miércoles, 2 de abril de 2025

 

El Segundo Imperio y la tolerancia religiosa en México según la prensa periódica: 1863-1867. Entre negaciones y negociaciones

INTRODUCCIÓN

 

El interés por el Segundo Imperio ha sido relevante casi desde el momento mismo de la ejecución de Maximiliano de Habsburgo en la ciudad de Querétaro (1867). Pero en general ha estado condicionado no solo por el espíritu partidista, sino también por la animadversión nacionalista. Rápidamente los promotores del experimento monárquico escribieron testimonios y memorias, recuerdos y recapitulaciones. Las obras justificativas y los volúmenes auto exculpatorios alternaron con condenas inmisericordes y caricaturas humillantes. Entre la épica patriótica que celebraba la segunda independencia y la reivindicación romántica del intento imperial, el periodo de la intervención francesa y el Segundo Imperio, de la huida de Benito Juárez que significaba la pervivencia de la república y la llegada de Maximiliano que argüía la sobrevivencia de la nación, los estudios académicos fueron más bien escasos.

El horizonte comenzó a mudar a partir de 1890. Un renovado interés por la Iglesia católica no como corporación suprema sino como presencia social y cultura política, lenguaje patriótico y entidad diversa tanto en lo regional como en lo conceptual, cohabitó con una nueva inquietud en torno a la construcción del Estado no como culmen de la nación sino como experimento atlántico y tentativa constitucional. El tópico de las relaciones entre Iglesia y Estado resurgió, pero fue redefinido a partir de la superación de oposiciones rotundas o diferencias insalvables1. Así, aparecieron estudios centrados en la política eclesiástica de la monarquía habsburguesa como el escrito por Patricia Galeana2. Por su parte, Luis Ramos escudriñó los archivos secretos del Vaticano y ofreció un texto revelador tanto de las fisuras entre los protagonistas como los entresijos de las negociaciones en torno al concordato entre la Corona y el papado3. En su conjunto, dichos textos ofrecen una nueva visión del Segundo Imperio ya no como intervención extranjera sino como época histórica en clave de continuidad política dentro de la historia mexicana.

La resignificación del periodo en su conjunto provendría del comienzo del nuevo siglo. Erika Pani publica en 2001 su libro sobre el imaginario político de los imperialistas mexicanos. Obra determinante para reformular la experiencia monárquica e insertarla en el devenir nacional sin los encajes del romanticismo y las cadenas del nacionalismo, se enfoca en el aspecto político y constituye una herramienta primordial para comprender el periodo de manera refrescante. A su vez, los volúmenes de Marta Eugenia García Ugarte4 sobre las relaciones Iglesia-Estado y los de Emilio Martínez Albesa5 configuran un marco narrativo de índole general. A su vez, el estudio de Gustavo Santillán sobre la moralidad en el Segundo Imperio constituye una aproximación concomitante a este artículo6. En su conjunto, los textos citados conforman coordenadas insustituibles para el estudio de las peculiaridades del periodo.

Sin embargo, el tema específico de la tolerancia religiosa carece de estudios particulares. Gracias a las obras mencionadas se conoce el decreto imperial de febrero de 1865 sobre una tolerancia de cultos limitada a confesiones evangélicas. No obstante, forman más relatos que disecciones. Algunos artículos han escudriñado el Archivo General de la Nación y han difundido notables descubrimientos7. No obstante, una fuente sumamente valiosa, pero no muy utilizada es la hemerografía de la época. Si bien la vida editorial estuvo limitada entre 1863 y 1867 tanto por la situación de conflicto interno y externo como por la regulación imperial8, es factible descubrir pormenores y detectar inquietudes que permiten detallar el proceso de elaboración del mencionado decreto y comprender su inserción en la historia mexicana.

En suma, el artículo pretende transitar del relato al análisis y de la postulación de la teleología reformadora al estudio específico del instante imperial. Propone no descubrir influencias sino detectar interrelaciones entre las esperanzas de los imperialistas del país y las determinaciones de los gobernantes del Imperio, las negociaciones políticas en torno a temáticas polarizantes como la tolerancia religiosa y las facultades éticas de un Estado monárquico, no muy distintas de las planteadas anteriormente durante la república representativa (1824-1863).

El texto despliega tres objetivos. El primero: entiende la legislación de Maximiliano no en un horizonte extranjerizante, sino dentro de la dinámica nacional de una tolerancia restringida por la virtud cristiana. Tal propuesta no era novedosa9, pero por primera vez se ejecutaba y regulaba desde el poder público. El segundo: analiza el proceso de instauración de la tolerancia como parte de una tentativa de acomodamiento por parte de los grupos imperiales. Es decir: dichos segmentos los había censurado con constancia y acritud durante varios lustros, pero ahora la ponderaban con menor agresividad y hasta comedimiento. El tercero: esboza los intentos de conciliación entre autoridades monárquicas y obispos católicos, sobre todo después de la publicación del decreto, y por tanto matiza una supuesta confrontación irresoluble.

A su vez, el texto está dividido en seis partes, además de la introducción y las conclusiones. La primera disecciona el decreto sobre tolerancia de cultos y enuncia algunas de sus características primordiales. La segunda analiza algunas de sus posibles fuentes históricas y doctrinales. La tercera detalla el proceso de elaboración del decreto y explora las dinámicas de presión desde la prensa periódica. La cuarta esboza la recepción de la medida e ilustra la variedad de reacciones suscitadas, demostración de la viveza política del momento e indicio de los rejuegos políticos dentro de la monarquía. La quinta se detiene en la articulación entre los postulados en torno a la intolerancia y la creencia en una civilización cristiana. La sexta estudia los matices de la respuesta episcopal y las insinuaciones negociadoras de las autoridades eclesiásticas. En suma, los tres primeros apartados giran en torno al estudio del decreto, sus raíces y elaboración. A su vez, los tres últimos se centran en las contrastantes respuestas al decreto imperial.

EL DECRETO IMPERIAL SOBRE TOLERANCIA RELIGIOSA: UNA LIBERTAD LIMITADA

 

Desde la emancipación política (1821) la tolerancia religiosa fue asimilada al régimen republicano. No obstante, es curioso que el Gobierno de Agustín de Iturbide (1822-1823) consagrara la intolerancia de cultos, asumida como fundamento trigarante, y que el Segundo Imperio la abrogara, aunque manteniendo la protección oficial a la fe católica. Del Plan de Iguala (1821) a la monarquía habsburguesa habían transcurrido varios lustros no de conflictos carentes de sentido sino de construcciones de la cultura política. En 1824 la temática fue discutida en el Congreso Constituyente de ese año10, propuesta entre 1846 y 1847 por figuras moderadas como Luis de la Rosa y José María Lafragua, y en 1848 por Mariano Otero, todos ellos desde posiciones ministeriales. Por tanto, el decreto prolongaba una controversia constatable durante las décadas anteriores.

Establecido el Segundo Imperio en 1863 por una Junta de Notables a instancias del cuerpo expedicionario del Imperio neo napoleónico, Maximiliano llegaba a mediados de 1864 a la nación mexicana. El ambiente era de esperanza, pero también de crispación. Las desavenencias entre los generales franceses y los obispos nacionales se escenificaban a través de los desencuentros al interior de la Regencia en torno a la derogación de las leyes de Reforma. La jerarquía esperaba la abrogación de la legislación juarista. Pero la política tolerante en el ámbito religioso de Napoleón III no era desconocida y sí fue ratificada por sus mariscales. Elías Forey había elogiado la tolerancia en junio de 1863 por medio de una Proclama. Debido al escándalo consiguiente, al parecer enérgico dentro de la sociedad política, pero no rastreable a través de los medios impresos, el militar envió una misiva a LEstafette para aclarar el asunto y defender la prudencia de su afirmación11. No obstante, el mismo Maximiliano, al llegar a Puebla, había pronunciado palabras favorables a la tolerancia religiosa. Así, después de formar un ministerio con figuras moderadas como José Fernando Ramírez y de enviar al extranjero a caudillos conservadores como Miguel Miramón12, Maximiliano propuso el 17 de diciembre de 1864 un concordato con el Papa para el arreglo de los asuntos eclesiásticos relativos sobre todo a las consecuencias de las leyes de Reforma. El primer punto del posible convenio era la declaración de tolerancia religiosa para los cultos no prohibidos por la ley y el reconocimiento del catolicismo como religión oficial del país13.

Ante las resistencias del nuncio y las prisas del emperador, el 27 de diciembre de 1864 Maximiliano ordenaba mediante una misiva al ministro de Justicia Pedro Escudero y Echánove decretar la más “amplia y franca” tolerancia con la fe católica como religión de Estado14. Determinación eminentemente política frente a las dificultades para concluir el concordato, no era una decisión coyuntural, como se detalla más adelante. Cabe insistir en que la instrucción era muy general: el catolicismo sería religión oficial, pero la tolerancia no contemplaba cortapisa alguna.

Ante los nulos resultados de la negociación con el enviado papal, la instrucción se convirtió en decreto el 26 de febrero de 1865. La medida aspiraba al equilibrio entre los resquemores ante la tolerancia y los requerimientos de la inmigración. En primer término, protegía la fe católica y la consideraba religión de Estado. Después, ofrecía “amplia y franca tolerancia” a “todos los cultos que se no se opongan a la moral, la civilización, o las buenas costumbres”. Los adjetivos no ocultaban las restricciones. El uso de la palabra “cultos” significaba que no instituía la libertad de conciencia como derecho individual para el habitante del Imperio: normaba la introducción de congregaciones extranjeras al territorio mexicano. El ingreso, además, sería limitado por criterios no definidos. La legislación no especificaba la moralidad que sería el referente para la autorización. Pero a partir de una lectura completa de la medida, es factible precisar que sería la moral de la fe católica, religión oficial y protegida.

En consecuencia, los referentes éticos de dicha corporación constituirían los parámetros estatales para la admisibilidad de las congregaciones religiosas. Tales valores eran ponderados elementos esenciales del mundo moderno. Es decir: el decreto se enmarca en la previa asunción de una “civilización cristiana”, digna no solo de apego sino también de amparo. Por tal causa, añadía: “Para el establecimiento de un culto se recabará previamente la autorización del gobierno”. La tolerancia no era un derecho individual sino una concesión sujeta a revisión previa otorgada a un grupo determinado. Otro intento de equilibrio era evidente. Por un lado, el decreto preveía la expedición de “reglamentos de policía para el ejercicio de los cultos”. Por el otro, normaba que el Consejo de Estado conocería “de los abusos que las autoridades cometan contra el ejercicio de los cultos, y contra la libertad que las leyes garantizan a sus ministros”15. Por ambos senderos, el poder civil se convertía en salvaguarda del espacio público en el aspecto confesional y garante de la libertad de párrocos y pastores. Con ambas determinaciones, el gobierno monárquico se dotaba de nuevas prerrogativas. La independencia entre Iglesia y Estado decretada por Juárez separaba por completo al gobierno civil de cualquier injerencia en la corporación eclesiástica. En cambio, la oficialidad católica conllevaba la revalidación, por parte de la autoridad civil, de varios instrumentos de intervención en la vida interna de la institución religiosa. El catolicismo recobraba su status de religión oficial, aunque con tolerancia religiosa, pero la Iglesia advertía cierto intento de control por parte del gobierno imperial.

RAÍCES Y RAMIFICACIONES

 

Las raíces conceptuales de decreto se hallaban, como se ha indicado, en la historia mexicana. No era una ocurrencia exótica ni una invención accidental. A reserva de estudios más detallados, es factible enumerar algunos elementos explicativos. Una libertad circunscrita por la moral cristiana había sido esbozada al menos desde los albores de la década de 1830. Vicente Rocafuerte la había sugerido en su conocido Ensayo cuando postulaba: “La libertad de cultos establece una rivalidad de buena conducta entre todas las sectas cristianas [subrayado del autor]”16. A su vez, la colonización extranjera esparciría entre los habitantes del país la “moral evangélica”17. Además, el ecuatoriano pedía fundar las instituciones, precisamente, sobre la “diamantina base de la moral evangélica”18. Durante la experiencia reformista de 1833-1834 diversos periódicos y personajes la enunciaron y defendieron19. Uno de ellos fue el joven José Fernando Ramírez, futuro ministro de Relaciones Exteriores, precisamente durante el Segundo Imperio, y Ponciano Arriaga, abogado potosino de fama liberal. Una tolerancia limitada al cristianismo era una alternativa tanto a la intolerancia contenida en el artículo tercero del código constitucional de 1824 como a la libertad sin límite de un incontable número de confesiones religiosas. En 1847 Luis de la Rosa propuso una tolerancia circunscrita a cultos cristianos desde el Ministerio mediante una Circular durante la guerra con los Estados Unidos. No obstante, el Congreso Constituyente de 1856-1857 no estudió dicha posibilidad, concluyendo con la omisión del punto religioso. En suma, una tolerancia religiosa limitada a la moralidad cristiana era parte de la historia nacional. No era una improvisación habsburguesa sino una proposición enunciada al menos durante tres décadas de oscilaciones coyunturales, pero también de construcciones políticas

Diversas raíces de la propuesta imperial se hallaban de manera intermitente pero constatable a lo largo de varios lustros. Sin embargo, algunos periódicos de la época precisaron dichos orígenes y los remontaron a legislaciones locales de los Estados Unidos. La Sociedad, diario conservador editado por José María Roa Bárcena, citaba el artículo segundo de la Constitución de Massachusetts, que prescribía dar homenaje público al creador del hombre y circunscribía la tolerancia a los cultos cristianos de cualquier confesión. Por su parte, según el mismo diario el artículo quinto de la Constitución de Nueva York instituía el libre ejercicio del culto religioso sin excepción alguna, pero con una limitante evidente: las acciones licenciosas y las prácticas incompatibles con la paz y seguridad del estado. Tanto la Constitución de Delaware como la de Pensilvania prescribían que los habitantes deberían dar culto al “Dios Todopoderoso”. La de Pensilvania establecía, además, que para ejercer la tolerancia el hombre debía confesar la existencia de Dios; por su parte, la de Delaware limitaba la tolerancia a “las personas que profesen la religión cristiana”. Las prevenciones implicaban la censura tanto del ateísmo como de la indiferencia, Cabe añadir que tales medidas implicaban un marco ético para la convivencia civil. El Imperio francés concebía la monarquía mexicana como un dique entre los Estados Unidos y la América latina y un puente entre la región y Europa. No obstante, es significativo que los partidarios de las restricciones éticas acudiesen a legislaciones locales de los Estados Unidos para apuntalar sus argumentos. La lógica conceptual de imperialistas y conservadores recurría convenientemente a disímiles fuentes doctrinales20.

Otras variables son significativas. El josefinismo austriaco no fue tan discutido en los medios nacionales como el regalismo ibérico y el galicanismo francés. Sin embargo, durante el Segundo Imperio la temática no era desconocida. La Sociedad aclamaba el triunfo de la Iglesia posterior al Papa Pío IX en los siguientes términos: “La única regla de fe es la voz del Papa, sin que el galicanismo de Francia, ni el josefismo de Alemania, ni el regalismo de España, puedan resucitar entre los verdaderos católicos”21. A reserva de una investigación específica, cabe anotar que el josefinismo simpatizaba con la tolerancia y la había establecido, aunque con restricciones y particularmente dirigida al protestantismo sin exclusión del judaísmo, dentro del Imperio austriaco de raigambre católica.

Aunque sin controversia pública, la tolerancia siguió siendo materia jurídica después del decreto. Unos meses después, en abril de 1865, era publicado el Estatuto Provisional del Imperio. Mucho menos preciso y más general que el decreto, aseguraba a los súbditos “el ejercicio de su culto”, entendido como una garantía individual22. El Estatuto Provisional sí erige la tolerancia como un derecho, pero no de manera explícita como derecho a la libertad de conciencia. Tampoco recoge la limitación ética a la tolerancia confesional. Así, el planteo monárquico no estaba totalmente definido y parecía corresponder aun dentro de un muy breve lapso de tiempo, cuatro meses si se cuenta de diciembre de 1864 a abril de 1865, a tres distintas concepciones: de la institución de una “amplia y franca tolerancia” al respeto al culto de los habitantes del Imperio, pasando por una libertad limitada al cristianismo.

El decreto imperial abrevaba en diversos procesos y variadas propuestas: de los postulados de figuras como Arriaga y Ramírez, Rocafuerte y de la Rosa a las precisiones legislativas de las constituciones locales de los Estados Unidos pasando por el josefinismo austriaco. Es decir: la medida se insertaba en el horizonte nacional sin demérito de otras lecturas. No obstante, existe un hecho digno de elucidación. La propuesta de concordato se refería a una tolerancia para los cultos no prohibidos por las leyes. La instrucción de Maximiliano aludía a una amplia tolerancia. Pero el decreto la circunscribía a los cultos cristianos. La diferencia tiene su explicación en el proceso deliberativo al interior del Consejo de Estado. La limitante era la especificación jurídica de la mención genérica en torno a los cultos no vedados por las leyes.

EL DECRETO EN CIERNES: PRESIONES Y FILTRACIONES

 

La instrucción imperial de diciembre de 1864 significaba tanto el inicio de la redacción del decreto como la aparición de versiones periodísticas sobre su elaboración. Las deliberaciones tanto del gabinete como del Consejo de Estado no eran públicas y no existen versiones disponibles. Sin embargo, algunos medios divulgaron noticias diversas. Filtraciones calculadas para medir el ánimo público o suposiciones dirigidas a impactar en el proceso de depuración legal, las versiones detallan la historia del decreto y constituyen un indicador de los rechazos, pero también de las negociaciones conceptuales dentro de los segmentos políticos.

Antes de efectuar un análisis de las informaciones periodísticas, resulta conveniente situar el papel de los medios impresos durante la segunda monarquía. En dicho periodo la prensa periódica ya no es concebida un tribunal objetivo ni la expresión auténtica del interés nacional. Un texto sin firma de El Espíritu Público, reproducido por El Cronista, registraba: “Si los periódicos no representan exactamente la opinión nacional, sí representan el carácter y tendencias de los partidos que hay en cada Estado:” La controversia ante la pluralidad religiosa convivía con una relativa aceptación de la diversidad política. En tal horizonte, La Razón de México (en adelante La Razón) reivindicaba a “los monarquistas que no son liberales”, y añadía que no estaban contentos con la “política liberal del soberano”23. La aceptación de las categorías ideológicas era ya relativamente habitual. El horizonte político tomaba nota de cambios sustanciales, pero también de persistencias evidentes, En 1863 había reaparecido la polémica en torno a si la libertad de prensa amparaba la defensa de la tolerancia religiosa, disputa advertible desde la década de 1820 y sobre todo en la de 183024. En suma, la prensa intentaba definir las particularidades de la libertad política al tiempo que el Imperio pretendía establecer los alcances de la libertad religiosa.

El año nuevo de 1865 significó el inicio de elaboración del decreto. El ánimo reformista era expresado por el redactor de LEre Nouvelle. Según E. Masseras, una de las finalidades del nuevo régimen era “la transformación moral y material del país por medio de una serie de reformas extensivas a todos los ramos de la administración y de la economía política”25. Menos ambigua y más directa, La Sociedad reseñaba que LEstafette, órgano del cuerpo expedicionario, preveía que el concordato sería la ratificación de las principales medidas liberales como la tolerancia de cultos26. La tendencia a la tolerancia no era menor dentro de las filas imperiales.

El contenido del decreto imperial fue conocido por la prensa periódica. Un texto sin firma de La Sociedad, reproducido por La Razón, adelantaba en términos generales el contenido y añadía que los consejeros de Estado nombrados para presentar el dictamen correspondiente eran el abogado José Urbano Fonseca y el general José López Uraga27. Fonseca había sido ministro durante la gestión de Mariano Arista (1851-1853) y había defendido la exclusividad católica. Por su parte, según cartas de la emperatriz Carlota, simpatizante de la libertad de culto sin religión protegida, López Uraga argüía que eran mucho mejores los hombres temerosos de Dios que quienes en nada creían28. El militar había participado durante la guerra de Reforma (1858-1861) en el bando liberal. De hecho, hasta la primera mitad de 1864 había servido en el ejército republicano, pero en julio del mismo año transitó a la causa imperial. Así, un hombre culto que había sido parte de una administración moderada y un reconocido militar que había sido un eminente reformista, ahora debían resolver una de las cuestiones más polémicas del siglo XIX29.

Un editorial de La Razón comentaba que el proyecto había sido estudiado y discutido durante largo tiempo. La finalidad era adecuarlo a las realidades de la nación. Pero el análisis, precisaba, había generado tensiones. El periódico añadía que los consejeros estaban divididos. No todos creían en la tolerancia, y aun quienes la apoyaban disentían entre ellos en la manera de ponerla en ejercicio. La división explicaba la demora en la publicación de decreto. En cuanto al contenido, el diario preveía con toda seguridad una tolerancia religiosa dentro de los marcos de la moralidad cristiana. La versión coincidía con otros medios como La Sociedad y El Cronista. Como otros diarios, La Razón aguardaba el apoyo del Papa. Pero el periódico introducía un matiz significativo: aseguraba que no siempre se podía lo deseable. En consecuencia, justificaba de antemano la determinación porque era necesaria para el orden público y el sosiego del Estado30.

Redactada por Charles de Barrés, LEstafette contaba con el apoyo del Mariscal Bazaine y aunque poco a poco se fue distanciando del emperador, durante la elaboración del decreto mostraba enorme afinidad con el Imperio. Ante la misiva de Maximiliano a Escudero, esperaba que el ministro de Justicia extrajera todas las conclusiones y desarrollos correspondientes31. No obstante, según medios franceses El Pájaro Verde anunciaba que el Gobierno había decidido suspender la promulgación de las medidas anunciadas en la misiva, es decir, la tolerancia y la ratificación de la compra venta de bienes eclesiásticos32. Así como los diarios conservadores intentaban presionar mediante la publicación de materiales adversos a la tolerancia de cultos, como se verá más adelante, L’Estafette seguía una dinámica semejante, pero en sentido inverso. En los albores de 1864 encomiaba el recién publicado texto del Abate Testory y citaba su elogio de la libertad de conciencia”33. Además, aseguraba que la división religiosa vigorizaría la autoridad civil. Señalaba que, si la libertad de conciencia era instaurada, la policía sería garante de la ley civil contra los excesos de los “maniacos religiosos”. Entre más numerosas fueron las congregaciones, el Estado mantendría más fácilmente su supremacía sobre los ciudadanos34.

Las medidas de presión en un sentido o en otro no se limitaban a los editoriales o la intencionada publicación de artículos. Los rumores eran también medidas de apremio y reproche. El Cronista anunciaba que el arzobispo de Michoacán estaba preparando un viaje a Europa. El periódico ignoraba las razones del desplazamiento, pero sugería que los asuntos vinculados a tal decisión eran muy graves: en “días pasados se dijo que el Sr. Munguía trataba de renunciar a la mitra de Michoacán: sentiríamos mucho que fuera cierto”35. No solo la partida al extranjero del arzobispo Munguía, sino la renuncia a su cargo en el episcopado eran medidas tendientes a acrecentar los costes políticos del decreto y las consecuencias eclesiásticas de la medida.

En vísperas de la publicación del decreto, algunos diarios siguieron mostrando su oposición, pero a través no de editoriales furibundos sino de intencionadas publicaciones. Durante la primera semana de febrero La Sociedad editó el catálogo de los principales errores modernos de Pío IX36. Dicha enumeración condenaba no solo la tolerancia religiosa sino también la moralidad universal. Por su parte, El Cronista publicó primero unas “Conversaciones sobre el protestantismo actual” escritas por el canónigo L.G. de Segur y después la refutación al opúsculo del abate Testory escrita por José María Aguilar de Bustamante. La respuesta editorial al decreto en ciernes era indirecta, pero indudable: los textos impugnaban tanto a los principales beneficiarios de la inminente legislación, los protestantes, como a los defensores de la tolerancia en el Imperio, los liberales. La crítica no cuestionaba la figura del emperador, pero sí se oponía al decreto a partir tanto de la argumentación de canónigos locales como de la creciente autoridad papal.

El Cronista recurría a otra razón además de la imposibilidad mostrada por Aguilar y de la condena absoluta de Pío IX. Dentro de la dinámica de oposición evidente, pero indirecta y casi nunca confrontativa, el periódico reprodujo una famosa cita de Montesquieu: “Nada valen las leyes sin las costumbres”. El Gobierno podía instituir la tolerancia, pero la nación la rechazaría. El periódico citaba intencionadamente un editorial de La Razón, que aseguraba que dicho apotegma se había tornado una “sentencia vulgar” porque todo el mundo la repetía, aunque no todos obraban conforme a “la importante verdad que se encierra en ella”37. La alusión, aunque genérica era evidente. La tolerancia sería no solo una imposición, sino una inconsecuencia.

Con menor circunspección y mayor contundencia que otros medios, El Cronista desautorizaba mediante otro editorial el inminente decreto. La explicación era un desengaño y concluía en un lamento: “El partido católico mexicano desde 1812 viene luchando en el país contra las malas ideas, disfrazadas con los lisonjeros nombres de libertad y progreso”. Según el periódico, tal partido había retardado, aunque no impedido la victoria del reformismo y la demagogia. Con más conciencia que ingenuidad “apeló al triste recurso de una protección extranjera, creyendo que sus inseparables inconvenientes quedarían bien compensados con una restauración católica, afianzada en la institución monárquica”38. La alianza con la incertidumbre había sido de alto riesgo. La legislación era no solo estéril, sino contraproducente: no conquistaba adhesiones y sí enajenaba simpatías: “El partido católico que acogió la intervención con entusiasmo y empeño, desde que este se puso en pugna con sus adictos, adulando en las ideas a sus enemigos, ya no tiene un partido que la apoye, puesto que uno la desfavorece y el otro no cesa de aborrecerla”, y añadía “dejemos engañarse a los que se quieran engañar”39. El periódico advertía que “la tolerancia podrá ser impuesta, pero jamás consentida en México, mientras en él se guarde un principio de sana moral”.

A pesar de la animadversión, El Cronista tampoco caía en posiciones ultramontanas y se mostraba dispuesto a alguna negociación en otras temáticas. En debate con LEstafette, reconocía la validez del matrimonio civil y resguardaba el ámbito moral para el casamiento religioso. Ante el diario francés que daba prioridad al enlace civil, proponía que los contrayentes decidieran el orden de realización de ambos matrimonios40. No obstante, en su conjunto la censura constituía una advertencia: el emperador estaba aislado entre los mexicanos y solo ante los franceses. La victoria pírrica era una derrota estratégica. Entre la traición y el autoengaño, El Cronista se distanciaba del Gobierno y, al igual que Maximiliano, parecía quedar sin interlocutor político, al menos hasta el giro conservador de 1866.

En medio de múltiples presiones, La Razón comentaba el borrador del decreto y exponía que ya había sido sometido a la aprobación gubernamental. El Consejo de Estado modificó el artículo tercero que subordinaba el establecimiento de cultos a la autorización del Gobierno. El cambio enfatizaba que la reglamentación normaría la introducción de diferentes cultos y cuidaría “de cerrar la puerta a las sectas contrarias a la civilización y las buenas costumbres”. En la misma tónica, el periódico agregaba que se rehusaría la autorización a “toda especie de culto cuyos preceptos sean contrarios a la moral cristiana y a las buenas costumbres”41. Por su parte, aunque con poco entusiasmo, La Sociedad aprobaba la tolerancia sometida a la legislación, pero insistía en la preeminencia del respeto a las buenas costumbres42. La tolerancia de cultos cristianos constituía un elemento diferenciador entre la legislación juarista y la normatividad monárquica. Según un texto de La Sociedad, la ley de diciembre de 1860 desatendía el temor al desorden social generado por la pluralidad ética, así como el resquemor ante el ateísmo y el indiferentismo43. La discrepancia constituía un justificante del apoyo conservador a la medida imperial. No obstante, la restricción parecía un consuelo.

La colonización era un justificante decisivo en la defensa del decreto. Pero no resultaba convincente para una porción de la prensa periódica. Un diario desestimaba el imperativo de la inmigración porque “la felicidad nacional e individual no se adquiere a beneficio de inventario”44. Otros medios admitían la necesidad de la colonización, pero sin el requisito de la tolerancia. El Cronista aceptaba el fomento de la inmigración, juzgada viable tanto por la guerra civil de los Estados Unidos como por las garantías ofrecidas por el Imperio, pero omitía la libertad de cultos y se centraba en la adecuada oferta de terrenos para los interesados45. Entre la ordenación de la tierra a partir de los mandatos del cielo y la corrupción del hombre a raíz de los equívocos de la filosofía, no había elección racional posible. La cruz era el emblema de la civilización, pero una cruz regida e interpretada por el episcopado.

Relevante para diarios como La Razón y La Sociedad, una tolerancia restringida no era tan relevante para otros medios. LEstafette aseguraba que el cambio carecía de alcance práctico y juzgaba que “lo esencial era que el principio universal de la tolerancia de cultos penetrara al fin en México”, base de la colonización46. En suma, celebraba la “libertad de conciencia y de práctica religiosa” sometidas a las buenas costumbres y la seguridad pública47. Mientras LEstafette se mostraba conforme con el decreto imperial y la restricción ética, solo algunos medios postularon una libertad más inclusiva. La Sombra fue uno de los pocos medios favorables a una libertad sin restricciones morales. Así, aseveraba que, dentro de un horizonte de absoluta igualdad, ningún devoto “alega preferencia fundándose en la religión que profesa; sería absurdo que se niegue a un adorador del fuego lo que se le concede a un protestante [subrayado original]”48. El texto, tomado de una publicación llamada Los Espíritus, borraba jerarquizaciones morales y aducía la plena igualdad entre los creyentes. La relativa excepcionalidad del diario resulta explicable a partir de su posición marginal dentro de los grupos de poder que se expresaban por medio de periódicos como LEstafette. Y La Razón, La Sociedad y El Cronista. La posición excéntrica facilitaba el abordaje del centro del problema.

No obstante, otros medios liberales confluían con las restricciones éticas. El diario reformista La Cuchara exponía la libertad de culto. Su lógica argumental era un testimonio de la pervivencia, sin duda tolerada, de pensamientos liberales, bajo el renacido Imperio. El periódico distinguía entre tolerancia y libertad de culto, y asentaba que las religiones dentro de las sociedades carecían de influjo y dominio sobre la sociedad. El medio equiparaba la tolerancia tanto con la protección de una fe como con una valoración negativa de otros cultos49. El diario aceptaba que “el gobierno al mismo tiempo debe conciliar esta libertad con el buen orden y la paz permitiendo solo las religiones que tiendan a este fin, o cuando menos que no lo ataquen”50. Por diversos caminos, entre la resignación y la celebración, una libertad limitada se abría paso en el México monárquico.

Las alusiones al decreto fueron mucho más numerosas durante su elaboración que después de su publicación. Las presiones habían sido evidentes, y las críticas limitadas. Comprensible dentro de la política eclesiástica del Imperio, aunque poco fértil en el ámbito de la colonización, el decreto era una reafirmación política ante el nuncio papal y la corte romana a la vez que una pretendida fórmula conciliadora. La Razón comentaba que el correo extraordinario que debía salir a Veracruz fue retrasado, presumiblemente, para que el vapor pudiera llevar a Europa el mencionado decreto. Cabe añadir que dicho transporte conducía, además, a la comisión imperial para la negociación del concordato hacia la ciudad de Roma. Parecía delinearse una lógica de negociación sobre hechos consumados y a partir de una posición de fuerza51.

Las numerosas versiones durante la elaboración del decreto contrastan con las escasas reacciones suscitadas por su publicación. Según algunos medios, la legislación no fue reprobada con acritud en público, pero sí fue objeto de “todas las conversaciones privadas”52La Sociedad definió bien la reacción de la prensa: en general los periódicos no se entusiasmaron con la medida, pero en compensación tampoco la atacaron53. Esta reacción comedida era explicable a partir del control del Imperio sobre los periódicos, pero también a raíz de una serie de transacciones políticas y operaciones conceptuales efectuadas en un horizonte de esperanza y conformidad, rebeldía y resignación. La reacción ante la tolerancia religiosa era, quizás, un indicador de la tolerancia política a las medidas imperiales.

Las presiones ejercidas durante la elaboración del decreto contrastaban con los silencios posteriores a su publicación. Dentro de tal contexto, La Razón fue el mayor exponente del esbozo de acomodamiento ante determinadas políticas imperiales54. A partir de la restricción moral, que calmaba temores y diferenciaba la tolerancia imperial del decreto juarista de 1860, se generaba un espacio de acercamiento y negociación. Para inicios de febrero de 1865, el periódico interpretaba que la ley estaba en análisis y provocaba ánimos inquietos, en algunos casos de gozo y en otros de tristeza. Aceptaba que tanto el decreto como las leyes de revisión de bienes eclesiásticos no serían agradables para muchos, pero traerían consigo “la calma y el sosiego para todos, hasta para los mismos que hoy las contemplan con desconsuelo y con enojo”55.

La Razón explicaba la misiva y el decreto a partir de un fuerte argumentario contextual. El diario reconocía que la carta de diciembre de 1864 había sido poco discutida y aún menos reprobada “absteniéndose de exageraciones ultramontanas”56. Con plasticidad asentaba:

En otro tiempo, esta resolución del poder civil habría sublevado todas las pasiones políticas religiosas, y habría levantado una de esas furiosas tempestades que tantas veces han puesto en peligro el orden público. Dos fanatismos implacables se habrían encontrado frente a frente, el fanatismo político que negaba todos sus derechos a la Iglesia, y el fanatismo religioso que negaba todos sus derechos al Estado57.

El decreto era tenido por sabio y justo, alejado de los extremos y facilitador de la convivencia entre jurisdicciones. Con un tono tranquilizador pero absoluto, La Razón sentenciaba: “La tempestad ha pasado, la revolución está hecha, nos encontramos al otro lado del abismo.” El diario se preguntaba cómo se había operado una mudanza semejante. La causa no era institucional sino personal. No se vinculaba con una forma específica de gobierno sino con la personalidad única del emperador. Con sus eminentes virtudes conciliatorias, el monarca había logrado producir “en unos las expansiones de la alegría, y en otros los consuelos de la esperanza”. Si el Primer Imperio había obtenido la independencia sin sangre y con alegría bajo la bandera de la fe y la unidad, el segundo habría logrado la reconciliación mediante la cordura y la prudencia. El lenguaje de La Razón se aproximaba más al argumentario liberal que al lenguaje conservador. El periódico admitía que “puede ser que el fanatismo se desespere, eso sí, porque la victoria es de la razón, del buen sentido y de la piedad verdadera; pero afortunadamente el fanatismo esconde su despecho, o no existe ya”58. En cierto modo, Maximiliano era el nuevo Iturbide susceptible de reconciliar la nación con ella misma y “desatar el nudo sin romperlo”. Un invertido juego de espejos ofrecía imágenes confluyentes y a la vez contrastantes entre ambas monarquías.

La Razón perfilaba un cambio sustantivo en la historia mexicana a partir del régimen imperial. Aducía que antaño hablar de tolerancia era una herejía y la ceremonia litúrgica casi se confundía con el dogma religioso. El deslizamiento hacia la conocida postura liberal era reconocible. El periódico insinuaba que el decreto abría un proceso de aprendizaje para todos los mexicanos en relación a la pluralidad de confesiones. Enfatizaba que el hábito de la tolerancia se aprendería a partir de la inmigración de extranjeros y mediante el registro civil de los matrimonios mixtos entre católicos y protestantes. Si bien implícitamente confesaba que no había condiciones previas para una convivencia interreligiosa, la ausencia de dichas circunstancias no era irresoluble. La tolerancia sería parte de un proceso civilizador. La diversidad de cultos a partir de la convivencia con extranjeros y la realización de actos jurídicos entre personas de confesiones contrastantes ya no sería un escándalo y sí un aprendizaje: “la tolerancia será un hecho en las costumbres, y un hecho sin contradicción en las leyes”59.

Las respuestas a las conocidas representaciones contra la tolerancia conforman otro barrunto no solo del cambio argumentativo, sino de una voluntad no confrontativa de algunos segmentos políticos. Las manifestaciones contrarias a la libertad de cultos fueron comunes después de la independencia y alcanzaron un momento climático durante 1848 y 1849. Pueblos y ciudades enviaron a la capital de la república documentos contra el proyecto de colonización y tolerancia impulsado en 1848 por el ministro Mariano Otero. Dichas representaciones fueron profusamente publicadas por La Voz de la Religión. Asimismo, muchas habían sido firmadas por mujeres, proceso estudiado por Susana Sosensky60. Años después, el artículo 15 del proyecto constitucional de 1856-1857 también generó una alta cantidad de documentos semejantes. Vindicados por los antagonistas de la tolerancia como expresión de la voluntad de los mexicanos y prueba la soberanía la nación, ahora eran sujetos de valoraciones muy diferentes.

Unos días antes de la instauración de la tolerancia fueron conocidas algunas representaciones firmadas por mujeres61. La edición de tales documentos equivalía a una política de presión. Hubo documentos enviados al emperador desde Puebla y Querétaro, Orizaba y Veracruz, Tehuacán y Zinacantepec. La ponderación de la tolerancia expresaba la reconfiguración de los discernimientos acerca de las representaciones. Mientras algunos medios como El Cronista las celebraban, otros como LEstafette y La Razón las reprendían. Una censura común era negar la autoría femenina de tales papeles62La Razón y LEstafette expusieron que las mujeres habían firmado las representaciones porque los sacerdotes las habían amenazado desde los púlpitos. Ante tal descalificación, La Sociedad respondía que era responsabilidad urgente del gobierno imperial la solución de los asuntos eclesiásticos de forma que dejaran tranquilas las conciencias y salvaguardados los derechos tanto de la Iglesia como del Estado.

No obstante, la ambigua apertura era acompañada de una tajante reprobación de las representaciones. Si bien el periódico reconocía el derecho de petición, precisaba que “Cualquier demostración de, peticiones o agritaciones a este respeto, son inoportunas, inútiles y nocivas a la paz pública”63. Además, el Consejo de Estado estaba impedido para recibir representaciones64. Del encomio a la condena, las posturas ante las representaciones expresaban no solo un intento de ajuste conceptual para estar en sintonía con el Imperio renacido, sino también una responsabilidad en el mantenimiento del orden público. A final de cuentas, durante el siglo XIX las elites políticas forjaron pactos flexibles y alianzas estratégicas con grupos no solo lejanos sino contrastantes. Distantemente afines y paralelamente cercanos, estaban habituados no solo a las fluctuaciones sino también a los acercamientos.

UNA CIVILIZACIÓN CRISTIANA: OPOSICIONES Y CONFLUENCIAS

De la aceptación ideológica de La Razón a la resignación estratégica de La Sociedad, pasando por la celebración total de LEstafette y el estridente silencio de El Pájaro Verde65, existieron variadas formulaciones adversas a la tolerancia. Advertibles sobre todo en el caso de El Cronista66, aunque coincidentes con algunos planteos imperiales, recurrían al binomio conceptual cristianismo-civilización. Constatable desde el momento mismo de la independencia, enfrentaba un largo proceso de secularización67. Durante el constituyente de 1856-1857 fue palpable el desacoplamiento entre creencia cristiana y proceso civilizatorio. El progreso liberal era el verdadero avance histórico, centrado en la terrenalidad de la esperanza y el ejercicio de la autonomía. En esta tónica, La Razón entendía la tolerancia como parte de un proceso civilizatorio. En contraste, El Cronista fue el diario más insistente en la vindicación de la fe como vehículo y fundamento de la civilización. Creía que la tolerancia era redundante porque la nación ya poseía el bien supremo de la verdad eterna, sendero de salvación para el espíritu y camino hacia el progreso para la humanidad. El catolicismo era, para el periódico, la base de la igualdad, el fundamento de la libertad y el componente básico de la fraternidad. La “nación católica” tenía derecho no solo a reivindicarse, sino también a competir con otros países por “la vanguardia de la civilización del mundo”. El catolicismo era “la única (religión) que está destinada a la conservación y perfección de la especie”. En contraste, la tolerancia era un desafío contra la civilización porque equivalía al ateísmo y el indiferentismo, escandalosos motores de inmoralidad68. La libertad era entendida no como un ámbito de elección entre distintas opciones confesionales, sino como la negación total de la verdad dogmática y el Ser absoluto. El resquemor ante el temible ateísmo estaba acompañado de un pesimismo antropológico: “El corazón humano es naturalmente perverso, y en tal grado, que llega alguna vez a corromper el alma, hasta hundirla en el ateísmo”69. La catolicidad era la civilización en la tierra porque constituía el camino redentor hacia el cielo. De tal forma, El Cronista juzgaba con rotundidad: “El culto verdadero no tiene necesidad de tolerancia. Porque siendo el bien y la verdad solo él tiene derecho a existir”70. Solo había una fe verdadera y únicamente era posible una civilización indiscutible71. Dentro de tal visión, se era intolerante con otros cultos porque no se era indiferente ante los demás hombres: la salvación del alma no era una decisión individual sino una responsabilidad colectiva. Santo Tomás predicaba que la salvación del espíritu era totalmente preferible ante la consecución de bienes en la tierra. En cierta forma, “el amor al prójimo incluye el cuidado activo de su salvación”72. La redención era la civilización y el progreso la eternidad.

La identificación entre cristianismo y civilización, a pesar de su paulatino desgaste, pervivía no solo en el lenguaje católico sino también en la concepción imperial. Al respecto, dos hechos constituyen pruebas. El primero: la exclusiva admisión de cultos moralmente aceptables implicaba una categorización de las confesiones entre “bárbaras” y “civilizadas”. La moralidad cristiana, ya no necesariamente el credo o el dogma, era signo de pertenencia a la civilización. Los valores se tornan más significativos que las creencias. El segundo: la misión de los inmigrantes extranjeros era la colonización de los territorios desérticos, pero también el mejoramiento de las conductas nacionales. El deslizamiento del concepto de colonización a la órbita del de civilización significaba que los nuevos habitantes serían agentes de progreso. Por ambos caminos, el de los cultos admisibles y los colonos deseados, el cristianismo entendido ya no una confesión específica sino una cosmovisión ética seguía siendo un agente civilizatorio en el orden tanto material como conductual. Para el Segundo Imperio hombres convenientemente éticos serían agentes de una civilización que era esencialmente cristiana, aunque ya no exclusivamente católica. La noción de progreso se expande, pero no se generaliza: excluye a chinos y musulmanes, ateos y mormones. En cierta forma dicha noción se pluraliza, pero no deja de ser dicotómica. En cambio, grupos católicos continúan identificando creencia cristiana con civilización universal: todos los pueblos podían progresar si asimilaban la fe verdadera. Así, se presenta un juego de apertura, pero también de cierre en la concepción imperial: la civilización ya no es exclusivamente católica, pero sí indispensablemente cristiana. Al mismo tiempo se advierte en la visión católica un horizonte inverso de cierre y apertura: los paganos son “bárbaros” pero pueden asimilar la civilización gracias a la verdad de la fe y la evangelización de la Iglesia. Ni el “progreso” era totalmente incluyente ni la religión resultaba necesariamente excluyente.

RESPUESTA EPISCOPAL: NEGACIÓN Y NEGOCIACIÓN

 

Del silencio resignado a la censura contenida, la respuesta de los medios ante el decreto imperial estuvo acompañada por la respuesta episcopal. El 29 de diciembre de 1864 los arzobispos de México y Michoacán, así como los obispos de Querétaro y Oaxaca, enviaron un dolido documento al emperador Maximiliano. Cuestionaban la instrucción dada al ministro de Justicia y pedían un compás de espera: era aconsejable aguardar la resolución del concordato con el nuncio. Evidentemente el exhorto fue inútil. Más dilatada en extensión y profusa en argumentos fue la respuesta al decreto expresada por los arzobispos de México, Pelagio Antonio Labastida y Dávalos, y Michoacán, Clemente de Jesús Munguía. Elaborado primordialmente por el distinguido michoacano, el texto rechazaba tajantemente la legislación, así como sus alegatos de equilibrio y sus intentos de moderación. Entre el lamento y el reproche, por instantes parece obedecer más al imperativo de dejar testimonio de una oposición completa que a la esperanza de alguna rectificación parcial. No obstante, contiene sugerencias para una posible reconciliación política. El argumentario no era novedoso e incluso citaba con amplitud documentos anteriores como la carta del episcopado nacional contra la legislación juarista, barrunto de algún agotamiento discursivo. El tono había pasado de la agresiva contundencia de 1860 a la enérgica mesura de 1865, mutación digna de contraste con la trayectoria del michoacano73. El texto es muy amplio, pero este análisis se circunscribe a la reprobación eclesiástica de las especificidades del decreto y su anhelo de moderación, propio de un emperador dotado de un papel arbitral.

La Exposición precisaba que se refería a la tolerancia civil, o sea, la admisibilidad pública de una fe y no a la teológica, consistente en admitir que la salvación del alma era posible por medio de cualquier creencia. Precisado el objeto de censura, la tolerancia civil era nefanda porque ponía en riesgo la redención del mexicano74. El texto rechazaba tanto las razones como las restricciones de la legislación. Ironizaba sobre el hecho de que el Gobierno “se mostrase tan ecuménico” en la protección de la moralidad75. No tomaba en serio tal prevención, probablemente porque el sacerdocio se autoerigía en única autoridad en materia de virtud. Sopesaba que la protección al catolicismo era una forma de intromisión en la vida de la Iglesia. De igual forma, rebatía la supuesta necesidad de la inmigración no católica: el bien supremo del espíritu era totalmente preferible al beneficio material de la colonización protestante.

Asimismo, el documento fustigaba la protección de la fe católica: tal defensa no era una dádiva del emperador Habsburgo, sino una obligación del poder civil. Desestimaba la “adopción del catolicismo como Religión de Estado”, medida conveniente para una nación con varias religiones, pero no en un país unánimemente católico. Por tanto, determinaciones como la protección y la oficialidad “podían parecer” “ingeniosos medios para distraer a este pueblo de lo que va a sufrir, o como un lenitivo que se le aplica para mitigarle un tanto la pena consiguiente al mal de la tolerancia”76. Sugería que la protección era una burla porque al mismo tiempo el emperador sancionaba las leyes de Reforma77. El señalamiento es muy relevante porque permite entrever las coordenadas políticas para una posible negociación:

Si estableciéndose la tolerancia, se hubiera dejado intacta la legislación civil y penal que protegía los derechos y hacía respetar las inmunidades personal, real y local de las Iglesias, lamentaríamos, y muy mucho, esta ruptura de la unidad católica, pero no trabajaríamos en vano para encontrarle algún significado, aunque débil, a la protección ofrecida”78.

De nuevo, aparece el fantasma insinuativo de una posible transacción: el mantenimiento de fueros y propiedades como contraprestación al asentimiento de la tolerancia de cultos. Al igual que la prensa periódica, la exposición eclesiástica censura y rebate, pero no rompe ni anatemiza. Los caminos para una negociación estaban abiertos y eran perfilados79.

El texto concluía no solo con un intenso encomio de la pertinencia terrenal de la fe, sino también con el rechazo absoluto a una diversidad social que trascendía el factor religioso. Era un verosímil epitafio de la nación católica: “¿qué resultará entonces de este antagonismo permanente de orígenes, razas, cultos, idiomas, costumbres, usos, hábitos, intereses, preocupaciones, y pasiones, en una sociedad tan heterogénea? ¿En qué vendría a parar, por último, la Nación mexicana?”80. El concepto de nación católica agonizaba a manos del emperador Habsburgo. Cabe insistir en que el problema de la tolerancia religiosa era, por tanto, solo una parte del respeto a una mayor pluralidad civil.

La negociación entre el Segundo Imperio y las autoridades eclesiásticas no parecía muy viable, pero tampoco era imposible. La voluntad de concertación siguió presente dentro de la temática del concordato. Un borrador del Archivo Secreto Vaticano dirigido a la comisión imperial esbozaba un punto de acuerdo. Los folios sin rúbrica de un previsible documento de trabajo indicaban: “En todo el Imperio Mexicano se conservará siempre con toda su integridad la religión católica (6r) [sic], apostólica, romana que es la del Estado”81. La diplomacia recurría a la ambigüedad para obtener un compromiso. La redacción era contundente en cuanto a la oficialidad y protección, pero vaga en relación a la exclusividad. ¿La integridad del catolicismo era incompatible con la tolerancia? En la misma tónica de fijar posturas, pero dejar abiertos caminos a convenientes interpretaciones, el proyecto sometido a estudio del Papa por los enviados del emperador puntualizaba: “La religión católica, apostólica, romana subsistirá en el Imperio Mexicano con todos los derechos y prerrogativas que le corresponden por derecho divino y los sagrados cánones. Su Majestad el emperador, primero y sus sucesores después le impartirán su protección como a religión del Estado”82. El texto omitía cualquier referencia a la tolerancia. Al igual que el borrador vaticano, cabe inquirirse respecto al documento imperial si la “subsistencia” protegida del culto católico excluía la admisibilidad de otras confesiones. Muy probablemente, la indeterminación era una forma de aproximación.

Los intentos de negociación política continuaban no obstante la desintegración imperial. Un documento elaborado por la junta de obispos mexicanos en diciembre de 1866 examinaba el proyecto presentado a la Santa Sede. Proponía añadir al término “religión” la expresión “única verdadera”. Pero sobre todo puntualizaba: “si se juzga prudente, se añada: que, supuesta la ley de tolerancia, cuya derogación se desea por todos los mexicanos y debería procurarse a juicio de los obispos que nos hemos reunido, las sectas disidentes se juzgan puramente toleradas y no igualadas a la religión de país83. El episcopado reiteraba su condena, pero se abría al establecimiento de la tolerancia. Expresado su disgusto, pero también su resignación, establecía un condicionante absoluto: jamás la convivencia entre distintos cultos significaría equiparación entre religiones. No sobra añadir que los dirigentes católicos desde el principio desestimaron la limitante moral y jurídica a la tolerancia. El catolicismo sería religión oficial y protegida, pero en coexistencia con otras confesiones apenas soportadas. Aunque con variantes de redacción, es posible advertir una confluencia entre la visión monárquica y la exigencia episcopal. Por un lado, existiría una fe oficial y protegida de rango superior por ser juzgada verdadera; por el otro, habría un conjunto de “sectas”, substantivo empleado por los jerarcas, en términos de inferioridad conceptual, aunque en ejercicio de culto público. La retirada de las tropas francesas y la desintegración de las filas imperiales no permitieron seguir avanzado en fórmulas inéditas de ambigüedad y compromiso. No obstante, los textos testimonian la voluntad de aproximación al menos en cuanto a la tolerancia, dentro de una negociación más extensa sobre otras cuestiones como los bienes eclesiásticos. El contexto, además, era favorable debido al giro conservador del gabinete durante 1866, aunque también más arduo a raíz de las derrotas miliares del Imperio. A juicio de algunos periódicos, el Ministerio ahora presidido por Teodosio Lares debería conducir a una consecuencia evidente: cerrar las puertas al protestantismo, excluir de forma absoluta las “sectas heréticas”, conservar la unidad religiosa y proteger el catolicismo84. No obstante, las pretensiones de los obispos y las esperanzas de los conservadores, el decreto subsistía, pero menguaba dentro del Imperio declinante.

CONCLUSIONES

 

El horizonte imperial es parte de la historia mexicana también en el aspecto religioso. La propuesta de una tolerancia circunscrita a cultos cristianos no era una novedad habsburguesa. Vicente Rocafuerte y Ponciano Arriaga, Luis de la Rosa y José Fernando Ramírez la habían sugerido y enunciado con vigor y claridad. Tenido por figura moderada, Ramírez sería, no incidentalmente, ministro imperial con Maximiliano de Habsburgo. Más que establecer una genealogía moderada para el planteo monárquico, resulta conveniente insistir en la voluntad de conciliación en un tema polarizante. Sin embargo, también es preciso insistir en cierta ambigüedad surgida de una breve comparación entre la propuesta de concordato (1864), la instrucción de diciembre (1864), el decreto (1865) y el Estatuto Provisional del mismo año. La definición más acabada era la del decreto, aunque en tensión con la visión genérica del Estatuto Provisional.

A pesar de su espíritu de moderación, el decreto tuvo escaso recorrido. Salvo algunas tentativas, el Imperio no atrajo una colonización numerosa. Sería iluminador detallar, por medio de los archivos correspondientes, el proceso administrativo empleado para la autorización de inmigrantes no católicos. De cualquier forma, la medida constituye un referente no solo para el dimensionamiento de la tolerancia imperial, sino también para la comprensión del papel de la autoridad civil en la regulación del mercado religioso. Aun una acotada tolerancia conducía a una potenciación del Estado, aunque conllevaba, paradójicamente, el debilitamiento del emperador.

El decreto se resolvió favorablemente para el Imperio en el plano ideológico. El trono se mostraba capaz de trascender divergencias políticas para conseguir metas irrenunciables. Además, la medida reafirmaba la imagen de un Imperio susceptible de unir la nación: aceptaba imperativos de grupos antes enfrentados. La búsqueda de adherentes entre liberales y juaristas resultaba una operación destinada no solo a borrar la impresión de un Imperio reaccionario, sino también a robustecer los apoyos de la Corona imperial. Lamentablemente para Maximiliano, la tolerancia no condujo a la adhesión de los reformistas; afortunadamente para él, tampoco significó una ruptura total con los conservadores, quienes preferían cohabitar con la tolerancia antes que abandonar el Imperio.

La gestión del presente no era fácil, así como no resultaba sencilla la administración de las esperanzas y la reconciliación de las diferencias. Si no obtuvo el apoyo liberal, la medida permitió a Maximiliano prevalecer frente al nuncio, el episcopado y el segmento conservador. No obstante, la victoria aparente tenía un precio incalculable: la desconfianza de los conservadores, dispuestos a la negociación, pero carentes de entusiasmo para convertirse en puntales de la Corona. La legislación reformista podía ser revalidada, los enfrentamientos antaño sangrientos podían ser manejables, pero la Corona, a pesar de su pretensión de unir las diferentes familias ideológicas, perdía autonomía dado el escaso apoyo interno y quedaba a expensas del Imperio napoleónico. En suma, una tolerancia más o menos incluyente no ampliaba y sí reducía los márgenes de acción de la Corona.

Con el fin de matizar una hipotética teleología liberal, cabe añadir que el decreto de 1865 tenía cuatro elementos distintivos respecto de la ley juarista de Veracruz de 186085. Primero: instituía no la libertad de culto sino la tolerancia religiosa. La diferencia resultaba manifiesta a partir de la segunda característica de la legislación: la aceptabilidad ética de los cultos disidentes, propicia sobre todo para confesiones protestantes y evangélicas. La tercera: el mantenimiento de la fe católica como religión de Estado. La cuarta fue menos explicitada pero determinante. El Imperio mantenía la unidad entre Estado e Iglesia y eliminaba la tajante separación de la legislación juarista.

Ambas legislaciones carecieron de respaldo legislativo y no fueron producto de un debate parlamentario. Además, las dos fueron publicadas dentro de un entorno bélico, más pronunciado en el caso reformista pero no menos determinante en la experiencia monárquica. Juárez instituía la libertad de culto al final de la guerra de Reforma. Maximiliano normaba la tolerancia al concluir su primer semestre de gobierno, con un gobierno republicano en fuga hacia el norte y una resistencia antimperial menguante, pero no vencida. En ambas situaciones, la tolerancia era más un decreto unilateral que una épica colectiva y menos la culminación victoriosa de un proceso amargo que una medida estratégica para el afianzamiento de sus ejecutores. Juárez desarmaba de recursos económicos, pero también de su carácter exclusivo a la corporación católica. Por su parte, Maximiliano se fortificaba ante el nuncio, a la vez que seguía la voluntad política de Napoleón III y estimulaba la colonización extranjera.

Así, no resulta exacto concebir el decreto de Maximiliano como la continuación implícita y la victoria evidente de una idea abstracta adscrita al progreso histórico. Los contrastes entre la ley de Veracruz signada por Juan Antonio de la Fuente y el decreto firmado por Pedro Escudero y Echánove son muy evidentes. Por cierto, ambos políticos se manifestaron adversos a la tolerancia en el constituyente de 1856-1857. Los dos escenifican las fronteras flexibles entre los campos ideológicos, encarnan el carácter mudable de las alianzas políticas y describen el horizonte líquido de las visiones reformistas. Más que ideas invulnerables a las coyunturas, se está en presencia de ajustes correspondientes a dimensiones históricas muy amplias. Por un lado, el fracaso del Estado confesional pretendido por liberales y católicos desembocó en una guerra civil (1858-1861) y las leyes de Reforma. Por el otro, el establecimiento de la monarquía bajo la égida de Napoleón III y con el trono ocupado por Maximiliano implicaba la negación de la república laica pero no el retorno a la situación previa de intolerancia religiosa. El liberalismo monárquico no es necesariamente la expresión meta histórica de un progreso indetenible de poder inescrutable.

Otra diferencia sustantiva es el énfasis en el argumentario justificativo de ambas legislaciones. La ley de la república no mencionaba la racionalidad de la tolerancia como incentivo para la inmigración. En cambio, el decreto imperial era justificado como estímulo de la colonización protestante. Aunque parezca contra intuitivo, la legislación imperial, aunque sostenida por la intervención francesa, estaba un poco más vinculada a la historia nacional que el reformismo juarista de 1860. La total separación entre Estado e Iglesia decretada al final de la guerra de Reforma había sido muy poco defendida a lo largo de los lustros anteriores. El constituyente de 1856-1857 no la propuso y menos la implementó. En contraste, una oficialidad católica con tolerancia restringida para cultos cristianos en beneficio de la inmigración de extranjeros sin desacoplamiento de jurisdicciones poseía una larga historia durante las décadas precedentes. En tal perspectiva, el acomodamiento conservador y moderado ante el reformismo imperial no constituye una postura oportunista de corto plazo que sacrificaba creencias poderosas en pos de beneficios coyunturales sin demérito de intereses profanos. Se integraba dentro de una tendencia de largo aliento que pretendía trascender oposiciones insuperables en pos de síntesis nada geométricas, pero quizás aceptables para algunos segmentos involucrados.

En su conjunto, las respuestas favorables o comedidas de la prensa periódica exponen la voluntad de negociación, ciertamente con muchos matices y visibles excepciones, tanto de los antagonistas como de los partidarios de la tolerancia de cultos. Así, la esfera pública se convertía en un espacio de presión y prevención, acomodamiento y socialización. No es una lucha entre progreso y salvación; tampoco, una confrontación entre materialismo y espiritualidad; menos aún, un combate entre la luz eterna y la ilustración decimonónica. Es un proceso de reafirmaciones y negociaciones, cesiones y concesiones. En tal horizonte, destaca la respuesta episcopal, enérgica pero no rupturista, y su cierta apertura a una negociación con el Imperio sobre todo una vez publicada la legislación. Así, el texto matiza una supuesta confrontación sin retorno entre jerarcas católicos y autoridades monárquicas.

A partir de la revisión de la prensa periódica, es factible enunciar una formulación tentativa. Algunos medios como La Razón asumían el decreto y perfilaban caminos para la normalización de la tolerancia, Otros, como La Sociedad se mostraban calculadamente ambiguos, aunque evidentemente adversos, pero finalmente resignados. Pero otros como El Cronista eran mucho más contundentes en sus impugnaciones. A partir de tal panorama, resulta posible insinuar si no una división sí alguna distancia entre al menos dos segmentos políticos y periodísticos. Sin ánimo de perfilar oposiciones insolubles, es posible indicar algún deslinde. Por una parte, se encontrarían medios como La Razón, animado por un espíritu católico pero volcado más a la preservación del régimen imperial que al combate de la tolerancia religiosa. Por el otro, se hallarían diarios igualmente confesionales, pero auto asumidos adalides del partido católico como El Cronista, para el cual las causas de la fe eran superiores a las metas de la monarquía. Los matices entre los segmentos periodísticos muy probablemente manifestaban la diversidad de los apoyos imperiales. Pero, sobre todo, sugerían una creciente distancia entre un moderantismo liberal-conservador sin duda piadoso pero susceptible al acomodamiento con una monarquía de rasgos reformistas, y un catolicismo conservador igualmente devoto, pero que privilegiaba las creencias religiosas sobre las instituciones políticas. En suma, el contraste esbozado constituiría el signo de un muy extenso y nada lineal proceso de secularización en la nación mexicana constatable también durante el Segundo Imperio.

BIBLIOGRAFÍA CITADA

 

1 

Alcalá, Alfonso y Manuel Olimón. 1989. Episcopado y gobierno en México: cartas pastorales colectivas del Episcopado Mexicano: 1859-1875. México: Pauilnas.

2 

Carbajal López, David. 2023. “Fanatismo, tolerancia y civilización en México, 1821-1859”. Nuevo Mundo, Mundos Nuevos 23. https://doi.org/https://doi.org/10.4000/nuevomundo.92450

3 

Cárdenas Ayala, Elisa, E. Lorena Cortés Manresa y Erika Pani. 2020. “Civilización y cristianismo: los avatares de un binomio complejo. México en el siglo XIX”. Ariadna Histórica. Lenguajes, conceptos, metáforas 9: 77-99.

4 

Connaughton, Brian. 2010. Entre la voz de Dios y el llamado de la patria. Religión, ciudadanía. México: siglo XIX, México: Fondo de Cultura Económica / Universidad Autónoma Metropolitana.

5 

Conte Corti, Aegon César. 2003. Maximiliano y Carlota. México: Fondo de Cultura Económica.

6 

Coudart, Laurence. 2015. “La regulación de la libertad de prensa (1863-1867)”, Historia mexicana 65 (2): 629-687.

7 

Domínguez, Juan Pablo. 2014. “Tolerancia religiosa en la España afrancesada (1808-1813)”. Historia y política: Ideas, procesos y movimientos sociales 31: 195-223.

8 

Galeana, Patricia, ed. 2015. Las relaciones Estado-Iglesia durante el segundo imperio. México: Universidad Nacional Autónoma de México.

9 

García Ugarte, Marta Eugenia. 2011. Poder político y religioso. México siglo XIX, 2 tomos. México: Universidad Nacional Autónoma de México / Miguel Ángel Porrúa.

10 

García Ugarte, Marta Eugenia. 2022. “Pelagio Antonio Labastida y Dávalos durante la guerra de Reforma y su decisión de impulsar la intervención y el establecimiento del Segundo Imperio”. En El imperio napoleónico y la monarquía en México, editado por Patricia Galeana, 101-144. México: Senado de la República.

11 

Habermas, Jürgen. 2003. “Intolerance and discrimination”. International Journal of Constitutional Law 1 (1, January): 2-12. https://doi.org/https://doi.org/10.1093/icon/1.1.2.

12 

Martínez Albesa, Emilio. 2007. La constitución de 1857: catolicismo y liberalismo en México, 3 tomos. México: Porrúa.

13 

Mijangos y González, Pablo. 2015. The Lawyer of the Church. Bishop Clemente de Jesús Munguía and the Clerical Response to the Mexican Liberal Reforma. Lincoln y Londres: University of Nebraska Press.

14 

Morales Becerra, Alejandro, ed. 1995. México: una forma republicana de gobierno, vol. II. México: Universidad Nacional Autónoma de México.

15 

Ortiz Dávila, Juan Pablo. 2014. “El proyecto imperial mexicano a través de la prensa conservadora. 1863-1867”. Oficio. Revista de historia e interdisciplina 2: 59-86.

16 

Pani, Erika. 2001. Para mexicanizar el Segundo Imperio: el imaginario político de los imperialistas. México: El Colegio de México.

17 

Ramos, Luis. 1997. Del archivo secreto vaticano: La iglesia y el estado Mexicano en el siglo XIX. México: Universidad Nacional Autónoma de México.

18 

Rivas Gómez, Tomás. 2008. “La política eclesiástica en el Segundo Imperio”. Boletín del Archivo General de la Nación 6 (20): 114-139.

19 

Santillán, Gustavo. 1997. “La tolerancia religiosa y el Congreso Constituyente, 1823-1824”. Religiones y Sociedad 6: 83-110.

20 

Santillán, Gustavo. 2023. “Conservadurismo y moralidad: 1858-1861. La disputa ética durante la guerra de reforma”. Historia y Grafía 62 (diciembre): 367-407. https://doi.org/https://doi.org/10.48102/hyg.vi62.501.

21 

Santillán, Gustavo. 2024a. “El segundo imperio y la moral católica: entre la fe y el Estado. 1863-1867”. Hispania Sacra 76 (153): 1182. https://doi.org/https://doi.org/10.3989/hs.2024.1182.

22 

Santillán, Gustavo. 2024b. “Tolerancia religiosa en México entre 1833 y 1834. Alcance y diversidad del proyecto reformista”. Estudios de Historia Moderna y Contemporánea 67 (diciembre): 163-92. https://doi.org/https://doi.org/10.22201/iih.24485004e.2024.67.77880.

23 

Sosensky, Susana. 2016. “Asomándose a la política: representaciones femeninas contra la tolerancia de cultos en México, 1856”. Tzintzun, Revista de Estudios Históricos 40: 51-76.

24 

Villegas Moreno, Gloria y Miguel Ángel Porrúa, eds. 1997. Entre el paradigma político y la realidad. México: Cámara de Diputados.

NOTAS

 

1 

Connaughton 2010, 29-39.

2 

Galeana 1991.

3 

Ramos 1997.

4 

García 2011.

5 

Martínez 2007.

6 

Santillán 2024a.

7 

Gómez 2008, 114-139.

8 

Coudart 2015.

9 

Santillán 2024b.

10 

Santillán 1997, 83-110.

11 

Galeana 2015, 86.

12 

García Ugarte insinúa que la ausencia de un ejército afín explica parte de la debilidad negociadora del grupo conservador (2012, 129-130).

13 

“Bulletin”, LEre Nouvelle, Ciudad de México, 22/12/1864: 1.

14 

“Sección oficial”, La Sociedad, Ciudad de México, 29/12/1864: 1.

15 

El Consejo era un “cuerpo de administración consultiva” y estaba integrado por un presidente, José María Lacunza, y ocho consejeros: Hilario Helguero, Urbano Fonseca, Teodosio Lares, Jesús López Portillo, José López Uraga, Vicente Ortigoza, Manuel Siliceo y Fray Francisco Ramírez y González, limosnero oficial del emperador (“Maximiliano, emperador de México”, La Razón de México, Ciudad de México, 6/12/1864: 4). Destaca la mayoría conservadora, excepto Siliceo, la sola presencia de un militar, López Uraga, y un solo eclesiástico, quien no era obispo.

16 

Rocafuerte 1831, 16.

17 

Rocafuerte 1831, 69.

18 

Rocafuerte 1831, 79.

19 

Santillán 2024b.

20 

En realidad, las prevenciones éticas eran relativamente comunes en el mundo atlántico. Napoleón I definía su política al respecto de la siguiente manera según los afrancesados ibéricos: “Yo y mis descendientes protegeremos toda religión fundada sobre el evangelio, puesto que todas predican la moral, y respiran la caridad” (Domínguez 2014, 203). No obstante, tal espíritu no era generalizado. La abdicación de Bayona (1808) preveía un condicionante para la cesión de la Corona de Carlos IV a Napoleón I: no permitir la tolerancia en suelo español de “religión alguna reformada, y mucho menos infiel, según el uso establecido actualmente”.

21 

“El pontificado y la revolución”, La Sociedad, 3/9/1865: 3.

22 

No obstante, para La Sombra el Estatuto Provisional no proclamaba la “libertad religiosa” ni otros principios liberales. Era solo una medida administrativa (“Evangelio del día”, La Sombra, Ciudad de México, 28/4/1865: 2).

23 

“Partidos de antes y partidos de ahora”, La Razón de México, 23/10/1864: 1.

24 

Sebastián Monterde, “Las opiniones y las maldades”, La Sociedad, 25/9/1863: 1.

25 

Morales 1995, 1241.

26 

“Editorial”, La Sociedad, 30/11/1864: 1.

27 

“Prensa de la capital”, La Razón de México, 2/02/1865: 1.

28 

Conte 2003, 650.

29 

“Prensa de la capital”, La Razón de México, 2/2/1865: 1. Lares, presidente del Consejo, mostraba su escepticismo hacia la tolerancia como incentivo para la colonización. De acuerdo con Carlota, opinaba que los extranjeros no buscaban tolerancia sino dinero (Corti 2003, 650).

30 

“Tolerancia de cultos y bienes eclesiásticos”, La Razón de México, 11/02/1865: 2.

31 

“Courrier”, LEstafette, Ciudad de México, 23/12/1865: 1.

32 

“Le Pajaro Verde”, LEre Nouvelle, 12/1/1865: 1.

33 

“Courrier”, LEstafette, 6/1/1865: 1.

34 

“Courrier”, LEstafette, 25/1/1865: 1.

35 

“El Illmo. Sr. Munguía”, El Cronista de México, Ciudad de México, 23/01/1865: 3.

36 

“Sección religiosa”, La Sociedad, 5/02/1865: 1.

37 

“Prensa de la capital”, El Cronista de México, 6/01/1865: 2.

38 

“Prensa de la capital”, El Cronista de México, 11/01/1865: 1.

39 

“Prensa de la capital”, El Cronista de México, 11/01/1865: 2.

40 

“Matrimonio civil”, El Cronista de México, 3/12/1864: 2.

41 

“Tolerancia de cultos”, La Razón de México, 11/2/1865: 3. La política de moderación se expresaba en diversos ámbitos. Así como el Imperio limitaba la tolerancia de cultos a los perímetros de los valores cristianos, también circunscribía la colonización a los inmigrantes de “buenas costumbres”. Los inmigrantes admisibles serían quienes pudieran dar “pruebas intachables” de moralidad (“Junta de colonización”, El Diario del Imperio, Ciudad de México, 28/6/1865: 2).

42 

“Actualidades”, La Sociedad, 2/3/1865: 2.

43 

Sebastián Monterde, “Las opiniones y las maldades”, La Sociedad, 25/9/1863: 1.

44 

“Editorial”, La Sociedad, 15/10/1863: 1.

45 

“Colonización”, El Cronista de México, 14/01/1865: 2.

46 

Según La Sociedad el diario LEre Nouvelle explicaba que dicho término había sido empleado para “no herir las tradiciones” pero que de cualquier forma otorgaba “a las nuevas ideas toda la latitud de la que necesitan” (“Actualidades”, La Sociedad, 2/3/1865: 2).

47 

“Courrier”, LEstafette, 28/2/1865: 1.

48 

“Evangelio del día.”, La Sombra, 10/2/1865: 1.

49 

“Evangelio del día”, La Sombra, 10/2/1865: 1.

50 

“Libertad de cultos”, La Cuchara, Ciudad de México, 22/11/1864: 3.

51 

“Correspondencia para el exterior”, La Razón de México, 11/02/1865: 3.

52 

“La carta del emperador”, La Razón de México, 4/01/1865: 1.

53 

“Actualidades”, La Sociedad, 15/3/1865: 3.

54 

El periódico fue editado por Anselmo de la Portilla y José María Cortés Esparza, ministro de Gobernación. Los redactores juzgaban la monarquía como la segunda revolución de México, después de la de independencia, que estaba en condiciones de resolver los graves problemas de la nación. Aunque solo fue publicado de octubre de 1864 a febrero de 1865, el periódico fue notable por su defensa del Imperio.

55 

“La expectación pública”, La Razón de México, 2/02/1865: 1.

56 

“La carta del emperador”, La Razón de México, 4/02/1865: 1.

57 

“La carta del emperador”, La Razón de México, 4/01/1865: 1.

58 

“La carta del emperador”, La Razón de México, 4/01/1865: 1.

59 

“Innovaciones”, La Razón de México, 5/01/1865: 1.

60 

Sosensky 2004.

61 

“Noticias sueltas. Representaciones de los pueblos”, El Cronista de México, 25/02/1865: 2.

62 

“La exposición de las señoras”, La Razón de México, 10/01/1865: 1.

63 

“Editorial”, La Sociedad, 23/07/1864: 1.

64 

“Consejo de Estado”, La Razón de México 1, 04/12/1864: 1.

65 

El periódico estaba ligado al arzobispo de Michoacán Clemente de Jesús Munguía.

66 

El Cronista de México era heredero de notables diarios confesionales como El Ómnibus y Unidad Católica. Los tres periódicos fueron editados en la Ciudad de México.

67 

Cárdenas, Cortés y Pani 2020. Carbajal 2023.

68 

“La religión católica y la tolerancia”, El Cronista de México, 12/01/1865: 2.

69 

“La religión católica y la tolerancia”, El Cronista de México, 16/01/1865: 2.

70 

“Los cultos”, El Cronista de México, 10/01/1864: 5.

71 

La postura del diario no carecía de contradictores. LEstafette ironizaba sobre la civilización cristiana (“Courrier”, LEstafette, 13/1/1865: 1).

72 

Habermas 2003, 7.

73 

Munguía 2015.

74 

El texto revelaba un dato hoy poco conocido. Decía que en 1847 había iniciado el debate respectivo (Alcalá 1989, 176). Cabe agregar que en ese año Luis de la Rosa había publicado una Circular favorable a la tolerancia firmada como ministro de Relaciones.

75 

Alcalá 1989, 189.

76 

Alcalá 1989, 181.

77 

Alcalá 1989, 183.

78 

Alcalá 1989, 184.

79 

El acomodamiento era perceptible pero no resultaba novedoso. El fin de la guerra de Reforma significó el esbozo de un ajuste conservador respecto al triunfo liberal (Santillán 2023).

80 

Alcalá 1989, 205.

81 

Ramos 1997, 389.

82 

Ramos 1997, 234.

83 

Ramos 1997, 418

84 

“El cambio de política”, La Religión y la Sociedad, Guadalajara, 11/8/1866: 623.

85 

Villegas y Porrúa 1997, 951-964.

 

Santillán Salgado, Gustavo. 2024. “El Segundo Imperio y la tolerancia religiosa en México según la prensa periódica: 1863-1867. Entre negaciones y negociaciones”. Revista de Indias 84 (291): 1620. doi: https://doi.org/10.3989/revindias.2024.1620.

https://revistadeindias.revistas.csic.es/index.php/revistadeindias/article/view/1620/2038

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

  HISTORIA GENEALÓGICA DE LAS FAMILIAS MAS ANTIGUAS DE MÉXICO PRIMER CONDADO DE REGLA CONDADO DE REGLA   PRIMERA PARTE TÍTULOS D...