El Segundo
Imperio y la tolerancia religiosa en México según la prensa periódica:
1863-1867. Entre negaciones y negociaciones
INTRODUCCIÓN
El interés por el Segundo Imperio ha sido relevante casi
desde el momento mismo de la ejecución de Maximiliano de Habsburgo en la ciudad
de Querétaro (1867). Pero en general ha estado condicionado no solo por el
espíritu partidista, sino también por la animadversión nacionalista.
Rápidamente los promotores del experimento monárquico escribieron testimonios y
memorias, recuerdos y recapitulaciones. Las obras justificativas y los
volúmenes auto exculpatorios alternaron con condenas inmisericordes y caricaturas
humillantes. Entre la épica patriótica que celebraba la segunda independencia y
la reivindicación romántica del intento imperial, el periodo de la intervención
francesa y el Segundo Imperio, de la huida de Benito Juárez que significaba la
pervivencia de la república y la llegada de Maximiliano que argüía la
sobrevivencia de la nación, los estudios académicos fueron más bien escasos.
El horizonte comenzó a mudar a partir de 1890. Un
renovado interés por la Iglesia católica no como corporación suprema sino como
presencia social y cultura política, lenguaje patriótico y entidad diversa
tanto en lo regional como en lo conceptual, cohabitó con una nueva inquietud en
torno a la construcción del Estado no como culmen de la nación sino como
experimento atlántico y tentativa constitucional. El tópico de las relaciones
entre Iglesia y Estado resurgió, pero fue redefinido a partir de la superación
de oposiciones rotundas o diferencias insalvables1. Así, aparecieron estudios centrados en la política
eclesiástica de la monarquía habsburguesa como el escrito por Patricia Galeana2. Por su parte, Luis Ramos escudriñó los archivos
secretos del Vaticano y ofreció un texto revelador tanto de las fisuras entre
los protagonistas como los entresijos de las negociaciones en torno al
concordato entre la Corona y el papado3. En su conjunto, dichos textos ofrecen una nueva visión
del Segundo Imperio ya no como intervención extranjera sino como época
histórica en clave de continuidad política dentro de la historia mexicana.
La resignificación del periodo en su conjunto provendría
del comienzo del nuevo siglo. Erika Pani publica en 2001 su libro sobre el
imaginario político de los imperialistas mexicanos. Obra determinante para
reformular la experiencia monárquica e insertarla en el devenir nacional sin
los encajes del romanticismo y las cadenas del nacionalismo, se enfoca en el
aspecto político y constituye una herramienta primordial para comprender el
periodo de manera refrescante. A su vez, los volúmenes de Marta Eugenia García
Ugarte4 sobre las relaciones Iglesia-Estado y los de Emilio
Martínez Albesa5 configuran un marco narrativo de índole general. A
su vez, el estudio de Gustavo Santillán sobre la moralidad en el Segundo
Imperio constituye una aproximación concomitante a este artículo6. En su conjunto, los textos citados conforman
coordenadas insustituibles para el estudio de las peculiaridades del periodo.
Sin embargo, el tema específico de la tolerancia
religiosa carece de estudios particulares. Gracias a las obras mencionadas se
conoce el decreto imperial de febrero de 1865 sobre una tolerancia de cultos
limitada a confesiones evangélicas. No obstante, forman más relatos que
disecciones. Algunos artículos han escudriñado el Archivo General de la Nación
y han difundido notables descubrimientos7. No obstante, una fuente sumamente valiosa, pero no muy
utilizada es la hemerografía de la época. Si bien la vida editorial estuvo
limitada entre 1863 y 1867 tanto por la situación de conflicto interno y
externo como por la regulación imperial8, es factible descubrir pormenores y detectar inquietudes
que permiten detallar el proceso de elaboración del mencionado decreto y
comprender su inserción en la historia mexicana.
En suma, el artículo pretende transitar del relato al
análisis y de la postulación de la teleología reformadora al estudio específico
del instante imperial. Propone no descubrir influencias sino detectar
interrelaciones entre las esperanzas de los imperialistas del país y las
determinaciones de los gobernantes del Imperio, las negociaciones políticas en
torno a temáticas polarizantes como la tolerancia religiosa y las facultades
éticas de un Estado monárquico, no muy distintas de las planteadas
anteriormente durante la república representativa (1824-1863).
El texto despliega tres objetivos. El primero: entiende
la legislación de Maximiliano no en un horizonte extranjerizante, sino dentro
de la dinámica nacional de una tolerancia restringida por la virtud cristiana.
Tal propuesta no era novedosa9, pero por primera vez se ejecutaba y regulaba desde el
poder público. El segundo: analiza el proceso de instauración de la tolerancia
como parte de una tentativa de acomodamiento por parte de los grupos
imperiales. Es decir: dichos segmentos los había censurado con constancia y
acritud durante varios lustros, pero ahora la ponderaban con menor agresividad
y hasta comedimiento. El tercero: esboza los intentos de conciliación entre
autoridades monárquicas y obispos católicos, sobre todo después de la
publicación del decreto, y por tanto matiza una supuesta confrontación
irresoluble.
A su vez, el texto está dividido en seis partes, además
de la introducción y las conclusiones. La primera disecciona el decreto sobre
tolerancia de cultos y enuncia algunas de sus características primordiales. La
segunda analiza algunas de sus posibles fuentes históricas y doctrinales. La
tercera detalla el proceso de elaboración del decreto y explora las dinámicas
de presión desde la prensa periódica. La cuarta esboza la recepción de la
medida e ilustra la variedad de reacciones suscitadas, demostración de la
viveza política del momento e indicio de los rejuegos políticos dentro de la
monarquía. La quinta se detiene en la articulación entre los postulados en
torno a la intolerancia y la creencia en una civilización cristiana. La sexta
estudia los matices de la respuesta episcopal y las insinuaciones negociadoras
de las autoridades eclesiásticas. En suma, los tres primeros apartados giran en
torno al estudio del decreto, sus raíces y elaboración. A su vez, los tres
últimos se centran en las contrastantes respuestas al decreto imperial.
EL DECRETO IMPERIAL SOBRE TOLERANCIA
RELIGIOSA: UNA LIBERTAD LIMITADA
Desde la emancipación política (1821) la tolerancia
religiosa fue asimilada al régimen republicano. No obstante, es curioso que el
Gobierno de Agustín de Iturbide (1822-1823) consagrara la intolerancia de
cultos, asumida como fundamento trigarante, y que el Segundo Imperio la
abrogara, aunque manteniendo la protección oficial a la fe católica. Del Plan
de Iguala (1821) a la monarquía habsburguesa habían transcurrido varios lustros
no de conflictos carentes de sentido sino de construcciones de la cultura política.
En 1824 la temática fue discutida en el Congreso Constituyente de ese año10, propuesta entre 1846 y 1847 por figuras moderadas como
Luis de la Rosa y José María Lafragua, y en 1848 por Mariano Otero, todos ellos
desde posiciones ministeriales. Por tanto, el decreto prolongaba una
controversia constatable durante las décadas anteriores.
Establecido el Segundo Imperio en 1863 por una Junta de
Notables a instancias del cuerpo expedicionario del Imperio neo napoleónico,
Maximiliano llegaba a mediados de 1864 a la nación mexicana. El ambiente era de
esperanza, pero también de crispación. Las desavenencias entre los generales
franceses y los obispos nacionales se escenificaban a través de los
desencuentros al interior de la Regencia en torno a la derogación de las leyes
de Reforma. La jerarquía esperaba la abrogación de la legislación juarista.
Pero la política tolerante en el ámbito religioso de Napoleón III no era
desconocida y sí fue ratificada por sus mariscales. Elías Forey había elogiado
la tolerancia en junio de 1863 por medio de una Proclama. Debido al
escándalo consiguiente, al parecer enérgico dentro de la sociedad política,
pero no rastreable a través de los medios impresos, el militar envió una misiva
a L’Estafette para aclarar el asunto y defender la
prudencia de su afirmación11. No obstante, el mismo Maximiliano, al llegar a Puebla,
había pronunciado palabras favorables a la tolerancia religiosa. Así, después
de formar un ministerio con figuras moderadas como José Fernando Ramírez y de
enviar al extranjero a caudillos conservadores como Miguel Miramón12, Maximiliano propuso el 17 de diciembre de 1864 un
concordato con el Papa para el arreglo de los asuntos eclesiásticos relativos
sobre todo a las consecuencias de las leyes de Reforma. El primer punto del
posible convenio era la declaración de tolerancia religiosa para los cultos no
prohibidos por la ley y el reconocimiento del catolicismo como religión oficial
del país13.
Ante las resistencias del nuncio y las prisas del
emperador, el 27 de diciembre de 1864 Maximiliano ordenaba mediante una misiva
al ministro de Justicia Pedro Escudero y Echánove decretar la más “amplia y
franca” tolerancia con la fe católica como religión de Estado14. Determinación eminentemente política frente a las
dificultades para concluir el concordato, no era una decisión coyuntural, como
se detalla más adelante. Cabe insistir en que la instrucción era muy general:
el catolicismo sería religión oficial, pero la tolerancia no contemplaba
cortapisa alguna.
Ante los nulos resultados de la negociación con el
enviado papal, la instrucción se convirtió en decreto el 26 de febrero de 1865.
La medida aspiraba al equilibrio entre los resquemores ante la tolerancia y los
requerimientos de la inmigración. En primer término, protegía la fe católica y
la consideraba religión de Estado. Después, ofrecía “amplia y franca tolerancia”
a “todos los cultos que se no se opongan a la moral, la civilización, o las
buenas costumbres”. Los adjetivos no ocultaban las restricciones. El uso de la
palabra “cultos” significaba que no instituía la libertad de conciencia como
derecho individual para el habitante del Imperio: normaba la introducción de
congregaciones extranjeras al territorio mexicano. El ingreso, además, sería
limitado por criterios no definidos. La legislación no especificaba la
moralidad que sería el referente para la autorización. Pero a partir de una
lectura completa de la medida, es factible precisar que sería la moral de la fe
católica, religión oficial y protegida.
En consecuencia, los referentes éticos de dicha
corporación constituirían los parámetros estatales para la admisibilidad de las
congregaciones religiosas. Tales valores eran ponderados elementos esenciales
del mundo moderno. Es decir: el decreto se enmarca en la previa asunción de una
“civilización cristiana”, digna no solo de apego sino también de amparo. Por tal
causa, añadía: “Para el establecimiento de un culto se recabará previamente la
autorización del gobierno”. La tolerancia no era un derecho individual sino una
concesión sujeta a revisión previa otorgada a un grupo determinado. Otro
intento de equilibrio era evidente. Por un lado, el decreto preveía la
expedición de “reglamentos de policía para el ejercicio de los cultos”. Por el
otro, normaba que el Consejo de Estado conocería “de los abusos que las
autoridades cometan contra el ejercicio de los cultos, y contra la libertad que
las leyes garantizan a sus ministros”15. Por ambos senderos, el poder civil se convertía en
salvaguarda del espacio público en el aspecto confesional y garante de la
libertad de párrocos y pastores. Con ambas determinaciones, el gobierno
monárquico se dotaba de nuevas prerrogativas. La independencia entre Iglesia y
Estado decretada por Juárez separaba por completo al gobierno civil de
cualquier injerencia en la corporación eclesiástica. En cambio, la oficialidad
católica conllevaba la revalidación, por parte de la autoridad civil, de varios
instrumentos de intervención en la vida interna de la institución religiosa. El
catolicismo recobraba su status de religión oficial, aunque
con tolerancia religiosa, pero la Iglesia advertía cierto intento de control
por parte del gobierno imperial.
RAÍCES Y RAMIFICACIONES
Las raíces conceptuales de decreto se hallaban, como se
ha indicado, en la historia mexicana. No era una ocurrencia exótica ni una
invención accidental. A reserva de estudios más detallados, es factible
enumerar algunos elementos explicativos. Una libertad circunscrita por la moral
cristiana había sido esbozada al menos desde los albores de la década de 1830.
Vicente Rocafuerte la había sugerido en su conocido Ensayo cuando
postulaba: “La libertad de cultos establece una rivalidad de buena
conducta entre todas las sectas cristianas [subrayado del
autor]”16. A su vez, la colonización extranjera esparciría entre
los habitantes del país la “moral evangélica”17. Además, el ecuatoriano pedía fundar las instituciones,
precisamente, sobre la “diamantina base de la moral evangélica”18. Durante la experiencia reformista de 1833-1834 diversos
periódicos y personajes la enunciaron y defendieron19. Uno de ellos fue el joven José Fernando Ramírez, futuro
ministro de Relaciones Exteriores, precisamente durante el Segundo Imperio, y
Ponciano Arriaga, abogado potosino de fama liberal. Una tolerancia limitada al
cristianismo era una alternativa tanto a la intolerancia contenida en el
artículo tercero del código constitucional de 1824 como a la libertad sin
límite de un incontable número de confesiones religiosas. En 1847 Luis de la
Rosa propuso una tolerancia circunscrita a cultos cristianos desde el
Ministerio mediante una Circular durante la guerra con los
Estados Unidos. No obstante, el Congreso Constituyente de 1856-1857 no estudió
dicha posibilidad, concluyendo con la omisión del punto religioso. En suma, una
tolerancia religiosa limitada a la moralidad cristiana era parte de la historia
nacional. No era una improvisación habsburguesa sino una proposición enunciada
al menos durante tres décadas de oscilaciones coyunturales, pero también de
construcciones políticas
Diversas raíces de la propuesta imperial se hallaban de
manera intermitente pero constatable a lo largo de varios lustros. Sin embargo,
algunos periódicos de la época precisaron dichos orígenes y los remontaron a
legislaciones locales de los Estados Unidos. La Sociedad, diario
conservador editado por José María Roa Bárcena, citaba el artículo segundo de
la Constitución de Massachusetts, que prescribía dar homenaje público al
creador del hombre y circunscribía la tolerancia a los cultos cristianos de
cualquier confesión. Por su parte, según el mismo diario el artículo quinto de
la Constitución de Nueva York instituía el libre ejercicio del culto religioso
sin excepción alguna, pero con una limitante evidente: las acciones licenciosas
y las prácticas incompatibles con la paz y seguridad del estado. Tanto la
Constitución de Delaware como la de Pensilvania prescribían que los habitantes
deberían dar culto al “Dios Todopoderoso”. La de Pensilvania establecía,
además, que para ejercer la tolerancia el hombre debía confesar la existencia
de Dios; por su parte, la de Delaware limitaba la tolerancia a “las personas
que profesen la religión cristiana”. Las prevenciones implicaban la censura
tanto del ateísmo como de la indiferencia, Cabe añadir que tales medidas
implicaban un marco ético para la convivencia civil. El Imperio francés
concebía la monarquía mexicana como un dique entre los Estados Unidos y la
América latina y un puente entre la región y Europa. No obstante, es
significativo que los partidarios de las restricciones éticas acudiesen a
legislaciones locales de los Estados Unidos para apuntalar sus argumentos. La
lógica conceptual de imperialistas y conservadores recurría convenientemente a
disímiles fuentes doctrinales20.
Otras variables son significativas. El josefinismo
austriaco no fue tan discutido en los medios nacionales como el regalismo
ibérico y el galicanismo francés. Sin embargo, durante el Segundo Imperio la
temática no era desconocida. La Sociedad aclamaba el triunfo
de la Iglesia posterior al Papa Pío IX en los siguientes términos: “La única
regla de fe es la voz del Papa, sin que el galicanismo de Francia, ni el
josefismo de Alemania, ni el regalismo de España, puedan resucitar entre los
verdaderos católicos”21. A reserva de una investigación específica, cabe anotar
que el josefinismo simpatizaba con la tolerancia y la había establecido, aunque
con restricciones y particularmente dirigida al protestantismo sin exclusión
del judaísmo, dentro del Imperio austriaco de raigambre católica.
Aunque sin controversia pública, la tolerancia siguió
siendo materia jurídica después del decreto. Unos meses después, en abril de 1865,
era publicado el Estatuto Provisional del Imperio. Mucho menos
preciso y más general que el decreto, aseguraba a los súbditos “el ejercicio de
su culto”, entendido como una garantía individual22. El Estatuto Provisional sí erige la
tolerancia como un derecho, pero no de manera explícita como derecho a la
libertad de conciencia. Tampoco recoge la limitación ética a la tolerancia
confesional. Así, el planteo monárquico no estaba totalmente definido y parecía
corresponder aun dentro de un muy breve lapso de tiempo, cuatro meses si se
cuenta de diciembre de 1864 a abril de 1865, a tres distintas concepciones: de
la institución de una “amplia y franca tolerancia” al respeto al culto de los
habitantes del Imperio, pasando por una libertad limitada al cristianismo.
El decreto imperial abrevaba en diversos procesos y
variadas propuestas: de los postulados de figuras como Arriaga y Ramírez,
Rocafuerte y de la Rosa a las precisiones legislativas de las constituciones
locales de los Estados Unidos pasando por el josefinismo austriaco. Es decir:
la medida se insertaba en el horizonte nacional sin demérito de otras lecturas.
No obstante, existe un hecho digno de elucidación. La propuesta de concordato
se refería a una tolerancia para los cultos no prohibidos por las leyes. La
instrucción de Maximiliano aludía a una amplia tolerancia. Pero el decreto la
circunscribía a los cultos cristianos. La diferencia tiene su explicación en el
proceso deliberativo al interior del Consejo de Estado. La limitante era la
especificación jurídica de la mención genérica en torno a los cultos no vedados
por las leyes.
EL DECRETO EN CIERNES: PRESIONES Y FILTRACIONES
La instrucción imperial de diciembre de 1864 significaba
tanto el inicio de la redacción del decreto como la aparición de versiones
periodísticas sobre su elaboración. Las deliberaciones tanto del gabinete como
del Consejo de Estado no eran públicas y no existen versiones disponibles. Sin
embargo, algunos medios divulgaron noticias diversas. Filtraciones calculadas
para medir el ánimo público o suposiciones dirigidas a impactar en el proceso
de depuración legal, las versiones detallan la historia del decreto y
constituyen un indicador de los rechazos, pero también de las negociaciones
conceptuales dentro de los segmentos políticos.
Antes de efectuar un análisis de las informaciones
periodísticas, resulta conveniente situar el papel de los medios impresos durante
la segunda monarquía. En dicho periodo la prensa periódica ya no es concebida
un tribunal objetivo ni la expresión auténtica del interés nacional. Un texto
sin firma de El Espíritu Público, reproducido por El
Cronista, registraba: “Si los periódicos no representan exactamente la
opinión nacional, sí representan el carácter y tendencias de los partidos que
hay en cada Estado:” La controversia ante la pluralidad religiosa convivía con
una relativa aceptación de la diversidad política. En tal horizonte, La
Razón de México (en adelante La Razón) reivindicaba a “los
monarquistas que no son liberales”, y añadía que no estaban contentos con la
“política liberal del soberano”23. La aceptación de las categorías ideológicas era ya
relativamente habitual. El horizonte político tomaba nota de cambios
sustanciales, pero también de persistencias evidentes, En 1863 había
reaparecido la polémica en torno a si la libertad de prensa amparaba la defensa
de la tolerancia religiosa, disputa advertible desde la década de 1820 y sobre
todo en la de 183024. En suma, la prensa intentaba definir las
particularidades de la libertad política al tiempo que el Imperio pretendía
establecer los alcances de la libertad religiosa.
El año nuevo de 1865 significó el inicio de elaboración
del decreto. El ánimo reformista era expresado por el redactor de L’Ere
Nouvelle. Según E. Masseras, una de las finalidades del nuevo régimen era
“la transformación moral y material del país por medio de una serie de reformas
extensivas a todos los ramos de la administración y de la economía política”25. Menos ambigua y más directa, La Sociedad reseñaba
que L’Estafette, órgano del cuerpo expedicionario, preveía
que el concordato sería la ratificación de las principales medidas liberales
como la tolerancia de cultos26. La tendencia a la tolerancia no era menor dentro de las
filas imperiales.
El contenido del decreto imperial fue conocido por la
prensa periódica. Un texto sin firma de La Sociedad, reproducido
por La Razón, adelantaba en términos generales el contenido y
añadía que los consejeros de Estado nombrados para presentar el dictamen
correspondiente eran el abogado José Urbano Fonseca y el general José López
Uraga27. Fonseca había sido ministro durante la gestión de
Mariano Arista (1851-1853) y había defendido la exclusividad católica. Por su
parte, según cartas de la emperatriz Carlota, simpatizante de la libertad de
culto sin religión protegida, López Uraga argüía que eran mucho mejores los
hombres temerosos de Dios que quienes en nada creían28. El militar había participado durante la guerra de
Reforma (1858-1861) en el bando liberal. De hecho, hasta la primera mitad de
1864 había servido en el ejército republicano, pero en julio del mismo año
transitó a la causa imperial. Así, un hombre culto que había sido parte de una
administración moderada y un reconocido militar que había sido un eminente
reformista, ahora debían resolver una de las cuestiones más polémicas del siglo
XIX29.
Un editorial de La Razón comentaba que
el proyecto había sido estudiado y discutido durante largo tiempo. La finalidad
era adecuarlo a las realidades de la nación. Pero el análisis, precisaba, había
generado tensiones. El periódico añadía que los consejeros estaban divididos.
No todos creían en la tolerancia, y aun quienes la apoyaban disentían entre
ellos en la manera de ponerla en ejercicio. La división explicaba la demora en
la publicación de decreto. En cuanto al contenido, el diario preveía con toda
seguridad una tolerancia religiosa dentro de los marcos de la moralidad
cristiana. La versión coincidía con otros medios como La Sociedad y El
Cronista. Como otros diarios, La Razón aguardaba el apoyo
del Papa. Pero el periódico introducía un matiz significativo: aseguraba que no
siempre se podía lo deseable. En consecuencia, justificaba de antemano la
determinación porque era necesaria para el orden público y el sosiego del
Estado30.
Redactada por Charles de Barrés, L’Estafette contaba
con el apoyo del Mariscal Bazaine y aunque poco a poco se fue distanciando del
emperador, durante la elaboración del decreto mostraba enorme afinidad con el
Imperio. Ante la misiva de Maximiliano a Escudero, esperaba que el ministro de
Justicia extrajera todas las conclusiones y desarrollos correspondientes31. No obstante, según medios franceses El Pájaro
Verde anunciaba que el Gobierno había decidido suspender la
promulgación de las medidas anunciadas en la misiva, es decir, la tolerancia y
la ratificación de la compra venta de bienes eclesiásticos32. Así como los diarios conservadores intentaban presionar
mediante la publicación de materiales adversos a la tolerancia de cultos, como
se verá más adelante, L’Estafette seguía una dinámica
semejante, pero en sentido inverso. En los albores de 1864 encomiaba el recién
publicado texto del Abate Testory y citaba su elogio de la libertad de
conciencia”33. Además, aseguraba que la división religiosa vigorizaría
la autoridad civil. Señalaba que, si la libertad de conciencia era instaurada,
la policía sería garante de la ley civil contra los excesos de los “maniacos
religiosos”. Entre más numerosas fueron las congregaciones, el Estado
mantendría más fácilmente su supremacía sobre los ciudadanos34.
Las medidas de presión en un sentido o en otro no se
limitaban a los editoriales o la intencionada publicación de artículos. Los
rumores eran también medidas de apremio y reproche. El Cronista anunciaba
que el arzobispo de Michoacán estaba preparando un viaje a Europa. El periódico
ignoraba las razones del desplazamiento, pero sugería que los asuntos
vinculados a tal decisión eran muy graves: en “días pasados se dijo que el Sr.
Munguía trataba de renunciar a la mitra de Michoacán: sentiríamos mucho que
fuera cierto”35. No solo la partida al extranjero del arzobispo Munguía,
sino la renuncia a su cargo en el episcopado eran medidas tendientes a
acrecentar los costes políticos del decreto y las consecuencias eclesiásticas
de la medida.
En vísperas de la publicación del decreto, algunos
diarios siguieron mostrando su oposición, pero a través no de editoriales
furibundos sino de intencionadas publicaciones. Durante la primera semana de
febrero La Sociedad editó el catálogo de los principales
errores modernos de Pío IX36. Dicha enumeración condenaba no solo la tolerancia
religiosa sino también la moralidad universal. Por su parte, El
Cronista publicó primero unas “Conversaciones sobre el protestantismo
actual” escritas por el canónigo L.G. de Segur y después la refutación al
opúsculo del abate Testory escrita por José María Aguilar de Bustamante. La
respuesta editorial al decreto en ciernes era indirecta, pero indudable: los
textos impugnaban tanto a los principales beneficiarios de la inminente
legislación, los protestantes, como a los defensores de la tolerancia en el
Imperio, los liberales. La crítica no cuestionaba la figura del emperador, pero
sí se oponía al decreto a partir tanto de la argumentación de canónigos locales
como de la creciente autoridad papal.
El Cronista recurría
a otra razón además de la imposibilidad mostrada por Aguilar y de la condena
absoluta de Pío IX. Dentro de la dinámica de oposición evidente, pero indirecta
y casi nunca confrontativa, el periódico reprodujo una famosa cita de
Montesquieu: “Nada valen las leyes sin las costumbres”. El Gobierno podía
instituir la tolerancia, pero la nación la rechazaría. El periódico citaba
intencionadamente un editorial de La Razón, que aseguraba que dicho
apotegma se había tornado una “sentencia vulgar” porque todo el mundo la
repetía, aunque no todos obraban conforme a “la importante verdad que se
encierra en ella”37. La alusión, aunque genérica era evidente. La tolerancia
sería no solo una imposición, sino una inconsecuencia.
Con menor circunspección y mayor contundencia que otros
medios, El Cronista desautorizaba mediante otro editorial el
inminente decreto. La explicación era un desengaño y concluía en un lamento:
“El partido católico mexicano desde 1812 viene luchando en el país contra las
malas ideas, disfrazadas con los lisonjeros nombres de libertad y progreso”.
Según el periódico, tal partido había retardado, aunque no impedido la victoria
del reformismo y la demagogia. Con más conciencia que ingenuidad “apeló al
triste recurso de una protección extranjera, creyendo que sus inseparables
inconvenientes quedarían bien compensados con una restauración católica,
afianzada en la institución monárquica”38. La alianza con la incertidumbre había sido de alto
riesgo. La legislación era no solo estéril, sino contraproducente: no
conquistaba adhesiones y sí enajenaba simpatías: “El partido católico que
acogió la intervención con entusiasmo y empeño, desde que este se puso en pugna
con sus adictos, adulando en las ideas a sus enemigos, ya no tiene un partido
que la apoye, puesto que uno la desfavorece y el otro no cesa de aborrecerla”,
y añadía “dejemos engañarse a los que se quieran engañar”39. El periódico advertía que “la tolerancia podrá ser
impuesta, pero jamás consentida en México, mientras en él se guarde un
principio de sana moral”.
A pesar de la animadversión, El Cronista tampoco
caía en posiciones ultramontanas y se mostraba dispuesto a alguna negociación
en otras temáticas. En debate con L’Estafette, reconocía la
validez del matrimonio civil y resguardaba el ámbito moral para el casamiento
religioso. Ante el diario francés que daba prioridad al enlace civil, proponía
que los contrayentes decidieran el orden de realización de ambos matrimonios40. No obstante, en su conjunto la censura constituía una
advertencia: el emperador estaba aislado entre los mexicanos y solo ante los
franceses. La victoria pírrica era una derrota estratégica. Entre la traición y
el autoengaño, El Cronista se distanciaba del Gobierno y, al
igual que Maximiliano, parecía quedar sin interlocutor político, al menos hasta
el giro conservador de 1866.
En medio de múltiples presiones, La Razón comentaba
el borrador del decreto y exponía que ya había sido sometido a la aprobación
gubernamental. El Consejo de Estado modificó el artículo tercero que
subordinaba el establecimiento de cultos a la autorización del Gobierno. El
cambio enfatizaba que la reglamentación normaría la introducción de diferentes
cultos y cuidaría “de cerrar la puerta a las sectas contrarias a la
civilización y las buenas costumbres”. En la misma tónica, el periódico
agregaba que se rehusaría la autorización a “toda especie de culto cuyos
preceptos sean contrarios a la moral cristiana y a las buenas costumbres”41. Por su parte, aunque con poco entusiasmo, La
Sociedad aprobaba la tolerancia sometida a la legislación, pero
insistía en la preeminencia del respeto a las buenas costumbres42. La tolerancia de cultos cristianos constituía un
elemento diferenciador entre la legislación juarista y la normatividad
monárquica. Según un texto de La Sociedad, la ley de diciembre de
1860 desatendía el temor al desorden social generado por la pluralidad ética,
así como el resquemor ante el ateísmo y el indiferentismo43. La discrepancia constituía un justificante del apoyo
conservador a la medida imperial. No obstante, la restricción parecía un
consuelo.
La colonización era un justificante decisivo en la
defensa del decreto. Pero no resultaba convincente para una porción de la
prensa periódica. Un diario desestimaba el imperativo de la inmigración porque
“la felicidad nacional e individual no se adquiere a beneficio de inventario”44. Otros medios admitían la necesidad de la colonización,
pero sin el requisito de la tolerancia. El Cronista aceptaba
el fomento de la inmigración, juzgada viable tanto por la guerra civil de los
Estados Unidos como por las garantías ofrecidas por el Imperio, pero omitía la
libertad de cultos y se centraba en la adecuada oferta de terrenos para los
interesados45. Entre la ordenación de la tierra a partir de los
mandatos del cielo y la corrupción del hombre a raíz de los equívocos de la
filosofía, no había elección racional posible. La cruz era el emblema de la
civilización, pero una cruz regida e interpretada por el episcopado.
Relevante para diarios como La Razón y La
Sociedad, una tolerancia restringida no era tan relevante para otros
medios. L’Estafette aseguraba que el cambio carecía de
alcance práctico y juzgaba que “lo esencial era que el principio universal de
la tolerancia de cultos penetrara al fin en México”, base de la colonización46. En suma, celebraba la “libertad de conciencia y de
práctica religiosa” sometidas a las buenas costumbres y la seguridad pública47. Mientras L’Estafette se
mostraba conforme con el decreto imperial y la restricción ética, solo algunos
medios postularon una libertad más inclusiva. La Sombra fue
uno de los pocos medios favorables a una libertad sin restricciones morales.
Así, aseveraba que, dentro de un horizonte de absoluta igualdad, ningún devoto
“alega preferencia fundándose en la religión que profesa; sería absurdo que se
niegue a un adorador del fuego lo que se le concede a un protestante [subrayado
original]”48. El texto, tomado de una publicación llamada Los
Espíritus, borraba jerarquizaciones morales y aducía la plena igualdad
entre los creyentes. La relativa excepcionalidad del diario resulta explicable
a partir de su posición marginal dentro de los grupos de poder que se
expresaban por medio de periódicos como L’Estafette. Y La
Razón, La Sociedad y El Cronista. La posición excéntrica
facilitaba el abordaje del centro del problema.
No obstante, otros medios liberales confluían con las
restricciones éticas. El diario reformista La Cuchara exponía
la libertad de culto. Su lógica argumental era un testimonio de la pervivencia,
sin duda tolerada, de pensamientos liberales, bajo el renacido Imperio. El
periódico distinguía entre tolerancia y libertad de culto, y asentaba que las
religiones dentro de las sociedades carecían de influjo y dominio sobre la
sociedad. El medio equiparaba la tolerancia tanto con la protección de una fe
como con una valoración negativa de otros cultos49. El diario aceptaba que “el gobierno al mismo tiempo
debe conciliar esta libertad con el buen orden y la paz permitiendo solo las
religiones que tiendan a este fin, o cuando menos que no lo ataquen”50. Por diversos caminos, entre la resignación y la
celebración, una libertad limitada se abría paso en el México monárquico.
Las alusiones al decreto fueron mucho más numerosas
durante su elaboración que después de su publicación. Las presiones habían sido
evidentes, y las críticas limitadas. Comprensible dentro de la política
eclesiástica del Imperio, aunque poco fértil en el ámbito de la colonización,
el decreto era una reafirmación política ante el nuncio papal y la corte romana
a la vez que una pretendida fórmula conciliadora. La Razón comentaba
que el correo extraordinario que debía salir a Veracruz fue retrasado,
presumiblemente, para que el vapor pudiera llevar a Europa el mencionado
decreto. Cabe añadir que dicho transporte conducía, además, a la comisión
imperial para la negociación del concordato hacia la ciudad de Roma. Parecía
delinearse una lógica de negociación sobre hechos consumados y a partir de una
posición de fuerza51.
Las numerosas versiones durante la elaboración del
decreto contrastan con las escasas reacciones suscitadas por su publicación.
Según algunos medios, la legislación no fue reprobada con acritud en público,
pero sí fue objeto de “todas las conversaciones privadas”52. La Sociedad definió bien la reacción
de la prensa: en general los periódicos no se entusiasmaron con la medida, pero
en compensación tampoco la atacaron53. Esta reacción comedida era explicable a partir del
control del Imperio sobre los periódicos, pero también a raíz de una serie de
transacciones políticas y operaciones conceptuales efectuadas en un horizonte
de esperanza y conformidad, rebeldía y resignación. La reacción ante la
tolerancia religiosa era, quizás, un indicador de la tolerancia política a las
medidas imperiales.
Las presiones ejercidas durante la elaboración del
decreto contrastaban con los silencios posteriores a su publicación. Dentro de
tal contexto, La Razón fue el mayor exponente del esbozo de
acomodamiento ante determinadas políticas imperiales54. A partir de la restricción moral, que calmaba temores y
diferenciaba la tolerancia imperial del decreto juarista de 1860, se generaba
un espacio de acercamiento y negociación. Para inicios de febrero de 1865, el
periódico interpretaba que la ley estaba en análisis y provocaba ánimos
inquietos, en algunos casos de gozo y en otros de tristeza. Aceptaba que tanto
el decreto como las leyes de revisión de bienes eclesiásticos no serían
agradables para muchos, pero traerían consigo “la calma y el sosiego para
todos, hasta para los mismos que hoy las contemplan con desconsuelo y con
enojo”55.
La Razón explicaba
la misiva y el decreto a partir de un fuerte argumentario contextual. El diario
reconocía que la carta de diciembre de 1864 había sido poco discutida y aún
menos reprobada “absteniéndose de exageraciones ultramontanas”56. Con plasticidad asentaba:
En otro tiempo, esta resolución del poder civil habría
sublevado todas las pasiones políticas religiosas, y habría levantado una de
esas furiosas tempestades que tantas veces han puesto en peligro el orden
público. Dos fanatismos implacables se habrían encontrado frente a frente, el
fanatismo político que negaba todos sus derechos a la Iglesia, y el fanatismo
religioso que negaba todos sus derechos al Estado57.
El decreto era tenido por sabio y justo, alejado de los
extremos y facilitador de la convivencia entre jurisdicciones. Con un tono
tranquilizador pero absoluto, La Razón sentenciaba: “La
tempestad ha pasado, la revolución está hecha, nos encontramos al otro lado del
abismo.” El diario se preguntaba cómo se había operado una mudanza semejante.
La causa no era institucional sino personal. No se vinculaba con una forma
específica de gobierno sino con la personalidad única del emperador. Con sus
eminentes virtudes conciliatorias, el monarca había logrado producir “en unos
las expansiones de la alegría, y en otros los consuelos de la esperanza”. Si el
Primer Imperio había obtenido la independencia sin sangre y con alegría bajo la
bandera de la fe y la unidad, el segundo habría logrado la reconciliación
mediante la cordura y la prudencia. El lenguaje de La Razón se
aproximaba más al argumentario liberal que al lenguaje conservador. El
periódico admitía que “puede ser que el fanatismo se desespere, eso sí, porque
la victoria es de la razón, del buen sentido y de la piedad verdadera; pero
afortunadamente el fanatismo esconde su despecho, o no existe ya”58. En cierto modo, Maximiliano era el nuevo Iturbide
susceptible de reconciliar la nación con ella misma y “desatar el nudo sin
romperlo”. Un invertido juego de espejos ofrecía imágenes confluyentes y a la
vez contrastantes entre ambas monarquías.
La Razón perfilaba
un cambio sustantivo en la historia mexicana a partir del régimen imperial.
Aducía que antaño hablar de tolerancia era una herejía y la ceremonia litúrgica
casi se confundía con el dogma religioso. El deslizamiento hacia la conocida
postura liberal era reconocible. El periódico insinuaba que el decreto abría un
proceso de aprendizaje para todos los mexicanos en relación a la pluralidad de
confesiones. Enfatizaba que el hábito de la tolerancia se aprendería a partir
de la inmigración de extranjeros y mediante el registro civil de los
matrimonios mixtos entre católicos y protestantes. Si bien implícitamente
confesaba que no había condiciones previas para una convivencia interreligiosa,
la ausencia de dichas circunstancias no era irresoluble. La tolerancia sería
parte de un proceso civilizador. La diversidad de cultos a partir de la
convivencia con extranjeros y la realización de actos jurídicos entre personas
de confesiones contrastantes ya no sería un escándalo y sí un aprendizaje: “la
tolerancia será un hecho en las costumbres, y un hecho sin contradicción en las
leyes”59.
Las respuestas a las conocidas representaciones contra la
tolerancia conforman otro barrunto no solo del cambio argumentativo, sino de
una voluntad no confrontativa de algunos segmentos políticos. Las
manifestaciones contrarias a la libertad de cultos fueron comunes después de la
independencia y alcanzaron un momento climático durante 1848 y 1849. Pueblos y
ciudades enviaron a la capital de la república documentos contra el proyecto de
colonización y tolerancia impulsado en 1848 por el ministro Mariano Otero. Dichas
representaciones fueron profusamente publicadas por La Voz de la
Religión. Asimismo, muchas habían sido firmadas por mujeres, proceso
estudiado por Susana Sosensky60. Años después, el artículo 15 del proyecto
constitucional de 1856-1857 también generó una alta cantidad de documentos
semejantes. Vindicados por los antagonistas de la tolerancia como expresión de
la voluntad de los mexicanos y prueba la soberanía la nación, ahora eran
sujetos de valoraciones muy diferentes.
Unos días antes de la instauración de la tolerancia
fueron conocidas algunas representaciones firmadas por mujeres61. La edición de tales documentos equivalía a una política
de presión. Hubo documentos enviados al emperador desde Puebla y Querétaro,
Orizaba y Veracruz, Tehuacán y Zinacantepec. La ponderación de la tolerancia
expresaba la reconfiguración de los discernimientos acerca de las
representaciones. Mientras algunos medios como El Cronista las
celebraban, otros como L’Estafette y La Razón las
reprendían. Una censura común era negar la autoría femenina de tales papeles62. La Razón y L’Estafette expusieron
que las mujeres habían firmado las representaciones porque los sacerdotes las
habían amenazado desde los púlpitos. Ante tal descalificación, La
Sociedad respondía que era responsabilidad urgente del gobierno
imperial la solución de los asuntos eclesiásticos de forma que dejaran
tranquilas las conciencias y salvaguardados los derechos tanto de la Iglesia
como del Estado.
No obstante, la ambigua apertura era acompañada de una
tajante reprobación de las representaciones. Si bien el periódico reconocía el
derecho de petición, precisaba que “Cualquier demostración de, peticiones o
agritaciones a este respeto, son inoportunas, inútiles y nocivas a la paz
pública”63. Además, el Consejo de Estado estaba impedido para
recibir representaciones64. Del encomio a la condena, las posturas ante las
representaciones expresaban no solo un intento de ajuste conceptual para estar
en sintonía con el Imperio renacido, sino también una responsabilidad en el
mantenimiento del orden público. A final de cuentas, durante el siglo XIX las
elites políticas forjaron pactos flexibles y alianzas estratégicas con grupos
no solo lejanos sino contrastantes. Distantemente afines y paralelamente
cercanos, estaban habituados no solo a las fluctuaciones sino también a los
acercamientos.
UNA CIVILIZACIÓN CRISTIANA: OPOSICIONES Y
CONFLUENCIAS
De la aceptación ideológica de La Razón a
la resignación estratégica de La Sociedad, pasando por la
celebración total de L’Estafette y el estridente
silencio de El Pájaro Verde65, existieron variadas formulaciones adversas a la
tolerancia. Advertibles sobre todo en el caso de El Cronista66, aunque coincidentes con algunos planteos imperiales,
recurrían al binomio conceptual cristianismo-civilización. Constatable desde el
momento mismo de la independencia, enfrentaba un largo proceso de
secularización67. Durante el constituyente de 1856-1857 fue palpable el
desacoplamiento entre creencia cristiana y proceso civilizatorio. El progreso
liberal era el verdadero avance histórico, centrado en la terrenalidad de la
esperanza y el ejercicio de la autonomía. En esta tónica, La Razón entendía
la tolerancia como parte de un proceso civilizatorio. En contraste, El
Cronista fue el diario más insistente en la vindicación de la fe como
vehículo y fundamento de la civilización. Creía que la tolerancia era
redundante porque la nación ya poseía el bien supremo de la verdad eterna,
sendero de salvación para el espíritu y camino hacia el progreso para la
humanidad. El catolicismo era, para el periódico, la base de la igualdad, el
fundamento de la libertad y el componente básico de la fraternidad. La “nación
católica” tenía derecho no solo a reivindicarse, sino también a competir con
otros países por “la vanguardia de la civilización del mundo”. El catolicismo
era “la única (religión) que está destinada a la conservación y perfección de
la especie”. En contraste, la tolerancia era un desafío contra la civilización
porque equivalía al ateísmo y el indiferentismo, escandalosos motores de
inmoralidad68. La libertad era entendida no como un ámbito de elección
entre distintas opciones confesionales, sino como la negación total de la
verdad dogmática y el Ser absoluto. El resquemor ante el temible ateísmo estaba
acompañado de un pesimismo antropológico: “El corazón humano es naturalmente
perverso, y en tal grado, que llega alguna vez a corromper el alma, hasta
hundirla en el ateísmo”69. La catolicidad era la civilización en la tierra porque
constituía el camino redentor hacia el cielo. De tal forma, El Cronista juzgaba
con rotundidad: “El culto verdadero no tiene necesidad de tolerancia. Porque
siendo el bien y la verdad solo él tiene derecho a existir”70. Solo había una fe verdadera y únicamente era posible
una civilización indiscutible71. Dentro de tal visión, se era intolerante con otros
cultos porque no se era indiferente ante los demás hombres: la salvación del
alma no era una decisión individual sino una responsabilidad colectiva. Santo
Tomás predicaba que la salvación del espíritu era totalmente preferible ante la
consecución de bienes en la tierra. En cierta forma, “el amor al prójimo
incluye el cuidado activo de su salvación”72. La redención era la civilización y el progreso la
eternidad.
La identificación entre cristianismo y civilización, a
pesar de su paulatino desgaste, pervivía no solo en el lenguaje católico sino
también en la concepción imperial. Al respecto, dos hechos constituyen pruebas.
El primero: la exclusiva admisión de cultos moralmente aceptables implicaba una
categorización de las confesiones entre “bárbaras” y “civilizadas”. La
moralidad cristiana, ya no necesariamente el credo o el dogma, era signo de pertenencia
a la civilización. Los valores se tornan más significativos que las creencias.
El segundo: la misión de los inmigrantes extranjeros era la colonización de los
territorios desérticos, pero también el mejoramiento de las conductas
nacionales. El deslizamiento del concepto de colonización a la órbita del de
civilización significaba que los nuevos habitantes serían agentes de progreso.
Por ambos caminos, el de los cultos admisibles y los colonos deseados, el
cristianismo entendido ya no una confesión específica sino una cosmovisión
ética seguía siendo un agente civilizatorio en el orden tanto material como
conductual. Para el Segundo Imperio hombres convenientemente éticos serían
agentes de una civilización que era esencialmente cristiana, aunque ya no exclusivamente
católica. La noción de progreso se expande, pero no se generaliza: excluye a
chinos y musulmanes, ateos y mormones. En cierta forma dicha noción se
pluraliza, pero no deja de ser dicotómica. En cambio, grupos católicos
continúan identificando creencia cristiana con civilización universal: todos
los pueblos podían progresar si asimilaban la fe verdadera. Así, se presenta un
juego de apertura, pero también de cierre en la concepción imperial: la
civilización ya no es exclusivamente católica, pero sí indispensablemente
cristiana. Al mismo tiempo se advierte en la visión católica un horizonte
inverso de cierre y apertura: los paganos son “bárbaros” pero pueden asimilar
la civilización gracias a la verdad de la fe y la evangelización de la Iglesia.
Ni el “progreso” era totalmente incluyente ni la religión resultaba
necesariamente excluyente.
RESPUESTA EPISCOPAL: NEGACIÓN Y NEGOCIACIÓN
Del silencio resignado a la censura contenida, la
respuesta de los medios ante el decreto imperial estuvo acompañada por la
respuesta episcopal. El 29 de diciembre de 1864 los arzobispos de México y
Michoacán, así como los obispos de Querétaro y Oaxaca, enviaron un dolido
documento al emperador Maximiliano. Cuestionaban la instrucción dada al
ministro de Justicia y pedían un compás de espera: era aconsejable aguardar la
resolución del concordato con el nuncio. Evidentemente el exhorto fue inútil.
Más dilatada en extensión y profusa en argumentos fue la respuesta al decreto
expresada por los arzobispos de México, Pelagio Antonio Labastida y Dávalos, y
Michoacán, Clemente de Jesús Munguía. Elaborado primordialmente por el
distinguido michoacano, el texto rechazaba tajantemente la legislación, así
como sus alegatos de equilibrio y sus intentos de moderación. Entre el lamento
y el reproche, por instantes parece obedecer más al imperativo de dejar
testimonio de una oposición completa que a la esperanza de alguna rectificación
parcial. No obstante, contiene sugerencias para una posible reconciliación
política. El argumentario no era novedoso e incluso citaba con amplitud
documentos anteriores como la carta del episcopado nacional contra la legislación
juarista, barrunto de algún agotamiento discursivo. El tono había pasado de la
agresiva contundencia de 1860 a la enérgica mesura de 1865, mutación digna de
contraste con la trayectoria del michoacano73. El texto es muy amplio, pero este análisis se
circunscribe a la reprobación eclesiástica de las especificidades del decreto y
su anhelo de moderación, propio de un emperador dotado de un papel arbitral.
La Exposición precisaba que se refería a
la tolerancia civil, o sea, la admisibilidad pública de una fe y no a la
teológica, consistente en admitir que la salvación del alma era posible por
medio de cualquier creencia. Precisado el objeto de censura, la tolerancia
civil era nefanda porque ponía en riesgo la redención del mexicano74. El texto rechazaba tanto las razones como las
restricciones de la legislación. Ironizaba sobre el hecho de que el Gobierno
“se mostrase tan ecuménico” en la protección de la moralidad75. No tomaba en serio tal prevención, probablemente porque
el sacerdocio se autoerigía en única autoridad en materia de virtud. Sopesaba
que la protección al catolicismo era una forma de intromisión en la vida de la
Iglesia. De igual forma, rebatía la supuesta necesidad de la inmigración no
católica: el bien supremo del espíritu era totalmente preferible al beneficio
material de la colonización protestante.
Asimismo, el documento fustigaba la protección de la fe
católica: tal defensa no era una dádiva del emperador Habsburgo, sino una
obligación del poder civil. Desestimaba la “adopción del catolicismo como
Religión de Estado”, medida conveniente para una nación con varias religiones,
pero no en un país unánimemente católico. Por tanto, determinaciones como la
protección y la oficialidad “podían parecer” “ingeniosos medios para distraer a
este pueblo de lo que va a sufrir, o como un lenitivo que se le aplica para
mitigarle un tanto la pena consiguiente al mal de la tolerancia”76. Sugería que la protección era una burla porque al mismo
tiempo el emperador sancionaba las leyes de Reforma77. El señalamiento es muy relevante porque permite
entrever las coordenadas políticas para una posible negociación:
Si estableciéndose la tolerancia, se hubiera dejado
intacta la legislación civil y penal que protegía los derechos y hacía respetar
las inmunidades personal, real y local de las Iglesias, lamentaríamos, y muy
mucho, esta ruptura de la unidad católica, pero no trabajaríamos en vano para
encontrarle algún significado, aunque débil, a la protección ofrecida”78.
De nuevo, aparece el fantasma insinuativo de una posible
transacción: el mantenimiento de fueros y propiedades como contraprestación al
asentimiento de la tolerancia de cultos. Al igual que la prensa periódica, la
exposición eclesiástica censura y rebate, pero no rompe ni anatemiza. Los
caminos para una negociación estaban abiertos y eran perfilados79.
El texto concluía no solo con un intenso encomio de la
pertinencia terrenal de la fe, sino también con el rechazo absoluto a una
diversidad social que trascendía el factor religioso. Era un verosímil epitafio
de la nación católica: “¿qué resultará entonces de este antagonismo permanente
de orígenes, razas, cultos, idiomas, costumbres, usos, hábitos, intereses,
preocupaciones, y pasiones, en una sociedad tan heterogénea? ¿En qué vendría a
parar, por último, la Nación mexicana?”80. El concepto de nación católica agonizaba a manos del
emperador Habsburgo. Cabe insistir en que el problema de la tolerancia
religiosa era, por tanto, solo una parte del respeto a una mayor pluralidad
civil.
La negociación entre el Segundo Imperio y las autoridades
eclesiásticas no parecía muy viable, pero tampoco era imposible. La voluntad de
concertación siguió presente dentro de la temática del concordato. Un borrador
del Archivo Secreto Vaticano dirigido a la comisión imperial esbozaba un punto
de acuerdo. Los folios sin rúbrica de un previsible documento de trabajo
indicaban: “En todo el Imperio Mexicano se conservará siempre con toda su
integridad la religión católica (6r) [sic], apostólica, romana que es la
del Estado”81. La diplomacia recurría a la ambigüedad para obtener un
compromiso. La redacción era contundente en cuanto a la oficialidad y
protección, pero vaga en relación a la exclusividad. ¿La integridad del
catolicismo era incompatible con la tolerancia? En la misma tónica de fijar
posturas, pero dejar abiertos caminos a convenientes interpretaciones, el
proyecto sometido a estudio del Papa por los enviados del emperador
puntualizaba: “La religión católica, apostólica, romana subsistirá en el
Imperio Mexicano con todos los derechos y prerrogativas que le corresponden por
derecho divino y los sagrados cánones. Su Majestad el emperador, primero y sus
sucesores después le impartirán su protección como a religión del Estado”82. El texto omitía cualquier referencia a la tolerancia.
Al igual que el borrador vaticano, cabe inquirirse respecto al documento
imperial si la “subsistencia” protegida del culto católico excluía la
admisibilidad de otras confesiones. Muy probablemente, la indeterminación era
una forma de aproximación.
Los intentos de negociación política continuaban no
obstante la desintegración imperial. Un documento elaborado por la junta de
obispos mexicanos en diciembre de 1866 examinaba el proyecto presentado a la
Santa Sede. Proponía añadir al término “religión” la expresión “única
verdadera”. Pero sobre todo puntualizaba: “si se juzga prudente, se añada: que,
supuesta la ley de tolerancia, cuya derogación se desea por todos los mexicanos
y debería procurarse a juicio de los obispos que nos hemos reunido, las sectas
disidentes se juzgan puramente toleradas y no igualadas a la religión de país83. El episcopado reiteraba su condena, pero se abría al
establecimiento de la tolerancia. Expresado su disgusto, pero también su
resignación, establecía un condicionante absoluto: jamás la convivencia entre
distintos cultos significaría equiparación entre religiones. No sobra añadir
que los dirigentes católicos desde el principio desestimaron la limitante moral
y jurídica a la tolerancia. El catolicismo sería religión oficial y protegida,
pero en coexistencia con otras confesiones apenas soportadas. Aunque con
variantes de redacción, es posible advertir una confluencia entre la visión
monárquica y la exigencia episcopal. Por un lado, existiría una fe oficial y
protegida de rango superior por ser juzgada verdadera; por el otro, habría un
conjunto de “sectas”, substantivo empleado por los jerarcas, en términos de
inferioridad conceptual, aunque en ejercicio de culto público. La retirada de
las tropas francesas y la desintegración de las filas imperiales no permitieron
seguir avanzado en fórmulas inéditas de ambigüedad y compromiso. No obstante,
los textos testimonian la voluntad de aproximación al menos en cuanto a la
tolerancia, dentro de una negociación más extensa sobre otras cuestiones como
los bienes eclesiásticos. El contexto, además, era favorable debido al giro
conservador del gabinete durante 1866, aunque también más arduo a raíz de las
derrotas miliares del Imperio. A juicio de algunos periódicos, el Ministerio
ahora presidido por Teodosio Lares debería conducir a una consecuencia
evidente: cerrar las puertas al protestantismo, excluir de forma absoluta las
“sectas heréticas”, conservar la unidad religiosa y proteger el catolicismo84. No obstante, las pretensiones de los obispos y las
esperanzas de los conservadores, el decreto subsistía, pero menguaba dentro del
Imperio declinante.
CONCLUSIONES
El horizonte imperial es parte de la historia mexicana
también en el aspecto religioso. La propuesta de una tolerancia circunscrita a
cultos cristianos no era una novedad habsburguesa. Vicente Rocafuerte y
Ponciano Arriaga, Luis de la Rosa y José Fernando Ramírez la habían sugerido y
enunciado con vigor y claridad. Tenido por figura moderada, Ramírez sería, no
incidentalmente, ministro imperial con Maximiliano de Habsburgo. Más que
establecer una genealogía moderada para el planteo monárquico, resulta
conveniente insistir en la voluntad de conciliación en un tema polarizante. Sin
embargo, también es preciso insistir en cierta ambigüedad surgida de una breve
comparación entre la propuesta de concordato (1864), la instrucción de
diciembre (1864), el decreto (1865) y el Estatuto Provisional del
mismo año. La definición más acabada era la del decreto, aunque en tensión con
la visión genérica del Estatuto Provisional.
A pesar de su espíritu de moderación, el decreto tuvo
escaso recorrido. Salvo algunas tentativas, el Imperio no atrajo una
colonización numerosa. Sería iluminador detallar, por medio de los archivos
correspondientes, el proceso administrativo empleado para la autorización de
inmigrantes no católicos. De cualquier forma, la medida constituye un referente
no solo para el dimensionamiento de la tolerancia imperial, sino también para
la comprensión del papel de la autoridad civil en la regulación del mercado
religioso. Aun una acotada tolerancia conducía a una potenciación del Estado,
aunque conllevaba, paradójicamente, el debilitamiento del emperador.
El decreto se resolvió favorablemente para el Imperio en
el plano ideológico. El trono se mostraba capaz de trascender divergencias
políticas para conseguir metas irrenunciables. Además, la medida reafirmaba la
imagen de un Imperio susceptible de unir la nación: aceptaba imperativos de
grupos antes enfrentados. La búsqueda de adherentes entre liberales y juaristas
resultaba una operación destinada no solo a borrar la impresión de un Imperio
reaccionario, sino también a robustecer los apoyos de la Corona imperial.
Lamentablemente para Maximiliano, la tolerancia no condujo a la adhesión de los
reformistas; afortunadamente para él, tampoco significó una ruptura total con
los conservadores, quienes preferían cohabitar con la tolerancia antes que
abandonar el Imperio.
La gestión del presente no era fácil, así como no
resultaba sencilla la administración de las esperanzas y la reconciliación de
las diferencias. Si no obtuvo el apoyo liberal, la medida permitió a
Maximiliano prevalecer frente al nuncio, el episcopado y el segmento
conservador. No obstante, la victoria aparente tenía un precio incalculable: la
desconfianza de los conservadores, dispuestos a la negociación, pero carentes
de entusiasmo para convertirse en puntales de la Corona. La legislación
reformista podía ser revalidada, los enfrentamientos antaño sangrientos podían
ser manejables, pero la Corona, a pesar de su pretensión de unir las diferentes
familias ideológicas, perdía autonomía dado el escaso apoyo interno y quedaba a
expensas del Imperio napoleónico. En suma, una tolerancia más o menos
incluyente no ampliaba y sí reducía los márgenes de acción de la Corona.
Con el fin de matizar una hipotética teleología liberal,
cabe añadir que el decreto de 1865 tenía cuatro elementos distintivos respecto
de la ley juarista de Veracruz de 186085. Primero: instituía no la libertad de culto sino la
tolerancia religiosa. La diferencia resultaba manifiesta a partir de la segunda
característica de la legislación: la aceptabilidad ética de los cultos
disidentes, propicia sobre todo para confesiones protestantes y evangélicas. La
tercera: el mantenimiento de la fe católica como religión de Estado. La cuarta
fue menos explicitada pero determinante. El Imperio mantenía la unidad entre
Estado e Iglesia y eliminaba la tajante separación de la legislación juarista.
Ambas legislaciones carecieron de respaldo legislativo y
no fueron producto de un debate parlamentario. Además, las dos fueron
publicadas dentro de un entorno bélico, más pronunciado en el caso reformista pero
no menos determinante en la experiencia monárquica. Juárez instituía la
libertad de culto al final de la guerra de Reforma. Maximiliano normaba la
tolerancia al concluir su primer semestre de gobierno, con un gobierno
republicano en fuga hacia el norte y una resistencia antimperial menguante,
pero no vencida. En ambas situaciones, la tolerancia era más un decreto
unilateral que una épica colectiva y menos la culminación victoriosa de un
proceso amargo que una medida estratégica para el afianzamiento de sus
ejecutores. Juárez desarmaba de recursos económicos, pero también de su
carácter exclusivo a la corporación católica. Por su parte, Maximiliano se
fortificaba ante el nuncio, a la vez que seguía la voluntad política de
Napoleón III y estimulaba la colonización extranjera.
Así, no resulta exacto concebir el decreto de Maximiliano
como la continuación implícita y la victoria evidente de una idea abstracta
adscrita al progreso histórico. Los contrastes entre la ley de Veracruz signada
por Juan Antonio de la Fuente y el decreto firmado por Pedro Escudero y
Echánove son muy evidentes. Por cierto, ambos políticos se manifestaron
adversos a la tolerancia en el constituyente de 1856-1857. Los dos escenifican
las fronteras flexibles entre los campos ideológicos, encarnan el carácter
mudable de las alianzas políticas y describen el horizonte líquido de las
visiones reformistas. Más que ideas invulnerables a las coyunturas, se está en
presencia de ajustes correspondientes a dimensiones históricas muy amplias. Por
un lado, el fracaso del Estado confesional pretendido por liberales y católicos
desembocó en una guerra civil (1858-1861) y las leyes de Reforma. Por el otro,
el establecimiento de la monarquía bajo la égida de Napoleón III y con el trono
ocupado por Maximiliano implicaba la negación de la república laica pero no el
retorno a la situación previa de intolerancia religiosa. El liberalismo
monárquico no es necesariamente la expresión meta histórica de un progreso
indetenible de poder inescrutable.
Otra diferencia sustantiva es el énfasis en el
argumentario justificativo de ambas legislaciones. La ley de la república no
mencionaba la racionalidad de la tolerancia como incentivo para la inmigración.
En cambio, el decreto imperial era justificado como estímulo de la colonización
protestante. Aunque parezca contra intuitivo, la legislación imperial, aunque
sostenida por la intervención francesa, estaba un poco más vinculada a la
historia nacional que el reformismo juarista de 1860. La total separación entre
Estado e Iglesia decretada al final de la guerra de Reforma había sido muy poco
defendida a lo largo de los lustros anteriores. El constituyente de 1856-1857
no la propuso y menos la implementó. En contraste, una oficialidad católica con
tolerancia restringida para cultos cristianos en beneficio de la inmigración de
extranjeros sin desacoplamiento de jurisdicciones poseía una larga historia
durante las décadas precedentes. En tal perspectiva, el acomodamiento
conservador y moderado ante el reformismo imperial no constituye una postura
oportunista de corto plazo que sacrificaba creencias poderosas en pos de
beneficios coyunturales sin demérito de intereses profanos. Se integraba dentro
de una tendencia de largo aliento que pretendía trascender oposiciones
insuperables en pos de síntesis nada geométricas, pero quizás aceptables para
algunos segmentos involucrados.
En su conjunto, las respuestas favorables o comedidas de
la prensa periódica exponen la voluntad de negociación, ciertamente con muchos
matices y visibles excepciones, tanto de los antagonistas como de los
partidarios de la tolerancia de cultos. Así, la esfera pública se convertía en
un espacio de presión y prevención, acomodamiento y socialización. No es una
lucha entre progreso y salvación; tampoco, una confrontación entre materialismo
y espiritualidad; menos aún, un combate entre la luz eterna y la ilustración
decimonónica. Es un proceso de reafirmaciones y negociaciones, cesiones y
concesiones. En tal horizonte, destaca la respuesta episcopal, enérgica pero no
rupturista, y su cierta apertura a una negociación con el Imperio sobre todo
una vez publicada la legislación. Así, el texto matiza una supuesta
confrontación sin retorno entre jerarcas católicos y autoridades monárquicas.
A partir de la revisión de la prensa periódica, es
factible enunciar una formulación tentativa. Algunos medios como La
Razón asumían el decreto y perfilaban caminos para la normalización de
la tolerancia, Otros, como La Sociedad se mostraban
calculadamente ambiguos, aunque evidentemente adversos, pero finalmente
resignados. Pero otros como El Cronista eran mucho más
contundentes en sus impugnaciones. A partir de tal panorama, resulta posible
insinuar si no una división sí alguna distancia entre al menos dos segmentos
políticos y periodísticos. Sin ánimo de perfilar oposiciones insolubles, es
posible indicar algún deslinde. Por una parte, se encontrarían medios
como La Razón, animado por un espíritu católico pero volcado más a
la preservación del régimen imperial que al combate de la tolerancia religiosa.
Por el otro, se hallarían diarios igualmente confesionales, pero auto asumidos
adalides del partido católico como El Cronista, para el cual las
causas de la fe eran superiores a las metas de la monarquía. Los matices entre
los segmentos periodísticos muy probablemente manifestaban la diversidad de los
apoyos imperiales. Pero, sobre todo, sugerían una creciente distancia entre un
moderantismo liberal-conservador sin duda piadoso pero susceptible al
acomodamiento con una monarquía de rasgos reformistas, y un catolicismo
conservador igualmente devoto, pero que privilegiaba las creencias religiosas
sobre las instituciones políticas. En suma, el contraste esbozado constituiría
el signo de un muy extenso y nada lineal proceso de secularización en la nación
mexicana constatable también durante el Segundo Imperio.
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5
Conte
Corti, Aegon César. 2003. Maximiliano y Carlota. México: Fondo de
Cultura Económica.
6
Coudart,
Laurence. 2015. “La regulación de la libertad de prensa (1863-1867)”, Historia
mexicana 65 (2): 629-687.
7
Domínguez,
Juan Pablo. 2014. “Tolerancia religiosa en la España afrancesada
(1808-1813)”. Historia y política: Ideas, procesos y movimientos
sociales 31: 195-223.
8
Galeana,
Patricia, ed. 2015. Las relaciones Estado-Iglesia durante el segundo
imperio. México: Universidad Nacional Autónoma de México.
9
García
Ugarte, Marta Eugenia. 2011. Poder político y religioso. México siglo
XIX, 2 tomos. México: Universidad Nacional Autónoma de México / Miguel
Ángel Porrúa.
10
García
Ugarte, Marta Eugenia. 2022. “Pelagio Antonio Labastida y Dávalos durante la
guerra de Reforma y su decisión de impulsar la intervención y el
establecimiento del Segundo Imperio”. En El imperio napoleónico y la
monarquía en México, editado por Patricia Galeana, 101-144. México: Senado
de la República.
11
Habermas,
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12
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13
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Nebraska Press.
14
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Becerra, Alejandro, ed. 1995. México: una forma republicana de gobierno,
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18
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19
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Gustavo. 1997. “La tolerancia religiosa y el Congreso Constituyente,
1823-1824”. Religiones y Sociedad 6: 83-110.
20
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Gustavo. 2023. “Conservadurismo y moralidad: 1858-1861. La disputa ética
durante la guerra de reforma”. Historia y Grafía 62
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diversidad del proyecto reformista”. Estudios de Historia Moderna y
Contemporánea 67 (diciembre): 163-92. https://doi.org/https://doi.org/10.22201/iih.24485004e.2024.67.77880.
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tolerancia de cultos en México, 1856”. Tzintzun, Revista de Estudios
Históricos 40: 51-76.
24
Villegas
Moreno, Gloria y Miguel Ángel Porrúa, eds. 1997. Entre el paradigma
político y la realidad. México: Cámara de Diputados.
NOTAS
1
Connaughton 2010, 29-39.
2
Galeana
1991.
3
Ramos 1997.
4
García 2011.
5
Martínez 2007.
6
Santillán 2024a.
7
Gómez 2008, 114-139.
8
Coudart 2015.
9
Santillán 2024b.
10
Santillán 1997, 83-110.
11
Galeana 2015, 86.
12
García
Ugarte insinúa que la ausencia de un ejército afín explica parte de la
debilidad negociadora del grupo conservador (2012, 129-130).
13
“Bulletin”, L’Ere
Nouvelle, Ciudad de México, 22/12/1864: 1.
14
“Sección
oficial”, La Sociedad, Ciudad de México, 29/12/1864: 1.
15
El
Consejo era un “cuerpo de administración consultiva” y estaba integrado por un
presidente, José María Lacunza, y ocho consejeros: Hilario Helguero, Urbano
Fonseca, Teodosio Lares, Jesús López Portillo, José López Uraga, Vicente
Ortigoza, Manuel Siliceo y Fray Francisco Ramírez y González, limosnero oficial
del emperador (“Maximiliano, emperador de México”, La Razón de México,
Ciudad de México, 6/12/1864: 4). Destaca la mayoría conservadora, excepto
Siliceo, la sola presencia de un militar, López Uraga, y un solo eclesiástico,
quien no era obispo.
16
Rocafuerte
1831, 16.
17
Rocafuerte
1831, 69.
18
Rocafuerte
1831, 79.
19
Santillán 2024b.
20
En
realidad, las prevenciones éticas eran relativamente comunes en el mundo
atlántico. Napoleón I definía su política al respecto de la siguiente manera
según los afrancesados ibéricos: “Yo y mis descendientes protegeremos toda
religión fundada sobre el evangelio, puesto que todas predican la moral, y
respiran la caridad” (Domínguez 2014, 203). No obstante, tal espíritu no era
generalizado. La abdicación de Bayona (1808) preveía un condicionante para la
cesión de la Corona de Carlos IV a Napoleón I: no permitir la tolerancia en suelo
español de “religión alguna reformada, y mucho menos infiel, según el uso
establecido actualmente”.
21
“El
pontificado y la revolución”, La Sociedad, 3/9/1865: 3.
22
No
obstante, para La Sombra el Estatuto Provisional no
proclamaba la “libertad religiosa” ni otros principios liberales. Era solo una
medida administrativa (“Evangelio del día”, La Sombra, Ciudad de
México, 28/4/1865: 2).
23
“Partidos
de antes y partidos de ahora”, La Razón de México, 23/10/1864: 1.
24
Sebastián
Monterde, “Las opiniones y las maldades”, La Sociedad, 25/9/1863:
1.
25
Morales 1995, 1241.
26
“Editorial”, La
Sociedad, 30/11/1864: 1.
27
“Prensa
de la capital”, La Razón de México, 2/02/1865: 1.
28
Conte 2003, 650.
29
“Prensa
de la capital”, La Razón de México, 2/2/1865: 1. Lares, presidente
del Consejo, mostraba su escepticismo hacia la tolerancia como incentivo para
la colonización. De acuerdo con Carlota, opinaba que los extranjeros no
buscaban tolerancia sino dinero (Corti 2003, 650).
30
“Tolerancia
de cultos y bienes eclesiásticos”, La Razón de México, 11/02/1865:
2.
31
“Courrier”, L’Estafette,
Ciudad de México, 23/12/1865: 1.
32
“Le
Pajaro Verde”, L’Ere Nouvelle, 12/1/1865: 1.
33
“Courrier”, L’Estafette, 6/1/1865:
1.
34
“Courrier”, L’Estafette, 25/1/1865:
1.
35
“El Illmo. Sr. Munguía”, El Cronista
de México, Ciudad de México, 23/01/1865: 3.
36
“Sección
religiosa”, La Sociedad, 5/02/1865: 1.
37
“Prensa
de la capital”, El Cronista de México, 6/01/1865: 2.
38
“Prensa
de la capital”, El Cronista de México, 11/01/1865: 1.
39
“Prensa
de la capital”, El Cronista de México, 11/01/1865: 2.
40
“Matrimonio
civil”, El Cronista de México, 3/12/1864: 2.
41
“Tolerancia
de cultos”, La Razón de México, 11/2/1865: 3. La política de
moderación se expresaba en diversos ámbitos. Así como el Imperio limitaba la
tolerancia de cultos a los perímetros de los valores cristianos, también circunscribía
la colonización a los inmigrantes de “buenas costumbres”. Los inmigrantes
admisibles serían quienes pudieran dar “pruebas intachables” de moralidad
(“Junta de colonización”, El Diario del Imperio, Ciudad de México,
28/6/1865: 2).
42
“Actualidades”, La
Sociedad, 2/3/1865: 2.
43
Sebastián
Monterde, “Las opiniones y las maldades”, La Sociedad, 25/9/1863:
1.
44
“Editorial”, La
Sociedad, 15/10/1863: 1.
45
“Colonización”, El
Cronista de México, 14/01/1865: 2.
46
Según La
Sociedad el diario L’Ere Nouvelle explicaba
que dicho término había sido empleado para “no herir las tradiciones” pero que
de cualquier forma otorgaba “a las nuevas ideas toda la latitud de la que
necesitan” (“Actualidades”, La Sociedad, 2/3/1865: 2).
47
“Courrier”, L’Estafette,
28/2/1865: 1.
48
“Evangelio
del día.”, La Sombra, 10/2/1865: 1.
49
“Evangelio
del día”, La Sombra, 10/2/1865: 1.
50
“Libertad
de cultos”, La Cuchara, Ciudad de México, 22/11/1864: 3.
51
“Correspondencia
para el exterior”, La Razón de México, 11/02/1865: 3.
52
“La carta
del emperador”, La Razón de México, 4/01/1865: 1.
53
“Actualidades”, La
Sociedad, 15/3/1865: 3.
54
El
periódico fue editado por Anselmo de la Portilla y José María Cortés Esparza,
ministro de Gobernación. Los redactores juzgaban la monarquía como la segunda
revolución de México, después de la de independencia, que estaba en condiciones
de resolver los graves problemas de la nación. Aunque solo fue publicado de
octubre de 1864 a febrero de 1865, el periódico fue notable por su defensa del
Imperio.
55
“La
expectación pública”, La Razón de México, 2/02/1865: 1.
56
“La carta
del emperador”, La Razón de México, 4/02/1865: 1.
57
“La carta
del emperador”, La Razón de México, 4/01/1865: 1.
58
“La carta
del emperador”, La Razón de México, 4/01/1865: 1.
59
“Innovaciones”, La
Razón de México, 5/01/1865: 1.
60
Sosensky
2004.
61
“Noticias
sueltas. Representaciones de los pueblos”, El Cronista de México,
25/02/1865: 2.
62
“La
exposición de las señoras”, La Razón de México, 10/01/1865: 1.
63
“Editorial”, La
Sociedad, 23/07/1864: 1.
64
“Consejo
de Estado”, La Razón de México 1, 04/12/1864: 1.
65
El
periódico estaba ligado al arzobispo de Michoacán Clemente de Jesús Munguía.
66
El
Cronista de México era heredero de notables diarios confesionales como El
Ómnibus y Unidad Católica. Los tres periódicos fueron
editados en la Ciudad de México.
67
Cárdenas,
Cortés y Pani 2020. Carbajal 2023.
68
“La
religión católica y la tolerancia”, El Cronista de México,
12/01/1865: 2.
69
“La religión
católica y la tolerancia”, El Cronista de México, 16/01/1865: 2.
70
“Los
cultos”, El Cronista de México, 10/01/1864: 5.
71
La
postura del diario no carecía de contradictores. L’Estafette ironizaba
sobre la civilización cristiana (“Courrier”, L’Estafette,
13/1/1865: 1).
72
Habermas 2003, 7.
73
Munguía
2015.
74
El texto
revelaba un dato hoy poco conocido. Decía que en 1847 había iniciado el debate
respectivo (Alcalá 1989, 176). Cabe agregar que en ese año Luis de la
Rosa había publicado una Circular favorable a la tolerancia
firmada como ministro de Relaciones.
75
Alcalá 1989, 189.
76
Alcalá 1989, 181.
77
Alcalá 1989, 183.
78
Alcalá 1989, 184.
79
El
acomodamiento era perceptible pero no resultaba novedoso. El fin de la guerra
de Reforma significó el esbozo de un ajuste conservador respecto al triunfo
liberal (Santillán 2023).
80
Alcalá 1989, 205.
81
Ramos 1997, 389.
82
Ramos 1997, 234.
83
Ramos 1997, 418
84
“El
cambio de política”, La Religión y la Sociedad, Guadalajara,
11/8/1866: 623.
85
Villegas
y Porrúa 1997, 951-964.
Santillán Salgado, Gustavo. 2024.
“El Segundo Imperio y la tolerancia religiosa en México según la prensa
periódica: 1863-1867. Entre negaciones y negociaciones”. Revista de
Indias 84 (291): 1620. doi: https://doi.org/10.3989/revindias.2024.1620.
https://revistadeindias.revistas.csic.es/index.php/revistadeindias/article/view/1620/2038
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