Consideraciones históricas sobre el Patriarcado
de Moscú (1ª parte)
La atracción que ejerce el Patriarcado
de Moscú en determinados ambientes religiosos y políticos, tanto en Italia como
en el extranjero, va acompañada de una profunda ignorancia sobre su historia.
Nos proponemos solventar brevemente dicha laguna.
Punto de partida fundamental sería el
XVII concilio ecuménico de la Iglesia, celebrado en Florencia en 1439 y
presidido por el papa Eugenio IV. En la concurrida asamblea participaron cerca
de 700 personas procedentes de Constantinopla, bajo la dirección del emperador
Juan VIII Paleólogo y el patriarca José II con su clero. Junto a ellos se
hallaba también el monje griego Isidoro (1385-1463), metropolita de Kiev y
de toda la Rus (Rusia). El metropolita de Kiev, que no tenía el título de
Patriarca, era designado por Constantinopla, y de él dependía la ciudad de
Moscú, que hasta el siglo XV no ejerció ningún papel relevante en la historia
religiosa de Rusia.
En Florencia tuvo lugar algo
importantísimo: el 6 de julio de 1439 se firmó el decreto Laetentur
Coeli et exultet terra!, que ponía fin al cisma de Oriente que en 1054
había abierto una brecha entre la Iglesia de Roma y la autoproclamada ortodoxa de
Constantinopla. La bula pontificia concluía con esta solemne definición
dogmática, suscrita por el Emperador de Bizancio, el Patriarca de
Constantinopla y los padres griegos: «Definimos que la Santa Sede
Apostólica y el Romano Pontífice tienen el primado sobre todo el Orbe, y que el
mismo Romano Pontífice es el sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los
apóstoles, verdadero vicario de Cristo, y cabeza de toda la Iglesia y padre y
maestro de todos los cristianos, y que asi mismo, en la persona del
bienaventurado Pedro, le fue entregada por Nuestro Señor Jesucristo plena
potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal, como se
contiene hasta en las actas de los concilios ecuménicos y en los sagrados
cánones» (Denzinger, 694).
Se trataba de un auténtico regreso a
las fuentes. Los orígenes de la Rus se remontaban al bautismo de San Vladimiro
en 988, cuando Constantinopla todavía estaba unida a Roma y el estado de Kiev
formaba parte de la única res publica christiana bajo la
dirección del Sumo Pontífice. El 5 de mayo de 1988, Juan Pablo II
afirmó: «El bautismo de San Vladimiro y de la Rus de Kiev hace mil años
está considerado con toda justicia hoy un inmenso regalo de Dios a todos los
eslavos orientales, empezando por los pueblos ucraniano y bielorruso. Aun
después de la separación de la Iglesia de Constantinopla, estos dos pueblos han
considerado a Roma única madre de toda la familia cristiana. Precisamente por
eso, Isidoro el metropolita de Kiev y de toda la Rus, no se apartó de las
más auténticas tradiciones de su iglesia cuando, en 1439, firmó en el Concilio
Ecuménico de Florencia el decreto de unión entre la Iglesia griega y la
latina».
El 18 de diciembre de 1439, Eugenio IV
premió con la púrpura cardenalicia la obra a favor de la unión con Roma del
arzobispo Isidoro de Kiev. Concluido el concilio, el Romano Pontífice envió a
Isidoro como legado suyo a Rusia para que se aplicara el decreto promulgado en
Florencia. Isidoro no encontró dificultades en Kiev ni con los nueve obispados
sufragáneos, pero en Moscú se topó con una gran hostilidad por parte del
príncipe Basilio (Vassili) II (1415-1462). En la primera Misa que celebró
en la catedral de la Asunción del Kremlin el 19 de marzo de 1441, Isidoro
nombró explícitamente al Papa durante las oraciones litúrgicas, leyó en voz
alta el decreto de unión y encabezó la procesión con una enorme cruz
católica. Entregó además a Basilio una carta en la que Eugenio IV le pedía que
respaldara la difusión del catolicismo en los territorios rusos. Pero el
príncipe de Moscú rechazó las decisiones del Concilio de Florencia y mandó
detener al metropolita de Kiev. Isidoro consiguió escapar y huyó a Roma,
mientras Basilio nombraba al patriarca Jonás de Moscú metropolita de Rusia,
apartándose con ello del patriarcado de Constantinopla que se había reunido en
Roma. Esta decisión política fue el primer paso hacia la autocefalia de la
iglesia rusa, hasta hoy independiente de la griega.
Tras su regreso a Roma, Isidoro cumplió
dos misiones en Constantinopla: la primera en 1444 por encargo de Eugenio IV, y
la segunda por orden de Nicolás V en diciembre de 1452, en vísperas de la caída
de la ciudad. El 28 de mayo de 1453 Constantinopla sucumbió al asedio otomano,
el Imperio Bizantino se disolvió y Santa Sofía, el templo más grande de
Oriente, fue transformado en mezquita. Aquello no sólo fue el fin del imperio,
sino del Patriarcado de Constantinopla, que había querido unir su suerte a la
del Imperio Bizantino.
Durante el asedio, Isidoro de Kiev
logró salvarse milagrosamente una vez más y volvió a Roma. Calixto III le
otorgó el arzobispado de Nicosia en 1456, y Pío II el Patriarcado latino de
Constantinopla dos años más tarde. No obstante ejercer tales cargos, a los que
se añadió en 1461 el de decano del Sacro Colegio Cardenalicio, vivió los
últimos años de su vida en medio de grandes apuros económicos, habiendo
empeñado todos sus haberes en la defensa de Constantinopla, cuya caída le
supuso un dolor atroz. Este paladín de la Fe y defensor de su patria falleció
en Roma el 27 de abril de 1453 y recibió sepultura en la Basílica de San Pedro,
no lejos de la tumba del Príncipe de los Apóstoles, cuyo primado había
defendido con tanto ardor. La tremenda impresión que le causó la catástrofe de
Bizancio se conserva en su Epistula lugubris et moesta
(Patrologia Graeca, XLIX, col. 944 seg).
Después de la caída de Constantinopla,
Moscú quiso autoproclamarse heredera de sus funciones políticas y religiosas.
El matrimonio del Gran Duque de Moscú Iván III en 1472 con la princesa Sofía,
nieta de Constantino XI Paleólogo, último emperador de Oriente,
muerto en el sitio de Constantinopla en 1453, se entendió como confirmación de
dicha decisión.
Fue en los años de la rebelión de
Lutero cuando surgió el concepto de Moscú como Tercera Roma. El
manifiesto de dicha ideología fue la carta que envió en 1523 el monje Filoteo
del monasterio de Pskov al Gran Duque de Moscovia Basilio III (Vasilij III
Ivanovič). En ese breve tratado teológico-político, Filoteo interpreta la
historia de Rusia con arreglo a un plan providencial que considera la caída de
la primera y de la segunda romas. La primera, la Roma antigua, habría
abandonado la fe ortodoxa entre los siglos IX y X, perdiendo con ello sus
prerrogativas; la segunda, Constantinopla, había terminado en manos de los
turcos en justo castigo por haberse unido a Roma. La misión histórica de ésta
debía ser asumida por Moscú. Así lo explica el monje ruso: «La iglesia de
la Roma antigua ha abrazado la impía herejía de Apolinar; la nueva Roma, la
iglesia de Constantinopla, está en poder de los turcos. He aquí que se alza la
iglesia santa y apostólica de la Tercera Roma (…) Dos romas han caído, la
tercera está en pie, y no habrá una cuarta».
A partir de entonces se desarrolló en
Rusia un odio teológico y visceral contra la Iglesia de Roma y la cristiandad
occidental. El cristianismo ortodoxo, con Iván IV el Terrible (1530-1584),
se convirtió en una especie de religión nacional. Rusia se presentaba como el
santuario de la Fe verdadera, y el Kremlin era la fortaleza que custodiaba el
mito fundacional de la Tercera Roma. En tiempos de su sucesor Fedor
I (1557-1598) se constituyó en 1589 el Patriarcado de Moscú con el que
Rusia emprendía el camino de la autocefalia religiosa (Giovanni Codevilla
profundiza de forma excelente en el tema en Chiesa e Impero in Russia.
Dalla Rus’ di Kiev alla Federazione russa, Jaca Book, Milán 2012). La
constitución del Patriarcado de Moscú fue a la vez punto de partida y de
llegada de una apostasía no menos grave que la de Lutero.
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Algunas consideraciones sobre el patriarcado de
Moscú (2ª parte)
En la Iglesia Católica, el origen del
patriarcado se remonta al Concilio de Nicea (325), que reconoció una supremacía
particular a los obispos de Alejandría de Egipto y de Antioquía, subordinados
al de Roma. En el Concilio de Constantinopla (381), se sumó al número de
patriarcas el obispo de Constantinopla, y en el de Calcedonia (451) el prelado
de Jerusalén. La decisión sobre la legitimidad del título de Patriarca siempre
fue reconocida por el Sumo Pontífice, y todavía en el Código de las iglesias
orientales se reserva la autoridad suprema de la Iglesia de Roma la
institución, restablecimiento o alteración de las iglesias patriarcales
(cánones 55-62).
El Patriarcado de Constantinopla, que
con Focio había excomulgado en 867 al Papa por haber insertado en el
Credo la fórmula Filioque, rompió definitivamente con la
Iglesia de Roma en 1054 bajo el patriarcado de Miguel Cerulario. El cisma se
resolvió en 1439 cuando José II, patriarca de Constantinopla, volvió con
la Iglesia de Bizancio a la Iglesia romana en el Concilio de Florencia. Sus
sucesores Metrófanes y Gregorigo III Mammis permanecieron fieles a la
unidad con Roma. No son muchas las noticias que se tienen de Atanasio II,
último patriarca antes de la caída de Constantinopla en manos de los turcos en
1453; lo que sí sabemos es que Mehmed II, por odio a la Iglesia Católica,
restableció en 1454 el patriarcado cismático, imponiendo a Genadio II como
cabeza de los cristianos bizantinos en el Imperio Otomano.
Igualmente, los príncipes de Moscú,
desde Basilio II a Iván IV, que en 1547 asumió el título de zar, impusieron la
religión cismática griega. Cuando tras la muerte de Iván IV en 1584 subió al
poder el nuevo zar Teodoro I, su consejero Borís Godunov se propuso consolidar
el prestigio del imperio fundando el Patriarcado de Moscú. La oportunidad se
presentó cuando se presentó en Moscú el Patriarca de Constantinopla Jeremías II
pidiendo ayuda contra los opresores turcos. Se impuso al Patriarca arresto
domiciliario diciéndole que no sería puesto en libertad si no reconocía
canónicamente la nueva sede patriarcal. En enero de 1589, en un concilio local
convocado en el Kremlin con la presencia del Zar y de la Duma de los Boyardos,
Jeremías fue obligado a designar al metropolita Job patriarca de Moscú y de
todas las Rusias. El padre Stefano Caprio señala que mediante este acto quedó
formalmente instituida la primera forma de autocefalia dentro de la ortodoxia,
alterando su naturaleza eclesiológica, que pasó de ser ecuménica a
étnica: «Teniendo en cuenta que las demás iglesias ortodoxas estaban sometidas
por los turcos otomanos, se entiende por qué desde entonces el de Moscú no se
considera uno de tantos patriarcados nacionales, sino la iglesia más
representativa de todo el mundo ortodoxo» (Russia: fede e cultura, Roma
2010, p. 97).
La institución del Patriarcado
de Moscú fue un acto eminentemente político, entendido en lo ideológico
como una Tercera Roma heredera del cesaropapismo bizantino
frente a Roma y a los turcos. Ahora bien, si el Patriarcado de Constantinopla
estaba subordinado al Estado, el de Moscú había sido creado por el propio
Estado.
La respuesta de la Iglesia Católica no
se hizo esperar. En 1569 había visto la luz con la Unión de Lublin un extenso
estado que unía el reino de Polonia con el Gran Ducado de Lituania. Esta
confederación polaco-lituana acogía también en su seno a exponentes del
episcopado ruso que, con el impulso misionero de la Contrarreforma habían
empezado a tener en Roma su referente religioso. Se los conocía como rutenos
(de Rus), porque provenían de de las regiones de Rusia Blanca y Pequeña Rusia,
correspondientes respectivamente a las actuales Bielorrusia y Ucrania.
Tras haber sido obligado a reconocer a
Job como patriarca de Moscú, en cuanto llegó a Constantinopla lo revocó, y
en agosto de 1589 consagró como metropolita de Kiev, Galicia de los Cárpatos y
toda la Rusia al arzobispo Miguel Rahoza. En 1590 Rahoza suscribió con los
obispos rutenos un documento a favor de la integración en la Iglesia Católica,
con la condición de que se mantuviera el rito bizantino y las normas canónicas.
Las negociaciones con la Santa Sede
tuvieron éxito, y el 23 de diciembre de 1595 Clemente VIII convocó en la Sala
de Constantino del Palacio Apostólico los cardenales que estaban en Roma, la
Corte en pleno y el cuerpo diplomático en una solemne ceremonia. Los
obispos nationis Russorum seu Ruthenorum, Hipacio Potij y
Cirilo Terletskyi, en representación del metropolita Rahoza y los demás
prelados ruteno, abjuraron del cisma e hicieron profesión pública de fe
católica según una fórmula que comprendía la de los concilios de Nicea,
Florencia y Trento. De acuerdo con el historiador Ludwig von Pastor, en los
ojos del Papa brillaban lágrimas de alegría: «En este día nos rebosa el
corazón de una dicha por vuestro retorno a la Iglesia que no se puede expresar con
palabras. Elevamos una profunda acción de Gracias al Dios Inmortal, que por
medio del Espíritu Santo ha guiado vuestros pensamientos de forma que halléis
refugio en la Santa Iglesia de Roma, madre vuestra y de todos los creyentes,
que de nuevo os acoge entre sus hijos» (Historia de los papas). Una
medalla conmemorativa eternizó este magno acontecimiento con el que un siglo y
medio después de la Unión de Florencia se reanudaban los lazos de amistad entre
la Iglesia de Rusia y la de Roma.
Con la constitución apostólica Magnus
Dominus et laudabilis nimis, Clemente VIII lo anunció al resto de la
Iglesia, y mediante la carta apostólica Benedictus sit Pastor del
7 de febrero de 1596, declaró que se podían conservar intactos los usos y ritos
legítimos de la Iglesia rutena, ya autorizados por el Concilio de Florencia. La
unión se proclamó oficialmente en Brest a orillas del río Bug el 16 de octubre
del mismo año (cfr. Oscar Halecki, From Florence to Brest (1439-1596), Fordham
University Press, Nueva York 1958, para una exposición más detallada de
todo este proceso).
Por la Unión de Brest, los episcopados
ucraniano y bielorruso quisieron cortar las relaciones que los sujetaban al
Patriarcado de Constantinopla, y en lugar de emprender el camino de la
autocefalia como había hecho el Patriarcado de Moscú se sometieron a la
autoridad del Romano Pontífice. Giovanni Codevilla recuerda precisamente que la
Iglesia de Kiev nunca se había apartado formalmente de Roma, y que nunca se
había dejado de aspirar a la reunificación de las iglesias (Chiesa e
Impero in Russia, Jaca Book, Milán 2011, p. 66). El acuerdo
suscrito entre la Iglesia rutena y la Santa Sede fue el punto de partida de la
Iglesia Católica de rito oriental, de la que actualmente forman parte las
iglesias greco-católica ucraniana y greco-católica bielorrusa. El
restablecimiento de la plena comunión con la Sede romana ha sido recordado por
muchos pontífices, entre ellos Pío XII en la encíclica Orientales omnes del
23 de diciembre de 1945 y Juan Pablo II en la carta apostólica del 12 de
noviembre de 1995 promulgada con motivo del cuarto centenario de la Unión de
Brest.
No muchos años después, la vuelta a
Roma fue consagrada por la sangre de un mártir. El 12 de noviembre de 1623,
Josafat Kuncewycz, arzobispo de Polotsk y Vitebsk, murió a manos de los
cismáticos atravesado de flechas y degollado con una gruesa hoz. El 29 de junio
de 1867 Pío IX lo canonizó en la basílica vaticana en presencia de unos
quinientos obispos, arzobispo, metropolitas y patriarcas llegados de todo el
mundo, y afirmó: «Quiera Dios, bienaventurado Josafat, que la sangre que
vertiste por la Iglesia de Cristo sea prenda de la unión con esta Sede
Apostólica que siempre anhelaste y por la que noche y día imploraste
fervientemente a Dios, suma Bondad y Potencia. Y para que ello se haga
realidad, deseamos vivamente tenerte por asiduo intercesor ante Dios y la Corte
del Cielo». El cuerpo de San Josafat, como el de aquel otro paladín de la fe
que fue Isidoro de Kiev, aguarda la resurrección de los muertos en la Basílica
de San Pedro, donde reposa bajo el altar de San Gregorio Magno.
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Consideraciones históricas sobre el Patriarcado
de Moscú (III)
La historia religiosa de Rusia es la
historia de un pueblo cuyos gobernantes volvieron la espalda a las promesas que
hizo San Vladimiro en Kiev cuando se bautizó, y crearon una religión nacional
útil al nuevo Estado cuyo centro era Moscú.
El primer Patriarca de Moscú fue
nombrado en 1589 por el zar Teodoro I y se llamaba Job. Sus sucesores fueron
Hermógenes y Teodoro Nikítich Romanov, cuyo nombre religioso era Filareto
(1553-1633), que en 1613 instaló en el trono de los zares a un hijo suyo que
aún no había cumplido los diecisiete años, Miguel Romanov. En Rusia se creó una
situación única en la que el Zar era hijo del Patriarca, el cual era el
verdadero soberano de facto. Entre 1613 y 1917 reinaron veinte soberanos de la
dinastía Romanov que personificaron un despótico connubio entre los poderes
político y religioso, cosa desconocida en el Occidente cristiano.
El zar Pedro I el
Grande (1672-1725), descendiente del patriarca Filareto, emprendió una
obra de secularización de Rusia que culminó el 25 de enero de 1721 en un
manifiesto que anunciaba la abolición del Patriarcado de Moscú, el
cual, «fundado exclusivamente por la autoridad civil y por meros motivos
políticos, a lo largo de un siglo no llegó a echar raíces firmes en el suelo
ruso ni tuvo una relación viva y orgánica con el pueblo; nació por capricho de
la autoridad civil, y por capricho de ésta dejó de existir» (Aurelio
Palmieri O.S.A., La chiesa russa. Le sue odierne condizioni e il suo
riformismo dottrinale, L.E.F., Florencia 1908, pp. 64-65).
En sustitución del patriarcado
moscovita, Pedro el Grande instituyó el Santo Sínodo, órgano colegiado de
gobierno eclesiástico integrado por los obispos, todos ellos nombrados por el Zar,
y puso a su cabeza un procurador general laico, igualmente nombrado por el
soberano. En 1723 el Santo Sínodo fue reconocido oficialmente por los
patriarcas de Constantinopla, que transfirieron al nuevo organismo todos los
derechos que correspondían al Patriarcado de Moscú. A partir de ese momento, la
vida de la Iglesia rusa ha estado totalmente confundida con la del Estado,
asumiendo el carácter de una organización burocrática. «Durante casi dos
siglos, la Iglesia rusa dejará de tener historia, porque su historia coincide
con la del Estado» (Julia Nikolaevna Danzas, La coscienza
religiosa russa, Morcelliana, Brescia 1946, p. 63).
Pedro el Grande trasladó la capital de
Moscú a San Petersburgo, consolidó el Estado centralista y autocrático, y fue
el primero que ostentó el título de Emperador de todas las Rusias. En este
título confluían el absolutismo mongol, el cesaropapismo bizantino y la
ideología moscovita de la Tercera Roma (Karl Bosl, L’Europa nel
Medioevo, La Scuola, Milán 1975, p. 330). El Basileos, es
decir el Zar y Emperador, era el único representante de Dios en la Tierra.
Después de Pedro el Grande, que sometió
al Estado la Iglesia Ortodoxa, la emperatriz Catalina II (1762-1796) quiso
someter también al Estado la Iglesia Grecocatólica, y en 1793 decretó la
supresión de la diócesis latina de Kiev. En 1839 el zar Nicolás I abolió
oficialmente la Iglesia Grecocatólica en Ucrania, Bielorrusia, Lituania y
algunas regiones de Polonia, que históricamente habían regresado a Roma en los
siglos XVI y XVII.
Pío IX manifestó preocupación por la
política de eliminación del catolicismo oriental llevada a cabo por los zares
con las encíclicas Amantísimo humani (8 de abril de
1862), Ubi urbaniano (30 de julio de 1864), Levate (17
de octubre de 1867) y Omnem sollicitudinem (12 de mayo de
1874), «Los sagrados obispos católicos –escribía en Levate–,
los varones eclesiásticos y los fieles laicos han sido arrojados al destierro,
encerrados en cárceles y de mil maneras perseguidos, despojados de los propios
bienes y afligidos y oprimidos con severísimas penas; cómo han sido
transgredidos enteramente los cánones y leyes de la Iglesia. No contento con
todo esto, el gobierno de Rusia se empeña en proseguir violando, según el
propósito de sus antepasados, la disciplina de la Iglesia y en romper los
vínculos de unión y comunión de aquellos fieles con Nos y esta Santa Sede, y en
maquinar y procurar todo cuanto tienda a destruir radicalmente la Religión
Católica y a arrancar a todos aquellos fieles del seno de la Iglesia Católica
arrastrándolos al funestísimo cisma».
Al igual que los emperadores
bizantinos, los autócratas rusos veían en la Iglesia y en la religión un medio
del que servirse para garantizar y ampliar la unidad política. Un gran converso
ruso, el padre Iván Gagarin (1814-1882), de la Compañía de Jesús, escribió
que para llevar de vuelta a los ortodoxos a la unidad de la Iglesia era
necesario ante todo combatir su concepto político-religioso, que se cimentaba
sobre tres pilares: la religión ortodoxa, la autocracia y el principio
nacionalista, bajo cuya bandera habían penetrado en Rusia las ideas de Hegel y
otros filósofos alemanes (La Russie sera-t-elle catholique”,
Charles Douniol, París 1856, p. 74).
La vida religiosa de Rusia conoció una
decadencia cada vez mayor y se convirtió en un culto meramente formal y
externo, mientras junto a la religión institucionalizada se desarrollaba la
individualista y carismática de los staretz o starchi, monjes
venerados como santos por sus cualidades taumatúrgicas. El llamado hesicasmo
(por San Hesiquio, asceta del siglo VIII) o plegaría del corazón que
practicaban deforma en realidad la tradición espiritual de los monjes del monte
Athos. El propio fundador del monasterio de la Gran Laura del Monte Athos, San
Atanasio, no permitía la práctica mística de la plegaria del corazón sino a
cinco de los monjes más perfectos, de un total de 120. Gregorio
Palamás (1296-1359) democratizó la mencionada práctica, introduciendo
con ello graves errores doctrinales que la Iglesia Católica ha condenado en
numerosos documentos (Martin Jugie, Dictionnaire de Théologie
Catholique, vol. XI, coll. 1735-76). Los staretz se
convirtieron en monjes errantes que seguían las huellas de antiguas sectas
espiritualistas y tenían en algunos casos costumbres licenciosas. Tal fue sin
duda el caso del startez Grigori Yefímovich
Rasputín (1869-1916), que ejerció una nefasta influencia en la corte
del emperador Nicolás II. La custodia de la liturgia, única catequesis de los
fieles se sumaba a la corrupción e inmoralidad del clero ortodoxo. El
sacerdocio llegó a ser una profesión hereditaria con una falta de formación que
iba acompañada de un mínimo sentido del pecado y de la idea de que sólo
mediante la experiencia del pecado se podía renacer espiritualmente.
El gran orientalista Aurelio
Palmieri (1870-1926) denunció los males que aquejaban a la Iglesia rusa:
la inmovilidad, el formalismo burocrático y el servilismo, y escribió en
1908: «La Iglesia rusa no existe desde los tiempos de Pedro el Grande.
Está muerta, desprovista de guía y de un jefe. Se ha convertido en un
departamento del Ministerio de Cultos, que gobierna por medio de documentos la
ortodoxia rusa» (op. cit., p. 304). El derrumbe del Imperio de los
zares estaba a las puertas. La época de caos que a partir de 1917 siguió a la
Revolución de febrero de Kerenski y la de octubre de Lenin parecía brindar al
Santo Sínodo una oportunidad de recuperar su independencia reintroduciendo la
figura del Patriarca. Entre agosto y noviembre de dicho año se celebró en Moscú
un concilio que aprobó el 28 de octubre (10 de noviembre en el calendario
gregoriano), al cabo de dos siglos, la restauración del Patriarcado
moscovita. Ticón (en el siglo Vasili Ivanovich Belavin, 1865-1925) fue
elegido Patriarca de Moscú y de todas las Rusias. La ilusión de emanciparse del
poder político fue efímera: el régimen bolchevique emprendió una sistemática
persecución de toda religión. A pesar de haber reconocido al gobierno
soviético, el patriarca Ticón fue encarcelado y murió el 7 de abril de 1925 murmurando: «La
noche será muy larga y oscura». La Iglesia Ortodoxa rusa se verá sin patriarca
hasta la Segunda Guerra Mundial.
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