martes, 16 de abril de 2024

 

EL FRENTE Y SUS VIOLENCIAS. PRAXIS DE CONQUISTA Y
OCUPACIÓN REBELDES EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA (1936-1939)

https://e1.portalacademico.cch.unam.mx/alumno/historiauniversal2/unidad2/regimenes_totalitarios/guerra_civil_espanola

 

El objetivo del presente artículo es analizar las políticas y prácticas de violencia, conquista y ocupación desplegadas por el ejército sublevado en el espacio del frente durante la Guerra Civil española, relacionándolas con los objetivos y necesidades político-militares del bando rebelde. Analizando directivas de conducta y ocupación circuladas durante toda la guerra y testimonios de combatientes, se planteará primeramente el concepto de «necesidad militar» como una herramienta clave para entender los altos niveles de violencia implementados por las columnas durante el verano-otoño de 1936. En segundo lugar, se analizará cómo la evolución del conflicto en una guerra formal de signo progresivamente favorable a los insurgentes transformó el modo en el que se empleó la violencia en el frente. Y en tercero, se abordará el desarrollo de estos procesos en las praxis de los combatientes. En última instancia, mi propósito es subrayar la necesidad de incorporar el espacio del frente y sus dinámicas a la ecuación explicativa de la violencia y la represión franquistas.

En los últimos años, la introducción de los paradigmas de la denominada «nueva historia militar» ha conducido a una importante renovación de los estudios sobre la Guerra Civil española[1]. Entre otros aspectos, parte de los trabajos surgidos al calor de dicha renovación han buscado adentrarse en las formas, tempos y lógicas de las políticas de conquista y ocupación desplegadas por el ejército rebelde durante y tras la Guerra Civil. Ya contábamos con estudios previos que abordaban esta cuestión, aunque con una clara circunscripción cronológica: las campañas del verano-otoño de 1936, donde se concentró una parte significativa de los asesinatos cometidos durante toda la guerra, reflejo de que la dimensión político-social ha sido la principal dominadora de los análisis en torno a la violencia sublevada, en detrimento del examen de las lógicas y dimensiones puramente militares del conflicto[2]. De este modo, los estudios sobre las políticas de conquista y ocupación durante la Guerra Civil adolecen de una falta de comprensión en la larga duración del conflicto, atendiendo a sus intensidades y modulaciones, pero también en relación con espacios más allá de las retaguardias[3]. Un vacío que ha comenzado a ser cubierto por trabajos que han ido abordando esta «guerra de ocupación» a partir de aspectos como los mecanismos de clasificación, las formas de colaboración y depuración, o la construcción del orden público en los escenarios urbanos ocupados[4].

Sin embargo, queda todavía por entender cómo estas políticas respondieron a las diversas contingencias por las que atravesó el conflicto, en un espacio y momento concretos: el frente y la conquista de poblaciones. Así, el objetivo del presente artículo es analizar cómo se definieron las políticas de violencia bélica desplegadas por el ejército sublevado y la evolución de sus prácticas de conquista y ocupación, situando ese espacio del frente como un elemento central. Se combinan, pues, un enfoque cronológico —la evolución de la violencia bélica durante toda la guerra— y espacial-contextual —el frente y la conquista y ocupación de poblaciones— no planteados hasta ahora, articulados mediante el análisis conjunto de seis elementos: las directivas emitidas por el ejército sublevado que reglaban las ocupaciones y la conducta de las tropas; los objetivos político-militares subyacentes a los grandes planes de conquista territorial elaborados por sus altos mandos; las prácticas de violencia desplegadas por las unidades sobre el terreno; la tolerancia de oficiales y suboficiales hacia el comportamiento de sus soldados; los contextos específicos que posibilitaban la comisión de excesos; y la actitud y agencia de los combatientes. Para ello, se diseccionará el corpus de órdenes de conquista y ocupación generadas por el ejército rebelde. Este enfoque cenital se completará mediante el estudio de las dinámicas de violencia a ras de suelo a través, principalmente, de los testimonios de los combatientes. Unas fuentes que, aun siendo problemáticas por su naturaleza subjetiva, no dejan de ser instrumentos válidos de análisis en tanto que «artefactos culturales» capaces de reflejar cómo estos soldados experimentaron la guerra y sus violencias[5]. De este modo, sostengo la idea de que, a lo largo de las diferentes fases de la contienda, el ejército rebelde instrumentalizó y moduló el grado de violencia de sus prácticas de conquista y ocupación en función de sus objetivos políticos.

Considerando lo anterior, es preciso definir qué entiendo por «frente», y aclarar las diferencias entre «conquista» y «ocupación». El frente representa no solo la línea de contacto entre ambos ejércitos, sino toda el área que engloba el despliegue de las unidades de primera línea, sus servicios y reservas. Este fue el espacio de encuentro inicial entre las tropas sublevadas y la población civil de las localidades que iban siendo conquistadas; lo cual, considerando el carácter «contra el civil» de la guerra de 1936-1939, lo sitúa como un termómetro perfecto para medir la intensidad y dirección de las violencias rebelde[6]. Por otro lado, conquista refiere al momento y proceso de asalto o entrada de las tropas en los diversos pueblos y ciudades, cuando se produce la primera toma de contacto entre militares y civiles y se ponen en marcha las primeras políticas de violencia; mientras que ocupación tiene una dimensión más extendida en el tiempo, consistente en el dominio militar de un territorio y la aplicación de políticas excepcionales dirigidas a controlarlo hasta que se produce el traspaso de poderes a una administración civil y la retirada del grueso de las tropas[7]. No obstante, conviene precisar que, aunque emplearé la definición clásica de ocupación, esta se construye sobre ejemplos de guerras interestatales, siendo todavía las ocupaciones en guerras civiles un campo carente de concreción conceptual. Así pues, el análisis de las políticas de violencia desplegadas por el ejército rebelde tendrá en el frente —concretamente en los frentes más activos— y la conquista sus principales escenarios.

EXTERMINIO Y NECESIDAD MILITAR. LAS DOS LÓGICAS DE LA VIOLENCIA DEL VERANO-OTOÑO DE 1936

El frente de la Guerra Civil es un contexto clave para comprender qué función cumplieron la violencia bélica y las políticas de control territorial en el proceso constructivo del franquismo. La historiografía que ha abordado las violencias en la contienda de 1936-1939 ya ha apuntado la relación existente entre «el tipo de guerra o warfare que predomina en cada conflicto civil y el alcance de las prácticas represivas que alberga», siendo la multidireccionalidad, la provisionalidad y la irregularidad impulsores claros de dichas violencias en el frente de batalla[8]. Estos elementos fueron los que definieron el escenario en el que se movió el conflicto en su primera fase. El fracaso del golpe y la necesidad de supervivencia de sus partidarios generaron dos realidades que se combinaron en mayor o menor medida en los diversos territorios en los que triunfó —total o parcialmente— la rebelión: por un lado, la fragmentación del poder creó un escenario propicio para la aparición de actores armados que tuvieron un margen de maniobra variable en la implementación de las políticas de violencia, respondiendo a los particulares escenarios derivados de la geografía de control territorial con los que lidiaron. Más allá del carácter improvisado de muchas de las columnas que operaron radialmente desde los principales núcleos de población, no se trató de ejecutores de una violencia «espontánea» e «incontrolada», sino de los agentes sobre el terreno de una limpieza político-social masiva que tuvo en la contingencia un marcado factor multiplicador[9].

Por otro lado, la inexistencia de frentes definidos durante las primeras semanas acrecentó la sensación de cerco de los partidarios de la insurrección, quienes percibieron el escenario en el que se movían como potencialmente, si no ya, revolucionario. Dicha percepción alimentó una violencia preventiva que cumplía la doble función de asegurar el territorio, especialmente las retaguardias, y poner en marcha el proyecto insurgente de exterminio. Esta última cuestión permite enlazar con un tercer elemento, manifestado particularmente en el frente sur pero reflejado también en varias latitudes de la zona norte sublevada. A la necesidad de control territorial y supresión de cualquier posibilidad de resistencia, y a la creencia en la idoneidad de la eliminación física del enemigo republicano, se añadía una exigencia puramente militar: la ecuación que correlacionaba la extensión del frente y la retaguardia con el número de efectivos disponibles y el objetivo de alcanzar cuanto antes Madrid, que solo podía despejarse mediante el recurso a una violencia preventiva, masiva y brutal capaz de alcanzar unos niveles y cifras acordes a los retos que afrontaban sus ejecutores.

Por ende, para entender por qué el grueso de los asesinatos rebeldes se produjo en los primeros seis meses del conflicto, no podemos dejar de considerar la confluencia de estos tres factores y el papel jugado por el escenario bélico al que se enfrentaron las columnas que avanzaban sobre Madrid en el verano-otoño de 1936. Es decir, que la conquista y ocupación de poblaciones se tornan en marcos de análisis clave comprender los ritmos y tiempos de despliegue del proyecto de violencia sublevado. El fracaso del golpe convirtió a la capital en un enclave decisivo, ya que su conquista tenía el potencial de asestar un golpe devastador a la capacidad de supervivencia republicana. Esto hubiera abierto la puerta a acabar la guerra en el menor tiempo posible, una idea que siempre estuvo presente en cómo los generales rebeldes plantearon el conflicto[10]. Su principal objetivo era llegar rápidamente a Madrid, teniendo que cubrir una distancia de casi 500 kilómetros en línea recta desde Cádiz; una tarea muy costosa a la que sumar el desequilibrio existente entre el limitado número de tropas a su disposición y la considerable cantidad de terreno que, de una forma u otra, tenían que controlar en su camino hacia la capital, en el cual operaban agrupaciones republicanas con una nada desdeñable movilidad.

Esta situación creó un marco propiciatorio para el empleo de una violencia masiva por parte de las fuerzas insurgentes, en la que convergieron los dos objetivos esenciales de la sublevación en este momento: tomar cuanto antes Madrid y llevar a cabo la necesaria limpieza del «cuerpo enfermo» de la patria. Así, en esta primera fase de la contienda, desde julio hasta el fracaso del asalto frontal sobre la capital a finales de noviembre, las necesidades políticas y militares confluyeron en torno a una violencia de máximos. La naturaleza preventiva y masiva de la violencia político-social estaba en perfecta sintonía con la necesidad que tenían las columnas de evitar la articulación de resistencias —percibidas, potenciales o reales— en las retaguardias que ralentizasen la «urgente» marcha hacia la capital, lo que se resolvió infundiendo un terror paralizante entre la población de las áreas que iban conquistando[11].

El frente sur fue el escenario donde estas lógicas se plasmaron en su máxima expresión, aunque en el norte también hubo episodios que discurrieron por cauces similares. La Ribera Navarra fue considerada un «objetivo militar prioritario» para asegurar las comunicaciones entre dos núcleos clave como Logroño y Zaragoza, relevancia que contribuye a explicar la virulencia que caracterizó a la limpieza política en la zona[12]. Algo similar sucedió en Almudévar, localidad aragonesa situada en la carretera Zaragoza-Huesca y conquistada el 29 de julio. La precaria situación del frente aragonés la convertía en un enclave esencial de la línea defensiva. La columna encargada de tomarlo se empleó con especial dureza: 3.000 cartuchos, 12 granadas de mortero, 70 cartuchos de proyección y 70 detonadores para un saldo de 30 enemigos muertos por dos insurgentes heridos[13]. No obstante, el hecho de que el plan rebelde derivado de la particular geografía del fallido golpe pasase por unas fuerzas del norte, de menor entidad, a la espera de la llegada de las columnas «africanas», alejó los combates más importantes de este teatro bélico, lo cual incidió en cómo se implementaron las políticas de conquista. Esto queda evidenciado en los diarios de operaciones de las columnas del norte, donde la mayoría de los enfrentamientos anotados suelen arrojar cifras de muertos similares en ambos bandos, a diferencia de lo que sucede con los partes de operaciones de las columnas que avanzaban desde Andalucía[14].

La confluencia de ese doble objetivo militar y político en torno a una violencia de máximos en esta primera fase de la guerra quedó plasmada en las directivas de operaciones y ocupación emitidas por los generales rebeldes, fundamentalmente por Queipo de Llano y Franco en el sur. El 31 de julio, el primero enviaba unas órdenes a las columnas que venían a reforzar las disposiciones del bando de guerra publicado dos semanas antes. Estas señalaban que se «extremará la energía en la represión, sobre todo en aquellos individuos que se consideren peligrosos de acción». El lenguaje, pretendidamente amplio y sujeto a la interpretación, confería bastante autonomía a los jefes de columna para aplicar una violencia masiva, al ser ellos quienes debían «considerar» quiénes eran los «peligrosos de acción». Así podía quebrarse rápidamente cualquier resistencia, dejando una profunda huella de terror en una población que, a falta de efectivos suficientes, debía ser controlada y sometida por el miedo. Además, esto se reforzaba con diversas medidas destinadas a liberar a las tropas de la costosa, en términos de tiempo, tarea de ocupar y «limpiar» las poblaciones que se iban conquistado, al decretarse la rápida formación de gobiernos locales provisionales y retenes armados, o recurriendo a la Guardia Civil como fuerza clave de la segunda línea[15].

Las órdenes dadas a las columnas sirvieron como un instrumento de definición de los marcos de aplicabilidad de la violencia bélica y de identificación contingente y sobre el terreno del enemigo, todo ello enfocado al exterminio de la anti-España. Pero, también, como un mecanismo de consecución del otro gran objetivo rebelde en ese momento de la guerra: el militar de alcanzar cuanto antes Madrid. Solo de ese modo podemos entender la aparente paradoja que planteaban las instrucciones recibidas por las columnas el 11 de agosto ante la inminencia del asalto a Badajoz, llevado a cabo 3 días después por las columnas Asensio y Castejón. Ya fuera por evitar que la violencia se descontrolase y afectase a partidarios de la sublevación, por mantener la disciplina de la tropa o por evitar que las columnas perdiesen más tiempo del necesario en el castigo a la ciudad —comprometiendo así la llegada a Madrid—, las instrucciones amenazaban con castigar «severamente» cualquier «acto de crueldad» que se cometiera en la ciudad, haciendo responsables tanto a los autores como a sus mandos[16]. Sin embargo, la toma de Badajoz discurrió por un camino radicalmente opuesto al teóricamente definido por las instrucciones: las ejecuciones, violaciones y saqueos alcanzaron cifras muy abultadas, y ni los mandos ni los soldados que conformaban las columnas fueron «severamente» castigados[17]. Al contrario, Badajoz pasó a convertirse en el epítome del avance hacia la capital. Y es que las instrucciones habían cumplido plenamente su función: los «actos de crueldad» a castigar «severamente» no incluían, en ningún caso, aquellas violencias dirigidas contra quienes habían sido expulsados, y había que extirpar, del seno de la comunidad nacional, esos indeterminados y ambiguos «peligrosos de acción» definidos unos días antes.

De este modo, a lo largo del verano-otoño de 1936, el comportamiento de las columnas respondió al esquema de máximos trazado por las instrucciones recibidas. En aquellas localidades donde los republicanos ofrecieron resistencia, esta fue vencida mediante métodos expeditivos como «incendiar sectores del pueblo», un sistema rápido y efectivo que permitía avanzar velozmente y, simultáneamente, aterrorizar a los pueblos circundantes. Así sucedió a comienzos de agosto con la localidad de Villagarcía de la Torre, que ante el «castigo» sufrido por la vecina Llerena «mandó emisario para someterse»[18]. No obstante, el terror preventivo no necesitó de oposición armada alguna para activarse, sino que era per se el instrumento predilecto de guerra, control territorial y limpieza política. Como relataba el cronista Manuel Sánchez del Arco, la columna Castejón no encontró resistencia en los pueblos sevillanos de Casariche y Herrera a finales de julio, lo que no impidió que se incendiasen «las casas de los comunistas», haciéndose además «la debida selección de los culpables» entre los miembros del comité local capturados[19].

Para maximizar la eficiencia militar de ese terror preventivo, el ejército rebelde recurrió a dos procedimientos que se demostrarían fundamentales en este momento de la contienda. Por una parte, como ya mencionaba, las ambiguas órdenes confirieron a los jefes de las columnas un importante grado autonomía en la toma de decisiones sobre el terreno, lo cual les permitía responder más eficientemente a los distintos escenarios de necesidad que planteaba el frente, incrementándose así la rapidez con la que podían operar las unidades. Por otra, se recurrió a las milicias y fuerzas de segunda línea para realizar el grueso de la limpieza política, una práctica vigente desde el inicio de la sublevación en toda la geografía rebelde. En los días previos a la conquista de Badajoz, los comandantes Antonio Castejón y Carlos Asensio enviaron a retaguardia sendas solicitudes de falangistas y requetés «aptos para registros, detenciones, requisa de vehículos y persecución de personal huido». La correlación con el apremiante objetivo de alcanzar la capital se evidenció particularmente en casos como el de Almendralejo, tomada entre el 7 y el 15 de agosto. «Por la gran población que tiene y por lo levantisco de los muchos elementos de izquierda que existen», Asensio solicitó la presencia «con toda urgencia elementos de la Guardia Civil, requetés o algo similar, para que la operación de desarme, depuración, etc. quede a su cargo, mientras la columna continúa». Todo ello con un fin explícito: «evitar estas detenciones», aludiendo al valioso tiempo que sus hombres habían perdido en el avance hacia Madrid[20]. Esto evidencia la total sintonía existente en ese momento entre los dos objetivos de la sublevación, el militar y el político, que se movían en una lógica de violencia de máximos contra un enemigo deshumanizado al que había que eliminar, un frente que debía avanzar a marchas forzadas y una retaguardia percibida como un espacio hostil solo controlable mediante el despliegue de un terror masivo y paralizante. En este contexto, el coste en tiempo y recursos de aplicar una violencia más selectiva, como sucedería posteriormente, era contraproducente para las necesidades de los insurgentes[21]. No en vano, las descripciones de los encuentros entre fuerzas rebeldes y republicanas en el frente sur, extraídas de los informes de operaciones y los relatos de combatientes y cronistas de guerra, ofrecen un panorama muy revelador en este sentido, debido al enorme desequilibrio entre las bajas de unos y otros[22]. Esto apunta a unas prácticas de guerra sin cuartel contra combatientes, prisioneros capturados y civiles, un patrón que luego repetirían las estrategias de lucha antipartisana de los fascismos en guerra[23].

Sin embargo, el despliegue de esa violencia de máximos tenía también sus desventajas. La probable ejecución inmediata de los combatientes capturados o de los huidos que regresaban para entregarse podía terminar desactivando parcialmente la función del terror como mecanismo de control de las retaguardias, una vez superado ese primer momento de parálisis producido por el impacto y la escala de la violencia. Volvamos nuevamente al caso de Badajoz, episodio paradigmático de las dinámicas de conquista, ocupación y castigo de la fase inicial de la contienda. La concienzuda eliminación de enemigos, que alcanzó los varios miles de víctimas, respondía a los patrones que definieron las políticas y prácticas de la violencia rebelde durante la guerra y la dictadura, especialmente entre julio y diciembre de 1936[24]. No obstante, el 22 de agosto, tan solo ocho días después de su conquista, el coronel Eduardo Cañizares, comandante militar de la ciudad, enviaba un informe a Franco señalando que «la posible excesiva represión en la totalidad de los mozos que se apresan va a originar un problema de fondo; el de las concentraciones primero y las partidas de bandolero [sic] después». A su juicio, la mayor incidencia de grupos de huidos en la zona se debía a que «hay muchos que no vienen a nuestro lado por temor a ser ejecutados», por lo cual solicitaba restringir las ejecuciones a «los que tengan delitos de sangre y (…) los directivos», petición en principio aceptada por Franco[25].

Para entender por qué uno de los principales responsables de la brutal represión implementada en Badajoz pidió la reconsideración de algunos aspectos de las políticas de violencia que se estaban aplicando, debemos nuevamente mirar a lo que sucedía en el frente. Cañizares no cuestionaba la idoneidad o profundidad de la limpieza política, sino que planteaba un cálculo que incluía también las necesidades militares: en una retaguardia apenas controlada en términos efectivos y donde uno de los objetivos prioritarios era el avance rápido hacia Madrid, resultaba contraproducente la ejecución inmediata y extralegal de todos los huidos que regresasen a Badajoz. Eso contribuiría a nutrir unas partidas que, aunque incapaces de articular una respuesta fuerte y coordinada, constituían un permanente foco de inestabilidad[26]. Sin ir más lejos, un mes después, el propio Cañizares definiría la toma de Guareña (Albacete), culminada tras el incendio de la estación ferroviaria donde se refugiaban los defensores, como «brillante y laudable hecho»[27]. Es decir, que sus reparos no tenían que ver con la brutalidad de la violencia, sino con su mayor o menor adecuación a las contingencias surgidas durante esta primera fase del conflicto, lo que evidencia hasta qué punto dicha violencia estuvo mediatizada por lo que acontecía en el plano militar.

 

NUEVOS PARADIGMAS. BUROCRATIZACIÓN REPRESIVA, PROPAGANDA Y CONTENCIÓN (1937-1939)

Si la primera fase de la guerra estuvo marcada, especialmente en el sur, por una necesidad militar que determinó los volúmenes que alcanzó la violencia, el fallido asalto sobre Madrid abriría un nuevo escenario en lo que a conquista y ocupación se refiere. Las elevadas tasas de violencia del verano-otoño de 1936 fueron dejando paso a una represión más sistematizada, menos dependiente de asesinatos masivos vinculados a la conquista de las localidades y más relacionada con los sistemas de clasificación e información que se fueron erigiendo, herramientas indispensables para librar el tipo de guerra a la que se encaminaba el conflicto: una formal y total de larga duración[28]. En este contexto, la proyectada ocupación de Madrid sería uno de los primeros escenarios donde se repensó el uso masivo de la violencia como praxis de conquista, que nuevamente señalaba la influencia de las necesidades impuestas por el marco bélico en la concepción de las políticas de conquista y ocupación territorial. Dos factores determinaron esta cuestión: el foco internacional puesto sobre la ciudad, que condicionaba la violencia que se podía emplear en su control; y la constatación de que si la caída de Madrid podía ser decisiva para la guerra, un despliegue de violencia masiva y brutal mandaba un mensaje contrario a los intereses del bando sublevado animando, en vez de desincentivando, la resistencia republicana[29].

Consecuentemente, las órdenes de ocupación de Madrid presentaron diferencias significativas con las dadas previamente a las columnas[30]. Las dos principales directivas, fechadas el 4 de noviembre, dibujaron un marco de restricción de la violencia tan específico como revelador, al estar trufadas de expresiones como «[disciplina] absoluta», «clara y terminante» o «el más exacto cumplimiento», enfatizándose así la voluntad de controlar la conducta de los combatientes al entrar en la ciudad. Además, se prohibían expresamente tres de las principales prácticas violentas de conquista que habían caracterizado el modo rebelde de hacer la guerra hasta entonces: debían «evitarse robos, saqueos», y proceder «con la mayor corrección con toda clase de personas (…) sin malos modos, ni malos tratos de palabra y obra». Esta advertencia se ejemplificaba en dos aspectos concretos: la ejecución de combatientes capturados y la violencia sexual, ambas recurrentes en los meses anteriores. Sobre los primeros se apuntaba que «la guerra tiene que ser caballerosa y noble y si se rinden, acogerles con la generosidad que es natural en nuestras tropas», algo impensable unas semanas antes. Respecto a lo segundo, la ocupación de Madrid debía ser «un ejemplo de disciplina y organización guardando el mayor respeto a las mujeres y los niños y alejando de la mente del soldado toda idea de racia [sic] o lucro en pugna con el buen espíritu de nuestras fuerzas»; lo cual precisamente daba cuenta de la recurrencia de estas prácticas[31]. Estas limitaciones, eso sí, no excluían actuar con «energía y fortaleza» contra los núcleos de resistencia, ni tampoco la posterior y extensa represión una vez ocupada la ciudad. Las instrucciones condensaban en una frase la proyectada nueva realidad de la conquista: no incurrir en «abusos y desmanes (…) [para evitar el] descrédito del movimiento nacional y de las fuerzas o milicias que lo cometieren»[32]. Cabría pensar si, como ya vimos para Badajoz, el significado de los conceptos empleados en estas directivas realmente delimitaba nuevos marcos de aplicación de la violencia. En las órdenes del 11 de agosto también se utilizaron expresiones similares a «abusos y desmanes», por lo que conviene realizar una lectura crítica de cuál era la intencionalidad subyacente a estas instrucciones. Ciertamente, se trata de conceptos equivalentes, comunes por otro lado a este tipo de lenguaje militar, pero su empleo dentro de documentos internos particularmente específicos y precisos terminológicamente apunta a un cambio en la construcción conceptual de los marcos de la violencia bélica.

Sea como fuere, las fuerzas rebeldes no pudieron tomar Madrid y ese marco de contención perdió su sentido contingente, dando paso a un maleable paradigma de conquista. Se recuperaron ciertos esquemas del verano-otoño de 1936, aunque con menor sistematicidad y variando su intensidad en función de los intereses que a cada momento tenía el ejército[33]; para posteriormente aplicar políticas de clasificación y control de la información que comenzaban a proyectarse hacia la posguerra, redundando en una progresiva moderación de las praxis de conquista. Así, el ejército adaptó el despliegue de sus instrumentos de control territorial a sus necesidades político-militares, evidenciando la doble función que cumplía la violencia: responder tanto a las contingencias propias del frente como a los objetivos represivos y constructivos del proyecto franquista.

En el plano normativo, entre diciembre de 1936 y marzo de 1938 el ejército no se esforzó demasiado en regular la conducta de sus unidades sobre el terreno. Apenas publicó directivas de ocupación, más allá de algunas instrucciones destinadas a prohibir requisas, registros no autorizados y a regular el acantonamiento de las tropas en las localidades recién conquistadas[34]. Eso no fue óbice para el progresivo surgimiento, especialmente a partir de finales de 1937, de todo un entramado orgánico y normativo de información e inteligencia que contribuyó a la modificación de los marcos de actuación de las tropas en relación con los intereses y objetivos del bando rebelde y sus políticas de violencia y control; marcos que, como veremos, serían refrendados por las nuevas órdenes de conquista y ocupación circuladas a partir de marzo de 1938[35]. En cualquier caso, hasta entonces, la mencionada falta de esfuerzo normativo se reflejó en operaciones como el avance hacia Málaga en febrero de 1937, trufado de episodios de saqueos, ejecuciones extrajudiciales y violaciones[36]. Al mismo tiempo, en las retaguardias bajo control rebelde continuó librándose una guerra irregular contra los grupos de huidos y guerrilleros que dio continuidad a patrones de violencia y control territorial puestos en marcha en el verano-otoño de 1936[37].

Sería la campaña del norte lo que constituiría un punto de no retorno fundamental en la evolución de las políticas de conquista y ocupación insurgentes. La transformación del conflicto en una guerra total hizo imprescindible la articulación de aparatos de gestión de masas, tanto de la ingente cantidad de información que había que procesar en los frentes y retaguardias como del enorme contingente de prisioneros capturados tras la derrota republicana. Respecto a lo primero, el Servicio de Información y Policía Militar (SIPM) acabaría centralizando todo ese flujo informativo desde su creación en noviembre de 1937. Por su parte, las políticas de clasificación y reciclaje de prisioneros de guerra, en funcionamiento desde comienzos de dicho año, alcanzaron su pleno rendimiento a finales del mismo, habiendo procesado a 106.822 combatientes, de los cuales 75.000 procedían del frente norte[38]. Ambas herramientas señalaban en una misma dirección: la necesidad y voluntad de pasar de un paradigma de control mediante un terror masivo a otro basado en la gestión de la información. Esto proporcionaba un abanico de instrumentos de vigilancia y represión más amplio, no solo centrado en la violencia física. Por ende, la clasificación y la información sirvieron indistintamente para eliminar, controlar, implicar a la población civil en la violencia y sacar el máximo provecho de un enemigo cuya forma de mostrar lealtad hacia el nuevo régimen era participar de su Cruzada, aunque en no pocas ocasiones esto fuera insuficiente para eludir el posterior castigo[39].

La tremenda maquinaria bélica erigida en torno al SIPM y las comisiones de clasificación de prisioneros, puestas en marcha y perfeccionadas durante la campaña del norte, sancionaron un nuevo modo de hacer la guerra, lo cual se trasladó a las políticas de control territorial. Se pasó de una forma de conquista más brutal e improvisada a otra más refinada y metódica, aunque ambas formas de violencia coexistieron en diversos momentos y por varias circunstancias. Conforme se fue construyendo todo ese entramado de recogida de información, desapareció la necesidad de unas praxis basadas exclusivamente en la violencia irrestricta. A esto habría que sumarle la ausencia de objetivos militares tan apremiantes como los del verano-otoño de 1936, el mayor despliegue de fuerzas de seguridad en las retaguardias y la presión internacional, especialmente ante episodios de violencia particularmente cruentos como los bombardeos sobre Guernica o Barcelona[40].

Esa evolución del modelo de violencia implicó también una transformación del tipo de miedo que se quería inculcar en la población: este ya no debía venir en forma de impacto brutal asociado a la entrada de las tropas en las localidades, que no obstante seguía siendo un factor psicológico importante, sino que la idea era subrayar que la represión podía desatarse en cualquier momento, merced al enorme fichero elaborado por las autoridades y que podían usar a placer[41]. Esto hacía menos necesarias unas políticas de conquista territorial salvaje, que además resultaban contraproducentes al generar mayores resistencias, desafección entre la población civil y atraer el foco internacional. No es casual que la progresiva reducción de los niveles de violencia en los primeros momentos de las ocupaciones discurriese paralela a la burocratización del aparato represivo, ni tampoco que a partir de mayo de 1938 el tipo de información que interesaba al SIPM fuese más política que militar[42]. En este sentido, la proyección de las políticas de ocupación, perfeccionada a partir de la experiencia obtenida a lo largo de 1937 en ciudades como Málaga, Gijón o Santander, reflejó también esa transformación del modelo de violencia. La búsqueda del enemigo ya no pasaba únicamente por su destrucción física, sino que requería de instrumentos más vinculados a la obtención de información. Por ello, la evolución de las directivas de conquista y ocupación estuvo directamente vinculada al acúmulo de experiencias obtenidas durante los meses anteriores. Ahora, además de ocupar físicamente, había que construir el orden público sobre el que cimentar la dictadura. Esto explica por qué el orden y la contención fueron dos directrices clave del nuevo paradigma de conquista y ocupación, especialmente para consolidar una estructura de control y represión mucho más duradera y efectiva que el terror paralizante y relacional, por la vía de la violencia física extralegal, del verano-otoño de 1936[43].

Todo esto tuvo su reflejo sobre el terreno a partir de la ofensiva de Aragón, iniciada en marzo de 1938. Con un Ejército Popular diezmado tras la batalla de Teruel, el balance de la guerra parecía inclinarse claramente del lado rebelde, algo que alteraba sus objetivos en los frentes de batalla[44]. Ante este escenario propiciatorio, el Cuartel General del Generalísimo buscó modular el grado de devastación humana y económica a causar sobre el territorio republicano todavía por conquistar. El horizonte que se proyectaba era la gestión y reconstrucción de un país arruinado y la erección de un proyecto político que no generase mayores resistencias de las necesarias, lo cual suponía tratar de alejarse de un modelo de conquista y ocupación del territorio cimentada en violaciones, saqueos y ejecuciones extrajudiciales sistemáticas.

Estos nuevos objetivos se plasmaron en las directivas emitidas a las diferentes unidades que tomaban parte en la ofensiva. Entre marzo de 1938 y marzo de 1939 se publicaron más instrucciones destinadas a definir la conducta de las tropas en la conquista y ocupación de poblaciones que en los dos años anteriores, siendo estas significativamente más restrictivas y haciendo uso, como en Madrid, de un lenguaje mucho más específico y directo. Además, se enfocaron hacia esas dos cuestiones antes mencionadas. Por un lado, buscaron limitar la destrucción material del territorio republicano, uno de los pulmones económicos del país. Se insistió en concienciar a las unidades de las consecuencias derivadas de la implementación de prácticas bélicas altamente destructivas que dejaban profundas cicatrices sociales, dificultando así «la instauración de una sincera y definitiva unidad nacional» y contribuyendo al quebranto de «la economía nacional»[45]. Para evitar esto, se aplicaron políticas de contención de amplio espectro que iban desde la prohibición de requisas de ganado y cosechas a los campesinos a la evitación explícita de bombardear sistemáticamente el casco urbano de las localidades en manos enemigas[46]. Con ello se pretendía salvaguardar el tejido económico que debía sustentar la tarea de reconstrucción de posguerra, tanto en términos micro como macroeconómicos[47].

Por otro lado, se intentó impedir que el primer contacto de las poblaciones locales con las tropas insurgentes discurriera por la vía de la violencia masiva. Esto en absoluto implicaba dejar de lado la represión, pero sí evitaba alimentar innecesariamente la resistencia republicana, algo particularmente contraproducente en un contexto favorable como el de la primavera de 1938[48]. Para lograr esto, se recuperó una idea ya presente en las directivas de ocupación de Madrid de noviembre de 1936: que las ejecuciones, saqueos y desmanes constituían una afrenta al honor del ejército. Así lo resumía una instrucción de abril de 1938:

… es indispensable el extremar el buen trato y humanitarismo con los prisioneros rojos, evitando que un disculpable rencor en el calor de la batalla pueda arrastrar a las tropas a extremismos contrarios al interés de la Causa. (…). Otro proceder, aparte de inhumano, traería como consecuencia el desprestigio de la Causa Nacional y el que las fuerzas rojas se batiesen a la desesperada al saber que su entrega acarrearía la muerte inmediata[49].

Lo que esa idea encerraba era la voluntad de construir ciertos apoyos sociales en unos territorios percibidos como particularmente hostiles. Esto pasaba por dispensar un trato correcto a civiles y prisioneros, algo que quedó muy claro desde el inicio de la ofensiva de Aragón. Una instrucción de marzo señalaba que era «necesario impedir de la manera más enérgica que en las primeras horas de la ocupación se produzcan confusiones y excesos que acarrean a los habitantes vejaciones y perjuicios», para lo cual se exigía a la «Oficialidad» que «inspire a su tropa el mayor respeto a las poblaciones ocupadas que ni aun después del combate empeñado para arrojar de ellas al contrario han de ser consideradas como enemigas»; un enfoque que contrastaba notablemente con el castigo impuesto a las localidades que ofrecieron resistencia en el verano-otoño de 1936[50]. Otra directiva de abril explicitaba aún más las lógicas del nuevo modelo de conquista y ocupación: «ganar el corazón de nuestros hermanos catalanes y no dar un mal paso que haga después más difícil la tarea de españolizar a Cataluña». Era importante que las tropas fuesen «justas y comprensivas» y se esforzasen por respetar «la propiedad y los bienes, [y] extremar el trato de hermandad con los habitantes», para que la población, tanto contraria como favorable a los rebeldes, se formase una buena primera imagen del proyecto encarnado por el ejército sublevado: «no debemos darles pie para que teman a la España Nacional, si no [sic] para que la empiecen a amar los primeros y la amen aún más los segundos». Un planteamiento que no excluía la posterior articulación de procesos represivos, que además serían masivos: «La justicia serena de la España Nacional no tiene nada que ver con el trato humano y comprensivo a que antes me refiero»[51].

Sin embargo, desde el inicio las nuevas instrucciones se toparon con diversas resistencias entre mandos y soldados. Paralelamente a la implementación de este paradigma de conquista territorial, el alto mando fue publicando disposiciones adicionales que endurecían los castigos a aquellos que trasgrediesen el nuevo marco normativo, amparándose precisamente en episodios ocurridos en los primeros días de la ofensiva de Aragón. En marzo, una directiva reconocía que «en la reciente ocupación de poblaciones se han dado algunos casos de expoliación en los ajuares y bienes de los habitantes», trasladándose posteriormente el botín a retaguardia empleando transportes militares. Además, señalaba que se habían producido «actos de violencia de algunos miserables», que bien podían referirse a lo que denunciaban las instrucciones de abril que antes veíamos. Estas acusaban a algunos mandos de que «a todo el que habla el dialecto catalán, aun de buena fe, lo encarcelan o lo que es peor, lo maltratan de obra». En ambos casos, se amenazaba con castigos ejemplares a quienes siguiesen cometiendo estas «vejaciones inicuas», contrarias a la «norma de un Ejército culto y civilizado»[52].

Conforme la guerra se fue inclinando en favor del bando sublevado y evolucionaron sus objetivos político-militares, se fueron abriendo escenarios donde podía contemplarse una moderación de la violencia a emplear en el frente y en la conquista de poblaciones. No obstante, estos esfuerzos se vieron parcialmente malogrados por la conducta de algunas unidades, mandos y combatientes, lo que comportó la introducción de medidas de control más estrictas. Además, el franquismo buscaba ganar legitimación internacional ofreciendo una imagen menos brutal, especialmente ante potencias como Gran Bretaña. Para ello, los ritmos de la violencia fueron instrumentalizados diplomáticamente hasta el final de la guerra, un escenario en el que las praxis de conquista jugaban un papel importante[53]. Así, se puso en marcha la denominada política de «la persuasión y el castigo», tal y como lo definía una directiva de diciembre de 1938[54]. La idea era articular mecanismos represivos en las unidades militares, como la integración de compañías de la Guardia Civil encargadas del orden público en las ocupaciones o la persecución de saqueadores, combinándolos con incentivos en metálico para aquellas formaciones que destacasen por su «brillante conducta»; todo dentro de un esfuerzo propagandístico por presentar estos crímenes como propios del Ejército Popular, con lo que eso implicaba[55]. Adicionalmente, en febrero de 1939 se prohibió la entrada a los cascos urbanos de las banderas legionarias, algo que un mes antes ya se había hecho con los tabores de Regulares, para evitar incidentes en las ocupaciones[56]. No obstante, la recurrencia de estas medidas desde marzo de 1938 hasta el final de la guerra evidenciaba que los grandes objetivos detrás de los nuevos paradigmas de conquista y ocupación rebeldes no siempre coincidieron con las lógicas propias del campo de batalla, o las agendas y motivaciones de los combatientes.

EL ALCANCE Y LAS MOTIVACIONES DE LAS VIOLENCIAS A RAS DE SUELO

Las diversas instrucciones de conquista y ocupación dadas por el ejército durante toda la guerra y los objetivos político-militares a los que estas respondían construyeron el marco estructural donde las unidades desplegaron sus prácticas de violencia. Pero más allá de ese gran escenario, los actores encargados de ejecutar esas órdenes sobre el terreno fueron los combatientes y sus mandos directos, que vivían una realidad definida por dinámicas distintas a las que movían a los estados mayores. En el frente entraban en juego lógicas específicas vinculadas a la particularidad de los enfrentamientos, la cadena de mando, las relaciones entre combatientes o los marcos de oportunidad propios de cualquier contienda, que condicionaron la implementación de estas directivas. Así, la contingencia tuvo un papel fundamental en el comportamiento de las tropas, pero también la propia capacidad de agencia de cada combatiente.

El camino de la violencia no siempre fue el elegido por los soldados, tampoco el más habitual. Los excesos solían ser cometidos por individuos actuando solos o en grupo, aprovechando la impunidad derivada del marco de excepción bélico o la tolerancia de sus superiores. No obstante, casi siempre existía la opción de no recurrir a este tipo de prácticas, incluso de eludirlas o impedirlas, empleando para ello diversas herramientas y estrategias. Esto fue lo que, según su propio testimonio, hizo el teniente de requetés José M.ª Molinet cuando unos falangistas le ofrecieron ejecutar in situ a un republicano capturado. Imponiendo su autoridad, les arrebató al prisionero y lo envió a retaguardia. Molinet afirmaba no estar en contra de fusilar republicanos, algo que calificaba de «castigo merecido», pero defendía que se hiciese tras un juicio y no en el mismo frente, ya que ellos eran «soldados combatientes, no asesinos»[57]. Igualmente, el alférez provisional José Luis Martín Vigil relataba cómo tuvo que hacer uso de su autoridad para reprender a varios de sus hombres por querer arrancarle las muelas a un cadáver enemigo. De hecho, Martín Vigil ya había sido trasladado a petición propia de su anterior unidad, una bandera falangista destacada en Asturias a finales de 1937 en operaciones de persecución de huidos, por las numerosas ejecuciones extrajudiciales que se llevaban a cabo y con las que afirmaba no estar de acuerdo[58]. Aunque estos relatos bien podían buscar presentar una imagen «limpia» de sus protagonistas más que episodios totalmente veraces, reflejan que los soldados podían evitar participar en crímenes y excesos, algo que ya ha sido apuntado por la historiografía[59].

Ahora bien, la documentación generada por el ejército rebelde expone una realidad muy clara: que la aplicación del nuevo paradigma de conquista y ocupación se topó con dificultades sobre el terreno. Donde menos se dejó notar esto fue en los frentes con menor actividad, precisamente porque la ausencia de movimientos importantes impedía la aplicación extensiva de estas praxis. En cambio, en el avance por el Aragón oriental, Cataluña, Valencia o la Serena, ciertos mandos y combatientes obviaron las órdenes dadas, cometiendo excesos contra la población civil que habían sido explícitamente prohibidos. No por casualidad, algunas de las divisiones que tomaron parte en estas operaciones, como la 13, la 62, la 102 o la 150, tenían un amplio historial de combate, habiendo participado varias de ellas en casi todas las campañas de la guerra; e, igualmente, estaban comandadas por oficiales con un notable pedigrí represivo como Barrón, Sagardía, Castejón o Sáenz de Buruaga. Esto generaba un ambiente propicio para la comisión de desmanes, tal y como reflejan los ejemplos de las divisiones 62 y 102. La primera, mandada por Sagardía, fue reconvenida por apoderarse ilegalmente de diversos animales, mientras que, en marzo de 1939, ante el inminente derrumbe del frente republicano, el mando estimó oportuno recordarle la necesidad de respetar la vida de los soldados republicanos que fuesen capturados[60]. Por su parte, en julio de 1938, Queipo de Llano advirtió a Castejón, comandante de la 102, por haberse dedicado algunos de sus hombres a «saquear y molestar» a la población civil[61]. En marzo de 1939, la división recibió una nueva reprimenda tras darse varios casos de exacciones y requisas violentas de ganado[62].

Resulta difícil medir el alcance de esas dificultades, ya que variaron entre escenarios, unidades e individuos concretos. Apenas se juzgaron delitos de esta naturaleza cometidos en el frente, a diferencia de los que tuvieron lugar en las retaguardias, lo que podría entenderse como prueba de que ese nuevo paradigma de conquista y ocupación nunca se llevó a la práctica. Sin embargo, esto parece poco probable por diversas razones. Por un lado, las instrucciones enviadas a las unidades, desde divisiones a ejércitos, eran documentos de organización interna cuya trascendencia pública, en un sentido propagandístico, era escasa o nula. Por otro, parece contradictorio interpretar el enorme y constante esfuerzo normativizador del ejército rebelde entre marzo de 1938 y abril de 1939 como una mera enunciación de objetivos sin aplicación efectiva. Siendo que, además y a diferencia de lo que veíamos para 1936, aludía explícitamente a individuos claramente identificables como enemigos, caso de los prisioneros «rojos». Bien es cierto que no disponemos de fuentes judiciales que evidencien que los castigos llegasen a ser aplicados. Pero esa ausencia de fuentes judiciales se repite en otro tipo de violencias, como las sexuales, que pese a haberse demostrado que fueron una práctica habitual durante la guerra, apenas han dejado rastro documental «en el frente». Por ello, parece más plausible pensar que en un contexto altamente represivo como el de la guerra y la primera posguerra, los civiles afectados por estos excesos optasen por no denunciarlos. O, también, que el propio ejército blandiese la amenaza del castigo como una herramienta de control de sus soldados en un contexto donde, a diferencia de fases anteriores de la guerra, le interesaba que estos mostrasen una mejor conducta en la conquista y ocupación de poblaciones; pero que realmente no tuviese capacidad material de cumplir su amenaza mediante la formación de consejos de guerra, considerando el marco de masiva judicialización militar de la represión. En cualquier caso y a falta de ulteriores investigaciones, se trata de sendas hipótesis que, por el momento, nos remiten a las directivas de ocupación circuladas por el ejército a partir de marzo de 1938 como fuente principal. Su recurrencia y progresivo endurecimiento invitan a pensar que la ocupación de Cataluña y Valencia, hasta abril de 1939, se vio salpicada de más excesos en el frente de los que los mandos rebeldes hubieran deseado.

A la hora de analizar los porqués de estos abusos, hay que detenerse primero en las motivaciones de los combatientes y otros actores individuales. La venganza, la camaradería, la impunidad, la oportunidad, el miedo, la presión grupal, las culturas de guerra o la ideología fueron factores que contribuyeron a crear marcos propiciatorios u opresivos que podían derivar en episodios violentos[63]. Por ejemplo, la impunidad de la que disfrutaban los soldados que conducían las columnas de prisioneros les brindaba la oportunidad de extorsionarles y robarles, una práctica que se intentó erradicar en diciembre de 1938[64]. Eran también la oportunidad y la sensación de impunidad lo que movía a ciertos combatientes a cometer actos de violencia sexual, en el marco de supuestos registros en busca de «rojos»[65]. Y fue la necesaria colaboración ciudadana en las ocupaciones, crucial para la construcción de los aparatos represivos franquistas, lo que posibilitó que se produjeran determinados episodios de terror caliente y vengativo[66]. Todas ellas situaciones que respondían a las particulares contingencias de los frentes y que tenían en la agencia individual su principal impulsor.

La violencia cometida por soldados sobre el terreno estaba también influida por la actitud más o menos tolerante de sus superiores directos. Por ello, las apelaciones a estos mandos intermedios fueron constantes en las directivas militares. En el caso antes mencionado de Badajoz, esa breve referencia a la contención se dirigía directamente a los oficiales, responsabilizándoles de la conducta de sus tropas. Lo mismo sucedió en Madrid. Una de las instrucciones emitidas el 4 de noviembre exigía «a todos los escalones del Mando (…) el más exacto cumplimiento de estas instrucciones», confiando en que una jerarquía militar fuerte fuese capaz de controlar o al menos limitar la violencia: «Las tropas han de estar siempre en la mano de sus Oficiales y estos ser responsables de cuanto sus soldados cometan»[67]. Y, nuevamente, esa referencia a la «Oficialidad» figuraba en varias órdenes dadas durante de la ofensiva de Aragón, como la que veíamos anteriormente de marzo o la que exigía a «todos los mandos» que empeñasen «su mejor voluntad» en controlar a sus soldados[68].

Los propios combatientes señalan en sus memorias el papel de los oficiales en la contención la violencia. El teniente médico José Aznares les responsabilizaba de parte de los desmanes cometidos en varias localidades durante la ofensiva de Málaga. Según apuntaba, un intento de violación acontecido en Álora «pudo haberse evitado, porque el moro es obediente y yo he visto cómo, ante una disciplina severa, es incapaz de desmandarse». De hecho, Aznares señalaba que, tras conocer el suceso, el comandante de la columna «dio órdenes severas para que nada de esto se repita»[69]. De igual modo, el soldado Manuel Alfredo Paz relataba cómo, tras interrogar a un soldado republicano capturado, el teniente que mandaba el destacamento ordenó fusilarlo, pese a que por entonces se habían prohibido las ejecuciones de prisioneros, al menos los que fuesen españoles, práctica que él afirmaba desaprobar por sus principios católicos[70]. La autoridad de los mandos no era absoluta y los combatientes tenían vías para actuar independientemente de esta, pero el umbral de tolerancia de cada oficial influía en el comportamiento de sus subordinados[71]. De ahí que las unidades lideradas por Sagardía y Castejón, ambos protagonistas de la fase más violenta de la contienda, viesen volcados en algunos de sus integrantes los particulares bagajes experienciales de sus comandantes. Es factible pensar que la generación de unas determinadas culturas y modos de entender la guerra en esos primeros meses tuviera continuidad en las nuevas unidades bajo su mando, condicionando los límites de sus prácticas de conquista y ocupación.

Las dinámicas propias de los combates eran otro de los factores que influía en el despliegue de praxis violentas y la comisión de excesos, algo que se intentó controlar en las nuevas directivas, aunque con un éxito dispar. En ocasiones, la aplicación de categorías definitorias del enemigo que le despojaban de su condición de combatiente facilitaba su ejecución extrajudicial, tal y como habría sucedido en Ardales (Málaga) al ser fusilado un soldado republicano bajo el argumento de que «se trata de un franco-tirador»[72]. En otras, la especial virulencia de algún enfrentamiento podía generar deseos de venganza entre los camaradas de los soldados muertos. Así sucedió aparentemente en el asalto de un tabor de Regulares contra posiciones republicanas en la Loma de los Celleros (Asturias), en septiembre de 1937. Se tomó prisionero a un combatiente de apenas «diecisiete o dieciocho años» y, ante las bajas sufridas, los «moros, medio amotinados, piden su muerte y claman: “Mucho moro muerto hoy…”», siendo este finalmente ejecutado por orden del comandante del tabor[73]. Lo que estaba en juego era un potencial motín de los combatientes magrebíes, al cual no se iba arriesgar el comandante por un simple prisionero. Es decir, que las contingencias propias de la experiencia bélica en el frente generaban dinámicas específicas de este espacio, como una negociación entre el mando y las tropas, las cuales escapaban al marco definido por las directivas generales. Si bien, en última instancia, hubieron de ser reconocidas por estas: ese «rencor al calor de la batalla» al que se aludía en la instrucción de abril de 1938.

En definitiva, lo que se pone de manifiesto es que la violencia bélica sublevada se movía en una doble realidad, la codificada en las directivas militares y la experimentada a ras de suelo. Las directivas respondían a los grandes objetivos político-militares del alto mando, mientras que en el frente confluyeron multitud de intereses y necesidades que discurrían a diferentes niveles, generándose un microcosmos de actitudes y conductas difícil de gestionar en el seno de un ejército de masas y que en ocasiones llegó a derivar en graves conflictos[74]. En última instancia, los combatientes tenían la capacidad de distanciarse de las prácticas violentas instigadas por sus mandos o desplegadas por sus unidades, si tal era el caso, y esa parece ser la tónica predominante en el ejército insurgente. No obstante, los desafíos y fracasos parciales que hubo de superar el nuevo paradigma de conquista y ocupación impuesto a partir de 1938 —con una importancia suficiente como para generar un constante caudal de nuevas órdenes, cada vez más restrictivas— tuvieron también algunos de sus principales ejes explicativos en la agencia individual, los bagajes experienciales y los umbrales de tolerancia hacia la violencia de soldados y oficiales.

CONCLUSIÓN

El principal propósito de este artículo ha sido reconsiderar el modo en que integramos el espacio del frente en el estudio de la violencia rebelde durante la Guerra Civil española. Conviene evidenciar la importancia que tuvieron este escenario y el curso de las operaciones militares en las formas y ritmos en los que se concibió, instrumentalizó e implementó dicha violencia por parte del ejército sublevado. En este sentido, el frente fue por sí mismo un productor de violencias más allá de la que rodeó a los enfrentamientos armados, que como hemos visto tenían unas lógicas particulares y seguían unos ritmos propios, marcados por el devenir de la contienda. Así, las exigencias específicas de la guerra influyeron decisivamente en cómo se empleó la violencia bélica y en cómo se articularon las políticas de conquista y ocupación, siempre en función de unos objetivos que fueron evolucionando. De la necesidad de imponer un terror paralizante y masivo como mecanismo de control territorial y de destrucción de la voluntad combativa del enemigo se pasó a buscar marcos de contención que permitiesen presentar a los ocupantes únicamente como benefactores, una vez la contienda estaba virtualmente ganada y había que comenzar a pensar en la construcción del futuro régimen de la «Victoria». En consecuencia, esas exigencias condicionaron también la dimensión cuantitativa de la limpieza político-social, tal y como evidencia la concentración de asesinatos en los primeros meses de la guerra y que las regiones con mayores tasas de violencia fuesen Andalucía y Extremadura.

No obstante, la capacidad que tuvo el frente a la hora de condicionar los límites de aplicación de la violencia no debe hacernos considerar los fines militares y políticos de la sublevación como dos esferas diferenciadas o contrapuestas. Sugerir eso supondría conferir una naturaleza pragmática y contingente al plano militar y otra dogmática al político-ideológico, como si el segundo aspirase siempre a la totalidad independientemente de las condiciones necesarias para su realización. Por el contrario, ambas esferas mantuvieron un diálogo y una retroalimentación constantes a lo largo de todo el conflicto, ya que el éxito mutuo era imprescindible para la consecución de los fines de la insurrección. De hecho, su imbricación fue tal durante buena parte de la guerra que, aunque los altos mandos rebeldes en cierto modo disociaron conquista y ocupación de terror en las directivas emitidas a partir de marzo de 1938, algunas praxis y culturas construidas al calor de la violencia de masas del verano-otoño de 1936 pervivieron en determinados espacios y unidades, generalmente en aquellos vinculados a actores clave de la primera fase de la guerra. Y es que el frente constituyó un escenario donde se dieron cita dinámicas e intereses muy diversos, que en no pocas ocasiones entraron en conflicto. Estos, además de otras cosas, condicionaron las lógicas que caracterizaron episodios como saqueos, robos, ejecuciones de prisioneros o violaciones, evidenciando que bajo el paraguas estructural sobre el que construyeron las directivas e instrucciones dadas por los altos mandos del ejército existió todo un universo de agencia, coyuntura y contingencia que generó sus propios ritmos y situaciones de 


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Schüler-Springorum, Stefanie, La guerra como aventura. La Legión Cóndor en la Guerra Civil española, 1936-‍1939, Madrid, Alianza, 2014.

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Stirk, Peter M. R., The Politics of Military Occupation, Edimburgo, Edinburgh University Press, 2012.



https://hispania.revistas.csic.es/index.php/hispania/article/view/1193/1250


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