domingo, 5 de noviembre de 2023


COCINA DE LOS CONVENTOS

DE VIEJOS MANUSCRITOS, MONJAS RENEGADAS, OBISPOS ENFERMOS, SABIDURÍAS CENTENARIAS Y LICORES CON NOMBRE DE CRISTO

Muchas cosas encontrarás, amigo lector, en esta cartilla, que por ventura te disonarán, por lo poco limado del estilo; pero sobre ser necesarias para explicar la diversidad de las viandas y sus confecciones, tienen excusa en tu prudencia y mi empleo. Si algo aprendieres en ella, da sólo a Dios las gracias, que es Autor de todo lo bueno, disimula mis faltas y atiende al fin de esta obrilla, que es la gloria de Dios e instruir al cocinero poco experto, a cuyo fin observa las siguientes notas”. Estas  palabras, extraídas del prólogo que el fraile lego Juan de Altimiras puso a su obra  Nuevo arte de cocina, sacado de la escuela de la experiencia económica, se pueden emplear en todos los tratados de gastronomía, donde el fin principal es enseñar al que necesita de tales conocimientos, sin olvidar de dar gracias a Dios, cosa muy de tener en cuenta en tratados que hablan de conventos, monjas y frailes, obispos y misterios casi sagrados; pues la cocina española, la de hoy y la de ayer, siempre tiene a Dios entre las ollas, como decía Santa Teresa de Jesús, ilustre andariega que sabía mucho de cocina al mismo tiempo que daba consejos a las novicias en la oración.

Andariego quiere ser este libro y meter sus narices en las ollas de los conventos y monasterios que, en cierta medida, pusieron sus gratos olores en los platos que en la actualidad disfrutamos.

La sabiduría coquinaria de monjas y frailes es conocida del público, pero no del todo; olvidada muchas veces, sepultada en viejos manuscritos que duermen el sueño de los justos en el fondo de una biblioteca. Muy de tarde en tarde, y de forma milagrosa, aparece una vieja libreta escrita por un cocinero religioso, allá por los siglos de los siglos, o se habla y se cita una receta que estaba casi perdida y que un curioso, nunca impertinente, nos entrega para gloria y placer de nuestras mesas.

Un sabio muy sabio, que se llamó y se llama en el recuerdo Mariano Pardo de Figueroa y que se intituló “Doctor Thebussem”, puso el dedo en la llaga de estos temas tan sabrosos y funda una verdadera escuela, que comenzó a mirar por un lado y por otro, tratando de descubrir libritos, recetarios, manuscritos o cosas parecidas, para obtener buenas recetas de ellos y engrandecer a toda la cocina. El mismo decía que “la cocina española de hoy necesita y reclama el auxilio de la  exposición y de la pluma para caminar con holgura y con desembarazo, para que se respeten algunas tradiciones y salsamentos de su limpia y brillante historia, y para hacerse digna de los que invocan su auxilio y su ciencia, que son todos los miembros de la sociedad, desde el cocinero hasta el rey”. Uno de sus mejores discípulos, Dionisio Pérez, que en honor al maestro se quiso llamar “Post Thebussem”, declaró que “por puro placer de revisión histórica, por puro amor de restaurar la justicia, debiera España, aparte aquellas miras egoístas, reconstituir la historia de su cocina, probando así la originalidad y nobleza de las numerosas familias que constituyen su reino; estirpes no menos gloriosas que las que constituyen la cocina francesa antigua”. Y es precisamente Dionisio Pérez, en su Guía del Buen Comer Español , el que habla de los tratados que se escribían en los conventos españoles; así, el  Libro de Cocinación , “que  usaban los cocineros de la orden de capuchinos de la provincia de Andalucía, una de cuyas copias manuscritas, fechada en 1740, ha sido encontrada por el laborioso archivero don Rafael Picardo, en la biblioteca de la Facultad de Medicina de Cádiz”, y en otro lugar, al citar  El libro de Alcántara, declara que “no sólo en los conventos de frailes y monjas había completísimos recetarios manuscritos de cocina y dulcería regionales, sino en todas las casas de medianos abastecimientos. Del recetario del convento de Alcántara  — la mejor presa y el mejor trofeo de aquella guerra, se le ha llamado  —  algunas recetas han conservado su nombre español de origen... Así ocurrió también, seguramente, con otros muchos recetarios que salieron de España en las mochilas de los soldados franceses”.

Precisamente sobre este famoso manuscrito, de cuya autenticidad dudan algunos tratadistas, escribe Dionisio Pérez, glosando la historia de los importantes monasterios de Extremadura, como el de Yuste, donde se retiró al final de su vida el emperador Carlos V, el de Alcántara y el de Guadalupe: “Fueron ricos y  poderosos estos monasterios. El primero, de monjes benitos, residencia de la orden de Alcántara, ha vencido con las recetas de su cocina al tiempo y a la guerra, y, mientras sus bóvedas se hundían, sus muros se resquebrajaban, sus obras de arte eran destruidas o robadas, su modo de guisar perdices y faisanes, y de aderezar el bacalao y su hígado de pato o  foie-gras y sus trufas han pasado la frontera, se han incorporado a la llamada cocina francesa, que, no pudiendo, como se verá, disimular su origen, ha preceptuado su título, y hacen repetir y glorificar el nombre de Alcántara en los mejores recetarios galos. (Véase Le guide culinaire, de Escoffier, el más autorizado preceptista de Francia. Recoge las recetas de “Faisán à la mode dAlcántara, Bécasse à la mode dAlcántara y Perdreauà la mode dAlcántara”). En 1807, al comienzo de la campaña de Portugal, la biblioteca de este convento fue saqueada por los soldados de Napoleón, bajo el mando del general Junot, utilizandolos preciosos manuscritos que allí se conservaban en la preparación de cartuchos fusileros. Entre estos manuscritos un comisario de guerra encontró el recetario de cocina, donde todos los frailes que desde hacía siglos habían estado encargados del sustento del convento fueron escribiendo las recetas de los guisos que aprendían de las cocineras de la comarca o que inventaban ellos mismos. Fue a parar este recetario a manos del general, quien lo envió a su esposa, Laura, que aún ostentaba el título de duquesa de Abrantes que conquistara en aquella campaña su marido. Divulgó ella este recetario en París y recogió en sus  Memorias alguna parte. “Fue el mejor trofeo, la única cosa ventajosa que logró Francia de aquella guerra”, dice el maestro Escoffier”.

Según Dionisio Pérez, del recetario famoso y “fantasmal” proceden los platos citados de faisán, perdiz, becadas o chochas, pastel de hígado de pato, un guiso de bacalao y el empleo de la trufa, con la misma maestría que en el Languedoc o en la Gascuna.

En una preciosa edición de  El cocinero Religioso, de Antonio Salsete, con introducción, transcripción y notas de Víctor Manuel Sarobe Pueyo, escribe este estudioso que “cinco son, que  yo sepa, los libros de cocina de los que tenemos noticia pertenecientes a otras tantas órdenes religiosas españolas, sin contar, claro está, con los recetarios de postres y dulces de las religiosas”.

Entre ellos están los siguientes: Común modo de guisar que observaban en las casas y colegios de los padres jesuitas de la Compañía de Jesús, Nuevo arte de cocina, sacado de la escuela de la experiencia económica, de Juan de Altimiras, franciscano de la provincia religiosa de Aragón, uno de los libros más populares de toda la bibliografía gastronómica española, y Apuntes de cocina, para uso de los hermanos carmelitas descalzos, de fray G. de la V. del Carmen. Víctor Manuel Sarobe Pueyo no pone en la lista, pues es el estudioso de la obra, El cocinero religioso instruido en aprestar las comidas de carne, pescado, yerbas y potajes a su comunidad, escrito por el lego Antonio Salsete (seudónimo) a finales del siglo XVII o principios del XVIII, “a  caballo  — según Sarobe  —  entre los libros de cocina de Martínez Montiño (1611) y Juan de Altimiras (1745), cuyas reimpresiones han llegado casi hasta nuestro siglo”.

Libros olvidados y libros recordados, con recetas que llenan nuestras cocinas de santos y viejos olores; recetas que pasaron las fronteras de España, más allá de los conventos, y que se desparramaron por todo el mundo. Alvaro Cunqueiro dice que “Lisboa queda al sur de Compostela".

El convento benito de Alcántara le envió las grandes recetas de antaño Tajo abajo...”. Y por los  ríos, por tierra en antiguas calesas o modernos ferrocarriles, por aire y por mar viajaron los manuscritos que estaban olvidados, para alegría y placer de los amantes de la buena mesa.

Llegados a este momento necesitamos dejar a un lado los manuscritos conventuales y citar algunas leyendas, incluido el Santo Oficio, como nos recuerda Álvaro Cunqueiro: “Todo lo coquinario y vinícola llega un momento en que tiene un aire sacro y el alma ha de recogerse toda en lo que Paracelso llamaba "la cámara olfativa", que fue lo que sirvió al Santo Oficio para decir  dónde había, o no, "olor de santidad", que es una mezcla de membrillo y rosa, muy delicada. Y, desde esa estancia, dirigirse al condumio y al caldo silenciosa y sosegadamente. El silencio es de absoluta necesidad a la hora del almuerzo y el alma pacificante hace que la memoria olvide iras y agravios

 Comer en silencio como los curas, dice un refrán popular; y es cosa cierta que el silencio ayuda a saborear mejor las viandas y que los frailes de lejanos tiempos, muy en particular los trapenses, los que legaron a la posteridad la maravilla de sus recetas, tomasen el grande o sencillo condumio muy calladamente. Un obispo de Mondoñedo, delicado, transido en oraciones y ayunos, acaso no tendría fuerzas para dar las gracias a las monjitas que le regalaban con una suntuosa tarta de “tres pasteles distintos y un solo sabor verdadero”, y entre suspiro y suspiro, oración y oración, sólo tomase un bocado de un preparado que tenía entre sus ingredientes el cabello de ángel, pues es cosa sabida, y se puede apreciar a lo largo de este libro, que el cabello de ángel es muy frecuente en recetas monjiles.

En silencio, y en una noche fría de duro invierno, saldría la monja renegada del convento de Astorga para entregar al pueblo la receta inmortal de las inmortales mantecadas, que dieron fama para siempre a la ciudad obispal y riqueza a muchas familias que comenzaron a comercializar el producto conventual.

Los grandes monasterios del pasado disponían de tierras, ganado y una influencia cultural muy grande; los saberes, antes de la fundación de las universidades de Alcalá o de Salamanca, estaban depositados en los conventos y en sus importantes bibliotecas. Al lado del convento de Alcántara, en las tierras extremeñas, de caudalosa cocina nunca bien ponderada, estaban otros cenobios de parecida o superior fortuna, como el de Nuestra Señora de Guadalupe, centro universal de peregrinos, atendidos muchos de ellos por la cocina de los monjes. Dice Pedro de Medina, en su obra  Libro de las Grandezas y Cosas Memorables de España, que “a la gente que aquí come da el monasterio ordinariamente cada día mil y quinientas raciones, sin otras muchas extraordinarias. Gástanse cada un año ordinariamente diez o doce mil fanegas de trigo; de vino, casi veinte mil arrobas; de carne, por lo menos seis o siete mil cabezas de todo ganado, es a saber: vacas, carneros y puercos, y sin esto, lo que se gasta de terneras, cabrillos, gallinas y otras aves no tiene cuento”.

De los monasterios entraban y salían, sin parar, cientos de venados, de jabalíes, de perdices, de conejos, de palomas torcaces, de gallinas, de arrobas de manteca, de confitura, de uvas largas...

Cabritos, calabacetes cándidos y no cándidos o azucarados, mazapanes, suplicaciones, naranjas, limones, limas, kilos de camuesas, turrones y mazapanes.

Y recordando, recordando, de monasterio en monasterio, o sin dejar la soleada Extremadura, la mayoría de los tratadistas cita a los frailes de San Jerónimo, en Yuste, no tan ricos y poderosos como los que mandaban en Guadalupe, pero inmortalizados y bendecidos con la llegada del emperador más poderoso de la Tierra, el César Carlos, comilón incansable de carnes y pescados, salazones y dulcerías múltiples que mandaban nobles y corregidores, monjas y obispos, embajadores y gentes sencillas del pueblo. Perejón dice que “Valladolid le regalaba sus pasteles de anguila, Zaragoza sus terneras, Ciudad Real su caza, Gama sus perdices, Denia sus salchichas, Cádiz sus anchoas, Sevilla sus ostras, Lisboa sus lenguados, Extremadura sus aceitunas, Toledo sus mazapanes y Guadalupe cuantos guisos inventaba la fértil fantasía de sus innumerables cocineros”. A la lejanía de Yuste llegaban “los más raros y exóticos manjares”, según nos cuenta el novelista  Pedro Antonio de Alarcón, y todo ello regado con vinos de la mejor calidad y licores que fabricaban, en silencio conventual, sabios monjes que rezaban a Cristo mientras contemplaban con arrobo los alambiques.

De las comilonas imperiales de la antigüedad se pasó, con mesura y cuidado, a unas comidas sencillas que, por lo general, eran los refrigerios de cada día en las santas casas. Las buenas comidas no estaban reñidas con la caridad y la oración, pero los calamitosos tiempos que llegaron después del Imperio y las normas estrictas de priores, o ciertos consejos de sabios monjes, como Jerónimo Feijoo desde su convento en la ciudad de Oviedo, dieron paso a otro tipo de alimentación, que va quedando reflejada en los libros o manuscritos de los siglos XVIII y XIX, hasta llegar a nuestros días, cuando se editan algunos tratados que hacen referencia a las sencillas cocinas monjiles; así,  La cocina de los monjes, de Luis San Valentín; o  Los dulces de las monjas. Un viaje a los conventos reposteros de Castilla y León, de María José Carbajo y Lola García G. Ochoa; o la monumental obra  — monumental por su formato —  de la Cocina monacal, de las hermanas clarisas, la orden religiosa que en la actualidad más se preocupa de los temas de gastronomía, con un prólogo de saludo de Juan María Arzak y Pedro Subijana.

Estos libros, entre otros muchos, dan cuenta cierta de lo que se guisa en la actualidad en los conventos. Es necesario diferenciar, de todas formas, dos clases de comidas monacales. En primer lugar, la comida normal, de todos los días, que se hace para la comunidad, que, por lo regular, es muy sencilla y poco complicada; y, en segundo lugar, la que se hace en días señalados para el convento o para regalar a distintas personas, benefactores o amigos de la casa, que suelen ser piezas de repostería. Precisamente en este apartado es donde se hacen algunas recetas que pueden llamarse monjiles, que siempre han sido muy apreciadas por la calidad de los ingredientes, el mucho cuidado que se pone en su fabricación, el mimo y el amor de unas mujeres apartadas del mundo, que tienen los ojos y el corazón en lo alto, y que algunas veces bajan de esas alturas de la oración para trabajar entre las ollas teresianas, donde también Dios les habla y donde la Virgen María, incluso, les puede dar alguna receta, como en la canción moderna de Carlos Cano “A la cena de las monjas”: “Dale que dale por la cocina / Y el torno rueda que rueda / Ave María / Dulces de calabaza que te da gloria bendita / Pastelillos de toronja y dulces de leche frita...”. Y el cantante sigue diciendo y recomendando los dulces pestiños, pues es Navidad, y que la Virgen se aparece en sueños a la superiora para darle una receta con agua, azúcar blanca, y al perol la calabaza... Y que con tres salves, un padre nuestro y la gracia de una mano se hace el milagro en la cocina después de soñarlo la madre superiora.

Es suficiente una canción, con una letra sencilla, para reflejar todo el mundo coquinario de un convento de monjas, de unos pastelillos que recuerdan la Navidad, de unos ingredientes, como la calabaza o la toronja, que se emplean con mucha frecuencia.

Muy lejanos quedan los festines pantagruélicos, con faisanes rellenos de mermeladas de ciruela o de manzana, con castañas salteadas de guarnición, los perniles cocidos en vino tinto y acompañado con uvas o aceitunas rebozadas, arrobas de dulcerías o gigantescas hogazas fabricadas con harina de Castilla, la mejor del mundo.

De las locuras imperiales se llegó a las corduras constitucionales, y los conventos, los castillos y los palacios dieron paso a la cultura de la cita madrileña, vieja y cuerda como viejo y cuerdo es el pueblo español. Y son de tener en cuenta los consejos de Juan de Altimiras, el sencillo frailecillo de Aragón, que nos dice que, “esto supuesto y notado, no es mí intento escribir modos  exquisitos de guisar, que para este fin ya hay muchos libros que dieron a luz cocineros monarcas, pero la execución de su doctrina es tan costosa como dictada por lengua de plata; en ésta suena más la lengua de oro de la caridad, ajustando el toque a personas por su instinto pobres; y sí ricas por la calamidad y la miseria de los tiempos tan apurados, que oír otro lenguaje en esta miseria seria disponerlos a conjurar al cocinero, como a mal nublado, y condenarlo a perpetuo silencio. Es decir con ingenuidad y sin presunción lo que alcanzan mis cortos talentos; y así pido a los inteligentes miren con buenos ojos esta obrilla, que sirve sólo para aprendices, y dexen la censura al infinito número de necios, que no será dificultoso que, como en otras cosas, den también aquí su cucharada; disimulen mis yerros, atendiendo únicamente al efecto con que me someto a su gusto”

Con humildad infinita y con paciencia de santo, Juan de Altimiras escribió una obra donde había  pocos “yerros” pero sí mucha y buena lección para lectores y cocineros que llegarían después de él. A lo largo de los dos últimos siglos la obra de Altimiras se editó muchas veces y pudo ser espejo de buena cocina y de alimentación sana y completa. Algunas de sus recetas, con otros nombres muchas veces, se citan en la carta de los mejores restaurantes o se copian en libros de cocina moderna. Nada es nuevo bajo el sol y las recetas que salieron de las cocinas conventuales, o los consejos que se daban las monjas en su huerto, separadas del mundo por altas tapias pero no aisladas del todo por el milagro del torno, permanecen en la actualidad y despiertan el interés de miles de personas. De los festines memorables del pasado gotearon, como perlas finas o doblones de oro, algunos saberes que nada tenían que ver con la glotonería, con la gula interminable de nobles o de reyes. Poco a poco se formó la culta cocina cristiana de Occidente que, manando desde Roma y pasando por papas, emperadores y conventos, se decantaría hasta nuestros días. Álvaro Cunqueiro nos recuerda que “la cocina de los papas de Aviñón es una de las grandes cocinas de la Cristiandad. Toda la ciencia culinaria romana se injertó en ella y fue aumentada con las salsas de la Provenza. Aquí conocieron los papas los vinos de Borgoña que bajan por el Ródano (Urbano VI prefería el de Châteauneuf; el Tetrarca aseguraba que este papa consideraba que eran cinco los elementos: tierra, fuego, aire, agua y vino de Châteauneuf). En Aviñón triunfaba una cocina de una nobleza y una solidez incomparables...

Sus santidades mantenían la afición romana a las salsas verdes, los pichones, las menestras y los pastelones; y aquí la ayudaron con las truchas, los mujeles, el jamón saboyano y los hortelanos, esos pájaros que en septiembre, en los campos de avena, son sabrosas bolitas grasas que estaban en la sartén llena de aceite”.

Y volando o caminando o por raro milagro, la sagrada cocina cristiana de Occidente permanece, se espiga en los libros del pasado y en las leyendas, siendo punto de partida  — y también de llegada  —   para redactar un texto, mejor o peor, que nos habla de ese arte tan singular, y tan necesario siempre, que se llama gastronomía.

Prólogo de Victor Alperi en el libro de Luis Sánchez Estrada "Cocina de los Conventos" ,España, pp.9-12. Digitalizacion, adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa.

https://stravaganzastravaganza.blogspot.com/2021/06/cocina-de-los-conventos.html

 

 

 

 

 

 


 

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