viernes, 5 de abril de 2024

 

LA IGLESIA CATÓLICA

EN LA

HISTORIA DE MÉXICO

 

Enlazada íntimamente está la Iglesia del Nuevo Mundo con la civilización europea que los misioneros evangelizadores trajeron a este continente. Para trazar un relato  coherente de la relación entre el Estado y la Iglesia católica en México, se ha de colocar cada uno en su propio ámbito de competencia, sin minimizar, tergiversar o destruir el lazo de unión que entre ambas entidades –con sus altibajos- ha existido a través de la evolución histórica de nuestra nación. Haremos una breve  descripción histórica de la relación Estado-Iglesia, desde sus inicios en 1521 hasta 1998. No se pretende hacer un relato completo y exhaustivo del tema, sino situar cronológicamente los hechos  que  consideramos relevantes y dignos de mención.

 

RELACIÓN IGLESIA-ESTADO DURANTE EL PERIODO COLONIAL.

ORÍGENES Y CONSOLIDACIÓN DE LA IGLESIA EN MÉXICO

(SIGLOS XVI, XVII Y XVIII)

 

SIGLO XVI

        El primer religioso del que se tiene noticia fidedigna de su llegada  a tierras mexicanas fue el diácono reducido Jerónimo de Aguilar, (1) quien naufragó en 1511 –de camino del Darién a la Isla Española- llegando a una provincia  llamada maya, esto en las costas de la península de Yucatán. Jerónimo de Aguilar fue rescatado en 1519 por la expedición de Hernán Cortés, y desempeñó un papel destacado como intérprete y traductor en la conquista  del imperio azteca.

         El 8 de febrero de 1517, Francisco Hernández de Córdoba salió de Cuba en viaje de descubrimiento; lo acompañaba un clérigo secular llamado Alonso González. Después de un azaroso viaje de 21 días, avistaron tierra, desembarcando el 5 de marzo de 1517 en Cabo Catoche. Este clérigo fue el primer sacerdote que pisó tierras mexicanas, aunque retornó a Cuba casi de inmediato.

         Posteriormente, se realizó una nueva expedición que zarpó de la Isla Fernandina (Cuba) el 1 de mayo de 1518, al mando de Juan de Grijalva. El capellán de la Armada fue el clérigo y licenciado Juan Díaz, quien a su regreso de la expedición escribió Itinerario de la Armada del rey Católico a la Isla de Yucatán en la India, libro con el que se inicia la serie de los relativos a la crónica de la conquista de México. Este  viaje también fracasó, regresando a Cuba.

         El 18 de febrero de 1519, Hernán Cortés salió del Cabo San Antón en Cuba, con once navíos, rumbo a las nuevas tierras para conquistarlas y  colonizarlas. El21 del mismo mes tocó  Cozumel –donde rescató a Jerónimo  de Aguilar-. Estuvo en Tabasco en el mes de marzo y el 21 de abril desembarcó en lo que hoy es San Juan de Ulúa, Veracruz, un Viernes Santo. Después de 2 años –el 13 de agosto de 1521, festividad de San Hipólito Mártir- culmina la conquista de Tenochtitlán.


Vocabulario en lengua castellana y mexicana [-mexicana y castellana] (1571) - Molina, Alonso de O.F.M

https://bibliotecadigital.aecid.es/bibliodig/es/consulta/registro.cmd?id=132

         Al parecer, Cortés era un hombre profundamente piadoso y una de sus principales motivaciones era llevar el Evangelio a los naturales idólatras de estas regiones, interés primordial para los  Reyes de España. Con la expedición de Hernán Cortés vinieron únicamente  dos sacerdotes: fray Bartolomé de Olmedo, de la Orden de la Merced, y el clérigo Juan Díaz, quien había venido con Juan de Grijalva (vide supra).

         Poco después de la conquista de México, llegaron tres frailes mercedarios, y  el 30 de agosto de 1523 arribaron a Veracruz tres franciscanos flamencos, que formaron la vanguardia de esa Orden: fray Juan de Tecto (Johann Decckers o Jean de Toict), fray Juan  de Ahora (Johann Van Der Auwera) y fray Pedro de Gante (Peter Van Der Mooere o Pedro de Mura). En 1542, los dos primeros acompañaron a Cortés en su malhadada expedición a Las Hibueras (Honduras), falleciendo ambos en este viaje. Pedro de Gante dedicó los últimos cincuenta años de su vida a cristianizar a los indígenas, luchando siempre con celo infatigable por el  bienestar  de su grey. Parece ser que, además de los anteriores, también llegaron con los conquistadores otros franciscanos: fray Diego de Altamirano, fray  Pedro de Melgarejo y un tal  fray Juan Barillas. (Según fray Jerónimo  de Mendieta, citado por Mariano Cuevas, 1992).

         El 13 de mayo de 1524 desembarcó en San Juan de Ulúa la primera corporación eclesiástica en Mesoamérica: la misión franciscana llamada de Los Doce, al mando de fray Martín de Valencia, considerados como los padres de la Iglesia en México. Con ellos, vino la civilización occidental a la tierra firme americana.

         El 23 de junio de 1526 llegaron a la ciudad de México los primeros doce frailes predicadores, dirigidos por fray Tomás Ortiz. Se  alojaron en el  primitivo convento de los franciscanos, que aún estaba en el sitio que hoy ocupa nuestra Catedral primada. En 1531, los dominicos de la Isla Española (Santo Domingo) reconocieron a los que estaban en México como parte de una nueva provincia que se llamó de la Santa Cruz, nombrando prior provincial a fray Francisco de San Miguel, quien llegó  a México en octubre de ese año, acompañado, entre otros, por el célebre fray Bartolomé de las Casas, defensor acérrimo de los derechos humanos de los indígenas americanos. Las Casas, con su tesonera dedicación, obtuvo el 2 de junio de 1537 que el papa Paulo III emitiera la bula Unigenitus Deus, seguida siete días después (9 de junio) por la Sublimis Deus,en donde la Iglesia reconoció oficialmente a los indígenas como seres humanos, entes racionales capaces de recibir la fe cristiana.

         A finales de 1527, fue electo el vizcaíno fray Juan de Zumárraga (1476-1548) como primer obispo e la diócesis de México, tomando posesión de la sede el 6 de noviembre de 1528. Sin embargo, el primer obispo nombrado para territorio mexicano fue fray Julián Garcés y la diócesis fue la Carolense (nombrada así en honor de Carlos I de España) que comprendía Cozumel y la Península de Yucatán; Garcés fue nombrado obispo de Tlaxcala en 1526. Zumárraga fue consagrado obispo el domingo 27 de abril de 1533 por el obispo de Segovia en la Capilla Mayor del Convento de San Francisco en Valladolid, España. En 1548 recibió el palio arzobispal.

         Entre las glorias de este franciscano está la de haber emprendido la erección de la Universidad de México, cuya cédula de fundación fue otorgada por Felipe II en la Ciudad  de Toro el 21 de septiembre de 1551. La inauguración solemne de cursos de la Universidad fue el 25 de enero de 1553. Asimismo, a Zumárraga se debe la introducción de la imprenta  en México en 1539; siendo el propio fray Juan el autor del primer libro impreso en nuestro país hasta ahora conocido: La breve y más compendiosa doctrina christiana en lengua mexicana y castellana. Este libro lo editó el primer impresor de México, Juan Pablos, en 1539.

         A Zumárraga le tocó ser uno de los actores más importantes en la aparición de la Virgen del Tepeyac, quien “al amanecer del sábado 9 de diciembre de 1531, se le apareció en el Cerro del Tepeyac a un indio de Cuautitlán llamado Juan Diego”. (2)

         El Guadalupanismo se inició lentamente durante el siglo XVI, siendo hasta mediados del siglo XVII cuando  recibió gran impulso por parte del clero y de la intelectualidad criolla, propagándose mediante numerosas coplas, novenarios, villancicos, poemas, etc. Los poetas también se afiliaron al nacionalismo que venía a representar la Guadalupana, vide: la obra de Sor Juana Inés de la Cruz, Ambrosio Solís de Aguirre, Francisco de Castro y Felipe Santoyo, entre otros. Como dice don Francisco de la Maza en su obra El Guadalupanismo mexicano: “cuatro fueron también los evangelistas de la Virgen de Guadalupe: el bachiller Miguel Sánchez, Luis  Lasso de la Vega, Luis Becerra Tanco y fray Francisco  de Florencia.”

         Miguel Sánchez publica en 1548 su obra Imagen de la Virgen María de Dios de Guadalupe, en donde se registra por primera vez la relación de las apariciones del Tepeyac, considerando a la imagen como un símbolo de la Patria. En 1649, Lasso de la Vega edita su Huei Tlamahuizoltlica Omenexiti Ilhuica Ihuapilli Sancta María, lo que en castellano  quiere decir: El Gran acontecimiento con que se apareció la Señora Reina del Cielo Santa María, en donde al escribir su obra en náhuatl, acentúa más el carácter nacionalista del prodigio. Becerra Tanco dio a conocer en 1675 su  obra: Felicidad de México en el principio y milagroso origen del santuario de la Virgen María  de Guadalupe, en donde trata de explicar –de acuerdo con los conocimientos de la época- la formación milagrosa de la imagen. A su vez, fray Francisco de Florencia en 1688, su obra: la Estrella del Norte de México, aparecida al rayar el día de la luz evangélica en este Nuevo Mundo en la cumbre del Cerro del Tepeyac, orilla del Mar Tezcocano, para la luz en la fe de los indios: para  rumbo cierto en los españoles en la virtud. Aquí el fenómeno guadalupano se vuelve puramente cuestión de fe.

         Resumimos lo anterior transcribiendo un párrafo de Francisco de la Maza, en su obra antes citada, cuando habla  del milagro del Cerro del Tepeyac:

         […] de esa necesidad interna, esencial, de un pueblo que comienza a ser; de la fe y del esfuerzo de los criollos del siglo XVII; de la intuición pética; de la exaltación oratoria; de la imaginación creadora, que anhela su propio símbolo, nace Nuestra Señora de Guadalupe, Madre, Águila, Redención y Esperanza, escudo blasón en donde se juntan lo ancestral y lo mitológico, la raíz prehispánica y la savia occidental; lo religioso y lo patriótico que puede encerrarse en estas palabras significativas Cuauhtli Tonantzin Guadalupe, Bandera, Madre Antigua, Madre Nueva, Madre Nuestra.

            Hasta aquí lo concerniente a la aparición de la Virgen de Guadalupe.

            El 22 de mayo de 1533 desembarcaron en Veracruz siete frailes agustinos, dirigidos por fray Francisco de la Cruz; llegaron  a la Ciudad  de México el sábado 7 de junio de ese año. Los discípulos de San Agustín desplegaron gran actividad y esfuerzo constructivo: para 1572, tenían 46 conventos esparcidos ´por el territorio novohispano, especialmente en Michoacán.

         Los jesuitas llegaron a San Juan de Ulúa el 9 de septiembre de 1572; 19 días después arribaron a la Ciudad de México, alojándose en el Hospital de la Concepción –más tarde de Jesús Nazareno- fundado por Hernán Cortés en 1524. Venían dieciséis  con su adre Provincial, Pedro Sánchez. Los jesuitas, vinieron a Nueva España con la finalidad de ejercer sus tres ministerios: 1. El propiamente sacerdotal, 2. La educación de la juventud –fundando colegios de Educación Mayor y Menor- y 3. La publicación de obras de todo género para el provecho espiritual.

         Durante el siglo XVI se crea la primera orden religiosa mexicana los Hipólitos, orden hospitalaria fundada por fray Bernardino Álvarez. Otras dos órdenes hospitalarias, los Juaninos y los Bethlemitas, llegaron a México posteriormente.

 

INQUISICIÓN

La Inquisición fue instituida en España por los Reyes Católicos en 1484. El 22 de junio de 1517, el cardenal Jiménez de Cisneros, Inquisidor General, confirió poderes inquisitoriales a todos los obispos de las Indias. Cabe señalar que esas facultades eran detentadas por los frailes predicadores, los que llegaron a (vide supra). A veces estas facultades recaían sobre los franciscanos y agustinos, quienes actuaban ad alternative, a falta de dominicos. Cuando  éstos llegaron a México, fray Tomás Ortiz quedó como inquisidor hasta 1528. En ese año, salió de la Nueva España, siendo sustituido por fray Domingo de Betanzos  al frente de la provincia y de la Inquisición. Sólo a partir de 1532, los dominicos se hicieron cargo formalmente del Santo Oficio.

         La vigilancia de la ortodoxia quedó en manos de fray Juan de Zumárraga, aunque en calidad de Ordinario, pues hasta el 27 de junio de 1535, el inquisidor general, don Alonso Manríquez dio poder inquisitorial al obispo de México. Tales funciones las detentó Zumárraga hasta 1544, pese a que permaneció en la Nueva España hasta 1546. Sus  labores como inquisidor fueron muy reducidas, no dejando sustituto alguno a su salida en lo concerniente al Tribunal de la Inquisición.

         Tras la muerte de Zumárraga en 1548, seis años estuvo vacante la sede de México, hasta la llegada del fray Alonso de Montúfar en 1554, quien se hizo cargo de los procesos contra la fe, sin delimitar sus atribuciones con precisión. Esta situación continuó hasta el 25 de enero de 1569, al firmarse el Real Decreto por el cual  se fundaba en toda su plenitud el Santo Oficio de la Inquisición de la Nueva España.

         El cargo de Inquisidor General recayó en la persona del inquisidor de Murcia, don Pedro Moya de Contreras, quien llegó a San Juan de Ulúa el 18 de agosto de 1571 y a la ciudad de México el 12 de septiembre del mismo año, ubicando la sede del Santo Oficio en el Convento de Santo Domingo. Poco más tarde, se estableció la Inquisición en una casa rentada, aledaña al costado oriente de dicho convento, propiedad de Juan Velázquez de Salazar, a quien la compraron en 1578 y que fue patrimonio de la Inquisición hasta 1820. En ese lapso, la construcción fue demolida y reconstruida entre 1734 y 1736 por el Maestro Mayor del Reino, don Pedro de Arrieta. Ese edificio –en la esquina de República de Brasil y Belisario Domínguez- es una de las más preciadas joyas de nuestra arquitectura colonial; actualmente pertenece a la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México

Procesos inquisitoriales en México

 

Periodo de fray Martín de Valencia

Periodo de Vicente de Santa María

Periodo de fray Juan de Zumárraga

 

Autos de Fe de 1574

Autos de Fe de 1575-1579

Autos de Fe de 1596

Autos de Fe de 1601

Autos de Fe de 1606

Autos de Fe de 1649

Autos de Fe de 1659

Autos de Fe de 1678

Autos de Fe de 1699

Autos de Fe de 1715

TOTAL

Casos

1

2

1

2

1

9

3

1

10

6

1

1

1

39

 

         Las actividades de la Santa Inquisición en México se centraron en tres aspectos: 1. Contra las malas costumbres; 2. La herejía; 3. La impiedad y perfidia judaicas. Durante los tres siglos de vigencia de este tribunal (1525-1820) la mayoría de los procesos fueron por delitos menores, tales como: palabras malsonantes, bigamia, hechicerías, desacatos, opiniones temerarias contra la religión, simulación, etc. Los menos., por herejía formal por propagación e impiedad judaicas, etc. Relajados en persona, o sea, condenados a muerte por sentencia inquisitorial y los tribunales precursores de ella, el padre Mariano Cuevas en su obra La Historia de la Iglesia en México, enlista 40 casos en trescientos años (véase el cuadro de arriba).

         Del total, 17 pertenecen al siglo XVI, 22 al siglo XVII y uno al siglo XVIII, de lo que resulta que la Inquisición condenó a un solo procesado a muerte cada siete años.

 

Real Patronato y Vicariato de Indias

En el siglo XVI, se comienza a estructurar la organización administrativa civil y religiosa de las nuevas posesiones ultramarinas de la Corona Española, iniciándose las relaciones entre las dos potestades: Iglesia y Estado. Es el siglo de la conversión, de la evangelización, de la intensa labor de los misioneros que recorrieron el enorme territorio de la Nueva España, llevando la  civilización y la palabra de Cristo, a confines desconocidos.

         En España, la Iglesia tenía un tinte marcadamente nacionalista. El episcopalismo español, unido a un efectivo autoritarismo regio, dio un matiz especial al funcionamiento de las actividades religiosas. No se tiene conocimiento de cismas o cuestionamientos doctrinales; paralelamente, las manifestaciones de lealtad al Romano Pontífice fueron espontáneas y numerosas. Sin embargo, en la realidad la Corona procuró reunir en los obispos locales la mayor autoridad posible, minimizando la pontificia. La Iglesia, al estar unida y dependiendo de la autoridad regia, daba como resultado una institución netamente hispana, particularista, que nunca llevaba las cosas a límites de ruptura con Roma, sino procuraba mantenerse dentro de la legalidad eclesiástica.

         Los afanes por parte de las autoridades españolas de mantener y obtener una gran serie de privilegios de tipo nacional, dificultaron cada día más cualquier arreglo razonable con la Santa Sede acerca de las mutuas relaciones que iban cambiando con el correr de los años y que modificaban las circunstancias que habían existido y originado su concesión. El gran ejemplo en esta materia lo constituye el Regio Patronato de Indias.

         Los orígenes del Patronato Real y del Regio Vicariato de Indias son un tema amplísimo, por lo que vamos a procurar trazar un resumen que ayude a aclarar su papel en historia eclesiástica de la América Española, durante el periodo Colonial.

         Según el Código de Derecho Canónico, el Patronato es: “la suma de privilegios con algunas cargas que competen por concesión de la Iglesia a los fundadores católicos de iglesia, capilla o beneficio, o también aquellos que tiene causa con ellos” (Cc. 1448-1472)

         El mismo Código cita como primer privilegio de los patronos, el presentar un clérigo para la iglesia o beneficio vacante (Canon 1455). En el caso de la América española, evidentemente fue también privilegio el más estimado y en el que más insistían monarcas y juristas. Fue este punto la principal fuente de conflicto entre la Iglesia y la Corona.

         Toda la Edad Media se caracterizó por una lucha entre la Santa Sede y los soberanos, en torno a las pretensiones al privilegio de la presentación a las dignidades y beneficios eclesiásticos. El Concilio de Trento abolió los derechos de Patronato provenientes de privilegios y no de derecho, pero estableció una excepción para las testas coronadas.

         Los antecedentes del Patronato Real de Indias, pueden situarse en la culminación de la Reconquista. La Guerra de Granada fue la gran ocasión que aprovecharon los Reyes Católicos, para conseguir del Papa los derechos de Patronato con la amplitud deseada para los territorios recién conquistados –Granada y las Islas Canarias-; presentándose luego el Patronato de América, como continuación del de Granada: nuevos territorios que se añadían a la Iglesia y que había que organizar, controlar y  defender de enemigos visibles e invisibles.

         Julio II hace posible el Patronato Universal de Indias, con derechos similares a los de Granada, con la Bula Universalis Ecclesiae Regiminis, del 28 de junio de 1508 al tratar de erigir las primeras sedes episcopales de los nuevos territorios allende el mar. Con la concesión del Patronato, Fernando el Católico  culmina el “constructo jurídico” con el que legitimó la dirección y el control regio de las nuevas cristiandades. Todo lo había conseguido a través de privilegios papales, aun cuando siempre fundamentó sus alegatos en los méritos contraídos en los descubrimientos de las tierras y en la fundación de sus primeras comunidades cristianas. Reconocía, sin embargo, que los privilegios eclesiásticos tan amplios de los que disponía, los debía a la largueza de los pontífices.

         Es hasta el reinado de Carlos V, cuando el papa Adriano VI –con la Bula Eximia Devotionis affectus del 23 de septiembre de 1523- otorga a España una declaración oficial acerca del derecho de presentación de los reyes a todas las sedes vacantes. (3)

         El Real Patronato de Indias era oneroso para la Corona, pues representaba una carga económica mantener al clero, facilitar los viajes de misión, construir y sustentar iglesias, hospitales y  otros centros de beneficencia. Las funciones propiamente dichas del patronato, pese a las innumerables bulas expedidas al respecto, no quedaron definidas con precisión en los primeros años, ya que en términos canónicos se mezclaban con la de cierta dirección de la obra religiosa y misional encomendada con anterioridad España y Portugal y que andando el tiempo, vino a ser llamado Vicariato y Delegación Regia, que convertía  a los soberanos en una especie de delegados vicarios de su Santidad, haciendo sus veces en el establecimiento de la nueva iglesia y en la evangelización de los naturales.

 

         SIGLO XVII

El siglo XVII en la Historia de México se caracterizó porque en él nace y se consolida el sentimiento de ser mexicano con sus rasgos peculiares, iniciándose así la formación del concepto de nacionalidad.

         Después del prolongado esfuerzo evangelizador efectuado a partir de 1524, en todo el territorio novohispano, en el siglo XVII predomina en forma casi absoluta el cristianismo en el pensamiento y las costumbres. La Fe Católica se encuentra firmemente anclada en todos los elementos que configuran los estamentos sociales de la Nueva España: peninsulares, criollos, mestizos e indígenas.

         Las manifestaciones de culto y los actos académicos se llevan a cabo en grandiosos edificios en medio de ceremonias fastuosas y solemnes, de acuerdo con una liturgia propia, reglamentada ya en la segunda mitad del siglo precedente y plasmada en libros en donde se indicaba con minucia los ritos y ceremonias que debían observarse en el país. Como ejemplo, valga el Manuales Sacramentorum, secundum usum Almae Ecclesiae Mexicanae extractado de los rituales Romano, Toledano, Salmantino, Sevillano, Granadino, Palentino y otros- impreso en México en casa de Pedro Ocharte en 1568 y utilizado por disposición del segundo arzobispo de México, fray Alonso de Montúfar (1551-1572). (4)

            Hubo una explosión de vocaciones religiosas, casi como en la Madre Patria; el clero secular se educaba en los seminarios instituidos por las diferentes diócesis. La Inquisición vigilaba celosamente la ortodoxia católica, reprimiendo con energía los pequeños brotes disidentes que llegaron con los inmigrantes extranjeros; las autoridades civiles –desde los virreyes hasta el último funcionario- fomentan y apoyan este ambiente de religiosidad. Todo lo anterior se conjuga para lograr que en menos de un siglo, la Nueva España dejará de ser un país de misiones y se convirtiera en uno de los bastiones más florecientes de la Cristiandad.

         En la Academia y en los conventos se predicaban y cultivaban con provecho las ciencias eclesiásticas. En la Universidad, la facultad más frecuentada y prestigiosa es la de Teología, en cuyas cátedras los más preparados y preclaros ingenios de la Colonia, expusieron las principales escuelas de pensamiento escolástico español (Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Melchor Cano, Bartolomé de Medina y el eminentísimo Francisco Suárez, entre otros). Mismo pensamiento que sostenían, enseñaban y fomentaban las órdenes religiosas, entre las cuales la Compañía de Jesús, se situaba como una de las más modernas, ocupando los primeros puestos en el cultivo  de esta disciplina y en la práctica de la santidad.

         Lo anterior se dio dentro de un contexto con rasgos característicos. El clero regular –franciscanos, dominicos, agustinos y jesuitas- predominaba  sobre el secular, dirigiendo la vida religiosa de los nuevos territorios, constituyéndose de hecho en la fuerza social más poderosa. Lo anterior condujo a enfrentamientos frecuentes entre la jerarquía religiosa y los poderes civiles. Otra cara característica social importante que se da en este siglo, es la problemática generada en torno a la preeminencia de los religiosos españoles sobre los criollos para ocupar los puestos dirigentes –especialmente dentro del clero regular-, conocida como la disputa de las alternativas. Los criollos se sentían distinto a los peninsulares y pronto les resultó molesto estar sometidos a su autoridad en todas las actividades sociales. Estas disputas, consideradas como los primeros brotes de un sentimiento nacional y autonomista, aparecen en forma natural en las comunidades mejor preparadas intelectualmente y con capacidad de disidencia: las corporaciones religiosas.

         Esto dio origen a Breves papales, Cédulas Reales, tesis, cartas, etc., recomendando al clero secular que, en igualdad de condiciones, fueran escogidos para las parroquias sacerdotes criollos y que, cuando se propusieran obispos a las sedes vacantes se tuviera en cuenta  para su designación, primero el interés del país. Por el contrario, en las órdenes religiosas –donde los superiores eran electos- ya desde 1573 se formaron los bandos de criollos y peninsulares que se disputaban los principales cargos de la Orden, los que una vez logrados, procuraban otorgar todos los puestos clave a los de su parcialidad. Esto a veces ocasionaba verdaderas batallas campales entre los inconformes, de tal suerte que era necesaria la intervención de la fuerza pública, las autoridades civiles y religiosas para resolver las diferencias.

         Aparentemente, en 1619 quedó zanjada dicha cuestión, con un Breve de Urbano VIII, en el que ordenaba que criollos y peninsulares alternasen en el Gobierno, pero como la parte más numerosa casi siempre se resistía a someterse al turno, siguió  la problemática que sólo a fuerza de Cédulas Reales pudo más o menos controlarse.

         Complementamos este tema relativo al sentimiento criollo, con lo  que nos relata el cronista agustino Juan de Grijalva:

         Generalmente hablando [de los criollos] son los ingenios tan vivos que a los 11 o 12 años leen los muchachos, escriben cuentas, saben latín y hacen versos como los hombres famosos de Italia. De 14 a 15 años se gradúan en artes y hablan en la Facultad con la facilidad y presteza que suele hablar en la doctrina  cristiana. La Universidad [de México] es una de las más ilustres que tiene nuestra Europa en todas las facultades. Experiencia tiene de ello Salamanca, que se precia  y se honra de tener a la Universidad por  su hija; de ordinario tiene estudiantes y catedráticos criollos, que así nos llaman, y al cabo de tantas experiencias, preguntan si hablamos en castellano o en indio los nacidos en esta tierra. Las iglesias están llenas de obispos y prebendados criollos; las religiones de prelados; las audiencias de oidores, las provincias de gobernadores; que con gran juicio y cabeza las gobiernan y con todo se duda si somos  capaces. (5)

         En este siglo, en donde la influencia del Patronazgo Regio sobre la Iglesia de las Indias se muestra en todo su esplendor. Se había obtenido de los papas Adriano VI y Julio II el derecho de designar a los misioneros para nuevo Continente, a percibir los diezmos, a probar y decidir sobre la erección de nuevas iglesias y conventos, y a presentar candidatos a las nuevas prebendas eclesiásticas.

         Aún más, Carlos V consiguió de Clemente VII nuevas concesiones entre ellas el derecho de revisar las sentencias eclesiásticas y de dar su placet o beneplácito para que los decretos pontificios pudieran implementarse en las posesiones ultramarinas. De tal manera fue la injerencia de la autoridad real en materia religiosa en las Indias que, de facto, el Rey suplantó el poder pontificio.

         Los obispos y clérigos que ejercían su ministerio en América, se sentían obligados con su   soberano a ejercer sus actividades, resguardando la responsabilidad  real en el gobierno de las Indias, censando  el aspecto legal y humano de la administración. Esto generó, en no pocas ocasiones, ásperos roces entre ambos poderes, el civil y el religioso. Aun así, había comunicación entre las dos potestades: la Iglesia y el Rey con su Consejo de Indias, mediante una nutrida correspondencia, en la que criticaba, opinaba y  se sugería con toda libertad sobre personas e instituciones, leyes y sucesos, denunciando abusos, proponiendo soluciones y reclamando el remedio con energía. “De esta copiosa y vigorosa intercomunicación, emanaban las más justas y humanas disposiciones del Consejo de Indias” (Gallegos, 1974).

         Las relaciones entre la Iglesia y el Estado en esta  centuria, generalmente transitaron por el sendero de la prudencia. Las rebeliones y las obstrucciones contra  el poder civil, casi siempre se dieron en forma de litigios en defensa de derechos, en algunos casos por sus susceptibilidades de carácter y en otros por franca intransigencia, en donde cada  parte culpaba a la otra del problema, terminando  con una que otra queja al Consejo de Indias y a lo más, remociones  de una o ambas partes contendientes. Mencionaremos a continuación los pleitos más sobresalientes que escenificaron obispos y virreyes.

         El primero se registró en 1605, entre  el  arzobispo fray García de santa  María de Mendoza con el Virrey Marqués de Montesclaros, por la sencilla razón de que éste creyó encontrar un ataque al Patronato, en cierto edicto publicado por el prelado.

         A finales de 1623 y principios de 1624, ocurrió el más estrepitoso de los pleitos entre obispos y virreyes: entre  el arzobispo Juan Pérez de la Serna contra don Diego Carrillo Mendoza y Pimentel, Marqués de Gelves y Conde de Priego, quien había llegado a la Nueva España en 1621. La diferencia surgió porque el alcalde de Metepec, don Melchor Pérez Varaéz, había venido a México a resolver unos cargos que se le hacían; cuando supo que se trataba de encarcelarlo y secuestrar sus bienes, se acogió al Derecho de Asilo que existía para todo aquél que se refugiase en cualquier iglesia o convento.

         Recibido por los dominicos, hasta  ahí  fueron a buscarle los de la Audiencia, quienes tapiaron las ventanas de la celda donde se hallaba don Melchor. Al saber de esto, el arzobispo protestó ante las autoridades civiles, reclamando la impunidad del asilo sagrado en que el alcalde de Metepec se hallaba. Las autoridades civiles, apoyadas por el Virrey, no hicieron caso  al arzobispo. La situación se tornó cada día más difícil, pues ninguna de las partes cedía, llegando el momento  en  que el Virrey condenó al  arzobispo, como “extraño” a estos reynos y  señoríos de su Magestad Católica” lo que equivalía al destierro en España.

         El arzobispo puso en “entredicho” a la ciudad. El Virrey lo mandó prender y llevarlo hasta Veracruz para  enviarlo a España. El arzobispo excomulgó al Virrey. Mientras tanto  la población –que estaba  bien enterada de estos sucesos- tomó partido desde un principio por su prelado manifestando su  inconformidad con reuniones callejeras –llegando  a juntarse hasta treinta  mil sujetos en la Plaza Real de México- exigiendo al Virrey el retorno de su arzobispo. El populacho, incitado por la conducta del Virrey –quien era de suyo impopular- quiso tomar  por asalto  el palacio incendiando las puertas y pidiendo la cabeza del gobernante. Temeroso éste por el giro que habían tomado las cosas, cede en su posición y ordenó el regreso del arzobispo De la Serna, con lo que se apaciguaron las cosas.

         También hubo sus  diferencias en 1635 entre el Señor Manzo y Zúñiga con el Virrey de Cerralvo, por “cuestiones de inmunidad de la Iglesia”. Como dice Gil González Dávila en su Teatro Eclesiástico de la Primitiva Iglesia de las Indias Occidentales. Momentánea fue la dificultad en 1657, de tipo protocolario entre el Virrey Duque de Alburquerque y el entonces arzobispo don Mateo Sagade Bugueiro, con motivo de qué lugar correspondía a los pajes del Virrey y cuál a los del arzobispo en los actos públicos de la Iglesia, en especial el día del Corpus.

         También hubo dificultades en, entre el arzobispo Diego Osorio de Escobar y Llamas, con el nepotista virrey, don Juan de la Cerda, Conde de Baños, debido principalmente a que éste interceptaba la correspondencia del arzobispo, en donde el Rey notificaba al clérigo por qué el  Conde de Baños dejaba el poder y, que éste tenía que entregárselo al señor Osorio.

         Como hemos visto, estos ejemplos arriba relatados son peccata minuta en el lapso de un siglo. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado caminaban la mayor parte del tiempo en armonía, velando conjuntamente por los intereses comunes del pueblo novohispano.

         Otra situación que se dio por fallas administrativas de la Matrópoli, fueron los lapsos de sede vacante, a veces pór varios años. Esto  persistiría durante toda la Colonia. Lo anterior, aunado a la extensión geográfica de la Nueva España (que cada día aumentaba con las nuevas expediciones de exploración) lo agreste del territorio, la carencia  de medios de comunicación adecuados y en ocasiones, la avanzada edad de los obispos, hacía que se descuidaran las parroquias, propiciando el relajamiento del clero encargado de ellas.

 

Colegios de Propaganda Fide

En el último tercio del siglo XVII, ocurre un suceso  de especial importancia que vendría a fortalecer la presencia  de la Iglesia en México y  en América durante el resto del periodo colonial. Nos referimos a la fundación y establecimiento de los Colegios Apostólicos de Propaganda  Fide (Propagación de la Fe), como consecuencia del Concilio de Trento.

         Uno de los dicasterios creados en el periodo de la Contrarreforma, La Congregación para la Conversión de los Infieles (1568) no alcanzó su  funcionamiento pleno sino hasta 1622, cuando  se convirtió en la Congregación de Propaganda Fide, cuyas principales funciones eran la conversión de los herejes y la lucha contra el protestantismo.

         En 1680, el superior de la Orden Franciscana nombra como Comisario Delegado a fray Antonio Lináz de Jesús María, para que: “[…] al frente de 24 varones de probado celo misional, viniesen a estas tierras […]”,  habiendo considerado que: “[…] el Instituto y Profesión de los frailes menores, según el espíritu, celo e intención de N.P. San  Francisco es vivir y obrar, no para si solos, sino para bien universal de los próximos (prójimos), así fieles como infiles, por los cuales Cristo Nuestro Señor derramó su Preciosa Sangre y padeció muerte de Cruz [….]” (Crónica Apostólica y seráfica de todos los colegios de Propaganda Fide (Mariano Cuevas, Historia de la Iglesia en México, t. IV, p. 139), viniera a fundar un Colegio Apostólico en la Nueva España para la propagación y el sostenimiento de la fe católica.

         El padre Lináz –junto con 17 frailes y 2 hermanos legos- llegó al puerto de Veracruz el 10 de mayo de 1682. Ya en la ciudad de México, fray Antonio dudó sobre el sitio en donde debía de erigirse el primer Colegio Apostólico: entre  el pueblo de San Juan del Río, actualmente  en el Estado de Querétaro u Orizaba, hoy en Veracruz. El dilema fue resuelto el 20 de noviembre de 1683, cuando una Cédula Real determinó que debería ser el Convento de la Cruz de Querétaro, que los franciscanos de la provincia de Michoacán debían ceder íntegro al nuevo Colegio de Misioneros Apostólicos.

         De esta escuela de santidad, salieron misioneros insignes que  fundaron numeroso conventos, llevando  su  celo evangelizador y civilizador hasta los remotos confines del norte del continente americano. Destacan entre ellos, el mismo padre Lináz, fray Antonio Margil de Jesús, fray Francisco Casañas, el Mártir de Nuevo México; fray Francisco Estévez; fray Antonio Bustamante y sobre  todo, el misionero de la Sierra Gorda Queretana y de la Alta California: fray Junípero Serra.

 

SIGLO XVIII

El siglo XVIII en Europa, al proseguir ciertas empresas iniciadas en el siglo anterior, prepara y anuncia la llegada al mundo contemporáneo. Las ciencias se desarrollaron de un modo extraordinario, formando un cuerpo completo, rematado por las ciencias sociales. El hombre aprende día a día; comprende, ve y le parece, que las tinieblas retroceden: es “el siglo de las luces”. El progreso de los conocimientos aumentó la fe en el continuado progreso de la humanidad hacia un estado superior. Este progreso generó en muchos individuos el desprecio hacia el pasado, impulsándoles a derrumbar las viejas creencias, los textos pretéritos y  las verdades en ellos contenidos, expresadas ahora simplemente, con distinto lenguaje y diferente rectoría. De  ahí cierto desdén hacia la Antigüedad y hostilidad contra el Catolicismo, considerados ambos como conjunto de supersticiones nocivas que debían ser rechazadas. Provisionalmente, la Iglesia perdió influencia y el  Catolicismo retrocedió en todas partes. Consecuentemente, se elaboraron nuevas concepciones del mundo, de corte racionalista, deísta o bien materialista.

         Esta evolución es mucho más acentuada en Francia, que dominaba con su espíritu, ostentando  una supremacía intelectual tan manifiesta que las personas cultas de la época hablan de una “Europa francesa”. Ahí, la burguesía se convierte en la clase esencial que domina  a campesinos y artesanos; azuza a éstos contra la nobleza y el clero, los grandes beneficiados del “Antiguo Régimen” –que defendían su  posición excluyendo a los burgueses de cargos y honores-; y también los contrapone contra la realeza, que es incapaz de realizar las transformaciones necesarias.

         Pese a una  serie de rasgos semejantes (religión cristiana, creciente racionalismo, estética  común, internacionalidad  del idioma francés), estos Estados no  se hallan unidos, sino que compiten armas en mano: no existía una Europa política. El fin del siglo verá una Revolución que, con base en la igualdad civil, la propiedad inalienable e inviolable, y la soberanía de la nación, emite la burguesa Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que se convertirá en el nuevo evangelio para el mundo occidental y que más temprano que tarde prohijará  la  separación independentista de las colonias americanas, aunado a un nuevo enfoque entre la relación de la Iglesia con el Estado.

         La situación de la Nueva España respecto a los acontecimientos que transformaban al continente europeo era de un cierto  aislacionismo que la tenía al margen de los cambios; la Madre Patria  trataba de preservar  a la más dilecta de sus hijas de toda contaminación heterodoxa.

         El aspecto general que presentaba  la Iglesia mexicana durante  la primera mitad del siglo XVIII seguía aproximadamente los mismos lineamientos que en el siglo precedente. Continuaban los  largos periodos de sedes vacantes, con interinatos que a veces resultaban totalmente anodinos, si no fatales. La nostalgia de la patria, que manifestaban la mayor parte de los prelados que venían de la Península, siguió expresándose con frecuencia, con miras a una mitra más encumbrada y tal vez hasta un capelo cardenalicio.

         En ocasiones, los prelados que venían a ejercer un obispado, eran prácticamente seniles, lo que les impedía visitar adecuadamente los territorios de las diócesis, con la consecuente relajación de costumbres y la omisión de los deberes para con los indígenas que debían tener los párrocos. Las comunidades cristianas rurales, en las inmensas extensiones territoriales de la Nueva España (y del Continente) se hallaban absolutamente  aisladas, o lo que es lo mismo, religiosamente abandonadas. Influía también el hecho de los perjuicios que acarreaba a la Iglesia la costumbre, o  casi, de imponer prelados para el  gobierno político del Virreinato.

         En este siglo, tres de siete arzobispos –Juan Ortega y  Montañez, 1699-1708; Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta, 1730-1747; Alonso  Núñez de Haro y Peralta, 1771-1800- ocuparon la Sede Metropolitana y fueron virreyes al mismo tiempo, consignándolos la Historia muy medianos como gobernadores y administradores civiles, en detrimento, incluso, del oficio pastoral.

         A partir de esta centuria, el Episcopado mexicano mejora sus  relaciones con Roma, entablando y sosteniendo una comunicación directa y sistemática con la Santa Sede. Las visitas ad limina –en 1585, Sixto V estableció las visitas ad limina-**, se cumplían de manera parcial, con base en las relaciones descriptivas del estado que guardaban las diócesis respectivas; los obispos pocas veces viajaban a Roma, aunque enviaban procuradores que los suplían.

         Parte importante dentro de la historia de la Iglesia en el siglo XVIII, es el auge de la expansión de la conquista espiritual hacia el norte de la Nueva España, comarcas más extensas, pobladas y  salvajes. Conquista  realizada sobre todo por franciscanos y jesuitas, muchos de ellos martirizados. Hazañas llenas de dificultades, en tierras desconocidas e inhóspitas, repletas de alimañas; habitadas por tribus, nómadas, salvajes y sanguinarias, que hablaban diferentes lenguas y que eran conocidas con el nombre genérico de apaches.

         La historia de las misiones en el siglo XVIII, es el recuento de cómo llegó la civilización a la Intendencia de la Nueva Vizcaya (Durango y parte de Chihuahua), Nueva Extremadura (Coahuila), Nuevo Reino de León (Nuevo León), Tamaulipas, Sonora y  Sinaloa; Texas, Arizona, Nuevo México, la Alta y  la Baja California. Cada pueblo de misión era como una gran familia, que compuesta de multitud de personas de ambos sexos y  de todas las edades, reconocían la autoridad  de los religiosos que los educaban en la religión y les enseñaban artes y oficios para su subsistencia.

         En cuanto al clero regular, las Custodias se convirtieron en Provincias: las franciscanas de México, Yucatán, Jalisco, Zacatecas, Michoacán; los dominicos, con las provincias de Santiago de México, Puebla y  San Hipólito de Oaxaca; los agustinos, con la del Santo Nombre de Jesús. Respecto a los franciscanos, en este siglo toma auge una importante  rama de la Orden, la llamada de “la más estricta observancia” o de los Dieguinos; nacida de la de San Pedro  de Alcántara, mejor  conocida como la de los Descalzos. En 1771, los Dieguinos tenían dieciséis conventos en México.

         Mencionaremos ahora los principales conventos de religiosas que se fundaron en la Nueva España:

1.- Las primeras monjas que llegaron a este territorio fueron la de la Concepción (1540), cuya presencia fue promovida por fray Juan de Zumárraga. Fundaron su convento en la última manzana localizada hacia el poniente, dentro de la Traza –el  cuadrilátero demarcado por Hernán Cortés- para que dentro de él exclusivamente residieran los españoles. Este convento de la Concepción, no solamente es el más antiguo sino también el más fecundo, ya que fueron hijos suyos los de Regina, Balvanera, Jesús María, Santa Inés, San José de Gracia y la Encarnación en México; la Concepción de Puebla y  el de Yucatán.

2.- Las religiosas Dominicas tuvieron su primera casa en la ciudad de Oaxaca, fundando después el convento de Santa Catalina de México (1680), Valladolid y  Guadalajara (1697) y  convento de Catarinas  de Pátzcuaro.

3.-Orden femenina de relevancia fueron las Clarisas, confirmada canónicamente en México por San Pío V en 1570. Su  convento definitivo en la ciudad de México se construyó  adjunto al templo de Santa Clara. De  ahí surgieron otros conventos, siendo de los más famosos el de Santa Clara de Puebla, célebre por su botica y por sus recetas de cocina, y el de Santa  Clara de Querétaro, obra arquitectónica del más depurado y  rico estilo barroco mexicano.

4.- En 1724 se funda  el convento de Corpus Christi, destinado exclusivamente a religiosas indígenas, que observaban la regla de Santa Clara de Asís, creando otras casas en Cosamaloapan y  en Oaxaca.

5.- La orden de las Capuchinas, rama de la franciscana, llegó a México en 1665; su templo fue bendecido en 1673. Religiosas de gran ascetismo y espiritualidad, tuvieron fundaciones en Puebla, Querétaro, Lagos y Villa de Guadalupe.

6.- Las Carmelitas y las Teresianas, que siguen la regla de la Santa de Ávila, aparecieron las primeras en 1604 y las segundas en 1616. La última orden contemplativa que se estableció en la Nueva España, fue la de Santa Brígida en 1743, erigiéndose su único convento en la ciudad de México.

7.-En 1754, se inaugura solemnemente el convento de religiosas de la Compañía de María, llamadas Religiosas de la Enseñanza, primeras monjas dedicadas a la educación de niñas y jóvenes, para formarlas como buenas hijas, esposas y madres; tuvieron otros conventos en Irapuato y Aguascalientes.

         Tema importante de las relaciones entre la Iglesia y el Estado en la última mitad de este siglo es la expulsión de la Compañía de Jesús de las posesiones españolas de ultramar, especialmente de América.

         Cuando  Felipe V asciende al trono en el año de 1700, España se “borboniza”; la Corte queda en manos de una camarilla francesa, impuesta en su mayoría por Luís XIV, deshaciéndose con ello de las personalidades españolas comprometidas con el bien de su país.

         El regalismo (mecanismo de las regalías de la Corona, en la relación entre  Iglesia y  Estado), que siempre había existido en España (como en los demás reinos), tomó forma de derecho organizado y servía para obtener altos puestos en la Corte y aún en la Iglesia. Esto produjo una corrupción acentuada de las costumbres cortesanas, preparando el terreno para que cundiese entre  las clases dirigentes y en especial entre los militares, la masonería importada de Inglaterra. Uno de los objetivos  primordiales de la masonería desde su  fundación era el socavamiento de la Iglesia católica y de los paladines de la Contrarreforma: la Compañía de Jesús. Para 1750, había 97 logias establecidas en la península ibérica.

         En el odio contra  la  Compañía –por ver en ella los mejores elementos de los derechos eclesiásticos- se dieron cita los enemigos más declarados de la Iglesia: el jansenismo, el  galicanismo y las nuevas orientaciones de librepensadores del racionalismo y demás corrientes antirreligiosas de la época, la Enciclopedia y el espíritu nuevo de la Ilustración (Historia de la Iglesia en la América Española, 1955).

         Al comenzar su reinado, Carlos III se encontraba rodeado de cortesanos napolitanos, fuertemente influidos por el enciclopedismo y las ideas volterianas. Esto fue un contexto propicio  para que  floreciese la masonería, reflejándose en el antagonismo sistemático contra  la Iglesia, a través de la invasión gradual de sus bienes materiales, en la limitación cada vez mayor de su jurisdicción y en las campañas de descrédito contra su personal.

         Los regalistas españoles veían en la Compañía de Jesús una milicia aguerrida a las órdenes del Romano Pontífice, soberano de un Estado. Los ministros españoles buscaban más privilegios y hacían una distinción entre la corte  romana y el Vicario de Cristo, considerando en cambio que dichos clérigos propendían a defender sin distinción todo el conjunto formado por la  Santa Sede, viendo a la Compañía como una organización políticamente poderosa, un cuerpo compacto e indomable, dentro de un Estado Español absorbente.

         Todo esto vendría a reflejarse el 24 de junio de 1767, con la expulsión de la Compañía de Jesús de todos los dominios españoles.

         El decreto, en donde por conducto del primer ministro el conde de Aranda se le comunicaba a las autoridades de la Nueva España la voluntad  real al respecto, dice así:

         Os revisto de toda mi autoridad y de todo mi real poder, para que inmediatamente os dirijáis a mano  armada a casas de los jesuitas. Os apoderaréis de todas sus personas y los remitiréis como prisioneros en el término de 24 horas al puerto de Veracruz. Allí serán embarcados en buques destinados al efecto. En el momento mismo de la ejecución habréis de sellar los archivos de las casas y los papeles de los individuos, sin permitir a ninguno otra  cosa que sus libros de rezo y  la ropa absolutamente indispensable para la travesía.

            Si después del embarque quedase en este distrito un solo jesuita, aunque fuese enfermo o moribundo, seréis castigados con la pena de muerte. Yo el rey (Mariano Cuevas, Historia de la Iglesia en México, México, Ed. Porrúa, 1992, 6 vols., t. IV, pp. 414 y ss).

            La expulsión de los jesuitas fue un golpe mortal a una de las instituciones religiosas que más activamente contribuyeran a implementar y fomentar la  civilización en las posesiones americanas de España durante dos siglos. La dimensión educativa y espiritual y la formación moral de los colegios jesuíticos, cimentada fundamentalmente en el orden sobrenatural, en los principios inamovibles de la fe y la piedad –que los jesuitas de todos los tiempos, han considerado base única e insustituible de toda  educación y  alimento necesario para  prevenir catástrofes morales o desviaciones hacia la corrupción- se interrumpieron bruscamente.

         Eso vendría a afectar severamente la ya precaria estabilidad en las relaciones entre la Iglesia y las autoridades civiles de la Nueva España, produciendo una enorme sacudida y resquebrajamiento que debilitaría toda la estructura política de este territorio, en  su proyección social, cultural, misional y religiosa, abonando el ya  preparado terreno para que a finales de la centuria, el descontento  entre  las clases sociales dirigentes hacia la  metrópoli (especialmente los criollos) se empezara a manifestar en forma más o menos abierta.

         En el último tercio de ese siglo, las fuerzas vivas de la Iglesia novohispana, materiales y espirituales, se hallaban muy disminuidas; el brazo real que la  sostenía –y aún el personal jerárquico que lo dirigía- no podían prestar un frente decidido para combatir a la masonería que, desde 1760, iba cobrando fuerza en España y en sus posesiones ultramarinas.

         La Inquisición veía decaído el concepto de Santo Oficio; la infiltración ideológica de las corrientes nuevas de la Ilustración llegó también a los inquisidores, viéndose disminuido el prestigio de este tribunal casi tricentenario. La Iglesia de la Nueva España de finales del siglo XVIII e inicios del siguiente, fue testigo de cómo las dos instituciones que por tantos años habían sostenido firmemente la fe y las buenas costumbres –la enseñanza de la juventud y la Inquisición- la primera se hallaba mutilada y claudicante, y la segunda, obsoleta, pronosticando todo esto un final cercano. El Episcopado, en no pocos de sus representantes, manifestaba desorientación y contagio  de gérmenes regalistas; el clero secular, respetable en gran parte, presentaba una moral cuestionable, sin grandes ideas pastorales; las órdenes religiosas antiguas, aunque eficientes y activas todavía, estaban decepcionadas, por el escaso apoyo brindado por la  jerarquía eclesiástica y la autoridad civil y, en bastantes de sus miembros había ya un marcado aseglaramiento. En los gobernantes civiles predominaban muchas veces móviles y  criterios absorbentes y regalistas.

         Los borbones en España originaron una profunda modernización administrativa, que a la postre afectaría la estructura primitiva del Patronato. El objetivo último de esta reforma era incrementar la autoridad estatal encarnada en el soberano, lo que además, condujo a una fuerte centralización de las funciones administrativas en concordancia con el modelo francés.

         El tránsito de la monarquía laxa, y hasta cierto punto federado, de los Habsburgo al centralismo despótico de los Borbones, tardó más de cincuenta años en concretarse. Carlos III (1759-1788), además de expulsar a la compañía de Jesús de sus dominios en 1767, se atribuyó la potestad de interceptar la correspondencia papal dentro de sus territorios, limitó el derecho de asilo en las iglesias y redujo el poder de la Inquisición. Durante el reinado  de Carlos IV (1788-1808), la crisis económica llevó al régimen a incautar los Fondos Píos de la Iglesia para hacer frente a la problemática.

         Las atribuciones, hacia mediados del siglo XVIII, de la Corona en virtud del Patronato Real se presentan en el cuadro III.2.

CUADRO III. Atribuciones de la Corona en virtud del Patronato Real

·         El control sobre el establecimiento, localización y construcción de todas las instituciones religiosas.

·         La delimitación territorial de diócesis y parroquias; la presentación de candidatos a sedes y parroquias vacantes.

·         La regulación del tránsito y actividades seculares de sacerdotes y religiosos, incluyendo su traslado a las Colonias.

·         La fundación y  administración de las instituciones de beneficencia operadas por la iglesia

·         La supervisión financiera de los  recursos del clero, particularmente donativos.

·         La intervención directa e indirecta en llos tribunales eclesiásticos.

·         La comunicación y  acceso de los clérigos al Papa.

·         Llevar a cabo los concilios provinciales y los sínodos diocesanos, ejecutando sus decisiones.

 

En contraparte, supuestamente la Corona amparaba y financiaba a la Iglesia; promovía la evangelización; fortalecía la disciplina interna del clero y excluía cualquier otro credo; sin embargo, a finales de esta centuria, esto era relativo, debido al ambiente político e intelectual imperante. En suma, la emergencia del absolutismo, la propagación de las doctrinas iluministas y  la Revolución francesa, fueron elementos que cambiaron la relación de la Iglesia católica con las diferentes monarquías.

El pueblo inhalaba profusamente auras moralmente viciadas y subversivas, que irían a desembocar a principios del próximo siglo, en los movimientos independentistas de las colonias españolas en todo el mundo.

Básicamente, éste era el contexto de la relación Iglesia-Estado que precedió al movimiento insurgente de 1810, y que mucho habría de influir en el desenvolvimiento ulterior de dicha relación.

 

Titulares de la arquidiócesis de México durante la Colonia

Nombre

Periodo

Fray Juan de Zumárraga, O.F.M.

Fray Alonso de Montúfar, O.P.

Don Pedro Moya de Contreras

Don Alonso Fernández de Bonilla

 

 

Fray García de Santa María, O.S.H.

Fray García Guerra, O.P.

Don Juan Pérez de la Serna

Don Francisco Manzo y Zúñiga

Don Feliciano de la Vega

Don Juan de Mañozca

Don Marcelo López de Azcona

Don Mateo Sagabe Bugeiro

Don Diego Osorio y Escobar

Don Alonso de Cuevas y Dávalos

Fray Marcos Ramírez del Prado, O.F.M.

Fray Payo Enríquez de Rivera, O.S.A.

Don Francisco de Aguiar y Seijas

Don Juan Ortega Montañés

Fray José Lanciego y Eguilaz, O.S.P.

Don Juan Antonio Vizarrón

Don Manuel Rubio y Salinas

Don Francisco Antonio Lorenzana

Don Alonso Núñez de Haro

Don Francisco  Javier de Lizana y Beaumont

Don Pedro José de Fonte

 

1527-1546

1551-1572

1574-1589

Falleció antes de llegar a

México. Sede vacante

Durante 12 años

1601-1606

1606-1612

1613-1625

1628-1635

1629-1640

1643-1650

1653-1654

1655-1661

1663-1664

1664-1665

1666-1667

1670-1681

1681-1698

1699-1708

1711-1728

1730-1747

1748-1765

1766-1772

1772-1800

1802-1811

1815-1839

 

 

 

Fuente: Gutiérrez Casillas, 1993.

 

LA IGLESIA CATÓLIICA EN EL SIGLO XIX.

DE LA INDEPENDENCIA A 1910

Si bien la historia de la Iglesia católica en el México independiente puede resultar una serie de anécdotas, el núcleo de la disputa entre partidos se encuentra, en buena medida, en torno al status jurídico de la Iglesia dentro del nuevo Estado nacional. Es por ello que el criterio legislativo permea este apartado; las fricciones entre la Iglesia y el Estado se reflejaron precisamente en el cuerpo legal que habría de regir a la Nación: las Constituciones.

La Iglesia durante la fase independentista de 1808 a 1822

La invasión napoleónica a España en 1808 y la abdicación de Carlos IV en favor de José Bonaparte generó la revuelta nacionalista en España y fecundó el germen separatista novohispano. Para 1809, se puede localizar tres grupos pro-independentistas: en la ciudad  de México, en Querétaro y en Valladolid (hoy Morelia).

         La línea insurgente de la primera etapa se caracterizó por la búsqueda de autonomía dentro del Imperio español. En aquella época no había un cuestionamiento  general a la legitimidad de la soberanía de Fernando VII y muchos menos a la pertinencia de la fe católica.

         En cambio en la segunda etapa de la Independencia –que arranca  tras la muerte de Miguel Hidalgo y termina con el fusilamiento de José María Morelos en 1815- si establece un marcado interés por independizarse de la Corona.

         Y la tercera etapa, hacia octubre de 1809, las Cortes españolas convocaron a un constituyente originario con la participación de diputados por las colonias de ultramar. Las Cortes se instalaron solemnemente en marzo de 1810, pese a que aún no habían llegado los diputados americanos. Por la Nueva España asistieron dieciséis diputados, entre ellos Miguel Ramos Arizpe y dos clérigos: fray Servando Teresa de Mier y Antonio Joaquín Pérez, posteriormente arzobispo de Puebla.

         La constitución de Cádiz, promulgada el 19 de marzo de 1812, reflejaba las ideas liberales de la época, por tanto fue rechazada por el clero. Garantizó ciertos derechos políticos y limitó la autoridad real; aparentemente, los redactores de la Constitución gaditana esperaban continuar con el patronazgo regio*. En ese sentido, el artículo 12 establecía al catolicismo como religión nacional a perpetuidad, excluía otros cultos y ofrecía protección a la Iglesia. Adicionalmente, el artículo 366 estipulaba  la impartición del catecismo católico es las escuelas primarias y por el artículo 374 se obligaba a todos los funcionarios públicos a jurar la Constitución, incluyendo eclesiásticos y militares.

         En la Nueva España, la Constitución de Cádiz fue jurada el 30 de septiembre de 1812. Sin  embargo, las nuevas disposiciones no se aceptaron y fueron motivo más para continuar con el movimiento iniciado en 1810. (Meyer, Jean, 1989) De hecho, la política religiosa de los Borbones constituyó uno de los factores más importantes para que el bajo clero se aliara con los insurgentes. De  ahí que la Constitución de Apatzingán –octubre de 1814- proclame la religión católica como única, que niegue la nacionalidad  mexicana a herejes, apóstatas y  extranjeros no católicos, y  que  restableciera las órdenes religiosas así como la inmunidad del clero, suprimidas por Carlos III y Carlos IV, respectivamente.

         Con la restauración borbónica, la Constitución gaditana fue abrogada por decreto real en septiembre de 1814. En marzo de 1820, un levantamiento liberal forzó a Fernando VII a aceptarla y nuevamente se prestó juramento  en la Nueva España. Pese a ello, el Virrey Apodaca no dispuso la entrada en vigor de la Constitución y apoyó el Plan  de la Profesa el cual sostenía que mientras el Rey careciera de facultades plenas, el Virrey debía gobernar con entera autonomía.

         Algunos autores sostienen que la consumación de la Independencia de México se concretó en parte por los decretos anticlericales promulgados por las Cortes en 1820. Además de que los criollos proespañoles –quienes derrotaron a los insurgentes en las primeras etapas de la lucha armada- retiraron su  apoyo a los liberales peninsulares, y ante tales circunstancias, la alta jerarquía  católica novohispana –la misma que había  condenado a Hidalgo y a Morelos- finalmente apoyó la separación política de España. La legitimidad del movimiento independentista quedó asegurada por la prédica del bajo clero; el Plan de las Tres Garantías –Religión, Unidad e Independencia- (conocido igualmente como Plan de Iguala, firmado por Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero en 1821), fue recibido con beneplácito por la población.

         Tras la Independencia, el  problema que subsistió con respecto a la Iglesia fue el desacuerdo sobre  el cuál era la relación más adecuada entre  ésta y el estado mexicano, aunque a nadie se le hubiera ocurrido en ese momento la separación. Hacia 1822, la discrepancia en relación al patronazgo regio y el nuevo papel de la Iglesia en México se redujo a dos cuestionamientos fundamentales: ¿hasta qué punto el Estado debía proteger a la Iglesia y en que medida debía controlar los asuntos de ésta? (Schmitt, Karl, enero 1984).

         Para 1821, el contexto político en México era el siguiente: la élite política  estaba  dividida: algunos monárquicos y otros republicanos. El primer gobierno independiente –la Junta Provisional Gubernativa- eligió a los miembros de la regencia, quienes fijaron las normas para la convocatoria y elección del Congreso Constituyente, inaugurado en febrero de 1822. Aunque en él predominaban los republicanos, en mayo nombraron emperador a  Agustín de Iturbide.

         Antes de que el Constituyente se reuniese, surgieron los primeros desacuerdos sobre  la relación Iglesia-Estado. La principal discrepancia  teórica era si el ejercicio del Patronato correspondía al gobierno en virtud de la soberanía del Estado mexicano como sucesor de la Corona española, o era una concesión de la Sede Apostólica a la Corona no inherente al Estado mexicano, y que en consecuencia tendría que ser negociada con el Sumo Pontífice.

         Aquellos que argumentaban a favor de la soberanía estatal fueron llamados regalistas –mínima protección y máximo control-, y los que invocaban la concesión papal fueron conocidos como canonistas –máxima protección y mínimo control-.

 

El reconocimiento diplomático de la Santa Sede a México (1824-1837)

Precisamente, las inquietudes sembradas en torno a la pertinencia o no del patronazgo, la necesidad del reconocimiento internacional de la soberanía de México y la urgencia de llenar los curatos y obispados vacantes, amén del catolicismo del pueblo mexicano, fueron los factores que impulsaron a los gobiernos posteriores a la Independencia a buscar una comunicación directa con la Sede Apostólica. De hecho, la historia de la Iglesia católica en México durante esta etapa estuvo íntimamente relacionada a una cuestión: el reconocimiento de la Santa Sede a la soberanía nacional, lo que a su vez esclarecería el papel del Estado frente a la Iglesia y viceversa.

         En octubre de 1821, la regencia consultó al arzobispo de México, Pedro José Fonte, sobre las sedes vacantes que dependían del acuerdo eventual con la Santa Sede. El prelado remitió la cuestión al Cabildo Catedralicio y al Consejo Diocesano. En reportes separados, ambos concluyeron que el Patronato Real estaba finiquitado y que las nominaciones correspondían a los obispos. Sin embargo, aconsejaban someter las candidaturas a la opinión de las autoridades civiles con el fin de que el gobierno ejerciera  el veto sobre las designaciones, mientras se cristalizaba el concordato con Roma.

         Contrariamente, en diciembre de 1821 la Comisión Gubernamental sobre Asuntos Exteriores sostuvo que el Patronato, como atributo de la monarquía y no de una persona, automáticamente  se transfería al Estado mexicano y que la regencia debía ejercerla, hasta que un nuevo monarca accediera  al trono. Meses después, el Comité Interdiocesano se enfrentó al problema de llenar curatos y sedes episcopales, por lo que apoyó la cesión del Patronato al emperador Agustín de Iturbide.

         En octubre de 1822, Iturbide disolvió el  Congreso y nombró una Junta encargada de configurar un reglamento político provisional y convocar a nuevas elecciones parlamentarias. En el mismo año se emitió una ley de regulación política gubernamental. En lo tocante  a la Iglesia, el artículo 3º establecía a la religión católica con exclusión de las demás, garantizaba la protección estatal y reconocía la autoridad de la Iglesias sin perjuicio del poder supremo del Estado. El artículo 4º., autorizaba el retorno de los jesuitas; el artículo 18 confería poder de censura a las autoridades eclesiásticas en la publicación de textos religiosos; el artículo 41 obligaba al Consejo  de Estado a consultar al Emperador sobre los obispados vacantes; y los artículos 57 y 58 reconocían tribunales especiales para  el clero.

         En diciembre de 1822, Antonio López de Santa Ana se sublevó contra Iturbide y en marzo de 1823 se restableció el Congreso. En abril, los diputados disolvieron la monarquía y nombraron un triunvirato; en noviembre, un segundo congreso proclamó la República y se levantó un constituyente originario.

         La Constitución de 1824 mantuvo las características básicas de la regulación  imperial de 1822 en materia eclesiástica. La excepción fue el artículo 31 que proclamaba la libertad de prensa. El artículo 50, fracción 12, confería al Poder Legislativo la capacidad de emitir instrucciones para la negociación de concordatos, ratificar  acuerdos y regular  el ejercicio del Patronato. Otorgaba al Presidente de la República la facultad de negociar concordatos y aprobar los documentos papales antes de su circulación. Finalmente, los artículos 23 y 29 excluyeron a la jerarquía eclesiástica senil de los cargos de elección en el  Congreso, aunque no de los cargos administrativos en el gobierno. Sólo el artículo 3º sobre  la intolerancia religiosa fue debatido.

         El Patronato apenas fue discutido; existía el acuerdo básico de que el Estado debía proteger a la Iglesia y que ésta debía someterse al control gubernamental. Las diferencias se relacionaban a los procedimientos y para fines de 1824, ambos bandos coincidían en proseguir la negociación de un concordato formal con la Santa Sede.

         Las constituciones lo se apegaron a los lineamientos, salvo en dos casos: 1- Yucatán, que ofrecía tolerancia religiosa a los extranjeros, y 2.- Jalisco, donde los regalistas argumentaron que la Iglesia no era igual al Estado y  que se subordinaba a éste.

         Par un país de innegable raigambre católica y cuya Constitución consideraba al catolicismo como religión única, era preciso obtener el reconocimiento de la Sede Apostólica a nivel internacional y llegar  a un concordato en el que se estipularan los límites de la relación interna y externa de la Iglesia con México. Sin embargo, el papa León XII se negó a reconocer a los nuevos Estados iberoamericanos, por dos razones fundamentales: 1) el republicanismo de las nueve naciones y 2) la presión de los Borbones a través de la Santa Alianza. Por ello, en septiembre de 1824, el Pontífice publicó la encíclica Etsi iam diu llamando a los exsúbditos de la Corona española a someterse al Rey.

         Para entonces, el Congreso y el presidente Guadalupe Victoria habían intentado manifestar a León XII que la “religión católica es la única del Estado mexicano” y enviaron a Roma en abril de 1824 al canónigo Francisco Pablo Vásquez, quien puede considerarse nuestro primer representante ante la Santa Sede, aunque su encargo comenzó oficialmente en 1829. (Josefina Vázquez, 1978).

         Aun desconociendo la publicación de la encíclica, el presidente Victoria envió  en octubre del mismo año una carta al Papa, en la que manifestaba que la paz reinaba en México y que se buscaba entablar relaciones diplomáticas con el Vaticano. Esta misiva llegó previamente a Londres, donde el embajador Mariano Michelena, quien ya tenía noticia del documento pontificio, adjuntó una carta dirigida al cardenal Secretario de Estado. En esta segunda  misiva se reiteraba la profesión de fe del pueblo mexicano y el reconocimiento de la autoridad espiritual del Pontífice, pero Michelena subrayó que la encíclica tocaba un punto meramente temporal, pues la independencia de México no podía ser cuestionada.

         El Papa respondió a las comunicaciones del presidente Victoria en 1825. Si bien el texto evitaba  toda alusión a la República y al Presidente, se refería a Guadalupe Victoria como líder ínclito, lo felicitaba por la paz y  expresaba satisfacción por el  deseo manifiesto de la nación mexicana por seguir siendo católica. Sin  embargo, las atenciones papales no significaban el reconocimiento de México como Estado libre y  soberano.

         No hubo un recibimiento oficial para el canónigo Vásquez, quien en 1829 se presentó en el Vaticano como religioso particular. Esto causó reacciones negativas y  el embajador Rocafuerte, ministro plenipotenciario de México en Gran Bretaña, pidió que se sustituyera a Vásquez. Sin embargo, los cambios políticos en México postergaron indefinidamente esta recomendación.

         Con dicho impasse, todas las sedes episcopales quedaron vacantes; el último obispo mexicano falleció en 1827. Para entonces 1829, el papa Pío VIII (10) había sucedido a León XII; sólo entonces el Congreso autorizó  al presidente Anastasio Bustamante a presentar  una lista  al Pontífice, quien preconizó candidatos para seis diócesis, entre  ellos  el  canónigo Vásquez, quien llegó a ser obispo. Nuevamente, no se logró  el reconocimiento del Vaticano, pero se evitó el problema de las sedes vacantes.

         Si antes de 1837, la Santa Sede se negó a reconocer a la soberanía de las nuevas naciones iberoamericanas, posteriormente mostró suspicacia por su republicanismo. El Papa insistía en que el Patronato no era un derecho nacional inherente sino una concesión hecha por Roma. En el caso mexicano, la Santa Sede hizo  ver al enviado que aunque se llegase a un concordato, los términos del mismo no  serían tan amplios como los garantizados a España. (Karl Schmitt, enero de 1984).

         Ningún gobierno mexicano pudo satisfacer las condiciones vaticanas. Después de 1883, no se pudo restaurarla recolecta gubernamental de los  diezmos. En segundo lugar, la crisis financiera obligó a que los gobiernos buscaran ayuda de la Iglesia. Por último, el gobierno afirmó que el Patronato no era concesión pala y que buscaba llegar a un acuerdo con Roma, no a una concesión.

         Además de la suspicacia papal a las nuevas repúblicas, pudiera decirse que el reconocimiento vaticano estaba supeditado a la diplomacia ibérica. De hecho, México intentó establecer relaciones diplomáticas con España por todos los medios posibles desde 1824. Sólo tras la muerte de Fernando VII en 1833 se pudieron entablar negociaciones diplomáticas formales. El 29 de noviembre de 1836, Gregorio XVI –sucesor de Pío VIII- reconoció la independencia de México. Esto ocurrió en la última etapa de negociaciones con España, cuyo reconocimiento se formalizó el 28 de diciembre del mismo año.

 

La separación Estado-Iglesia

Para 1833 subsistía, aunque discretamente, el problema del Patronato Real. Esta vez, el factor económico sembró dudas sobre la relación con la Iglesia y las prerrogativas del clero. Algunos políticos radicales preocupados por la deuda externa, se cuestionaron la posibilidad de nacionalizar y vender las propiedades del clero para pagar los pasivos del erario. Es preciso señalar que había algunos antecedentes  de tal medida: la confiscación de bienes eclesiásticos durante el Virreinato y los casos contemporáneos de España y Francia. Sin embargo, ninguna de las facciones pretendía la separación de la Iglesia y el Estado.

         Los acontecimientos ocurridos entre 1829 y 1833 favorecieron a los regalistas, quienes habiendo ganado la mayoría en el  Congreso bajo el primer gobierno de Santa Anna, (8) intentaron realizar profundas reformas en el ámbito  religioso (González, Luís, 1973) pero éste impidió la aprobación de dichas medidas.

         No obstante, los radicales pudieron abolir la obligatoriedad de los votos monásticos y el pago de limosnas, en congruencia con el nuevo principio de la separación Iglesia-Estado que surgía en los estados nacionales modernos. Contradictoriamente, retiraron al clero regular de las misiones de California, abolieron la Universidad de México y otras instituciones educativas religiosas: restringieron los ingresos de la Iglesia y las atribuciones de los funcionarios eclesiásticos; e introdujeron leyes de expropiación de los bienes eclesiásticos para pagar la deuda externa. En el curso de los debates surgieron otras propuestas como la abolición de los fueros clericales; la proscripción de los monasterios; y la renuncia explícita del gobierno a nombrar cargos eclesiásticos, pero ninguna entró en vigor.

         Tales reformas suscitaron la oposición de la alta jera. La tensión aumentó el 19de diciembre de 1833, cuando el gobierno emitió un bando por el cual las parroquias rurales vacantes debían ser ocupadas por párrocos designados por las autoridades civiles a partir de una lista presentada por el obispo local, so pena de expulsión: La jerarquía se preparó para el exilio, cuando Santa Anna reasumió la presidencia y en junio de 1834 se llegó a un acuerdo.

         Durante los periodos presidenciales de Santa Anna hubo varios cambios. En 1836, los conservadores impusieron una constitución centralista, las Siete Leyes, que en el aspecto eclesial era similar a la de 1824. No obstante, contenía ciertas diferencias: el artículo 3º, manifestaba que los ciudadanos mexicanos tenían la obligación de ser católicos en vez de que el Estado asumiera la protección del catolicismo con exclusión de las demás confesiones; y el artículo 11 consignaba la pérdida de los derechos de los ciudadanos al tomar  el estado eclesiástico.

         De 1840 a 1843 se hicieron varias propuestas de modificación a las Siete Leyes, pero sólo la última tuvo consenso, las Bases Orgánicas de 1843. Éstas mantuvieron esencialmente el carácter de la relación Iglesia-Estado: protección a la Iglesia y la exclusión de otras confesiones; prohibía al Presidente designar dignatarios eclesiásticos; retenía la cláusula de pérdida de derechos ciudadanos a los religiosos, impidiéndoles acceder a cargos de elección, pero el alto clero podía votar y ser votado para el Senado. Tras la invasión norteamericana de 1847, la Constitución de 1824 fue restaurada.

         Para 1850, se habían configurado claramente los dos partidos que habrían de marcar el subsecuente desarrollo histórico, el Liberal y el Conservador. Los conservadores tenían como líder a Lucas Alamán, cuyo ideal era mantener la religión católica, la república centralista y disolver la representación popular. Por su parte, los liberales pretendían negar la tradición hispánica, católica e indígena; e implantar el modelo norteamericano de tolerancia religiosa, supeditando la Iglesia al Estado. En materia política, los liberales predicaban las bondades de la democracia representativa, del federalismo y del equilibrio entre los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial.

         Con la crisis política y económica surgida entre 1850 y 1853, los conservadores, incluidos algunos grupos eclesiásticos, pretendieron instaurar la monarquía; Santa Anna fue llamado del exilio y encabezó un gobierno de transición; Lucas Alamán falleció después de la victoria conservadora y Santa Anna, carente de legitimidad, tuvo que dimitir ante la Revolución de Ayutla (1854) lo que favoreció a los liberales. Juan Álvarez fue el primer presidente interino de esta etapa, pero en virtud de su avanzada edad, renunció el 15 de diciembre de 1855, quedando en su lugar Ignacio Comonfort.

         El gobierno revolucionario estaba conformado por liberales moderados y radicales, predominando estos últimos. Ambos grupos pretendían reducir la influencia política y el poder económico de la Iglesia, pero diferían en el método y la profundidad. Entre los principales miembros del gobierno de Comonfort destacan: Benito Juárez como Presidente de la Suprema Corte de Justicia, Miguel Lerdo  de Tejada como Ministro de Hacienda y Crédito Público, y José María Iglesias en el Ministerio  de Justicia, Negocios  Eclesiásticos e Instrucción Pública.

         Concretamente, el conflicto abierto entre el gobierno y el clero se inició con la Ley Lerdo o de desamortización, del 25 de junio de 1856, que prohibía a la Iglesia poseer y administrar bienes raíces, salvo los que fueran directamente usados para su operación; la propiedad de manos muertas sería  subastada públicamente. El arzobispo de México protestó en términos de que el  gobierno actuó sin consentimiento papal.

         Es importante mencionar que un poco  antes, el 26 de abril, el gobierno de Comonfort había promulgado un decreto por el cual se suprimía la coacción civil en los votos religiosos y el 5 de junio se declaró extinta la Compañía de Jesús. Asimismo, la Ley Lafragua del 28 de diciembre de 1855 regulaba la libertad de prensa, excluyendo la censura eclesiástica. Estas disposiciones suscitaron conflictos menores durante 1856.

         El segundo ataque fue la Ley Juárez del 23 de noviembre de 1856, que abolió los tribunales castrenses y eclesiásticos, recomendando al clero abandonar  sus  fueros en casos criminales. El arzobispo de México protestó enérgicamente en los mismos términos. El conflicto  se recrudeció cuando el Papa Pío IX (1846-1878) condenó dichas leyes y la Constitución proyectada. El tercer ataque fue la Ley Iglesias, del 11 de abril de 1857, que impedía al clero controlar los cementerios y el cobro de derechos parroquiales a la gente de escasos recursos.

         A finales de 1856 se reunió el Congreso Constituyente, conformado por personalidades como José María Mata, Melchor Ocampo, Ponciano, Ignacio Ramírez y Francisco Zarco. En febrero de 1857 se promulgó la quinta constitución que modificó sustancialmente las prácticas de protección, lo que suscitó la oposición de la jerarquía y los laicos.

         La Constitución de 1857 suponía una  relación Iglesia-Estado con algunos elementos de patronazgo y otros de liberalismo. El punto más controvertido fue el proyecto del artículo 15 que otorgaba libertad y  tolerancia religiosas. Esta garantía se equilibraba con la protección ofrecida a la religión católica. No obstante, tras largo  debate interno y  externo, la versión original fue rechazada y finalmente no garantizó una protección específica a la Iglesia católica.

         Los artículos 3° y 7° , sostenían la libertad de educación y expresión escrita, con lo que se ponía fin a la censura gubernamental en textos religiosos. El artículo 5°, pese a no prohibir los votos monásticos, libraba al gobierno civil de coaccionarlos; el artículo 13, asumía los principios de la Ley Lerdo y el artículo 27, de la Ley Juárez, con lo  que se abolían los fueros militar y eclesiástico.

         Finalmente, el artículo 123 reiteraba que la Iglesia ocupaba un lugar relevante en la sociedad y tenía un vínculo especial con el Estado; autorizaba de pleno derecho a las autoridades civiles a designar  eclesiásticos y  controlar todas las actividades del clero. Pese a la creencia común, la legislación  de 1857 consideraba a la Iglesia como una institución legal y no establecía, en su versión original, la separación Iglesia-Estado. Esto vendría con las reformas constitucionales de 1859.

         A pesar de que varios obispos protestaron, por la ausencia de un concordato previo con la Santa Sede, el arzobispo  de México ordenó que se acataran las disposiciones legales.

         La Constitución de 1857 y su legislación secundaria ofendieron de tal modo  al clero y a sus huestes conservadoras, que fue una de las causas directas más importantes para  emprender la guerra contra los liberales. Tras la inicial victoria de los conservadores, el gobierno juarista fue expulsado de la ciudad de México en enero de 1858, y se derogó  la recién creada Constitución. Durante  la Guerra de Reforma, el clero apoyó económicamente a los  conservadores con recursos obtenidos por la venta de sus propiedades. Ciertamente,  lo anterior fue una de las razones más poderosas que impulsó a los liberales a legalizar la separación absoluta entre la Iglesia-Estado.

Ley de Nacionalización de los Bienes Eclesiásticos. Julio de 1859

Estableció:

·         La nacionalización de todas las propiedades muebles e inmuebles de la Iglesia católica.

·         La independencia entre ésta y el Estado.

·         La supresión de las órdenes de religiosos y de todas las archicofradías, cofradías, congregaciones o  hermandades anexas a las comunidades religiosas, a las catedrales, parroquias o cualesquiera otras iglesias.

·         La prohibición de que se fundasen en lo  sucesivo nuevos conventos o congregaciones religiosas y la de usar hábitos o trajes talares de las órdenes suprimidas.

·         El que los religiosos existentes quedaran reducidos al clero secular y dependientes del ordinario  eclesiástico respectivo.

·         El otorgamiento de 500 pesos, o de una pensión tratándose de enfermos para los regulares que aceptasen la ley.

·         La disposición  de los  libros, impreso, manuscritos, pinturas, antigüedades y  demás objetos de arte o cultura de las comunidades suprimidas para bibliotecas, museos, escuelas y otros establecimientos públicos.

·         Las sanciones, incluso la expulsión  del país, a religiosos que volviesen a reunirse.

·         La conservación de las comunidades religiosas, cuya  extinción quedaba prevista, pues no podrían recibirse novicias ni profesar aquellas que ya lo eran.

Por ello, la Ley del 12 de julio de 1859 abandonó para siempre cualquier derecho sobre el Patronato. Extendía igual protección a todos los credos religiosos y  declaraba que cualquier obvención a las iglesias era un asunto privado. Prohibía la donación de bienes raíces a la Iglesia y nacionalizó sus propiedades. Suprimía las órdenes monásticas –lo que implicaba la desaparición de los  conventos-, confiscaba libros y obras  de arte y prohibía el uso  de ropas talares en público. Se erigió el matrimonio civil Ley Ocampo; el registro oficial de nacimientos, matrimonios y  defunciones pasó a  control gubernamental. Otra ley redujo los días festivos, pero se respetaron ciertas festividades religiosas, como  Navidad, Todos los Santos, Día de Muertos, Jueves y Viernes Santos, y Corpus Christi.

 

 

Leyes de Reforma

 

Ø     Ley de nacionalización de bienes eclesiásticos.

Ø     Ley de matrimonio civil.

Ø     Ley Orgánica del Registro Civil.

Ø     Ley sobre el estado civil  de las personas.

Ø     Decreto que declara que cesa toda intervención del clero en los cementerios y camposantos.

Ø     Decreto que declara qué días han de tenerse como  festivos y  prohíbe la asistencia oficial a las funciones de la Iglesia.

Ø     Ley sobre libertad de cultos.

Ø     Decreto por el que  quedan  secularizados los hospitales y los establecimientos de beneficencia.

Ø     Decreto por el que se extinguen en toda  la República  las comunidades religiosas.

12 de julio de 1859

23 de julio de 1859

28 de julio de 1859

28 de julio de 1859

31 de julio de 1859

 

 

11 de agosto de 1859

4 de diciembre de 1859

 

2 de febrero de 1861

 

26 de junio de 1863

 

La Ley sobre libertad religiosa de diciembre de 1860 reiteraba las garantías de protección y tolerancia a todas las confesiones, el derecho a normarse internamente y de administrar libremente las propiedades aún permitidas legalmente. Además, el estado perdía la obligación de coaccionar las normas internas de las Iglesias y prohibía el culto sin autorización previa.

     A principios de 1861, ale entrar Juárez con su gobierno a la ciudad de México, decretó que las instituciones de caridad y asistencia pasaran a control estatal y expulsó al delegado apostólico y a varios obispos. En 1863, se suprimieron los conventos y se prohibió el uso de insignias religiosas.

En el ínterin, el gobierno juarista enfrentó  la intervención francesa y el II Imperio (1864-1867). Maximiliano de Habsburgo intentó  retomar el Patronato y entabló negociaciones con la Santa Sede para firmar un concordato, para lo cual el Vaticano envió como nuncio a Mons. Pedro Francisco Meglia en 1865. No se llegó a ningún acuerdo y, en el mismo año, el gobierno imperial asumió el control de la correspondencia papal.

De hecho, Maximiliano  buscó, por una parte, las mismas prerrogativas otorgadas a la Corona española y a cambio ofrecieron protección especial a la Iglesia, apoyo financiero y el restablecimiento de algunas órdenes. Por otra, y en virtud de sus convicciones liberales, insistió en la tolerancia religiosa y se negó  a devolver las propiedades eclesiásticas nacionalizadas, confirmando así las Leyes de Reforma. Pese a que las relaciones entre Iglesia y el Imperio no fueron satisfactorias, el clero cumplió con la legislación imperial.

Cuando Juárez regresó victorioso a la ciudad de México en 1867, consideró que las disposiciones en materia eclesiástica estaban completas. En los años subsecuentes hasta  su fallecimiento en 1872, recomendó restaurar ciertos  derechos  ciudadanos al clero e intentó acercarse a los conservadores. Sin embargo, tras su deceso, el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada reinició el conflicto. En 1873, el Congreso endureció la prohibición de culto externo y en septiembre se dio estatus constitucional a las Leyes de Reforma, en un decreto que sentaría el precedente para ciertos aspectos constitucionales de 1917.

 

 

Decreto del 23 de septiembre de 1873

Artículo 1º. El Estado y  la Iglesia  son independientes entre sí. El Congreso no puede dictar leyes estableciendo o prohibiendo religión alguna.

 

Artículo 2º. El matrimonio es un contrato civil. Éste y los demás actos del estado civil de las personas son de la exclusiva competencia de los funcionarios y autoridades del orden civil, en los términos prevenidos por las leyes, y tendrán la fuerza y la validez que las mismas les atribuyen.

 

Artículo 3º. Ninguna institución religiosa puede adquirir bienes raíces ni capitales impuestos sobre éstos, con la sola excepción establecida en el artículo 27 de la Constitución.

 

Artículo 4º. La simple promesa de decir verdad y de cumplir las obligaciones que se contraen sustituirá el juramento  religioso con sus efectos y penas.

 

Artículo 5º. Nadie puede ser obligado a prestar trabajos personales sin la justa retribución y sin su pleno convencimiento. El Estado no puede permitir que se lleve a cabo ningún contrato, pacto o convenio que tenga por objeto el menoscabo, la pérdida o el irrevocable sacrificio de la libertad del hombre, ya sea por causa de su trabajo, de educación o voto religioso. La Ley no reconoce, en consecuencia, órdenes monásticas, ni puede permitir su establecimiento, cualquiera que sea la denominación u objeto con que pretendan erigirse. Tampoco puede admitirse convenio en que el hombre pacte su proscripción o destierro

 

         En 1874, el Congreso reagrupó todas las disposiciones en materia eclesiástica en una sola Ley y señaló que la propiedad directa de los bienes eclesiásticos era estatal, pero su uso, mejoramiento y administración correspondía a las instituciones religiosas.

         Con el ascenso de Porfirio  Díaz en 1876, no se realizaron modificaciones jurídicas en el ámbito religioso, ni se buscó establecer contacto diplomático con la Santa Sede. Díaz tampoco intervino abiertamente en la designación de obispos; sin embargo, sus realciones personales con la jerarquía eran amigables. Al mismo tiempo, permitió en ingreso de grupos protestantes y los protegió, a pesar del recelo católico.

         Durante el Porfiriato, los católicos pudieron trabajar en cuestiones de carácter cívico-social, de acuerdo con las enseñanzas de la encíclica Rerum Novarum de León XIII (1891). Mo obstante, los católicos recalcitrantes estaban aún inconformes con las Leyes de Reforma.

         Justo en esta época, la separación Iglesia-Estado llegó a su apogeo, en virtud del liberalismo imperante. Más tarde, con la Revolución de 1910, se gestarían cambios más profundos en la legislación en materia eclesiástica, hasta la negación misma de la Iglesia como institución pública y jurídica.

 

 

 

 

 

LA IGLESIA EN EL SIGLO XX. LA REVOLUCIÓN (1910-1938)

 

La relación Iglesia-Estado no fue in aspecto de interés durante la primera etapa revolucionaria. Sin embargo, Francisco I. Madero pretendió abolir parte de las Leyes de Reforma para instituir un modelo de relación similar  al norteamericano, estableciendo una separación moderna. Por ello, el recién fundado Partido Católico Nacional (PCN) apoyó su candidatura en 1911. (9) Como sea, la Revolución dio la oportunidad a los católicos de luchar para eliminar  las restricciones legales a las actividades religiosas y los derechos de la Iglesia y, en consecuencia, muchos sacerdotes apoyaron a Madero, aún en contra de las recomendaciones del Episcopado.

         En virtud de las circunstancias, Madero no pudo llevar a cabo  sus intenciones, por lo que la Iglesia apoyó a Victoriano Huerta cuando éste se alió con la Embajada estadounidense para deponer al Presidente. La participación del clero en los acontecimientos de la Decena Trágica  (1913), fue el principal motivo de la suspicacia de los revolucionarios y  la causa más inmediata del anticlericalismo del gobierno carrancista y de la posición de los Constituyentes en el Congreso de 1916-1917.

         A finales de 1916 se iniciaron los  trabajos del Legislativo originario. Por lo que toca a la relación Iglesia-Estado, la propuesta presidencial básicamente retomaba la fórmula de 1857. Sin embargo,  los radicales pugnaron por la adopción de medidas más restrictivas, hasta negar la existencia jurídica de las agrupaciones religiosas.

         Varios artículos de la propuesta original se aceptaron desde el principio, como el artículo 5º que prohibía el establecimiento de órdenes monásticas; los  artículos 6º y 7º que garantizaban la libertad de expresión y prensa; el artículo 13º que proscribía tribunales especiales y fueros; el artículo 27º fracciones II y III, que impedían a las instituciones eclesiásticas poseer bienes raíces y operar instituciones de caridad; y los artículos 55, 58 y 82 que prohibían a los ministros de culto ostentar cargos de elección popular.

         Otros artículos generaron serios debates: el artículo24 garantizaba la libertad de culto personal, pero restringido a domicilios y templos. (10) El artículo 3º proclamaba la libertad de educación aunque  en su segundo párrafo prohibía a las instituciones religiosas establecer o dirigir escuelas primarias y/o, para trabajadores y campesinos.

         El artículo 129º (11) contenía los cambios más profundos en la relación Iglesia-Estado. Incluía parte de la legislación de 1859, pero introduciendo  nuevas restricciones, especialmente  para  los ministros de culto, cuyo número dependía de lo estipulado por las Constituciones locales; debían, además, ser mexicanos por nacimiento, no contaban con derechos políticos activos y pasivos, ni podían asociarse con fines políticos, como tampoco expresar públicamente sus opiniones. Por lo demás, les estaba vedado heredar ningún tipo de propiedad  de otro clérigo ni de laicos fuera del cuarto grado consanguíneo y los estudios realizados en seminarios carecían de validez oficial.

         En otro aspecto, se prohibió a las publicaciones religiosas emitir información política, y a los partidos políticos tener una denominación religiosa. Además, estipulaba provisiones detalladas para el control y mantenimiento de los templos y lugares de culto. Pero lo más importante fue que el artículo 129 declaraba que las iglesias carecían de personalidad jurídica ante el Estado.

         De inmediato, los católicos no reaccionaron organizadamente en contra  de las nuevas disposiciones. Con la aprobación del delegado apostólico, sólo protestó el Episcopado mexicano, desterrado en Estados Unidos. [Véase Toro, 1975]***

         No obstante, se prosiguió con la política de distensión del último periodo carrancista, por lo que Álvaro Obregón (1920-1924) ordenó la restitución de los templos cerrados entre 1914 y 1919, permitió que los gobiernos locales continuaran la persecución, especialmente en Jalisco y Tabasco. Otros acontecimientos afectaron la ya de por sí fracturada relación Iglesia-Estado, conduciendo finalmente al levantamiento cristero.

         Dos acontecimientos  fueron pretexto para que desde el gobierno se buscara hacer aún más rígida la legislación en materia religiosa. En febrero de 1921, monseñor Ernesto Filippi, delegado apostólico en México, bendijo públicamente la primera  piedra del monumento a Cristo Rey en el cerro del Cubilete, contraviniendo  el artículo 24 constitucional, por lo que consecuentemente fue deportado. El otro hecho de relevancia ocurrió el  5 de octubre de 1924, día en que se celebró el Congreso Eucarístico Nacional. Tres días después, el gobierno emitió un decreto cesando a los empleados públicos que hubiesen participado en las reuniones o adornado sus casas con ese motivo.

         Los conflictos generados en la época de Obregón, obedecieron en buena medida a los intereses y actuación política de Plutarco Elías Calles. Ya durante el régimen callista, en 1925, surgió el llamado cisma mexicano con la creación de la Iglesia católica mexicana, dependiente del Estado y dirigida por el patriarca Joaquín Pérez. En reacción, el mismo año fue creada La Liga Nacional de la Defensa de la Libertad Religiosa (LNDLR) (12) y la Iglesia estructuró líneas de acción para defenderse de lo que percibían como un atentado contra la libertad de creencias.

         El 27 de enero de 1926, El Universal publicó que el arzobispo de Durango (Meyer, Jean, 1985). José María González Valencia y el obispo de San Luis Potosí, Miguel de la Mora, habían recibido instrucciones de la Santa Sede para defender los intereses del catolicismo. Una de las propuestas fue emprender una campaña legal contra los artículos constitucionales. Esto se concretó ese año, cuando LNDLR envió al Congreso un pliego petitorio –con un millón de formas- para modificar los artículos 3º, 5º, 24, 27 y 130.

         El 4 de febrero el arzobispo de México, Mora y del Río señaló que “la protesta que los prelados mexicanos formulamos contra  la Constitución de 1917, en los artículo que se oponen a la libertad y dogma religioso, se mantiene firme”. En respuesta, Adalberto Tejeda, Secretario de Gobernación, afirmó que las declaraciones del prelado incitaban a la rebelión armada y por lo que fue consignado a las autoridades judiciales.

         El 22 de febrero, el Secretario de Educación, Manuel Puig y Casauranc, publicó las disposiciones para el cumplimiento del artículo 3º constitucional en materia educativa. El 14 de junio, el presidente Calles promulgó la Ley Reglamentaria del artículo 130 y reformó  el Código Penal en lo concerniente a la materia religiosa, imponiendo penas económicas y corporales a los infractores. El 31 de julio entró en vigor la Ley de Cultos de 1926; en respuesta, los obispos suprimieron los servicios religiosos desde el 1 de agosto. (13)  En el II informe de gobierno de ese año, Valles señaló que no  se habían introducido muevas modalidades a la legislación, siendo el artículo 130 una declaración de principios.

         Varias organizaciones católicas, emprendieron una campaña contra la Ley de Cultos. La idea era general una crisis económica, boicoteando el comercio y el pago de impuestos, obligando así al gobierno a modificar las disposiciones legales. Esta estrategia se mantuvo algunos meses como forma principal de resistencia activa, lo que motivó al gobierno a buscar un entendimiento con la jerarquía. Cabe señalar que los prelados querían la paz pues la Santa Sede desaprobaba el boicot y la suspensión de cultos.

         Por otra  parte, los amigos católicos de Calles concertaron un encuentro entre éste y los obispos, donde el Presidente instó a los prelados a acudir al Legislativo. Éstos se dirigieron a las Cámaras, y el 7 de septiembre de 1926 –como ciudadanos mexicanos- pidieron la reforma constitucional, misma que los diputados denegaron en virtud de que los obispos carecían de derechos civiles. El 18 de noviembre, Pío XI publicó una encíclica Iniquis Afflictisque, sobre la situación del catolicismo en México, condenando  al gobierno. (14)

            Ante el fracaso de las negociaciones, la LNDLR comenzó a actuar a finales de 1926; la iglesia reconoció la licitud del empleo de armas y se inició el movimiento armado, principalmente en el Bajío. En los momentos de mayor violencia, la cúpula eclesial intentó negociar con Calles. El Vaticano retiró  su apoyo al movimiento armado y  la jerarquía no tuvo más remedio que ajustarse, lo que causó suspicacias a los fieles.

            La iniciativa de diálogo con la jerarquía surgió en 1927, por parte de Álvaro Obregón, quien entonces buscaba reelegirse. Este intento fracasó, ya que los obispos respondieron que Roma exigía la modificación legal y, al enterarse Calles de los acercamientos, impidió que prosiguieran. A finales de 1927, el general Obregón sufrió un atentado. El autor intelectual fue un conocido  católico militante –Ing. José Vilchis- y se involucró al jesuita Miguel Agustín Pro, hoy beato. Ambos fueron fusilados sin juicio previo, por lo que la Iglesia protestó. El 17 de julio de 1928, fue asesinado Obregón –entonces presidente electo para el periodo 1928-1932- por José de León Toral, también vinculado a la jerarquía, situación que recrudeció el  conflicto.

            Por su parte, la Santa Sede prefería el acuerdo diplomático. Dada la carencia de un representante en México, Pío XI buscó la mediación del delegado apostólico en Estados Unidos, Pietro Fumasoni Biondi. Las negociaciones entre el gobierno mexicano y la Iglesia comenzaron en diciembre de 1927 y finalizaron en junio de 1929. Por parte del gobierno los representantes fueron Calles y Emilio Portes Gil; por parte de la Iglesia, Pío XI –por medio de Fumasoni Biondi-, monseñor John J. Burke (dirigente de la National Catholic Welfare Conference), el arzobispo de Morelia, Antonio Ruis y  Flores, y el obispo de Tabasco, Pascual Díaz Barreto; por Estados Unidos, participó e l embajador Dwigth W. Morrow. Tras la primera entrevista, la jerarquía mexicana opinó que el gobierno ofrecía pocas garantías y prefirieron que el arzobispo Ruiz y  Flores, dialogara personalmente con Calles.

            Una segunda  ronda de negociaciones se entabló entre el presidente Portes Gil y el arzobispo Ruiz y Flores con la intermediación de Morrow; las reuniones se realizaron los días 12, 13, 15 y 21 de junio de 1929. Las condiciones vaticanas para reanudar el culto fueron las siguientes: solución pacífica y laica; amnistía absoluta para obispos, sacerdotes y fieles; devolución de casas episcopales, curatos y seminarios; y libre comunicación del Vaticano con la Iglesia en México. Portes Gil aceptó las condiciones, decretando la amnistía general y la devolución de las propiedades confiscadas. El 29 junio de 1929 se reanudó el culuo en todo el país.

            Con el ascenso de Pascual Ortiz Rubio a la Presidencia en 1932, se reinició la persecución contra los cristeros que habían depuesto las armas. Ante el incumplimiento de los arreglos de 1929, el Papa Pío XI suscribió la encíclica Acerba Animi, el 29 de agosto de 1932, criticando al gobierno mexicano, aunque conminando a los fieles a observar las normas y reiterando su oposición a la vía armada. En consecuencia, la Cámara de Diputados ordenó la expulsión del Delegado Apostólico y las legislaciones estatales limitaron lasa actividades eclesiásticas durante el gobierno de Abelardo Rodríguez (1932-1934).

            El distanciamiento entre  la cúpula eclesial y el gobierno comenzó a aminorarse hacia 1935, pero esta vez el conflicto surgió en torno a la educación socialista que el general Lázaro Cárdenas pretendía  instaurar, según lo manifestaba en el Plan Sexenal 1934-1940. En consonancia con el Presidente electo, el presidente Rodríguez reformó el artículo 3º, en octubre de 1934. Declaró que era preciso que la Revolución definiera su proyecto educativo. (15). Todo ello suscitó un número mayor de agresiones contra los fieles católicos a cargo de grupos antirreligiosos (Blancarte, 1992).

         En 1935, el Episcopado  dirigió una carta al presidente Cárdenas para reclamar garantías mínimas a la libertad de culto; asimismo, hubo presión internacional para impedir la persecución religiosa, lo que cristalizó en la moderación cardenista con relación a la Iglesia. En febrero de 1936, se pusieron en servicio todos los templos confiscados o clausurados y hacia 1938, todos los sacerdotes en México fueron autorizados para ejercer. Justo en esta misma época, el discurso gubernamental comenzó a reflejar una mayor tolerancia.

         El problema educativo fue el punto de mayor roce entre la Iglesia y el Estado; en noviembre de 1935, el Episcopado mexicano publicó una carta pastoral exigiendo participar en la educación. La cuestión de la educación socialista inquietó a la Iglesia católica, a los protestantes y a la prensa norteamericana, por lo que su penetración se vio notablemente obstaculizada. El otro punto de conflicto entre la Iglesia y el Estado fue la cuestión social, ya que por naturaleza propia, estaba en contra de los postulados revolucionarios.

         Pese a las diferencias, desde 1936, el clero buscó  sacar partido de la tolerancia. Cuando Lázaro Cárdenas nacionalizó la industria petrolera en 1938, la iglesia  participó en la recaudación de fondos. Además, la nueva Ley de Nacionalizaciones de 1940 permitió indirectamente la participación eclesiástica en instituciones de beneficencia.

 

LA IGLESIA EN EL SIGLO XX. (1940-1988)

El inicio de una convivencia más pacífica se dio en la medida en que la Iglesia y  el Estado encontraron puntos de convergencia ligados al nacionalismo. En el año de 1940, cuando el candidato por el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), Manuel Ávila  Camacho se declaró creyente, se inició el modus vivendi. A partir de entonces, la Iglesia  gozó de libertad mientras el gobierno pasaba por alto las infracciones, aunque mantenía las disposiciones jurídicas.

         El segundo Plan Sexenal aseguró el respeto a la libertad  de culto y a la propiedad  privada, lo que permitió el acercamiento entre Ávila  Camacho y el clero. Otro aspecto de importancia fue el gradual distanciamiento gubernamental de las posiciones de izquierda. En 1941, se eliminó el carácter socialista del artículo 3º y se permitió la participación de los particulares en la educación. En esos años, la  Iglesia encontró cauces de expresión política a través de la Unión Nacional Sinarquista y del Partido Acción Nacional ) (PAN), organizaciones portadoras del proyecto social-católico, sin que esto significara una relación excluyente.

         De 1946 a 1952, la moderación del gobierno de Miguel Alemán fortaleció la cooperación entre la Iglesia y el Estado. Las buenas relaciones entre  ambos hicieron posible  la designación de un delegado apostólico –monseñor Guillermo Pianni quien sustituía al arzobispo Luís María Martínez- en 1949.

         En 1950 se revisó el Código Penal, proponiéndose la abrogación de la Ley de Cultos de 1926 por su inobservancia, a lo que se opusieron masones y liberales. Al año siguiente, los obispos publicaron una carta pastoral en conmemoración al sexagésimo aniversario  de la Rerum Novarum, en la que se criticaba mesuradamente al sistema político. En la etapa final del gobierno de Miguel  Alemán, la Iglesia buscó reencontrarse con la cuestión social y para ello se crearon organismos como la Liga para la Decencia y el Secretariado Social Mexicano.

         En el periodo de Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958), la relación entre el Estado y la Iglesia fue menos cordial;  se relegó a la Iglesia al ámbito de lo privado, en la más pura tradición liberal. Sin embargo, hubo transformaciones internas de relevancia como la creación de la Conferencia del Episcopado Mexicano en 1953; al año siguiente, se desarrolló una campaña dirigida a los fieles católicos para que lucharan por la abrogación de los artículos 3º, 5º, 24, 27 y 130.

         Adolfo López Mateos (1958-1964) fue el único presidente, desde 1940 que replanteó el tema de las relaciones entre la Iglesia y  el Estado, pues afirmó públicamente que no existía  incompatibilidad entre  ser creyente y guardar  lealtad a las instituciones revolucionarias. No obstante, en 1961 se dio uno de los conflictos más severos entre la Iglesia y el Estado: el libro de texto gratuito. El enfrentamiento fue indirecto pues los protagonistas visibles fueron el PAN y la Unión de Padres de Familia (UNPF).

         Un evento de fuerte impacto en el ámbito eclesial fue el Concilio Vaticano II. El Papa Juan XXIII dio inicio a los trabajos conciliares el 11 de octubre de 1962 y fueron clausurados por Paulo VI el 8 de diciembre de 1965. Entre los documentos se encuentra la Constitución Apostólica “Gaudium et Spes”, misma que contiene la visión moderna de la Iglesia con respecto a los Estados nacionales. (Véase Constitución Pastoral Gaudium Et Spes: Sobre la Iglesia y el mundo de hoy, 1983)

         Este elemento facilitó la relación interna del Gobierno con la Iglesia. Incluso en 1963 se especuló sobre la posibilidad de establecer relaciones diplomáticas con el Vaticano, ya que el presidente López Mateos envió sus condolencias al delegado apostólico Luigi Raimondi con motivo del deceso de Juan XXIII.

         También como efecto del Concilio, en la segunda  mitad de la década de los sesenta surgieron varios movimientos seglares de corte social. Entre ellos, podemos ubicar: a la Conferencia de Organizaciones Nacionales –que agrupaba al Movimiento Familiar Cristiano, al Secretariado Social Mexicano, al Centro Nacional de Comunicación Social (CENCOS) y la Acción Católica-. A partir de 1966, la iglesia fue testigo de una fuerte efervescencia social que contrastaba con la relación tersa entre la Iglesia y  el Estado. No obstante, los meses previos a octubre de 1968 se caracterizaron por las discrepancias al interior de la Iglesia. Ciertos grupos buscaban colaborar con el Estado y otros cuestionaban tal estrategia. Lo anterior se reflejó en la Carta Pastoral del Episcopado mexicano sobre el desarrollo e integración del país, donde pese a la oferta de cooperación con el gobierno, se criticaba al sistema y la situación jurídica de la Iglesia.

         En octubre de 1968 se realizó la II  Asamblea de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) en Medellín, Colombia, la que transformó el pensamiento eclesial. En 1969, se efectuó en la ciudad de México el I Congreso Nacional de Teología, introduciendo las ideas liberacionistas y fomentando consecuentemente la creación de nuevos movimientos seglares como las Comunidades Eclesiales de Base.

         Durante el proceso electoral de 1970, el obispo Sergio Méndez Arceo entregó una propuesta de modificación de los artículos 3º, 5º, 24, 27 y 130 constitucionales al entonces candidato priista Luis Echeverría Álvarez en Anenecuilco, Morelos, el 9 de junio. Dicha propuesta, conocida como la Carta de Anenecuilco, planteaba el cambio jurídico bajo el argumento de la inobservancia de los preceptos constitucionales.

         Durante el periodo presidencial de Luis Echeverría (1970-1976), se dio una mayor apertura y diálogo con diferentes sectores sociales. Este ambiente permitió una participación más abierta y decidida de la Iglesia en las cuestiones públicas, especialmente en lo referente a sus derechos políticos y sociales.

         En octubre de 1971 se celebró el Sínodo General de Obispos, mismo que habría de publicar un documento  relativo a la justicia social. En su redacción participaron diversas organizaciones católicas progresistas; sin embargo, el proyecto quedó fuera de control del Episcopado y el documento de trabajo cuestionó la legislación vigente en el ámbito religioso.

         Dos años después, la CEM publicó el documento El compromiso cristiano ante  las opciones sociales y la política, lo que constituyó  el fundamento de la participación política para clero y laicos. En éste, por primera vez se reconoce la libertad de los laicos para elegir el partido político de su preferencia, siempre y cuando se circunscribiera o tuviera referentes cristianos como base de su acción social.

         El 9 de febrero de 1974, el presidente Echeverría se entrevistó en el Vaticano con el papa Paulo VI; el entonces Jefe del Ejecutivo justificó su visita como como un esfuerzo del gobierno mexicano para confirmar el apoyo papal para la Carta de los deberes y Derechos Económicos de los Estados. Este acto rompió con la tradición posrevolucionaria de indiferencia, al reconocer el prestigio moral y social de la Iglesia en México. El encuentro dio pie nuevamente a especulaciones sobre la posible reanudación de relaciones diplomáticas con la Santa Sede.

         Otro indicador del acercamiento entre el clero y el gobierno fue la construcción de la Basílica de Guadalupe, inaugurada el 12 de octubre de 1976. Aunque se manejó la posibilidad de que el papa Paulo VI asistiera a la ceremonia, esto no sucedió porque hubiese supuesto la aprobación implícita de la legislación mexicana.

         Pese a las buenas relaciones, hubo enfrentamientos entre el clero y el gobierno con motivo de la reforma educativa y el nuevo libro de texto gratuito, la política poblacional y las violaciones a los derechos humanos.

         De cara a la coyuntura electoral de 1975, José López Portillo, entonces candidato único a la Presidencia de la República, planteó al clero un programa de “Acción Concertada” para incorporarlos a los programas gubernamentales.

         Cabe señalar que en esta época, el clero  católico  tuvo una importante variación en sus cuadros jerárquicos. El arzobispo de Puebla, Ernesto Corripio, fue trasladado a la dese primada en 1977 y paralelamente presidio la CEM. En 1978, el delegado apostólico Jerónimo Prigione llegó a México, dando una nueva orientación a las acciones de la jerarquía.

         La reforma política iniciada por López Portillo en 1977 permitió  al Partido Comunista Mexicano (PCM) proponer la iniciativa de otorgar  el derecho al voto a los ministros de culto, lo que fue desechado y hubo  consenso en que la Iglesia debía permanecer al margen de lo político.

         En enero  de 1979 se realizó la  III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, con la asistencia del papa Juan Pablo  II, quien fue recibido por más de 110 obispos, el delegado apostólico y el Jefe del Ejecutivo; la bienvenida  fue cordial, aunque estrictamente ceñida a la cortesía  protocolaria. El Sumo Pontífice criticó la situación jurídica de la Iglesia  en México e insistió de manera  velada en la defensa de los  derechos de la persona humana, entre ellos, la libertad religiosa.

         A partir de 1979, las declaraciones del clero en torno a los procesos electorales se hicieron más frecuentes, siendo el debate más importante de la época sobre la iniciativa  del PCM para legalizar el aborto, en marzo de 1980.

         El Plan Global de la CEM para el trienio 1980-1982 criticó la situación política del país; señaló que  la democracia era ficticia en virtud del monopolio del partido único y del corporativismo. En septiembre de 1981, el episcopado publicó un Mensaje al pueblo de México sobre el próximo proceso electoral, mismo que  reflejaba claras posiciones políticas y un papel activo en la sociedad. El 16 de septiembre de 1982, los obispos llamaron a la unidad para salir de la crisis y dieron su apoyo condicionado al gobierno por la nacionalización de la Banca. El 20 de octubre, el Episcopado presentó un documento oficial titulado El católico frente al compromiso socio-político actual.

         En noviembre de 1982, dio fin la presidencia del ya cardenal  Corripio Ahumada en la CEM y quedó en manos del arzobispo de Xalapa, Sergio Obeso, para el trienio 1982-1985, periodo que se extendería hasta 1988, lapso en que  se cimentaron las bases para los eventuales cambios jurídicos y que coincidió con la gestión presidencial del licenciado  Miguel de la Madrid. Para entonces, la presencia política y social de la Iglesia era un hecho por demás innegable, pese a la legislación vigente.

         En abril de 1983, la CEM publicó el Plan Global de la Iglesia para el periodo 1983-1986, en el  que por primera vez desde 1926, la Iglesia criticó al Estado y cuestionó su legitimidad histórica y social. El 23 de diciembre de ese año, la CEM pidió oficialmente la derogación de los artículos 130 y 3º.

         El 12 de enero de 1984, el vocero de la CEM, Padre Francisco Ramírez Meza, desató una fuerte polémica sobre  la posible  reanudación de nexos diplomáticos con la  Santa Sede. En respuesta,  Cuauhtémoc Cárdenas, entonces gobernador de Michoacán, publicó un  desplegado exigiendo a la Iglesia someterse a las leyes vigentes.

         La problemática educativa fue retomada en febrero por el entonces obispo de Ciudad Netzahualcoyótl, José Melgoza Osorio, quien afirmó que la educación en México era anticatólica. Al respecto, el 4 de febrero, el Secretario de Educación, Jesús Reyes Heroles, precisó el significado del carácter laico de la educación, subrayando la exclusión de la educación religiosa, ya que ésta debía de ser impartida en Iglesias y hogares (16).

            El 15 de febrero de 1984, la Comisión Permanente discutió la posible modificación del artículo 130, ya que tanto el PDM como Acción Nacional consideraban necesario otorgar derechos  ciudadanos a los ministros de culto, pero sin intervención política de la Iglesia como institución. Por el contrario, el PST y el PPS opinaron que debían aumentarse las restricciones a los ministros de culto. Al mes siguiente, durante la celebración del LV Aniversario de la fundación del Partido Revolucionario Institucional (PRI), Adolfo Lugo Verduzco expuso que los sectores contrarrevolucionarios creían que podía darse un retroceso en la relación del estado y las Iglesias. (Ibid). El 21 de marzo de ese año, el Presidente de la Gran Comisión de la Cámara de Diputados, Humberto Lugo Gil, reiteró la separación de la Iglesia y del Estado, la libertad de culto y el respeto gubernamental a las creencias, destacando la necesidad de que las iglesias se abstuvieran de participar  políticamente. En ánimo conciliador, el 5 de abril, la CEM expreso que las coincidencias entre la Iglesia y el Estado podían llegar  a ser garantía contra las disidencias extremistas.

         En abril, durante su XXXVI Asamblea General Ordinaria, la CEM expuso su posición con respecto a las elecciones intermedias con el documento Orientación Pastoral del Episcopado Mexicano a propósito de las Elecciones, donde los obispos señalaron que, sin apoyar a ningún partido, grupo o sistema político, no podían permanecer indiferentes ante los comicios y exhortaron a la defensa del voto.

         Lo anterior llevó a muchos analistas políticos a sugerir que las victorias electorales del PAN en el Norte del país habían sido posible gracias al apoyo de ciertos obispos, quienes por medio de cartas pastorales inducían a los feligreses a votar por ese partido. El caso más notable fue el de Chihuahua en 1986, donde la actuación de los obispos de Ciudad Juárez, Madera y Tarahumara, así como del arzobispo de Chihuahua, contribuyó a caldear el ambiente pre y postelectoral. (17)

            La situación extrema generada por los comicios en Chihuahua y en Coahuila en 1987, llevó a las autoridades federales a legislar penalmente en contra de la participación eclesiástica en los procesos electorales. El nuevo Código Federal Electoral de 1987 disponía en su artículo 343 la multa de 500 a mil días de salario mínimo –vigente en el Distrito Federal- y prisión de cuatro a siete años a los ministros de culto que indujeran o inhibieran el voto a un partido o candidato, que ejercieran cualquier presión o fomentaran la abstención. Los obispos a su vez manifestaron públicamente su inconformidad. La aparición de este artículo tuvo un fuerte impacto, ya que algunas opiniones vislumbraban que había riesgo de un enfrentamiento entre la Iglesia y el estado. Tal fue la reacción en medios eclesiales y partidistas, que las sanciones se limitaron sólo a ser económicas antes de 1988.

         Para finales de la década de los ochenta, las demandas clericales se articularon en dos ejes: en el interno, el reconocimiento de la personalidad jurídica de la Iglesia, y otorgamiento de los derechos civiles a los ministros de culto, y en el ámbito externo, la reanudación de lazos diplomáticos con la Santa Sede.

         Adicionalmente, el clero enfocó su discurso a cuestionar al sistema político. En la coyuntura de 1988, el tema de los derechos electorales fue central para ellos. Antes, durante y después de los comicios hubo pronunciamientos en torno a los procesos. La búsqueda de la democracia incluía el reconocimiento de los derechos políticos de los ministros de culto y, sobre todo, el reconocimiento jurídico de la Iglesia.

         Los partidos políticos, el PAN y los agrupados en el Frente Democrático Nacional (FDN), en diversas ocasiones demandaron el reconocimiento jurídico de las agrupaciones religiosas y el otorgamiento de derechos políticos a los ministros de los cultos. Incluso, ciertas corrientes al interior del PRI empezaron a cuestionar la adecuación de la legislación en materia religiosa.

         Lo anterior fue el contexto de la campaña presidencial de Carlos Salinas de Gortari, misma que estuvo teñida de tensiones y acercamientos con el clero. Durante este periodo, el candidato priista se entrevistó con la jerarquía religiosa. Pese a ello, el clero cuestionó los resultados de las elecciones presidenciales de 1988, aunque en noviembre reconocieron que, pese a todo, la realidad era que Salinas de Gortari era el Presidente Electo. (Rico y Uribe, 1994).

         Del 14 al 18 de noviembre de 1988, se llevó a cabo la XLIII Asamblea Plenaria de la CEM en Guadalajara. El propósito principal fue renovar la mesa directiva para el periodo 1988-1991, aunque los otros temas fueron la visita ad limina (18) y la beatificación del padre Pro. El Consejo de Presidencia de la CEM quedó formado así: monseñor Adolfo Suárez Rivera, arzobispo de Monterrey, como presidente; como vicepresidente monseñor Juan Jesús Posadas Ocampo, arzobispo de Guadalajara; como secretario general, monseñor Manuel Pérez Gil, arzobispo de Tlanepantla; como tesorero, monseñor Luis Morales, obispo coadjutor de Torreón y como vocales monseñor Arturo Szymanski, arzobispo de San Luis Potosí, y monseñor Mario de Gasperín, obispo de Querétaro.

         Durante esta reunión, los obispos pronosticaron el inicio de una transformación del sistema político –encaminada a una transición a la democracia- y prefiguraron la participación de la Iglesia en dicho proceso. En suma, para 1988, el modus vivendi era un modelo de relación anquilosado, y la asignatura pendiente de la Iglesia en los años por venir era precisamente configurar un nuevo modo de interrelación con el Estado.

NOTAS

Ampudia, Ricardo, La Iglesia de Roma. Estructura y presencia en México, Mexico, FCE, 2000, pp.213-268.

1.     Legítimamente devuelto al estado seglar. Jerónimo de Aguilar naufragó con otros 18 hombres, de los cuales sólo sobrevivió junto con él Gonzalo Guerrero, quien es considerado el padre del mestizaje mexicano.

2.     Relación  de la Aparición, de Antonio Valeriano, profesor de Santiago Tlatelolco.

3.     Azcona, O.F.M., Tarsicio de, Isabel la Católica. Estudio crítico de su obra y reinado, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1964.

4.      Icazbalceta, Joaquín de, Bibliografía mexicana del siglo  XVI, México, FCE, 1954.

5.     Juan de Grijalba, Crónica de la Orden de N.P. San Agustín en las Provincias de Nueva España en cuatro edades desde el año de 1533 hasta 1592, México, 1624, reimpresa por Nicolás León y Federico Gómez de Orozco en 1924-1930.

6.     ** La visita ad limina apostolorum es la visita que todos los obispos diocesanos deben realizar a "los hogares de San Pedro y San Pablo" en Roma. El objetivo de la visita no es tan solo visitar la tumba de los apóstoles, sino también el de informar al Papa, cada cierto tiempo, del estado de las diócesis que gobiernan.

*.- Modalidad especial del derecho de patronato. El patronato fue utilizado por los señores temporales como una forma de control, en su propio beneficio, de la dirección jerárquica de la Iglesia. Cuando tal derecho, sin perder su condición señorial, fue asumido también por los monarcas, recibió el nombre de patronato regio.

El núcleo central del derecho de patronato fue la designación de los cargos eclesiásticos por parte del poder secular. El problema central en el caso de reyes y príncipes fueron las designaciones episcopales. Al cabo de siglos, el patronato regio se configuró fundamentalmente como un derecho de presentación de las personas que habían de cubrir los cargos eclesiásticos.

https://dpej.rae.es/lema/patronato-regio

7.     En 1831, Gregorio XVI emitió  la encíclica Sollicitudo Ecclesarium, donde justificó su derecho a tratar los intereses de la Iglesia con gobiernos de facto.

8.     Santa Anna se retiró a su hacienda  en Veracruz, dejando en el poder a José María Luís Mora y  a  Valentín Gómez Farías, quienes realizaron profundas reformas eclesiásticas, educativas y militares. Los periodos presidenciales de Antonio López de Santa Anna fueron once: 16 de mayo  al 12 de junio de 1833; 18 de junio al 5 de julio de 1833; 27  de octubre al 15  de diciembre de 1833; 24 de abril de 1834 al 27 de enero de 1835; 20 de marzo al 10 de junio de 1839; 10 de octubre de 1841 al 26 de octubre de 1842; 4 de marzo al 4 de octubre de 1843; 4 de junio al 12 de septiembre de 1844; 21 de marzo al 2 de mayo, y del 20 de mayo al 16 de septiembre de 1847; 2º de mayo de 1853 al 9 de agosto de 1855.

9.     El Partido Católico Nacional fue fundado el 17 de agosto de 1911, bajo  el lema Dios, Patria y Libertad. Su objetivo fue agrupar a los católicos para ejercer sus derechos ciudadanos. En 1912, los diputados del PCN participaron en la Legislatura, expresándose como un partido conservador que buscaba la restauración porfirista. En 1920 postularon a Alfredo Robles Domínguez como  candidato a la presidencia.

10.  Incluso una minoría intentó ilegalizar las confesiones auriculares y exigir a los ministros de culto que contrajeran matrimonio, si eran menores de 55 años. Véase Diario de Debates del Congreso Constituyente. 1916-1917, México, Ediciones de la Comisión Nacional para la celebración del sesquicentenario de la proclamación de la Independencia Nacional y del cincuentenario de la Revolución Mexicana, 1960, vol. II.

11.  Este fue el número original. La discusión de los artículos 24 y 129 se desarrolló entre la noche del 27 de enero de 1917 y la madrugada del día siguiente. Entre los más connotados legisladores que participaron en el debate están los diputados Palavicini, Ancona Albertos, Recio, Álvarez Espeleta, Mújica, Lizardi. El presidente de la sesión fue el diputado Luis  Manuel Rojas. Véase Diario de Debates del Cogreso Constituyente, op. cit.

***.- Toro, Alfonso, La Iglesia y el Estado en México: estudio sobre los conflictos entre  el clero católico y los gobiernos mexicanos desde la Independencia hasta nuestros días, ed. Facs., Ed. El Caballito, 1975.

12.  La LNDLR agrupó a los Caballeros de Colón, la Asociación de la Juventud Mexicana (ACJM), la Congregación Mariana, la Confederación Nacional católica del Trabajo, etc.

13.  El texto de la carta pastoral del Episcopado se encuentra publicada en el apéndice 4 de Toro, 1975.

14.   Véase Alfonso Toro, op- cit., p. 387, acerca de las declaraciones del papa Pío XI en torno a la cuestión religiosa en México. Posteriormente, la Santa Sede informó  al  cuerpo diplomático acreditado en el Vaticano y a los nuncios sobre las actividades antirreligiosas del general Calles.

15.  Conocido como “El grito de Guadalajara”. El 20 de julio de 1934, Calles pronunció un discurso, en el que expresó: “Pero la Revolución no ha terminado. Los eternos enemigos la acechan y tratan de hacer nugatorios sus triunfos. Es necesario que entremos al nuevo periodo de la Revolución, que yo le llamaría el periodo revolucionario psicológico; debemos entrar y apoderarnos de las conciencias de la niñez, de las conciencias de la juventud, porque son y deben pertenecer a la Revolución. No podemos entregar el porvenir de la Patria y el porvenir de la Revolución a las manos enemigas. Con toda maña los reaccionarios dicen, y los clericales dicen que el niño pertenece al hogar y el joven a la familia; esta es una doctrina egoísta porque el niño y el joven pertenecen a la comunidad, pertenecen a la colectividad y es la Revolución la que tiene el deber imprescindible de apoderarse de las conciencias, […] de desterrar los prejuicios y de formar la nueva alma nacional […]”.

https://www.memoriapoliticademexico.org/Biografias/ECP77.html#:~:text=El%2020%20de%20julio%20de,de%20hacer%20nugatorios%20sus%20triunfos.

** - Blancarte, Roberto, Historia de la Iglesia Católica en México, México, FCE, , 1992.

16.  Lajous, Alejandra, Las razones y las obras. Gobierno de Miguel de la Madrid. Crónica del sexenio 1982-1988, México, FCE, 1985.

17.  Rico Núñez, Hernán, y Mónica Uribe Moreno, “Análisis de la relación Iglesia católica-Estado mexicano durante el periodo presidencial de Carlos Salinas de Gortari”, tesis de licenciatura, México, Universidad Iberoamericana, 1994.

18.  Poco antes, entre los últimos días de septiembre y los primeros de octubre, tuvo lugar la visita as limina, como lo establecen los cánones 399 y 400 del Derecho Canónico. Véase Antonio Belloch Poveda et al., Código de Derecho Canónico. Edición Bilingüe. Fuentes y comentarios de todos los cánones, Valencia, EDICEP, 1993, p. 208.

 

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