Historia de la derecha española:
Contrarrevolución, reacción y
catolicismo
Durante la primera mitad del XIX nacieron (o
se reconstruyeron) diferentes facciones ideológicas. Leídas con ojos
contemporáneos, se colocaron en puntos muy diferentes del espectro político, de
derecha a izquierda. Durante la segunda mitad del siglo, muchas se asentaron,
otras desaparecieron. Otras fueron evolucionando con el propio vaivén del
siglo, a merced de los acelerados cambios.
La llegada de la contemporaneidad, y, con
ella, el cambio de configuración social, económica y política sacudió las
sociedades europeas desde los cimientos. En esa sacudida, las ideologías que
sustentaban el sistema anterior cambiaron, desaparecieron o tuvieron que
adaptarse a los nuevos tiempos.
Estos procesos salpicaron a todo el espectro
político, de la izquierda a la derecha. Precisamente, la derecha se vio, en gran
medida, afectada en su configuración por el propio devenir del siglo. En este
artículo vamos a hablar de los orígenes y la evolución del ala derecha de la
política española.
Revolución y
contrarrevolución
Para comprender los orígenes de la derecha
española, debe partirse de un término esencial: contrarrevolución. Se entiende como contrarrevolución todo aquello que se opone, tanto ideológicamente como de
facto, de forma física, a una
revolución. En este caso, la contrarrevolución de la
que hablamos se opone a la revolución liberal en España, que tiene como origen la Guerra de Independencia
(1808). Los efectos de la misma perduraron a lo largo del siglo XIX. La
desaparición del Antiguo Régimen y la implantación de una sociedad liberal no
fue algo repentino, sino que se produjo de forma paulatina.
Contra esa liberalización de la sociedad y la
política españolas se posicionaron diferentes culturas políticas. Se trata de
corrientes que comúnmente se denominan como reaccionarias. Se denominan así
porque durante el siglo XIX, el avance de las sociedades se interpreta, en
muchas culturas políticas, como un esquema maniqueo de dinámicas que se
contradicen. La revolución (en este caso liberal) se interpretaba como el
camino del progreso, del avance. La reacción era la dinámica opuesta, que se
oponía a esa revolución liberal, que reaccionaba a
esta. Es decir, tendió a la permanencia de las estructuras sociales, o incluso
al retroceso, en una suerte de huida
hacia atrás.
En el caso español, se pueden rastrear varias
corrientes de pensamiento que toman como base ideológica la contrarrevolución.
Esta evolucionó desde 1808 hasta la llegada de la
Restauración borbónica, aproximadamente. Sin embargo, lejos de
extinguirse, se mantuvieron hasta el franquismo e incluso hasta nuestros días. Esa corriente acabó vertebrándose,
tomando diferentes formas, que se articularon desde lo que podríamos llamar
“reaccionarismo genérico” (Urigüen,1988: 20).
De ese primer reaccionarismo o
“reaccionarismo genérico” propio de finales del siglo XVIII y las primeras
décadas del XIX surgieron las primeras manifestaciones políticas del
mismo. Aún no estaban organizadas ni divididas en fracciones según sus
diferentes matices políticos. Ese magma contrarrevolucionario del primer cuarto
del siglo XIX supuso el germen del que surgen diferentes modalidades de
oposición -en distinto grado- a la revolución. En este artículo se ha intentado
sintetizar las mismas en tres: el
carlismo, los primeros católicos liberales y los tradicionalistas,
posteriormente denominados neocatólicos. Estas tres
alternativas, que durante el segundo tercio del siglo tomaron caminos
paralelos, acabaron por encontrarse en la fase final del reinado de Isabel II.
El dinastismo fue uno de los elementos
comunes entre las distintas corrientes reaccionarias; a la vez que las mantuvo
divididas durante buena parte del XIX. Las culturas políticas reaccionarias se
definieron, por norma general, como legitimistas. El eje de su pensamiento
político era la creencia en una soberanía prácticamente absoluta.
El conflicto dinástico por la corona española
durante el siglo XIX, entre carlistas e isabelinos, marcó el devenir del siglo.
Sin embargo, una parte de los isabelinos y el carlismo compartían una base
ideológica común que les permitió acercarse, a pesar del conflicto por la
corona.
La cultura reaccionaria en España no fue un
fenómeno protagonizado exclusivamente por el carlismo, por tanto. Generalmente
se toma a este movimiento como actor principal y arquetípico, pero no fue la
única posición ideológica contrarrevolucionaria en España (Aróstegui, Canal, G.
Calleja, 2003:11).
Lo hicieron también esos sectores de la
derecha política que, aun integrados en el estado liberal y participando del
juego de este, se posicionan contra algunas de sus premisas. No obstante, ese
magma contrarrevolucionario que se mencionaba se desgajó en múltiples opciones,
de mayor o menor calado. Todas esas opciones se pueden concentrar en las tres
que se van a explicar en este artículo.
Dios, patria y
reyes: el dinastismo y la reacción
Antes de explicar esas tres facciones, es
necesario explicar el camino común por el que discurrieron. La relación entre
las diferentes facciones de la derecha estuvo estrechamente ligada a la
cuestión dinástica y a las cuestiones sociales que se escondían bajo esta.
Cuando el reformismo ilustrado se transformó en revolución liberal en 1808,
quedaron definidos dos bandos sociopolíticos en principio antagónicos: los
realistas, favorables a una monarquía absoluta y los liberales, partidarios de
la soberanía de la nación y sus ciudadanos. A su vez, los liberales acabaron
por dividirse entre progresistas y moderados, tomando estas posiciones más
conservadoras, en ocasiones cercanas incluso al carlismo. Este hecho se
manifestó en diversos conflictos que no se limitaron a las conocidas como
guerras carlistas, sino que se plantean desde años antes.
Mapa con las principales formaciones políticas anteriores a la
Restauración.
Se ha mencionado que, a pesar de provenir
desde un tronco común, catolicismo liberal y, en especial, neocatolicismo y
carlismo discurrieron buena parte del siglo XIX por cauces paralelos cuyos
márgenes en ocasiones eran difusos.
Estas corrientes ideológicas durante una
buena parte del siglo XIX se encontraron separadas por la cuestión dinástica,
si bien no fue el único factor a tener en cuenta. No obstante, en sus
presupuestos esenciales, se trata de una misma línea ideológica en la cual una
parte de ella apoyará a Don Carlos y otra a su sobrina, la reina Isabel. Uno de
ellos confían en Don Carlos como el único representante válido (y legítimo) de
una rama ideológica concreta. Hubo otra parte que confió en que esa ideología
se pudiese desarrollar bajo el reinado de Isabel II, por lo que se decantaron
por esa rama de la familia Borbón. El liberalismo católico, en este caso, se
integra también de parte de la reina.
Parece lógico pensar que estas tendencias
políticas, con una raíz y una carga ideológica tan similar tuvieran encuentros
o aproximaciones en algún momento. Los márgenes se hicieron difusos entre ellas
en ocasiones. Y, de hecho, ocurrió. Conforme se erosionaban los fundamentos del
trono de Isabel II en la década de 1860, las diferentes corrientes contrarrevolucionarias
se acercaban. Esto no se debió, como se adelantaba, a una preferencia dinástica
sino por ser estos quienes, en esos momentos, podían representar de forma más
cercana su ideología.
De hecho, la relación entre todas estas
corrientes durante el siglo XIX ha generado cierta discusión y confusión en la
historiografía. Generalmente, la historiografía ha tenido cierta tendencia
a denominar carlismo a estos primeros movimientos. Sin embargo, carlismo es
un término que comenzó a utilizarse durante la década de 1820. Existe cierta
costumbre de identificar contrarrevolución y carlismo, elementos que no
necesariamente deben ir juntos. Se ha considerado al neocatolicismo incluso
como una rama desgajada del carlismo. Esta idea, sin embargo, ha sido matizada
y prácticamente desterrada en la actualidad (Urigüen, 1988: 45).
Además, entre su disociación en la década de
1830 y su reunificación tras la abdicación de Isabel II, entran en juego otros
factores más allá de la cuestión dinástica que explican dicha disociación, los
cuales se explican a continuación.
Durante un largo tiempo se ha tomado como
punto de partida de estos conflictos la muerte de Fernando VII en 1833, pero la
realidad es que este año supuso solamente la explosión de una serie de
problemáticas previas. La pugna por quién ocuparía el trono tras el
fallecimiento del rey era solo la forma externa de un conflicto que, en su
interior, tenía más de social que de dinástico. Los cambios sociales a los que
se oponían venían forjándose desde décadas atrás.
Se trataba de un movimiento de reacción que
los defensores del régimen feudal absolutista fraguaron desde finales del siglo
XVIII oponiéndose a las reformas ilustradas, las cuales tienen su mayor
exponente en la figura de Godoy. Cuando, tras la Guerra de Independencia, ese
reformismo ilustrado representado por Godoy se transformó en revolución liberal
en las Cortes de Cádiz (1812), quedaron determinados dos bandos sociopolíticos
contrarios. El realismo (germen de los movimientos contrarrevolucionarios posteriores)
y los liberales (Pérez Garzón, 2015:144) quedaban enfrentados.
Este movimiento de reacción, aún en plena
formación, mantendría una sola vía ideológica y de acción durante el primer
cuarto del siglo XIX. Durante esa etapa comenzó a fraccionarse en diferentes
tendencias que mantuvieron como tronco común una sólida base ideológica. Por
tanto, en estos primeros momentos se hablará simplemente de contrarrevolución.
Desde las revueltas contra Godoy que se han
mencionado, pasando por la guerra de Independencia (1808-1812) y el Manifiesto de los Persas (1814)
y hasta los movimientos realistas surgidos en los años 20 del siglo XIX, la
contrarrevolución fue forjándose lentamente. Fue en esa década cuando comenzó a
ser llamado carlismo al movimiento de los partidarios de la reivindicación
dinástica de don Carlos María Isidro de Borbón. Este, hermano de Fernando
VII, fue heredero durante un tiempo y luego desposeído del derecho al trono.
Defendió su primacía frente a la heredera de Fernando, Isabel, la cual
gobernaría más tarde como Isabel II. Sin embargo, los rasgos de este movimiento
ya estaban presentes antes de la aparición de Don Carlos en otros movimientos
(Aróstegui, Canal, G. Calleja, 2003: 15-19).
Durante el reinado de Fernando VII, el
absolutismo evolucionó como mentalidad política. Con esa evolución creció
también el apoyo a este dentro de una sociedad que experimentaba su primera
experiencia liberal, la del Trienio Liberal (1820-23). Se impuso la
Constitución de Cádiz, de corte liberal, en enero de 1820. Sin embargo, tuvo
vigencia tan solo hasta la entrada desde Francia de los Cien Mil Hijos de San
Luis (1823) en la Península Ibérica con el fin de restituir el absolutismo.
En los movimientos contrarrevolucionarios se
integraron algunos militares y nobles, aunque no toda la capa aristocrática,
casi la totalidad del clero e importantes masas del campesinado. También lo
hicieron algunas de las capas sociales de artesanos y menestrales de las
ciudades. Eran, en esencia, todos aquellos a los que las revoluciones liberales
habían alterado negativamente sus modos de vida.
Todo esto se aglutinó en torno a ciertos
dirigentes políticos y militares. Incluso se inició una insurrección en 1821,
la cual acabó en una guerra civil en zonas del país entre 1822 y 1823. Sin
embargo, el infante don Carlos era ajeno aún a este movimiento, en teoría
acatando el liberalismo (Pérez Garzón, 2015:145). No obstante, durante el
trienio 1820-1823, el liberalismo se extendió por todo el territorio y su
cultura por el espacio urbano en una España mayoritariamente rural, donde hasta
muchas ciudades eran más rurales que urbanas.
La abolición del régimen señorial, del
mayorazgo y las desamortizaciones que se suceden durante todo el siglo XIX
supusieron un gran proceso de privatización. Fueron a la vez una palanca de
riqueza para unos sectores y de proletarización para otros. La revolución
liberal, la demolición de la sociedad feudal para dar paso a una de clases,
«necesitó» de una guerra que era la consecuencia de todas las tensiones, temores
y esperanzas. Se concentraron en dos opciones no solo al trono, sino de modelo
económico y social: Isabel II y don Carlos. El conflicto estaba ya planteado,
por otra parte.
El origen del movimiento tradicionalista o contrarrevolucionario se encuentra, por lo tanto, en la resistencia
de determinados colectivos frente a la progresiva implantación del nuevo marco
político liberal y, sobre todo, a las relaciones
económicas que conllevaba la extensión del capitalismo. Entre los defensores de
las antiguas estructuras sociopolíticas no se encontraban únicamente los
antiguos estamentos privilegiados. De hecho, gran parte de la nobleza y del
clero defendieron la revolución liberal y se beneficiaron de las
transformaciones que impulsó. Los principales apoyos los encontraron entre las
masas campesinas, que fueron las principales perjudicadas de la liberalización
de la sociedad. Estas defendían formas de vida tradicionales, así como el bajo
clero y aquellos sectores ligados al servicio eclesiástico.
En torno a la década de 1830 tanto la
revolución liberal como los movimientos contrarrevolucionarios estaban ya
forjándose. No se trata, por otra parte, de un fenómeno exclusivamente español. La
contrarrevolución fue una constante allí donde
las estructuras del antiguo régimen fueron derribadas por la revolución
liberal. Los movimientos liberales tuvieron su réplica en otros
contrarrevolucionarios o antiliberales por toda Europa, aunque en España haya
habido cierta tendencia a resumirlos erróneamente en la palabra carlismo (Pérez
Garzón, 2015: 144).
Hay una clara continuidad, e incluso puede
hablarse de interacción, entre los movimientos legitimistas,
contrarrevolucionarios y tradicionalistas, en Francia, Portugal, Italia y
España. Las conexiones entre unos movimientos contrarrevolucionarios y otros
fueron permanentes en tierras europeas, poniendo las bases para la existencia
informal de lo que se conoce como “internacional
blanca”, por ser este el color de la bandera de los
absolutistas.
Estandarte Real o de la Generalísima, una de las principales banderas
del carlismo, sobre todo durante la primera guerra (1833-1839), bordada por
María Francisca de Braganza.
El caso español tendría, sin embargo, una
singularidad, la frecuencia con que se manifestaron como conflictos bélicos, o
al menos violentos, ya que esa resistencia a la revolución liberal se condensó,
además de en símbolos e ideas, en una larga secuencia de guerras y conflictos
de diferente intensidad.
El carlismo y sus significados
Cuatro días después de la muerte de Fernando
VII, un grupo de exvoluntarios realistas proclamó en Talavera de la Reina a
Carlos María Isidro como legítimo rey de España, bajo el nombre de Carlos V.
Fue el inicio de una guerra que duró siete años y que supuso la última gran
acción bélica del absolutismo (Martorell, Juliá, 2012: 53).
La guerra, como se mencionaba, era la
manifestación bélica de una serie de tensiones que venían forjándose décadas y
que tuvo un largo alcance. No obstante, marcó a nivel bélico, político y social
gran parte del siglo XIX. La Restauración borbónica en el último cuarto del
siglo no implicó la muerte de su ideología. Sobrevivió hasta bien entrado el
siglo XX e impregnó el ala derecha de la primitiva derecha española. Aún hoy
pueden encontrarse pervivencias de esta.
Su ideario se construyó prácticamente por
contraposición, por lo que en ocasiones se ha considerado incluso algo básico.
No obstante, aun con un trasfondo que no debe obviarse, sus premisas básicas
fueron la defensa del aparato institucional del antiguo
régimen y del poder de
la Iglesia en plenitud. Por otra parte, reivindicaban la naturaleza
absoluta de la monarquía, a la que se presuponía un origen
divino. En definitiva, Dios, Patria y Rey.
Como movimiento de contraposición a la revolución que supuso, el pilar más
fuerte sobre el que se sustentó fue la oposición a los cambios impuestos por la
revolución liberal y la reivindicación de las relaciones económicas, sociales y
políticas tradicionales (Martorell, Juliá, 2012: 53).
No obstante, no puede definirse al carlismo
como un movimiento político propio del antiguo régimen. Por paradójico que
parezca, fue una ideología de su tiempo, contemporánea, construida como
reacción a cuestiones puramente contemporáneas también. Tuvo además una
proyección de futuro que no se anclaba en las dinámicas del pasado feudal, por
mucho que lo reivindicasen e idealizasen.
El carlismo no se limitó a desarrollarse como
la defensa de un aspirante al trono por una cuestión meramente dinástica, sino
que supuso un fenómeno de calado mayor. Se han acumulado muchos tópicos a lo
largo de la historia de España y, en parte, a causa de la misma, sobre sus
contenidos y significados (Pérez Garzón, 2015:144).
En 1823 consideraron que el hecho de
restaurar la monarquía absoluta era insuficiente, por lo que se articularon en
batallones de voluntarios, a imagen y semejanza de la milicia nacional, para
sostener a nivel militar y social el régimen absoluto. Se establece la
oposición, en esos años, entre un bando nacional (adjetivo subversivo de los liberales
que defendieron la soberanía ciudadana de la nación) frente a otro realista,
absolutista (Pérez Garzón, 2015:144).
Fue en la década que media entre 1823 y 1833
cuando apareció el concepto de “carlista” para definirse. Fue en esos años en
los que Carlos María Isidro se convirtió en un líder explícito para los
antiliberales, puesto que lo asumían como heredero al trono. En 1830, Fernando
VII tuvo una hija, una heredera que no fue bien aceptada por los carlistas. El
rey murió tres años después y su hermano se proclamó heredero frente a su
sobrina (Pérez Garzón, 2015:144).
Comenzó entones una guerra que no era la primera manifestación de este conflicto entre
absolutistas y liberales. La regente, con mayor o menor agrado, hubo de
apoyarse en el liberalismo para sostener a Isabel en el trono. Durante esa
guerra civil el bando absolutista adoptó plenamente la denominación carlista.
En todo caso, este hecho respondía a una ola
de antiliberalismo que golpeó a buena parte de Europa. Se ha comentado como,
durante el primer conflicto entre carlistas e isabelinos (liberales y
absolutistas) se estaba librando una guerra civil en Portugal, de 1828 a 1834, también entre liberales y absolutistas. En este caso
se denominaron miguelistas, al estar representados en el rey Miguel, frente a su sobrina
María, quien era la candidata al trono de los liberales. Se observa que es un
conflicto dinástico prácticamente igual al español. Portugueses y
españoles compartieron incluso un mismo lema: Deus, Patria, Rei y Dios, Patria
y Rey, respectivamente (Pérez Garzón, 2015:145).
Este tipo de conflictos también existieron
en Italia, con
movimientos antiliberales desde finales del siglo XVIII y más tarde, de
resistencia a la unificación nacional. Del mismo modo, han de tenerse en cuenta
las revueltas de La Vendée, en Francia.
No obstante, el pensamiento reaccionario ya
había tomado forma no solo bélica, sino también ideológica. Tradicionalmente se
considera que, en el caso español, debido al apego a las estructuras
preliberales, tuvo especial arraigo en zonas rurales de Navarra y el País
Vasco. En estas zonas, la resistencia al cambio se identificó con la defensa de
los fueros, instituciones tradicionales que proporcionaban un cierto margen de
autonomía a dichos territorios. Sin embargo, poco tuvieron de regionalistas las
reivindicaciones carlistas en dichas zonas (Pérez Garzón, 2015; Martorell,
Juliá, 2012: 53, 54). Además, si bien la guerra se concentró en determinados
focos, el carlismo sociológico cundió por todo el país. El ideario carlista,
contrarrevolucionario, se extendió más que las batallas.
Fue un movimiento muy ligado a las zonas
rurales, que eran predominantes. No significa esto que no despertasen simpatías
en el mundo urbano, sobre todo entre aquellos que se vieron perjudicados por la
liquidación del sistema gremial. También entre pequeños nobles del ámbito
rural, aunque la gran aristocracia del país no simpatizó tanto con el carlismo
puesto que el desmantelamiento jurídico del antiguo régimen no les afectó
negativamente, sino que los convirtió en propietarios, en el sentido más
contemporáneo del término (Martorell, Juliá, 2012: 54). Tampoco, salvo contadas
excepciones como Tomás de Zumalacárregui o Rafael Moro, los altos mandos del
ejército respaldaron al carlismo.
El motivo con más peso para que la guerra
carlista, -el exponente bélico de esta cuestión- se sucediese no era, no
obstante la cuestión dinástica. La chispa que encendió el conflicto no fue
tanto una cuestión de legitimismo como ideológica o social. Quienes se posicionaron
por uno u otra candidata al trono actuaron por motivos más complejos a la par
que más comprensibles que la cuestión dinástica, aunque habitualmente se
presente como un mero conflicto por el trono.
Las tensiones entre revolución y
contrarrevolución movilizaron a distintos grupos sociales entre 1820-1823,
movilizaciones que desembocaron en una guerra
civil diez años después, entre 1833 y
1839. Sin embargo, a pesar del triunfo liberal en
1839, los carlistas no menguaron su conflictividad en España. La guerra
carlista fue sangrienta y cruel, se manifestó con una virulencia mayor que los
conflictos paralelos en el resto de Europa.
Comenzó como una serie de alzamientos de
partidas guerrilleras, pero la reacción inicial insuficiente del ejército
liberal permitió que se consolidasen. Llegaron, incluso, a instaurar un
microestado en el norte del país. Sin embargo, al comenzar 1839, el ejército
liberal, comandado desde hacía dos años por Espartero, comenzó a hacer
retroceder al carlismo hasta que, el 31 de agosto de 1839 el Convenio de
Vergara selló la paz entre ambos bandos. Los carlistas reconocían la
legitimidad de Isabel II a cambio de mantener los fueros vascos y navarros
(Martorell, Juliá, 2012: 56). En el Maestrazgo, sin embargo, Ramón Cabrera no aceptó el Convenio de Vergara y sostuvo el conflicto hasta 1840.
Mapa de la Primera Guerra
Carlista en el momento de mayor conflictividad. Cabe mencionar que el carlismo
y las ideologías reaccionarias en general recibieron apoyos en todo el país.
Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Primera_Guerra_Carlista#/media/File:Primera_Guerra_Carlista.svg
Las guerras carlistas fueron un conflicto
entre diferentes modelos sociales, entre la entrada del liberalismo en España y
la preservación de formas de vida tradicionales amenazadas por la revolución
liberal. Con ella, se abrieron esperanzas de progreso, modernización y
enriquecimiento, pero solo para unos determinados sectores sociales. Mientras
que se imponía la igualdad jurídica entre los ciudadanos se iban construyendo
nuevas clases sociales, desiguales entre sí y que sustituían a los estamentos
propios del antiguo régimen. La construcción de un Estado centralizado y
autónomo significaba, por otra parte, una amenaza para aquellos estamentos que
anteriormente se habían visto privilegiados, como los viejos señores feudales y
la Iglesia.
A pesar de haber sido derrotados, siguieron
activos, marcando el devenir del siglo. Protagonizaron una segunda
insurrección, conocida como segunda
guerra carlista, entre 1846-1848, y una tercera entre 1872 y
1876. No puede pasarse por alto su decisiva movilización,
además, en la guerra civil de 1936, a favor del bando nacional. A nivel
ideológico y político, su relevancia fue incluso mayor que si solo se toma lo
bélico como referencia.
Este movimiento evolucionó con el tiempo
hasta formar un partido organizado, manteniendo como elemento de unión la
legitimidad de la rama dinástica descendiente de don Carlos. Pervivió como una
fuerza importante en la política española hasta el inicio del régimen del
general Franco. Le acompañó siempre la insurrección armada, identificándose en
la permanente lucha contra el poder liberal.
Caricatura del carlismo, publicada en La Flaca en 1870. Atribuida a
Tomás Padró. En ella ya se satirizaba con el concepto de «cruzada» contra la
revolución en el que se sustentaba el carlismo y que tendrá un largo alcance en
la historia de España.
“¿Queréis evitar revoluciones? Haced evoluciones”. Jaime Balmes y el
catolicismo liberal
El catolicismo liberal fue otra de las ramas
en la que se desgajó la derecha española en sus orígenes. El inspirador
cultural e ideológico de esta rama fue Jaime Balmes. Se trata de una rama de la
derecha española que intentó conciliar los elementos que consideraban salvables
de la tradición y lo positivo del liberalismo.
En todo caso, Balmes no fue el líder de un
partido definido y agrupado (dentro de los estándares de agrupación y
definición de los partidos de la época, completamente diferentes a los
actuales). Pero sí fue la referencia ideológica e intelectual de todos los que
abogaban por el entendimiento entre partidos o agrupaciones políticas que
consideraban afines, aun habiendo tomado caminos separados (Urigüen, 1988: 65).
Si el pensamiento maduro de Donoso Cortés
supuso el punto de anclaje para el neocatolicismo, Balmes se postuló como
sustento del catolicismo liberal. Supuso un elemento de conciliación entre las
verdades eternas de la religión católica, indiscutibles para gran parte de las
culturas políticas del momento, y las necesidades técnicas y científicas de su
tiempo. Con su obra Consideraciones
políticas sobre la situación de España, consiguió agradar de manera
notable al sector más conservador del partido moderado. Precisamente, del
sector del que surgió el neocatolicismo (Urigüen, 1988: 65, 66).
El catolicismo liberal pretendió reconciliar
a los carlistas y los moderados con el fin de hacer frente a la revolución
social que tanto temían. No obstante, ese temor fue el elemento común entre
todas estas facciones de la derecha (Urigüen, 1988: 65, 66).
Balmes pretendía una conciliación entre la España
antigua, la del carlismo, y la España nueva, la de los principios liberales de
las clases medias emergentes. Tenía la firme convicción de que el catolicismo
era compatible con el progreso científico y con una cierta apertura a la
libertad política. Si bien fue férreamente crítico con las leyes de
desamortización, insistió más sobre el perjuicio que suponía la pérdida de
libertad de acción de la Iglesia. Es un elemento que le distingue ligeramente
de posiciones más reaccionarias (Acle-Kreysing, 2015:91).
No obstante, el catolicismo liberal, en su
vertiente política, se asentó sobre una idea de nación católica que intentó
igualar el concepto de ciudadano al de creyente. Tuvo como punto de partida un
cierto acertamiento de la reforma liberal y la firme intención de conservar la
ortodoxia católica. Esto trajo consigo una serie de tensiones. Aún no existía
un acuerdo en torno a la propia nación ni a cómo debía ser el catolicismo que
apuntalase ese régimen. Tampoco una línea divisoria clara que separase la comunidad
de fieles de la ciudadanía (Acle-Kreysing, 2015:92).
Este es uno de los aspectos más relevantes
del catolicismo liberal, uno de sus aportes de más largo alcance: la identificación entre la nación
española y el catolicismo. No obstante, la construcción mítica
de España supuso un dilema para esta rama de la derecha, puesto que ponía
trabas a la meta última de cualquier nacionalismo, reforzar el Estado (y con él
a la nación) frente a otras instituciones, como la Iglesia (Acle-Kreysing,
2015:92).
Por otra parte, ha de tenerse en cuenta que
el propio liberalismo sufrió una transformación, pasando de una etapa
revolucionaria a otra postrevolucionaria (Acle-Kreysing, 2015:92). Esta
transformación puede considerarse más bien un desplazamiento hacia la derecha
en el espectro político.
El liberalismo pasó, de forma lenta y
paulatina, de constituir un elemento revolucionario a uno conservador, lo que
se refleja en tradiciones ideológicas como esta. El levantamiento general
contra Espartero en el que fue decisiva la intervención de los moderados y los
carlistas fue el punto de referencia que encontró Balmes para su política de
conciliación (Urigüen, 1988: 66, 67).
Es necesario mencionar que, en su faceta
periodística, Balmes contó con el apoyo económico de hombres del moderantismo,
como el Marqués de Viluma. Fue su sustento económico el que le permitió
publicar El
Pensamiento de la Nación, un periódico de corte católico-liberal
cuya andadura comenzó en febrero de 1844. El uso de las armas del liberalismo
(la prensa, los debates en cortes), algo que también fue común en el
neocatolicismo, respondía a una acomodación a las formas culturales de su
tiempo. No obstante, Balmes defendió la necesariedad de mantenerse en unas
dinámicas políticas acordes a su tiempo (Acle-Kreysing, 2015: 96).
Se pretendía convertirlo en el órgano no de
un partido político, sino de un gobierno cuyo programa fue la reconstitución
social de la nación en función a las antiguas tradiciones. Para ello, abogó
también por el matrimonio entre Isabel y el primogénito de Don Carlos, ya que
este permitiría fortalecer la monarquía, que se había visto debilitada por el
sistema constitucional (Urigüen, 1988: 68).
El catolicismo liberal se había distinguido
por mezclar un cierto idealismo con pragmatismo, lo que se reflejaba en esa
propuesta. Balmes defendió el proyecto de matrimonio entre Isabel II y el Conde
de Montemolín, por una cuestión puramente práctica, pero también con el fin de
llevar a cabo una reconciliación simbólica. Bajo el paraguas de esa reconciliación
no solo se cobijaron las ramas rivales del monarquismo, sino todas las
facciones políticas.
Este matrimonio se planteaba como la
combinación perfecta entre la España nueva y la antigua, la cual cimentaría los
sentimientos nacionales y permitiría que Isabel II dejase de requerir de los
apoyos progresistas, revolucionarios. Llegó incluso a redactar una carta que el
conde de Montemolín dirigió a los españoles una vez que su padre hubo abdicado
en él en 1845. En ella afirmaba no querer destruir todo lo que las revoluciones
liberales habían destruido, sino conciliarlo con el legado de la “España”
anterior (Acle-Kreysing, 2015: 94).
En ese mismo año, el gobierno ordenó la
devolución al clero de las propiedades que no se habían vendido hasta entonces.
La constitución afirmó el carácter católico
de la nación española. Era
un matrimonio de conveniencia entre la Iglesia y el régimen moderado, que, sin
embargo, reflejó las doctrinas de Balmes en cuanto a la cuestión nacional
(Acle-Kreysing, 2015: 96).
La convicción de que el “pueblo”, en el
sentido más romántico y conservador de la palabra, más que las clases medias en
el poder, era el reflejo verdadero de los valores de España explica las
simpatías que Balmes sintió por el carlismo. Compartía con ellos la crítica a
las desamortizaciones, pero desde un punto de partida muy diferente. Si el del
carlismo era la contrarrevolución, el del catolicismo liberal era la aceptación
del orden liberal.
Su crítica a los procesos de privatización
tenía más que ver con el hecho de que para Balmes, el feudalismo aún subsistía
(Acle-Kreysing, 2015: 95). No obstante, en gran medida, quienes se habían
convertido en propietarios tras estos procesos habían sido los antiguos
señores. Intentaba, por ello, conciliar la parte liberal de los moderados con
la católica tradicionalista del carlismo.
Sin embargo, esta idea fracasó. No obstante,
moderados y carlistas enfocaban el problema dinástico (y el social que
subyacía) desde puntos diferentes, por lo que ese matrimonio podría haber debilitado
a la monarquía. Tras esto, Balmes consideró que su intervención en la política
española había concluido. A su muerte, el programa político de Balmes se diluye
en el entramado político del momento, quedando asociados los católicos
liberales al marqués de Viluma (Urigüen, 1988: 69).
Sin embargo, correligionarios de Balmes como
Manuel de la Pezuela pudieron haber formado parte del gobierno, sobre todo a
partir de 1851. No es que el catolicismo liberal desapareciese de la política.
De hecho, supone uno de los gérmenes de la derecha política española. Sin
embargo, los católicos liberales habían sido siempre más católicos que
liberales, por lo que se centraron en proyectos como la Unión Católica de Pidal
y Mon, cuya función política esencial era la defensa del catolicismo; como
dogma y como cultura política (Urigüen, 1988: 73, 74).
No obstante, años más tarde otros políticos
intentaron recuperar la idea de Balmes, como Aparisi Guijarro en 1857. Desde
las páginas de El
Pensamiento de Valencia defendió la reconciliación entre los
liberales moderados y los carlistas en un partido intermedio. Intentos
similares fueron los de José María Quadrado en 1869 o Alejandro Pidal y Mon en
1881. No obstante, el resultado será similar en todos los casos, aunque
entonces obstaculizados por neocatólicos e integristas (Urigüen, 1988: 72, 73).
Los dos grandes proyectos del catolicismo
liberal y de Balmes, el matrimonio de conciliación y la restauración de la
posición privilegiada e independiente de la Iglesia quedaron en nada, al menos
en vida del mismo. Sin embargo, las ideas con las que Balmes apuntaló esas
propuestas tuvieron un alcance mucho más largo. La interpretación de España
como una nación
católica se apoyaba no solo en la imagen que leía sobre el
liberalismo español, sino sobre el papel crucial de la iglesia en la historia
de la nación. El legado más duradero del catolicismo liberal fue la fusión de
la identidad de la nación española resultante de las revoluciones liberales a
lo religioso (Acle-Kreysing, 2015: 98).
Los puntales que sostuvieron la propuesta
política de Balmes dieron luz a una narrativa
mítica según la cual el catolicismo había creado la nación
española, era algo inherente o esencial a esta. Esta narrativa mítica sentó las
bases del mito historiográfico nacionalcatólico del siglo XX, cuyos ecos
resuenan hasta nuestra actualidad más inmediata. Sin embargo, durante el siglo
XIX, la creación de una retórica capaz de unir pueblo, nación e iglesia y la
idea de la nación española como algo históricamente católico (que, a pesar de
estar de completa actualidad, ha sido desechada por la historiografía) eran
cuestiones novedosas (Acle-Kreysing, 2015: 98).
El catolicismo liberal, como «partido»
político tuvo un alcance y un nivel de seguimiento mucho menor que el de las dos
otras ramas de la derecha mencionadas. Sin embargo, su postura «intermedia»
permitió que el alcance de sus ideas desbordase al de sus seguidores y calase
en la derecha española. De la construcción de la nación española como un ente
católico no bebió solamente la derecha donosiana, sino que también lo hizo el
carlismo y, posteriormente, todo el ala derecha de la política del siglo XX,
franquismo incluido.
El catolicismo liberal supuso la facción más
moderada del catolicismo militante, cuyas ideas salpicaron el neocatolicismo,
aunque se recrudecieran en este y en su reniego constante de cualquier atisbo
de liberalismo (Urigüen, 1988: 73). Posiciones como la de Balmes se volvieron
una rareza ante el embate de los neocatólicos, quienes en el marco del bienio
progresista (1854-1856) defendieron una retórica más reaccionaria, donosiana,
basada en la incompatibilidad entre el catolicismo y la civilización moderna
(Acle-Kreysing, 2015: 102).
Púlpitos y escaños: el Neocatolicismo
El neocatolicismo
y sus raíces moderadas
Si la contrarrevolución, en sus diferentes
vertientes, se había articulado como un movimiento de oposición al régimen que
estaba implantándose, durante la década de los años 40 del siglo XIX esa
oposición se matizó para algunas culturas políticas reaccionarias.
Tras la caída de Espartero en 1843, el
gobierno pasó a manos del Partido Moderado durante una larga época. Este hecho
cambió sustancialmente las relaciones entre la contrarrevolución y el poder.
Sobre todo, en lo que respecta al moderantismo. Este fue, a largo plazo, la
cuna del neocatolicismo. Supuso la opción más conservadora en el liberalismo
triunfante tras la guerra civil.
Durante las décadas de 1830 y 1840, las
relaciones entre la Iglesia y el Estado habían experimentado cambios. Tras varias
desamortizaciones, la Iglesia comenzó a depender del Estado para sostenerse.
Durante la regencia de Espartero (1841-1843) se intentó crear una iglesia al
servicio del liberalismo. Por ello, una vez pasada la regencia de Espartero, la
década de los 40 fue un momento excepcional para la Iglesia.
La conclusión de la guerra civil en 1840 y la
moderación del régimen liberal tras la caída de Espartero llevan a la inclusión
de partidos que podrían situarse el centro de la escena política del momento.
Con el tiempo el espectro se desplazó hacia la derecha, desplazando consigo a
estos partidos en dicha dirección (Aróstegui, Canal, G. Calleja, 2003:
182-185). Es en estos momentos donde entra el juego el moderantismo.
En 1844 comenzó la Década Moderada, que se
extendió hasta 1854. No obstante, el Partido Moderado gobernó durante la
mayoría del tiempo entre el fin de la regencia de Espartero y la Revolución de
septiembre del 68, con excepción del Bienio 1854-56, conocido como Bienio
Progresista y posteriormente, los cinco años de gobierno de la Unión Liberal de
O’Donnell (1858-1863).
Cabe aquí, por lo tanto, contextualizar a los
moderados en las fechas que se manejan. El Partido Moderado fue una formación
para la acción política, al modo de los partidos de notables de la época, que
representaba los intereses del estrato social superior y del ala conservadora
de las clases medias. Se situaba en el centro-derecha del espectro político. Se
nutrió con diferentes tipos de sujetos: liberales conservadores, reformistas,
muchos de ellos colaboradores de Fernando VII en la fase final de su reinado.
También carlistas arrepentidos que se unen al moderantismo tras la derrota de
1838-1839, aproximándose a la fracción del partido que en esos momentos se veía
representada en el Marqués de Viluma (Urigüen, 1988: 78; Cánovas,1982). Esto
demuestra las similitudes ideológicas entre ambos partidos
Se sumaron a sus filas todos aquellos que,
tras la Regencia de María Cristina, en la que esta se había visto obligada a
apoyarse en el liberalismo, habían quedado desencantados con los ideales y
prácticas progresistas. Esto provocó que virasen ideológicamente hacia la
derecha. De este modo, puede marcarse 1844 como el año en que se empezaron a
definir las tres principales tendencias ideológicas que caracterizaron al
partido en los años centrales del XIX: vilumismo, puritanismo y moderantismo
histórico. (Sáez Miguel, 2015: 256).
Se trata de diferentes ramas surgidas por la
existencia de divergencias. Sobre todo, respecto a cuánto debían contribuir las
instituciones tradicionales, monarquía e iglesia, al nuevo orden político. La
cuestión religiosa aparece como elemento de discusión entre estos grupos y será
la que desplace a muchos a posiciones más reaccionarias (Urigüen, 1988: 79-80;
Acle-Kreysing, 2015: 93).
Estas tendencias estuvieron pronto claramente
definidas, a la par que se situaron como opciones casi opuestas: la mencionada
rama vilumista, más conservadora y la puritana, más cercana al liberalismo. En
el centro del partido puede encontrarse lo que se denomina moderantismo
histórico, que representaba una revisión conservadora de la revolución liberal
(Sáez Miguel, 2015: 257, 258).
El vilumismo se sitúa a la derecha dentro del
moderantismo, con una ideología cercana tanto al liberalismo económico más
conservador como al absolutismo reformista del sector más retrógrado del
conservadurismo liberal, un grupo que no solo iba a formar una fracción
diferenciada dentro del moderantismo, sino que además representaba una
concepción propia del modelo monárquico, puesto que aspiraban a una monarquía
tradicional, casi absolutista (Sáez Miguel, 2015: 258, 259).
Paradójicamente, fue este ideario el que, a
la vez, atrajo a un sector del carlismo menos belicoso una vez terminada la
primera guerra, puesto que compartían una base política similar. Se trató, de
una fracción de tintes contrarrevolucionarios inserta en un partido político de
origen liberal. Por una cuestión de cercanía ideológica, los vilumistas
buscaban aproximarse al carlismo mediante la fusión dinástica (idea que será
una constante durante el XIX, por otra parte). Es decir, pretendían, al igual
que Balmes y sus partidarios, un matrimonio entre Isabel II y el candidato
carlista al trono (Urigüen, 1988: 79).
Su conservadurismo tradicionalista les
convirtió, en esos momentos, en el enemigo más fuerte del liberalismo, junto al
carlismo. Los moderados hicieron equilibrismos ideológicos para conseguir
compensar la balanza entre revolución y tradición. Para ellos, era posible ser
antirrevolucionario sin ser reaccionario, aunque sus posturas lo fuesen en
realidad (Acle-Kreysing, 2015: 93).
Sin embargo, si bien existían cuestiones que
los acercaban, existieron elementos que separaron al vilumismo del carlismo.
Uno de ellos es el propio problema dinástico. Para el vilumismo, la legitimidad
de Isabel II como reina es indiscutible, puesto que había ganado la Guerra de
Sucesión. Esta idea será su principal seña identitaria dentro del
tradicionalismo español, pues supuso uno de los lazos de unión más fuertes con
el sistema liberal. Los moderados se valieron del trono de Isabel II para
prevalecer frente a sus contrarios, amparándose en esa legitimidad. Fue en ella
en la que fundaron su propio proyecto político (Acle-Kreysing, 2015: 93).
Otra diferencia insalvable era el extracto
social del cual se nutrían. Socialmente, en el vilumismo (también denominado
isabelismo autoritario) se insertaban en unos modos de vida más vinculados a la
burguesía incipiente surgida a raíz de la revolución liberal que a las clases
populares (Sáez Miguel, 2015: 258-260).
En toda esta cuestión, además de factores
sociales o del propio dinastismo, la religión juega un papel importante. La
Iglesia católica, que se había visto fuertemente perjudicada por la revolución
liberal, acabó por acomodarse a ese nuevo marco. Encontraría, en efecto, algo
más que un hueco en el régimen constitucional, sobre todo a partir de 1844
(Mínguez, 2016: 68).
Los gobiernos moderados de esta etapa fueron
los que posibilitaron ese reajuste, puesto que anularon completamente la
tendencia secularizadora que los gobiernos progresistas seguían desde su
llegada al gobierno. Los moderados trataron de integrar a los carlistas en el
régimen con el fin de cerrar definitivamente la amenaza bélica
contrarrevolucionaria y estrechar las relaciones con la Iglesia católica.
España había atravesado una etapa de
tensiones entre Estado e Iglesia propia de los momentos más tempranos del
liberalismo, que entró en un período de impasse (Inarejos
Muñoz, 2008: 299, 300). La relación de la Iglesia con el gobierno a partir del
Concordato impulsado por Bravo Murillo en 1851 es mucho menos tensa de lo que
había sido anteriormente.
La entrada en la Década Moderada supuso,
además, el comienzo de una etapa de relativa estabilidad política. La divisa de
la época no es ya libertad, como diría Larra sobre la suya, sino el orden. Para
el moderantismo ha pasado ya la época de las revoluciones. En 1844 se había
nombrado a Isabel II mayor de edad para evitar los inconvenientes de una nueva
regencia. Desde ese momento hasta la revolución de 1854, el único mecanismo
viable para alcanzar el poder fue obtener el favor de la reina (Seoane, 1989:
195).
El régimen constitucional fue suplantado por
la realidad de las camarillas. Conseguir cercar a la reina en un entramado de
influencias era más eficaz que enfrentarse a un electorado enormemente
restringido por el sufragio censitario y, sobre todo, a un voto
sistemáticamente manipulado desde el poder.
En los primeros años de su reinado, sin duda,
fueron los sectores del moderantismo vinculados a la exregente María Cristina y
a su marido Fernando Muñoz (con Donoso Cortés como pieza clave) quienes
consiguieron vincular el poder real a sus intereses políticos. Así, el general
Ramón María Narváez fue la cara política de esta camarilla y sostuvo durante
años la presidencia del gobierno.
Los moderados temían a la revolución social,
entendida como la lucha de las clases populares por la igualdad económica.
Esta, finalmente, estalló en Francia en 1848. Luis Felipe de Orleans se vio obligado
a dimitir, tras lo que se instauró una república de marcada orientación
socialista. La primavera de los pueblos fue radicalmente rechazada por los partidos conservadores europeos.
Sobre todo en aquellas reivindicaciones referentes al trabajo, porque limitaba
el derecho de los propietarios (Martorell, Juliá, 2012: 95, 96). También
consiguió poner en guardia al conservadurismo español.
Cuadro de Henri Félix Emmanuel Philippoteaux, Lamartine devant l’Hôtel
de Ville de Paris, le 25 février 1848. Representa la revolución de 1848 en
Francia
Se trata de un momento de deriva autoritaria
para el moderantismo, que se sustentó sobre las ideas de Juan Donoso Cortés.
Esa deriva generó tensiones con la parte más progresista de los moderados, los
puritanos. Esta tendencia fue todavía más acusada en 1851, cuando Bravo Murillo
pasa a ocupar la presidencia del gobierno (Seoane, 196: 1989).
A Juan Donoso Cortés se le considera, por
otra parte, el ideólogo clave del tradicionalismo en general, y, una vez
configurado este, del neocatolicismo en concreto. El Donoso Cortés que deja
huella en las filas católicas es el posterior a la revolución de 1848, puesto
que antes de eso, era un liberal doctrinario. Sin embargo, su pensamiento
evoluciona hacia la derecha política (Urigüen, 1988: 57).
Gobernar en
católico: la eclosión del neocatolicismo
El pensamiento conservador, ultracatólico y
antiliberal de Donoso Cortés abrió una línea divisoria en el moderantismo.
Puede encontrarse, por tanto, el origen de los neocatólicos situándolo en los
sectores católico-conservadores del partido moderado. Era, como ya se ha
reiterado, el ala más derechista de este. Fueron, en origen, un grupo de
opinión y de acción política no institucionalizado cuyo origen debe buscarse en
el ala más reaccionaria del Partido moderado (Inarejos Muñoz, 2008: 298).
Entre los propios moderados reclutó Donoso a
sus primeros seguidores. Sin embargo, los carlistas también reconocieron en él
un defensor de ideas similares, aunque no se identificasen de forma total con este
(Urigüen, 1988: 62). Todo ello evidencia la estrecha relación ideológica entre
ambos grupos, separados solamente por la cuestión dinástica. En resumen, el
origen de la escisión de los neocatólicos remite a un momento de gravedad en
Europa: la revolución de 1848 (Inarejos Muñoz, 2008: 299-300).
En cualquier caso, la deriva de los gobiernos
moderados siguió un rumbo cada vez más autoritario (Martorell, Juliá, 2012: 96,
100). Sin embargo, esa deriva autoritaria sucedió, en todo caso, sin salir de
los cauces del sistema político liberal. Se dedicaron a denostar al liberalismo
por todos los medios posibles desde, por ejemplo, el púlpito. Sin embargo,
también lo hicieron desde escenarios tan liberales como la imprenta y el escaño
(Inarejos Muñoz, 2008: 298).
Otra de las causas de la eclosión del
neocatolicismo fue la revolución
de 1854, cuando comenzó a infringirse el Concordato firmado
cuatro años antes. Entre 1854-56 las relaciones Iglesia-Estado en España están
caracterizadas por una serie de tensiones, hasta que se rompieron las
relaciones entre la Santa Sede y el Gobierno español. Estos hechos provocan la
reacción de los sectores más católicos del país. Esta reacción favoreció la
división en el seno de los moderados (Urigüen, 1988: 105).
La revolución de 1854 puso en entredicho la
unidad católica de España, lo que va a avivar las llamas del donosianismo. A
partir de ello, el catolicismo español toma una posición hostil hacia el
liberalismo, hostilidad que aumenta según la relación entre el Papa y el Gobierno
italiano empeoran.
Por ello, durante la última década isabelina
asumieron cargos políticos un importante número de neocatólicos. Además de
esto, la muerte del cardenal Bonel y Orbe, confesor de Isabel II en 1857 y la
elección de Antonio María Claret para sustituirle supuso un cambio radical en
la actitud religiosa (dada la ideología reaccionaria de Claret) y moral de la
reina y, lo que es realmente importante, en la deriva política del país.
La ocupación de Roma fue de
gran interés para el neocatolicismo. No obstante, consideraban a la Roma papal
como la capital del mundo cristiano y de la Iglesia católica, cuya defensa es
su prioridad. En 1865, el reconocimiento del reino de Italia por parte de la
reina Isabel supuso un elemento de confrontación entre el neocatolicismo, la
reina y el sistema liberal que esta representaba.
Además, en esta ocasión, Claret presionó a la
reina más allá de lo puramente religioso, intentando que fuese sumisa a la
voluntad de la Santa Sede. La reina, en cambio, antepuso las razones de Estado
a lo religioso. Negarse a reconocer el reino de Italia podía suponer graves
problemas diplomáticos. Esto no fue del agrado del neocatolicismo. De hecho,
supuso una de las razones principales por las que esta corriente se distanció
de la rama isabelina y se fuese acercando cada vez más al carlismo (Urigüen,
1988: 143-144).
Si no podían gobernar en términos católicos,
los neocatólicos perdían su vínculo con el sistema liberal. De hecho, estas
cuestiones les sirvieron para escorarse más hacia la derecha. Incluso adoptaron
como baluarte ideológico el Syllabus o Listado
recopilatorio de los principales errores de nuestro tiempo publicado por el Vaticano en 1864. En él, se recopilan en forma de
proposiciones positivas los errores cometidos por las políticas liberales. Con
ello, el neocatolicismo viraba hacia posiciones cada vez más reaccionarias.
Portada de una de las primeras ediciones del Syllabus en castellano
(1864)
El Syllabus llegó a España en un momento en que las diferencias entre
neocatólicos y liberales se iban agudizando enormemente. Coincide, además, con
sonoras polémicas en el ámbito universitario, cada vez más candentes, entre los
primeros krausistas (como Julián Sanz del Río o Emilio Castelar) y el ala más
conservadora de la institución. Se oponían a los intentos del krausismo por
desacralizar la educación.
Este tipo de comportamiento político será la
tónica de la actividad neocatólica. La unidad religiosa como base y fundamento de la
unidad política y como origen de la nación española son,
junto con la creencia de que lo
católico es definitorio de lo español, algunas de las premisas
básicas del neocatolicismo y uno de los argumentos más veces utilizado para
defender la unidad de cultos (Urigüen, 1988: 94). Rechazaban completamente la
libertad religiosa. Se trata de ideas paradójicamente heredadas de una rama de
la derecha que sí aceptaba el liberalismo desde una perspectiva católica, como
fue el caso de Balmes.
El reencuentro de una ideología
El proceso de deslegitimación que sufrió la
reina los años finales de su reinado disminuyó o hizo desaparecer la lealtad de
muchos de sus seguidores más reaccionarios. Por eso, tras la caída de Isabel II
en 1868 los carlistas y los neocatólicos, que compartían una base ideológica
común, pudieron aproximarse. El monarquismo había dejado de ser un impedimento
para el encuentro de ambas corrientes ideológicas. Ese acercamiento pasó, no
obstante, por la aceptación de la legitimidad de Don Carlos por parte de estos
últimos (Urigüen, 1988: 20, 23).
Cuando la revolución de 1868 puso fin, en
septiembre, al reinado de Isabel II, esta marchó al exilio. Hasta 1865, los
neocatólicos consideraban que la reina Isabel podía gobernar en católico.
Creían que los principios donosianos que abanderaban podían ser llevados a la
práctica dentro del sistema. Cuando la soberana se vio obligada a reconocer el
reino de Italia, comprendieron que la influencia que creían ejercer sobre la
reina no era tan fuerte. Asumieron que tendrían que desarrollar su ideología y
sus soluciones a los problemas contemporáneos fuera del sistema que
representaba Isabel. O, al menos, de los partidos liberales (Urigüen, 1988:
219).
Estas tensiones estuvieron sobre el tablero
político hasta la revolución de 1868. Esta, al obligar a Isabel a marchar al exilio,
hace desaparecer aquello que separaba a neocatólicos y carlistas: ella misma.
Tras esto, los carlistas tuvieron muy fácil atraer a los neocatólicos.
Sin embargo, del ideario de ambos se destila
una aceptación de algunos principios liberales como cuestiones de sentido
común. Los conservadores no tuvieron más remedio que considerarse hijos de la
revolución, tal y como había hecho Balmes y, en ocasiones, se veían obligados a
reclamar su parte de sangre derramada en la lucha contra el absolutismo y por la
libertad.
La revolución, por mucho que reaccionasen a
ella, había sucedido y también, había arrasado todo a su paso. Se trata de la
creación de un mundo nuevo. Esta imagen de un tiempo inédito es fundamental
para entender la cultura política conservadora, porque pesar de renegar del
sistema liberal a veces tuvieron que legitimarse como hijos del mismo, tal y
como hiciera el catolicismo liberal. Las corrientes reaccionarias permanecieron
siempre atentas a cualquier indicio de resurrección del demonio revolucionario
(Veiga, 2016, 292, 294). No obstante, el miedo a la revolución social será una
constante para estas culturas políticas.
Esto demuestra que, a pesar de su carácter
reaccionario que no puede negarse, ni el neocatolicismo ni el carlismo (ni, por
supuesto, un catolicismo liberal que partía de la aceptación del nuevo orden)
no es una ideología feudal o del antiguo régimen. En cambio, tuvieron
proyección de futuro y avanzaron, dentro de su línea de pensamiento, al mismo
ritmo que avanzaba la sociedad. Puede observarse en su fuerte participación en
prensa o en la defensa de la libertad de asociación. Claro que su ideología es
contrarrevolucionaria, reaccionaria. Aparentemente buscan la restitución de un
sistema propio del pasado. Pero ese pasado que anhelaban era un pasado que
ellos mismos habían idealizado y transformado. No obstante, se trata en la
mayoría de casos de hombres socializados en un sistema ya liberal.
Muchos de esto hombres pasaron, una vez había
abdicado Isabel II, a engrosar las filas del carlismo. Algunos manifestaron, de
forma más o menos pública, su adhesión a Carlos VII. La abdicación fue dos años
posterior al exilio. Fue fruto sobre todo de las presiones de los canovistas y
liberó de las relaciones de lealtad con la reina a muchos neocatólicos
(Higueras Castañeda, 2016: 5).
Caricatura sobre la abdicación, dos años después de su exilio, de Isabel
II en su hijo. Publicada en julio de 1870.
Los motivos por los que los neocatólicos
acabaron por acercarse primero, durante el Sexenio Democrático, e integrarse
después en el carlismo trascienden de lo dinástico. Para el neocatolicismo, la
cuestión dinástica es prácticamente accidental: les resulta indiferente quien
reine mientras defienda sus intereses, que a la vez son los de la Iglesia católica.
Será aproximadamente en esta cronología,
durante el Sexenio Democrático (1868-74) cuando se comienza a utilizar el
término tradicionalismo para designar al conjunto de carlistas y neocatólicos, los cuales,
ya unidos, formaban la agrupación política denominada Comunión
Católico-Monárquica, la cual se adhería explícitamente a las ideas de Juan
Donoso Cortés (Urigüen, 1988: 53, 55). El proceso de unificación de ambas
corrientes se llevó a cabo de forma progresiva y con varios conflictos de por
medio, por otra parte. Tampoco fue definitivo.
Las dos corrientes políticas compartían una
base que permitía la acción conjunta: la defensa acérrima del catolicismo, la
condena al liberalismo y el temor a una revolución social (Higueras Castañeda,
2016:1). El liberalismo católico, en cambio, partía de la aceptación de la
revolución liberal. Para el catolicismo liberal, la modernidad era un hecho que
debían aceptar y del que debían abrazar sus partes positivas, combinándolas con
la tradición. Compartían, por tanto, la defensa del catolicismo y temían del
mismo modo una revolución de corte social, pero no renegaban del liberalismo.
Sin embargo, en un momento político en que las relaciones Iglesia-Estado eran
un marcador ideológico clave, los acercamientos también fueron posibles.
La contrarrevolución estuvo compuesta por
todos aquellos elementos que buscan la restauración de los principios católicos
y del orden tradicional de la sociedad. Es un rasgo común a todas las
denominaciones de la misma: Comunión Católico-Monárquica, Partido/ Comunión
Tradicionalista, Partido Carlista, neocatolicismo, Partido
Religioso-Monárquico. Con «orden tradicional» se refieren a aquel basado
en una visión idealizada de los siglos previos a la revolución de Lutero.
Para ellos, el siglo XV sirvió como
referencia. En su visión idealizada del mismo, todos los reinos que componían
España fueron libres. Se gobernaban mediante sus fueros y servían a la Iglesia
en todas sus facetas. El catolicismo, la Iglesia, Roma y el papado son
conceptos básicos en las definiciones que estos hombres. Primero se denominaron
neocatólicos, después carlistas y en el futuro se denominarían integristas,
pero fueron, en esencia, los mismos (Urigüen, 1988: 510)
Los movimientos de contrarrevolución son los
últimos intentos del Antiguo Régimen por la supervivencia de sus estructuras.
En el caso de España, dada la baja industrialización del país y el predominio
de lo rural, estos intentos tuvieron más relevancia. Por practicar una
resistencia más fuerte y, en ocasiones, más violenta. La revolución liberal en
España es la revolución del campo, la reforma agraria liberal, las
desamortizaciones, la construcción del capitalismo agrario. Por eso quienes
reaccionaron a la construcción de la propiedad capitalista son sectores
sociales que ven amenazadas sus formas de vida tradicionales. No sólo las
formas, sino los mecanismos comunitarios de supervivencia, como el comunal. No
obstante, ha de tenerse en cuenta que es una tónica europea
Además, el papel de la Iglesia en política
durante la época es claramente preponderante. No se trata de una simple
intervención, sino de que toda la política estatal está, de algún modo,
condicionada por el ámbito religioso. A pesar de los intentos desde algunos
sectores del liberalismo (sobre todo progresista) o de los demócratas por
separar el poder político del religioso, se mezclaron. Incluso, se
confundieron.
La Iglesia, haciendo referencia a la
institución, constituye una cultura política por sí misma, sin necesidad de
ligarse a partidos o fracciones políticas. Una institución que participa en
política ya sea mediante la militancia o por otros métodos y que hace gala de
una ideología concreta.
El proceso de disolución de las ideas del
catolicismo liberal en otras facciones, así como la unión del neocatolicismo y
el carlismo fue el reencuentro de una ideología. Es la reunificación de unas
ideas que se habían separado. Las diferentes facciones de la derecha española
habían disentido, tenían matices diferentes. Sin embargo, tuvieron los
suficientes rasgos en común como para volver a confluir.
No obstante, a pesar de todo lo mencionado
anteriormente, no puede obviarse el arraigo de las culturas políticas
reaccionarias que en España ha sido bastante fuerte. Sin entrar en
acontecimientos históricos del siglo XX, el partido carlista, por ejemplo,
siguió estando en el tablero político hasta bien entrado el siglo mencionado.
Tanto el carlismo como el tradicionalismo en sus diferentes formas marcaron
acontecimientos tan importantes del siglo XX como la Guerra Civil. Se trata, en
definitiva, de tres ramas de un mismo árbol que han ido uniéndose y separándose
con el devenir de la historia.
Sin embargo, en el seno comenzaron a formarse
diferentes ramas. De estas ramas, la compuesta por el neocatolicismo, que
pasaría a llamarse integrismo, acabaría también desgajándose. Se trata, en
definitiva, de los orígenes de las diferentes ramas de la derecha española. Ese
origen común, las diferentes escisiones del mismo (que en este artículo han
intentado sintetizarse en tres opciones) resulta muy explicativo. Con el propio
devenir del siglo, los componentes de la derecha cambiaron, evolucionaron, se
matizaron. Pero los orígenes se pueden sentar en las tres corrientes que se han
planteado en este artículo. Conocer los orígenes de la derecha abre puertas a
conocer la historia política contemporánea de España, así como a comprender
algunas cuestiones de plena actualidad.
Fuentes
y recursos bibliográficos
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