viernes, 28 de marzo de 2025

 

Entre el nacionalcatolicismo y el fascismo. Las religiones del franquismo

 

Abstracto

Se considera aquí, en primer lugar, que el franquismo no fue una dictadura fascista sino fascistizada, precisamente por el carácter hegemónico del nacionalcatolicismo. En segundo lugar, esto no significa que no hubiera una religión política fascista en España, que se basaba lógicamente en la cultura fascista del fascismo español. En tercer lugar, que el hecho de que el nacionalcatolicismo acabara siendo hegemónico en el franquismo frente al fascismo, debe considerarse como el resultado de una serie compleja de procesos, transversalidades y conflictos, y no como algo que estuviera determinado desde el principio.

Hoy existe un amplio consenso histórico sobre que el nacionalcatolicismo fue hegemónico en la España de Franco y que, en última instancia, nunca habría habido más religión en esa España que la católica. La Católica, Apostólica y Romana, según informan los organismos oficiales y los medios de comunicación. Esta premisa es de un tipo que siempre es humedecida tanto por aquellos que caracterizan al franquismo como una dictadura fascista como por aquellos otros que no lo consideran fascista.

En primer lugar, la francesa habría sido una dictadura fascista cuya ideología no sería fascista sino nacional-católica o, simplemente, la de la Iglesia católica. En la segunda hipótesis, sería precisamente este carácter dominante del nacionalcatolicismo y, en consecuencia, de la religión católica, lo que impediría a la dictadura franquista caracterizarse como fascista.

Bueno, hay algo paradójico en todo esto y es que, si lo hubiéramos asumido en todos sus extremos, nos habríamos encontrado ante las siguientes posibilidades. Primero, que en España habría existido la única dictadura fascista en la que la ideología fascista brillaría por su ausencia. En segundo lugar, que ésta sería la única experiencia o caso en el que los propios fascistas habrían estado en el núcleo nacional-católico. En tercer lugar, que el carácter católico y la hegemonía nacional católica habrían ejercido una función de freno que habría impedido las posibles derivaciones totalitarias o fascistas del régimen. En cuarto lugar y como colofón, en España siempre ha habido una sola religión, la católica, lo que nunca ha dejado espacio a una religión política como la fascista.

Aceptando lo simplificable de lo expuesto hasta ahora, intentaré ahora establecer cuáles son los planes que desarrollaré en las páginas que siguen. Considero, en primer lugar, que la dictadura franquista no fue una dictadura fascista sino más bien fascistizada, precisamente por el carácter hegemónico del nacionalcatolicismo. En segundo lugar, no quiere decir que no existiera en España una religión política fascista que tuviera sus raíces, lógicamente, en la cultura fascista del fascismo español; Quiero decir simple y puramente que en España hubo fascistas y que los fascistas españoles, como los de cualquier otra latitud, tenían su religión política fascista. En tercer lugar, el hecho de que el nacionalcatolicismo acabara siendo hegemónico sobre el franquismo por encima del fascismo debe considerarse como el resultado de una serie compleja de procesos y no como algo determinado a partir de un principio único.

Las religiones de los fascistas en la España republicana

En la España de la Segunda República, entre las que habrían sido hegemónicas en el franquismo, existen dos culturas políticas, la nacional-católica y la fascista [1] . La primera, de amplia tradición, enlazada con el pensamiento de Menéndez y Pelayo y su idea de la esencia católica de la nación española, para ser desarrollada posteriormente, entre otros, por Ramiro de Maeztu y encontrando su conformación como cultura política bien articulada en la Acción Española ya durante la Segunda República. La innegable influencia de Mauras ayudó a explicar el radicalismo reaccionario, antiliberal y ferozmente monárquico de la experiencia española. Así y por todo lo dicho, Acción Española debe considerarse también como parte de una cultura política transnacional, la del nacionalismo reaccionario, que fue también la de Acción Francesa, el Integralismo Portugués o la Asociación Nacionalista Italiana, entre otros.

La segunda cultura política, de la que nos ocuparemos especialmente en este apartheid, la fascista de la Falange Española de las JONS, la de Onésimo Redondo, Ramiro Ledesma Ramos o José Antonio Primo de Rivera, era fundamentalmente laica y reunía todos los elementos propios de una religión política fascista: la sacralización de la nación, de la política, del propio partido. En ella, digo, se materializa de otro modo la transferencia de sacralidad propia de la modernidad, pero tomada desde el absoluto fascista.

Esto no quiere decir, ni excluye, que los dirigentes del fascismo español fueran católicos o que la existencia de esas convicciones católicas pudiera explicar ciertas propensiones a plantar cara al nacionalcatolicismo. Pero incluso en estos casos la primacía de la religión política estaba, como será cierto, claramente definida.

Así, el que fue sin duda el más católico de todos los dirigentes del fascismo español, Onésimo Redondo, tendría el máximo cuidado al dar a entender que el “nacionalismo revolucionario” no podía ser ni religioso ni católico. En primer lugar, su carácter totalitario que la empujó a intentar la dominación de la nación en su totalidad, lo que le impediría reconocerse en cualquier fracción más católica y mayoritaria que ésta fuera. En segundo lugar, porque el carácter popular que debía marcar este nacionalismo era incompatible con la anexión de la mayoría del pueblo español a todo catolicismo militante. En tercer lugar, porque las masas obreras que tenían que disputar el marxismo estaban muy alejadas de toda confesión. Finalmente, porque el recurso inevitable a la lucha y a la violencia contra los enemigos de España era algo que no podía ni debía hacerse en nombre de la religión católica (Redondo 1955, 19-21, 35-38, 43-46).

Todo esto marcó claramente la diferencia esencial entre el fascismo y el nacionalcatolicismo, porque este último fue finalmente capaz de imponerse, tanto en la guerra civil como en estos extremos de lucha y violencia. No muy diferente de la de Onésimo Redondo fue la discusión de qué pasaría si él fuera el más “revolucionario” y laico de los fascistas españoles, Ramiro Ledesma Ramos. No dudó en reconocer los elementos positivos del catolicismo en el pasado, cuando era la religión de las naciones “dominantes” e “imperiales”. Por otra parte, observó con notable perspicacia que la nueva civilización técnica e industrial, la del siglo XX, estaba más ligada a la religiosa que la científica de los siglos anteriores. Por último, llamó la atención sobre lo que el ejemplo del catolicismo podía aportar a las nuevas tendencias revolucionarias: su universalidad, su capacidad de “coexistencia” y una “preciosa organización” [2] . Pero todo esto se hizo para comprender que si en el siglo XX se hablaba de religión y moralidad, estas eran diferencias con las de otras épocas. Porque en aquella época se trataba de revoluciones y de incorporación de las masas a la lucha política, y para ello era necesaria una moral nacional, y no, precisamente, católica:

¿Moral católica? No es así, señores, porque nos referimos a una moral de conservación y mejora del «español», y no simplemente de la «humanidad». Nos importa más salvar España que salvar el mundo. Nos preocupamos más por los españoles que por los hombres. Y todo esto, porque tanto el mundo como los hombres son cosas a las que sólo podemos acercarnos en el sentido salvadoreño si tuviéramos una plenitud nacional, si antes nos hubiéramos salvado como españoles (Ledesma 1981, 62).

Así pues, dos morales diferentes, una de las cuales, la fascista, era políticamente superior a la otra, que debía permanecer en el ámbito privado. Además, la confusión entre una moral y otra sólo puede conducir a confusiones desastrosas. No en el pasado, cuando la moral católica se había convertido en la moral nacional unánime de los españoles y esto había llevado a España a la grandeza y al Imperio. Pero esto era ya pasado, porque –y aquí Ledesma tocó un supuesto ya hecho por Redondo– la unanimidad católica de los españoles había desaparecido hacía tiempo y como la mayoría de los españoles eran católicos no habría mayor equívoco que pretender retroceder en el tiempo: “Algún día la unidad moral de España fue una vez la unidad católica de los españoles. Quien afirme seriamente que hoy también puede aspirar a tal equivalencia demuestra que le falta criterio sobre sus propios deseos personales”. Y, de esta manera, el líder fascista podría llegar a ver la religión católica como un obstáculo potencial para el verdadero patriotismo. Un patriotismo que no podría ser católico ni monárquico, que tendría que ser directo y sin intermediarios, popular, sacado de las masas y orientado hacia ellas: “Seguimos la fe y el credo nacional, la eficacia social para todo el pueblo”. Incluso en el plano de los símbolos, debe destacarse la superioridad de los fascistas: “El yugo y las flechas como emblemas de lucha, deben ser sustituidos por la cruz para presidir los días de la revolución nacional” (Ledesma 1981, 64, 96).

Se puede concluir, en resumen, que tanto Onésimo Redondo como Ramiro Ledesma se movieron en planos seculares muy alejados de cualquier aspecto de “cruzada” católica. Por supuesto, esto no significa que existan intereses particulares entre algunos dirigentes fascistas, ambigüedades o complicidad con otros elementos del derecho español (Gallego 2014). Algo de esto se pudo apreciar en Falange Española, que nació en 1933 para situarse más a la derecha de las JONS que los dirigentes mencionados. En el campo que nos ocupa, esto se apreciaba claramente en los “Puntos Iniciales” de diciembre de 1933 (Primo de Rivera 1971, 85-93) –más precisamente, en el punto VIII, “Lo espiritual”–, en los que se hablaba de la “interpretación católica de la vida” como la “verdadera”, además de “históricamente” española. Sin embargo, no hay que ignorar que en estos mismos puntos se formuló la conocida advertencia ante una posible injerencia de la Iglesia: “Por lo menos toleraréis (la del Estado) injerencia o manipulación de la Iglesia, con posible daño a la dignidad del Estado o a la integridad nacional”. Y en el apartado dedicado a la “Conducta” –el IX–, en el que no se menciona ni a la Iglesia ni a la religión católica, se habla de la “Cruzada”, pero en relación con “el resurgimiento de una gran sociedad libre, justa y genuina"; y era a esa “cruz” nacional a la que debían unirse aquellos elegidos con un espíritu entregado al “servicio y al sacrificio”.

Por otra parte, estas ambigüedades fueron decantadas paulatinamente hacia una línea más secular y orientadas hacia los propios males de la religión política fascista. Así, en 1934, tras la fusión con las JONS, los veintisiete puntos de Falange ignoraban el carácter “verdadero” de la religión católica, hablaban de la incorporación de un “sentimiento católico” más preciso y mantenían sus advertencias contra posibles injerencias de la Iglesia (punto 25). En cambio, la redacción del punto 23 no era en absoluto ambigua a la hora de definir la misión esencial del Estado, que consiste en lograr mediante la educación un “espíritu nacional fuerte y unido e infundir en el alma de las generaciones futuras la alegría y el orgullo de la patria”. Por otra parte, el culto falangista a los muertos, a los caídos, de inequívoco origen fascista, tenía un contenido puramente laico. Como sostenían las “oraciones” por los caídos de José Antonio Primo de Rivera, en las que no había referencias a un nuevo sacramento, éste falangista, “el sacramento heroico de la muerte”. El mismo lenguaje del fundador de Falange estaba plagado de expresiones de connotaciones unívocas, como “Fe” en la obra de Falange o en España, “redentora” de esta última, “gracia”, “penitencia” y “salvación” del pueblo, etc. Unas connotaciones religiosas que, en adelante, reiterará explícitamente para definir el alcance de la “misión” de su movimiento: “Otra caída gloriosa. Otro mártir que, como éste, supo ofrecerlo todo, hasta su vida y su sangre, en el altar de la España inmortal… Todos estamos dispuestos a llegar, como tú, hasta el sacrificio supremo para cumplir nuestra misión. Misión en el sentido claro de la palabra, en el sentido religioso” (Primo de Rivera 1971, 339-344, 203, 236-237, 171, 128-129, 513).

En definitiva, creemos que se puede afirmar sin vacilaciones que, contrariamente a lo que ha dado una clara y tautológica “sensación de posguerra”, la Falange “republicana” era laica y laica; que, más allá del reconocimiento general del valor del catolicismo, en comparación con lo que se movía dentro de los confines de la propia ambición de otros movimientos fascistas, se apartaba claramente del principio de la separación de la Iglesia y el Estado; que su religiosidad derivaba de una religión de la nación con evidentes proyecciones hacia una religión de su propio partido.

Todos católicos, todos fascistas. La guerra que lo cambió todo

Todo cambió, de hecho, con la guerra civil, que se convirtió también en una “guerra de religión”; De ahí su oportuna legitimidad entre los apellidados “cruzada”. Ciertamente, esto no eliminó la confusión del término entre “cruz nacional” y “cruz católica”, aunque esta última acepción se configuró como la hegemónica. En la zona nacionalista la separación entre la Iglesia y el Estado desapareció para siempre, algo que los soldados sometidos nunca habían previsto. Para decirlo sucintamente, en España todo el mundo tendría que ser católico; no se podía ser católico (Di Febo 2004; Di Febo i Moro 2005).

Por otra parte, claro está, el fascismo, tal como se lo quiera interpretar, se convirtió en un elemento de referencia ineludible, hasta el punto de que el mundo entero, incluidos los subyugados, podía identificarse como fascista o, al menos, no enfrentarse a esa caracterización. Parafraseando lo que apuntábamos en el párrafo anterior, en la España subsahariana no se podía ser fascista.

Pero todo esto podría funcionar superficialmente de tal manera que, debajo de cada una de sus grandes protestas contra el catolicismo, persistiría su cosmovisión fascista, así como, debajo de muchas profesiones de fascismo, faltaría el esencialismo católico más puro. Se creó así un juego de apropiaciones y distorsiones en ambas direcciones posibles: desde el campo “católico” se intentó una apropiación distorsionada del fascismo, mientras que desde el campo falangista se hizo el debido respeto al catolicismo. En el primer caso, cabe destacar la labor de los hombres de Acción Española, convertidos en el principal referente cultural y político de lo que se conocería como “nacionalcatolicismo”, y en particular, la de José Pemartín, quien entendió sobre sus hombros la tarea de llevar el fascismo, que decidió absorber, en las aguas del catolicismo tradicional:

Los fascistas italianos o alemanes no inventaron nada para nosotros. España era fascista y llevaba cuatro siglos de ventaja sobre ellos. Cuando había una sola España grande, libre y verdaderamente independiente, entonces, en el siglo XVI, cuando Estado y Nación se identificaban con la Eterna Idea Católica, España era la Nación Modelo, el Alma Mater de la Civilización Cristiana y Occidental (Pemartín 1937, 70).

Así, el fascismo español no sólo habría sido anterior al fascismo europeo, sino que habría sido superior y mejor que éstos [3] . Y sería precisamente por su carácter católico y monárquico. En consecuencia, sólo habría una forma de ser nacionalista español, la de “ser católico en el siglo XVI”, religión ni mejor ni más absolutamente fascista que la católica:

Hemos dicho antes que teníamos derecho en España a ser más papistas que el Papa; De la misma manera podemos ser más fascistas que el propio fascismo, porque nuestro fascismo tiene que ser perfecto, absoluto. «El fascismo es una concepción religiosa», escribió Mussolini. El fascismo español será entonces la religión de las religiones (Pemartín 1937, 70).

El proceso de aproporción-distorsión estaba tan cerrado. La religión fascista se había remontado a la religión católica y el movimiento falangista a un mero auxiliar, una mera “técnica” de la tradición. Nada de esto pudo ser del desagrado, más bien al contrario, de los falangistas, que, por otra parte, estaban haciendo lo mismo que sus adversarios de la Acción Española, aunque, lógicamente, en sentido opuesto.

De hecho, católicos de devoción o no, aunque ahora también por obligación, los falangistas aceptaron su catolicismo con el objetivo de incorporarlo, de reabsorberlo en su discurso específicamente fascista. Fue en este caso Pedro Laín Entralgo quien asumió con mayor claridad esta tarea. Fue realizada en 1937, cuando los vientos de las Cruzadas ahogaban para siempre cualquier punto de la antigua España. Laín se declaraba, por supuesto, católico, pero como espejo invertido respecto a la construcción de Pemartín, venía a decir que el único camino posible para ser buen católico era el falangista. Para ello, no dudó en frenar toda forma de catolicismo –desde la Asociación Decimonium, hasta la de Ángel Herrera o la “Democracia Cristiana”–, a las que degradaba como esclavistas y decadentes, débiles y cortesanas, pacifistas y elegantes, e incluso liberales con “devotos todos”. Todos ellos habrían necesitado vigor combativo, pasión juvenil y forma deportiva; habrían olvidado todo misticismo propagandístico y toda irracionalidad; Sin un impulso juvenil “católicamente revolucionario”, se habrían distanciado incluso del español genuino. El catolicismo español debería liberarse de todas estas carencias con la Falange y todo su misticismo fascista. Porque si había una espiritualidad “nueva”, debía ser hispano-católica, ciertamente; pero, también e incluso antes, el nacional-sindicalista, el del “nacional-sindicalismo católico español” [4] . En resumen, para Laín el movimiento nacionalista católico no era más que la revisión del nacionalismo católico de Pemartín y compañía.

Un plan más histórico, aunque en la misma dirección, se orientó hacia las tesis de Antonio Tovar, otro falangista radical en el Imperio español. Aquí también se puede apreciar la profunda catolicidad que había sido parte del pensamiento falangista (Tovar 1941). Incluso la Reforma ultracatólica podría convertirse en el núcleo y eje central de la Historia de España, así como en la esencia misma del pueblo español. Pero también aquí reaparece el principio de absorción-distorsión. Porque, a decir verdad, la Contrarreforma supuestamente era una fe católica y una unidad religiosa; pero también habría habido unanimidad popular, máxima tensión y expresión fanática. Yo era profundamente español, incluso “frente a Roma”. Intolerante y dogmática, habría negado toda autonomía al individuo. Pero ahora la habría limitado en este aspecto, dándole “libertad y abandono para devolverla al señorío y dominio”. Al final, el verdadero objeto de veneración no fue otro que España; y su apelación a la vitalidad española, a los ambiciosos envíos, a los “grados de temperatura y acción” o a mantener el fuego en una “llama inextinguible” no dejaba lugar a dudas a este respecto (Tovar 1941, 61, 113-117, 122 y ss., 164-177). También aquí el marco se cerró: donde Pemartín y sus seguidores reinventaron el fascismo para dotarlo de contenidos tradicionales y católicos, Tovar y sus seguidores reinventaron la Contrarreforma para identificarla con valores fascistas y totalitarios. Y lo que importaba aquí, en última instancia, era la nación. Porque, incluso cuando los falangistas decían que se replegarían ante el “pecado del nacionalismo”, no podían evitar proyectar sobre España todas las connotaciones religiosas de una fe profunda, “hasta cierto punto irracional” [5] . Y lo mismo ocurrió cuando se contemplaba la exaltación de los espíritus nacionales, “tremendos ídolos que nos situaban a todos violentamente y nos hacían sentir la trágica grandeza de nuestras 'unidades de destino'” (Tovar 1941, 90-93).

El apogeo y la caída de la religión fascista

No hay que pasar por alto que, dada la radicalidad de los bandos enfrentados, la tensión entre la dimensión religiosa del nacionalcatolicismo y la dimensión fascista de la Falange se reprodujo cada vez más. Por una parte, estaba la obsesiva preocupación defensiva de los seguidores de José Antonio por presentarse como católicos ejemplares, como “hijos de la Iglesia” [6] , pero, por otra parte, había una tendencia constante, tan negada por los jesuitas eclesiásticos, a la divinización de la nación, de la propia Falange o de su fundador, a quien habían venido a dedicarse los Credos o Padre Nuestros (Andrés-Gallego 1997, 245-247). En ocasiones, este tipo de apropiación pagana de la liturgia católica fue proyectada en el pasado para mostrar en toda su complejidad el juego de asunción-apropiación-distorsión. Así, con motivo de la celebración del Día de la Propagación de la Fe en 1939, el diario Arriba hizo la más vehemente defensa de la obra misionera de la Iglesia española, sin dejar de formular un nombre menos curioso para los “misioneros” españoles: José Antonio, “el primer misionero y fundador de la salvación de España”; Ignacio de Loyola, “fundador de la Falange de Cristo”; Pizarro y Hernán Cortés, “los primeros falangistas que vieron España” [7] .

Fue España, en definitiva, la que adquirió todos los atributos de la nación sacralizada. Como afirma un artículo de Arriba, la “Historia Patria” había ilustrado vívidamente en los meses anteriores a la guerra civil su “experimentum crucis”, su “verdadera crucifixión en miles de mártires y héroes”. Éste fue el límite de su caída. Pero dentro del mito palingénico, este mismo punto límite fue también el inicio de la redención, el “Domingo de Resurrección” y también el inicio del “Imperio Hispánico” [8] . Redención, muerte y resurrección, salvación a través del arrepentimiento, fe de la juventud española… El traslado de lo sagrado a la lengua falangista no parece dejar dudas a nadie.

Entre finales de 1940 y los primeros meses de 1941, esta dinámica experimentó una aceleración en el marco de la ofensiva falangista que concluiría, con su fracaso, en mayo de 1941. Buen ejemplo de ello sería un libro de Laín Entralgo, Los valores morales del nacionalsindicalismo (Laín 1941), en el que el autor falangista procedió a una sistematización y desarrollo ulterior de sus reflexiones anteriores, acorde con el momento de mayor radicalización del fascismo español. Precisamente por ello, esta obra constituyó parte indispensable para la comprensión del modo en que la religión política fascista y la religión católica podían articularse, en sentido fascista, en un país con las características de España.

Laín partió, de hecho, de la dificultad de articular las dos morales –la nacional y la religiosa– entre las que el nacional-unionismo debía moverse imperativamente. Corrigiendo en este punto a Ramiro Ledesma, a Laín no le resultaría inconveniente afirmar que no hay contradicción entre lo humano y lo español, como sí existiera entre lo nacional y lo religioso. El problema era cómo articularlos; y en este marco Laín emprendió un viaje a través de la historia final, por lo mismo, previsible. Así, en el marco de la unidad de la cristiandad propia de la Edad Media, el Pontificado y el Imperio habrían marchado, aunque no sin problemas, de mano en mano. Rota a esa unidad con el surgimiento de las dinastías nacionales, se habría unido a la alianza del Trono Absoluto y el Altar. Con la llegada de la democracia liberal, el partido político católico, la “democracia cristiana”, aparecería finalmente como un instrumento de influencia religiosa en el mundo político. Todos estos artículos podrían haber mantenido su validez en su época. Pero no en el siglo XX. La alianza del Trono y el Altar carecía ya de una base social como en su día le proporcionaría la aristocracia; La Monarquía ya era incapaz de despertar creencias ni entusiasmo; Y la Iglesia misma tendría pocas posibilidades de ganar con fórmulas políticas tan frágiles. Incluso el catolicismo político-social había resuelto el problema. Propenso a los pactos y a los compromisos, contagiado de valores liberal-democráticos, careció de pasión nacional e ignoró una de las más importantes pasiones humanas, la del poder. Y de la pérdida del poder emanaría, ni más ni menos, la “espléndida alegría de la obra histórica terminada” (Laín 1941, 66-67).

Ninguna de las experiencias anteriores sería, por tanto, válida en tiempos de la revolución “proletaria nacional” y de los Estados totalitarios. Pero no es así en el caso español, donde el dilema estaría entre alguna forma de anarcocomunismo y un nacionalismo revolucionario con una “comprensión bastante cristiana, vital y violenta”. Sería en la combinación de las tendencias generales y la especificidad española donde radicaría la solución. Precisamente porque fue en España donde pudo enviar muchos más mensajes a los católicos que a otros lugares. Por una parte, dada la previa incorporación del “sentimiento católico”, la Iglesia y el Estado deben respetar el principio de la “soberanía autónoma de ambos”. Además, el Estado debe legislar en armonía con su carácter cristiano. Pero, sobre todo, la Iglesia debía respetar la autonomía del Estado, y aquí el odio contra las acciones “intemperantes” o “extranacionales” de algunos judíos era más explícito. Más allá de la crítica a estas posiciones ciegamente “suicidas”, Lain destacó la esencia de su tesis, que era que el respeto a la obra del Estado incluía la colaboración directa y entusiasta de la Iglesia y de los católicos en la magna obra de “incorporar a todos los españoles a una conciencia histórica y alcanzar con ella el poder histórico” (Lain 1941, 94-97).

Se trataba de mostrar al católico la “obligación religiosa del servicio activo y entusiasta a una política nacional”, al mismo tiempo que mostrar al mundo la profundidad de la solución española, que, precisamente, pasaba por el compromiso “entre una auténtica revolución nacional-proletaria y la idea cristiana de la vida y del hombre”. Una solución que, conviene subrayar, exigía la nacionalización, y en sentido fascista, del catolicismo español: con la apelación a la “vena heroica de nuestro pueblo” y a la “incorporación entusiasta de la Iglesia española a la obra nacional” sería posible implementar la vieja consigna jonsista de “no parar nunca hasta vencer” (Laín 1941, 106-108).

En cierto modo, las pretensiones de los falangistas españoles no diferían más allá de las intenciones de los fascistas italianos o los nacionalsocialistas de manipular, utilizar o subordinar a la Iglesia o las iglesias a sus propios objetivos [9] . Hubo, por supuesto, diferencias notables, como la inconsistencia radical de la catolicidad absoluta del franquismo o el relativo menor peso de la Falange en el mismo. Pero no hay que olvidar que el juego de confusiones y concesiones fue extremadamente complejo también en Italia como en Alemania. Los nazis se presentaron con frecuencia como los verdaderos defensores del cristianismo y sus valores; Introdujeron símbolos cristianos en sus propias ceremonias; participó en actos religiosos tradicionales; e incluso los clérigos desaparecieron entre sus militantes (Steigman-Gall 2003). Más lejos, sin embargo, estaba este juego de complicidad y rivalidad en Italia. El propio Mussolini quiso añadir una segunda parte a la doctrina del fascismo para incidir en el respeto, defensa y protección del catolicismo en una parte del Estado; La figura del capellán se introdujo en las organizaciones juveniles fascistas; y hasta ahora las representaciones del Duce eran frecuentes en las iglesias italianas (Di Febo i Moro 2005). En nuestra opinión, en resumen, las inconcebibles diferencias entre el caso español y los de Italia y Alemania no deben llevar a ignorar la complejidad de la articulación de las dos “religiones” en estos últimos, ni deben utilizarse para negar la “religiosidad” política de los fascistas españoles.

En pleno apogeo de 1940-41 los falangistas podían sentir que su hora estaba cerca. Y esto lo llevó a radicalizar tanto sus objetivos como su lenguaje. Un buen ejemplo de ello fue la utilización del concepto de revolución nacional-proletaria como síntesis de la revolución nacional-burguesa y de la revolución social-proletaria. Como lo fue, en no menor medida, la reivindicación abierta de valores pasionales, vitales y violentos. Se trataba de una apelación a la violencia revolucionaria que se derivaba explícitamente de Sorel, pero más bien se tomaba la precaución de distanciarse de sus propensiones “pseudo-religiosas”, o bien se pretendía afectar el alto valor cristiano de la violencia (Laín 1941, 39-41) [10] .

En otro orden de cosas, la religión política falangista, fascista, implicaba, además de la sacralización de la nación, una voluntad totalitaria, el rechazo de toda idea que no fuera la de los conversos; de confirmación de un núcleo de cargos electos capaces de determinar la doctrina y su aplicación; de la identificación y, posteriormente, de la apropiación y sustitución de la nación por el partido, y, finalmente, de la santificación de la misma. Elementos, todos ellos, que se dieron en la radicalización falangista. Fue Ridruejo quien mejor lo explicó al definir la Falange como totalitaria, minoritaria, excluyente y unitaria [11] . La patria era, decía, una “síntesis trascendente”, como también lo era el instrumento creado para servirla. Y fue este instrumento, Falange, el que decidió quiénes formarían parte no sólo del partido, sino también del Estado y de la propia patria. En la lógica de la integración totalitaria del fascismo español, la nación habría sido falangista o no habría sido; del mismo modo que la religión –la católica- debe ser entendida a la manera falangista o desvanecerse en fórmulas y vidas peligrosas. No hay que pasar por alto que en el proceso de sustituciones-distorsiones-apropiaciones, la sacralidad de la religión y la sacralidad de la nación terminarán fusionándose en la propia Falange.

De hecho, como hemos visto más arriba, no hubo que esperar mucho para ver los títulos de santo, eterno e inmortal proyectados sobre Falange [12] . Bastaría añadir que el proceso podría concluir con curiosas transferencias retóricas de sacralidad que todavía no han pasado de España a la Falange y viceversa:

Deseamos que España fuese un día en el universo lo que fue la Falange en España. Deseamos que haya entre las naciones lo que fue la Falange entre los partidos de uno y otro bando, que le negaron el agua y el fuego, hasta que se alzó sobre todo y gobernó con su signo, su grito, su doctrina, sus puntos constitucionales. Pero sin Cuaresma no se conformó con el carnaval sucio y cochino ni llegó a la limpia claridad de la Cuaresma Pascual, equivalente al ascetismo, a la elevación en el combate a una perfección superior contra los enemigos internos y externos [13] .

Todo esto era el proyecto totalitario de Falange, un proyecto que, junto a sus otras dimensiones ideológicas, contenía la configuración de una religión política que, para ser la del partido único, debía ser también la del Estado que aspiraba a conquistar. Sin embargo, este estado estaba lejos de haber sido conquistado. Como reconocían los falangistas, el Estado español no era todavía el Estado de la Falange, aunque podía entenderse “como una tendencia y como una herejía inevitable” [14] . De aquí se deducía que el partido era de una vez por todas “constructor del Estado y poseedor absoluto del mismo” [15] . Si ésta fue la base de la radicalización falangista, las circunstancias también lo apreciaron. Si bien en el plano externo los ejércitos del Eje controlaban el continente europeo, fueron menos afortunados en el interior. Los falangistas creían, en realidad, que avanzaban poco, cuando no retrocedían, frente a sus poderosos rivales aliados conservadores. Y, desde entonces, nunca más se dieron cuenta de que la Iglesia era la más poderosa de todas en el plano ideológico. De ahí la necesidad constante de presentarse como devotos católicos e hijos sumisos a la Iglesia. Pero también aquí, junto con el resto del punto, existe la necesidad de implementar. Lo hicieron en la ofensiva de mayo de 1941, para encubrir un fracaso ya olvidado (Thomas 2001, 264-276; Saz 2003, 298-308).

Apoteosis del nacionalcatolicismo

Ahora puedo apreciar que una de las facetas, y no la menos importante, de esta decadencia del falangismo radical se refería a la articulación de la religiosidad y la política católicas. Y en este terreno la situación experimentó una inversión radical. No tanto por la reafirmación de la hegemonía de la Iglesia y de lo católico en el plan general, sino por lo referido a la propia Falange. De hecho, los falangistas no sólo perdieron la posibilidad de llevar al Estado su propia articulación de las dos religiones –o de las dos “morales”–, sino que experimentaron en sus propias carnes ese proceso de catolización. Lo digo de otro modo, ellos mismos eligieron abandonar su propio proyecto de articulación de las dos religiones para abrazar sin contemplaciones la que había triunfado.

Nunca tuve ni pude tener más religiosidad que la católica. El nuevo secretario general de la FET de las JONS, José Luis Arrese, lo afirmaba con valentía: “Quienes hablan de la España neutral, de la Patria ante todo, de la Iglesia sin clero, no son falangistas ni saben lo que dicen” (Arrese 1943a, 41). Al mismo tiempo, se multiplicaron las alusiones al carácter puramente español –esto no es “fascista”– y al carácter ortodoxo (católico) de la Falange (Arrese 1943b, 147) [16] . El diario del partido, Arriba, intentó publicar una historia de España por correo que, siendo absolutamente nacional-católica, se situaba en las antípodas de las construcciones anteriores de un Giménez Caballero, un Ramiro Ledesma o un Antonio Tovar [17] . Y en un editorial del mismo periódico se hizo un resumen de esta misma historia digno de la Acción Española; desmiente explícitamente, por tanto, la obra “verdadera y definitiva” de Menéndez y Pelayo [18] .

El colofón a este aplastante triunfo del catolicismo intransigente, ortodoxo e implacable lo constituyó la auténtica cruzada sobre la Cruzada desencadenada por el periódico falangista de Pamplona Arriba España, dirigido por el célebre cura azul Fermín Yzurdiaga (Andrés-Gallego 1997, 241-257; Saz 2003, 320 y ss.). Tomando como pretexto una nota de Dionisio Ridruejo en Escorial donde se ponía en duda el nombre de Cruzada para la guerra civil, el citado diario se lanzó a un auténtico linchamiento de los descarrilamientos de Mayo de 1941 y muy especialmente de Laín Entralgo, que había salido en defensa de su amigo Ridruejo, entonces en la División Azul. En un verdadero torrente de insultos, anatemas e injurias, todos los sospechosos de haber influido en el grupo derrotado fueron enviados al más virulento de los descálculos: los del 98 a Ortega, los de Larra y Ganivet a Heidegger. El mensaje estaba claro, la guerra se había convertido en una cruzada y sólo los enemigos de España podían cuestionarla.

La polémica se apoderó del diario del partido, Arriba, dejando de lado los tonos pero adoptando las tesis básicas del diario de Pamplona [19] . En el futuro ya no se discutiría que la guerra había sido esto, una cruz, y una cruz religiosa, católica. La polisemia del término, tan querido por los fascistas y que ya hemos visto entre los fundadores del fascismo español, ha desaparecido para siempre en la España francesa.

También la figura del Caudillo, presentada hasta entonces con todos los atributos del liderazgo fascista, cambió radicalmente su significado. Tampoco habrían fracasado quienes hubieran visto en esa condición la encarnación del alma nacional” (Costa y Beneyto 1939, 148); aunque quería devolver al líder francés la figura muy significativa del líder del “Partido-Iglesia” (Legaz 1940, 177-178). Pues bien, hacia 1942 la figura del Caudillo dejaría de tener cualquier dimensión religiosa que no fuera la tradicional. La tarea de legitimar el cambio de rumbo que se produciría estaría a cargo del gran teórico de la dirigencia francesa, Francisco Javier Conde [20] . Su texto sobre este tema, publicado en medio del debate sobre la Cruzada, se alineaba con quienes postulaban esa interpretación de la guerra, y obedecía, por otra parte, a la firme intención de diferenciar el liderazgo español del de los países fascistas. En este sentido, Condé diluyó el carácter carismático del líder francés para hacerlo derivar de legitimidades racionales y tradicionales. Y si el primero lograba ser restituido en el mando militar, el segundo se materializaría en un acto de “singular alivio jurídico constitucional”: la consagración de Franco como “Caudillo por la Gracia de Dios” en la ceremonia de la Iglesia de Santa Bárbara. Un acto que vale la pena recordar, que fue la ofrenda de la espada en acción de gracias por la “providencia del Señor con las armas españolas” (Di Febo 2004, 83-97, 94-95). Tradición y religión, finalmente. El círculo se cerró definitivamente y toda posibilidad de religión política, alternativa o complementaria, fuera de la católica se desvaneció para siempre. La religión católica fue descarada, aunque en una forma extrema de “politización de la religión” [21] .

Epílogo

Cuando en 1942 se hizo pública la esencia de la batalla, se trataba de una época en la que en el continente europeo dominaban regímenes con una dimensión político-religiosa fascista. Cuando éstos desaparecieron tres años después, tampoco hubo posibilidad de revertir un proceso que llevaba tiempo cerrado. Toda posibilidad de una religión política fascista había desaparecido. Esto no significa, por supuesto, que los falangistas españoles vayan a desaparecer juntos. La totalidad de su práctica continuó sirviendo al régimen desde posiciones más o menos críticas. La misma falange asumió su oscuridad como el paso nuevo y definitivo en su proceso de catolización (Thomas 2001, 353-360; Saz 2003, 367 ss.). Años más tarde, entre 1948 y 1953, una nueva primavera falangista parecía a punto de estallar de nuevo. Pero aún no podían soñar sin la posibilidad de reorganizar los elementos y mecanismos de una religión política. Así pues, la batalla política y cultural que estalló no puede ir mucho más allá de reafirmar el pensamiento supuestamente revolucionario de José Antonio Primo de Rivera o lo que había tomado la “tercera vía” en el fascismo. Incluso intentaron reconectarse con aquellos aspectos de la cultura secular y laica española que habían estado presentes en los orígenes culturales del fascismo español (Noventayocho y Ortega, especialmente). Eran los restos de una religión política descarrilada. Pero de una religión política que realmente existió y que por un momento soñó con tocar el cielo fascista.


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Notas

1 . La obra de referencia fundamental sobre el nacionalcatolicismo sigue siendo: Botti 2008. Entre la abundante bibliografía sobre la cultura política fascista en España, se puede encontrar la obra colectiva: Carnicer 2013. Un tratamiento conjunto de ambas durante el franquismo en: Saz 2003.

2 . Ledesma, Ramiro. 1930. “El concepto católico de la vida”. La Gaceta Literaria 15 de septiembre .

3 . Ésta fue la línea argumental de los hombres de Acción Española. Véase, por ejemplo: Pemán 1939, II, 212 y Vegas Latapie, Eugenio. 1936. “Romanticismo y democracia”. Acción española 87.

4 . 1936. “Sermón sobre la nueva tarea. Mensaje a los intelectuales católicos”. Jerarquía 1: 33-51. 1937. “Meditación apasionada sobre el estilo falangista”. Jerarquía 2: 164-170. 1937. “La raíz y el sentimiento de las organizaciones católicas”. Arriba España 31 de enero de 1937. “El Católico”. Arriba España 7 de febrero, 7 de marzo y 21 de marzo de 1939. “Nacimiento y destino de tres generaciones. La generación de preguerra: Herrera”. Próximamente España 11 de julio.

5 . 1938. “Nación, unidad e imperio”. En Curso de Orientaciones Nacionales : 309-319.

6 . 1939. “Oportunidad pastoral”. Próximo 30 de junio.

7 . 1939. “Sentimiento misionero desde España”. A partir del 22 de octubre.

8 . 1939. “R.”, “Redención y Resurrección”. Hasta el 24 de marzo.

9 . Véase lo que Gentile señala respecto de la estrategia sincrética del régimen fascista dirigida a asociar el catolicismo con su proyecto totalitario: Gentile 1993, 136-137.

10 . En el mismo sentido, Ridruejo, Dionisio. 1941. “Ser revolucionarios”. Hasta el 27 de abril.

11 . Ridruejo, Dionisio. 1949. “La patria como síntesis”. Hacia el 29 de octubre. En el mismo sentido, Lissarrague, Salvador. 1949. “El nacional y el falangista”. Hasta el 26 de noviembre.

12 . 1940. “La serpiente y la lima”. Hasta el 18 de febrero.

13 . 1939. “A luchar.”, hacia el 4 de noviembre.

14 . Maravall, José Antonio. 1940. “La Falange en el Estado”. Hasta el 14 de noviembre.

15 . Me río. “La Patria.”, cit.

16 . 1942, “Mimetismo y heterodoxismo”. Hasta el 18 de enero.

17 . de Urrutia, Federico. 1941. “El cristianismo, el Imperio y la falange”. Hasta el 3, 7, 12, 16, 21 y 30 de agosto. Véase también: Saz 2003, 316-317.

18 . 1942. “La fe y la unidad de la patria”. Hasta el 7 de abril.

19 . 1942. “Cruzada”, Hacia Arriba 20 de Febrero.

21  20 . 1942. “El Caudillo. “Doctrina del Caudillaje.” Del 4 al 8 de febrero.

21 . Para la distinción entre religión política y política de la religión: Gentile 2001, XIV-XV, 210-218; Moro, 2005.Dosier


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