jueves, 6 de junio de 2024

 

Conquista y Aculturación

en la California Jesuítica

1697-1768


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TIERRA DE MISIONES

Misiones y misioneros

La organización dada por los padres de la Compañía de Jesús a la provincia de California tuvo por base la misión. Ésta representó, a lo largo del periodo jesuítico, una institución hegemónica y ordenadora que dio sentido a todas las demás instituciones que en ese entonces fueron introducidas y desarrolladas por los jesuitas en el ámbito peninsular. Puede decirse que la misión adquirió ese carácter de institución dominante precisamente por su eficacia: en ella se apoyó la entrada y gracias a ella se aseguró la permanencia. Pero fue así también que, aparte de haber favorecido la penetración y el establecimiento de núcleos coloniales en la península, en la medida que alcanzó estos objetivos el sistema de misiones cobró una relativa estabilidad y, con ello, una nueva dinámica de autoafianzamiento. Mientras los jesuitas permanecieron en California lograron hacer que la idea misional, es decir, la de que había de convertir a los indios al cristianismo y mantenerlos luego como cristianos practicantes, se convirtiera en el principio rector de las más decisivas instancias de organización de la provincia, ya en el nivel local dominado por cada una de las unidades misonales, ya en el de todo el espacio peninsular sobre el que se fue extendiendo el sistema de misiones.

         Para definir la institución misional es necesario no desatender a los fines explícitos de la misma, los relativos a la evangelización de los indios, aunque desde luego esto no baste para caracterizar a esas complejas realidades socioeconómicas que fueron las misiones.  El objetivo religioso, a más de ser un imprescindible elemento de legitimación del sistema misional, fue un principio básico para la acción de los misioneros, la que, a su vez, incidió en los procesos de estructuración social y de desarrollo económico de las misiones. Una interpretación puramente teleológica en nada contribuiría a explicar la realidad histórica que se vio encauzada por la institución; pero tampoco puede excluirse enteramente del análisis la cuestión de los fines a cuyo logro se esperaba, que sirvieran mayormente las misiones, por más que éstas hayan cumplido de hecho una función múltiple y que, en consecuencia no puedan ser consideradas tan sólo como centros de difusión religiosa.

         No hay duda de que el término misión alude, en principio, a un cometido concreto: el que cumple un ministro religioso de procurar la evangelización de grupos humanos originalmente ajenos a cristianismo. Pero también es claro que, al aplicarse a los pueblos llamados de misión, el término sufre una transformación semántica y refiere ya no sólo la función sino también el ámbito en que la función se cumple y la organización social que permite su cumplimiento. El pueblo que se forma para propiciar la evangelización y  como resultado del avance de ella constituye así una misión, con lo que ésta adquiere una dimensión social y aun se materializa en un espacio físico. De allí que el lenguaje común el referente pueda ser, además del hecho mismo de la prédica religiosa, un lugar concreto –la cabecera misional- con sus instalaciones materiales, o un sector específico de población –el que forman básicamente el ministro religioso y los indios catecúmenos o ya cristianos que se hallan a su cuidado en la cabecera y, en general, en los territorios aledaños a la misma.

         Más que un desplazamiento del significado, estos diferentes usos del término implican la necesaria unidad de los varios elementos que definen históricamente a la institución: a) la función esencialmente evangelizadora, b) la comunidad que participa activa y pasivamente en el proceso de evangelización, c) la organización social que se adopta para que este proceso se desarrolle con el más alto grado posible de eficacia, y d) el espacio geográfico que es sede de la comunidad misional, así como todos los elementos de carácter material que posee dicha comunidad y que le permiten a ésta formar, afianzar y conservar sus estructura socioeconómica. Como institución, la misión es, además, una entidad moral a la que dan sustento jurídico, en sus respectivas esferas, tanto el Estado como la iglesia católica, de modo que su existencia y funcionamiento se hallan condicionados decisivamente por factores de carácter más general que los que se generan en el interior de cada una de las unidades misionales. Si en lo interno, el fin de la evangelización representa un principio que tiende a asegurar la congruencia funcional de la institución y de sus bases organizativas y materiales, en lo externo es la asunción de ese fin como vigente lo que,  en última instancia, lleva al Estado y a la iglesia a favorecer la conservación de una comunidad bajo el estatus de pueblo de misión. (1)

            Respecto a la organización misional de la Antigua California dice Peter Masten Dunne que, en algunos aspectos, fue resultado de los métodos de organización utilizados por los jesuitas en todos sus establecimientos misionales, donde quieran que estuviesen; pero que tuvo a la vez un carácter único debido a la autoridad que ejercieron los misioneros sobre los soldados y la gente de mar. (2) Esa peculiaridad distintiva que señala el historiador jesuita es desde luego obvia y su significación se advierte sobre todo al considerar las misiones californianas en su conjunto y examinar su funcionamiento  como sistema., El dominio de la institución en la provincia es el del sistema misional, que no sólo integra a los que pudiéramos llamar microsistemas misionales locales, o sea los formados por las cabeceras de misión y sus respectivos pueblos de visita y áreas jurisdiccionales, sino que tiende a englobar a toda la sociedad colonial que se forma en la región. Tan sólo hacia el medio siglo de vida misional, algunos sectores de población, los constituidos por los colonos que se aplicaron a los trabajos mineros, consiguieron desarrollarse fuera del marco institucional de la misión, aunque para hacerlo debió entrar en pugna con los religiosos y someterse a la estrechez que les impuso el sistema socioeconómico de las misiones.

         Si bien los establecimientos misionales de California fueron relativamente pocos, su influencia se dejó sentir con continuidad espacial y temporal en todo el ámbito geográfico de la provincia, desde el cabo de San Lucas hasta, en su momento, aproximadamente el paralelo 30 latitud norte. Por lo limitado de los recursos de apoyo, que, aunque bastantes para, mantener la ocupación, nunca se tuvieron en medida sobrada, y por la escasez de aguas y tierras propias para el cultivo agrícola, difícilmente hubieran podido los jesuitas formar, en los territorios ocupados, un mayor número de cabeceras misionales. Algunas de las misiones estuvieron realmente apartadas unas de otras, como las de Santa María, san Francisco de Borja y Santa Gertrudis, entre las que mediaba respectivamente una distancia de 138, 102 y 89 km. (3) San Luis Gonzaga y Nuestra Señora de los Dolores estaban separadas entre sí por sólo 28 km, pero ambas, por el norte y por el sur, distaban más de cien km de las misiones más cercanas. En unas partes el desierto, en otras los peñascales abruptos y en todas los desolados caminos, en los que no siempre se hallaban aguajes, hacían que estas distancias adquirieran una significación extrema en lo que se refiere al aislamiento de los centros misionales, sin embargo de lo cual la unidad del conjunto de las misiones nunca llegó a disolverse porque, venciendo el alejamiento físico, los padres mantuvieron continuamente la comunicación intermisional y aseguraron así la posibilidad de prestarse una ayuda mutua que no pocas veces resultó decisiva para la subsistencia de algunos establecimientos. Tampoco las distancias afectaron mayormente la uniformidad en el método de gobierno misional ni la conciencia que hubo entre los misioneros de estar participando en una empresa colectiva, con objetivos comunes y que debía acometerse mediante una acción coordinada de quienes era sus principales responsables. Administrada cada misión en forma particular por su respectivo ministro, los recursos provenientes del exterior se manejaron centralizadamente desde la misión de Loreto, por lo que todos los establecimientos, por lejanos que estuvieran, debieron mantener un contacto continuo con dicho centro administrativo, lo que a su vez obró como otro los factores aglutinantes del sistema.

         El poblado misional era una especie de pequeño caserío levantado en derredor de la iglesia y de la morada del misionero. Además de las edificaciones, siempre sencillas y escasas, cada misión tenía por lo común una huerta de frutales y hortalizas, así como terrenos de agostadero para el ganado y tierras para la siembra de maíz, trigo y otros granos. A veces la escasez de agua obligó a emprender cultivos en sitios alejados de la cabecera misional; en tales casos se formaban allí pueblos de visita, lugares que, pese al nombre, no siempre contaron con una población arraigada de fijo. (4)

            Excluidos los efímeros puestos coloniales fundados por los expedicionarios que precedieron a los ministros de San Ignacio, las misiones que estos últimos formaron fueron los primeros centros de población que hubo en el mundo peninsular, habitado originalmente tan sólo por los nómadas californios. Cada fundación misional implicó así, entre otras cosas, la paulatina construcción de todo lo que habría de dar forma material al poblado, que en la mayoría de los casos no fue mucho, lo que no quiere decir que haya requerido poco esfuerzo levantar aquellos pueblos donde prácticamente nada había sido una naturaleza agreste y, en términos generales, hostil a las formas de ocupación que se implantaron por efecto de la expansión misional. Las edificaciones de los pueblos de misión, sobre todo las que se hacían a raíz de la fundación de cada establecimiento, se caracterizaban por su rusticidad y sus modestas proporciones. Loreto fue en un principio una simple trinchera en la que no hubo más que unas tiendas de campaña protegidas por un cerco de ramas espinosas, (5) si bien, ya para el año de 1700, contaba la misión con varias casas de adobe “y otras de estacadas y tierra, todas en orden y bien techadas”. (6) Santa Gertrudis tenía, a los tres años de fundada, una iglesia de veinticinco varas de largo, con paredes de carrizo y lodo, material del que también estaban hechos otros tres aposentitos que había, cuyas puertas estaban cubiertas de cuero, (7) es de suponerse que por falta de madera.

         Con el tiempo, al crecer y mejorar sus construcciones. Algunos pueblos misionales pudieron tener una imagen de mayor formalidad, dentro de su condición siempre rústica, como lo sugieren una pintura de la misión de Santiago y otra de la de San José del Cabo que aún se conservan. (8)


La misión fue fundada originalmente en el lugar que hoy se conoce como “Ensenada de Las Palmas” en el Golfo de California por el Padre Ignacio María Nápoli en 1721. Posteriormente fue trasladada dos veces y finalmente ubicada en el sitio del actual pueblo de Santiago en el sur del estado.

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Esta misión fue creada el 8 de abril de 1730 por el jesuita Nicolás Tamaral y el padre visitador José Echeverría, originalmente la misión se desarrolló cerca de la playa, junto al estero del origen, cambiándose mucho después por considerar el sitio como insalubre.  La misión fue dotada por el gran benefactor de las misiones californianas, el Marqués de Villapuente. A cargo de la nueva fundación quedó el padre Tamaral, quien la inició con éxito ya que durante su primer año bautizó a 1034 pericúes.

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Fundada el 25 de octubre de 1697 por el Padre Jesuita Juan María de Salvatierra, fue cabecera y madre de todas las misiones de las Californias, ya que de la Misión de Loreto salieron los grupos que fundaron lo que hoy conocemos como Arquitectura Misional de Baja California Sur. .

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Loreto, la misión-capital, la de mayor población de todas las californianas, que nunca fue más que un pequeño aunque bien arreglado y quizás atractivo villorrio, fue descrita en el año de 1729 por el padre José de Echeverría como un lugar verdaderamente agradable, tanto por su aspecto físico como por el orden de vida de sus habitantes; decía tal religioso, llevado por evidente entusiasmo, que las misiones y pueblos de Sinaloa parecerían meros arrabales junto a la capital californiana. (9) Hay que admitir que el juicio de Echeverría era, por lo menos en parte, producto de una aptitud complaciente ante la obra misional que se realizaba en la península, pues tenemos por otro lado la opinión de quien pecaba del mal opuesto, el inconmovible padre Baegert, el que afirma, en síntesis, que Loreto se parecía “tan poco a una ciudad, a un fortín o una fortaleza, como una ballena a un búho”. (10) La descripción que el mismo Baegert hace de las construcciones que había en Loreto hacia el final de la época jesuítica, aunque en sí misma pesimista y tal vez sólo parcialmente objetiva, revela la modesta condición que, en lo material, tuvo el poblado que obró como centro administrativo del sistema de las misiones peninsulares. Consistía la habitación del misionero, dice Baegert, “en un pequeño cuadrilátero de un solo piso, ligeramente revocado con cal, con techo totalmente plano”. Junto a la iglesia, construida en parte de “cantera y mezcla”, había “seis cuartitos de tres brazas por cada lado, cada uno con un agujero para la luz”, en los que se hallaban al parecer la sacristía, la cocina y la tienda. Separado de este núcleo, “a la distancia de un tiro de carabina”, había “un techado de zacate” que desempeñaba “el papel de cuarto de guardia y, al mismo tiempo, de cuartel de los soldados solteros”. Lo que se tenía por arsenal y astillero se reducía, según la versión de Baegert, a unas simples enramadas. Hacia la parte poniente del pueblo veíanse “dos hileras de chocitas de lodo”, que ocupaban los indios de la misión, mientras que por el oriente, sobre la arena de la playa, había diseminadas “de dos a tres y media docenas de barracas o casas de  cuartilla, hechas de tierra”, cada una de ellas de no más de una pieza, que servían de alojamiento a las personas y familiares de los soldados casados, los marineros y los oficiales mecánicos. (11)

         Las edificaciones principales de cada pueblo, las que primeramente se procuraba hacer y mejorar dado que constituían una indispensable base material para el cumplimiento de la función religiosa, eran el templo o capilla y la casa del misionero. Los ministros solían conformarse con que esta última fuera mínimamente habitable, aunque careciera de mayores comodidades. Con todo, aun el proceso de mejoramiento de estas construcciones tuvo que ser necesariamente lento y no hay duda de que en todos los casos debieron de pasar varias décadas antes de que algunas de las construcciones originales de adobe y paja fueran sustituidas por otras de materiales más duraderos. En 1755 tan sólo Loreto contaba con una iglesia terminada con cal y piedra; tenía el edificio 54 varas de largo, 7 de ancho y 10 de alto, y parece que el techo era plano, asentado sobre vigas de cedro. También era de cal y piedra, aunque aún no estaban terminadas, la iglesia de San Francisco Javier, que habría de ser de bóveda y cuyos muros estaban por llegar a las cornisas, y la de San José de Comondú, diseñada para que tuviera tres naves. Cada habitación de cal y piedra había en San Luís Gonzaga y se estaba haciendo en Todos Santos; en ambos lugares se tenían ya puestos los cimientos para construir sendas iglesias del mismo material. Todos los demás templos misionales y casas de los ministros tenían paredes de adobe o de carrizo y lodo, con techos de tijera cubiertos de paja. De alguna de estas sencillas iglesias –la de Santa Rosalía de Mulegé- se dice que era “pequeña, pero bonita”; de otras, que eran capaces y fuertes, y de otras más, que no eran más que especies de salitas habilitadas como capillas. (12)

            Los testimonios escritos mueven a pensar que, en materia de alhajas y ornamentos religiosos, había una cierta magnificencia en los templos misionales. Entre los objetos de uso litúrgico que podían hallarse en dichos templos, aparte de las vestiduras se mencionan, lámparas, ciriales, cruces, copones, cálices, custodias, atriles, blandoncillos, incensarios, crismeras, hostiarios, vinajeras, navetas, palios, guiones, pilas y conchas bautismales, platillos, campanillas, etc., algunos de ellos de plata y raramente alguno de oro. A ningún templo le faltaba por lo menos lo preciso para la celebración de los oficios y de varios se dice que sus ornamentos eran, además de buenos, abundantes. (13) Deducir de tales datos que había en todo esto un lujo inusitado, excesivo y, considerada la pobreza general de los indios de que luego hablaremos, grosero, es incurrir en una apreciación que tiende a presentar como particular un fenómeno que fue más bien general en la época. (14) Es probable que, por juzgarlo desde todo punto de vista necesario, los misioneros no hayan llegado a tener por dispendioso el gasto que se hacía en el instrumental litúrgico, y también lo es que en la paupérrima California los términos rico y abundante, al fin enunciados relativos, tuvieran en la expresión de los religiosos un significado no necesariamente igual al que sugeriría su aplicación en otros contextos socioeconómicos menos precarios que el de las misiones californianas.  Más bien contraía  a toda idea de riqueza o de simple afán de boato y esplendor es la descripción que hace Baegert del mobiliario y enseres de que comúnmente disponían los religiosos para su servicio personal:

         Un sartén de cobre y otro trasto también de cobre para preparar el chocolate (los dos estañados por primera y única vez cuando se compraron en México); dos o tres ollas y cacerolas, hechas de barro y sirle, mal cocidas al aire libre sobre carbón de leña y sin vidriar; un pequeño asador que frecuentemente no tenía nada que hacer durante medio año; unas vejigas de vacas llenas de manteca, un crucifijo, unos cuadros de papel en las paredes, una biblioteca, dos o tres sillones sin tapizar, una cama dura sin cortinas o un cuero de res en el suelo… (15)

            Independientemente de su tamaño o de la calidad de sus instalaciones materiales era los pueblos de misión no sólo ámbitos donde se estrechaba el contacto hispano-indígena sino focos de irradiación del influjo misionero. De cada establecimiento misional dependía un número variable de rancherías, según las hubiera en los distritos dominados por las cabeceras. Los misioneros salían de los lugares de su residencia para recorrer sus respectivas comarcas y visitar a todas las comunidades a su cargo, a las que inducían a acercarse a la misión y,  conseguido esto,  a arraigarse temporal o definitivamente a ella o en los parajes proporcionados que se hallaran en sus proximidades. Se procuró que las misiones vecinas tuvieran debidamente señalados sus linderos de sus respectivas jurisdicciones, a efecto de acostumbrar a los indios a reconocer de fijo una cabecera misional y poder en esta forma controlarlos mejor. Aun cuando en las nuevas misiones hubiera un solo misionero –solamente en forma transitoria los religiosos actuaron en pareja-, el contacto con las distintas rancherías se iba dando en forma más o menos aceleradas, no obstante la vastedad territorial que tuvieron todos los distritos misionales y el alto grado de dispersión de las bandas aborígenes. Menos de diez años fueron suficientes para que todas las rancherías dispersas en una extensión estimada, tal vez con cierta exageración, en “ciento doce lenguas en cuadro”, entraran en contacto estable con el misionero de San Ignacio y y empezaran a gravitar en torno de la misión, pese a que con ello se vieron alterados de algún modo sus patrones tradicionales de vida. Esto fue lo que, en 1737, informó al respecto el padre Juan Bautista Luyando, fundador de San Ignacio.

         Todas las rancherías [dispersas en el amplio distrito de la misión] están sujetas y a obediencia del padre… y sólo con licencia del padre pueden ir a sus distantes tierras, pero dejando siempre a los viejos, niños y mujeres en cinta[s] y enfermizos en el pueblo perteneciente a ellos cercano a la misión, para cuyas cabeceras se les señalaron los parajes más cercanos y mejores de la misión, en que tienen su iglesita y algún ganado menor y gallinas, para que le tengan afecto y les sirva de pie o pueblo. (16)

            Varios datos de interés se contienen en el párrafo transcrito. Uno es el que se refiere a la modificación temprana de los territorios de recorrido de los grupos indígenas y a la vinculación de éstos con parajes que no era los que tradicionalmente utilizaban para acampar. Otros son los que patentizan la extensión, en tales parajes, de los elementos propios de la misión: el recinto religioso y el nuevo. La transformación cultural de los nativos empezó a darse desde el principio, según de aquí se desprende, bajo el signo de la dependencia indígena respecto de la misión.

         En las cabeceras misionales podían distinguirse casi siempre dos tipos de habitantes: un reducido número de pobladores fijos, que eran el sacerdote, un soldado o poco más y algunos indios lugareños entre los que se contaban los trabajadores domésticos y el grupo de niños que se mantenía bajo el cuidado directo del misionero; y una población flotante formada por los indígenas que visitaban temporalmente la misión, que eran los más y que tras de pasar unos días en el pueblo se volvían a sus territorios de procedencia. Unos y otros, esto es, los que siempre residían en la misión y los que normalmente habitaban en sitios fuera de ella, estaban bajo la responsabilidad del religioso, que para atenderlos y vigilarlos debía residir en la cabecera sin dejar de recorrer constantemente toda el área de su jurisdicción. En la California jesuítica no se logró la sedentarización plena de la población aborigen, salvo en casos individuales o, en momentos ya tardíos, en los de grupos muy disminuidos.

         Ya se habrá advertido que los trabajos de los misioneros tenían que ser múltiples, pesados, y que exigían, aparte de una adecuada resistencia física, una sólida condición moral que les permitiera soportar sin desmayo las fatigas, el aislamiento y las innumerables carencias  que habían de experimentar aun cuando ya estuvieran encarriladas sus misiones. Plena convicción en la bondad de su obra debieron tener, a no dudarlo, quienes abandonaron muchas veces el confortable recinto de sus colegios o el sitial de una cátedra para confinarse en aquellos desolados parajes y entrar en relación con grupos indígenas de cultura relativamente simple, a los que había que tratar y enseñar con una paciencia y una constancia a toda prueba. A quien se acerca a los testimonios que se refieren a las condiciones de vida de los misioneros que actuaron en California no le faltan ciertamente motivos para admitir que la mayoría de esos hombres participó en la obra misional con una entrega y un desprendimiento poco comunes. Juan María de Salvatierra, Francisco María Píccolo,Juan de Ugarte y Jaime Bravo, para no mencionar sino a algunos de los más activos religiosos, no escatimaron esfuerzo ni sacrificio para llevar adelante la empresa californiana en la que consumieron todos ellos lo mejor de sus vidas. Difícilmente se podría sospechar otra ambición que la de responder a una vocación misionera en caso como el del padre Julián de Mayorga, que, habiendo sido criado en la corte, vivió durante veintiocho años casi como un ermitaño en la misión de San José de Comondú, donde tuvo por habitación, según asegura un cronista, “un aposentito de piedra y lodo, cubierto de paja, y eso tan lleno de trastes para los indios que, si venía un huésped, o éste o el venerable padre había de dormir en el campo, pues no cabía otra cama ni había otro aposento ni cosa que lo pareciese”. (17) Del mismo modo Juan Jacobo Baegert, cuya obra parece exhibir, por el tono en que está escrita, una actitud de desdén hacia los indios californios, no ha de ignorarse que pasó diecisiete seguramente largos años de su vida entre esos mismos indios, en una de las misiones más pobres de la península, ubicada en un territorio de aspecto casi empavorecido, tan desprovisto de agua y vegetación como abundante de polvo y pedregales.

         Los individuos que se incorporaban al trabajo misional se daban cuenta por experiencia propia de las dificultades que debían ser afrontadas por cada uno de los ministros para cumplir cabalmente con su cometido. Salvatierra demandó de sus superiores que sólo se nombraran para las misiones californianas “hombres de probada virtud y que hubiesen buena salud y fuerzas corporales”. (18) Por su parte, el padre Nicolás Tamaral, en ocasión de necesitarse un operario para la misión de Nuestra Señora del Pilar de la Paz, hacia ver las cualidades que se requerían en el religioso que se destinara para cubrir la vacante: “salud, paciencia, celo de las almas y que sepa lo que hace y puede hacer en los muchos dificultosos casos que en esos retiros se ofrecen”; pedía, por tanto que el sujeto no fuera de los que sobraban en otras partes de la Nueva España, que también sobrarían en California, sino de los que precisamente se requerían para actuar en un medio extremadamente adverso como el de la provincia peninsular. (19)

            Ya desde que se iniciaba la construcción de los primeros edificios misionales el sacerdote debía disponerse a practicar las más variadas tareas y ser, como dice Venegas refiriéndose al padre Juan de Ugarte, “no sólo… maestro y sobrestante de la obra, sino carpintero, albañil y peón de todos oficios, que de todos debía llevar el trabajo principal”. (20) Y no podía ser de otra forma cuando que tales faenas la emprendía muchas veces el misionero sin contar con ningún auxilio y toda vez que para enseñar a los indios tenía primero que ponerles el ejemplo.

         Al paso que se multiplicaban las actividades de la misión aumentaban las ocupaciones del misionero, quien debía desempeñar todas aquellas labores para las cuales no estaban capacitados sus neófitos en un principio, así que ya se veía a los sacerdotes dedicados a labrar el campo, a fabricar adobes, o empleados en la cocina, la carpintería o la talabartería. Cada ministro cumplía además, por fuerza, los cargos de “médico, cirujano, maestro de escuela y de orquesta, mayordomo, tutor, enfermero” y cuantos más fuera necesario. (21) De Juan de Ugarte se dice que no hubo  y en otra ocasión oficio mecánico que, de ser preciso, dejara de ejercer hasta que lo aprendían los indios; aparte de aplicarse a todas las tareas propias de la construcción o de la  agricultura, fue también arriero, pastor, vaquero, tejedor y zapatero. En un tiempo este padre se dedicó a fundir campanas y “le salieron muy buenas”, y en otra ocasión se propuso hacer ollas y otras obras de alfarería y también “salió con ello”. (22) Uno de los misioneros refiere que el padre Nicolás Tamaral, quien “llegó no sólo a aprender más a ser labrador, médico, músico, alarife, relojero, organista, carpintero, sastre, gañán, arriero albéitar y albañil. (23), en algún momento de necesidad hizo las veces de un animal de tiro, pues se le vio ayuntando con un buey y jalando un arado que manejaba uno de sus indios. (24)

            Pero no quedaba en esto las múltiples funciones de los religiosos. Todos ellos hubieron de hacer cargo también de los asuntos administrativos de sus establecimientos, de los servicios religiosos, de las tareas de organización y gobierno. El misionero cumplía, además, con la obligación de vestir y dar de comer –a veces confeccionando él mismo la ropa y cocinando personalmente los alimentos- a todos los neófitos que estaban a su cuidado. (25) El padre Taraval señala que cada ministro debía ser muchas veces, respecto de sus catecúmenos, “padre, madre, hermano, hijo, criado”, a más de “confesor, sepulturero y cura”. (26) Baegert puntualiza a este respecto:

         Así que en todo, el misionero era el único sostén para los chicos y grandes, enfermos y sanos y él sólo cargaba con la responsabilidad de todo lo que había que hacer y que arreglar. A él se le pedía comida y medicamentos, ropa y zapatos, tabaco y rapé y herramientas, si alguien quería hacerse algo para sí mismo. Él tenía que componer las desavenencias, hacerse cargo de los pequeños que habían perdido [a] sus padres, cuidar a los enfermos y nombrar  a los que debían velar a los moribundos. (27)

            Tan amplia y decisiva intervención del religioso en la vida de la comunidad lo convertía en el centro motor del establecimiento a su cargo, de suerte que el carácter y la laboriosidad de cada ministro se reflejaban en el funcionamiento total de su misión. Si muchos misioneros fueron en efecto hombres saludables y de cierta fortaleza física, como los querría Salvatierra, tales condiciones no habrían de ser en todos los casos permanentes, ya porque los religiosos llegaran a enfermar o porque sus fuerzas declinaran con el envejecimiento. Julián de Mayorga declaraba en 1720 que no había podido atender adecuadamente a sus indios por haber él padecido durante el último año y medio “unos dolores en todo el cuerpo, particularmente en los hipocondrios, pechos y corazón, bien vivos y molestos”, que lo habían puesto varias veces “a las puertas de la eternidad” y sumido finalmente en una “melancolía profundísima”. (28) En abril de 1731, de un total de diez u once misioneros, cuatro apenas podían cumplir con sus obligaciones más apremiantes debido a problemas de salud: Jaime Bravo llevaba varios meses padeciendo “una calentura etílica confirmada y continua” y más de veinte años “un mal antiguo de estómago”, padecimientos que le habían debilitado las fuerzas al punto de no tenerlas más que “para poder decir la santa misa y confesar… con no poco trabajo; por su avanzada edad de más de sesenta años, Julián de Mayorga se hallaba “con la salud muy fatigada”; enfermo también, Everardo Helen tenía por entonces seis meses sin poder salir de sus habitaciones “más que a la iglesia a decir misa”, y Clemente Guillén, accidentado gravemente en su misión de Los Dolores, había tenido que salir en una canoa rumbo a Loreto “con poca esperanza de llegar… con vida”. (29) Con frecuencia la muerte de un misionero obligó a algunos de los que sobrevivían a hacerse cargo de administrar temporalmente dos misiones a la vez, (30), aun cuando esto implicaría un continuo y fatigoso desplazamiento de una a otra misión.

         Como Nuestra Señora de Loreto era el principal puerto de entrada y  el lugar en que se recibían el situado de la tropa y las memorias de los religiosos, su encargado tenía sobre sí la responsabilidad de recibir las mercancías, despachar los barcos, administrar el almacén general, pagar a los soldados y distribuir todos los géneros que solicitaban los demás misioneros. Esta complicada labor no podía ser desahogada por un hombre solo, de allí que fuera práctica corriente dejar en este sitio a dos sacerdotes o, bien, utilizar los servicios de un hermano coadjutor para que entendiera de los negocios administrativos. Este último empleo fue desempeñado en un principio por el hermano Jaime Bravo, que posteriormente recibió las órdenes sacerdotales, y más tarde por el hermano Juan bautista Mugazábal, el que, habiendo sido alférez del presidio, decidió incorporarse a la Compañía de Jesús, para lo cual obtuvo la licencia especial de hacer su noviciado en la península bajo la tutoría del padre Juan de Ugarte. (31)

            En la obra misional jesuítica de California participaron más de cincuenta religiosos, (32) de los que aproximadamente unos doce murieron en tierras californianas, dos de ellos, los padres Lorenzo Carranco y Nicolás Tamaral, a manos de sus propios neófitos. Catorce de los operarios enviados por la Compañía de Jesús fueron españoles peninsulares. Asistió un número más o menos igual de misioneros nacidos en Nueva España y dos, los hermanos Juan y Pedro de Ugarte, originarios de Honduras. El resto era procedencia extranjera: un croata, un escocés, dos de Bohemia, un alsaciano, tres austriacos, ocho nacidos en los reinos de la península itálica y otros tantos oriundos de los reinos alemanes. Los hubo de muy diversas cualidades: buenos administradores como Jaime Bravo y Juan Bautista Mugazábal; incansables exploradores como Francisco Mároa Píccolo, Fernando Consag y Wenceslao Link; constructores como Juan de Ugarte, Jacobo Druet y Miguel del Barco. Algunos, como Juan Jacobo Baegert, Sigismundo Taraval y Miguel del Barco, dejaron escritos de gran importancia para la antropología y la historia de la península, documentos que se complementan con otros muchos informes sobre diversos tópicos producidos por varios más de los misioneros californianos, así como con la copiosa correspondencia de todos aquellos religiosos, la que, en conjunto, tiene un valor testimonial de primer orden.

La reducción de los indios

Los recursos de toda índole que se manejaron a través de la institución misional debían servir ante todo para el cumplimiento  de la función evangelizadora. Tal instancia exigió una diversificación funcional de las misiones, que, para asegurar la viabilidad del proceso evangelizador, tuvieron necesariamente que utilizar aquellos mismos recursos para contrarrestar el nomadismo de los californios vinculando a estos económica y, por ende, socialmente con los núcleos poblacionales de carácter sedentario que tendían a desarrollarse en cada cabecera misional.  Es obvio que lograr esto, fijar así a la móvil población indígena, aun cuando fuera imperfectamente, con el objeto de propiciar la continuidad del contacto, implicaba en todo caso una correlativa alteración de las tradiciones culturales de pueblos nómadas de cuya práctica había dependido hasta entonces la sobrevivencia de los californios. Una expectativa ideal habría sido la de que el proceso de vinculación de los aborígenes con las poblaciones misionales fuera cada vez más intenso y culminara al fin con la sedentarización definitiva de los antiguos nómadas y con su plena integración a la vida económica y social de los pueblos de misión, pero lejos estuvieron los establecimientos misionales de California de poder desarrollar las bases materiales necesarias para llevar hasta tal punto el proceso de reducción de los grupos nativos.

         Es indudable que los  misioneros  obraban convencidos de que estaban imperativamente llamados a salvar las almas de los indios y de que su más urgente obligación era la de entrar en contacto con el mayor número posible de grupos indígenas a fin de dar principio desde luego a su cristianización. Toda obra de fundación imponía por ello a los sacerdotes la necesidad de hacerse expedicionarios a más de doctrineros.

         Nosotros –dice Píccolo, refiriéndose a los tiempos iniciales de la misión californiana-, si faltar a la enseñanza de lo que teníamos en casa, salíamos en busca de los que nos solicitaban, y con estas salidas descubrió el padre rector Juan María todas las rancherías de que consta la misión de Loreto Conchó y San Juan de Londó, y yo descubrí [el paraje donde se fundó] la misión de San Francisco Javier Biaundó, que  me abrió puerta para pasar a la contracosta [del Pacífico] y descubrir todas las rancherías que en su lugar van expresadas. (33)

            Puesto que el apostolado a que aspiraban los  religiosos empezaba a ejercerse a partir de los contactos logrados en el curso de estas expediciones, los misioneros se apresuraban a hacerlas y siempre recibían con regocijo cualquier noticia sobre la buena disposición que tuvieran las rancherías desconocidas por ellos para aceptar una visita inicial. Muy alentado se mostraba Píccolo al ver que algunas rancherías nuevas le solicitaban a través de mensajeros que fuera a visitarlas a los parajes que habitaban, ofreciéndole que le presentarían niños para el bautizo y  que le entregarían asimismo vestiduras de las que usaban los curanderos, “sin saber ellos –declaraba dicho misionero- las ansias de mi corazón, que no necesitaba de tantos impulsos para ir volando”. (34)

            En estas búsquedas, el misionero iba proveído de todo aquello que se acostumbraba regalar a los indios para ganarle la  voluntad, y no sólo  distribuía los regalos en ocasión de los primeros encuentros, lo mismo entre la población adulta que entre los niños, sino que ofrecía a los distintos grupos continuar las dádivas en el lugar escogido para asiento de la misión. Luego de regalar maíz y otras cosillas a varias mujeres y muchachos de una ranchería cercana a La Paz y de decirles “cuántas diligencias había hecho por hallarlos y el gran consuelo que tenía de verlos”, el padre Bravo no dejó de instar a aquellas gentes a “que fuesen… al puerto de La Paz, donde tenía ropa que dar a todos y otros regalos”. (35) Las dádivas efectivamente se hacían en la misión cada vez que un grupo se acercaba a ella, al punto de quedar establecidas como una práctica permanente. Así, al paso del tiempo, mientras los indios usaban cada vez menos del contra regalo, quizá por considerarlo, ya en las nuevas circunstancias, innecesario como acto de propiciación, las misiones mantenían y reforzaban su carácter de centros de aprovisionamiento ocasional para la población indígena comarcana, la que a la postre hacía de su contacto con la misión un recurso más de sobrevivencia, agregado a los tradicionales de la caza, la pesca y la recolección. No es extraño que las rancherías que quedaban al margen de esta relación procuraban establecerla en cuanto se enteraban de lo que significaba para los grupos que ya acudían a las misiones.

         Las tareas de difusión religiosa se veían favorecidas con todo esto, según se esperaba, pues el interés de los indios por participar en los repartos de comida proveía al misionero de una constante clientela de posibles catecúmenos, bien dispuesta por los demás a aceptar obligaciones como las de asistir a la doctrina y los oficios religiosos a cambio de asegurar la retribución alimenticia. Podemos pensar que los indios consideraban suficientemente atractivo el beneficio e innocua y llevadera la obligación adquirida, a juzgar por la general tendencia que mostraban a acercarse a las nuevas misiones y a permanecer en ellas cuanto tiempo les fuera posible. Así ocurrió, por ejemplo, al fundarse San Francisco de Borja, donde en menos de dos meses se incorporaron a la misión trescientos treinta y cuatro californios, de los que ciento cuarenta y dos habían sido en ese lapso bautizados. (36) El resto de los indios se mantenía en doctrina y, según el padre Link, ministro del lugar, era tanta la gente que se acercaba con ánimo de agregarse a la comunidad que había necesidad de contenerla, pues, señalaba el padre, “si de un golpe todos vinieran, uno al otro estorbará en la instrucción”. (37) El indio gentil iba por comida; el padre la daba para poder catequizar. Hablando de los años que siguieron a la fundación de San Francisco de Borja dice Miguel del Barco: “Teniendo con qué dar de comer a los catecúmenos, procedía prósperamente la conquista espiritual.” (38) Y en tal forma continuó la misión atrayendo a los indios y al misionero catequizándolos que Link podía informar en 1767 que eran mil ochocientos trece los neófitos ligados a la misión y no había ya en los dilatados contornos de su jurisdicción “gentil a quien reducir”. (39)

            Al fin misionero que contaba con previas experiencias en otras reducciones, como fueron las de la Tarahumara, desde el inicio de la empresa de fundación misional en la península, Salvatierra balotó la importancia que, para la evangelización de los californios, tenía el derecho que se abriera una tregua en el deambular nómada de aquellos indios mediante el recurso de proveerlos temporalmente de un alimento seguro:

         Su primer cuidado –escribió Venegas respecto de Salvatierra- era el maíz cocido y el atole que se había de repartir cada día a los que asistían a la doctrina cristiana, y por su imposición quedó esto asentado para todas las misiones. Porque, como la tierra es tan pobre y los indios no tienen más alimentos que las raíces y frutas silvestres que salen a buscar por los montes, para poderlos doctrinar ha sido necesario que los padres misioneros los sustenten mientras están en instrucción, o sea para recibir el bautismo, como sucede a los catecúmenos, o sea después, para arraigarse bien en la vida cristiana… (40)

            La práctica de repartir alimentos en las misiones para atraer a los indios y mantenerlos por algún tiempo como sujetos de catequización tenía la ventaja de ser un método de reducción que se activaba, entre otros factores, por los propios intereses que se despertaban en los catecúmenos. En la interpretación jesuítica, esos repartos aparecen referidos como actos de beneficencia y caridad que respondían primordialmente a un imperativo moral del cristianismo y que, por ser intrínsecamente buenos, no podían sino dar lugar a una respuesta indígena, igualmente positiva, de gratitud y espontáneo sometimiento al orden misional. Servirse de un medio como ése, “que amansa y domestica a las bestias más bravas”, apunta Venegas, fue lo que permitió al padre Salvatierra doblegar suavemente a quienes “habían vivido en su gentilidad más como bestias montaraces que como hombres racionales”, hasta llegar a “convertirlos de lobos a mansos corderos”. (41)

            En la medida que hubiera bastimentos disponibles se procuraba que los catecúmenos asistieran de modo más o menos permanente a la misión hasta que recibían el bautizo, luego de lo cual, si era necesario para poder destinar los limitados recursos misionales a la alimentación de otros grupos, se les instaba a retirarse a los parajes que tradicionalmente habían utilizado para acampar o, en su caso, a otros que no estuvieran excesivamente alejados de la misión. Los indios no nada más se retiraban ya rudimentariamente iniciados en las prácticas y creencias del cristianismo y con la sanción bautismal de esa iniciación; su estancia en la cabecera durante el periodo inicial de instrucción religiosa les daba oportunidad de adquirir un conocimiento práctico de lo que era la vida sedentaria y les hacía participar así de una experiencia social que n múltiples sentidos tendía a modificar sus hábitos y, con ello, sus condiciones de vida. Se conseguía de esta manera hacer perdurar el influjo de la misión más allá del momento de la salida de los indios y es obvio que ese influjo habría de ser más efectivo cuando mayor fuera la permanencia de los nativos en la cabecera misional. Siendo esto así, resulta explicable que los jesuitas se esforzaran sistemáticamente por prolongar el tiempo de estadía en la misión, ya que no de todo el conjunto de la población indígena, para lo que no solían contar contar con recursos suficientes, al menos de un sector de dicha población, el de los niños aborígenes, cuya alimentación era menos gravosa que la de los adultos y sobre quienes se podía ejercer una influencia más decisiva y duradera. Tuvieron por conveniente los misioneros, y así lo hicieron en cuanto les fue posible, proveer lo necesario para el sostenimiento de cuantos niños podían recoger en la misión, los que por lo general permanecían allí, al cuidado del ministro religioso, de los seis a los doce años, (42) con lo que se lograba formarlos en un ambiente diferente respecto de aquel en que vivían sus padres. Para favorecer esta política, los jesuitas trataban con especiales deferencias a las mujeres, que desde un principio servían de mensajeras y mediadoras, y a los niños, cuya confianza hacia el misionero se procuraba despertar desde la más temprana edad. Salvatierra acostumbraba agasajar a las mujeres embarazadas y dispensarlas  de todo trabajo, y no dejaba de enviarles algún regalo cuando daban a luz. (43) Estas medidas hicieron posible que, al cabo del tiempo, las nuevas generaciones indígenas no vieran a la misión como algo extraño a su propia experiencia y tradición sino como un sitio familiar, muy ligado a su vida y sus intereses.

         Cuando recién quedaba fundada una misión y carecía aún de un sistema agrícola local, las posibilidades de alimentar a los indios con los que l misionero empezaba a trabar relación eran sumamente limitadas, por lo que muchas veces sólo se podía repartir una ración diaria a cada individuo y en ocasiones ni siquiera esto era dable hacer. Al disminuir las reservas de alimento, la vuelta inmediata a la recolección y la caza se hacía obligada, de modo que ni los indios podían quedarse más al lado del misionero ni éste les estorbaba su retiro a los montes. De una situación tarda constancia el siguiente texto del padre Bravo, primer ministro encargado de Nuestra Señora del Pilar de la Paz: “Este mismo día, después de dar de almorzar a todos los feligreses, y viendo que mi bastimento era poco, pidieron licencia los hombres para ir a cazar venados, y se les dio un poquito de maíz como viático, y les dije [que] volviesen cuando gustasen; y hasta que me venga socorro podré darles una comida al día…” (44)

            El continuo reabastecimiento de la misión le permitía al ministro, en casos como éste, manejar de nuevo la oferta alimenticia para seguir atrayendo a los indios, mientras por otra  parte apuraba  como podía las primeras labores agrícolas. Nunca las provisiones que se recibían de la contracosta fueron suficientes para cubrir totalmente las necesidades de los establecimientos misionales, tanto más cuanto que dichas necesidades fueron creciendo al multiplicarse las fundaciones y aumentar en cada una de ellas el número de indios reducidos. Los cultivos locales de maíz, trigo, frutas y legumbres, a más de los pecuarios, proporcionaron, al desarrollarse, cuotas complementarias de aprovisionamientos que, aunque sirvieron para dar mayor estabilidad a los centros misionales, no en todos los casos alcanzaron la magnitud necesaria para asegurar el abastecimiento de la respectiva unidad misional, nivel productivo que era la meta económica que idealmente se perseguía y que se esperaba fuera a la vez resultado y punto culminante del proceso de reducción. Por los límites que el medio físico de California imponía a la expansión de la agricultura, pocas fueron las misiones capaces de contar alguna vez con una producción agrícola bastante para mantener a toda su feligresía. No ignoraron los jesuitas lo que esto significó para el programa de reducción de los indios ni dejaron de lamentar que sus afanes para incrementar la producción agrícola se vieran frustrados finalmente por las condiciones del medio natural. En 1742, a los cuarenta y cinco años de haberse iniciado la actividad misional en California, el padre Bravo describía aquélla como una situación que no había podido ser superada y que no parecía tener otras perspectivas que las de continuar como entonces. Informaba el religioso:

         Los pobres californios no tienen aversión a nuestra santa religión católica y acuden con poca o ninguna dificultad a donde hay algo de comida, de suerte que el padre misionero que tuviere maíz conque sustentarlos los tendrá junto cuanto tiempo hubiera de comer. Hasta ahora sólo la última misión del norte, del nombre de San Ignacio, ha podido con sumo trabajo coger anualmente el maíz que necesita, y ni le sobra ni tiene capacidad de tierra y agua más que la muy precisa para su manutención. Otra misión ninguna hay que pueda, con sólo lo que siembra y coge, mantenerse de maíz sin que necesite de mar en fuera; ni tampoco hay ninguna que haya omitido diligencia a todo costo y trabajo, como que es el principal medio para el bien de los pobres indios, los más miserables de cuantos habrá en todo el mundo. (45)

            Manifiesta fue la preocupación de los misioneros por localizar sitios que fueran propicios para la agricultura. Siempre que hacían recorridos de exploración, la búsqueda de tales lugares y su registro eran objeto de sus principales cuidados. (46) Sabiendo lo que para su proyecto misional significaba la agricultura, el conocimiento directo del medio físico peninsular les permitió desde un principio advertir que no les sería posible aprovechar para los cultivos sino cortas y aisladas extensiones de tierra, debido fundamentalmente a la falta de agua. (47) Tierras llanas y de buena calidad para la agricultura las había en relativa abundancia, pero pocos eran los manantiales que podían servir para irrigarlas. Y siendo  así que el régimen general de lluvias hacia  prácticamente  imposible la agricultura de temporal, las zonas de cultivo no llegaban a ser extensas, aunque era más bien alto que bajo el índice de rendimiento de lo sembrado. Aprovechar el agua de superficie al máximo fue, por todo esto, un imperativo al que debieron responder los misioneros con el propio esfuerzo y con el de sus neófitos. Muchas veces fue necesario construir canales de considerable longitud para llevar el agua a los sembradíos, como se hizo en Santa Gertrudis, (48) y otras más resultó absolutamente imprescindible acarrear desde sitios distantes hasta varios miles de cargas de tierra para integrar un pequeño suelo de cultivo en las inmediaciones de algún manantial. (49) Si exiguo e insuficiente fue el espacio agrícola formado en California de las misiones jesuíticas, alto fue en cambio el costo en trabajo humano que representó su integración y preservación. (50)

Esa obra de habilitación agrícola que, en efecto, muchas veces se hacía en vano o rendía escasos frutos fue la reducida nace material sobre la que hubo que sustentarse en buena parte el desarrollo económico interno de las misiones. Donde la expansión de la agricultura se detuvo, allí también se estancó la posibilidad de crecimiento de la sociedad sedentaria. Otra fuente de recursos básicos estuvo representada en la ganadería, que se expandió en ámbitos territoriales mucho más amplios; pero en modo alguno esta actividad pudo incidir en forma decisiva en el proceso de asentamiento del indio, dado que los bajos índices de agostadero de los terrenos peninsulares obligaron a adoptar un sistema de pastoreo libre que dio por resultado la dispersión inmediata y ulterior alzamiento de la inmensa mayoría de los animales. La vida sedentaria representó así, para los naturales, una alternativa estrecha que no les permitía el abandono de su tradicional economía de apropiación ni, por tanto, el de su existencia nómada. Los indios no podían ser asentados permanentemente en las misiones, se declara en un informe de 1745, porque, a causa de la increíble esterilidad de la tierra, no había modo de ocupar a un tiempo a todos los nativos mise tenía con que mantenerlos, razón por la que a los misioneros les resultaba “preciso dejarlos vaguear por los montes, en donde buscan, con las frutillas silvestres, el mantenimiento que no hallan en los pueblos”. (51)

            Como la economía misional se mostrara incapaz de absorber e integrar a la población indígena en su totalidad, los jesuitas establecieron en sus misiones peninsulares un característico modo de funcionamiento, mediante el cual se procuró mantener a todos los neófitos bajo el influjo reiteradamente ejercido  de la misión, no obstante que todos los indios pudieran ser simultáneamente acogidos en los poblados. En los principios de la conquista, los padres se habían propuesto sustentar a todos los indios “que se juntaban en los pueblos, a trueque de que no viviesen vagantes por los montes y pudiesen instruidos en la fe”; (52) pero el hecho de que las misiones, aun cuando hubieran conseguido desarrollar una producción agrícola local, no se dieran abasto para mantener sino a cortos grupos de nativos, demostró con absoluta evidencia que los pueblos formados en la península alcanzaban muy pronto un límite crítico de crecimiento. Los religiosos advirtieron que, de no encontrar un medio de superar esa restricción de origen económico, amplios sectores de la población autóctona permanecerían insumisos y al margen del proceso de evangelización. Ante este problema, no pareció a los padres que  hubiera otro remedio que limitar, en cuanto a tiempo,  la permanencia de la población nativa en las cabeceras de misión. Fue necesario proceder en esto de un modo organizado para que, sin necesidad de retener en los pueblos al conjunto entero de los nuevos cristianos, ´´estos tuvieran, por turnos, ocasión de participar en la vida misional, al mismo tiempo que los padres la hallaran de seguir impulsando la catequización y de atender a toda su feligresía. Así, pues, se reglamentaron las visitas de los indios a las misiones de tal forma que nada más asistieran a éstas, a la vez, grupos cortos de gente, los que, después de pasar unos días en la correspondiente misión, debían retirarse a sus zonas habituales de residencia para dejar lugar en el poblado a otros contingentes semejantes. Cumplido su periodo de visita, los nuevos grupos también habrían de irse del pueblo para que prosiguiera la operación con las restantes rancherías de la comarca, que igualmente debían asistir a la cabecera misional por turnos y periodos determinados. Al completarse una ronda tenía que iniciarse otra con el mismo orden. Se lograba  así  que todos los grupos pasaran periódicamente varios días en la misión. Este más todo de visitas alternadas se generalizó rápidamente y hubo misiones en las que se aplicó desde el momento mismo en que fueron fundadas. (53)

            Tanto el número de rancherías que hacían a un tiempo la visita como los periodos de permanencia en el pueblo variaron según el volumen de la población indígena existente en cada jurisdicción misional y la capacidad productiva que tenía cada pueblo en materia agrícola. Parece que lo más común era que el total de rancherías quedara dividido en cuatro conjuntos para que cada uno de ésos asistiera a la misión durante una semana entera en el curso de un mes. Así lo señala Baegret (54) y de es decrecerse que tal haya sido el sistema que en general se procuró seguir. Venegas dice que las rancherías se iban “remudando de dos cada semana” en las cabeceras misionales; (55) pero la remuda no fue necesariamente de dos rancherías en dos. La idea era que se efectuara una ronda completa durante cada periodo lunar, o sea cada cuatro semanas, y muchas misiones tenían bajo su dependencia más de ocho rancherías. Sabemos que en La Purísima, en tiempos de Tamaral, iban seis rancherías a la misión “cada cuarto de luna”, (56) lo que indica habría en la jurisdicción aproximadamente veinticuatro  rancherías. También se daba el caso de que algunos grupos que vivían en lugares muy distantes de la correspondiente cabecera hicieran la visita en forma más espaciada y sólo fueran a la misión “cada dos lunas una vez”. (57) Inevitable fue que los periodos de permanencia en el pueblo se redujeran sólo a dos o tres días en las misiones que tenían muy pocas tierras de cultivo. (58) Por otro lado, cuando los recursos de una misión no estaban muy restringidos, se siguió la costumbre de que todas las rancherías cercanas a la cabecera asistieran simultáneamente a ésta los domingos y demás días de festividades religiosas con el objeto de que hubiera una participación amplia de los indios en los oficios del culto cristiano.

         Según puede inferirse de lo que hemos venido explicando, la California jesuítica se caracterizó por la inestabilidad básica de sus núcleos misionales de población, constantemente desintegrados y recompuestos a consecuencia de la práctica del sistema de visitas alternadas. Mínima fue la población nativa que tuvo la opción de incorporarse a los pueblos de misión por periodos más o menos largos o bien de hacerlos en forma definitiva. Ya se ha dicho que los niños eran usualmente recogidos en las cabeceras por un tiempo de hasta  seis años. La estancia de ellos en la misión, aunque más prolongada que las de otros sectores indígenas, resultaba de cualquier modo transitoria  y concluía,  en cada caso, cuando el niño dejaba de serlo para convertirse en púber. El destino de la mayoría de estos niños asentados pasajeramente en la misión era el de reintegrarse a sus comunidades de origen para compartir, con los demás miembros de éstas, lugar de residencia y formas de vida, lo que representaba un momento reversito dentro del proceso de aculturación.

         Un arraigo más estable llegaba a tener los indios que se empleaban en el servicio doméstico de las misiones o que asistían a los padres en los oficios religiosos. Los jesuitas siguieron la política de mantener como población fija de las misiones a las rancherías que habían tenido por suyo los parajes que servían de asiento a las cabeceras; pero, aunque estos grupos tendían a desarrollarse como sedentarios, no siempre podían romper completamente su antigua dependencia respecto de la caza y la recolección. En épocas difíciles de escasez, esa población radicada en los pueblos disminuía en volumen, pues los indios tenían que salir al campo en busca de un complemento alimenticio. Esto mismo pasaba en las pocas misiones de las que, por tener buenas tierras de cultivo o muy escasa población indígena, se decía que estaban en aptitud de alimentar  a toda su feligresía. Hacia el final de la época jesuítica, solamente  cinco misiones mantenían a toda su población “alrededor de la casa”; se trataba, explica Baegert, de las misiones “menos populosas”, (59) o sea que podían albergar a todos sus indios precisamente porque éstos eran ya muy pocos.

         Fuera de las cabeceras misionales no hubo asentamientos indígenas de significación. Puede sugerir lo contrario la constante mención que, en los documentos, se hace de los pueblos de visita que dependían de las distintas misiones. El hecho en que pocas de esas unidades sociales referidas como pueblos de visita fueron algo más que “ranchería volantes”, como solía designarse a las bandas que se desplazaban usualmente en un territorio propio de recorrido, y sólo suspendían las actividades de caza, pesca y recolección cuando les tocaba acogerse en las cabeceras. San Marcos, por ejemplo, que es mencionado por Venegas como pueblo de visita de la misión de Santa Rosalía de Mulegé, (60) no era más que una ranchería que se mantenía “de la pesca  y  frutas silvestres, como tunas, pitahayas y mezcal”, sin que, por lo menos hasta 1746, tuviera más asomo a la vida sedentaria que cuando iba los días de fiesta  la misión. (61) En otros casos puede hablarse de un germen de poblamiento sedentario, como el de San Ignacio, un pueblo de visita de la misión de San José de Comondú, en el que ya para 1720 había cultivos agrícolas aunque su condición fuera más bien de rancho  que de pueblo, según afirmación del religioso que lo  atendía. (62) En una fecha posterior, en el año de 1730, el padre Echeverría podía declarar que en toda el área ocupada por las misiones no se había podido formar pueblo alguno de indios y que éstos seguían constituidos simplemente en rancherías, (63) es decir, que seguían como bandas sin asiento fijo. A lo que  a veces se aludía como pueblo era el paraje que, de un modo más continuo, usaba para acampar cada una de estas bandas. Allí  se acostumbró a hacer sencillas construcciones, seguramente  más rudimentarias que las de las cabeceras, (64) para que el sitio contara siquiera con una capilla y el padre con un lugar de alojamiento. Estas solas construcciones servirían para afirmar el carácter principal del paraje, pero no  bastaban para inducir un proceso de asentamiento  a menos que hubiera un desarrollo agrícola local, sólo posible, por otra parte, cuando, a más de haber tierras y  aguas, mediara la iniciativa del religioso... El haber sido  durante dos décadas cabecera de misión le permitió a San Josué del Cabo seguir teniendo  agricultura y población indígena fija luego de convertirse en pueblo de visita de la misión de Santiago; pero, en cambio, la misión ubicada en la bahía de La Paz, en donde por  agotamiento  del agua se acabaron los cultivos, dejó de ser un sitio de asentamiento desde el momento  en que perdió su estatuto de cabecera misional. A la vista de todo esto no es infundado afirmar que el fenómeno de la reducción se constriñó  esencialmente al espacio constituido ´por las cabeceras misionales, situadas en mejores terrenos que los pueblos de visita y dotadas de un aparato organizativo  que, con todas las limitaciones ya señaladas, permitía  la sedentarización de algunas, bien que cortas, fracciones de la población indígena peninsular.

         Unos autos de visita formados el año  de 1755 por un padre jesuita que no hemos logrado identificar incluyen,  en su  rico contenido informativo, un conjunto de datos que muestra de una manera  más o menos clara el estado  en que se hallaba el proceso de reducción de los californios en una fecha  avanzada y relativamente próxima a aquélla en que los ignacianos hubieron de salir de la península. (65) Se refiere dichos documentos a las doce misiones que entonces funcionaban en la provincia californiana y precisamente por dar  de cada una de ellas una información válida para un mismo momento tienen para nosotros la virtud de poder ser aprovechados para medir el avance global de la reducción y estimar, aun cuando no sea una forma numéricamente precisa, el porcentaje de indios que hacia ese entonces tenía en las misiones sus fuentes básicas de sustento y el de los que todavía dependían en buena parte de su subsistencia de los recursos silvestres o de los que por su cuenta recogían en las marismas. Es menester tener presente que la población aborigen de la zona de ocupación misional se hallaba a la sazón muy disminuida, sobre todo en las misiones más antiguas.

         De acuerdo con los documentos de referencia, tan  sólo  entres de las doce misiones existentes no  se practicaba el método de las visitas alternadas porque todos los indios vivían en los poblados, donde se les daba de comer tres veces al día. Eran las misiones de Loreto, con 91 indios cochimíes; de Santiago, con 159 indios pericúes en la cabecera y 73 en su pueblo de visita San José del Cabo, y de Todos Santos, con 251 indios guaycuras. (66) Digamos por nuestra parte que los indios asentados en Loreto no eran descendientes de los que originalmente habitaron la región, que, no de lengua cochimí sino de otra que los  jesuitas tuvieron por distinta de esta, seguramente habían ya desaparecido por completo. Por lo que toca a las misiones de Santiago y Todos Santos, y al poblado de San José del Cabo, éste, pues, con la categoría de pueblo de visita, hemos de decir que su población nativa original había sumado varios miles de individuos. (67)

            Las demás misiones eran todavía incapaces de absorber a todos sus indios y en la mayoría de ellas los residentes fijos constituían apenas un porcentaje mínimo de la respectiva jurisdicción.

 

AÑO DE 1775

Misión

Población indígena subsistente en la jurisdicción

Población indígena sustentada con recursos de la mis

Porcentaje de la población desentarimada

Loreto

Santiago

 

 

 

Todos Santos

N.S. de los Dolores

 

San Luís Gonzaga

 

San Francisco Javier

 

 

Santa Rosalía Mulegé

 

San José Comondú

 

 

La Purísima

 

Guadalupe

 

San Ignacio

 

Santa Gertrudis

91

232

 

 

 

251

624

(6 rancherías)

352

(4 rancherías)

380

(4 rancherías con 89 familias)

294

(3 rancherías)

387

 

 

320

(8 rancherías)

472

(5 rancherías)

1 012

(7 rancherías)

1 588

(9 rancherías)

91

231

Se incluye la población de San José del Cabo

251

104

(1 ranchería)

88

(1 ranchería)

190

(44 familias)

 

 

(1 ranchería)

Cerca de 387

(se dice que “las más estaban asentadas)

46

(1 ranchería)

94

(1 ranchería)

145

(1 ranchería)

69

100%

100%

 

 

 

100%

16.66%

 

25%

 

50%

 

 

33.33%

 

Casi el 100.33%

 

 

14.37%

 

19.91%

 

14.32%

 

4.34%

Totales

6 003

1 795

29.9%

FUENTE: Autos de visita: 1755, Universidad de Texas, Austin, Colección W.B. Stephens 67.

         La índole asistemática de estos registros, la vaguedad de algunos de los datos y el hecho de que, salvo en algún caso particular, no se consigne el número de integrantes de cada ranchería son factores que impiden hacer una cuantificación precisa de los indios que, por sostenerse básicamente de los recursos obtenidos en la misión puede decirse que se hallaban reducidos a pueblos y en vías, quizás, de lograr una integración irreversible a la vida sedentaria. De todas formas, los datos recogidos por el visitador permiten hacer ciertos cálculos que, en términos generales, pueden resultar confiables. Para ellos hemos de suponer que las rancherías de cada misión tenían un número igual de miembros, esto es, que podemos calcular el tamaño de cada ranchería si dividimos el número total de indios de la misión entre el número total de rancherías en que se nos dice que estaban distribuidos.

 El panorama de la provincia de California no debe haber cambiado mayormente a este respecto en los años restantes de la administración jesuítica. En relación a lo que podía observarse en la península al tiempo en que los jesuitas se vieron obligados a abandonarla escribió en su Diario Miguel Costansó:

         Lo reducido de la California, empezando desde el Cabo de San Lucas, llegaba solamente hasta los treinta grados y medio de latitud, en que se halla la misión de Santa María…; pero todo este tramo estaba apenas poblado de otra gente que de sus mismos naturales, congregados muy pocos de ellos en las misiones y dispersos los demás en diferentes rancherías vagantes que reconocían como a cabecera más inmediata; éstos, cuyo número es bien limitado, a excepción de hallarse catequizados y hechos cristianos conservaban en lo restante el mismo modo de buscar la vida que en su gentilidad, en la caza o en la pesca, viviendo por los montes para recoger las semillas y frutas que ofrece la tierra sin cultivo alguno. (68)

 

El orden misional

La estancia de la misión tenía para los indios diversas implicaciones, de las que hemos de considerar en este apartado algunas de las más inmediatas, es decir, de aquellas que manifiestamente resultaban de solo hecho de que el indio pasar a formar parte del núcleo poblacional de la cabecera así fuera de un modo transitorio. La vida en la misión transcurría con arreglo a un orden establecido y era ineludible que a ese orden ajustaran sus  pautas de comportamiento todos los eventuales componentes del poblado. En el pueblo, el indio no tenía  más opción que la de someterse a un modo de vida radicalmente diferente respecto del que por tradición y necesidad seguía cuando se hallaba fuera de la misión. Ya hemos visto que un amplio sector de la población indígena no residía de fijo en las cabeceras misionales, aunque periódicamente se integraba en ellas. Para tal sector, el cambio que significaba el paso a la vida misional era una experiencia repetida de la que no se derivaba necesariamente una integración cada vez más completa y duradera  con los núcleos de vida sedentaria. En cambio, ese tránsito continúo de una forma de vida a otra, que conllevaba una adopción alternativa de pautas de comportamiento en su mayor parte antagónicas entre sí, fue acumulando efectos en la estructura de las culturas autóctonas, cuyos elementos constitutivos tendieron a cambiar por sustitución y cuya unidad orgánica fue perdiendo congruencia interna en obvio detrimento de la eficacia del sistema. Una mayoría de la población indígena osciló entre dos formas de vida diametralmente opuestas, en una permanente situación de ambigüedad cultural.

         El reparto de alimentos, que se hacía en forma circunstancial al ocurrir los primeros contactos, en el lugar y  a la hora en que los indios se acercaban a los misioneros y sin que hubiera necesidad de que la distribución se limitara a grupos determinados, tuvo que practicarse conforme a un sistema menos  flexible luego  que los núcleos poblacionales de las misiones empezaron a configurarse y que ya no bastó con motivar un momentáneo acercamiento del indio sino que se hizo necesario retener a grupos enteros por periodos más prolongados. Se procuró así en las misiones que los repartos se hicieran a horario fijo y que fueran en general equitativos. Por cuando que se trataba de evitar que los indios se vieran forzados a salir día con día de la misión para buscar en otras partes su sustento, fue preciso que las raciones que se repartían a cada individuo, aun siendo frugales no dejaran lugar para que el hambre provocara una dispersión incontrolada de los neófitos. En realidad, los californios conocían más privaciones que de excesos en cuanto a la alimentación, así que con poco que se les diera podían sentirse suficientemente compensados, aunque siempre se hallaban dispuestos a procurar una mayor satisfacción. “Pueden aguantar ellos el hambre mucho mejor y por más tiempo que otras gentes –dice al respecto Baegert-, pero también pueden, si les alcanza, banquetear mucho mejor que otras”. (69) Tal vez fuera ésta una capacidad de adaptación largamente desarrollada por los californios, que les permitía lograr un balance nutricional y resistir mejor los prolongados periodos de escasez de alimentos silvestres.

         Los indios que estaban en la misión recibían alimento tres veces al día: por la mañana, al mediodía y al anochecer. (70) Lo más frecuente era que las tres veces se les repartiera maíz, que por la mañana y en la noche se suministraba en forma de atole –maíz cocido y después molido, desleído en agua y puesto otra vez al fuego” y al mediodía en forma de pozole, o  sea el grano entero cocido en agua.(71) Podía en ocasiones ser trigo cocido el que recibieran los nativos en lugar de maíz. (72) Esta dieta básica de cereal se complementaba con “carne fresca o tasajo, frutas y legumbres”, según lo que hubiera en la misión. (73) De un texto de Miguel del Barco se deduce que los indios disfrutaban de estos agregados más bien en ocasión de ciertas festividades religiosas en cuya fecha los padres mandaban matar algunos toros y repetían “con más abundancia” que de costumbre las frutas frescas o secas que hubiera disponibles en el pueblo. (74)

            Los repartos corrieron en un principio por mano de los propios misioneros, pero andando el tiempo muchos padres delegaron esa función en los indios gobernadores de esas rancherías. También fueron los sacerdotes los primeros cocineros de las misiones hasta que algunos indios se habilitaron en la tarea y quedaron encargados de preparar diariamente la comida. Un cocinero indígena preparaba la destinada a los indios y otro distinto la que se servía en la mesa del religioso, (75) que de seguro era más abundante y variada que la del común. Ningún día del año dejaba de estar en servicio el comedor colectivo y siempre se procuraba que la comida preparada alcanzara para todos los indios que se hallaban en el poblado. Como podía ser que no hubiera suficiente para todos, los misioneros aseguraban primeramente la alimentación de los niños y de los desvalidos, “como los ciegos, ancianos, débiles y mujeres embarazadas”, (76) gentes todas éstas que se hallaban incapacitadas para desplazarse por los montes en busca de algo que comer. Los enfermos graves también eran objeto de una atención especial; se les “preparaba la comida separadamente y, por lo menos una vez al día, se les daba carne cocida”. (77)

         Como los padres controlaban la distribución de la comida aunque no hicieran los repartos personalmente, tuvieron en sus manos un medio efectivo para atraer a los indios a la misión o impelerlos a volver a los montes, según las posibilidades que había de alimentarlos en un momento dado. No se necesitaba más que hacer pública la escasez de bastimentos y restringir la distribución a los que interesaba mantener en el pueblo para que los demás tendieran desde luego a abandonar la cabecera. Una medida complementaria de control consistió en limitar los indios la libertad de tránsito; podían ellos andar libremente en los territorios pertenecientes a su misión, pero no podían pasar a otro establecimiento sin el permiso de su ministro. Arguyendo en favor de esa prohibición, que consideraba muy necesaria, Del Barco dice que, de no mantenerla en vigor, “sucedería comúnmente que las misiones estuviesen llenas de gente forastera y vacías de la propia”. Y ante tal eventualidad, se preguntaba el misionero, “¿de dónde sacaría un padre tantos víveres para mantener a tantos huéspedes ociosos y vagabundos…?” (78)

            Importa destacar el hecho de que no todos los indios tenían acceso a la alimentación misional con la misma continuidad. Comensales de planta eran únicamente los pocos que vivían siempre en la misión, ya que la mayoría restante, sujeta al régimen de visitas periódicas, sólo comía en el pueblo de un modo discontinuo, obligada a volver una y otra vez a sus tradicionales fuentes de alimentación, y con ello, a las prácticas asociadas a la adquisición y disfrute del sustento silvestre. Para ese sector lo permanente era el cambio, un drástico cambio que se repetía persistentemente. No era sólo la comida en sí lo que se modificaba de continuo sino todo el sistema alimentario. Aun admitiendo que el valor nutritivo de lo que los indios comían fuera de la misión llegara a ser equivalente al de los cereales, la carne y las frutas que se les repartían en el poblado, no puede dejarse de considerar que eran muchas otras cosas las que cambiaban en un caso con aspecto al otro. Aparte del contenido de la dieta variaba el horario en que se consumían los alimentos, pues si en la misión se comía tres veces al día, en los montes los indios no podían sujetarse a una disciplina similar.

         Diferencia significativa era también la referente a las condiciones en que se adquiría el alimento. Dentro y fuera de la misión había que invertir cierto esfuerzo para conseguirlo, pero, en tanto que en su medio tradicional el indio lo obtenía en forma autónoma, sin que el disfrute estuviera condicionado más que por el mismo proceso de adquisición, en el pueblo misional lo recibía por intermediación del misionero y siempre que rindiera a éste la obediencia acostumbrada. Aunque los indios desempeñaban trabajos en la misión y participaban en la producción de por lo menos una parte de lo que se les repartía, los jesuitas manejaron siempre los repartos como si se tratara de una dádiva  que  cada ministro  hacía a sus neófitos a manera de caridad y para el solo efecto de aliviar la habitual miseria de la población nativa. Tamaral comentaba que el gasto que se hacía en su misión para dar de comer a los indios que acudían a ella era mucho, pero también inevitable por  la total pobreza de estos hijos, que no tienen más trojes que lo que diariamente cogen en los montes para su sustento. (79) Ese sentido de favor dispensado por generosidad y como un puro regalo gracioso tiene otras muchas referencias de las que se hallan en los documentos jesuíticos. A los indios que vivían en Loreto, se dice en alguno, “les da la misión de almorzar, comer y cenar. (80) Todavía se personaliza más la identidad del donador cuando se dice por ejemplo, que las rancherías de Todos Santos debían asistir a la cabecera “porque a todas les da el padre de comer todo el año”. (81), o que en Santiago a todos los indios, chicos y grandes, sustenta el padre y les da de comer tres veces al día. (82) Es posible que los indios obraran también con la idea de que el ministro era su benefactor y de que a ellos les correspondía manifestar gratitud y  sumisión para granjearse el  beneficio.

         Los repartos de alimentos que se hacían en las misiones no eran actos de beneficio unilateral como lo pretendían los religiosos, puesto que traían aparejadas diversas obligaciones que los indios debían cumplir tanto en el poblado como fuera de él. La más general era la de admitir el sometimiento a todas las instancias del orden misional y obedecer, por tanto, a los respectivos ministros, lo  que en principio obligaba a todos los indios que estaban en contacto con la misión a hacerse cristianos ya a mantenerse ostensiblemente como tales. Ya fueran residentes fijos, visitantes habituales o catecúmenos recientemente reclutados, los californios que se hallaban en el pueblo no podían sustraerse a la diaria participación en diversas actividades de tipo religioso. Todos debían asistir a las pláticas de doctrina y a la misa que se decía diariamente, como también quedaban obligados a rezar día con día el rosario en cuanto aprendían a hacerlo. Para poder distinguir a los bautizados de los que apenas se iniciaban en la instrucción religiosa o de los que nunca habían sido sujetos de evangelización, los jesuitas adoptaron la costumbre de repartir pequeñas cruces de madera para que, a modo de insignia, las llevaran siempre colgadas al cuello todos los indios que recibían el bautismo. (83) Esta identificación servía quizás para que los padres pudieran exigir un mayor celo cristiano a quienes las traían. Los que estaban ya aptos para confesarse tenían que hacerlo con la frecuencia debida y, por lo menos y una vez al año, recibir la comunión. Los oficios religiosos eran un elemento cardinal de la vida  cotidiana en las misiones y en ninguna de éstas dejaban de celebrarse con toda solemnidad “las fiestas del santo  titular, la de Natividad, la del Corpus, las dos Pascuas y algunas de las de la Santísima Virgen. (84) En la Semana Santa eran convocadas todas las rancherías a sus respectivas cabeceras y así, con la asistencia de la totalidad de sus feligreses, los padres podían disponer “procesiones de penitencia, como en la cristiandad más bien formada”, y realizar “todos los oficios devotísimos de aquellos días. (85)

            La misa y todos los actos rituales en que debía oficiar el padre se celebraban con toda regularidad en la  cabecera y sólo circunstancialmente en los pueblos de visita, cuando el ministro hacía algún recorrido por los territorios de su jurisdicción. Otras prácticas de carácter religioso, en cambio, se continuaban en cierto modo aún después de que las rancherías salían del pueblo. Para lograr esto, los padres se servían de indios que hubieran aprendido más o menos bien algunos de los puntos esenciales de la doctrina y que fueran capaces de proseguir la instrucción de sus paisanos o al menos de guiarlos en sus  rezos. A estos individuos, especie de catequistas auxiliares, se les daba el nombre de tesmastianes (del náhuatl temachtiani : el que enseña a la gente). Se asegura en algunos textos jesuíticos que, aún fuera de la misión, los neófitos continuaban en la disciplina del rezo y el aprendizaje: “donde quiera que estén rezan todos los días el rosario y la doctrina, y el temastián les hace plática que sabe de memoria y es, en suma, la explicación de la doctrina (86) La idea era que con el retiro de los indios a sus parajes y territorios de recorrido no se suspendieran totalmente la práctica religiosa de los catecúmenos, práctica que los sacerdotes pretendían hacer perdurar por cuanto que esperaban que sus neófitos asumieran el cristianismo plenamente y refrendaran su fe con cada acto de su vida.

         Los niños, los ancianos y los inválidos no tenían en el pueblo más obligación que aprender la doctrina y concurrir a las demás funciones religiosas; el resto de la gente debía tener además alguna ocupación productiva mientras permanecía en la misión. A los varones generalmente se les hacía trabajar en faenas agrícolas o en la construcción de iglesias, casas, caminos, pequeñas obras de irrigación, etc.; las mujeres se empleaban en tareas domésticas y en trabajos artesanales como los hilados y tejidos. El trabajo indígena no era remunerado  en efectivo; los servicios se prestaban a la comunidad y en cambio se recibía únicamente alimentación y  algún trozo de tela para cubriese. En la construcción de la balandra “El triunfo  de la Cruz”, emprendida por iniciativa y bajo la supervisión del padre Juan de Ugarte, participaron,  aparte de un buen número de californios, tres oficiales carpinteros que se llevaron de la “otra banda”. Al personal llevado de fuera, que había sido  contratado exprofeso para realizar la parte técnica de la obra y seguramente salió de la península en cuanto la balandra quedó terminada, se le pago su trabajo “en reales”; en cambio, los operarios nativos, que se ocuparon como hacheros, aserradores y en otros ministerios durante cuatro meses, sólo fueron compensados con raciones alimenticias. (87) Evidententemente no habría  sido posible que se pagara a los californios en efectivo, tanto por la falta de recursos monetarios como por el alto  costo que habría tenido la obra; pero tampoco un salario en reales habría sido de utilidad alguna para aquellos indios en razón de que no había en su medio nada que pudiesen comprar. Un principio de la organización misional era el de que había que trabajar y producir para el sostenimiento de la comunidad. El producto  del trabajo de los indios en las labores agrícolas “es sólo para su propio bien”, asevera un autor jesuita para luego agregar que,  mientras que los indios destrozaban lo que podían recoger de las siembras, los padres guardaban el producto de las cosechas para poder distribuirlo entre los nativos con concierto o para socorrer a otras misiones necesitadas.

         Contaban las misiones con algunos trabajadores de planta para el servicio doméstico y para auxiliar en las funciones religiosas. Los padres distribuían entre los indios empleos como los de sacristán, de pastor de cabras, de enfermero, de catequista, de policía, de fiscal y  de cocineros. La agricultura y la construcción de edificios, presas y caminos, así  como los trabajos de habilitación de terrenos para  el cultivo, eran las actividades que absorbían el mayor volumen de mano de obra indígena, la que, por otra parte, sólo podían aprovecharse en la proporción que permitieran los recursos alimenticios disponibles. Para los que se empleaban en estas labores, la jornada de trabajo empezaba ya entrado el día y terminaba antes de la puesta del sol, con un periodo intermedio de descanso, de unas dos horas. En muchos  casos, sobre todo cuando los indios de alguna zona apenas se incorporaban a la vida misional, los jesuitas mandaban a los soldados que actuaran como mayordomos, con la encomienda de que vigilaran el cumplimiento de las tareas y evitaran que los indios abandonaran las labores y se fueran a los montes. (88) No siempre se requirió de este control militar, por lo demás de muy relativa eficacia. La expectativa del premio de la comida y el temor de que se les excluyera del reparto  como una sanción por negarse a cooperar parecen haber sido, entre  los indios, elementos motivadores suficientemente fuertes como para impulsar a los naturales a prestar los servicios que se les demandaban.

         Algunas veces, en efecto, fue notoria la buena disposición que mostraban los indios para integrarse al trabajo colectivo aunque éste implicara grandes esfuerzos, como en un caso que refiere el padre José Rotea sobre los moradores de San Ignacio, que construyeron tres veces un mismo muro de contención y dos una presa, arrasados ambos sucesivamente por las violentas avenidas de los arroyos. Cuenta Rotea que, a pesar de eso, cuando les propuso a las gentes de varias rancherías que se dieran a la tarea de construir un nuevo y más sólido muro de contención, todos ellos hombres accedieron de buen grado a la petición, “ofreciéndose ellos mismos a estarse de pie (esto  es, sin remudarse por sus turnos, como se acostumbra para el alivio de la gente) hasta concluirlo. (89) Habiéndolos visto trabajar con gran constancia y dedicación, el misionero podía informar que la obra se realizaba sin necesidad de que asistiera el soldado, “como se acostumbra para que del todo no flojeen”, y que en sólo siete  meses, con algunas interrupciones, sus neófitos llevaban construidas quinientas trece varas del dicho recinto [muro] de siete varas de ancho y seis de alto, todo de piedra. (90) En la misión de La Purísima se contaba para el año  de 1730 con cinco caminos principales, abiertos a mano y punta  de barra, que, según cifras que proporciona Nicolás Tamaral, tenían en conjunto una longitud aproximada de  ciento  cincuenta leguas, hechos todos y trabajados por los hijos de esta misión. (91) El padre Juan Bautista Luyando, quien se propuso que el pueblo cabecera de San Ignacio quedara comunicado  con los sitios en que paraba usualmente las rancherías volantes de su misión y al efecto  hizo construir un camino troncal “a cada viento”, refiere que en abrir tales caminos se gastaron meses enteros, que en ocasiones se hizo necesario emplear barretas y  picos, por ser los cerros de puras peñas t las más muy encumbradas y que hubo también que remover grandes pedregales, hacer pedazos los peñascos, echar ramas y  piedras sobre las piedras para formar una especie de puente o andador, por no ser posible con picos abrir alguna vereda. (92)

            Tenemos que suponer que trabajos como éstos fueron realizados en función de toda una serie de motivaciones, entre las que quizá la que menos contó fue la compulsión  directa de tipo militar. No puede pensarse que uno, dos o tres soldados, algo que se reducía la escolta de cada misión, hubieran bastado para obligar a los indios, que tan fácilmente podían escapar hacia los montes, a construir forzadamente obras de tal magnitud. Lo que  parece más bien es que los padres se servían para esto de otros recursos, como el de los repartos de comida, capaces de estimular a los indios para acudir a los trabajos cuantas veces fueran requeridos para ello. Juan Bautista Luyando ofrecía  premios a las rancherías que lograban mayores avances en la construcción de caminos, premios que seguramente consistían en raciones alimenticias extraordinarias.

         Baegert afirma de los californios realizaban con desgano los trabajos agrícolas de rutina pese a que tales labores redundaban “en provecho de ellos mismos o de sus paisanos”. Dice también que algunos se fingían enfermos para no trabajar durante la semana que parecía obra de milagro el que los domingos, que era días de asueto, todos lo que habían estado postrados por graves enfermedades dieran muestras de haber recobrado plenamente  la salud. La pura comida de los repartos era un estímulo eficaz, pero de efectos efímeros si no se continuaba otorgando  y se reforzaba con otros recursos estimulantes adicionales que comprometieran vitalmente a los nativos en un programa viable de desarrollo social, que ciertamente no les ofrecieron las misiones. Es posible que las manifestaciones de indolencia, como esas de que habla Baegert, no sean sino la prueba de que la misión despertaba en la mayoría de los indios un interés que no iba más allá del maíz cocido que se les daba cuando, llegada la fecha de la visita, tenían oportunidad de figurar como miembros transitorios de una comunidad de base agrícola que nos les ofrecía más perspectiva que la del repetido extrañamiento.

         Las tres comidas del día, los actos religiosos y las labores productivas se realizaban cotidianamente de acuerdo con reglas estrictas y un sistema de distribución del tiempo que no dejaban prácticamente margen a la espontaneidad. Para ilustrar lo que decimos vale la pena transcribir un texto escrito hacia 1730 en que llevaban a efecto las actividades diarias de los indios de la misión de La Purísima, según él lo tenía dispuesto como ministro del lugar.

         La distribución del tiempo es ésta: el querer amanecer se tocan las avemarías; entonces toda familia doméstica acude a la Iglesia, rezan y saludan a la Santísima Virgen, cantan el alabado, primero los hombres, después las mujeres, después los dos coros, hombres y mujeres; y en ésa y en todas las distribuciones de concurrencia de hombres y mujeres, siempre están aparte los hombres, juntos, y en lugar separado las mujeres, juntas; y de la misma suerte los niños y muchachos en lugar separado y las muchachas juntas en otro lugar. Después, los que entonces tienen ocupación van a sus oficios, como son los de la cocina y los que aparte hacen el desayuno para los trabajadores, para enfermos, viejos, huérfanos, etc. Los que no tienen entonces ocupación acuden….  a la misa, que se dice todos los días, y, acabada la misa, rezan y cantan el alabado a coros como queda dicho. Después el padre les reparte el desayuno, que es atole. Acabado éste, cada uno acude a lo que se le ha encargado: los hombres a trabajo de campo o fábrica de iglesia, que al presente se está haciendo; las mujeres, unas a hilar algodón y lana, otras a hacer medias, otras a sus tejidos que ya hacen de lana y algodón. El temastián instruye para confesar a las rancherías que van viniendo a sus tiempos y a los viejos y viejas rudos; el padre  atiende a todos. A las diez del día se toca la campana y acuden a la iglesia todos los niños y niñas de doctrina y, acabada, cantan a coros el alabado con pausa decente. Al medio día se toca la campana y puestos de rodillas todos, saludan a la Santísima Virgen y cantan una vez el alabado. Después se reparte la comida, que es, a los trabajadores, pozole; a los viejos y viejas, niños y niñas, atole y algo  de pozole. Después de comer descansan hasta las dos y entonces y entonces cada uno prosigue el trabajo que se le ha encomendado. A las cinco de la tarde se toca la campana y acuden los niños y niñas a la iglesia a rezar las oraciones y doctrina, cantando a coros el lavado al fin. Al anochecer se tocan las avemarías y, de rodillas, rezan y saludan todos a la Santísima Virgen; como al medio día, después de cenar van todos a la iglesia y con el padre rezan a coros el rosario, letanías y cantan el alabado. Hácese entonces y no antes esta distribución porque ya entonces están todos desocupados de sus oficios y pueden acudir todos a devoción tan importante. Después de rezar el rosario y cantar a coros el alabado en la iglesia, salen todos, los hombres con su temastián y las mujeres con su temastiana; el lugar es totalmente distintos rezan la doctrina y se van a recoger… (93)

         Tal distribución del tiempo y las actividades excesivamente metódicas como salta a la vista, contrasta con la libérrima forma de proceder de los naturales en su vida fuera de la misión. Mo fue el de La Purísima un caso de excepción sino que es solamente el que conocemos  con más detalle, gracias a la puntual descripción hecha por su misionero. El propio Tamaral, que fundó luego la misión de San José del Cabo, informaba a fines de 1730 que en las tres misiones a la sazón existentes en el sur –San José del cabo, Santiago y Nuestra Señora del Pilar de la Paz- se hacía una distribución diaria de rezos semejante a la de La Purísima. (94) Otros misioneros hicieron también referencias bastante claras acerca de un orden similar de actividades desarrollado en las misiones de San Luis Gonzaga, San Francisco de Borja, Santa Gertrudis y San Ignacio. Tal vez esa rígida forma de funcionamiento cotidiano se haya relajado un poco cuando faltaban bastimentos en la cabecera, pues, como aclara Baegert, si no había en la misión lo suficiente para proporcionar  alimentos a todos los indios que allí estaban, éstos, después de desayunar, “se salían al campo cada quien por su lado para buscar  el sustento”. (95) Pero en general, los jesuitas trataron de que todas sus  misiones funcionaran de acuerdo con un mismo patrón organizativo en beneficio de la unidad del sistema.

         El sometimiento a la rigurosa organización de los centros misioneros implicaba ya un cambio por demás violento para los aborígenes que eran atraídos a los pueblos. Y si a esto se agrega el hecho de que la permanencia en la misión era, para la mayoría de los nativos, tan sólo temporal; de que, después de pasar unos días bajo  ese sistema regido por el toque de campana, ciertos sectores de la población indígena debían volver a los montes y continuar sus existencia  nómada, sin más necesidad inmediata que la de subsistir de la manera como tradicionalmente lo habían  hecho, no  se puede sino reconocer que la vinculación con las misiones trastornaba profunda  e incesantemente la vida de aquellos hombres. La distancia que separaba esos dos modos de vida en que alternativamente participaban muchos de los californios se advierte claramente cuando se compara aquel orden de cada jornada descrito por Tamaral con este otro que, según Baegert, era al que diariamente se atrevían los indios en su gentilidad y al que sin remedio volvían siempre que dejaban de trabajar en las misiones:

         El orden de lo  que cada día hacían los gentiles era siempre igual. En la noche, después de llenarse la barriga, solían acostarse o  juntarse sentados para platicar hasta cansarse de tanta palabrería o has que ya no se les ocurría nada; en la mañana solían dormir hasta que el hambre o su glotonería los obligaba  a levantarse, y una vez bien despiertos, reanudaban la tragantona (si es que le quedaba algo  del día anterior), así como sus risas, pláticas y chistes. Después de esta  oración matinal y con el sol ya bien salido, los hombres agarraban sus arcos y flechas y las mujeres se acomodaban el yugo de la coraza de tortuga sobre la frente. Algunos iban a mano derecha, otros a mano izquierda; por acá seis, por allá cuatro; por acullá ocho o tal vez sólo una pareja, y, en fin, otros más, solitos. En el camino seguía la plática la plática, las risas y los chistes. Se miraba  a la redonda para cerciorarse que no quedaba a la vista un ratón, lagartija, serpiente, liebre o venado. Aquí se arrancaba una yuca u otra raíz, allá se cortaba media docena de cabezas de áloe. Luego, el grupo descansaba un rato, arrimándose, sentados o acostados, a una sombrita, si  acaso la había, pero  sin dejar descanso a la lengua. Después, se levantaban de nuevo, se jugaba un poco o se entablaba una ´pequeña lucha para  ver quién era el más fuerte o la más fuerte o quien podía derribar a su  rival. Más tarde, se regresaba por el mismo camino o se seguía adelante por algunas horas más. Se  hacía  alto donde topaban con agua; se tostaba, quemaba, asaba o molía el botín del día. Se comía en medio de interminables pláticas, mientras quedaba algo o cabía algo en el estómago, y, finalmente, se entregaban al descanso, como el día anterior, platicando sobre cosas infantiles u obscenas. De  este modo transcurría un día, un mes y todo el año, y siempre era la comida, las niñerías, las bagatelas y toda clase de maldades los temas de sus conversaciones y chismes. Y hoy día, el ritmo de su vida  diaria es casi el mismo, si el misionero no logra imponerse para hacerlos trabajar en las misiones, en labores que de muchas maneras les resultaban provechosas. (96)

            Algo que  habría de precisar respecto a las aseveraciones finales del párrafo transcrito es que, aun cuando los padres lograran imponerse a los indios “para hacerlos trabajar en las misiones”, los mismos límites de la economía misional hacían que esos  trabajos fueran insuficientes para mantener permanentemente ocupada a toda la población indígena de cada misión y para cancelar  esa forma de vida en que persistían los californios, que era la que, en última instancia, aseguraba la sobrevivencia de la parte más numerosa de los catecúmenos peninsulares.

 

Forasteros, mestizos y criollos

Una de las condiciones que hicieron posible  la preponderancia de los intereses misionales sobre cualesquier otros fue la baja proporción de pobladores llegados de fuera. Los diez pioneros  de la conquista –tres indios, un mulato y seis personas de origen europeo-, constituyeron  el núcleo inicial de la colonia. Unos meses después, el número de pobladores se había duplicado: “Hoy –decía Salvatierra en julio de 1698- nos hallamos en tierra con veintidós españoles y algunos indios de la otra banda”. (97)

            En octubre de ese mismo  año de 1698, algunos soldados viajaron a la contracosta continental para recoger a sus familias y llevarlas a la península, (98) lo que seguramente ayudó a que aumentara después el número de inmigrantes. (99) Salvatierra procedía con tacto en lo  que se refiere a la entrada de españoles, tanto por la idea a de proteger la organización misional como por el problema de los bastimentos, que en ocasiones se volvía grave y amenazante para la permanencia de los conquistadores; por eso encargaba a los capitanes de las naves que no embarcaran gente española que deseara pasar de tierra  firme a California con el pretexto de ir a militar en la conquista o a cumplió otras funciones de servicio. (100) De hecho, la inmigración encontró desde entonces sus primeros obstáculos.

         Con estas restricciones que los jesuitas impusieron por razones tácticas, la población forastera creció lentamente. En memorial dirigido a la audiencia de México en 1º de marzo de 1700, Salvatierra informó respecto al número de los integrantes de la colonia, concentrados hasta entonces en la primera  misión:

         Hoy día dela fecha –precisó…  se hallan en este puesto de Loreto Conchó…, sesenta  almas de cristianos de la Nueva España, entre padres españoles y gente de familias, incluyendo capitán y alférez, dos españoles ventureros sin suelo, diez indios amigos de la Nueva España armados de arco y flechas, dos mulatos sirvientes, cinco filipinos pampangos y el resto de mujeres y niños…  (101)

            Parece que por aquel entonces algunos de los soldados llevados por los jesuitas empezaron a salir de la península, ya porque no avizoraran buenas perspectivas para  hacer fortuna en aquel paupérrimo país o bien porque no estuvieran de acuerdo con las normas disciplinarias impuestas por los jesuitas. El caso es que Salvatierra, durante un viaje que hizo a la Pimería en 1700, pidió al gobernador de Sinaloa, Andrés de Rezábal, lo socorriera con alguna gente “por quedar ya tan pocos españoles en California”. (102) Pero por grande que haya sido la necesidad no debieron ser muchos los hombres que se llevaron. El traslado de gente se efectuaba en la medida en que se contara con medios para sustentarla y en verdad  que no los había sobrados-. Los años que siguieron fueron más bien de escasez, al punto de que,  a pesar de la urgencia señalada por Salvatierra, hacia el año de 1701 los jesuitas tuvieron que despedir a varios elementos de tropa por no poder cubrir los sueldos que devengaban. A principios de 1702 permanecían con los padres “dieciocho soldados con sus cabos”, dos de ellos acompañados de sus respectivas esposas y de sus hijos, “más ocho personas que son chinos y negros de servicio” y un total del veinticuatro marineros que se hallaban empleados en los barcos de las misiones. Unas sesenta personas, en suma; es decir, no más de las que había dos años antes, cuando Salvatierra pedía en Sinaloa refuerzos de hombres para la conquista.

         Que el contingente de la colonia fuera así de corto tenía también sus ventajas para los jesuitas. Aparte  de que se reducían las posibilidades de que la ocupación fracasara por falta de víveres, los padres podían gobernar a esa población forastera con relativamente  pocos riesgos de que surgieran situaciones de conflicto difíciles de controlar. La gente que se aceptaba en la colonia debía comportarse en todo conforme a las reglas fijadas por los misioneros, y, siendo pocos los  colonos, no hubo mayores dificultades para sujetarlos a una disciplina a la que seguramente  muchos de ellos no estaban acostumbrados. Al menos lograron los padres que entre los primeros pobladores de Loreto no hubiera riñas y que todos evitaran pronunciar juramentos y maldiciones. Juzgaban los misioneros que, para dar buenos ejemplos a los indios recién convertidos, era necesario que todos los inmigrantes sin excepción fueran gentes “de una muy  ejemplar vida y ajustado proceder”, (103) de allí que procedieran con gran cuidado  al admitir nuevos colonos. Su posición no era la de favorecer la colonización por sí misma sino exclusivamente para apoyar en lo necesario el proyecto misional. Píccolo sugirió en 1702 que se poblara la provincia con familias de “oficiales”, es decir, de personas que conocieran un oficio para que lo ejercieran en provecho del país conquistado. Lo que querían los jesuitas era que llegara gente de trabajo, que pudiera servir de apoyo a su proyecto y no de estorbo a la acción misionera.

         Año con año recorrían las costas del litoral interior de la península algunas embarcaciones de pescadores de perlas procedentes de la Nueva Galicia o de las provincias de Sonora y Sinaloa. La gente que iba en ellas generalmente no se introducía tierra adentro, ya que su interés principal radicaba en la explotación de los placeres perleros; (104) pero había ocasiones en que esas naves aportaban en Loreto, donde se sabía que era posible conseguir agua y víveres. No negaban los  jesuitas esa ayuda, como tampoco  se negaron nunca a auxiliar a los pescadores que, habiendo naufragado, fueron rescatados desde las costas de la península. A tales náufragos se les atendía bien, pero  se les reembarcaba hacia tierra firme en la primera oportunidad Huéspedes ocasionales de los jesuitas de California fueron también los pasajeros del galeón de Filipinas que llegaban muy  enfermos a San José del Cabo y que,  al no poder seguir su viaje, solían permanecer por algún tiempo en aquel lugar hasta que lograban recuperarse, luego  de lo cual se les conducía a Loreto para que allí esperaran la salida de alguno de los barcos de las misiones y  se embarcaban en él rumbo a la contracosta.

         El problema de la inmigración les preocupaba a los religiosos más que nada porque temían que la llegada de una población forastera numerosa hiciera más difícil el control de los aborígenes a los que se empezaba a evangelizar. Se consideraba que los españoles ejercían influencias nocivas entre los indios y que el libre contacto de unos y otros era invariablemente un obstáculo para la obra de cristianización. Venegas recoge y  expresa esa idea en el siguiente texto en que se refiere a la situación que se daba en la península: “Otro bien no pequeño consiguió el padre [Salvatierra]… y fue que no pasase a Californias gente forastera de la otra banda. Ésta es la que en las misiones de tierra firme suele causar tanto daño en los indios, inquietándolos, alborotándolos y ensañándoles la borrachera y otros muchos vicios.”  (105)

            Durante todo el periodo jesuítico, las limitaciones económicas y las propias modalidades de la conquista sirvieron como cernidero de la inmigración. En los primeros  años sólo llegaron a establecerse en la península los inmigrantes que los jesuitas empleaban en alguna actividad específica, como podría ser formar  parte de la milicia, trabajar como marineros o ejercer un oficio de utilidad para  las misiones. Estos sujetos podían acompañarse de sus familiares cercanos, pero nada más. Si los grandes obstáculos que terminaron malogrando las expediciones pre jesuíticas habían sido la separación geográfica y la pobreza y esterilidad del medio, los misioneros de Jesús supieron volver a su favor aquellas circunstancias aparentemente adversas; el aislamiento físico de la provincia les permitió funcionar de una manera  más desembarazada, digamos autónoma y controlar casi por entero las comunicaciones con la parte continental; la penuria de la tierra cerró el paso, en un principio, a los pobladores particulares. Con esto se lograba en la California misional un margen de control sobre el contacto hispano-indígena nunca alcanzado en las misiones de tierra firme, al menos en el mismo grado.

         Muchas veces se dijo que, aun siendo difíciles las condiciones naturales del medio, eran los padres de la Compañía los únicos culpables de que no se formaran  en aquella tierra poblaciones de españoles como en todas las demás provincias del reino novohispano.  Algo de ello era cierto sin duda, pero también fue verdad que no hubiera sido posible que de pronto llegara un contingente de pobladores y se estableciera, apartado de los  centros misionales, en  aquellos territorios tan desprovistos de mantenimientos. Salvatierra señalaba en 1705 que en la provincia californiana no era “todavía capaz de admitir vecinos españoles, por su aspereza” y porque en ella resultaba incluso difícil “sustentar a solos dos padres”. (106) El argumento de la pobreza de la tierra siguió manejándose durante  varias décadas para convencer a las autoridades civiles de que una política precipitada de poblamiento no podría sino conducir a un completo fracaso, aparte de que introduciría factores de riesgo en el proceso de la conquista y ocupación de la península.

         Algunas veces, en casos de urgencia, los jesuitas echaron mano de los indios de las misiones del macizo continental, principalmente yaquis, para reforzar  el contingente conquistador de California. En 1705, por ejemplo, cuarenta indios de la nación yaqui pasaron a la península a solicitud de un misionero, al que a  acompañaron en una expedición que se hizo a la costa del Pacífico con el propósito de buscar un puerto en que pudiera hacer escala el galeón de Filipinas. La presencia de este grupo indígena fue aprovechada luego para hacer los trabajos de desmonte y  las primeras siembras de un  nuevo pueblo, el de San pablo, ubicado en la sierra de La Giganta, a donde al poco tiempo se trasladó la cabecera de la misión de San Francisco Javier. Hecha la fundación de San pablo, y luego de que allí mismo dejaron construido una pequeña presa, los yaquis, contentos y pagados, fueron despachados a su tierra por el padre que los había solicitado. (107) En ocasiones se emplearon, además de yaquis otros indios de Sonora y Sinaloa para integrar tropas milicianas como ocurrió el año de 1734, cuando estalló  la rebelión de los pueblos del sur. (108) Se llevaron esa vez unos cien  indios ficheros que, en pequeñas partidas, se desempeñaron bajo el mando del capitán y los oficiales del presidio de Loreto. Estos indios colaboraban de buen grado con los jesuitas, pero no mostraban interés por quedarse en las provincias para poblar. Algunos de los que fueron como milicianos en 1734, a los pocos meses de estar en la península tuvieron que ser enviados al Yaqui porque estaban ya ansiando por el retorno a su tierra. El empleo  de estos indios les permitía a los jesuitas responder a las necesidades más apremiantes de refuerzo humano del grupo conquistador, sin que creciera la  colonia a un ritmo mayor que sus recursos de subsistencia. Sabemos que los cochinees playanos tenían verdadera aversión a los indios de la contracosta continental que muchas veces acompañaban a los pescadores de perlas y tal vez la participación de los yaquis como tropas auxiliares del presidio de Loreto haya contribuido a generalizar entre los californios un sentimiento de desconfianza y rechazo hacia los indios forasteros. El caso es que los religiosos prefirieron siempre utilizar como sirvientes de las misiones a los propios indios lugareños y  sólo ocasionalmente, sobre todo cuando se procedía a hacer una nueva fundación, se auxiliaron de “indios sirvientes de la otra banda”, aunque nada más para el efecto de que se ocuparan éstos de disponer nuevas tierras para la agricultura y hacer las primeras siembras en la localidad. (109)

            Llegó el tiempo  en que la corona se ocupó expresamente del asunto del poblamiento por juzgar que era necesario que la conquista  fuera apoyada por vecinos españoles. En una real cédula del 13 de noviembre de 1744, el monarca ordenó que se fundara en California una villa de gente española para que sirviera de refugio a los misioneros en caso de una sublevación indígena. (110) Diez años antes se habían revelado los pueblos del sur, así que la misma experiencia indicaba que no era una prevención ociosa la medida propuesta por la corona. Pero los jesuitas adujeron que, pese a todo, al mandato del  rey  se oponía la imposibilidad  absoluta de cumplirlo. Al respecto escribió a las autoridades del virreinato Jacobo Sedelmayr, jesuita misionero de Sonora, conocedor de los problemas de California, siendo notar que el medio físico de la península era de suyo ingrato, poco productivo, y que se padecía allí una escasez crónica de víveres no obstante las remisiones que se hacían del exterior. (111) Luego, el provincial Cristóbal  de Escobar y Llamas se dirigió al soberano exponiéndole la situación de esta forma:

         [Si] en otras partes ha sido muy útil y  de buenos  efectos… formar poblaciones de españoles… que amansen y reduzcan a policía a los indios y  sean de resguardo a los misioneros en las sublevaciones, no tiene cabida en esta provincia [de California] porque no produce frutos proporcionados para conservar estas poblaciones, pues no es suficiente su producto a mantener [ni a] los mismos naturales. (112)

            Seguramente las razones se juzgaron contundentes, ya que en lo sucesivo no se volvió a insistir oficialmente en el asunto. No se insistió más  en que se trasladaran a la península grupos de inmigrantes, pero la formación de una colonia española al margen del sistema misional pudo efectuarse, no obstante los recelos jesuíticos y las condiciones desventajosas del medio. De los mismos soldados que solicitaban su retiro o de los artesanos llevados por los misioneros con alguna finalidad específica fueron resultado poco a poco los que podríamos llamar colonos independientes. Mientras éstos sólo se dedicaron a explotar pequeños predios rústicos dispersos en la vastedad enorme del territorio peninsular, su presencia y actividades no riñeron con la organización general de la provincia y contribuyeron, en cambio, a aligerar la carga económica que, de otra suerte, habría supuesto su manutención. Pero cuando alguno de ellos creyó llegado el momento de formar una población secular, sustraída al control de los misioneros, éstos no pudieron evitar que un nuevo tipo  de poblador quedara integrado a la colonia californiana.

         Ese fue el caso de Manuel de Ocio, antiguo soldado del presidio de Loreto que después de hacer una regular fortuna con la pesca de perlas en unos placeres situados a la altura de la misión de San Ignacio, (113) se estableció como minero y formó en el sur, entre  las misiones de Nuestra Señora del Pilar de la Paz y Santiago, el real de minas de Santa Ana. La fundación de este real se efectuó el año de 1748 y  durante algún tiempo fue aquél el único poblado no misional existente en California. (114) Años más tarde en 1756, salieron de Santa Ana algunas familias para fundar, en un paraje cercano, un segundo real,  que recibió el nombre de San Antonio. Ocio empleó en sus trabajos mineros a otros sujetos de los que ya estaban en la península y llevó por su cuenta a algunos de tierra firme, muchos de los cuales se retiraron luego huyendo  de las condiciones verdaderamente difíciles en que tenían que trabajar y del aislamiento de aquellos lugares. Los jesuitas no favorecieron a Ocio y sus gentes, pero tampoco tuvieron autoridad alguna para expulsarlos de la provincia ya que no se trataba de empleados de las misiones. La formación de los reales de minas, además, resultaba provechosa para los intereses del rey y se conciliaba con lo mandado en la real cédula de 1744.

         En realidad, los padres no podían legalmente impedir a los españoles el acceso a la provincia y lo que hacían para evitar el paso de colonos era más bien negar a éstos ayuda de las misiones; vale decir que los misioneros obstaculizaban el asiento de los pobladores no  tanto por la acción cuanto más por la omisión. Con los colonos de Santa Ana y San Antonio se procedió de la misma manera. Ante el hecho consumado del establecimiento de estos núcleos de población, los padres no mostraron empeño alguno en auxiliar a los colonos, altos que los ministros de las misiones cercanas se resistieron en un principio a venderles comestibles y otros efectos necesarios para la subsistencia, bajo el argumento de que esas provisiones eran indispensables para el sostenimiento de los neófitos. Reconoce Clavijero que así  procedían los padres “para obligar de esta manera  a Ocio a abandonar  aquellas minas, poco útiles para él y muy  perniciosas al nuevo cristianismo”. A la postre, algún comercio hubo entre las misiones y los reales de minas, siempre en aquella escala, sujeto a muchos regateos y realizado en un ambiente de tirantez. Entre Ocio y los ministros religiosos se dieron frecuentes conflictos por motivo de la ocupación de tierras y el aprovechamiento del ganado alzado, conflictos que trascendieron las fronteras de la provincia, puesto que lo que de hecho se controvertía era si los intereses misionales habían de tener preeminencia sobre los de la organización civil o viceversa. (115)

            Sin posibilidad  de echar  mano de los nativos californios para los  trabajos de las minas, (116) Ocio erigió su desmedrado feudo explotando a los operarios que consiguió enganchar en la costa contra y que luego mantuvo como “cautivos de Argel”, según diría más tarde un testigo. (117) A ellos tocó jugar  la parte que en otras circunstancias habría correspondido a los indígenas de origen local; famélicos, mal pagados y peor tratados, los operarios de las minas terminaron por convertirse en parias. Elocuente es el cuadro  en que baegert describe la desventurada condición de estos colonos cuya miseria sirvió para el enriquecimiento de Ocio:

         Los que viven en estas minas –dejó asentado el jesuita-, grandes y chicos, blancos y negros, todos juntos, suman a lo más unas 400 almas, y son, en parte, españoles nacidos  en América, en parte  indios del otro lado del Golfo, porque los indígenas californianos tiene tan pocas ganas de dejarse enterrar vivos por la plata, como [de] ahogarse por las perlas. La pobreza y la miseria son mucho más grandes que el número de estos mineros; la tierra  sólo produce un pasto un poco  más abundante que en otras parte, pero la poca plata no alcanza para traer el pan desde el otro lado del mar, de modo que la mayoría de estos mineros pueden hablar de buena suerte si consiguen comer, además de su carne, una tortilla algunas veces al año. Ha habido allí  familias españolas que se vieron en la necesidad de buscar el sustento vagando por los campos como los indios. Como es la alimentación, así  es la ropa, y muchos de los niños ya crecidos de los españoles andan en las minas como los californios, es decir, más que semidesnudos. ((118)

            Quizá por todo este cúmulo de experiencias tenidas desde el momento en que se fundó  el real de Santa Ana, el inicio de la explotación minera no atrajo, como en otras partes, a grandes masas de pobladores; pero de todas formas la minería le dio a la colonización civil de California el impulso  que no le habían dado los jesuitas. En 1755 apenas pasaban de dos ciento los pobladores no indígenas que radicaban en Loreto. (119) La más antigua de las misiones californianas y la que siempre tuvo una mayor población forastera dado que era sede del presidio y base de la marinería. (120) Por esa misma fecha había ya en el real de Santa Ana, fundado, como se ha dicho, en 1748, veintidós familias establecidas, además de doscientos operarios que trabajaban en las minas de Ocio llamadas El Triunfo de la Cruz, San Pedro, San Pablo y  San Nicolás. (121) Hacia el año en que salieron los jesuitas de la península vivían en el distrito minero del sur unas cuatrocientas personas en total, entre las que se contaban “algunos soldados jubilados o antiguos vaqueros de las misiones”, que se dedicaban al gambusina y que no sumaban más de una media docena. Sin embargo, la población forastera de california seguía siendo en conjunto considerablemente escasa. Los padrones formados a la salida de los padres de San Ignacio, que incluían “hasta los párvulos recién nacidos”, arrojaron la cifra  total de 7 888 habitantes, “entre españoles, indios y demás sectas”. (122) Si de esta cantidad  deducimos el número de 7 149 individuos, correspondiente a los indios californios adscritos a las misiones, veremos que la población formada por españoles –o, en general, personas de origen europeo- y  demás castas se reducía para entonces a 739 individuos.

         Las fuentes históricas documentales que conocemos parecen indicar  que en California se produjo  el mestizaje producto de la unión de indios californios con individuos de otros grupos étnicos. El hecho, de ser cierto como lo suponemos, se explicaría por la reducida población forastera que siempre existió en la península, la estrecha vigilancia que ejercían los sacerdotes para evitar uniones fuera de matrimonio, la política  jesuítica de favorecer la inmigración de mujeres españolas y la misma vida en buena parte nómada que siguió llevando la mayoría de los californios. Los  casos de mestizaje que seguramente se dieron no alcanzaron la cuantía necesaria para  originar un grupo étnico derivado que pudiera distinguirse frente a los demás que existían en la región y es de suponerse que los pocos mestizos que aparecían por allí se integraban más bien a los grupos indígenas y terminaban por confundirse con ellos.

         Hasta  donde llegan nuestras noticias, fue en 1702 cuando se produjo el primer matrimonio de un español con una india california. El hombre era un  soldado de la tropa presidiar llamado José Pérez, conocido más bien por el mote de Poblano. Poco tiempo  tenía de celebrado el matrimonio cuando, llegada la temporada de las pitahayas, la mujer huyó al campo con los suyos, dejando abandonado al marido. Éste, indignado, decidió ir a buscar a su mujer para obligarla a  volver a casa. Habiendo encontrado a la  huida, el soldado  quiso  llevársela por la fuerza y, en el lance, mató a un anciano californio, siendo a su  vez muerto el español por los parientes de la esposa. (123) Este acontecido resulta interesante porque exhibe las dificultades que hubo en un principio para formalizar una unión conyugal de este tipo.

         Probablemente los pescadores de perlas, los piratas y los marinos del galeón de Filipinas dejaron alguna descendencia en sus incidentales visitas a California. El padre Nápoli refiere que en la parte sur  de la península vio individuos altos, bien proporcionados, “gordos y muy blancos y bermejos”, que se antojaron hijos de europeos, pues los jóvenes particularmente le parecían “ingleses o flamencos por la blanqueza y  colorado”. Venegas da por cierta la presencia temprana de algunos mulatos y  mestizos en la región meridional y se hace  eco de la suposición de que fueron dejados allí por los  barcos piratas. Nos desconciertan y obligan a suspender el juicio algunos algunos datos consignados en crónicas de la época, como el de que uno de los promotores de la rebelión de 1734 llamado Chicori era mulato. Tan sólo peguntas sin respuestas nos suscita también el hecho  de que el Archivo Histórico “Pablo L. Martínez”, de La Paz, B.C.S., se halle una concesión de tierras hecha  en 1768 en favor de un individuo de nombre Ignacio Harris, -hijo de inglés e india-. (124) Ante la duda preferimos pensar que este mestizo no era nativo de California y, por tanto, no era hijo de una india perteneciente a los grupos autóctonos.

         El que buena parte de los soldados haya llevado  a sus esposas a la península  nos indica que desde los años iniciales deben haber nacido los primeros criollos californianos. Éstos llegaban a ser generalmente militares, como el hijo de Esteban Rodríguez Lorenzo, que fue incluso capitán del presidio, como su padre.  También se les ocupaba en los empleos de marinería. Fray Francisco palou dice que los tripulantes de la lancha en que se embarcaron los frailes fernandinos que fueron a la península a  sustituir a los jesuitas era, “los más de ellos, criollos de la California”. (125) Debido al arraigo de pobladores en los reales de minas, allí debe haberse formado una población criolla no exclusivamente española sino descendiente también de inmigrantes mulatos, mestizos e indios.

NOTAS

Del Río, Ignacio, Conquista y Aculturación en la California Jesuítica 1697-1768, México, UNAM, 1984., Instituto de Investigaciones Históricas, Serie Historia Novohispana/número 32, p. 115-164

 

1.- Como toda entidad histórica, la institución misional transformó con el tiempo su contenido y función. Como un ejemplo de ello mencionaremos aquí que, durante el siglo pasado, cuando ya en varias de las misiones de la península de California se había extinguido totalmente la población indígena, bastó la presencia de un misionero para que, por algún tiempo, subsistieran las antiguas relaciones de propiedad de la misión sobre tierras y otros medios o instrumentos de producción. Fue el gobernador Luis del Castillo Negrete el que obró  más enérgicamente para cancelar esta anómala situación luego de declarar, en un decreto suyo expedido el 11 de julio de 1841, que “donde no hay comunidad de neófitos no hay misión”, que “los bienes raíces de las fenecidas comunidades de neófitos por derecho de reversión pertenecen a la República” y que “tales bienes son nacionales colonizables”. Vid. Ulises Urbano Lassèpas, De la colonización de la Baja California y decreto de 10 de marzo de 1857… Primer memorial, México, Imprenta de Vicente García Torres, 1859, 250 p., p. 18-19 y 212. Más tarde, el nombre de misión terminó por aplicarse, según se hace hoy en día, so sólo en la península de california sino también en otras zonas del norte de México, a una unidad material que quedó como testimonio de la desaparecida institución: el templo misional.

2.- Dunne, Peter Masten, Black Robes in Lower California, 2nd printing, Berkeley and Los Angeles, University of California Press, 1968, XIV-540 p., map (Library Reprint Series)., pp. 137-138.

3.- Tomamos los datos de las distancias de W. Michael Mathes, Las Misiones de Baja California. Una reseña histórico-fotográfica. The Mission of Baja California. An Historic-Photographic Survey, 1683-1849, ed. Bilingüe inglés-español, La Paz, B.C.S., Gobierno del Estado de baja California Sur/H. Ayuntamiento de La Paz, 1977, 210 p., ils., mapa, p. 109, 113 y 121.

4.- Los misioneros llamaban a veces “pueblos de visita” al principal de los parajes utilizados por cada ranchería para acampar.

5.- Carta de Salvatierra a Juan de Ugarte: Real de Nuestra Señora de Loreto, 27 de noviembre de 1697, en Documentos para la historia de México, 2ª serie, p. 127.

6.- Memorial de Salvatierra a la real audiencia de México: Real de Loreto Conchó: 1 de marzo 1700, BNM, AF 3/42.3, f. 8 v.

7.- Autos de visita: 1755, Universidad de Texas, Austin, Colección W. B. Stephens 67, f. 107.

8.- Se publican en The Drawings of Ignacio Tirsch. A Jesuit Missionary in Baja California, narrative by Doyce B. Nunis Jr., trans. By Elsbeth Schulz-Bischof, Los Ángeles, Dawson´s Book Shop, 1972, 126 p., ils. (Baja California Travel Series, 27), p. 45 y 47.

9.- Carta de Echeverría al marqués de Villapuente: Loreto, 28 de octubre 1729, en BNM, AF 4/55.1, f. 1.

10.- op. cit., p. 157.

11. - Ibid. P. 157-158.

12.- Los datos anteriores han sido tomados de autos de visita: 1755, Universidad de Texas, Austín, Colección W. B. Stephens 66, f. 390, y 67, f. 101-103, 105-106, 108-112, 163, 195, 205-207, 213, 215-217 y 219.

13.- Ibid.

14.- Ortega González, Rutilio, La California de los jesuitas, tesis profesional, México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 1973 xii-282 p., p. 136 y s.

15.- Op. cit., p. 169.

16.- Respuestas de Luyando al padre Venegas, México, 11 de enero de 1737, BNM, AF 4/60.1, f. 2.

17.- Taraval, Sigismundo, Historia de las misiones jesuitas en la California Baja, desde su establecimiento hasta 1737 (obra manuscrita), Biblioteca Newberry de Chicago, Colección Ayer, ms.29 873.

18.- Venegas, Miguel, El apóstol mariano. Vida admirable de V.P. Juan María de Salvatierra, conquistador apostólico de las Californias (obra manuscrita) AGNM, Historia, 300.

19.- Carta al visitador Echeverría: San José de los Coras, 9 de diciembre 1730, AGNM, Historia 308, f. 473-473 v.

20.- Venegas, Miguel, Noticia de la California y de su conquista temporal y espiritual hasta el tiempo presente, 3 vls., México, Editorial Layac, 1994, mapas, apéndice documental.

21.-Baegert, op. cit., p. 166.

22.- Villavicencio, Juan Joseph de, Vida y virtudes del venerable y apostólico padre Juan de Ugarte, de la Compaña de Jesús, misionero de las islas Californias y uno de sus primeros conquistadores… México, Imprenta del real y más antiguo Colegio de San Ildefonso, 1752, [12] 216 p.

23.- Taraval, op.cit., parágrafo 103.

24.- Ibid., parágrafo 256.

25.- Al principio, en efecto, los padres mismos era los que hacían los repartos de comida; después esa tarea se fue dejando a los indios gobernadores. Vid. Barco, Miguel del, Historia natural y crónica de la Antigua California,  [Adiciones y correcciones a la Noticia de Miguel Venegas], ed., estudio preliminar, notas y apéndices de Miguel León Portilla, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1973, 1xxvi-466 p., ils., mapa (Serie de Historiadores y Cronistas de Indias, 3).

26.- Op. cit., parágrafo 4.

27.- Op. cit., p. 165.

28.- Informe de Mayorga: San Juan, 20 de octubre 1720, BNM, AF/ 3/51.1, f. 2 v.

29.- Carta de Jaime Bravo al marqués de Villapuente: Loreto, 1 de abril 1731, BNM, AF/ 4/56.1, f. 2.

30.- Hacía 1755, al morir los padres José Gasteiger y Pedro Nascibem, que administraban las misiones de Guadalupe y Mulegé, dichas misiones quedaron al cargo del padre Benno Ducrue, La Purísima estuvo al cargo del padre Francisco Inama, que al mismo tiempo obró como ministro de San José Comondú. Autos de visita: 1755, Universidad de Texas, Austin, Colección. B. Stephens 67, f. 206.

31.- Algunos datos sobre la personalidad y la labor de Mugazábal, en AGNM, Historia 21, f. 187 v.- 188.

32.-Decrme proporciona una lista de ellos en op. cit., vol. II, p. 543-544; la reproduce con algunas correcciones Dunne, op. cit., p. 452-453.

33.- Op. cit., p. 51. Diez eran las rancherías  que entonces pertenecían a la misión de Loreto y doce las de San Francisco Javier, algunas distantes quince y más leguas de su respectiva cabecera misional. Vid. Ibid., p. 53-54.

34.- Carta de Piccolo al padre Basaldúa: Santa Rosalía de Mulegé, 10 de enero 1717, en Píccolo, op. cit., p. 200.

35.- Razón de la entrada…, en Bravo et al., op. cit.,  p. 50-51.

36.- Informe de Wenceslao Link al visitador [¿San Borja, 1762?], AGNM, Historia 21, f. 192-192 v.

37.- Ibid.

38.- Op. cit., p. 301.

39.- Carta de Link al procurador Juan de Armesto: San Borja, 16 agosto 1767, BNM, AF 4/70.1, f. 1 v.-2.

40.- El Apóstol…, parágrafo 321.

41.- Ibid.

42.- Venegas, Noticia…, vol. II, p. 158; Clavijero, Francisco Javier, Historia de la Antigua o Baja California, red. De la trad. De Nicolás García de San Vicente, estudios preliminares de Miguel León-Portilla, México, Editorial Porrúa, 1970, xlii-246 p. (Colección “Sepan cuántos…”, 143.)

43.- Carta de Salvatierra a Juan de Ugarte; Loreto, 1 de abril 1699, AGNM, Historia 21, f. 54 v.-55.

44.- Bravo, Jaime et al., Testimonios sudcalifornianos. Nueva entrada y establecimiento en el puerto de La Paz, 1720, ed., introd. Y notas de Miguel León-Portilla, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1970, 120 p., mapas (Serie  Documental, 9).

45.- Carta de Jaime Bravo al marqués del Castillo de Aysa; Loreto, 10 de marzo de 1742, AGNM, Provincias Internas 87, f. 187-187 v. Vid. También Bayle, Historia…, p. 189.

46.- Vid., por ejemplo, carta de Píccolo a Bravo: San Patricio, 18 de diciembre 1742, en Píccolo, op. cit., p. 193.

47.- Vid. Barco, Miguel del, Historia natural y crónica de la Antigua California [Adiciones y correcciones a la Noticia de Miguel Venegas], ed. Estudio preliminar, notas y apéndices de Miguel León-Portilla, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1973, lxxvi-466 p., ils., mapa (Serie de Historiadores y Cronistas de Indias, 3).

48.- Ibid., p. 283.

49.- Se dice que en uno de los pueblos de visita de Santa Rosalía de Mulegé llegaron a acarrearse para tal efecto hasta ciento sesenta mil cargas de tierra. Vid. Villavicencio, op. cit., p. 82.

50.- Op. cit., p. 176.

51.- Memorial del Provincial Cristóbal de Escobar y Llamas sobre las misiones de California: 1745, AGNM, Reales Cédulas 67, f. 107. Un borrador de este documento en AGNM, Misiones 27, f. 275-294.

52.- Venegas, Noticia…, vol. II, p. 158.

53.- Por ejemplo en Santa Gertrudis y San Francisco de Borja, según lo  afirma Del Barco, op. cit., p. 301-302.

54.- El apóstol…, parágrafo 321, y Noticia…, vol. II, p. 158. Vid. También Clavijero, op. cit, p. 111. Al respecto conviene destacar el hecho de que, en la épocamisional jesuítica, se propició la cercana convivencia de rancherías indígenas diversas. En San José del Cabo el ministro religioso juntó “varias rancherías vagantes” y formó con ellas “dos pueblos”, es decir, dos unidades mayores. Así también en Guadalupe, veinte rancherías fueron reducidas por el ministro del lugar “a cinco pueblos”. Vid. Venegas, Noticia…, vol. II, p. 212 y 268. El padre Juan Bautista Luyendo afirma que las treinta rancherías que había originalmente en San Ignacio las redujo a “unas doce”. Respuestas dadas a Miguel Venegas: México 11 de enero de 1737, BNM, AF 4/60.1, f. 1 v. En 1755 se registró la existencia de sólo siete rancherías en esta  misma misión de San Ignacio. Puede, así, postularse que, bajo el influjo de las misiones, las rancherías indígenas se recompusieron continuamente y tal vez hayan tendido a perder su carácter de macro unidades sociales diferenciadas.

55.- Carta de Nicolás Tamaral al visitador [1739], AGNM, Historia 21, f. 171 v.

56.- Ibid.

57.- Ibid, f. 172.

58.- Fue el caso de La Purísima.

59.- op. cit., p. 163.

60.- Noticia…, vol. II, p. 340.

61.- Vid. Descripción de las Californias… por Guillermo Stratford, en Roberto Ramos (ed.), Tres documentos sobre el descubrimiento y exploración de baja California por Francisco María Píccolo, Juan de Ugarte y Guillermo Stratford, México, Editorial Jus, 1958, x-70 p. (Documentos para la historia de Baja California, 1), p. 57.

62.- Informe del padre Julián de Mayorga al provincial; San Juan, 20 octubre 1720, BNM, AF 3/51, f. 1 v.

63.- Carta al Virrey: Loreto, 14 de febrero 1730, AGNM, Historia 308, f. 469 v.

64.- San José de Comondú tenía dos pueblos de visita; en uno –San Ignacio- no había más que un aposento para el padre, en tan malas condiciones que si no se caía solo, decía el padre Mayorga, sería menester derribarle; en el otro –San Juan- había una piececilla para el padre y una despensilla, ambas piezas bien malas, y una iglesia empezada y muy a sus principios”. Informe de Mayorga al provincial: San Juan 20 de octubre 1720, BNM, AF 3/51.1, f. 1 v.

65.- Autor de visita: 1755, Universidad de Texas, Austin, Colección W.B. Stephens 66 y 67.

66.- Ibid, 67, f. 110-112, 163, 207 y 213.

67.- Ibid.

68.- Miguel Costansó, Diario histórico de los viajes de mar y tierra hechos al norte de la California, escrito por…. En el año de 1770, México, Ediciones Chimalistac, 1950, 73 p., p. 22-23.

69.- Op. cit., p. 95.

70.- Vid. Venegas, Noticia…, vol. II, p. 158.

71.- Ibid.

72.- Vid. Baegert, op. cit., p. 165.

73.- Venegas, Noticia…, vol. II, p. 158.

74.- Op. cit., p. 398. Vid. También Baegert, op. cit., p. 164.

75.- Baegert, op. cit., p. 163.

76.- Vid. Ibid., p. 165.

77.-Ibid.

78.- Op. cit., p. 325-326.

79.- Carta al visitador [1730], AGNM, Historia 21, f. 173.

80.- Autos de visita: 1755, Biblioteca de la Universidad  de Texas, Austin Colección W.B. Stephens 67, f. 112.

81.- Ibid., f. 213.

82.- Ibid., f. 111.

83.- Vid. Bravo, Razón de la entrada…, en Bravo et al., op. cit., p. 64; Del Barco, op. cit., p. 282 y 301, y  Clavijero, op. cit., p. 97.

84.- Venegas, Noticia…, vol. II, p. 161.

85.- Ibid.

86.- Autos de visita: 1755, Biblioteca de la Universidad de Texas, Austin, Colección W. B. Stephens 67, f. 217.

87.- Relación del descubrimiento del golfo de California… por el padre Juan de Ugarte…, en Roberto Ramos (ed.), Tres documentos…, p. 18-19.

88.- Del Barco dice que los soldados solamente dirigían el trabajo de las cuadrillas. Op. cit., p. 302.

89.-Carta de José Rotea al visitador [¿1762?], AGNM, Historia 21, f. 195 v.

90.- Ibid., f. 196.

91.- Carta de Tamaral al visitador [1730], AGNM, Historia 21, f. 167 v.

92.- Respuestas del padre Juan Bautista Luyando…: México, 11 enero 1737, BNM, AF 4/60.1, f. 2-2 v.

93.- Carta al visitador [¿1730?], AGNM, Historia 21, f. 170 v.-171 v.

94.- Carta de Tamaral al padre Echeverría: San José de los Coras, 9 diciembre 1730, AGNM, Historia 308, f. 472 v.

95.-Del Barco, op. cit., p. 302.

96.- Ibid., p. 126-127.

97.- Carta a Juan de Ugarte: 3 julio 1698, AGNM, Historia 21, f. 40.

98.- Carta de Salvatierra a Juan de Ugarte: 1 de abril de 1699, AGNM, Historia 21, f. 41.

99.- En julio de 1699, un solo soldado vivían en California acompañado de su mujer, pero se esperaba que pronto llegaran otros con sus respectivos cónyuges. Carta de Salvatierra a Juan de Ugarte: 9 de julio 1699, AGNM, Historia 21, f. 77-77 v.

100.- Ibid., f. 77 v.

101.- Memorial dirigido a la audiencia de México: Loreto Conchó, 1 de marzo de 1700, BNM, AF 3/42.3, f. 8.

102.- Carta de Salvatierra al provincial Francisco  de Arteaga [Loreto 1701], AGNM, Historia 21, f. 108-108 v.

103.- Carta de Píccolo al procurador general: México, 22 de mayo 1702, en Píccolo, op. cit., p. 110.

104.- Los pescadores de perlas tenían frecuentes contactos con los indios playanos. Aunque los jesuitas recomendaban a los indios que se retiraran de las playas cuando vieran llegar  alguna embarcación pesquera, no lograron los padres evitar del todo que hubiera tratos entre los indios y los pescadores. A estos últimos servían los nativos de buzos a cambio de regalillos tales como cuchillos y abalorios. No pocas veces los pescadores de perlas  cometieron actos de agresión, en contra de las rancherías playanas y tampoco fue infrecuente que los visitantes fueran atacados por los nativos. El padre Consag dice que los pescadores de perlas solían hurtar niños californios y abusar de las mujeres indígenas, lo que el religioso denunciaba como actos que, además de ser injustos, perjudicaban la obra de cristianización. Vid. Derrotero del viaje que… hizo el P. Fernando Consag…, en Venegas, Noticia…, vol. III, p. 118.

105.- Venegas, El apóstol…, parágrafo 307.

106.- Memorial de Juan maría de Salvatierra: México, 25 mayo 1705, en Venegas, Historia…, vol. II, p. 109.

107.- Del Barco, op. cit., p. 257-258; Venegas, Noticia…, vol. II, p. 129 y Villavicencio, op. cit., p. 89.

108.- Lista de la tropa e indios… que sirvieron en la sublevación de algunas misiones de Californias: 1735, AGNM, Californias 80, f. 33-45.

109.- Las primeras siembras que se hicieron en Todos Santos, el año  de 1723, fueron atendidas por indios sirvientes originarios de la provincia de Sinaloa. Todos Santos era entonces pueblo de visita de la misión de Nuestra Señora del Pilar  de la Paz. Relación del padre Jaime Bravo: Pilar de la Paz, 21 de junio 1724, BNM, AF 4/54.1, f. 1-1 v.

110.- Real Cédula: Buen Retiro, 13 de noviembre de 1744, en Venegas, Noticia…, vol. II, p. 316.

111.- José Ortega, Historia de Nayarit, Sonora, Sinaloa y ambas Californias, pról... de Manuel Olaguíbel, México, Tipografía de E. Abadiano, 1887, x-564-vi p., p. 463 y s.

112.- Memorial del provincial  Cristóbal  de Escobar y Llamas: México, 30 noviembre 1745, AGNM, Reales Cédulas 67, f. 107-107 v. Baegert decía que en California solamente podían vivir “tres clases de seres humanos”: los religiosos, que lo  hacían por caridad cristiana; “unos cuantos españoles pobres”, que no hallaban dónde más ganarse la vida, y “los californios mismos, para los que  todo resulta  bueno… porque no conocen nada mejor”. Op. cit., p. 64-65.

113.- Del Barco, op. cit., p. 141-142.

114.- Ibid., El sitio de Santa Ana había sido descubierto desde 1721 por el padre Ignacio  María Nápoli, quien construyó allí casa y capilla para empezar a atraer a los naturales. Vid. Venegas, Noticia…, vol. II, p. 244. Los jesuitas no  perduraron en el lugar.

115.- Sobre estos conflictos. Ignacio Alejandro del Río Chávez, El régimen jesuítico de la Antigua California, tesis profesional, México, UNAM, Facultad de Filosofía y Letras, 1971, xv-262 p., p. 195-199. También Jorge Luis Amao Manríquez, Minas y mineros en Baja California, 1748-1790, tesis profesional, México, UNAM, Facultad de Filosofía y  Letras, 1981, 143 p., passim.

116.- Los misioneros no dejaban que los indios fueran a los reales de minas y el virrey  I conde Revillagigedo igüedobió a los mineros que entraran a las misiones. Del Barco, o. cit., p. 326-327.

117.- Joaquín Velázquez de León, Descripción de la Antigua California: 1768, transcripción, presentación y notas de Ignacio del Río, La Paz, B.V.S., H. Ayuntamiento de La Paz, 1975, 52 p. Colección Cabildo, 2, p. 33.

118.- OP. cit., p. 62.

119.-Autos de visita: 1755, Biblioteca de la Universidad de Texas, Austin, Colección W.B. Stephens 67, f. 112 y 163.

120.- En 1740 se estableció en San José del cabo una  corta partida militar de base; la escuadra del sur.

121.- Adrián Valdés, Historia de la Baja California, 1850-1880, pról. de Miguel León Portilla, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1974, 246 p. (Serie Documental, II. Testimonios Sudcalifornianos, 2), p. 114, nota 15.

122.- José de Gálvez Informe general que en virtud de real orden instruyó y entregó el excelentísimo señor marqués de Sonora… con fecha 31 de diciembre de 1771, México, Sección de Fomento del Ministerio de Educación, 1867, 412 p., p. 143.

123.- Carta de Salvatierra al fiscal Miranda: 15de septiembre 1702, AGNM, Historia 21, f. 138 v. También Venegas, Noticia…, vol. II, p. 83.

124.- Archivo Histórico “Pablo L. Martínez”, La Paz, B.C.S., Ramo I, Aspecto económico, ley. 9, doc. 4.

125.-Francisco Palo, Noticias de la Nueva California, 2 vols., México, Imprenta de Vicente García Torres, 1857 (Documentos para la Historia de México, Cuarta Serie, VI vi), vol. I, p. 14.


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