domingo, 15 de septiembre de 2024

 

LA CUARTA CRUZADA:

la conquista latina de Constantinopla

y el escándalo de la cristiandad

Enrico Dandolo. Domenico Tintoretto (Public Domain)

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En agosto de 1198, Inocenciio III, el papa que había sido elegido hacía seis meses a los treinta y seis años de edad, se encontraba realizando los preparativos de una nueva cruzada. Pocos pontífices han llegado al Vaticano con una autoridad tan poco cuestionada, en parte por la inestable situación en Roma, pero sobre todo a causa de  sus extraordinarias habilidades personales –los cardenales lo habían escogido el mismo día de la muerte de su predecesor, y tras ólo dos votaciones-. Su decisión de financiar una campaña en ayuda de Jerusaleín, a la que incluso los esfuerzos conjuntos de los reyes de Inglaterra y Francia, así como el del emperador, no habían servido para liberar, constituía un buen augurio. Además, el momento era propicio para las iniciativas papales. La antigua aspiración de unir las Iglesias oriental y occidental bajo el poder de Roma volvía a estar abierta  la discusión. Se decía que Alejo III, el cruel e inseguro emperador bizantino que tres años antes había apartado del poder a su hermano Isaac II Angelo, a quien dejó ciego y  encarceló junto con su hijo, también llamado Alejo, estaba dispuesto a contemplar la unión de las Iglesias en su busca de aliados extranjeros que le sirvieran para afianzarse en su país. (1)

            En occidente se había producido un vacío de poder temporal. A la rivalidad  entre Ricardo I de Inglaterra y Felipe II de Francia se sumaba la amenaza de guerra civil en el seno del imperio, donde, en teoría, la  sucesión correspondía a un niño de cuatro años, Federico de Hohenstaufen, rey de Sicilia y heredero del emperador Enrique IV.

         Durante su breve reinado de seis años, Enrique, cuya esposa era heredera del reino normando de Sicilia, se había hecho prácticamente con el control de Italia, incluidos los territorios pontificios, y había abierto la puerta a la toma del Imperio bizantino, debilitado por una corte inoperante y dividida. La idea de que los dos imperios, el de Oriente y  el  de Occidente, acabaran unidos bajo corona germánica (equivalente secular a la unión de las dos Iglesias bajo autoridad  romana) había sido seriamente considerada por Federico I Barbarroja, padre de Enrique. En carta enviada en 1176 a Manuel, emperador de Bizancio, tras la humillante derrota de éste a manos de los turcos selyúcidas en la batalla de Myriokephalo le exponía que su poder no sólo emanaba de los “gloriosos emperadores romanos”, sino que su deber también pasaba por gobernar “el reino griego”. Su hijo Enrique murió de malaria en Mesina, en septiembre de 1197, durante los preparativos para una cruzada cuyo objetivo, según la gente mejor informada de Europa, era tanto Constantinopla como Jerusalén, aun cuando los blancos no hubieran sido claramente  expresados.

         Con la muerte de Enrique, la coyuntura internacional volvía a hacerse más compleja. Los príncipes alemanes, haciendo caso omiso de los derechos de Federico de Sicilia, hijo y sucesor del emperador, se alinearon con uno de los dos aspirantes al trono alemán. Mientras unos apoyaban a  su tío Felipe de Hohenstaufen, duque de Suabia, los otros preferían a Otón, duque de Brunswick, conde York y sobrino de Ricardo I de Inglaterra. Aquellos dos hombres esperaban ser coronados por el Papa y convertirse así en emperadores, ppero Inocencio III temía sobremanera las aspiraciones del de Hohenstaufen. La unión de las coronas de Siucilia y el imperio suponía una amenaza para los territorios pontificios del cntro de la península itálica. Además, creía que Felipe ejercería influencia en los asuntos de Bizancio gracias a su matrimonio con Irene, la hija del ex empeardor Isaac II Angelo. Así, en un principio, favoreció las aspiraciones imperiales de Otón, aunque puso algunas condiciones, pues había constatado que el empeño de la familia Hohenstaufen por iniciar una cruzada no era desinteresado, lo que constituía un factor más que le hizo decidirse a iniciar él la expedición.

         Como muchos otros, Inocencio creía que el fracaso de la Tercera Cruzada a las puertas de Jerusalén era el resultado de las rivalidades entre príncipes, por lo que deseaba que cualquier nuevo intento se planificara y dirigiera desde Roma. Pero para tener el control, le hacían falta efectivos. Escribió a los soberanos europeos con la esperanza de que se avergonzaran y obtener así su apoyo:

         ¿Dónde está vuestro Dios? –Dicen nuestros enemigos- hemos profanado vuestros templos […] hemos tomado la cuna de vuestra  superstición […] hemos quebrado las lanzas de Francia, frustrado los esfuerzos de los ingleses y el vigor de los alemanes […] lo únicoque nos queda es exterminar al resto de defensores que habéis dejado en nuestra tierra, y luego expulsaros de las vuestras. (2)

         Desde todos los monarcas católicos europeos, el de Hungría fue el único que tomó la cruz, aunque  no tardó en lamentar su decisión.

         Aunque en términos más prácticos, menos emotivos, Inocencio III también escribió al Patriarca de Jerusalén, que residía en Acre, y le solicitó un informe sobre la situación del momento en Levante, y más concretamente sobre los puntos fuertes y débiles de los estados musulmanes. Al mismo tiempo, ya había empezado a tantear el grado de disposición del emperador Alejo III en el tema de la unificación de las dos Iglesias. El contraste entre las dos personalidades era casi melodramático: el pontífice de Occidente estaba  convencido, en todas y cada una de sus acciones, de ser el representante de la voluntad de Dios en la Tierra; el emperador, impopular, cruel y taimado, era consciente tal vez de la dignidad histórica de su cargo, pero sólo se mostraba motivado por su propio interés. Tras proclamar que Inocencio era “uno de los  dos  únicos poderes existentes: la única Iglesia católica y el único imperio”, le había instado a  formalizar una unión en contra de cualquier acumulación de poder por parte del “emperador occidental, nuestro rival”. Pero a medida que siguieron intercambiando misivas, Alejo empezó a defender que el poder imperial era más alto que el espiritual, y en el momento más álgido de la disputa epistolar el Papa llegó incluso a amenazarlo con prestar su  apoyo al depuesto Isaac II, aunque ello habría supuesto favorecer a Felipe de Suabia y a su esposa Irene. (3)

            Con toda probabilidad, aquellas especulaciones diplomáticas nuncapasaron de ahí.En 1199, sin embargo, el pontífice anunció una importante medida práctica: el primer cobro de una tasa sobre las rentas del clero. Se trataba de un nuevo tipo de impuesto que serviría de precedente para los futuros sistemas de recaudación pontificia. Inocencio III, receloso sin duda de la oratoria incendiaria de los grandes hombres de la Iglesia, como san Bernardo, que había dirigido la campaña propagandística en la Segunda y la Tercera Cruzada, y aconsejado, al parecer, por un miembro de peso de la Universidad  de París también introdujo innovaciones en el área de la relaciones públicas, al  autorizar que un simple sacerdote fuera el predicador más importante de la futura expedición. Fulco, “hombre de carácter santo” y cura párroco de Neully, ciudad  situada entre París y Lagni-sur-Marne, ya  despertaba la admiración en la Ille de France y alrededores gracias a la sencillez de su elocuencia evangélica, que expresaba en la vernácula langue d´oïl del norte del país. Se trataba de una decisión que contaba con el beneplácito del papa Inocencio, preocupado por la creciente amenaza de la herejía cátara que se extendía por el sur de Francia. Fulco predicaba la regeneración moral a los futurosa cruzados, pero además se ocupaba de asuntos más prácticos, como el de recaudar grandes sumas de dinero para asistir a los participantes más pobres. Al parecer, su misión era seguida por un delegado cardenalicio, un tal Pietro di Capua, que también había tomado la cruz: “proclamar en nombre de Su Santidad una indulgencia que se resume como sigue: quienes tomen la cruz y permanezcan un año al servicio de Dios en el ejército serán perdonados de todos los pecados que hayn cometido, con tal de los hayan confesado… [Por medio de esta  indulgencia] fueron impulsados a tomar  la cruz.”(4)

            En noviembre de ese mismo año, en el gran torneo celebrado en el castillo de Ecry, en la Champaña, el anfitrión, el conde Teobaldo III de Champaña, juró los votos cruzados. Tenía sólo veintidós años y era hermano del joven, apuesto y rico Enrique de Champaña, a quien la reina Isabel de Jerusalén había escogido como tercer marido a la muerte del malhadado Conrado de Monferrato, asesinado hacía unos años en un acto de venganza de la secta de los Asesinos. El conde Luis de Blois, que tampoco llegaba a los treinta, también tomó la cruz. Siguieron su ejemplo, numerosos nobles, entre los que se encontraban Simón de Montfort y el conde Balduino de Flandes –proveniente de una familia de larga tradición cruzada-, así como personajes de menor alcurnia, como Godofredo de Villehardouin, el Mariscal de la Champaña, que acabaría redactando una  crónica detallada escrita sin duda a partir de un conocimiento de primera  mano de las deliberaciones de los dirigentes, y fuente de oinformación esencial para nuestra reconstrucción de la expedición.

         Tras unos encuentros infructuosos en Soissons y Compíegne en el año 1200, losbarones nombraron a seis delegados, entre los que se encontraba Villehardouin, y les otorgaron plenos poderes para que planificaran la expedición, que debía seguir la ruta marítima. Los delegados fueron enviados a Venecia a negociar las condiciones del traslado del ejército. La decisión resultó fatídica. Junto con Génova y Pisa, que en aquella época, anterior a la desecación del estuario del Arno, contaba con puerto, la República de Venecia era una de las tres grandes potencias comerciales del Mediterráneo oriental. Ya poseía una serie de plazas comerciales distribuida por la costa  adriática, así como provechosos vínculos comerciales con el mundo islámico y, como sus  rivales, privilegiadas concesiones en Constantinopla y otras ciudades bizantinas. Y también conservaba un motivo de agravio. En la década de 1170, el emperador Manuel, con el más inconsistente de los pretextos, había ordenado el arresto de los mercaderes venecianos de sus dominios y la confiscación de sus bienes. La flota de guerra de la ciudad, enviada a tomar rpresalias, tuvo que poner fin a las hostilidades a causa de una epidemia que afectó a la tripulación, (5) y aunque con los años las relaciones llegaron a normalizarse hasta cierto punto, la precaria dependencia de la ciudad de la caprichosa voluntad de los emperadores seguía siendo motivo de afrenta. Además, parece ser que, desde  el punto de vista práctico, Venecia llevaba un tiempo exigiendo el pago de los atrasos y el regreso a la posición de monopolio que había gozado en territorio bizantino. Entre los emisarios venecianos que habían vivido aquella problemática figuraba Enrico Dandolo, que en ese momento se encontraba al frente de los asuntos de la república.

Hay también indicios de que fue en Venecia donde el comité organizador no sólo negoció el contrato de traslado marítimo de la expedición, sino que decidió cual sería su objetivo inmediato. Se acordó que en primera instancia había que tomar El Vairo (que los cruzados llamaban “Babilonia”), “pues desde ahí sería más fácil derrotar a los turcos que desdecualquier otro punto de su territorio”. (6) Los teóricos llevaba años discutiendo los pros y los contras de semejante estrategia. Se dice que antes de abandonar Palestina, Ricardo Corazón de León advirtió que Egipto era la llave “Imperio Sarraceno”. No hay  duda de que el país del Nilo representaba la mayor potencia musulmana del Mediterráneo oriental; el razonamiento era que si llegaba  a conquistarse, los poderes muslmanes de Palestina, sin el apoyo del sur, habrían de capitular. Por el contrario, si Egipto no caía, cualquier conquista  cristiana en Tierra Santa viviría siempre bajo constante amenaza. Con todo, si bien era lógico consoderar El Cairo como objetivo estratégico, el grueso del ejército había hecho los votos de la peregrinación con Jerusalén en mente. Por ello, sus dirigentes mantenían su destino real “como un secreto muy bien guardado: al público en general sólo se le anunció que cruzarían el mar”. (7)

            El peregrino corriente no era el único que podía mostrarse en contra de aquel cambio de planes. Los intereses de Venecia, como ya hemos visto, estaban en juego en Egipto. En realidad, poco después e la catástrofe de la tercera expedición, se sugirió que antes de la llegada de los cruzados los venecianos ya habían llegado a acuerdos con al-Adil, el sultán egipcio. Según los términos de un pacto secreto firmado por el sultán y los emisarios venecianos en mayo de 1202, a cambio de la palabra de los segundos en el sentido de que evitarían cualquier ataque planificado sobre su territorio, el primero les habría asegurado un barrio comercial autónomo en Alejandría, además de otros privilegios. Así, desde el principio surgieron teóricos de la conspiración que defendían que el cambio e objetivo de los cruzados, que abandonaron El Cairo en favor de Constantinopla, se debió a una conspiración entre Venecia y el sultán egipcio, conspiración que se acordó después de que los francos ya hubieran negociado los términos de su traslado con la república, pero antes de su llegada en octubre de 1202. Cuando, en la década de 1860, el historiador alemán Carl Hopf aseguró haber hallado el documento que demostraba la existencia de aquel tratado, con fecha de mayo de 1202, es decir unos cuatro meses antes de que los primeros cruzados llegaran a  Venecia, la teoría de la “gran conspiración” pareció pasar del reino de la retórica al de los hechos históricos demostrados. Sin embargo, aquel documento trascendental no era, en realidad, un hallazgo nuevo; se trataba más biende un manuscrito ya conocido, sin datar, que Hopf había elevado a una nueva categoría al atribuirle, sobre la base de pruebas fraudulentas, una fecha irrecusable. Lasa investigaciones posteriores sobre fuentes árabes fidedignas pusieron de manifiesto, sin margen para la duda, que en mayo de 1202 al-Adil no se encontraba en Egipto sino en Siria entregado a una campaña militar, y no mantenía contactos diplomáticos. Con todo, aunque ese documento no demuestra la supuesta connivencia entre  musulmanes yvenecianos, sí explica el hecho incontestable de que los intereses de los últimos pasaban por disuadir los cruzados deatacar Egipto. Los acontecimientos no tardarían en acudir en su ayuda, y fueron rápidos a la hora de sacar partido de los accidentes, además de “crear realidades” que contribuyeron a la consecución de su objetivo sin la necesidad de hacer tratos sucios con el Infiel. Así, las condiciones del contrato de traslado revelaban que, desde el principio, venecianos y cruzados tenían distintos planes, como también los tenían los dirigentes cruzados y los soldados peregrinos. Dado que los venecianos y su jefe, el dux Dandolo, eran los únicos que comprendían con total claridad cuáles era sus intereses y trabajaban en la misma dirección para alcanzarlos, fueron los que  acabaron por tener éxito.

         El dux, en aquella época, ejercía un poder real. A pesar de tener más de ochenta años cuando accedió al cargo en 1192, Sandolo estaba sano y fuerte, y en plena posesión de sus facultades mentales, que no eran pocas. Sin embargo, padecía de ceguera “a causa de una vieja  herida en la cabeza”, según Villehardouin, del que acabó  siendo amigo. Dandolo contaba en su historial con más de veinte años de servicio a su estado, que incluína misiones al barrio veneciano de Constantinopla y, en calidad de embajador, al reino de Sicilia. En abril de 1201, propuso un contrato por el que Venecia se comprometía a construir naves para transportar a fuerza de caballería de cuatro mil quinientos caballeros y nueve mil soldados, además de un cuerpo de infantería compuesto de veinte mil hombres. El monto total de ochenta y cinco mil marcos debía incluir asimismo suministros durante nueve meses y vituallas oara hombres y caballos. Además, “por amor a Dios” la Serenísima República proporcionaría cincuenta galeras armadas con la condición de recibir la mitad de todo lo que se ganara tanto por tierra como por mar. Aquel contrato mercantil también estipulaba la creación de una sociedad para actuar al servicio de Dios y de la cristiandad, independientemente de dónde se produjera la acción. (8) Desde el primer momento, fueran cuales fueren los motivos de los cruzados, los términos con los que operaban los venecianos se basaban en la obtención de beneficios. Los connstructores de las naves exigían disponer del dinero antes de empezar a tornear una sola quilla. Así, según se afirma, los delegados de los barones tuvieron que pedir préstados cinco mil marcos de plata “a la gente de la ciudad”.

         Godofredo regresó a casa y se encontró a su señor, Teobaldo, aquejado de una misteriosa enfermedad de la que murió a los pocos días, no sin lamentarse al saber que la cruzada se había convertido en un asunto de pragmatismo político. A sugerencia de Godofredo, según cuenta  él mismi, la decisión recaía sobre el conde Bonifacio de Monferrato, cuyo padre había sido hecho prisionero por Saladino en la batalla de Hattin. Bonifacio, de más de cincuenta años, contaba entre sus amistades con algunos de los mejores trovadores (9) y, sin duda, sus conexiones con el mundo de las cruzadas eran interesantes. A través de su hermano, Conrado, último rey de Jerusalén, era tío de la heredera al trono, mientras que Rainiero, su hermano menos, de dieciocho años, se había casado con María Comnena, hija del emperador Manuel I Comneno. Investido con el título de César, tal vez para compensar el hecho de que su esposa, a pesar de ser princesa imperial, era doce años mayor que él, murió apenas dos años más tarde, asesinado junto a María y varios centenares más durante el baño de sangre contra los latinos que tuvo lugar en Constantinopla en 1182, hecho que alentó el golpe de Andrónico I Comneno contra Alejo II, el joven hijo de Manuel. En palabras de un historiador ruso del siglo XX, la matanza “alimentó la simiente de la fanática enemistad que existía entre Oriente Y Occidente”. Es muy poco probable que aquel hecho moviera a la casa de Monferrato a la compresnsión del mudno bizantino. Al contario, Bonifacio exigió de manera imprecisa que el emperador Manuel promoviera algún acto de desagravio y  le entregara tierras para compensar la muerte de su hermano. (10)

Bonifacio pasó aquellas Navidades como invitado de Felipe de Suabia, primo lejano suyo, en la localidad austriaca de Haguenau. Felipe aspiraba en convertirse en emperador de Occidente, y tenía motivos para  odiar el régimen que en ese momento gobernaba en Constantinopla, pues era el que había depuesto y dejado ciego a su suegro. Sin olvidar que, según se decía, Dandolo, el dux veneciano, no había perdido la vista accidentalmente, sino como consecuencia de un castigo que le habían infligido las autoridades bizantinas, yque la República exigía compensaciones al régimen corrupto de Alejo III, está claro que quienes tomaban las decisiones al más alto nivel en los concilios de las cruzadas, tenían otros intereses, además del servicio a Cristop y Tierra santa.

         En distintas etapas, los diversos contingentes de cruzados fueron avanzando  hacía el sur, aunque no rumbo a Venecia, puerto acordado para la partida. En realidad, varios jefes zarparon desde ciudades francesas, o viajaron sugiguiendo diversas rutas, de manera que cuando en octubre de 1202 la expedición se reunió en Venecia, los efectivos allí congregados sólo sumaban un tercio de los esperados. Aproximadamente por las mismas fechas, llegó la noticia de la muerte de Fulco de Neully, que causó consternación general entre muchos de los peregrinos, gran parte de los cuales habían logrado pagarse el  viaje gracias a sus recaudaciones caritativas. Para los jefes, sin embargo, un problema más acuciante era la escasez de dinero para costear el traslado. A los líderes congregados en Venecia les había resultado imposible organizar un sistema de recolección de fondos por adelantado, y en ese momento los venecianos exigían la totalidad del pago estipulado antes de trasladar a un solo contingente. Como, de entrada, los efectivos a tansportar eran muchos menos de los esperados, debería haber sido posible alcanzar un acuerdo; pero Dandolo exigía la totalidad del importe.

Al fin pareció que podía llegarse a un acuerdo. Los cruzados saldarían su deuda si ayudaban a la ciudad a capturar el puerto húngaro de Zara (Zadar, en la actual Croacia) Antigua plaza veneciana, se había puesto bajo la protección del rey de Hungría tras rebelarse en 1186, pero los venecianos estaban decididos a recuperar su colonia. Se trataba de una ciudad cristiana, súbdita de un monarca católico que también había tomado la cruz. El papa Inocencio había prohibido cualquier ataque entre cristianos en aquellos términos. Algunos cruzados incluso alegaban que aquel ataque ponía en peligro sus votos, y la verdad es que parecía imposible imaginar una ofensa peor contra el juramento de aquellos peregrinos. Un pequeño número de cruzados se negó honrosamente a aceptar  el nuevo plan y se trasladó directamente  a  Tierra Santa, pero el grueso de la flota zarpó de los amarraderos preparados en la isla de San Nicolás, en el Lido, rumbo a Zara.

En su diario de la expedición, el caballero peregrino Roberto de Clari decsribe el espectáculo como “el más imponente desde el principio de los tiempos”. La gran flota, con las velas arriadas y los estandartes ondeando al viento sobre las popas de las galeras, parecía una lengua de fuego que se abriese paso por mar. A instancias de los peregrinos, los sacerdotes entonaban el Veni Creator Spiritus (“ven espíritu santo, a inspirar nuestros corazones”) desde las proas de las naves, mientras que, en todas direcciones, el estridente  resonar de las trompetas y el repicar de los tambores de guerra inundaba el cielo con sus llamadas y sus fanfarrías. Cada uno de los comandantes disponía de un barco propio para su séquito y el transporte de sus caballos privados. Rl más deslumbrante era el del dux, pintado de bermellón y con un toldo de fina seda y del mismo color que proporcionaba sombra a la imponente figura del anciano, antye el que cuatro trompetas hacían sonar sus instrumentos de plata. La expedición llegó a Zara el 10 de noviembre. La belleza del lugar “rodeado de altas murallas y elevadas torres” llenó de admiración elcorazón de los peregrinos, que se sintieron también algo intimidados. Godofredo de Villehardouin valoró el reto que representaba la ciudad en relación con el armamento y los recursos que viajaban en las bodegas de las naves. Era un comandante militar con experiencia y de aptitudes probadas, y  se mostraba tranquilo con el arsenal acumulado, que incluía más de trescientas piezas de artillería de asalto –catapultas de varios tipos-, así como resistentes caballos de guerra, que llegaron en buena forma gracias a unas cabinas especialmente diseñadas para la ocasión. Es posible que una mente militar se mostrara satisfecha con aquellos preparativos, pero el papa Inocencio no lo estaba en absoluto. Sus órdenes habían sido ignoradas, y para no tener en peligro el objetivo a largo plazo, que él seguía creyendo que era Tierra Santa, envió una carta en la que concedía una absolución condicional a los cruzados, aunque no a los venecianos, a quienes declaraba excomulgados. Cuando se inició el ataque, se vio que los defensores habían engalanado las murallas con escudos decorativos (11) que mostraban representaciones de la cruz.

Tras un corto asedio, Zara se rindió, convencida de que así la vida de sus habitantes y los integrantes de la guarnición quedaría a salvo. Pero la ciudad fue saqueada y a continuación arrasada por completo. La exigencia papal de detener la destrucción y compensar al rey de Hungría no fue atendida. Los cruzados, tanto los framncos como losvenecianos, fueron excomulgados, y aunque a los primeros se les levató dicha censura, no sucedió lo mismo con los segundos.. Con todo, el Papa no había prohibido relacionarse con ellos, de modo que cruzados y venecianos siguieron colaborando. Pasaron el invierno en Zara y, durante ese periodo, los jefes de aquellos cruzaron el punto de retorno en su  colaboración con la Serenísima República. El botín del saqueo a Zara no había bastado ni para saldar la deuda que tenían con Venecia ni para cubrir los gastos de los cruzados, que en su mayoría carecía de recursos económicos. En aquella coyuntura, llegaron los emisarios de Felipe de Suabia que, enzarzado en su lucha contra Otón de Brunswick, se había quedado en Alemania. Aun así, le preocupaba el destino de su suegro, y había enviado aquella legación a encontrase con Bonifacio de Monferrato, jefe de los cruzados de Zara, con la intención de ofrecer su ayuda a cambio de que el ejército modificara su ruta y se dirigiera a Constantinopla.

En abril de 1195, en la capital biizantina, el emperador Isaac Angelo había sido depuesto tras un golpe urdido por su hermano, que vistió la púrpura con el nombre de Alejo III. Isaac sufrió el castigo que por lo común se reservaba a los emperadores depuestos: lo dejaron ciego y lo encarcelaron junto con su hijo Alejo. Pasado un tiempo, seguramente en 1202, éste consiguió escapar y se trasladó a Occidente en busca de apoyos para lograr la vuelta de su padre al trono. No se conoce con exactitud el desarrollo ni las fechas precisas de su periplo, pero sí que halló buena disposición en el duque Felipe de Suabia, así como, tal vez, en el propio Papa Inocencio y, lo que era más importante, en Bonifacio de Monferrato, a quien aquellas propuestas bizantinas tal vez le llegaran de boca del duque Felipe. A cambio de su ayuda militar para restablecer a su padre en el trono  de Constantinopla, Alejo se mostraba dispuesto a correr con los gastos  del ejército cruzado y acontribuir sustancialmentea la posterior conquista de Egipto, en la que él mismo participaría, así como a mantener de su propio pecunio a quinientos cabalelros en Tierra santa mientras viviera. Con la vista puesta en el apoyo papal, también prometió que, en primer lugar, forzaría la sumisión a Roma de la Iglesia ortodoxa. Así, se decidió que zarparían cuando llegara la primavera, pero no rumbo a Egipto, sino a Constantinopla. Inocencio III tuvo conocimiento del plan y prohibió cualquier ataque sobre la capital bizantina. La carta, empero, llegó cuando la principal fuerza cruzada ya había partido en dirección a su nuevo objstivo. Algunos, entre ellos Simón de Montfort, que alcanzaría notoriedad en el transcurso de la cruzada albigense, se retiraron de la expedición cuando supieron cuál era su verdadero destino.

El 24 de junio de 1203, el grueso del ejército llegó a Constantinop´la. La inmensa mayoría, que no la conocía, quedó asombradas al ver las inmensas murallas y  las torres que la circundaban “pues nunca  habían imaginnado que pudiera existir una ciudad tan rica… con tantos palacios y magníficas iglesias…  y todos los hombres quedaron extasiados. El ejército atacó el Gálata (el barrio genovés) el 6 de julio, y prosiguió por el Cuerno de Oro. Los venecianos, mientras, se preparaban para atacar la ciudad desde el mar. Ambas fuerzas realizaron un asalto  conjunto sobre las murallas marítimas y terrestres el 17 de julio, rompieron la cadena que atravesaba el puerto a la altura del Cuerno de Oro y recurrieron  a naves incendiadas para destruir gran parte de la flota bizantina. A partir de ahí, se inició el ataque a la mayor  de las ciudades de la cristiandad. Durante el asalto final, y a pesar de lo muy avanzado de su edad, el dux Dandolo, ataviado con su  armadura completa, se plantó  en la proa de su galera de guerra, con el estandarte de San marcos frente a él, y llamó a sus hombres a la batalla. Aquella heroica figura, sin duda, digna de mejor causa.

El 17 de julio de 1203, el ejército cruzado tomó Connstantinopla. Alejo III huyó con tantas joyas y piezas de su tesoro como él y  su séquito consiguieron llevarse, y  fue formalmente depuesto. A Isaac II lo libedraron de su encierro en un estado lamentable y le devolvieron el trono. Su hijo fue proclamado coemperador Alejo IV. El papa reprendió a los cruzados y les ordenó que prosiguieran de inmediato su viaje a  Tierra Santa, pero fueron pocos los que le obedecieron. Los comandantes, con Dandolo a la cabeza,, exigían a Alejo que cumpliera sus promesas, que les pagara lo acordado y que se duispuesiera a partir con ellos rumbo a Egipto.Por su parte, el recientemente proclamado coemperador rogó al ejército que trasladara su campamento extramuros. La población de la ciudad se mostraba inquieta con aquellos nuevos gobernantes, impuestos por un ejército latino, que exigían el pago de unos impuestos desmesurados para pagar a sus cómplices y que, según se rumoreaba, habían sometido a la Iglesia oriental a la autoridad del Pontífice de Roma. Los dos nuevos emperadores no tardaron en ser derrocados en una revuelta encabezada por el yerno del emperador depuesto, que a su vez accedió al trono con el nombre de Alejo  V e hizo estrangular a surival más joven. Por su parte, Isaac II Angelo, a sus setenta años destrozado física y moralmente, falleció en prisión a los pocos días.

Los venecianos y los cruzados  lanzaron entonces una “llamada conjunta en nombre de Cristo a entrar  en la ciudad espada en mano. Se  acordó que un consejo de electores formado por seis venecianos y seis cruzados escogería a un emperador latino. Sin embargo, ese emperador sólo controlaría una cuarta parte de  los dominios imperiales. Los otros tres se dividirían, y la mejor parte sería para Venecia. El clero no perteneciente al emperador electo se quedaría con Santa Sofía y sería el encargado de escoger a un nuevo patriarca  latino. De las propiedades de la Iglesia, ésta conservaría una pequeña parte para su propio mantenimiento, y el resto sería repartido como botín.

Constantinopla cayó el 13 de abril de 1204. Vivió tres jornadas de pillaje y matanzas brutales. En palabras de T. S. R. Boase, “muchos edificios de la ciudad, incluido el Gran Palacio, no eran más que ruinas cuando los cruzados los encontraron”. Pero aquéllos habían sido los desmanes de una guerra  civil, mientras que ahora se trataba de la obra de los bárbaros latinos. La soldadesca avanzaba destruyéndolo todo a su paso, en tanto que los caballeros y los hombres de armas, los abades y los monjes, se internaban en aquel caos y saqueaban cuanto podían. El botín fue enorme: según Villehardouin, desde la creación del mudmo nunca se había obtenido semejante cantidad de una sola ciudad. Por supuesto, muchos tesoros artísticos, esculturas y manuscritos se perdieron para siempre. Pero otros muchos llegaron a Europa occidental en los años siguientes. Para el turista moderno, los más conocidos son los cuatro caballos de bronce que desde mediados del siglo XIII adornan la fachada de la catedral de San Marcos, en Venecia, y que hasta 1204, habían presidido el hipódromo de Constantinopla, donde tenían lugar carreras de caballos y de carros. Fue Dandolo quien dio la orden de apropiárselños y trasladarlos a la ciudad pirata, que nates de instalarlos en la catedral los guardó un tiempo en el arsenal. Seiscientos años después volvieron a ser objeto de un saqueo, esta vez por parte de Napoleón., que se los llevó a París, aunque en 1815 fueron devueltos a Venecia. Las extraordinarias esculturas de tamaño natural, creadas por un maestro helenístico a principios del siglo III a.C., y que formaban parte de un grupo que representaba un carro triunfal, así  como otros tesoros del arte clásico, debieron atraer bastante menos al “cruzado medio” comparadas con las miles de reliquias sagradas relacionadas con la vida de Cristo y los santos, que fueron extraídas de las iglesias y  santuarios de la metrópoli de la cristiandad, en muchos casos por sacerdotes.

Se creía que aquellos restos físicos de mujeres y hombres  santos irradiaban, por así  decirlo, el poder espiritual de la eternidad en la realidad mundana. Parte del poder mistico de Roma residía en el hecho de que, bajo la basílica, reposaban los restos de San Pedro, nombrado por Jesús su representante en la Tierra. La ciudad albergaba otros centenares de reliquias sagradas, y ni siquiera Roma igualaba la cantidad de tesoros, la gran coincentración de santidad custodiada en la Nueva Roma fundada por el emperador Constantino, la más preciada joya del mundo cristiano. La mayor parte de ellas fue a parar  a Francia, donnde acabó destruida en los asaltos a las iglesias que tuvieron lugar durante la Revolución Francesa. (12)  Además había extraordinarios manuscritos, muebles y objetos de culto de oro y plata, e incontables obras artísticas menores. Siete siglos  después, el Exuviae Sacrae Constantinopolitanae, intento académico de inventariar los objetos tesoro de l pillaje de los cruzados –publicado en Génova en 1877 y 1904- ocupó tres grandes volúmenes. (13)

Cuando algo parecido al orden empezó a imponerse en la ciudad, los conquistadores se repartieron los despojos. El sacerdote veneciano Tomás Morosini fue nombrado primer patriarca  latino de Constantinopla, y  Blduino de Flandes fue elegido “emperador” con el apoyo de Venecia, siendo coronado por el delgado pontificio con gran pompa y ceremonia en Santa Sofía, el 16 de mayo de 1204. Aklñ anunciar su coronación al Papa, se nombró a sí mismo “por la gracia de Dios emérador de Constantinopla siempre Augusta” y se definió como  “vasallo del pontífice”. Balduino no tardó en recibir el reconocimiento oficial de éste. Para Inocencio, que había perdido el control de su cruzada desde el momento en que el Dux Dandolo desvió su rumbo para atacar Zara, y que desde entonces se había opuesto a casi todas y cada una de sus acciones, debía ser difícil rechazar el resultado. En realidad, de ese modo se materializarían sus planes inconscientes, que habían constituido una ambición del Vaticano al menos desde los días de Gregorio VII, el papa protocruzado. A finales de 1204 ya se había iniciado la tarea de sustituir la jerarquía bizantina en el gobierno por el sistema feudal propio de Occidente, y unos seiscientos caballeros cruzados habían tomado posesión de tierras expropiadas a cortesanos y nobles griegos. Unos seis meses más tarde moría el emperador Balduino. Al frente de un pequeño contingente que había acudido a repeler al ejército búlgado invasor, fue derrotado en marzo de 1205 a las afueras de Adrianópolis, hecho pprisionero y ejecutado por sus captores.

Bonifacio de Monferrato tenía aspiraciones a la corona imperial. Confiado en su elección, durante la captura de la ciudad había brindado protección a Margarita de Hungría, viuda del emperador Isaac Ángelo, con la que  tiempo después se había casado. Pero Balduino era joven y más fácilmente maleable según los planes venecianos, mientras que a  Bonifacio, a pesar  de ser más maduro y capaz, pretendieron comprarlo otorgándole un reino con su centro en Salónica, en llos  Balcanes bizantinos. Lo cierto es que, antes de que terminara aquel  decenio, él también habría de morir en batalla contra una resurgida nación búlgara que se había aprovechado de los problemas que Bizancio había sufrido  durante los anteriores veinte años para independizarse de Constantinopla.  El emperador Enrique I, hijo de un conde Flandes, encontraron a un  adversario de mayor peso. Soldado valeroso ycompetente, gobernante conciliador y capaz, durante los diez años que duró  su reinado logró que la continuación latina del gobierno griego de Constantinopla pareciera viable. Pero él también murió, seguramente envenenado, en 1216. En el transcurso  de los siguiente cuarenta y cinco años, el trono  latino, que necesitaba héroes, sólo estuvo ocupado por personajes mediocres, hasta que en 1261 se restauró el gobierno bizantino.

El papa Inocencio III no fue consultado en ningún momento en relación con la partición del imperio ni con las disposiciones del nuevo gobierno. Seis años atrá,  había iniciado el proceso que había desembocado en aquellalamentable charada. Si objetivo había sido la recuperación de Jerusalén de manos del Infiel. Su logro, la conquista y desmembramiento del Imperio cristiano de Oriente. Del mismo modo que Urbano II se había horrorizado al conocer la noticia del saqueo de Jerusalén, el de Constantinopla perturbó en gran manera a Inocencio. Sin embargo, con un emperador católico romano y un patriarca católico romano instalado en la capital de la ortodoxia, aunque fuera  veneciano, podía decirse que se había logrado cierta unión de las Iglesias.

En cuanto a la república veneciana, el dux Dandolo asumió el título de “déspota”, quedó eximido de rendir pleitesía al nuevo emperador, y fue proclamado quartae partis et dimidiae totius Eomanie dominator, “señor de la cuarta  parte y media –es decir, de tres octavos- de la totalidad del Imperio de Romanía”. La designación que conservaron los sucesivos dux hasta la década de 1350, (14) emanaba de la convención según la cual los gobernantes de Constantinopla, en tanto que succesores del emperador Constantino, se veían así mismos como los únicos sucesores verdaderos del Imperio romano. Figura capital en la historia de la República veneciana, después de cuya muerte aún conservó durante más de tres siglos un gran poder en el Mediterráneo oriental., Enrico Dandolo, que se había estrenado en su título ducal con una serie de reformas fundacionales en el sistema legal de la república y puso los cimientos de un imperio marítimo y comercial en constante expansión, acabó sus días velando por los intereses venecianos en Constantinopla, donde falleció en 1205 a la edad de noventa y ocho años. Su sepulcro de mármol, que adornaba la gran basílica de Santa Sofía, no sufrió daño alguno ni siquiera cuando en la década de 1265 la ciudad volvió a la obediencia bizantina.

El experimento del “Imperio” latino apenas duró sesenta años. Pero la presencia latina en los Balcanes y en el Mediterráneo oriental se prolongó bastante más. Gran parte de la Grecia moderna pertenecía al reino de Salónica y al principado de Aquea, fundado por la familia Villehardouin y posteriormente gobernado por la casa de Anjou, y avanzadilla de la cultura francesa en los Balcanes durante la mayor parte de aquel siglo. La lengua que se hablaba en su capital, Andravida, en Morea (donde en la actualidad  se sitúa un aeropuerto internacional del Peloponeso noroccidental), era el mismo francés que se oía en París; la corte de Andravida constituía una reconocida escuela de caballería, y en el arzobispado de Corinto, perteneciente asimismo al principado, funcionaba un centro de estudios latinos. Muchas de las islas griegas se convirtieron en dependencias venecianas o genovesas. Las órdenes militares establecieron comandancias por toda la región, y a partir de 1300, Rodas se convirtió en sede de los hospitalarios, que habían quedado incorporados a los imperios marítimos. El desmantelamiento del Imperio bizantino supuso la creación de tres estados griegos –el imperio de Nicea, el imperio rival de Trebisonda, en el extremo oriental del mar Negro, y el reino de Epiro, así como los señoríos latinos de Aquea, en Grecia, el ducado de Atenas y Morea y el ducado del archipiélago.

Proclamada por el Papa más poderoso entre todos los pontífices anteriores a la Reforma, exaltada con simplicidad por un santo evangelista, a salvo de intereses políticos de dirigentes nacionales, planificada según principios estratégicos de gran sensatez, la Cuarta Cruzada fracasó totalmente en su teórico objetivo de auxiliar Tierra Santa, y su resultado supuso una vergüenza para la esencia misma de la cristiandad. Sin embargo, su conclusión aseguró durante generaciones la existencia de unos emplazamientos de cultura latina en el mundo griego.

Las consecuencias resultaron contradictorias. Esos nuevos centros de interés distrajeron a los caballeros occidentales del propósito de recuperar Tierra Santa. En La Crónica de Morea se explica que lo único que Nicolás de Saint-Omer vio en Palestina fueron unos frescos que se había hecho pintar  en los muros de su castillo de Tebas (en el ducado de Atenas), y que representaban la primera conquista de aquellas tierras a manos de los primeros cruzados. (15) DE importancia más duradera fue el hecho de que aquel precoz ejericio del imperialismo occidental ahondó la brecha entre las Iglesias ortodoxa y católica, y enconó las hostilidades entre los mundos latino y griego. “La mayoría de los griegos –escribió el historiador heleno Deno Geanakopolos-, rememorando su amarga experiencia de pueblo dominado durante la ocupación latina, y más concretamente la conversión forzosa del clero y el pueblo griegos al catolicismo con la proclamación de un patriarca latino en Constantinopla, siguió siendo antilatina.” (16)

La hostilidad de los latinos hacia sus contemporáneos griegos, por otra parte, se expresaba no tanto en la animadversión, sino en la sospecha y la desconfianza. Claro que, desde que se había tenido conocimiento de la obra de Aristóteles gracias a las traducciones al latín, los cristianos occidentales veneraban a los antiguos pensadores helénicos. A lo largo del siglo XII y a medida que se iban conociendo más aspectos de la ciencia y la filosofía griegas gracias a las traducciones  de obras que, en la España musulmana, se hacían de versiones árabes, esa veneración fue en aumento. Con la conquista de Constantinopla en 1204, los estudiosos occidentales comenzaron a accder a muchos textos originales de Aristóteles y otros autores en su forma más o menos original. Con todo, era tal la desconfianza que sentían hacía los “cismáticos” bizantinos (aunque no debería infravalorarse la más que probable inercia institucional de la vida académica), que durante  décadas los eruditos oocidentales siguieron usando sus versiones conocidas de Aristóyeles, resultando de segundas y hasta treceras versiones de traducciones árabes que, además, estaban más próximas a reformulación que a la explotación de las más puras, disponibles en los textos custodiados en la bibliotecas griegas. (17) Más tarde en la década de 1260, Guillermo de Moerbeke, se embarcó, a instancias de Tomás de Aquino, en la ambiciosa empresa de lograr  traducciones literales al latín de las obras aristotélicas conservadas en las bibliotecas de Bizancio. La brillante carrera del clérigo flamenco en la Iglesia latina de Oriente culminó en su nombramiento como arzobispo de Corinto. Desdse ese puesto se convirtió en un importante defensor de la reunificación de las dos Iglesias. Gradualmente, sus versiones literales de las obras griegas de Aristóteles y otros autores acabaron aceptándose, aunque no llegaron a desplazar por completo a las tomadas del árabe. Además, Occidente está en deuda con el mundo bizantino por una serie de mejoras introducidas en la vida cotidiana: la industria italiana de la seda nació después de que los italianos obtuvieran el secreto de su fabricación, en poder de los bizantinos; el uso del tenedor es un refinamiento que aprendimos de la Corte de Constantinopla; y hasta el nombre del gran símbolo turístico de Venecia, la góndola, halla su origen en el término grecobizantino kontoura, que significa “pequela embarcación”.

 

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NOTAS

Hindley, Geoffrey, Las Cruzadas, Peregrinaje armado y guerra santa, Barcelona, Ediciones B, S.A., 2005, pp. 225-247.

 

1.- Runciman, Steven, A History of the Crusades, vol. II, The Kingdom of Jerusalem, Cambridge, 1952, pp. 109-112.

2.- Vasiliev, A.A., History of the Byzantine Empire 324-1453, vol. II, 2a edición (Madison, 1964), p. 452. [Historia del Imperio Bizantino, Iberia, Barcelona, 1946].

3.- Ibíd., p. 451.

4.- Shaw, M.R.B. (trad.), Joinville & Villehardouin. Chronicles of the Crusades (Harmondsworth, 1965), p. 29.

5.- Vasiliev, op. cit., p. 425.

6.- Shaw, op. cit., p. 425.

7.- OP. cit.,

8.- Shaw, op. cit., p.33.

9.- Boase, T.S.R., Kingdoms and Strongholds of the Crusaders, Londres 1969, p. 33.

10.- Ibid., 154.

11.- Vasiliev, op. cit., p. 454.

12.- Ibíd., p.462.

13.- Geanakopolos, Deno J., Byzantine East and West: Two Worlds of Christendom in the Middle Ages and Renaissance (Oxford, 1966), p. 18.

14.- Vasiliev, op. cit., p. 463.

15.- Riley-Smith, Jonathan, Atlas of the Crusades, p. 86.

16.- Geanakopolos, op. cit., p. 3.

17.- Ibíd., p. 22.

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