COCINA DE LOS CONVENTOS
DE VIEJOS MANUSCRITOS, MONJAS RENEGADAS,
OBISPOS ENFERMOS, SABIDURÍAS CENTENARIAS Y LICORES CON NOMBRE DE CRISTO
Muchas cosas encontrarás, amigo lector, en
esta cartilla, que por ventura te disonarán, por lo poco limado del estilo;
pero sobre ser necesarias para explicar la diversidad de las viandas y sus confecciones,
tienen excusa en tu prudencia y mi empleo. Si algo aprendieres en ella, da sólo
a Dios las gracias, que es Autor de todo lo bueno, disimula mis faltas y
atiende al fin de esta obrilla, que es la gloria de Dios e instruir al cocinero
poco experto, a cuyo fin observa las siguientes notas”. Estas palabras,
extraídas del prólogo que el fraile lego Juan de Altimiras puso a su obra
Nuevo arte de cocina, sacado de la
escuela de la experiencia económica, se pueden emplear en todos los tratados de
gastronomía, donde el fin principal es enseñar al que necesita de tales
conocimientos, sin olvidar de dar gracias a Dios, cosa muy de tener en cuenta
en tratados que hablan de conventos, monjas y frailes, obispos y misterios casi
sagrados; pues la cocina española, la de hoy y la de ayer, siempre tiene a Dios
entre las ollas, como decía Santa Teresa de Jesús, ilustre andariega que sabía
mucho de cocina al mismo tiempo que daba consejos a las novicias en la oración.
Andariego quiere ser este libro y meter sus
narices en las ollas de los conventos y monasterios que, en cierta medida,
pusieron sus gratos olores en los platos que en la actualidad disfrutamos.
La sabiduría coquinaria de monjas y frailes
es conocida del público, pero no del todo; olvidada muchas veces, sepultada en
viejos manuscritos que duermen el sueño de los justos en el fondo de una
biblioteca. Muy de tarde en tarde, y de forma milagrosa, aparece una vieja
libreta escrita por un cocinero religioso, allá por los siglos de los siglos, o
se habla y se cita una receta que estaba casi perdida y que un curioso, nunca
impertinente, nos entrega para gloria y placer de nuestras mesas.
Un sabio muy sabio, que se llamó y se llama
en el recuerdo Mariano Pardo de Figueroa y que se intituló “Doctor Thebussem”,
puso el dedo en la llaga de estos temas tan sabrosos y funda una verdadera
escuela, que comenzó a mirar por un lado y por otro, tratando de descubrir
libritos, recetarios, manuscritos o cosas parecidas, para obtener buenas
recetas de ellos y engrandecer a toda la cocina. El mismo decía que “la cocina
española de hoy necesita y reclama el auxilio de la exposición y de la
pluma para caminar con holgura y con desembarazo, para que se respeten algunas
tradiciones y salsamentos de su limpia y brillante historia, y para hacerse
digna de los que invocan su auxilio y su ciencia, que son todos los miembros de
la sociedad, desde el cocinero hasta el rey”. Uno de sus mejores discípulos,
Dionisio Pérez, que en honor al maestro se quiso llamar “Post Thebussem”, declaró que “por puro placer de revisión
histórica, por puro amor de restaurar la justicia, debiera España, aparte
aquellas miras egoístas, reconstituir la historia de su cocina, probando así la
originalidad y nobleza de las numerosas familias que constituyen su reino; estirpes
no menos gloriosas que las que constituyen la cocina francesa antigua”. Y es
precisamente Dionisio Pérez, en su Guía
del Buen Comer Español , el que habla de los tratados que se escribían en
los conventos españoles; así, el Libro de Cocinación , “que
usaban los cocineros de la orden de capuchinos de la provincia de Andalucía,
una de cuyas copias manuscritas, fechada en 1740, ha sido encontrada por el
laborioso archivero don Rafael Picardo, en la biblioteca de la Facultad de
Medicina de Cádiz”, y en otro lugar, al citar El libro de Alcántara,
declara que “no sólo en los conventos de frailes y monjas había completísimos
recetarios manuscritos de cocina y dulcería regionales, sino en todas las casas
de medianos abastecimientos. Del recetario del convento de Alcántara — la
mejor presa y el mejor trofeo de aquella guerra, se le ha llamado —
algunas recetas han conservado su nombre español de origen... Así ocurrió
también, seguramente, con otros muchos recetarios que salieron de España en las
mochilas de los soldados franceses”.
Precisamente sobre este famoso manuscrito, de
cuya autenticidad dudan algunos tratadistas, escribe Dionisio Pérez, glosando
la historia de los importantes monasterios de Extremadura, como el de Yuste,
donde se retiró al final de su vida el emperador Carlos V, el de Alcántara y el
de Guadalupe: “Fueron ricos y poderosos estos monasterios. El primero, de
monjes benitos, residencia de la orden de Alcántara, ha vencido con las recetas
de su cocina al tiempo y a la guerra, y, mientras sus bóvedas se hundían, sus muros
se resquebrajaban, sus obras de arte eran destruidas o robadas, su modo de
guisar perdices y faisanes, y de aderezar el bacalao y su hígado de pato
o foie-gras y sus trufas han pasado la frontera, se han incorporado a la
llamada cocina francesa, que, no pudiendo, como se verá, disimular su origen,
ha preceptuado su título, y hacen repetir y glorificar el nombre de Alcántara
en los mejores recetarios galos. (Véase Le guide culinaire, de Escoffier, el
más autorizado preceptista de Francia. Recoge las recetas de “Faisán à la mode
d‟Alcántara”, “Bécasse à la mode d‟Alcántara” y “Perdreauà la mode d‟Alcántara”). En 1807, al comienzo de la
campaña de Portugal, la biblioteca de este convento fue saqueada por los
soldados de Napoleón, bajo el mando del general Junot, utilizandolos preciosos
manuscritos que allí se conservaban en la preparación de cartuchos fusileros.
Entre estos manuscritos un comisario de guerra encontró el recetario de cocina,
donde todos los frailes que desde hacía siglos habían estado encargados del
sustento del convento fueron escribiendo las recetas de los guisos que
aprendían de las cocineras de la comarca o que inventaban ellos mismos. Fue a
parar este recetario a manos del general, quien lo envió a su esposa, Laura,
que aún ostentaba el título de duquesa de Abrantes que conquistara en aquella
campaña su marido. Divulgó ella este recetario en París y recogió en sus
Memorias alguna parte. “Fue el mejor trofeo, la única cosa ventajosa que logró
Francia de aquella guerra”, dice el maestro Escoffier”.
Según Dionisio Pérez, del
recetario famoso y “fantasmal” proceden los platos citados de faisán, perdiz,
becadas o chochas, pastel de hígado de pato, un guiso de bacalao y el empleo de
la trufa, con la misma maestría que en el Languedoc o en la Gascuna.
En una preciosa edición
de El cocinero Religioso, de
Antonio Salsete, con introducción, transcripción y notas de Víctor Manuel
Sarobe Pueyo, escribe este estudioso que “cinco son, que yo sepa, los
libros de cocina de los que tenemos noticia pertenecientes a otras tantas
órdenes religiosas españolas, sin contar, claro está, con los recetarios de
postres y dulces de las religiosas”.
Entre ellos están los
siguientes: Común modo de guisar que observaban en las casas y colegios de los
padres jesuitas de la Compañía de Jesús, Nuevo arte de cocina, sacado de la
escuela de la experiencia económica, de Juan de Altimiras, franciscano de la
provincia religiosa de Aragón, uno de los libros más populares de toda la
bibliografía gastronómica española, y Apuntes de cocina, para uso de los
hermanos carmelitas descalzos, de fray G. de la V. del Carmen. Víctor Manuel Sarobe
Pueyo no pone en la lista, pues es el estudioso de la obra, El cocinero
religioso instruido en aprestar las comidas de carne, pescado, yerbas y potajes
a su comunidad, escrito por el lego Antonio Salsete (seudónimo) a finales del
siglo XVII o principios del XVIII, “a caballo — según Sarobe
— entre los libros de cocina de Martínez Montiño (1611) y Juan de
Altimiras (1745), cuyas reimpresiones han llegado casi hasta nuestro siglo”.
Libros olvidados y libros
recordados, con recetas que llenan nuestras cocinas de santos y viejos olores;
recetas que pasaron las fronteras de España, más allá de los conventos, y que
se desparramaron por todo el mundo. Alvaro Cunqueiro dice que “Lisboa queda al
sur de Compostela".
El convento benito de
Alcántara le envió las grandes recetas de antaño Tajo abajo...”. Y por
los ríos, por tierra en antiguas calesas o modernos ferrocarriles, por
aire y por mar viajaron los manuscritos que estaban olvidados, para alegría y
placer de los amantes de la buena mesa.
Llegados a este momento
necesitamos dejar a un lado los manuscritos conventuales y citar algunas
leyendas, incluido el Santo Oficio, como nos recuerda Álvaro Cunqueiro: “Todo
lo coquinario y vinícola llega un momento en que tiene un aire sacro y el alma
ha de recogerse toda en lo que Paracelso llamaba "la cámara
olfativa", que fue lo que sirvió al Santo Oficio para decir dónde
había, o no, "olor de santidad", que es una mezcla de membrillo y
rosa, muy delicada. Y, desde esa estancia, dirigirse al condumio y al caldo
silenciosa y sosegadamente. El silencio es de absoluta necesidad a la hora del
almuerzo y el alma pacificante hace que la memoria olvide iras y agravios
Comer en silencio como
los curas, dice un refrán popular; y es cosa cierta que el silencio ayuda a
saborear mejor las viandas y que los frailes de lejanos tiempos, muy en
particular los trapenses, los que legaron a la posteridad la maravilla de sus
recetas, tomasen el grande o sencillo condumio muy calladamente. Un obispo de
Mondoñedo, delicado, transido en oraciones y ayunos, acaso no tendría fuerzas
para dar las gracias a las monjitas que le regalaban con una suntuosa tarta de
“tres pasteles distintos y un solo sabor verdadero”, y entre suspiro y suspiro,
oración y oración, sólo tomase un bocado de un preparado que tenía entre sus
ingredientes el cabello de ángel, pues es cosa sabida, y se puede apreciar a lo
largo de este libro, que el cabello de ángel es muy frecuente en recetas
monjiles.
En silencio, y en una noche
fría de duro invierno, saldría la monja renegada del convento de Astorga para
entregar al pueblo la receta inmortal de las inmortales mantecadas, que dieron
fama para siempre a la ciudad obispal y riqueza a muchas familias que
comenzaron a comercializar el producto conventual.
Los grandes monasterios del
pasado disponían de tierras, ganado y una influencia cultural muy grande; los
saberes, antes de la fundación de las universidades de Alcalá o de Salamanca,
estaban depositados en los conventos y en sus importantes bibliotecas. Al lado
del convento de Alcántara, en las tierras extremeñas, de caudalosa cocina nunca
bien ponderada, estaban otros cenobios de parecida o superior fortuna, como el
de Nuestra Señora de Guadalupe, centro universal de peregrinos, atendidos
muchos de ellos por la cocina de los monjes. Dice Pedro de Medina, en su
obra Libro de las Grandezas y
Cosas Memorables de España, que “a la gente que aquí come da el monasterio
ordinariamente cada día mil y quinientas raciones, sin otras muchas
extraordinarias. Gástanse cada un año ordinariamente diez o doce mil fanegas de
trigo; de vino, casi veinte mil arrobas; de carne, por lo menos seis o siete
mil cabezas de todo ganado, es a saber: vacas, carneros y puercos, y sin esto,
lo que se gasta de terneras, cabrillos, gallinas y otras aves no tiene cuento”.
De los monasterios entraban y
salían, sin parar, cientos de venados, de jabalíes, de perdices, de conejos, de
palomas torcaces, de gallinas, de arrobas de manteca, de confitura, de uvas
largas...
Cabritos, calabacetes cándidos
y no cándidos o azucarados, mazapanes, suplicaciones, naranjas, limones, limas,
kilos de camuesas, turrones y mazapanes.
Y recordando, recordando, de
monasterio en monasterio, o sin dejar la soleada Extremadura, la mayoría de los
tratadistas cita a los frailes de San Jerónimo, en Yuste, no tan ricos y
poderosos como los que mandaban en Guadalupe, pero inmortalizados y bendecidos
con la llegada del emperador más poderoso de la Tierra, el César Carlos,
comilón incansable de carnes y pescados, salazones y dulcerías múltiples que
mandaban nobles y corregidores, monjas y obispos, embajadores y gentes
sencillas del pueblo. Perejón dice que “Valladolid le regalaba sus pasteles de
anguila, Zaragoza sus terneras, Ciudad Real su caza, Gama sus perdices, Denia
sus salchichas, Cádiz sus anchoas, Sevilla sus ostras, Lisboa sus lenguados,
Extremadura sus aceitunas, Toledo sus mazapanes y Guadalupe cuantos guisos
inventaba la fértil fantasía de sus innumerables cocineros”. A la lejanía de
Yuste llegaban “los más raros y exóticos manjares”, según nos cuenta el
novelista Pedro Antonio de Alarcón, y todo ello regado con vinos de la
mejor calidad y licores que fabricaban, en silencio conventual, sabios monjes
que rezaban a Cristo mientras contemplaban con arrobo los alambiques.
De las comilonas imperiales de
la antigüedad se pasó, con mesura y cuidado, a unas comidas sencillas que, por
lo general, eran los refrigerios de cada día en las santas casas. Las buenas
comidas no estaban reñidas con la caridad y la oración, pero los calamitosos
tiempos que llegaron después del Imperio y las normas estrictas de priores, o
ciertos consejos de sabios monjes, como Jerónimo Feijoo desde su convento en la
ciudad de Oviedo, dieron paso a otro tipo de alimentación, que va quedando
reflejada en los libros o manuscritos de los siglos XVIII y XIX, hasta llegar a
nuestros días, cuando se editan algunos tratados que hacen referencia a las
sencillas cocinas monjiles; así, La
cocina de los monjes, de Luis San Valentín; o Los dulces de las monjas. Un
viaje a los conventos reposteros de Castilla y León, de María José Carbajo
y Lola García G. Ochoa; o la monumental obra — monumental por su formato
— de la Cocina monacal, de las
hermanas clarisas, la orden religiosa que en la actualidad más se preocupa de
los temas de gastronomía, con un prólogo de saludo de Juan María Arzak y Pedro
Subijana.
Estos libros, entre otros
muchos, dan cuenta cierta de lo que se guisa en la actualidad en los conventos.
Es necesario diferenciar, de todas formas, dos clases de comidas monacales. En
primer lugar, la comida normal, de todos los días, que se hace para la
comunidad, que, por lo regular, es muy sencilla y poco complicada; y, en segundo
lugar, la que se hace en días señalados para el convento o para regalar a
distintas personas, benefactores o amigos de la casa, que suelen ser piezas de
repostería. Precisamente en este apartado es donde se hacen algunas recetas que
pueden llamarse monjiles, que siempre han sido muy apreciadas por la calidad de
los ingredientes, el mucho cuidado que se pone en su fabricación, el mimo y el
amor de unas mujeres apartadas del mundo, que tienen los ojos y el corazón en
lo alto, y que algunas veces bajan de esas alturas de la oración para trabajar
entre las ollas teresianas, donde también Dios les habla y donde la Virgen
María, incluso, les puede dar alguna receta, como en la canción moderna de
Carlos Cano “A la cena de las monjas”: “Dale que dale por la cocina / Y el
torno rueda que rueda / Ave María / Dulces de calabaza que te da gloria bendita
/ Pastelillos de toronja y dulces de leche frita...”. Y el cantante sigue
diciendo y recomendando los dulces pestiños, pues es Navidad, y que la Virgen
se aparece en sueños a la superiora para darle una receta con agua, azúcar
blanca, y al perol la calabaza... Y que con tres salves, un padre nuestro y la
gracia de una mano se hace el milagro en la cocina después de soñarlo la madre
superiora.
Es suficiente una canción, con
una letra sencilla, para reflejar todo el mundo coquinario de un convento de
monjas, de unos pastelillos que recuerdan la Navidad, de unos ingredientes,
como la calabaza o la toronja, que se emplean con mucha frecuencia.
Muy lejanos quedan los festines
pantagruélicos, con faisanes rellenos de mermeladas de ciruela o de manzana,
con castañas salteadas de guarnición, los perniles cocidos en vino tinto y
acompañado con uvas o aceitunas rebozadas, arrobas de dulcerías o gigantescas
hogazas fabricadas con harina de Castilla, la mejor del mundo.
De las locuras imperiales se
llegó a las corduras constitucionales, y los conventos, los castillos y los
palacios dieron paso a la cultura de la cita madrileña, vieja y cuerda como
viejo y cuerdo es el pueblo español. Y son de tener en cuenta los consejos de
Juan de Altimiras, el sencillo frailecillo de Aragón, que nos dice que, “esto
supuesto y notado, no es mí intento escribir modos exquisitos de guisar,
que para este fin ya hay muchos libros que dieron a luz cocineros monarcas,
pero la execución de su doctrina es tan costosa como dictada por lengua de
plata; en ésta suena más la lengua de oro de la caridad, ajustando el toque a
personas por su instinto pobres; y sí ricas por la calamidad y la miseria de
los tiempos tan apurados, que oír otro lenguaje en esta miseria seria
disponerlos a conjurar al cocinero, como a mal nublado, y condenarlo a perpetuo
silencio. Es decir con ingenuidad y sin presunción lo que alcanzan mis cortos
talentos; y así pido a los inteligentes miren con buenos ojos esta obrilla, que
sirve sólo para aprendices, y dexen la censura al infinito número de necios,
que no será dificultoso que, como en otras cosas, den también aquí su
cucharada; disimulen mis yerros, atendiendo únicamente al efecto con que me
someto a su gusto”
Con humildad infinita y con
paciencia de santo, Juan de Altimiras escribió una obra donde había pocos
“yerros” pero sí mucha y buena lección para lectores y cocineros que llegarían
después de él. A lo largo de los dos últimos siglos la obra de Altimiras se
editó muchas veces y pudo ser espejo de buena cocina y de alimentación sana y
completa. Algunas de sus recetas, con otros nombres muchas veces, se citan en
la carta de los mejores restaurantes o se copian en libros de cocina moderna.
Nada es nuevo bajo el sol y las recetas que salieron de las cocinas
conventuales, o los consejos que se daban las monjas en su huerto, separadas
del mundo por altas tapias pero no aisladas del todo por el milagro del torno,
permanecen en la actualidad y despiertan el interés de miles de personas. De
los festines memorables del pasado gotearon, como perlas finas o doblones de
oro, algunos saberes que nada tenían que ver con la glotonería, con la gula
interminable de nobles o de reyes. Poco a poco se formó la culta cocina
cristiana de Occidente que, manando desde Roma y pasando por papas, emperadores
y conventos, se decantaría hasta nuestros días. Álvaro Cunqueiro nos recuerda
que “la cocina de los papas de Aviñón es una de las grandes cocinas de la Cristiandad.
Toda la ciencia culinaria romana se injertó en ella y fue aumentada con las
salsas de la Provenza. Aquí conocieron los papas los vinos de Borgoña que bajan
por el Ródano (Urbano VI prefería el de Châteauneuf; el Tetrarca aseguraba que
este papa consideraba que eran cinco los elementos: tierra, fuego, aire, agua y
vino de Châteauneuf). En Aviñón triunfaba una cocina de una nobleza y una
solidez incomparables...
Sus santidades mantenían la
afición romana a las salsas verdes, los pichones, las menestras y los
pastelones; y aquí la ayudaron con las truchas, los mujeles, el jamón saboyano
y los hortelanos, esos pájaros que en septiembre, en los campos de avena, son
sabrosas bolitas grasas que estaban en la sartén llena de aceite”.
Y volando o caminando o por
raro milagro, la sagrada cocina cristiana de Occidente permanece, se espiga en
los libros del pasado y en las leyendas, siendo punto de partida — y
también de llegada — para redactar un texto, mejor o peor,
que nos habla de ese arte tan singular, y tan necesario siempre, que se llama
gastronomía.
Prólogo de Victor Alperi en el libro de Luis
Sánchez Estrada "Cocina de los Conventos" ,España, pp.9-12.
Digitalizacion, adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por
Leopoldo Costa.
https://stravaganzastravaganza.blogspot.com/2021/06/cocina-de-los-conventos.html
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