Francisco Cascales |
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Epístola III (Libro II) Al Apolo de España. Lope de Vega
Carpio Muchos días ha, señor, que no
tenemos en Murcia comedias; ello debe ser porque aquí han dado en perseguir
la representación, predicando contra ella, como si fuera alguna secta o
gravísimo crimen. Yo he considerado la materia, y visto sobre ella mucho, y
no hallo causa urgente para el destierro de la representación; antes bien
muchas en su favor, y tan considerables, que si hoy no hubiera comedias, ni
teatros de ellas, en nuestra España, se debieran hacer de nuevo, por los
muchos provechos y frutos que de ellas resultan. A lo menos a mí me lo
parece. V. m. se sirva de oírme un rato por este
discursillo, y decirme lo que siente, y pasar la pluma, como tan buen
crítico, por lo que fuere digno de asterisco; que siendo v. m. el que más ha
ilustrado la poesía cómica en España, dándole la gracia, la elegancia, la
valentía y ser que hoy tiene, nadie como v. m. podrá ser el verdadero censor. Así como entre los romanos tuvo la representación
de tragedias y comedias firme asiento y alzó cabeza, hubo teatros, hechos por
el pueblo romano, según Tácito, libro XIV de sus Anales, y Ausonio,
in Sapientes, donde se hiciesen estos juegos escénicos. Y aunque
al principio todo el auditorio de caballeros y ciudadanos estaba
indistintamente junto, después, creciendo esta arte histriónica, creció
también el gusto y curiosidad de oírla; y así se hicieron separados y
distintos lugares para los senadores, para los caballeros, para las mujeres y
para la gente plebeya. El imperio romano, como al peso de su potencia
trajo a sí todas las naciones, también trajo todos los vicios, y de la peste
de ellos quedó tocada la representación, tomando larga licencia para hacer y
decir torpezas y deshonestidades, hasta representar en el tablado
descaradamente concúbitos torpes con lascivos meneos, irritantes a lujuria.
¿Qué os diré?, sacaban al tablado mujeres desnudas y hombres desnudos,
mujeres públicas y muchachos perdidos y sucios, que acabada la comedia
llamaban a los oyentes para usar con ellos. Véanse Tertuliano, Arnobio,
Cipriano, San Agustín y otros padres de la Iglesia, que reprehenden estas
abominaciones. Vino a tanto extremo la desvergüenza de esto, que la ley con
justa razón condenó a los representantes a graves penas, y los dió por
infames y privó de oficios públicos, hasta ponerlos en predicamento de
esclavos. Y algunos emperadores los desterraron de toda Italia, aunque otros
los hicieron volver y honraron de manera, que fue menester poner remedio en
las muchas dádivas y honras que los príncipes les hacían. Cornelio Tácito dice que Augusto César, ya por
dar contento a su gran privado Mecenas, que favorecía a un famoso bailarín
llamado Batilo, ya porque él tenia particular gusto en ello, se hallaba
muchas veces en los teatros, con que hacía no pequeña lisonja al pueblo. Y
añade, sobre este lugar, Lipsio que el mismo Augusto inventó la
representación de los pantomimos; y Suidas y Zozimo escriben que antes de
Augusto no los hubo, aunque César Bulengero dice que sí los hubo. En aquel tiempo, y antes y entonces entre los
griegos, se ejercitaba mucho y de muchas maneras la representación. Había
histriones, según Ravisio, thymélicos, ethólogos, chironomos, rapsodos; había
representación de comedias y tragedias, y de mimos, que eran unos entremeses
de risa, pero con grande disolución y lascivia; había representación de
bailarines, que representaban cualquiera acción, o fuese de amores, o alguna
batalla, o toma de ciudad. Como se dice de Telestes, que delante del rey
Demetrio danzó el concúbito de Marte con Venus con tanta propriedad, que le
dijo el rey: Haces, amigo, tan al vivo esa representacion danzando,
que me parece que lo veo todo, y que lo oigo. Y las saltaciones eran en
dos modos, una Pírrica o armada, y otra Eumelia o pacífica. Había otra
representación de músicos, que imitaban y hacían al vivo cualquiera acción,
con su varia y dulce armonía de instrumentos musicales. Tranquilo, en la Vida de Julio César,
dice que Furio Leptino, de estirpe pretoria, y Aulo Calpeno, senador,
danzaron la Pírrica. Pero ¿qué hay que espantar, si lo mismo se escribe de
Octaviano? Fueron todo género de representantes tan estimados en aquellos
tiempos, que grandes caballeros y príncipes los acompañaban por las calles y
los visitaban en sus casas muy a menudo. Séneca, al fin del libro I de
las Cuestiones naturales, dice estas palabras: "No se vacía
la casa del representante Pilades y de Batilo; aguardan unos que salgan
otros; en la escuela desta arte se ejercitan discípulos, y salen grandes
maestros; por toda la ciudad, en cada casa suena el tablado de los
bailarines; aquí danzan hombres, allí mujeres; y todos contienden sobre quién
irá al lado del representante." Esta honra que usaban con los histriones
caballeros y senadores, vitupera y condena el doctísimo Tertuliano en su
libro De spectaculo, diciendo, en suma, que entraban en casa de
los representantes hombres y mujeres: hombres, to que les daban las almas, y
mujeres, que les daban los cuerpos; tanto era el deleite que sentían en
aquella viciosa representación. Tácito en el libro citado dice estas
palabras: "De la cantidad del salario de los representantes, llamado
lucar, y contra la protervia de sus valedores se decretaron en el Senado
principalmente estas cosas: Que ningún senador entrase en las casas de los
pantomimos; que ningún caballero romano los acompañase por la ciudad, y que
los pretores condenasen a destierro a los que los mirasen
inmodestamente." Con todo eso, ni estas ni otras pragmáticas, ni esta ni
otras penas pudieron refrenar el ímpetu de los aficionados a esta arte;
porque en todo tiempo tuvieron los histriones grandes valedores. Roscio Galo,
famosísimo representante, fue tan amado de Lucio Sila, dictador, que le hizo
merced del anillo de oro, quiero decir, que le armó caballero, y Cicerón se
ponía con él a contender: Cicerón a decir una cosa por más frases, y Roscio a
representarla por más modos. Cicerón fue tan amigo de Esopo, histrión, que le
llamaba su regalo. El emperador Nerva Cocceyo amó con grande extremo a
Pílades, singular en la histriónica; Rubrio, según Plinio, fue muy estimado
de Lucio Planco, tanto, que mandó se llamase Rubrio Planco; Astidamante
mereció, por su arte, que se pusiese en el teatro su estatua; Nicostrato fue
tan estimado entre los griegos como Roscio entre los romanos, por cuya
destreza y perfección en esta arte se dice por proverbio: Yo lo haré
como Nicostrato, que quiere decir, consumadamente. Citeris fue una
representanta, a quien M. Antonio, después de su victoria, trajo a Roma en su
coche, tirado de leones. Thymele fue la primera representanta que enseñó el
arte de danzar representando, de quien los bailarines representantes se
llaman thymélicos. No trato de otros muchos de grande fama, que
entre poetas y historiadores han dejado nombre excelente. Para mi propósito
los dichos sobran; y aunque es verdad que todos éstos, y los demás que he
callado, han merecido toda esta honra por la destreza y excelencia de su
arte, por otra parte digo que la han desmerecido, y que con justa razón
fueron desterrados de Tiberio y de Trajano y de otros emperadores, y
vituperados de muchos varones graves y de muchos santos, y condenados por las
leyes y por los cánones y decretos pontificales respecto de la torpeza y
deshonestidad, y a veces arte mágica, con que en aquel tiempo representaban. Pero agora ya la representación está castrada; ya
tiene maniotas, que no la dejan salir del honesto paso; ya tiene freno en la
boca, que no le consiente hablar cosa fea; ya vive tan reformada, que no hay
ojos linceos de curioso que le ponga nota alguna. Gracias a Dios y a nuestro
cristianísimo rey y a sus sapientísimos consejeros, que han examinado esto
con tanta curiosidad y atención, que cuantas circunstancias podían agravar
este caso las han mirado y previsto, prescribiendo a los representantes los
términos de la representación, sometiendo a varones doctos el examen de las
comedias, hasta mandar que no yendo firmadas o rubricadas del real Consejo no
se puedan representar en parte ninguna. Supuesto, pues, que hoy se representa sin
deshonestidad, se danza sin movimientos irritantes y se canta tan
modestamente como vemos, no ha lugar la ley que los amenaza; no ha lugar el
decreto romano que los destierra; no han lugar los cánones de los pontífices
que los condenan; no han lugar las reprehensiones de los santos. Concluyo, en
fin, que la representación de las comedias es lícita. Sobre esto habla largamente Homobono y el P.
Mendoza en su Quodlibeto, y resuelven que oír comedias, o
representarlas, o consentirlas, no es pecado mortal, no siendo las
representaciones, bailes y cantares torpes y lascivos, aunque las comedias
sean profanas, y aunque representen mujeres, y aunque éstas se vistan en
hábito de hombres. Si bien advierte el P. Mendoza que si alguno hubiere tan
flaco y fácil, que con cualquier pequeña ocasión de mujer tiene proclividad
al pecado, que este tal hará mal de meterse en el peligro de pecar. El P. Tomas Sánchez, religioso de la Compañía de
Jesús, libro De matrimonio, dice y concluye que decir o escribir
o oír palabras torpes y deshonestas no es intrínsecamente malo, sino
indiferente; porque de las circunstancias y fin del que habla, escribe o oye,
pende la bondad o malicia; que como las palabras son señales significativas
del concepto, en tanto serán malas o buenas, en cuanto los conceptos son
malos o buenos; y el conocimiento de las cosas torpes es indiferente, porque
puede mirar, ya a buen fin, como es la investigación de la malicia moral, ya
a mal fin, como al fomento de la lujuria. Y concluye también que es solamente
pecado venial hablar palabras deshonestas por alguna vana causa, o por
deleite del artificio y curiosidad, como no haya delectación venérea y
lasciva. Y para lo dicho trae a Cayetano, a Filarco, a San Antonino, a
Navarro, a Juan Hessels y a Graffis y a otros. Pues ¿qué será no habiendo acciones, bailes, ni
cantares torpes y lascivos, sino tan limitados y compuestos como hoy los
vemos en las comedias? Será lo que infiere el dicho autor: que cuando las
cosas que se representan no son torpes, y el modo de representar no es torpe,
no pecan mortalmente los que los representan, ni los que las oyen, ni los que
las consienten, ni los poetas que las escriben, ni los clérigos que asisten a
oírlas, no obstante la prohibición del capítulo Clerici y el
capítulo Non oportet; porque, según Cayetano, pueden lícitamente
asistir cesando escándalo y menosprecio, el cual cesa hoy, a parecer del P.
Tomás Sánchez. Ya que se puede representar y oír representar con
este salvoconducto de que los representantes no traen la peste contagiosa de
la deshonestidad y lascivia, consideremos agora si el artificio de la
representación y el de la comedia y tragedia es de algún provecho para la vida
humana. ¿Cómo de alguno?, de infinitos. El P. Martín Antonio Delrío,
religioso de la Compañía de Jesús, en sus comentarios sobre las tragedias de
Séneca, en el prolegómeno, dice que en la tragedia se nos propone la vida y
costumbres que habemos de huir y abominar, y en la comedia el género de vida
que nos conviene seguir; y en confirmación de esto trae unos versos de
Timocles, poeta griego, al cual citan Arsenio sobre Eurípides, y Ateneo en el
libro VI, y Stobeo, cap. I, sermón 133. Traducidos suenan así: Escúchame,
te ruego, lo que quiero Los poetas son cisnes que siempre cantan
divinamente, águilas que se trasmontan a los cielos, ríos que en vez de agua
manan candidísima leche, láminas donde se imprimen y quedan eternamente las
leyes de amor, las de justicia, las de misericordia, las condiciones y
preceptos de la vida humana. Vamos, vamos al teatro escénico, que allí
hallará el rey un rey que representa el oficio real; adónde se extiende su
potestad; cómo se ha de haber con los vasallos; cómo ha de negar la puerta a
los lisonjeros; cómo ha de usar de la liberalidad, para que no sea avaro ni
pródigo; cómo ha de guardar equidad, para no ser blando ni cruel. Vamos al
teatro, y veremos un padre de familia, que con su vida y costumbres, y con sus
consejos, sacados de las entrañas de la filosofía, nos enseña cómo habemos de
gobernar nuestra casa y criar nuestros hijos. Minturno dice, con Cicerón, que la comedia es
imitación de las costumbres y imagen de la verdad. ¡Oh cielos, que sea esto
certísimo, y haya quien exclame en los púlpitos, y acuse y reprehenda y
condene la representación a las eternas penas del infierno! No sé con qué
razón se defiende; no sé qué leyes, qué textos tiene en su favor; no sé qué
espíritu le mueve la lengua. Trepidaverunt ubi non erat timor.
"Temblaron de pies y manos donde no había peligro que temer." ¡Oh
hombres sin hombre! ¡Oh corazones sin corazón! La comedia dice este autor que
es imitación de las costumbres. Veamos esto cuán cierto sea. ¿Cuán cierto?
Más que la regla de Policleto, más claro que el sol de mediodía. Costumbres son las disposiciones del ánimo y
apetitos a que naturaleza nos inclina; y como ya nos inclinamos al bien, ya
al mal, por eso son las costumbres, ya buenas, ya malas; y porque el poeta es
imitador de las acciones humanas, en las cuales se echan de ver y descubren
las costumbres, necesariamente se ocupa en la imitación de las costumbres. El
poeta es muy circunspecto y muy docto, y como tal, en sus poesías no perturba
ni confunde las costumbres de los unos con las de los otros, sino que a cada
uno le da sus partes y propriedades, pues en todas edades y en todos estados
hay distintas costumbres. Los mozos de su naturaleza son lascivos, largos en
dar y gastar, ambiciosos, coléricos, animosos, más amigos de honra que de
provecho; prestos en creer, fáciles en mudarse, dados a cosas de alegría,
incautos y olvidados del tiempo futuro. Al contrario, los viejos son cautos,
prudentes, tímidos, de poca esperanza, avaros, templados, atentos a la guarda
de la hacienda, grandes habladores, Catones en reprehender, jactanciosos y
alabadores de si mismos, mal acondicionados y terribles. En fin, los poetas
van discurriendo por las condiciones de todos y de todas las naciones; porque
diferentemente se habla el Portugués que el Castellano, el Tudesco que el
Italiano, el Ateniense que el Lacedemonio; y no solamente imita el poeta las
costumbres, pero los afectos y pasiones del ánimo; por donde viene a ser el
poema, ya morato, ya patético. Será morato,
adonde principalmente se pintan y expresan las costumbres; será patético,
donde predomina la pintura y descripción de los afectos. Pues si tenemos en el teatro poesías que nos
descubren las rayas de la naturaleza humana, y nos avisan del mal y del buen
suceso que nos aguarda, y nos traen a la memoria los varios acontecimientos
de la vida, y de ellos nos hacen un mapa universal, donde cada uno conoce y
ve como en espejo sus costumbres, por las del otro que allí se representa, y
aprende aquello que le ha de ser de provecho, y abomina aquello que le ha de
ser dañoso y veneno mortal si lo toma y sigue, por el fin y paradero en que
el otro vino a dar, ¿podrá decir alguno que la representación no es útil y
provechosa? ¿Qué padre ve un hijo en el tablado, desbaratado y vicioso, que
acaba en un infortunio, afrenta o muerte desgraciada, que no desvía el suyo
de los pasos por donde aquél anduvo? ¿Qué madre ve una alcagüeta en el
teatro, que entra en casa de la otra matrona en son de venderle tocas,
pebetes, ungüentillos y otras buhonerías, y debajo de aquella simulada
santidad trae a la hija el billete, y si puede, la habla y persuade que dé
contento al galán que la sirve con vicioso intento, y no queda con esto
advertida para no recibir en su casa tales viejas, tales Lamias, tales
Circes? No es menester singularizarlo todo; que por las uñas se conoce el
león. Dice también que la comedia es imagen de la
verdad. Dice verdad; porque, si bien los poetas, principalmente cómicos, por
la mayor parte cuanto representan es fingido, y la acción que toman no pasó
jamás, sino que ellos inventan el argumento y los nombres de las personas,
esto hacen para representar más al vivo lo que importa a nuestras costumbres
y al bien político y doméstico. Declárome: dice Aristóteles, en su Poética,
capítulo VII, tratando de la diferencia que hay del historiador al poeta, que
no es oficio del poeta narrar los casos sucedidos propriamente como
sucedieron, sino como pudieran suceder verisímil o necesariamente. Por donde
viene a ser la poesía más excelente que la historia; y la causa es, porque
aquélla mira a objeto universal, y ésta particular. De aquí se echa de ver
que tomando un suceso como naturaleza lo comenzó y acabó, le hallaremos
muchas imperfecciones, y ésas es menester emendarlas con el arte, y
perfeccionarlas de manera que no le falte circunstancia necesaria para que
aquella obra parezca y sea consumada. Pues esta licencia que tiene el poeta
para quitar y poner en la obra de naturaleza, se llama ficción
poética; y para quitarse de este trabajo de estar emendando obras ajenas,
suelen muchas veces, principalmente en poemas cómicos, fingirlo todo; porque,
según los preceptos del arte, fundados en razón, salga la obra perfecta
conforme a lo que el poeta pretende inducir y persuadir en favor de la buena
institución nuestra. Como si quisiese movernos a la justicia, a la paz, a la
guerra, a las letras, a la liberalidad, para cualquiera de estos objetos
universales finge una acción particular, de donde derechamente venga a
conseguir el intento que toma. Pues pregunto yo agora: ¿el poeta que esto
finge, diremos que miente?, ¿diremos que dice contra la verdad? No por
cierto; antes diremos que debajo de aquel argumento fingido nos pone un
espejo y una imagen de la verdad. Pues en aquella acción de la paz nos
representa las excelencias de la paz; y en la acción de un hombre liberal nos
enseña el bien y gloria que el hombre alcanza usando bien de la liberalidad. ¿Qué no
han dicho divinamente los poetas para bien nuestro? Norunt
omnia vates, Los poetas, dice Marón, son unos cristalinos
espejos, que nos dicen la verdad de lo que pasa y ha pasado y pasará en el
mundo. Descendamos, pues, al conocimiento de todas las artes y de todas las
ciencias. Aquí se hallará lleno y cumplido abundantemente el espacioso
círculo de las cosas divinas y humanas; la verdadera enciclopedia de los
griegos, los filósofos platónicos y socráticos, la escuela de los epicúreos y
las cavilaciones de los subtiles sofistas. Hallaránse en los trágicos y cómicos
poemas, cuanto más en los heroicos, sus opiniones, sus proposiciones y
axiomas. Aquí los astrólogos verán sus ascendentes, sus triplicidades y sus
horóscopos con grande cuenta y verdadero discurso tocados. Aquí los retóricos
conocerán las flores de la elocuencia, sus tropos y figuras, el modo de
enseñar, de deleitar y de vencer, moviendo mejor que en Demóstenes y mejor
que en M. Tulio. Aquí el ingenioso arquitecto se holgará de ver termas,
coliseos, anfiteatros, arcos, puentes, templos, casas magníficas desde la
planta y montea, hasta echar la clave al edificio con su justa simetría y
corresponsión de partes, con todo género de colunas, desde el plinto hasta el
capitel, más bien que del ingenio monstruoso de Polión tratadas y compuestas.
¿Qué no hay aquí, que tenga el mundo desde donde nace hasta donde muere el
sol, desde el austro Líbico hasta las Cabrillas y Pastor del cielo? Pues la
frasis de la poesía es la más limpia, más gallarda, más florida, más
cortesana que habló el mejor pico de oro de Roma vencedora y de la docta
Atenas. Si éstas no son utilidades, donde se representa la noticia de todas
las cosas, ¿cuáles lo son?, ¿cuáles? No quiero sepultar en silencio la viva y natural
acción de los representantes, que con ella levantan las cosas caídas, despejan
las obscuras, engrandecen las pequeñas, dan vida a las muertas. Las partes de
la elocuencia son cinco: invención, disposición, elocución, memoria y acción.
Ésta tiene en las oraciones (así lo dice Quintiliano) admirable virtud y
dominio, porque no importa tanto que las cosas que decimos sean calificadas,
cuanto el modo con que se pronuncian. Que de la manera que yo oigo la cosa,
de esa manera me persuado y me muevo. Si me dicen el concepto flojamente,
flojamente se me encaja, y al contrario. Y así digo que no hay razón tan
fuerte, que no pierda sus fuerzas si no es ayudada con la animosa acción del
que dice; y los afectos del ánimo es fuerza que relinguen y desmayen si no
los sopla el viento de la voz, si no los favorece el semblante del rostro, si
no los anima el movimiento de las partes del cuerpo. Tratando de esto
particularmente Fabio, dice así: "Documento sunt scenici actores,
etc." Esto que he dicho, dice, se echa de ver en los representantes
escénicos, los cuales aun a los más excelentes poetas les añaden tanta gracia
y los realzan de manera, que aquellas mismas poesías que les oímos, cuando
las leemos nos agradan infinitas veces menos, y cebados de la buena acción
nos hacen oír con gusto vilísimas raterías, y hacen que nos agraden poetas
que puestos en nuestra librería no nos acordamos de ellos, y en los teatros
son celebrados con grande copia y frecuencia de gente. Nadie sintió como Demóstenes la potestad de la
acción. Este gran orador, siendo preguntado que cuál era la más excelente y
primera parte de la elocuencia, respondió que la acción; vuelto a preguntar
que cuál era la segunda, replicó que la acción; y preguntado que cuál era la
tercera, dijo que la acción. De donde coligieron que, no sólo juzgaba
Demóstenes que la acción era la más principal, pero que ella era la que daba
la victoria de la causa. Y el mismo Demóstenes era famosísimo en las
acciones. Y así, habiendo leído los Rodios una oración de Demóstenes, le
dijeron a su gran orador Esquines que les parecía admirable, y respondióles: ¿Pues
qué os pareciera si la oyérades a él mismo?, dando a entender que una
cosa buena, bien representada es mejor. Hablando Cicerón de la acción, dice
que esta poderosa parte de la elocuencia la tiene el orador prestada y tomada
del representante, cuya es de derecho, y del arte histriónica aprende el
orador sus acciones, salvo que tiene algunas la histriónica que no convienen
a la gravedad del orador, y éstas son las acciones mímicas, que son las que
se usan en los entremeses o en los graciosos y vejetes de la comedia. El representante, pues, sabe muy por menudo todo
el oficio de la acción; la cual dice Quintiliano agudamente que es elocuencia
del cuerpo; y así por todos los miembros dél va dando preceptos. De la cabeza
dice que, así como ella es la parte principal en el cuerpo, lo es también en
la acción, y que ha de tenerla el que dice, derecha, no baja como bestia, no
torcida hacia tras como estrellero; pero si quiere significar arrogancia, la
puede levantar; si tristeza, bajar; si dolor, inclinarla. El movimiento de la
cabeza sea conforme a lo que dice, si niega, si concede; y corresponda con la
acción de las manos; y el aspecto y semblante siga la significación de la
cosa con moderación, porque el demasiado afecto es vicioso. Con el semblante
nos mostramos humildes, bravos, blandos, tristes, alegres, soberbios y
benignos. Lo primero que miramos en el que habla es el semblante; con éste
amamos, con éste aborrecemos, y con éste entenderemos muchas cosas antes de
hablar. La ceja, el soberbio y el que se admira la levanta, el que está
triste la baja. Las narices hincha el airado; la honestidad pide los ojos
serenos, la vergüenza bajos, la ira encarnizados, el dolor llenos de agua, el
amor risueños y lascivos; y para no ser prolijo, no hay parte en el cuerpo
que carezca de acción sujeta a las leyes de la histriónica. Pues si sabemos por lo dicho que la acción es la
que predomina en el oficio del orador, del predicador, de cualquiera que
habla, y la victoria de lo que dice consiste en la acción, ¿quién negará el
provecho de esta arte? Parece que basta lo dicho en abono de la poesía y de
la representación; sólo querría desatar un lazo a mi parecer gordiano, y es
éste: ¿cómo se puede creer que las tragedias y comedias son útiles y buenas,
pues Platón expele de su república a los trágicos, cómicos y mímicos poetas,
como a personas indignas del comercio humano? Espanta el rigor de Platón;
pero no le espanta al indagador de la Natura, Aristóteles. Platón, como tan
docto, sabía que el poeta es imitador de las acciones buenas y malas y de las
costumbres buenas y malas de los hombres, y que cuanto más perfecto es el
poeta, tanto más perfectamente trata la imitación dicha; y coligía que, en
cuanto imitaba malas acciones y malas costumbres, damnificaba la república y
era de mal ejemplo, y por esto no admitía poetas que se obligasen a esto,
sino a aquellos, solamente, que cantasen los hechos insignes, las obras
santas y alabanzas de los buenos, y grandezas de Dios. A esto satisface Aristóteles en su Poética,
diciendo que cuando el poeta saca al tablado un ladrón, un homicida cruel,
una alcagüeta taimada, un mancebo vicioso, un perjuro, un rey tirano, y otras
personas de mal ejemplo, que si esperamos hasta el plaudiste y
hasta la solución de la fábula, veremos el mal fin en que éstos paran; el
merecido castigo que del cielo tienen; las desgracias en que se ven en el
discurso de su vida hasta la muerte. Y considerando esto, de la misma manera
que el buen ejemplo del virtuoso me incita a los actos de virtud, así el
desastrado fin de éstos me espanta y aparta del vicio y de los caminos por
donde se perdieron. De modo que no menos me enseña el malo con su fin
desastrado, que el bueno con la gloria que alcanza de la virtud. Éste me
llega a su trato, aquél me aparta del suyo; éste me pone amor en su buen
ejemplo, aquél me pone temor con sus infortunios, y ambos, en fín, hacen en
mí un mismo efecto, que es llevarme al camino de la salvación. ¿Los padres de
la Compañía y otros religiosos no predican sermones que llaman de ejemplos?,
¿qué ejemplos son éstos? Unos de hombres viciosos, que acabaron en mal o se
convertieron milagrosamente; otros de hombres virtuosos, que con su vida y
costumbres edificaron muchas almas. ¿Qué otra cosa hacen los poetas con sus
imitaciones de buenos y malos?, ¿no hacen lo mismo? Luego Platón no tuvo
suficiente causa para la expulsión de los poetas, ni nadie para la expulsión
de las comedias. Últimamente, digo que no sólo la comedia enseña,
pero que también deleita, ya con la imitación de las acciones y costumbres
buenas, como habemos visto, y con las malas y con las lastimosas. Esto con un
símil quedará verificado. Cuando un toro en el coso arrebata a un hombre, y
con los cuernos le echa por los aires, le da una y otra cornada, le despedaza
bramando, y le mata cruelmente, ¿hay dolor que se compare a éste?, ¿hay ojos
que no se hagan fuentes, viendo tan lastimoso espectáculo? Pues si un pintor
con vivas colores, o un poeta con su verdadera imitación, pintase aquel
triste caso tan propriamente, que me pareciese a mí que veía otra vez aquella
crueldad, la genuina imitación del pintor o del poeta, ¿no me agradaría? Sin
duda. Luego también agrada el histrión representando lo malo como lo bueno,
lo lastimoso como lo alegre. Cuanto más que, fuera de que el principal
deleite de la poesía nos viene por la imitación, tiene mil ayudas de costa
para lo delectar: tiene los inopinados acontecimientos; tiene la tela del
argumento tejida de varios enredos; tiene el artificio secreto que por debajo
mina los corazones; tiene la diversidad de las personas; tiene las
descripciones de los países, de los ríos, de los jardines, de los páramos y
soledades; tiene la conexión y solución de la fábula; tiene la mudanza de una
en otra fortuna, y tiene más que nadie sabrá decir. Y así lo dejo, porque callando
lo reverencio más, y en el pensamiento celebro lo que no he dicho por
cortedad de ingenio. Nuestro
Señor a v. m. guarde. Murcia y Julio 5 [1617]. Cartas
filológicas, 1634 |
https://www.ensayistas.org/antologia/XVII/cascales/cascales1.htm
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