El cerebro en la América prehispánica
A la hora de
hablar de las ideas sobre el cerebro en la América precolombina hay que tener
siempre presente que nos referimos a un ámbito geográfico extensísimo, con una
enorme diversidad cultural y con un rango temporal muy amplio.
Si lo pensamos es
como si habláramos de “Neurociencia en la Europa precolombina”, un título que
debería integrar a los filósofos griegos, a Hipócrates, Galeno, las culturas
nórdicas, la influencia árabe, las ideas de la escolástica medieval o los
albores del Renacimiento. Con la América prehispánica, donde los registros
históricos son mucho más escasos y no hay testimonios escritos, la
dificultad es aún mayor.
Las dos
principales zonas de desarrollo precientífico corresponden a Mesoamérica, la
región central del continente, una franja de terreno que se extiende desde el
centro de México a la actual Nicaragua con los imperios maya y azteca y a
Sudamérica, cuyo máximo apogeo se alcanzó con el imperio Incaico cuya capital
estaba en Cuzco, en el actual Perú pero que abarcaba también zonas de Bolivia,
Chile, Argentina y Ecuador. En ambas regiones hay culturas previas, muchas
mereciendo más investigación, cuyos principales resultados, simbolismos y
teorías son asimilados o aniquilados por los imperios dominantes en la misma
área geográfica y, posteriormente, por las potencias europeas.
Las civilizaciones precolombinas
aportaron importantes avances al conocimiento mundial. En torno al 7.000-6.000
a.C. los pueblos mesoamericanos habían domesticado una planta salvaje, el teosinte, convirtiéndola en una de
las principales cosechas del planeta, el
maíz. La domesticación de otras plantas como el calabacín, el chile o la
alubia (frijoles) junto a algunos animales como el pavo o el perro sin pelo
(Xoloitzcuintli), fueron hitos en el paso de una sociedad tribal y nómada a una
sociedad urbana, agrícola, organizada en estrictos sistemas de castas. Con el
paso de los siglos, mayas y aztecas desarrollaron un profundo conocimiento del
calendario, de los sistemas numerales y la astronomía, un estilo arquitectónico
característico y unas ricas tradiciones mitológicas de las que aún quedan
vestigios en las sociedades latinoamericanas actuales. La salud se consideraba
un equilibrio de la polaridad frío-calor y su desequilibrio afectaba al cuerpo
y a su relación con el cosmos. La enfermedad tenía un origen multifactorial,
podía ser un castigo de los dioses, estar causada por la maldad de los
hombres o ser un hito del destino marcado desde el nacimiento. La depresión,
por poner un ejemplo, se atribuía a alteraciones del corazón (yollotl) y se trataba con algunas
plantas, como la quauhyayual, la iztauhyatl (Artemisia
ludoviciana) y el xocolatl (chocolate), con
animales como el pollo, la liebre y el pescado, así como con algunos minerales
además de mediante recomendaciones en el estilo de vida del individuo dentro de
un contexto mágico y religioso.
El imperio incaico, por su parte,
tenía un desarrollado sistema nemotécnico donde conservaban un registro de su
historia y datos económicos mediante nudos en cuerdas de longitud y colores
variables (quipus), un elaborado
conocimiento astronómico, una floreciente agricultura y una serie de animales
domésticos como los camélidos (llama,
alpaca y vicuña) y el cuy o cobaya,
al que los españoles que lo vieron en los hogares de la población nativa
denominaron el conejillo de Indias.
Las creencias religiosas de los
pueblos americanos generaron complejas prácticas culturales algunas de las
cuáles son la base del conocimiento precolombino del encéfalo y el sistema
nervioso. Las cuatro prácticas que tuvieron un impacto más claro en el ámbito
de la Neurociencia por el conocimiento de la cabeza que requieren fueron la decapitación ritual, la deformación de los cráneos, el empleo de
huesos craneales para la construcción de máscaras y la trepanación.
El registro histórico disponible es
escaso. La información de la que disponemos se basa en estudios paleoforenses
de los huesos, representaciones pictóricas y escultóricas, las crónicas de
soldados como el propio Hernán Cortés o Bernal Díaz del Castillo y los códices
escritos por los clérigos que participaron en las primeras fases del
Descubrimiento y Conquista de América tales como los doce volúmenes del famoso
Códice Florentino escrito por fray Bernardino de Sahagún con la ayuda de
informantes aztecas. Fray Bernardino recogió los aspectos relacionados con la
anatomía del cuerpo, sus enfermedades y sus posibles tratamientos. Martín de la
Cruz, un curandero indígena, describió en náhuatl sus métodos curativos basados
en el uso de plantas, animales y algunos minerales. Muchos de esos escritos del
siglo XVI plantean la confrontación entre las ideas indígenas y las procedentes
de Europa y muestran cómo los pueblos americanos afrontaron y trataron
problemas aún vigentes en las sociedades modernas como son el alcoholismo o la
depresión. Para la depresión, por
ejemplo, se recomendaba el jugo de
“flores de buen olor”, caminar por lugares sombreados, refrenarse de tener
relaciones sexuales, beber vino moderadamente, entretenerse en actividades
alegres o divertidas tales como cantar, “tocar los tambores que usamos en los
bailes públicos” y el consumo moderado de xoxocoatl (chocolate), algo que
encaja con alguna teoría moderna y con lo que no puedo estar más de acuerdo.
La imagen idílica de la América
precolombina como civilizaciones armoniosas y pacíficas no es cierta. Durante
largos periodos, los distintos grupos étnicos vivían en una situación de guerra
constante, donde todo el combate se realizaba cuerpo a cuerpo y de esa
experiencia directa con heridos, muertos y prisioneros ajusticiados, surgió un
conocimiento anatómico que se fue reflejando en el uso de placas de oro y plata
para realizar cráneoplastias, operaciones quirúrgicas sofisticadas para tratar
las heridas de guerra y el desarrollo de cascos para proteger la parte
principal de nuestro cuerpo, el encéfalo humano.
Junto a esto —que podríamos
considerar científico— el destino se consideraba marcado desde el nacimiento y
se consultaba al Tonalpohuque, que era el sacerdote que conocía el significado
del Libro de los destinos humanos. Allí se podía averiguar en un ámbito marcado
por la magia, la adivinación y la religión, la salud, el pronóstico de las
enfermedades actuales, la esperanza de vida y, en ocasiones, el tipo y
frecuencia de las enfermedades que padecería en el futuro.
En este proceso adivinatorio entraban
aspectos como el día del nacimiento (los
nacidos en los días atl –agua- o acatl –caña- estaban predestinados para el
infortunio), los números (4, 5 6, 8 y
9 eran considerados nefastos) o el rumbo, donde el norte representaba la región de los muertos, algo que se presta a
la ironía si pensamos en el actual vecino septentrional de los mesoamericanos.
Los sacrificios humanos eran un
segundo aspecto fundamental de sus pautas culturales.
El ambiente de terror causado por ese
ambiente bélico persistente y por el miedo a los fenómenos naturales:
terremotos, sequías e inundaciones impulsó que se fueran desarrollando unos
sistemas religiosos basados en dioses de la guerra y de la naturaleza. El
culto, incluyendo los sacrificios humanos, iba destinado a conseguir
comunicarse con estas deidades y lograr su favor para conseguir vencer en las
batallas y recibir un régimen adecuado de lluvias propiciando buenas cosechas y
fecundidad en las familias y en los animales.
De las crónicas de Fray Bernardino de
Sahagún sabemos que los padres decidían la profesión de sus hijos al poco de su
nacimiento. Los sacerdotes aztecas empezaban su aprendizaje a los 5 años y
tenían clases prácticas y teóricas para cosas tales como los sacrificios y las
decapitaciones. Según su mitología, la vida y las fuerzas naturales nacían de
los cuerpos enterrados de los dioses. Los sacrificios humanos eran vistos como
una especie de pago de la deuda contraída con los dioses que se habían
sacrificado por las propias vidas de los humanos. Para hacer bien el ritual del
sacrificio era clave conocer la anatomía y tenían nombres específicos para la
cabeza (tzontecomatl) y el cerebro (cuayolotl) y distinguían la base del
cráneo y la porción superior de la médula espinal (cuitla) como una estructura independiente del resto del cráneo (cuech) y la columna vertebral (xo).
Los antiguos mexicanos también
contemplaban enfermedades como la pérdida del “alma” e identificaban tres
centros anímicos mayores: el corazón, el hígado y la cabeza. En la parte
superior de la cabeza ubicaban la conciencia y la razón, al igual que el
tonali, que correspondía al “alma” en la interpretación semántica de los
españoles. El tonali representaba la sombra del individuo, la cual podía
debilitarse o perderse por el sueño, las relaciones sexuales frecuentes, la
ebriedad o la inconsciencia.
A su vez podía recuperarse con el
consumo de cacao, aguardiente, chile o colocándose listones rojos, que eran
objetos codiciados por los “seres acuáticos” que robaban el tonali. En el
corazón (yollotl) se situaban los procesos anímicos y las funciones vitales,
así como la teyolia, otra entidad
anímica en la que localizaban el pensamiento racional organizado y la capacidad
para interpretar la naturaleza y donde se estructuraban los poderes de
adivinación y otros productos de la imaginación. Por último, en el hígado se
situaba el ihiyotl (aliento) otra
entidad anímica espiritual que correspondía a la parte inferior del cuerpo, era
el símbolo del inframundo y se relacionaba con la vida emocional.
Las decapitaciones se realizaban con
la víctima tumbada sobre su espalda y usando cuchillos de obsidiana o cuarzo (tecpatl). Los sacerdotes hacían
una primera incisión entre la quinta y la sexta vértebra cervical que causaría
una tetraplejia completa seguida por la sección de la región superior de la
médula espinal y la inferior del bulbo raquídeo y terminaban cortando la cabeza
del desafortunado protagonista, cuya cabeza se convertía en un objeto
simbólico. Estas cabezas trofeo tenían tres posibles destinos: como ofrenda
dentro del templo, con la carne intacta; para su exposición pública en una
galería de cráneos (tzompantli) y
para la fabricación de máscaras ornamentales.
Las frecuentes decapitaciones pueden
haber influido en el conocimiento de la estructura del sistema nervioso y un
conocimiento somero de los trastornos neurológicos.
Los aztecas tenían su propia
terminología anatómica y conocían que un fuerte trauma craneoencefálico (cuechpoztequi) como el que se producía
tras un golpe con una maza de guerra podía causar alucinaciones (chichihualayatl) o un profundo estupor
(yohualtetzahuitl). Sin embargo, es
necesario recordar que los sacerdotes que hacían los sacrificios y
decapitaciones eran un grupo distinto que los médicos (ticitl) por lo que no está clara la influencia de los sacrificios
rituales sobre el conocimiento anatómico y quirúrgico.
El tercer grupo de procesos
precolombinos que se puede relacionar con la Neurociencia son las máscaras craneales. Estas máscaras eran
fabricadas siguiendo un proceso secuencial muy elaborado que incluía raspados,
abrasiones, percusiones, separaciones de huesos y que terminaba con la
incrustación de algunos materiales, concha o pirita normalmente en las órbitas
oculares y cuchillas de obsidiana, cuarzo o sílex en las cavidades oral y
nasal. Una vez terminadas se situaban al mismo nivel en las ofrendas que las
imágenes de los dioses, lo que implica una alta valoración iconográfica. Hay
que tener en cuenta que la vida y la muerte no eran estadios separados: la
fuerza vital era eterna y la vida terrenal era solo un lapso momentáneo de la
eternidad. Las máscaras craneales eran un vínculo entre la vida y la muerte y
por eso se cree que eran tan frecuentes en las civilizaciones mesoamericanas.
Los médicos precolombinos también
conocían que las heridas profundas en el cerebro o en la parte superior de la
médula espinal eran potencialmente letales o, en el mejor de los casos,
causaban una grave discapacidad. Los médicos aztecas sabían que si alguien
sobrevivía a estas lesiones cerebrales podía convertirse en un “macocoltzin,” que significa
etimológicamente un “hombre con las manos tullidas” y así las lesiones
cerebrales profundas y medulares no eran normalmente tratadas por su mal
pronóstico.
Como en
todas las culturas con un fuerte componente bélico, había un claro esfuerzo por
recuperar a los guerreros, jóvenes válidos por lo demás, que habían sido
heridos en un combate.
Los
médicos precolombinos estaban interesados en la cirugía de la cabeza y hay
esculturas talladas o modeladas de la civilización Totonac que muestran parálisis faciales postraumáticas. Los restos
arqueológicos han permitido observar otros ejemplos de una Neurocirugía
experimental en yacimientos mayas. Los restos encontrados evidencian algunas
técnicas como la sutura de heridas con pelo humano, las reducciones de
fracturas y las prótesis dentales hechas de turquesa y jade. Se piensa que
algunas de estas prácticas médicas como la cirugía cráneofacial o las prótesis
dentarias pudieron haberse usado también para tratar tumores de las mandíbulas
o el rostro.
Las
deformaciones inducidas del cráneo son algo presente en numerosas culturas y
fueron frecuentes tanto en Mesoamérica, los mayas en particular, como en
Sudamérica. Lo más común era rodear la cabeza del niño con vendajes compresivos
o pequeñas tablas de madera. El resultado más llamativo era un aplanamiento del
hueso frontal. El proceso fue cambiando con el tiempo y parece que hubo modas,
con determinados estilos más frecuentes en épocas concretas.
Las
deformaciones craneales tenían un propósito estético, mágico-religioso y de
pertenencia étnica o social, como símbolo de nobleza o de identificación de las
clases dirigentes. El proceso tenía un coste sanitario; se producía una alteración
en el proceso normal de cierre de las suturas craneales y otros hallazgos
paleopatológicos incluyen fracturas craneales (7%), hiperostosis porótica (25%
de los cráneos infantiles), espina bífida oculta, signos discoartrósicos en la
columna vertebral y mal de Pott de origen no tuberculoso.
El último
de los procesos que nos relaciona la Neurociencia con la América precolombina y
el que más claramente aparece en otras regiones del planeta es la trepanación,
un proceso muy común en el imperio inca.
El proceso
se realizó a lo largo de varios milenios. En una necrópolis de Paracas, al sur
de Lima, cuya antigüedad se calcula entre 2.000 y 1.000 a.C. se han encontrado
10.000 cuerpos bien preservados de los cuales un 6% mostraba craneotomías.
Posteriormente otras culturas preincaicas como los Tallan y los Mochica
también realizaron trepanaciones.
Muchos de
estos cráneos precolombinos mostraban agujeros múltiples lo que implica haber
realizado varias operaciones con éxito. Estudiando el crecimiento óseo alrededor
de la apertura del cráneo, se ha calculado que se realizaba en personas vivas,
no en calaveras y que al menos un 63% de los trepanados sobrevivía a la
operación (84% en algunos lugares). Eso ha hecho pensar que debían parar el
trepanado en cuanto se vieran las meninges y que es posible que usaran algún
agente para evitar las infecciones. También se discute si usarían algún tipo de
anestesia tales como hojas de coca o la chicha o el masato, dos tipos de
bebidas alcohólicas consumidas habitualmente en la zona.
Los
instrumentos para realizar las trepanaciones eran cuchillos de obsidiana con un
mango de madera y posteriormente se emplearon cuchillos ceremoniales de bronce
(tumi). En un cráneo de Paracas se
encontró una placa de oro tapando el agujero pero parece ser algo excepcional.
Cuando uno de estos cráneos preincaicos trepanados fue presentado en la
Academia de Ciencias de Nueva York, los presentes en la sala no se podían creer
que la operación hubiese sido realizada por un indígena peruano perteneciente a
una cultura que no tenía herramientas de metal y que el sujeto de la
trepanación hubiese sobrevivido. Era considerada una de las operaciones más
difíciles y con peor pronóstico y en los mejores hospitales neoyorquinos el
índice de supervivencia no superaba el 10% mientras que en las culturas
precolombinas se situaba entre el 50 y el 90%. Las infecciones hospitalarias
son uno de los legados más negativos de la Medicina moderna.
Los huecos
de las trepanaciones varían de unos pocos centímetros a la mitad del cráneo y
el lugar más común era en la región parietal, fácilmente accesible y sin
suturas. Hay tres formas diferentes de llevarla a cabo. Lógicamente siempre hay
que empezar cortando el cuero cabelludo y llegando hasta el cráneo. Una vez
allí, se puede:
- Perforar: Realizando un único agujero o haciendo
pequeñas perforaciones alrededor de la zona de hueso que queremos cortar y
luego ir serrando o rompiendo los puentes entre las perforaciones hasta
levantar la tapa ósea.
- Raspar: Ir limando el hueso con una piedra, una
concha u otro material abrasivo hasta llegar a la duramadre.
- Cortar: Realizar muescas o incisiones que nos
permitan separar una ventana poligonal en el cráneo. Paul Broca, el famoso
neurólogo, probó a hacer este método con un trozo de cristal, publicando
que trepanar un cráneo de un niño de dos años le llevó cuatro minutos y
cincuenta minutos un cráneo adulto, “contando los periodos de descanso
debidos a fatiga de la mano.”
Se ha
discutido mucho sobre el significado de la trepanación, especialmente en las
épocas primitivas donde no tenemos un registro documental. Una primera
explicación es que se trate de operaciones religiosas, místicas o
supersticiosas: una apertura para que salgan los demonios como piensan algunas
culturas africanas modernas que siguen realizando trepanaciones. Broca también
pensó que podrían corresponder a personas con epilepsia u otros trastornos
cerebrales y, mediante la trepanación, se les daba a los espíritus causantes
una vía de escape, siendo por tanto una especie de tratamiento médico
primitivo. Los cráneos preincaicos encontrados corresponden a personas de los
dos sexos y de un amplio rango de edades, por lo que se considera una prueba
indirecta contra un valor religioso significativo de esta práctica.
En la
actualidad, se realizan trepanaciones o craniotomías como forma de acceder al
encéfalo para un diagnóstico invasivo (localización de un foco epiléptico con
electrodos), para aliviar la presión intracraneal (como la que se produce tras
una hemorragia epidural o subdural), para desbridar una herida penetrante, para
extirpar un tumor o para realizar un procedimiento (inyección u otras) en el
parénquima cerebral. Además, en esta época nuestra, de tanta seudociencia y
tanto iluminado, hay un grupo de personas que se dedican, sin ningún tipo de
formación médica, a hacerse o a hacer trepanaciones. Algunos de ellos tienen su
propia página web en el International Trepanation Advocacy Group, creado por
Peter Halvorson, uno de los autotrepanados.
Hay tres
líneas de actuación, tres justificaciones para agujerearse la cabeza.
La
primera, propugnada por un tal Hugo Bart Huges, al que también se le llama Dr.
Huges aunque nunca terminara la carrera de medicina, es que la trepanación
incrementa el volumen disponible para la sangre cerebral y, por lo tanto,
aumenta el riego y el metabolismo de las neuronas, mejorando según ellos la
rapidez mental. Parece que llegó a estas ideas buscando un sistema para no
sufrir alucinaciones después de tomar LSD.
La segunda
línea utiliza la trepanación para el tratamiento de problemas psicológicos. En
el año 2000, dos hombres de Cedar City, Utah, fueron acusados de practicar la
medicina sin licencia tras realizar una trepanación a una mujer inglesa para
tratarla de síndrome de fatiga crónica y depresión. Otra inglesa, Amanda
Feilding se presentó dos veces a las elecciones nacionales británicas llevando
como programa electoral que el Servicio Nacional de Salud impulsara la
investigación sobre las trepanaciones. Consiguió 49 y 139 votos, respectivamente.
Finalmente, ella se hizo la trepanación con un taladro eléctrico. Puede parecer
imposible de superar, pero hay algunos insensatos que lo consiguen:
La tercera
línea de actuación consiste en realizar trepanaciones para conseguir poderes
psíquicos, la ambición de todos los esotéricos. Para reír o para llorar, usted
decida.
Para leer más:
- López-Serna R, Gómez-Amador JL, Barges-Coll J,
Arriada-Mendicoa N, Romero-Vargas S, Ramos-Peek M, Celis-Lopez MA,
Revuelta-Gutierrez R, Portocarrero-Ortiz L (2012) Knowledge of Skull
Base Anatomy and Surgical Implications of Human Sacrifice Among
Pre-Columbian Mesoamerican Cultures. Neurosurg Focus. 2012;33(2):e1
- Peña JC (1999)
Pre-Columbian Medicine and the Kidney. Am J Nephrol
19:148–154.
- Rodríguez-Landa JF, Pulido-Ciollo F, Saavedra
M (2007) La depresión en la medicina mesoamericana precolombina. Rev
Neurol 44: 375-380.
https://jralonso.es/2014/04/09/el-cerebro-en-la-america-prehispanica/#
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