La
guerra de clases en la revolución mexicana
(Revolución
permanente y auto-organización de las masas)
https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-46245076
Introducción
No es un buen método – o es el “buen y viejo método
apriorístico”, como diría irónicamente Engels- comenzar por clasificar a la
revolución mexicana, por ponerle nombre o etiquetas. La discusión sobre la
interpretación de la revolución no se puede encerar en la disputa de sus
nombres; o de sus secuencias: concluida, derrotada, victoriosa, inconclusa,
interrumpida, permanente. Nombrar viene después: lo primero es comprender ¿qué
fue la revolución?
Esto es lo
que trataremos de hacer, investigando cuáles fueron sus determinaciones
fundamentales, cómo ellas se combinaron, cuál fue su movimiento interior y en
qué resultado global desembocaron. Sólo el carácter concreto de esta totalidad
y su movimiento, pueden dar la base material en la cual sustentar el nombre de
clase de la revolución mexicana, su carácter de clase específico, que es
siempre una combinación, porque producto de combinaciones desiguales son la
formación económico-sociales e las cuales ocurren las revoluciones reales.
Fuerzas
componentes y determinantes
Como punto de partida, concebimos la esencia de toda revolución en los términos en que la generaliza
Trotsky: “La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo,
la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios
destinos”. Desde este punto de vista, ésa fue también la esencia de la
revolución mexicana, su rasgo último y definitorio. Ella aparece, ante todo y
sobre todo, como una violentísima irrupción de las masas de México, fuera de la
estructura de la dominación estatal y contra ella, que altera, trastorna y
transforma de abajo a arriba todas las relaciones sociales del país durante diez
años de intensa actividad revolucionaria. Esa actividad tiene un motor central:
la revolución se presenta como una gigantesca
guerra campesina por la tierra, que llevada por su propia dinámica pone en
cuestión el poder y la estructura del Estado, controlado hasta entonces por un
bloque de poder en el cual la hegemonía indiscutible la detentaban los
terratenientes.
La base de
masas de los tres principales ejércitos revolucionarios: el de Obregón, el de
Villa y el de Zapata (dejamos en el plano secundario que siempre ocupó el
ejército de ese general sin honor y sin conocimientos militares que se llamó
Pablo González), la constituyó el campesinado insurrecto. (1)
Ciertamente, fueron diferentes las relaciones de esas
tres fracciones militares con el Estado de los terratenientes y de la burguesía
mexicanos. El obregonismo era un
desgajamiento de ese Estado (como lo era en su conjunto el carrancismo), que tenía su base material y de continuidad histórica
con el pasado en el aparato del Estado de Sonora (2)
y que aspiraba a transformar al Estado
nacional, reorganizándole a su imagen y semejanza (imagen que, dicho sea de
paso, fue transformándose ella misma y tomando forma en el fragor de los diez
años revolucionarios).
El villismo, cuya base de campesinos y
trabajadores de nutría de una región donde estaban mucho más desarrolladas que
en el centro y el sur las relaciones salariales y capitalistas en el campo,
tampoco enfrentaba programáticamente, en sus objetivos últimos, a ese Estado.
Quería la tierra, quería la justicia, pero no las imaginaba fuera del marco de
las relaciones capitalistas de producción que habían ido creciendo durante toda
la época de Porfirio Díaz. Aunque Villa y Madero se proponían objetivos
diferentes, el maderismo de Villa no
era una argucia o una astucia, sino la expresión del sometimiento ideológico
del campesinado a la dirección de una fracción de la burguesía y, en
consecuencia, a su Estado.
El zapatismo no se planteaba, obviamente,
la cuestión del Estado ni se proponía construir otro diferente. Pero en su
rechazo de todas las fracciones de la burguesía, en su voluntad de autonomía
irreductible, se colocaba fuera del Estado. Su forma de organización no se
desprendía o se desgajaba de éste: tenía otras raíces. Y quien está fuera del
Estado, si al mismo tiempo decide alzar las armas, se coloca automáticamente
contra el Estado.
Nada de
esto era claro para las tres fracciones militares, que no razonaban en términos
de Estado, sino de gobiernos. Las tres podían entonces coincidir en el antiguo grito
transmitido por la tradición nacional: “¡Abajo el mal gobierno!”, y las tres
entender con ello cosas diferentes. Esa diferencia residía sobre todo en qué
hacer con la tierra. Y como la base de masas de la revolución daba la lucha por la tierra y la base
de los tres ejércitos se movilizaba antes que nada por la tierra y no por la
paga (aunque la paga contara en el constitucionalismo), es natural que al
radicalizarse la lucha revolucionaria, la fracción más extrema en esa lucha por
la tierra influyera sobre la base de masas de las otras. Esto, sumado a la
defensa por los terratenientes de sus propiedades y de su Estado, contribuyó a
que la vasta insurrección en la cual, inicialmente, sólo una minoría estaba
fuera del Estado, acabara enfrentando a ese Estado que defendía la propiedad de
los terratenientes con las armas en la mano y quebrando su columna vertebral:
el Ejército Federal. La lucha contra el “mal gobierno” acabó así en una
insurrección contra la clase dominante, los terratenientes, y toda su estructura
estatal.
El
porfiriato, como ya es generalmente reconocido, fue una época de intenso
desarrollo capitalista del país. En ella se van articulando y combinando
constantemente relaciones capitalistas y relaciones precapitalistas, pero cada
vez más sometida más la masa de éstas –mayoritarias, si se las hubiera podido
medir cuantitativamente- al dinamismo de aquéllas. El régimen porfirista fue,
bajo su aparente inmovilidad política, una sociedad
en intensa transición, la forma específica que adoptó en México el periodo
de expansión del capitalismo en el mundo de fines de siglo XIX y comienzos del
XX, en el cual se formó y se afirmó su fase imperialista y monopolista.
Ese
desarrollo del capitalismo en México bajo el porfirismo, combinó bajo una forma
específica dos procesos que en los países avanzados se presentaron separados
por siglos: un intenso proceso de acumulación originaria y un intenso proceso
de acumulación capitalista (reproducción ampliada). Evidentemente, ambas formas
de acumulación se combinan en todas partes, todavía hoy. Pero aquélla es
absolutamente secundaria y se opera, por así decirlo, en los intersticios de
ésta, como un resabio que la lógica del
sistema no puede eliminar. (3) En el porfiriato, por el contrario, la acumulación originaria
–madre de las antiguas guerras campesinas europeas, la de Thomas Münzen en
Alemania, la de Winstanley y sus diggers
en Inglaterra, la del Captain Moonlight en Irlanda-, bajo la forma brutal de
las compañías deslindadoras y de la guerra de las haciendas contra los pueblos,
fue un rasgo dominante del período, al servicio del cual estuvo toda la
potencia del Ejército federal y todas las argucias de jueces, abogados,
funcionarios, políticos, intelectuales, profesores, caciques y sacerdotes. Este
proceso fue acompañado, estimulado y luego crecientemente dominado por el
desarrollo de las industrias: minera, petrolera, textiles, alimenticia (entre
ellas, la azucarera), henequenera, en la figura de cuyos trabajadores se
mezclaban inextricablemente la “libre” coerción capitalista del salario con las
coerciones extraeconómicas de las relaciones de producción precapitalistas. El peón acasillado era un ejemplo típico de
esta doble coerción integrada en una sola explotación, así como a nivel de la
acumulación del capital las haciendas azucareras o ganaderas eran ejemplos de
la combinación de ambos procesos de acumulación en forma masiva y en una misma
empresa.
La
construcción de los ferrocarriles, orgullo del régimen porfiriano, expresó
concentradamente esta combinación. Ellos se extendieron expropiando tierras de
las comunidades para tender sus vías, incorporando a los campesinos así despojados como fuerza de trabajo para su
construcción, desorganizando sus formas de viuda y de relación tradicionales y
arrastrándolos al turbión mercantil del capitalismo. El avance de las vías
férreas está constelado de insurrecciones campesinas –algunas registradas,
muchas otras no- en defensa de sus tierras y de su modo de vida, todas
reprimidas, todas derrotadas, ninguna –como se vería finalmente en 1910-
definitivamente y para siempre vencida.
Los
campesinos sufrían este proceso combinado de acumulación como un despojo de sus
tierras y una destrucción de sus vidas, de sus relaciones entre sí y con la
naturaleza, de sus ritmos vitales, de sus tradiciones. Era una potencia
inhumana y hostil que penetraba arrasando, sometiendo, destruyendo cuanto les
era querido y constituía su identidad social. Y esa potencia se materializaba,
además, en el ejército federal, ese monstruo que mediante la leva se construía
con la propia carne campesina.
El
campesinado resistió constantemente ese proceso. Lo resistió como campesino
comunitario despojado y lo resistió como peón o como trabajador asalariado.
Resistió en su doble carácter combinado. Y la antigua materia de las guerras
campesinas, la resistencia a la penetración brutal del capitalismo, se combinó
con la nueva materia de las luchas
obreras, la resistencia a la explotación asalariada. De esa combinación única,
nacida de un proceso también combinado en forma específica y única, nacieron la
explosividad, el dinamismo y la duración extraordinarios del movimiento de
masas de la revolución mexicana. Es fundamentalmente el campesinado quien hace saltar desde abajo
toda la lógica del proceso de desarrollo capitalista. No puede impedirlo ni
sustituirlo por otro diferente, pero lo interrumpe y lo cambia de sentido, altera
las relaciones de fuerzas entre sus representantes políticos. Y así como él, el
campesinado, se había visto envuelto en el turbión económico y social del
desarrollo capitalista,, respondió envolviendo
al capitalismo en el turbión social y político de su propia guerra
revolucionaria.
La
revolución mexicana oficial, la de madero, la del Plan de San Luís,, la que
empezó el 20 de noviembre de 1910, en realidad terminó el 25 de mayo de 1911,
cuando después de los acuerdos de Ciudad Juárez, Porfirio Díaz se embarcó en el
“Ypiranga”. Quienes la continúan, haciendo saltar finalmente los acuerdos entre
el porfirismo y el maderismo, son los campesinos. El foco de esa continuación
está en el zapatismo. Detrás de la brecha que éste mantiene abierta, se
precipitan todas las masas. Y con ellas, se precipitan y convergen todas las
determinaciones de la historia mexicana sin las cuales es imposible explicar el
fantástico dinamismo de la revolución; una historia constantemente fracturada
por irrupciones de las masas, en la cual los periodos de continuidad y
estabilidad no aparecen como la conclusión de las rupturas anteriores sino, por
el contrario, como períodos de acumulación de las contradicciones que preparan
las rupturas por venir.
Detrás de
la irrupción campesina, se precipitan y convergen en la revolución de 1910
desde el espíritu de frontera del norte hasta la persistencia de la memoria de
las comunidades del sur y del centro, desde las guerras de masas de Hidalgo y
Morelos hasta la expulsión del imperialismo francés por los hombres de Juárez,
desde el fusilamiento de Maximiliano hasta las múltiples y anónimas
sublevaciones locales, desde el desgarramiento exterior de la guerra del año 47
hasta el desgarramiento interior de la
guerra del yaqui. Es inútil buscar en todo esto los factores económicos,
que sólo en última instancia determinan los hechos históricos. Y sin embargo, todas
esas determinaciones son también decisivas para dar a la revolución mexicana su
carácter único en la formación y la síntesis de la nación. (4)
Tras determinaciones, las de la situación mundial,
influyeron también sobre el gran estallido de 1910. Ellas son conocidas: la revolución
de 1905 en Rusia; la crisis mundial del capitalismo en 1907 que afectó
gravemente a la economía mexicana tanto en su actividad industrial como en sus
exportaciones y en el nivel de los precios internos; la serie de revoluciones
populares (en el sentido que Lenin da a la palabra: burguesas por su programa y
sus objetivos de clase, populares por la amplia intervención de las masas en
ella) en Portugal, Turquía, China; los preparativos de la guerra mundial; el
crecimiento y el auge del sindicalismo
revolucionario de los Industrial Workers
of the World (IWW), los wobblies, en Estados Unidos. Todos estos procesos
incidieron, en medida diferente, sobre la sociedad mexicana y se combinaron con
una crisis de la transición en el
Estado burgués. Esta transición estaba determinada por el ascenso de un nuevo
sector de la burguesía que pasaba de terrateniente a industrial (sin dejar de
ser propietaria de tierras), uno de cuyos prototipos era precisamente la
familia Madero, sector que buscaba una transformación en los métodos de
dominación del Estado, para acordarlos con las transformaciones económicas
sufridas por el país. Esa crisis, que era producto del nivel del desarrollo
capitalista favorecido y organizado por el Estado porfiriano, tomó la forma
política de la crisis interburguesa que opuso al maderismo como movimiento
nacional, al régimen de Porfirio Díaz.
Tal vez una
de las razones que explican la aspereza con que se enfrentaron las dos
fracciones de la burguesía, sea el hecho de que no se sentían amenazadas por el
proletariado en su dominación
estatal. La clase obrera, sin duda, había
crecido junto con la industria bajo el régimen porfiriano, había
organizado sociedades de resistencia y sindicatos, había intensificado el
número y la frecuencia de sus movimientos de huelga desde principios del siglo.
Bajo su influencia social, un ala del liberalismo, la de Ricardo Flores Magón,
había abrazado las concepciones del anarquismo y proclamaba, con el programa
del Partido Liberal Mexicano de 1906, los ideales de la revolución social. Pero
los movimientos de la clase obrera misma, por resueltos que pudieran haber sido
sus métodos de lucha frente a la represión estatal, nunca pasaron del nivel
económico. El proletariado mexicano, en ninguno de sus sectores importantes, se
proponía cambiar el régimen del trabajo asalariado y luchar por el socialismo,
sino mejorar su situación económica y social dentro del régimen capitalista
imperante. El hecho de que en México no existiera un Partido Socialista de la
Segunda Internacional (como los había, por ejemplo, en el primer decenio del
siglo, en Argentina, Chile y Uruguay) no era, en último análisis, la causa de
esa situación, sino más bien su reflejo. El hecho, en cambio, de que muchos de
sus militantes de vanguardia y organizaciones sindicales adoptaran la ideología
anarquista no significa que esa ideología fuera compartida por su base
sindical, sino simplemente que ella reflejaba, al nivel de esa vanguardia, su
reciente origen artesano o incluso el peso efectivo de los sectores artesanales
en la formación de los sindicatos de esa época.
Lo cierto
es que todo eso significaba una ausencia de intervención y de organización
política independientes del proletariado con relación a la burguesía, lo cual
le hacía sentir a ésta que podía ir relativamente lejos en sus disputas
interiores sin riesgo de que esto diera lugar a una iniciativa política
autónoma de su enemigo histórico, el proletariado. Lo que ella no veía, en
cambio, lo que no podía ver, era que las condiciones de esa iniciativa se
escondían en la innumerable masa campesina, para ella simple sujeto de
expoliación y explotación. En esa ausencia de autodeterminación política está
la explicación del papel político secundario desempeñado por la clase obrera
durante todo el curso de la revolución. No cambia esto, pensamos, el caso
importante pero aislado de “Regeneración y de la corriente magonista. La
ideología del magonismo era producto de un proceso de transición combinado en
el pensamiento de una parte de la vanguardia obrera y de un sector de la
pequeña burguesía radical hacia las ideas socialistas. Pero luego de sus
fracasos iniciales en sus insurrecciones de Palomas, Viesca y Baja California
–todas ellas teñidas de las persistentes utopías de la frontera-, el papel del
magonismo en la revolución, en las fuerzas reales que la encarnaron,
combatieron sus batallas y determinaron su curso y sus resultados, fue
completamente marginal. En pleno proceso revolucionario donde son las armas las
que resuelven los conflictos y despejan las incógnitas, ninguna cantidad de
manifiestos y de análisis políticos pueden sustituir la presencia de la fuerza
material de hombres armados sin la cual las ideas no pasan jamás de los
papeles, es decir, no alcanzan a cambiar el mundo.
La facción
burguesa de Madero contaba, por el contrario, con las aspiraciones democráticas
de la pequeño burguesía, cuyo crecimiento en las ciudades había acompañado al
del capitalismo. Una buena parte de su clientela política provenía de ese
sector, que se reconocía en las propuestas de democracia política y de mayor
participación en los asuntos del gobierno que simbolizaba el maderismo
El conjunto
de este proceso del cual surge la
relación defuerzas sociales entre las clases al comienzo de la revolución y en
su curso mismo, estaba además sobredeterminado por una lenta definición de las
clases, característica de la formación social mexicana, cuya razón debe
buscarse no sólo en la abigarrada combinación de relaciones capitalistas y
precapitalistas encarnadas en costumbres, relaciones y tradiciones inmemoriales
y recientes, sino también en el hecho de que el desarrollo del capitalismo
significó para México perder, primero, la mitad del territorio nacional y
enfrentar, segundo, menos de veinte años después, una nueva invasión extranjera
para reducir la nación al rango de colonia. Esto ha hecho que la solidaridad de
nación se sobreponga fuertemente sobre la división en clases, y que la
burguesía, como clase dominante, pueda capitalizar en su provecho esa
solidaridad identificando su causa con la de la nación, oscureciendo así las
relaciones de explotación a los ojos de las clases subalternas y deteniendo o
postergando el desarrollo de la autoidentificación y definición de éstas; es
decir, el desarrollo de la solidaridad de clase que debería ser un producto
normal del desarrollo de explotación capitalistas.
La clave de la
revolución: el zapatismo
Entre este conjunto de factores sociales, ¿cuál fue el
determinante en el curso, la extensión en el tiempo y en espacio, y la
violencia que adquirió el movimiento revolucionario? Es preciso plantear esta
pregunta pues muchos de ellos estaban también presentes en otros países
latinoamericanos o de desarrollo similar al de México en esa época y, sin
embargo, no dieron como resultado un estallido de ese tipo. A los ya
enunciados, podemos agregar otros factores que pesaron pero de los cuales no
puede decirse que hayan cambiado en forma decisiva el panorama: por ejemplo, la
vecindad con Estados Unidos que daba un santuario capitalista democrático a los
revolucionarios del norte y les permitía proveerse de armas modernas y
relativamente abundantes; o la tradición de intervención masiva de la población
en los conflictos económico-sociales de México. Pero éstas y otras son formas, no contenidos, y aquella pregunta sólo puede ser satisfactoriamente
respondida si se encuentra una cualidad o condición que esté ya en los
protagonistas mismos de la revolución,
en las grandes masas que le dieron su cuerpo y su sustancia.
Si
observamos la línea que marca la revolución desde 1910 a 1920, veremos una
constante: la única fracción que nunca interrumpió la guerra, que tuvo que ser
barrida para que cejara, fue la de Emiliano Zapata. Después de los acuerdos de
Ciudad Juárez, a fines de mayo de 1911, todas las facciones revolucionarias, al
llamado de Madero, depusieron las armas: la revolución había triunfado, don
Porfirio había caído. Todas menos la de Zapata: la revolución no habías
triunfado, la tierra no se había repartido. Los zapatistas se negaron a entregar
las armas y a disolver su ejército; se dieron su programa, el Plan de Ayala, en
noviembre de 1911, y continuaron tenazmente su combate. Resultado evidente:
entre mayo de 1911 (caída de Porfirio Díaz) y febrero de 1913 (asesinato de
Madero), es decir, durante un año y nueve meses, sólo el Ejército Libertador
del Sur mantuvo la continuidad en armas de la revolución mexicana, combatido
por el mismo Ejército Federal y el mismo Estado, que antes encabezaba Díaz y
ahora presidía Madero. La revolución
burguesa maderista, concluida y hecha gobierno, reprimía a la revolución
campesina zapatista, que proseguía sin interrupción la lucha por la tierra.
Es
plenamente evidente que si no hubiera sido por la continuidad de la lucha zapatista, allí mismo se habría cerrado
la revolución mexicana y ésta habría pasado a la historia como una más de las
muchas revoluciones de América Latina: algunas batallas a principios de 1911 y
el subsiguiente relevo en el poder de una fracción de la burguesía por otra.
Ahora bien, ¿qué es lo que explica, por un lado, la tenacidad y, por el otro,
el éxito de los campesinos zapatistas en mantener solos contra todos los que
Marx llamaba la permanencia de la
revolución? (5) La
explicación no está simplemente en el programa agrario: otros sectores
campesinos siguieron a Madero en pos de la tierra y aceptaron suspender la
lucha armada. No está tampoco en el hecho de tener las armas; otros también las
tenían y las devolvieron. La tierra era el objetivo general de los
levantamientos armados campesinos. La propiedad terrateniente, siendo todavía
el eje de la acumulación capitalista –no su sector más dinámico, que se situaba
en la industria- y de la acumulación originaria, era el centro de gravedad
económico de la formación social; amenazarla, ponía en peligro el sistema
entero. Pero el gobierno maderista contaba todavía con medios y con legitimidad
(consenso) ganada en su lucha contra el porfiriato, como para poder recuperar
ese objetivo en las promesas de su programa y postergar la amenaza al sistema mientras
se consolidaba el Estado después de la crisis de la sucesión presidencial.
La clave de
toda revolución es que las masas decidan por sí mismas, que puedan
gobernar sus propios destinos, fuera de
las decisiones y de las imposiciones del estado de las clases dominantes. Para
esto lo decisivo no es que tengan dirección, programa o armas: todo ellos es
necesario, pero no es suficiente. Lo decisivo es que tengan una organización
independiente a través de la cual puedan expresar las conclusiones de su pensamiento
colectivo y ejercer su autonomía.
La clave de
la resistencia permanente del sur, es que allí existía esa organización. Eran los
pueblos, el antiguo órgano democrático de los campesinos comunitarios, el
centro de deliberación y de decisión donde habían resuelto por su cuenta,
durante cien años, sus problemas locales y con el cual habían organizado, a
partir de la conquista, la resistencia tenaz e innumerable contra el despojo de
tierras primero, contra las consecuencias de la explotación terrateniente
después; es decir, contra la acumulación originaria y contra la explotación
capitalista. Los campesinos, sin duda, no hacían distinción entre ambos
procesos, por lo demás inextricablemente unidos en la realidad. Se les
presentaban mezclados como una sola opresión. Con esa organización la
resistían. La vieja organización comunal de los pueblos, o sus resabios cada
vez más evanescentes, indudablemente habría terminado por ser disuelta por la
penetración de las relaciones mercantiles y por el desarrollo del capitalismo
en el campo. Pero la revolución estalló antes de que ese proceso de disolución
hubiera llegado a su término y tomó su forma específica precisamente porque
todavía no había llegado a él.
Los
pueblos, todavía vivos como centro de vida comunal de los campesinos en su
resistencia de siglos al avance de las haciendas, fueron el organismo
autónomo conque entraron naturalmente a
la revolución los surianos. Todo eso se resumía en el grito con que Otilio
Montaño proclamó la insurrección del sur: “¡Abajo
haciendas y viva pueblos!” Era un grito político, profundamente
revolucionario, porque para los oídos campesinos hablaba no sólo de la
recuperación y el reparto de las tierras, sino también de la conquista de la
capacidad de decidir, arrebatada a las haciendas como encarnación local del
poder omnímodo del Estado nacional y entregada a los pueblos, al sencillo y
claro instrumento de autogobierno de los campesinos.
Esa
organización, además, era invisible para los opresores. Pasaban a su lado y no
la veían, porque se confundía con la vida misma de esos campesinos cuya
capacidad de pensamiento colectivo menospreciaban. Ella estaba fuera de la
lógica mercantil de la mentalidad burguesa y terrateniente, porque su
funcionamiento no se basaba en, ni tenía nada que ver con las sociedad de los propietarios iguales de mercancías, con
el reino mercantil del valor de cambio, sino que provenías de una antigua
tradición de asociación de productores,
iguales en el trabajo, no en la propiedad. Los gobernantes, los terratenientes,
los funcionarios y los mayordomos no podían ver la relación interior de los
pueblos aunque la tuvieran ante sus ojos: tenía una trasparencia total para su
mirada de opresores. Era una especie de clandestinidad abierta de masas de los
campesinos. La palabra catrín designaba a cuanto quedan
fuera de ella.
La clave
del sur reside entonces, a nuestro entender, en que la lucha por la tierra,
iniciada bajo el llamado tibio de Madero, encontró en el curso de la revolución
una forma de organización independiente del Estado y de sus fracciones
políticas, propias de los campesinos, anclada en su tradición, abierta a la
alianza con los obreros, y al mismo tiempo, un germen de alianza obrera y
campesina encarnada en la figura misma del campesino-proletario de los campos
azucareros y de los modernos ingenios de Morelos.
Todo eso se
resume en esa verdadera declaración de independencia programática y
organizativa que es el Plan de Ayala
(el cual, para trascender al plano nacional, tuvo por fuerza que legitimarse
invocando a una de las fracciones burguesas dirigentes). Mucho se ha discutido
sobre quién redactó el Plan. Basta leerlo para darse cuenta: no importa de
quién fue la mano; quienes lo pensaron y lo elaboraron fueron los campesinos.
Es su lógica la que está en sus artículos: el Plan de Ayala huele a tierra. Su
eje central es lo que los juristas llaman la inversión de la carga de la
prueba. En todas las reformas agrarias burguesas, incluida la vagamente
prometida por madero y la ley carrancista de 1915, se dispone que los
campesinos deben acudir ante los tribunales para probar su derecho a la tierra
poseída por el terrateniente y que, oídas ambas partes, el tribunal decidirá.
En el Plan de Ayala se dispone que la tierra se repartirá de inmediato y que
posteriormente, serán los terratenientes expropiados quienes deberán
presentarse ante los tribunales para justificar el derecho que invocan a la
tierra que ya les ha sido quitada. Es decir, al principio burgués de “primero se discute y después se reparte”,
los campesinos surianos opusieron el principio revolucionario de “primero se reparte y después se discute”.
En el primer caso, la carga de la prueba recae
sobre los campesinos; en el segundo, sobre los terratenientes. Esta
inversión radical constituye una subversión de la juridicidad burguesa. Aunque
para algunos pueda parecer una exageración, es allí, al nivel de las
abstracciones jurídicas, donde podemos encontrar mejor sintetizado y
generalizado el carácter empíricamente anticapitalista del movimiento revolucionario
de los pueblos zapatistas, cuyo partido en armas era el Ejército Libertador del
Sur.
El plan de
Ayala primer antecedente de las futuras leyes políticas de la sociedad de
transición al socialismo en México, decía que en un punto del país, el Estado
de Morelos, la insurrección campesina había escapado a la lógica estricta de la
subordinación a los intereses de unas fracciones burguesas dirigentes, como
sucede invariablemente e todas las revoluciones burguesas con base campesina.
La concreción material de esa declaración de independencia fue la negativa a
entregar las armas luego de los acuerdos de Ciudad Juárez y a abandonar el
control sobre el territorio ocupado por el ejército zapatista. Ambas decisiones
expresaban la lógica y el pensamiento de los pueblos, de cuyas formas de
discusión y funcionamiento tradicional recibieron la legitimación y el
consenso.
En torno a
esos dos ejes del sur, el programático y el organizativo, terminó por girar
toda la guerra de los campesinos mexicanos. Ellos determinaron, en el auge de
la revolución entre la Convención de Aguascalientes y la ocupación campesina de
la Ciudad de México en diciembre de 1914, el centro de gravedad de todos esos
movimientos, aún de los más alejados del foco zapatista.
Para
comprender el alcance de esta determinación, hay que ver la vastedad de la
guerra civil mexicana en su momento culminante. En 1914 no eran sólo los
destacamentos bajo los mandos más o menos regulares de los constitucionalistas
y los zapatista quienes estaban en armas. En realidad, incontables bandas
campesinas, a lo largo y a lo ancho del territorio nacional, organizadas
espontáneamente en los pueblos más distantes bajo los jefes naturales del
lugar, integradas por los hombres más jóvenes o más resueltos, se habían incorporado
a la bola, habían salido de la
inmovilidad y el tiempo lento del campo profundo para sumarse al movimiento
vertiginoso de los ejércitos revolucionarios, dentro de ellos, en torno de
ellos o con pretexto de ellos. Hay que tratar de imaginar lo que fue esa
conmoción del país en sus capas más profundas –ésas que nunca podían hablar ni
decidir y que durante siglos, en apariencia, sólo habían vivido en el estado de
fuerza de trabajo-, para alcanzar a discernir hasta dónde ella transformó
completamente al país y a sus gentes, hasta dónde el pueblo campesino mexicano
se rehízo a sí mismo en la revolución. Un atisbo de esto aparece en novelas
como Los de Abajo o, mucho mejor, en
crónicas como las de John Reed o las de Nellie Campobello. En haber sabido
poner allí su mirada y su capacidad de investigación histórica reside tal vez
el mérito mayor del insustituible libro de John Womack sobre la revolución
suriana. (6)
Como bien lo señala Armando Bartra, (7) en esa idea
rectora del zapatismo: que las masas decidan, está su
coincidencia con la prédica antiestatal del magonismo. Aquí está, al mismo
tiempo, un desencuentro trágico en la revolución, que contribuyó a encerrar el
zapatismo en la práctica revolucionaria campesina e impidió al magonismo
trascender al nivel superior de la
práctica revolucionaria concreta de masas. Flores Magón no aceptó la oferta de
Zapata, en septiembre de 1914, de publicar su periódico Regeneración en territorio zapatista, en las imprentas controladas
por los surianos y con papel producido por la papelera San Rafael, expropiada
por el Ejército Libertador del Sur. Aunque esto no podía evitar la derrota
posterior y tal vez la muerte; aunque sólo pocos números del órgano liberal
hubieran alcanzado a ser publicados en esas condiciones verdaderamente únicas y
excepcionales, imborrable habría sido la huella que este acontecimiento
revolucionario habría dejado en la tradición histórica de México.
La
debilidad teórica del magonismo, implícita en su concepción anarquista, se
tradujo en esta indecisión ante dicha práctica. Había que jugarse el todo por
el todo en 1914, había que jugarse el destino con Zapata. No lo hizo. No fue,
sin duda, a causa de una falta de valentía, que los magonistas tenían hasta
para regalar, sino falta de visión concreta, nacional, de la historia
universal; única forma, por lo demás, en que ésta se expresa en la realidad de
nuestra época. El pensamiento revolucionario del magonismo giraba en el vacío
sin alcanzar a engranar con los rudos y toscos dientes de la gran rueda del turbión
revolucionario de los campesinos mexicanos. ¿Pero es que el método de análisis
que deriva del programa abstracto del anarquismo –o de sus sucedáneos
contemporáneos- permitía ver la realidad entre la tremenda confusión del polvo,
la sangre y las patas de los caballos? Esta incapacidad del radicalismo
magonista trae a la mente el éxito contrario del marxismo radical de Lenin para
comprender al campesinado ruso; su famoso “análisis concreto de una situación
concreta”, cuya garantía de fidelidad a los principios reside en que, en el
método leninista, ese “análisis concreto” está siempre bajo la guía de un
criterio rector inflexible: el interés histórico del proletariado.
La
trayectoria del zapatismo es, en la revolución mexicana, la forma concreta de
ese fenómeno presente en todas las revoluciones: la doble revolución, la revolución en la revolución, la vía por
la cual las masas persisten en afirmar sus decisiones más allá de las
inevitables mediaciones de las
direcciones, el camino de su autonomía y su autogobierno organizado. Para medir los
alcances últimos de esa revolución campesina específica que fue la revolución
mexicana, hay que seguir los pasos del zapatismo. Esa trayectoria se sintetiza
y alcanza su cénit, aún a través de todas las imperfecciones y las
incompleteces, en una conquista sin precedentes y sin igual en la misma
revolución, cuyos alcances trascienden más allá de su derrota: el autogobierno
campesino de los pueblos de Morelos, lo que hemos llamado la Comuna
de Morelos. (8)
Combinación,
dinámica y periodización de la revolución
La revolución burguesa –que es la que
en definitiva da su forma y su programa al triunfo del movimiento
revolucionario- se desarrolla combinada con esta revolución de los campesinos.
Cuando decimos “combinada”, no nos referimos al hecho de que tenía una base de
masas campesina, pues éste es un rasgo normal de toda revolución burguesa en un
país agrario. La expresión “combinada” alude al hecho de que una parte de la
revolución campesina –caso específico de la revolución mexicana- era
relativamente independiente en programa y en organización y, al serlo, tendía
un puente hacia una dirección proletaria que estaba ausente. Estos explica sus
contactos con el magonismo a nivel nacional y la carta de Zapata sobre la revolución
rusa, pequeño y aparente fugitivo pedazo de papel, cuyo significado como signo,
sólo puede apreciarse en este contexto. Esto explica la figura singular de
Manuel Palafox y la curva d su destino personal en la revolución suriana. Sólo
una dirección obrera habría podido afirmar la independencia, la autonomía, el
autogobierno de la revolución del sur. No niega la existencia de estas
condiciones en forma tendencial, incluso embrionaria, en la revolución
zapatista, el hecho de que no encontrara aquella dirección obrera. Ésta, por
otra parte, no podía haber sido jamás la garantía infalible de la victoria,
porque ese tipo de garantías no existen en la historia, pero si la condición
para que aquellas tendencias pudieran manifestarse en forma explícita y plena.
La transición histórica de la experiencia de autogobierno zapatista habría sido
entonces mucho más directa, y no cifrada como en realidad fue.
A la
inversa, la inexistencia de aquella dirección tampoco fue la causa única y
determinante de la derrota que, por lo demás, en definitiva sólo fue parcial
medida a escala histórica, aunque la comuna morelense haya sido arrasada hasta
sus cimientos. Fue en cambio la causa de que los zapatistas tuvieran que
replegarse nuevamente a buscar salidas en las alianzas burguesas; y de que
Genovevo de la O, para volver a entrar en México con sus hombres después de la
muerte de Zapata, no encontrara otra vía que hacerlo cabalgando junto a Obregón
en 1920, es decir, aliándose con éste para derrotar al ala de Carranza y sus veleidades
restauradoras. (Por eso no se puede hablar de simple derrota de los campesinos
en general y en abstracto, sin tener en cuenta que el triunfo de Obregón, no el
de Carranza, es el balance definitivo 1920 del ciclo revolucionario iniciado en
1910).
La idea de
la combinación de la revolución expresa el hecho de que en el seno del mismo
movimiento revolucionario, a partir de la negativa zapatista a entregar las
armas, se desarrolló una verdadera guerra civil, con altibajos y ritmo propio,
cuya lógica y cuya dinámica es preciso explicar y no etiquetar. En el curso de
las lucha de clases en el interior de
la revolución mexicana, en el cual la fracción más cercana al interés histórico
del proletariado es el zapatismo y no, por supuesto, los Batallones Rojos
aliados al constitucionalismo. Esto no significa que los campesinos del sur
luchaban por el socialismo, programa del cual no tenían ni idea. Ellos luchaban
por la tierra (lo cual implicaba, no hay que olvidarlo, una concepción
específica sobre la organización colectiva de su vida diferente de lo que la
aspiración a esa misma posesión de la tierra significaba para, digamos, los
campesinos de Francia en 1789). Era la lógica de su movimiento la que iba en el
sentido de los intereses históricos del proletariado.
Prácticamente,
en todo el curso de la revolución hay siempre dos guerras: una guerra
política y una guerra social de clases. A partir
del golpe huertista, la segunda se radicaliza constantemente bajo el impulso
del movimiento ascendente de las masas. Tomando como base estas
consideraciones, podemos intentar una periodización de la revolución mexicana
que siga la línea del ascenso, la culminación y la declinación de la
intervención y de la capacidad de decisión efectiva de las masas en el
movimiento, es decir, que responda al criterio metodológico que concibe a la
revolución como “la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus
propios destinos”.
Podemos así
distinguir los siguientes períodos:
1.- Desde el Plan de San Luis y el 20 de
noviembre de 1910 hasta los acuerdos de Ciudad Juárez y la elección de
Francisco I. Madero a la presidencia (mayo-junio de 1911).
La revolución se presenta como una lucha entre dos
fracciones de la burguesía, en la cual el sector que intenta apoderarse del
control del Estado acude a la movilización de las masas en su apoyo.
2.- Desde el Plan de Ayala (noviembre de 19121)
hasta el golpe de Victoriano Huerta y el asesinato de Madero (febrero de 1913).
Es el período en el cual la actividad revolucionaria es
mantenida exclusivamente por la fracción zapatista. El maderismo dispersa a las
fuerzas armadas que movilizó, asume el control del Estado burgués y de su
ejército, y enfrenta con éste a la revolución campesina, mientras introduce
algunas reformas políticas democráticas en el Estado.
3.-Desde el Plan de Guadalupe (marzo de 1913)
hasta la batalla de Zacatecas (junio de 1914).
La revolución vuelve a extenderse como una nueva crisis
interburguesa, en un nivel superior al de la inicial, entre la fracción de
Huerta (que tuvo el apoyo de casi todos los gobernantes de los Estados, con
excepción de Coahuila y Sonora) y la encabezada por Venustiano Carranza. Esta
lucha, en la cual se organizan y triunfan los ejércitos constitucionalistas,
culmina con la destrucción del Ejército Nacional por la División del Norte en
Zacatecas. La revolución suriana sigue mientras tanto su curso propio, que se
entrelaza con el anterior pero conserva su lógica particular.
4.- Desde la Convención de Aguascalientes
(octubre de 1914) hasta la ocupación de México por los ejércitos campesinos
(diciembre de 1914).
El movimiento de las masas revolucionarias amadas alcanza
su cúspide. Es posiblemente el momento en que es mayor el número de hombres
armas en mano en los ejércitos y bandas revolucionarias. Se unen villistas y
zapatistas, atrayendo hacia sí a un sector pequeñoburgués radical del
constitucionalismo y controlando así la Convención de Aguascalientes. Queda
sellada la ruptura con el ala de Carranza y Obregón, y se abre una nueva etapa
de enfrentamiento armado las facciones revolucionarias. La Convención aprueba
el Plan de Ayala. Ella se presenta como la más auténtica encarnación jurídica
de la revolución; verdadero nudo de sus contradicciones, sus fuerzas y sus
irresoluciones; espejo de sus grandes sueños imprecisos y de sus trágicas
carencias teóricas y políticas. Con la bandera de la legalidad revolucionaria
de la Convención, la División del Norte y el Ejército Libertador del Sur,
ocupan la capital del país, e intentan establecer su propio gobierno nacional.
El ejército de Carranza y Obregón, debilitado por las fuerzas de atracción
social de los ejércitos campesinos en ascenso, se repliega sobre la costa de
Veracruz. Desde el norte hasta el centro, todo el país está dominado por los
convencionistas, mientras los constitucionalistas conservan sólo algunos
puertos en el Pacífico y el en Atlántico (Tampico y Veracruz), parte de
Veracruz y la península de Yucatán.
5.- Desde las batallas del Bajío (abril-julio de
1915) hasta el Congreso Constituyente de Querétaro (diciembre 1916-enero 1917).
La incapacidad de las fracciones campesinas para
organizar el Estado nacional; la inestabilidad y la defección posterior de las
débiles tendencias pequeñoburguesas que los apoyaron (Eulalio Gutiérrez, Lucio
Blanco, Martín Luís Guzmán); la radicalización del constitucionalismo y sus
leyes agrarias, obreras y administrativas (es decir, su capacidad para
reorganizar el Estado, un gobierno y un ejército); el comienzo del cansancio y
las desilusión de las grandes masas campesinas –diferentes de sus vanguardias
más politizadas incorporadas a los ejércitos villistas y zapatistas- ante la no
resolución de sus problemas y los sufrimientos de la guerra civil, son todos
factores convergentes que determinan el inicio del reflujo de la marea
revolucionaria, el paulatino repliegue de las masas y el avance de las fuerzas
burguesas y pequeñoburguesas organizadas bajo la bandera constitucionalista.
Bajo esa influencia, la Casa del Obrero Mundial se inclina definitivamente
hacia el constitucionalismo y firma el pacto de los Batallones Rojos dirigidos
contra los ejércitos campesinos. Obregón derrota a la División del Norte en las
cuatro batallas sucesivas del bajío y a fines de 1915 ésta ya ha sido
completamente destruida. El zapatismo se repliega sobre el Estado de Morelos y
allí, siguiendo su tiempo propio, lleva a su momento culminante su experiencia
de autogobierno, su ensayo de Comuna campesina. A la derrota del villismo sigue
el enfrentamiento abierto de Carranza con el movimiento obrero y la derrota de
la Casa del Obrero Mundial en la fracasada huelga de julio de 1916, lo cual
acentúa el descenso de la revolución. Calles recomienza en Sonora la represión
contra los yaquis y dicta medidas de exterminio contra la misma tribu que en 1913
había apoyado el movimiento de Obregón esperando recuperar sus tierras. Los
revolucionarios en el poder, al mismo tiempo que se preocupan en reorganizar el
Estado dictando la Constitución de Querétaro, retoman en nuevas condiciones la
vieja guerra del Estado contra los campesinos y se vuelven en todas partes
contra aquellos de sus aliados populares
que quieren hacer inmediatamente efectivas las promesas que los llevaron a
tomar las armas: zapatistas, villistas, yaquis, obreros, gente pobre de México…
La guerra mundial, mientras tanto, aísla a México entero en sus propios
problemas.
6.- Desde el Congreso de Querétaro hasta el
asesinato de Zapata (abril de 1919).
Apoyándose en el pacto constitucional, busca afirmarse la
fracción burguesa, que continúa su política de reincorporar al Estado una buena
parte del personal de funcionarios y administradores del viejo Estado
porfiriano, mientras la fracción pequeñoburguesa se repliega con Obregón.
Aquella, una vez más, como antes Madero, se desgasta en la guerra contra el
último bastión organizado de la revolución campesina, los zapatistas de
Morelos. Cuando finalmente este bastión se disgrega con el asesinato de su
jefe, la suerte de su antagonista, el carrrancismo, también está sellada: en la
lucha contra la revolución en retirada, su aislamiento social ha llegado al
punto máximo. En noviembre de1919 ese curso lo lleva al fusilamiento del
general Felipe Ángeles. Álvaro Obregón prepara su regreso.
7.- Desde el Plan de Agua Prieta (abril de 1920)
hasta la presidencia de Obregón (diciembre del 1920).
Sobre la derrota del ala radical de la revolución, la de
Emiliano Zapata, y el agotamiento de las fuerzas de su ala derecha y
conservadora, la de Venustiano Carranza, en el empeño por aplastar a aquella,
asciende finalmente la estrella de Álvaro Obregón, el general revolucionario
invicto que con el apoyo del ejército, asume el poder cuando las masas,
fatigadas, se repliegan. El pronunciamiento obregonista abre una nueva pugna
armada interburguesa en la revolución declinante, que se cierra con el
asesinato de Carranza y la entrada de Obregón a la capital flanqueado por el
general Pablo González, el verdugo del zapatismo, y el general Genovevo de la
O, el principal jefe campesino sobreviviente del ejército zapatista: imposible
un símbolo más trasparente del juego de equilibrios típicamente bonapartista en
que se apoya el nuevo poder de Obregón. Villa rinde sus armas, Obregón es
elegido presidente y asume el cargo en diciembre de 1920. La revolución ha
terminado.
La cuestión del
Estado
El resultado final de la revolución se definió sobre todo
a nivel del Estado. La revolución destruyó el viejo Estado de los terratenientes
y la burguesía exportadora, el Estado sancionado en la Constitución Liberal de 1857, y
estableció un nuevo Estado burgués –la Constitución de 1917 garantiza, ante
todo, la propiedad privada-, pero amputado de la clase de los terratenientes,
caso único en toda América Latina hasta la revolución boliviana de 1952. Se
cortó la vía de transformación de los terratenientes en burguesía industrial
(como en cambio ocurrió en Argentina, Uruguay, Chile y otros países de AL) y
ésta tomó un nuevo origen, especialmente en la pequeñoburguesía capitalista que
utilizó el aparato estatal como palanca de la acumulación de capital.
Ya desde
1915 el Estado que Carranza empezó a reorganizar integró en su personal a una
buena parte de los funcionarios del viejo Estado porfiriano, especialmente al
nivel de las administraciones municipales. Por otra parte los lazos de
continuidad con aquel Estado se mantuvieron a nivel de dos entidades de la
Federación: Sonora y Coahuila. Pero el estado de la revolución francesa también
hereda el personal y el aparato del Estado absolutista, y en cierto modo
continúa su tarea centralizadora y la lleva a su culminación. Y, sin embargo,
también lo destruye y lo niega. (9)
El corte entre el Estado porfiriano y el Estado
posrevolucionario es terminante. Consiste en lo siguiente: el Ejército Federal es destruido y fue sustituido por un nuevo
ejército, en el cual no fueron asimilados ni integrados los altos oficiales del
viejo ejército. Ésta es la esencia del corte en la continuidad del Estado, el
cual, según la síntesis de Engels, está constituido en último análisis por los
“destacamentos de hombres armados”.
Ese
ejército fue destruido en la batalla de Zacatecas. Y esa destrucción fue
realizada, por añadidura, por un ejército de campesinos dirigido por un general
campesino, Pancho Villa, que tomó Zacatecas desobedeciendo las órdenes de
Carranza. De ahí la condena al limbo de la historia que ha sufrido el general
Ángeles, quien traicionó a su clase poniendo sus conocimientos militares al
servicio del ejército revolucionario de los campesinos insubordinados contra
las órdenes de Carranza.
El ejército
fue destruido. Esto no ocurrió en Argentina con Perón ni en Chile con Allende:
el ejército de Pinochet es el mismo que el de Allende y el de Frei. Allí reside
el carácter radical del asalto de la revolución mexicana contra el Estado,
aunque luego el Estado reorganizado fue nuevamente un Estado burgués. Y si eso
fue posible, fue porque antes, en el momento decisivo, los zapatistas
conservaron sus armas y su autonomía. La confluencia de ambas fuerzas en
Aguascalientes marca el apogeo de la revolución.
Otro habría
sido el método de Carranza, si Villa no se hubiera insubordinado tomado
Zacatecas. Esto no es mera conjetura. Ese método se puso aprueba en la entrada
de Obregón en la ciudad de México a mediados de agosto de 1914, cuando en los
acuerdos de Teoloyucan los restos del gobierno huertista rindieron la plaza y
entregaron el poder al general Obregón. –es decir, a un jefe responsable de su
misma clase-, el cual se apresuró a reemplazar a los soldados federales por
soldados constitucionalistas en los puestos de avanzada dirigidos contra las
fuerzas zapatistas. Así como en Zacatecas hubo ruptura, en Teoloyucan –que no
habría existido sin Zacatecas- hubo continuidad. Pero la Convención de
Aguascalientes, salió de Zacatecas, no de Teoloyucan, y esa fue la verdadera
convención revolucionaria, aquélla donde convergieron todas las fracciones y
donde se sancionó la ruptura con el Estado anterior que en los hechos se había
producido con la derrota del Ejército Federal. En la Convención de
Aguascalientes contra la terca oposición de Carranza que siempre los consideró
bandidos, entraron con plenos derechos los zapatistas sin disolver su ejército
ni su organización, es decir, sin deponer los instrumentos de su autonomía
frente al Estado.
Se dirá que
el Estado mexicano no se reorganizó a partir de Aguascalientes sino de
Querétaro. Es cierto. Pero Querétaro se produjo más de un año después de la
ruptura de Aguascalientes, y sin esta convención no habría habido aquel
congreso, ni éste hubiera tenido el mismo carácter. Querétaro es en cierto modo
la continuidad que ha incorporado la ruptura: todo esto se refleja, pese a
todo, en la Constitución de 1917, que no es la que quería Carranza, sino la que
modificaron los jacobinos.
En las
mismas clases que componen la formación social hay una continuidad, sin duda.
Pero hay también una alteración profunda de las relaciones entre ellas, no
solamente al nivel de la trasferencia del poder, sino también al de una
trasferencia de propiedad agraria, y no tanto a los campesinos, sino a la nueva
burguesía ascendente entrelazada con la clase terrateniente en declinación a
partir del momento en que piérdelas mágicas y todo poderosas palancas del
Estado. Una nueva fracción de las clases poseedoras asciende al poder
apoyándose en los métodos revolucionarios de las masas y organiza el Estado
conforme a sus intereses y teniendo en cuenta sobre todo las nuevas relaciones
entre las clases.
El rasgo
fundamental de esa reorganización no estás, a nuestro entender, en el artículo
27 de la Constitución, pese a su innegable importancia. Está en el artículo
123. El artículo 27 fija los marcos para arreglar los problemas de la propiedad
agraria, es decir, la cuestión capital en el estallido de la revolución. Pero
el artículo 123 se refiere a la cuestión capital del futuro, no del pasado: las
relaciones del Estado con el movimiento obrero. Da los marcos para la integración del movimiento obrero en el
Estado, que comenzará en su nueva fase a través del moronismo. Es el pacto
que el Estado ofrece al proletariado a condición de que se someta a su
ordenamiento jurídico. A través del artículo 123, es el Estado quien da al
programa por el cual luchará el movimiento obrero en la república que surge de
la Constitución de 1917. Por este carácter precursor y avanzado de dicho artículo,
sancionando conquistas que tardarán decenios en pasar a la realidad –algunas
siguen todavía siendo promesas-, significa, en los hechos, fijar al movimiento
obrero organizado los objetivos por los cuales habrá de luchar, por los cuales
es lícito organizarse y que puede esperar conquistar dentro del Estado y con el
apoyo de éste.
Esto no
quita que el movimiento obrero vea el artículo 123 como una auténtica conquista
producto de sus luchas y, más aún, que efectivamente lo sea, como lo son el
sufragio universal y el derecho de organización sindical. El artículo 123 no es
una trampa, es una conquista real y muy avanzada para su tiempo. La trampa está
en presentarlo como el programa histórico sobre el cual debe organizarse el
movimiento obrero, en sustitución de la perspectiva de su organización
independiente del Estado para luchar por el socialismo. (10) Es por eso que el
artículo 123 constituye la pieza jurídica clave de la estabilidad de la
república burguesa, no contra los intentos restauradores de las viejas clases decaídas y derrotadas en
la revolución, sino contra los proyectos revolucionarios de organización independiente
de la clase que puede proponerse en el futuro arrebatar el poder a la
burguesía: el proletariado.
Sin que
pueda caber la menor duda, lo que surge de la Constitución de 1917, por las
relaciones de propiedad que ésta sanciona y preserva es una república burguesa,
un Estrado burgués. Esto es lo que se refiere al carácter de clase del Estado: ese carácter no puede sino definirse
con el nombre de la clase dominante a cuyos intereses sirve fundamentalmente el
Estado. Por eso el lenguaje marxista dice Estado
Feudal, Estado burgués, Estado
obrero cuando quiere aludir inconfundiblemente a su carácter de clase. (11)
Pero Estado no es lo mismo que gobierno. Un Estado
burgués por su connotación de clase, puede tener diversos tipos de régimen de
gobierno, desde la dictadura fascista hasta la república parlamentaria, del
mismo modo como puede tener diversos regímenes de gobierno un Estado Obrero o un
Estado Feudal, sin que por ello cambie su carácter de clase. Por eso al
calificar de “bonapartista” al régimen surgido de la revolución mexicana, no se
alude al carácter de clase de Estado ni se está inventando un nuevo tipo de
Estado que no es ni burgués ni obrero. Se está hablando de otra cosa diferente:
de su sistema de gobierno. Quien no
comprenda esto, estará haciendo una polémica falsa contra la utilización de una
categoría tan vieja como el método marxista, que el marxismo revolucionario ha
mantenido siempre actual en su instrumental teórico para precisar el carácter
específico de regímenes muy diversos entre sí.
¿Por qué es
bonapartista el régimen que Obregón instaura después del pronunciamiento de
Agua Prieta? En esencia, porque se alza por encima de una situación de
equilibrio posrevolucionario entre las clases y asciende al poder estatal
apoyándose en varios sectores de clases
contrapuestas, pero para hacer la política de uno de ellos: la consolidación de
una nueva burguesía nacional, utilizando fundamentalmente la palanca del Estado
para afirmar su dominación y favorecer su acumulación de capital. Obregón sube
apoyado por el ejército, que ve con desconfianza las tentativas de restauración
de Carranza; por los campesinos zapatistas a través d Gildardo Magaña que
esperan el cese de la represión carrancista y el reconocimiento legal de
algunas de sus conquistas revolucionarias que Carranza les niega; por los
obreros de la CROM a través de Luis N. Morones, que también se oponen a
Carranza y confían en la aplicación del pacto del artículo 123; por buena parte
de la pequeñoburguesía urbana, que busca la estabilidad y el cese de las
conmociones revolucionarias, y sólo lo ve posible a través de alguien de capaz
de mediar con obreros y campesinos; por una parte de las clases poseedoras
–industriales y aun terratenientes-, que también buscan la estabilidad y el
cierre del ciclo revolucionario para reflotar sus negocios, y ven que el
carrancismo es incapaz de asegurar esa perspectiva. Por razones diferentes, y
aun antagónicas, Obregón es llevado al poder alzándose en equilibrio por encima
de esa fracciones de clase, para desarrollar una política típicamente burguesa.
(12)
Con una peculiaridad, sin embargo, en relación a sus
modelos. Marx inicia su Dieciocho
Brumario con la frase famosa: “Hegel dice en alguna parte que todos los
grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si
dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra
como farsa. Caussidière por Dantón, Luis Blanc por Robespierre, la Montaña de
1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a 1795, el sobrino por el tío”. La
peculiaridad de Obregón es que combina, a la vez, la tragedia y la farsa, el
sobrino y el tío, Napoleón I y Napoleón “el Pequeño”, en una sola figura que va
desde su brazo manco a sus ojillos sonrientes en una ambigüedad de fondeo que
es la misma del régimen del cual es fundador y modelo insustituible.
Este juego
de fuerzas contrapuestas da como resultado una gran preponderancia del aparato político, que se alza en apariencia
por encima de las clases para administrar como cosa propia el Estado burgués y
aplicar su proyecto de desarrollo capitalista. Pero puede hacerlo porque la
fracción vencedora es a la vez la representante y la directora de un ala de la
revolución, no de la contrarrevolución. De ahí proviene su legitimidad ante las
masas y el hecho de que la memoria histórica de éstas rechace hasta hoy toda
interpretación de la revolución que la conciba como una derrota pura y simple
de sus aspiraciones, mientras desconfía invenciblemente de quien quiere
presentarla como un triunfo completo del pueblo mexicano. La llamada burguesía revolucionaria no obtiene el
consenso para su régimen en cuanto burguesía capaz de dirigir la nación, sino
en cuanto revolucionaria heredera de la tradición y del mito de la revolución
que explota a su favor. En esa ideología de la revolución mexicana, en ese mito
que legitima el poder burgués, queda atrapada la conciencia de las masas en
todo el período posterior. Pero como todos los mitos, éste tiene raíces en la realidad, aunque sus ramas, su follaje
y sus flores adormecedoras crezcan frondosamente en el aire viciado de las
ideologías estatales.
El Estado
de la nueva burguesía se impuso sobre las masas pero quedó dependiente de su
apoyo y su consenso. Las masas que hicieron la revolución no triunfaron. Pero
tampoco fueron vencidas. Esta contradicción explica y atrapa a todo el sistema
estatal alzado y desarrollado en la época posterior y es un resorte oculto en
cada una de sus contradicciones interiores.
Los nombres de la
revolución: ruptura y continuidad
Podemos llegar ahora a la cuestión de los nombres de la
revolución sabiendo que de lo que se trata, en definitiva, no es de ponerle un
nombre, sino de definirla teóricamente. Y la teoría no puede ignorar esta
extrema complejidad de la realidad, pero tampoco tiene porque rendirse
agnósticamente ante ella.
Por sus
objetivos programáticos y sus conclusiones, la revolución mexicana no sobrepasó
los marcos burgueses. En ese sentido, no es ilegítimo ubicarla entre las
revoluciones burguesas democráticas. Pero si nos quedamos allí, ignoraríamos su
especificidad de masas, su lógica interior de revolución permanente, los rasgos
que la llevaban a sobrepasar esos límites y su ubicación en la historia
universal en la frontera entre las últimas revoluciones burguesas y la primera
revolución proletaria, la de octubre de 1917 en Rusia. Haríamos lo contrario de
lo que hicieron, entre otros, Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo, al analizar en
su complejidad en movimiento la revolución rusa de 1905, lo primero que tenemos
que decir es que como revolución burguesa está incompleta porque la burguesía
no ha cumplido ni puede cumplir sus tareas fundamentales; fundamentalmente no
ha resuelto el problema de la tierra ni el de la independencia nacional. No ha
realizado la nación burguesa, ni puede hacerlo ya en la época del imperialismo
y del capitalismo declinante.
Por la dinámica
interior del movimiento de masas, particularmente en su función más radical, la
revolución superaba los marcos burgueses y adquiría un sentido potencial y
empíricamente anticapitalista. Esto se expresó, aún con todos sus límites, en
la legislación obrera, este contenido no podía desarrollarse ni manifestarse en
toda su plenitud; pero quedó presente en la conciencia y en la experiencia histórica
de las masas, que fueron sus portadores y protagonistas, y marcó en parte a la
izquierda jacobina de la democracia, tanto en la Convención como en Querétaro.
Hay que pensar que era apenas en 1916, y que la revolución rusa de 1917 era
todavía cosa del futuro.
En esta
dinámica la que quedó, no incompleta, sino interrumpida, dejando en las masas
un sentimiento de revolución inconclusa que, si los revolucionarios marxistas
no saben explicarlo, lo utiliza la burguesía como alimento de sus
mistificaciones ideológicas. Decimos interrumpida porque obviamente no
continuó, pero tampoco fue, dispersada, aplastada ni vencida, en cuyo caso el régimen
posterior no habría necesitado ser bonapartista, sino que hubiera expresado en
forma directa y sin mediciones la dominación de la burguesía, tal como lo
concebía y como trató de imponerlo tenazmente Carranza, o como soñó establecerlo al principio Madero.
La idea de
la interrupción de la revolución es una
respuesta al siguiente problema fundamental de la historia contemporánea de México:
saber si un abismo, una ruptura completa e histórica separa a la futura
revolución socialista de la experiencia y las conquistas de la revolución
mexicana; o si lo que ésta ha dejado en la conciencia
organizativa y en la experiencia histórica de las masas mexicanas puede
integrarse y trascrecer en los contenidos anticapitalistas de la revolución
socialista. Según la respuesta que se dé a este problema, surgen dos
concepciones diferentes de las tareas presentes y futuras de los
revolucionarios en el país.
Indudablemente,
la idea de la simple continuidad de una revolución victoriosa es una idea
burguesa, ingrediente básico en todas las mistificaciones de la burguesía en el
poder, para asegurarse el consenso de las masas. Pero dar por simplemente derrotadas
a las masas en la revolución es una idea ultraizquierdista que pasa por encima
de la experiencia y la conciencia reales acumuladas en las masas,, y deja
entonces a éstas a merced de la
mistificación burguesa y en los límites en que la ideología oficial del
Estado las encierra. Es imposible, entonces, organizar la ruptura de la conciencia
de las masas, que no puede partir sino de su experiencia, con el Estado de la
burguesía que se ampara en el mito de la revolución mexicana.
La organización
de la revolución socialista supone una ruptura con ese mito, no una continuación
de la vieja revolución mexicana, porque supone una ruptura con el Estado
burgués engendrado por esta revolución. Es a ese nivel donde se establece la
continuidad, mientras al nivel programático se opera la ruptura. Sin esta
comprensión de los dos niveles que corresponde a la combinación de la revolución
mexicana ya analizada, no se puede comprender la combinación en movimiento de
ruptura y continuidad, que es la esencia de todo trascrecimiento de la
conciencia de las masas desde un nivel programático a otro superior, en este caso,
desde el nivel nacionalista y revolucionario al nivel socialista. Allí reside
la cuestión esencial de toda revolución: organizar
la conciencia y, en consecuencia, la actividad de las masas.
En un plano
más general, toda tarea organizativa de ese tipo requiere comprender en toda su
dimensión la conciencia y a experiencia
adquiridas y acumuladas por las masas y por la nación. El pueblo de México aprendió
en su propia historia que la revolución es violenta; esa es la enseñanza del
villismo y del zapatismo. Su vanguardia obrera necesita hacer suya, en sus
formas actuales de organización, la lección fundamental del zapatismo: es
necesario organizar a la clase obrera y a las masas fuera del Estado,
independientemente de éste; son necesarios los órganos de decisión que
representen y garanticen la autonomía de la clase obrera y de las masas: es
necesario el programa revolucionario de clase que exprese esa autonomía.
La
revolución mexicana modeló de abajo a
arriba a este país. Forjó y templó, en el sentido más extenso de la
palabra, el carácter, la decisión, la conciencia, las tradiciones del pueblo de
México. Las masas que salieron de la tormenta revolucionaria en 1920 no eran
las mismas que la desencadenaron en 1910: habían derribado varios gobiernos;
habían destruido la clase de sus opresores más odiados, los terratenientes;;
habían ocupado con sus ejércitos revolucionarios la vieja capital de los
opresores; habían derrotado, humillado y destruido a su ejército, el mismo que
por tantos años había sido el símbolo de la represión y el terror contra las
masas; habían ejercido formas de autogobierno; habían ocupado y repartido
tierras; habían enviado a sus jefes militares a la Convención. En una palabra,
habían irrumpido en la historia por primera vez, tomando violentamente en sus
manos, mientras la revolución ardió, el gobiernos de sus propios destinos.
Ningún revolucionario puede preparar el futuro de México si no estudia, comprende, asimila el incorpora al programa de la revolución socialista esa experiencia y esas conclusiones colectivas de las masas del país. Ésta es nuestra preocupación, no una discusión académica sobre nombres, por la interpretación marxista de la revolución mexicana.
NOTAS
1.- Es una tarea iniciada por varios, pero, a mi
conocimiento, aún no concluida satisfactoriamente por nadie, la de hacer una sociología de los ejércitos revolucionarios,
y en particular de la División del Norte. A fines de los años 60, Carlos
Monsivais anotaba en uno de sus ensayos: “Aún no se ha escrito la saga de la
División del Norte”.
2.- Véase el notable estudio de Héctor Aguilar Camín, La frontera nómada, México, Siglo XXI
Editores, 1977.
3.- “La acumulación originaria del capital y la acumulación del capital por
la producción de plusvalía son, en efecto, no solamente dos fases consecutivas
de la historia de la economía, sino también procesos económicos concomitantes.
(…) El crecimiento internacional y la extensión del modo de producción
capitalista, desde hace dos siglos, constituyen por lo tanto una unidad dialéctica de tres elementos: A)
la acumulación corriente del capital en la esfera del proceso de producción ya
capitalista; B) la acumulación originaria del capital fuera de la esfera del
proceso de producción ya capitalista; C) la determinación y la limitación de la
segunda por la primera, es decir, la lucha competitiva entre la segunda y la
primera”. Ernest Mandel, Le troisième ãge
du capitalisme, Tomo I, Cap. 2, “La estructura de la economía capitalista
mundial”, París, Unión Générale d´Editions, 1976, pp. 88 y 90. Hay traducción
en español de este capítulo en la revista Crítica
de la Economía Política, Núm. 1, México, Ediciones El Caballito,
octubre-diciembre de 1976.
4.- Comentando los escritos de Marx sobre la revolución
española, dice Michel Löwy: “En fin, la lección metodológica esencial que se
desprende de estos escritos de Marx es que el proceso histórico se halla
condicionado no sólo por la base económica, sino también por los hechos del
pasado (sociales, políticos o militares) y por la praxis revolucionaria de los
hombres en el presente” (en Dialéctica y
revolución, México, Siglo XXI Editores, 1976, p. 49).
5.- Marx no hablaba de la revolución campesina, sino de
la transformación de la revolución
burguesa en revolución proletaria. Ésta, sin embargo, era su lógica: cuando los
demócratas lleguen al poder llevados por la revolución “los obreros deberán
llevar al extremo las propuestas de los demócratas que, como es natural, no
actuaran como revolucionarios, sino como simples reformistas. Estas propuestas
deberán ser convertidas en ataques directos contra la propiedad privada. (…) La
máxima aportación a la victoria final la harán los propios obreros alemanes
cobrando conciencia de sus intereses de clase, ocupando cuanto antes una
posición independiente de partido e impidiendo que las frases hipócritas de los
demócratas pequeñoburgueses les aparten un solo momento de la tarea de
organizar con toda independencia el partido del proletariado. Su grito de
guerra ha de ser: la revolución permanente”
(K. Marx, Mensaje del Comité Central a la
Liga de los Comunistas, marzo de 1850, publicado en Marx-Engels, Obras escogidas, Tomo I, Moscú,
Editorial Progreso, 1973, p. 189)
Marx ubicaba en la organización
independiente de la clase consecuentemente revolucionaria la clave de la permanencia o de la
continuidad de la revolución abandonada
por los demócratas burgueses que la encabezan en su primera fase. Veremos bajo
cuáles formas transfiguradas aparece –o no- esta condición de la revolución
mexicana.
6.- Pueden encontrarse en la revolución mexicana y en su
fracción zapatista la expresión de la dialéctica de las revoluciones y de su
ala extrema, la que se empeña en proclamar la permanencia de la revolución,
generalmente derrotada cuando empieza el reflujo y, no obstante, anunciadora de
la marea del futuro: Francia 1789 y Babeuf; París 1848, las jornadas de junio y
el Mensaje de Marx de marzo de 1850; Rusia 1917 y la Oposición de 1923; China
1927 y la tendencia de Mao; España 1936y las jornadas de mayo 1937 en
Barcelona, y la lista podría continuar…
7.- “En la insistencia de los liberales por las
reivindicaciones económicas, y en la expropiación de la gran propiedad
territorial, la apropiación de las fábricas por los propios trabajadores y,
sobre todo, en el llamado a que estas transformaciones se llevaran a cabo por
el propio poder de las masas armadas en la medida en que avanzaba la
revolución, no podemos ver sólo el reflejo de la consigna anarquista que llama
a abolir la propiedad y la autoridad. Desde el punto de vista político, esta
línea representa la concepción de un progreso de masas realmente revolucionario
en la medida en que promovía que fueran las propias masas, el pueblo en armas,
quien ejerciera el poder y llevase a cabo democráticamente las transformaciones
sociales. Esta cuestión, más que consideraciones ideológicas, constituía la
piedra de toque y el punto de deslinde táctico, y las fuerzas realmente
revolucionarias, cualquiera que fuera su ideología y programa, califíquense de
liberales o agraristas, llámense sus líderes Emiliano Zapata, Francisco Villa o
Ricardo Flores Magón”. (Armando Bartra, Regeneración/1900-1918,
México, Ediciones Era, 1977, Introducción, pp. 29-30).
8.- Véase Adolfo Gilly, La revolución interrumpida, México, Ediciones El caballito, 1977
(9ª ed.), Cap. VIII, “La Columna de Morelos”.
9.- No es inútil citar nuevamente el famoso pasaje de
Marx en El Dieciocho Brumario de Luis
Bonaparte: “Este Poder Ejecutivo, con su inmensa organización burocrática y
militar, con su compleja y artificiosa maquinaria de Estado, un ejército de
funcionarios que suma medio millón de hombres, este espantoso organismo
parasitario que se ciñe como una red al cuerpo de la sociedad francesa y le
tapona todos los poros, surgió en la
época de la monarquía absoluta, de la decadencia del régimen feudal, que dicho
organismo contribuyó a acelerar (…) La primera revolución francesa, con su
misión de romper todos los poderes particulares, territoriales, municipales y
provinciales para crear la unidad civil de la nación, tenía necesariamente que desarrollar lo que la monarquía absoluta
había iniciado: la centralización, pero al mismo tiempo amplió el volumen,
las atribuciones y el número de servidores del poder del gobierno (…) Pero bajo
la monarquía absoluta, durante la primera revolución, bajo Napoleón, la
burocracia no era más que el medio para preparar la dominación de clase de la
burguesía. Bajo la restauración, bajo Luis Felipe, bajo la república
parlamentaria, era el instrumento de la clase dominante, por mucho que ella
aspirase también a su propio poder absoluto”. (los subrayados son del autor) Es
clara la dialéctica ruptura/continuidad que Marx desarrolla en su razonamiento
sobre el Estado y su personal burocrático, aún en el caso de una revolución
social clásica como la francesa que marca el paso del poder de una clase
dominante a otra y la sustitución de un Estado por otro.
10.- Del mismo modo, para dar un ejemplo actual. La
trampa de los eurodiputados no consiste en defender las conquistas democráticas
de los obreros europeos –conquistas reales logradas por la lucha de masas- sino
en presentarlas como la vía al socialismo y en concebir la lucha por el
socialismo como un proceso de ampliación y extensión constante de la democracia
burguesa parlamentaria, y no como un proceso de creciente auto-organización del
proletariado y los trabajadores con su propio programa de clases y sus
organismos democráticos de deliberación y decisión.
11.- Lo cual dicho sea de paso, demuestra la pobreza
teórica de quienes han abolido o
consideran tabú la categoría marxista clásica de Estado Obrero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario