Conquista y Aculturación
en la California Jesuítica
1697-1768
https://www.facebook.com/HotelLoretoBay/photos/a.207166276121635/808936852611238/?type=3
TIERRA DE MISIONES
Misiones y misioneros
La organización dada por los padres de la
Compañía de Jesús a la provincia de California tuvo por base la misión. Ésta
representó, a lo largo del periodo jesuítico, una institución hegemónica y
ordenadora que dio sentido a todas las demás instituciones que en ese entonces
fueron introducidas y desarrolladas por los jesuitas en el ámbito peninsular.
Puede decirse que la misión adquirió ese carácter de institución dominante
precisamente por su eficacia: en ella se apoyó la entrada y gracias a ella se
aseguró la permanencia. Pero fue así también que, aparte de haber favorecido la
penetración y el establecimiento de núcleos coloniales en la península, en la
medida que alcanzó estos objetivos el sistema de misiones cobró una relativa
estabilidad y, con ello, una nueva dinámica de autoafianzamiento. Mientras los
jesuitas permanecieron en California lograron hacer que la idea misional, es
decir, la de que había de convertir a los indios al cristianismo y mantenerlos
luego como cristianos practicantes, se convirtiera en el principio rector de
las más decisivas instancias de organización de la provincia, ya en el nivel
local dominado por cada una de las unidades misonales, ya en el de todo el
espacio peninsular sobre el que se fue extendiendo el sistema de misiones.
Para
definir la institución misional es necesario no desatender a los fines
explícitos de la misma, los relativos a la evangelización de los indios, aunque
desde luego esto no baste para caracterizar a esas complejas realidades
socioeconómicas que fueron las misiones.
El objetivo religioso, a más de ser un imprescindible elemento de
legitimación del sistema misional, fue un principio básico para la acción de
los misioneros, la que, a su vez, incidió en los procesos de estructuración
social y de desarrollo económico de las misiones. Una interpretación puramente
teleológica en nada contribuiría a explicar la realidad histórica que se vio
encauzada por la institución; pero tampoco puede excluirse enteramente del
análisis la cuestión de los fines a cuyo logro se esperaba, que sirvieran
mayormente las misiones, por más que éstas hayan cumplido de hecho una función
múltiple y que, en consecuencia no puedan ser consideradas tan sólo como
centros de difusión religiosa.
No
hay duda de que el término misión alude,
en principio, a un cometido concreto: el que cumple un ministro religioso de
procurar la evangelización de grupos humanos originalmente ajenos a
cristianismo. Pero también es claro que, al aplicarse a los pueblos llamados de
misión, el término sufre una transformación semántica y refiere ya no sólo la
función sino también el ámbito en que la función se cumple y la organización
social que permite su cumplimiento. El pueblo que se forma para propiciar la
evangelización y como resultado del
avance de ella constituye así una misión, con lo que ésta adquiere una
dimensión social y aun se materializa en un espacio físico. De allí que el
lenguaje común el referente pueda ser, además del hecho mismo de la prédica
religiosa, un lugar concreto –la cabecera misional- con sus instalaciones
materiales, o un sector específico de población –el que forman básicamente el
ministro religioso y los indios catecúmenos o ya cristianos que se hallan a su
cuidado en la cabecera y, en general, en los territorios aledaños a la misma.
Más
que un desplazamiento del significado, estos diferentes usos del término
implican la necesaria unidad de los varios elementos que definen históricamente
a la institución: a) la función
esencialmente evangelizadora, b) la
comunidad que participa activa y pasivamente en el proceso de evangelización, c) la organización social que se adopta
para que este proceso se desarrolle con el más alto grado posible de eficacia,
y d) el espacio geográfico que es
sede de la comunidad misional, así como todos los elementos de carácter
material que posee dicha comunidad y que le permiten a ésta formar, afianzar y
conservar sus estructura socioeconómica. Como institución, la misión es,
además, una entidad moral a la que dan sustento jurídico, en sus respectivas
esferas, tanto el Estado como la iglesia católica, de modo que su existencia y
funcionamiento se hallan condicionados decisivamente por factores de carácter
más general que los que se generan en el interior de cada una de las unidades
misionales. Si en lo interno, el fin de la evangelización representa un
principio que tiende a asegurar la congruencia funcional de la institución y de
sus bases organizativas y materiales, en lo externo es la asunción de ese fin
como vigente lo que, en última
instancia, lleva al Estado y a la iglesia a favorecer la conservación de una
comunidad bajo el estatus de pueblo de misión. (1)
Respecto
a la organización misional de la
Antigua California dice Peter Masten Dunne que, en algunos aspectos, fue resultado
de los métodos de organización utilizados por los jesuitas en todos sus
establecimientos misionales, donde quieran que estuviesen; pero que tuvo a la
vez un carácter único debido a la autoridad que ejercieron los misioneros sobre
los soldados y la gente de mar. (2) Esa peculiaridad distintiva que señala el historiador
jesuita es desde luego obvia y su significación se advierte sobre todo al
considerar las misiones californianas en su conjunto y examinar su
funcionamiento como sistema., El dominio
de la institución en la provincia es el del sistema misional, que no sólo
integra a los que pudiéramos llamar microsistemas misionales locales, o sea los
formados por las cabeceras de misión y sus respectivos pueblos de visita y
áreas jurisdiccionales, sino que tiende a englobar a toda la sociedad colonial
que se forma en la región. Tan sólo hacia el medio siglo de vida misional,
algunos sectores de población, los constituidos por los colonos que se
aplicaron a los trabajos mineros, consiguieron desarrollarse fuera del marco
institucional de la misión, aunque para hacerlo debió entrar en pugna con los
religiosos y someterse a la estrechez que les impuso el sistema socioeconómico
de las misiones.
Si
bien los establecimientos misionales de California fueron relativamente pocos,
su influencia se dejó sentir con continuidad espacial y temporal en todo el
ámbito geográfico de la provincia, desde el cabo de San Lucas hasta, en su
momento, aproximadamente el paralelo 30 latitud norte. Por lo limitado de los
recursos de apoyo, que, aunque bastantes para, mantener la ocupación, nunca se
tuvieron en medida sobrada, y por la escasez de aguas y tierras propias para el
cultivo agrícola, difícilmente hubieran podido los jesuitas formar, en los
territorios ocupados, un mayor número de cabeceras misionales. Algunas de las
misiones estuvieron realmente apartadas unas de otras, como las de Santa María,
san Francisco de Borja y Santa Gertrudis, entre las que mediaba respectivamente
una distancia de 138, 102 y 89 km. (3) San Luis Gonzaga y Nuestra Señora de los Dolores estaban
separadas entre sí por sólo 28 km, pero ambas, por el norte y por el sur,
distaban más de cien km de las misiones más cercanas. En unas partes el
desierto, en otras los peñascales abruptos y en todas los desolados caminos, en
los que no siempre se hallaban aguajes, hacían que estas distancias adquirieran
una significación extrema en lo que se refiere al aislamiento de los centros
misionales, sin embargo de lo cual la unidad del conjunto de las misiones nunca
llegó a disolverse porque, venciendo el alejamiento físico, los padres
mantuvieron continuamente la comunicación intermisional y aseguraron así la posibilidad
de prestarse una ayuda mutua que no pocas veces resultó decisiva para la
subsistencia de algunos establecimientos. Tampoco las distancias afectaron
mayormente la uniformidad en el método de gobierno misional ni la conciencia
que hubo entre los misioneros de estar participando en una empresa colectiva,
con objetivos comunes y que debía acometerse mediante una acción coordinada de
quienes era sus principales responsables. Administrada cada misión en forma
particular por su respectivo ministro, los recursos provenientes del exterior
se manejaron centralizadamente desde la misión de Loreto, por lo que todos los
establecimientos, por lejanos que estuvieran, debieron mantener un contacto
continuo con dicho centro administrativo, lo que a su vez obró como otro los
factores aglutinantes del sistema.
El poblado misional era una especie de
pequeño caserío levantado en derredor de la iglesia y de la morada del
misionero. Además de las edificaciones, siempre sencillas y escasas, cada
misión tenía por lo común una huerta de frutales y hortalizas, así como
terrenos de agostadero para el ganado y tierras para la siembra de maíz, trigo
y otros granos. A veces la escasez de agua obligó a emprender cultivos en
sitios alejados de la cabecera misional; en tales casos se formaban allí pueblos de visita, lugares que, pese al
nombre, no siempre contaron con una población arraigada de fijo. (4)
Excluidos
los efímeros puestos coloniales fundados por los expedicionarios que
precedieron a los ministros de San Ignacio, las misiones que estos últimos
formaron fueron los primeros centros de población que hubo en el mundo
peninsular, habitado originalmente tan sólo por los nómadas californios. Cada
fundación misional implicó así, entre otras cosas, la paulatina construcción de
todo lo que habría de dar forma material al poblado, que en la mayoría de los
casos no fue mucho, lo que no quiere decir que haya requerido poco esfuerzo
levantar aquellos pueblos donde prácticamente nada había sido una naturaleza
agreste y, en términos generales, hostil a las formas de ocupación que se
implantaron por efecto de la expansión misional. Las edificaciones de los
pueblos de misión, sobre todo las que se hacían a raíz de la fundación de cada
establecimiento, se caracterizaban por su rusticidad y sus modestas
proporciones. Loreto fue en un principio una simple trinchera en la que no hubo
más que unas tiendas de campaña protegidas por un cerco de ramas espinosas, (5) si bien, ya para el año de 1700, contaba la
misión con varias casas de adobe “y otras de estacadas y tierra, todas en orden
y bien techadas”. (6) Santa
Gertrudis tenía, a los tres años de fundada, una iglesia de veinticinco varas
de largo, con paredes de carrizo y lodo, material del que también estaban
hechos otros tres aposentitos que había, cuyas puertas estaban cubiertas de
cuero, (7) es de suponerse que por falta de madera.
Con
el tiempo, al crecer y mejorar sus construcciones. Algunos pueblos misionales
pudieron tener una imagen de mayor formalidad, dentro de su condición siempre
rústica, como lo sugieren una pintura de la misión de Santiago y otra de la de
San José del Cabo que aún se conservan. (8)
La
misión fue fundada originalmente en el lugar que hoy se conoce como “Ensenada
de Las Palmas” en el Golfo de California por el Padre Ignacio María Nápoli en
1721. Posteriormente fue trasladada dos veces y finalmente ubicada en el sitio
del actual pueblo de Santiago en el sur del estado.
https://culturabcs.gob.mx/recinto/80
Esta
misión fue creada el 8 de abril de 1730 por el jesuita Nicolás Tamaral y el
padre visitador José Echeverría, originalmente la misión se desarrolló cerca de
la playa, junto al estero del origen, cambiándose mucho después por considerar
el sitio como insalubre. La misión fue dotada por el gran benefactor
de las misiones californianas, el Marqués de Villapuente. A cargo de la nueva
fundación quedó el padre Tamaral, quien la inició con éxito ya que durante su
primer año bautizó a 1034 pericúes.
https://culturabcs.gob.mx/recinto/103
Fundada
el 25 de octubre de 1697 por el Padre Jesuita Juan María de Salvatierra, fue
cabecera y madre de todas las misiones de las Californias, ya que de la Misión
de Loreto salieron los grupos que fundaron lo que hoy conocemos como
Arquitectura Misional de Baja California Sur. .
https://culturabcs.gob.mx/recinto/64
Loreto,
la misión-capital, la de mayor población de todas las californianas, que nunca
fue más que un pequeño aunque bien arreglado y quizás atractivo villorrio, fue
descrita en el año de 1729 por el padre José de Echeverría como un lugar
verdaderamente agradable, tanto por su aspecto físico como por el orden de vida
de sus habitantes; decía tal religioso, llevado por evidente entusiasmo, que
las misiones y pueblos de Sinaloa parecerían meros arrabales junto a la capital
californiana. (9) Hay
que admitir que el juicio de Echeverría era, por lo menos en parte, producto de
una aptitud complaciente ante la obra misional que se realizaba en la
península, pues tenemos por otro lado la opinión de quien pecaba del mal
opuesto, el inconmovible padre Baegert, el que afirma, en síntesis, que Loreto
se parecía “tan poco a una ciudad, a un fortín o una fortaleza, como una
ballena a un búho”. (10)
La descripción que el mismo Baegert hace de las construcciones que había en
Loreto hacia el final de la época jesuítica, aunque en sí misma pesimista y tal
vez sólo parcialmente objetiva, revela la modesta condición que, en lo
material, tuvo el poblado que obró como centro administrativo del sistema de
las misiones peninsulares. Consistía la habitación del misionero, dice Baegert,
“en un pequeño cuadrilátero de un solo piso, ligeramente revocado con cal, con
techo totalmente plano”. Junto a la iglesia, construida en parte de “cantera y
mezcla”, había “seis cuartitos de tres brazas por cada lado, cada uno con un
agujero para la luz”, en los que se hallaban al parecer la sacristía, la cocina
y la tienda. Separado de este núcleo, “a la distancia de un tiro de carabina”,
había “un techado de zacate” que desempeñaba “el papel de cuarto de guardia y,
al mismo tiempo, de cuartel de los soldados solteros”. Lo que se tenía por
arsenal y astillero se reducía, según la versión de Baegert, a unas simples
enramadas. Hacia la parte poniente del pueblo veíanse “dos hileras de chocitas
de lodo”, que ocupaban los indios de la misión, mientras que por el oriente,
sobre la arena de la playa, había diseminadas “de dos a tres y media docenas de
barracas o casas de cuartilla, hechas de
tierra”, cada una de ellas de no más de una pieza, que servían de alojamiento a
las personas y familiares de los soldados casados, los marineros y los
oficiales mecánicos. (11)
Las edificaciones principales de cada
pueblo, las que primeramente se procuraba hacer y mejorar dado que constituían
una indispensable base material para el cumplimiento de la función religiosa,
eran el templo o capilla y la casa del misionero. Los ministros solían
conformarse con que esta última fuera mínimamente habitable, aunque careciera
de mayores comodidades. Con todo, aun el proceso de mejoramiento de estas
construcciones tuvo que ser necesariamente lento y no hay duda de que en todos
los casos debieron de pasar varias décadas antes de que algunas de las
construcciones originales de adobe y paja fueran sustituidas por otras de
materiales más duraderos. En 1755 tan sólo Loreto contaba con una iglesia
terminada con cal y piedra; tenía el edificio 54 varas de largo, 7 de ancho y
10 de alto, y parece que el techo era plano, asentado sobre vigas de cedro.
También era de cal y piedra, aunque aún no estaban terminadas, la iglesia de
San Francisco Javier, que habría de ser de bóveda y cuyos muros estaban por
llegar a las cornisas, y la de San José de Comondú, diseñada para que tuviera
tres naves. Cada habitación de cal y piedra había en San Luís Gonzaga y se
estaba haciendo en Todos Santos; en ambos lugares se tenían ya puestos los
cimientos para construir sendas iglesias del mismo material. Todos los demás
templos misionales y casas de los ministros tenían paredes de adobe o de
carrizo y lodo, con techos de tijera cubiertos de paja. De alguna de estas
sencillas iglesias –la de Santa Rosalía de Mulegé- se dice que era “pequeña,
pero bonita”; de otras, que eran capaces y fuertes, y de otras más, que no eran
más que especies de salitas habilitadas como capillas.
(12)
Los
testimonios escritos mueven a pensar que, en materia de alhajas y ornamentos
religiosos, había una cierta magnificencia en los templos misionales. Entre los
objetos de uso litúrgico que podían hallarse en dichos templos, aparte de las
vestiduras se mencionan, lámparas, ciriales, cruces, copones, cálices,
custodias, atriles, blandoncillos, incensarios, crismeras, hostiarios,
vinajeras, navetas, palios, guiones, pilas y conchas bautismales, platillos,
campanillas, etc., algunos de ellos de plata y raramente alguno de oro. A
ningún templo le faltaba por lo menos lo preciso para la celebración de los
oficios y de varios se dice que sus ornamentos eran, además de buenos,
abundantes. (13)
Deducir de tales datos que había en todo esto un lujo inusitado, excesivo y,
considerada la pobreza general de los indios de que luego hablaremos, grosero,
es incurrir en una apreciación que tiende a presentar como particular un
fenómeno que fue más bien general en la época. (14) Es probable que, por juzgarlo desde
todo punto de vista necesario, los misioneros no hayan llegado a tener por
dispendioso el gasto que se hacía en el instrumental litúrgico, y también lo es
que en la paupérrima California los términos rico y abundante, al fin
enunciados relativos, tuvieran en la expresión de los religiosos un significado
no necesariamente igual al que sugeriría su aplicación en otros contextos
socioeconómicos menos precarios que el de las misiones californianas. Más bien contraía a toda idea de riqueza o de simple afán de
boato y esplendor es la descripción que hace Baegert del mobiliario y enseres
de que comúnmente disponían los religiosos para su servicio personal:
Un sartén de cobre y otro
trasto también de cobre para preparar el chocolate (los dos estañados por
primera y única vez cuando se compraron en México); dos o tres ollas y
cacerolas, hechas de barro y sirle, mal cocidas al aire libre sobre carbón de
leña y sin vidriar; un pequeño asador que frecuentemente no tenía nada que
hacer durante medio año; unas vejigas de vacas llenas de manteca, un crucifijo,
unos cuadros de papel en las paredes, una biblioteca, dos o tres sillones sin
tapizar, una cama dura sin cortinas o un cuero de res en el suelo… (15)
Independientemente
de su tamaño o de la calidad de sus instalaciones materiales era los pueblos de
misión no sólo ámbitos donde se estrechaba el contacto hispano-indígena sino
focos de irradiación del influjo misionero. De cada establecimiento misional
dependía un número variable de rancherías,
según las hubiera en los distritos dominados por las cabeceras. Los misioneros
salían de los lugares de su residencia para recorrer sus respectivas comarcas y
visitar a todas las comunidades a su cargo, a las que inducían a acercarse a la
misión y, conseguido esto, a arraigarse temporal o definitivamente a
ella o en los parajes proporcionados que se hallaran en sus proximidades. Se
procuró que las misiones vecinas tuvieran debidamente señalados sus linderos de
sus respectivas jurisdicciones, a efecto de acostumbrar a los indios a
reconocer de fijo una cabecera misional y poder en esta forma controlarlos
mejor. Aun cuando en las nuevas misiones hubiera un solo misionero –solamente
en forma transitoria los religiosos actuaron en pareja-, el contacto con las
distintas rancherías se iba dando en forma más o menos aceleradas, no obstante
la vastedad territorial que tuvieron todos los distritos misionales y el alto
grado de dispersión de las bandas aborígenes. Menos de diez años fueron
suficientes para que todas las rancherías dispersas en una extensión estimada,
tal vez con cierta exageración, en “ciento doce lenguas en cuadro”, entraran en
contacto estable con el misionero de San Ignacio y y empezaran a gravitar en
torno de la misión, pese a que con ello se vieron alterados de algún modo sus
patrones tradicionales de vida. Esto fue lo que, en 1737, informó al respecto
el padre Juan Bautista Luyando, fundador de San Ignacio.
Todas las rancherías
[dispersas en el amplio distrito de la misión] están sujetas y a obediencia del
padre… y sólo con licencia del padre pueden ir a sus distantes tierras, pero
dejando siempre a los viejos, niños y mujeres en cinta[s] y enfermizos en el
pueblo perteneciente a ellos cercano a la misión, para cuyas cabeceras se les señalaron
los parajes más cercanos y mejores de la misión, en que tienen su iglesita y
algún ganado menor y gallinas, para que le tengan afecto y les sirva de pie o
pueblo. (16)
Varios
datos de interés se contienen en el párrafo transcrito. Uno es el que se
refiere a la modificación temprana de los territorios de recorrido de los
grupos indígenas y a la vinculación de éstos con parajes que no era los que
tradicionalmente utilizaban para acampar. Otros son los que patentizan la
extensión, en tales parajes, de los elementos propios de la misión: el recinto
religioso y el nuevo. La transformación cultural de los nativos empezó a darse
desde el principio, según de aquí se desprende, bajo el signo de la dependencia
indígena respecto de la misión.
En las cabeceras misionales podían distinguirse casi siempre dos tipos de
habitantes: un reducido número de pobladores fijos, que eran el sacerdote, un
soldado o poco más y algunos indios lugareños entre los que se contaban los
trabajadores domésticos y el grupo de niños que se mantenía bajo el cuidado
directo del misionero; y una población flotante formada por los indígenas que
visitaban temporalmente la misión, que eran los más y que tras de pasar unos
días en el pueblo se volvían a sus territorios de procedencia. Unos y otros,
esto es, los que siempre residían en la misión y los que normalmente habitaban
en sitios fuera de ella, estaban bajo la responsabilidad del religioso, que
para atenderlos y vigilarlos debía residir en la cabecera sin dejar de recorrer
constantemente toda el área de su jurisdicción. En la California jesuítica no
se logró la sedentarización plena de la población aborigen, salvo en casos
individuales o, en momentos ya tardíos, en los de grupos muy disminuidos.
Ya se habrá advertido que los trabajos
de los misioneros tenían que ser múltiples, pesados, y que exigían, aparte de
una adecuada resistencia física, una sólida condición moral que les permitiera
soportar sin desmayo las fatigas, el aislamiento y las innumerables
carencias que habían de experimentar aun
cuando ya estuvieran encarriladas sus misiones. Plena convicción en la bondad
de su obra debieron tener, a no dudarlo, quienes abandonaron muchas veces el
confortable recinto de sus colegios o el sitial de una cátedra para confinarse
en aquellos desolados parajes y entrar en relación con grupos indígenas de
cultura relativamente simple, a los que había que tratar y enseñar con una
paciencia y una constancia a toda prueba. A quien se acerca a los testimonios
que se refieren a las condiciones de vida de los misioneros que actuaron en
California no le faltan ciertamente motivos para admitir que la mayoría de esos
hombres participó en la obra misional con una entrega y un desprendimiento poco
comunes. Juan María de Salvatierra, Francisco María Píccolo,Juan de Ugarte y
Jaime Bravo, para no mencionar sino a algunos de los más activos religiosos, no
escatimaron esfuerzo ni sacrificio para llevar adelante la empresa californiana
en la que consumieron todos ellos lo mejor de sus vidas. Difícilmente se podría
sospechar otra ambición que la de responder a una vocación misionera en caso
como el del padre Julián de Mayorga, que, habiendo sido criado en la corte,
vivió durante veintiocho años casi como un ermitaño en la misión de San José de
Comondú, donde tuvo por habitación, según asegura un cronista, “un aposentito
de piedra y lodo, cubierto de paja, y eso tan lleno de trastes para los indios
que, si venía un huésped, o éste o el venerable padre había de dormir en el
campo, pues no cabía otra cama ni había otro aposento ni cosa que lo
pareciese”. (17) Del
mismo modo Juan Jacobo Baegert, cuya obra parece exhibir, por el tono en que
está escrita, una actitud de desdén hacia los indios californios, no ha de
ignorarse que pasó diecisiete seguramente largos años de su vida entre esos
mismos indios, en una de las misiones más pobres de la península, ubicada en un
territorio de aspecto casi empavorecido, tan desprovisto de agua y vegetación
como abundante de polvo y pedregales.
Los individuos que se incorporaban al
trabajo misional se daban cuenta por experiencia propia de las dificultades que
debían ser afrontadas por cada uno de los ministros para cumplir cabalmente con
su cometido. Salvatierra demandó de sus superiores que sólo se nombraran para
las misiones californianas “hombres de
probada virtud y que hubiesen buena salud y fuerzas corporales”. (18)
Por su parte, el padre
Nicolás Tamaral, en ocasión de necesitarse un operario para la misión de
Nuestra Señora del Pilar de la Paz, hacia ver las cualidades que se requerían
en el religioso que se destinara para cubrir la vacante: “salud, paciencia, celo de las almas y que sepa lo que hace y puede
hacer en los muchos dificultosos casos que en esos retiros se ofrecen”;
pedía, por tanto que el sujeto no fuera de los que sobraban en otras partes de
la Nueva España, que también sobrarían en California, sino de los que
precisamente se requerían para actuar en un medio extremadamente adverso como
el de la provincia peninsular. (19)
Ya
desde que se iniciaba la construcción de los primeros edificios misionales el
sacerdote debía disponerse a practicar las más variadas tareas y ser, como dice
Venegas refiriéndose al padre Juan de Ugarte, “no sólo… maestro y sobrestante de la obra, sino carpintero, albañil y
peón de todos oficios, que de todos debía llevar el trabajo principal”. (20)
Y no podía ser de otra
forma cuando que tales faenas la emprendía muchas veces el misionero sin contar
con ningún auxilio y toda vez que para enseñar a los indios tenía primero que
ponerles el ejemplo.
Al paso que se multiplicaban las
actividades de la misión aumentaban las ocupaciones del misionero, quien debía
desempeñar todas aquellas labores para las cuales no estaban capacitados sus
neófitos en un principio, así que ya se veía a los sacerdotes dedicados a
labrar el campo, a fabricar adobes, o empleados en la cocina, la carpintería o
la talabartería. Cada ministro cumplía además, por fuerza, los cargos de
“médico, cirujano, maestro de escuela y de orquesta, mayordomo, tutor,
enfermero” y cuantos más fuera necesario. (21) De Juan de Ugarte se dice que no
hubo y en otra ocasión oficio mecánico
que, de ser preciso, dejara de ejercer hasta que lo aprendían los indios;
aparte de aplicarse a todas las tareas propias de la construcción o de la agricultura, fue también arriero, pastor,
vaquero, tejedor y zapatero. En un tiempo este padre se dedicó a fundir
campanas y “le salieron muy buenas”, y en otra ocasión se propuso hacer ollas y
otras obras de alfarería y también “salió con ello”. (22)
Uno de los misioneros
refiere que el padre Nicolás Tamaral, quien “llegó no sólo a aprender más a ser
labrador, médico, músico, alarife, relojero, organista, carpintero, sastre,
gañán, arriero albéitar y albañil. (23), en algún momento de necesidad hizo
las veces de un animal de tiro, pues se le vio ayuntando con un buey y jalando
un arado que manejaba uno de sus indios. (24)
Pero
no quedaba en esto las múltiples funciones de los religiosos. Todos ellos
hubieron de hacer cargo también de los asuntos administrativos de sus establecimientos,
de los servicios religiosos, de las tareas de organización y gobierno. El
misionero cumplía, además, con la obligación de vestir y dar de comer –a veces
confeccionando él mismo la ropa y cocinando personalmente los alimentos- a
todos los neófitos que estaban a su cuidado. (25) El padre Taraval señala que cada
ministro debía ser muchas veces, respecto de sus catecúmenos, “padre, madre,
hermano, hijo, criado”, a más de “confesor, sepulturero y cura”. (26)
Baegert puntualiza a
este respecto:
Así que en todo, el
misionero era el único sostén para los chicos y grandes, enfermos y sanos y él
sólo cargaba con la responsabilidad de todo lo que había que hacer y que
arreglar. A él se le pedía comida y medicamentos, ropa y zapatos, tabaco y rapé
y herramientas, si alguien quería hacerse algo para sí mismo. Él tenía que
componer las desavenencias, hacerse cargo de los pequeños que habían perdido
[a] sus padres, cuidar a los enfermos y nombrar
a los que debían velar a los moribundos. (27)
Tan
amplia y decisiva intervención del religioso en la vida de la comunidad lo
convertía en el centro motor del establecimiento a su cargo, de suerte que el
carácter y la laboriosidad de cada ministro se reflejaban en el funcionamiento
total de su misión. Si muchos misioneros fueron en efecto hombres saludables y
de cierta fortaleza física, como los querría Salvatierra, tales condiciones no
habrían de ser en todos los casos permanentes, ya porque los religiosos
llegaran a enfermar o porque sus fuerzas declinaran con el envejecimiento.
Julián de Mayorga declaraba en 1720 que no había podido atender adecuadamente a
sus indios por haber él padecido durante el último año y medio “unos dolores en
todo el cuerpo, particularmente en los hipocondrios, pechos y corazón, bien vivos
y molestos”, que lo habían puesto varias veces “a las puertas de la eternidad”
y sumido finalmente en una “melancolía profundísima”. (28)
En abril de 1731, de
un total de diez u once misioneros, cuatro apenas podían cumplir con sus
obligaciones más apremiantes debido a problemas de salud: Jaime Bravo llevaba
varios meses padeciendo “una calentura etílica confirmada y continua” y más de
veinte años “un mal antiguo de estómago”, padecimientos que le habían
debilitado las fuerzas al punto de no tenerlas más que “para poder decir la
santa misa y confesar… con no poco trabajo; por su avanzada edad de más de
sesenta años, Julián de Mayorga se hallaba “con la salud muy fatigada”; enfermo
también, Everardo Helen tenía por entonces seis meses sin poder salir de sus
habitaciones “más que a la iglesia a decir misa”, y Clemente Guillén,
accidentado gravemente en su misión de Los Dolores, había tenido que salir en
una canoa rumbo a Loreto “con poca esperanza de llegar… con vida”. (29)
Con frecuencia la
muerte de un misionero obligó a algunos de los que sobrevivían a hacerse cargo
de administrar temporalmente dos misiones a la vez, (30), aun cuando esto implicaría un
continuo y fatigoso desplazamiento de una a otra misión.
Como Nuestra Señora de Loreto era el
principal puerto de entrada y el lugar
en que se recibían el situado de la tropa y las memorias de los religiosos, su
encargado tenía sobre sí la responsabilidad de recibir las mercancías,
despachar los barcos, administrar el almacén general, pagar a los soldados y
distribuir todos los géneros que solicitaban los demás misioneros. Esta
complicada labor no podía ser desahogada por un hombre solo, de allí que fuera
práctica corriente dejar en este sitio a dos sacerdotes o, bien, utilizar los
servicios de un hermano coadjutor para que entendiera de los negocios
administrativos. Este último empleo fue desempeñado en un principio por el
hermano Jaime Bravo, que posteriormente recibió las órdenes sacerdotales, y más
tarde por el hermano Juan bautista Mugazábal, el que, habiendo sido alférez del
presidio, decidió incorporarse a la Compañía de Jesús, para lo cual obtuvo la
licencia especial de hacer su noviciado en la península bajo la tutoría del
padre Juan de Ugarte. (31)
En
la obra misional jesuítica de California participaron más de cincuenta
religiosos, (32) de
los que aproximadamente unos doce murieron en tierras californianas, dos de
ellos, los padres Lorenzo Carranco y Nicolás Tamaral, a manos de sus propios
neófitos. Catorce de los operarios enviados por la Compañía de Jesús fueron
españoles peninsulares. Asistió un número más o menos igual de misioneros
nacidos en Nueva España y dos, los hermanos Juan y Pedro de Ugarte, originarios
de Honduras. El resto era procedencia extranjera: un croata, un escocés, dos de
Bohemia, un alsaciano, tres austriacos, ocho nacidos en los reinos de la
península itálica y otros tantos oriundos de los reinos alemanes. Los hubo de
muy diversas cualidades: buenos administradores como Jaime Bravo y Juan
Bautista Mugazábal; incansables exploradores como Francisco Mároa Píccolo,
Fernando Consag y Wenceslao Link; constructores como Juan de Ugarte, Jacobo
Druet y Miguel del Barco. Algunos, como Juan Jacobo Baegert, Sigismundo Taraval
y Miguel del Barco, dejaron escritos de gran importancia para la antropología y
la historia de la península, documentos que se complementan con otros muchos
informes sobre diversos tópicos producidos por varios más de los misioneros californianos,
así como con la copiosa correspondencia de todos aquellos religiosos, la que,
en conjunto, tiene un valor testimonial de primer orden.
La reducción de los
indios
Los
recursos de toda índole que se manejaron a través de la institución misional
debían servir ante todo para el cumplimiento
de la función evangelizadora. Tal instancia exigió una diversificación
funcional de las misiones, que, para asegurar la viabilidad del proceso
evangelizador, tuvieron necesariamente que utilizar aquellos mismos recursos
para contrarrestar el nomadismo de los californios vinculando a estos económica
y, por ende, socialmente con los núcleos poblacionales de carácter sedentario
que tendían a desarrollarse en cada cabecera misional. Es obvio que lograr esto, fijar así a la
móvil población indígena, aun cuando fuera imperfectamente, con el objeto de
propiciar la continuidad del contacto, implicaba en todo caso una correlativa
alteración de las tradiciones culturales de pueblos nómadas de cuya práctica
había dependido hasta entonces la sobrevivencia de los californios. Una
expectativa ideal habría sido la de que el proceso de vinculación de los
aborígenes con las poblaciones misionales fuera cada vez más intenso y culminara
al fin con la sedentarización definitiva de los antiguos nómadas y con su plena
integración a la vida económica y social de los pueblos de misión, pero lejos
estuvieron los establecimientos misionales de California de poder desarrollar
las bases materiales necesarias para llevar hasta tal punto el proceso de
reducción de los grupos nativos.
Es indudable que los misioneros
obraban convencidos de que estaban imperativamente llamados a salvar las
almas de los indios y de que su más urgente obligación era la de entrar en
contacto con el mayor número posible de grupos indígenas a fin de dar principio
desde luego a su cristianización. Toda obra de fundación imponía por ello a los
sacerdotes la necesidad de hacerse expedicionarios a más de doctrineros.
Nosotros –dice Píccolo,
refiriéndose a los tiempos iniciales de la misión californiana-, si faltar a la
enseñanza de lo que teníamos en casa, salíamos en busca de los que nos
solicitaban, y con estas salidas descubrió el padre rector Juan María todas las
rancherías de que consta la misión de Loreto Conchó y San Juan de Londó, y yo
descubrí [el paraje donde se fundó] la misión de San Francisco Javier Biaundó,
que me abrió puerta para pasar a la
contracosta [del Pacífico] y descubrir todas las rancherías que en su lugar van
expresadas. (33)
Puesto
que el apostolado a que aspiraban los
religiosos empezaba a ejercerse a partir de los contactos logrados en el
curso de estas expediciones, los misioneros se apresuraban a hacerlas y siempre
recibían con regocijo cualquier noticia sobre la buena disposición que tuvieran
las rancherías desconocidas por ellos para aceptar una visita inicial. Muy alentado
se mostraba Píccolo al ver que algunas rancherías nuevas le solicitaban a
través de mensajeros que fuera a visitarlas a los parajes que habitaban,
ofreciéndole que le presentarían niños para el bautizo y que le entregarían asimismo vestiduras de las
que usaban los curanderos, “sin saber ellos –declaraba dicho misionero- las
ansias de mi corazón, que no necesitaba de tantos impulsos para ir volando”. (34)
En
estas búsquedas, el misionero iba proveído de todo aquello que se acostumbraba
regalar a los indios para ganarle la
voluntad, y no sólo distribuía
los regalos en ocasión de los primeros encuentros, lo mismo entre la población
adulta que entre los niños, sino que ofrecía a los distintos grupos continuar
las dádivas en el lugar escogido para asiento de la misión. Luego de regalar
maíz y otras cosillas a varias mujeres y muchachos de una ranchería cercana a
La Paz y de decirles “cuántas diligencias había hecho por hallarlos y el gran
consuelo que tenía de verlos”, el padre Bravo no dejó de instar a aquellas
gentes a “que fuesen… al puerto de La Paz, donde tenía ropa que dar a todos y
otros regalos”. (35) Las
dádivas efectivamente se hacían en la misión cada vez que un grupo se acercaba
a ella, al punto de quedar establecidas como una práctica permanente. Así, al
paso del tiempo, mientras los indios usaban cada vez menos del contra regalo,
quizá por considerarlo, ya en las nuevas circunstancias, innecesario como acto
de propiciación, las misiones mantenían y reforzaban su carácter de centros de
aprovisionamiento ocasional para la población indígena comarcana, la que a la
postre hacía de su contacto con la misión un recurso más de sobrevivencia,
agregado a los tradicionales de la caza, la pesca y la recolección. No es
extraño que las rancherías que quedaban al margen de esta relación procuraban
establecerla en cuanto se enteraban de lo que significaba para los grupos que
ya acudían a las misiones.
Las tareas de difusión religiosa se
veían favorecidas con todo esto, según se esperaba, pues el interés de los
indios por participar en los repartos de comida proveía al misionero de una
constante clientela de posibles catecúmenos, bien dispuesta por los demás a
aceptar obligaciones como las de asistir a la doctrina y los oficios religiosos
a cambio de asegurar la retribución alimenticia. Podemos pensar que los indios
consideraban suficientemente atractivo el beneficio e innocua y llevadera la
obligación adquirida, a juzgar por la general tendencia que mostraban a
acercarse a las nuevas misiones y a permanecer en ellas cuanto tiempo les fuera
posible. Así ocurrió, por ejemplo, al fundarse San Francisco de Borja, donde en
menos de dos meses se incorporaron a la misión trescientos treinta y cuatro
californios, de los que ciento cuarenta y dos habían sido en ese lapso
bautizados. (36) El
resto de los indios se mantenía en doctrina y, según el padre Link, ministro
del lugar, era tanta la gente que se acercaba con ánimo de agregarse a la
comunidad que había necesidad de contenerla, pues, señalaba el padre, “si de un
golpe todos vinieran, uno al otro estorbará en la instrucción”. (37)
El indio gentil iba
por comida; el padre la daba para poder catequizar. Hablando de los años que
siguieron a la fundación de San Francisco de Borja dice Miguel del Barco: “Teniendo
con qué dar de comer a los catecúmenos, procedía prósperamente la conquista
espiritual.” (38) Y en
tal forma continuó la misión atrayendo a los indios y al misionero
catequizándolos que Link podía informar en 1767 que eran mil ochocientos trece
los neófitos ligados a la misión y no había ya en los dilatados contornos de su
jurisdicción “gentil a quien reducir”. (39)
Al
fin misionero que contaba con previas experiencias en otras reducciones, como
fueron las de la Tarahumara, desde el inicio de la empresa de fundación misional
en la península, Salvatierra balotó la importancia que, para la evangelización
de los californios, tenía el derecho que se abriera una tregua en el deambular
nómada de aquellos indios mediante el recurso de proveerlos temporalmente de un
alimento seguro:
Su primer cuidado
–escribió Venegas respecto de Salvatierra- era el maíz cocido y el atole que se
había de repartir cada día a los que asistían a la doctrina cristiana, y por su
imposición quedó esto asentado para todas las misiones. Porque, como la tierra
es tan pobre y los indios no tienen más alimentos que las raíces y frutas
silvestres que salen a buscar por los montes, para poderlos doctrinar ha sido
necesario que los padres misioneros los sustenten mientras están en
instrucción, o sea para recibir el bautismo, como sucede a los catecúmenos, o
sea después, para arraigarse bien en la vida cristiana… (40)
La
práctica de repartir alimentos en las misiones para atraer a los indios y
mantenerlos por algún tiempo como sujetos de catequización tenía la ventaja de
ser un método de reducción que se activaba, entre otros factores, por los
propios intereses que se despertaban en los catecúmenos. En la interpretación
jesuítica, esos repartos aparecen referidos como actos de beneficencia y
caridad que respondían primordialmente a un imperativo moral del cristianismo y
que, por ser intrínsecamente buenos, no podían sino dar lugar a una respuesta
indígena, igualmente positiva, de gratitud y espontáneo sometimiento al orden
misional. Servirse de un medio como ése, “que amansa y domestica a las bestias
más bravas”, apunta Venegas, fue lo que permitió al padre Salvatierra doblegar
suavemente a quienes “habían vivido en su gentilidad más como bestias
montaraces que como hombres racionales”, hasta llegar a “convertirlos de lobos
a mansos corderos”. (41)
En
la medida que hubiera bastimentos disponibles se procuraba que los catecúmenos
asistieran de modo más o menos permanente a la misión hasta que recibían el
bautizo, luego de lo cual, si era necesario para poder destinar los limitados
recursos misionales a la alimentación de otros grupos, se les instaba a
retirarse a los parajes que tradicionalmente habían utilizado para acampar o,
en su caso, a otros que no estuvieran excesivamente alejados de la misión. Los
indios no nada más se retiraban ya rudimentariamente iniciados en las prácticas
y creencias del cristianismo y con la sanción bautismal de esa iniciación; su
estancia en la cabecera durante el periodo inicial de instrucción religiosa les
daba oportunidad de adquirir un conocimiento práctico de lo que era la vida
sedentaria y les hacía participar así de una experiencia social que n múltiples
sentidos tendía a modificar sus hábitos y, con ello, sus condiciones de vida.
Se conseguía de esta manera hacer perdurar el influjo de la misión más allá del
momento de la salida de los indios y es obvio que ese influjo habría de ser más
efectivo cuando mayor fuera la permanencia de los nativos en la cabecera
misional. Siendo esto así, resulta explicable que los jesuitas se esforzaran
sistemáticamente por prolongar el tiempo de estadía en la misión, ya que no de
todo el conjunto de la población indígena, para lo que no solían contar contar
con recursos suficientes, al menos de un sector de dicha población, el de los
niños aborígenes, cuya alimentación era menos gravosa que la de los adultos y
sobre quienes se podía ejercer una influencia más decisiva y duradera. Tuvieron
por conveniente los misioneros, y así lo hicieron en cuanto les fue posible,
proveer lo necesario para el sostenimiento de cuantos niños podían recoger en
la misión, los que por lo general permanecían allí, al cuidado del ministro
religioso, de los seis a los doce años, (42) con lo que se lograba formarlos en
un ambiente diferente respecto de aquel en que vivían sus padres. Para
favorecer esta política, los jesuitas trataban con especiales deferencias a las
mujeres, que desde un principio servían de mensajeras y mediadoras, y a los
niños, cuya confianza hacia el misionero se procuraba despertar desde la más
temprana edad. Salvatierra acostumbraba agasajar a las mujeres embarazadas y
dispensarlas de todo trabajo, y no
dejaba de enviarles algún regalo cuando daban a luz. (43)
Estas medidas hicieron
posible que, al cabo del tiempo, las nuevas generaciones indígenas no vieran a
la misión como algo extraño a su propia experiencia y tradición sino como un
sitio familiar, muy ligado a su vida y sus intereses.
Cuando recién quedaba fundada una
misión y carecía aún de un sistema agrícola local, las posibilidades de alimentar
a los indios con los que l misionero empezaba a trabar relación eran sumamente
limitadas, por lo que muchas veces sólo se podía repartir una ración diaria a
cada individuo y en ocasiones ni siquiera esto era dable hacer. Al disminuir
las reservas de alimento, la vuelta inmediata a la recolección y la caza se
hacía obligada, de modo que ni los indios podían quedarse más al lado del
misionero ni éste les estorbaba su retiro a los montes. De una situación tarda
constancia el siguiente texto del padre Bravo, primer ministro encargado de
Nuestra Señora del Pilar de la Paz: “Este mismo día, después de dar de almorzar
a todos los feligreses, y viendo que mi bastimento era poco, pidieron licencia
los hombres para ir a cazar venados, y se les dio un poquito de maíz como
viático, y les dije [que] volviesen cuando gustasen; y hasta que me venga
socorro podré darles una comida al día…” (44)
El
continuo reabastecimiento de la misión le permitía al ministro, en casos como
éste, manejar de nuevo la oferta alimenticia para seguir atrayendo a los
indios, mientras por otra parte
apuraba como podía las primeras labores
agrícolas. Nunca las provisiones que se recibían de la contracosta fueron
suficientes para cubrir totalmente las necesidades de los establecimientos
misionales, tanto más cuanto que dichas necesidades fueron creciendo al
multiplicarse las fundaciones y aumentar en cada una de ellas el número de
indios reducidos. Los cultivos locales de maíz, trigo, frutas y legumbres, a
más de los pecuarios, proporcionaron, al desarrollarse, cuotas complementarias
de aprovisionamientos que, aunque sirvieron para dar mayor estabilidad a los
centros misionales, no en todos los casos alcanzaron la magnitud necesaria para
asegurar el abastecimiento de la respectiva unidad misional, nivel productivo
que era la meta económica que idealmente se perseguía y que se esperaba fuera a
la vez resultado y punto culminante del proceso de reducción. Por los límites
que el medio físico de California imponía a la expansión de la agricultura,
pocas fueron las misiones capaces de contar alguna vez con una producción
agrícola bastante para mantener a toda su feligresía. No ignoraron los jesuitas
lo que esto significó para el programa de reducción de los indios ni dejaron de
lamentar que sus afanes para incrementar la producción agrícola se vieran
frustrados finalmente por las condiciones del medio natural. En 1742, a los
cuarenta y cinco años de haberse iniciado la actividad misional en California,
el padre Bravo describía aquélla como una situación que no había podido ser
superada y que no parecía tener otras perspectivas que las de continuar como
entonces. Informaba el religioso:
Los pobres californios no
tienen aversión a nuestra santa religión católica y acuden con poca o ninguna
dificultad a donde hay algo de comida, de suerte que el padre misionero que
tuviere maíz conque sustentarlos los tendrá junto cuanto tiempo hubiera de
comer. Hasta ahora sólo la última misión del norte, del nombre de San Ignacio,
ha podido con sumo trabajo coger anualmente el maíz que necesita, y ni le sobra
ni tiene capacidad de tierra y agua más que la muy precisa para su manutención.
Otra misión ninguna hay que pueda, con sólo lo que siembra y coge, mantenerse
de maíz sin que necesite de mar en fuera; ni tampoco hay ninguna que haya
omitido diligencia a todo costo y trabajo, como que es el principal medio para
el bien de los pobres indios, los más miserables de cuantos habrá en todo el
mundo. (45)
Manifiesta
fue la preocupación de los misioneros por localizar sitios que fueran propicios
para la agricultura. Siempre que hacían recorridos de exploración, la búsqueda
de tales lugares y su registro eran objeto de sus principales cuidados. (46)
Sabiendo lo que para
su proyecto misional significaba la agricultura, el conocimiento directo del
medio físico peninsular les permitió desde un principio advertir que no les
sería posible aprovechar para los cultivos sino cortas y aisladas extensiones
de tierra, debido fundamentalmente a la falta de agua. (47)
Tierras llanas y de
buena calidad para la agricultura las había en relativa abundancia, pero pocos
eran los manantiales que podían servir para irrigarlas. Y siendo así que el régimen general de lluvias hacia prácticamente imposible la agricultura de temporal, las zonas
de cultivo no llegaban a ser extensas, aunque era más bien alto que bajo el
índice de rendimiento de lo sembrado. Aprovechar el agua de superficie al
máximo fue, por todo esto, un imperativo al que debieron responder los
misioneros con el propio esfuerzo y con el de sus neófitos. Muchas veces fue
necesario construir canales de considerable longitud para llevar el agua a los
sembradíos, como se hizo en Santa Gertrudis, (48) y otras más resultó absolutamente
imprescindible acarrear desde sitios distantes hasta varios miles de cargas de
tierra para integrar un pequeño suelo de cultivo en las inmediaciones de algún
manantial. (49) Si
exiguo e insuficiente fue el espacio agrícola formado en California de las
misiones jesuíticas, alto fue en cambio el costo en trabajo humano que
representó su integración y preservación. (50)
Esa
obra de habilitación agrícola que, en efecto, muchas veces se hacía en vano o
rendía escasos frutos fue la reducida nace material sobre la que hubo que
sustentarse en buena parte el desarrollo económico interno de las misiones.
Donde la expansión de la agricultura se detuvo, allí también se estancó la
posibilidad de crecimiento de la sociedad sedentaria. Otra fuente de recursos
básicos estuvo representada en la ganadería, que se expandió en ámbitos
territoriales mucho más amplios; pero en modo alguno esta actividad pudo
incidir en forma decisiva en el proceso de asentamiento del indio, dado que los
bajos índices de agostadero de los terrenos peninsulares obligaron a adoptar un
sistema de pastoreo libre que dio por resultado la dispersión inmediata y
ulterior alzamiento de la inmensa mayoría de los animales. La vida sedentaria
representó así, para los naturales, una alternativa estrecha que no les
permitía el abandono de su tradicional economía de apropiación ni, por tanto,
el de su existencia nómada. Los indios no podían ser asentados permanentemente
en las misiones, se declara en un informe de 1745, porque, a causa de la
increíble esterilidad de la tierra, no había modo de ocupar a un tiempo a todos
los nativos mise tenía con que mantenerlos, razón por la que a los misioneros
les resultaba “preciso dejarlos vaguear por los montes, en donde buscan, con
las frutillas silvestres, el mantenimiento que no hallan en los pueblos”. (51)
Como
la economía misional se mostrara incapaz de absorber e integrar a la población indígena
en su totalidad, los jesuitas establecieron en sus misiones peninsulares un característico
modo de funcionamiento, mediante el cual se procuró mantener a todos los
neófitos bajo el influjo reiteradamente ejercido de la misión, no obstante que todos los
indios pudieran ser simultáneamente acogidos en los poblados. En los principios
de la conquista, los padres se habían propuesto sustentar a todos los indios
“que se juntaban en los pueblos, a trueque de que no viviesen vagantes por los
montes y pudiesen instruidos en la fe”; (52) pero el hecho de que las misiones,
aun cuando hubieran conseguido desarrollar una producción agrícola local, no se
dieran abasto para mantener sino a cortos grupos de nativos, demostró con
absoluta evidencia que los pueblos formados en la península alcanzaban muy
pronto un límite crítico de crecimiento. Los religiosos advirtieron que, de no
encontrar un medio de superar esa restricción de origen económico, amplios
sectores de la población autóctona permanecerían insumisos y al margen del
proceso de evangelización. Ante este problema, no pareció a los padres que hubiera otro remedio que limitar, en cuanto a
tiempo, la permanencia de la población
nativa en las cabeceras de misión. Fue necesario proceder en esto de un modo
organizado para que, sin necesidad de retener en los pueblos al conjunto entero
de los nuevos cristianos, ´´estos tuvieran, por turnos, ocasión de participar
en la vida misional, al mismo tiempo que los padres la hallaran de seguir
impulsando la catequización y de atender a toda su feligresía. Así, pues, se
reglamentaron las visitas de los indios a las misiones de tal forma que nada
más asistieran a éstas, a la vez, grupos cortos de gente, los que, después de
pasar unos días en la correspondiente misión, debían retirarse a sus zonas
habituales de residencia para dejar lugar en el poblado a otros contingentes
semejantes. Cumplido su periodo de visita, los nuevos grupos también habrían de
irse del pueblo para que prosiguiera la operación con las restantes rancherías
de la comarca, que igualmente debían asistir a la cabecera misional por turnos
y periodos determinados. Al completarse una ronda tenía que iniciarse otra con
el mismo orden. Se lograba así que todos los grupos pasaran periódicamente
varios días en la misión. Este más todo de visitas alternadas se generalizó
rápidamente y hubo misiones en las que se aplicó desde el momento mismo en que
fueron fundadas. (53)
Tanto
el número de rancherías que hacían a un tiempo la visita como los periodos de
permanencia en el pueblo variaron según el volumen de la población indígena
existente en cada jurisdicción misional y la capacidad productiva que tenía
cada pueblo en materia agrícola. Parece que lo más común era que el total de
rancherías quedara dividido en cuatro conjuntos para que cada uno de ésos
asistiera a la misión durante una semana entera en el curso de un mes. Así lo
señala Baegret (54) y
de es decrecerse que tal haya sido el sistema que en general se procuró seguir.
Venegas dice que las rancherías se iban “remudando de dos cada semana” en las
cabeceras misionales; (55) pero la remuda no fue necesariamente de dos
rancherías en dos. La idea era que se efectuara una ronda completa durante cada
periodo lunar, o sea cada cuatro semanas, y muchas misiones tenían bajo su
dependencia más de ocho rancherías. Sabemos que en La Purísima, en tiempos de
Tamaral, iban seis rancherías a la misión “cada cuarto de luna”, (56) lo que indica habría en la
jurisdicción aproximadamente veinticuatro
rancherías. También se daba el caso de que algunos grupos que vivían en
lugares muy distantes de la correspondiente cabecera hicieran la visita en
forma más espaciada y sólo fueran a la misión “cada dos lunas una vez”. (57)
Inevitable fue que los
periodos de permanencia en el pueblo se redujeran sólo a dos o tres días en las
misiones que tenían muy pocas tierras de cultivo. (58)
Por otro lado, cuando
los recursos de una misión no estaban muy restringidos, se siguió la costumbre
de que todas las rancherías cercanas a la cabecera asistieran simultáneamente a
ésta los domingos y demás días de festividades religiosas con el objeto de que
hubiera una participación amplia de los indios en los oficios del culto cristiano.
Según puede inferirse de lo que hemos
venido explicando, la California jesuítica se caracterizó por la inestabilidad
básica de sus núcleos misionales de población, constantemente desintegrados y
recompuestos a consecuencia de la práctica del sistema de visitas alternadas.
Mínima fue la población nativa que tuvo la opción de incorporarse a los pueblos
de misión por periodos más o menos largos o bien de hacerlos en forma
definitiva. Ya se ha dicho que los niños eran usualmente recogidos en las
cabeceras por un tiempo de hasta seis
años. La estancia de ellos en la misión, aunque más prolongada que las de otros
sectores indígenas, resultaba de cualquier modo transitoria y concluía,
en cada caso, cuando el niño dejaba de serlo para convertirse en púber.
El destino de la mayoría de estos niños asentados pasajeramente en la misión
era el de reintegrarse a sus comunidades de origen para compartir, con los
demás miembros de éstas, lugar de residencia y formas de vida, lo que
representaba un momento reversito dentro del proceso de aculturación.
Un arraigo más estable llegaba a tener
los indios que se empleaban en el servicio doméstico de las misiones o que
asistían a los padres en los oficios religiosos. Los jesuitas siguieron la
política de mantener como población fija de las misiones a las rancherías que
habían tenido por suyo los parajes que servían de asiento a las cabeceras;
pero, aunque estos grupos tendían a desarrollarse como sedentarios, no siempre
podían romper completamente su antigua dependencia respecto de la caza y la
recolección. En épocas difíciles de escasez, esa población radicada en los
pueblos disminuía en volumen, pues los indios tenían que salir al campo en
busca de un complemento alimenticio. Esto mismo pasaba en las pocas misiones de
las que, por tener buenas tierras de cultivo o muy escasa población indígena,
se decía que estaban en aptitud de alimentar
a toda su feligresía. Hacia el final de la época jesuítica, solamente cinco misiones mantenían a toda su población
“alrededor de la casa”; se trataba, explica Baegert, de las misiones “menos
populosas”, (59) o
sea que podían albergar a todos sus indios precisamente porque éstos eran ya
muy pocos.
Fuera de las cabeceras misionales no
hubo asentamientos indígenas de significación. Puede sugerir lo contrario la
constante mención que, en los documentos, se hace de los pueblos de visita que
dependían de las distintas misiones. El hecho en que pocas de esas unidades
sociales referidas como pueblos de visita
fueron algo más que “ranchería volantes”, como solía designarse a las bandas
que se desplazaban usualmente en un territorio propio de recorrido, y sólo
suspendían las actividades de caza, pesca y recolección cuando les tocaba
acogerse en las cabeceras. San Marcos, por ejemplo, que es mencionado por
Venegas como pueblo de visita de la misión de Santa Rosalía de Mulegé, (60)
no era más que una
ranchería que se mantenía “de la pesca
y frutas silvestres, como tunas,
pitahayas y mezcal”, sin que, por lo menos hasta 1746, tuviera más asomo a la
vida sedentaria que cuando iba los días de fiesta la misión. (61) En otros casos puede hablarse de un
germen de poblamiento sedentario, como el de San Ignacio, un pueblo de visita
de la misión de San José de Comondú, en el que ya para 1720 había cultivos
agrícolas aunque su condición fuera más bien de rancho que de pueblo, según afirmación del religioso
que lo atendía. (62)
En una fecha
posterior, en el año de 1730, el padre Echeverría podía declarar que en toda el
área ocupada por las misiones no se había podido formar pueblo alguno de indios
y que éstos seguían constituidos simplemente en rancherías, (63)
es decir, que seguían
como bandas sin asiento fijo. A lo que a
veces se aludía como pueblo era el paraje que, de un modo más continuo, usaba
para acampar cada una de estas bandas. Allí
se acostumbró a hacer sencillas construcciones, seguramente más rudimentarias que las de las cabeceras, (64)
para que el sitio
contara siquiera con una capilla y el padre con un lugar de alojamiento. Estas
solas construcciones servirían para afirmar el carácter principal del paraje,
pero no bastaban para inducir un proceso
de asentamiento a menos que hubiera un
desarrollo agrícola local, sólo posible, por otra parte, cuando, a más de haber
tierras y aguas, mediara la iniciativa
del religioso... El haber sido durante
dos décadas cabecera de misión le permitió a San Josué del Cabo seguir
teniendo agricultura y población
indígena fija luego de convertirse en pueblo de visita de la misión de
Santiago; pero, en cambio, la misión ubicada en la bahía de La Paz, en donde
por agotamiento del agua se acabaron los cultivos, dejó de
ser un sitio de asentamiento desde el momento
en que perdió su estatuto de cabecera misional. A la vista de todo esto
no es infundado afirmar que el fenómeno de la reducción se constriñó esencialmente al espacio constituido ´por las
cabeceras misionales, situadas en mejores terrenos que los pueblos de visita y
dotadas de un aparato organizativo que,
con todas las limitaciones ya señaladas, permitía la sedentarización de algunas, bien que
cortas, fracciones de la población indígena peninsular.
Unos autos de visita formados el
año de 1755 por un padre jesuita que no
hemos logrado identificar incluyen, en
su rico contenido informativo, un
conjunto de datos que muestra de una manera
más o menos clara el estado en
que se hallaba el proceso de reducción de los californios en una fecha avanzada y relativamente próxima a aquélla en
que los ignacianos hubieron de salir de la península. (65)
Se refiere dichos
documentos a las doce misiones que entonces funcionaban en la provincia
californiana y precisamente por dar de
cada una de ellas una información válida para un mismo momento tienen para
nosotros la virtud de poder ser aprovechados para medir el avance global de la
reducción y estimar, aun cuando no sea una forma numéricamente precisa, el
porcentaje de indios que hacia ese entonces tenía en las misiones sus fuentes
básicas de sustento y el de los que todavía dependían en buena parte de su subsistencia
de los recursos silvestres o de los que por su cuenta recogían en las marismas.
Es menester tener presente que la población aborigen de la zona de ocupación misional
se hallaba a la sazón muy disminuida, sobre todo en las misiones más antiguas.
De acuerdo con los documentos de
referencia, tan sólo entres de las doce misiones existentes
no se practicaba el método de las
visitas alternadas porque todos los indios vivían en los poblados, donde se les
daba de comer tres veces al día. Eran las misiones de Loreto, con 91 indios cochimíes; de Santiago, con 159 indios pericúes en la cabecera y 73 en su
pueblo de visita San José del Cabo, y de Todos Santos, con 251 indios guaycuras. (66)
Digamos por nuestra
parte que los indios asentados en Loreto no eran descendientes de los que
originalmente habitaron la región, que, no de lengua cochimí sino de otra que
los jesuitas tuvieron por distinta de
esta, seguramente habían ya desaparecido por completo. Por lo que toca a las
misiones de Santiago y Todos Santos, y al poblado de San José del Cabo, éste,
pues, con la categoría de pueblo de visita, hemos de decir que su población
nativa original había sumado varios miles de individuos. (67)
Las
demás misiones eran todavía incapaces de absorber a todos sus indios y en la
mayoría de ellas los residentes fijos constituían apenas un porcentaje mínimo
de la respectiva jurisdicción.
AÑO
DE 1775
Misión |
Población
indígena subsistente en la jurisdicción |
Población
indígena sustentada con recursos de la mis |
Porcentaje
de la población desentarimada |
Loreto Santiago
Todos
Santos N.S.
de los Dolores
San
Luís Gonzaga
San
Francisco Javier
Santa
Rosalía Mulegé
San
José Comondú
La
Purísima
Guadalupe
San
Ignacio
Santa
Gertrudis |
91 232
251 624 (6
rancherías) 352 (4
rancherías) 380 (4
rancherías con 89 familias) 294 (3
rancherías) 387
320 (8
rancherías) 472 (5
rancherías) 1
012 (7
rancherías) 1
588 (9
rancherías) |
91 231 Se
incluye la población de San José del Cabo 251 104 (1
ranchería) 88 (1
ranchería) 190 (44
familias)
(1
ranchería) Cerca
de 387 (se
dice que “las más estaban asentadas) 46 (1
ranchería) 94 (1
ranchería) 145 (1
ranchería) 69 |
100% 100%
100% 16.66%
25%
50%
33.33%
Casi
el 100.33%
14.37%
19.91%
14.32%
4.34% |
Totales |
6 003 |
1 795 |
29.9% |
FUENTE:
Autos de visita: 1755, Universidad de
Texas, Austin, Colección W.B. Stephens 67.
La índole asistemática de estos registros, la vaguedad de algunos de los datos y el hecho de que, salvo en algún caso particular, no se consigne el número de integrantes de cada ranchería son factores que impiden hacer una cuantificación precisa de los indios que, por sostenerse básicamente de los recursos obtenidos en la misión puede decirse que se hallaban reducidos a pueblos y en vías, quizás, de lograr una integración irreversible a la vida sedentaria. De todas formas, los datos recogidos por el visitador permiten hacer ciertos cálculos que, en términos generales, pueden resultar confiables. Para ellos hemos de suponer que las rancherías de cada misión tenían un número igual de miembros, esto es, que podemos calcular el tamaño de cada ranchería si dividimos el número total de indios de la misión entre el número total de rancherías en que se nos dice que estaban distribuidos.
Lo reducido de la
California, empezando desde el Cabo de San Lucas, llegaba solamente hasta los
treinta grados y medio de latitud, en que se halla la misión de Santa María…;
pero todo este tramo estaba apenas poblado de otra gente que de sus mismos
naturales, congregados muy pocos de ellos en las misiones y dispersos los demás
en diferentes rancherías vagantes que reconocían como a cabecera más inmediata;
éstos, cuyo número es bien limitado, a excepción de hallarse catequizados y
hechos cristianos conservaban en lo restante el mismo modo de buscar la vida
que en su gentilidad, en la caza o en la pesca, viviendo por los montes para
recoger las semillas y frutas que ofrece la tierra sin cultivo alguno. (68)
El orden misional
La
estancia de la misión tenía para los indios diversas implicaciones, de las que
hemos de considerar en este apartado algunas de las más inmediatas, es decir,
de aquellas que manifiestamente resultaban de solo hecho de que el indio pasar
a formar parte del núcleo poblacional de la cabecera así fuera de un modo
transitorio. La vida en la misión transcurría con arreglo a un orden
establecido y era ineludible que a ese orden ajustaran sus pautas de comportamiento todos los eventuales
componentes del poblado. En el pueblo, el indio no tenía más opción que la de someterse a un modo de
vida radicalmente diferente respecto del que por tradición y necesidad seguía
cuando se hallaba fuera de la misión. Ya hemos visto que un amplio sector de la
población indígena no residía de fijo en las cabeceras misionales, aunque
periódicamente se integraba en ellas. Para tal sector, el cambio que
significaba el paso a la vida misional era una experiencia repetida de la que
no se derivaba necesariamente una integración cada vez más completa y duradera con los núcleos de vida sedentaria. En
cambio, ese tránsito continúo de una forma de vida a otra, que conllevaba una
adopción alternativa de pautas de comportamiento en su mayor parte antagónicas
entre sí, fue acumulando efectos en la estructura de las culturas autóctonas,
cuyos elementos constitutivos tendieron a cambiar por sustitución y cuya unidad
orgánica fue perdiendo congruencia interna en obvio detrimento de la eficacia
del sistema. Una mayoría de la población indígena osciló entre dos formas de
vida diametralmente opuestas, en una permanente situación de ambigüedad
cultural.
El reparto de alimentos, que se hacía
en forma circunstancial al ocurrir los primeros contactos, en el lugar y a la hora en que los indios se acercaban a
los misioneros y sin que hubiera necesidad de que la distribución se limitara a
grupos determinados, tuvo que practicarse conforme a un sistema menos flexible luego que los núcleos poblacionales de las misiones
empezaron a configurarse y que ya no bastó con motivar un momentáneo
acercamiento del indio sino que se hizo necesario retener a grupos enteros por
periodos más prolongados. Se procuró así en las misiones que los repartos se
hicieran a horario fijo y que fueran en general equitativos. Por cuando que se
trataba de evitar que los indios se vieran forzados a salir día con día de la
misión para buscar en otras partes su sustento, fue preciso que las raciones
que se repartían a cada individuo, aun siendo frugales no dejaran lugar para
que el hambre provocara una dispersión incontrolada de los neófitos. En
realidad, los californios conocían más privaciones que de excesos en cuanto a
la alimentación, así que con poco que se les diera podían sentirse
suficientemente compensados, aunque siempre se hallaban dispuestos a procurar
una mayor satisfacción. “Pueden aguantar ellos el hambre mucho mejor y por más
tiempo que otras gentes –dice al respecto Baegert-, pero también pueden, si les
alcanza, banquetear mucho mejor que otras”. (69) Tal vez fuera ésta una capacidad de
adaptación largamente desarrollada por los californios, que les permitía lograr
un balance nutricional y resistir mejor los prolongados periodos de escasez de
alimentos silvestres.
Los indios que estaban en la misión recibían
alimento tres veces al día: por la mañana, al mediodía y al anochecer. (70) Lo más frecuente era que las tres
veces se les repartiera maíz, que por la mañana y en la noche se suministraba
en forma de atole –maíz cocido y después molido, desleído en agua y puesto otra
vez al fuego” y al mediodía en forma de pozole, o sea el grano entero cocido en agua.(71)
Podía en ocasiones ser
trigo cocido el que recibieran los nativos en lugar de maíz. (72)
Esta dieta básica de
cereal se complementaba con “carne fresca o tasajo, frutas y legumbres”, según
lo que hubiera en la misión. (73) De un texto de Miguel del Barco se deduce que los
indios disfrutaban de estos agregados más bien en ocasión de ciertas
festividades religiosas en cuya fecha los padres mandaban matar algunos toros y
repetían “con más abundancia” que de costumbre las frutas frescas o secas que
hubiera disponibles en el pueblo. (74)
Los
repartos corrieron en un principio por mano de los propios misioneros, pero
andando el tiempo muchos padres delegaron esa función en los indios
gobernadores de esas rancherías. También fueron los sacerdotes los primeros
cocineros de las misiones hasta que algunos indios se habilitaron en la tarea y
quedaron encargados de preparar diariamente la comida. Un cocinero indígena
preparaba la destinada a los indios y otro distinto la que se servía en la mesa
del religioso, (75) que
de seguro era más abundante y variada que la del común. Ningún día del año
dejaba de estar en servicio el comedor colectivo y siempre se procuraba que la
comida preparada alcanzara para todos los indios que se hallaban en el poblado.
Como podía ser que no hubiera suficiente para todos, los misioneros aseguraban
primeramente la alimentación de los niños y de los desvalidos, “como los
ciegos, ancianos, débiles y mujeres embarazadas”, (76)
gentes todas éstas que
se hallaban incapacitadas para desplazarse por los montes en busca de algo que
comer. Los enfermos graves también eran objeto de una atención especial; se les
“preparaba la comida separadamente y, por lo menos una vez al día, se les daba
carne cocida”. (77)
Como los padres controlaban la
distribución de la comida aunque no hicieran los repartos personalmente,
tuvieron en sus manos un medio efectivo para atraer a los indios a la misión o
impelerlos a volver a los montes, según las posibilidades que había de alimentarlos
en un momento dado. No se necesitaba más que hacer pública la escasez de
bastimentos y restringir la distribución a los que interesaba mantener en el
pueblo para que los demás tendieran desde luego a abandonar la cabecera. Una
medida complementaria de control consistió en limitar los indios la libertad de
tránsito; podían ellos andar libremente en los territorios pertenecientes a su
misión, pero no podían pasar a otro establecimiento sin el permiso de su
ministro. Arguyendo en favor de esa prohibición, que consideraba muy necesaria,
Del Barco dice que, de no mantenerla en vigor, “sucedería comúnmente que las
misiones estuviesen llenas de gente forastera y vacías de la propia”. Y ante
tal eventualidad, se preguntaba el misionero, “¿de dónde sacaría un padre
tantos víveres para mantener a tantos huéspedes ociosos y vagabundos…?” (78)
Importa
destacar el hecho de que no todos los indios tenían acceso a la alimentación
misional con la misma continuidad. Comensales de planta eran únicamente los
pocos que vivían siempre en la misión, ya que la mayoría restante, sujeta al
régimen de visitas periódicas, sólo comía en el pueblo de un modo discontinuo,
obligada a volver una y otra vez a sus tradicionales fuentes de alimentación, y
con ello, a las prácticas asociadas a la adquisición y disfrute del sustento
silvestre. Para ese sector lo permanente era el cambio, un drástico cambio que
se repetía persistentemente. No era sólo la comida en sí lo que se modificaba
de continuo sino todo el sistema alimentario. Aun admitiendo que el valor
nutritivo de lo que los indios comían fuera de la misión llegara a ser
equivalente al de los cereales, la carne y las frutas que se les repartían en
el poblado, no puede dejarse de considerar que eran muchas otras cosas las que
cambiaban en un caso con aspecto al otro. Aparte del contenido de la dieta
variaba el horario en que se consumían los alimentos, pues si en la misión se
comía tres veces al día, en los montes los indios no podían sujetarse a una
disciplina similar.
Diferencia significativa era también la
referente a las condiciones en que se adquiría el alimento. Dentro y fuera de
la misión había que invertir cierto esfuerzo para conseguirlo, pero, en tanto
que en su medio tradicional el indio lo obtenía en forma autónoma, sin que el
disfrute estuviera condicionado más que por el mismo proceso de adquisición, en
el pueblo misional lo recibía por intermediación del misionero y siempre que
rindiera a éste la obediencia acostumbrada. Aunque los indios desempeñaban
trabajos en la misión y participaban en la producción de por lo menos una parte
de lo que se les repartía, los jesuitas manejaron siempre los repartos como si
se tratara de una dádiva que cada ministro
hacía a sus neófitos a manera de caridad y para el solo efecto de aliviar
la habitual miseria de la población nativa. Tamaral comentaba que el gasto que
se hacía en su misión para dar de comer a los indios que acudían a ella era
mucho, pero también inevitable por la
total pobreza de estos hijos, que no tienen más trojes que lo que diariamente
cogen en los montes para su sustento. (79) Ese sentido de favor dispensado por
generosidad y como un puro regalo gracioso tiene otras muchas referencias de
las que se hallan en los documentos jesuíticos. A los indios que vivían en Loreto,
se dice en alguno, “les da la misión de almorzar, comer y cenar. (80)
Todavía se personaliza
más la identidad del donador cuando se dice por ejemplo, que las rancherías de
Todos Santos debían asistir a la cabecera “porque a todas les da el padre de comer
todo el año”. (81),
o que en Santiago a todos los indios, chicos y grandes, sustenta el padre y les
da de comer tres veces al día. (82) Es posible que los indios obraran también con la idea
de que el ministro era su benefactor y de que a ellos les correspondía
manifestar gratitud y sumisión para
granjearse el beneficio.
Los repartos de alimentos que se hacían
en las misiones no eran actos de beneficio unilateral como lo pretendían los
religiosos, puesto que traían aparejadas diversas obligaciones que los indios
debían cumplir tanto en el poblado como fuera de él. La más general era la de
admitir el sometimiento a todas las instancias del orden misional y obedecer,
por tanto, a los respectivos ministros, lo
que en principio obligaba a todos los indios que estaban en contacto con
la misión a hacerse cristianos ya a mantenerse ostensiblemente como tales. Ya
fueran residentes fijos, visitantes habituales o catecúmenos recientemente
reclutados, los californios que se hallaban en el pueblo no podían sustraerse a
la diaria participación en diversas actividades de tipo religioso. Todos debían
asistir a las pláticas de doctrina y a la misa que se decía diariamente, como
también quedaban obligados a rezar día con día el rosario en cuanto aprendían a
hacerlo. Para poder distinguir a los bautizados de los que apenas se iniciaban
en la instrucción religiosa o de los que nunca habían sido sujetos de
evangelización, los jesuitas adoptaron la costumbre de repartir pequeñas cruces
de madera para que, a modo de insignia, las llevaran siempre colgadas al cuello
todos los indios que recibían el bautismo. (83) Esta identificación servía quizás
para que los padres pudieran exigir un mayor celo cristiano a quienes las
traían. Los que estaban ya aptos para confesarse tenían que hacerlo con la
frecuencia debida y, por lo menos y una vez al año, recibir la comunión. Los
oficios religiosos eran un elemento cardinal de la vida cotidiana en las misiones y en ninguna de
éstas dejaban de celebrarse con toda solemnidad “las fiestas del santo titular, la de Natividad, la del Corpus, las
dos Pascuas y algunas de las de la Santísima Virgen. (84)
En la Semana Santa
eran convocadas todas las rancherías a sus respectivas cabeceras y así, con la
asistencia de la totalidad de sus feligreses, los padres podían disponer
“procesiones de penitencia, como en la cristiandad más bien formada”, y
realizar “todos los oficios devotísimos de aquellos días. (85)
La
misa y todos los actos rituales en que debía oficiar el padre se celebraban con
toda regularidad en la cabecera y sólo
circunstancialmente en los pueblos de visita, cuando el ministro hacía algún
recorrido por los territorios de su jurisdicción. Otras prácticas de carácter
religioso, en cambio, se continuaban en cierto modo aún después de que las rancherías
salían del pueblo. Para lograr esto, los padres se servían de indios que
hubieran aprendido más o menos bien algunos de los puntos esenciales de la
doctrina y que fueran capaces de proseguir la instrucción de sus paisanos o al
menos de guiarlos en sus rezos. A estos
individuos, especie de catequistas auxiliares, se les daba el nombre de tesmastianes (del náhuatl temachtiani
: el que enseña a la gente).
Se asegura en algunos textos jesuíticos que, aún fuera de la misión, los
neófitos continuaban en la disciplina del rezo y el aprendizaje: “donde quiera
que estén rezan todos los días el rosario y la doctrina, y el temastián les
hace plática que sabe de memoria y es, en suma, la explicación de la doctrina (86)
La idea era que con el
retiro de los indios a sus parajes y territorios de recorrido no se
suspendieran totalmente la práctica religiosa de los catecúmenos, práctica que
los sacerdotes pretendían hacer perdurar por cuanto que esperaban que sus
neófitos asumieran el cristianismo plenamente y refrendaran su fe con cada acto
de su vida.
Los niños, los ancianos y los inválidos
no tenían en el pueblo más obligación que aprender la doctrina y concurrir a
las demás funciones religiosas; el resto de la gente debía tener además alguna
ocupación productiva mientras permanecía en la misión. A los varones
generalmente se les hacía trabajar en faenas agrícolas o en la construcción de
iglesias, casas, caminos, pequeñas obras de irrigación, etc.; las mujeres se
empleaban en tareas domésticas y en trabajos artesanales como los hilados y
tejidos. El trabajo indígena no era remunerado
en efectivo; los servicios se prestaban a la comunidad y en cambio se
recibía únicamente alimentación y algún
trozo de tela para cubriese. En la construcción de la balandra “El triunfo
de la Cruz”, emprendida por iniciativa y bajo la supervisión del
padre Juan de Ugarte, participaron,
aparte de un buen número de californios, tres oficiales carpinteros que
se llevaron de la “otra banda”. Al personal llevado de fuera, que había sido contratado exprofeso para realizar la parte
técnica de la obra y seguramente salió de la península en cuanto la balandra
quedó terminada, se le pago su trabajo “en reales”; en cambio, los operarios
nativos, que se ocuparon como hacheros, aserradores y en otros ministerios
durante cuatro meses, sólo fueron compensados con raciones alimenticias. (87)
Evidententemente no
habría sido posible que se pagara a los
californios en efectivo, tanto por la falta de recursos monetarios como por el
alto costo que habría tenido la obra;
pero tampoco un salario en reales habría sido de utilidad alguna para aquellos
indios en razón de que no había en su medio nada que pudiesen comprar. Un
principio de la organización misional era el de que había que trabajar y
producir para el sostenimiento de la comunidad. El producto del trabajo de los indios en las labores
agrícolas “es sólo para su propio bien”, asevera un autor jesuita para luego
agregar que, mientras que los indios
destrozaban lo que podían recoger de las siembras, los padres guardaban el
producto de las cosechas para poder distribuirlo entre los nativos con
concierto o para socorrer a otras misiones necesitadas.
Contaban las misiones con algunos
trabajadores de planta para el servicio doméstico y para auxiliar en las funciones
religiosas. Los padres distribuían entre los indios empleos como los de
sacristán, de pastor de cabras, de enfermero, de catequista, de policía, de
fiscal y de cocineros. La agricultura y
la construcción de edificios, presas y caminos, así como los trabajos de habilitación de terrenos
para el cultivo, eran las actividades
que absorbían el mayor volumen de mano de obra indígena, la que, por otra
parte, sólo podían aprovecharse en la proporción que permitieran los recursos
alimenticios disponibles. Para los que se empleaban en estas labores, la
jornada de trabajo empezaba ya entrado el día y terminaba antes de la puesta
del sol, con un periodo intermedio de descanso, de unas dos horas. En
muchos casos, sobre todo cuando los
indios de alguna zona apenas se incorporaban a la vida misional, los jesuitas
mandaban a los soldados que actuaran como mayordomos, con la encomienda de que
vigilaran el cumplimiento de las tareas y evitaran que los indios abandonaran
las labores y se fueran a los montes. (88) No siempre se requirió de este
control militar, por lo demás de muy relativa eficacia. La expectativa del
premio de la comida y el temor de que se les excluyera del reparto como una sanción por negarse a cooperar parecen
haber sido, entre los indios, elementos
motivadores suficientemente fuertes como para impulsar a los naturales a
prestar los servicios que se les demandaban.
Algunas veces, en efecto, fue notoria
la buena disposición que mostraban los indios para integrarse al trabajo
colectivo aunque éste implicara grandes esfuerzos, como en un caso que refiere
el padre José Rotea sobre los moradores de San Ignacio, que construyeron tres
veces un mismo muro de contención y dos una presa, arrasados ambos
sucesivamente por las violentas avenidas de los arroyos. Cuenta Rotea que, a
pesar de eso, cuando les propuso a las gentes de varias rancherías que se
dieran a la tarea de construir un nuevo y más sólido muro de contención, todos ellos
hombres accedieron de buen grado a la petición, “ofreciéndose ellos mismos a
estarse de pie (esto es, sin remudarse
por sus turnos, como se acostumbra para el alivio de la gente) hasta
concluirlo. (89) Habiéndolos
visto trabajar con gran constancia y dedicación, el misionero podía informar
que la obra se realizaba sin necesidad de que asistiera el soldado, “como se
acostumbra para que del todo no flojeen”, y que en sólo siete meses, con algunas interrupciones, sus
neófitos llevaban construidas quinientas
trece varas del dicho recinto [muro] de siete varas de ancho y seis de alto, todo
de piedra. (90) En
la misión de La Purísima se contaba para el año
de 1730 con cinco caminos principales, abiertos a mano y punta de barra,
que, según cifras que proporciona Nicolás Tamaral, tenían en conjunto una
longitud aproximada de ciento cincuenta leguas, hechos todos y trabajados
por los hijos de esta misión. (91) El padre Juan Bautista Luyando, quien se propuso que
el pueblo cabecera de San Ignacio quedara comunicado con los sitios en que paraba usualmente las
rancherías volantes de su misión y al efecto
hizo construir un camino troncal “a cada viento”, refiere que en abrir
tales caminos se gastaron meses enteros, que en ocasiones se hizo necesario
emplear barretas y picos, por ser los cerros de puras peñas t
las más muy encumbradas y que hubo también que remover grandes pedregales,
hacer pedazos los peñascos, echar ramas y
piedras sobre las piedras para formar una especie de puente o andador, por no ser posible con picos abrir alguna
vereda. (92)
Tenemos
que suponer que trabajos como éstos fueron realizados en función de toda una
serie de motivaciones, entre las que quizá la que menos contó fue la
compulsión directa de tipo militar. No
puede pensarse que uno, dos o tres soldados, algo que se reducía la escolta de
cada misión, hubieran bastado para obligar a los indios, que tan fácilmente
podían escapar hacia los montes, a construir forzadamente obras de tal
magnitud. Lo que parece más bien es que
los padres se servían para esto de otros recursos, como el de los repartos de
comida, capaces de estimular a los indios para acudir a los trabajos cuantas
veces fueran requeridos para ello. Juan Bautista Luyando ofrecía premios a las rancherías que lograban mayores
avances en la construcción de caminos, premios que seguramente consistían en
raciones alimenticias extraordinarias.
Baegert afirma de los californios
realizaban con desgano los trabajos agrícolas de rutina pese a que tales
labores redundaban “en provecho de ellos mismos o de sus paisanos”. Dice
también que algunos se fingían enfermos para no trabajar durante la semana que
parecía obra de milagro el que los domingos, que era días de asueto, todos lo
que habían estado postrados por graves enfermedades dieran muestras de haber
recobrado plenamente la salud. La pura
comida de los repartos era un estímulo eficaz, pero de efectos efímeros si no
se continuaba otorgando y se reforzaba
con otros recursos estimulantes adicionales que comprometieran vitalmente a los
nativos en un programa viable de desarrollo social, que ciertamente no les ofrecieron
las misiones. Es posible que las manifestaciones de indolencia, como esas de
que habla Baegert, no sean sino la prueba de que la misión despertaba en la
mayoría de los indios un interés que no iba más allá del maíz cocido que se les
daba cuando, llegada la fecha de la visita, tenían oportunidad de figurar como
miembros transitorios de una comunidad de base agrícola que nos les ofrecía más
perspectiva que la del repetido extrañamiento.
Las tres comidas del día, los actos
religiosos y las labores productivas se realizaban cotidianamente de acuerdo
con reglas estrictas y un sistema de distribución del tiempo que no dejaban
prácticamente margen a la espontaneidad. Para ilustrar lo que decimos vale la
pena transcribir un texto escrito hacia 1730 en que llevaban a efecto las
actividades diarias de los indios de la misión de La Purísima, según él lo
tenía dispuesto como ministro del lugar.
La distribución del
tiempo es ésta: el querer amanecer se tocan las avemarías; entonces toda
familia doméstica acude a la Iglesia, rezan y saludan a la Santísima Virgen,
cantan el alabado, primero los hombres, después las mujeres, después los dos
coros, hombres y mujeres; y en ésa y en todas las distribuciones de
concurrencia de hombres y mujeres, siempre están aparte los hombres, juntos, y
en lugar separado las mujeres, juntas; y de la misma suerte los niños y
muchachos en lugar separado y las muchachas juntas en otro lugar. Después, los
que entonces tienen ocupación van a sus oficios, como son los de la cocina y
los que aparte hacen el desayuno para los trabajadores, para enfermos, viejos,
huérfanos, etc. Los que no tienen entonces ocupación acuden…. a la misa, que se dice todos los días, y,
acabada la misa, rezan y cantan el alabado a coros como queda dicho. Después el
padre les reparte el desayuno, que es atole. Acabado éste, cada uno acude a lo
que se le ha encargado: los hombres a trabajo de campo o fábrica de iglesia,
que al presente se está haciendo; las mujeres, unas a hilar algodón y lana,
otras a hacer medias, otras a sus tejidos que ya hacen de lana y algodón. El
temastián instruye para confesar a las rancherías que van viniendo a sus
tiempos y a los viejos y viejas rudos; el padre
atiende a todos. A las diez del día se toca la campana y acuden a la
iglesia todos los niños y niñas de doctrina y, acabada, cantan a coros el
alabado con pausa decente. Al medio día se toca la campana y puestos de
rodillas todos, saludan a la Santísima Virgen y cantan una vez el alabado.
Después se reparte la comida, que es, a los trabajadores, pozole; a los viejos
y viejas, niños y niñas, atole y algo de
pozole. Después de comer descansan hasta las dos y entonces y entonces cada uno
prosigue el trabajo que se le ha encomendado. A las cinco de la tarde se toca
la campana y acuden los niños y niñas a la iglesia a rezar las oraciones y
doctrina, cantando a coros el lavado al fin. Al anochecer se tocan las
avemarías y, de rodillas, rezan y saludan todos a la Santísima Virgen; como al
medio día, después de cenar van todos a la iglesia y con el padre rezan a coros
el rosario, letanías y cantan el alabado. Hácese entonces y no antes esta
distribución porque ya entonces están todos desocupados de sus oficios y pueden
acudir todos a devoción tan importante. Después de rezar el rosario y cantar a
coros el alabado en la iglesia, salen todos, los hombres con su temastián y las
mujeres con su temastiana; el lugar es totalmente distintos rezan la doctrina y
se van a recoger… (93)
Tal distribución del tiempo y las
actividades excesivamente metódicas como salta a la vista, contrasta con la
libérrima forma de proceder de los naturales en su vida fuera de la misión. Mo
fue el de La Purísima un caso de excepción sino que es solamente el que
conocemos con más detalle, gracias a la
puntual descripción hecha por su misionero. El propio Tamaral, que fundó luego
la misión de San José del Cabo, informaba a fines de 1730 que en las tres
misiones a la sazón existentes en el sur –San
José del cabo, Santiago y Nuestra Señora del Pilar de la Paz- se hacía una
distribución diaria de rezos semejante a la de La Purísima. (94)
Otros misioneros
hicieron también referencias bastante claras acerca de un orden similar de
actividades desarrollado en las misiones de San
Luis Gonzaga, San Francisco de Borja, Santa Gertrudis y San Ignacio. Tal
vez esa rígida forma de funcionamiento cotidiano se haya relajado un poco
cuando faltaban bastimentos en la cabecera, pues, como aclara Baegert, si no
había en la misión lo suficiente para proporcionar alimentos a todos los indios que allí estaban,
éstos, después de desayunar, “se salían al campo cada quien por su lado para
buscar el sustento”. (95)
Pero en general, los
jesuitas trataron de que todas sus
misiones funcionaran de acuerdo con un mismo patrón organizativo en
beneficio de la unidad del sistema.
El sometimiento a la rigurosa
organización de los centros misioneros implicaba ya un cambio por demás
violento para los aborígenes que eran atraídos a los pueblos. Y si a esto se
agrega el hecho de que la permanencia en la misión era, para la mayoría de los
nativos, tan sólo temporal; de que, después de pasar unos días bajo ese sistema regido por el toque de campana,
ciertos sectores de la población indígena debían volver a los montes y
continuar sus existencia nómada, sin más
necesidad inmediata que la de subsistir de la manera como tradicionalmente lo
habían hecho, no se puede sino reconocer que la vinculación
con las misiones trastornaba profunda e
incesantemente la vida de aquellos hombres. La distancia que separaba esos dos
modos de vida en que alternativamente participaban muchos de los californios se
advierte claramente cuando se compara aquel orden de cada jornada descrito por
Tamaral con este otro que, según Baegert, era al que diariamente se atrevían
los indios en su gentilidad y al que sin remedio volvían siempre que dejaban de
trabajar en las misiones:
El orden de lo que cada día hacían los gentiles era siempre
igual. En la noche, después de llenarse la barriga, solían acostarse o juntarse sentados para platicar hasta cansarse
de tanta palabrería o has que ya no se les ocurría nada; en la mañana solían
dormir hasta que el hambre o su glotonería los obligaba a levantarse, y una vez bien despiertos,
reanudaban la tragantona (si es que le quedaba algo del día anterior), así como sus risas,
pláticas y chistes. Después de esta
oración matinal y con el sol ya bien salido, los hombres agarraban sus
arcos y flechas y las mujeres se acomodaban el yugo de la coraza de tortuga
sobre la frente. Algunos iban a mano derecha, otros a mano izquierda; por acá
seis, por allá cuatro; por acullá ocho o tal vez sólo una pareja, y, en fin,
otros más, solitos. En el camino seguía la plática la plática, las risas y los
chistes. Se miraba a la redonda para
cerciorarse que no quedaba a la vista un ratón, lagartija, serpiente, liebre o
venado. Aquí se arrancaba una yuca u otra raíz, allá se cortaba media docena de
cabezas de áloe. Luego, el grupo descansaba un rato, arrimándose, sentados o
acostados, a una sombrita, si acaso la
había, pero sin dejar descanso a la
lengua. Después, se levantaban de nuevo, se jugaba un poco o se entablaba una
´pequeña lucha para ver quién era el más
fuerte o la más fuerte o quien podía derribar a su rival. Más tarde, se regresaba por el mismo camino
o se seguía adelante por algunas horas más. Se
hacía alto donde topaban con
agua; se tostaba, quemaba, asaba o molía el botín del día. Se comía en medio de
interminables pláticas, mientras quedaba algo o cabía algo en el estómago, y,
finalmente, se entregaban al descanso, como el día anterior, platicando sobre
cosas infantiles u obscenas. De este
modo transcurría un día, un mes y todo el año, y siempre era la comida, las
niñerías, las bagatelas y toda clase de maldades los temas de sus
conversaciones y chismes. Y hoy día, el ritmo de su vida diaria es casi el mismo, si el misionero no
logra imponerse para hacerlos trabajar en las misiones, en labores que de
muchas maneras les resultaban provechosas. (96)
Algo
que habría de precisar respecto a las
aseveraciones finales del párrafo transcrito es que, aun cuando los padres
lograran imponerse a los indios “para hacerlos trabajar en las misiones”, los
mismos límites de la economía misional hacían que esos trabajos fueran insuficientes para mantener
permanentemente ocupada a toda la población indígena de cada misión y para
cancelar esa forma de vida en que
persistían los californios, que era la que, en última instancia, aseguraba la
sobrevivencia de la parte más numerosa de los catecúmenos peninsulares.
Forasteros, mestizos y
criollos
Una
de las condiciones que hicieron posible
la preponderancia de los intereses misionales sobre cualesquier otros
fue la baja proporción de pobladores llegados de fuera. Los diez pioneros de la conquista –tres indios, un mulato y
seis personas de origen europeo-, constituyeron
el núcleo inicial de la colonia. Unos meses después, el número de
pobladores se había duplicado: “Hoy –decía Salvatierra en julio de 1698- nos
hallamos en tierra con veintidós españoles y algunos indios de la otra banda”. (97)
En
octubre de ese mismo año de 1698,
algunos soldados viajaron a la contracosta continental para recoger a sus
familias y llevarlas a la península, (98) lo que seguramente ayudó a que
aumentara después el número de inmigrantes. (99) Salvatierra procedía con tacto en
lo que se refiere a la entrada de
españoles, tanto por la idea a de proteger la organización misional como por el
problema de los bastimentos, que en ocasiones se volvía grave y amenazante para
la permanencia de los conquistadores; por eso encargaba a los capitanes de las
naves que no embarcaran gente española que deseara pasar de tierra firme a California con el pretexto de ir a
militar en la conquista o a cumplió otras funciones de servicio. (100)
De hecho, la
inmigración encontró desde entonces sus primeros obstáculos.
Con estas restricciones que los
jesuitas impusieron por razones tácticas, la población forastera creció
lentamente. En memorial dirigido a la audiencia de México en 1º de marzo de
1700, Salvatierra informó respecto al número de los integrantes de la colonia,
concentrados hasta entonces en la primera
misión:
Hoy día dela fecha
–precisó… se hallan en este puesto de
Loreto Conchó…, sesenta almas de
cristianos de la Nueva España, entre padres españoles y gente de familias,
incluyendo capitán y alférez, dos españoles ventureros sin suelo, diez indios
amigos de la Nueva España armados de arco y flechas, dos mulatos sirvientes,
cinco filipinos pampangos y el resto de mujeres y niños… (101)
Parece
que por aquel entonces algunos de los soldados llevados por los jesuitas
empezaron a salir de la península, ya porque no avizoraran buenas perspectivas
para hacer fortuna en aquel paupérrimo
país o bien porque no estuvieran de acuerdo con las normas disciplinarias
impuestas por los jesuitas. El caso es que Salvatierra, durante un viaje que
hizo a la Pimería en 1700, pidió al
gobernador de Sinaloa, Andrés de Rezábal, lo socorriera con alguna gente “por
quedar ya tan pocos españoles en California”. (102) Pero por grande que haya sido la
necesidad no debieron ser muchos los hombres que se llevaron. El traslado de
gente se efectuaba en la medida en que se contara con medios para sustentarla y
en verdad que no los había sobrados-.
Los años que siguieron fueron más bien de escasez, al punto de que, a pesar de la urgencia señalada por
Salvatierra, hacia el año de 1701 los jesuitas tuvieron que despedir a varios
elementos de tropa por no poder cubrir los sueldos que devengaban. A principios
de 1702 permanecían con los padres “dieciocho soldados con sus cabos”, dos de
ellos acompañados de sus respectivas esposas y de sus hijos, “más ocho personas
que son chinos y negros de servicio” y un total del veinticuatro marineros que
se hallaban empleados en los barcos de las misiones. Unas sesenta personas, en
suma; es decir, no más de las que había dos años antes, cuando Salvatierra
pedía en Sinaloa refuerzos de hombres para la conquista.
Que el contingente de la colonia fuera
así de corto tenía también sus ventajas para los jesuitas. Aparte de que se reducían las posibilidades de que
la ocupación fracasara por falta de víveres, los padres podían gobernar a esa
población forastera con relativamente
pocos riesgos de que surgieran situaciones de conflicto difíciles de
controlar. La gente que se aceptaba en la colonia debía comportarse en todo
conforme a las reglas fijadas por los misioneros, y, siendo pocos los colonos, no hubo mayores dificultades para
sujetarlos a una disciplina a la que seguramente muchos de ellos no estaban acostumbrados. Al
menos lograron los padres que entre los primeros pobladores de Loreto no
hubiera riñas y que todos evitaran pronunciar juramentos y maldiciones.
Juzgaban los misioneros que, para dar buenos ejemplos a los indios recién
convertidos, era necesario que todos los inmigrantes sin excepción fueran
gentes “de una muy ejemplar vida y
ajustado proceder”, (103) de allí que procedieran con gran cuidado al admitir nuevos colonos. Su posición no era
la de favorecer la colonización por sí misma sino exclusivamente para apoyar en
lo necesario el proyecto misional. Píccolo sugirió en 1702 que se poblara la
provincia con familias de “oficiales”, es decir, de personas que conocieran un
oficio para que lo ejercieran en provecho del país conquistado. Lo que querían
los jesuitas era que llegara gente de trabajo, que pudiera servir de apoyo a su
proyecto y no de estorbo a la acción misionera.
Año con año recorrían las costas del
litoral interior de la península algunas embarcaciones de pescadores de perlas
procedentes de la Nueva Galicia o de las provincias de Sonora y Sinaloa. La
gente que iba en ellas generalmente no se introducía tierra adentro, ya que su
interés principal radicaba en la explotación de los placeres perleros; (104)
pero había ocasiones
en que esas naves aportaban en Loreto, donde se sabía que era posible conseguir
agua y víveres. No negaban los jesuitas
esa ayuda, como tampoco se negaron nunca
a auxiliar a los pescadores que, habiendo naufragado, fueron rescatados desde
las costas de la península. A tales náufragos se les atendía bien, pero se les reembarcaba hacia tierra firme en la
primera oportunidad Huéspedes ocasionales de los jesuitas de California fueron
también los pasajeros del galeón de Filipinas que llegaban muy enfermos a San José del Cabo y que, al no poder seguir su viaje, solían
permanecer por algún tiempo en aquel lugar hasta que lograban recuperarse,
luego de lo cual se les conducía a
Loreto para que allí esperaran la salida de alguno de los barcos de las
misiones y se embarcaban en él rumbo a
la contracosta.
El problema de la inmigración les
preocupaba a los religiosos más que nada porque temían que la llegada de una
población forastera numerosa hiciera más difícil el control de los aborígenes a
los que se empezaba a evangelizar. Se consideraba que los españoles ejercían
influencias nocivas entre los indios y que el libre contacto de unos y otros
era invariablemente un obstáculo para la obra de cristianización. Venegas
recoge y expresa esa idea en el
siguiente texto en que se refiere a la situación que se daba en la península: “Otro bien no pequeño consiguió el padre
[Salvatierra]… y fue que no pasase a Californias gente forastera de la otra
banda. Ésta es la que en las misiones de tierra firme suele causar tanto daño
en los indios, inquietándolos, alborotándolos y ensañándoles la borrachera y
otros muchos vicios.” (105)
Durante
todo el periodo jesuítico, las limitaciones económicas y las propias
modalidades de la conquista sirvieron como cernidero de la inmigración. En los
primeros años sólo llegaron a
establecerse en la península los inmigrantes que los jesuitas empleaban en
alguna actividad específica, como podría ser formar parte de la milicia, trabajar como marineros
o ejercer un oficio de utilidad para las
misiones. Estos sujetos podían acompañarse de sus familiares cercanos, pero
nada más. Si los grandes obstáculos que terminaron malogrando las expediciones pre
jesuíticas habían sido la separación geográfica y la pobreza y esterilidad del
medio, los misioneros de Jesús supieron volver a su favor aquellas
circunstancias aparentemente adversas; el aislamiento físico de la provincia
les permitió funcionar de una manera más
desembarazada, digamos autónoma y controlar casi por entero las comunicaciones
con la parte continental; la penuria de la tierra cerró el paso, en un
principio, a los pobladores particulares. Con esto se lograba en la California
misional un margen de control sobre el contacto hispano-indígena nunca
alcanzado en las misiones de tierra firme, al menos en el mismo grado.
Muchas veces se dijo que, aun siendo
difíciles las condiciones naturales del medio, eran los padres de la Compañía
los únicos culpables de que no se formaran
en aquella tierra poblaciones de españoles como en todas las demás
provincias del reino novohispano. Algo
de ello era cierto sin duda, pero también fue verdad que no hubiera sido
posible que de pronto llegara un contingente de pobladores y se estableciera,
apartado de los centros misionales,
en aquellos territorios tan desprovistos
de mantenimientos. Salvatierra señalaba en 1705 que en la provincia californiana
no era “todavía capaz de admitir vecinos españoles, por su aspereza” y porque
en ella resultaba incluso difícil “sustentar a solos dos padres”. (106)
El argumento de la
pobreza de la tierra siguió manejándose durante
varias décadas para convencer a las autoridades civiles de que una
política precipitada de poblamiento no podría sino conducir a un completo
fracaso, aparte de que introduciría factores de riesgo en el proceso de la
conquista y ocupación de la península.
Algunas veces, en casos de urgencia,
los jesuitas echaron mano de los indios de las misiones del macizo continental,
principalmente yaquis, para
reforzar el contingente conquistador de
California. En 1705, por ejemplo, cuarenta indios de la nación yaqui pasaron a
la península a solicitud de un misionero, al que a acompañaron en una expedición que se hizo a
la costa del Pacífico con el propósito de buscar un puerto en que pudiera hacer
escala el galeón de Filipinas. La presencia de este grupo indígena fue
aprovechada luego para hacer los trabajos de desmonte y las primeras siembras de un nuevo pueblo, el de San pablo, ubicado en la
sierra de La Giganta, a donde al poco tiempo se trasladó la cabecera de la
misión de San Francisco Javier. Hecha la fundación de San pablo, y luego de que
allí mismo dejaron construido una pequeña presa, los yaquis, contentos y
pagados, fueron despachados a su tierra por el padre que los había solicitado. (107)
En ocasiones se
emplearon, además de yaquis otros indios de Sonora y Sinaloa para integrar
tropas milicianas como ocurrió el año de 1734, cuando estalló la rebelión de los pueblos del sur. (108)
Se llevaron esa vez
unos cien indios ficheros que, en
pequeñas partidas, se desempeñaron bajo el mando del capitán y los oficiales
del presidio de Loreto. Estos indios colaboraban de buen grado con los
jesuitas, pero no mostraban interés por quedarse en las provincias para poblar.
Algunos de los que fueron como milicianos en 1734, a los pocos meses de estar
en la península tuvieron que ser enviados al Yaqui porque estaban ya ansiando
por el retorno a su tierra. El empleo de
estos indios les permitía a los jesuitas responder a las necesidades más
apremiantes de refuerzo humano del grupo conquistador, sin que creciera la colonia a un ritmo mayor que sus recursos de
subsistencia. Sabemos que los cochinees
playanos tenían verdadera aversión a los indios de la contracosta
continental que muchas veces acompañaban a los pescadores de perlas y tal vez
la participación de los yaquis como tropas auxiliares del presidio de Loreto
haya contribuido a generalizar entre los californios un sentimiento de
desconfianza y rechazo hacia los indios forasteros. El caso es que los
religiosos prefirieron siempre utilizar como sirvientes de las misiones a los
propios indios lugareños y sólo
ocasionalmente, sobre todo cuando se procedía a hacer una nueva fundación, se
auxiliaron de “indios sirvientes de la otra banda”, aunque nada más para el
efecto de que se ocuparan éstos de disponer nuevas tierras para la agricultura
y hacer las primeras siembras en la localidad. (109)
Llegó
el tiempo en que la corona se ocupó
expresamente del asunto del poblamiento por juzgar que era necesario que la
conquista fuera apoyada por vecinos
españoles. En una real cédula del 13 de noviembre de 1744, el monarca ordenó
que se fundara en California una villa de gente española para que sirviera de
refugio a los misioneros en caso de una sublevación indígena. (110)
Diez años antes se
habían revelado los pueblos del sur, así que la misma experiencia indicaba que
no era una prevención ociosa la medida propuesta por la corona. Pero los
jesuitas adujeron que, pese a todo, al mandato del rey se
oponía la imposibilidad absoluta de
cumplirlo. Al respecto escribió a las autoridades del virreinato Jacobo
Sedelmayr, jesuita misionero de Sonora, conocedor de los problemas de
California, siendo notar que el medio físico de la península era de suyo
ingrato, poco productivo, y que se padecía allí una escasez crónica de víveres
no obstante las remisiones que se hacían del exterior. (111)
Luego, el provincial
Cristóbal de Escobar y Llamas se dirigió
al soberano exponiéndole la situación de esta forma:
[Si] en otras partes ha
sido muy útil y de buenos efectos… formar poblaciones de españoles… que
amansen y reduzcan a policía a los indios y
sean de resguardo a los misioneros en las sublevaciones, no tiene cabida
en esta provincia [de California] porque no produce frutos proporcionados para
conservar estas poblaciones, pues no es suficiente su producto a mantener [ni
a] los mismos naturales. (112)
Seguramente
las razones se juzgaron contundentes, ya que en lo sucesivo no se volvió a
insistir oficialmente en el asunto. No se insistió más en que se trasladaran a la península grupos
de inmigrantes, pero la formación de una colonia española al margen del sistema
misional pudo efectuarse, no obstante los recelos jesuíticos y las condiciones
desventajosas del medio. De los mismos soldados que solicitaban su retiro o de
los artesanos llevados por los misioneros con alguna finalidad específica
fueron resultado poco a poco los que podríamos llamar colonos independientes.
Mientras éstos sólo se dedicaron a explotar pequeños predios rústicos dispersos
en la vastedad enorme del territorio peninsular, su presencia y actividades no
riñeron con la organización general de la provincia y contribuyeron, en cambio,
a aligerar la carga económica que, de otra suerte, habría supuesto su
manutención. Pero cuando alguno de ellos creyó llegado el momento de formar una
población secular, sustraída al control de los misioneros, éstos no pudieron evitar
que un nuevo tipo de poblador quedara
integrado a la colonia californiana.
Ese fue el caso de Manuel de Ocio,
antiguo soldado del presidio de Loreto que después de hacer una regular fortuna
con la pesca de perlas en unos placeres situados a la altura de la misión de
San Ignacio, (113) se
estableció como minero y formó en el sur, entre
las misiones de Nuestra Señora del Pilar de la Paz y Santiago, el real
de minas de Santa Ana. La fundación de este real se efectuó el año de 1748
y durante algún tiempo fue aquél el
único poblado no misional existente en California. (114) Años más tarde en 1756, salieron
de Santa Ana algunas familias para fundar, en un paraje cercano, un segundo
real, que recibió el nombre de San
Antonio. Ocio empleó en sus trabajos mineros a otros sujetos de los que ya
estaban en la península y llevó por su cuenta a algunos de tierra firme, muchos
de los cuales se retiraron luego huyendo
de las condiciones verdaderamente difíciles en que tenían que trabajar y
del aislamiento de aquellos lugares. Los jesuitas no favorecieron a Ocio y sus
gentes, pero tampoco tuvieron autoridad alguna para expulsarlos de la provincia
ya que no se trataba de empleados de las misiones. La formación de los reales
de minas, además, resultaba provechosa para los intereses del rey y se
conciliaba con lo mandado en la real cédula de 1744.
En realidad, los padres no podían
legalmente impedir a los españoles el acceso a la provincia y lo que hacían
para evitar el paso de colonos era más bien negar a éstos ayuda de las
misiones; vale decir que los misioneros obstaculizaban el asiento de los
pobladores no tanto por la acción cuanto
más por la omisión. Con los colonos de Santa Ana y San Antonio se procedió de
la misma manera. Ante el hecho consumado del establecimiento de estos núcleos
de población, los padres no mostraron empeño alguno en auxiliar a los colonos, altos
que los ministros de las misiones cercanas se resistieron en un principio a
venderles comestibles y otros efectos necesarios para la subsistencia, bajo el
argumento de que esas provisiones eran indispensables para el sostenimiento de
los neófitos. Reconoce Clavijero que así
procedían los padres “para obligar de esta manera a Ocio a abandonar aquellas minas, poco útiles para él y
muy perniciosas al nuevo cristianismo”.
A la postre, algún comercio hubo entre las misiones y los reales de minas,
siempre en aquella escala, sujeto a muchos regateos y realizado en un ambiente
de tirantez. Entre Ocio y los ministros religiosos se dieron frecuentes
conflictos por motivo de la ocupación de tierras y el aprovechamiento del
ganado alzado, conflictos que trascendieron las fronteras de la provincia,
puesto que lo que de hecho se controvertía era si los intereses misionales
habían de tener preeminencia sobre los de la organización civil o viceversa. (115)
Sin
posibilidad de echar mano de los nativos californios para los trabajos de las minas, (116)
Ocio erigió su
desmedrado feudo explotando a los operarios que consiguió enganchar en la costa
contra y que luego mantuvo como “cautivos de Argel”, según diría más tarde un
testigo. (117)
A ellos tocó jugar la parte que en otras
circunstancias habría correspondido a los indígenas de origen local; famélicos,
mal pagados y peor tratados, los operarios de las minas terminaron por
convertirse en parias. Elocuente es el cuadro
en que baegert describe la desventurada condición de estos colonos cuya
miseria sirvió para el enriquecimiento de Ocio:
Los que viven en estas
minas –dejó asentado el jesuita-, grandes y chicos, blancos y negros, todos
juntos, suman a lo más unas 400 almas, y son, en parte, españoles nacidos en América, en parte indios del otro lado del Golfo, porque los
indígenas californianos tiene tan pocas ganas de dejarse enterrar vivos por la
plata, como [de] ahogarse por las perlas. La pobreza y la miseria son mucho más
grandes que el número de estos mineros; la tierra sólo produce un pasto un poco más abundante que en otras parte, pero la
poca plata no alcanza para traer el pan desde el otro lado del mar, de modo que
la mayoría de estos mineros pueden hablar de buena suerte si consiguen comer,
además de su carne, una tortilla algunas veces al año. Ha habido allí familias españolas que se vieron en la
necesidad de buscar el sustento vagando por los campos como los indios. Como es
la alimentación, así es la ropa, y
muchos de los niños ya crecidos de los españoles andan en las minas como los
californios, es decir, más que semidesnudos. ((118)
Quizá
por todo este cúmulo de experiencias tenidas desde el momento en que se
fundó el real de Santa Ana, el inicio de
la explotación minera no atrajo, como en otras partes, a grandes masas de
pobladores; pero de todas formas la minería le dio a la colonización civil de
California el impulso que no le habían
dado los jesuitas. En 1755 apenas pasaban de dos ciento los pobladores no
indígenas que radicaban en Loreto. (119) La más antigua de las misiones
californianas y la que siempre tuvo una mayor población forastera dado que era
sede del presidio y base de la marinería. (120) Por esa misma fecha había ya en el
real de Santa Ana, fundado, como se ha dicho, en 1748, veintidós familias
establecidas, además de doscientos operarios que trabajaban en las minas de
Ocio llamadas El Triunfo de la Cruz, San Pedro, San Pablo y San Nicolás. (121) Hacia el año en que salieron los
jesuitas de la península vivían en el distrito minero del sur unas
cuatrocientas personas en total, entre las que se contaban “algunos soldados
jubilados o antiguos vaqueros de las misiones”, que se dedicaban al gambusina y
que no sumaban más de una media docena. Sin embargo, la población forastera de
california seguía siendo en conjunto considerablemente escasa. Los padrones
formados a la salida de los padres de San Ignacio, que incluían “hasta los
párvulos recién nacidos”, arrojaron la cifra
total de 7 888 habitantes, “entre españoles, indios y demás sectas”. (122)
Si de esta
cantidad deducimos el número de 7 149
individuos, correspondiente a los indios californios adscritos a las misiones,
veremos que la población formada por españoles –o, en general, personas de
origen europeo- y demás castas se
reducía para entonces a 739 individuos.
Las fuentes históricas documentales que
conocemos parecen indicar que en
California se produjo el mestizaje
producto de la unión de indios californios con individuos de otros grupos
étnicos. El hecho, de ser cierto como lo suponemos, se explicaría por la
reducida población forastera que siempre existió en la península, la estrecha
vigilancia que ejercían los sacerdotes para evitar uniones fuera de matrimonio,
la política jesuítica de favorecer la
inmigración de mujeres españolas y la misma vida en buena parte nómada que
siguió llevando la mayoría de los californios. Los casos de mestizaje que seguramente se dieron
no alcanzaron la cuantía necesaria para
originar un grupo étnico derivado que pudiera distinguirse frente a los
demás que existían en la región y es de suponerse que los pocos mestizos que
aparecían por allí se integraban más bien a los grupos indígenas y terminaban
por confundirse con ellos.
Hasta
donde llegan nuestras noticias, fue en 1702 cuando se produjo el primer
matrimonio de un español con una india california. El hombre era un soldado de la tropa presidiar llamado José
Pérez, conocido más bien por el mote de Poblano. Poco tiempo tenía de celebrado el matrimonio cuando,
llegada la temporada de las pitahayas, la
mujer huyó al campo con los suyos, dejando abandonado al marido. Éste,
indignado, decidió ir a buscar a su mujer para obligarla a volver a casa. Habiendo encontrado a la huida, el soldado quiso llevársela
por la fuerza y, en el lance, mató a un anciano californio, siendo a su vez muerto el español por los parientes de la
esposa. (123)
Este acontecido
resulta interesante porque exhibe las dificultades que hubo en un principio
para formalizar una unión conyugal de este tipo.
Probablemente los pescadores de perlas,
los piratas y los marinos del galeón de Filipinas dejaron alguna descendencia
en sus incidentales visitas a California. El padre Nápoli refiere que en la
parte sur de la península vio individuos
altos, bien proporcionados, “gordos y muy blancos y bermejos”, que se antojaron
hijos de europeos, pues los jóvenes particularmente le parecían “ingleses o
flamencos por la blanqueza y colorado”.
Venegas da por cierta la presencia temprana de algunos mulatos y mestizos en la región meridional y se
hace eco de la suposición de que fueron
dejados allí por los barcos piratas. Nos
desconciertan y obligan a suspender el juicio algunos algunos datos consignados
en crónicas de la época, como el de que uno de los promotores de la rebelión de
1734 llamado Chicori era mulato. Tan
sólo peguntas sin respuestas nos suscita también el hecho de que el Archivo Histórico “Pablo L.
Martínez”, de La Paz, B.C.S., se halle una concesión de tierras hecha en 1768 en favor de un individuo de nombre
Ignacio Harris, -hijo de inglés e india-. (124) Ante la duda preferimos pensar que
este mestizo no era nativo de California y, por tanto, no era hijo de una india
perteneciente a los grupos autóctonos.
El que buena parte de los soldados haya
llevado a sus esposas a la
península nos indica que desde los años iniciales
deben haber nacido los primeros criollos californianos. Éstos llegaban a ser
generalmente militares, como el hijo de Esteban Rodríguez Lorenzo, que fue incluso
capitán del presidio, como su padre.
También se les ocupaba en los empleos de marinería. Fray Francisco palou
dice que los tripulantes de la lancha en que se embarcaron los frailes
fernandinos que fueron a la península a
sustituir a los jesuitas era, “los más de ellos, criollos de la
California”. (125) Debido
al arraigo de pobladores en los reales de minas, allí debe haberse formado una
población criolla no exclusivamente española sino descendiente también de
inmigrantes mulatos, mestizos e indios.
NOTAS
Del
Río, Ignacio, Conquista y Aculturación
en la California Jesuítica 1697-1768, México, UNAM, 1984., Instituto de
Investigaciones Históricas, Serie Historia Novohispana/número 32, p. 115-164
1.-
Como toda entidad histórica, la institución misional transformó con el tiempo
su contenido y función. Como un ejemplo de ello mencionaremos aquí que,
durante el siglo pasado, cuando ya en varias de las misiones de la península
de California se había extinguido totalmente la población indígena, bastó la
presencia de un misionero para que, por algún tiempo, subsistieran las
antiguas relaciones de propiedad de la misión sobre tierras y otros medios o
instrumentos de producción. Fue el gobernador Luis del Castillo Negrete el
que obró más enérgicamente para
cancelar esta anómala situación luego de declarar, en un decreto suyo
expedido el 11 de julio de 1841, que “donde
no hay comunidad de neófitos no hay misión”, que “los bienes raíces de las fenecidas comunidades de neófitos por
derecho de reversión pertenecen a la República” y que “tales bienes son nacionales colonizables”.
Vid. Ulises Urbano Lassèpas, De la
colonización de la Baja California y decreto de 10 de marzo de 1857… Primer
memorial, México, Imprenta de Vicente García Torres, 1859, 250 p., p.
18-19 y 212. Más tarde, el nombre de misión terminó por aplicarse, según se
hace hoy en día, so sólo en la península de california sino también en otras
zonas del norte de México, a una unidad material que quedó como testimonio de
la desaparecida institución: el templo misional. 2.- Dunne, Peter
Masten, Black Robes in Lower
California, 2nd printing, Berkeley and Los Angeles, University
of California Press, 1968, XIV-540 p., map (Library Reprint Series)., pp.
137-138. 3.-
Tomamos los datos de las distancias de W. Michael Mathes, Las Misiones de Baja California. Una
reseña histórico-fotográfica. The Mission of Baja California. An
Historic-Photographic Survey, 1683-1849, ed. Bilingüe inglés-español, La
Paz, B.C.S., Gobierno del Estado de baja California Sur/H. Ayuntamiento de La
Paz, 1977, 210 p., ils., mapa, p. 109, 113 y 121. 4.-
Los misioneros llamaban a veces “pueblos
de visita” al principal de los parajes utilizados por cada ranchería para
acampar. 5.-
Carta de Salvatierra a Juan de Ugarte: Real
de Nuestra Señora de Loreto, 27 de noviembre de 1697, en Documentos para la historia de México, 2ª serie, p. 127. 6.-
Memorial de Salvatierra a la real
audiencia de México: Real de Loreto Conchó: 1 de marzo 1700, BNM, AF
3/42.3, f. 8 v. 7.-
Autos de visita: 1755, Universidad
de Texas, Austin, Colección W. B.
Stephens 67, f. 107. 8.- Se publican
en The Drawings of Ignacio Tirsch. A
Jesuit Missionary in Baja California, narrative by Doyce B. Nunis Jr.,
trans. By Elsbeth Schulz-Bischof, Los Ángeles, Dawson´s Book Shop, 1972, 126
p., ils. (Baja
California Travel Series, 27), p. 45 y 47. 9.-
Carta de Echeverría al marqués de
Villapuente: Loreto, 28 de octubre 1729, en BNM, AF 4/55.1, f. 1. 10.- op. cit., p. 157. 11. - Ibid. P. 157-158. 12.-
Los datos anteriores han sido tomados de autos
de visita: 1755, Universidad de Texas, Austín, Colección W. B. Stephens 66, f. 390, y 67, f. 101-103, 105-106,
108-112, 163, 195, 205-207, 213, 215-217 y 219. 13.-
Ibid. 14.-
Ortega González, Rutilio, La California
de los jesuitas, tesis profesional, México, El Colegio de México, Centro
de Estudios Históricos, 1973 xii-282 p., p. 136 y s. 15.-
Op. cit., p. 169. 16.-
Respuestas de Luyando al padre Venegas,
México, 11 de enero de 1737, BNM, AF 4/60.1, f. 2. 17.-
Taraval, Sigismundo, Historia de las
misiones jesuitas en la California Baja, desde su establecimiento hasta 1737 (obra
manuscrita), Biblioteca Newberry de Chicago, Colección Ayer, ms.29 873. 18.-
Venegas, Miguel, El apóstol mariano.
Vida admirable de V.P. Juan María de Salvatierra, conquistador apostólico de
las Californias (obra manuscrita) AGNM, Historia, 300. 19.-
Carta al visitador Echeverría: San
José de los Coras, 9 de diciembre 1730, AGNM, Historia 308, f. 473-473 v. 20.-
Venegas, Miguel, Noticia de la
California y de su conquista temporal y espiritual hasta el tiempo presente, 3
vls., México, Editorial Layac, 1994, mapas, apéndice documental. 21.-Baegert,
op. cit., p. 166. 22.-
Villavicencio, Juan Joseph de, Vida y
virtudes del venerable y apostólico padre Juan de Ugarte, de la Compaña de
Jesús, misionero de las islas Californias y uno de sus primeros
conquistadores… México, Imprenta del real y más antiguo Colegio de San
Ildefonso, 1752, [12] 216 p. 23.-
Taraval, op.cit., parágrafo 103. 24.-
Ibid., parágrafo 256. 25.-
Al principio, en efecto, los padres mismos era los que hacían los repartos de
comida; después esa tarea se fue dejando a los indios gobernadores. Vid. Barco, Miguel del, Historia natural y crónica de la Antigua
California, [Adiciones y correcciones a la Noticia de Miguel Venegas], ed.,
estudio preliminar, notas y apéndices de Miguel León Portilla, México, UNAM,
Instituto de Investigaciones Históricas, 1973, 1xxvi-466 p., ils., mapa
(Serie de Historiadores y Cronistas de Indias, 3). 26.-
Op. cit., parágrafo 4. 27.-
Op. cit., p. 165. 28.-
Informe de Mayorga: San Juan, 20 de
octubre 1720, BNM, AF/ 3/51.1, f. 2 v. 29.-
Carta de Jaime Bravo al marqués de
Villapuente: Loreto, 1 de abril 1731, BNM, AF/ 4/56.1, f. 2. 30.-
Hacía 1755, al morir los padres José Gasteiger y Pedro Nascibem, que
administraban las misiones de Guadalupe y Mulegé, dichas misiones quedaron al
cargo del padre Benno Ducrue, La Purísima estuvo al cargo del padre Francisco
Inama, que al mismo tiempo obró como ministro de San José Comondú. Autos de visita: 1755, Universidad de
Texas, Austin, Colección. B. Stephens 67,
f. 206. 31.-
Algunos datos sobre la personalidad y la labor de Mugazábal, en AGNM, Historia 21, f. 187 v.- 188. 32.-Decrme
proporciona una lista de ellos en op.
cit., vol. II, p. 543-544; la reproduce con algunas correcciones Dunne, op. cit., p. 452-453. 33.-
Op. cit., p. 51. Diez eran las
rancherías que entonces pertenecían a
la misión de Loreto y doce las de San Francisco Javier, algunas distantes
quince y más leguas de su respectiva cabecera misional. Vid. Ibid., p. 53-54. 34.-
Carta de Piccolo al padre Basaldúa: Santa
Rosalía de Mulegé, 10 de enero 1717, en Píccolo, op. cit., p. 200. 35.-
Razón de la entrada…, en Bravo et al., op. cit., p. 50-51. 36.-
Informe de Wenceslao Link al visitador [¿San
Borja, 1762?], AGNM, Historia 21,
f. 192-192 v. 37.-
Ibid. 38.-
Op. cit., p. 301. 39.-
Carta de Link al procurador Juan de
Armesto: San Borja, 16 agosto 1767, BNM, AF 4/70.1, f. 1 v.-2. 40.-
El Apóstol…, parágrafo 321. 41.-
Ibid. 42.-
Venegas, Noticia…, vol. II, p. 158;
Clavijero, Francisco Javier, Historia
de la Antigua o Baja California, red. De la trad. De Nicolás García de
San Vicente, estudios preliminares de Miguel León-Portilla, México, Editorial
Porrúa, 1970, xlii-246 p. (Colección “Sepan cuántos…”, 143.) 43.-
Carta de Salvatierra a Juan de Ugarte;
Loreto, 1 de abril 1699, AGNM, Historia
21, f. 54 v.-55. 44.-
Bravo, Jaime et al., Testimonios
sudcalifornianos. Nueva entrada y establecimiento en el puerto de La Paz,
1720, ed., introd. Y notas de Miguel León-Portilla, México, UNAM,
Instituto de Investigaciones Históricas, 1970, 120 p., mapas (Serie Documental, 9). 45.-
Carta de Jaime Bravo al marqués del
Castillo de Aysa; Loreto, 10 de marzo de 1742, AGNM, Provincias Internas 87, f. 187-187 v. Vid. También Bayle, Historia…,
p. 189. 46.-
Vid., por ejemplo, carta de Píccolo a Bravo: San
Patricio, 18 de diciembre 1742, en Píccolo, op. cit., p. 193. 47.-
Vid. Barco, Miguel del, Historia natural y crónica de la Antigua
California [Adiciones y correcciones a la Noticia de Miguel Venegas], ed.
Estudio preliminar, notas y apéndices de Miguel León-Portilla, México, UNAM,
Instituto de Investigaciones Históricas, 1973, lxxvi-466 p., ils., mapa
(Serie de Historiadores y Cronistas de Indias, 3). 48.-
Ibid., p. 283. 49.-
Se dice que en uno de los pueblos de visita de Santa Rosalía de Mulegé
llegaron a acarrearse para tal efecto hasta ciento sesenta mil cargas de
tierra. Vid. Villavicencio, op. cit., p. 82. 50.-
Op. cit., p. 176. 51.-
Memorial del Provincial Cristóbal de
Escobar y Llamas sobre las misiones de California: 1745, AGNM, Reales Cédulas 67, f. 107. Un borrador
de este documento en AGNM, Misiones 27,
f. 275-294. 52.-
Venegas, Noticia…, vol. II, p. 158. 53.-
Por ejemplo en Santa Gertrudis y San Francisco de Borja, según lo afirma Del Barco, op. cit., p. 301-302. 54.-
El apóstol…, parágrafo 321, y Noticia…, vol. II, p. 158. Vid.
También Clavijero, op. cit, p. 111.
Al respecto conviene destacar el hecho de que, en la épocamisional jesuítica,
se propició la cercana convivencia de rancherías indígenas diversas. En San
José del Cabo el ministro religioso juntó “varias rancherías vagantes” y
formó con ellas “dos pueblos”, es decir, dos unidades mayores. Así también en
Guadalupe, veinte rancherías fueron reducidas por el ministro del lugar “a
cinco pueblos”. Vid. Venegas, Noticia…,
vol. II, p. 212 y 268. El padre Juan Bautista Luyendo afirma que las
treinta rancherías que había originalmente en San Ignacio las redujo a “unas
doce”. Respuestas dadas a Miguel
Venegas: México 11 de enero de 1737, BNM, AF 4/60.1, f. 1 v. En 1755 se
registró la existencia de sólo siete rancherías en esta misma misión de San Ignacio. Puede, así,
postularse que, bajo el influjo de las misiones, las rancherías indígenas se
recompusieron continuamente y tal vez hayan tendido a perder su carácter de macro
unidades sociales diferenciadas. 55.-
Carta de Nicolás Tamaral al visitador
[1739], AGNM, Historia 21, f. 171
v. 56.-
Ibid. 57.-
Ibid, f. 172. 58.-
Fue el caso de La Purísima. 59.-
op. cit., p. 163. 60.-
Noticia…, vol. II, p. 340. 61.-
Vid. Descripción de las Californias…
por Guillermo Stratford, en Roberto Ramos (ed.), Tres documentos sobre el descubrimiento y exploración de baja
California por Francisco María Píccolo, Juan de Ugarte y Guillermo Stratford,
México, Editorial Jus, 1958, x-70 p. (Documentos para la historia de Baja
California, 1), p. 57. 62.-
Informe del padre Julián de Mayorga al
provincial; San Juan, 20 octubre 1720, BNM, AF 3/51, f. 1 v. 63.-
Carta al Virrey: Loreto, 14 de
febrero 1730, AGNM, Historia 308,
f. 469 v. 64.-
San José de Comondú tenía dos pueblos de visita; en uno –San Ignacio- no
había más que un aposento para el padre, en tan malas condiciones que si no
se caía solo, decía el padre Mayorga, sería menester derribarle; en el otro
–San Juan- había una piececilla para el padre y una despensilla, ambas piezas
bien malas, y una iglesia empezada y muy a sus principios”. Informe de Mayorga al provincial: San
Juan 20 de octubre 1720, BNM, AF 3/51.1, f. 1 v. 65.-
Autor de visita: 1755, Universidad
de Texas, Austin, Colección W.B.
Stephens 66 y 67. 66.-
Ibid, 67, f. 110-112, 163, 207 y
213. 67.-
Ibid. 68.-
Miguel Costansó, Diario histórico de
los viajes de mar y tierra hechos al norte de la California, escrito por…. En
el año de 1770, México, Ediciones Chimalistac, 1950, 73 p., p. 22-23. 69.-
Op. cit., p. 95. 70.-
Vid. Venegas, Noticia…, vol. II, p. 158. 71.- Ibid. 72.- Vid.
Baegert, op. cit., p. 165. 73.-
Venegas, Noticia…, vol. II, p. 158. 74.-
Op. cit., p. 398. Vid. También Baegert, op. cit., p. 164. 75.- Baegert, op. cit., p. 163. 76.- Vid. Ibid.,
p.
165. 77.-Ibid. 78.-
Op. cit., p. 325-326. 79.-
Carta al visitador [1730], AGNM, Historia 21, f. 173. 80.-
Autos de visita: 1755, Biblioteca
de la Universidad de Texas, Austin Colección W.B. Stephens 67, f. 112. 81.-
Ibid., f. 213. 82.-
Ibid., f. 111. 83.-
Vid. Bravo, Razón de la entrada…, en Bravo et al., op. cit., p. 64; Del Barco, op. cit., p. 282 y 301, y
Clavijero, op. cit., p. 97. 84.-
Venegas, Noticia…, vol. II, p. 161. 85.-
Ibid. 86.-
Autos de visita: 1755, Biblioteca
de la Universidad de Texas, Austin, Colección
W. B. Stephens 67, f. 217. 87.-
Relación del descubrimiento del golfo
de California… por el padre Juan de Ugarte…, en Roberto Ramos (ed.), Tres documentos…, p. 18-19. 88.-
Del Barco dice que los soldados solamente dirigían el trabajo de las
cuadrillas. Op. cit., p. 302. 89.-Carta de José Rotea al visitador [¿1762?],
AGNM, Historia 21, f. 195 v. 90.-
Ibid., f. 196. 91.-
Carta de Tamaral al visitador [1730],
AGNM, Historia 21, f. 167 v. 92.-
Respuestas del padre Juan Bautista
Luyando…: México, 11 enero 1737, BNM, AF 4/60.1, f. 2-2 v. 93.-
Carta al visitador [¿1730?], AGNM, Historia 21, f. 170 v.-171 v. 94.-
Carta de Tamaral al padre Echeverría: San
José de los Coras, 9 diciembre 1730, AGNM, Historia 308, f. 472 v. 95.-Del
Barco, op. cit., p. 302. 96.-
Ibid., p. 126-127. 97.-
Carta a Juan de Ugarte: 3 julio
1698, AGNM, Historia 21, f. 40. 98.-
Carta de Salvatierra a Juan de Ugarte: 1
de abril de 1699, AGNM, Historia 21, f.
41. 99.-
En julio de 1699, un solo soldado vivían en California acompañado de su
mujer, pero se esperaba que pronto llegaran otros con sus respectivos
cónyuges. Carta de Salvatierra a Juan
de Ugarte: 9 de julio 1699, AGNM, Historia
21, f. 77-77 v. 100.-
Ibid., f. 77 v. 101.-
Memorial dirigido a la audiencia de
México: Loreto Conchó, 1 de marzo de 1700, BNM, AF 3/42.3, f. 8. 102.-
Carta de Salvatierra al provincial
Francisco de Arteaga [Loreto
1701], AGNM, Historia 21, f.
108-108 v. 103.-
Carta de Píccolo al procurador general:
México, 22 de mayo 1702, en Píccolo, op.
cit., p. 110. 104.-
Los pescadores de perlas tenían frecuentes contactos con los indios playanos. Aunque los jesuitas
recomendaban a los indios que se retiraran de las playas cuando vieran
llegar alguna embarcación pesquera, no
lograron los padres evitar del todo que hubiera tratos entre los indios y los
pescadores. A estos últimos servían los nativos de buzos a cambio de
regalillos tales como cuchillos y abalorios. No pocas veces los pescadores de
perlas cometieron actos de agresión,
en contra de las rancherías playanas y tampoco fue infrecuente que los
visitantes fueran atacados por los nativos. El padre Consag dice que los
pescadores de perlas solían hurtar niños californios y abusar de las mujeres
indígenas, lo que el religioso denunciaba como actos que, además de ser
injustos, perjudicaban la obra de cristianización. Vid. Derrotero del viaje que… hizo el P. Fernando Consag…, en
Venegas, Noticia…, vol. III, p.
118. 105.-
Venegas, El apóstol…, parágrafo
307. 106.-
Memorial de Juan maría de Salvatierra: México,
25 mayo 1705, en Venegas, Historia…, vol.
II, p. 109. 107.-
Del Barco, op. cit., p. 257-258;
Venegas, Noticia…, vol. II, p. 129
y Villavicencio, op. cit., p. 89. 108.-
Lista de la tropa e indios… que
sirvieron en la sublevación de algunas misiones de Californias: 1735,
AGNM, Californias 80, f. 33-45. 109.-
Las primeras siembras que se hicieron en Todos Santos, el año de 1723, fueron atendidas por indios
sirvientes originarios de la provincia de Sinaloa. Todos Santos era entonces
pueblo de visita de la misión de Nuestra Señora del Pilar de la Paz. Relación del padre Jaime Bravo: Pilar de la Paz, 21 de junio 1724,
BNM, AF 4/54.1, f. 1-1 v. 110.-
Real Cédula: Buen Retiro, 13 de
noviembre de 1744, en Venegas, Noticia…,
vol. II, p. 316. 111.-
José Ortega, Historia de Nayarit,
Sonora, Sinaloa y ambas Californias, pról... de Manuel Olaguíbel, México,
Tipografía de E. Abadiano, 1887, x-564-vi p., p. 463 y s. 112.-
Memorial del provincial Cristóbal
de Escobar y Llamas: México, 30 noviembre 1745, AGNM, Reales Cédulas 67, f. 107-107 v.
Baegert decía que en California solamente podían vivir “tres clases de seres
humanos”: los religiosos, que lo
hacían por caridad cristiana; “unos cuantos españoles pobres”, que no
hallaban dónde más ganarse la vida, y “los californios mismos, para los
que todo resulta bueno… porque no conocen nada mejor”. Op. cit., p. 64-65. 113.-
Del Barco, op. cit., p. 141-142. 114.-
Ibid., El sitio de Santa Ana había
sido descubierto desde 1721 por el padre Ignacio María Nápoli, quien construyó allí casa y
capilla para empezar a atraer a los naturales. Vid. Venegas, Noticia…, vol.
II, p. 244. Los jesuitas no perduraron
en el lugar. 115.-
Sobre estos conflictos. Ignacio Alejandro del Río Chávez, El régimen jesuítico de la Antigua
California, tesis profesional, México, UNAM, Facultad de Filosofía y
Letras, 1971, xv-262 p., p. 195-199. También Jorge Luis Amao Manríquez, Minas y mineros en Baja California,
1748-1790, tesis profesional, México, UNAM, Facultad de Filosofía y Letras, 1981, 143 p., passim. 116.-
Los misioneros no dejaban que los indios fueran a los reales de minas y el
virrey I conde Revillagigedo igüedobió
a los mineros que entraran a las misiones. Del Barco, o. cit., p. 326-327. 117.-
Joaquín Velázquez de León, Descripción
de la Antigua California: 1768, transcripción, presentación y notas de
Ignacio del Río, La Paz, B.V.S., H. Ayuntamiento de La Paz, 1975, 52 p.
Colección Cabildo, 2, p. 33. 118.-
OP. cit., p. 62. 119.-Autos de visita: 1755, Biblioteca de
la Universidad de Texas, Austin, Colección
W.B. Stephens 67, f. 112 y 163. 120.-
En 1740 se estableció en San José del cabo una corta partida militar de base; la escuadra del sur. 121.-
Adrián Valdés, Historia de la Baja
California, 1850-1880, pról. de Miguel León Portilla, México, UNAM,
Instituto de Investigaciones Históricas, 1974, 246 p. (Serie Documental, II.
Testimonios Sudcalifornianos, 2), p. 114, nota 15. 122.-
José de Gálvez Informe general que en
virtud de real orden instruyó y entregó el excelentísimo señor marqués de
Sonora… con fecha 31 de diciembre de 1771, México, Sección de Fomento del
Ministerio de Educación, 1867, 412 p., p. 143. 123.-
Carta de Salvatierra al fiscal Miranda:
15de septiembre 1702, AGNM, Historia
21, f. 138 v. También Venegas, Noticia…,
vol. II, p. 83. 124.-
Archivo Histórico “Pablo L. Martínez”, La Paz, B.C.S., Ramo I, Aspecto económico, ley. 9, doc. 4. 125.-Francisco
Palo, Noticias de la Nueva California, 2
vols., México, Imprenta de Vicente García Torres, 1857 (Documentos para la
Historia de México, Cuarta Serie, VI vi), vol. I, p. 14. |
----------------------------------------------------------------------------------------
No hay comentarios:
Publicar un comentario