desequilibrado sobre estos temas esencialmente nada atractivos era proclive a
confrontar con el espíritu sentimental y humanitario de la época, a su vez
mayoritariamente un producto del renacimiento religioso.
El
conflicto entre la ética humana y el dogma riguroso fue el responsable de
algunas de las pérdidas más espectaculares de la fe durante los años 1840.
¿Cómo podía una conciencia benévola y sensible aceptar la moralidad de un
Jehová que se comportaba, como lo expresó el joven Darwin, como “un tirano
vengativo“ y que condenaba a la mayoría de sus criaturas humanas a una
eternidad de tormento desproporcionada con su maldad o que no se basaba en
ninguna falta personal? Estas fueron las cuestiones que provocaron las crisis
teológicas en la década de 1850. F. D. Maurice, quizá la mente más profética
del siglo, se vio privado de su puesto de cátedra en 1853 por cuestionar la
eternidad del castigo. El comentario de Jowett en 1855 sobre San Pablo,
denunciando la presentación convencional de la Expiación, trajo consigo una
tormenta de críticas presagiando la denuncia posterior de Ensayos y Reseñas. Cito a Jowett para mostrar la
profundidad de la indignación que el casi-Calvinismo Victoriano podía producir
en una mente normalmente serena: “Se representa a un Dios enfadado con nosotros
por algo que nunca hicimos; Él está preparado para infligir un castigo
desproporcionado sobre nosotros por lo que somos; Él está satisfecho con los
sufrimientos de Su Hijo por nosotros . . . La imperfección de la ley humana se
transfiere a lo Divino“. Después de esto, Jowett dijo “no puedo sino temer la
posibilidad de esto, por lo que enseño a Cristo para no ensombrecer la
sacralidad de la verdad de Dios“.
La
erosión de la fe provocada por este cambio ético en contra de la crueldad de
los dogmas expresada tan crudamente es quizá el ejemplo más claro de lo que
denomino “la guerra de conciencia con la teología“.13 La afirmación
clásica de este rechazo procede de John Stuart Mill:
“Denominaré no ser bueno, que no es lo que pretendo decir cuando aplico este
epíteto a mis criaturas compañeras, y si tal ser me puede condenar al infierno
por no llamarle bueno, al infierno iré“.14 Este
sentimiento no se reducía a casos eminentes como Darwin, Francis Newman, James
Anthony Fraude, o George Eliot; se puede
encontrar en muchos elementos de la sociedad.15 La
inmoralidad aparente de la Biblia y del Credo proporcionó argumentos sólidos a
los ateístas; aún más, proporcionó motivos a esa perplejidad de la fe ante la
cual los creyentes declarados se mostraban insanamente reticentes. Es posible
que la ciencia y la crítica de los años 1860 tuvieran semejante efecto porque
suministró estímulos y bases lógicas a las mentes que ya se sentían inquietas y
alienadas ante estas razones morales [65/66]. En cualquier caso, la ética que
yo desafío precedió y transcendió el desafío científico. Quizá el renacimiento
religioso Victoriano había convertido a los hombres en demasiado morales como
para ser ortodoxos, en demasiado humanitarios para ser Cristianos.
Así,
se abonó el terreno para los primeros ataques violentos de la ciencia y de la
crítica. La crítica bíblica, sin duda, tardó en llegar a Inglaterra; era un
producto alemán. Pero la ciencia, especialmente la biología y la geología,
tenían un pedigrí inglés respetable. Los clérigos rurales observaban las
plantas y los animales; los caballeros rurales miraban las rocas; y en
consecuencia, tenemos a la biología y a la geología. Pero la atenta observación
de la naturaleza produjo algunos problemas. ¿Cómo pudieron estos estratos y
fósiles geológicos de especies extintas que databan del 4004 antes de Cristo
ajustarse al plan de seis días de la Creación, según la cronología del
arzobispo Ussher impresa en los márgenes de la Biblia autorizada? La pregunta
fue abordada por Sir Charles Lyell en Principios de
Geología, donde propuso la hipótesis convincente de que las
formaciones geológicas eran el resultado, no de catástrofes repentinas tales
como la Creación y el Diluvio, sino de operaciones lentas de procesos uniformes
de cambio. La hipótesis uniformitaria requería un periodo de tiempo mucho más
largo que el que el relato bíblico de la Creación permitía. La respuesta de los
eclesiásticos no fue, en los años 1830, directamente hostil; más bien, buscaron
mostrar que los textos bíblicos podían armonizar con la nueva ciencia.
Desafortunadamente, esas varias “armonías“, tales como aquéllas que trataban a
los “días“del Génesis como eras geológicas, probaron ser casi incompatibles con
los desarrollos de la geología como con el propio texto literal bíblico. Y
aquellos fósiles, que sugerían transformaciones en la biología tan vastas como
las de la geología, eran difíciles de superar: se informó de que un científico
religioso había llegado a la conclusión de que Dios había deliberadamente
colocado los fósiles para probar la fe del hombre.
Problemas
más serios surgieron cuando el concepto del desarrollo se extendió de la
geología a la biología. La idea de la evolución, aunque seguía siendo todavía
inaceptable para la mayoría de los biólogos, estaba en el aire. En 1844, Robert
Chambers, un aficionado, publicó anónimamente un libro titulado Vestigios de la historia natural de la Creación (Vestiges of the Natural History of Creation), que
mantenía que cada especie no había sido especialmente creada por Dios sino que
había evolucionado siguiendo las leyes generales. Este trabajo más bien
acientífico, una especie de Darwin sin disciplina, se compuso en sintonía con
un espíritu reverente. Sin embargo, fue recibido con una tormenta de crítica
teológica que anticipó el debate más famoso posteriormente suscitado por Darwin
[66/67]. Los científicos criticaron al libro casi tan agresivamente como los
clérigos, pero muchos laicos sensibilizados se sintieron curiosamente atraídos
por la idea de la evolución. La tormenta sobre Vestigios
de la Creación fue indicativa de la inquietud de la época, la
desazón de la mentalidad causada por el dibujo científico de la naturaleza
impersonal que funcionaba sin una interposición divina directa, un dibujo
difícil de aceptar, pero progresivamente difícil de resistir. El poeta Tennyson fue uno de
los lectores fascinados por Vestigios de la Creación,
y en In Memoriam mostró
tanto su influencia como los problemas que planteó:
Are God and Nature
then at strife,
That Nature lends such evil dreams?
So careful of the type she seems,
So careless of the single life;
That I, considering
everywhere
Her secret meaning in her deeds,
And finding that of fifty seeds
She often brings but one to bear,
I falter where I
firmly trod,
And falling with my weight of cares
Upon the great world's altar-stairs
That slope thro' darkness up to God,
I stretch lame hands of faith, and grope,
And gather dust and chaff, and call
To what I feel is Lord of all,
And faintly trust the larger hope.
In Memoriam, publicada en 1850,
destaca como un monumento de la mentalidad Victoriana equilibrada, incapaz de
negar los resultados de la ciencia, pero esperanzadoramente (aunque
“débilmente“) ubicando la fe en “las verdades que nunca se pueden probar“.
Pero
estas primeras vislumbres de dudas y dificultades no produjeron un conflicto
directo entre la ciencia y la religión. De hecho, fue casi un artículo de fe el
que tal conflicto pudiera ocurrir, que las conclusiones de la razón terminaran
por armonizar con los dictados de la revelación, que los hechos de la
naturaleza descubiertos por la ciencia no pudieran contradecir la Palabra de
Dios que era el creador de la naturaleza. En los conflictos con los
racionalistas del siglo XVIII [67/68] se adoptó una postura clara al respecto,
momento en el que la gloria de la Iglesia de Inglaterra residía en que sus
pensadores respondieran a los deístas (deists) y
librepensadores con los argumentos racionales propios de éstos más que con los
suyos. Una corriente de apologistas Anglicanos, desde Berkeley pasando por
Butler hasta Paley, utilizaron el lenguaje de la Ilustración para justificar
los caminos de Dios hacia el hombre. La culminación de este proceso se
materializó, a finales del siglo XVIII, en el trabajo del decano William Paley.
Su Teología natural (1802) demostró la
existencia de Dios mediante el argumento de la predeterminación. Así como la
existencia de un reloj prueba la existencia de un relojero, las interrelaciones
complejas y perfectas de la naturaleza prueban que han sido diseñadas por un
creador inteligente. La uniformidad y la coherencia de los argumentos de Paley
ejercieron cierto encanto fatuo mientras que la abundancia de sus ilustraciones
detalladas procedentes de la naturaleza impresionaron al joven Darwin
influenciando probablemente su estilo. Otra de las obras de Paley, Las evidencias del Cristianismo (1794) apoyó en
concreto el asunto de la revelación cristiana primordialmente sobre el
argumento de los milagros. Estas obras se convirtieron en libros de textos
comunes en las universidades y proporcionaron la teología apologética principal
para generaciones de clérigos.
El
argumento de la predestinación y la evidencia de los milagros y las profecías
no sólo pareció salir ileso ante el desafío del racionalismo del siglo XVIII
sino ante cualquier necesidad argumentativa futura, permitiendo al clero
desatender la mayor parte de las provocaciones externas a la religión.
Paradójicamente, el éxito de la apología de Paley resultó ser desastroso en la
década de 1860: precisamente el argumento de la predestinación y de los
milagros y las profecías (las “evidencias externas“) fue devastado por la nueva
ciencia y crítica. Pero el Evangelicalismo y el Tractarianismo dirigieron a la
mentalidad clerical desde investigaciones más originales en materia apologética
hasta asuntos internos a la Iglesia. La única excepción, los tratados
Bridgewater de 1830, demostraron ser reafirmaciones por parte de los
científicos religiosos del argumento de la predestinación.
Entretanto,
la filosofía se desplazó más allá de las posiciones de la Ilustración hasta los
nuevos racionalismos, bien fuera el Utilitarianismo (utilitarianism)
de Bentham y de Mill o la
metafísica germana de Kant y de Hegel. Las evidencias externas de la fe
cristiana en las que Paley había confiado fueron orilladas a favor de un nuevo
énfasis sobre la experiencia religiosa interna, más profunda pero menos
verificable, cuyo portavoz en Inglaterra fue Coleridge. En su repugnancia por
las evidencias y dogmas formales del Cristianismo, Coleridge defendió la
sensibilidad de muchos intelectuales religiosos, y suministró [68/69] los cimientos
filosóficos que cuestionaron gran parte de la crítica bíblica posterior a la
Iglesia Ancha. Los clérigos ortodoxos fueron vagamente conscientes de estos
desafíos a su posición, pero sus respuestas se limitaron a denuncias.
Posteriormente,
en 1858, emergió un nuevo defensor de la ortodoxia que parecía por fin haber
refutado a todos los descreídos y heréticos con las armas filosóficas más
modernas. H. L. Mansel, en sus conferencias Bampton sobre Los límites del pensamiento religioso utilizó la
entonces actual filosofía de Sir William Hamilton para situar la fe Cristiana
permanentemente más allá del alcance del desafío racional. Mansel arguyó que el
Absoluto, el Incondicional, el Infinito (en otras palabras, Dios), estaba
completamente más allá del poder de comprensión de la razón humana, bien para
defender o para negar. Así descartó sumariamente tanto la demostración de la
existencia de Dios de Paley como los intentos racionalistas por desacreditarla.
De este escepticismo supremo, Mansel pasó inmediatamente a la más completa
ortodoxia. Lo que la razón humana no podía lograr, Dios lo podía hacer y lo
había hecho en Su revelación. Independientemente de las dificultades
intelectuales o éticas, el hombre debe aceptar la revelación tal y como Dios la
da; no puede examinar sus contenidos sino sólo sus evidencias. Y las evidencias
que Mansel ofrece no son otras que las evidencias externas de Paley: milagros y
profecías. Debemos aceptar la revelación sobre estas evidencias y debemos
aceptarla íntegramente, sin excepciones o reservas.
Este
libro actualmente olvidado de 1858 es importante porque muestra la mentalidad
de los defensores más inteligentes de la ortodoxia en la víspera de sus
desafíos más formidables. El libro de Mansel fue aclamado por haber socavado
definitivamente el racionalismo, de tal manera que el “mundo religioso“se vio
en un estado de falsa seguridad justo antes de las crisis de 1859 y 1860. Sus
admiradores pudieron quizá ser excusados por no haber anticipado que John
Stuart Mill demolería la filosofía de la ausencia de condicionamiento, sobre la
cual la estructura lógica de Mansel dependía. Se les podría culpabilizar
mayormente por desatender la facilidad con la que el escepticismo filosófico de
Mansel pudo haber sido aceptado por aquéllos que, como Herbert Spencer, no
consideraron necesario proceder más allá de él hasta el Cristianismo. Pero el
gran peligro del argumento de Mansel fue que identificó la fe Cristiana con el
texto de la Biblia y que basó la autenticidad de la Biblia únicamente sobre
evidencias externas tales como los milagros y las profecías. Al eliminar la fe
de modo seguro del alcance de la filosofía, Mansel la expuso directamente al
ataque de la ciencia y de la crítica bíblica. La aceptación imperante [69/70]
de las evidencias de Paley cegó a Mansel y a otros ante la vulnerabilidad de la
fe que sólo descansaba en tales apoyos externos.
El
sucesor de Mansel como conferenciante Bampton aseveró que la Biblia era, como
la historia, “absolutamente y en todo verdadera“. Otro sucesor respaldó que
cada palabra de la Biblia era “la articulación directa de lo más Elevado“. La
implicación más clara de tales afirmaciones fue que, si se podía demostrar
científica o históricamente que cualquier texto bíblico era erróneo, se debería
renunciar no sólo ante ese texto sino ante la totalidad de la revelación. Nunca
antes había estado el Cristianismo tradicional tan seguro de sí mismo o sido
tan vulnerable.
Podemos
ahora regresar al primero de los grandes desafíos al Cristianismo ortodoxo, la
publicación de El origen de las especies de
Darwin en 1859. Esta obra se convirtió en la exposición más exitosa de la
doctrina de la evolución porque, para empezar, ofreció una presentación
coherente y detallada de la evidencia y, segundo, proporcionó por primera vez
una explicación satisfactoria del mecanismo de la evolución, la teoría de la
selección natural. Aunque Darwin dudó en aplicar su teoría al caso del hombre,
su aplicabilidad inmediatamente reconocida se convirtió en el foco del debate
público. ¿“Es el hombre un mono o un ángel?“, preguntó Disraeli; como político,
se posicionó del lado de los ángeles. Mientras algunos científicos pusieron
objeciones a la evolución, el ataque sobre Darwin se volvió hacia su negación
de la creación especial de cada especie por la acción divina directa y de su
negativa a asignar al hombre un único lugar distinto del resto de la creación
animal. Filosóficamente, Darwin fue incluso más subversivo: su concepto de las
variaciones del azar desafió no sólo el texto literal del Génesis sino también
el argumento de la predestinación de Paley y de los deístas.
Darwin y El origen de las especies
La controversia
sobre El
origen de las especies tomó la desafortunada forma de una confrontación directa
entre la religión y la ciencia. La gran mayoría de los portavoces religiosos
condenaron la doctrina de la evolución, a menudo sin considerar sus méritos
científicos, basándose en su repugnancia ante el texto de la Biblia y su tendencia
a degradar al hombre al nivel de las bestias. La mayoría de los científicos,
por otra parte, aceptó la evolución por lo menos como una hipótesis probable, y
algunos, particularmente Huxley y Tyndall, fueron aguijoneados por sus
oponentes clericales por haber asumido una posición progresivamente
antirreligiosa. Ambas partes parecían identificar la sustancia del Cristianismo
con el texto del Génesis.
La confrontación más famosa ocurrió
en Oxford en 1860. Samuel Wilberforce, un obispo educado pero un controversialista
demasiado ardiente, sobrepasó [70/71] los argumentos científicos sobre los que
estaba bien informado para negar la evolución mediante el sarcasmo, preguntando
a Huxley, “¿Fue a través de su abuelo o de su abuela por medio de quien Darwin
afirmó que descendía del mono?“. La respuesta de Huxley fue simple pero
devastadora — “Él no se avergonzaba de que su ancestro fuera un mono; pero se
avergonzaría de estar relacionado con un hombre que recurría a donativos para
oscurecer la verdad“. La audiencia (ampliamente clerical) aplaudió. Confiando
en la virtud suprema de la veracidad, Huxley volvió a la moralidad Victoriana
en contra de la ortodoxia Victoriana. Cuando llegó la prueba, los defensores de
la ortodoxia no estaban interesados en la verdad, y los defensores de la verdad
no estaban interesados en la ortodoxia.
Los efectos directos de este debate
se han exagerado, pero su significado simbólico es considerable. Puede que el
clero que conformaba la audiencia sólo aplaudiera la calidad del debate, o
puede que disfrutara con la caída de un obispo cuya franqueza le había
reportado numerosos enemigos; sin embargo, los jóvenes laicos vieron el
contraste entre la falta de profundidad de un obispo reverente y la reverencia
ante la verdad de un científico irreligioso. Fue este contraste, más que las
cuestiones reales del debate sobre la evolución, el que motivó el sentimiento
de que la ciencia era la ola del futuro y la religión la del pasado. La
consecuencia de la victoria de la ciencia en el debate de la evolución no fue
un abandono precipitado de la fe por parte de aquéllos que previamente habían
sido religiosos, sino más bien una confirmación de dudas que ya existían y un
giro general de la atención hacia las cuestiones de mayor calado del mundo secular.
El desafió de la biología evolutiva,
a pesar de su seriedad, fue superficial en comparación con el desafío de la
crítica bíblica, que recorrió el texto íntegro y la interpretación de la Biblia
y abordó más profundamente las fuentes de la fe Cristiana. Éste fue un problema
interno y no externo. Mientras que la crítica textual no se vio relativamente
afectada por la controversia, no se puede decir lo mismo de la llamada Alta
crítica, el análisis de la autoría, las fuentes, la motivación y la exactitud
de los escritos bíblicos. Los resultados de tal análisis podrían perfectamente
desconcertar a aquéllos que creían en la inspiración literal directa y divina
de las escrituras bíblicas; la manera fría e imparcial de la investigación
histórica apenas parecía compatible con una fe viva.
Ensayos y
Reseñas
Lo peor de todo fue que
la crítica bíblica era anti-inglesa, carecía de raíces nativas y desafiaba la
insularidad prevalente. Era un producto alemán. Casi nadie leía el alemán; la
mayoría consideraba que no merecía la pena leerlo; y [71/72] lo que oían sobre
el pensamiento alemán no era nada alentador. Prácticamente la primera obra de
la crítica alemana que alcanzó Inglaterra fue Vida de Jesús de D. F. Strauss
que trataba los Evangelios como mitológicos más que como históricos y que
escandalizó incluso a los germanos; traducida por George Eliot en 1846, afectó
a pocas almas sensibles, que ya habían empezado a dudar, pero sirvió, para la
mayor parte de los que habían oído hablar de ella, como una advertencia de que
la crítica conducía a la infidelidad. Inglaterra no estaba preparada para la
crítica bíblica; “la Biblia, y sólo la Biblia“fue el lema del Protestantismo
inglés. La extrema sensibilidad ante cualquier cuestionamiento de la autoridad
de la Biblia se exacerbó en los años 1860 debido a la coincidencia de la
llegada de la crítica bíblica con el desafío de la ciencia evolutiva.
Siete hombres, seis de ellos
clérigos de la Iglesia de Inglaterra, buscaron fracturar la reticencia de los
eruditos en materia de fe a través de un manipulación libre, mediante un
espíritu decoroso, de temas particularmente susceptibles de sufrir como
consecuencia de una repetición del lenguaje convencional y por los métodos
tradicionales de tratamiento. El volumen resultante, modestamente
titulado Ensayos y Reseñas, se publicó en
1860. Los cinco ensayos y dos reseñas, escritos independientemente, variaban en
el carácter y en la calidad: uno era la reescritura de un sermón, otro una
monografía culta, seria pero impecablemente histórica. El autor laico compuso
una crítica devastadora de las “armonías“intencionadas entre el Génesis y la
geología. Rowland Williams, un galés conflictivo, escribió un ensayo provocador
sobre el Barón von Bunsen en el que “la justificación por la fe“se convertía en
“calma mental“. Baden Powell, un matemático, negó terminantemente la
posibilidad de los milagros. H. B. Wilson concedieron la más amplia libertad
posible a la suscripción a los artículos de la fe y cuestionó la eternidad de
la condenación. Toda la obra fue superada por el ensayo formidable aunque
enrevesado de Jowett, “Sobre la interpretación de la Escritura“, en el que
conminaba que la Biblia se leyera “como cualquier otro libro“y en el que
suplicaba apasionadamente la libertad de la erudición: “La religión Cristiana
se encuentra en una posición falsa cuando todas las tendencias del conocimiento
se oponen a ella“.
Gran parte de lo que escribieron los
Ensayistas y Reseñadores es actualmente teología común y el trabajo no habría
llamado demasiado la atención incluso en 1860 salvo por el hecho de que sus
autores fueron clérigos. Una vez más, el elemento ad
hominem prevaleció. ¿Cómo podía un clérigo conciliar
coherentemente tales puntos de vista con los Treinta y Nueve Artículos y sus
votos de ordenación? De nuevo, Samuel Wilberforce dirigió el ataque, secundado
por los Evangélicos y los clérigos de la Alta Iglesia en un despliegue extraño
de unanimidad. Desde todos los ámbitos [72/73] se denunció el volumen: cerca de
150 respuestas llenaron tres páginas del catálogo del Museo Británico.
Wilberforce presionó para celebrar un sínodo en el que se condenara a los
obispos, que consiguió provisionalmente en 1861 y formalmente en 1864. Williams
y Wilson, los dos Ensayistas suspendidos de sus funciones, fueron perseguidos
por los tribunales eclesiásticos y parcialmente condenados en 1862. Pero aquí
intervinieron las peculiaridades del sistema legal inglés; exigiendo una
construcción estricta de los formularios de la Iglesia, y otorgando la
interpretación más liberal a las escrituras acusadas, se dio lugar a que el
Consejo Privado invirtiera la condena en 1864. Alguien dijo humorísticamente
que el Consejo Privado “se había desentendido del Infierno pagando, y había
arrebatado a los miembros Ortodoxos de la Iglesia de Inglaterra la última
esperanza de la condenación eterna“. Irónicamente, la libertad de pensamiento
dentro de la Iglesia de Inglaterra se salvó gracias a la sumisión de la Iglesia
ante el Estado.
John William Colenso
Siguiendo muy de cerca
los talones de los clérigos de Ensayos y Reseñas apareció un
obispo, aunque un obispo colonial, que ejerció un ataque más directo aunque
menos competente contra la interpretación literal de la Biblia. John William
Colenso había sido educado para creer que cada detalle de la Biblia era
literalmente cierto y tenía una mente simple y numérica que le había llevado a
escribir libros de texto sobre aritmética. Enviado a Natal en 1853 como obispo,
fue un misionero efectivo entre los Zulúes. Sin embargo, los nativos carecían
del conocimiento propio de los hombres civilizados por el cual determinadas
preguntas debían evitarse; y así, cuando estaban traduciendo la historia del
Diluvio, un africano preguntó inocentemente: “¿Es todo eso verdad? ¿Usted
piensa realmente que todo aquello ocurrió así?“. Colenso, era un hombre honesto
y sabía, después de haber leído a Lyell, que los geólogos desaprobaban el
Diluvio universal. Comenzó a reexaminar los primeros libros de la Biblia con la
ayuda de algunas obras alemanas y mucha aritmética, y descubrió que las
estadísticas presentes en la Biblia, con toda su rotundidad magnífica y
oriental, eran simplemente imposibles. Su método era absurdo, pero su
conclusión era irresistible: el Pentateuco era ahistórico, y la mayor parte
había sido escrito por otra persona diferente a Moisés. Tuvo que hablar claro,
a pesar de que muchos serían sacudidos por tales afirmaciones procedentes de un
obispo: “Nuestra obligación, sin duda, es seguir la Verdad, a donde quiera que
nos lleve, y dejar las consecuencias en las manos de Dios“. Por ello, publicó
en 1862 El
Pentateuco críticamente examinado, contando a una Inglaterra conmocionada
que “la propia Biblia no es la palabra de Dios; pero seguramente la palabra de
Dios será escuchada en la Biblia por todos aquéllos que humilde y devotamente
la escuchen“. Habiendo dicho esto, exigía el derecho de continuar siendo obispo
de la Iglesia de Inglaterra [73/74]
Los oídos piadosos se sintieron
ofendidos; la ortodoxia ultrajada. El sentimiento imperante lo expresó el
obispo Lee de Manchester: “nos sentimos arrebatados de los propios cimientos de
nuestra fe, de las mismas bases de nuestras esperanzas, de nuestro consuelo más
cercano y querido cuando se declara que una línea de ese volumen Sagrado en el
que basamos todo es infiel o indigna de confianza“. Los obispos reclamaron la
expulsión de su colega herético. El obispo de Cape Town, que regía la
jurisdicción sobre Natal, celebró un sínodo en el que se depuso a Colenso.
Colenso apeló al Consejo Privado, donde el asunto fue prontamente desviado de
cuestión religiosa a cuestión técnica sobre el status legal de las colonias. Al
final, sin manera de resolver la cuestión doctrinal, el Consejo Privado sostuvo
que Colenso no podía ser depuesto. El obispo de Cape Town, actuando libremente,
consagró a otro obispo para Natal; la mayoría de su clero repudió a Colenso,
pero éste aguantó, y el resultado fue un cisma local que duró décadas.
Los juicios legales sobre Ensayos y Reseñasy sobre Colenso no hicieron ilegal
que un clérigo pudiera negar la inspiración literal y la infalibilidad de las
Escrituras, pero esto no significó que se le tolerara hacerlo ante los ojos de
la mayoría del clero e incluso ante los del laicado. Para los clérigos y para
los laicos, existía un doble nivel de creencia, o más bien de honestidad. De
hecho, es posible que la franqueza de los Ensayistas y Reseñadores realmente
retrasara, debido a la provocación de una reacción tan violenta, el
advenimiento de una libertad de pensamiento en materia de fe por el que estaban
luchando.
El punto clave se produjo cuando
Temple, el menos ofensivo de los Ensayistas y Reseñadores, fue nominado para
ser obispo de Éxeter en 1869 y consagrado a pesar de las fuertes tentativas por
evitarlo. En último término el clima teológico cambió: la evolución se aceptó
de modo general en los años 1880 y, con la publicación de Lux Mundi por parte de un grupo de eclesiásticos
de la Alta Iglesia en 1889, se evidenció que incluso los clérigos conservadores
tendrían que tratar con el problema de la crítica bíblica. Pero para entonces
ya era demasiado tarde. Lo que los clérigos descubrieron con retraso, los
laicos intelectuales lo habían sabido todo el tiempo.
Hubo algo exagerado e incluso
levemente cómico en la reacción contra la crítica bíblica. En esto, así como en
la respuesta a Darwin, parecía como si los defensores de la fe ortodoxa
tuvieran miedo de la búsqueda imparcial de la verdad [74/75]. Como dijo
Tennyson: “Vive más fe en la duda honesta/ Creedme, que en la mitad de los
credos“.
Los Ensayistas y Reseñadores,
Colenso, y unos pocos más como F. D. Maurice y el arzobispo Tait — todos ellos
no descreídos sino críticos — se preocuparon por saltar el abismo que separaba
la fe declarada de la indagación franca de los laicos cultos. Uno de éstos
últimos, el filósofo Henry Sidgwick, hablaba en nombre de muchos cuando
escribió: “Lo que todos queremos, en suma, no es la condenación, sino la
refutación . . . Un porcentaje elevado del laicado actual . . . no quedaría
conforme con que se archivara ex cátedra la
cuestión, ni tampoco aterrorizado con una conclusión de las consecuencias
nefastas derivadas de las nuevas especulaciones, porque tanto la filosofía como
la historia le ha enseñado a buscar no lo que es seguro, sino lo verdadero“.
El fracaso de los portavoces de la
ortodoxia para responder ante tales llamamientos, para entrar en un diálogo
creativo con las nuevas ideas, fue más importante que las nuevas ideas en sí
mismas a la hora de alienar a la generación intelectual emergente. Como Jowett
dijo: “La duda se cuela por la ventana cuando la indagación se niega ante la
puerta“. Desde los años 1860, el liderazgo intelectual de Inglaterra se alejó,
primero provisionalmente y mediante casos aislados, después a través de una
corriente creciente, de esa preocupación profunda por las cuestiones religiosas
que había caracterizado a la Inglaterra de mediados del periodo Victoriano. No
estoy hablando de esa minoría que, como en generaciones previas, se había
sentido atraída por los radicalismos filosóficos. Hablo de aquéllos que aún
conservaban mucho de la herencia evangélica, particularmente en lo concerniente
a la moralidad, pero que, cada vez más suspicaces ante una ortodoxia tan
ineptamente defendida, se fueron separando del Cristianismo formal. Una novela
de 1888 de Mrs. Humphry Ward, Robert Elsmere,
narra la historia de un clérigo que, incapaz de creer por más tiempo en el
credo de su Iglesia, dimite de sus funciones y consagra su vida a la labor
social. Robert Elsmere se convirtió en el modelo de muchos hombres jóvenes de
finales del siglo XIX, de algunos que mantenían una conformidad exterior
mientras pensaban libremente, de otros que abandonaron la religión organizada
por completo. El Cristianismo llegó a ser entonces una “cuestión abierta“.
A medida que las ciencias naturales,
a las que en breve se unieron las ciencias sociales, continuaron su progreso,
un número limitado se convirtió en ateos incondicionales, que no necesitaban
ninguna religión para explicar un universo que ahora podía ser comprendido en
términos puramente naturales. Más común, aunque no siempre expresada, fue la
postura para la que Huxley inventó el término “agnóstico“. Como Huxley la
describió, existía una gran cantidad de Cristianismo residual en el
agnosticismo: “[75/76] un sentido profundo de la religión era compatible con la
ausencia total de teología . . . Me parece que la ciencia enseña del modo más
elevado y tajante la gran verdad encarnada en la concepción Cristiana de la
entrega absoluta a la voluntad de Dios. Siéntate ante el hecho como un niño
pequeño, estáte preparado para renunciar ante toda noción preconcebida, sigue
humildemente cualquier abismo, esté donde esté, hacia el que la naturaleza te
dirija, o no aprenderás nada“.
La veracidad reemplazó a la creencia
como último referente, pero el abandono de la fe no representó necesariamente
un abandono de la moralidad. Es más, se trataba de un sentido moral ultrajado
que en muchos casos había conducido al rechazo de la fe Cristiana y la
moralidad Victoriana podía, al menos entre la elite, sobrevivir al colapso del
credo Victoriano. En los escritos de George Eliot, así como en la práctica de
numerosos positivistas, agnósticos, y ateos, destacaron solos y triunfantes una
moralidad, un deber, un servicio y un amor humanitarios y evangélicos, que no se
sustentaban sobre la creencia en Dios ni sobre la esperanza en una inmortalidad
personal:
O may I join the choir invisible
Of those immortal dead who live again
In minds made better by their presence; live
In pulses stirred to generosity,
In deeds of daring rectitude, in scorn
For miserable aims that end with self,
In thoughts sublime that pierce the night
like stars,
And with their mild persistence urge man's
search
To vaster issues.
So to
live is heaven:
To make undying music in the world,
Breathing as beauteous order that controls
With growing sway the growing life of man.<
.
. . . . . . . . . . . . .
May I reach
That purest heaven, be to other souls
The cup of strength in some great agony,
Enkindle generous ardour, feed pure love,
Beget the smiles that have no cruelty —
Be the sweet presence of a good diffused,
And in diffusion ever more intense.
So shall I join the choir invisible nose music is the gladness of the world.
Según tal expresión
pura, la moralidad de los descreídos podía rivalizar con el Cristianismo. La
búsqueda de la verdad en la ciencia y en la vida es una actividad tan religiosa
en espíritu, si no en forma u objeto, como la búsqueda de la verdad en la
religión. Así, se puede hablar de la “religión de la incredulidad“— la fe de
aquéllos que encontraban la ortodoxia imperante incompatible con las verdades
de las que estaban convencidos, y que seguían su verdad a donde quiera que ésta
les llevara. La herencia del renacimiento religioso Victoriano pasó a aquéllos
que habían conservado la moralidad cuando no podían mantener la fe.
Pero estaban viviendo del capital
ético del Cristianismo que habían abandonado. A la larga, como señalaron los
defensores de la ortodoxia, era imposible para todo el mundo salvo para una
elite reducida sostener una moralidad sin el soporte de la fe. Durante el siglo
XX, la moralidad Victoriana siguió el mismo camino que la ortodoxia Victoriana.
Pero la alegría no acompañó: tras la primera bocanada de alivio, surgió un
sentido de pérdida, un sentimiento de fracaso. Podemos “escuchar al fantasma de
la Inglaterra Victoriana tardía lloriqueando en su tumba“, en palabras de Oscar
Wilde: “Me gustaría encontrar una orden para aquéllos que no pueden creer; la
llamaría la Confraternidad de todos los Huérfanos, en la que sobre un altar,
sin cirio que ardiera, un sacerdote, en cuyo corazón la paz no morara, pudiera
celebrar con pan sin bendecir y un cáliz vacío de vino“.
Otras obras del mismo autor en
la Victorian Web
El movimiento liberal católico en
Inglaterra, 1962 [Tabla de Contenidos — Table of
Contents]
https://victorianweb.org/espanol/religion/altholz/a2.html
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