LA
IGLESIA CATÓLICA
EN
LA
HISTORIA
DE MÉXICO
Enlazada
íntimamente está la Iglesia del Nuevo Mundo con la civilización europea que los
misioneros evangelizadores trajeron a este continente. Para trazar un
relato coherente de la relación entre el
Estado y la Iglesia católica en México, se ha de colocar cada uno en su propio
ámbito de competencia, sin minimizar, tergiversar o destruir el lazo de unión
que entre ambas entidades –con sus altibajos- ha existido a través de la
evolución histórica de nuestra nación. Haremos una breve descripción histórica de la relación
Estado-Iglesia, desde sus inicios en 1521 hasta 1998. No se pretende hacer un
relato completo y exhaustivo del tema, sino situar cronológicamente los hechos que
consideramos relevantes y dignos de mención.
RELACIÓN
IGLESIA-ESTADO DURANTE EL PERIODO COLONIAL.
ORÍGENES
Y CONSOLIDACIÓN DE LA IGLESIA EN MÉXICO
(SIGLOS
XVI, XVII Y XVIII)
SIGLO
XVI
El
primer religioso del que se tiene noticia fidedigna de su llegada a tierras mexicanas fue el diácono reducido
Jerónimo de Aguilar, (1) quien naufragó en 1511 –de camino del Darién a la Isla
Española- llegando a una provincia
llamada maya, esto en las
costas de la península de Yucatán. Jerónimo de Aguilar fue rescatado en 1519
por la expedición de Hernán Cortés, y desempeñó un papel destacado como
intérprete y traductor en la conquista
del imperio azteca.
El 8 de febrero de 1517, Francisco
Hernández de Córdoba salió de Cuba en viaje de descubrimiento; lo acompañaba un
clérigo secular llamado Alonso González. Después de un azaroso viaje de 21
días, avistaron tierra, desembarcando el 5 de marzo de 1517 en Cabo Catoche.
Este clérigo fue el primer sacerdote que pisó tierras mexicanas, aunque retornó
a Cuba casi de inmediato.
Posteriormente, se realizó una nueva
expedición que zarpó de la Isla Fernandina (Cuba) el 1 de mayo de 1518, al
mando de Juan de Grijalva. El capellán de la Armada fue el clérigo y licenciado
Juan Díaz, quien a su regreso de la expedición escribió Itinerario de la Armada del rey
Católico a la Isla de Yucatán en la India, libro con el que se inicia
la serie de los relativos a la crónica de la conquista de México. Este viaje también fracasó, regresando a Cuba.
El 18 de febrero de 1519, Hernán Cortés
salió del Cabo San Antón en Cuba, con once navíos, rumbo a las nuevas tierras
para conquistarlas y colonizarlas. El21
del mismo mes tocó Cozumel –donde
rescató a Jerónimo de Aguilar-. Estuvo
en Tabasco en el mes de marzo y el 21 de abril desembarcó en lo que hoy es San
Juan de Ulúa, Veracruz, un Viernes Santo. Después de 2 años –el 13 de agosto de
1521, festividad de San Hipólito Mártir- culmina la conquista de Tenochtitlán.
Vocabulario en lengua castellana y
mexicana [-mexicana y castellana] (1571) - Molina, Alonso de
O.F.M
https://bibliotecadigital.aecid.es/bibliodig/es/consulta/registro.cmd?id=132
Al parecer, Cortés era un hombre
profundamente piadoso y una de sus principales motivaciones era llevar el
Evangelio a los naturales idólatras de estas regiones, interés primordial para
los Reyes de España. Con la expedición
de Hernán Cortés vinieron únicamente dos
sacerdotes: fray Bartolomé de Olmedo, de la Orden de la Merced, y el clérigo
Juan Díaz, quien había venido con Juan de Grijalva (vide supra).
Poco después de la conquista de México,
llegaron tres frailes mercedarios, y el
30 de agosto de 1523 arribaron a Veracruz tres franciscanos flamencos, que
formaron la vanguardia de esa Orden: fray Juan de Tecto (Johann Decckers o Jean
de Toict), fray Juan de Ahora (Johann
Van Der Auwera) y fray Pedro de Gante (Peter Van Der Mooere o Pedro de Mura).
En 1542, los dos primeros acompañaron a Cortés en su malhadada expedición a Las
Hibueras (Honduras), falleciendo ambos en este viaje. Pedro de Gante dedicó los
últimos cincuenta años de su vida a cristianizar a los indígenas, luchando
siempre con celo infatigable por el
bienestar de su grey. Parece ser
que, además de los anteriores, también llegaron con los conquistadores otros
franciscanos: fray Diego de Altamirano, fray
Pedro de Melgarejo y un tal fray
Juan Barillas. (Según fray Jerónimo de
Mendieta, citado por Mariano Cuevas, 1992).
El 13 de mayo de 1524 desembarcó en San
Juan de Ulúa la primera corporación eclesiástica en Mesoamérica: la misión
franciscana llamada de Los Doce, al mando de fray Martín de
Valencia, considerados como los padres de la Iglesia en México. Con ellos, vino
la civilización occidental a la tierra firme americana.
El 23 de junio de 1526 llegaron a la
ciudad de México los primeros doce frailes predicadores, dirigidos por fray
Tomás Ortiz. Se alojaron en el primitivo convento de los franciscanos, que
aún estaba en el sitio que hoy ocupa nuestra Catedral primada. En 1531, los
dominicos de la Isla Española (Santo Domingo) reconocieron a los que estaban en
México como parte de una nueva provincia que se llamó de la Santa Cruz,
nombrando prior provincial a fray Francisco de San Miguel, quien llegó a México en octubre de ese año, acompañado,
entre otros, por el célebre fray Bartolomé de las Casas, defensor acérrimo de
los derechos humanos de los indígenas americanos. Las Casas, con su tesonera
dedicación, obtuvo el 2 de junio de 1537 que el papa Paulo III emitiera la bula
Unigenitus Deus, seguida siete días
después (9 de junio) por la Sublimis Deus,en
donde la Iglesia reconoció oficialmente a los indígenas como seres humanos,
entes racionales capaces de recibir la fe cristiana.
A finales de 1527, fue electo el
vizcaíno fray Juan de Zumárraga (1476-1548) como primer obispo e la diócesis de
México, tomando posesión de la sede el 6 de noviembre de 1528. Sin embargo, el
primer obispo nombrado para territorio mexicano fue fray Julián Garcés y la
diócesis fue la Carolense (nombrada así en honor de Carlos I de España) que
comprendía Cozumel y la Península de Yucatán; Garcés fue nombrado obispo de
Tlaxcala en 1526. Zumárraga fue consagrado obispo el domingo 27 de abril de
1533 por el obispo de Segovia en la Capilla Mayor del Convento de San Francisco
en Valladolid, España. En 1548 recibió el palio arzobispal.
Entre las glorias de este franciscano
está la de haber emprendido la erección de la Universidad de México, cuya
cédula de fundación fue otorgada por Felipe II en la Ciudad de Toro el 21 de septiembre de 1551. La
inauguración solemne de cursos de la Universidad fue el 25 de enero de 1553.
Asimismo, a Zumárraga se debe la introducción de la imprenta en México en 1539; siendo el propio fray Juan
el autor del primer libro impreso en nuestro país hasta ahora conocido: La
breve y más compendiosa doctrina christiana en lengua mexicana y castellana.
Este libro lo editó el primer impresor de México, Juan Pablos, en 1539.
A Zumárraga le tocó ser uno de los
actores más importantes en la aparición de la Virgen del Tepeyac, quien “al
amanecer del sábado 9 de diciembre de 1531, se le apareció en el Cerro del
Tepeyac a un indio de Cuautitlán llamado Juan Diego”. (2)
El Guadalupanismo se inició lentamente
durante el siglo XVI, siendo hasta mediados del siglo XVII cuando recibió gran impulso por parte del clero y de
la intelectualidad criolla, propagándose mediante numerosas coplas, novenarios,
villancicos, poemas, etc. Los poetas también se afiliaron al nacionalismo que
venía a representar la Guadalupana, vide: la obra de Sor Juana Inés de la Cruz,
Ambrosio Solís de Aguirre, Francisco de Castro y Felipe Santoyo, entre otros.
Como dice don Francisco de la Maza en su obra El Guadalupanismo mexicano:
“cuatro fueron también los evangelistas de la Virgen de Guadalupe: el bachiller
Miguel Sánchez, Luis Lasso de la Vega,
Luis Becerra Tanco y fray Francisco de
Florencia.”
Miguel Sánchez publica en 1548 su obra Imagen
de la Virgen María de Dios de Guadalupe, en donde se registra por
primera vez la relación de las apariciones del Tepeyac, considerando a la
imagen como un símbolo de la Patria. En 1649, Lasso de la Vega edita su Huei
Tlamahuizoltlica Omenexiti Ilhuica Ihuapilli Sancta María, lo que en
castellano quiere decir: El
Gran acontecimiento con que se apareció la Señora Reina del Cielo Santa María,
en donde al escribir su obra en náhuatl, acentúa más el carácter nacionalista
del prodigio. Becerra Tanco dio a conocer en 1675 su obra: Felicidad de México en el principio y
milagroso origen del santuario de la Virgen María de Guadalupe, en donde trata de
explicar –de acuerdo con los conocimientos de la época- la formación milagrosa
de la imagen. A su vez, fray Francisco de Florencia en 1688, su obra: la
Estrella del Norte de México, aparecida al rayar el día de la luz evangélica en
este Nuevo Mundo en la cumbre del Cerro del Tepeyac, orilla del Mar Tezcocano,
para la luz en la fe de los indios: para
rumbo cierto en los españoles en la virtud. Aquí el fenómeno
guadalupano se vuelve puramente cuestión de fe.
Resumimos lo anterior transcribiendo un
párrafo de Francisco de la Maza, en su obra antes citada, cuando habla del milagro del Cerro del Tepeyac:
[…] de esa necesidad
interna, esencial, de un pueblo que comienza a ser; de la fe y del esfuerzo de
los criollos del siglo XVII; de la intuición pética; de la exaltación oratoria;
de la imaginación creadora, que anhela su propio símbolo, nace Nuestra Señora
de Guadalupe, Madre, Águila, Redención y Esperanza, escudo blasón en donde se
juntan lo ancestral y lo mitológico, la raíz prehispánica y la savia
occidental; lo religioso y lo patriótico que puede encerrarse en estas palabras
significativas Cuauhtli Tonantzin Guadalupe, Bandera, Madre Antigua, Madre Nueva,
Madre Nuestra.
Hasta
aquí lo concerniente a la aparición de la Virgen de Guadalupe.
El
22 de mayo de 1533 desembarcaron en Veracruz siete frailes agustinos, dirigidos
por fray Francisco de la Cruz; llegaron
a la Ciudad de México el sábado 7
de junio de ese año. Los discípulos de San Agustín desplegaron gran actividad y
esfuerzo constructivo: para 1572, tenían 46 conventos esparcidos ´por el
territorio novohispano, especialmente en Michoacán.
Los jesuitas llegaron a San Juan de
Ulúa el 9 de septiembre de 1572; 19 días después arribaron a la Ciudad de México,
alojándose en el Hospital de la Concepción –más tarde de Jesús Nazareno-
fundado por Hernán Cortés en 1524. Venían dieciséis con su adre Provincial, Pedro Sánchez. Los
jesuitas, vinieron a Nueva España con la finalidad de ejercer sus tres
ministerios: 1. El propiamente sacerdotal, 2. La educación de la juventud
–fundando colegios de Educación Mayor y Menor- y 3. La publicación de obras de
todo género para el provecho espiritual.
Durante el siglo XVI se crea la primera
orden religiosa mexicana los Hipólitos, orden hospitalaria
fundada por fray Bernardino Álvarez. Otras dos órdenes hospitalarias, los Juaninos
y los Bethlemitas, llegaron a México posteriormente.
INQUISICIÓN
La
Inquisición fue instituida en España por los Reyes Católicos en 1484. El 22 de
junio de 1517, el cardenal Jiménez de Cisneros, Inquisidor General, confirió
poderes inquisitoriales a todos los obispos de las Indias. Cabe señalar que
esas facultades eran detentadas por los frailes predicadores, los que llegaron
a (vide supra). A veces estas
facultades recaían sobre los franciscanos y agustinos, quienes actuaban ad alternative, a falta de dominicos.
Cuando éstos llegaron a México, fray
Tomás Ortiz quedó como inquisidor hasta 1528. En ese año, salió de la Nueva
España, siendo sustituido por fray Domingo de Betanzos al frente de la provincia y de la
Inquisición. Sólo a partir de 1532, los dominicos se hicieron cargo formalmente
del Santo Oficio.
La vigilancia de la ortodoxia quedó en
manos de fray Juan de Zumárraga, aunque en calidad de Ordinario, pues hasta el
27 de junio de 1535, el inquisidor general, don Alonso Manríquez dio poder
inquisitorial al obispo de México. Tales funciones las detentó Zumárraga hasta
1544, pese a que permaneció en la Nueva España hasta 1546. Sus labores como inquisidor fueron muy reducidas,
no dejando sustituto alguno a su salida en lo concerniente al Tribunal de la
Inquisición.
Tras la muerte de Zumárraga en 1548,
seis años estuvo vacante la sede de México, hasta la llegada del fray Alonso de
Montúfar en 1554, quien se hizo cargo de los procesos contra la fe, sin
delimitar sus atribuciones con precisión. Esta situación continuó hasta el 25
de enero de 1569, al firmarse el Real Decreto por el cual se fundaba en toda su plenitud el Santo
Oficio de la Inquisición de la Nueva España.
El cargo de Inquisidor General recayó
en la persona del inquisidor de Murcia, don Pedro Moya de Contreras, quien
llegó a San Juan de Ulúa el 18 de agosto de 1571 y a la ciudad de México el 12
de septiembre del mismo año, ubicando la sede del Santo Oficio en el Convento
de Santo Domingo. Poco más tarde, se estableció la Inquisición en una casa
rentada, aledaña al costado oriente de dicho convento, propiedad de Juan
Velázquez de Salazar, a quien la compraron en 1578 y que fue patrimonio de la
Inquisición hasta 1820. En ese lapso, la construcción fue demolida y
reconstruida entre 1734 y 1736 por el Maestro Mayor del Reino, don Pedro de
Arrieta. Ese edificio –en la esquina de República de Brasil y Belisario
Domínguez- es una de las más preciadas joyas de nuestra arquitectura colonial;
actualmente pertenece a la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional
Autónoma de México
Procesos
inquisitoriales en México
Periodo
de fray Martín de Valencia Periodo
de Vicente de Santa María Periodo
de fray Juan de Zumárraga
Autos de
Fe de 1574 Autos de
Fe de 1575-1579 Autos de
Fe de 1596 Autos de
Fe de 1601 Autos de
Fe de 1606 Autos de
Fe de 1649 Autos de
Fe de 1659 Autos de
Fe de 1678 Autos de
Fe de 1699 Autos de
Fe de 1715 TOTAL |
Casos 1 2 1 2 1 9 3 1 10 6 1 1 1 39 |
Las actividades de la Santa Inquisición
en México se centraron en tres aspectos: 1. Contra las malas costumbres; 2. La
herejía; 3. La impiedad y perfidia judaicas. Durante los tres siglos de
vigencia de este tribunal (1525-1820) la mayoría de los procesos fueron por
delitos menores, tales como: palabras malsonantes, bigamia, hechicerías,
desacatos, opiniones temerarias contra la religión, simulación, etc. Los
menos., por herejía formal por propagación e impiedad judaicas, etc. Relajados
en persona, o sea, condenados a muerte por sentencia inquisitorial y los
tribunales precursores de ella, el padre Mariano Cuevas en su obra La Historia de la Iglesia en México, enlista
40 casos en trescientos años (véase el cuadro de arriba).
Del total, 17 pertenecen al siglo XVI,
22 al siglo XVII y uno al siglo XVIII, de lo que resulta que la Inquisición
condenó a un solo procesado a muerte cada siete años.
Real
Patronato y Vicariato de Indias
En
el siglo XVI, se comienza a estructurar la organización administrativa civil y
religiosa de las nuevas posesiones ultramarinas de la Corona Española,
iniciándose las relaciones entre las dos potestades: Iglesia y Estado. Es el
siglo de la conversión, de la evangelización, de la intensa labor de los
misioneros que recorrieron el enorme territorio de la Nueva España, llevando
la civilización y la palabra de Cristo,
a confines desconocidos.
En España, la Iglesia tenía un tinte marcadamente
nacionalista. El episcopalismo español, unido a un efectivo autoritarismo
regio, dio un matiz especial al funcionamiento de las actividades religiosas.
No se tiene conocimiento de cismas o cuestionamientos doctrinales;
paralelamente, las manifestaciones de lealtad al Romano Pontífice fueron
espontáneas y numerosas. Sin embargo, en la realidad la Corona procuró reunir
en los obispos locales la mayor autoridad posible, minimizando la pontificia.
La Iglesia, al estar unida y dependiendo de la autoridad regia, daba como
resultado una institución netamente hispana, particularista, que nunca llevaba
las cosas a límites de ruptura con Roma, sino procuraba mantenerse dentro de la
legalidad eclesiástica.
Los afanes por parte de las autoridades
españolas de mantener y obtener una gran serie de privilegios de tipo nacional,
dificultaron cada día más cualquier arreglo razonable con la Santa Sede acerca
de las mutuas relaciones que iban cambiando con el correr de los años y que
modificaban las circunstancias que habían existido y originado su concesión. El
gran ejemplo en esta materia lo constituye el Regio Patronato de Indias.
Los orígenes del Patronato Real y del
Regio Vicariato de Indias son un tema amplísimo, por lo que vamos a procurar
trazar un resumen que ayude a aclarar su papel en historia eclesiástica de la
América Española, durante el periodo Colonial.
Según el Código de Derecho Canónico, el Patronato es: “la suma de
privilegios con algunas cargas que competen por concesión de la Iglesia a los
fundadores católicos de iglesia, capilla o beneficio, o también aquellos que
tiene causa con ellos” (Cc. 1448-1472)
El mismo Código cita como primer
privilegio de los patronos, el presentar un clérigo para la iglesia o beneficio
vacante (Canon 1455). En el caso de la América española, evidentemente fue
también privilegio el más estimado y en el que más insistían monarcas y
juristas. Fue este punto la principal fuente de conflicto entre la Iglesia y la
Corona.
Toda la Edad Media se caracterizó por
una lucha entre la Santa Sede y los soberanos, en torno a las pretensiones al
privilegio de la presentación a las dignidades y beneficios eclesiásticos. El
Concilio de Trento abolió los derechos de Patronato provenientes de privilegios
y no de derecho, pero estableció una excepción para las testas coronadas.
Los antecedentes del Patronato Real de Indias, pueden
situarse en la culminación de la Reconquista. La Guerra de Granada fue la gran
ocasión que aprovecharon los Reyes Católicos, para conseguir del Papa los
derechos de Patronato con la amplitud deseada para los territorios recién
conquistados –Granada y las Islas Canarias-; presentándose luego el Patronato
de América, como continuación del de Granada: nuevos territorios que se añadían
a la Iglesia y que había que organizar, controlar y defender de enemigos visibles e invisibles.
Julio II hace posible el Patronato
Universal de Indias, con
derechos similares a los de Granada, con la Bula Universalis Ecclesiae Regiminis, del 28 de junio de 1508 al tratar
de erigir las primeras sedes episcopales de los nuevos territorios allende el
mar. Con la concesión del Patronato, Fernando el Católico culmina el “constructo jurídico” con el que legitimó la dirección y el control
regio de las nuevas cristiandades. Todo lo había conseguido a través de
privilegios papales, aun cuando siempre fundamentó sus alegatos en los méritos
contraídos en los descubrimientos de las tierras y en la fundación de sus
primeras comunidades cristianas. Reconocía, sin embargo, que los privilegios
eclesiásticos tan amplios de los que disponía, los debía a la largueza de los
pontífices.
Es hasta el reinado de Carlos V, cuando
el papa Adriano VI –con la Bula Eximia
Devotionis affectus del 23 de septiembre de 1523- otorga a España una
declaración oficial acerca del derecho de presentación de los reyes a todas las
sedes vacantes. (3)
El Real Patronato de Indias era oneroso
para la Corona, pues representaba una carga económica mantener al clero,
facilitar los viajes de misión, construir y sustentar iglesias, hospitales
y otros centros de beneficencia. Las
funciones propiamente dichas del patronato, pese a las innumerables bulas
expedidas al respecto, no quedaron definidas con precisión en los primeros
años, ya que en términos canónicos se mezclaban con la de cierta dirección de
la obra religiosa y misional encomendada con anterioridad España y Portugal y
que andando el tiempo, vino a ser llamado Vicariato
y Delegación Regia, que convertía a
los soberanos en una especie de delegados vicarios de su Santidad, haciendo sus
veces en el establecimiento de la nueva iglesia y en la evangelización de los
naturales.
SIGLO XVII
El
siglo XVII en la Historia de México se caracterizó porque en él nace y se
consolida el sentimiento de ser mexicano con sus rasgos peculiares, iniciándose
así la formación del concepto de nacionalidad.
Después del prolongado esfuerzo
evangelizador efectuado a partir de 1524, en todo el territorio novohispano, en
el siglo XVII predomina en forma casi absoluta el cristianismo en el
pensamiento y las costumbres. La Fe Católica se encuentra firmemente anclada en
todos los elementos que configuran los estamentos sociales de la Nueva España:
peninsulares, criollos, mestizos e indígenas.
Las manifestaciones de culto y los
actos académicos se llevan a cabo en grandiosos edificios en medio de
ceremonias fastuosas y solemnes, de acuerdo con una liturgia propia,
reglamentada ya en la segunda mitad del siglo precedente y plasmada en libros
en donde se indicaba con minucia los ritos y ceremonias que debían observarse
en el país. Como ejemplo, valga el Manuales
Sacramentorum, secundum usum Almae Ecclesiae Mexicanae extractado de los
rituales Romano, Toledano, Salmantino, Sevillano, Granadino, Palentino y otros-
impreso en México en casa de Pedro Ocharte en 1568 y utilizado por disposición
del segundo arzobispo de México, fray Alonso de Montúfar (1551-1572). (4)
Hubo
una explosión de vocaciones religiosas, casi como en la Madre Patria; el clero
secular se educaba en los seminarios instituidos por las diferentes diócesis.
La Inquisición vigilaba celosamente la ortodoxia católica, reprimiendo con
energía los pequeños brotes disidentes que llegaron con los inmigrantes
extranjeros; las autoridades civiles –desde los virreyes hasta el último
funcionario- fomentan y apoyan este ambiente de religiosidad. Todo lo anterior
se conjuga para lograr que en menos de un siglo, la Nueva España dejará de ser
un país de misiones y se convirtiera en uno de los bastiones más florecientes
de la Cristiandad.
En la Academia y en los conventos se
predicaban y cultivaban con provecho las ciencias eclesiásticas. En la Universidad,
la facultad más frecuentada y prestigiosa es la de Teología, en cuyas cátedras
los más preparados y preclaros ingenios de la Colonia, expusieron las
principales escuelas de pensamiento escolástico español (Francisco de Vitoria,
Domingo de Soto, Melchor Cano, Bartolomé de Medina y el eminentísimo Francisco Suárez,
entre otros). Mismo pensamiento que sostenían, enseñaban y fomentaban las
órdenes religiosas, entre las cuales la Compañía
de Jesús, se situaba como una de las más modernas, ocupando los primeros
puestos en el cultivo de esta disciplina
y en la práctica de la santidad.
Lo anterior se dio dentro de un
contexto con rasgos característicos. El clero regular –franciscanos, dominicos,
agustinos y jesuitas- predominaba sobre
el secular, dirigiendo la vida religiosa de los nuevos territorios,
constituyéndose de hecho en la fuerza social más poderosa. Lo anterior condujo
a enfrentamientos frecuentes entre la jerarquía religiosa y los poderes
civiles. Otra cara característica social importante que se da en este siglo, es
la problemática generada en torno a la preeminencia de los religiosos españoles
sobre los criollos para ocupar los puestos dirigentes –especialmente dentro del
clero regular-, conocida como la disputa
de las alternativas. Los criollos se sentían distinto a los peninsulares y
pronto les resultó molesto estar sometidos a su autoridad en todas las
actividades sociales. Estas disputas, consideradas como los primeros brotes de
un sentimiento nacional y autonomista, aparecen en forma natural en las
comunidades mejor preparadas intelectualmente y con capacidad de disidencia:
las corporaciones religiosas.
Esto dio origen a Breves papales,
Cédulas Reales, tesis, cartas, etc., recomendando al clero secular que, en
igualdad de condiciones, fueran escogidos para las parroquias sacerdotes
criollos y que, cuando se propusieran obispos a las sedes vacantes se tuviera
en cuenta para su designación, primero
el interés del país. Por el contrario, en las órdenes religiosas –donde los
superiores eran electos- ya desde 1573 se formaron los bandos de criollos y
peninsulares que se disputaban los principales cargos de la Orden, los que una
vez logrados, procuraban otorgar todos los puestos clave a los de su
parcialidad. Esto a veces ocasionaba verdaderas batallas campales entre los
inconformes, de tal suerte que era necesaria la intervención de la fuerza
pública, las autoridades civiles y religiosas para resolver las diferencias.
Aparentemente, en 1619 quedó zanjada
dicha cuestión, con un Breve de Urbano VIII, en el que ordenaba que criollos y
peninsulares alternasen en el
Gobierno, pero como la parte más numerosa casi siempre se resistía a someterse
al turno, siguió la problemática que
sólo a fuerza de Cédulas Reales pudo más o menos controlarse.
Complementamos este tema relativo al
sentimiento criollo, con lo que nos
relata el cronista agustino Juan de Grijalva:
Generalmente hablando [de
los criollos] son los ingenios tan vivos que a los 11 o 12 años leen los
muchachos, escriben cuentas, saben latín y hacen versos como los hombres
famosos de Italia. De 14 a 15 años se gradúan en artes y hablan en la Facultad
con la facilidad y presteza que suele hablar en la doctrina cristiana. La Universidad [de México] es una
de las más ilustres que tiene nuestra Europa en todas las facultades.
Experiencia tiene de ello Salamanca, que se precia y se honra de tener a la Universidad por su hija; de ordinario tiene estudiantes y
catedráticos criollos, que así nos llaman, y al cabo de tantas experiencias,
preguntan si hablamos en castellano o en indio los nacidos en esta tierra. Las
iglesias están llenas de obispos y prebendados criollos; las religiones de
prelados; las audiencias de oidores, las provincias de gobernadores; que con
gran juicio y cabeza las gobiernan y con todo se duda si somos capaces. (5)
En
este siglo, en donde la influencia del Patronazgo Regio sobre la Iglesia de las
Indias se muestra en todo su esplendor. Se había obtenido de los papas Adriano
VI y Julio II el derecho de designar a los misioneros para nuevo Continente, a
percibir los diezmos, a probar y decidir sobre la erección de nuevas iglesias y
conventos, y a presentar candidatos a las nuevas prebendas eclesiásticas.
Aún más, Carlos V consiguió de Clemente
VII nuevas concesiones entre ellas el derecho de revisar las sentencias
eclesiásticas y de dar su placet o
beneplácito para que los decretos pontificios pudieran implementarse en las
posesiones ultramarinas. De tal manera fue la injerencia de la autoridad real
en materia religiosa en las Indias que, de
facto, el Rey suplantó el poder pontificio.
Los obispos y clérigos que ejercían su
ministerio en América, se sentían obligados con su soberano a ejercer sus actividades,
resguardando la responsabilidad real en
el gobierno de las Indias, censando el
aspecto legal y humano de la administración. Esto generó, en no pocas
ocasiones, ásperos roces entre ambos poderes, el civil y el religioso. Aun así,
había comunicación entre las dos potestades: la Iglesia y el Rey con su Consejo
de Indias, mediante una nutrida correspondencia, en la que criticaba, opinaba
y se sugería con toda libertad sobre
personas e instituciones, leyes y sucesos, denunciando abusos, proponiendo
soluciones y reclamando el remedio con energía. “De esta copiosa y vigorosa
intercomunicación, emanaban las más justas y humanas disposiciones del Consejo
de Indias” (Gallegos, 1974).
Las relaciones entre la Iglesia y el
Estado en esta centuria, generalmente
transitaron por el sendero de la prudencia. Las rebeliones y las obstrucciones
contra el poder civil, casi siempre se
dieron en forma de litigios en defensa de derechos, en algunos casos por sus
susceptibilidades de carácter y en otros por franca intransigencia, en donde
cada parte culpaba a la otra del
problema, terminando con una que otra
queja al Consejo de Indias y a lo más, remociones de una o ambas partes contendientes.
Mencionaremos a continuación los pleitos más sobresalientes que escenificaron
obispos y virreyes.
El primero se registró en 1605,
entre el
arzobispo fray García de santa
María de Mendoza con el Virrey Marqués de Montesclaros, por la sencilla
razón de que éste creyó encontrar un ataque al Patronato, en cierto edicto
publicado por el prelado.
A finales de 1623 y principios de 1624,
ocurrió el más estrepitoso de los pleitos entre obispos y virreyes: entre el arzobispo Juan Pérez de la Serna contra
don Diego Carrillo Mendoza y Pimentel, Marqués de Gelves y Conde de Priego,
quien había llegado a la Nueva España en 1621. La diferencia surgió porque el
alcalde de Metepec, don Melchor Pérez Varaéz, había venido a México a resolver
unos cargos que se le hacían; cuando supo que se trataba de encarcelarlo y
secuestrar sus bienes, se acogió al Derecho
de Asilo que existía para todo aquél que se refugiase en cualquier iglesia
o convento.
Recibido por los dominicos, hasta ahí
fueron a buscarle los de la Audiencia, quienes tapiaron las ventanas de la
celda donde se hallaba don Melchor. Al saber de esto, el arzobispo protestó
ante las autoridades civiles, reclamando la impunidad del asilo sagrado en que
el alcalde de Metepec se hallaba. Las autoridades civiles, apoyadas por el
Virrey, no hicieron caso al arzobispo.
La situación se tornó cada día más difícil, pues ninguna de las partes cedía,
llegando el momento en que el Virrey condenó al arzobispo, como “extraño” a estos reynos
y señoríos de su Magestad Católica” lo
que equivalía al destierro en España.
El arzobispo puso en “entredicho” a la
ciudad. El Virrey lo mandó prender y llevarlo hasta Veracruz para enviarlo a España. El arzobispo excomulgó al
Virrey. Mientras tanto la población –que
estaba bien enterada de estos sucesos-
tomó partido desde un principio por su prelado manifestando su inconformidad con reuniones callejeras
–llegando a juntarse hasta treinta mil sujetos en la Plaza Real de México-
exigiendo al Virrey el retorno de su arzobispo. El populacho, incitado por la
conducta del Virrey –quien era de suyo impopular- quiso tomar por asalto
el palacio incendiando las puertas y pidiendo la cabeza del gobernante.
Temeroso éste por el giro que habían tomado las cosas, cede en su posición y
ordenó el regreso del arzobispo De la Serna, con lo que se apaciguaron las
cosas.
También hubo sus diferencias en 1635 entre el Señor Manzo y
Zúñiga con el Virrey de Cerralvo, por “cuestiones de inmunidad de la Iglesia”.
Como dice Gil González Dávila en su Teatro
Eclesiástico de la Primitiva Iglesia de las Indias Occidentales. Momentánea
fue la dificultad en 1657, de tipo protocolario entre el Virrey Duque de Alburquerque
y el entonces arzobispo don Mateo Sagade Bugueiro, con motivo de qué lugar
correspondía a los pajes del Virrey y cuál a los del arzobispo en los actos
públicos de la Iglesia, en especial el día del Corpus.
También hubo dificultades en, entre el arzobispo
Diego Osorio de Escobar y Llamas, con el nepotista virrey, don Juan de la
Cerda, Conde de Baños, debido principalmente a que éste interceptaba la
correspondencia del arzobispo, en donde el Rey notificaba al clérigo por qué el Conde de Baños dejaba el poder y, que éste
tenía que entregárselo al señor Osorio.
Como hemos visto, estos ejemplos arriba
relatados son peccata minuta en el
lapso de un siglo. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado caminaban la
mayor parte del tiempo en armonía, velando conjuntamente por los intereses
comunes del pueblo novohispano.
Otra situación que se dio por fallas
administrativas de la Matrópoli, fueron los lapsos de sede vacante, a veces pór
varios años. Esto persistiría durante
toda la Colonia. Lo anterior, aunado a la extensión geográfica de la Nueva
España (que cada día aumentaba con las nuevas expediciones de exploración) lo
agreste del territorio, la carencia de
medios de comunicación adecuados y en ocasiones, la avanzada edad de los
obispos, hacía que se descuidaran las parroquias, propiciando el relajamiento
del clero encargado de ellas.
Colegios
de Propaganda Fide
En
el último tercio del siglo XVII, ocurre un suceso de especial importancia que vendría a
fortalecer la presencia de la Iglesia en
México y en América durante el resto del
periodo colonial. Nos referimos a la fundación y establecimiento de los
Colegios Apostólicos de Propaganda Fide
(Propagación de la Fe), como consecuencia del Concilio de Trento.
Uno de los dicasterios creados en el
periodo de la Contrarreforma, La
Congregación para la Conversión de los Infieles (1568) no alcanzó su funcionamiento pleno sino hasta 1622,
cuando se convirtió en la Congregación de Propaganda Fide, cuyas
principales funciones eran la conversión de los herejes y la lucha contra el
protestantismo.
En 1680, el superior de la Orden
Franciscana nombra como Comisario Delegado a fray Antonio Lináz de Jesús María,
para que: “[…] al frente de 24 varones de probado celo misional, viniesen a
estas tierras […]”, habiendo considerado
que: “[…] el Instituto y Profesión de los frailes menores, según el espíritu,
celo e intención de N.P. San Francisco
es vivir y obrar, no para si solos, sino para bien universal de los próximos
(prójimos), así fieles como infiles, por los cuales Cristo Nuestro Señor
derramó su Preciosa Sangre y padeció muerte de Cruz [….]” (Crónica Apostólica y
seráfica de todos los colegios de Propaganda Fide (Mariano Cuevas, Historia de la Iglesia en México, t. IV,
p. 139), viniera a fundar un Colegio Apostólico en la Nueva España para la
propagación y el sostenimiento de la fe católica.
El padre Lináz –junto con 17 frailes y
2 hermanos legos- llegó al puerto de Veracruz el 10 de mayo de 1682. Ya en la
ciudad de México, fray Antonio dudó sobre el sitio en donde debía de erigirse
el primer Colegio Apostólico: entre el
pueblo de San Juan del Río, actualmente
en el Estado de Querétaro u Orizaba, hoy en Veracruz. El dilema fue resuelto
el 20 de noviembre de 1683, cuando una Cédula Real determinó que debería ser el
Convento de la Cruz de Querétaro, que los franciscanos de la provincia de
Michoacán debían ceder íntegro al nuevo Colegio de Misioneros Apostólicos.
De esta escuela de santidad, salieron
misioneros insignes que fundaron
numeroso conventos, llevando su celo evangelizador y civilizador hasta los
remotos confines del norte del continente americano. Destacan entre ellos, el
mismo padre Lináz, fray Antonio Margil de Jesús, fray Francisco Casañas, el
Mártir de Nuevo México; fray Francisco Estévez; fray Antonio Bustamante y
sobre todo, el misionero de la Sierra
Gorda Queretana y de la Alta California: fray Junípero Serra.
SIGLO
XVIII
El
siglo XVIII en Europa, al proseguir ciertas empresas iniciadas en el siglo
anterior, prepara y anuncia la llegada al mundo contemporáneo. Las ciencias se
desarrollaron de un modo extraordinario, formando un cuerpo completo, rematado
por las ciencias sociales. El hombre aprende día a día; comprende, ve y le
parece, que las tinieblas retroceden: es “el
siglo de las luces”. El progreso de los conocimientos aumentó la fe en el
continuado progreso de la humanidad hacia un estado superior. Este progreso
generó en muchos individuos el desprecio hacia el pasado, impulsándoles a
derrumbar las viejas creencias, los textos pretéritos y las verdades en ellos contenidos, expresadas
ahora simplemente, con distinto lenguaje y diferente rectoría. De ahí cierto desdén hacia la Antigüedad y
hostilidad contra el Catolicismo, considerados ambos como conjunto de
supersticiones nocivas que debían ser rechazadas. Provisionalmente, la Iglesia
perdió influencia y el Catolicismo
retrocedió en todas partes. Consecuentemente, se elaboraron nuevas concepciones
del mundo, de corte racionalista, deísta o bien materialista.
Esta evolución es mucho más acentuada
en Francia, que dominaba con su espíritu, ostentando una supremacía intelectual tan manifiesta que
las personas cultas de la época hablan de una “Europa francesa”. Ahí, la
burguesía se convierte en la clase esencial que domina a campesinos y artesanos; azuza a éstos
contra la nobleza y el clero, los grandes beneficiados del “Antiguo Régimen”
–que defendían su posición excluyendo a
los burgueses de cargos y honores-; y también los contrapone contra la realeza,
que es incapaz de realizar las transformaciones necesarias.
Pese a una serie de rasgos semejantes (religión
cristiana, creciente racionalismo, estética
común, internacionalidad del
idioma francés), estos Estados no se
hallan unidos, sino que compiten armas en mano: no existía una Europa política.
El fin del siglo verá una Revolución que, con base en la igualdad civil, la
propiedad inalienable e inviolable, y la soberanía de la nación, emite la
burguesa Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano que se convertirá en el nuevo evangelio para el
mundo occidental y que más temprano que tarde prohijará la
separación independentista de las colonias americanas, aunado a un nuevo
enfoque entre la relación de la Iglesia con el Estado.
La situación de la Nueva España
respecto a los acontecimientos que transformaban al continente europeo era de
un cierto aislacionismo que la tenía al
margen de los cambios; la Madre Patria
trataba de preservar a la más
dilecta de sus hijas de toda contaminación heterodoxa.
El aspecto general que presentaba la Iglesia mexicana durante la primera mitad del siglo XVIII seguía
aproximadamente los mismos lineamientos que en el siglo precedente. Continuaban
los largos periodos de sedes vacantes,
con interinatos que a veces resultaban totalmente anodinos, si no fatales. La
nostalgia de la patria, que manifestaban la mayor parte de los prelados que
venían de la Península, siguió expresándose con frecuencia, con miras a una
mitra más encumbrada y tal vez hasta un capelo cardenalicio.
En ocasiones, los prelados que venían a
ejercer un obispado, eran prácticamente seniles, lo que les impedía visitar
adecuadamente los territorios de las diócesis, con la consecuente relajación de
costumbres y la omisión de los deberes para con los indígenas que debían tener los
párrocos. Las comunidades cristianas rurales, en las inmensas extensiones
territoriales de la Nueva España (y del Continente) se hallaban
absolutamente aisladas, o lo que es lo
mismo, religiosamente abandonadas. Influía también el hecho de los perjuicios
que acarreaba a la Iglesia la costumbre, o
casi, de imponer prelados para el
gobierno político del Virreinato.
En este siglo, tres de siete arzobispos
–Juan Ortega y Montañez, 1699-1708; Juan
Antonio de Vizarrón y Eguiarreta, 1730-1747; Alonso Núñez de Haro y Peralta, 1771-1800- ocuparon
la Sede Metropolitana y fueron virreyes al mismo tiempo, consignándolos la
Historia muy medianos como gobernadores y administradores civiles, en
detrimento, incluso, del oficio pastoral.
A partir de esta centuria, el
Episcopado mexicano mejora sus
relaciones con Roma, entablando y sosteniendo una comunicación directa y
sistemática con la Santa Sede. Las visitas ad
limina –en 1585, Sixto V estableció las visitas ad limina-**,
se cumplían de
manera parcial, con base en las relaciones descriptivas del estado que
guardaban las diócesis respectivas; los obispos pocas veces viajaban a Roma,
aunque enviaban procuradores que los suplían.
Parte importante dentro de la historia
de la Iglesia en el siglo XVIII, es el auge de la expansión de la conquista
espiritual hacia el norte de la Nueva España, comarcas más extensas, pobladas
y salvajes. Conquista realizada sobre todo por franciscanos y
jesuitas, muchos de ellos martirizados. Hazañas llenas de dificultades, en
tierras desconocidas e inhóspitas, repletas de alimañas; habitadas por tribus,
nómadas, salvajes y sanguinarias, que hablaban diferentes lenguas y que eran
conocidas con el nombre genérico de apaches.
La historia de las misiones en el siglo
XVIII, es el recuento de cómo llegó la civilización a la Intendencia de la
Nueva Vizcaya (Durango y parte de Chihuahua), Nueva Extremadura (Coahuila),
Nuevo Reino de León (Nuevo León), Tamaulipas, Sonora y Sinaloa; Texas, Arizona, Nuevo México, la
Alta y la Baja California. Cada pueblo
de misión era como una gran familia, que compuesta de multitud de personas de
ambos sexos y de todas las edades,
reconocían la autoridad de los
religiosos que los educaban en la religión y les enseñaban artes y oficios para
su subsistencia.
En cuanto al clero regular, las
Custodias se convirtieron en Provincias: las franciscanas de México, Yucatán,
Jalisco, Zacatecas, Michoacán; los dominicos, con las provincias de Santiago de
México, Puebla y San Hipólito de Oaxaca;
los agustinos, con la del Santo Nombre de Jesús. Respecto a los franciscanos,
en este siglo toma auge una importante
rama de la Orden, la llamada de “la
más estricta observancia” o de los Dieguinos; nacida de la de San
Pedro de Alcántara, mejor conocida como la de los Descalzos. En 1771,
los Dieguinos tenían dieciséis conventos en México.
Mencionaremos ahora los principales
conventos de religiosas que se fundaron en la Nueva España:
1.-
Las primeras
monjas que llegaron a este territorio fueron la de la Concepción (1540), cuya
presencia fue promovida por fray Juan de Zumárraga. Fundaron su convento en la
última manzana localizada hacia el poniente, dentro de la Traza –el cuadrilátero demarcado por Hernán Cortés-
para que dentro de él exclusivamente residieran los españoles. Este convento de
la Concepción, no solamente es el más antiguo sino también el más fecundo, ya
que fueron hijos suyos los de Regina,
Balvanera, Jesús María, Santa Inés, San José de Gracia y la Encarnación en
México; la Concepción de Puebla
y el de Yucatán.
2.-
Las religiosas Dominicas
tuvieron su primera casa en la ciudad de Oaxaca, fundando después el convento
de Santa Catalina de México (1680),
Valladolid y Guadalajara (1697) y convento de Catarinas de Pátzcuaro.
3.-Orden femenina de relevancia fueron
las Clarisas,
confirmada canónicamente en México por San Pío V en 1570. Su convento definitivo en la ciudad de México se
construyó adjunto al templo de Santa Clara. De ahí surgieron otros conventos, siendo de los
más famosos el de Santa Clara de
Puebla, célebre por su botica y por sus recetas de cocina, y el de Santa
Clara de Querétaro, obra arquitectónica del más depurado y rico estilo barroco mexicano.
4.-
En 1724 se
funda el convento de Corpus Christi, destinado exclusivamente
a religiosas
indígenas, que observaban la regla de Santa Clara de Asís, creando
otras casas en Cosamaloapan y en Oaxaca.
5.-
La orden de las Capuchinas,
rama de la franciscana, llegó a México en 1665; su templo fue bendecido en
1673. Religiosas de gran ascetismo y espiritualidad, tuvieron fundaciones en
Puebla, Querétaro, Lagos y Villa de Guadalupe.
6.-
Las Carmelitas y las Teresianas, que
siguen la regla de la Santa de Ávila, aparecieron las primeras en 1604 y las
segundas en 1616. La última orden contemplativa que se estableció en la Nueva
España, fue la de Santa Brígida en 1743, erigiéndose su único convento en la
ciudad de México.
7.-En 1754, se inaugura solemnemente
el convento de religiosas de la Compañía de María, llamadas Religiosas
de la Enseñanza, primeras monjas dedicadas a la educación de niñas y
jóvenes, para formarlas como buenas hijas, esposas y madres; tuvieron otros
conventos en Irapuato y Aguascalientes.
Tema importante de las relaciones entre
la Iglesia y el Estado en la última mitad de este siglo es la expulsión de la Compañía de Jesús de las posesiones
españolas de ultramar, especialmente de América.
Cuando
Felipe V asciende al trono en el año de 1700, España se “borboniza”; la
Corte queda en manos de una camarilla francesa, impuesta en su mayoría por Luís
XIV, deshaciéndose con ello de las personalidades españolas comprometidas con
el bien de su país.
El regalismo (mecanismo de las regalías
de la Corona, en la relación entre
Iglesia y Estado), que siempre
había existido en España (como en los demás reinos), tomó forma de derecho
organizado y servía para obtener altos puestos en la Corte y aún en la Iglesia.
Esto produjo una corrupción acentuada de las costumbres cortesanas, preparando
el terreno para que cundiese entre las
clases dirigentes y en especial entre los militares, la masonería importada de
Inglaterra. Uno de los objetivos
primordiales de la masonería desde su
fundación era el socavamiento de la Iglesia católica y de los paladines
de la Contrarreforma: la Compañía de Jesús. Para 1750, había 97 logias
establecidas en la península ibérica.
En el odio contra la
Compañía –por ver en ella los mejores elementos de los derechos
eclesiásticos- se dieron cita los enemigos más declarados de la Iglesia: el
jansenismo, el galicanismo y las nuevas
orientaciones de librepensadores del racionalismo y demás corrientes
antirreligiosas de la época, la Enciclopedia y el espíritu nuevo de la
Ilustración (Historia de la Iglesia en la
América Española, 1955).
Al comenzar su reinado, Carlos III se
encontraba rodeado de cortesanos napolitanos, fuertemente influidos por el
enciclopedismo y las ideas volterianas. Esto fue un contexto propicio para que
floreciese la masonería, reflejándose en el antagonismo sistemático
contra la Iglesia, a través de la
invasión gradual de sus bienes materiales, en la limitación cada vez mayor de
su jurisdicción y en las campañas de descrédito contra su personal.
Los regalistas españoles veían en la
Compañía de Jesús una milicia aguerrida a las órdenes del Romano Pontífice,
soberano de un Estado. Los ministros españoles buscaban más privilegios y
hacían una distinción entre la corte
romana y el Vicario de Cristo, considerando en cambio que dichos
clérigos propendían a defender sin distinción todo el conjunto formado por
la Santa Sede, viendo a la Compañía como
una organización políticamente poderosa, un cuerpo compacto e indomable, dentro
de un Estado Español absorbente.
Todo esto vendría a reflejarse el 24 de
junio de 1767, con la expulsión de la Compañía de Jesús de todos los dominios
españoles.
El decreto, en donde por conducto del
primer ministro el conde de Aranda se le comunicaba a las autoridades de la
Nueva España la voluntad real al
respecto, dice así:
Os revisto de toda mi
autoridad y de todo mi real poder, para que inmediatamente os dirijáis a
mano armada a casas de los jesuitas. Os
apoderaréis de todas sus personas y los remitiréis como prisioneros en el
término de 24 horas al puerto de Veracruz. Allí serán embarcados en buques
destinados al efecto. En el momento mismo de la ejecución habréis de sellar los
archivos de las casas y los papeles de los individuos, sin permitir a ninguno
otra cosa que sus libros de rezo y la ropa absolutamente indispensable para la
travesía.
Si después del embarque quedase en este distrito un solo
jesuita, aunque fuese enfermo o moribundo, seréis castigados con la pena de
muerte. Yo el rey (Mariano Cuevas, Historia
de la Iglesia en México, México, Ed. Porrúa, 1992, 6 vols., t. IV, pp. 414
y ss).
La
expulsión de los jesuitas fue un golpe mortal a una de las instituciones
religiosas que más activamente contribuyeran a implementar y fomentar la civilización en las posesiones americanas de
España durante dos siglos. La dimensión educativa y espiritual y la formación
moral de los colegios jesuíticos, cimentada fundamentalmente en el orden
sobrenatural, en los principios inamovibles de la fe y la piedad –que los
jesuitas de todos los tiempos, han considerado base única e insustituible de
toda educación y alimento necesario para prevenir catástrofes morales o desviaciones
hacia la corrupción- se interrumpieron bruscamente.
Eso vendría a afectar severamente la ya
precaria estabilidad en las relaciones entre la Iglesia y las autoridades
civiles de la Nueva España, produciendo una enorme sacudida y resquebrajamiento
que debilitaría toda la estructura política de este territorio, en su proyección social, cultural, misional y
religiosa, abonando el ya preparado
terreno para que a finales de la centuria, el descontento entre
las clases sociales dirigentes hacia la
metrópoli (especialmente los criollos) se empezara a manifestar en forma
más o menos abierta.
En el último tercio de ese siglo, las
fuerzas vivas de la Iglesia novohispana, materiales y espirituales, se hallaban
muy disminuidas; el brazo real que la
sostenía –y aún el personal jerárquico que lo dirigía- no podían prestar
un frente decidido para combatir a la masonería que, desde 1760, iba cobrando
fuerza en España y en sus posesiones ultramarinas.
La Inquisición veía decaído el concepto
de Santo Oficio; la infiltración ideológica de las corrientes nuevas de la
Ilustración llegó también a los inquisidores, viéndose disminuido el prestigio
de este tribunal casi tricentenario. La Iglesia de la Nueva España de finales
del siglo XVIII e inicios del siguiente, fue testigo de cómo las dos
instituciones que por tantos años habían sostenido firmemente la fe y las
buenas costumbres –la enseñanza de la juventud y la Inquisición- la primera se
hallaba mutilada y claudicante, y la segunda, obsoleta, pronosticando todo esto
un final cercano. El Episcopado, en no pocos de sus representantes, manifestaba
desorientación y contagio de gérmenes
regalistas; el clero secular, respetable en gran parte, presentaba una moral
cuestionable, sin grandes ideas pastorales; las órdenes religiosas antiguas,
aunque eficientes y activas todavía, estaban decepcionadas, por el escaso apoyo
brindado por la jerarquía eclesiástica y
la autoridad civil y, en bastantes de sus miembros había ya un marcado
aseglaramiento. En los gobernantes civiles predominaban muchas veces móviles
y criterios absorbentes y regalistas.
Los borbones en España originaron una
profunda modernización administrativa, que a la postre afectaría la estructura
primitiva del Patronato. El objetivo último de esta reforma era incrementar la
autoridad estatal encarnada en el soberano, lo que además, condujo a una fuerte
centralización de las funciones administrativas en concordancia con el modelo
francés.
El tránsito de la monarquía laxa, y
hasta cierto punto federado, de los Habsburgo al centralismo despótico de los
Borbones, tardó más de cincuenta años en concretarse. Carlos III (1759-1788),
además de expulsar a la compañía de Jesús de sus dominios en 1767, se atribuyó
la potestad de interceptar la correspondencia papal dentro de sus territorios,
limitó el derecho de asilo en las iglesias y redujo el poder de la Inquisición.
Durante el reinado de Carlos IV
(1788-1808), la crisis económica llevó al régimen a incautar los Fondos Píos de
la Iglesia para hacer frente a la problemática.
Las atribuciones, hacia mediados del
siglo XVIII, de la Corona en virtud del Patronato Real se presentan en el
cuadro III.2.
CUADRO
III. Atribuciones de la Corona en virtud
del Patronato Real
·
El
control sobre el establecimiento, localización y construcción de todas las
instituciones religiosas.
·
La
delimitación territorial de diócesis y parroquias; la presentación de
candidatos a sedes y parroquias vacantes.
·
La
regulación del tránsito y actividades seculares de sacerdotes y religiosos,
incluyendo su traslado a las Colonias.
·
La
fundación y administración de las
instituciones de beneficencia operadas por la iglesia
·
La
supervisión financiera de los recursos
del clero, particularmente donativos.
·
La
intervención directa e indirecta en llos tribunales eclesiásticos.
·
La
comunicación y acceso de los clérigos al
Papa.
·
Llevar
a cabo los concilios provinciales y los sínodos diocesanos, ejecutando sus
decisiones.
En contraparte, supuestamente la
Corona amparaba y financiaba a la Iglesia; promovía la evangelización;
fortalecía la disciplina interna del clero y excluía cualquier otro credo; sin
embargo, a finales de esta centuria, esto era relativo, debido al ambiente
político e intelectual imperante. En suma, la emergencia del absolutismo, la propagación
de las doctrinas iluministas y la
Revolución francesa, fueron elementos que cambiaron la relación de la Iglesia
católica con las diferentes monarquías.
El pueblo inhalaba profusamente
auras moralmente viciadas y subversivas, que irían a desembocar a principios
del próximo siglo, en los movimientos independentistas de las colonias
españolas en todo el mundo.
Básicamente, éste era el contexto
de la relación Iglesia-Estado que precedió al movimiento insurgente de 1810, y
que mucho habría de influir en el desenvolvimiento ulterior de dicha relación.
Titulares de la arquidiócesis de
México durante la Colonia
Nombre |
Periodo |
Fray
Juan de Zumárraga, O.F.M. Fray
Alonso de Montúfar, O.P. Don
Pedro Moya de Contreras Don
Alonso Fernández de Bonilla
Fray
García de Santa María, O.S.H. Fray
García Guerra, O.P. Don
Juan Pérez de la Serna Don
Francisco Manzo y Zúñiga Don
Feliciano de la Vega Don
Juan de Mañozca Don
Marcelo López de Azcona Don
Mateo Sagabe Bugeiro Don
Diego Osorio y Escobar Don
Alonso de Cuevas y Dávalos Fray
Marcos Ramírez del Prado, O.F.M. Fray
Payo Enríquez de Rivera, O.S.A. Don
Francisco de Aguiar y Seijas Don
Juan Ortega Montañés Fray
José Lanciego y Eguilaz, O.S.P. Don
Juan Antonio Vizarrón Don
Manuel Rubio y Salinas Don
Francisco Antonio Lorenzana Don
Alonso Núñez de Haro Don
Francisco Javier de Lizana y Beaumont Don
Pedro José de Fonte
|
1527-1546 1551-1572 1574-1589 Falleció antes de
llegar a México. Sede
vacante Durante 12 años 1601-1606 1606-1612 1613-1625 1628-1635 1629-1640 1643-1650 1653-1654 1655-1661 1663-1664 1664-1665 1666-1667 1670-1681 1681-1698 1699-1708 1711-1728 1730-1747 1748-1765 1766-1772 1772-1800 1802-1811 1815-1839
|
|
|
Fuente:
Gutiérrez Casillas, 1993.
LA
IGLESIA CATÓLIICA EN EL SIGLO XIX.
DE
LA INDEPENDENCIA A 1910
Si
bien la historia de la Iglesia católica en el México independiente puede
resultar una serie de anécdotas, el núcleo de la disputa entre partidos se
encuentra, en buena medida, en torno al status jurídico de la Iglesia dentro
del nuevo Estado nacional. Es por ello que el criterio legislativo permea este
apartado; las fricciones entre la Iglesia y el Estado se reflejaron
precisamente en el cuerpo legal que habría de regir a la Nación: las Constituciones.
La
Iglesia durante la fase independentista de 1808 a 1822
La
invasión napoleónica a España en 1808 y la abdicación de Carlos IV en favor de
José Bonaparte generó la revuelta nacionalista en España y fecundó el germen
separatista novohispano. Para 1809, se puede localizar tres grupos
pro-independentistas: en la ciudad de
México, en Querétaro y en Valladolid (hoy Morelia).
La línea insurgente de la primera
etapa se caracterizó por la búsqueda de autonomía dentro del Imperio
español. En aquella época no había un cuestionamiento general a la legitimidad de la soberanía de
Fernando VII y muchos menos a la pertinencia de la fe católica.
En cambio en la segunda etapa de
la Independencia –que arranca tras la
muerte de Miguel Hidalgo y termina con el fusilamiento de José María Morelos en
1815- si establece un marcado interés por independizarse de la Corona.
Y la tercera etapa, hacia
octubre de 1809, las Cortes españolas convocaron a un constituyente originario
con la participación de diputados por las colonias de ultramar. Las Cortes se
instalaron solemnemente en marzo de 1810, pese a que aún no habían llegado los
diputados americanos. Por la Nueva España asistieron dieciséis diputados, entre
ellos Miguel Ramos Arizpe y dos clérigos: fray Servando Teresa de Mier y
Antonio Joaquín Pérez, posteriormente arzobispo de Puebla.
La constitución de Cádiz, promulgada el
19 de marzo de 1812, reflejaba las ideas liberales de la época, por tanto fue
rechazada por el clero. Garantizó ciertos derechos políticos y limitó la
autoridad real; aparentemente, los redactores de la Constitución gaditana
esperaban continuar con el patronazgo regio*.
En ese sentido, el
artículo 12 establecía al catolicismo como religión nacional a perpetuidad,
excluía otros cultos y ofrecía protección a la Iglesia. Adicionalmente, el
artículo 366 estipulaba la impartición
del catecismo católico es las escuelas primarias y por el artículo 374 se
obligaba a todos los funcionarios públicos a jurar la Constitución, incluyendo
eclesiásticos y militares.
En la Nueva España, la Constitución de
Cádiz fue jurada el 30 de septiembre de 1812. Sin embargo, las nuevas disposiciones no se
aceptaron y fueron motivo más para continuar con el movimiento iniciado en
1810. (Meyer, Jean, 1989) De hecho, la política religiosa de los Borbones
constituyó uno de los factores más importantes para que el bajo clero se aliara
con los insurgentes. De ahí que la
Constitución de Apatzingán –octubre de 1814- proclame la religión católica como
única, que niegue la nacionalidad
mexicana a herejes, apóstatas y
extranjeros no católicos, y
que restableciera las órdenes
religiosas así como la inmunidad del clero, suprimidas por Carlos III y Carlos
IV, respectivamente.
Con la restauración borbónica, la
Constitución gaditana fue abrogada por decreto real en septiembre de 1814. En
marzo de 1820, un levantamiento liberal forzó a Fernando VII a aceptarla y
nuevamente se prestó juramento en la
Nueva España. Pese a ello, el Virrey Apodaca no dispuso la entrada en vigor de
la Constitución y apoyó el Plan de la
Profesa el cual sostenía que mientras el Rey careciera de facultades plenas, el
Virrey debía gobernar con entera autonomía.
Algunos autores sostienen que la
consumación de la Independencia de México se concretó en parte por los decretos
anticlericales promulgados por las Cortes en 1820. Además de que los criollos
proespañoles –quienes derrotaron a los insurgentes en las primeras etapas de la
lucha armada- retiraron su apoyo a los
liberales peninsulares, y ante tales circunstancias, la alta jerarquía católica novohispana –la misma que había condenado a Hidalgo y a Morelos- finalmente
apoyó la separación política de España. La legitimidad del movimiento
independentista quedó asegurada por la prédica del bajo clero; el Plan de las
Tres Garantías –Religión, Unidad e Independencia- (conocido igualmente como
Plan de Iguala, firmado por Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero en 1821),
fue recibido con beneplácito por la población.
Tras la Independencia, el problema que subsistió con respecto a la
Iglesia fue el desacuerdo sobre el cuál
era la relación más adecuada entre ésta
y el estado mexicano, aunque a nadie se le hubiera ocurrido en ese momento la
separación. Hacia 1822, la discrepancia en relación al patronazgo regio y el
nuevo papel de la Iglesia en México se redujo a dos cuestionamientos
fundamentales: ¿hasta qué punto el Estado debía proteger a la Iglesia y en que
medida debía controlar los asuntos de ésta? (Schmitt, Karl, enero 1984).
Para 1821, el contexto político en
México era el siguiente: la élite política
estaba dividida: algunos
monárquicos y otros republicanos. El primer gobierno independiente –la Junta
Provisional Gubernativa- eligió a los miembros de la regencia, quienes fijaron
las normas para la convocatoria y elección del Congreso Constituyente,
inaugurado en febrero de 1822. Aunque en él predominaban los republicanos, en
mayo nombraron emperador a Agustín de
Iturbide.
Antes de que el Constituyente se
reuniese, surgieron los primeros desacuerdos sobre la relación Iglesia-Estado. La principal
discrepancia teórica era si el ejercicio
del Patronato correspondía al gobierno en virtud de la soberanía del Estado
mexicano como sucesor de la Corona española, o era una concesión de la Sede
Apostólica a la Corona no inherente al Estado mexicano, y que en consecuencia
tendría que ser negociada con el Sumo Pontífice.
Aquellos que argumentaban a favor de la
soberanía estatal fueron llamados regalistas –mínima protección y
máximo control-, y los que invocaban la concesión papal fueron conocidos como canonistas
–máxima protección y mínimo control-.
El
reconocimiento diplomático de la Santa Sede a México (1824-1837)
Precisamente,
las inquietudes sembradas en torno a la pertinencia o no del patronazgo, la
necesidad del reconocimiento internacional de la soberanía de México y la
urgencia de llenar los curatos y obispados vacantes, amén del catolicismo del
pueblo mexicano, fueron los factores que impulsaron a los gobiernos posteriores
a la Independencia a buscar una comunicación directa con la Sede Apostólica. De
hecho, la historia de la Iglesia católica en México durante esta etapa estuvo
íntimamente relacionada a una cuestión: el reconocimiento de la Santa Sede a la
soberanía nacional, lo que a su vez esclarecería el papel del Estado frente a
la Iglesia y viceversa.
En octubre de 1821, la regencia
consultó al arzobispo de México, Pedro José Fonte, sobre las sedes vacantes que
dependían del acuerdo eventual con la Santa Sede. El prelado remitió la
cuestión al Cabildo Catedralicio y al Consejo Diocesano. En reportes separados,
ambos concluyeron que el Patronato Real estaba finiquitado y que las
nominaciones correspondían a los obispos. Sin embargo, aconsejaban someter las
candidaturas a la opinión de las autoridades civiles con el fin de que el
gobierno ejerciera el veto sobre las
designaciones, mientras se cristalizaba el concordato con Roma.
Contrariamente, en diciembre de 1821 la
Comisión Gubernamental sobre Asuntos Exteriores sostuvo que el Patronato, como
atributo de la monarquía y no de una persona, automáticamente se transfería al Estado mexicano y que la
regencia debía ejercerla, hasta que un nuevo monarca accediera al trono. Meses después, el Comité
Interdiocesano se enfrentó al problema de llenar curatos y sedes episcopales,
por lo que apoyó la cesión del Patronato al emperador Agustín de Iturbide.
En octubre de 1822, Iturbide disolvió
el Congreso y nombró una Junta encargada
de configurar un reglamento político provisional y convocar a nuevas elecciones
parlamentarias. En el mismo año se emitió una ley de regulación política gubernamental.
En lo tocante a la Iglesia, el artículo 3º establecía a la religión
católica con exclusión de las demás, garantizaba la protección estatal y
reconocía la autoridad de la Iglesias sin perjuicio del poder supremo del
Estado. El artículo 4º., autorizaba
el retorno de los jesuitas; el artículo
18 confería poder de censura a las autoridades eclesiásticas en la
publicación de textos religiosos; el artículo
41 obligaba al Consejo de Estado a
consultar al Emperador sobre los obispados vacantes; y los artículos 57 y 58 reconocían
tribunales especiales para el clero.
En diciembre de 1822, Antonio López de
Santa Ana se sublevó contra Iturbide y en marzo de 1823 se restableció el
Congreso. En abril, los diputados disolvieron la monarquía y nombraron un
triunvirato; en noviembre, un segundo congreso proclamó la República y se
levantó un constituyente originario.
La Constitución de 1824 mantuvo las
características básicas de la regulación
imperial de 1822 en materia eclesiástica. La excepción fue el artículo 31 que proclamaba la libertad
de prensa. El artículo 50, fracción 12, confería
al Poder Legislativo la capacidad de emitir instrucciones para la negociación
de concordatos, ratificar acuerdos y
regular el ejercicio del Patronato.
Otorgaba al Presidente de la República la facultad de negociar concordatos y
aprobar los documentos papales antes de su circulación. Finalmente, los artículos 23 y 29 excluyeron a la jerarquía eclesiástica senil de los cargos de
elección en el Congreso, aunque no de
los cargos administrativos en el gobierno. Sólo el artículo 3º sobre la intolerancia religiosa fue debatido.
El Patronato apenas fue discutido;
existía el acuerdo básico de que el Estado debía proteger a la Iglesia y que
ésta debía someterse al control gubernamental. Las diferencias se relacionaban
a los procedimientos y para fines de 1824, ambos bandos coincidían en proseguir
la negociación de un concordato formal con la Santa Sede.
Las constituciones lo se apegaron a los
lineamientos, salvo en dos casos: 1- Yucatán, que ofrecía tolerancia religiosa
a los extranjeros, y 2.- Jalisco, donde los regalistas argumentaron que la
Iglesia no era igual al Estado y que se
subordinaba a éste.
Par un país de innegable raigambre
católica y cuya Constitución consideraba al catolicismo como religión única,
era preciso obtener el reconocimiento de la Sede Apostólica a nivel
internacional y llegar a un concordato
en el que se estipularan los límites de la relación interna y externa de la
Iglesia con México. Sin embargo, el papa León XII se negó a reconocer a los
nuevos Estados iberoamericanos, por dos razones fundamentales: 1) el
republicanismo de las nueve naciones y 2) la presión de los Borbones a través
de la Santa Alianza. Por ello, en septiembre de 1824, el Pontífice publicó la
encíclica Etsi iam diu llamando a los
exsúbditos de la Corona española a someterse al Rey.
Para entonces, el Congreso y el
presidente Guadalupe Victoria habían intentado manifestar a León XII que la
“religión católica es la única del Estado mexicano” y enviaron a Roma en abril de 1824 al canónigo Francisco Pablo Vásquez,
quien puede considerarse nuestro primer representante ante la Santa Sede, aunque
su encargo comenzó oficialmente en 1829. (Josefina Vázquez, 1978).
Aun desconociendo la publicación de la
encíclica, el presidente Victoria envió
en octubre del mismo año una carta al Papa, en la que manifestaba que la
paz reinaba en México y que se buscaba entablar relaciones diplomáticas con el
Vaticano. Esta misiva llegó previamente a Londres, donde el embajador Mariano
Michelena, quien ya tenía noticia del documento pontificio, adjuntó una carta
dirigida al cardenal Secretario de Estado. En esta segunda misiva se reiteraba la profesión de fe del
pueblo mexicano y el reconocimiento de la autoridad espiritual del Pontífice,
pero Michelena subrayó que la encíclica tocaba un punto meramente temporal,
pues la independencia de México no podía ser cuestionada.
El Papa respondió a las comunicaciones
del presidente Victoria en 1825. Si bien el texto evitaba toda alusión a la República y al Presidente,
se refería a Guadalupe Victoria como líder ínclito, lo felicitaba por la paz
y expresaba satisfacción por el deseo manifiesto de la nación mexicana por
seguir siendo católica. Sin embargo, las
atenciones papales no significaban el reconocimiento de México como Estado
libre y soberano.
No hubo un recibimiento oficial para el
canónigo Vásquez, quien en 1829 se presentó en el Vaticano como religioso
particular. Esto causó reacciones negativas y
el embajador Rocafuerte, ministro plenipotenciario de México en Gran
Bretaña, pidió que se sustituyera a Vásquez. Sin embargo, los cambios políticos
en México postergaron indefinidamente esta recomendación.
Con dicho impasse, todas las sedes
episcopales quedaron vacantes; el último obispo mexicano falleció en 1827. Para
entonces 1829, el papa Pío VIII (10) había sucedido a León XII; sólo
entonces el Congreso autorizó al
presidente Anastasio Bustamante a presentar
una lista al Pontífice, quien
preconizó candidatos para seis diócesis, entre
ellos el canónigo Vásquez, quien llegó a ser obispo.
Nuevamente, no se logró el
reconocimiento del Vaticano, pero se evitó el problema de las sedes vacantes.
Si antes de 1837, la Santa Sede se negó
a reconocer a la soberanía de las nuevas naciones iberoamericanas,
posteriormente mostró suspicacia por su republicanismo. El Papa insistía en que
el Patronato no era un derecho nacional inherente sino una concesión hecha por
Roma. En el caso mexicano, la Santa Sede hizo
ver al enviado que aunque se llegase a un concordato, los términos del
mismo no serían tan amplios como los
garantizados a España. (Karl Schmitt, enero de 1984).
Ningún gobierno mexicano pudo
satisfacer las condiciones vaticanas. Después de 1883, no se pudo restaurarla
recolecta gubernamental de los diezmos.
En segundo lugar, la crisis financiera obligó a que los gobiernos buscaran
ayuda de la Iglesia. Por último, el gobierno afirmó que el Patronato no era
concesión pala y que buscaba llegar a un acuerdo con Roma, no a una concesión.
Además de la suspicacia papal a las
nuevas repúblicas, pudiera decirse que el reconocimiento vaticano estaba
supeditado a la diplomacia ibérica. De hecho, México intentó establecer
relaciones diplomáticas con España por todos los medios posibles desde 1824.
Sólo tras la muerte de Fernando VII en 1833 se pudieron entablar negociaciones
diplomáticas formales. El 29 de noviembre de 1836, Gregorio XVI –sucesor de Pío
VIII- reconoció la independencia de México. Esto ocurrió en la última etapa de
negociaciones con España, cuyo reconocimiento se formalizó el 28 de diciembre
del mismo año.
La separación
Estado-Iglesia
Para
1833 subsistía, aunque discretamente, el problema del Patronato Real. Esta vez,
el factor económico sembró dudas sobre la relación con la Iglesia y las
prerrogativas del clero. Algunos políticos radicales preocupados por la deuda
externa, se cuestionaron la posibilidad de nacionalizar y vender las
propiedades del clero para pagar los pasivos del erario. Es preciso señalar que
había algunos antecedentes de tal
medida: la confiscación de bienes eclesiásticos durante el Virreinato y los
casos contemporáneos de España y Francia. Sin embargo, ninguna de las facciones
pretendía la separación de la Iglesia y el Estado.
Los acontecimientos ocurridos entre
1829 y 1833 favorecieron a los regalistas, quienes habiendo ganado la mayoría
en el Congreso bajo el primer gobierno
de Santa Anna, (8) intentaron
realizar profundas reformas en el ámbito
religioso (González, Luís, 1973) pero éste impidió la aprobación de
dichas medidas.
No obstante, los radicales pudieron
abolir la obligatoriedad de los votos monásticos y el pago de limosnas, en
congruencia con el nuevo principio de la separación Iglesia-Estado que surgía
en los estados nacionales modernos. Contradictoriamente, retiraron al clero
regular de las misiones de California, abolieron la Universidad de México y
otras instituciones educativas religiosas: restringieron los ingresos de la
Iglesia y las atribuciones de los funcionarios eclesiásticos; e introdujeron
leyes de expropiación de los bienes eclesiásticos para pagar la deuda externa.
En el curso de los debates surgieron otras propuestas como la abolición de los
fueros clericales; la proscripción de los monasterios; y la renuncia explícita
del gobierno a nombrar cargos eclesiásticos, pero ninguna entró en vigor.
Tales reformas suscitaron la oposición
de la alta jera. La tensión aumentó el 19de diciembre de 1833, cuando el
gobierno emitió un bando por el cual las parroquias rurales vacantes debían ser
ocupadas por párrocos designados por las autoridades civiles a partir de una
lista presentada por el obispo local, so pena de expulsión: La jerarquía se
preparó para el exilio, cuando Santa Anna reasumió la presidencia y en junio de
1834 se llegó a un acuerdo.
Durante los periodos presidenciales de
Santa Anna hubo varios cambios. En 1836, los conservadores impusieron una
constitución centralista, las Siete Leyes, que en el aspecto
eclesial era similar a la de 1824. No obstante, contenía ciertas diferencias:
el artículo 3º, manifestaba que los ciudadanos mexicanos tenían la obligación
de ser católicos en vez de que el Estado asumiera la protección del catolicismo
con exclusión de las demás confesiones; y el artículo 11 consignaba la pérdida de
los derechos de los ciudadanos al tomar
el estado eclesiástico.
De 1840 a 1843 se hicieron varias
propuestas de modificación a las Siete Leyes, pero sólo la última
tuvo consenso, las Bases Orgánicas de
1843. Éstas mantuvieron esencialmente el carácter de la relación
Iglesia-Estado: protección a la Iglesia y la exclusión de otras confesiones;
prohibía al Presidente designar dignatarios eclesiásticos; retenía la cláusula
de pérdida de derechos ciudadanos a los religiosos, impidiéndoles acceder a
cargos de elección, pero el alto clero podía votar y ser votado para el Senado.
Tras la invasión norteamericana de 1847, la Constitución de 1824 fue
restaurada.
Para 1850, se habían configurado
claramente los dos partidos que habrían de marcar el subsecuente desarrollo
histórico, el Liberal y el Conservador. Los conservadores tenían
como líder a Lucas Alamán, cuyo ideal era mantener la religión católica, la
república centralista y disolver la representación popular. Por su parte, los
liberales pretendían negar la tradición hispánica, católica e indígena; e
implantar el modelo norteamericano de tolerancia religiosa, supeditando la
Iglesia al Estado. En materia política, los liberales predicaban las bondades
de la democracia representativa, del federalismo y del equilibrio entre los
poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
Con la crisis política y económica
surgida entre 1850 y 1853, los conservadores, incluidos algunos grupos
eclesiásticos, pretendieron instaurar la monarquía; Santa Anna fue llamado del
exilio y encabezó un gobierno de transición; Lucas Alamán falleció después de
la victoria conservadora y Santa Anna, carente de legitimidad, tuvo que dimitir
ante la Revolución de Ayutla (1854) lo que favoreció a los liberales.
Juan Álvarez fue el primer presidente interino de esta etapa, pero en virtud de
su avanzada edad, renunció el 15 de diciembre de 1855, quedando en su lugar Ignacio
Comonfort.
El gobierno revolucionario estaba
conformado por liberales moderados y radicales, predominando estos últimos.
Ambos grupos pretendían reducir la influencia política y el poder económico de
la Iglesia, pero diferían en el método y la profundidad. Entre los principales
miembros del gobierno de Comonfort destacan: Benito Juárez como Presidente de
la Suprema Corte de Justicia, Miguel Lerdo
de Tejada como Ministro de Hacienda y Crédito Público, y José María
Iglesias en el Ministerio de Justicia,
Negocios Eclesiásticos e Instrucción
Pública.
Concretamente, el conflicto abierto
entre el gobierno y el clero se inició con la Ley Lerdo o de desamortización, del 25 de junio de
1856, que prohibía a la Iglesia poseer y administrar bienes raíces, salvo los
que fueran directamente usados para su operación; la propiedad de manos muertas
sería subastada públicamente. El arzobispo
de México protestó en términos de que el
gobierno actuó sin consentimiento papal.
Es importante mencionar que un
poco antes, el 26 de abril, el gobierno
de Comonfort había promulgado un decreto por el cual se suprimía la coacción
civil en los votos religiosos y el 5 de junio se declaró extinta la Compañía de
Jesús. Asimismo, la Ley Lafragua del 28 de diciembre de 1855 regulaba la libertad
de prensa, excluyendo la censura eclesiástica. Estas disposiciones suscitaron
conflictos menores durante 1856.
El segundo ataque fue la Ley
Juárez del 23 de noviembre de 1856, que abolió los tribunales
castrenses y eclesiásticos, recomendando al clero abandonar sus
fueros en casos criminales. El arzobispo de México protestó
enérgicamente en los mismos términos. El conflicto se recrudeció cuando el Papa Pío IX
(1846-1878) condenó dichas leyes y la Constitución proyectada. El tercer ataque
fue la Ley Iglesias, del 11 de abril de 1857, que impedía al clero
controlar los cementerios y el cobro de derechos parroquiales a la gente de
escasos recursos.
A finales de 1856 se reunió el Congreso
Constituyente, conformado por personalidades como José María Mata, Melchor
Ocampo, Ponciano, Ignacio Ramírez y Francisco Zarco. En febrero de 1857 se
promulgó la quinta constitución que modificó sustancialmente las prácticas de
protección, lo que suscitó la oposición de la jerarquía y los laicos.
La Constitución de 1857 suponía una relación Iglesia-Estado con algunos elementos
de patronazgo y otros de liberalismo. El punto más controvertido fue el
proyecto del artículo 15 que otorgaba
libertad y tolerancia religiosas. Esta
garantía se equilibraba con la protección ofrecida a la religión católica. No
obstante, tras largo debate interno y externo, la versión original fue rechazada y
finalmente no garantizó una protección específica a la Iglesia católica.
Los artículos
3° y 7° , sostenían la libertad de educación y expresión escrita, con lo
que se ponía fin a la censura gubernamental en textos religiosos. El artículo 5°, pese a no prohibir los
votos monásticos, libraba al gobierno civil de coaccionarlos; el artículo 13, asumía los principios de la
Ley Lerdo y el artículo 27, de la Ley Juárez,
con lo que se abolían los fueros militar
y eclesiástico.
Finalmente, el artículo 123 reiteraba que la Iglesia ocupaba un lugar relevante en
la sociedad y tenía un vínculo especial con el Estado; autorizaba de pleno
derecho a las autoridades civiles a designar
eclesiásticos y controlar todas
las actividades del clero. Pese a la creencia común, la legislación de 1857 consideraba a la Iglesia como una
institución legal y no establecía, en su versión original, la separación
Iglesia-Estado. Esto vendría con las reformas constitucionales de 1859.
A pesar de que varios obispos
protestaron, por la ausencia de un concordato previo con la Santa Sede, el
arzobispo de México ordenó que se
acataran las disposiciones legales.
La Constitución
de 1857 y su legislación secundaria ofendieron de tal modo al clero y a sus huestes conservadoras, que
fue una de las causas directas más importantes para emprender la guerra contra los liberales.
Tras la inicial victoria de los conservadores, el gobierno juarista fue
expulsado de la ciudad de México en enero de 1858, y se derogó la recién creada Constitución. Durante la Guerra de Reforma, el clero apoyó
económicamente a los conservadores con
recursos obtenidos por la venta de sus propiedades. Ciertamente, lo anterior fue una de las razones más
poderosas que impulsó a los liberales a legalizar la separación absoluta entre la
Iglesia-Estado.
Ley de Nacionalización de los Bienes
Eclesiásticos. Julio de 1859
Estableció:
·
La
nacionalización de todas las propiedades muebles e inmuebles de la Iglesia
católica.
·
La
independencia entre ésta y el Estado.
·
La
supresión de las órdenes de religiosos y de todas las archicofradías,
cofradías, congregaciones o hermandades
anexas a las comunidades religiosas, a las catedrales, parroquias o
cualesquiera otras iglesias.
·
La
prohibición de que se fundasen en lo
sucesivo nuevos conventos o congregaciones religiosas y la de usar
hábitos o trajes talares de las órdenes suprimidas.
·
El
que los religiosos existentes quedaran reducidos al clero secular y
dependientes del ordinario eclesiástico
respectivo.
·
El
otorgamiento de 500 pesos, o de una pensión tratándose de enfermos para los
regulares que aceptasen la ley.
·
La
disposición de los libros, impreso, manuscritos, pinturas,
antigüedades y demás objetos de arte o
cultura de las comunidades suprimidas para bibliotecas, museos, escuelas y
otros establecimientos públicos.
·
Las
sanciones, incluso la expulsión del
país, a religiosos que volviesen a reunirse.
·
La
conservación de las comunidades religiosas, cuya extinción quedaba prevista, pues no podrían recibirse novicias ni profesar aquellas
que ya lo eran.
Por ello, la Ley del 12 de julio de 1859 abandonó
para siempre cualquier derecho sobre el Patronato. Extendía igual protección a
todos los credos religiosos y declaraba
que cualquier obvención a las iglesias era un asunto privado. Prohibía la
donación de bienes raíces a la Iglesia y nacionalizó sus propiedades. Suprimía
las órdenes monásticas –lo que implicaba la desaparición de los conventos-, confiscaba libros y obras de arte y prohibía el uso de ropas talares en público. Se erigió el
matrimonio civil Ley Ocampo; el registro oficial de nacimientos, matrimonios
y defunciones pasó a control gubernamental. Otra ley redujo los
días festivos, pero se respetaron ciertas festividades religiosas, como Navidad, Todos los Santos, Día de Muertos,
Jueves y Viernes Santos, y Corpus Christi.
Leyes de Reforma
Ø
Ley de nacionalización de bienes eclesiásticos. Ø
Ley de matrimonio civil. Ø
Ley Orgánica del Registro Civil. Ø
Ley sobre el estado civil de las personas. Ø
Decreto que declara que cesa toda intervención del
clero en los cementerios y camposantos. Ø
Decreto que declara qué días han de tenerse
como festivos y prohíbe la asistencia oficial a las
funciones de la Iglesia. Ø
Ley sobre libertad de cultos. Ø
Decreto por el que
quedan secularizados los
hospitales y los establecimientos de beneficencia. Ø
Decreto por el que se extinguen en toda la República las comunidades religiosas. |
12 de julio de
1859 23 de julio de
1859 28 de julio de
1859 28 de julio de
1859 31 de julio de
1859
11 de agosto de
1859 4 de diciembre
de 1859
2 de febrero de
1861
26 de junio de
1863 |
La Ley sobre libertad religiosa de
diciembre de 1860 reiteraba las garantías de protección y tolerancia a
todas las confesiones, el derecho a normarse internamente y de administrar
libremente las propiedades aún permitidas legalmente. Además, el estado perdía
la obligación de coaccionar las normas internas de las Iglesias y prohibía el
culto sin autorización previa.
A
principios de 1861, ale entrar Juárez con su gobierno a la ciudad de México,
decretó que las instituciones de caridad y asistencia pasaran a control estatal
y expulsó al delegado apostólico y a varios obispos. En 1863, se suprimieron
los conventos y se prohibió el uso de insignias religiosas.
En el ínterin, el gobierno juarista
enfrentó la intervención francesa y el
II Imperio (1864-1867). Maximiliano de Habsburgo intentó retomar el Patronato y entabló negociaciones
con la Santa Sede para firmar un concordato, para lo cual el Vaticano envió
como nuncio a Mons. Pedro Francisco Meglia en 1865. No se llegó a ningún
acuerdo y, en el mismo año, el gobierno imperial asumió el control de la
correspondencia papal.
De hecho, Maximiliano buscó, por una parte, las mismas
prerrogativas otorgadas a la Corona española y a cambio ofrecieron protección
especial a la Iglesia, apoyo financiero y el restablecimiento de algunas
órdenes. Por otra, y en virtud de sus convicciones liberales, insistió en la
tolerancia religiosa y se negó a
devolver las propiedades eclesiásticas nacionalizadas, confirmando así las Leyes
de Reforma. Pese a que las relaciones entre Iglesia y el Imperio no fueron
satisfactorias, el clero cumplió con la legislación imperial.
Cuando Juárez regresó victorioso a
la ciudad de México en 1867, consideró que las disposiciones en materia
eclesiástica estaban completas. En los años subsecuentes hasta su fallecimiento en 1872, recomendó restaurar
ciertos derechos ciudadanos al clero e intentó acercarse a los
conservadores. Sin embargo, tras su deceso, el gobierno de Sebastián Lerdo de
Tejada reinició el conflicto. En 1873, el Congreso endureció la prohibición de
culto externo y en septiembre se dio estatus constitucional a las Leyes de
Reforma, en un decreto que sentaría el precedente para ciertos aspectos
constitucionales de 1917.
Decreto
del 23 de septiembre de 1873
Artículo
1º. El Estado y la Iglesia
son independientes entre sí. El Congreso no puede dictar leyes
estableciendo o prohibiendo religión alguna.
Artículo
2º. El
matrimonio es un contrato civil. Éste y los demás actos del estado civil de
las personas son de la exclusiva competencia de los funcionarios y
autoridades del orden civil, en los términos prevenidos por las leyes, y
tendrán la fuerza y la validez que las mismas les atribuyen.
Artículo
3º. Ninguna
institución religiosa puede adquirir bienes raíces ni capitales impuestos
sobre éstos, con la sola excepción establecida en el artículo 27 de la
Constitución.
Artículo
4º. La
simple promesa de decir verdad y de cumplir las obligaciones que se contraen
sustituirá el juramento religioso con
sus efectos y penas.
Artículo
5º. Nadie
puede ser obligado a prestar trabajos personales sin la justa retribución y
sin su pleno convencimiento. El Estado no puede permitir que se lleve a cabo
ningún contrato, pacto o convenio que tenga por objeto el menoscabo, la
pérdida o el irrevocable sacrificio de la libertad del hombre, ya sea por
causa de su trabajo, de educación o voto religioso. La Ley no reconoce, en
consecuencia, órdenes monásticas, ni puede permitir su establecimiento,
cualquiera que sea la denominación u objeto con que pretendan erigirse.
Tampoco puede admitirse convenio en que el hombre pacte su proscripción o
destierro |
En 1874, el Congreso reagrupó todas las
disposiciones en materia eclesiástica en una sola Ley y señaló que la propiedad
directa de los bienes eclesiásticos era estatal, pero su uso, mejoramiento y
administración correspondía a las instituciones religiosas.
Con el ascenso de Porfirio Díaz en 1876, no se realizaron modificaciones
jurídicas en el ámbito religioso, ni se buscó establecer contacto diplomático
con la Santa Sede. Díaz tampoco intervino abiertamente en la designación de
obispos; sin embargo, sus realciones personales con la jerarquía eran
amigables. Al mismo tiempo, permitió en ingreso de grupos protestantes y los
protegió, a pesar del recelo católico.
Durante el Porfiriato, los católicos
pudieron trabajar en cuestiones de carácter cívico-social, de acuerdo con las
enseñanzas de la encíclica Rerum Novarum
de León XIII (1891). Mo obstante, los católicos recalcitrantes estaban aún
inconformes con las Leyes de Reforma.
Justo en esta época, la separación
Iglesia-Estado llegó a su apogeo, en virtud del liberalismo imperante. Más
tarde, con la Revolución de 1910, se gestarían cambios más profundos en la
legislación en materia eclesiástica, hasta la negación misma de la Iglesia como
institución pública y jurídica.
LA
IGLESIA EN EL SIGLO XX. LA REVOLUCIÓN (1910-1938)
La
relación Iglesia-Estado no fue in aspecto de interés durante la primera etapa
revolucionaria. Sin embargo, Francisco I. Madero pretendió abolir parte de las
Leyes de Reforma para instituir un modelo de relación similar al norteamericano, estableciendo una
separación moderna. Por ello, el recién fundado Partido Católico Nacional (PCN) apoyó su candidatura en 1911. (9)
Como sea, la
Revolución dio la oportunidad a los católicos de luchar para eliminar las restricciones legales a las actividades
religiosas y los derechos de la Iglesia y, en consecuencia, muchos sacerdotes
apoyaron a Madero, aún en contra de las recomendaciones del Episcopado.
En virtud de las circunstancias, Madero
no pudo llevar a cabo sus intenciones,
por lo que la Iglesia apoyó a Victoriano Huerta cuando éste se alió con la
Embajada estadounidense para deponer al Presidente. La participación del clero
en los acontecimientos de la Decena Trágica (1913), fue el principal motivo de la
suspicacia de los revolucionarios y la
causa más inmediata del anticlericalismo del gobierno carrancista y de la
posición de los Constituyentes en el Congreso de 1916-1917.
A finales de 1916 se iniciaron los trabajos del Legislativo originario. Por lo
que toca a la relación Iglesia-Estado, la propuesta presidencial básicamente
retomaba la fórmula de 1857. Sin embargo,
los radicales pugnaron por la adopción de medidas más restrictivas,
hasta negar la existencia jurídica de las agrupaciones religiosas.
Varios artículos de la propuesta
original se aceptaron desde el principio, como el artículo 5º que prohibía el
establecimiento de órdenes monásticas; los
artículos 6º y 7º que garantizaban la libertad de expresión y prensa; el
artículo 13º que proscribía tribunales especiales y fueros; el artículo 27º
fracciones II y III, que impedían a las instituciones eclesiásticas poseer
bienes raíces y operar instituciones de caridad; y los artículos 55, 58 y 82
que prohibían a los ministros de culto ostentar cargos de elección popular.
Otros artículos generaron serios
debates: el artículo24 garantizaba la libertad de culto personal, pero
restringido a domicilios y templos. (10) El artículo 3º proclamaba la
libertad de educación aunque en su
segundo párrafo prohibía a las instituciones religiosas establecer o dirigir
escuelas primarias y/o, para trabajadores y campesinos.
El artículo 129º (11) contenía los cambios
más profundos en la relación Iglesia-Estado. Incluía parte de la legislación de
1859, pero introduciendo nuevas
restricciones, especialmente para los ministros de culto, cuyo número dependía
de lo estipulado por las Constituciones locales; debían, además, ser mexicanos
por nacimiento, no contaban con derechos políticos activos y pasivos, ni podían
asociarse con fines políticos, como tampoco expresar públicamente sus
opiniones. Por lo demás, les estaba vedado heredar ningún tipo de
propiedad de otro clérigo ni de laicos
fuera del cuarto grado consanguíneo y los estudios realizados en seminarios
carecían de validez oficial.
En otro aspecto, se prohibió a las
publicaciones religiosas emitir información política, y a los partidos
políticos tener una denominación religiosa. Además, estipulaba provisiones
detalladas para el control y mantenimiento de los templos y lugares de culto.
Pero lo más importante fue que el artículo 129 declaraba que las iglesias carecían
de personalidad jurídica ante el Estado.
De inmediato, los católicos no
reaccionaron organizadamente en contra
de las nuevas disposiciones. Con la aprobación del delegado apostólico,
sólo protestó el Episcopado mexicano, desterrado en Estados Unidos. [Véase
Toro, 1975]***
No obstante, se prosiguió con la política de
distensión del último periodo carrancista, por lo que Álvaro Obregón
(1920-1924) ordenó la restitución de los templos cerrados entre 1914 y 1919,
permitió que los gobiernos locales continuaran la persecución, especialmente en
Jalisco y Tabasco. Otros acontecimientos afectaron la ya de por sí fracturada
relación Iglesia-Estado, conduciendo finalmente al levantamiento cristero.
Dos acontecimientos fueron pretexto para que desde el gobierno se
buscara hacer aún más rígida la legislación en materia religiosa. En febrero de
1921, monseñor Ernesto Filippi, delegado apostólico en México, bendijo
públicamente la primera piedra del
monumento a Cristo Rey en el cerro del Cubilete, contraviniendo el artículo 24 constitucional, por lo que
consecuentemente fue deportado. El otro hecho de relevancia ocurrió el 5 de octubre de 1924, día en que se celebró
el Congreso Eucarístico Nacional. Tres días después, el gobierno emitió un
decreto cesando a los empleados públicos que hubiesen participado en las
reuniones o adornado sus casas con ese motivo.
Los conflictos generados en la época de
Obregón, obedecieron en buena medida a los intereses y actuación política de
Plutarco Elías Calles. Ya durante el régimen callista, en 1925, surgió el
llamado cisma mexicano con la creación de la Iglesia católica mexicana,
dependiente del Estado y dirigida por el patriarca Joaquín Pérez. En reacción,
el mismo año fue creada La Liga Nacional de la Defensa de la Libertad Religiosa
(LNDLR) (12)
y la Iglesia
estructuró líneas de acción para defenderse de lo que percibían como un
atentado contra la libertad de creencias.
El 27 de enero de 1926, El Universal publicó que el arzobispo de
Durango (Meyer, Jean, 1985). José María González Valencia y el obispo de San
Luis Potosí, Miguel de la Mora, habían recibido instrucciones de la Santa Sede para
defender los intereses del catolicismo. Una de las propuestas fue emprender una
campaña legal contra los artículos constitucionales. Esto se concretó ese año,
cuando LNDLR envió al Congreso un pliego petitorio –con un millón de formas-
para modificar los artículos 3º, 5º, 24, 27 y 130.
El 4 de febrero el arzobispo de México,
Mora y del Río señaló que “la protesta que los prelados mexicanos formulamos
contra la Constitución de 1917, en los
artículo que se oponen a la libertad y dogma religioso, se mantiene firme”. En
respuesta, Adalberto Tejeda, Secretario de Gobernación, afirmó que las
declaraciones del prelado incitaban a la rebelión armada y por lo que fue
consignado a las autoridades judiciales.
El 22 de febrero, el Secretario de
Educación, Manuel Puig y Casauranc, publicó las disposiciones para el
cumplimiento del artículo 3º constitucional en materia educativa. El 14 de
junio, el presidente Calles promulgó la Ley Reglamentaria del artículo 130 y
reformó el Código Penal en lo
concerniente a la materia religiosa, imponiendo penas económicas y corporales a
los infractores. El 31 de julio entró en vigor la Ley de Cultos de 1926; en
respuesta, los obispos suprimieron los servicios religiosos desde el 1 de
agosto. (13)
En el II informe de gobierno de ese año,
Valles señaló que no se habían
introducido muevas modalidades a la legislación, siendo el artículo 130 una
declaración de principios.
Varias organizaciones católicas,
emprendieron una campaña contra la Ley de Cultos. La idea era general una
crisis económica, boicoteando el comercio y el pago de impuestos, obligando así
al gobierno a modificar las disposiciones legales. Esta estrategia se mantuvo
algunos meses como forma principal de resistencia activa, lo que motivó al
gobierno a buscar un entendimiento con la jerarquía. Cabe señalar que los
prelados querían la paz pues la Santa Sede desaprobaba el boicot y la
suspensión de cultos.
Por otra parte, los amigos católicos de Calles concertaron
un encuentro entre éste y los obispos, donde el Presidente instó a los prelados
a acudir al Legislativo. Éstos se dirigieron a las Cámaras, y el 7 de
septiembre de 1926 –como ciudadanos mexicanos- pidieron la reforma
constitucional, misma que los diputados denegaron en virtud de que los obispos
carecían de derechos civiles. El 18 de noviembre, Pío XI publicó una encíclica Iniquis
Afflictisque, sobre la situación del catolicismo en México,
condenando al gobierno. (14)
Ante el fracaso de las negociaciones, la LNDLR comenzó a
actuar a finales de 1926; la iglesia reconoció la licitud del empleo de armas y
se inició el movimiento armado, principalmente en el Bajío. En los momentos de
mayor violencia, la cúpula eclesial intentó negociar con Calles. El Vaticano
retiró su apoyo al movimiento armado
y la jerarquía no tuvo más remedio que
ajustarse, lo que causó suspicacias a los fieles.
La iniciativa de diálogo con la jerarquía surgió en 1927,
por parte de Álvaro Obregón, quien entonces buscaba reelegirse. Este intento
fracasó, ya que los obispos respondieron que Roma exigía la modificación legal
y, al enterarse Calles de los acercamientos, impidió que prosiguieran. A
finales de 1927, el general Obregón sufrió un atentado. El autor intelectual
fue un conocido católico militante –Ing.
José Vilchis- y se involucró al jesuita Miguel Agustín Pro, hoy beato. Ambos
fueron fusilados sin juicio previo, por lo que la Iglesia protestó. El 17 de
julio de 1928, fue asesinado Obregón –entonces presidente electo para el
periodo 1928-1932- por José de León Toral, también vinculado a la jerarquía,
situación que recrudeció el conflicto.
Por su parte, la Santa Sede prefería el acuerdo
diplomático. Dada la carencia de un representante en México, Pío XI buscó la
mediación del delegado apostólico en Estados Unidos, Pietro Fumasoni Biondi.
Las negociaciones entre el gobierno mexicano y la Iglesia comenzaron en
diciembre de 1927 y finalizaron en junio de 1929. Por parte del gobierno los
representantes fueron Calles y Emilio Portes Gil; por parte de la Iglesia, Pío
XI –por medio de Fumasoni Biondi-, monseñor John J. Burke (dirigente de la
National Catholic Welfare Conference), el arzobispo de Morelia, Antonio Ruis
y Flores, y el obispo de Tabasco,
Pascual Díaz Barreto; por Estados Unidos, participó e l embajador Dwigth W.
Morrow. Tras la primera entrevista, la jerarquía mexicana opinó que el gobierno
ofrecía pocas garantías y prefirieron que el arzobispo Ruiz y Flores, dialogara personalmente con Calles.
Una segunda ronda
de negociaciones se entabló entre el presidente Portes Gil y el arzobispo Ruiz
y Flores con la intermediación de Morrow; las reuniones se realizaron los días
12, 13, 15 y 21 de junio de 1929. Las condiciones vaticanas para reanudar el
culto fueron las siguientes: solución pacífica y laica; amnistía absoluta para
obispos, sacerdotes y fieles; devolución de casas episcopales, curatos y
seminarios; y libre comunicación del Vaticano con la Iglesia en México. Portes
Gil aceptó las condiciones, decretando la amnistía general y la devolución de
las propiedades confiscadas. El 29 junio de 1929 se reanudó el culuo en todo el
país.
Con el ascenso de Pascual Ortiz Rubio a la Presidencia en
1932, se reinició la persecución contra los cristeros que habían depuesto las
armas. Ante el incumplimiento de los arreglos de 1929, el Papa Pío XI suscribió
la encíclica Acerba Animi, el 29 de agosto de 1932, criticando al gobierno
mexicano, aunque conminando a los fieles a observar las normas y reiterando su
oposición a la vía armada. En consecuencia, la Cámara de Diputados ordenó la
expulsión del Delegado Apostólico y las legislaciones estatales limitaron lasa
actividades eclesiásticas durante el gobierno de Abelardo Rodríguez (1932-1934).
El distanciamiento entre
la cúpula eclesial y el gobierno comenzó a aminorarse hacia 1935, pero
esta vez el conflicto surgió en torno a la educación socialista que el general
Lázaro Cárdenas pretendía instaurar,
según lo manifestaba en el Plan Sexenal 1934-1940. En
consonancia con el Presidente electo, el presidente Rodríguez reformó el
artículo 3º, en octubre de 1934. Declaró que era preciso que la Revolución
definiera su proyecto educativo. (15). Todo
ello suscitó un número mayor de agresiones contra los fieles católicos a cargo
de grupos antirreligiosos (Blancarte, 1992).
En 1935, el Episcopado dirigió una carta al presidente Cárdenas para
reclamar garantías mínimas a la libertad de culto; asimismo, hubo presión
internacional para impedir la persecución religiosa, lo que cristalizó en la
moderación cardenista con relación a la Iglesia. En febrero de 1936, se
pusieron en servicio todos los templos confiscados o clausurados y hacia 1938,
todos los sacerdotes en México fueron autorizados para ejercer. Justo en esta
misma época, el discurso gubernamental comenzó a reflejar una mayor tolerancia.
El problema educativo fue el punto de
mayor roce entre la Iglesia y el Estado; en noviembre de 1935, el Episcopado
mexicano publicó una carta pastoral exigiendo participar en la educación. La
cuestión de la educación socialista inquietó a la Iglesia católica, a los
protestantes y a la prensa norteamericana, por lo que su penetración se vio
notablemente obstaculizada. El otro punto de conflicto entre la Iglesia y el
Estado fue la cuestión social, ya que por naturaleza propia, estaba en contra
de los postulados revolucionarios.
Pese a las diferencias, desde 1936, el
clero buscó sacar partido de la
tolerancia. Cuando Lázaro Cárdenas nacionalizó la industria petrolera en 1938,
la iglesia participó en la recaudación
de fondos. Además, la nueva Ley de Nacionalizaciones de 1940
permitió indirectamente la participación eclesiástica en instituciones de
beneficencia.
LA
IGLESIA EN EL SIGLO XX. (1940-1988)
El
inicio de una convivencia más pacífica se dio en la medida en que la Iglesia
y el Estado encontraron puntos de
convergencia ligados al nacionalismo. En el año de 1940, cuando el candidato
por el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), Manuel Ávila Camacho se declaró creyente, se inició el modus vivendi. A partir de entonces, la
Iglesia gozó de libertad mientras el
gobierno pasaba por alto las infracciones, aunque mantenía las disposiciones
jurídicas.
El segundo Plan Sexenal aseguró el
respeto a la libertad de culto y a la
propiedad privada, lo que permitió el
acercamiento entre Ávila Camacho y el
clero. Otro aspecto de importancia fue el gradual distanciamiento gubernamental
de las posiciones de izquierda. En 1941, se eliminó el carácter socialista del
artículo 3º y se permitió la participación de los particulares en la educación.
En esos años, la Iglesia encontró cauces
de expresión política a través de la Unión Nacional Sinarquista y del Partido
Acción Nacional ) (PAN), organizaciones portadoras del proyecto
social-católico, sin que esto significara una relación excluyente.
De 1946 a 1952, la moderación del
gobierno de Miguel Alemán fortaleció la cooperación entre la Iglesia y el
Estado. Las buenas relaciones entre
ambos hicieron posible la
designación de un delegado apostólico –monseñor Guillermo Pianni quien
sustituía al arzobispo Luís María Martínez- en 1949.
En 1950 se revisó el Código Penal,
proponiéndose la abrogación de la Ley de
Cultos de 1926 por su inobservancia, a lo que se opusieron masones y
liberales. Al año siguiente, los obispos publicaron una carta pastoral en
conmemoración al sexagésimo aniversario
de la Rerum Novarum, en la que
se criticaba mesuradamente al sistema político. En la etapa final del gobierno
de Miguel Alemán, la Iglesia buscó
reencontrarse con la cuestión social y para ello se crearon organismos como la Liga para la Decencia y el Secretariado
Social Mexicano.
En el periodo de Adolfo Ruiz Cortines
(1952-1958), la relación entre el Estado y la Iglesia fue menos cordial; se relegó a la Iglesia al ámbito de lo
privado, en la más pura tradición liberal. Sin embargo, hubo transformaciones
internas de relevancia como la creación de la Conferencia del Episcopado
Mexicano en 1953; al año siguiente, se desarrolló una campaña dirigida
a los fieles católicos para que lucharan por la abrogación de los artículos 3º,
5º, 24, 27 y 130.
Adolfo López Mateos (1958-1964) fue el
único presidente, desde 1940 que replanteó el tema de las relaciones entre la
Iglesia y el Estado, pues afirmó
públicamente que no existía
incompatibilidad entre ser
creyente y guardar lealtad a las
instituciones revolucionarias. No obstante, en 1961 se dio uno de los
conflictos más severos entre la Iglesia y el Estado: el libro de texto gratuito. El enfrentamiento fue indirecto pues
los protagonistas visibles fueron el PAN y la Unión de Padres de Familia
(UNPF).
Un evento de fuerte impacto en el
ámbito eclesial fue el Concilio Vaticano II. El Papa Juan
XXIII dio inicio a los trabajos conciliares el 11 de octubre de 1962 y fueron
clausurados por Paulo VI el 8 de diciembre de 1965. Entre los documentos se
encuentra la Constitución Apostólica “Gaudium
et Spes”, misma que contiene la visión moderna de la Iglesia con respecto a
los Estados nacionales. (Véase Constitución
Pastoral Gaudium Et Spes: Sobre la Iglesia y el mundo de hoy, 1983)
Este elemento facilitó la relación
interna del Gobierno con la Iglesia. Incluso en 1963 se especuló sobre la
posibilidad de establecer relaciones diplomáticas con el Vaticano, ya que el
presidente López Mateos envió sus condolencias al delegado apostólico Luigi
Raimondi con motivo del deceso de Juan XXIII.
También como efecto del Concilio, en la
segunda mitad de la década de los
sesenta surgieron varios movimientos seglares de corte social. Entre ellos,
podemos ubicar: a la Conferencia de
Organizaciones Nacionales –que agrupaba al Movimiento Familiar Cristiano, al Secretariado Social Mexicano, al Centro Nacional de Comunicación Social (CENCOS) y la Acción Católica-. A partir de 1966, la
iglesia fue testigo de una fuerte efervescencia social que contrastaba con la
relación tersa entre la Iglesia y el
Estado. No obstante, los meses previos a octubre de 1968 se caracterizaron por
las discrepancias al interior de la Iglesia. Ciertos grupos buscaban colaborar
con el Estado y otros cuestionaban tal estrategia. Lo anterior se reflejó en la
Carta Pastoral del Episcopado mexicano
sobre el desarrollo e integración del país, donde pese a la oferta de
cooperación con el gobierno, se criticaba al sistema y la situación jurídica de
la Iglesia.
En octubre de 1968 se realizó la
II Asamblea de la Conferencia Episcopal
Latinoamericana (CELAM) en Medellín, Colombia, la que transformó el pensamiento
eclesial. En 1969, se efectuó en la ciudad de México el I Congreso Nacional de Teología, introduciendo las ideas
liberacionistas y fomentando consecuentemente la creación de nuevos movimientos
seglares como las Comunidades Eclesiales
de Base.
Durante el proceso electoral de 1970, el obispo Sergio
Méndez Arceo entregó una propuesta de modificación de los artículos 3º, 5º, 24,
27 y 130 constitucionales al entonces candidato priista Luis Echeverría Álvarez
en Anenecuilco, Morelos, el 9 de junio. Dicha propuesta, conocida como la Carta
de Anenecuilco, planteaba el cambio jurídico bajo el argumento de la inobservancia
de los preceptos constitucionales.
Durante el periodo presidencial de Luis
Echeverría (1970-1976), se dio una mayor apertura y diálogo con diferentes
sectores sociales. Este ambiente permitió una participación más abierta y
decidida de la Iglesia en las cuestiones públicas, especialmente en lo referente
a sus derechos políticos y sociales.
En octubre de 1971 se celebró el Sínodo General de Obispos, mismo que
habría de publicar un documento relativo
a la justicia social. En su redacción participaron diversas organizaciones
católicas progresistas; sin embargo, el proyecto quedó fuera de control del
Episcopado y el documento de trabajo cuestionó la legislación vigente en el
ámbito religioso.
Dos años después, la CEM publicó el
documento El compromiso cristiano ante
las opciones sociales y la política, lo que constituyó el fundamento de la participación política
para clero y laicos. En éste, por primera vez se reconoce la libertad de los
laicos para elegir el partido político de su preferencia, siempre y cuando se
circunscribiera o tuviera referentes cristianos como base de su acción social.
El 9 de febrero de 1974, el presidente
Echeverría se entrevistó en el Vaticano con el papa Paulo VI; el entonces Jefe
del Ejecutivo justificó su visita como como un esfuerzo del gobierno mexicano
para confirmar el apoyo papal para la Carta de los deberes y Derechos Económicos
de los Estados. Este acto rompió con la tradición posrevolucionaria de
indiferencia, al reconocer el prestigio moral y social de la Iglesia en México.
El encuentro dio pie nuevamente a especulaciones sobre la posible reanudación
de relaciones diplomáticas con la Santa Sede.
Otro indicador del acercamiento entre
el clero y el gobierno fue la construcción de la Basílica de Guadalupe,
inaugurada el 12 de octubre de 1976. Aunque se manejó la posibilidad de que el
papa Paulo VI asistiera a la ceremonia, esto no sucedió porque hubiese supuesto
la aprobación implícita de la legislación mexicana.
Pese a las buenas relaciones, hubo
enfrentamientos entre el clero y el gobierno con motivo de la reforma educativa
y el nuevo libro de texto gratuito, la política poblacional y las violaciones a
los derechos humanos.
De cara a la coyuntura electoral de
1975, José López Portillo, entonces candidato único a la Presidencia de la
República, planteó al clero un programa de “Acción Concertada” para
incorporarlos a los programas gubernamentales.
Cabe señalar que en esta época, el
clero católico tuvo una importante variación en sus cuadros
jerárquicos. El arzobispo de Puebla, Ernesto Corripio, fue trasladado a la dese
primada en 1977 y paralelamente presidio la CEM. En 1978, el delegado
apostólico Jerónimo Prigione llegó a México, dando una nueva orientación a las
acciones de la jerarquía.
La reforma política iniciada por López
Portillo en 1977 permitió al Partido
Comunista Mexicano (PCM) proponer la iniciativa de otorgar el derecho al voto a los ministros de culto,
lo que fue desechado y hubo consenso en
que la Iglesia debía permanecer al margen de lo político.
En enero de 1979 se realizó la III
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, con la
asistencia del papa Juan Pablo II, quien
fue recibido por más de 110 obispos, el delegado apostólico y el Jefe del
Ejecutivo; la bienvenida fue cordial,
aunque estrictamente ceñida a la cortesía
protocolaria. El Sumo Pontífice criticó la situación jurídica de la
Iglesia en México e insistió de manera velada en la defensa de los derechos de la persona humana, entre ellos,
la libertad religiosa.
A partir de 1979, las declaraciones del
clero en torno a los procesos electorales se hicieron más frecuentes, siendo el
debate más importante de la época sobre la iniciativa del PCM para legalizar el aborto, en marzo de
1980.
El Plan Global de la CEM para el
trienio 1980-1982 criticó la situación política del país; señaló que la democracia era ficticia en virtud del
monopolio del partido único y del corporativismo. En septiembre de 1981, el
episcopado publicó un Mensaje al pueblo
de México sobre el próximo proceso electoral, mismo que reflejaba claras posiciones políticas y un
papel activo en la sociedad. El 16 de septiembre de 1982, los obispos llamaron
a la unidad para salir de la crisis y dieron su apoyo condicionado al gobierno
por la nacionalización de la Banca. El 20 de octubre, el Episcopado presentó un
documento oficial titulado El católico
frente al compromiso socio-político actual.
En noviembre de 1982, dio fin la
presidencia del ya cardenal Corripio
Ahumada en la CEM y quedó en manos del arzobispo de Xalapa, Sergio Obeso, para
el trienio 1982-1985, periodo que se extendería hasta 1988, lapso en que se cimentaron las bases para los eventuales
cambios jurídicos y que coincidió con la gestión presidencial del
licenciado Miguel de la Madrid. Para entonces,
la presencia política y social de la Iglesia era un hecho por demás innegable,
pese a la legislación vigente.
En abril de 1983, la CEM publicó el Plan
Global de la Iglesia para el periodo 1983-1986, en el que por primera vez desde 1926, la Iglesia
criticó al Estado y cuestionó su legitimidad histórica y social. El 23 de
diciembre de ese año, la CEM pidió oficialmente la derogación de los artículos
130 y 3º.
El 12 de enero de 1984, el vocero de la
CEM, Padre Francisco Ramírez Meza, desató una fuerte polémica sobre la posible
reanudación de nexos diplomáticos con la
Santa Sede. En respuesta, Cuauhtémoc
Cárdenas, entonces gobernador de Michoacán, publicó un desplegado exigiendo a la Iglesia someterse a
las leyes vigentes.
La problemática educativa fue retomada
en febrero por el entonces obispo de Ciudad Netzahualcoyótl, José Melgoza
Osorio, quien afirmó que la educación en México era anticatólica. Al respecto,
el 4 de febrero, el Secretario de Educación, Jesús Reyes Heroles, precisó el
significado del carácter laico de la educación, subrayando la exclusión de la
educación religiosa, ya que ésta debía de ser impartida en Iglesias y hogares (16).
El
15 de febrero de 1984, la Comisión Permanente discutió la posible modificación
del artículo 130, ya que tanto el PDM como Acción Nacional consideraban
necesario otorgar derechos ciudadanos a
los ministros de culto, pero sin intervención política de la Iglesia como
institución. Por el contrario, el PST y el PPS opinaron que debían aumentarse
las restricciones a los ministros de culto. Al mes siguiente, durante la
celebración del LV Aniversario de la fundación del Partido Revolucionario
Institucional (PRI), Adolfo Lugo Verduzco expuso que los sectores
contrarrevolucionarios creían que podía darse un retroceso en la relación del
estado y las Iglesias. (Ibid). El 21
de marzo de ese año, el Presidente de la Gran Comisión de la Cámara de
Diputados, Humberto Lugo Gil, reiteró la separación de la Iglesia y del Estado,
la libertad de culto y el respeto gubernamental a las creencias, destacando la
necesidad de que las iglesias se abstuvieran de participar políticamente. En ánimo conciliador, el 5 de
abril, la CEM expreso que las coincidencias entre la Iglesia y el Estado podían
llegar a ser garantía contra las disidencias
extremistas.
En abril, durante su XXXVI Asamblea
General Ordinaria, la CEM expuso su posición con respecto a las elecciones
intermedias con el documento Orientación
Pastoral del Episcopado Mexicano a propósito de las Elecciones, donde los
obispos señalaron que, sin apoyar a ningún partido, grupo o sistema político,
no podían permanecer indiferentes ante los comicios y exhortaron a la defensa
del voto.
Lo anterior llevó a muchos analistas
políticos a sugerir que las victorias electorales del PAN en el Norte del país
habían sido posible gracias al apoyo de ciertos obispos, quienes por medio de
cartas pastorales inducían a los feligreses a votar por ese partido. El caso
más notable fue el de Chihuahua en 1986, donde la actuación de los obispos de Ciudad
Juárez, Madera y Tarahumara, así como del arzobispo de Chihuahua, contribuyó a
caldear el ambiente pre y postelectoral. (17)
La
situación extrema generada por los comicios en Chihuahua y en Coahuila en 1987,
llevó a las autoridades federales a legislar penalmente en contra de la
participación eclesiástica en los procesos electorales. El nuevo Código Federal
Electoral de 1987 disponía en su artículo 343 la multa de 500 a mil días de
salario mínimo –vigente en el Distrito Federal- y prisión de cuatro a siete
años a los ministros de culto que indujeran o inhibieran el voto a un partido o
candidato, que ejercieran cualquier presión o fomentaran la abstención. Los
obispos a su vez manifestaron públicamente su inconformidad. La aparición de
este artículo tuvo un fuerte impacto, ya que algunas opiniones vislumbraban que
había riesgo de un enfrentamiento entre la Iglesia y el estado. Tal fue la
reacción en medios eclesiales y partidistas, que las sanciones se limitaron
sólo a ser económicas antes de 1988.
Para finales de la década de los
ochenta, las demandas clericales se articularon en dos ejes: en el interno, el
reconocimiento de la personalidad jurídica de la Iglesia, y otorgamiento de los
derechos civiles a los ministros de culto, y en el ámbito externo, la
reanudación de lazos diplomáticos con la Santa Sede.
Adicionalmente, el clero enfocó su
discurso a cuestionar al sistema político. En la coyuntura de 1988, el tema de
los derechos electorales fue central para ellos. Antes, durante y después de
los comicios hubo pronunciamientos en torno a los procesos. La búsqueda de la
democracia incluía el reconocimiento de los derechos políticos de los ministros
de culto y, sobre todo, el reconocimiento jurídico de la Iglesia.
Los partidos políticos, el PAN y los
agrupados en el Frente Democrático Nacional (FDN), en diversas ocasiones
demandaron el reconocimiento jurídico de las agrupaciones religiosas y el
otorgamiento de derechos políticos a los ministros de los cultos. Incluso,
ciertas corrientes al interior del PRI empezaron a cuestionar la adecuación de
la legislación en materia religiosa.
Lo anterior fue el contexto de la
campaña presidencial de Carlos Salinas de Gortari, misma que estuvo teñida de
tensiones y acercamientos con el clero. Durante este periodo, el candidato
priista se entrevistó con la jerarquía religiosa. Pese a ello, el clero
cuestionó los resultados de las elecciones presidenciales de 1988, aunque en
noviembre reconocieron que, pese a todo, la realidad era que Salinas de Gortari
era el Presidente Electo. (Rico y Uribe, 1994).
Del 14 al 18 de noviembre de 1988, se
llevó a cabo la XLIII Asamblea Plenaria de la CEM en Guadalajara. El propósito
principal fue renovar la mesa directiva para el periodo 1988-1991, aunque los
otros temas fueron la visita ad limina
(18) y la
beatificación del padre Pro. El Consejo de Presidencia de la CEM quedó formado
así: monseñor Adolfo Suárez Rivera, arzobispo de Monterrey, como presidente;
como vicepresidente monseñor Juan Jesús Posadas Ocampo, arzobispo de Guadalajara;
como secretario general, monseñor Manuel Pérez Gil, arzobispo de Tlanepantla;
como tesorero, monseñor Luis Morales, obispo coadjutor de Torreón y como
vocales monseñor Arturo Szymanski, arzobispo de San Luis Potosí, y monseñor
Mario de Gasperín, obispo de Querétaro.
Durante esta reunión, los obispos
pronosticaron el inicio de una transformación del sistema político –encaminada
a una transición a la democracia- y prefiguraron la participación de la Iglesia
en dicho proceso. En suma, para 1988, el modus
vivendi era un modelo de relación anquilosado, y la asignatura pendiente de
la Iglesia en los años por venir era precisamente configurar un nuevo modo de
interrelación con el Estado.
NOTAS
Ampudia, Ricardo, La Iglesia de Roma. Estructura y presencia
en México, Mexico, FCE, 2000, pp.213-268.
1.
Legítimamente devuelto al estado
seglar. Jerónimo de Aguilar naufragó con otros 18 hombres, de los cuales sólo
sobrevivió junto con él Gonzalo Guerrero, quien es considerado el padre del
mestizaje mexicano. 2.
Relación de la Aparición, de Antonio Valeriano,
profesor de Santiago Tlatelolco. 3.
Azcona, O.F.M., Tarsicio de, Isabel la Católica. Estudio crítico de su
obra y reinado, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1964. 4.
Icazbalceta, Joaquín de, Bibliografía mexicana del siglo XVI, México, FCE, 1954. 5.
Juan de Grijalba, Crónica de la Orden de N.P. San Agustín en
las Provincias de Nueva España en cuatro edades desde el año de 1533 hasta
1592, México, 1624, reimpresa por Nicolás León y Federico Gómez de Orozco
en 1924-1930. 6.
**
La visita ad limina apostolorum es la visita que
todos los obispos diocesanos deben realizar a "los hogares de San Pedro
y San Pablo" en Roma. El objetivo de la visita no es tan solo visitar la
tumba de los apóstoles, sino también el de informar
al Papa, cada cierto tiempo, del estado de las diócesis que gobiernan. *.- Modalidad
especial del derecho de patronato. El patronato fue utilizado por los señores
temporales como una forma de control, en su propio beneficio, de la dirección
jerárquica de la Iglesia. Cuando tal derecho, sin perder su condición
señorial, fue asumido también por los monarcas, recibió el nombre de patronato
regio. El
núcleo central del derecho de patronato fue la designación de los cargos
eclesiásticos por parte del poder secular. El problema central en el caso de
reyes y príncipes fueron las designaciones episcopales. Al cabo de siglos, el
patronato regio se configuró fundamentalmente como un derecho de presentación
de las personas que habían de cubrir los cargos eclesiásticos. https://dpej.rae.es/lema/patronato-regio 7.
En 1831,
Gregorio XVI emitió la encíclica Sollicitudo
Ecclesarium, donde justificó su derecho a tratar los intereses de la
Iglesia con gobiernos de facto. 8.
Santa
Anna se retiró a su hacienda en
Veracruz, dejando en el poder a José María Luís Mora y a
Valentín Gómez Farías, quienes realizaron profundas reformas
eclesiásticas, educativas y militares. Los periodos presidenciales de Antonio
López de Santa Anna fueron once: 16 de mayo
al 12 de junio de 1833; 18 de junio al 5 de julio de 1833; 27 de octubre al 15 de diciembre de 1833; 24 de abril de 1834
al 27 de enero de 1835; 20 de marzo al 10 de junio de 1839; 10 de octubre de
1841 al 26 de octubre de 1842; 4 de marzo al 4 de octubre de 1843; 4 de junio
al 12 de septiembre de 1844; 21 de marzo al 2 de mayo, y del 20 de mayo al 16
de septiembre de 1847; 2º de mayo de 1853 al 9 de agosto de 1855. 9.
El
Partido Católico Nacional fue fundado el 17 de agosto de 1911, bajo el lema Dios, Patria y Libertad. Su
objetivo fue agrupar a los católicos para ejercer sus derechos ciudadanos. En
1912, los diputados del PCN participaron en la Legislatura, expresándose como
un partido conservador que buscaba la restauración porfirista. En 1920
postularon a Alfredo Robles Domínguez como
candidato a la presidencia. 10.
Incluso
una minoría intentó ilegalizar las confesiones auriculares y exigir a los
ministros de culto que contrajeran matrimonio, si eran menores de 55 años.
Véase Diario de Debates del Congreso Constituyente. 1916-1917, México,
Ediciones de la Comisión Nacional para la celebración del sesquicentenario de
la proclamación de la Independencia Nacional y del cincuentenario de la
Revolución Mexicana, 1960, vol. II. 11.
Este fue
el número original. La discusión de los artículos 24 y 129 se desarrolló
entre la noche del 27 de enero de 1917 y la madrugada del día siguiente.
Entre los más connotados legisladores que participaron en el debate están los
diputados Palavicini, Ancona Albertos, Recio, Álvarez Espeleta, Mújica,
Lizardi. El presidente de la sesión fue el diputado Luis Manuel Rojas. Véase Diario de Debates
del Cogreso Constituyente, op. cit. ***.- Toro, Alfonso,
La Iglesia y el Estado en México: estudio sobre los conflictos
entre el clero católico y los
gobiernos mexicanos desde la Independencia hasta nuestros días, ed.
Facs., Ed. El Caballito, 1975. 12.
La LNDLR
agrupó a los Caballeros de Colón, la Asociación de la Juventud Mexicana
(ACJM), la Congregación Mariana, la Confederación Nacional católica del
Trabajo, etc. 13.
El texto
de la carta pastoral del Episcopado se encuentra publicada en el apéndice 4
de Toro, 1975. 14.
Véase Alfonso Toro, op- cit., p. 387,
acerca de las declaraciones del papa Pío XI en torno a la cuestión religiosa
en México. Posteriormente, la Santa Sede informó al
cuerpo diplomático acreditado en el Vaticano y a los nuncios sobre las
actividades antirreligiosas del general Calles. 15.
Conocido
como “El grito de Guadalajara”. El 20 de julio de 1934, Calles pronunció un
discurso, en el que expresó: “Pero la Revolución no ha terminado. Los eternos
enemigos la acechan y tratan de hacer nugatorios sus triunfos. Es necesario que entremos al nuevo periodo de la
Revolución, que yo le llamaría el periodo revolucionario psicológico; debemos
entrar y apoderarnos de las conciencias de la niñez, de las conciencias de la
juventud, porque son y deben pertenecer a la Revolución. No podemos entregar
el porvenir de la Patria y el porvenir de la Revolución a las manos enemigas.
Con toda maña los reaccionarios dicen, y los clericales dicen que el niño
pertenece al hogar y el joven a la familia; esta es una doctrina egoísta
porque el niño y el joven pertenecen a la comunidad, pertenecen a la
colectividad y es la Revolución la que tiene el deber imprescindible de
apoderarse de las conciencias, […] de desterrar los prejuicios y
de formar la nueva alma nacional […]”. ** - Blancarte, Roberto, Historia de la Iglesia Católica en México,
México, FCE, , 1992. 16.
Lajous,
Alejandra, Las razones y las obras. Gobierno de Miguel de la Madrid.
Crónica del sexenio 1982-1988, México, FCE, 1985. 17.
Rico
Núñez, Hernán, y Mónica Uribe Moreno, “Análisis de la relación Iglesia
católica-Estado mexicano durante el periodo presidencial de Carlos Salinas de
Gortari”, tesis de licenciatura, México, Universidad Iberoamericana, 1994. 18.
Poco
antes, entre los últimos días de septiembre y los primeros de octubre, tuvo
lugar la visita as limina,
como lo establecen los cánones 399 y 400 del Derecho Canónico. Véase Antonio
Belloch Poveda et al., Código de Derecho Canónico. Edición Bilingüe.
Fuentes y comentarios de todos los cánones, Valencia, EDICEP, 1993, p.
208.
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