EL
DECLIVE DE LA ESTRUCTURA IMPERIAL ESPAÑOLA
(1580-1720)
https://www.biografiasyvidas.com/biografia/f/felipe_ii.htm
Introducción
Aunque muchos
de los que se dedican a escribir sobre temas históricos sigan aferrados a la
convicción contraria, este tipo de actividad no será un simple ejercicio
cibernético. Una cuestión histórica es un fenómeno abierto, sin términos
delimitados, un rompecabezas en el que se han perdido muchas piezas. El
conocimiento histórico, en sentido intrínseco e ideal, no se presta a una
división artificial realizada en este caso con un objetivo funcional
determinado. La lucha y fracaso de España en su esfuerzo por mantener una
posición de hegemonía fue el fenómeno internacional más significativo del siglo
XVII.
El imperio filipino y Europa (1580-1610)
Felipe II dio al sistema español su
carácter peculiar y distintivo, y para los historiadores, tanto como para sus
contemporáneos, llego a convertirse en símbolo de sus rasgos más
sobresalientes.
Su vida, como heredero del imperio
singular de Carlos V, coincidió con el ascenso de Castilla a una posición
dominante dentro de él. Felipe nació el año en que los soldados alemanes,
indisciplinados y mal pagados –muchos de los cuales eran herejes convencidos-,
saquearon Roma en nombre del rey de Castilla. Siendo un muchacho vio como los
recursos y tropas de España se convertían en punta de lanza de campañas
desastrosas (como en Argel, el año 1541) o victoriosas (como en Mühlberg, seis
años más tarde). Antes de cumplir los treinta años, en Holanda, estaba al
frente de un ejército, cuya columna vertebral eran ya los tercios castellanos.
Las circunstancias de la abdicación de su padre, a mediados de los años 50,
significaron la inauguración de una nueva entidad política, centrada claramente
en los reinos de España. Era independiente del sacro Imperio Romano, pero
conservaba lazos significativos con el mismo. A pesar del uso frecuente que se
hará del término “la monarquía española” para describirlos colectivamente, sólo
llegó a suplantar a otros utilizados para los dominios de los Habsburgo
españoles en forma lenta y progresiva. Y aunque, bajo la dirección de Castilla,
el conjunto fue más o menos unitario en la acción, no llegó nunca a ser una
comunidad en mayor grado que lo que fuera el imperio de Carlos V.
Cuando en 1556, Felipe accedió a sus
tronos y títulos, la monarquía española estaba ya firmemente comprometida con
una estrategia política paneuropea. Además de su enorme dispersión geográfica,
que exigía la presencia de administradores españoles desde Bruselas a Brindisi,
de tropas y galeras españolas desde Ostende a Otranto, la política de los
últimos años de Carlos V la había implicado en forma inextricable en los
asuntos de los estados florecientes que bordeaban el canal de la Mancha y el
mar del Norte. Uno de los resultados, por ejemplo, fue que Felipe se convirtió
en rey de Inglaterra, Gales e Irlanda, como consecuencia de su matrimonio con
María Tudor, que también llevaba sangre española. Aunque este extraño arreglo
duró poco tiempo, el colapso igualmente súbito e inesperado de Francia que cayó
casi en la anarquía al comienzo de la nueva década, mantuvo el interés de
Madrid por el mundo situado al norte de los Pirineos. De hecho, en muy poco
tiempo, la serie de movimientos de protesta, dispares pero poderosos,, contra
el gobierno centralizado y monárquico, hábilmente orquestados por calvinistas
exaltados, e integrados por el fervor religioso, se extendieron desde el reino
de los Valois hasta los Países Bajos, provincias pertenecientes a Felipe. El
rey estaba firmemente decidido a resistir a toda provocación ilegal a su
prerrogativa, igual que si se tratara de una amenaza militar a su patrimonio.
Éste corría más peligro en el teatro mediterráneo que en Flandes, y en estos
mismos años la intensificación de la lucha contra los otomanos coincidió con
una insurrección encarnizada y sangrienta de los moriscos (rebelión de las
Alpujarras, 1568). Sin embargo, y paradójicamente, fue en el norte y no en el
sur donde las decisiones y acontecimientos de los años 50 dieron lugar a una
situación de compromiso cada vez más intenso que pronto llegó a dar la
impresión de no tener límite. La actitud de Felipe ante los disidentes
flamencos le llevaba inevitablemente a una confrontación religiosa; y de hecho
estaba directamente interesado en combatir al Protestantismo en todas las
partes donde pudiera minar su propia autoridad, amenazar la viabilidad de su
monarquía. Dada la situación geográfica de los Países Bajos en la encrucijada
de Europa, yuxtapuestos físicamente a las grandes potencias y convertidos en
puerta de acceso a la Alemania herética, este programa estaba llamado
irremisiblemente a interesarse cada vez más por estas áreas. Ésta fue la lógica
que, después de veinte años de esfuerzos ininterrumpidos pero inútiles, acabó
provocando la intervención militar manifiesta y en gran escala de los asuntos
de Inglaterra y Francia. La década de 1585-95 fue una “implacable acumulación
de compromisos sin precedentes en la política europea.”
La imagen que nos ha llegado de Felipe
II es la del gobernante todopoderoso de un imperio universal, encerrado, en su
pequeño despacho dentro del palacio de El Escorial. El rey tenía verdadera
afición a la actividad exterior: a cazar y, más tarde, a trabajar en el jardín,
por encima de todo. Él (y, por tanto su monarquía) estaba condenado por su misma
existencia de Rey Católico a una vida de continuas guerras. Su primera e
incuestionable misión era defender con las armas los intereses de Dios y de su
Iglesia, y esto de forma absoluta, sin paliativos. El aspecto esencial del
contrato entre los dirigentes de la casa de Habsburgo y su creador y benefactor
era que defenderían incesantemente su causa, de la misma manera que Él protegía
la suya. Es difícil condenar esta convicción tachándola de absurda o
irracional. La relación orgánica entre sanción espiritual y necesidad temporal
se resumía en dos palabras: reputación
y conservación, frecuentemente utilizadas por los hombres de estado
españoles para describir el eje fundamental de su política. Reputación hacía referencia a la
auto-estima espiritual de la monarquía, así como a su consideración externa
entre las demás cortes de Europa. Ambos aspectos dependían del impulso
confesional que proporcionaba una misión religiosa, el mantenimiento de la
Cristiandad Católica. Conservación
se utilizaba frecuentemente en el contexto de la llamada “teoría del dominó” de
la estrategia territorial, pero estaba estrechamente asociada, también, con el
deber trascendental de la corona de conservar la herencia de la que era el
guardián de Dios.
La ley humana interpretaba y modelaba
naturalmente a la divina, como explicaba la teología dominante de la
Contrarreforma. Por ejemplo, Felipe no se consideraba obligado a emprender una
acción contra la herejía, por muy perniciosa que fuera, si ocurría en áreas que
quedaban claramente fuera de los límites de su responsabilidad legal (por
ejemplo, en los reinos bálticos o, lo que puede resultar más llamativo, en la
ciudad de Ginebra). En sus últimos años se vio abatido por una enfermedad cada
vez más dolorosa y la tremenda acumulación de trabajo. Formó un pequeño
gabinete de consejeros profesionales (la Junta
Grande) que, por incapacidad del rey más que porque así se hubiera pensado,
comenzó a tomar decisiones durante la crisis de la enfermedad de Felipe.
Finalmente, el rey designo a esta camarilla como gobierno de su hijo y
heredero. Pero, mientras le fue posible, él tuvo siempre la última palabra. El
estilo de gobierno de Felipe II fue más autocrático que el de todos los demás
miembros de su familia.
Sin embargo, hay que tener mucho cuidado
con el término “absoluto”. Incluso dentro de las fronteras de Castilla existía
una gran diferencia entre la autoridad de
jure del rey y su ejercicio de facto.
Su poder tropezaba con grandes limitaciones, tanto de carácter legal como
práctico. No podía reclutar tropas ni recaudar impuestos a su antojo, mientras
que en muchas regiones, menos sometidas su gobierno era tan remoto que casi
resultaba mítico. La presión de la guerra y la terrible crisis socioeconómica
de la década de 1590-1600, había provocado un notable aumento del número de
vagabundos y del bandidismo organizado en el campo, lo que representaba una
amenaza al orden público y al funcionamiento del gobierno. La Suprema
Inquisición, de la que dependía la corona para toda una serie de servicios
administrativos, se había alejado cada vez más de su control. Fuera de Castilla
estos problemas adquirían gravedad todavía mayor, y se veían complicados por la
maraña de tradiciones constitucionales y consuetudinarias, que limitaban el
poder real. Éstas diferían por su naturaleza y alcance en todas las provincias
de la monarquía. Sin embargo, lo mismo que en el caso de su contrato con una
autoridad divina, Felipe respetó todas las recopilaciones mundanas de derechos
y privilegios inmemoriales, siempre en espíritu, y en la mayoría de los casos
hasta en la letra. En 1585, cuando recaudaba recursos para la Armada
Invencible, desistió de explotar la insurrección de Nápoles para imponer un
régimen que le sirviera a tal fin. De la misma manera, en 1591, cuando una
revuelta le ofrecía la ocasión y las necesidades de defensa le brindaban la
razón suprema, se negó a manipular los fueros de Aragón para conseguir un mayor
sometimiento de aquellas tierras ante la autoridad de Madrid. Por el contrario,
, Felipe estaba perdiendo influencia en sus dependencias de Castilla debido a
la enajenación gradual de propiedades y de jurisdicción reales a cambio de
rentas que, en muchos casos, se gastaban
en la conservación de las mismas provincias. En resumen, Felipe II fue el más constitucionalmente
consciente de los autócratas. Un resultado de estas consideraciones fue que,
como no se presionó demasiado en busca de ayuda en otras zonas, la carga física
de las guerras de la monarquía recayó casi exclusivamente sobre Castilla.
Durante el florecimiento de la
educación superior en Castilla en el siglo XVI, las universidades habían
comenzado a producir sistemáticamente el personal debidamente preparado para
una burocracia imperial en expansión. En su mayor parte, estos hombres poseían
a la vez una excelente capacitación técnica y gran cultura humanista. Los licenciados
de Castilla podían incorporarse al sistema sinodal central formando
parte de un “personal de servicio” permanente; o podían trabajar en el despacho de algún
gran secretario real o ministro que les
daba vivienda, los alimentaba y les conseguía ascensos; o también podían salir
de Madrid a la búsqueda de puestos en la administración o en la justicia reales
de las distintas localidades, o incluso en las Indias. De entre sus filas
elegía el rey a sus secretarios principales, grupo reducido de funcionarios
competentes que tenían en realidad categoría de ministros, y por cuyas manos
pasaban los asuntos importantes de la monarquía, La experiencia de estos
hombres era de carácter limitado. Por otra parte, los consejos reales y sus
subcomités estaban atendidos por personal con experiencia directa y diversa del
mundo; no sólo había nobles con categoría de títulos, que anteriormente habían sido virreyes, embajadores o
jefes del ejército, sino también caballeros que habían sido
oficiales, exploradores, jueces,, sacerdotes e incluso mercaderes y banqueros,
hombres de origen humilde (y muchas veces extranjeros) pero con gran
conocimiento práctico. Muchos de los llamados a servir o a realizar funciones
de asesoramiento en los consejos eran hombres curtidos por la acción, que
habían soportado las inclemencias y peligros de los océanos o habían figurado a
la cabeza de un regimiento de soldados o habían resistido la carga de los Landsknechte
alemanes o de los sipahis turcos. Otros eran duros hombres de negocios con
intereses y contactos en toda Europa e incluso en tierras más lejanas. Fue esta
simbiosis de libros y despachos por una parte y los amplios horizontes del
imperio, por la otra, lo que dio a la administración del sistema español su
inventiva y residencia, lo que le confirió un dinamismo que dista mucho de la
impresión de letargo y rutina que producen muchas veces los manuales.
La monarquía filipina no era un solo imperium. Era una aglomeración sin
precedentes, y bastante rudimentaria, de muchos imperios. Para darse cuenta de
ellos hay que tener en cuenta el impresionante progreso de los conquistadores
castellanos. En el siglo que precede a 1580, había entrado en una u otra forma
de asociación de dependencia con Castilla los siguientes territorios:
El
reino de Aragón dentro de la península y su imperio mediterráneo (esencialmente
catalán). Los
reinos independientes árabes que todavía habían conservado su independencia
en el sur de España. La
mayor parte de la herencia borgoñona en los países Bajos, el
Rhin y el este de Francia. Los
enormes imperios territoriales de los aztecas en Centroamérica y de
los incas en el subcontinente. Las
islas Filipinas, situadas en el Pacífico a más de 8.000 km de Nueva España. Portugal
y su vasto sistema colonial y comercial en África, Brasil
y las Indias Orientales. |
La monarquía española era, por tanto,
un imperio de imperios, la mayor unión de pueblos, jurisdicción y riqueza que
se había conocido en el mundo. Pero junto con el tremendo poder que procedía de
este proceso se daba una vulnerabilidad acumulativa. El esfuerzo necesario para
mantener un edificio tan gigantesco había sido, probablemente, contraproducente
en cualquier caso; pero, como es natural y comprensible, constituyó un motivo
de resentimiento y miedo para los demás estados soberanos. Era inevitable que
esta realidad política omnipresente estuviera en continuo estado de guerra.
Desde un punto de vista geopolítico, así como confesional, el destino de la
monarquía era irremediable.
Durante la última década del reinado de
Felipe II, su imperio se vio por primera vez presionado simultáneamente en
todas sus fronteras principales. Este poderoso desafío a su poder e influencia
fue un anticipo de la guerra total en que se vería inmersa la monarquía a lo
largo del siglo siguiente. La mayor parte de los problemas defensivos de Felipe
procedían de sus errores iniciales en la forma de tratar el movimiento de
protesta flamenco; ahora, una generación más tarde, las provincias holandesas rebeldes,
organizadas y poderosas, dirigían los hilos de una red de resistencias a
España, en la que se entrelazaban los intereses de Inglaterra, Francia, Venecia
e incluso el Imperio Otomano. A mediados de la última década del siglo XVI, los
rumores de la calle y los informes exagerados de los espías hablaban de
artículos concretos de una confederación entre estos bloques tan dispares
geográfica y culturalmente. Pero este instrumento de colaboración conjunta era
algo que quedaba realmente fuera del alcance de la diplomacia de la época. Sin
embargo, acuerdos más sencillos y rudimentarios entre los enemigos de Felipe,
tenían fuerza suficiente para inmovilizarle. El sistema español alcanzó su
plena madurez en las campañas para impedir la creación de una república
holandesa independiente y calvinista, y la ocupación del trono de Francia por
un calvinista. El rápido perfeccionamiento de sus métodos de vigilancia
política y dinamismo militar, que implicaban el funcionamiento fluido y
compaginado de las comunicaciones, intercambios y transporte, hizo posible que
España luchara en esta guerra de numerosos frentes. Pudo combatir, pero no
vencer. El fracaso de Felipe respecto a la consecución de sus principales
objetivos políticos mediante la acción militar equivalía realmente a una
derrota. En los teatros marítimos del Mar del Norte y del Atlántico, la
derrota, y el deterioro de su posición, resultó especialmente claro. La presión
ejercida sobre los recursos del ejército de Flandes que le obligaba a realizar
campañas en Francia y Holanda al mismo tiempo resultó demasiado grande,
mientras se extinguían gradualmente las amplias operaciones de guerrillas en el
sur y oeste de Francia, protagonizadas por jefes militares nativos con ayuda
española. El año de su muerte, Felipe se vio obligado a abandonar su
intervención en Francia, y en el Tratado de Vevins aceptó las reivindicaciones
de Enrique de Borbón.
Sin embargo, se trataba de una retirada
táctica, y no representaba en absoluto una disminución del esfuerzo general.
Por el contrario, el nuevo rey, Felipe III, se dedicó a la tarea y con el vigor
y entusiasmo de la juventud. Con la intervención directa de Irlanda se realizó
un nuevo y más decidido intento de reducir el peligro inglés, y una fuerza
expedicionaria desembarcó en Kinsale. (“El
que quiera conquistar Inglaterra, debe de comenzar por Irlanda”, dice un
dicho popular. Durante estos años se aceleró también considerablemente el ritmo
de la guerra de Flandes, al tiempo que se emprendía una política más agresiva
hacía los turcos. La afición del nuevo rey a hacer un buen papel en los frentes
guerreros. Probablemente, se sentiría defraudado por lo que, en el mejor de los
casos, era un éxito insignificante. La expedición a Irlanda fue un fracaso; el
ejército de Flandes sufrió un duro castigo tras una batalla campal con los
holandeses en Nieuwpoort en 1600; un intento sobre la gran capital pirata de
Argel no llegó ni siquiera a su destino en 1601. Aunque no volvió a repetirse
la humillación de 1596, cuando las defensas españolas se vieron en grave
peligro con ocasión del saqueo de Cádiz por los ingleses, el hecho no
constituía, desde luego, un buen augurio para comenzar el nuevo reino y el
nuevo siglo. A pesar de que las cosas mejoraron después del nombramiento de
Ambrosio Spinola para hacerse cargo de los asuntos de Flandes, su ejército de
élite se vio paralizado por la indisciplina en los años que siguieron a la
carísima toma de Ostende en 1604. Sin embargo, el acuerdo con Inglaterra en
1604 y el armisticio en los Países Bajos en 1607, confirmado por Madrid en 1609
en forma de tregua de doce años, fueron hechos determinados no sólo por la
reducción de las perspectivas de victoria general, sino también por la
incidencia de una derrota concreta. En ambas negociaciones, la fuerza política
determinante procedía de Bruselas. Los
archiduques Alberto e Isabel, primo y hermana respectivamente de Felipe III, a
quienes, en el momento de su matrimonio en 1598, se les había transferido la
soberanía de los Países Bajos, eran partidarios decididos de la paz. Las
razones por las que Madrid se inclinó gradualmente a su forma de pensar fueron
muchas y complejas, ocupando un lugar importante entre ellas las
consideraciones económicas. Pero tan estrechamente relacionados e
interdependientes eran los argumentos utilizados, que es difícil establecer
diferencias y discriminaciones entre ellos. Sin embargo, hay un elemento
interesante que merece nuestro comentario: la influencia de las presiones
estrictamente internas sobre las decisiones tomadas por Felipe III y su
ministro más influyente, el duque de Lerma.
En esta generación, se aprecia una
tendencia que, aunque nunca llegó a organizarse ni a manifestarse en campañas
de agitación, podríamos denominar de protesta, especialmente en el
contexto generalmente complaciente de la política castellana. La rápida
escalada de las exigencias tributarias reales sobre el reino en los años que
siguieron a la derrota de la Invencible, provocaron una explosión de críticas
públicas sobre los compromisos defensivos. El desacuerdo se dejó oír en las
Cortes de Castilla de 1591, y fue aumentando como consecuencia del dramático
deterioro de las condiciones de vida durante los años centrales de la década.
El espíritu de la Castilla cerrada y chauvinista, dormido durante la mayor
parte del siglo, se manifiesta en las intervenciones de los procuradores a
Cortes. Castilla debería ocuparse de sus propios asuntos y abandonar sus
desastrosos devaneos en el Norte de Europa. Si hay que recaudar más impuestos,
se lamentaba un delegado, que sean para dedicarlos a la defensa de los pueblos
de Murcia frente a las continuas incursiones de los berberiscos que saquean y
esclavizan a los súbditos del rey.
Los diagnósticos, más estrictamente
económicos, de la escuela arbitrista
solían arremeter también con frecuencia contra el monstruo de la política
imperial. Aun cuando el consejo del rey no se hubiera dejado convencer por los
testimonios de agotamiento y sufrimiento de la población después de treinta
años de guerra ininterrumpida, es evidente que podía ver la fuerza contenida en
la sugerencia de emplear los recursos de Castilla en áreas más próximas a sus
propios intereses.
Política y Recursos
Felipe II y su
hijo eran soberanos de unos 16 millones de súbditos europeos. Esta población,
enormemente dispersa, probablemente no superaba a la del reino de Francia.
Además, el control de Madrid sobre sus
destinos no fue nunca completo, como hemos visto, sobre todo en el aspecto
fundamental de su movilización por la guerra. En la propia Castilla, la corona
no podía enrolar a los hombres a su antojo. Cuando, en la última década del
siglo XVI, se puso en marcha un programa de reclutamiento, se comprobó que
había gran número de personas que estaban protegidas por la ley frente a tal
emergencia, y que muchos otros podían eludir al encargado de realizar el
alistamiento con relativa facilidad e impunemente. En Flandes (un millón y
medio de habitantes) y en la Italia española (cinco millones), el servicio
militar era de carácter voluntario, aunque en estas provincias, en oposición a
Portugal y a la corona de Aragón, pronto comenzarían la levas regulares.
Durante todo el siglo XVI la tendencia
demográfica había sido de ascenso lento, pero en esta década se invirtió en
forma brusca. Este cambio se produjo en otras regiones de Europa
aproximadamente por las mismas fechas, pero en ningún sitio fue tan convulsivo
como en Castilla. Durante la generación precedente, Castilla había adquirido
una dependencia peligrosa de las provisiones de alimentos procedentes de fuera
de la península, alguna de cuyas fuentes (especialmente las tierras de cereal
de Ucrania) estaban muy distantes y ofrecían pocas garantías. En el campo, la
miseria local y las dislocaciones económicas se habían hecho notar mucho antes
de las malas cosechas generales de mitad de los años 90. La situación de guerra
general en la Europa occidental, que dificultaba el suministro y hacia subir
los precios, agravaba los problemas internos derivados del aumento de los
impuestos y de la inflación. Ya en 1599, año en que llegó a España un poderoso
virus de peste bubónica, varios años seguidos de desnutrición habían reducido
la resistencia fisiológica de las masas empobrecidas hasta el límite. Durante
cinco años, la peste hizo estragos, siguiendo un eje que iba del norte al sur
de Castilla. El total de muertes como consecuencia de la crisis de subsistencia
y de la enfermedad fue de 600 mil, en una población de menos de seis millones,
que se vio literalmente diezmada. Un escritor dijo: “el poder de los reinos
está en su población. El príncipe más importante no es el que posee más reinos,
sino el que posee más personas”. Había comenzado en la monarquía un periodo de
descenso demográfico que iba a durar hasta la década de 1660-1670.
Al llegar al trono Felipe III, la fuerza
militar total de España había ascendido probablemente hasta 125 mil hombres en
armas –las tres cuartas partes serían castellanos-. A pesar de la crisis
demográfica, esta cifra sólo descendió ligeramente durante los años que
precedieron a la Tregua de Amberes con los holandeses, y representaba una
fuerza formidable. Tanto en cantidad como en calidad era muy superior a las
fuerzas totales de sus enemigos., Sin embargo, los miembros de las fuerzas
armadas españolas estaban distribuidos en tres continentes y media docena de
mares. Sólo en Europa guarnecían las fortalezas presidios de las costas
de África y Toscana; defendían la península; realizaron las expediciones
navales de 1588-1602, y montaban la guardia en el Ducado de Milán, lugar de
adiestramiento del ejército español. Ocupaban varios puntos fuertes a lo largo
de las rutas terrestres que van de Italia a Holanda y, finalmente, realizaron
las principales campañas de esfuerzo militar realizado en Flandes, donde estaba
concentrado un tercio del total.
A diferencia de sus rivales (si
exceptuamos a los holandeses), los servicios armados españoles y todos sus
órganos de apoyo eran permanentes, y no se desmovilizaban durante los meses de
invierno, ni siquiera durante la paz. La dirección estaba en manos de
representantes del gobierno central de Madrid y la supervisión corría por
cuenta de organismos que eran responsables ante ellos. Incluso las remotas
colonias americanas, ahora en continuo peligro, de ser atacadas, dependían totalmente
del Consejo de Indias de Sevilla para la provisión directa de material y
personal militares. Los recursos eran muchas veces insuficientes o no se podían
conseguir sobre el terreno, y las soluciones a los problemas eran muchas veces
de carácter improvisado o confuso. Sin embargo, es fácil exagerar estos
inconvenientes. En algún sentido la monarquía disponía de excelentes recursos
naturales y económicos, y su explotación y distribución no estaba en manos de
aficionados incompetentes. Castilla tenía venas reservas de bestias de carga y
transporte, y, lo mismo que Nápoles poseía abundantes recursos laneros. Milán
era un centro de producción textil, por lo que podía atender, por ejemplo, a
las necesidades de trajes para militares o velas para los barcos. El norte de
España era el centro de los depósitos de hierro más intensamente explotados de
Europa, y podía enorgullecerse de su floreciente industria de construcción
naval. Otras regiones de la Península contaban con recursos necesarios para la
guerra, como cobre, azufre y salitre. En resumen, aunque algunas áreas
fundamentales estaban experimentando ya ciertas insuficiencias, había
abundancia de materiales estratégicos para la guerra. Las dificultades más
graves se presentaron en la fase de la manufacturación de las industrias de
armamento, y en los años finales del siglo XVI se hicieron grandes esfuerzos
para solucionarlas. La industria española estaba organizada en pequeña escala y
era demasiado subdesarrollada para conseguir los niveles de producción masiva y
estandarización necesarios para las necesidades defensivas de la corona. Dentro
de España sólo había cinco fábricas de material de guerra de dimensiones
considerables, y lo normal era que al menos dos de ellas estuvieran fuera de
servicio. Una nueva planta instalada en Vizcaya en 1596 sólo funcionó a medio
rendimiento durante el resto de la guerra. Estas deficiencias eran más
significativas si se tiene en cuenta la decadencia de Milán como centro
importante de producción de armas, especialmente después de 1609. De hecho, las
manufacturas bélicas de las Provincias Unidas y de Inglaterra superaban
claramente a las españolas por su calidad de diseño y producción, tanto en las
pequeñas armas como en la artillería.
En consecuencia, la corona debía
adquirir de fuentes extranjeras gran cantidad de productos acabados y muchas
materias primas de importancia. Estas transacciones aumentaron en intensidad y
extensión hasta llegar a afectar a las mayorías de las regiones de Europa
occidental, por lo que las necesidades de la máquina de guerra española crearon
un tráfico permanente de inversiones, especulación, intercambio y transporte.
Esto representaba una demanda continua de bienes y servicios en el contexto
económico general de Europa, con repercusiones importantes en el funcionamiento
global de dicha economía. Todos los capitalistas de importancia, cualquiera que
fuera su postura confesional o nacional, luchaban por conseguir su parte en las
oportunidades presentadas por el imperialismo de Madrid. A pesar de las
regulaciones del Estado y de las continuas prohibiciones e intervenciones
dentro del mundo hispánico, las empresas extranjeras se habían introducido en
la misma estructura del sistema español, dentro y fuera de la monarquía había
poderosos intereses personales que obtenían beneficios de sus necesidades
defensivas y de su política.
De hecho, los reinos de Felipe II y
Felipe III significaron una contracción gradual de la intervención directa del
Estado, una especie de delegación pragmática de interés a la empresa privada.
Este proceso, descrito como sustitución de la administración (monopolio real de producción y supervisión) por el asiento (provisión mediante contrato
privado), es claramente apreciable en algunos aspectos, aunque podemos
preguntarnos hasta qué punto llegó a establecerse la primera o incluso si el
gobierno de los Habsburgo trató de conseguirla. Los materiales de trabajo
debían improvisarse y adaptarse a las circunstancias, aun cuando ello
significara ignorar o violar las regulaciones. Aun así, los éxitos no eran
frecuentes y, en cambio, lo eran los fracasos en algunas áreas. En un mismo mes
de 1600, por ejemplo, el Consejo de Estado de Madrid recibió dos quejas
desesperadas de dos de sus jefes en relación con la falta de suministros. Había
un gran contraste entre las dos,, pues una procedía del archiduque Alberto,
gobernador de Flandes y comandante en jefe del ejército principal, y la otra de
don Juan de Velázquez, al frente de una pequeña guarnición fronteriza de
Vizcaya, cerca de Francia. En ambos casos, las tropas estaban sin paga, mal
alimentadas y vestidas, y había terribles deficiencias de armas y pólvora.
Había riesgo de motín, y el solicitante no podía ser considerado responsable,
ni abandonar su responsabilidad en manos del rey en caso de emergencia militar.
Estas deficiencia y debilidades se daban en grado mucho mayor entre los rivales
de España; pero mientras que España no consiguió perfeccionar sus métodos –las
cosas estaban exactamente igual en 1600 que en 1560 o en 1640-, otros países
consiguieron realizar progresos esporádicos. De distintas maneras y con ritmos
diferentes, las Provincias Unidas, Francia e incluso Inglaterra se fueron
orientando hacia una especie de autarquía
mercantilista en la que era fundamental la experiencia de la guerra y que
aumentó el papel y potencia del gobierno. Pero, parece fuera de toda duda que,
durante el curso del largo siglo XVIII, los enemigos de España fueron
aumentando su capacidad de aprovecharse de sus debilidades.
Hay documentos cada vez más convincentes
que señalan que las industrias manufactureras domésticas –minería, artículos de
lujo, y el área más importante de la construcción naviera- sobrevivieron a la
crisis financiera de los años en torno al cambio de siglo. Castilla no se puso
súbitamente por delante del resto de Europa en cuanto a métodos de producción,
innovación técnica o formas económicas; no se dio ninguna aceleración brusca de
la ciencia y la tecnología, como en la Inglaterra del siglo XVIII. Las
ineluctables deficiencias geofísicas de la península, que tan rígidamente
limitaban su desarrollo agrícola, no eran más patentes en 1600 que en 1500. Las actitudes sociales y factores culturales
no eran más o menos enemigos del desarrollo económico eficaz en 1570 que en
1620 o en 1650. El reconocer, que la actuación de España como gran potencia
habría sido más brillante si hubiera tenido una visión económica más sana no es
atribuir sus fracasos a causas económicas, pues con argumentos negativos no se
puede llegar a una conclusión positiva.
Desde la última guerra, se ha propuesto
la tesis de que la formulación y ejecución de las políticas defensivas
dependían estrictamente de la situación económica de la corona. Para examinar
esta cuestión es preciso describir la maquinaria fiscal del sistema español y
la situación de su erario, especialmente en relación con un ejemplo concreto
adecuado, la importante transición de la
política defensiva en los primeros a los del siglo XVII. Durante los años
de 1590-1600, los ingresos de corona representaban una cifra de unos diez
millones de ducados al año. Esto equivalía al triple de los niveles existentes
a comienzos del reinado de Felipe II, como consecuencia del incremento
vertiginoso de las importaciones de plata y de un notable aumento de los
impuestos (castellanos). En el quinquenio 1596-1600, llegó a las arcas reales
más plata procedente de las minas del Nuevo Mundo que en ningún otro momento de
su historia. Sin embargo, los costes de la guerra subían con una velocidad
todavía mayor. Sólo la Armada Invencible, por ejemplo, había supuesto unos
gastos equivalentes a los ingresos brutos de todo un año. Para hacer frente a
estos gastos hubo que inventar un gravoso impuesto sobre las ventas y, no mucho
después, recurrir a la manipulación monetaria, mediante la emisión de moneda de
cobre, o vellón, pero esto sólo
sirvió para complicar los problemas estrictamente presupuestarios de la corona.
De los ingresos brutos mencionados anteriormente, había que hacer una gran
cantidad de deducciones. La más onerosa de todas era atender a la deuda
consolidada, es decir, el pago anual de los dividendos de los bonos del estado
(juros) en que invertían miles de
castellanos. En la década en cuestión, estos pagos suponían un total de cuatro
a cinco millones de ducados, y para 1607 habían llegado a los ocho millones; en
otras palabras, esta obligación reducía de un solo golpe las rentas de la
corona a la mitad. Felipe tenía muchos más gastos periódicos que no eran de
carácter defensivo –cientos, quizá miles, de pensiones y gratificaciones a
funcionarios, soldados veteranos, o sus familiares, sacerdotes, artistas,
arquitectos. E incluso con eso no se cubre lo que podríamos considerar como
gastos de la corte, que superaban ciertamente, los 500 mil ducados anuales en
tiempos de Felipe II y aumentaron sustancialmente después de su muerte.
Sin embargo, nunca se intentó llevar
una contabilidad o hacer unos presupuestos, pues no se podían calcular con
precisión ni los ingresos ni los gastos. En el primer caso, ni los impuestos ni
los préstamos a corto plazo de los
banqueros (asientos de dinero)
realizaron nunca las sumas acordadas. De la mayoría de los ingresos tributarios
de Castilla habría que deducir los costos de recaudación y beneficios obtenidos
por los recaudadores de impuestos, mientras que la recepción de las sumas de
los asientos se veía disminuida por los costes de muchos servicios prestados
por los que participaban en su transferencia al ejército (adehalas). En cuanto a los gastos, baste con señalar que era
imposible prever los costes bélicos de un año determinado. Era el sistema d
asientos de dinero el que cubría todos esos pecados, unía las finanzas reales,
y hacía posible el funcionamiento del sistema español. Al mismo tiempo, el
reembolso de los altos intereses y del capital a los banqueros era al mismo
tiempo el mayor gasto del rey y su primer compromiso. El año de la subida de
Felipe II al trono, sus gastos ordinarios y extraordinarios de defensa no eran
inferiores a los diez millones de ducados, lo que equivalía al total de sus
ingresos. Con ellos resultaba evidente que la monarquía española era una
institución basada en el crédito, o más bien con una base elemental y poco
segura, la economía deficitaria.
El rey se veía obligado continuamente a
incumplir los pagos de naturaleza “doméstica” o no militar, aunque esto no
producía siempre el resultado deseado de permitirle pagar y abastecer a sus
ejércitos, especialmente en este periodo. Estas estratagemas podrían
tranquilizar a los banqueros en relación con la sinceridad y solvencia del
gobierno, pero su relación con él dependía de las llegadas anuales de plata,
sin duda el valor más negociable por sus préstamos. Una disminución brusca de
los ingresos de la plata podía impedir hacer los pagos acordados; una
emergencia militar imprevista podría obligar al gobierno a pagar sus costes
directamente, interrumpiendo así los pagos, y representando así una desviación
arbitraria de la seguridad; la demanda de préstamos por la corona podría
superar lo que sus banqueros estaban dispuestos a adelantar. En 1607 Felipe III
se vio obligado a utilizar el decreto y medio real, o lo que es lo
mismo bancarrota. El decreto consistía en cancelar el interés mucho más bajo;
esto, en términos técnicos, equivale a la conversión de la deuda flotante en deuda
consolidada. Después se negociaron nuevos contratos de préstamo el
medio, proceso complicado y lento, pero al final los banqueros acababan
cediendo. Durante más de un siglo los financieros europeos –alemanes,
italianos, portugueses e incluso holandeses-, no pudieron resistir a los
atractivos de la plata americana y de los intereses astronómicos de los
asientos. La plata, de la que España tenía prácticamente el monopolio, era con
mucha diferencia el artículo más negociable de toda la economía europea.
En 1601-1605 se produjo un descenso
importante de la plata, hecho que se ha considerado como un ejemplo clásico de
la emergencia económica determinada de decisiones políticas. El “lapsus” de la
plata contribuyó a la promulgación de un decreto en 1607, a que se aceptara de
mala gana el armisticio y la tregua de los Países Bajos. Los que abogaban por
la paz no eran los encargados del Tesoro en Madrid, sino los soldados en
activo. De hecho, mientras Alberto y Spínola gritaban “atrás”, era precisamente
el Consejo de Hacienda el que gritaba “adelante”. Además, no hubo entre los
banqueros ningún motín ni cosa semejante que se pudiera comparar con el del
ejército de Flandes; y ya en 1609, cuando se llegó al acuerdo de confirmar el
armisticio, la situación de la plata se había enderezado y las rentas del
comercio atlántico se habían recuperado sustancialmente.
Durante la primera década del siglo,
los mensajeros y agentes españoles tenían informado a Madrid sobre la
impaciencia creciente de Enrique IV, el incremento de la actividad diplomática
y preparativos militares de Francia. Dada la debilidad española en tantos
puntos de las diversas fronteras con el reino de los Borbones, un acuerdo con
las Provincias Unidas podría servir de freno a la beligerancia francesa. Todo
posible desafío procedente de este punto debería considerarse como de la mayor
gravedad, tanto más cuanto que coincidía con un grave peligro en el
Mediterráneo representado por los berberiscos del norte de África. En la cumbre
de su poder precisamente en esta época, su enorme flota de más de 100 unidades
superaba en número a toda la dotación naval española. Por eso, los argelinos
podían emprender incursiones inesperadas y devastadoras en muchas zonas del sur
y oeste de España, y llegaban de vez en cuando a Portugal y Sicilia. No
contentos con dificultar el comercio y las comunicaciones españolas en el
Mediterráneo, estaban comenzando a aventurarse por el Atlántico, con resultados
nefastos. El grado de aprehensión subió por la convicción de que Francia y Argel
estaban en connivencia con las comunidades moriscas de la península, numerosas
y bien organizadas en las zonas estratégicas de Valencia y Aragón. Cuando se
tenía en cuenta la relación política que había existido frecuentemente entre
Francia, los estados berberiscos y el Imperio Otomano, la situación de la
monarquía parecía totalmente precaria.
En mi opinión, sólo cálculos de esta
naturaleza podrían haber justificado las concesiones hechas a las Provincias
Unidas en la Tregua de Amberes. Entre ellas figuraba, por ejemplo, el abandono
de los súbditos católicos del rey, aislados y sin protección en las regiones
septentrionales de la República, compromiso de principio que disgustó
profundamente al propio Felipe III. Generalmente se considera que existió cierta
conexión entre la tregua y el decreto de expulsión de los moriscos de España,
que se firmó el mismo día de 1609. Es probable que no se haya captado la
auténtica naturaleza de esta conexión, pues es difícil aceptar qu la expulsión
fuera sin más un intento de compensación por la frustración de España en las
guerras contra los herejes del norte. Madrid, necesitaba, sin duda ninguna, un
armisticio en otros frentes para poder movilizar recursos suficientes, y para
llevar a cabo la gigantesca operación, que duró cinco años, sin demasiados
problemas. Pero quizá hubiera más cosas implicadas; se puede pensar que los
hechos de 1604-1609, incluyendo la paz con Inglaterra y los acuerdos con los
holandeses, formaban parte de un replanteamiento más profundo de las tácticas
defensivas, mediante el cual la monarquía volvía de nuevo a su destino
histórico en el Mediterráneo. Podrían presentarse buenos argumentos económicos
en favor de esta evolución. Las provincias italianas, al igual que las del Este
de España, se verían más inclinadas a colaborar en el esfuerzo, proporcionando
así cierto alivio a la agobiada Castilla y al tesoro real. La herencia de la
cruzada contra el Islam seguía todavía muy viva en Castilla; y quizá el Papa
escucharía con mayor simpatía las nuevas propuestas sobre la imposición de
impuestos a la Iglesia Española, al tratarse de una causa que le era más
querida que las otras emprendidas por Madrid en los años precedentes. Serviría
también para ofrecer a todo el cuerpo militar un campo de actividad más prometedor
que los impopulares, fríos, pesados y estériles campos de Flandes. Estas
campañas tendrían lugar en lo que, por así decirlo, constituía su propio medio,
y presentaban perspectivas de botín legítimo, así como de gloria y de salvación
eterna.
La
corona tenía que elegir entre varias alternativas, y la cuestión de la
disponibilidad d recursos económicos ocupaba un lugar en el mosaico de
argumentos en el que se basaba la decisión. También es natural que los que
servían su política en cientos de puestos diferentes tenían que recibir una
remuneración. Los hombres de la época tenían conciencia muy clara de que el
dinero constituía “el nervio de la guerra”, pero la insinuación de que era
quien decidía cuestiones vinculadas con las creencias, el deber y el honor
había parecido blasfema e incluso ininteligible. En relación con el dinero,
Dios proporcionaría los medios para el triunfo de su causa. Si, por otra parte,
nuestro Señor, se negaba a prestar su ayuda, no había suma de dinero que
pudiera llevar a la victoria. De hecho, para Felipe el Piadoso, como para
muchos de sus consejeros, la coincidencia de una abundancia sin precedentes con
un fracaso también inaudito en la década de 1590-1600 puede de haber servido de
aviso de que la monarquía estaba siguiendo una orientación equivocada.
Política y Prejuicio
El poder de
España en la Europa de su tiempo era tal que sólo se le podía hacer frente
recurriendo a la magia y a la nigromancia.
Christopher Marlowe, espía inglés
–incluso doble agente-, estaba bien informado de los acontecimientos políticos,
sugiere que Felipe II y Parma eran influencias funestas; si profundizamos un
poco más, su actitud parece más equívoca, y refleja una cierta admiración.
La hegemonía de España en Europa
produjo en todas partes sentimientos mucho menos ambiguos que los de Marlowe.
Estaban fundados en un miedo que era real y urgente, prescindiendo de lo que
nuestra visión retrospectiva nos diga sobre si tenían o no justificación. Se
extendieron y fortalecieron a través de la literatura impresa y de la
predicación protestante. Los rumores locales y la exageración le prestaban
colorido y vitalidad. La longevidad de la supremacía española tuvo
repercusiones en la lenta formulación de la conciencia nacional, catalizador
que hizo de las primitivas lealtades regionales la materia prima del
nacionalismo europeo. Las actitudes antiespañolas suelen denominarse muchas
veces, en forma colectiva y por comodidad, con el nombre de Leyenda
Negra, término que refleja el sentimiento de agravio de la inteligencia
moderna española. Es algo tan arraigado en el patrimonio intelectual e
ideológico de la civilización europea que todavía es posible ver sus
consecuencias en la actualidad, entre historiadores y el público en general.
La Leyenda Negra se puede estudiar en
la literatura existente de la Europa de comienzos de la Edad Moderna, y no sólo
en la que tenía fines claramente propagandísticos. El odio y la suspicacia que
refleja en una reacción perfectamente comprensible ante la conducta y
pretensiones de los españoles. Muchos de sus soldados, burócratas y emisarios
de la monarquía estaban imbuidos de una fe en su propia rectitud que les hacía
adoptar con toda naturalidad actitudes de superioridad y arrogancia. A pesar de
su obediencia a los ideales de la República Cristiana, nunca dudaron de sus
propios méritos para dirigirla y orientarla. Además, estaban comenzando a
cultivar el uso de España y español, para distinguir la raza que
había conquistado imperios, humillado al turco, y puesto fin a las armas de la
herejía, de sus ayudantes inferiores del imperio europeo –las naciones, como las denominaban con un
término que quería ser despectivo. En 1595, con ocasión de la declaración
oficial de guerra por parte de Inglaterra, Francis Bacon emitió su opinión
sobre “la ambición y opresión de España”:
El
vicario de Cristo ha pasado a ser el capellán del rey de España… Los estados
de Italia son como grandes señoríos. Francia ha quedado totalmente
trastornada… Portugal usurpado… los Países Bajos consumidos por la guerra…
como en estos días ocurre con Aragón… Los pobres indios pasan de la libertad
a la esclavitud. G. Ungerer, ed., A
Spaniard in Elizabethan England. The Correspondence of Antonio Pérez, 2
vols., Londres, 1974-6, I, 48. |
Esta especie
de folletos de información turística que con tanto colorido iluminó Bacon
reproduce el punto de vista según el cual la tiranía española era universal y,
además, al mismo tiempo que avisaba de sus súbditos constituía una amenaza para
los que no lo eran. La realidad lógicamente, no tenía límites tan precisos,
como podríamos descubrir examinando los pasajes calumniosos del escritor
inglés.
Lejos de ser el Papa un satélite
inerte, el titular en el momento del rapapolvos de Bacon, era Clemente VIII, un
político perteneciente a lo que podríamos llamar tradición de pontífices
antiespañoles. Clemente era un francófilo declarado, especialmente después de
la conversión de Enrique de Borbón al catolicismo, que él consideraba como un
logro personal. En el mismo año de la famosa misa de Enrique IV, por ejemplo,
llegaron de Roma las siguientes noticias:
Se
han solucionado las disputas que durante tanto tiempo han existido entre las
potencias cristianas sobre el tema de la prioridad en el mar. Sólo el Papa y
el Rey de España pueden hacer navegar sus galeras con las banderas izadas. Si
se encuentran deben saludarse mutuamente. Todas las demás naciones deben
concederles prioridad. V. von Klarwill, ed., The Fugger Newsletters, Londres, 1926, II, 258. |
Italia fue el
lugar de origen de la “Leyenda Negra”, pues fue allí donde antes se experimentó
el terrible impacto de los tercios,
durante los primeros años del siglo XVI, la pretensión española de que su
presencia en Italia formaba parte de los designios de Dios constituía un
insulto sacrílego. La propaganda procedente de las cortes de Venecia y Saboya,
especialmente, afirmaba que el gobierno de Castilla en sus dependencias
italianas era ilegal e impuesto únicamente por las fuerza de las armas. Otros,
reconocían los beneficios del patrocinio español: un periodo sin precedentes de
paz y seguridad, mínima interferencia con las instituciones propias y la
administración interna, y una sorprendente ausencia de explotación fiscal. Para
muchos italianos –hombres de negocios, soldados, artistas, hombres de leyes,
ingenieros, eclesiásticos- el sistema español ofrecía una ocasión incomparable
de conseguir recompensas y promoción. Este contraste se manifiesta en las
actitudes d dos escritores cuya influencia en cuestiones de moralidad y
política habían dominado el Renacimiento tardío, los florentinos coetáneos
Guicciardini y Maquiavelo. Para el primero, Fernando de Aragón, arquitecto del
dominio español en Italia, era un charlatán impío que conseguía sus propios
intereses disfrazándolos de motivos religiosos; para el segundo, estas mismas
tendencias eran índice de la grandeza de Fernando, que le convertían en un
héroe de la raison d´état sólo
superado por Cesar Borgia, y creador de una política que sería honroso y
conveniente aceptar. Ninguno de estos dos comentaristas era súbdito de la
monarquía, pero sus propios príncipes, los duques de Medici, de la Toscana,
siguieron generalmente el consejo de Maquiavelo. En esto, actuaban en forma
parecida docenas de señores de menor categoría del norte de Italia, señores de los
“pequeños enclaves feudales”, cuya prudencia se veía robustecida con las
pensiones regulares venidas desde Madrid. El desembolso de condotte anuales a pequeños príncipes como el señor de Urbino
(5.000 escudos), el duque de Módena (12.000), y el príncipe de Mirandola
(7.500), costaba al tesoro español más de 100 mil ducados, pero ayudaba a
garantizar la estabilidad política de un área crucial para la base estratégica
de la hegemonía en Europa en su conjunto. Incluso tal y como estaban las cosas
en el ducado de Milán, rodeado por tres lados de fuerzas enemigas y que no
cesaban de intrigar, constituía el eje de una estructura que era difícil de
mantener.
El reino de Nápoles, al sur de la
península, llamado el Regno, a diferencia de Milán o de la muy leal isla de
Sicilia constituía un centro de descontento antiespañol. Con dificultades
crónicas de gobierno, dominado por el desorden
y el crimen organizado, endeudado sin posibilidad de recuperación, el
Regno contenía una activa “resistencia subterránea”. En fechas muy recientes,
en 1585, los ciudadanos de Nápoles se habían sublevado en una insurrección
espectacular, aunque de corta duración, suprimida brutalmente por las
autoridades españolas. En generaciones posteriores, se mantuvo vivo el espíritu
de oposición popular, animado y dirigido por el ejemplo de los progresos de la
rebelión en los Países bajos. Por pequeño y adormecido que estuviera este
movimiento, se veía respaldado por algunos miembros de la intelligentsia napolitana, que formulaban ideas, delante mismo de
la Inquisición utilizando una serie de códigos complicados.
A pesar de la ortodoxia reciente de la
monarquía de los Borbones, muchos grupos sociales y áreas regionales de
fanatismo católico siguieron buscando la orientación y la autoridad en la corte
de Madrid, más que en la de París. Ravaillac, el asesino de Enrique IV, igual
que su predecesor que terminó con el último rey Valois en 1589, era
representante de los llamados “buenos católicos” que se oponían al absolutismo
centralizador de la corona y a las medidas pro-protestantes que lo convertían
en una tiranía. Por paradógico que pueda resultar, entre tales hombres,
escépticos ante la conversión de Enrique y entre los que se contaban algunos de
los nobles y clérigos más eminentes del reino, España aparecía como la campeona
de la libertad y de la verdadera religión. Incluso en 1610, cuando Ravaillac
estaba esperando su ocasión, las iglesias de parís reproducían en los púlpitos
las condenas por los planes de Enrique de declarar la guerra a España. Había
también un sinfín de intereses personales y locales que también se oponían a la
extensión de la autoridad real que buscaba el programa del rey francés. Incluso
la posición de los “hugonotes”, por una increíble ironía, resultaba en
principio anómala, ya que cuanto más floreciera el absolutismo como
consecuencia de la realización de una política antiespañola, menos sólida
parecía la base de su autonomía, entronizada en el Edicto de Nantes. Los
acontecimientos de 1610, retrasaron durante muchos años el desarrollo de este
proceso lógico; pero en los últimos años de la década 1620-1630 se desarrolló
totalmente, cuando los holandeses protestantes ayudaron al gobierno francés en
la guerra hugonote y en el sitio de La Rochelle, mientras que Madrid trataba,
sin conseguirlo, de aprovisionar a los rebeldes. Aunque el gobierno Borbón y su
nueva burocracia estaba comprometida, por consiguiente, en una resistencia
escalonada a la hegemonía española, durante la mayor parte de la primera mitad
del siglo, España fue objeto, dentro de los límites del reino francés, de una Leyenda
Blanca. Y cuando las actitudes antiespañolas llegaron a arraigar
profundamente en la conciencia francesa, en el reino de Luis XIV, lo hicieron
en forma algo distinta.
Dejando aparte Portugal, dirigimos
nuestra atención a las Provincias Unidas, que, en los últimos años del siglo
XVI todavía atraían la simpatía de Bacon, así como de la mayoría de los
ingleses. Con la posible excepción del Palatinado calvinista de Renania, las
provincias de Holanda y Zelanda constituían en principal centro de difusión de
la Leyenda negra. Los panfletos impresos en aquella tierra protestaban sin
descanso contra “la ambición y opresión de España”, sobre todo, quizá, con
copias de la Apología (1583), de
Guillermo de Orange, que constituía el ataque más célebre contra el padre de
las mentiras, Felipe II. En este documento se colocaban los dos pilares que
servirían de base a las posteriores versiones de la leyenda, el ataque personal
a un rey pervertido y a su corte corrompida, y la afirmación de que el objetivo
último de España era el dominio del mundo.
Entre 1580 y 1590, ante el ataque
terrible del duque de Parma, las provincias rebeldes se vieron entre la espada
y la pared. Es importante señalar que por estas fechas la antorcha de la
resistencia pasó de manos de los holandeses a las de sus discípulos,
desconocidos y apasionados, los cortesanos del Elector Palatino. Aunque intensamente calvinista, el Platinado
nunca se había visto amenazado por el sistema español. Sin embargo, ahora
Heildelberg se había convertido en centro ideológico de la actividad contra los
Habsburgo, punto de atracción de los fanáticos de más talento o más
descabellados de todo el Occidente de Europa.
C.P. Clasen, The
Platinate in European History, 1555-1618, Oxford, 1963. |
Como las
Provincias Unidas, bajo la dirección de su pensionario Oldenbarnevelt, se
orientaban hacia una actitud de entendimiento con los españoles, los agentes
del Elector Federico se movían por todas partes tratando de fomentar una nueva
alianza contra el enemigo común. Aunque este principado, pequeño pero próspero,
dedicaba gran parte de sus recursos a la campaña, afortunadamente para Madrid
sus resultados políticos fueron limitados. En concreto, el mensaje del
Palatinado fue mal recibido por sus colegas de la Dieta Imperial, especialmente
entre los príncipes luteranos que desconfiaban profundamente de su religión y
de sus motivos. En momentos de crisis, algunos de ellos accedieron a que los
holandeses reclutaran tropas en sus tierras, pero pocos estaban dispuestos a
llegar más lejos en su irritación contra la autoridad de los Habsburgo, en
Alemania o en España.
Así pues, en casi todas partes, si
exceptuamos estas dos áreas, el odio protestante a España existía codo con codo
con el respeto rencoroso y hasta con admiración. En la corte inglesa de esta
dicotomía se hacía notar de una forma especial, y los documentos más recientes
de la Leyenda Negra. Al declarar la ayuda de Inglaterra a los holandeses en
1585, la misma Isabel hizo que en la proclamación se incluyeran palabras
elogiosas para Parma. Por otra parte, desde la experiencia de la denominada
“reacción mariana” de los años 50, la sospecha hacía España había llegado a
infiltrarse muy profundamente en la conciencia cultural y política de los
ingleses del sur y del este del reino de Isabel. Una avalancha de propaganda
culminó con la publicación de una obra destinada a convertirse en decálogo de
la Leyenda negra dentro del mundo de habla inglesa: la descripción que
Bartolomé de Las Casas hace de las tropelías de la administración española en
América, traducida al inglés con el título de The Spanish Colony (1583).La crónica de Las Casas, tanto más
convincente cuanto que constituía un testimonio de primera mano ofrecido por un
clérigo español, se convirtió en elemento imperecedero dentro de la hostilidad
angloespañola, que rebrotaba al comienzo de cada nueva guerra, en 1625, 1655 y
1699.
Como indica el texto de Bacon citado
anteriormente, durante los últimos años del siglo XVI hubo otra zona donde la
actuación española suscitó una indignación y horror que rivalizaban con el
producido por sus desmanes con los indios americanos. Se trataba de la
provincia de Aragón. Como en el caso del Nuevo Mundo, se contaba también con el
testimonio de un español. Se trataba del gran maestro de ceremonias de la
propaganda antiespañola, Antonio Pérez. ¿Qué mejor demostración de la ambición
criminal de España, que el testimonio de éste político de talento y renombrado,
que había llegado a ser anteriormente secretario privado del mismo rey Felipe?
Fue para huir de las garras de su antiguo señor como Pérez se refugió en su
Aragón nativo, desencadenando allí la llamada rebelión de 1591. De hecho, el
juego desesperado de un grupo de nobles bandidos, tratados por Felipe II con
una astucia que lindaba con la liberalidad, se convirtió en la brillante
descripción de Pérez en una cruel y deliberada supresión de un pueblo amante de
la libertad. En 1593, llegó a Inglaterra y recibió la protección del conde de
Exxex, llegando a colaborar estrechamente con los hermanos Baco, en la tarea de
propaganda. Su defección, tan famosa en aquellos días como un escándalo de
espionaje d nuestro tiempo, resultó muy inoportuna para Madrid. Al morir Felipe
II, la opinión popular creía que Pérez había sido un elemento decisivo en todas
las desgracias de España –la red de alianzas contra España, el éxito de los
Borbones en Francia, y el desastroso y humillante saqueo de Cádiz en 1596,
llevado a cabo por el mismo Exxex. Pérez pasó al folklore español como uno de
los grandes traidores, que ocupa en la historia española.
Aunque durante cierto tiempo realizó
una carrera deslumbrante, la influencia real de Pérez fue limitada, y murió en
la pobreza y en la oscuridad. Durante la era pacifista que siguió al Tratado de
Vervins en 1598, se redujo, lógicamente, la guerra de palabras e ideas. Esto no
significaba un abandono de las posiciones tradicionales, pero sí implicaba un
mayor control político de los exiliados confesionales más inquietos. Quizá se
pudiera excluir de esta norma la corte de Heidelberg y la de Saboya, con sus
grandes ambiciones en Italia. Sin embargo, en el oeste, la lista de condotte
pagados por Madrid se amplió continuamente hasta llegar a incluir a todos los
cortesanos importantes de París, Londres y hasta de La Haya. Jaime I y sus
principales ministros, la reina regente de Francia y sus favoritos, el príncipe
Mauricio de Orange, todos se convirtieron en beneficiarios de las enormes
pensiones pagadas por España. Esto no significa que se conviertan en marionetas
o quedaran reducidos a la impotencia, como los príncipes italianos; pero, a la
vista de la situación, era menos probable que se dejaran arrastrar o sintieran
la tentación de explotar las apasionadas protestas y extravagantes proyectos de
los fanáticos.
Cap. 2
EL DECLIVE DE LA ESTRUCTURA IMPERIAL ESPAÑOLA
(1580-1720)
Estimados
lectores, continúo con el capítulo 2 de este importante documento. Aunque
muchos de los que se dedican a escribir sobre temas históricos sigan aferrados
a la convicción contraria, este tipo de actividad no será un simple ejercicio
cibernético. Una cuestión histórica es un fenómeno abierto, sin términos
delimitados, un rompecabezas en el que se han perdido muchas piezas. El
conocimiento histórico, en sentido intrínseco e ideal, no se presta a una
división artificial realizada en este caso con un objetivo funcional
determinado. La lucha y fracaso de España en su esfuerzo por mantener una
posición de hegemonía fue el fenómeno internacional más significativo.
De guerras menores a la guerra total (1610-1628)
Introducción
Los ocho
primeros años de este periodo coinciden
con la fase final de la administración de la monarquía española por el Duque de
Lerma; los seis últimos, con la fase inicial de gobierno del Conde Duque de
Olivares. Separando a estos dos hombres tan diferentes, cuya forma de entender
y ejercer el cargo de Valido refleja
un contraste sorprendente, hubo un periodo de unos cuatro años (primavera de
1618 a otoño de 1622), que se pueden considerar como una especie de interregno.
Es importante tener en cuenta que fue durante este periodo de confusión
política, en que Lerma había perdido su poder y Felipe III estaba aquejado de
una enfermedad grave, cuando se tomó la más importante de todas las decisiones
por cualquiera de los gobiernos de los Habsburgo españoles. En un momento no
determinado se llegó a la decisión de que si las Provincias Unidas no aceptaban
volver a negociar la tregua de 1609 introduciendo aspectos más favorables para
España, dicha tregua expiraría en 1621, momento en que volvería a emprender la
guerra contra lo que se seguía considerando todavía como una comunidad rebelde.
Pocas semanas después de estos acontecimientos, accedió al trono Felipe IV,
hombre joven y con conciencia clara sobres sus responsabilidades en los Países
Bajos.
Esta “coyuntura”, todavía no bien
aclarada, se ha considerado generalmente como un paso que no permitía ya la
vuelta atrás, en el que la monarquía volvía a cargar con su cruz, la damnosa hereditas de los Países Bajos, y
reemprendería el camino que llevaba a inevitable crucifixión. La crisis de los
años 1618-1622 representó una súbita e intensa depresión económica en Europa
occidental y central. N probable conexión con ésta se produjo una caída
igualmente inesperada en el nivel de las importaciones de metales preciosos en
Sevilla. España se encontró de repente obligada a subsistir con la mitad de lo
que un comentarista llamaba en 1617 “la cosecha americana anual” (1). También se
admite que estos años marcan la culminación de las crisis de la economía
interna castellana: periodo de veinte o treinta años durante el cual cesaron
totalmente las inversiones y manufacturas propias, las instituciones económicas
quedaron moribundas, el comercio de los productos básicos había decrecido hasta
casi atrofiarse, todo ello acompañado de malas cosechas en todas las zonas. Si
unimos todo esto con la inmensa regresión demográfica de 1599-1614 (la gran
peste de Castilla y la expulsión de los moriscos), se puede concluir que la
economía española, quizá al mismo tiempo que la del Mediterráneo occidental en
su conjunto, había llegado a una situación que, en el mejor de los casos,
merecería la calificación de comatosa. El resultado sería la “edad del
desencanto” de la que han hablado Pierre Vilar y John Elliot, la era de don
Quijote y los arbitristas, en que la mentalité
predominante era de duda y depresión lindante con la desesperación (2). Sin embargo,
de repente, y sin que se produjera ninguna alteración en la situación
socioeconómica básica, esta orgía de introspección cedió paso a una actitud de
renovado optimismo y entrega. Con un nuevo rey y un nuevo ministro, España
volvió a encontrarse a sí misma en la lucha contra la rebelión y la herejía, y
a una etapa de pasividad y apatía le siguió otra de dinamismo y reforma.
No hay que renunciar a las posibles
reformas sobre el análisis de la “psicología colectiva” para reconocer que esta
interpretación tiene muchos puntos su favor. En el plano del gobierno, es
innegable la diferencia de personal, de actitudes, y hasta de ambiente entre
1617 y 1623. La línea del régimen de Olivares consistió en exagerar
deliberadamente el contraste entre el nuevo reinado y el anterior (3). Efectivamente,
transformó las críticas de los arbitristas en condena y, por tanto, en
propaganda en contra de éste último. No obstante, muchas de las medidas que
normalmente se asocian con Olivares tienen sus orígenes en el periodo anterior
a su influencia, incluso en el de Lerma. Como se desprende de lo dicho, existe
una importante línea de continuidad que vincula a los dos validos. A pesar de la ausencia de logros militares llamativos y de
celo reformador, la última década del reinado de Felipe III no fue de mero
pesimismo literario y malversación oficial. La Pax Hispánica, como se ha
denominado, fue probablemente el periodo en que los logros positivos de los
Habsburgo españoles adquirieron mayor difusión y fueron más admirados entre sus
vecinos europeos. La concepción de sus responsabilidades en el caso de Felipe
III y de Lerma quizá no coincida con la de sus sucesores, pero no era menos
válida y resultó menos desastrosa. Además, la diferencia entre ellas en relación
con la cuestión fundamental relacionada con la identidad de la monarquía, la de
la defensa, no era tan pronunciada como alguno podría suponer. Lo mismo que
hubo hombres clave del periodo de Lerma que sobrevivieron a la proscripción del
nuevo gobierno para fomentar la oposición, las decisiones de 1618-21 no se
consideraron en ningún sentido como definitivas. La guerra era una actividad
que se realizaba basándose en contratos a corto plazo; el tema de su
conclusión, en un frente o en otro, casi nunca estuvo ausente de las agendas de
los consejos y juntas de estado. Aunque existían objetivos ideales a largo
plazo, siempre se podía llegar a un compromiso cuando la acción requerida
estaba de acuerdo con las exigencias del honor o de la necesidad. Mirando hacia
atrás, podemos ver que los ministros de los Habsburgo –los de Felipe III tanto
como los de su hijo_ tenían que elegir en la práctica entre el glorioso fracaso
de la guerra y el fracaso mundano de la paz. El margen de elección no era muy
amplio, y no implicaba diferencias fundamentales que no fueran las
temperamentales. Por estas razones, y otras que luego resultaran evidentes,
gran parte de lo que se va a desarrollar en este capítulo trata de insistir en
los elementos homogéneos del periodo considerado.
Evolución de los acontecimientos
Como ha
demostrado Roland Mousnier (4), el asesinato de Enrique IV de Francia
fue un hecho de significación tan profunda que él solo basta para justificar la
historia de los acontecimientos frente al menosprecio de sus críticos. En
relación con el tema que nos ocupa, baste decir que la puñalada de Ravaillac
dio nuevas fuerzas a la monarquía española, garantizando la supervivencia de su
hegemonía durante una generación. Representó un respiro en el que España podía
mantener la paz de Europa, y mejorar al mismo tiempo las terribles secuelas de
las guerras de Felipe II dentro del sistema español, sus administraciones,
sociedades y economías.
En la medida en que la guerra se
extiende como sinónimo de “defensa” o “seguridad”, el gobierno de Madrid era un
gobierno de guerra, para la guerra y por la guerra. En la década posterior a
1610, la paz se impuso sólo en un sentido muy relativo, y la Pax Hispánica sólo tiene sentido cuando
se la compara con la situación de los años 1590 y siguientes o los posteriores
a 1620. Castilla seguía considerándose potencialmente amenazada por vecinos
celosos y fuerzas desleales de dentro y fuera de la monarquía. Por
consiguiente, no hubo ningún momento durante esta década pacífica en que
estuvieran en paz simultáneamente todos sus centros provinciales y puestos
militares. Así pues, la Pax Hispánica
fue totalmente análoga a la Pax Romana de
los Antoninos. Las elegantes artes de la corte y la sociedad que en opinión de
algunos comentaristas llegaron a su cumbre en este periodo, lo hicieron tras
una frontera que era un hervidero continuo de intriga política y acción
militar.
En primer lugar, el cierre progresivo
de los frentes meridionales durante la primera década de su reinado ofreció a
Felipe III la oportunidad de resolver un problema que se solía considerar como
el más peligroso e insidioso de todos los que agobiaban a Castilla. Durante
cuarenta años Madrid había venido posponiendo continuamente una “solución
final” para la cuestión morisca, pues siempre había otras ocupaciones más
urgentes (5).
Así,
a pesar de la amenaza de Enrique IV, que dejaba oír sus tambores desde París,
todos los efectivos militares y navales de la España metropolitana estaban
movilizados en la inmensa operación impuesta por el Decreto de Expulsión
firmado el año anterior. La reunión, transporte y traslado de más de un cuarto
de millón de moriscos de todas las partes de la España central, meridional y
oriental fue, de hecho, una serie de campañas militares en gran escala que
duraron desde 1609 a 1614. No debemos dejarnos engañar por la ausencia de
batallas campales y la relativa inexistencia de derramamiento de sangre;
tampoco es pura fantasía quijotesca hablar de victoria total, pues la España de
los Habsburgo estaba plenamente convencida de su necesidad y dedicó enormes
recursos a su consecución. Aunque a veces e ha exagerado las cosas, en aquellas
fechas y posteriormente, los moriscos representaban una amenaza real a la
integridad y seguridad. Nuestro horror natural ante la implacable inhumanidad
de aquella decisión no debe ocultarnos el hecho de que ninguna sociedad
contemporánea, si tuviera capacidad de evitarlo, estaría dispuesta a aceptar
gustosamente la presencia de una minoría tan considerable de personas extrañas.
España era en 1614 una unidad más viable que en cualquier otro momento
anterior.
El precio adicional de la seguridad era
una vigilancia ininterrumpida. Y no se puede negar que, la vigilancia se
convertía muchas veces en una actividad de naturaleza más positiva, incluso provocativa.
El punto de mayor peligro en 1614-1618 fue Italia, y en especial el ducado de
Milán. Fue aquí, no en los Países Bajos, y mucho menos en Alemania, donde los
contemporáneos esperaban la llegada de una crisis que podría arrastrar a las
partes interesadas a la guerra general. Milán estaba entre dos potencias
hostiles de importancia secundaria, Venecia y Saboya, pero tras ella se
perfilaban las Provincias Unidas y Francia con quienes estab unidas por lazos
comerciales y diplomáticos. Las
ambiciones de Carlos Manuel I de Saboya, cuya capacidad de conspiración
representó un elemento inconformista en la política europea durante casi medio
siglo, obligaban a los oficiales españoles de Italia a estar en alerta
permanente. “Ninguna esclavitud”, escribía a su hijo, retenido como rehén en
Madrid para asegurar su buen comportamiento, “es más onerosa que el
sometimiento a España” (6).
En
más de una ocasión fue víctima de su propia propaganda, ruidosa y machacona,
que le presentaba como héroe desinteresado de la libertad italiana, y al no
conseguir la ayuda necesitada de los candidatos más lógicos, se lanzaba sólo a
la palestra contra los opresores españoles. Aunque este príncipe engreído
recibió muchas veces severos castigos, y se había visto a aceptar la Paz de
Asti en 1617, la enemistad de Saboya hacía de Milán un punto vulnerable y
delicado. Por eso, resultaba una locura que el denominado “Gran Duque” de Osuna
se empeñara en tratar de enemistar a Venecia con su virreinato de Nápoles. El
tiempo demostraría que Venecia, tan enemiga de la presencia española en el
norte de Italia, no estaría nunca dispuesta a actuar en consecuencia. Las
acciones de Osuna hicieron todo lo posible por conseguir lo contrario. No quizá
mediante la famosa “conspiración de Venecia”, pues nunca se han descubierto
pruebas de que hubiera un complot inspirado por España para derribar a la
Serenísima República. Pero es cierto que Osuna estimuló al Vaticano en su lucha
sacerdotal contra Venecia, y, en un terreno más peligroso, promovió la guerra
indirecta contra el comercio de la república con su apoyo a los Uskoks, banda de piratas adriáticos que
habían conseguido grandes éxitos.
Al estancamiento en el Norte le siguió
una política más audaz en el Mediterráneo. En conexión con la expulsión de los
moriscos y la fuerte intervención en la política catalana asociada al
virreinato de Alburquerque (1615-1618), están las expediciones emprendidas para
suprimir varios enclaves de influencia otomana en el norte de África y en las
islas del Mediterráneo central. Se puso en marcha una serie de operaciones
anfibias, con considerable éxito, contra la costa berberisca y Malta (1611),
Túnez (1612) y Marruecos (1614). La ocasión era propicia, ya que el Imperio
Turco estaba ocupado en la guerra contra los persas, en sus fronteras
orientales. Aunque los estados piratas berberiscos del norte de África
continuaron siendo una espina en el costado español durante más d un siglo (y
Madrid tenía conocimiento de sus contactos con los holandeses), al llegar el
año 1618 los nexos comerciales y de comunicación en la cuenca del Mediterráneo
occidental eran más seguros que nunca, factor de importancia incalculable a la
vista de los acontecimientos que se avecinaban.
La activación constante del sistema
español que reflejan estos hechos parece no coincidir demasiado con la imagen
convencional del gobierno débil y complaciente de Felipe III y Lerma. Una
investigación más detenida puede demostrar que un principio rector del papel de
Madrid en estos años fue el de reorientación hacia el sur. Hoy día se la
considera como al era clásica de la diplomacia española, y desde luego Madrid
ya no volvió nunca más a poder desplegar tan eficazmente este recurso. Sólo un
gran talento político de primer orden pudo conseguir que de los acuerdos de paz
de 1598-1609 saliera una situación en la que “el vencedor universal fue el
poder que había sido derrotado universalmente” (7). En la corte
imperial, Zúñiga y Oñate restablecieron los lazos políticos de la “gran casa de
Austria”, reactivando una asociación que casi había desaparecido desde los años
60 del siglo anterior (8). El acuerdo de Oñate con el archiduque
Fernando en Viena en 1617 indicaba hasta qué punto estaban comenzando a
coincidir los dos Habsburgo, y constituía la base estratégica y financiera para
una importante colaboración posterior. De esta manera se restablecían dos
líneas deterioradas de la logística política militar. Si los flancos estaban
más seguros, lo mismo ocurría con el centro, pues en París, Cárdnas y Bedmar
llegaron al tratado de 1612 sobre el doble matrimonio francoespañol, creando un
partido proespañol valiéndose de todos los argumentos posibles, tato materiales
como espirituales. Estos grupos, más o menos activos en Londres, París, Praga y
Viena, se dedicaba en la década 1620-1630 a presionar a sus gobiernos en favor
de la neutralidad, tolerancia e incluso cooperación con relación a la política
española.
Por eso, al llegar el año de 1618 se
había venido abajo el antiguo frente anti-Habsburgo de finales del siglo XVI,
que, por otra parte, nunca debió ser demasiado sólido. Este último término, la
diplomacia es una especie de arte de vender aplicado a la política; ¿quién
se atrevería a negar su utilidad, aun cuando la calidad del producto –en este
caso la riqueza, el poder y decisión de España- era algo generalmente
reconocido? En 1618 España tenía, por así decirlo, una fuerte base geopolítica
en que podría respaldar una respuesta a la situación de emergencia de la Europa
central. Por eso, las promesas de apoyo frente a la reblión bohemia llegaron a
Viena casi a vuelta de correo en verano de dicho año, y las tropas españolas
tomaron parte en las primeras maniobras de la Guerra de los Treinta Años. La
década siguiente fue de grandes éxitos muy seguidos para las armas españolas. Al
visitar el mundialmente famoso Museo del Prado se atraviesa un salón en que
aparecen expuestos diez de los doce lienzos gigantescos encargados por Olivares
a los mejores pintores de la monarquía para adornar el nuevo palacio del Buen
Retiro que edificó en los años 30. Cada uno de ellos conmemora una victoria
importante de la primera mitad de la Guerra de los Treinta Años en uno de los
campos de batalla que la monarquía tenía por todo el mundo. Las flotas y
ejércitos españoles atravesaban medio globo: en 1620 los tercios tuvieron una
influencia trascendental en la dcisiva derrota experimentada por los checos en
la Montaña Blanca; los pasos vitales de la Valtelina, en los Alpes, fueron
ocupados por el conde de Feria; Spínola hizo lo mismo en Alsacia y el Bajo
Palatinado. El final de la tregua con los holandeses fue seguido casi
inmediatamente de una derrota de la flota enemiga en aguas españolas, y el
vencedor en esta ocasión, Fadrique de Toledo, pudo rechazar un ataque holandés
a Brasil en 1625. Al mismo tiempo, se envió ayuda a las posiciones portuguesas
del Golfo Pérsico y a todos los puntos del Este. En el teatro alemán de la
guerra, hubo diversos jefes protestantes, que con ayuda holandesa avanzaron
(Bethlen Gabor desde el Este; el conde Mansfeld desde el Oeste; Cristián IV de
Dinamarca desde el Norte) y retrocedieron ante los ejércitos católicos
fortalecidos con soldados españoles. En 1625 se produjo la piéce de résistance, la reducción por Spinola de la fortaleza
holandesa de Breda, residencia familiar de los stathuders Orange-Nassau. El
cuadro de Velázquez sobre este tema, pieza maestra y central del encargo de
Olivares, celebra el más prestigioso de todos los triunfos de la época de
triunfo, que, ocurrido un siglo después de la batalla de Pavía, fue considerado
como el mayor triunfo de la fe desde el de Lepanto.
La caída de Breda creó un arco de
puntos fuertes españoles en torno a las Provincias Unidas. De esta manera, la
archiduquesa Isabel y Spínola estaban en condiciones de imponer un bloqueo
económico muy riguroso, no sólo del comercio fluvial continental de los
holandeses, sino también de sus puertos y pesquerías, gracias a la rápida
creación en los astilleros flamencos de una nueva y excelente armada formada
por fragatas modernas. De hecho, durante la mayor parte de esta década fue
España quien llevó la iniciativa en el Mar del Norte y las repercusiones en el
comercio holandés fueron verdaderamente devastadoras. La armada de Dunquerque,
y el esfuerzo naval del que formaba parte, eran, a su vez, el arma principal
dentro del programa, fundamentalmente marítimo, concebido por Olivares para
derrotar a los holandeses mediante una guerra económica de gran envergadura (9). El año
anterior a Breda, el conde-duque había puesto en marcha este proyecto enormemente
ambicioso, conocido con el nombre de “proyecto Almirantazgo”. Era un concepto revolucionario dentro de la
estrategia española, por el cual la potencia continental más acreditada se
ponía a la defensa por tierra (protegida por la famosa Unión de Armas, programa de seguridad colectiva en que deberían
participar todas las dependencias de la monarquía) y se lanzaba a una gran
operación de guerrilla marítima orientada a estrangular económicamente al
enemigo principal. No obstante, la campaña clave debía incluir un ataque hacia
el Báltico, sin el cual no era posible conseguir un triunfo general. Por
desgracia, era precisamente ésta área la que quedaba en gran parte fuera de
control de España. Para que otros planes dieran fruto, Olivares dependía de la
imprevisible figura de Wallenstein. Sin embargo, al menos durante algún tiempo,
los dos pilares en que se basaba la riqueza y poder de los holandeses –el
comercio del Báltico y las pesquerías del Mar del Norte- estuvieron en grave
peligro. Quizá no hubo ningún otro momento durante todo el curso de la guerra
de ochenta años en pro de la independencia en que la república holandesa
estuviera tan próxima a la extinción. Y a la inversa, el trienio 1624-26 fue,
si no el Everest, al menos el Eiger de los logros militares y administrativos
del sistema español.
Sin embargo, igual que en los años
1580-90, sonaron las alarmas en Londres y en París. En 1624, al tiempo que
maduraba la planificación de Olivares, Richelieu asumía el ministerio principal
de su rey, mientras que, al otro lado del canal, el príncipe Carlos y
Buckingham importunaban al suyo para que declarara la guerra para reivindicar
el honor inglés. Una serie de acuerdos franco-holandeses supusieron la ayuda de
los Borbones a la atribulada república (especialmente del Tratado Compiègnede
1625). Ese mismo año se llegó en Rívoli a una asociación entre Francia y
Saboya. De hecho en 1625 Francia e Inglaterra estaban en guerra con España. Los
objetivos de la primera guerra franco-española en toda una generación eran Génova
y los países alpinos. Durante algún tiempo, se vio también sitiada la república
genovesa, hasta que se logró organizar una operación conjunta del ejército
milanés de Feria y de la flota del Mediterráneo a las órdenes de Santa Cruz.
Una vez puesto en marcha el pesado sistema español, los resultados eran
fácilmente previsibles: los franceses y saboyanos sufrieron una derrota
decisiva en lo que fue prácticamente el diktat
de Monzón (1626). La colaboración inglesa recibió un tratamiento parecido.
Una expedición anfibia anglo-holandesa contra Cádiz –por su tamaño, al menos,
una de las mayores del siglo- fue derrotada y puesta en fuga por las milicias
de Andalucía. Esto era un cambio sorprendente de la situación de hacia treinta
años. Durante los años inmediatamente posteriores, el comercio continental y
costero de Inglaterra experimentó grandes apuros por la acción de las fuerzas
marítimas españolas. Para el año 1629 Carlos I había comprendido su error y
estaba dispuesto a pedir la paz. No debe extrañar que en 1626 Olivares
preparara para su joven señor un discurso que consistiría en una proclamación
arrebatada de la propia grandeza ante las Cortes de Castilla: “Todo el poder de
Francia, Inglaterra, Holanda y Dinamarca fue incapaz de salvar Breda de
nuestras armas victoriosas”. (10)
Por esas fechas, sin embargo, Castilla
estaba comenzando a dar signos de fatiga, que recordaban la situación de los
años del siglo anterior. Los intentos de Olivares por aliviar la presión
ejercida sobre sus preciosos recursos en hombres y dinero, no habían conseguido
su objetivo. El proyecto de asentar la hacienda real sobre bases más firmes,
por medio de un banco central y de una reforma tributaria, había provocado toda
una maraña de dificultades políticas. Estos reveses habían provocado la
aparición de inmensas cantidades de moneda de vellón y aumentos en los impuestos sobre las ventas, y las dos
circunstancias resultaban contrarias al bienestar de los hombres de negocios y
campesinos de Castilla. Además, durante los años centrales de la década
1620-30, las cosechas fueron siempre inferiores a las normales. Los costes
fabulosos de la campaña de Breda condujeron directamente a la primera
“bancarrota” del reino en 1627, es decir, antes del golpe increíble de
Matanzas, la captura en 1628 de la flota de la plata por obra de los
holandeses. En estos años, las fuerzas españolas de todos los teatros
terrestres estuvieron tan inactivas que la situación encajaba con la concepción
estratégica general del conde-duque, pero también lo es que dentro del gobierno
se estaba procediendo a un largo proceso de balance. Estas deliberaciones se
vieron interrumpidas por la noticia de la muerte del duque de Mantua, señor
pro-español de dos importantes territorios en el norte de Italia. Su heredero
era un noble francés –todavía peor, un protegido de Richelieu-. La calma se
quebró por la precipitada acción militar de Córdoba, gobernador de Milán,
iniciada con la intención de defender los intereses de España en aquel lugar.
Sus trompetas eran una señal de peligro
ante la posibilidad de perder el prestigio y la posición conseguidos mediante
diez años de esfuerzos ininterrumpidos. La monarquía volvió a precipitarse en
el abismo.
Recursos
Cuando el niño
Luis XIII, rey de Francia, se convirtió en hijo político de Felipe III en 1612,
entró bajo la protección de un hombre que era, como se señalaba en el contrato
de matrimonio:
Rey
de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de
Portugal, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de
Mallorca, de Sevilla, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los
Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas Canarias, de las Indias
Orientales y Occidentales, y de las Islas Atlánticas. Conde de Barcelona,
señor de Vizcaya y Molina, duque de Neopatria, conde de Rosellón, marqués de
Oristan y de Gocceano, archiduque de Austria, duque de Borgoña y de Brabate y
de Milán, conde Flandes y de Tirol. (11) |
Y la lista no es exhaustiva. Esta
enorme acumulación de poder producía naturalmente miedo en unos y admiración en
otros. Dos de estos últimos, escritores de este periodo, consideraban que la
amplitud y diversidad de la monarquía le daban derecho a aspirar al dominio
universal. Más significativas que las de los arbitristas castellanos, son las
obras, más políticas que económicas, de Antony Sherley y Tommaso Campanella. El
padre de Sherley había participado contra España en las operaciones piratas del
tiempo de Isabel; Campanella dirigió personalmente en su tierra nativa de
Nápoles una rebelión contra los españoles. Sin embargo, los dos creían que la
monarquía filipina era una unidad potencialmente coherente y autosuficiente,
aunque quizá no toralmente homogénea. Los dos estudiaron el tema de los
recursos, Sherley desde un punto de vista material, Campanella desde una
perspectiva más espiritual o filosófica.
El gran memorándum del primero, El peso
político de todo el mundo, estaba dirigido a Olivares con fecha d 1622, y
ha merecido justificadamente la consideración de ser una de las primeras expresiones
de Weltpolitik. La realización
definitiva de la monarquía, argumentaba Sherley, sólo se podría conseguir
mediante la “autarquía”. Examinaba detalladamente sus amplios recursos
naturales, dando a entender que la explotación adecuada e intercambio de los
mismos podrían liberarla de la independencia de los recursos de sus rivales en
la lucha constante por alimentar y vestir
la población de la monarquía, por estimular sus economías y atender a
las exigencias de la defensa.
Mientras Sherley fue, quizá, el más
cabal representante de los que veían el poder a través de la lente del
mercantilismo, Campanella adoptaba un punto de vista diferente, pero no menos
amplio. En varias obras utópicas, entre las que se encuentra Sobre la monarquía española (ca. 1610),
hablaba del Imperio Español y de su capacidad de unir diversos talentos e
intereses en un objetivo común, la creación de una comunidad mundial pacífica y
orientada hacía lo espiritual: “Los portugueses y genoveses dominan el comercio
y la navegación; los holandeses, todo lo que tenga que ver con las manufacturas
y las máquinas; los italianos, los problemas administrativos; los españoles,
los relacionados con la guerra, la explotación, la diplomacia y los asuntos
religiosos” (12).
Para
él, el futuro estaba en la ciencia y la tecnología, y cuanto más fomentara
España el desarrollo de éstas áreas, tanto más sería posible realizar su
destino universal. En especial, era partidario de la fundación de escuelas
náuticas, “pues el dueño del mar siempre será dueño de la tierra”.
El optimismo de estos pensadores se
puede interpretar como un contrapeso a los lúgubres diagnósticos de los
economistas políticos de la misma Castilla. Pero, en la práctica, por mucho que
Olivares y otros pudieran soñar al respecto, el lujo representado por este
programa resultaba inalcanzable por el contexto de emergencia continua en que
se movía el gobierno español. En los años 1620-30 se produjo el abandono
definitivo de los intentos de organizar todos los aspectos del sistema español mediante
la actuación oficial del gobierno –la tendencia burocrática conocida como administración- y el recurso
generalizado a su alternativa más débil e incierta, el contrato ad hoc con una
empresa privada, o asiento. Esta es
una de las numerosas paradojas de la política de Olivares. Lo que intentaba
Olivares era imposible, y quizá sea correcto juzgarle considerando lo cerca que
estuvo de lo imposible.
Al menos en términos demográficos los
recursos disponibles no experimentaron ningún retroceso entre la peste de
Castilla (1599-1601) y la de Milán (1628—30). Sin embargo, aunque la mayoría de
los moriscos no podían realizar el servicio militar, la expulsión tuvo que
suponer una mayor presión indirecta sobre la capacidad de la península en este
sentido. De hecho, la monarquía no iba a tropezar con problemas insuperables de
reclutamiento hasta los años 40, pro las poblaciones de España, Italia y
Flandes habían dejado de aumentar, y el cubrir las continuas bajas producidas
en tercios fue siempre una actividad dolorosa e insegura. Entre 1607 (fecha del
primer armisticio con los holandeses) y 1621, el problema fue relativamente
moderado; cuando, en los años 20, el problemas se intensificó en forma
inexorable, hubo dos factores que pudieron facilitar algo la situación. 1. El constante afluir de la población a las
ciudades quizá redujo la necesidad de recorrer los distritos remotos de
Castilla y Nápoles a la búsqueda de hombres para el ejército, práctica que
luego sería omnipresente. 2. La misma depresión económica, al aumentar el
desempleo, pudo haber liberado hombres para el ejército.
La destrucción móvil de los ejércitos
producía trastornos locales periódicos, que, a su vez, obligaban a los hombres
a alistarse por falta de otros medios de subsistencia. Es igualmente posible
que la profunda depresión económica de la generación anterior a 1621, que
alcanzó un punto álgido –especialmente en el Norte de Italia- en 1619-22,
tuviera resultados semejantes. En otras palabras, el fenómeno de “poner una
pica en Flandes” quizá tuvo causas semejantes al notable aumento dl número de
vagabundos y bandidos en el Mediterráneo durante este periodo. Si fuera así, se
podría pensar que la decadencia económica fue realmente una ayuda para el
esfuerzo bélico español, al menos en plazo corto o medio. La hipótesis parece
especialmente válida para las dependencias italianas, donde la depresión
agraria iniciada en torno a 1590 se fue extendiendo gradualmente a las ciudades
y centros industriales hasta la crisis de 1620. En 1591, los italianos integrados
en el ejército de Flandes no pasaban del 2,6%; en 1601 la cifra se acercaba ya
al 5%, y en 1610 llegaba al 10%, para seguir aumentando a lo largo de toda la
Guerra de los Treinta Años (13).
Sea como sea, el establecimiento
militar español gozó de una salud excepcionalmente buena durante las primeras
campañas de la guerra. Madrid controlaba cuatro ejércitos de operaciones,
situados en Flandes, Renania, Europa central e Italia, cada uno de ellos con
las dimensiones que se podían considerar óptimas para la época (20.000), además
de un número dos veces mayor de tropas de guarnición. Por otra parte, se había
creado, desde 1617, una flota prácticamente nueva, y se estaban construyendo
unos cincuenta galeones, adaptados para el servicio en la Armada del Mar Océano, por no decir nada de otros escuadrones
auxiliares como el de Dunquerque. Teniendo todos los datos en cuenta, no hay
razones de peso para poner en duda las palabras d Felipe IV cuando, en 1626, se
vanagloriaba de que la monarquía tenía no menos de 300.000 hombres sobre las
armas.
La consecuencia inevitable de esta
expansión militar imponente fue una escasez creciente de suministros, y en los
años 1620-30 se produjo una desproporción entre los hombres alistados y la
capacidad de alimentarlos, vestirlos, equiparlos y darles su paga. Aun cuando
el programa interior de Olivares no hubiera tropezado con dificultades
políticas insuperables, es probable que nunca hubiera tenido tiempo para
madurar y superar las presiones a que estaba sometido en aquel momento el
sistema español. Se dieron varias órdenes improvisadas dentro del espíritu de
las panaceas del “memorándum de reforma” elaborado por el Consejo de Castilla
en 1619, y de las ideas arbitristas en que se inspiraba. Hubo leyes suntuarias
relacionadas con la Junta de la
Reformación, intentos de aumentar las restricciones a la importación y las
barreras aduaneras, así como de fomentar las industrias nacionales (por
ejemplo, cobre, acero y construcción naval). El embargo total del comercio con
los holandeses era un arma ofensiva muy eficaz, pero resultaba irrealista desde
el punto de vista de las necesidades esenciales del comercio español y la
economía andaluza. La tarea de resucitar una economía que estaba moribunda
desde hacía una generación era una tarea que superaba las posibilidades de una
administración que operaba permanentemente en condiciones de emergencia, que
tenía que tapar huecos y hacer reparaciones sobre la marcha con los únicos
materiales con que pudiera contar en el momento.
La decadencia de las manufacturas textiles y
metalúrgicas de España y del norte de Italia significó una mayor dependencia de
las fuentes de suministro alemanas o de otros lugares del norte de Europa. Al
generalizarse la guerra y aumentar el riesgo de los transportes, el coste de
las armas de fuego y de las armas blancas subió vertiginosamente y la búsqueda
de suministros constituyó una de las mayores preocupaciones de los miembros de
las juntas de Olivares. Ya en 1623 la necesidad de producir pólvora en grandes
cantidades llevó a la formación de una junta encargada de estimular los
aletargados centros manufactureros de España. Mayor importancia tuvo el
agotamiento de las reservas madereras de la península, como consecuencia de la
deforestación producida por diversos programas navales de Felipe II. Esto tuvo
repercusiones militares de gran amplitud, pues la madera era necesaria para las
picas, armas de fuego, carros, barriles y todo tipo de obras de asedio y
defensa que constituían el equipo indispensable para todo ejército. La escasez
en este campo fue todavía más grave en los escenarios marítimos. De hecho, el
rápido desarrollo de una nueva flota se produjo dentro de una situación de casi
completa “falta de medios”. Las provincias mediterráneas españolas no poseían materias
primas para construirla o mantenerla. Ya en 1623, por ejemplo, no era posible
conseguir mástiles de origen nacional: “Como no podemos obtenerlos de Holanda”,
anotaba Felipe IV “debemos escribir a nuestro embajador en Inglaterra en
indicarle que llegue a un acuerdo con los mercaderes de aquellas tierras o con
los de las ciudades de la Hansa para la entrega en Lisboa de una cantidad de
mástiles –siempre que nos sean transportadas en barcos holandeses-“(14). Lo mismo
podía decirse de las maromas, pez y alquitrán; en la práctica era imposible
evitar, la conexión alemana, y Madrid tenía que recurrir una y otra vez a los
intermediarios de Amsterdam. La triada dominante del grano, cobre y madera,
elementos todos ellos necesarios para el buen funcionamiento del sistema
español. Los comerciantes holandeses estaban deseosos de cooperar, pues tenían
casi la misma necesidad (para su industria pesquera) de la sal procedente de
los ricos depósitos de Portugal y Murcia. Gracias a este contacto, y a una
serie de fraudes y engaños, muchos de ellos con la connivencia indudable de las
autoridades españolas, se mantuvo la presencia holandesa en el comercio en el
norte de Europa y Sevilla. “A pesar de todas las prohibiciones de hacer trato
con los holandeses”, se quejaba un funcionario de Bruselas,” de hecho se les
permite competir con nuestros negocios incluso en mejores condiciones que los
propios súbditos de su Majestad” (15).
Cuanto mejor conocemos la laboriosidad,
imaginación y coherencia del grandioso proyecto de Olivares, más impresionante
resulta. Sin embargo, a finales de los años 20 su intento de catapultar la
potencia española hasta el Báltico, de asfixiar a los holandeses y de realizar
los sueños de Dherley tuvo que ser cancelado. Aunque se persistió en algunos aspectos,
el bloqueo económico perdió fuerza, y se permitió una vez más a Bruselas que
subcontratara con los holandeses y que consiguiera ingresos mediante la venta
de licencias y pasaportes comerciales. Mientras tanto el cuñado de Olivares,
marqués de Leganés, se vio obligado (en su condición de capitán general de
artillería) a conseguir un acuerdo con Simón de Silveira, el más destacado de
los nuevos aliados comerciales de la corona, en el que se determinaba el
reparto a mitades iguales de las armas y dinero que se pudieran salvar de los
naufragios ocurridos en aguas españolas.
El gobierno de Olivares fue siempre
capaz de resolver los problemas d la financiación de la guerra, aunque sólo
gracias a un gran esfuerzo y a un coste muy elevado. Había que realizar
continuamente cálculos de lo que necesitaba, negociar asientos de dinero, hacer transferencias de crédito y dinero, en
metálico, todo en un ambiente que nunca dejaba de ser tenso y muchas veces
frenético. Tuvieron que pasar diez años de guerra generalizada y producirse el
gasto increíble de 1625 antes de que aquel motor se recalentara y se parara por
primera vez en 1627. Esto resulta mucho más notable si se tiene en cuenta el
hecho d que las dos guerras de 1618 y 1621 se emprendieron con pleno conocimiento
del enorme bajón de las importaciones de metales preciosos durante el
quinquenio anterior.
La mayor proporción, con mucha
diferencia, de los ingresos que permitían atender las necesidades mencionadas
procedía, directa o indirectamente, del contribuyente castellano. Este hecho
nos obliga a preguntarnos: ¿hasta qué punto era necesaria una economía sana
para proseguir la guerra? Una posible respuesta nos la ofrece el profesor
Alcalá Zamora:
No
cabe ninguna duda de que las estructuras económicas de nuestro país dejaban
mucho que desear en 1620; pero también es cierto que poseía enormes reservas
de energía, que se gastaron durante los cuarenta años siguientes en el
esfuerzo más continuo y desproporcionado que nunca hiciera un pueblo. Una
nación exhausta habría sucumbido a la presión mucho antes (16). |
Durante los años considerados en este
capítulo, y hablando en términos aproximados, el presupuesto real anual pasó de
12 millones a más de 15 millones de ducados. Habría que descontar
aproximadamente la mitad para atender a la deuda de la corona; e incluso
durante los años comparativamente tranquilos de Felipe III, los gastos
militares periódicos oscilaban entre 4 y 5 millones de ducados. Durante los
últimos tres años del reinado, los contratos monetarios subieron de valor en
más de un 50%, llegando a 7,5 millones. La siguiente década fue la más
despilfarradora, desde el punto de vista de los préstamos, de todo el periodo
Habsburgo; tomando 1621 como año base, se llegó a 240 en el año de Breda. Esto
representa un incremento en el gasto de 250% (1615-25), frente a un aumento de
los ingresos del 25%. Después del doble golpe de la “suspensión de pagos” y de
Matanzas en 1627-28, la corona no volvió nunca más a conseguir crédito en esas
proporciones.
Casi todos los métodos adoptados para
negociar préstamos eran en cierta forma contrarios a la economía castellana. La
acuñación de vellón, por ejemplo, hacía estragos en la tasa de cambio,
perturbaba el sistema monetario y era un fuerte golpe para el capitalismo.
Además, gran parte del cobre utilizado en el proceso se tenía que comprar a
Suecia a través de los buenos oficios de los holandeses. Pero entre 1621-26
aportó 2,6 millones de ducados al Tesoro. Luego se vio sustituido por aumentos
proporcionales de los millones, impuesto extraordinario sobre las ventas que
era muy perjudicial para los negocios y a la inversión. Además, la dinastía se
fue reduciendo gradualmente a la ruina y a la impotencia política durante la
Guerra de los Treinta Años. En sus primeros años Felipe IV redujo sus propios
gastos domésticos anuales en un 75%, dejándolos en 500 mil ducados. Recurría de
forma periódica a la enajenación de sus propios patrimonios, e hipotecaba muchas otras fuentes de ingresos
ordinarios. Cientos de derechos reales y pequeños privilegios feudales fueron
desapareciendo como consecuencia de la búsqueda de dinero en efectivo, en un
proceso que minó gradualmente la misma estabilidad del gobierno. Igual que las
cuestiones económicas, las consideraciones de buena administración política no
podían obstruir la fuerza irresistible de la guerra.
Conviene mencionar una innovación
producida en el campo fiduciario. La fortaleza de la situación de España en
Italia se puede juzgar atendiendo a la aportación militar realizada, no sólo
por las dependencias directas, sino también por los pequeños príncipes
satélites, al ejército que expulsó a los franceses de Génova en 1625. Sin
embargo, antes de este periodo, la tentación de explotar económicamente a las
provincias italianas no se había puesto en práctica por miedo a dificultar el
control político. Este principio se abandonó por primera vez en 1620, cuando se
consiguió un “asiento” de un millón de ducados con las rentas reales de Milán,
para su utilización en Flandes. Poco después se decidió imponer un nuevo
impuesto bélico, al principio reducido y de pequeña escala, en Nápoles y
Sicilia. Como decía Felipe IV al presidente del Consejo de Italia: “La actual
situación de mis reinos me obliga a buscar todos los medios posibles de
conseguir rentas con los que pueda defenderlos. Uno de los que parecen más
indicados para este objetivo es la extracción de un millón de ducados de los
reinos de Nápoles y Sicilia” (17). La suma
implicada en estas transacciones indica que Madrid tenía conciencia del alcance
real del descenso vertiginoso de los ingresos en metales preciosos, que
equivaldría a una pérdida de un millón de ducados anuales; y que se consideraba
que las fuentes italianas serían un sustituto adecuado en lo que se consideraba
un problema meramente pasajero. De hecho iba a resultar permanente, y
significaría el comienzo de una nueva era en la financiación bélica de la
monarquía. El Viejo Mundo tenía que acudir a restablecer el equilibrio del
Nuevo.
En cuanto a la famosa riqueza de las
Indias, los ingresos de plata no representaron nunca más que una fracción de
los fondos administrados por la Hacienda real. Por otra parte, su valor como
garantía de los préstamos le dio un considerable valor extra sobre todas las
demás fuentes de ingreso. En los años que precedieron a Breda, la inflación de
precios, incrementada por las guerras, volvió a alcanzar los niveles máximos,
aumentó el valor del metal. En parte por esta razón, los banqueros alemanes y
genoveses de la corona estaban siempre dispuestos a negociar. Incluso después
del serio descalabro de 1627, aquel sistema desvencijado tenía posibilidad de
arreglo, mientras durara la llegada anual de la flota de la plata a Sevilla,
tal como venía ocurriendo desde hacía un siglo, con la misma seguridad con que
salía el sol. En las negociaciones de 1627, cuando quebraron algunas grandes
firmas genovesas, Olivares persuadió a una rama de los Fuggers para que
abandonara a la monarquía, y consiguió un nuevo “asiento” con un grupo de
financieros judíos de Portugal. Las cosas parecían razonablemente propicias
para las campañas de 1628, el año de Mantua y Matanzas.
Política
Durante este
periodo, quedó firmemente establecida la influencia de dos poderosos favoritos.
La autoridad del duque de Lerma quedaba consagrada en un instrumento
constitucional de 1612; Olivares había llevado a cabo las maniobras necesarias
para conseguir su posición antes del año de 1623. Todas las grandes cuestiones
de la paz y de la guerra, tratados y alianzas, se presentaban al Consejo de
Estado, o en primera fase o en un periodo más adelantado. Para el rey y su valido, el actuar en oposición flagrante
a la opinión de la mayoría, expresada formalmente en una consulta constituía
una operación arriesgada (18).
La
dependencia de la corona de los grandes señores seculares y eclesiásticos que
ocupaban los puestos del Consejo constituía una penosa realidad en toda una
gran variedad de asuntos. Sin embargo, en el curso de estos veinte años se
puede apreciar una clara regresión de la autoridad del estado. Hasta 1622,
aproximadamente, tenía una función consultiva y ejecutiva, que encajaba con el
estilo político de Lerma y Felipe III; con Olivares, se vio privado de forma
casi imperceptible de su poder ejecutivo, y con el tiempo llegó a perder gran
parte de su función consultiva. En los años 30 se había convertido en un simple
apéndice del gobierno.
Naturalmente, la corona podía siempre
maniobrar para conseguir una respuesta dócil, mediante el tipo de presión que
se da en los actuales gobiernos donde existe un consejo de ministros, y muchas
veces esto era suficiente para las aspiraciones del valido. En especial, el gobierno podía explotar la tensión entre
los Consejos de Estado y Finanzas, consecuencia del intento de este último por
intervenir en las funciones del primero (algo parecido a las relaciones entre
el Consejo de Ministros y Hacienda, en la actualidad). Los dos predecesores
inmediatos de Felipe IV los habían utilizado cuando las circunstancias lo
requerían, y se podría decir que el gobierno mediante junta era esencialmente
era una respuesta a la guerra más que una característica de un estilo político
per se. Con las guerras aumentaban las juntas, y con Olivares se convirtieron
en la norma en vez de la excepción, y podían ser de carácter improvisado o fijo,
como demuestra suficientemente la larga vida de la Junta de Estado y de la Junta
de Medios.
Conviene
señalar otro punto para tratar de corregir la opinión todavía dominante sobre
el gobierno mediante valido como si
fuera la delegación total de “todo” el poder ejecutivo. El papel de los reyes
en el gobierno parece que fue considerablemente más importante que lo que
habían supuesto los autores de hace algunos años. La actitud “whig-liberal”
que, con alusiones moralistas, dominó
las obras del siglo XIX. Algunos estudios recientes sobre Felipe III y su hijo
coinciden prácticamente en reivindicar sus talentos administrativos. En el caso
del segundo, la revisión es completa. Según Alcalá-Zamora,
Felipe
IV participó, se informó y tomó decisiones en todos los asuntos de gobierno.
Los que ha trabajado con la documentación original se ven continuamente
sorprendidos por este hecho y llegan a la convicción de que se han visto
engañados por las referencias a su “indolencia”. Al menos durante los últimos
veinte años de reinado, el ritmo de trabajo del rey es comparable, y muchas
veces superior, al de su abuelo (19). |
La arraigada creencia del propio
Olivares en el sagrado deber de gobernar que tenía su señor se ve confirmada
por las notas, comentarios y firmas del rey en innumerables documentos de su
reinado, tanto si eran trascendentales como de poca monta. En resumen, se puede
afirmar que, al menos durante este periodo, la política corría a cargo de un
aparato flexible, que, aunque de estructura jerárquica y de naturaleza
oligárquica, tenía como base los consejos y el consenso.
Los memorándums oficiales, los
panfletos políticos, los sermones, las manifestaciones dramáticas y poéticas,
todo estaba imbuido del sentido de misión y se lamentaba de la afronta que la
retirada del norte había supuesto paras el honor de la monarquía. La
determinación del nuevo régimen de “recuperar la reputación aunque fuera a
cañonazos coincidía con un sentido popular, pues los primeros años 20
estuvieron dominados por un entusiasmo casi revolucionario en favor de una
guerra contra la herejía, campaña que iba asociada a la eliminación de los
partidarios de Lerma, del gobierno y de la burocracia.
La visión de Lerma era, bastante más
limitada que la de muchos otros ministros; y su caída en 1618 estuvo
relacionada con su derrota en el Consejo de Estado a propósito de la cuestión
alemana, y la victoria de Zúñiga, tío de Olivares, y el mejor situado e
implacable de los portavoces del “partido de los halcones”. No obstante, la
posición del duque había previamente minada por este grupo, en el que se
incluían Feria y Oñate, así como Osuna, que, más tarde sería proscrito como
cliente de Lerma. El grupo había optado por
la opción de reanudar la guerra en 1621. Ya en 1617, el tratado de Oñate
con Fernando de Estiria había puesto las bases de la futura colaboración de los
Habsburgo. Ese mismo año se había tomado la decisión de revitalizar la flota,
tan descuidada en ese momento, y se firmaron los primeros contratos para la
creación de una nueva Armada del Mar
Océano. Desde Nápoles, Osuna se impacientaba ante los proyectos de los
enemigos de España. “Esta actitud pacifista no sirve más que para oprimir mi
alma”, regañaba a Flipe III, y “para dar satisfacción a los que tienen celos de
la monarquía… Lo único que hace falta es que Su Majestad se muestre resuelto, y
España no os defraudará” (20).
Las
opiniones de Osuna eran perfectamente conocidas; más revelador fu l apoyo del
archiduque Alberto y de Ambrosio Spínola, desde Bruselas, a la intervención en
Alemania en 1618. Estos hombres habían sido los principales promotores de la Tregua de Amberes, y, en definitiva,
veían la necesidad de tomar medidas preventivas en el Rhin en forma de
operación policiaca que permitiera salvaguardar el territorio y animar a los
holandeses a renovarla en condiciones más favorables a Bruselas. Sin embargo,
eran partidarios de la llamada “teoría del dominó” o de contención de los
enemigos de España, bien vista entre los “halcones” y más adelante
perfectamente desarrollada por Olivares: “Grandes y fundamentales peligros
amenazan a Milán, Flandes y Alemania. Y un golpe así sería fatal para esta
monarquía, pues, en caso de que experimentáramos una gran pérdida en uno de
estos puntos, los demás seguirían el mismo camino, y después de Alemania, sería
Italia, después de Italia, Flandes, luego las Indias, Nápoles y Sicilia” (21).
El problema crucial para las relaciones
de España con todos sus vecinos era que la defensa de este principio implicaba
necesariamente la protección constante de los pasillos de comunicación entre
sus dependencias –especialmente en los Alpes, Renania y Canal de la Mancha-. En
este punto, la contención se transformaba en una actitud más agresiva: no solo
bastaba con contener, había que hacer retroceder cuando fuera necesario. Por
muy reacios que fueran a aceptarla cuando se aplicaba en concreto en los Países
Bajos, ésta era, sin embargo, la
conclusión lógica de la línea mantenida por Alberto y Spínola. Después el
fracaso de la diplomacia, Madrid se preparaba para lo peor, y con visión
retrospectiva podemos interpretar la visita de Felipe III a Portugal en 1619,
deber que venía aplazando desde más de 20 años, con un símbolo del giro hacia
el norte, igual que la peregrinación original de su padre hacía cuarenta años.
En Lisboa el rey cayó gravemente enfermo
y Zúñiga interrumpió sus esfuerzos por conseguir ayuda en favor de una línea
dura contra los holandeses para escribir al archiduque Alberto y hablar sobre
el heredero: “El príncipe es de buen temperamento y muy robusto… Dios le guarde
así, pues es un muchacho agudo y tiene una extraordinaria aptitud para las
cosas” (22).
En 1623, Felipe IV, rechazó la
propuesta de celebrar conversaciones presentada por los holandeses y observaba
que había que “actuar cuidadosamente, pues la experiencia nos dice que dejar
una puerta abierta sólo puede aportar ventajas”. Por su parte, Olivares no
flaqueó en ningún momento en su insistencia en el “plan de los tres puntos”,
las condiciones españolas que habían
parecido inaceptables en 1619-21. Éstas eran: 1. El reconocimiento de la
soberanía de los Habsburgo; 2. Libertad de culto para los católicos holandeses;
3. Restauración del acceso comercial a Amberes a través del Escalda.
La primera de estas cuestiones se
refería a la alianza con el emperador Alemán, fruto de la labor realizada por
Oñate y Zúñiga, y renovada periódicamente hasta el final de la Guerra de los
Treinta Años. Éste fue el único factor nuevo de importancia en la alineación
del poder cuando se compara con la de los años 1580-1590; mientras tanto,
Francia e Inglaterra habían considerado necesario saltar a la palestra aun
cuando no tuvieran la amenaza de un acto familiar entre los Habsburgo. Olivares
estaba completamente decidido a mantener los vínculos con Austria, y rechazó
todas las objeciones. En 1623 sacrificó la amistad de Inglaterra, fomentada con
tanto esmero durante la década precedente, rechazando la solicitud de Carlos I
de la mano de la infanta, a quien él había destinado a fortalecer los lazos con
Viena. Hizo caso omiso de la gradual reaparición de la antigua conexión
franco-holandesa después de que Richelieu se hubiera hecho con el poder en
París en 1624. La alianza austriaca era cara; entre 1618 y 1628 unos 350 mil
ducados anuales de plata cruzaron los Alpes con dirección a los ejércitos de
Tilly y Wallenstein. Para Olivares era fundamental conseguir una declaración de
guerra de Austria contra los rebeldes holandeses, lo mismo que España había
ayudado a Fernando contra los de Bohemia. Los imperiales y los jefes de la Liga Católica eludían siempre el
compromiso. Como el mismo Felipe admitía en 1623, “es terrible que los
ejércitos, que tanto nos deben por la ayuda prestada en todo lo que se refiere
a la integridad del imperio, se nieguen a unirse a nosotros contra los holandeses,
manteniendo la neutralidad ante tal infamia” (23).
Este desliz del rey provocó algo
parecido a una reprimenda por parte del conde-duque: “Debe entenderse, que los
ejércitos de su majestad no han dejado nunca, ni dejarán en el futuro de acudir
en ayuda del emperador y de la Liga Católica” (24). Es fácil comprender la obstinación de Olivares
en este punto, pues Austria y Baviera eran un eslabón vital en la única cadena
existente de comunicaciones terrestres con Renania y los Países Bajos, a través
de los pasos de la Valtelina en los Alpes, tan tenazmente defendidos desde su
ocupación en 1620. El acuerdo con Fernando II garantizaba también la posición
de España en la misma Renania. Por encima de todo, Alemania era la única
esperanza de Olivares para llevar a buen término su programa bélico, pues era
el único medio por el que la potencia española podía llegar hasta el Báltico.
Este era un lago protestante en el que
se basaba el poder y riqueza de los holandeses. Los holandeses habían acaparado
materiales estratégicos –especialmente marítimos-, como la madera, cáñamo,
alquitrán y cobre, gracias a su fuerte presencia en Suecia. Ellos imponían las
condiciones del suministro de cereal a la necesitada Europa meridional mediante
su intervención directa en Danzig. Sin embargo,
en estos escenarios esenciales todo dependía del acceso al Báltico,
cerrado a España por el control de holandeses y daneses sobre el Skaggerak. Así
pues, los planes del conde-duque dependían de la eliminación de este obstáculo,
mediante la ofensiva de Wallenstein y la captura de una base naval en el norte
de Alemania. El emperador estaba satisfecho ante la idea de una flota de los
Habsburgo para el Báltico creada con recursos españoles y la experiencia
flamenca.
El conde-duque estaba muy interesado en
conseguir un tratado específico de coalición que uniera a España, Austria y
Baviera contra todos los que pudieran intentar atacarlas. A primera vista, esto
parece justificar el “enfrentamiento de dos mundos”, la gran lucha
religioso-cultural descrita por autores como J.V. Polisensky (25). Aunque Olivares era consciente de la oposición
ultracatólica a Richeliu dentro de Francia, para él tenía mucho más interés la
postura de la facción hugonote, debido a su sólida base material y potencial estratégico.
Por eso, durante la década de 1620-30, trató de llegar a un acuerdo con los
líderes hugonotes que pudiera mantener viva en Burdeos y Languedoc la llama de
la resistencia a París. Tal sugerencia merecía el anatema para los
“tradicionalistas”, y en el Consejo de Estado fue rechazado por una gran
mayoría en 1624. Pero el valido no se desanimó y, mientras a los buenos
católicos franceses sólo se les ofrecía ayuda económica. En 1629, cuando se
sentía más seguro políticamente, Olivares ofreció a estos últimos la enorme
cantidad de 600 mil ducados anuales. Pero entonces ya era demasiado tarde; la
caída de La Rochelle en 1629, el día de Los Inocentes en 1630, representó el
fin de la resistencia afectiva a Richelieu procedente de los dos elementos
religiosos de la política nacional francesa, y la guerra de Mantua iba a
demostrar las consecuencias para el esfuerzo bélico español.
Actitudes
Madrid era,
realmente, la corte mejor informada de Europa. En ningún momento anterior ni
luego hasta el apogeo de la influencia de Luis XIV había tenido un gobierno
tanta inteligencia a su disposición. El suministro de noticias, análisis y
previsiones era en parte una actividad profesional. El sistema diplomático
oficial, y, en las dependencias, el de la administración regional, suministraba
información recogida en las cortes nacionales, pero trabajaba también en los
informes de cientos de agentes que operaban en niveles inferiores, en casas de
bebidas, posadas, iglesias, teatros y bolsas. La monarquía contaba también con
la ayuda de muchas otras personas, además de estos funcionarios que figuraban
en nómina: simpatizantes por motivos religiosos, movidos esencialmente por
motivos personales; desertores de estados rivales; cientos de personas viajeras
que tenían una relación contractual con el sistema español, como comerciantes,
financieros y sacerdotes (26). Muchos de estos esperaban lógicamente
recompensas o ser ascendidos, pero con mucha frecuencia colaboraban atendiendo
a un imperativo moral que daba un tono diferente a su información, un tono de
fanatismo ciego y a veces deformador.
Los misarios secretos de los Habsburgo
acechaban, sino en todas partes, ciertamente en muchos lugares; y aunque no
estuvieran tratando explícitamente de acabar con la seguridad e integridad del
país anfitrión, estaban indudablemente favoreciendo la política de España Por
toda Europa, en los años posteriores a la muerte de Enrique IV de Francia, se
pueden identificar grupos pro y antiespañoles, y entre los sectores de la
sociedad que normalmente no demostraban demasiado interés por la política
solían tomarse posiciones en uno o en otro sentido. En muchas capitales
europeas eran frecuentes las contraseñas y obsesiones. En esta última etapa
floreciente de la Contrarreforma, se observaban señales de odio religioso
virulento hacia Roma, la orden jesuítica y la Inquisición. En el intervalo
entre dos largas guerras contra la hegemonía de los Habsburgo, la aprensión
política era profunda. La determinación de Castilla a conservar su monopolio
sobre los recursos ilimitados de la riqueza y comercio de ultramar provocaba
envidias y ambiciones comerciales. Cada una d estas actitudes encontraba su
respuesta contraria entre los defensores y beneficiarios del poder español,
dando lugar al tipo de debate que se ha reproducido siempre que ha estado en
serio peligro el equilibrio de la influencia política en Europa.
En el área de la cultura española, al
menos las ideas mercantilistas de los arbitristas habían terminado por ser
adoptadas a través dl aislamiento de Felipe II. Ya no se importaban ideas
europeas en España; en cambio, las de la península se exportaban en gran
cantidad. Mientras Shakespeare tuvo que esperar dos siglos para conseguir
producir impacto en el continente, el Don
Quijote de Cervantes se tradujo al inglés en vida del autor. Todas las
grandes novelas picarescas del Siglo de Oro aparecieron en inglés y en las
lenguas europeas de más importancia poco después d su publicación original.
Dichas obras, como las menos literarias de Bartolomé de las Casas y Antonio
Pérez, presentaban con frecuencia una imagen muy crítica de Castilla y sus
prejuicios que pudieron dar pábulo a los enemigos de España. Por otra parte,
docenas de obras de jurisprudencia y vida religiosa, volúmenes de poesía
mística, los dramas de Lope de Vega y los lienzos de los pintores españoles
eran también ampliamente imitados y admirados, formando una influencia que
irradiaba a través de los centros comerciales del sur de los Países Bajos y el
norte de Italia. Los volúmenes españoles –o al menos los de la cultura de
influencia del Mediterráneo occidental- ocupaban las estanterías de las
bibliotecas de muchas familias influyentes de Praga, Londres y París. Su
influjo seductor se puede apreciar en la conducta de hombres tan diferentes
como Martinitz, Corneille, Carlos I y Richard Crashaw. Este ambiente cultural d
la Pax Hispánica tenía también su
lado material; en muchos aspectos de la moda y el gusto, el gusto español
estaba a la moda.
En las Provincias Unidas no había
ningún partido o interés que se pudiera denominar exactamente “pro-español” en
el sentido que la palabra adquiría en otros contextos. Sin embargo, había una
parte de la nación política, especialmente n el estado de Holanda que se
inclinaba hacia la moderación. Esta actitud giraba en torno a la eminente
figura del Gran Pensionario Oldenbarnevelt, aunque en parte contra su voluntad.
Oldenbarnevelt era el estadista a quien, junto Guillermo el Taciturno,
pertenecía el mérito de haber arrancado a la república de la sujeción a España;
pero, por otra parte, se había adherido fuertemente a la decisión de aceptar la
tregua de 1609. Sus seguidores estaban satisfechos con la Tregua de Amberes
como solución permanente de las diferencias holandesas con la dinastía
Habsburgo, y estaban dispuestos a renunciar a los Países Bajos meridionales,
dándolos por perdidos para la nación.
Como era frecuente en este periodo, la
división de opiniones se expresaba por medio de la religión. El “movimiento de
la reforma conservadora” de la Iglesia reformada, a la que se inclinaba el
bando de Oldenbarnevelt, procedía de las ideas tolerantes y erasmistas de
Arminius, y quería resistir a la presión de los sínodos calvinistas en favor de
una reanudación de la guerra santa y de la expansión colonial. Sus oponentes, no
querían ningún trato religioso con lo que consideraban ideas cripto-romanas,
exigían un desafío al monopolio español en el Atlántico, y un ataque en regla
al jesuítico régimen de los Habsburgo de Bruselas que oprimía a las provincias
meridionales de la patria. Para ellos, Oldenbarnevelt era, en palabras de un
panfleto anti-arminiano, el “Consejo Español”. La lucha que siguió fue una de
las más profundas con que se ha enfrentado la república en toda su historia,
pues giraba en torno a la misma naturaleza del estado y sociedad holandesa.
Aquí, como en Inglaterra, donde a lo largo de una generación el término
“arminiano” iba a significar algo así como compañero de viaje de la tiranía
papista, el reto presentado por la monarquía española hacía plantearse preguntas
sobre la misma identidad de la comunidad.
Había contactos entre Inglaterra y las
Provincias Unidas –como entre éstas y los estados alemanes y bálticos- en una
amplia gama de aspectos culturales y económicos. Esta actitud se veía fomentada
por el desprecio mal disimulado de Jacobo I hacia los burgueses de Holanda. Sin
embargo, los espías españoles, como Manuel Sueyro en La Haya y Jacob van Male
en Londres, informaban continuamente de las llegadas, actividades y marchas de
los soldados y eclesiásticos de un país en el otro. Porque, en definitiva, las
realidades estratégicas del siglo XVI habían cambiado muy poco. Como decía
Thomas Scot, el más convencido de los escritores antiespañoles “debemos
mirarnos a nosotros mismos cuando las cosas de nuestros más próximos vecinos
están en llamas” (27). Además de esto, los intereses de
ingleses y holandeses coincidían en el tema específico y emotivo del Palatinado.
Federico, el Rey de invierno de Bohemia, se había casado con una inglesa,, lo
que le había merecido grandes simpatías entre la población y, por otra, tenía
un consejo político procedente de las Provincias Unidas, lo que le permitía
contar con ciertas ayudas económicas, aunque limitadas. El Elector Palatino y
su princesa Estuardo, eran el centro de la esperanza protestante en Inglaterra,
incluso antes de los trágicos acontecimientos de 1618, mientras que después de
ello el influyente “lobby palatino” era una espina clavada en el costado de
Gondomar y Jacobo I. La tormenta de antipatía suscitada por el embajador
español es única en la historia inglesa, y el atormentado Thomas Scot es
solamente el más conocido de docenas de escritores cuyas opiniones reflejan el
odio popular a España durante este periodo. Para Scot, Gondomar era el
“Maquiavelo español”, y el diablo, vestido de cardenal, supervisaba los
cónclaves de Madrid. En los primeros años 20, después de apostrofar contra
Jacobo por no haber ayudado a su hijo político, huyó al exilio en Holanda,
convirtiéndose en uno más de una generación de radicales religiosos ingleses,
que dedicaron sus vidas a mantener entre las repúblicas hermanas la identidad
de intereses que constituía la única garantía de seguridad para ambas.
Fue a través de la seductora influencia
de la brillante corte de los archiduques de Bruselas, y de su poderosa
organización religiosa, como muchos católicos ingleses llegaron, en expresión
de Cromwell, a “españolizarse”. Por
cada pluma y cada espada puesta al servicio de los holandeses. Otra se
consagraba también a los intereses de Alberto e Isabel: “Me preguntas sobre el
deseo manifestado por algunos caballeros ingleses de servirme en los Países
Bajos”, escribía Felipe III a Alberto n 1619. “Parece buena idea examinar qué
es lo que pueden ofrecer, pues, en caso de ser buenos soldados, su ayuda podría
ser de gran valor cuando expire la tregua con los holandeses” (28). Fue, por
tanto, en los Países Bajos donde tuvo lugar en los años 20 y 30 lo que se
podría llamar, ensayo general del conflicto armado que iba a estallar una
década más tarde en la misma Inglaterra. En los asedios y marchas de las
fronteras holandesas, luchaban en campos contrarios no sólo los ingleses, sino
también franceses y alemanes. El curtido veterano de las guerras de Flandes se
convirtió en un estereotipo de la literatura y de la pintura de toda Europa
occidental, no sólo de las de Castilla.
En Francia, el papel desempeñado por el
partido ultra-católico, apoyado por los enviados españoles Cárdenas y Mirabel,
resulto siempre favorable a Madrid. Generalmente los devotos de la Iglesia dela
Contrarreforma, y profundamente influidos por el misticismo castellano,
desconfiaban de la dinastía borbónica y de sus orígenes heréticos. Mientras que
en Inglaterra era el interés antiespañol lo que se oponía al desarrollo del
poder real centralizado, en Francia ocurría lo contrario. Entre estos
simpatizantes había grandes magnates provinciales, muchos prelados y príncipes.
Buscaban una política de cooperación con España en su postura contra la
herejía. Durante la regencia de María de Médicis la influencia de este grupo se
extendió por todas partes; tras la subida de Richelieu al poder se enfrentaron
tenazmente a su política.
Incluso un hombre como Francois du
Tremblay (que más adelante, con el nombre de padre José, sería el principal
auxiliar de Richelieu y verdadero martillo de los Habsburgo) fue en sus
primeros años partidario de las actitudes descritas. No se puede decir lo mismo
del propio Cardenal; durante una breve estancia en el poder, en 1616 envió un
representante francés a los príncipes alemanes para “decirles que Francia no
apoya a España en ningún sentido, y ofrecer su ayuda a todo el que se oponga a
las maquinaciones españolas en Alemania” (29). La que fue prácticamente su
primera acción al volver al consejo real en 1624 consistió en acceder a la
solicitud de ayuda presentada por los holandeses y que sus antecesores no
habían tenido en cuenta. En estas dos áreas, el reino de Francia podía
contribuir a conseguir l agotamiento gradual de la fuerza española. Sin
embargo, el objetivo estratégico principal era uno en que la guerra por poderes
nunca podría resultar decisiva.
Alemania proporcionaba a Richelieu una
base firme de progreso. En los años 20, por el contrario, parecía que Italia
iba a acabar con todas sus esperanzas. De todos los príncipes influyentes del
norte de Italia, sólo el empedernido intrigante que era Carlos Manuel de Saboya
respondió con algo más que evasivas corteses a los intentos de Francia de
buscar una base de apoyo. El hecho era que la situación española en Italia había
garantizado la estabilidad y seguridad de la Península durante más de medio
siglo, y esto, junto con los enormes intereses personales implicados en ello,
resultaba muy satisfactorio para los italianos. “Italia estaba gobernada con
métodos españoles, por medio de la Inquisición y el espionaje, la supresión de
la libertad de pensamiento y de acción”. Esta era, la razón por la que “en los
escritos de la época encontramos tan pocas alusiones a las desventajas del
dominio español, y muchas a las ventajas del mantenimiento de la paz” (30).
En realidad, los estudios más
recientes sobre las dependencias italianas han demostrado la solidez social de
todo el aparato de gobierno español, desde Milán a Sicilia. Cierto es que hasta
1628 no habían comenzado a producir resultados desagradables las medidas de
exacción financiera de la corona; pero incluso cuando se creó tal situación no
hay muchas pruebas de que se produjera un cambio de lealtad por parte de la
clase gobernante, ni siquiera en las actitudes básicas de los mismos
“populari”. El avance de Richelieu en Mantua se iba a producir no como
consecuencia de la debilidad, sino a pesar de la fuerza del imperio
hispano-italiano.
El año de 1618 fue el momento en que se
produjo la explosión de todos los elementos que integraban el dinámico conjunto
que hemos descrito. En Praga y en Amsterdam la solución favoreció a las
agrupaciones anti-Habsburgo de línea dura. Los bohemios de Martinitz y Slavata,
en quienes Oñate había depositado toda su esperanza, se convirtieron en un
ejemplo poco común en la historia al ser arrojados literalmente de su cargo. En
las Provincias Unidas, la ejecución de Oldenbarnevelt y la condena de los
arminianos en el Sínodo de Dort (1618-19) significaron la victoria de los
partidarios de la línea dura en la negociación con España. Después del tratado
matrimonial franco-español de 1612, Felipe III (que firmaba vuestro buen padre) mantuvo
correspondencia periódica con su hijo político, Luis XIII. Este intercambio fue
interrumpido durante dos meses por iniciativa española al tener noticias de la
rebelión de Praga..
CONCLUSION
En la medida
en que una aspiración de esta índole puede llegar a considerarse como un éxito,
el intento español de mantener su hegemonía europea estuvo muy cerca de
conseguirlo en el momento de la rendición de Breda, en 1625. La gigantesca y
lenta operación con la que Spínola llegó a sitiar la gran fortaleza creó una
especie de remolino bélico que absorbía todos los recursos militares de ambos
bandos. La confrontación atrajo la atención de toda Europa, y se desarrolló en
una escala semejante a la de Verdum y adquirió la significación simbólica de
Stalingrado.
La monarquía casi se hundió bajo el
peso del esfuerzo, pero el éxito parecía haberlo justificado. De hecho, fue una
victoria pírrica, como pocas ha habido. Cuando los soldados exhaustos,
desnutridos y harapientos del marqués de Spínola entraron en Breda, se
maravillaron ante la fortaleza de sus defensas, y la verdadera cornucopia de
sus reservas de alimentos y materiales. Sin embargo, desde el punto de vista de
Madrid parecía que estaba a punto de producirse el tanto tiempo esperado
veredicto de los cielos sobre los rebeldes holandeses, así como sobre los de
Bohemia.
El agotamiento físico que España
experimentó durante la Guerra de Mantua en 1629, Flipe IV vivió intensamente el
hecho de la debilidad de la justificación de España en aquel conflicto había
movido el péndulo de gran parte de la
opinión europea hacía la política de Francia.
NOTAS
R.
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estructura imperial española, 1580-1720, Madrid, Ediciones Cátedra, S. A.
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II and Mateo Vázquez de Leca: The Government of Spain, 1572-92, Ginebra,
1977. (6)H.M. Vernon, Italy
from 1494 to 1790, 1909. (7)J.P. Cooper (ed.) The Decline of Spain and the Thirty Years´ War, 1609-1659, vol.
4, en New Cambridge Modern History,
1970. [La Decadencia Española y la Guerra de los
Treinta Años, t. 4, de la Historia del Mundo Moderno, Barcelona, Ramón
Sopeña, 1974]. (8)B. Chudoba, Spain
and the Empire, 1519-1643, Madrid, Rialp, 1963. (9) J. Israel, “A conflict of empires: Spain and the
Netherlands, 1618-48”, en Past and
Present, núm. 76, 1977. (10) J. Lynch, Spain
under the Habsburgs, vol. 1: Empire
and Absolutism, 1516-98, 1964; vol. 2: Spain and America, 1598-1700, 1969. (11) BL (British Library), 543 – EG (Egerton Mss.),
115. (12)
L. Díez del Corral, La Monarquía
hispánica en el pensamiento político europeo, Madrid, 1975. (13)G. Parker, The
Army of Flanders and the Spanish Road: The Logistics of Spanish Victory and
Fefeat, 1567-1659, 1979 y reimpresiones, Madrid, Revista de Occidente,
1976. (14)
BL, 335 – EG, 318v. (15)
BN, 2360/ SA, 340. (16)
J. Alcalá-Zamora, España, Flandes, y el
mar del Norte, 1618-1639, Barcelona, Planeta, 1975. (17)
BL, 335/EG, 394v. (18)
R. Ródenas Vilar, La política europea
de España durante la Guerra de los Treinta Años, 1624-30, Madrid, 1967. (19)
Alcalá-Zamora, España, Flandes…., op.
cit. (20) BL, 21004/AD (Additional mss.), f. 379. (21)
J.H. Elliot, El Conde-Duque de Olivares
y la herencia de Felipe II, Valladolid, 1977. (22
ARB (Archives du Royaume de Belgique (Bruselas), 183/SE (Sécrétairerie d´Etat
et de Guerre Series), 65v. (23) BL, 318/EG (Egerton Mss), 200. (24) Ibid. (25) J.V. Polisensky, The Thirty Years´ War, 1974. (26) C.H. Carter, The Secret Diplomacy of the Habsburgs, 1598-1625, 1964. (27) T. Scot, Crtain
Reasons and Arguments of Policy…, Londres, 1624. (28)
ARB, 183/SE, 38. (29)
M. Fraga Iribarne, Don Diego de
Saavedra y Fajardo y la diplomacia de su época, Madrid, 1955. (30) H.M. Vernon, Italy from 1494 to 1790, 1909. |
CAP. 3
LOS AÑOS DE LA DERROTA (1656-1678)
En la
generación siguiente al Tratado de los Pirineos la monarquía española perdió,
finalmente, su aspiración activa a la hegemonía europea y atlántica. La
voluntad de mantener la lucha se fue apagando lentamente por una serie continua
de frustraciones y humillaciones. Para el conjunto de la monarquía este periodo
fue de una miseria casi indescriptible, con pocos rayos de esperanza en ninguna
de sus empresas. Comienza con la desaparición, en Nápoles, de la peste
devastadora que había comenzado diez años antes. Había atravesado todo el
litoral del Mediterráneo occidental, dejando quizá un millón de víctimas a su
paso. Termina con la iniciación de otra década de desesperada crisis
socioeconómica dentro de la península, la “última crisis” de Castilla. (1) No
es de extrañar que el interés histórico por este periodo haya aumentado muy
poco desde que Rodríguez Villa, atribuyera a la falta de investigación a “la
melancolía y disgusto que la narración de estas desgracias produce en el propio
espíritu” (2).
Sin embargo, sería ir demasiado lejos
pensar que España prácticamente desapareció del mapa de Europa como
consecuencia del Tratado de los Pirineos –desaparición realizada simbólicamente
en las páginas de los manuales, y literalmente en un estudio sobre la época de
Luis XIV (3). En realidad, todo su reinado constituye un testimonio de que la
monarquía española era, en el sentido más amplio de la palabra, una fuerza con
la que había que contar todavía. Aunque no se abandonó en absoluto la
obligación de proteger su integridad, las circunstancias de la época
introdujeron cambios importantes en las actitudes políticas. Sus defensores no
era derrotistas, más bien habría que decir que sus objetivos últimos eran todo
lo contrario. Pero después de la muerte de Felipe IV, durante la minoría de sus
sucesor (1665-75), España dio ciertos pasos hacía una base política más
racional, buscando un papel más reducido en el nuevo contexto europeo de
“ascendencia francesa”. Por encima de todo, la monarquía de Carlos II
necesitaba “una completa y profunda revisión de los métodos y objetivos
nacionales… abandonando la insistencia simple y primaria en la defensa y
conservación de todas sus posesiones” (E20). Es la voz, una vez más, de un
hombre de la generación del 98, para quien la obstinada decisión de los
Habsburgo de atender a su destino imperial contribuyó en gran manera a explicar
la interrupción del progreso económico e intelectual de España. Naturalmente,
como estaban cayendo las antiguas certidumbres y rígidas máximas políticas, y
como no se tenían ideas claras ni se había formulado una posible política de
recambio, los ministros se perdían muchas veces en el laberinto desconocido del
pragmatismo. Las acciones de retaguardia de muchos imperialistas influyentes e
intransigentes, y la precaria situación del gobierno de regencia, sólo
contribuyeron a aumentar la confusión reinante.
Sin embargo, en los años 60, en el
crepúsculo de su supremacía europea, el gobierno español no carecía de hombres
de inteligencia, sensibles a la necesidad de realizar una adaptación
constructiva. La reconsideración de que habla Maura se intentó, realmente, en
la segunda mitad de la década, después de la muerte de Felipe IV –periodo
semejante en algunos aspectos al que siguió a la muerte de Felipe II. Un
intento de renunciar a los compromisos, basado en un espíritu que se puede
llamar de “apaciguamiento”, produjo algunos resultados concretos. A pesar del
hecho de que España siguió durante gran parte de estos veinte años haciendo la
guerra en defensa de sus intereses dinásticos, entre 1688 y 1772 se produjo un
hiato especial durante el cual parecía que se iba a seguir una orientación
radicalmente distinta. La tendencia, lógicamente, no era ni original ni
sencilla; en cierto sentido era casi tan tradicional como la política que
trataba de reemplazar. Como hemos visto, la lucha entre las opiniones de
“moderados” o “realistas” y de las que tenían otras convicciones es una
constante en la política de Castilla casi desde el comienzo de su participación
en una estrategia pan-europea.
EVOLUCIÓN DE LOS ACONTECIMIENTOS
Cuando, en el
otoño de 1656, se interrumpieron las negociaciones de Lionne en Madrid, España
se vio condenada a otra década de guerra en gran escala. De hecho, en esta
penúltima fase de su reinado, Felipe IV pareció acumular compromisos, tan
indiscriminada como su abuelo en una etapa semejante. Igual que Felipe IIm se
veía ahora inmerso en guerras con Francia, Inglaterra y un importado estado
rebelde, Portugal. El último frente llevaba muchos años en estado latente; en
aquel momento fue reactivado deliberadamente por Madrid en un último esfuerzo
desesperado por conseguir la sumisión de Portugal. Se intentaron invasiones de
cierta consideración en los años 1657, 1658 y 1659, más adelante en 1663 y
finalmente en 1665. Fortalecidas por la ayuda de Francia e Inglaterra, las
defensas de Portugal resistieron la intentona con relativa facilidad. Los
ejércitos españoles, heterogéneos y mal equipados sufrieron terribles derrotas,
entre las que hay que destacar la de Ameixial en 1663 (con la humillación del
bastardo del rey, don Juan José), y la de Villaviciosa en 1665, especialmente
sangrientas y claras. Se decía que las noticias sobre Villaviciosa habían
precipitado la muerte del anciano rey, hasta tal punto se sentía identificado
con la cuestión portuguesa. Esta campaña larga, desesperante y debilitadora
tuvo gran influencia de cara a reducir el sistema español a la situación, casi
de impotencia, en que se encontraba al terminar la década.
El príncipe Juan José se había visto
también implicado en otro fracaso decisivo, la batalla de las Dunas (o mejor de
Dunquerque) en 1658, que constituyó el único triunfo necesario de la alianza
anglo-francesa establecida el año anterior entre Mazarino. La pérdida de las
instalaciones de Dunquerque redujo considerablemente la viabilidad logística de
continuar la guerra en Flandes. Domínguez Ortiz coincide con el famoso crítico
coetáneo de Cromwell, Slingsby Bethel, al considerar que las acciones del
Protector ponían fin al punto muerto que había mantenido a la potencia francesa
y a la española en un equilibrio de desgaste desde Rocroi, o incluso desde
1653. Parece que no hay razones de peso para rechazar este veredicto. En 1659,
interesado por encima de todo por quedar con las manos libres para intervenir
en Portugal, Felipe decidió hacer un alto en el norte. Tuvo que resultar
difícil para el gobierno y la población de Flandes no emprender en 1660 lo que
parecía ser la eterna rutina de preparación de una campaña, que venían haciendo
todas las primaveras desde hacía cuarenta años, como si fuera la cosa más
natural del mundo. El Tratado de los Pirineos fue un acuerdo relativamente
imparcial, en el que ambos lados hicieron importantes concesiones. Luis XIV
accedió a rehabilitar a Condé y a renunciar a su ayuda a Portugal; Felipe
entregó la mano de su hija, junto con algunos territorios, de importancia
simbólica más que material en la frontera catalana. No hay justificación, para
considerar el tratado como la puntilla que remató el cadáver de la potencia
española, o como el diktat francés de que tanto han hablado los historiadores.
Su gran fallo, desde el punto de vista de la situación general de España, fue
que Inglaterra no tuvo ninguna participación.
El objetivo militar de Cromwell, al
comienzo de la guerra con España en 1655, era destruir el poder naval español.
La destrucción definitiva de las comunicaciones tenía como objeto debilitar el
control de Castilla sobre su imperio atlántico, que cavaría cayendo limpiamente
en manos de Inglaterra. Sin embargo, mientras que Blake y sus subordinados
conseguían éxitos en la destrucción de la flota enemiga en mar abierto, la
campaña de los corsarios españoles llevó la guerra a las costas y puertos del
este de Inglaterra. Los resultados fueron tan negativos, que cambiaron de forma
radical el carácter de la guerra. Se dejaron de lado inmediatamente las
triunfalistas ideas imperiales ante preocupaciones menos brillantes, pero
inmediatas. Después de 1657, la idea central de Cromwell era capturar
Dunquerque, y para esto hacía falta la colaboración con Mazarino, pues sólo así
sería posible organizar un asalto combinado al cuartel general de los
corsarios. Con la batalla y toma de Dunquerque se restablecieron la seguridad y
prestigio del Protector. Después de su muerte, el interés por lo que se había
convertido en un conflicto sin sentido, descendió de forma radical; pero la
situación política de Inglaterra durante los dieciocho meses siguientes impidió
que se llegara a un acuerdo anglo-español. Este fracaso diplomático (aunque
esta vez no fue culpa de Felipe) fue tan importante como el de 1656, pues la
política de Inglaterra iba a determinar el resultado de la guerra con Portugal,
igual que había ocurrido con la de Francia.
En 1660, Carlos II fue entronizado en
Inglaterra. Pero en vez de precipitarse en los brazos del rey católico, su
protector y aliado, comprobó que sus intereses quedaban mejor atendidos
mediante un acuerdo con Portugal, que era una promesa de numerosos El Dorados
inmensos gracias a las recompensas y beneficios de su imperio colonial. El
profundo cinismo de esta acción redujo a Felipe, a pesar de su experiencia de
la realidad, a un estado de estupefacción: “pues uno de los socios es un
rebelde contra su Dios y el otro contra su rey”. Por lo que se refería a
Inglaterra, Felipe tuvo sumo cuidado en no convertirse en instrumento activo de
esta condena, y trató de evitar las represalias. En la práctica esto no sirvió
de nada. Durante la primera mitad de la década, se mantuvo una clara presión
militar inglesa en muchos puntos débiles de la monarquía en Flandes, Portugal y
el Caribe (E17). De hecho, y
en contra de lo que dicen tantos manuales de historia de Inglaterra, se mantuvo
el estado de guerra hasta una serie de tratados en 1667-70, incluyendo la
mediación oficial inglesa del acuerdo por el cual Portugal consiguió la
independencia. Pero incluso en 1670, Henry Morgan seguía haciendo estragos en
el continente hispanoamericano, y España e Inglaterra volvieron a estar en
guerra en 1672.
Todo esto resultaba muy convincente
para el rey de Francia. Para Luis, el tratado de 1659 era únicamente el primer
paso de su objetivo, la subordinación del sistema español. En 1667, tras seis
años de preparación intensa, sus ejércitos cayeron sobre los Países Bajos
españoles; parte de los cuales deberían devolverse a Francia por el hecho de
que la infanta no había pagado su dote. Ni el gobierno español, confuso y
dividido desde la muerte de Felipe IV, ni ninguna parte de su aparato físico,
debilitado por la guerra portuguesa, estaban en condiciones de organizar la
resistencia. El sistema defensivo de Flandes, que había combatido anteriormente
con increíble decisión para no perder ni una pulgada de su territorio, tuvo que
ceder ahora varias millas. Era la campaña individual, más desastrosa del
ejército español de Flandes. Tan notables fueron las conquistas hechas por Luis
que las potencias marítimas se asustaron, ante la posibilidad de que al cabo de
un año todo Flandes quedara devorado por Francia. Es demasiado simplista la
opinión tradicional, según la cual la denominada Triple Alianza de 1688 obligó
A Luis mediante amenazas a renunciar a su programa. Las amenazas estaban
dirigidas contra España, no contra Versalles, y los historiadores españoles
están tan agradecidos al tratado de Aquisgrán. Además, Luis no había tenido
nunca intención de ingerir todos los Países Bajos españoles, precaución
confirmada por su acuerdo secreto con el emperador Leopoldo, primero de los
tratados del reparto de la monarquía española. Luis había conseguido lo que
quería, y más, pues a partir de entonces a los españoles le resultaba
prácticamente imposible defender Flandes. España salió de la “guerra de la
devolución” con algunas ciudades menos, pero en posesión de una garantía
firmada por Inglaterra y las Provincias Unidas, de proteger Flandes de
posteriores agresiones francesas.
La muerte de Felipe IV (1664) significó
la sucesión oficial de su hijo de cuatro años, Carlos II; la instauración
constitucional de una regencia en la persona de su viuda, Mariana; y la entrega
efectiva del poder a una junta de ministros que formaron el centro oligárquico
de poder durante casi una década. Ni la reina ni su confesor ni valido,
Everardo Nithard, consiguieron tener influencia positiva. El factor político
más significativo durante la década posterior fue la existencia de don Juan
José, medio-hermano adulto del nuevo rey. Ya en vida de su padre, este príncipe
no había guardado secretas sus aspiraciones a compartir el poder, y ahora
proclamaba públicamente una causa que equivalía a una petición de la regencia. La
política de este periodo estuvo dominada por su campaña y la lucha de facciones
que, como consecuencia de ella, se suscitó en Madrid. Al acabar los años 60,
don Juan representaba una alternativa que convenía a muchos intereses
individuales y de sector, por ejemplo, a la corte del príncipe de Gales en la
Inglaterra hannoveriana. Sin embargo, su primer intento por hacerse con el
poder, en 1699, fue un fracaso. Aunque su marcha sobre la capital obligó a
Mariana a destituir a su favorito, muy pocos de los grandes nobles estaban
dispuestos en estos momentos a que la autoridad pasara a manos de un aspirante
bastardo. La conducta del regente de la reina les hizo cambiar de opinión, pues
la retirada de Nithard dejó el camino expedito para un personaje que
representaba un contraste. Quizá el propio Fernando de Valenzuela fuera
consciente de esa referencia, pues fue el principal protector del teatro en
todo el siglo XVII madrileño. Durante los primeros años 70 este hidalgo
advenedizo ejerció una fascinación creciente sobre Mariana y su hijo. Baste decir
que tanto Nithard como Valenzuela, a
pesar de todas sus diferencias, tenían ante los ojos de la nobleza la misma
tara: su ilegitimidad; Maura (también
miembro de la aristocracia) se refiere despectivamente al último como a un
simple “pícaro”E20.
En
los años de influencia de Valenzuela, don Juan (que se había exiliado a Aragón
en 1669) acumuló poco a poco los recursos políticos y materiales necesarios
para otro golpe. En 1676, la mayoría de los grandes abandonaron sus puestos en
Madrid en una huelga que recordaba a la de los primeros años 40, o se pasaron
de hecho al bando del pretendiente. A finales de 1676, don Juan volvió a
marchar sobre Madrid, y esta vez consiguió su objetivo, no sólo de expulsar a
Nithard, sino de instalarse personalmente en el poder. A comienzos de 1677 se
había hecho con la autoridad de un rey, o de un dictador.
Mientras tanto, la monarquía había
llegado a implicarse hasta el fondo en otra guerra importante. Las
circunstancias en que se originó son sorprendentes y en gran parte imprevisibles.
España había salido de los años 60 con ciertos beneficios residuales. La
importante serie de concesiones comerciales y coloniales hechas a Inglaterra
había resuelto algunas diferencias importantes
e iba a servir de base para la iniciación de buenas relaciones hasta
mediados del siguiente siglo. En conjunto, los dirigentes de la política
inglesa habían aceptado que los argumentos en pro de la cooperación y de la paz
podían ser los más productivos para sus ambiciones económicas. El reconocimiento
de la soberanía de Portugal implicaba la desaparición de una pesadilla de la
política española, y una pérdida muy escasa en términos materiales. Por encima
de todo, la compleja serie de negociaciones interconectadas entre 1667 y 1670
había representado otro paso hacía la cooperación con las Provincias Unidas, la
cual era un objetivo deseado en aquellos momentos por Madrid. También a los
holandeses les parecía que una actitud más comprensiva hacia España era la
mejor forma de explotar sus ilimitados recursos físicos, resolución apoyada por
la precaria situación de Flandes. Una vez más,
sin embargo, el capricho y codicia de un rey inglés minaron la
estabilidad europea. La garantía anglo-holandesa de los Países Bajos españoles
(con el apoyo de subsidios españoles y tropas suecas) fue destruida por la
defección de Carlos II al lado de Francia en las famosas intrigas de 1670.
Mientras maduraban los planes de Luis para una guerra de conquista contra los
holandeses, los cómplices ofrecieron a
Madrid participar en los despojos. Éste rechazó la oferta; por el contario, los
españoles, aunque de forma confusa, se inclinaron hacia un acuerdo militar con
La Haya, cuyo objetivo era la defensa de los Países Bajos. En 1672, pocas
semanas después del ataque francés inicial, el principal autor de esta
política, el conde de Monterrey (gobernador de los Países Bajos españoles),
intervino efectivamente en la campaña del lado de las Provincias Unidas. Al
llegar la primavera del año siguiente, Francia y España estaban otra vez oficialmente
en guerra.
Estos acontecimientos representaban la
segunda etapa de un proceso por el que el organismo embrionario de 1688 se
transformó en las maduras coaliciones antifrancesas de los años 90. Sin
embargo, a pesar de su entusiasmo inicial y de sus continuos esfuerzos, la
guerra evolucionó negativamente para España. En Los Países Bajos, los aliados
casi se tuvieron que limitar a contener las ofensivas francesas. Al final de
cada campaña Luis se encontraba con nuevos avances territoriales. En 1674,
aunque los tercios de Monterrey evitaron que el principal ejército aliado fuera
destrozado por Condé (batalla de Seneffe), Turenne aprovechó la oportunidad
para devastar la indefensa provincia del Franco-Condado, adquiriendo,
efectivamente, la provincia para su señor en menos de un mes. De la misma
manera, en el teatro meridional de la guerra, al tiempo que se evitaba la
invasión de Cataluña gracias a la victoria de Belgarda en 1675, una sublevación
de Sicilia obligó a alejar algunos recursos españoles de la península. Durante
el resto de la guerra, España realizó una acción de retaguardia en Cataluña y
la región mediterránea en general, lo que significaba una vuelta a la precaria
situación de mediados de los años 40. La monarquía consiguió una vez más salir
de esta situación desesperada. De hecho, al menos en el Mediterráneo, el
sistema español se mantuvo fuerte y con recursos. Contando con ayuda holandesa,
se organizó una enorme expedición marítima para ayudar al sur de Italia; las
fuerzas francesas quedaron aisladas en Mesina, centro de la insurrección, y
luego se vieron obligadas a abandonar el lugar. Estos triunfos eran de
importancia limitada si se tiene en cuenta que la Francia de Luis XIV conseguía
mantener la iniciativa y presionar en todos los puntos. Su recompensa fue el
Tratado de Nimega en 1678, en el que la dinastía de los Habsburgo entregaba su
propia tierra familiar, el Franco-Condado, antiguo condado de Borgoña. En
realidad, la guerra, que había comenzado como defensa de la república holandesa,
terminó con pérdidas territoriales que afectaron únicamente a España.
Don Juan José, que encabezaba el
movimiento pacifista, no había tomado parte alguna en la guerra. En dos
incidentes muy sonados, se había negado a servir al gobierno de la regencia,
rechazando la llamada a defender Flandes en 1667, y declinando, ocho años más
tarde, ponerse al frente de la expedición a Mesina. Aunque esta motivación
estaba relacionada en gran parte con la política interna, se había llegado a
convencer también de que la integridad de la monarquía sólo se podía garantizar
mediante una política de comprensión con Versalles. Con este objetivo, y
concibiendo la esperanza de establecer cierto control sobre el rey adolescente,
trató de conseguir la paz mediante un matrimonio real con una princesa Borbón.
A través de esta unión pensaba solucionar el futuro de España. Don Juan no
había cumplido todavía los cincuenta, pero resultó que, cada uno de una manera
distinta, él y su instrumento estaban condenados al fracaso.
RECURSOS
En
tiempo de guerra, los persas solían destruir todos sus instrumentos musicales
que producían placer y deleite, escuchando únicamente los que tenían sonido
marcial. Esto es lo que debería hacer nuestra corte, abandonando la
contemplación de tres o cuatro espectáculos todos los días, y dedicando todos
sus esfuerzos a la defensa de España. (4) |
Así escribía el
chismoso profesional, Jerónimo de Barrionuevo, a comienzos de 1657. Sin
embargo, su crítica a la corte y a sus placeres era injusta en varios sentidos.
Felipe IV fue un rey aficionado al teatro, y se desembolsaron grandes sumas de
dinero para la producción de comedias en los patios de los palacios y casas
religiosas de Madrid, a pesar de los rigores de la guerra ininterrumpida. Lo
que Barrionuevo no tenía en cuenta era que las diversiones de los sectores
privilegiados de la capital servían, a través de la participación de
fundaciones caritativas, para atender a las necesidades del resto de la
población. Estas necesidades no fueron nunca tan apremiantes como en 1650-60; y
también en esas fechas los espectáculos populares constituyeron una válvula de
seguridad, dada la creciente inestabilidad social de Madrid y otras grandes
ciudades, tenía cierta importancia política. Los sentimientos de Barrionuevo
estaban más justificados en relación con la continua sucesión de diversiones
organizadas por Valenzuela, pues en este caso los gastos ascendieron a alturas
astronómicas y resulta difícil evitar la impresión de una grave inconsciencia
en medio del desastre. Pero a Felipe IV no se le puede acusar fácilmente de
tocar la cítara mientras veía arder Roma. De hecho, a pesar de los
considerables gastos representados por la celebración de dos nacimientos reales
en 1657 y 1661 y de las gigantescas fiestas por el matrimonio de la infanta con
Luis XIV en 1660, el rey limitó sus propios gastos en grado sorprendente. La
corte era parca en la atención de muchas de sus propias necesidades, pues de
esta forma una parte mayor de los ingresos líquidos del rey se podrían destinar
a la defensa. En octubre de 1656 Barrionuevo había hecho algún comentario sobre
el estricto racionamiento del pan dentro de palacio, y había mencionado que la
familia real hacia sus banquetes con carne "que olía a perro muerto y
estaba llena de moscas”. Así vivía el rey que era titular –al menos en papel-
de unos ingresos de veinte millones de ducados anuales.
Estos ingresos estaban empeñados por
adelantado, y en los últimos años 50 la Corona había adelantado muchos de sus
recursos con cinco años de antelación. Felipe sufrió quizá con sus súbditos,
pero no les perdonó. No es de extrañar que la última década de su reinado fuera
especialmente desesperada en cuanto a la búsqueda de mayores ingresos, lo que
dio lugar a la imposición de varios impuestos nuevos en Castilla. En 1655 se
creó un impuesto de tráfico sobre animales y vehículos de transporte; tres años
más tarde, un aumento en el índice de los impuestos sobre las ventas forzó a
Barrionuevo a lamentarse de que “lo único que podemos hacer es rechinar los dientes
y esperar la muerte”. En 1657 se impuso a las Indias una enorme “donación” para
reparar los daños producidos por Blake. Se produjo un inmenso debate sobre la
moralidad de un impuesto sobre la harina. En último término –amenazada, entre
otras cosas, con el descontento de San Vicente, quien según la creencia popular
retiraría en tal caso su protección a España- la corona desistió de tomar tan
terrible paso. Sin embargo, en 1661 se reintrodujo el asiento de negros que
estaba calculado en unos 350.000 ducados anuales de la producción atlántica.
Estas medidas fueron complementadas con las contribuciones fiscales de las
provincias. En los años 50 Nápoles contribuía todavía con un subsidio anual de
600.000 ducados para la defensa de Milán solamente; y todavía veinte años más
tarde, con grandes esfuerzos, se podían conseguir importantes préstamos de los
banqueros napolitanos. Un nuevo elemento de las finanzas reales fue la ayuda
recibida de los catalanes, ahora totalmente convertidos a la idea de ser
miembros de la monarquía. Sólo Barcelona aportaba unos 150.000 escudos anuales,
y las restantes ciudades catalanas colaboraban en forma proporcional.
El frenético desenfreno de la
imposición tributaria que fue característico de la última fase del reinado de
Felipe fue, además, el último de estas características. Entre 1646 y 1661, los
envíos de plata habían descendido gradualmente desde el nivel en que se habían
mantenido en la primera mitad del reinado. A finales de los años 50 se había
reducido casi a la nada; al hacer cada vez más marcado el descenso de la curva
del gráfico, se producía una imagen muy clara para los analistas de la
decadencia española de mentalidad más estadística. La monarquía española se
deslizaba por la pendiente de la insuficiencia económica hacía el inevitable
colapso de su hegemonía. Ahora parece casi seguro que los mismos datos sobre
las importaciones de plata suelen reflejar el peligro de confiar excesivamente
en ellos en la interpretación de temas más amplios. Durante mucho tiempo se ha
mantenido la idea de que las rentas americanas de la corona siguieron durante
el resto del siglo en el mismo nivel tan bajo a que se llegó durante los años
50. Sin embargo, un estudio más reciente sobre los ingresos en metales
preciosos indica que ya en el último quinquenio del reinado de Felipe (1661-65)
se había iniciado una mejoría espectacular. (5) A finales de los años 60, se registraron
cifras que se parecían a las habituales en los 20, y poco más de una década
después superaban los niveles récords establecidos en los años 90. Aunque la
parte de no aumentó en la misma
proporción, puede ser que el intento de aligerar la carga tributaria de
Castilla después de los tratados de 1668 fuera consecuencia de este inesperado
alivio de Hacienda. En 1669 la junta de gobierno creó “un comité de
amejoramiento” que consiguió introducir algunas reformas, especialmente en
relación con Madrid. Es posible que este esfuerzo se viera influido por las
exigencias de una reforma tributaria planteadas por don Juan durante su marcha
sobre Madrid, y tratara de reducir de esta manera la popularidad del príncipe
en la capital. Fueran cualesquiera las razones, comenzó un proceso de
reconsideración del sistema fiscal que nos permite pensar que la situación de
las rentas de la corona le permitía disponer de cierta capacidad de maniobra.
Desde luego, el gobierno siguió
siendo capaz de concluir contratos militares con sus banqueros durante la
guerra portuguesa. La mayoría de las grandes firmas se habían visto arruinadas
por las terribles bancarrotas de 1647 y 1652. Sin embargo, se encontraron
sustitutos, y a pesar de nuevas suspensiones en 1660 y 1662, las asociaciones
genovesas aportaron su respaldo financiero para las sucesivas invasiones de
Portugal (G5). En 1661, don
Juan, que estaba al frente de las fuerzas castellanas, declaró que el rey había
ignorado se recomendación de llegar a un entendimiento con Lisboa: “Por
consiguiente comienzo esta campaña con la esperanza de que Dios, en su
misericordia, proveerá todo lo que falta en la preparación de mi ejército”. (6) De hecho, el príncipe tenía suministros y
equipamientos razonablemente buenos, y las quejas en sentido contrario se
pueden interpretar como una garantía frente a la pérdida de honor que
significaría una posible derrota. Una vez más, en 1664, el Consejo de Estado
informó de que los financieros se habían negado en redondo a negociar nuevos
contratos para los gastos de defensa. Sin embargo, dos años más tarde, se gastó
en la guerra portuguesa la enorme cantidad de 4,5 millones de escudos, mayor
que ninguno de los subsidios recibidos de Flandes a lo largo de todo el reinado
anterior. Conviene señalar que ni siquiera con este derroche se consiguió un
ejército lo suficientemente grande o eficiente como para organizar una invasión
de Portugal, e invertir el veredicto de Villaviciosa.
La
concentración en Portugal implicaba naturalmente un descenso concomitante de
los subsidios disponibles para Flandes, al menos hasta los años 70. En este
escenario la Corona dependía mucho de los financieros y de sus contactos
internacionales que en el caso de otros lugares más próximos. Pero en cualquier
caso en la decisión de 1656 se manifestaba un abandono relativo de Bruselas,
situación que vino a confirmar la ruptura de las comunicaciones causada por la
guerra con Inglaterra. Flandes se vio precisada a contar con sus escasos
recursos, y las cosas no cambiaron durante el tranquilo periodo de 1660 a 1667.
La relativa sorpresa del violento ataque de Luis XIV en 1667 dejó a Madrid poco
tiempo para organizar la base material de la resistencia, y esto influyó
ciertamente en la rapidez e importancia de la derrota registrada en Aquisgrán.
Y Bruselas no estaba mucho mejor preparada para los acontecimientos de 1672. El
acuerdo sobre Portugal, cuatro años de paz, y la reanudación de las
importaciones de metales preciosos, permitieron a Madrid fijar un subsidio de
tres millones de ducados anuales –cifra tradicional de las ayudas bélicas a los
Países Bajos españoles. Pero para ese momento, los problemas de transferencia
real y aceptación de las letras de cambio resultaban cada vez más insuperables,
en un mundo dominado por la influencia política y militar de Francia. Lo mismo
que en los años 90, la abundancia de la plata no garantizaba el buen
funcionamiento del sistema de crédito ni el éxito automático del esfuerzo
militar. En la primavera de 1675, el conde de Monterrey, destituido hacia poco
de su puesto en Bruselas, escribía a su sucesor diciendo que:
El
papel que puse en manos de su Mgd., y remití a V.E…. que se diesen las
órdenes a la conformidad que yo proponía, pero esto no viene a ser nada si el
Presidente de Hacienda no da satisfacción a los hombres de negocios para que
paguen sus correspondientes allá, pues si piensan que el millón y 200 mil
escudos que se han remitido a V. E. es todo efectivo se engañan por que a mi
me consta que la mayor parte es incierto…(7) |
Aunque había razones suficientes que
justificaban este escepticismo, de hecho se hicieron llegar grandes sumas con
carácter menos esporádico que en ningún otro momento anterior. Sin embargo, a
partir de 1660 la corona se veía cada vez más comprometida a mantener no sólo a
sus propios ejércitos sino también los de sus aliados y confederados. La
garantía ofrecida a Flandes basada en la ayuda de dos potencias implicaba que
Madrid debía ayudar económicamente al mantenimiento de un ejército sueco que
haría como una especie de fuerza policial de la Triple Alianza. Ya antes de la
reanudación de la guerra en 1672 España estaba proporcionando 50.000 reales mensuales
al ejército del emperador en el Rhin. Al acabar este episodio concreto de la
resistencia a Versalles, los subsidios a las fuerzas holandesas y alemanas
ascendían a un millón de escudos anuales, al menos tanto como lo que se daba de
hecho a Bruselas.
Como se aprecia en estos últimos
hechos, el reinado del último rey de los Habsburgo el sistema español desempeñó
en las guerras europeas un papel algo diferente. Madrid había ayudado siempre
económicamente a sus aliados (Viena, los pequeños príncipes alemanes e
italianos); de la misma manera, se había incrementado el número de mercenarios
extranjeros que se utilizaban para engrosar las filas del ejército español.
Debido a ello, España había adquirido un papel decisivo en la determinación de
las líneas políticas y en la planificación estratégica, al mismo tiempo que
había mantenido bajo su control hasta regimientos de otras naciones. Al llegar
los años 70 ya no era cierta ninguna de las dos cosas, y la defensa de los
intereses septentrionales de España era responsabilidad exclusiva de sus
aliados. Una y otra vez, la monarquía se vio inmensa en guerras contra Francia,
durante las cuales tenía poca influencia en las decisiones políticas y
militares, y ocupaba, por tanto, un papel subsidiario dentro de la confederación.
En este sentido, tuvo importancia el hecho de que cada vez fuera menor el
número de hombres que podía reclutar la monarquía. No conviene exagerar la
rapidez de la disminución, y la escasez nunca fue total, pues Castilla y
Nápoles aportaron regularmente cuotas de hombres hasta los años 90. Pero a
partir de la reanudación de la guerra portuguesa, el problema cuantitativo
adquirió una importancia vital.
Originalmente se había pensado en un
ejército de campaña compuesto de 40.000 hombres; pero incluso en 1661 fue
imposible conseguir esa meta. El ejército de don Juan, con sus 24.000 hombres,
no era una fuerza despreciable, ni mucho menos. Desde luego era mayor que
cualquiera de los que había dirigido en los Países Bajos, y contaba con muchos
veteranos flamencos, así como una razonable proporción de caballería. La
imposibilidad de conseguir resultados positivos produjo una situación de
deterioro y deserciones, y después del desastre de Ameixial, el ejército se
desintegró. En 1664-1665 se constituyó otra fuerza, y se reclutaron cinco
nuevos tercios, unos 9.000 hombres en la meseta central de Castilla. Se hizo un
esfuerzo patético y desesperado para apoyar la invasión de 1665 preparando una
armada que bloquearía Lisboa. El ejército que cruzó la frontera con dirección a
Villaviciosa contaba también con unos 20.000 hombres, pero era un instrumento
tremendamente débil y desmoralizado, formado por ancianos, lisiados, enfermos y
presidiarios. Además, los ejércitos, acuartelados durante diez días en la
frontera de Extremadura, “producen tal opresión que parece que más que vienen a
destruir a los súbditos del rey que a iniciar la conquista de Portugal”. (8) Las
deficiencias crónicas en el suministro producían como resultado natural la
falta de moral y la indisciplina. Ante la continua serie de quejas recibidas,
la corona lo único que podía hacer era repetir las mismas aburridas
exhortaciones de siempre. En 1666, un real decreto afirmaba que:
El
principal medio para conseguir el conservar y aumentar la gente de guerra en
el número y disciplina que conviene es la puntual observancia de las órdenes
militares… mando que precisamente se guarden las que hizo Don Gonzalo de
Córdova… no se alteren por ningún caso… (9) |
La mención del Gran Capitán ya no era suficiente. La paz con Portugal en 1668 fue
verdaderamente fruto del agotamiento material y económico. De todas formas, no
es probable que se hubiera realizado sin el pánico de la primavera y verano de
1667, en que parecía que se iba a perder todo Flandes.
Como hemos visto, Flandes se quedó sin
sus mejores hombres en 1660, y cuando llegó el ataque de Luis sólo estaban
alistados 2.000 españoles. Incluyendo las tropas de guarnición, la fuerza
defensiva contaba todavía con más de 30.000 hombres, pero esto representaba un descenso
del 50 por 100 en relación con la cifra de 1647, mientras que el ejército
francés había crecido en proporción inversa, por no decir nada de su enorme
progreso en calidad. Todavía era más notable la ausencia de italianos en el
ejército de Flandes, siendo menos de 1.000 los que figuraban en 1667. Aunque a
estas alturas era prácticamente imposible transportar hombres desde Nápoles a
Holanda, todavía era posible recurrir a la antigua práctica de trasladarlos en
etapas hasta las zonas más reducidas y menos vulnerables del sur. A finales de
los años 50, y nuevamente en las campañas de 1674-1678, los soldados
napolitanos llegaban periódicamente a Barcelona para ayudar a los catalanes en
su tenaz resistencia a Francia. En realidad, lo mismo que la reconquista de
Portugal había pasado por encima de las necesidades de Flandes, la seguridad de
Cataluña precedía a la de Italia, incluso a la de Milán. En 1672, cuando
Francia amenazaba a ambas áreas, el Consejo de Estado respondió a las súplicas
del conde Osuna, gobernador de Milán, diciendo que “el principado de Cataluña
está tan falto de protección que los refuerzos de Nápoles no se pueden desviar
para ninguna otra zona”. (10)
Era
claro que Milán no tenía la fuerza militar que le correspondía, pues Osuna
tenía un ejército de operaciones de sólo 11.000 hombres, pero de hecho no llegó
a producirse el temido golpe en el norte de Italia. Como hemos visto, la
monarquía era capaz de defenderse con fuerza en el Mediterráneo, y la
intervención en Sicilia demuestra que todavía contaba con capacidad para una
actividad militar en gran escala. Sin embargo, en los pueblos de Nápoles, como
en los de Castilla, estaban agotándose las reservas de carne de cañón. Durante
todo el año de 1672, por ejemplo, el virrey no pudo reclutar la mitad de las
cifras exigidas por Madrid. Además, zonas como Suiza y Alemania, con las que
anteriormente se podía contar para cubrir los huecos, enviaban ahora a sus
hombres a los ejércitos holandeses o imperiales, donde tenían mejor paga y
trato.
Dado el empobrecimiento demográfico de
la monarquía, no sorprende demasiado la incapacidad de atender las necesidades
de sus sistemas defensivos. Aunque no podemos hablar con toda certeza, es
probable que la población de las provincias mediterráneas, incluyendo Castilla,
alcanzara su punto más bajo. Al llegar al último cuarto de siglo había
comenzado una tendencia a la recuperación, pero era demasiado tardía y
demasiado lenta para repercutir de alguna manera en los asuntos de Europa.
Dentro de este contexto conviene también mencionar que los habitantes de
Castilla, que experimentaron los terribles sacrificios de la guerra portuguesa
para luego verse inmersos en el periodo casi apocalíptico de calamidades
naturales que afligieron a la península en la década siguiente, no eran tan
complacientes como sus antepasados. Los disturbios populares, la resistencia a
los encargados de realizar el reclutamiento, al recaudador de impuestos y al
corregidor comenzaron en los años 40 y llegaron a ser endémicos, afectando
seriamente a Madrid por primera vez a finales del reinado de Felipe. Esto
limitaba la eficacia militar en varios sentidos, aunque también es verdad que
la participación de la monarquía en la guerra ya no se basaba en el apoyo
popular con que se había contado en generaciones anteriores. Al llegar los años
60, se había generalizado la convicción de que la guerra era el principal
causante de los trastornos administrativos, sociales y económicos.
Aunque las cosas hubieran ido de
distinta manera en este terreno, ya no era posible una política ofensiva en
Europa. La monarquía, con su economía y sistema monetario en ruinas, con su red
de comunicaciones deshecha, no contaba con muchas posibilidades de acceso a las
fuentes de matériel de guerre. En
1675, por ejemplo, el general de artillería no podía contar con armas ni
pólvora para suministrar al ejército de Cataluña. Tres años más tarde, el
gobernador de Milán afirmaba que, en el caso improbable de que su ejército
volviera a ser como antes, seguiría sin poder defender el ducado, pues
necesitaba 10 mil cajas de municiones, 12 mil de balas de mosquete, 15 mil
arcabuces y 12 mil picas (11).
Con esto se demuestra el hecho de que los
soportes materiales del sistema español cedieron antes que la capacidad de
pagarlos. Pero también se estaba hundiendo la base espiritual; como dice Maura,
“el daño más importante producido por la frustración de nuestro destino
histórico fue el continuo deterioro de las actitudes individuales… la falta de
espíritu colectivo, cuya desaparición coincidió con el colapso de la nación,
pues ninguno de ellos puede subsistir sin el otro” (E20/I). Existen
innumerables testimonios en todos los asuntos que confirman esta observación
aparentemente metafísica y retórica. En una carta de Barrionuevo se puede leer
que “don Fernando de Tejado ha rechazado el nombramiento de gobernador de las
Islas Canarias, donde se dice que los ingleses van a atacar este año”; y que
“Caracena no quiere ir a Nápoles, a no ser que le ofrezca el título de grande” (12). En los años 70
hubo que convencer a la nobleza, con lisonjas y amenazas, para que ejerciera
ciertas responsabilidades por las que, en días pasados, habían luchado y
presionado sin contemplaciones. Maura señala como rara excepción, el caso del
condestable de Castilla, Íñigo de Velasco, hombre que representaba las antiguas
virtudes militares. Pero incluso Velasco, después de un breve periodo de
gobernador de Flandes, se negó a aceptar sin una recompensa el puesto mucho
menos oneroso de Nápoles, mientras que anteriormente el ofrecimiento era al
mismo tiempo una distinción honorífica y una garantía de fortuna. El caso más
llamativo, y que sirvió de ejemplo para todos, fue el de don Juan. A finales de
1667, cuando Madrid había decidido seguir luchando contra Francia en los Países
Bajos, se pidió a don Juan que se pusiera al frente del ejército. Nadie podía
pensar que tal misión iba a añadir lustre a su apellido. Pero se iniciaron
preparativos muy intensos;; se formó un pequeño pero bien formado ejército de
5.000 hombres en el norte de España para ser transportados a Ostende, se
consiguieron los “asientos” necesarios y se reservaron 100 mil ducados de plata
para uso del príncipe. Pero éste se negó a marchar, estableciendo así un mal
precedente, y con él lo que iba a ser la tónica de su generación. La nobleza
“ahora cambiar la frivolidad de la vida cortesana por el campo de batalla, y ya
no estaba dispuesta a vaciar sus bolsas para colaborar en las necesidades
crecientes de la defensa nacional” (13). No era lo mismo que la marcha
de la aristocracia de la corte en tiempos de Olivares; por el contrario, acudió
a Madrid, temerosa de dejar el centro de reparto de beneficios en manos de los
rivales, tendencia que se vio fomentada por la crónica estabilidad política del
reino. Los palacios de la capital –los del rey, el príncipe, la reina regente y
los grandes, estaban llenos de estos decorativos parásitos. Los cargos
cortesanos, que aumentaron en número, se buscaban con gran interés, y eran
frecuentes los casos de quienes poseían varios, mientras que seguían vacantes
los puestos más importantes del servicio diplomático y la administración
provincial.
Una vez en el poder, el mismo don Juan
José de Austria comenzó a experimentar los inconvenientes de la actitud que
tanto había contribuido a fomentar. Hasta los más grandes nobles dependían
económicamente del inmenso patrimonio de la casa real. Sin embargo, cuando en
1678 Carlos II trató de obtener un “donativo” de su propio Consejo de Estado
–se sugirió la cifra de 50 mil reales por persona-, sólo respondieron dos de
sus componentes, aunque los miembros del Consejo “no negaban que sus personas,
riquezas y tierras estaban a los pies de Su Majestad” (14).
POLÍTICA
Tras la muerte
de Felipe IV, el gobierno de la monarquía española, se ser el más estable y
ordenado de Europa pasó a convertirse en el más caótico y vacilante. En poco
más de una década España pasó del control de un rey al de una oligarquía y
hasta de un “protector” militar, proceso salpicado con la subida y la caída de
dos pseudo-validos, y más característico de un país inmerso en una revolución
intensa y violenta. Estos cambios fueron principalmente de carácter
superficial. La desaparición de una figura unitaria de arbitraje y coordinación
sometió a dura prueba un sistema de gobierno concebido para atender las
necesidades de un monarca maduro. En circunstancias normales, como hemos visto,
su complejidad no se manifestaba necesariamente en inflexibilidad o confusión;
en cambio, después de 1665 estas características adquirieron carácter predominante.
Es cierto que los intentos póstumos del rey por resolver aquella situación no
fueron totalmente inútiles. En su último testamento se decretaba el
establecimiento de una Junta de Gobierno con
cuyo consejo y consentimiento debería actuar su viuda durante la regencia, que
procedía de los consejos principales (E22).
Fundamentalmente, consistía en un Consejo de Estado, pero dotado de una nueva
clase de autoridad constitucional, y que duraría hasta que Carlos II llegara a
la mayoría de edad. Aunque su gobierno fue suspendido en dos ocasiones, este
grupo siguió dirigiendo en la práctica los asuntos de estado hasta el golpe de
don Juan en 1676. Lógicamente, la ausencia de un soberano concreto favoreció la
aparición de políticos puros en Madrid. Este fenómeno, al que también
contribuyó la actividad de don Juan, era, en su conjunto, algo nuevo. Sin
embargo, se puede detectar cierta continuidad en la supervivencia de la junta,
y en especial en la de su personalidad más destacada, el conde de Peñaranda
(muerto en 1676).
Felipe IV siguió gobernando hasta sus
últimas semanas de vida, manifestando quizá más obstinación y arbitrariedad en
sus decisiones políticas. Los perjuicios de Felipe desempeñaron un papel
fundamental en el rechazo por Madrid de la propuesta de Francia en 1656, y en
la decisión posterior de iniciar la ofensiva contra Portugal –lo que implicaba
el abandono de Flandes (15).
Se
puede considerar muy característica de su personalidad la interpretación de que
la misión de Lionne era un signo de debilidad, lo cual indicaba que no se podía
dejar pasar la última oportunidad de reconquistar Portugal. En ambas actitudes
parece probable que tuviera que imponerse a las objeciones de don Luis de Haro
y no digamos del Consejo de Estado, mientras que en la última fue prácticamente
sor María su único apoyo firme. Convencido de que estaba en juego la seguridad
de Castilla, así como la de alma inmortal, Felipe estaba obsesionado con la
derrota de los Braganzas casi a cualquier precio. En 1657 comenzó a buscar una
nueva orientación para los recursos existentes, a pesar de la oposición de don
Juan José, gobernador de los Países Bajos españoles. En un enfrentamiento de
caracteres que era pálido reflejo de la anterior oposición entre otro Felipe y
otro don Juan en relación con la política de los Países Bajos, el Consejo de
Estado se inclinó del lado del príncipe. En la práctica, la cuestión quedó
zanjada por la guerra con Inglaterra, que impidió a Flandes recibir más ayuda.
La invasión de Portugal se puso en marcha en 1657; el fracaso experimentado fue
al menos tan importante como las derrotas frente a Francia e Inglaterra para
hacer que Felipe accediera muy a su pesar a aceptar el parecer de sus
ministros. La respuesta favorable de Madrid a la posterior iniciativa francesa,
que dio lugar a las negociaciones sobre la paz de los Pirineos, fue
consecuencia en gran parte de la sensación de que la única forma de acabar con
la resistencia de Portugal era concentrar los recursos con los que contaba
todavía España. Como en todos los demás casos en que se llegó durante este
reinado a acuerdos diplomáticos importantes, España hizo la paz para poder
hacer la guerra. De hecho, el cálculo que llevó al Tratado de los Pirineos
sobrevivió al rey y estuvo presente en la paz con Portugal en 1668.
La cuestión portuguesa tuvo también
importancia fundamental en la evolución de otra importante línea de acción. A
pesar de su promesa, Luís XIV continuó colaborando subrepticiamente a la
defensa de Portugal y contribuyó a promover la alianza anglo-portuguesa. Esto,
unido a una falta de potencia marítima que era ahora prácticamente completa,
inclinó progresivamente a Madrid a estrechar las relaciones con las Provincias
Unidas. Impulsado en parte por la lógica de su interdependencia económica, el
proceso de conversión de los enemigos naturales en aliados naturales había
comenzado en los años que siguieron al Tratado de Munster. En 1656, don Juan
recibió orden de llegar a un acuerdo concreto con La Haya, en unión con el
embajador español, Gamarra, quien dedicó veinte años a la consecución de este
objetivo. En 1657, uno de los agentes de Cromwell en los Países Bajos informaba
sobre:
…
las noticias procedentes de Holanda sobre los grandes preparativos marítimos
que están haciendo… Se cree que tienen intención de unirse con España. El
embajador español fue recibido con todos los honores en Amsterdam, como nunca
había sido recibido el Príncipe de Orange… le dieron el mando de la ciudad y
a su vuelta a La Haya organizó un ballet en honor de las damas y nobles que
le debió costar una fortuna PRO SF. |
La revolución diplomática que se
insinúa en estas líneas ya no es una quimera. En los últimos años 50 aumentó el
temor de los holandeses en relación con la expansión del poder militar francés
o de la potencia naval de Inglaterra. Aunque los agentes trataban cautamente de
evitar los compromisos explícitos, estos factores iniciaron un cambio de
actitud en España. En 1659-1660 los holandeses se encargaron de realizar el
transporte de los soldados españoles desde Flandes e Italia hasta el frente
portugués, y al año siguiente la flota de Ruyter protegió la llegada de la
flota de la plata al tenerse sospecha de que los ingleses iban a intentar un
ataque sorpresa. En Rotterdam se estaban construyendo nuevos barcos de guerra por
encargo de España, en un intento de resucitar la Armada. A su vez, Madrid
aumentó las concesiones comerciales del tratado de Munster, concediendo a los
barcos y comerciantes holandeses trato de favor en todas sus empresas
atlánticas, ibéricas y mediterráneas. Durante la segunda guerra anglo-holandesa
de 1664-1667, la inclinación de España en favor de la república, claramente
observada por el embajador inglés en Madrid, tuvo gran importancia. No es de
extrañar que en algún momento “toda Europa estuviera pensando que se produciría
la guerra entre Inglaterra y la alianza no declarada de holandeses y españoles
contra Portugal” (16).
ES cierto que Madrid no estaba pensando
en una confrontación directa. Más bien al contrario, durante los años 60 el
trauma de la guerra en Portugal contribuyó a producir una reacción contraria a
los presupuestos tradicionales de la política de defensa. En 1667 don Juan dijo
a la reina regente que “de no ocurrir algún milagro, dos cosas han hecho
inevitable la pérdida de todos nuestros dominios. Una es el agotamiento
completo de los recursos como consecuencia de la guerra con Portugal; y la otra
es el monstruoso gobierno de Nithard” (E20/I). El duque de Medina de las
Torres, que hacía las veces de primer ministro en los últimos años de Felipe
IV, estaba totalmente de acuerdo con estos sentimientos. Desde hacía tiempo,
Medina era el más decidido defensor de un abandono gradual de los compromisos,
y después de la derrota de América (1663) presionó con fuerza para que se
llegara a un acuerdo con la alianza anglo-portuguesa. Para este estadista, la
supervivencia de la monarquía dependía de la paz, y la paz sólo se podía
conseguir mediante el apaciguamiento. Medina no era pacifista, y veía en la
recuperación la clave para una resistencia a largo plazo a las aspiraciones de
Versalles; pero aceptaba la necesidad de que España se tragara su orgullo, idea
que repugnaba a su dinastía y a la clase dirigente. Debido en parte a esta
razón, Felipe le excluyó a su muerte de la “junta de gobierno”. Sin embargo,
sus opiniones fueron ganando terreno poco a poco. En la política de este
periodo, algunos historiadores españoles han dicho del gobierno de la regencia
que actuaba en interés de Austria, es decir, en contra de Francia. Aunque es
cierto que Mariana y Nithard eran de origen “austriaco”, en la práctica su
determinación de continuar la guerra portuguesa á l´outrance beneficiaba directamente a los intereses de Luis XIV.
SE emprendió una lucha entre facciones, en la que Viena estaba del lado de
Medina mientras Versalles apoyaba al gobierno de la regencia y a su principal
paladín, Peñaranda, en uno de los episodios más interesantes y significativos
del eterno conflicto de actitudes sobre la política defensiva (E16). La
invasión francesa de Flandes en 1667 llevó las cosas a un punto decisivo, y
Medina llevó a buen término las negociaciones de 1667-1668, que constituyeron
la base para que la monarquía tuviera el respiro y reorientación que tanto
necesitaba.
Tras la muerte de Medina en 1668, su
rival Peñaranda, en una acción característica de la política de facciones, se
convirtió a sus ideas. En 1670, un tratado colonial con Inglaterra representó
la primera vez en que España abandonaba oficialmente los principios del
monopolio en el Atlántico. Al mismo tiempo, Peñaranda dejó caer la insinuación
todavía más radical de entregar Flandes a Luis XIV a cambio del territorio
español entregado a Francia en 1659. La relegación de los Países Bajos aparecía
implícitamente en muchas decisiones d emergencia sobre prioridades tomadas
desde 1640. Quizá estuviera implícita en el ofrecimiento de la total soberanía
hecho en Bruselas por don Juan en 1667, que repetía curiosamente las ambiciones
de su homónimo y predecesor. Es indudable que había indicios de que por primera
vez desde los años 90, que muchos españoles tenían la convicción de que Flandes
era poco más que una carga para la monarquía. Por fin, parecía que España
estaba dispuesta a enfrentarse con la realidad y a podar las ramas muertas del
imperio. Estos factores sólo pudieron adquirir carácter prominente en un
contexto creado por la ausencia de un rey Habsburgo, hecho que ilustra
nuevamente la importancia fundamental de la dinastía. Pero en cualquier caso
esta fase política (1667-1672) tuvo quizá la peculiaridad de que la mentalidad
de la Kleinspanien, siempre presente
por debajo de la superficie de la política española, logró aflorar durante
algún tiempo y dominar en sus deliberaciones. Su presencia no constituyó un
fenómeno claro y fue amargamente combatida por muchos tradicionalistas. Aunque
podía establecerse cierta analogía con el periodo de reconsideración que siguió
a la muerte de Felipe II, estos acontecimientos eran más bien una profecía de
futuros cambios.
A pesar de todo, comenta el historiador
belga Lonchay, refiriéndose a la entrada de España en la guerra de 1672,
“España volvió testarudamente al campo de batalla” (17). Efectivamente,
después de tener al alcance de la mano la oportunidad de replegarse, España se
dejó caer en el marasmo de la guerra. A la primera ocasión, parece ser, el
realismo se vino abajo, y fueron las antiguas respuestas automáticas las que
tomaron el control de la política. Quizá esta forma de hablar resulte demasiado
tajante, pero es muy difícil dar una interpretación clara y coherente de los
acontecimientos de 1672-1673. Madrid estaba informada, a finales de 1671, de
las tendencia principales de la política anglofrancesa, y de que su objetivo
eran las Provincias Unidas y nos los Países Bajos españoles. A comienzos de
1672, una “demarche” inglesa habría dejado pocas dudas a los ministros. Sin
embargo, dada su larga y amarga experiencia de esta misma empresa, al gobierno
español le resultaba difícil registrar el hecho sorprendente de que Luis XIV
tenía intención de atacar y someter a la república holandesa. Naturalmente,
sospechaban que era un truco para acabar con Flandes. Esta sospecha llevó a la
Junta a realizar su propia “diplomacia secreta”, que en la práctica quedó en
manos de la iniciativa de Monterrey y de Manuel de Lira, embajador en La Haya.
No se tenía conciencia de las consecuencias de aquella decisión. El enviado
inglés envió a Londres diciendo que “aquí todos desean grandemente ayudar a los
holandeses, y lo harían sin ninguna duda aun cuando los franceses fueran más
fuertes que en la actualidad” H1. Peñaranda defensor tradicional de las buenas
relaciones con las Provincias Unidas, parecía corroborar esto, a pesar de sus
opiniones sobre Flandes.
Sin embargo, algunos aspectos del
acuerdo Monterrey-Lira con los holandeses causaron inquietud desde el primer
momento. Madrid mantuvo más adelante que en 1672 la monarquía había ido
gallardamente a la guerra con Francia, salvando así a la república de una
segura destrucción. Pero había quizá algo de fanfarronería en el tratamiento despectivo
de las propuestas inglesas y en las referencias a la senda del honor. Hablando
sin extremismos, podríamos decir que la perspectiva de otra guerra con Francia
en los Países Bajos no se veía con ecuanimidad. Quizá sea más exacto afirmar
que en 1672 (como en 1621) España se vio arrastrada a la guerra, en parte en
falta de otra alternativa, en parte por la energía de sus representantes
diplomáticos, y en parte, también, por carecer de una base firme en que apoyar
su política. Cuando Monterrey consumó la decisión enviando tropas en ayuda de
los atribulados holandeses, Madrid prometió enviar refuerzos. Los antiguos
adversarios que habrían enfrentado sus destinos durante ochenta años acababan
uniéndose en una alianza para la defensa común de los Países Bajos.
Naturalmente, la guerra fue muy
impopular en Flandes, especialmente cuando Luis XIV colérico y frustrado envió
su ejército para devastar y sembrar el terror en la provincia en la primavera
de 1673. La decisión española se tambaleó y se planteó la duda de si dar el
paso final de declarar la guerra o negociar un acuerdo militar con los
holandeses para hacer frente a la nueva situación. La incertidumbre de Madrid
no se reflejó en Flandes, donde Monterrey continuó sus campañas con energía y
determinación –hasta el punto de que fue depuesto en 1674. Desde luego, la
persona diplomática no coincidía con las dudas que la corroían internamente.
Cuando Francia declaró oficialmente la guerra, Luis XIV fue condenado como
criminal internacional, y España declaro que sus objetivos de guerra eran la
restitución de todas las pérdidas territoriales experimentadas desde 1659. “Es
curioso”, comenta un observador, “hasta que puntos e hacen ilusiones de
imponerse a Francia y obligar a esta corona a devolver todas sus conquistas”
H1. La ambición verdadera de España era conseguir una paz rápida, pero le
resultó políticamente imposible escapar de aquella maraña. Al prolongarse la
guerra, poco podía hacer el gobierno como no fuera hacer frente a sus
exigencias militares, y presionar para llegar a un acuerdo razonable.
En todos estos temas las medidas se
debatían y decidían en la junta, que actuaba siguiendo las orientaciones del
tradicional Consejo de Estado. La influencia de Fernando de Valenzuela, privado
de la reina, era prácticamente nula, por lo que podemos saber. Maura afirmaba
que nunca había visto la firma de este advenedizo en ningún momento de
importancia, y un embajador inglés tardó cinco años en considerar que su
posición era un dato a tener en cuenta en sus informes en 1674.
Cuando en 1677 el sucedáneo de rey
reemplazó al sucedáneo de valido, el cambio suscitó muchas esperanzas. Sólo
tuvieron que pasar unas semanas para que produjera la decepción: “El príncipe
entró en Madrid, sacó su espada, y luego… no hizo nada”, como decía un epigrama
popular. Esto es cierto por lo que respecta a las expectaciones de las masas,
pero la influencia de don Juan en lo que se llamaba “altos negocios” fue más
pronunciada. Prácticamente en su primera sesión de Consejo de Estado, apoyó a
la facción que reaccionó favorablemente ante las propuestas de paz de Luis XIV.
NO estaba muy interesado en continuar la defensa de Flandes, y tenía la
sospecha de que los aliados de España pudieran obligarle, como ocurrió en 1668,
a aceptar una paz humillante (18). Durante la guerra, según una línea de
opinión dentro del consejo, los holandeses habían vuelto a las andadas; desde
luego, en 1677 existía poca confianza entre los aliados, y Guillermo de Orange
no era más popular en Madrid de lo que había sido un siglo antes el fundador de
la dinastía. La Haya se había limitado a aprovecharse de los recursos españoles
para concentrarse en su propia defensa, y se le consideraba culpable de la
conquista del Franco-Condado. Con ello se olvidaba, por ejemplo, la aportación
esencial de los holandeses a la conservación de Sicilia, acción en la que
Ruyter perdió la vida.
Otra consideración, aparentemente
trivial, que preocupó mucho al consejo ilustra perfectamente la pertinaz
supervivencia de las preconcepciones anteriores. Uno de los objetivos
declarados por Luis XIV al iniciar la guerra había sido obligar a los
holandeses a admitir la libre práctica del catolicismo dentro de la república.
Éste había sido uno de los principios básicos de España durante sus propias
guerras en Flandes. La paradoja de las tropas españolas que se oponían a este
triunfo de la fe tuvo que resultar muy dolorosa para los confesores reales y
los prelados políticos, personajes que habían conseguido aumentar su influencia
desde 1665. De la misma manera, como el Vaticano no se cansaba nunca de
declarar, la continua presencia de tantos soldados holandeses y alemanes en los
Países Bajos españoles representaba un peligro para las de los súbditos del
rey. En estos dos puntos, el propio Carlos, que había llegado en esos momentos
a su mayoría de edad y de juicio?, resultaba enormemente vulnerable. Por eso
desempeñaron un papel considerable, quizá mayor que cualquier cálculo
relacionado con la insuficiencia material, en la aceptación española de la
desastrosa Paz de Nimega en 1678.
La tragedia de España iba a quedar
ahora atrapada en el dilema característico de las potencias apaciaguadoras. Si
se hubiera podido asegurar la seguridad absoluta mediante la entrega de
Portugal, Jamaica, Borgoña, y hasta el propio Flandes, en ese caso se habría
considerado que el proceso de retirada era bueno y conveniente. Pero como los
enemigos de España, e incluso sus amigos, manifestaban un insaciable apetito
territorial y económico, la guerra seguía siendo el único mecanismo de control.
De esta manera, a pesar de la práctica desaparición de sus ideales auténticos y
compromisos positivos, España seguía siendo esclava de la “teoría del dominó”
del imperio que había impuesto en todo momento la existencia de luchas y
sacrificios.
ACTITUDES
Hablando en
términos muy amplios, la actitud característica de la monarquía entre los
estados europeos del tercer cuarto del siglo era una actitud descaradamente
codiciosa. Naturalmente, en los consejos de los principales rivales de España
había estado siempre presente el deseo de tantear sus debilidades y
aprovecharse de ellas. Pero esta ambición solía estar moderada por una precaución
necesaria basada en el hecho empírico del poder español; hecho éste que incluso
las Provincias Unidas habían llegado a reconocer y respetar. La coyuntura de
los años 40 produjo un cambio considerable en este planteamiento,, pues en
aquellos años se produjo la pérdida definitiva de la “reputación” de España y
un consiguiente aumento de confianza en las otras potencias. Ninguna de ellas,
cualquiera que fuera su relación tradicional con Madrid, podría permitirse en
adelante desaprovechar las oportunidades de engrandecimiento ofrecidas por la
decadencia militar del sistema español. Este axioma estaba presente en los cálculos
de una ciudad-estado comercial, como Hamburgo, o territorial-dinástica, como
Brandenburgo, tanto como en los de Versalles. El nuevo principio se puede
seguir expresando con la antigua fórmula histórica de “problema de la sucesión
española”.
Por consiguiente, aunque la
interpretación deba ser casi totalmente negativa, los recursos materiales y la
política de la monarquía española seguían siendo fundamentales dentro de los
asuntos de Europa. El atavismo de los sucesores de España dio lugar a las épicas
luchas continentales-coloniales del periodo y, posteriormente, al sistema de
estados del anciano régimen europeo. Si los cambios eran obra de la guerra o de
la diplomacia, era una cuestión que no importaba demasiado. Las enormes
posibilidades, todavía sin explorar, del imperio español, cuando se
consideraban al mismo tiempo que su hundimiento militar, constituían una prueba
palpable de la validez de la teoría mercantilista. Para los discípulos
intelectuales de Thomas Mun, igual que para los imitadores de Colbert, los
principios del beneficio y del poder estaba perfectamente resumidos en el mundo
hispánico, lo mismo que para el científico, Dios estaba representado en la
maquinaria de un reloj.
Para los hombres de negocios de Europa
la monarquía continuo siendo un cliente importante, en la medida en que se
trataba de defender sus posesiones haciendo la guerra; quizá más que en ningún
momento anterior. Para los diplomáticos, cada vez más interesados por las
cuestiones económicas, la corte española seguía siendo la suprema dispensadora
de favores comerciales y promoción personal. Sin embargo, ahora tenían
conciencia de llevar la iniciativa; su tono pasó de la súplica a la exigencia,
y hasta la amenaza. En 1664, por ejemplo, el secretario de estado inglés pudo dar
instrucciones a su embajador para que se dirigiera a los españoles en términos
que habrían resultado claramente insensatos sólo una década antes.
Amenazada como estaba con la potencia
de su vecino francés. España necesitaba contar con la buena voluntad de todos
los pequeños príncipes. En 1677, cuando los ministros de tres pequeños estados
alemanes enviaron representaciones conjuntas al Consejo de Estado para
protestar por la demora en el pago de varios subsidios y pensiones, la
respuesta de este organismo, omnipotente en tiempos anteriores, fue pedir
disculpas en tono conciliatorio y complaciente AGS ES. Los políticos de Europa
se reunían en Madrid para escuchar los deseos de España pero en un sentido
totalmente distinto del anterior.
Inglaterra, que no tenía la influencia
ni de los holandeses ni de los franceses en el pensamiento de Madrid, fue en
muchos casos la piedra de toque de estas actitudes (18). Como hemos
visto, la guerra de Cromwell perdió popularidad rápidamente, y al llegar el año
1660 el restaurado Carlos II se vio bombardeado con peticiones de la comunidad
mercantil para que la terminara. El rey optó por hacer caso omiso de ellas e
inclinarse para llegar a un acuerdo con Portugal, sin saber que estaba
cometiendo un tremendo error. Mientras que la situación económica de España
comenzaba a mejorar y era capaz de producir graves aprietos al comercio inglés
en el Mediterráneo, los acuerdos comerciales y económicos con los portugueses
tropezaron con enormes dificultades. En 1664, un comité comercial calculaba que
los comerciantes ingleses habían perdido 1.500.000 libras como consecuencia de
las multas, imposiciones especiales y embargos ocurridos desde 1660, mientras
que la pérdida de oportunidades de realizar contratos en el mundo español
resultaba de valor prácticamente incalculable. Algunos sectores de la vida
comercial inglesa deseaban no sólo recuperar la ventajosa situación conseguida
antes de 1655 en el comercio peninsular, sino también explotar más a fondo el
mercado de materias primas españolas –especialmente la lana- y de productos
agrícolas de Andalucía. Además, el comercio con el mundo extra-europeo dependía
en gran medida del acceso al suministro de plata, y esto era de importancia
fundamental para las actividades de la “East India Company” debido a la
balanza, endémicamente desfavorable, del comercio al este del cabo. Finalmente,
la nueva “Royal African Company” –en el que tenían intereses los Estuardo y
todos los cortesanos prominentes- sólo podría conseguir buenos resultados si
adquiría una posición dominante en el comercio de los esclavos. El famoso asiento de negros, cuya concesión
dependía de Madrid, se valoraba no sólo por lo que era en sí mismo, sino por
las lucrativas –aunque todavía ilícitas- oportunidades que ofrecía de realizar otras
actividades en el Caribe y en otros territorios españoles.
El capitalismo inglés veía no sólo cómo
se le negaba el acceso a estas oportunidades, sino también que quienes más las
aprovechaban eran sus más acérrimos competidores, los holandeses. Las Provincias
Unidas obtuvieron enormes beneficios de la hostilidad anglo-española de los
años que siguieron a 1655, mejorando su posición prácticamente en todas las
áreas de la economía del mundo hispánico, proceso que en Madrid, como hemos
visto observaba con complacencia. Un acto simbólico fue la lucha de Ruyter en
defensa de la flota de plata en 1661; al llegar la década de 1660-70, los
ingleses tenían que enfrentarse a los holandeses, potencia dominante en los
mercados españoles, para conseguir progresar económicamente. Este lecho
constituía la base de la provocación por parte de Inglaterra de una segunda
guerra marítimo-colonial con la república en 1664. Las principales cuestiones
que entraban en juego en este conflicto estaban conectadas claramente con los
recursos materiales del imperio español. Y no fue ningún accidente que el
fracaso de los ingleses en esta guerra se viera seguido de la conclusión de una
serie de tratados con España mediante los cuales se abandonaba la política de
intimidación física. Aunque, en un primer momento, Inglaterra no consiguió toda
la serie de concesiones necesarias para que sus mercaderes estuvieran en
condiciones de igualdad con los holandeses, en la década de 1670-80 comenzó una
notable expansión de su comercio que constituyó el preludio para la aparición
de “la primera nación industrial”. Hubo, lógicamente, otros factores que
intervinieron en este último fenómeno. Pero la recuperación de toda la economía
europea que parece haberse producido en esta generación estuvo relacionada con
el hundimiento de la hegemonía española y los diferentes planteamientos de la
explotación de sus recursos que supuso aquel proceso.
“Nosotros amamos espontáneamente a los
españoles y odiamos a los franceses”, escribía Samuel Pepys, cronista de Londres,
en el verano de 1661. En aquellos momentos, la observación era más un acto de
premonición que de descripción exacta de la realidad. De hecho, su propio
señor, el conde Sandwich, que dirigía la flota en que se centraba gran parte de
la obra de Pepys, estaba en aquel preciso momento en alta mar con intenciones
que distaban mucho de tales sentimientos. En cualquier caso, era cierto que los
cambios producidos en la actitud hacía la monarquía española, en Londres y en
otras ciudades europeas, estaban estrechamente relacionados con el rápido
desarrollo de la potencia francesa. En los años 50, el odio reflejado en la
estruendosa propaganda de John Milton encontraba en España una réplica
perfecta. Para Barrionuevo, Cromwell era “la gran bestia abortada de la boca
del infierno”, que asesinaba a los sacerdotes irlandeses y torturaba a los
niños. Las fantásticas historias sobre la persecución a los católicos todavía
encontraba un público que las cogía con interés en “la guarida de lobos –como
decía un panfleto inglés de 1600 refiriéndose a España. Todavía en 1667 el
vicecanciller de Aragón (clérigo) condenaba el tratado comercial con Inglaterra
como “un escándalo que redunda en vergüenza de toda la monarquía”; y diez años
más tarde, el momento álgido de la Conspiración Papal, una multitud de
londinenses invadía la casa del enviado español tratando de encontrar jesuitas.
Los piratas ingleses, capturados en el Caribe, seguían encerrados en las
cárceles de Sevilla en los años 60, y de vez en cuando las ceremonias religiosas
de las ciudades del sur de España se veían interrumpidas por las blasfemias de
algún marino inglés fanático o borracho. Sin embargo, en general las pasiones
religiosas eran una fuerza en decadencia, en lo que se refiere a su influencia
sobre las orientaciones fundamentales del estado. Aunque sería absurdo negar la
influencia residual de la “Leyenda Negra” en los prejuicios ingleses, el
elemento activo del miedo confesional se transfirió a Francia.
Es cierto que el “siglo de oro” estaba
llegando a su fin, pero aún con todo seguía habiendo un aspecto cultural en las
actitudes inglesas. Muchos de los cortesanos que en 1660 volvieron con Carlos
II del continente estaban influidos por la magnificencia de los Habsburgo que
había tenido ocasión de sorprender a todos con los deslumbrantes festejos
organizados por Velázquez con ocasión de la boda franco-española celebrada
aquel mismo año. Hombres como Claredon y Arlington, figuras fundamentales de la
política inglesa hasta los años 70, habían estado en España, y estaban
familiarizados hasta cierto punto con el idioma y el pensamiento español. El
embajador inglés en Madrid en los años 60, sir Richard Fanshawe, fue uno de los
fundadores de la escuela de estudios hispánicos en Inglaterra; y sus sucesor
(el mismo conde de Sandwich, que anteriormente había sido un peligro para la
flota de la plata) se dejó seducir por la sociedad de Madrid, aprendiendo a
tocar dúos de guitarra con don Juan José, bajo la dirección de Gaspar Sanz,
primer maestro del instrumento. La decadencia del fervor religioso permitió a
los ingleses viajar a España con mayor libertad de espíritu, y los dramaturgos Congreve
y Wycherley reprodujeron en Inglaterra docenas de argumentos procedentes del
abundante patrimonio teatral español y que los llamados “dramaturgos de la
Restauración” explotarían al máximo en los años siguientes.
Las consideraciones religiosas habían
dejado también de ejercer ninguna influencia real en las actitudes de los
holandeses hacia el inveterado adversario de generaciones anteriores. Además,
se puede decir que la república era la menos codiciosa de las potencias
sucesoras de España. La fase dinámica de la expansión comercial y colonial se
había terminado, y en muchos aspectos las aspiraciones de sus grandes
capitalistas estaban ya satisfechas. Los hombres de negocios de Amsterdam
habían conseguido establecer su predominio en los mercados mediterráneos y
atlánticos, además de ofrecer toda una gama de servicios a los sectores público
y privado de la monarquía española. La relativa decadencia de los activos
intereses comerciales de la ciudad después de 1650, debe contemplarse teniendo
también en cuenta sus enormes y cada vez mayores ingresos invisibles en estos
campos. En 1662, la república llegó incluso a resolver sus diferencias
coloniales con Portugal, poniendo fin a una lucha que se arrastraba desde hacía
unos veinte años. Por encima de todo, el temor a los proyectos franceses, que
se iba convirtiendo a pasos agigantados en la preocupación dominante de la
política europea, nació mucho antes en las Provincias Unidas que en cualquier
otro lugar. En cualquier caso, había remitido el antiguo malestar ante la
separación del sur católico español del suelo patrio –aunque pueden apreciarse
sus huellas en las obras de historiadores holandeses como Pieter Geyl (G8).
Además ahora quedaba totalmente eliminado como principio inspirador de la
política debido a la decisión de no tener bajo ningún concepto a Luis XIV como
vecino de la república. Después de 1648 comenzaron a florecer los contactos
comerciales entre las dos partes de los Países Bajos. En los años 60, Versalles
y Londres pudieron tomar conciencia de los beneficios conseguidos por los
holandeses como consecuencia de su situación de “nación más favorecida” en la
política económica española, y el resentimiento que se produjo como
consecuencia de ello, y al que Colbert dio un contenido ideológico, representó
un factor importante en el pensamiento de Luis XIV. Durante algún tiempo los
franceses insistieron en sus proyectos de acantonamiento conjunto con los
Países Bajos españoles, pero no hubo forma de conseguir que los regentes de La
Haya abandonaran su idea de Scheidingszone
(o estado tapón), que era el papel que desempeñaba Flandes en la política
europea del momento. La última ocasión en que Madrid sospechó que los
holandeses pudieran constituir una amenaza para la integridad de Flandes fue
durante las complicadas gestiones diplomáticas de 1668. De hecho, a pesar de su
ambigüedad original, La Triple Alianza proclamó que el interés de Holanda era
en aquel momento, en sentido peyorativo y literal, la protección del imperio
español. En términos generales, la supervivencia de ese imperio debió mucho a
este acontecimiento.
Difícilmente podría producirse un
contraste mayor entre esto y los principios fundamentales de la política
francesa. En mi opinión, es imposible evitar la impresión der que, desde los
primeros momentos de su gobierno personal, Luis XIV trató de adquirir para sí
mismo, sin merma ni deterioro, el papel europeo de la monarquía española y su
base física y moral. Después de todo, Luis era en parte Habsburgo, estaba
casado con una reina Habsburgo, y su actitud ante la sucesión española era
plenamente consciente de estos hechos. En los años 60 se fue conociendo cual
era la verdadera naturaleza e importancia de los problemas físicos del último
de los Austrias, y Luis llegó a considerarse así mismo como heredero
divinamente elegido de la monarquía gobernada por una criatura tan débil y
afligida. Aunque hay que reconocer la aportación original del Rey Sol al arte y
oficio de ser rey, en muchas de sus acciones y líneas políticas parecían
adoptar deliberadamente los principios de la supremacía española: el deseo de
prestigio convertido en una sanción espiritual monolítica; odio declarado a la
herejía y el republicanismo; búsqueda fanática de triunfos culturales
inmediatos recurriendo a un generosos mecenazgo artístico; deseo de dominar el
Vaticano, mucho más crudamente formulado que en ninguno de los reyes de
Castilla. Naturalmente, Luis tuvo que actuar con relativa moderación y dentro
de ciertas limitaciones omnipresentes para llevar a cabo todo su programa. En
cualquier caso, se puede apreciar también una profunda aprensión ante el
verdadero alcance de la debilidad española, y su posibilidad de recuperación.
En 1660, Luis se había sentido mortificado por el gran espectáculo organizado
por la corte de Habsburgo en las festividades matrimoniales celebradas en
Bidasoa, en la frontera franco-española –una especie de “Capo de tisú de oro”
del siglo XVII en que la actuación de los Borbones se había visto completamente
eclipsada por el gusto y esplendor de quienes tenían a sus espaldas dos siglos
de tradición borgoñona. Para Luis, esto equivalía a una derrota militar, y muy
importante; de ahí surgió la simbólica directiva general enviada a sus
embajadores para que se aseguraran la precedencia sobre sus colegas españoles
en todas las ocasiones posibles.
No hay que exagerar la creación por
Luis de un nuevo absolutismo en Francia, ni tampoco suponer que surgió de la
noche a la mañana. La construcción de Versalles, la imposición de los intendants, la creación de un ejército
nuevo y permanente (aspectos todos ellos con claros precedentes españoles)
ocuparon la mayor parte de una década. Las circunstancias religiosas
favorecieron claramente los objetivos de Luis. Por aquellas fechas había
desaparecido el antiguo celo “dévot” por los intereses de la España de la
Contrarreforma, y las energías del grupo ultracatólico francés se habían
orientado hacia la lucha contra el jansenismo. El hecho de que las pasiones de
este elemento rebelde de la política francesa quedaran ahora incluidas dentro
de la ortodoxia dominante de la corte y de sus grandes propagandistas
eclesiásticos constituía un motivo de tranquilidad. Sin embargo, Luis estuvo
paralizado muchos años por otros problemas, especialmente de orden fiscal y
económico. Durante este tiempo, siguió una línea que correspondía básicamente a
la antigua táctica de Richelieu de “guerra por poderes” contra España mediante
subsidios a Inglaterra y Portugal –cambio interesante, orientado a economizar
los recursos de Francia, facilitar sus preparativos y debilitar indirectamente
al enemigo. En cierto contraste con su utilización en ocasiones anteriores,
esta política produjo grandes triunfos en los 60. Cuando Luis comenzó su
campaña en 1667, a pesar de todas las indicaciones y tendencias anteriores,
cambió radical y repentinamente el contexto político de Europa. La fórmula
“guerra de devolución”, como el movimiento más amplio de la sucesión española
del que forma parte, se puede interpretar en un contexto mucho más amplio que
su marco de referencia inmediato.
CONCLUSIONES
Parte de las
discusiones entre Inglaterra y Francia en 1670, de los que surgiría el famoso
“tratado secreto” de Dover, se centraron en la cuestión de las colonias
españolas de América. Según los ministros de Carlos II, Inglaterra era su
legítima heredera natural, y estaba dispuesta a hacerse con su herencia, sin
renunciar a un ápice, en caso de que los proyectos anglo-franceses dieran lugar
a una guerra declarada contra España. En el momento en que estaban a punto de
ponerse en marcha estos planes, en 1672 lo que más preocupaba a la persona
encargada de este ingente imperio, la regente Mariana, era el tema de la
Inmaculada Concepción. Logró hacer lo que para ella era un comentario efusivo
de más de cien palabras, manifestando su satisfacción ante el hecho de que el
clero de Milán había declarado su apoyo a la idea de que Roma reconociese esta
verdad como artículo de fe AGS ES. La corona inglesa estaba interesada desde
hacía mucho tiempo en adquirir dimensiones imperiales, y los reyes españoles,
especialmente Felipe IV, llevaban años haciendo campaña de la causa de la BVM;
y la yuxtaposición de estas dos aspiraciones en la manera precedente es, sin
duda alguna, algo artificial. Sin embargo, puede decirse que ilustra, y hasta
compendia, cierta divergencia cualitativa en el planteamiento de los problemas
por parte de España y de sus principales vecinos europeos que se manifiesta con
toda nitidez después de la coyuntura de los últimos años 60.
La crisis de los años inmediatamente
anteriores y posteriores a 1668 parece profundamente significativa y simbólica
dentro de la historia de la monarquía española. Después de la humillante e
imprevista derrota militar en Portugal, el intento español de defender Flandes
frente al ejército de Luis XIV resultó también un fracaso. Ya en 1669 se
aceptaba en Madrid el principio de que sólo se podía proteger Flandes contando
con la ayuda de potencias extranjeras. El año siguiente, España renunció de
hecho a sus inmemoriales derechos a tener la exclusiva en el Nuevo Mundo; esta
renuncia figuraba en un tratado con Inglaterra en el que se reconocía
formalmente la conquista de Jamaica por Cromwell. Mientras tanto, Luis XIV
negociaba el primer tratado de partición del imperio español con los Habsburgo
de Viena. Sobre todo, y coincidiendo exactamente en el tiempo de este hecho, la
monarquía aceptó la secesión y soberanía del reino de Portugal en 1668, junto
con sus posesiones coloniales en África y Asia. Se trataba, por tanto, del
final no sólo de la época de la hegemonía de España en Europa, sino también del
clásico imperio filipino, aquel conglomerado planetario que había comenzado a
existir en 1580. Así pues, la naturaleza y presupuestos de la España de los
años 1670-80 eran radicalmente distintos de los existentes entre 1650 y 1660.
Se había producido nada menos que un cambio de identidad.
Al mismo tiempo que se empequeñecía la
visión del papel europeo de la monarquía, se producían importantes cambios
políticos dentro de Castilla. Ya antes de la muerte de Felipe IV, los
trastornos locales y esporádicos iniciados en los últimos años 40 se habían
extendido a la capital. En Madrid se produjeron incidentes violentos al tenerse
noticias del desastre de Villaviciosa, protesta popular contra el sufrimiento
producido por una guerra interminable. DE ahora en adelante, la creciente
inestabilidad social de las principales ciudades de Castilla constituyó una
constante preocupación política. Aunque no se produjeron levantamientos
campesinos de importancia hasta finales de siglo, el peligro de la insurrección
urbana demuestra que el problema de la agitación popular estaba creciendo en
España en la medida que disminuía en Francia. Algo parecido podría decirse
sobre las condiciones políticas generales de ambos estados. Tras el continuo
empobrecimiento de sus bases físicas y legales, producido por las numerosas
exigencias de las guerras, el ejercicio efectivo del absolutismo real resultó
una aspiración impracticable en el momento de la sucesión al trono de un menor,
que además estaba en gran parte incapacitado (1665). El desarrollo, no
intencionado, de la autonomía regional y de la oligarquía aristocrática durante
el reinado de Carlos II está en claro contraste con la evolución experimentada
en esos mismos años al otro lado de los Pirineos. Así pues, el intercambio de
papeles entre el rey católico y el rey cristiano fue un fenómeno bastante
verosímil.
Mientras tanto, el gobierno de España,
dirigido por hombres que vivían en un contexto político que se había vuelto
repentinamente precario e imprevisible, entró en una fase que sólo puede
describirse como de introversión. Los últimos años de carrera de don Juan José
constituyen una ilustración perfecta de esta tendencia. Fue él quien más
íntimamente experimentó en Flandes y Portugal los desastres militares durante
la última década de vida de su padre; él quien se convirtió para la nobleza en
ejemplo de un nuevo código de conducta o escala de valores; y él quien
contribuyó a crear las extrañas realidades políticas de la España de finales
del siglo XVII. Y aunque el agotamiento de los recursos materiales, y la
omnipresencia de los desastres militares, desempeñaron ciertamente un pale
fundamental en el proceso de retirada, el análisis del mismo no debería
acabarse, y quizá ni siquiera comenzar con dichos aspectos. En cualquier caso,
es interesante observar la aparición entre 1660 y 1670 de una caricatura que
fue ampliamente comentada y en la que se representaba a España como una gran
vaca, que amamantaba a las naciones de Europa con sus enormes ubres. Los
comerciantes holandeses y franceses se habían infiltrado y controlaban todos
los aspectos importantes de la economía española. Madrid tuvo que contentarse
con protestar cuando Henry Morgan (el pirata) saqueó la ciudad de Panamá en el
año de 1670. Mientras tanto, la desafortunada invasión de Portugal en 1665 fue
la última operación ofensiva que la España de los Habsburgo fue capaz de
organizar con sus propios recursos. Cuando, en 1674, Monterrey informaba sobre
la ocupación francesa del Franco-Condado, apéndice del imperio borgoñón,
Mariana comentaba patéticamente que “la pérdida de tan buenos vasallos me ha
causado gran aflicción, y el consejo debería considerar la forma de que esta
provincia puede volver a manos del rey, mi hijo” AGS ES. Quizá tuviera valor
significativo el hecho de que la aceptación oficial de la pérdida por parte de
España corriera a cargo de un bastardo de aquella dinastía en otros tiempos tan
gloriosa; efectivamente, en 1678 don Juan aceptó las condiciones de paz de Luis
XIV.
NOTAS
R.
A. Stradling, Europa y el declive de la
estructura imperial española, 1580-1720, Madrid, Ediciones Cátedra, S. A.
1983. (1)H. Kamen, Economic
History Revew (1964). (2)
A. Rodríguez Villa, ed., Misión Secreta
del Embajador D. Pedro Ronquillo en Polonia (1674), Madrid, ¿1874, p. 5. (3) R. Hatton, ed., Louis XIV and Europe, Londres, 1976, p. xii. E20
Gabriel, duque de Maura, Vida y reinado
de Carlos II, Madrid, 1954, 2 vols. E17 R. Stradling, ”Spanish conspiracy in England, 1661-63”, en English Historical Review, vol. 87,
1972. E20
Grabriel, duque de Maura, op., cit. (4)
A. Paz y Melia (ed.), Los avisos de
Jerónimo de Barrionuevo, 2 vol. Madrid, 1968-9. (5)
M. Morineau, Annales, ESC (1968). (G5)
A. Domínguez Ortiz, Política y Hacienda
de Felipe IV, Madrid, Editorial de Derecho Financiero, 1960. (6)
BN CO (Biblioteca Nacional de Madrid, Colección Osuna) 10838/391v. (7) BN PV/2408/150v. (8) PRO
(Public Record Office (Londres) SS (State Papers, España) /44/127. (9)
AHN (Archivo Histórico Nacional, Madrid) ESW (Estado Series) 692/13 de junio
de 1666. (10)
AGS (Archivo General de Simancas, España) ES (Estado Series) 3383/155v. (11)
Díaz-Plaja, Fernando (ed.), La Historia
de España en sus Documentos: el siglo XVII, Madrid, Ediciones Cátedra,
1957, pp. 424-9. E20/I,
Maura, op. cit. (12) Melia, I, op.
cit., p. 251. (13)
J. Reglá, Historia de España y América,
Barcelona, 1971, III, p. 292. (14)
AGS ES/3861/28 de abril de 1678. E22
L. Pfandl, Carlos II, trad. M.
Galiano, Madrid, 1947. (15)
A. Domínguez Ortiz, Hispania, 1959. PRO (Public Record Office, Londres) SF (State
Papers, Flandes)/31/444. (16) K. Feiling, British
Foreing Policy, Lonfres, 1930, p. 41. E20/I
Maura, op. cit., E16, R. Stradling, “A Spanish statesman of
appeasement: Medina de las Torres and Spanish policy, 1630-70” en Historical Jornal, 1976, vol. 19. (17)
H. Lonchay, Le Rivalité de la France et
de l´Espagne aux Pays-Bax, 1635-1700, Bruselas, 1896, p. 294. H1 M. Grice-Hutchinson, Early Economic Thought in Spain, 1177-1740, 1978. [El pensamiento económico en España, 1177-1740, Barcelona,
Crítica, 1982] 140-2. H1,
190. AGS ES/2553/14 de enero de 1677. AGS
ES/3861/10 de enero de 1677. (18) Para el material de los siguientes
párrafos, véase mi tesis doctoral inédita, R. A. Stradling, “Anglo-Spanish
Relations, 1660-8”, Universidad de Gales, 1968, capítulo 3 y fuentes allí
citadas. G8, Pieter Geyl, The
Netherlands in the Seventeenh Century, 1961-64, 2 vols. AGS
ES/3383/65. AGS
ES/3861/17 de Julio de 1674. |
CAPÍTULO 4
PATOLOGÍA DE UN SISTEMA DE PODER (1678-1700)
En uno de los
años iniciales de este periodo, uno de los numerosos escritores de pasquines
existentes en Madrid, puso en circulación un “Paralelo de las Cortes de Francia
y España”:
F.-
Toque el arma la caxa y la trompeta En Marsella y Tolon se aprestan naves. E.-
Hombrense moyordomos, los mas graves de edad madura y de atención discreta. F.-
Por Cataluña y Flandes se acometa Y del Imperio desplumad las aves. E.-
Repartense con orden esas llaves Y guadese en Palacio la etiqueta. (1) |
El autor de
estas opiniones no sabía probablemente nada de la barroca y complicada
estructura de la vida cortesana (imitación descarada de la española) que Luis
XIV había organizado en Versalles. Pero esto no disminuye la importancia y
exactitud de su argumentación. La imagen de la corte de Madrid, moribunda,
tenebrosa, ritualista, les parecía a muchos europeos algo perteneciente a otra
época, y a la vez un comentario adecuado sobre la falta de dinamismo y decisión
de España. Algunas descripciones publicadas por visitantes franceses e
ingleses, con numerosos detalles ligeramente jocosos o despectivos y llenas de
exageraciones y chismes, encontraban lectores por todo el continente. Estas
descripciones señalaban cuál era el más español y ofrecían a sus contemporáneos
una especie de patología sobre un imperio cadavérico, que aparecía llena de
panaceas en que la enfermedad y el error ocupaban mundos semejantes. El
redescubrimiento, muchas generaciones más tarde, de las obras de los
arbitristas castellanos, constituyó una base aparentemente firme para las
observaciones de los diletantes extranjeros.
Ya en 1630 un enviado inglés a Madrid
había hecho algunos comentarios sobre las apretadas filas de damas de corte,
con sus caras blancas e inmóviles como si fueran un tapiz; se burlaba también
del dudoso honor de recibir autorización para “besar la mano del rey, o más
bien su pie, pues lo primero rara vez se concedía a los extranjeros” (2).
Incluso en esta época, la pobreza real en que se encontraba la corona
contrastaba de forma casi ridícula con la arrogancia casi infinita del
protocolo palaciego. En realidad los Habsburgo siguieron apoyando estos ritos
con fervor insistente y lleno de celo. Todas las infantas que marchaban a
contraer matrimonio a alguna corte extranjera recibían la orden de mantener la
distinción singular de su casta, protegiéndola con el mismo cuidado que si se
tratara de su alma inmortal. Todo esto ejercía sobre el carácter de los
príncipes una influencia que podía llegar a ser obsesiva. La relación entre el
ceremonial de la corte y la liturgia de su religión aparece claramente
ilustrada en el cuadro español más famoso de la época, el lienzo de Coello, en
que se representa a Carlos II oyendo misa. Presenta una imagen que en cierta
manera es eterna, y su contexto ha servido de blanco de sátiras que van desde
Quevedo hasta el novelista Pérez Galdós, más de doscientos años después. Pero
el hecho es que el mantenimiento de estos comportamientos tenía toda la
importancia que la dinastía, igual que ocurría en Francia, quería atribuirles.
El prolongado y repetido ceremonial centrado en la figura del monarca “era” la
identidad de la monarquía, la autoafirmación de su ser, en definitiva de sus
objetivos. La herencia borgoñona, fomentada en los palacios de Castilla y
reproducida en los de los virreyes de gran parte de Europa Occidental, no tenía
más de rutina estéril que las tradiciones de nuestra propia monarquía, cuya
popularidad y significado han demostrado recientemente su gran eficacia.
Constituía, en sí misma, la síntesis de todas las cortes de la cristiandad de
finales de la Edad Media –italiana, alemana y francesa, así como la española- y
resumía el inquebrantable compromiso de la dinastía con los ideales de su
fundador, Carlos V. Es cierto, lógicamente, que el doliente sucesor y homónimo
del Emperador Universal “creía que todas sus desgracias procedían únicamente de
sus propios pecados” (3). Pero sería un
error concluir que las soluciones de los arbitristas presentadas en documentos
más realistas, no eran objeto de incesante discusión o que no se trataran de
llevar a la práctica. La España de los Habsburgo, como el ritual de su corte,
constituía una simbiosis de lo espiritual y de lo material.
EVOLUCIÓN DE LOS ACONTECIMIENTOS
Bajo la
dirección de don Juan, el gobierno de Madrid esperaba que la pacificación
general de 1678 (Paz de Nimega) inauguraría un proceso de comprensión
franco-española. Esta base de recuperación se cimentaba en los desposorios del
rey (cuando sólo tenía diecisiete años) con la princesa francesa María Luisa de
Orleans. La esperanza de conseguir un fruto de esta unión no era quizá tan
fantástica como puede parecernos ahora con una mentalidad mejor informada.
Después de todo, la nueva reina era hija de un padre homosexual y su frágil
esposa Estuardo, mientras que Carlos nació cuando su padre tenía cincuenta y
seis años. En asuntos dinásticos, los milagros no sólo eran posibles sino que
se contaba con ellos. Algunas de estas esperanzas no se vieron justificadas por
la realidad, pero otras no resultaron totalmente vanas. Los años 1680-1690
fueron la década más pacífica conocida por España en mucho tiempo,
probablemente en más de un siglo. No faltaron ciertos progresos económicos y
administrativos. Y fueron ciertamente los más felices de la sombría existencia
de Carlos II.
En cualquier caso, pocos compartían las
optimistas esperanzas del rey y de su ministro-dictador. Por lo que se refería
a Bruselas, Francia estaba esperando una oportunidad para abalanzarse sobre la
presa, buscando el momento más adecuado en que la ayuda internacional de España
fuera tardía o nula. Luis XIV estaba decidido a castigar a la monarquía por su
traición de 1672, lo mismo que había castigado aquel año a las Provincias
Unidas por su acción de 1668. Luis, el emperador de Occidente, había puesto a
España en entredicho. Sus fuerzas no dejaron de aterrorizar a la población
fronteriza de los Países Bajos españoles, y varias guarniciones se negaron a
retirarse hasta mucho después de la ratificación formal del tratado. A
comienzos de 1680, el consejo privado de Bruselas manifestó su convicción de
que la ambición francesa hacia inevitable la guerra. ¡Dónde caería el primer
golpe? La respuesta sólo se hizo esperar el tiempo necesario para que los
Borbones se prepararan en el campo militar, legal y diplomático. La ingeniosa
política de reunión se vio coronada con la ocupación sin resistencia de
Estrasburgo y Casale en 1681; luego, a finales del verano de 1683, el ejército
principal francés se adentró en Luxemburgo, sitiando la fortaleza de la capital
ducal defendida por españoles. La concentración de Luis en el Rhin era prueba
de su decisión de alejar las fronteras de Francia del vulnerable París, pero
parte esencial de este razonamiento fue la memoria del camino español y el
amargo “año de Corbie” 1636.
Ninguno de los ex aliados españoles
estaba dispuesto a emprender una guerra con Francia para salvar a Luxemburgo,
pues ninguno de ellos se veía directamente amenazado con su pérdida. Cuando, a
pesar de todo, los españoles resistieron y declararon la guerra, Luis invadió
Cataluña y Flandes para hacer que Madrid entrara en razón. Una vez más las
ciudades valonas se desmoronaron ante aquel asalto; los ejércitos franceses se
adentraron también bastante en el territorio del este de España. Génova ofendió
a Versalles al ayudar a España en su esfuerzo bélico en el Mediterráneo, y la
flota francesa bombardeó la ciudad republicana durante doce días seguidos. La
forma en que los franceses estaban llevando a cabo aquella guerra estaba
resultando más destructiva que en ninguna ocasión anterior; el cambio se basaba
en los métodos suecos de la Guerra de los Treinta Años e implicaba la
utilización sistemática de la devastación y el terror en las tierras del
enemigo invadido. De ahora en adelante, muchas áreas de la monarquía iban a
sufrir los estragos directos de la guerra en formas cada vez más terribles y
durante periodos muy largos. A pesar de estos, Cataluña resistió con tenacidad,
y las tropas de la ciudad de Gerona consiguieron salvar su orgullo poniendo en
desbandada al ejército sitiador. Sin embargo, Luxemburgo capituló al terminar
la campaña de 1684, y con ello Luis había conseguido su objetivo. En las
negociaciones de Ratisbona intercambió sus ganancias en otros teatros de la
guerra a cambio de la cesión oficial de Luxemburgo por parte de España. Esta
guerra, que interrumpió la década de paz, duró, pues, escasamente un año. Pero
sus hechos ilustran, el desarrollo ininterrumpido del sistema francés después
de los fracasos de Mazarino en los años 40. Los franceses dominaban ahora los
recursos y las técnicas necesarias para atacar a su adversario tradicional en
varios frentes a la vez, aplicando todo el peso de su superioridad física en
una versión primitiva de la blitzkrieg. Por el contrario, la pérdida por
España de su último punto de apoyo en el Rhin constituía una indicación del
hundimiento final del sistema español de Italia, y hasta Cataluña, había
conseguido la independencia que los historiadores anyeriores imaginaban que era
la constante aspiración de sus políticos nativos. Eran puestos aislados del
imperio, que dependían para su salvación exclusivamente de sus propios recursos
o de las conveniencias de us poderosos vecinos.
Luis XIV había demostrado gran pericia
en la elección del momento de la guerra de 1683. Su acción coincidió con el
avance de los turcos hacia Viena, culminación de la última gran ofensiva
otomana en el este de Europa. La incapacidad de los estados Habsburgo para
ayudarse mutuamente en esta crisis doble parecía confirmar el distanciamiento
de las dos esferas dinásticas y territoriales. Desde el punto de vista de
Versalles, esto constituía una consumación deseada ardientemente y que se había
retrasado demasiado tiempo; Marshal Vauban procedió a construir una barrera
física entre los primos Habsburgo mediante la fortificación de todas las
conquistas de Francia en el Rhin. Sin embargo, estas apariencias resultaron ser
parcialmente engañosas. Es cierto que cuando comenzó en 1688 la segunda guerra
general de las concebidas por Luis, Madrid resistió durante algún tiempo a las llamadas tanto de los holandeses como
de los austriacos, manteniéndose al margen de un conflicto en que no se veían
afectados los territorios de la monarquía. Al poco tiempo los hechos obligaron
a España a cambiar de opinión. La facilidad, totalmente imprevisible con que
Guillermo II accedió al trono inglés, y su inclusión poco después en las filas
de los aliados, incrementó enormemente las posibilidades de derrotar a Francia.
La tentación de tomar parte en la victoria fue demasiado grande, y en 1690
España accedió a entrar en la coalición, cuyo objetivo era la restitución total
de las perdidas experimentadas ante Luis XIV desde 1659. Francia se volcó
inmediatamente contra el socio más débil para tratar de dejarla fuera de
combate de inmediato. La llamada “Guerra de los Nueve Años” (1688-97) consistió
en una invasión francesa de Flandes, Italia y Cataluña, en la que solo se
pudieron evitar enormes pérdidas territoriales gracias a la decisión
anglo-holandesa de colaborar en su defensa, tanto por tierra como por mar.
Inevitablemente, Flandes quedó marcada por las campañas de los años 90, y a
pesar de las demostraciones de valor de la infantería española, los resultados
militares fueron catastróficos. En 1692, Namur cayó en manos francesas, y al
año siguiente el ejército aliado sufrió una terrible derrota en Neerwinden.
Mientras tanto, en Italia, Saboya luchaba por impedir el dominio total de
Francia en el norte de la península; y en Cataluña, Gerona fue ocupada,
finalmente, por los franceses en 1694. Quizá la derrota más humillante fuera la
de Fleurus, pocas semanas después de la declaración de guerra por España, pues
aquel lugar había sido escenario de un gran triunfo sobre el ejército
germano-holandés en 1622.
A pesar de los reveses experimentados
en el campo de batalla, no se perdían las esperanzas. Las victorias de Luis,
individuales o colectivas, no habían conseguido eliminar a ninguno de sus
grandes enemigos haciéndole abandonar las filas de la alianza. El pacto de la
familia Habsburgo distaba mucho de estar muerto, aunque su impulso e
inspiración venían ahora de Viena y no de Madrid. La creciente suficiencia
material y experiencia bélica de los Austrias, conseguida en las terribles
campañas contra los turcos que llegaron a crear prácticamente un nuevo imperio
danubiano, estaba comenzando a frustrar las ambiciones de Versalles en todos
los frentes.
Ante Luis se presentaba la terrible
posibilidad de que renaciera la estrategia universal de los Habsburgo. Además,
las potencias marítimas se habían mantenido fieles a su prioridad fundamental
de acabar con el predominio naval francés, y a pesar de las terribles pérdidas
padecidas ante los corsarios enemigos habían conseguido su objetivo a mediados
de los años 90. La campaña de Luis XIV contra el cerco de Francia había
resultado en último término, contraproducente. Las potencias de la coalición
habían conseguido, a pesar de sus intereses divergentes y de sus continuas
disputas, aunar sus recursos, cooperar en estrategia y logística y compartir
las responsabilidades. Con esto se creó un nuevo sistema que rodeaba a Francia
con una red de comunicaciones y defensas militares. Aunque sería un poco
preciso señalar que gracias a ello el sistema español había llegado a
recuperarse de momento, es cierto que había un fuerte componente Habsburgo que
estaba relacionado con los presupuestos de la hegemonía española. Además, este
elemento era en cierto sentido más fuerte que en ningún otro momento anterior,
ya que los Habsburgo austriacos parecían haber resuelto para entonces los
graves problemas de una guerra en dos frentes, demostrando en los años 90 su
capacidad de intervenir simultáneamente y con grandes medios en la Europa
oriental y occidental. En claro contraste, la Francia de Luis XIV resultó ser una
fuerza a la que se podía vencer cuando se llegaba a plantear una guerra total
con dimensiones geopolíticas. La presión ejercida sobre sus estructuras
socioeconómicas culminó en una de las crisis catastróficas de todo el siglo
XVII. Se comprobó la superficialidad de muchas de las políticas comerciales e
industriales de Luis, pues Francia quedó sumida en la miseria y la agitación,
aunque el peso de su aparato administrativo fue suficiente para impedir que el
descontento de sus súbditos adquiriera tintes políticos graves.
No conviene forzar al máximo la
interpretación que acabamos de presentar. En las negociaciones que llevaron a
la paz de Rijswick en 1697 Francia consiguió mantener su prestigio y sus
principales conquistas, es decir, el núcleo fundamental de lo que Luis quería
conseguir en el exterior. El gran monarca se vio obligado a devolver a España
las ciudades de Barcelona y Luxemburgo, y las opinión de los expertos no
coincide si este paso fue una medida de fuerza, sin la cual Francia no habría
obtenido la paz que tanto necesitaba, o más bien un truco deliberado para
convencer a los españoles de la generosidad francesa. Ciertamente, un español contemporáneo de los hechos
señalaba que “sólo nos ha devuelto unas gavillas robadas para quedarse con toda
la cosecha” (4), es decir, que Luis había actuado como un perfecto “relaciones
públicas” para fortalecer sus aspiraciones dinásticas a la monarquía española.
Había llegado a darse cuenta de que la única forma de acceso a su aspiración
fundamental era la sucesión legal y pacífica. Además de que había fracasado la
presión militar, en Madrid se estaba acercando el momento trascendental de la
decisión. Es una verdad innegable que en 1697 Luis aceptó algo que no llegaba a
ser una paz victoriosa; por primera vez desde 1656, Francia había tenido que
detenerse ante la oposición de sus enemigos. En este sentido, la tenaz
resistencia militar de España fue quizá menos importante que la capacidad de
sus dependencias para absorber como una esponja la violencia y acabar con las
energías del enemigo.
RECURSOS
La mayoría de
los especialistas actuales están de acuerdo en que, al menos en las provincias
de la España metropolitana, los niveles demográficos comenzaron a subir después
de las décadas centrales del siglo. La epidemia general de 1647-1652 fue la
última producida por un solo virus de la peste, aunque en los últimos años 70
se dio una elevada mortalidad como consecuencia de brotes localizados de varias
enfermedades mortales (que iban desde la viruela al tifus), después de una
serie de desastres naturales. Al mismo tiempo que la recuperación demográfica,
se dice, se produjo una notable mejoría en los índices de actividad económica
–especialmente en las regiones marítimas de la península. Existen testimonios
de un aumento de la inversión comercial en una serie limitada de actividades
relacionadas con los hombres de negocios de Barcelona; se produjo un aumento de
las manufacturas, tanto en Cataluña como en el País Vasco. Además, cierta
diversificación en el comercio y en la agricultura introdujo un nuevo elemento
de elasticidad en las estructuras económicas españolas. Se produjo un
renacimiento parcial del capitalismo nativo, quizá estimulado por el acceso a
contratos y fondos del gobierno, e incluso al metal precioso. (5)
Estos cambios fomentaron una mayor
iniciativa del gobierno central. Desde los años 70, en adelante –periodo en que
la economía europea en su conjunto estaba saliendo de la depresión- podemos ver
la aparición en Madrid de un grupo burocrático que se interesó por mejorar la
administración económica. Se establecieron varias juntas que eran de naturaleza
claramente departamental y profesional, y tenían con el sistema tradicional de
los consejos una relación solo muy superficial. Se hicieron esfuerzos enérgicos
por mejorar el sistema tributario, tan oprimente para los sectores no
privilegiados de la sociedad, y por racionalizar las regulaciones del comercio
regional que impedían la creación de un mercado interior unitario. La gran
deflación de 1680 había sido planificada para conseguir las condiciones de una
reforma permanente de la acuñación. La aparición de dirigentes políticos que
tenían más de primeros ministros que de validos reales, a pesar de que fue una
fase efímera, también resulto provechosa. Había incluso una actitud más crítica
hacia la Iglesia. Un hecho significativo fue que la mayoría de estas reformas
no se concibieron ni emprendieron únicamente con la intención de aumentar la
eficacia del esfuerzo bélico. (6)
Los progresos de este periodo no
llegaron a representar una auténtica reanimación, y sería una actitud absurda
hablar de un boom de la economía. En cierto sentido, sus testimonios
estadísticos, dispersos y esporádicos, se pueden contrarrestar con cifras que
parecen apuntar en la dirección contraria. Es indudable que debemos considerar
su posible significación en relación con las tendencias anteriores, con los
niveles de vida mejores, e incluso con actitudes mentales diferentes. Pero
también es cierto que el proceso fue esporádico y tenía posibilidades de
invertirse. La recuperación demográfica de la corona de Aragón fue real e
importante, pero los argumentos en favor de un movimiento semejante en Castilla
son débiles y dependen de la interpretación de las cifras sobre población
urbana, que nuca constituyen una orientación fiable para las tendencias
generales (7). Cualesquiera que sean los resultados que produzcan, las futuras
investigaciones, la situación económica de la península no influyó demasiado en
el destino internacional de la monarquía. Como he tratado de señalar, la
relación entre viabilidad económica y política de poder no era tan definitiva
como presuponen los escritores actuales. Lo mismo que las deficiencias y
fracasos económicos de España no afectaron, a no ser mediante un proceso de desgaste
muy prolongado, a su capacidad de defender su hegemonía, tampoco la
recuperación retrasada y parcial del periodo posterior a 1670 le ayudó a
recuperarla.
Podemos comprobarlo en un nivel muy
básico observando cómo se continúan los problemas de reclutamiento para las
fuerzas armadas: “No sé qué es lo que pueden hacer en las provincias, pero en
Madrid he visto que en cuatro meses, a pesar de toda su diligencia, no han
podido conseguir 1.000 hombres, a pesar de que el tambor no deja de sonar en
todo el día; pues tan pronto como entran, los anteriores huyen (8) Así decía
Alexander Stanhope, embajador de Guillermo III de Inglaterra, aliado de
España,, en su deprimente informe sobre los intentos de conseguir reclutas para
la campaña de 1694. Al tratar de formar (sin conseguirlo) un ejército para la
defensa de Cataluña, el gobierno había amenazado con quintear el reino, es decir, obligar a alistarse a uno de cada
cinco hombres en edad militar –operación que estaba muy por encima de sus posibilidades- En cualquier
caso, las cosas estaban, como esperaba el embajador, algo mejor en las
provincias. Durante la guerra de 1683-1684 se reclutaron cinco tercios
completos en Galicia, Vizcaya y Andalucía, y se consiguió trasladar a Flandes a
2.500 hombres, por lo menos. Los catalanes, cuyas tierras habían sido invadidas
repetidamente, respondieron reclutando hombres en una escala que sorprendió a
París y a Madrid. En el propio Flandes, la administración militar abandonó,
finalmente, la política de tratar de defender cada pulgada de tierra y cada
ciudad fortificada, abandonando diversas
guarniciones (incluso algunas todavía no perdidas en la frontera con las
Provincias Unidas) se logró disponer de un ejército de operaciones de unos
30.000 hombres durante la guerra de 1688-1697.
En un esfuerzo por aumentar todavía estas cifras se realizaron continuas
negociaciones con diversos príncipes alemanes para contratar pequeños ejércitos
mercenarios a precios desorbitantes. En el Consejo de Estado, 1684, se comentó que habían “pagado más de 150.000 reales a
fuentes alemanas en los últimos meses, pensando que pondrían 12.000 hombres en
el Rhin, cosa que todavía no han hecho. Estas personas son tan poco de fiar que el marqués de Grana –gobernador
de Bruselas- debería buscar en otras partes, aunque resulte más caro”. (9)
En Milán, el conde de Fuensalida se
enfrentaba con otra situación semejante, encontrándose con una fuerza de 10.000
hombres –señal de que también la base de reclutación de Nápoles se había
agotado. Sin embargo, fueron los aspectos relativos, y no los absolutos, de la
crisis de recursos humanos los que resultaron de importancia crucial en las
guerras contra Luis XIV. Aun cuando España hubiera sido capaz de mantener sus
niveles tradicionales de reclutamiento, el enorme desarrollo de la máquina de
guerra francesa les habría puesto por delante. Hombres como Le Tellier y
Louvois habían aumentado enormemente no sólo las dimensiones medias de los
ejércitos de operaciones (hasta unos 60.000, tres veces las cifras de la Guerra
de los Treinta Años) sino también su cantidad de equipamiento y potencia de
fuego. Fue la atomizada dispersión de las fuerzas armadas españolas lo que
influyo ahora, definitivamente, en su contra. En términos de artillería y armas
portátiles, así como de hombres, España sólo podía competir en el norte de
Europa, donde sus aliados suplían las deficiencias. En los demás lugares, la
inevitable falta de material de guerra resultaba verdaderamente penosa; Madrid
no consiguió encontrar nunca fuentes adecuadas de cañones y pólvora, caballos y
uniformes con que dotar sus defensas mediterráneas frente a un enemigo cuya
forma de llevar la guerra era cada vez más sofisticada, tecnológica y
destructiva. El equipo que se fabricaba todavía en uno o dos lugares de España
se había quedado trasnochado para la época de la Guerra de los Nueve Años. El
despliegue de la artillería y la introducción de la bayoneta habían convertido
la pica en un objeto arcaico. En el terreno de la balística, en rápido
crecimiento, la capacidad de España (que nunca fue grande) había dejado de
existir por completo. Es también interesante señalar que el desarrollo de las
técnicas de fortificación y asedio por obra de Vauban socavó literalmente una
de las pocas áreas donde España conservaba todavía cierta capacidad
competitiva. En 1692, un estudio de las defensas peninsulares revelaba que
aunque oficialmente había medio millón de hombres en edad militar en Castilla,
había menos de 60.000 “mosquetes y arcabuces” para armarles. En Olmedo se daba
el caso significativo de que sólo había
once armas en el arsenal para repartir entre una fuerza de 300 hombres. España
se había convertido, en palabras de un enviado genovés, en un “campo abierto,
donde no había prácticamente ninguna cerca ni valla que impidiera la entrada al
enemigo”. (10)
Por eso, no resulta sorprendente que la
infantería española de este periodo fuera barrida por el simple peso de los
números y las armas. De todas las maneras, se seguían valorando las virtudes
combativas de los tercios, y eran colocados en el lugar de honor, en el ala
derecha de los ejércitos aliados, donde demostraron invariablemente que eran
los últimos regimientos en rendirse (por ejemplo, en Fleurus, Steenkirke y en
Marsala, en Italia) En 1684, el condestable de Castilla, el antiguo batallador
irascible Velasco, fulminaba al Consejo
de Estado:
Solo un remedio…. Para restituir al
punto y reputación a las armas de V.M., y es que qualquiera que faltase a su
obligació, sea castigado con el mayor rigor que pidiere su delito; que la
infantería francesa era antes la peor de todas las naciones y que solo el
haverle dado buenos oficiales la ha puesto en crédito. (11)
El ataque implícito a la calidad del
mando y al comportamiento del ejército estaba menos justificado que en los años
60, durante las desesperadas campañas contra Portugal. Además, cuando se
trataba del enemigo tradicional de los reinos cristianos españoles, todo el
antiguo celo y valor volvían por sus fueros. Durante la interrupción de las
campañas en Europa occidental después del Tratado de Ratisbona, el conde de
Oropesa reunió en España un ejército de 12.000 hombres que acudirían en ayuda del Imperio en su luvha
contra los turcos –mediante aislamiento exclusivamente voluntario. El peligro
mortal planteado a los estados católicos de la Europa oriental por el ataque
otomano había tenido un impacto sorprendente en los españoles; dos duques y siete marqueses “tomaron la
cruz”, en Hungria, junto con sesenta artesanos de Barcelona. En 1688 soportaron
lo más recio del ataque a la ciudadela turca clave, Buda, y, según el jefe
imperial, “se distinguieron tanto por encima de todas las demás naciones que no
pudo encontrar palabras suficientes para
felicitar a Su Majestad por su coraje, calidad y espíritu. Sin su aportación,
Buda seguiría todavía en manos del infiel”. (12)
La situación financiera general de la
corona durante este periodo no es totalmente desconocida. En la lamentable
situación en que se encuentran nuestros conocimientos sobre la España de los
últimos Habsburgo, sería imprudente incluso hacer un cálculo aproximado sobre
la magnitud de los ingresos y el presupuesto para la defensa. Partiendo de
algunas investigaciones recientes sobre la llegada de plata de América, podemos
suponer como tanteo que los ingresos fueron todavía mayores que en los años
finales del reinado de Felipe IV. La dicotomía entre las cifras de las
importaciones de plata y la constante desesperación de los encargados de las
finanzas de la corona es más aparente que real. Incluso durante los años 1590-1600 –la década en que
más altos habían sido los ingresos en plata y además en una época en que la
parte que se llevaba el rey era, casi seguro, mucho mayor- el Tesoro se había
quejado de su indigencia. La mayoría de los donativos solicitados por el rey a
sus nobles tenían como misión sufragar sus propios gastos domésticos, cuya
figuración en el presupuesto era siempre improvisada. Estos costes subieron
considerablemente, después de la muerte de Felipe IV, en parte debido a la
duplicación de establecimientos para atender a las necesidades de la reina
viuda, en parte por la descontrolada multiplicación y malversaciones de los
funcionarios cortesanos. Aun cuando el rey hubiera tenido autoridad para
hacerlo, difícilmente podría justificar los préstamos o expropiaciones forzosos
destinados a estos objetivos, como los gobiernos anteriores habían hecho para
superar las crisis en los gastos de defensa. Carlos recibió alguna vez consejo
de que, en vez de pedir ayuda a la aristocracia de los consejos, se limitara a
recuperar las deudas que estas familias tenían con la corona –siete millones de
ducados en capital desde el comienzo del
reinado, según un cálculo realizado en 1691.
Quizá parte del problema de la
financiación de la guerra estuviera en que,
a pesar en el aumento en los totales, la proporción recibida por el rey
de los metales preciosos de las Indias fue reduciéndose progresivamente. Una
parte cada vez mayor del crédito real se cobraba en las mismas colonias,
mientras que ahora comenzaban a notarse los efectos de la enajenación en gran
escala de las rentas, regalías y derechos territoriales en las Américas que fue
característica de las décadas centrales del siglo. La notable revitalización de
la actividad comercial en Europa, en la que participaron, aunque sólo con
carácter secundario, los centros comerciales del Mediterráneo, quizá contribuyó
a que los posibles inversores optaran por actividades más rentables que la
deuda de la corona. Cualquiera que fuera la razón, el hecho es que se
intensificó el problema de conseguir
asientos de dinero y las condiciones fueron más onerosas que nunca. El
estado dejó de disfrutar de una situación de práctico monopolio de las
facilidades de crédito en gran escala que había poseído durante la larga fase
de depresión general. En 1691 los banqueros genoveses consiguieron una
apoteosis de oropel como agentes financieros de la corona cuando el jefe, la casa Grillo, casi el último
superviviente de su especie, fue elevado a la categoría de grandeza por una gratificación de 300.000 reales de plata,
necesarios para la defensa desesperada de Milán. Las protestas de la corte
fueron tan fuertes que sólo dos años más tarde la familia quedó destrozada por
la confiscación arbitraria de todas sus reservas. Así, después de ciento cincuenta
años llegaba a su fin la época genovesa, y por el momento gran parte de la
máquina crediticia de la corona volvió a manos españolas –especialmente
catalanas-. Pero en cualquier caso, Madrid no podía conseguir, o permitirse el
lujo de transferir, periódicamente grandes cantidades en letras de cambio desde
Sevilla a Amberes. Por estas fechas Stanhope comentaba: “las exigencias
actuales de esta monarquía son verdaderamente
inconcebibles. La mayoría de las letras enviadas últimamente a Flandes
las han devuelto por haber sido protestadas… Me aseguran… que en ninguno de los
ramos (de las rentas) se puede encontrar un crédito de 100.000 ducados”. (13)
Se
hicieron numerosos intentos para reparar la pesada maquinaria financiera. En tiempos de don Juan
se habló de una reforma del presupuesto militar en que los cálculos de los
ingresos líquidos se disponían por categorías, que iban desde “seguros” a
“dudosos”, y se eliminaban todas las áreas de ingresos malos –es decir, ya
hipotecados-. Cuando Hacienda presentó objeciones, se le recordó firmemente que
la política era asunto del Estado y que se atuviera estrictamente a su función
de “proporcionar los recursos monetarios que son necesarios para nuestras
operaciones por mar y tierra, gastos diplomáticos y subsidios a nuestros
aliados” (14) Pero, en realidad, fue muy poco lo que se hizo para cambiar
aquella situación ya consagrada en que no era posible ninguna planificación
racional de los gastos. En tiempos de Medinaceli y Oropesa se hicieron algunos
retoques en cuanto a las prioridades y métodos de gastos y rentas. El segundo
consiguió una reducción de compromisos del rey en forma de favores a sus
dependientes pero esto fue principalmente a expensas de los menos influyentes o
pero relacionados de los beneficiarios del sistema de beneficencia de la
corona. En general, la administración financiera siguió siendo un embrollo
insoluble, en que quedarían atrapadas en el siglo siguiente todas las energías
y visión de los Borbones.
POLÍTICA
El periodo en que estuvo don Juan José
al frente del gobierno español resultó breve. Menos de un año después de su
entrada triunfal en Madrid, la enfermedad le obligó a dejar en parte el control
de los asuntos. Al llegar el invierno de 1678-1679, la dirección había vuelto a
estar en manos de los consejos, mientras que el príncipe, que durante tanto
tiempo había esperado y proyectado su recompensa, entraba en un largo periodo
de agonía. Durante los doce meses que ocupó efectivamente el poder, dedicó gran
parte de sus energías a reivindicar su reputación personal y a vengarse de sus
enemigos. Parece que, al mismo tiempo que se dedicaba a confeccionar listas de
proscritos y acumular títulos y cargos, consiguió también dar un nuevo ímpetu a
la política. En estos años se apreció un intento positivo de construir una base
de relaciones progresivas con Francia, deseo que ahora resultaba respetable en
la corte y en el gobierno. Si se confirman estas suposiciones, habrá que decir
que el gobierno del príncipe no fue la nulidad total de que hablan muchos historiadores
de este periodo. John Dunlop, escritor a quien se le incluye en la corriente
romántica, consideraba a don Juan como “el más valiente, el más competente y el
más instruido de su raza”, lamentando su muerte prematura como un terrible
golpe para la monarquía. (15) Según Maura por el contrario, cuando murió en el
otoño de 1679, “el hombre que poco antes había sido idolatrado, desaparecía
ante la indiferencia general”. (16
Mucho antes de este acontecimiento, el
partido derrotado en 1676, hombres como
el conde de Monterrey y el condestable de Castilla, se habían agrupado en torno
a la reina madre para planificar la nueva situación. En los primeros meses de
1680 este grupo de grandes procedentes de los consejos presentó el primer
candidato a la jefatura política que fue nombrado, al menos en un sentido
elemental, no dejaba de ser una gran ironía que este primer ministro, el duque
de Medinaceli llegara inmediatamente después del primer dictador militar
español, que llego al poder gracias a un golpe violento. Medinaceli era un
noble andaluz enormemente rico, elegido frente a la alternativa de Velasco. Muy
en consonancia con su pertenencia a la aristocracia más elevada, su
personalidad recordaba bastante a la de don Luis de Haro, mientras que su rival
pasaba por tener un temperamento más semejante al de Olivares. En el estado
actual de los conocimientos sobre la política del reino, el intentar calcular
su influencia sobre la política no pasa de ser un juego de azar, aunque es
cierto que causó poca impresión en el Consejo de Estado. Además su estancia en
el cargo coincidió con el ascenso de otras tres luminarias que habían utilizado
métodos más tradicionales. Jerónimo de
Eguía había sido un destacado funcionario de la burocracia ya durante el
periodo de Valenzuela, pero parece que fue después de 1678 cuando llegó a
dominar la administración. Como Secretario
del Despacho Universal –una especie de subsecretariado de estado
permanente- Eguía consiguió inyectar dinamismo en las nuevas juntas, actuando
como coordinador y encargado de
relaciones entre los comités y los
ministros. Cuando murió en 1684, había
conseguido resucitar el poder del
secretariado y convertirse personalmente en el funcionario civil más influyente
desde los tiempos de Francisco los Cobos y Carlos V. Le sucedieron dos hombres
igualmente dinámicos, que, al menos hasta el final del experimento con un
primer ministro en 1690, supervisaron una serie de reformas positivas. Dada la
condición moribunda del sistema de consejos, en manos de un grupo de ancianos
aletargados, como el duque de Alba de 78 años y el conde de Povar 80, este renacimiento de la competencia profesional en
el gobierno fue un hecho significativo, aunque efímero. Una novedad
significativa es el hecho de que sus formas se realizaran por el posible valor
que podían tener en sí mismas, y no, como en periodos anteriores, por las
presiones de la guerra. Poor primera vez,, el curso de la historia de España no
estaba orientado por las necesidades de la guerra.
La reina madre había encontrado un
nuevo consejero que sustituiría a los dos privados retirados por don Juan José.
Volvió otra vez al clero, en la persona del ambicioso arzobispo de Toledo,
cardenal Portocarrero. En aquel momento estaba comenzando a cristalizar la
política de banderías en torno a la cuestión sucesoria. La causa imperial
estaba por entonces eclipsada por la de
los francófilos. La iniciativa diplomática de don Juan, y en especial la
influencia de la nueva reina, dieron a este último partido la categoría de
interés predominante. Con gran disgusto por parte de mariana, María Luisa, la
desplazó de las preferencias del débil Carlos, y el ascendiente político sobre el rey estaba reforzado, cuando era necesario, por la bolsa
inagotable de Versalles. A comienzos de los años 80, este grupo consiguió que
España dejara de buscar nuevas alianzas europeas que pudieran ser contrarias a
los intereses de Francia; además se hicieron concesiones económicas favorables
a los franceses. Ambas decisiones podían justificarse fácilmente diciendo que
estaban en conformidad con la política
de reforma y recogida hacia el interior.
En la práctica, el progreso en Madrid
de los partidarios de Luis XIV quedó frustrado por su propia acción precipitada
contra Luxemburgo en 1683. Al principio, los españoles viendo su aislamiento
diplomático, vacilaron en declarar la guerra. El propio Carlos era contrario a
responder violentamente, siendo ésta la
primera crisis en que podemos detectar
su participación personal. Sin embargo, el gobernador de Bruselas era el
marqués de Grana, que había sido embajador imperial en Madrid. Grana,
como Monterrey en 1672, comenzó la
acción militar por propia iniciativa y antes de que pudiera recibir órdenes de
Madrid en sentido contrario. Su acción
puede interpretarse como un acto de fidelidad a los intereses de su señor
austriaco más que a los de España. La seguridad
del Rhin era un problema que afectaba a Viena, pero la resistencia a
Luis desde aquel enclave estaba imposibilitada por el ataque otomano. Sea
como sea, la monarquía se veía una vez
más inmersa en una guerra por el hecho de estar en posesión de Flandes. La damnosa hereditas seguía influyendo en los destinos de España con la misma fuerza
de siempre. Los acontecimientos de 1683 ilustran quizá el paso de Bélgica al ámbito de Viena,
una generación antes de que esto se
convirtiera en oficial en el tratado de Utrecht. En realidad, aunque nunca se
había podido llegar a un acuerdo, se había tratado muchas veces de la
posibilidad de que las provincias independientes
pudieran separarse de tal manera que se evitaran los grandes gastos de su
mantenimiento y Madrid quedara
inmunizado del peligro estratégico que representaba. La iniciativa de Grana fue
duramente criticada por el Consejo de Estado, pero no se podía hacer nada por impedir aquella
guerra. Por otra parte, la forma despiadada en que se comportó Luis XIV
contribuyó a ayudar a la causa austriaca en Madrid al desacreditar a los francófilos. La reina trató desesperadamente
de controlar lo sentimientos de Carlos mediante una serie de embarazos
fingidos, agudamente satirizados en un pasquín popular:
Parid, bella
flor de lis
que, en
aflicción tan extraña,
sin parís,
parís a España,
sino parís, a
París.
Pfandl, Carlos II, p. 244.
Sin embargo, la facción austriaca se
rehízo, hasta el punto de que mantuvo su influencia sobre el poder hasta casi
los últimos momentos del reinado. La guerra, y el humillante Tratado de
Ratisbona, contribuyeron a la destitución de Medinaceli de su cargo de primer
ministro en 1685-1686 y su sustitución por el conde de Oropesa. En la práctica,
ninguno de los dos debió ejercer una influencia decisiva en la configuración de
la política defensiva de la monarquía, aunque este último ayudó a reconstruir
los vínculos con Viena, actuación que estaba en conformidad con la vuelta a las
actitudes tradicionales de Madrid, en la segunda mitad de la década.
La postura tradicional estuvo
representada, una vez más, por Velasco. En los primeros años 80 decía:
No
contradigo las negociaciones y alianzas: pero no han de servir estas de
hazernos creer que solo con ellas nos podemos salvar y con esta incierta
esperanza a abandonar el cuidado de tratar de tener un buen exercito en Flandes
proprio que si esto se hubiese considerado en tiempos (17)
A pesar de sus muchas vicisitudes, los
Habsburgo nunca traicionaron realmente este consejo que parecía ser tan poco
lista. La conciencia del rey, y los prejuicios profundamente arraigados de sus
ministros, exigían el mantenimiento de Flandes todo el tiempo que siguiera
siendo responsabilidad moral de la dinastía. Por otra parte, parecía que la
mejor manera de atenerse a esa línea
sería evitar por todos los medios las alianzas, que sólo podrían crearle
complicaciones, política en la que podrían estar de acuerdo pasivamente ambos
lados de la contienda. Fue este espíritu el que domino la decisión tomada en
1688 de mantenerse al margen, cuando Madrid resistió la presión de La Haya y
Viena para que se uniera a la coalición
antifrancesa. Sin embargo, y no por última vez, los hechos dependieron de una
coyuntura dinástica –la de la muerte de María Luisa, que privaba al partido
francés de su tabla de salvación, junto a la accesión de Guillermo III en Inglaterra,
que daría lugar a que este país entrara en guerra con Luis. El primer
acontecimiento fue aclamado por el embajador austriaco como “milagro asombroso
para la casa de los Habsburgo” (18) –hasta el punto de que abundaron las
acusaciones de juego sucio. En cuanto al segundo hecho representaba para España
la esperanza “de la restauración de todas las usurpaciones de Francia y –si
Dios quiere- una justa venganza por los horribles insultos e injusticias contra
nuestra corona” (19)
Como hemos visto, este optimismo no
estaba justificado. En sentido militar y material, la Guerra de los Nueve Años
resultó una tortura prolongada e implacable para la monarquía española. Una
campaña desastrosa bastó para producir
la caída de Oropesa, que fue sucedido por una comisión, una nueva Junta de Gobierno. Con esto acaba el experimento de los primeros
ministros. Era cierto que la junta estuvo dominada por el duque de Montalbo,
crítico declarado de la guerra; y que, para 1692, los ministros estaban
tratando de buscar una forma adecuada de liberarse de los nuevos compromisos.
En otoño de 1693, Estado comentaba
que “resulta no sólo oportuno sino urgente terminar con una guerra que ha
sido tan fatal para nosotros” (20) Sin embargo, se trataba de una
operación llena de dificultades. Por de pronto, ni el consejo ni la junta
tenían, en realidad, el control de la situación El gobierno había quedado
usurpado en la práctica por otra nueva reina, l arpía alemana Mariana de
Neoburgo, con la que los intereses austriacos habían ocupado el lugar de María
Luisa. La nueva reina se trajo a España una comitiva de aventureros, que
estaban pagados por los aliados y tenían la misión de conseguir que España
siguiera en la guerra a cualquier precio. La voracidad de esta pandilla fue tan
descarada que en el último término su acción fue contraproducente, provocando la reacción de
la aristocracia de los consejos que llegó a presentar una falsa sensación de
unidad al coincidir en su resistencia a
estos hombres. Pero, mientras tanto, el poder real había pasado del gobierno a
la corte. En esta triste serie de enfrentamientos internacionales, el propio
Carlos no pudo desempeñar ningún papel activo. Sin embargo, a pesar de su total
carencia de voluntad personal, parece que a veces desempeñó las labores
rutinarias que le correspondían, y en los primeros años de la guerra estuvo presente en el Consejo de Estado y examinó su documentación.
Aunque hubo hombres como Montalto que
conseguían convencerle alguna vez de que debía optar por pedir unilateralmente
la paz con Francia, casi nunca era capaz de mantenerse mucho tiempo fiel a una
decisión. Además, el sistema de inteligencia de la reina y sus aliados les
permitía controlar e incluso sabotear las decisiones de la Junta. Al ir
avanzando aquella década de desastres,
Montalto recibió ayuda de una fuente peculiar y sin precedentes. Los
escandalosos excesos de la camarilla alemana hicieron posible la aparición de
un grupo de patricios de Madrid que formó un importante grupo de presión en
favor de la paz que se llamó “La Compañía
de los Siete hombres Justos”. A su frente estaba don Francisco Ronquillo,
corregidor de Madrid, y debió de tener algunas orientaciones pre-ilustradas
sobre política social –en realidad, y adelantando tiempos posteriores, se les
podría llamar afrancesados, hombres partidarios
de la reforma administrativa y de la sucesión francesa. Ronquillo consiguió
fortalecer el gobierno de la capital, refrenar la conducta de la aristocracia,
reducir los impuestos y que se hicieran esfuerzos por contar con suministros
alimenticios regulares y con precios justos. En los años 90 comenzaba a
convertirse en un tribuno popular, lo que, a la vista de la creciente
importancia política de Madrid y de su población, representaba una amenaza para
la corte, dominada por los austriacos. Por eso, a pesar del apoyo encubierto de
Montalto, Ronquillo tuvo que dejar su puesto en 1695.
La salud de Carlos había decaído hasta
el punto de que la diferencia entre la vida y la muerte se había convertido
simplemente en una estadística médica –y teológica, claro-. Las líneas de
batalla estaban firmemente trazadas entre
las distintas facciones. El dominio
de los imperiales quedó claramente reflejado en los acontecimientos de
1696. Aquel año, tras de las cinco naciones principales de la coalición
–Inglaterra, la república holandesa y Saboya- llegaron de repente a acuerdos
secretos con Francia, dejando plantados a los Habsburgo. El interés del
emperador en la sucesión española le obligaba a continuar la guerra pero el
gobierno oficial de Madrid no se sentía obligado en absoluto a continuar a su
lado.
Así pues, el Consejo de Estado,
encargado por su fundador Carlos V de
dirigir los asuntos generales de una monarquía universal, y que había decidido
durante mucho tiempo el destino de las naciones, reconocía su propia bancarrota
y atrofia. Por eso, no parece sorprendente que la decisión se tomara fuera del
Consejo. El triunvirato de Mariana, Portocarrero y Harrach –el embajador
imperial- convencieron a Carlos de que
apoyara a Viena. Por eso la guerra se
prolongó un año más, en lo que
resultaría la última campaña de la monarquía de los Habsburgo españoles.
Fue durante este periodo, mientras los franceses volvían a
penetrar en Cataluña y tomaban Barcelona con una facilidad increíble,
cuando Carlos II redacto el primer
instrumento de sucesión. Llegaba la monarquía, entera e inviolada, a un
pretendiente de menor categoría que
los dos mencionados. Se trataba del
candidato bávaro príncipe de Wittelsbach, José, hijo del duque Maximiliano. La
razón principal para adoptar esta solución de compromiso era el deseo de evitar
una gran guerra europea, que acabaría con toda seguridad en la fragmentación y
división de la herencia. En cierto sentido, se había apuntado ya cuál era esta
dirección cuando, unos años antes, el
mismo Maximiliano, había recibido en los Países Bajos españoles lo que
equivalía casi a una autoridad soberana.
Paradójicamente, tendía a reafirmar la asociación de Castilla con Flandes, a
mantener en esta última etapa de la existencia, el contacto con el Norte de
Europa establecido por otro príncipe del sur de Alemania dos siglos antes, y
que había sido siempre la base del sistema español. Cuando
Portocarrero, principal defensor de la candidatura bávara la proclamó
oficialmente al pueblo de Madrid fue recibida con señales de alegría y alivio popular. En ello se ponían en
evidencia los sentimientos anómalos, y
hasta contradictorios, de la mayoría de los castellanos respecto al
imperio que tanto habían contribuido a mantener. Quizá tuvieran deseos de verles libres de la dinastía
Habsburgo y de la herencia de sufrimientos sin sentido que iba implícita en la
aceptación de su causa. Pero, al mismo tiempo, esperaban, casi con el mismo fervor, proteger la monarquía,
el llamado “vestido inconsútil” de la blasfema división por obra de los
centuriones (en referencia a la túnica de Cristo en el Calvario). La muerte
prematura del infante bávaro, a comienzos
de 1699, puso a España frente a dos alternativas, cada una de las cuales
implicaba el desmembramiento casi seguro
del imperio.
No hace falta recapitular la complicada y confusa historia de esta agonía
mortal. El principal acontecimiento relacionado con la política fue la detención de Portocarrero al lado francés.
Eso fue consecuencia de las agitaciones de Madrid en mayo de 1699, que
convencieron al cardenal de Castilla del distanciamiento producido hacia los
Austrias. Igual que Montalto y Ronquillo, Portocarrero se había llegado a
convencer de que la potencia de Francia, unida a la monarquía e infundida en su
interior, podría salvarla de la disolución total y quizá hasta de la
revolución. Había que inclinarse por esta solución, aun a costa de subordinarse a Versalles. Tras una
lucha amarga y sórdida, el cardenal llegó por fin a derrotar a la reina –la sanción eterna de la Iglesia
había pesado en el alma del moribundo Carlos más que la presión de su compañera
en esta tierra. Los parásitos alemanes fueron alejados de la corte y el reino.
El gobierno se reafirmó. En septiembre de 1700, Portocarrero obtuvo la mayoría
requerida –por siete votos contra tres-. “ya no soy nada”, se dice que comentó Carlos al firmar aquel
documento decisivo. Las cosas no eran exactamente así. Aunque había terminado entregando su
Casa al gran enemigo, lo hizo en conformidad con su conciencia y al msdimo
tiempo complacía los deseos de los castellanos. Estos hechos fueron debidamente
reconocidos por Luis XIV, nuevo dueño de los destinos de Castilla, en la
declaración por la que aceptaba el testamento de Carlos II poco después de la
muerte de éste en noviembre de 1700
ACTITUDES
“El rey de Francia está muy bien
situado”, decía un ministro español refiriéndose a la posición de Luis XIV en
el tema sucesorio, poco después de la muerte de Felipe IV en 1665 (21). Evidentemente,
se estaba refiriendo a las ventajas geográficas y, por tanto, estratégicas, de
Francia en toda lucha por hacer con el poder de Madrid. En aquellos años no se
tenía plena conciencia de la capacidad física del vecino de España. En
cualquier caso, treinta años más tarde, tras haber intentado aprovecharse de su
ventaja en todas las formas posibles –viéndose obligado en todos los casos a
retirarse más o menos desconcertado o frustrado-, Luis ahora a punto de
convertirse en un anciano, seguía ocupando la misma posición ventajosa.
Stanhope escribía a Inglaterra en 1698 y decía entre otras cosas:
El
embajador francés cuenta con oficiales dentro de su familia, es decir, su
séquito, así como generales de brigada, coroneles y comandantes en número
suficiente como para mandar un pequeño ejército y cuya estancia no se justifica
por la curiosidad que sienten por el país, sino por el deseo de estar
dispuestos para cuando llegue la ocasión. Parece que han sitiado ya a España
tanto por mar como por tierra, habiendo numerosas tropas en todas las fronteras
y se esperan de un momento a otro, galeras y buques de guerra (22)
Para el gran rey, España y su imperio
eran, sin ningún tipo de duda legal o moral, patrimonio exclusivo de su casa.
Durante más de una generación había hecho más que picotear en los alrededores
territoriales de la monarquía. Se había producido una gradual penetración
económica y demográfica en la península por parte de fuentes francesas. Durante
todo este periodo se había mantenido un proceso de inmigración de carácter
estacional y permanente, especialmente hacia los reinos de Aragón y Navarra. En
el último cuarto de siglo podía haber
hasta 250.000 gabachos –nombre que se
conocía a los emigrantes franceses-. Desde los años 70, y quizá antes un rasgo digno de mención era la
presencia comercial de Francia en España. En conjunto, los intereses
comerciales franceses se orientaban hacia el mercado claramente explotable que
representaba la vieja España, más que el área atlántica. Es cierto que aumentó
sin interrupción la actividad de los comerciantes franceses en Sevilla. como es
natural, Versalles estaba entusiasmado ante la perspectiva de las riquezas
mineras y comerciales que se podían conseguir en las colonias americanas, y
durante el reinado de Luis, Francia acabó por entrar en el juego colonial,
tanto en América del Norte como en el Caribe. Sin embargo, durante estos años
no consiguió ayudas importantes por parte de Madrid, y tuvo que competir en igualdad de condiciones
con los demás depredadores. Por el contrario, en la "Vieja España”, varias
concesiones seguidas por medio de tratados aseguraron a Francia la superioridad
sobre las potencias marítimas. Para el año 1700, según algunos expertos, habían
obtenido la parte del león en los mercados y monopolios en materias primas, a
pesar de las confiscaciones y embargos a que se veían sometidos con frecuencia
los recursos franceses en tiempos de guerra. España tenía una importancia vital
para las nacientes industrias manufactureras y empresas financieras de la
economía francesa; la presencia continua del estímulo del gobierno ilustraba la
importancia que tenía para Luis la unión de los dos países. Independientemente
de la recuperación que se produjera en el interior de España, su economía había
pasado a depender colonialmente de los centros dinámicos de capital y producción
del norte de Europa. En 1670, sino ya en 1620, se había convertido en “las
Indias de Europa”.
Pero si el Rey Sol veía ya al mundo
hispánico como un simple feudo del imperio de Versalles, estaba muy equivocado:
la cultura y religión españolas no se habían dejado afectar en absoluto por las
corrientes de una influencia que ahora procedía de París. La clase dirigente de
Castilla rechazaba las costumbres francesas en el comportamiento y forma de
vestir y las despreciaba igual que habían hecho con las procedentes de Holanda
en un periodo anterior. A pesar de toda su
debilidad material, España no era un principado del Rhin, un mero
satélite de un centro cultural dominante. La orgullosa tenacidad de la
península en esos aspectos era interpretada en Francia como índice de su
negativa a llegar a formar parte del ámbito de la civilización occidental.
Aparecieron actitudes que tendían a considerar a los españoles en términos
parecidos a los moscovitas u otomanos, es decir como un pueblo bárbaro y
oscurantista, y algo exótico. Estos prejuicios abrieron otro capítulo de la
Leyenda Negra que se desarrollaría ampliamente en la época de la ilustración y
produciría la España de Prosper Mérimée y George Borrow.
La apertura de un nuevo capítulo no
significaba la clausura de otro más antiguo. Todavía en 1680, un tal M. Dugdale podía producir A Narrative of un Heard of Popish crueltis towards Protestans beyond
Seas: or, a New Account of the Bloody Spanish Inquisition published as a caveat
to Protestants. (Narración
de inauditas crueldades de los papistas hacia los protestantes de ultramar: o
Nuevo estudio de la sangrienta Inquisición española, publicado para que sirva
de advertencia a los protestantes.) Indudablemente, el autor de la obra
esperaba sacar provecho de las consecuencias del Complot Papista, pero de hecho
no había sabido leer los signos de los tiempos. Al llegar los años 80, el
embajador español estaba contribuyendo a excitar los sentimientos populares
contra Francia, utilizando un lenguaje que resultaba familiar a cualquier
radical inglés. Naturalmente, el reconocimiento por los patriotas ingleses de
que Francia presentaba entonces para sus ideales e intereses más queridos un
peligro mayor que el representado en ningún momento por el Don, no significaba
que hubiera desaparecido el sentimiento antiespañol, como podría certificar
cualquiera que estudie las actitudes del siglo XIX. Pero durante la era del
conflicto anglo-francés –fenómeno que iba a dominar los asuntos internacionales
durante siglo y medio- los prejuicios contra España retrocedieron a una
posición secundaria, convirtiéndose en un elemento de la estructura general del
mito de la identidad inglesa, pero sin constituir su faceta más sensible. Algo
muy parecido ocurrió en la república holandesa, quizá más íntimamente vinculada
con España en la lucha común contra Versalles. En 1667 los Estados Generales
llegaron a permitir a su gran almirante, Michael de Ruyter (muerto poco después
defendiendo las posesiones españolas en Italia) que aceptara un título de nobleza
del agradecido Carlos II.
La fortuna de la Casa de Orange volvía
a basarse en la colaboración con los Habsburgo; para los súbditos de Guillermo
III, tanto ingleses como holandeses, España era, en el peor de los casos, un
mal menor; para los de Carlos II, la masacre de los católicos irlandeses era
algo casi perdonable cuando estaban en armas para ayudar a la causa de los
Borbones.
Como la monarquía española, cuya
continua lucha por la supervivencia constituye el tema central de estas
páginas, había llegado finalmente en aquellos momentos a estar en vísperas de
disolución, consideramos del máximo
interés referirnos a las actitudes que se daban dentro de su estructura peculiar. Podemos ya
rastrear las divergencias de interés que producirían en breve una división
interna y que acabarían llevando a una guerra civil dentro de la península.
Castilla, como hemos visto, ya se había cansado de los Habsburgo. Otra Guerra
la de los Treinta Años había oprimido al reino y a su población, hasta un punto que superaba su increíble nivel de
tolerancia. En el reinado de Carlos II, la rapacidad de la aristocracia, junto
con la incompetencia y desinterés oficial, había llegado al límite. Sin
embargo, el pillaje descarado de los recursos públicos y reales perpetrado por
españoles fue superado por la rapacidad de la comitiva alemana de la reina que
indignó a todos los castellanos, privilegiados o deprimidos (23). Los fracasos
de la guerra y de las reformas se dejaban sentir en todas partes. En la
primavera de 1699, durante una crisis alimenticia que hizo subir los precios en lo que se había
convertido casi un rito anual, la multitud de Madrid se lanzó a las calles. Lo
que vino a continuación constituyó el movimiento de protesta urbana más grave
producido en la península desde la revuelta de Barcelona en 1640. Durante
varios días, se asaltaron las casas donde residían nobles destacados, se hundió
la autoridad pública y sólo se evitó una
insurrección de mayores consecuencias por la concesión real de la principal
exigencia de los madrileños, el nuevo nombramiento de Ronquillo como corregidor. Mientras tanto, los
desórdenes se habían extendido a varias ciudades castellanas, incluyendo
Valladolid y Salamanca, donde sólo pudo suprimirse a costa de bastante sangre.
Estos acontecimientos eran como un anticipo de la entusiasta bienvenida
tributada por Castilla a los Borbones en 1701. Sin embargo, los sentimientos
que los inspiraban no eran en absoluto comunes a todas las dependencias de la
corona.
Según Domínguez Ortiz, se puede decir
que en el reinado de Carlos II se relajaron las exigencias del gobierno central
sobre las provincias, tanto en el aspecto fiscal como en el político (24). La devolución
de la autonomía fue quizá resultado pasivo de las condiciones políticas
predominantes en Madrid más que de un programa político activo; sin embargo,
esto y el alivio de la presión financiera produjeron un considerable
sentimiento de lealtad hacia la dinastía. Esto se hizo notar especialmente en
regiones como Flandes y Cataluña, donde la defensa de la corona ante los
privilegios locales se había mantenido imperturbable, y se vio aumentada por el odio natural hacia la Francia borbónica como
consecuencia de las constantes invasiones producidas desde los años 60. Ambas provincias
aceptaron como gobernadores a miembros de la familia real austriaca y de su
nobleza y fueron defendidos por muchos regimientos imperiales. En Cataluña, en
una inversión de lo que había sido el esquema normal de las relaciones
Madrid-Viena –y era en realidad una especie de ensayo general para la mortífera
Guerra de Sucesión-, el virrey Habsburgo
austriaco llevó consigo un ejército
alemán, constantemente reforzado a través de la ruta italiana. Tanto
Cataluña como las provincias obedientes se vieron devastadas de forma periódica
y sistemática como consecuencia de la
táctica de “tierra quemada” seguida por los generales franceses. De Bruselas
llegaban continuamente a Madrid relaciones de las atrocidades cometidas (25).
Espero en Dios, escribía Grana en 1684, que no ha
de producir los efectos que se imaginan,
y que la lealtad de estos vasallos y el horror que imprime en ellos el proceder
de los enemigos de V. M. ha de mantenerlos firmes en su obligación a pesar del
fuego y sangre con que los
amenazan… (26)
Parece que la oración de Grana fue
escuchada. En este periodo, los belgas contribuyeron cada vez en mayor medida a
su propia defensa, e incluso se ofrecieron a renunciar a un subsidio español,
sugerencia rechazada por Madrid más por influencia de intereses personales y de
malversaciones que por un deseo de mantener el control político. Durante la
Guerra de los Nueve Años, el territorio que rodeaba a Bruselas en un radio de
más de 30 km, fue escenario casi continuo de actividades militares y
destrucciones. En 1695 le llegó la hora a la propia capital, siendo víctima
–como Génova, Alicante, Barcelona y varias ciudades- de intensos bombardeos
realizados por la artillería pesada. Los cañones del mariscal Villeroi
redujeron a escombros gran parte de la ciudad; no obstante, al cabo de pocos
años se volvió a levantar la Grande Place con toda la magnificencia del
barroco tardío que la ha convertido en
una de las glorias arquitectónicas de Europa en nuestros días. Los comerciantes
de Amberes y Bruselas no habían conseguido todavía tener acceso a los mercados
españoles, a pesar de que estaban abiertos a sus competidores
holandeses, franceses e ingleses. Como ocurría a los de Cataluña, nunca se les había permitido obtener beneficios del
imperio ultramarino de Castilla. Estas injusticias y anomalías, que deberían
parecerles inexplicables, no disminuyeron la lealtad de los burgueses de Bruselas. Aproximadamente un año
antes de la muerte del último Habsburgo –que se negó a renunciar al título de
“Duque de Borgoña”, a pesar de la pérdida
del Franco-Condado-, se habían concluido en la plaza principal de la
ciudad las nuevas sedes centrales de las
distintas asociaciones comerciales. Las
impresionantes fachadas de estos edificios contienen diversos mensajes
relacionados con los sentimientos de los ciudadanos hacia la Casa de Habsburgo,
incluyendo en el lado norte de la plaza, la espléndida Maison des Buolangers
con su decoración central en el que aparece Carlos II en ademán triunfante sobre los pueblos que son súbditos de su
vasto imperio: “El panadero ha levantado aquí los símbolos de la victoria, como
monumento a la gloria de Carlos Segundo.”
En la crisis sucesoria Flandes y
Cataluña compartían una actitud que era la contraria a la de Castilla en el
tema principal. Lo mismo ocurría con el norte de Italia. “Considerando que
Flandes es más asunto nuestro que suyo, comentaba Stanhope refiriéndose al
gobierno de Madrid, y su colega imperial podría haber dicho lo mismo sobre
el ducado de Milán. Guarnecida ahora por
tropas austriacas y administrada por representantes de Viena, Milán estaba
volviendo poco a poco hacía su señor imperial. También el Milanesado prefería a
la autonomía efectiva de los Habsburgo a la amenaza de una autocracia
neutralizada que representaba Versalles. La reducción de la presencia física de
Madrid permitió a otros príncipes italianos aspirar al lujo del prestigio, periodo hacía tiempo,
respaldados, lógicamente, por los subsidios franceses. En 1697, por ejemplo, el
Gran Duque de Toscana exigió que las galeras de España saludaran (es decir,
arriaran sus banderas) a las suyas en aguas italianas. Los miembros del Consejo
de Estado quedaron horrorizados ante aquella
afrenta, pues las galeras florentinas eran consideradas como una
despreciable banda de piratas. De todas
las maneras, consideraron poco sensato resistir (27). El poder naval
de España era prácticamente inexistente en aquellos momentos. Diez años antes,
el elector de Brandenburgo envió sin
ninguna oposición su escuadra hasta Ostende para llevarse un número de barcos
que consideraba le pertenecían en compensación por una deuda no pagada. En
contraste con Milán, el reino de Nápoles era partidario de la solución
borbónica a los problemas de la monarquía. No fue ningún accidente el que
Castilla y Nápoles, las dos provincias que se inclinaron espontáneamente a
favor de un cambio de dinastía, fueran las dos más explotadas materialmente por
la política de los Habsburgo. Y, a la inversa, ninguna de las dos había sido
invadida verdaderamente por los franceses. Parece ser cierto que en los últimos
años del siglo se produjo una cierta recuperación económica en el Reino, y ciertamente la ciudad se
estaba convirtiendo en un centro de actividad intelectual y artística por primera vez en
medio milenio. Sin embargo, sus patricios dieron la bienvenida al nuevo rey
Borbón cuando visitó el reino poco después de su subida al trono, y se resistieron durante
mucho tiempo a aceptar la victoria local de los Habsburgo que les impusieron
las potencias en 1713.
A pesar de toda la degradación interna
y externa, trastornos y derrotas, los servidores de la corona de Madrid “la
ciudad a quien sirven todos los pueblos, y que no sirve a ninguna”, como señalaba un escritor en 1658
(28)
siguieron
desempeñando sus funciones y cometidos habituales con la misma arrogancia
distante de quien se cree de naturaleza superior. Quizá estemos ahora en mejor
situación para comprender este fenómeno; pero nuestro representante coetáneo,
Stanhope se sintió irritado y perplejo en todo momento por aquella actitud:
“Relato estos casos”, informaba a su superior, “únicamente para que se haga una
idea del carácter de estas gentes, que, a pesar de verse reducidos a una
situación tan miserable, siguen siendo tan altivos como en los días de
Carlos V” (29)
Pero, en realidad, esta característica
constituía un arma en favor de los aliados en 1689, dentro de la campaña de
propaganda orientada a convencer a España de que entrara en la coalición
antifrancesa, se publicó un panfleto en Colonia, en el que se decía:
… aunque Francia ha dominado a
España desde la muerte de Felipe IV, Carlos II sigue siendo todavía el titular
de la monarquía. Sigue en posesión de las Indias, y sus barcos van y vienen
todos los años cargados de oro y plata, como han hecho siempre. Y España es la misma potencia que en tiempos
pasados produjo celos y temor entre los príncipes europeos. Forzándoles a
unirse para sobrevivir” (30)
CONCLUSIONES
En 1699, lo
antiguo y lo nuevo unieron sus fuerzas en Castilla para oponerse a la Casa de
Austria. Lo antiguo estaba representado por la Iglesia, en la persona del
primado de España, Portocarrero; llo nuevo por “La Compañía de los Siete
Hombres Justos”, el grupo de hidalgos de espíritu cívico e ideas avanzadas. Los
dos grupos de interés, cada uno a su manera,
conectaban con las necesidades y
sentimientos de las masas de
Castilla. Quizá no se llegue nunca a aclarar si estas actitudes se inclinaban
hacia un abandono claro y radical del pasado –renuncia la patrimonio imperial y
al sistema español- o se reducían a un deseo de reforzarlas con los recursos
humanos y materiales de una nueva dinastía. Lo que es seguro es que la
impotencia enormemente simbólica de Carlos II les ofrecía una alternativa a la
que se agarraban con todas sus fuerzas.
El reinado del último Habsburgo había
coincidido con un aumento del poder de las princesas y sacerdotes como no se
había visto en España desde los primeros momentos de la dinastía. En términos
de influencia política este aspecto parece
ser tan fundamental para entender el periodo como la resurrección estrictamente
aristocrática que la mayoría de los especialistas consideran su característica
principal. Es cierto que hubo un breve periodo secular en tiempos de don Juan
José –un periodo de machismo, quizá, aunque, a decir verdad, los historiadores
españoles dedican muy poco tiempo al caudillo
bastardo. Pero incluso durante la década de gobierno con “primeros
ministros”, las reinas y confesores tiraba
de muchos de los hilos de la política y el mecenazgo, aunque en la última
década se pudo apreciar claramente que dominaban los asuntos de estado. Su
lucha final por la supremacía tomó la forma de confrontación sobre el rey
moribundo, la imagen que están familiarizados los cronistas medievales y que
resulta irresistible a los novelistas románticos. El cardenal Portocarrero se
molestó por la conducta de Mariana y su
séquito de caza-fortunas, se puso, efectivamente, al frente de la fracción
profrancesa y se convirtió en el principal instrumento de la sucesión
borbónica. Tras de él fue toda la Iglesia de Castilla, y también la sanción
oficial del Vaticano, temeroso de que se produjera la “monarquía universal”
implícita en las aspiraciones de los austriacos.
Portocarrero era un político
competente, pero tenía muy poco de intelectual. En la corte se comentaba
maliciosamente que su biblioteca era “una de las tres vírgenes de Madrid” –las
otras serían la reina y la espada del duque de Medina Sidonia, famoso por
su cobardía-. Sin embargo, en aquella
coyuntura de 1699-1700 era tan importante como lo había sido su grande y
brillante predecesor, el cardenal Cisneros, dos siglos antes, en el momento en
que se pusieron los fundamentos del
gobierno de los Habsburgo en España. En el testamento de Carlos,
Portocarrero recibió el nombramiento de regente y se le confirió la tarea de
entregar la monarquía a la nueva familia dinástica, misión que desempeñó con
cierto vigor. Un primado español era, por tanto, el maestro de ceremonias en el
funeral de los Habsburgo, igual que otro había sido su comadrona, y de esta
manera la dinastía se despedía tal como había llegado, bajo la protección de la
Santa Madre Iglesia. La diferencia estaba en que, mientras Cisneros había
actuado en contra de la tendencia dominante en la opinión castellana,
imponiéndole el gobierno de una corte extranjera alemana, Portocarrero estaba
andando a favor de la corriente. En un sentido había tomado el estandarte de
los Comuneros, rechazando finalmente la herencia de Borgoña con todas sus
connotaciones de participación en el norte de Europa, guerra continua y explotación ininterrumpida. La
larga, desesperada y penosa guerra de 1690-97, acompañada como estuvo de los
abusos de la facción austriaca en Madrid, fijó la atención en estos problemas más
que nunca. La dinastía Habsburgo, luchando en favor de una causa alemana y
entregando sus cargos y riquezas a los
alemanes, parecía volver a las andadas. Era una manifestación clamorosa de que
hasta qué punto era extraño y mal visto todo lo que representaban los Austrias. Ahora parecían a la vista
y con carácter triunfante todos los sentimientos chauvinistas que se habían
mantenido latentes por debajo de la superficie.
Quizá alguien me acuse de simplificar
los problemas para llegar a una conclusión. Sin embargo, lo que quiero decir en
este lugar queda bien claro en la carrera de Ronquillo, hombre procedente de l
–sin título- de la aristocracia, que llegó a convertirse en líder popular con
éxito. Ronquillo y su Compañía se habían opuesto resueltamente a la guerra,
actuando como un grupo organizado donde
anteriormente la causa del revisionismo había estado defendida por individuos
aislados. Habían tratado de convencer al rey de que la guerra era la causa
radical de la miseria estructural de las masas castellanas, a cuyos síntomas trataban hacer frente mediante
las reformas realizadas en la capital. También en este caso hay que decir que
no eran hombres con ideas originales; la mayoría, si no la totalidad, de sus
ideas procedían de los escritos de los arbitristas,
unidas al deseo de imitar los ejemplos franceses. Pero, aunque no fuera más que
en el microcosmos de Madrid, hicieron algo más que limitarse a escribir y
discutir sobre las mejoras. Indudablemente, se sintieron impulsados por la
creciente pasión del descontento popular, que era ya
inconfundible, la revuelta de los segadores,
los campesinos de Cataluña (1688), fue seguida cinco años más tarde de una
nueva germanía -evocadora de
recuerdos de los primeros años del siglo XVI- en Valencia (31). Ninguno de
estos movimientos se puede interpretar como una protesta directa contra la corona o el gobierno, pero estaban
ciertamente dirigidos contra el régimen de los señores terratenientes, cuyas
imposiciones exarcebaban las privaciones de la guerra. Durante la década, las malas cosechas pasaron de
esporádicas y locales a endémicas y
generales, culminando en la crisis de subsistencia, que fue el detonante
de los motines madrileños de que hemos hablado ya. La actitud antiaristocrática
de estos últimos acontecimientos era algo que saltaba a la vista; la violencia
de la multitud pareció concentrarse en
la persona y propiedades del conde de Oropesa, de quien se decía que era
responsable de la política bélica de los años 90. La guerra terminó y Oropesa
ya había abandonado el puesto; pero
volvió a infiltrarse en la corte
como consejero de la facción austriaca,
que eran “el partido de la guerra” y los
principales opresores de los madrileños. Se defendió de sus acusadores insistiendo
en que el Consejo de Estado, en cuanto organismo conjunto, había decidido
entrar en guerra en 1690, y que la paz de Rijwick había sido sorprendentemente
favorable a la monarquía. “Los ministros de Su Majestad”., se quejaba a Carlos,
“tuvieron que trabajar mucho y hacer grandes sacrificios personales para
conseguir estos fines” (32).
Estas
disculpas ya no tenían sentido. Portocarrero, Ronquillo y el pueblo de Madrid
coincidían en que había que desterrar a Oropesa –luego cacabaría pasándose a
los austriacos durante la guerra civil-.
Oropesa fue, pues, el último chivo expiatorio del fracaso del sistema español, personificación
involuntaria de la complacencia de la nobleza castellana ante la misión
imperial de los Habsburgo, a pesar de
los auténticos intereses del reino. Cuando, a comienzos del nuevo siglo, el
monarca Borbón fue saludado con efusivas manifestaciones de lealtad en toda
Castilla, la mayoría de la aristocracia más elevada siguió concibiendo grandes
reservas. Muchos de ellos aprovecharon la ocasión, durante las vicisitudes de
la guerra civil, de seguir a Oropesa, más por su resistencia orgullosa a
aceptar el control francés que por ser incapaces de romper con la antigua
dinastía. En cualquier caso, estos
factores ilustran el paroxismo de debilidad y
desunión en que terminó la vida de la monarquía española.
NOTAS
(1)
British
Library, Additional Mss. BL AD/Ms. 8703/f. (2) State
Papers, España. PRO SS/34/143. (3)
Biblioteca Nacional de España, Colección Osuna. BN CO/11034/146. (4)
J. Dunlop, Memoirs of Spain in the Reigns of Philip
IV and Charles II, Edimburgo, 1834, II, p. 281. (5)
C 2. F.L.
Carsten (ed.), The Ascendancy of
France, 1648-1668, vol. 5, de New
Cambridge Modern History, 1961. (6) D 2. J. Lynch, Spain
under the Habsburgs, vol. 1: Empire
and Absolutism, 1516-98, 1964; vol. 2: Spain and America, 1598-1700, 1969. [España bajo los Austrias, vol. 1: Imperio y Absolutismo, 1516-1598,
Barcelona, Península, 1982 (4ª ed.); vol. 2: España y América, 1598-1700, Barcelona, Península, 1972]. (7)
B 2. H.
Kamen, “The decline of Spain: an historical myth?”, en Past and Present, num. 81, 1978. (8)
Stanhope, Spain under Charles II; or, Extracts from
the Correspondence of the Hon. Alexander Stanhope, 1690-99 (Londres,
1844), 57-8 (9) Archivo General
de Simancas (España). Estado Series. AGS ES/3874/16 de febrero de 1684. (10) Díaz Plaja,
Fernando (ed.), La historia de España
en sus documentos: el siglo XVII, Madrid, 1957. (11) AGS
ES/3874/19 de febrero de 1684. (12) Díaz Plaja,
La historia de…, 450-1. (13) Stanhope,
42. (14) AGS
ES/3861/27 de septiembre de 1677. (15)Dunlop, op. vit., II, 155. (16)Garbriel,
duque de Maura, Vida y reinado de
Carlos II, Madrid, 1954, 2 vols. (17)BN CO/ms.
Bibblioteca Nacional de Madrid Colección Osuna, 10129/f. 493. (18)L. Pfandl, Carlos II, trad. M. Galiano, Madrid,
1947. (19)Duque de
Maura, ed., Correspondencia entre dos
Embajadores, 1689-91, Madrid, 1951-2, I, 134. (20)AGS ES,
Archivo General de Simancas – Estado Series/ 3903/13 de octubre de 1693. (21)BL HA, Britis Library (Londres), Harleian
Mss./7010/337. (22)PRO SS,
Public Record Office (Londres) State
Papers, España/74/313-14. (23)Gabriel,
duque de Maura, Vida y reinado de
Carlos II, Madrid, 1954, 2 vols. (24)A. Domínguez
Ortiz, Homenaje a Jaime Vicens Vives,
Barcelona, 1967, II, 124. (25) AGS
ES/3874/19 de febrero de 1684. (26) ARB SE, Archives du Royaume de Belgique
(Bruselas) Sécrétaire d´Etat et de
Guerre Series/287/38. (27) AHN ES, Archivo Histórico Nacional de
Madrid Estado Series/2815/30 de marzo
de 1697. (28) M. Defourneaux, Daily
Life in Spain in de Golden Age, 1970 [ed. original]: La vie quotidienne en Espagne au Siècle d´Or, Machette, 1964]. (29) PRO SS/74/11. (30) Díaz Plaja,
La Historia de…. 461. (31)J. Casey, The
Kingdom of Valencia in the Seventeenth Century, 1979. (32)BN PV/2489/5.
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CONCLUSIÓN GENERAL
HORIZONTES DEL
SIGLO XVIII
(1700-1720)
CONCLUSIÓN
GENERAL
Acababan de dares los primeros pasos de
la nueva era cuando se pudo apreciar claramente la paradoja esencial de España
y su poder europeo. El país que había dominado durante dos siglos el
continente, y se había agotado y arruinado en el intento, se veía ahora
invadido por Europa. En una situación apocalíptica, que había merecido la pluma
de Gibbon, todos los enemigos, aliados y colaboradores de España –regimientos
de holandeses, franceses, ingleses, austriacos, valones, portugueses e
italianos- se enfrentaron en los de batalla de la península para decidir el
destino de la monarquía. La Guerra de Sucesión, década de sufrimiento interno,
fue el último legado del imperialismo
Habsburgo a la Castilla que había anexionado, luego transfigurado y
finalmente condenado. La aceptación por
Luis XIV del testamento de Carlos II significaba la ruptura de sus acuerdos
formales de partición con otras potencias europeas. Luis era descendiente de Carlos V; el cumplimiento
de sus altas obligaciones dinásticas era un imperativo categórico que pasaba
por encima de la mera legalidad funcional de los tratados. Además, es probable
que nunca tuviera verdadera intención de cumplir la advertencia fundamental del
instrumento de sucesión con que Carlos
había hecho un último esfuerzo por evitar tal guerra. No importa mucho saber si Luis llegó a hacer la famosa
declaración sobre la desaparición de los Pirineos. Nunca aceptaría que un rey
muerto de un reino moribundo le impusiera la condición “esta corona y la de Francia deberán permanecer siempre
separadas” (1).
Luis
quizá hubiera llegado a la convicción de que él no podría llegar a disfrutar
personalmente con la apoteosis que había buscado con el trabajo de toda su
vida. Pero sus herederos, mediante la unión de Francia y España, serían capaces
de conseguir sus pretensiones imperiales hasta el punto de eclipsar la memoria de todos los que lo habían intentado anteriormente, incluyendo a
Carlos V.
Cuando el nieto de Luis entró en España
con el nombre de Felipe V, el rey, todavía adolescente, iba acompañado de un
equipo de soldados y burócratas cuya misión era moldear las instituciones del
reino de tal forma que pudieran encajar con las de Francia. Indudablemente,
habría resultado difícil reproducir con
todo detalle los fundamentos administrativos
de la grandeza borbónica, aun cuando la situación hubiera sido estable. De hecho, antes de que hubiera expirado el primer año del reinado de Felipe,
Austria y las potencias marítimas habían declarado la guerra en defensa de sus
distintos intereses vitales en el mundo hispánico. Los ejércitos franceses
estaban ya dispuestos en gran número en todas las fronteras fundamentales de la
monarquía. En 1701 ocuparon rápidamente los Países Bajos holandeses,
instalando en Bruselas lo que no pasaba
de ser un gobierno títere de Francia.
Algo parecido se hizo con Milán, para lo cual se pidió y se
consiguió autorización de paso de las
autoridades de Turín. No extraña que las potencias aliadas afirmaran que “hemos
llegado a una situación en que los destinos
de los reinos de Francia y España están tan
íntimamente unidos entre sí que a partir de ahora no sería realista
considerarlos más que como uno sólo y
mismo reino, único y unificado”.
Así pues, el nuevo siglo comenzó como
había acabado el anterior, a los acordes familiares de una guerra
internacional, que en este caso se
convertiría pronto también en rebelión interior y guerra civil. Ya antes de que
los aliados intervinieran en la
península con la intención de hacer valer las aspiraciones sucesorias
austriacas, los representantes de los intereses de Luis llevaban firmemente las riendas de Madrid. El embajador francés,
Marsin, ocupaba el puesto de consejero principal del gobierno del joven Felipe.
La princesa de los Ursinos, institutriz de la reina, todavía más joven, se
convirtió en árbitro decisivo en la esfera no menos importante de la corte.
Monarcas niños, gobernados por mujeres y diplomáticos: en muchos aspectos
fundamentales se había reproducido la situación de los años 90, aunque esta vez
en beneficio de los intereses de Francia, y no de los de Austria. La nobleza
indígena, igualmente usurpada, pronto adquirió también una actitud de
resentimiento. Pero la prolongada emergencia que dominó después de 1704
permitió a los versaillis fortalecer su
control, haciéndose indispensables en todos los asuntos. Durante las vicisitudes
de las prolongadas campañas militares, las constantes deslealtades y
deserciones de la aristocracia castellana permitieron a los Borbones eliminarla
del sistema de consejo. Sin el esfuerzo de prestigio y tenacidad de la nobleza,
aquella arcaica estructura acabó hundiéndose, y aquella ocasión propicia hizo
posible la creación de una serie de
juntas simplificadas y permanentes que ocuparon su lugar. Esta revolución sin
aspavientos contribuyó en cierta manera a la consecución de un sistema
profesional y con base departamental, e
indudablemente contribuyó a la victoria definitiva de los Borbones en la lucha
militar. Por otra parte, representó el único éxito duradero del equipo de
funcionarios que Luis había enviado a Madrid para introducir reformas. Hablando
en general, se puede decir que las necesidades prioritarias de la guerra y de
la supervivencia política frustraron en
todo momento los intereses proyectos del perfeccionamiento y racionalización.
Incluso durante los intervalos de control más firme, los Borbones tuvieron que
luchar contra la resistencia de la legislación y práctica españolas –la fuerza de la costumbre, como se decía
en tiempo de Olivares. En cualquier
caso, Luis XIV era hombre demasiado experimentado para ignorar la realidad.
Es
de desear que se pueda conseguir un cambio general en todos los
diferentes estados de la monarquía. Pero como esta idea es demasiado ambiciosa, debes tratar, en
la medida de lo posible, de remediar los males más apremiantes, y pensar
principalmente en la forma de conseguir que el Rey de España contribuya de
alguna manera en la guerra que me estoy preparando a soportar.
Evidentemente,
los planes de reforma del gobierno y de la economía iban a constituir una
prioridad de segundo orden hasta bien entrado el siglo XVIII, a pesar de
algunos éxitos aislados. En realidad, en muchos sentidos, el periodo que va de
los últimos años 70 del siglo XVII a los últimos años 40 del siglo XVIII tiene
una unidad que la distingue en parte de la “España imperial” y de la España de
la Ilustración; es una época intermedia de enfrentamiento de dos actitudes
incompatibles.
La convicción del rey Luis de que los
recursos españoles podrían ser un gran apoyo para su esfuerzo bélico era un
homenaje inconsciente a la primera d estas dos Españas. Sin embargo, en la
práctica el vellocino de oro era una pesada cadena al cuello. Durante la década
de 1702-1712 la sucesión borbónica fue una realidad frágil y precaria. Mientras
que Italia resistía la ocupación francesa y Flandes se indignaba al tener que
soportarla, los aliados preparaban una serie de grandes ofensivas contra el nuevo imperio francés. En 1705, después de
la inclusión de Portugal en sus filas y de la conquista de Gibraltar, las
fuerzas expedicionarias desembarcaron en Málaga, Valencia y Barcelona.
Cataluña, instintivamente antifrancesa desde la experiencia de los años 40, se
declaró a favor de los Habsburgo, y antes de que pasara mucho tiempo todo el
Levante estaba en manos aliadas. Al llegar
al año 1707 todas las provincias mediterráneas (incluyendo los presidios
africanos) reconocían el gobierno de Carlos III, hermano menor del emperador
austriaco. El año anterior la propia capital de Madrid se había visto tomada
y ocupada durante varios meses por
fuerzas aliadas (acontecimiento que se repitió todavía en 1710); en ese momento
Felipe V sólo tenía control de una de las grandes ciudades de España, Cádiz.
Presionado por Marlborough en los Países Bajos y por Eugenio en Lombardía, Luis
no podía permitirse el lujo de tener en la península varios regimientos de gran
valor. A partir de 1706 una serie de victorias aliadas a lo largo de todas las
fronteras continentales de Francia, desde Flandes hasta Saboya, lo colocaron en
una situación desesperada. En vez de que Francia insuflara nueva vida a su
colega español, parecía que se había producido lo contrario, pues a la
derrota militar se sumó una terrible
crisis de subsistencias en ambos reinos.
En la propia Francia, el caos interno se
vio exacerbado por la aparición, en 1709, de la última gran epidemia de peste
de Europa. Luis se vio obligado a retirar
sus tropas de España y a entablar negociaciones con los aliados. Para
hacerse idea de la gravedad de la situación baste recordar que Luis se ofreció
a participar él mismo en la reducción de Castilla, con tal que para ello no
tuviera que hacer una declaración de guerra contra su propio nieto. En este momento parecía
prácticamente inevitable la vuelta de los Habsburgo a su antiguo patrimonio.
Castilla se había quedado sola en defensa de una causa que había abandonado
hasta su progenitor.
A pesar de su juventud, Felipe había
llegado a comprender la importancia
fundamental de sus provincias castellanas. Aunque cometió al principio
ciertos errores le sirvieron para
aprender que debía proponerse
deliberadamente convertirse en el Rey Catolicísimo. Consiguió lo que se
proponía hasta el punto de adquirir el fatalismo conservador de los Austrias en sus últimos
años. En 1704, apeló a la profunda inspiración religiosa del castellano medio
declarando que la guerra sería una
cruzada contra los enemigos de la fe. En los años siguientes, la propaganda
borbónica insistió en la irreligión de los aliados, que acaudillaban una
conspiración para acabar con el catolicismo en la que participaban también los
alemanes y portugueses (3)
Gracias
a una clara inversión de papeles, los Borbones se convertían ahora en los
defensores de la ortodoxia y de la Cristiandad, mientras que los Habsburgo y
sus heréticos partidarios eran los enemigos oportunistas de tales causas. La
ocupación de cada pueblo de Castilla por los soldados protestantes del ejército
aliado sirvió de ocasión para que circularan informes exagerados y aumentara la
indignación. “Nuestra Santa Fe”, anunció Felipe al tener conocimiento de la
victoria de Almansa en 1707, “ha sido purificada de todos aquellos que trataban
de mancillarla” (4)
El
clero local –estimulado por Roma- fomentaba
en todos los lugares de Castillla un espíritu de resistencia fanática al invasor, que como consecuencia de ello no pudo nunca
establecerse firmemente dentro de sus fronteras. Castilla había abandonado
completamente a la antigua dinastía. Sus habitantes soportaron durante una
década los estragos de la guerra, el deterioro
del campo y las privaciones de todo tipo, que culminarían en los terribles inviernos y
malas cosechas de los años 1708-1710. Sin embargo,, volvía una y otra vez al
contraataque, incluso en los momentos en que se habían perdido Flandes e Italia, cuando la capital estaba en
manos del enemigo y sus costas rodeada de flotas hostiles. Aquello constituía
todo un testamento de sus cualidades como pocos momentos de su historia, pero de alguna manera resulta menos
evocador para la imaginación extranjera que las heroicas hazañas de catalanes y
vascos.
Durante estos momentos terribles, el
pueblo de Castilla se mantuvo, obstinadamente, tan opuesto a los franceses como
a sus enemigos en el campo de batalla. El control de la política por Luis XIV
se acabó prácticamente de la noche a la mañana cuando abandonó físicamente la
lucha en 1709. En ese momento las tropas y funcionarios franceses tuvieron que
abandonar la península. De hecho, el abandono resultó ser un expediente
temporal, y antes de que terminara el año siguiente, habían vuelto en gran
número. Indudablemente, la vuelta de la marea militar por última vez en estas
campañas (sobre todo en Brihuega en 1710) habría sido imposible sin su regreso.
Pero la influencia sobre Felipe V fue traumática y representó la mayoría de
edad de su independencia. Se emancipó inexorablemente
del paternalismo de Luis, reafirmando claramente los intereses autóctonos en la
vida administrativa y económica de España.
Los ministros nombrados por Felipe
pasaron a ocupar posiciones fundamentales dentro del estado, mientras que la
creación de una Junta de Comercio
reducía rápidamente el nivel de la explotación económica francesa. En las
negociaciones que pusieron fin a la Guerra de Sucesión, iniciadas en 1711, la
posición francesa estaba tan irremediablemente perdida como la de los austriacos.
En el Tratado de Utrecht, Luis se vio obligado, una vez más, a separarse de la
causa de su nieto, y su muerte dos años más tarde acabó definitivamente con
el espectro de una España francesa.
Mientras tanto, las potencias intervencionistas habían abandonado también el
conflicto. Los soldados extranjeros de ambos bandos se retiraron y el ejército
que redujo la recalcitrante ciudad de Barcelona, último reducto irónico de la
España Habsburgo, era exclusivamente castellano. Diez años después que Felipe V
hubiera declarado la guerra a los aliados, había concluido la guerra civil.
La península había sido solamente uno
de los escenarios de un enfrentamiento internacional de dimensiones globales.
Durante las campañas continentales, Flandes había sido arrebatado a España como consecuencia de
la conquista francesa, mientras que en el norte de Italia se había conseguido
un resultado idéntico como consecuencia de su resistencia victoriosa a los
franceses. Luis había utilizado los Países Bajos Españoles como una especie de
campo de pruebas donde experimentaría en escala reducida las reformas radicales
que trataba de imponer, en definitiva,
sobre toda la monarquía, pero los conejillos de indias flamencos reaccionaron
con fuerza, y con el tiempo ayudaron a Marlborough a verse libres de
franceses. EN 1713, en Utrecht,
cambiaron encantados el yugo de hierro
de Versalles por el collar de armiño de Viena. Flandes volvió así a la lealtad de los Habsburgo, y
lo mismo que Milán, a la autoridad que había sido su señor legal durante todo
aquel tiempo: el Sacro Imperio Romano. De
esta manera se eliminaba de una vez por toda la dimensión septentrional
de la política española, y con la desaparición del eje Bruselas-Milán
desaparecía también el sistema español. Sin embargo, ninguna de las partes
principales está dispuesta internamente a aceptar el veredicto de los tratados
de paz, impuestos por el congreso de estadistas europeos como solución para el
problema español. Carlos III, emperador desde 1711, siguió aspirando en forma
apasionada, aunque oficiosa, a los reinos españoles. Durante el gran
renacimiento artístico que acompañó a su gobierno desde Viena, esta aspiración
se reflejó en la presencia ubicua del símbolo de los pilares de Hércules en las
obras de pintura, de imprenta y de arquitectura. (Todavía puede observarse un
vestigio de la España de los Habsburgo en el símbolo del dólar americano,
tomado del Thaler austriaco).
Por su parte, Felipe V se mostró
todavía más activo en la resistencia al acuerdo que había puesto término al
imperio europeo de España. En él, Nápoles y Sicilia habían sido entregados a
una rama menor de los Habsburgo, pero la
decisión iba claramente contra las apetencias de los nativos. Ya en
1718, Felipe, bajo la influencia de su segunda esposa, Isabel de Farnesio, y su
favorito italiano Alberoni, aprobaron un ridículo intento de hacerse con
Sicilia, frustrado por la flota
británica. Alberoni era fiel representante de muchos italianos del
entorno de la corte española que
mantenían vivas sus ambiciones mediterráneas. Con él estaba volviendo las antiguas
aspiraciones imperiales, hasta el punto
de que se entablaron negociaciones con el pretendiente inglés con la
idea de planificar una invasión de Inglaterra. Además fomentó el renacimiento
de la flota en un programa que se continuó con buenos resultados de la caída de
Alberoni en 1719. Al llegar los años 30, menos de una generación después de la guerra civil, el establecimiento militar español se había recuperado de forma
impresionante. La guerra del “Primer Pacto de Familia” entre Madrid y París supuso un ataque a la Italia
del Sur que obligó a los Habsburgo a retirarse, así como una expedición
igualmente triunfante -30.000 hombres- contra Orán, principal fortaleza
africana que se había perdido durante la Guerra de Sucesión. El fervor cruzado e imperial de Castilla no había
muerto, pero no era capaz de renacer más que en forma de versión de las
actividades atlánticas y mediterráneas que había depredado el sistema Habsburgo
y español. De todas maneras, cuando se considera que el largo reinado de
cuarenta y cinco años de Felipe V casi no conoció una década de paz, es claro
que los horizontes del nuevo siglo incluían un territorio muy conocido.
La ausencia de toda mejoría material
considerable durante la primera mitad del siglo tiende a confirmar esta
impresión. Si dejamos de lado la propaganda borbónica, esta época fue de
grandes esperanzas y pocos resultados, prácticamente idéntica a algunas fases
del gobierno del siglo XVII. De hecho, las exigencias de la guerra devoraron
los ingresos de Felipe V todavía con mayor voracidad que en tiempos de Carlos
II. En el momento álgido de la guerra civil, los gastos ascendían a más de 10 millones de escudos
anuales –sólo la defensa de Castilla costaba tanto como le había costado a
Felipe IV la defensa del imperio. En estas circunstancias no es sorprendente
que no se intentara ninguna reforma
seria de Hacienda y sus estructura
tributaria has los comienzos de un nuevo reinado, en 1749. En realidad, ¿qué
necesidad había de ello? Como en tiempo de los Habsburgo, el Tesoro siguió
cumpliendo con eficacia su tarea de atender al esfuerzo bélico. En realidad,
fue la reforma monetaria y las drásticas medidas deflacionistas de los primeros
ministros de Carlos III, más que ninguna innovación borbónica, las que hicieron
posible que Castilla se mantuviera solvente durante la gran crisis militar de
la guerra civil. Se cumplieron los fabulosos contratos con firmas francesas
para el suministro de sus ejércitos. Las tropas de Luis XIV situadas en la
península fueron mantenidas por Castilla entre 1704-1709 y entre 1710-1713. En
1717, se compraron al contado veinte barcos
franceses, núcleo de una nueva flota, y en la década siguiente se
produjeron enormes gastos militares y navales, comparables a los de Olivares un
siglo antes.
Durante este periodo se dieron también
pocas señales de una recuperación demográfica decisiva; todo lo más, la
expansión que había comenzado en tiempo de los Habsburgo se mantuvo en el
reinado de su sucesor, pero a un ritmo más lento. Después de nadir de los años
1650-1660 (entre cinco y seis millones)
el nivel demográfico de Castilla y Aragón subió hasta siete millones en 1700,
principalmente como consecuencia de lo ocurrido en Cataluña. Sin embargo, los cálculos sobre mediados del
siglo XVIII hablan de un total en que el aumento habría sido solamente de 500.000, lo que quiere decir que España no había
recuperado todavía los niveles demográficos de 1580. (5) Sin embargo,
esta población tenía una distribución
mucho más uniforme y afianzada, pues se habían mantenido las tendencias centrífugas observables desde
1600, dando lugar a que se duplicaran
las cifras de Cataluña, Asturias y provincias vascas, y que se triplicaran las
de Valencia. No debe sorprendernos que la demografía y la economía se
estancaran durante la guerra peninsular de 1704-1714. España fue prácticamente una
diversión si se la compara con las guerras de Flandes y el Rhin, y las
dimensiones medias de los ejércitos que se enfrentaban eran menores que la
lista de bajas de Marlborough en Malplaquet. Lo que parece importante es que
los principales escenarios del conflicto –las fronteras de Portugal y Cataluña-
eran los mismos que habían quedado ya
seriamente debilitados como consecuencia de la guerra de 1640-1668. Además, la
crisis de subsistencias de 1708-1710 volvió a incidir en forma especialmente intensa
en Andalucía. Sevilla, por ejemplo, que había perdido no menos de 60.000
ciudadanos en la peste de 1647, se vio otra vez considerablemente mermada. Sin
embargo, estaba llegando el final de la era del hambre general y enfermedades
epidémicas, y los cambios agrícolas, unidos a una constante mejoría económica,
comenzaron a corregir los aspectos más
negros de las deficiencias estructurales de España. El gobierno Borbón mostró
mayor inclinación hacia los proyectos industriales y comerciales mediante incentivos económicos y la participación
directa en las manufacturas –por ejemplo, en los sectores textil y metalúrgico.
Además, la adopción de tipos más eficientes
de protección comercial, y cierto número de avances tecnológicos proporcionaron
mayores incentivos y ocasiones de empleo.
La influencia de las panaceas administrativas galas se dejó
notar, mucho más en el plano del mismo gobierno central. El ejercicio real de
la autoridad regia, en suspenso bajo
Carlos II, renació con toda su fuerza. Es cierto que, a su debido tiempo se
perdonó a muchos miembros de la alta aristocracia que habían desertado de las
filas de los Borbones. Volvieron a
recuperar la propiedad de sus fincas, junto con la riqueza e influencia
política que aquéllas llevaban consigo. Pero
sus pretendidos derechos a intervenir en los procesos centrales del
gobierno real quedaron reducidos a la nada, en un sistema que adquirió carácter
cada vez más meritocrático y tecnócrata. La castración de la grandeza castellana coincidió con la
recuperación del poder político de la aristocracia francesa durante la regencia francesa, de forma que, en
cierto sentido, se transfirió a España
el estilo del absolutismo de Luis XIV. Esto no implicaba por supuesto, un
cambio real de la situación social de la masa de habitantes de España, pero
sirvió para llevar al cabo algunos de los ideales alimentados por hombres como
Ronquillo. Durante la guerra civil
habían quedado barridas la administración de los consejos y las distinciones
regionales oficiales. A partir de entonces las Cortes de Castilla, que ni
siquiera se habían reunido durante el
reinado de Carlos II, sólo se convocaban para confirmar la condición de
heredero al trono o para tomarle juramento de fidelidad al ocuparlo. Los
impuestos de Castilla que formaban el servicio tradicional concedido por las
Cortes se fijaban y recaudaban de forma arbitraria. La abolición de los estados
y de los fueros de la corona de Aragón en 1707 tuvo resultados semejantes para
las regiones históricas de la península. El control de esta España recientemente
unida residía en un consejo privado, encabezado por un secretario que ejercía
efectivamente los poderes de primer ministro; aunque también esto –como indica
su título de Secretario del Despacho
Universal- procedía en parte de la obra de los últimos Habsburgo,
especialmente de la obra de Eguía. A pesar de la aportación de algunos
franceses destinados a España antes de 1715, como concluye Kamen, “en política
y en personal, el régimen Borbón de España era español y no francés” (6)
Así pues, la prolongada emergencia de
la guerra civil, y la pérdida definitiva
de las provincias del norte de Europa, dieron lugar a saludable simplificación
y modernización del gobierno de Madrid. Fue un golpe violento, que creó las
condiciones en que se pudieron establecer muchas de las reformas básicas predicadas
por los arbitristas a lo largo del siglo
anterior. A su vez, esto permitió un
repliegue y reorganización graduales de
los recursos materiales de España que iban a dar lugar a una especie de
prosperidad y estabilidad desconocidas desde hacía dos siglos o más. Incluso
desde nuestro punto de vista actual,
cuando el país experimenta un renacer del sentimiento regional, es posible
concluir que la destrucción de la monarquía española contribuyó a crear una
nación española. Además, como han
comprendido algunos estadistas españoles, la amputación de Flandes e
Italia benefició materialmente al gobierno y a la economía española. Devolvió a
España el control de sus propios destinos, liberando la política exterior y,
por tanto, su comportamiento interno, de las onerosas exigencias de la
reputación, pesadilla de un imperio imposible. Aunque no sea más que por
incomparecencia, los incipientes ideales de los Comuneros habían triunfado finalmente. El final del sistema español era, el comienzo de la Independencia de España.
NOTAS
1.- W. M.
Hargreaves-Mawdsley (ed), Spainunder
the Bourbons , Londres, 1973. 2.-
H.Kamen, The War of Succession in
Spain, 1700-1715, 1969.[La Guerra
de Sucesión en España, 1700-1715, Barcelona, Gijalbo, 1974. 3.-
M. Avilés Fernández, et al., La
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