Patronos, clientela y patrocinios. La tipología
iconográfica de la Virgen de la Misericordia y del patrocinio de san José en la
Nueva España
El término Virgen
de Misericordia se refiere a una imagen de María que con gesto
caritativo y misericordioso acoge bajo su manto a un grupo de figuras
suplicantes que imploran a la Reina de los Cielos la salvación eterna.
Una de las representaciones más populares en el arte
novohispano fue la que mostraba a la Virgen o a los santos protegiendo bajo su
manto a comunidades y autoridades, con base en el esquema clientelar y
corporativo propio del Antiguo Régimen. El mayor número de ejemplos de tal
modelo iconográfico pertenece al siglo XVIII y presenta a las diversas órdenes
religiosas y a otras corporaciones como las receptoras principales de los
beneficios celestiales. La difusión de dicho modelo fue una de las respuestas
que promovieron las organizaciones religiosas para enfrentar las políticas
borbónicas que limitaban sus antiguos privilegios. Con estos y otros discursos
visuales, frailes y monjas mostraban que su presencia era fundamental para toda
sociedad que se llamara católica.
Porque es
María Santísima tan soberana princesa que corresponde liberal al menor agasajo
con el más crecido beneficio; lábrale casa de oro sus esclavos, sus cofrades,
santificada con la presencia de su preciosísimo Hijo: la salvación de esta
casa.
Fray
Joseph del Valle1
Desde
el siglo III la Virgen María ha sido objeto de súplicas por parte de los
fieles; en una de las primeras oraciones en copto dirigida a ella, y conservada
en un papiro de la Biblioteca John Rylands de Mánchester, así se la invoca:
"Bajo tu amparo nos acogemos, santa madre de Dios, no deseches las
súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien líbranos de todo
peligro ¡Oh siempre Virgen gloriosa y bendita!"2 Aunque dicha
oración se tradujo a diferentes lenguas y las iglesias cristianas la utilizaron
desde el siglo IV, no fue sino hasta el siglo XIII que su amparo se plasmó en
un modelo iconográfico que la mostraba protegiendo bajo un gran manto a sus
"hijos", quienes arrodillados y con miradas suplicantes esperaban su
auxilio. Dicho modelo respondía a una advocación de la Virgen conocida como
la Madonna
della Misericordia, y
una de sus primeras representaciones fue la que realizó Duccio di Buonisegna
para los franciscanos en 1280. Dicha imagen partió, como lo señala Manuel
Trens, de una narración del cisterciense Cesario de Heisterback sobre una
visión que tuvo un monje de su orden en la cual la "Reina del Cielo",
para mostrarle el amor que tenía a su orden, abrió el manto que la cubría,
"que era de una anchura prodigiosa", y le mostró que bajo él había
una multitud "de monjes, conversos y monjas cistercienses".3
La
imagen inspirada por el relato tuvo una gran difusión en Europa a partir de
1330; franciscanos y mercedarios hicieron suyo ese relato a lo largo del siglo
XIV, y durante el XV y el XVI carmelitas y dominicos lo utilizaron con sus
respectivas imágenes, la Virgen del Carmen y la del Rosario. El tema tuvo una
gran difusión y se representó en retablos, pinturas y tallas de madera en
Italia, Alemania y en la Península Ibérica donde, a mediados del siglo XVII,
Zurbarán pintaría para los cartujos uno de sus más tardíos ejemplos. Aunque no
desapareció por completo (nos quedan esbozos del siglo XVIII de la Madonna della
Misericordia firmados
por Carlo Marata y por Giovanni Battista Tiépolo), su iconografía fue
desplazada por el tema de la Nave de la Iglesia la cual, abatida por las olas
de un mar embravecido plagado de herejes y demonios, llevaba a los fieles que
se acogían a ella al puerto seguro de la salvación.
Mientras
la iconografía del manto protector tendió a desaparecer en Europa desde
mediados del XVII, en América recibió un gran impulso y comenzó a tomar el
nombre de una advocación española: la de la Virgen del Patrocinio. Desde 1656
el papa Alejandro VII instituyó, a instancias de la Corona española, una fiesta
especial dedicada al Patrocinio de Nuestra Señora el tercer domingo de
noviembre y, a partir de entonces, Felipe IV le dedicó una capilla en el
palacio-monasterio del Escorial.4 Sin embargo,
dicha imagen no presentaba el manto propio de los "patrocinios"
tradicionales y, aunque fue nulo su efecto en las representaciones de la Virgen
protegiendo bajo su manto a diversas comunidades, le dio un nuevo nombre a
dichas imágenes que proliferaron en América y en especial en la Nueva España.5
A
diferencia de Europa, con el nombre de "patrocinios" se representó en
este territorio no sólo a la Virgen sino también a otros santos; aunque han
quedado pocos ejemplos del modelo provenientes del siglo XVI, su número aumentó
al paso del tiempo hasta llegar a un extraordinario auge en el XVIII. Como
señala el epígrafe sacado de la descripción de los festejos de dedicación de la
capilla del Rosario de Puebla en 1690, los "esclavos" de la Señora,
protegidos bajo su manto, obtenían de tan "liberal" patrona
"crecidos beneficios" con el "menor agasajo".6 Con base en
dicho modelo se representó a autoridades, corporaciones y familias, y se creó
uno de los más ricos documentos sobre la sociedad del virreinato y sobre la
percepción que ésta tenía de sí misma. Para enmarcar el ámbito de elaboración
de dichas imágenes debo partir precisamente de tales premisas que estaban en la
base de las sociedades preindustriales de Occidente.
Familias, estamentos y autoridades
El
primer elemento de diferenciación social, sancionado por las leyes civiles y
religiosas, era el estamental, cuya estructura simbólica estaba basada en el
esquema familiar patriarcal. Con un Dios Padre a la cabeza, el papa se adjudicó
el apelativo de "Santo Padre" y la Iglesia sería denominada en
adelante "la Santa Madre". La humanidad se convertía así en un grupo
de hermanos de Cristo, pero al mismo tiempo en un rebaño de borregos obedientes
a su pastor y de niños necesitados de guía y castigo bajo las órdenes de su
Padre. La profesión de las monjas, esposas de Cristo, la paternidad del clero
sobre los laicos, llamar a la cabeza de un convento padre prior o madre
superiora y a sus miembros hermanos y hermanas y el denominar hermandades a las
cofradías, serán otros tantos temas en los que se utilizaba el parentesco como
símbolo de unidad y sujeción. La presencia de la Virgen respondía también a esa
lógica "familiar" y muy pronto la Iglesia comenzará a asociarse con
ella como madre, pero también como la esposa de Cristo. La argamasa que
permitía el funcionamiento de esa gran familia era la caridad, con cuyo
ejercicio cotidiano se eliminaría todo abuso, aunque de sus
"beneficios" estaban excluidos aquellos que pertenecían a la
"estirpe" de Satán: herejes, brujas, homosexuales, musulmanes y
judíos.7
El
tema del amor fraterno estaba también en la concepción de la sociedad cristiana,
la cual desde el siglo X se consideraba formada por tres "órdenes"
instituidas por Dios: clérigos (oratores), nobles (bellatores) y
campesinos (laboratores). Los primeros,
creadores del esquema, se adjudicaron la paternidad sobre los otros dos (a los
sacerdotes se les llamaba "padres"), aunque a menudo esta primacía
les era disputada por los nobles. El término "orden" se definía a
partir de los privilegios, con lo cual los trabajadores agrícolas y los pobres
urbanos fueron asimilados a la plebe del antiguo sistema romano. Por la riqueza
que acumulaban y los servicios prestados a la incipiente monarquía, mercaderes
y funcionarios buscaron diferenciarse de los plebeyos y conseguir el favor del
rey, comprando tierras, ingresando a sus hijos en los sectores eclesiásticos y
estableciendo vínculos matrimoniales con la nobleza.
De
los dos estamentos privilegiados el clero era el más claramente definido, por
su fuero de intocabilidad y por contar con tribunales especiales para juzgar a
sus miembros. Las diversas instituciones en las que participaban los clérigos
eran además vías para el ascenso social, pues a ellas pertenecían individuos de
todos los sectores. Para marcar su diferencia con el resto de los mortales, los
clérigos ostentaban su celibato como signo de superioridad.
El
otro estamento privilegiado era la nobleza y a ella se accedía por herencia (se
nacía noble) o por una concesión del rey para premiar hazañas militares y
servicios a la Corona. Los nobles poseían el título de don y un apellido que
definía su linaje; eran los únicos que podían portar armas y montar a caballo,
de ahí su denominación de caballeros. Sin embargo, en la nobleza había una
distinción que derivaba del patrimonio asociado al linaje; por ello los
hidalgos pobres se diferenciaban de los marqueses, los condes y los duques,
títulos otorgados por el rey y avalados por extensas posesiones (patrimonio) y
por la memoria de pertenecer a un linaje "ilustre". A pesar de esas
diferencias todos los nobles tenían algunos privilegios comunes: no podían ser
hechos prisioneros por deudas ni tampoco ser castigados en público.
Desde
el siglo XII, las monarquías emergentes comenzaron a insertarse en dicho
esquema estamental y familiar en su intento por sujetar a los municipios
urbanos, a la nobleza y a los obispos. El incipiente Estado protegió a los
estamentos privilegiados con leyes especiales, fueros y exenciones tributarias,
les permitió participar en los órganos de representación "ciudadana"
(las cortes en la Península Ibérica) y, a veces, les concedió juzgados propios,
como sucedió con los eclesiásticos. Asimismo, los integró dentro de sus
aparatos de poder y delegó en ellos funciones de su autoridad. Por la presencia
de obispos entre estos cuadros y para agilizar la labor evangelizadora que
España realizaba en América, el papado había hecho varias concesiones a sus
reyes con el llamado Regio Patronato indiano, entre las que estaba la
posibilidad de nombrar a los obispos de Indias y de autorizar la fundación de
templos y conventos.
Con
la formación de los grandes conglomerados imperiales entre los siglos XV y XVI,
fue necesario ampliar el número de funcionarios y delegar en nobles y clérigos
muchas de las funciones de gobierno. En el imperio español, que dominaba
extensos territorios a ambos lados del Atlántico, el rey constituía un símbolo
de unidad, pero el gobierno lo ejercían virreyes, oidores, gobernadores y
obispos, quienes eran sometidos a diferentes controles por parte del rey, de
sus consejeros y de los límites impuestos por una visión jurídico-teológica del
mundo.
Ese
sistema jerárquico tenía a Dios a la cabeza y las autoridades terrenales lo
representaban de modo que todos los habitantes de un reino eran considerados
vasallos de un monarca y ovejas de un rebaño cuyo pastor era el Sumo Pontífice.
Esta sociedad cristiana formaba la Iglesia militante que luchaba en la tierra
contra las fuerzas infernales y que recibía la ayuda constante de la Iglesia
triunfante, formada por ángeles y santos que habitaban en los cielos, y que
podía comunicar sus beneficios espirituales a la Iglesia purgante que penaba en
el purgatorio sus culpas en espera de la gloria.
En
los cuadros de patrocinio la autoridad estaba representada en esa "Iglesia
del cielo", con la Trinidad y la Virgen ostentando los atributos del
poder: coronas y cetros. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII
comenzaron también a aparecer bajo los mantos protectores el rey y el papa, los
gobernadores y los obispos, encabezando a los fieles (casi siempre nobles) y a
los clérigos de la Iglesia militante. En dichos cuadros, un elemento
fundamental de diferenciación estamental era el vestido. Los clérigos portaban
un traje especial y cada orden religiosa se distinguía por el color del hábito
usado por sus miembros. Además, la tonsura, un corte de cabello en la
coronilla, los diferenciaba de los laicos. Los nobles se distinguían de los
plebeyos por el uso de determinados atuendos (vistosas casacas, espadas
"de vestir", entre otros) y numerosas leyes, sobre todo en América,
exigían el respeto a estas convenciones y prohibían que mestizos e indios
"del común" vistieran como los españoles.
El sistema clientelar, el corporativismo
y las representaciones de "sumisión"
El
tema del patronazgo, central en las representaciones que estamos estudiando,
remite a una antigua tradición romana que pervivió a lo largo de la Edad Media
y que modeló las relaciones sociales durante casi dos mil años. Como lo ha
mostrado Antonio Feros en un artículo seminal sobre el clientelismo, tanto los
vínculos de los cortesanos con el rey, como aquellos que establecían los nobles
con sus allegados de menor rango, estaban marcados por esas relaciones de
dependencia y colaboración. El esquema clientelar se extendía hasta el cielo,
pues los santos eran vistos como patronos de sus fieles, y desde ahí descendía
a la corte, donde el monarca era comparado con Dios, pues protegía y preservaba
a sus funcionarios, considerados "criaturas" y "hechuras"
suyas.8 Sin embargo,
la gran distancia que separaba al soberano terrenal del celestial debía
remarcarse con signos externos. Ante el rey, el súbdito ponía sólo una rodilla
en el piso, pero ante Dios, presente en la Eucaristía, o ante la Virgen Reina,
arrodillarse con ambas constituía el mayor signo de sumisión.
Los
vínculos clientelares constituían también mecanismos de diferenciación social,
sobre todo si tenemos en cuenta la rigidez jerárquica que consideraba plebe a
la mayor parte de la población. En la sociedad novohispana, donde las
diferencias étnicas eran muy marcadas, funcionaba este criterio y entre los
indígenas los había nobles y macehuales. A pesar de la distancia existente
entre la nobleza y el vulgo, el ascenso social era posible por medio de los
vínculos clientelares, los méritos obtenidos por servicios a la Corona, el
estudio en centros universitarios, la dedicación al comercio o a las
profesiones "liberales", o el ingreso a una institución eclesiástica.
Aunque
la plebe no tenía por sí misma ningún privilegio estamental, podía ejercer sus
derechos, cumplir obligaciones y dirimir disputas ante el monarca dentro del
otro sistema que organizaba la sociedad que era el corporativismo. Las corporaciones
eran, además, el medio para recibir asistencia social e incluso obtener ascenso
personal, poseían un esquema jurídico (sus estatutos), tenían mecanismos de
elección de sus autoridades y sus propios visitadores, es decir, instrumentos
de autorregulación.
Al
igual que los estamentos, las corporaciones poseían signos externos, lugares y
espacios donde actuaban y una serie de aparatos de representación: vestuarios
propios para las fiestas, santos patronos, estandartes y escudos de armas. Sus
ámbitos eran centros de convivencia, pero también espacios forjadores de
sociabilidad y civilidad, gracias a que el manejable número de sus miembros les
permitía interactuar entre sí en proyectos comunes y con otras instancias.
Las
corporaciones mejor organizadas eran las provincias religiosas las cuales, con
su maquinaria propagandística, buscaban conseguir apoyos económicos, influencia
política, vocaciones y la admiratio de los
miembros de las otras órdenes y de la sociedad. Para conseguir dichos objetivos
las instituciones religiosas marcaban su presencia urbana por dos medios: los
magníficos templos y conventos, espacios que daban sus nombres a los barrios; y
la fiesta que, con sus misas y procesiones, constituía el medio más idóneo para
"teatralizar" y "sacralizar" la jerarquización social.
También servía como propaganda de esas corporaciones la exaltación de los
logros de sus miembros destacados por medio de crónicas, de retratos y de las
aquí estudiadas imágenes de patrocinio. Con todo ello, además del prestigio
hacia afuera, se buscaba la cohesión e identidad hacia el interior, por lo que
eran parte central de la educación de los jóvenes frailes que ingresaban en
ellas. Por otro lado, la necesidad de guardar su memoria colectiva para ser
transmitida oral o visualmente a las nuevas generaciones, propició la creación
de galerías de retratos y de archivos.9 Estos últimos
eran fundamentales para las provincias pues una buena parte de sus privilegios
podía ser defendida gracias a esa memoria documental resguardada en ellos.10
Frente
a la verticalidad del sistema clientelar, el corporativismo se definía por su
horizontalidad y ambos sentidos se utilizaron para representar a la sociedad y
su relación con el cielo. La iconografía que mostraba con mayor eficacia dicho
esquema fue sin duda la de los patrocinios. La representación de la Virgen de
la Misericordia llegó a América con los misioneros, quienes la adaptaron y
propusieron también a sus santos como portadores de los mantos protectores.
Esas primeras representaciones del patrocinio aparecidas en la Nueva España
desde la segunda mitad del siglo XVI, fueron producto de una época de profundos
cambios, tanto en los imperios hispánico y lusitano como en sus posesiones
transatlánticas.
Los
patrocinios novohispanos en los siglos XVI y XVII
Mientras en Europa la presencia
de la reforma protestante impulsaba el movimiento católico de la Contrarreforma
y el rey Felipe II se enfrentaba a una crisis financiera y a guerras continuas,
la Nueva España era asolada por devastadoras epidemias que se abatían sobre las
comunidades indígenas. Con todo, la apertura de las rutas comerciales del
Pacífico, la expansión y consolidación de las haciendas y los descubrimientos
de ricas vetas de plata en el norte generaban enormes fortunas. Esto benefició
a las nuevas instituciones como el tribunal del Santo Oficio, la Compañía de
Jesús, las provincias religiosas de carmelitas, mercedarios y dieguinos, los
monasterios femeninos, la universidad y una enorme gama de cofradías y
hermandades, todos ellos apoyados por los obispos y sus cabildos catedralicios.
Frente a estas nuevas
corporaciones eclesiásticas, que abrían las ciudades a la recepción de las
políticas culturales propuestas por la Contrarreforma, las viejas órdenes
mendicantes evangelizadoras luchaban por conservar los privilegios obtenidos al
haber sido las primeras en llegar a la Nueva España, se adaptaban a las
condiciones impuestas por el cambio y enfrentaban a los obispos que pretendían
obtener el control de las doctrinas indígenas. Para hacer patente su presencia
como cuerpos sociales y para enfrentar las pretensiones de los obispos, estas
órdenes misioneras se hicieron visibles por medio de la impresión de sus
sermones y crónicas, de sus templos y conventos, de sus escudos y árboles
genealógicos, de su participación en las fiestas y procesiones y de su
santoral. Desde su llegada a América en el siglo XVI, franciscanos, dominicos y
agustinos impusieron su presencia al poner a los pueblos indígenas bajo la
protección de sus santos, cuyos nombres marcaron la toponimia del continente.
Lo mismo hacían los cabildos de las ciudades de españoles que juraban como sus
patronos a los mendicantes canonizados, los invocaban contra las catástrofes y
epidemias y ponían sus gremios y cofradías bajo su amparo.11
A partir de la metáfora de
Jerusalén, las ciudades novohispanas organizaron su espacio social como una
representación del cielo. Ángeles y santos se convirtieron en los principales
instrumentos en la conformación de las identidades sociales, tanto por parte de
los ayuntamientos como del resto de las corporaciones (gremios, cofradías,
provincias religiosas, universidad, consulado, entre otros). En la dedicación
de los templos y en las fiestas del año litúrgico, fungieron como instrumentos
fundamentales de sus aparatos de representación y se constituyeron en símbolos
que cohesionaron a los miembros de las distintas instancias que conformaban en
entramado social urbano.

El término Virgen
de Misericordia se refiere a una imagen de María que con gesto
caritativo y misericordioso acoge bajo su manto a un grupo de figuras
suplicantes que imploran a la Reina de los Cielos la salvación eterna.
Una de las representaciones más populares en el arte
novohispano fue la que mostraba a la Virgen o a los santos protegiendo bajo su
manto a comunidades y autoridades, con base en el esquema clientelar y
corporativo propio del Antiguo Régimen. El mayor número de ejemplos de tal
modelo iconográfico pertenece al siglo XVIII y presenta a las diversas órdenes
religiosas y a otras corporaciones como las receptoras principales de los
beneficios celestiales. La difusión de dicho modelo fue una de las respuestas
que promovieron las organizaciones religiosas para enfrentar las políticas
borbónicas que limitaban sus antiguos privilegios. Con estos y otros discursos
visuales, frailes y monjas mostraban que su presencia era fundamental para toda
sociedad que se llamara católica.
Porque es
María Santísima tan soberana princesa que corresponde liberal al menor agasajo
con el más crecido beneficio; lábrale casa de oro sus esclavos, sus cofrades,
santificada con la presencia de su preciosísimo Hijo: la salvación de esta
casa.
Fray
Joseph del Valle1
Desde
el siglo III la Virgen María ha sido objeto de súplicas por parte de los
fieles; en una de las primeras oraciones en copto dirigida a ella, y conservada
en un papiro de la Biblioteca John Rylands de Mánchester, así se la invoca:
"Bajo tu amparo nos acogemos, santa madre de Dios, no deseches las
súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien líbranos de todo
peligro ¡Oh siempre Virgen gloriosa y bendita!"2 Aunque dicha
oración se tradujo a diferentes lenguas y las iglesias cristianas la utilizaron
desde el siglo IV, no fue sino hasta el siglo XIII que su amparo se plasmó en
un modelo iconográfico que la mostraba protegiendo bajo un gran manto a sus
"hijos", quienes arrodillados y con miradas suplicantes esperaban su
auxilio. Dicho modelo respondía a una advocación de la Virgen conocida como
la Madonna
della Misericordia, y
una de sus primeras representaciones fue la que realizó Duccio di Buonisegna
para los franciscanos en 1280. Dicha imagen partió, como lo señala Manuel
Trens, de una narración del cisterciense Cesario de Heisterback sobre una
visión que tuvo un monje de su orden en la cual la "Reina del Cielo",
para mostrarle el amor que tenía a su orden, abrió el manto que la cubría,
"que era de una anchura prodigiosa", y le mostró que bajo él había
una multitud "de monjes, conversos y monjas cistercienses".3
La
imagen inspirada por el relato tuvo una gran difusión en Europa a partir de
1330; franciscanos y mercedarios hicieron suyo ese relato a lo largo del siglo
XIV, y durante el XV y el XVI carmelitas y dominicos lo utilizaron con sus
respectivas imágenes, la Virgen del Carmen y la del Rosario. El tema tuvo una
gran difusión y se representó en retablos, pinturas y tallas de madera en
Italia, Alemania y en la Península Ibérica donde, a mediados del siglo XVII,
Zurbarán pintaría para los cartujos uno de sus más tardíos ejemplos. Aunque no
desapareció por completo (nos quedan esbozos del siglo XVIII de la Madonna della
Misericordia firmados
por Carlo Marata y por Giovanni Battista Tiépolo), su iconografía fue
desplazada por el tema de la Nave de la Iglesia la cual, abatida por las olas
de un mar embravecido plagado de herejes y demonios, llevaba a los fieles que
se acogían a ella al puerto seguro de la salvación.
Mientras
la iconografía del manto protector tendió a desaparecer en Europa desde
mediados del XVII, en América recibió un gran impulso y comenzó a tomar el
nombre de una advocación española: la de la Virgen del Patrocinio. Desde 1656
el papa Alejandro VII instituyó, a instancias de la Corona española, una fiesta
especial dedicada al Patrocinio de Nuestra Señora el tercer domingo de
noviembre y, a partir de entonces, Felipe IV le dedicó una capilla en el
palacio-monasterio del Escorial.4 Sin embargo,
dicha imagen no presentaba el manto propio de los "patrocinios"
tradicionales y, aunque fue nulo su efecto en las representaciones de la Virgen
protegiendo bajo su manto a diversas comunidades, le dio un nuevo nombre a
dichas imágenes que proliferaron en América y en especial en la Nueva España.5
A
diferencia de Europa, con el nombre de "patrocinios" se representó en
este territorio no sólo a la Virgen sino también a otros santos; aunque han
quedado pocos ejemplos del modelo provenientes del siglo XVI, su número aumentó
al paso del tiempo hasta llegar a un extraordinario auge en el XVIII. Como
señala el epígrafe sacado de la descripción de los festejos de dedicación de la
capilla del Rosario de Puebla en 1690, los "esclavos" de la Señora,
protegidos bajo su manto, obtenían de tan "liberal" patrona
"crecidos beneficios" con el "menor agasajo".6 Con base en
dicho modelo se representó a autoridades, corporaciones y familias, y se creó
uno de los más ricos documentos sobre la sociedad del virreinato y sobre la
percepción que ésta tenía de sí misma. Para enmarcar el ámbito de elaboración
de dichas imágenes debo partir precisamente de tales premisas que estaban en la
base de las sociedades preindustriales de Occidente.
Familias, estamentos y autoridades
El
primer elemento de diferenciación social, sancionado por las leyes civiles y
religiosas, era el estamental, cuya estructura simbólica estaba basada en el
esquema familiar patriarcal. Con un Dios Padre a la cabeza, el papa se adjudicó
el apelativo de "Santo Padre" y la Iglesia sería denominada en
adelante "la Santa Madre". La humanidad se convertía así en un grupo
de hermanos de Cristo, pero al mismo tiempo en un rebaño de borregos obedientes
a su pastor y de niños necesitados de guía y castigo bajo las órdenes de su
Padre. La profesión de las monjas, esposas de Cristo, la paternidad del clero
sobre los laicos, llamar a la cabeza de un convento padre prior o madre
superiora y a sus miembros hermanos y hermanas y el denominar hermandades a las
cofradías, serán otros tantos temas en los que se utilizaba el parentesco como
símbolo de unidad y sujeción. La presencia de la Virgen respondía también a esa
lógica "familiar" y muy pronto la Iglesia comenzará a asociarse con
ella como madre, pero también como la esposa de Cristo. La argamasa que
permitía el funcionamiento de esa gran familia era la caridad, con cuyo
ejercicio cotidiano se eliminaría todo abuso, aunque de sus
"beneficios" estaban excluidos aquellos que pertenecían a la
"estirpe" de Satán: herejes, brujas, homosexuales, musulmanes y
judíos.7
El
tema del amor fraterno estaba también en la concepción de la sociedad cristiana,
la cual desde el siglo X se consideraba formada por tres "órdenes"
instituidas por Dios: clérigos (oratores), nobles (bellatores) y
campesinos (laboratores). Los primeros,
creadores del esquema, se adjudicaron la paternidad sobre los otros dos (a los
sacerdotes se les llamaba "padres"), aunque a menudo esta primacía
les era disputada por los nobles. El término "orden" se definía a
partir de los privilegios, con lo cual los trabajadores agrícolas y los pobres
urbanos fueron asimilados a la plebe del antiguo sistema romano. Por la riqueza
que acumulaban y los servicios prestados a la incipiente monarquía, mercaderes
y funcionarios buscaron diferenciarse de los plebeyos y conseguir el favor del
rey, comprando tierras, ingresando a sus hijos en los sectores eclesiásticos y
estableciendo vínculos matrimoniales con la nobleza.
De
los dos estamentos privilegiados el clero era el más claramente definido, por
su fuero de intocabilidad y por contar con tribunales especiales para juzgar a
sus miembros. Las diversas instituciones en las que participaban los clérigos
eran además vías para el ascenso social, pues a ellas pertenecían individuos de
todos los sectores. Para marcar su diferencia con el resto de los mortales, los
clérigos ostentaban su celibato como signo de superioridad.
El
otro estamento privilegiado era la nobleza y a ella se accedía por herencia (se
nacía noble) o por una concesión del rey para premiar hazañas militares y
servicios a la Corona. Los nobles poseían el título de don y un apellido que
definía su linaje; eran los únicos que podían portar armas y montar a caballo,
de ahí su denominación de caballeros. Sin embargo, en la nobleza había una
distinción que derivaba del patrimonio asociado al linaje; por ello los
hidalgos pobres se diferenciaban de los marqueses, los condes y los duques,
títulos otorgados por el rey y avalados por extensas posesiones (patrimonio) y
por la memoria de pertenecer a un linaje "ilustre". A pesar de esas
diferencias todos los nobles tenían algunos privilegios comunes: no podían ser
hechos prisioneros por deudas ni tampoco ser castigados en público.
Desde
el siglo XII, las monarquías emergentes comenzaron a insertarse en dicho
esquema estamental y familiar en su intento por sujetar a los municipios
urbanos, a la nobleza y a los obispos. El incipiente Estado protegió a los
estamentos privilegiados con leyes especiales, fueros y exenciones tributarias,
les permitió participar en los órganos de representación "ciudadana"
(las cortes en la Península Ibérica) y, a veces, les concedió juzgados propios,
como sucedió con los eclesiásticos. Asimismo, los integró dentro de sus
aparatos de poder y delegó en ellos funciones de su autoridad. Por la presencia
de obispos entre estos cuadros y para agilizar la labor evangelizadora que
España realizaba en América, el papado había hecho varias concesiones a sus
reyes con el llamado Regio Patronato indiano, entre las que estaba la
posibilidad de nombrar a los obispos de Indias y de autorizar la fundación de
templos y conventos.
Con
la formación de los grandes conglomerados imperiales entre los siglos XV y XVI,
fue necesario ampliar el número de funcionarios y delegar en nobles y clérigos
muchas de las funciones de gobierno. En el imperio español, que dominaba
extensos territorios a ambos lados del Atlántico, el rey constituía un símbolo
de unidad, pero el gobierno lo ejercían virreyes, oidores, gobernadores y
obispos, quienes eran sometidos a diferentes controles por parte del rey, de
sus consejeros y de los límites impuestos por una visión jurídico-teológica del
mundo.
Ese
sistema jerárquico tenía a Dios a la cabeza y las autoridades terrenales lo
representaban de modo que todos los habitantes de un reino eran considerados
vasallos de un monarca y ovejas de un rebaño cuyo pastor era el Sumo Pontífice.
Esta sociedad cristiana formaba la Iglesia militante que luchaba en la tierra
contra las fuerzas infernales y que recibía la ayuda constante de la Iglesia
triunfante, formada por ángeles y santos que habitaban en los cielos, y que
podía comunicar sus beneficios espirituales a la Iglesia purgante que penaba en
el purgatorio sus culpas en espera de la gloria.
En
los cuadros de patrocinio la autoridad estaba representada en esa "Iglesia
del cielo", con la Trinidad y la Virgen ostentando los atributos del
poder: coronas y cetros. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII
comenzaron también a aparecer bajo los mantos protectores el rey y el papa, los
gobernadores y los obispos, encabezando a los fieles (casi siempre nobles) y a
los clérigos de la Iglesia militante. En dichos cuadros, un elemento
fundamental de diferenciación estamental era el vestido. Los clérigos portaban
un traje especial y cada orden religiosa se distinguía por el color del hábito
usado por sus miembros. Además, la tonsura, un corte de cabello en la
coronilla, los diferenciaba de los laicos. Los nobles se distinguían de los
plebeyos por el uso de determinados atuendos (vistosas casacas, espadas
"de vestir", entre otros) y numerosas leyes, sobre todo en América,
exigían el respeto a estas convenciones y prohibían que mestizos e indios
"del común" vistieran como los españoles.
El sistema clientelar, el corporativismo
y las representaciones de "sumisión"
El
tema del patronazgo, central en las representaciones que estamos estudiando,
remite a una antigua tradición romana que pervivió a lo largo de la Edad Media
y que modeló las relaciones sociales durante casi dos mil años. Como lo ha
mostrado Antonio Feros en un artículo seminal sobre el clientelismo, tanto los
vínculos de los cortesanos con el rey, como aquellos que establecían los nobles
con sus allegados de menor rango, estaban marcados por esas relaciones de
dependencia y colaboración. El esquema clientelar se extendía hasta el cielo,
pues los santos eran vistos como patronos de sus fieles, y desde ahí descendía
a la corte, donde el monarca era comparado con Dios, pues protegía y preservaba
a sus funcionarios, considerados "criaturas" y "hechuras"
suyas.8 Sin embargo,
la gran distancia que separaba al soberano terrenal del celestial debía
remarcarse con signos externos. Ante el rey, el súbdito ponía sólo una rodilla
en el piso, pero ante Dios, presente en la Eucaristía, o ante la Virgen Reina,
arrodillarse con ambas constituía el mayor signo de sumisión.
Los
vínculos clientelares constituían también mecanismos de diferenciación social,
sobre todo si tenemos en cuenta la rigidez jerárquica que consideraba plebe a
la mayor parte de la población. En la sociedad novohispana, donde las
diferencias étnicas eran muy marcadas, funcionaba este criterio y entre los
indígenas los había nobles y macehuales. A pesar de la distancia existente
entre la nobleza y el vulgo, el ascenso social era posible por medio de los
vínculos clientelares, los méritos obtenidos por servicios a la Corona, el
estudio en centros universitarios, la dedicación al comercio o a las
profesiones "liberales", o el ingreso a una institución eclesiástica.
Aunque
la plebe no tenía por sí misma ningún privilegio estamental, podía ejercer sus
derechos, cumplir obligaciones y dirimir disputas ante el monarca dentro del
otro sistema que organizaba la sociedad que era el corporativismo. Las corporaciones
eran, además, el medio para recibir asistencia social e incluso obtener ascenso
personal, poseían un esquema jurídico (sus estatutos), tenían mecanismos de
elección de sus autoridades y sus propios visitadores, es decir, instrumentos
de autorregulación.
Al
igual que los estamentos, las corporaciones poseían signos externos, lugares y
espacios donde actuaban y una serie de aparatos de representación: vestuarios
propios para las fiestas, santos patronos, estandartes y escudos de armas. Sus
ámbitos eran centros de convivencia, pero también espacios forjadores de
sociabilidad y civilidad, gracias a que el manejable número de sus miembros les
permitía interactuar entre sí en proyectos comunes y con otras instancias.
Las
corporaciones mejor organizadas eran las provincias religiosas las cuales, con
su maquinaria propagandística, buscaban conseguir apoyos económicos, influencia
política, vocaciones y la admiratio de los
miembros de las otras órdenes y de la sociedad. Para conseguir dichos objetivos
las instituciones religiosas marcaban su presencia urbana por dos medios: los
magníficos templos y conventos, espacios que daban sus nombres a los barrios; y
la fiesta que, con sus misas y procesiones, constituía el medio más idóneo para
"teatralizar" y "sacralizar" la jerarquización social.
También servía como propaganda de esas corporaciones la exaltación de los
logros de sus miembros destacados por medio de crónicas, de retratos y de las
aquí estudiadas imágenes de patrocinio. Con todo ello, además del prestigio
hacia afuera, se buscaba la cohesión e identidad hacia el interior, por lo que
eran parte central de la educación de los jóvenes frailes que ingresaban en
ellas. Por otro lado, la necesidad de guardar su memoria colectiva para ser
transmitida oral o visualmente a las nuevas generaciones, propició la creación
de galerías de retratos y de archivos.9 Estos últimos
eran fundamentales para las provincias pues una buena parte de sus privilegios
podía ser defendida gracias a esa memoria documental resguardada en ellos.10
Frente
a la verticalidad del sistema clientelar, el corporativismo se definía por su
horizontalidad y ambos sentidos se utilizaron para representar a la sociedad y
su relación con el cielo. La iconografía que mostraba con mayor eficacia dicho
esquema fue sin duda la de los patrocinios. La representación de la Virgen de
la Misericordia llegó a América con los misioneros, quienes la adaptaron y
propusieron también a sus santos como portadores de los mantos protectores.
Esas primeras representaciones del patrocinio aparecidas en la Nueva España
desde la segunda mitad del siglo XVI, fueron producto de una época de profundos
cambios, tanto en los imperios hispánico y lusitano como en sus posesiones
transatlánticas.
Los
patrocinios novohispanos en los siglos XVI y XVII
Mientras en Europa la presencia
de la reforma protestante impulsaba el movimiento católico de la Contrarreforma
y el rey Felipe II se enfrentaba a una crisis financiera y a guerras continuas,
la Nueva España era asolada por devastadoras epidemias que se abatían sobre las
comunidades indígenas. Con todo, la apertura de las rutas comerciales del
Pacífico, la expansión y consolidación de las haciendas y los descubrimientos
de ricas vetas de plata en el norte generaban enormes fortunas. Esto benefició
a las nuevas instituciones como el tribunal del Santo Oficio, la Compañía de
Jesús, las provincias religiosas de carmelitas, mercedarios y dieguinos, los
monasterios femeninos, la universidad y una enorme gama de cofradías y
hermandades, todos ellos apoyados por los obispos y sus cabildos catedralicios.
Frente a estas nuevas
corporaciones eclesiásticas, que abrían las ciudades a la recepción de las
políticas culturales propuestas por la Contrarreforma, las viejas órdenes
mendicantes evangelizadoras luchaban por conservar los privilegios obtenidos al
haber sido las primeras en llegar a la Nueva España, se adaptaban a las
condiciones impuestas por el cambio y enfrentaban a los obispos que pretendían
obtener el control de las doctrinas indígenas. Para hacer patente su presencia
como cuerpos sociales y para enfrentar las pretensiones de los obispos, estas
órdenes misioneras se hicieron visibles por medio de la impresión de sus
sermones y crónicas, de sus templos y conventos, de sus escudos y árboles
genealógicos, de su participación en las fiestas y procesiones y de su
santoral. Desde su llegada a América en el siglo XVI, franciscanos, dominicos y
agustinos impusieron su presencia al poner a los pueblos indígenas bajo la
protección de sus santos, cuyos nombres marcaron la toponimia del continente.
Lo mismo hacían los cabildos de las ciudades de españoles que juraban como sus
patronos a los mendicantes canonizados, los invocaban contra las catástrofes y
epidemias y ponían sus gremios y cofradías bajo su amparo.11
A partir de la metáfora de
Jerusalén, las ciudades novohispanas organizaron su espacio social como una
representación del cielo. Ángeles y santos se convirtieron en los principales
instrumentos en la conformación de las identidades sociales, tanto por parte de
los ayuntamientos como del resto de las corporaciones (gremios, cofradías,
provincias religiosas, universidad, consulado, entre otros). En la dedicación
de los templos y en las fiestas del año litúrgico, fungieron como instrumentos
fundamentales de sus aparatos de representación y se constituyeron en símbolos
que cohesionaron a los miembros de las distintas instancias que conformaban en
entramado social urbano.
Varios ejemplos de la segunda
mitad del siglo XVI muestran a esos santos mendicantes como protectores de
comunidades monacales o de caciques indígenas. Éste es el caso de un ejemplo
franciscano en el retablo mayor del templo parroquial de Xochimilco donde san
Bernardino de Siena, el tutelar de la iglesia, se representa cobijando bajo su
manto protector a los miembros de su cofradía: hombres y mujeres de la nobleza
indígena (arrodillados y con rasgos muy occidentales) y un personaje barbado
que, al estar vestido a la española representa a ese sector (Fig. 1).
1. Anónimo, San Bernardino de Siena protege a la nobleza indígena, relieve del retablo mayor de la
iglesia de San Bernardino, alcaldía de Xochimilco, Ciudad de México. Archivo
Fotográfico "Manuel Toussaint", Instituto de Investigaciones
Estéticas, UNAM.
Lo más común, sin embargo, fue
mostrar a la comunidad religiosa bajo la capa extendida de su patrono, santo Domingo
o san Agustín. Este último está representado en dos relieves que aún adornan
las fachadas de los templos agustinos en la Ciudad de México y en Oaxaca, ambas
ya del siglo XVII. El obispo de Hipona porta en sus manos los atributos de
doctor de la Iglesia (tiara y catedral), tiene a sus pies las cabezas de tres
herejes (Manes, Pelagio y Donato) y protege bajo su manto a los miembros de su
orden arrodillados (Fig. 2). Esta
imagen ilustra la portada de un libro del insigne fray Alonso de la Veracruz
(su Phisica Speculatio), impreso en México en
1557.
2. Anónimo, San Agustín protege a su congregación, relieve de la portada del ex
templo de San Agustín en la Ciudad de México, sede de la antigua Biblioteca
Nacional. Tomado de Carlos Martínez Assad, Rescate de San Agustín (Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de
México-Dirección del Patrimonio Universitario, 2012), 8.
A principios del siglo XVII,
las nuevas órdenes llegadas a finales de la centuria anterior también emplearon
el esquema del patrocinio de sus santos como discurso para hacer patente su
presencia social. El ejemplo más interesante es un gran lienzo de autor anónimo
que representa a santa Teresa iluminada por la luz de la paloma del Espíritu
Santo volando sobre su cabeza y con el corazón traspasado por la flecha del
amor divino en el centro de su pecho, tema de una de sus visiones descrita por
ella misma y conocida como la transverberación. La santa recién canonizada en
1622 sostiene en una de sus manos una cruz y en la otra un cordero que reposa
sobre el libro de los Evangelios. Dos angelitos ayudan a sujetar los extremos
del manto que protege a los miembros de las ramas masculina y femenina de la
orden reformada por la santa de Ávila, a quienes se representa arrodillados y
con las manos juntas en señal de oración y vasallaje hacia su patrona. Desde el
cielo, una Virgen del Carmen coronada sostiene en su regazo a un niño Jesús con
el globo terráqueo. A sus lados, san Elías (el fundador mítico de la orden) y
san Juan Bautista, colocado sobre el cordero de Dios al que sirvió de
precursor, simbolizan el espíritu eremítico con que fue "fundada" la
orden en el monte Carmelo (Fig. 3).
3. Anónimo, Patrocinio de
santa Teresa sobre su orden, Museo de la Basílica de Guadalupe, alcaldía Gustavo A. Madero,
Ciudad de México. Foto del autor. D.R. © Archivo del Museo de la Basílica de
Guadalupe.
El
número de representaciones de los siglos XVI y XVII del tema del
"patrocinio" que han llegado hasta nosotros no es abundante, quizá
porque muchas obras de ese periodo se han perdido. Podemos en cambio aseverar
que, en contraste, del centenar de obras conservadas, la gran mayoría se
elaboraron a lo largo del siglo XVIII.
Las imágenes novohispanas de patrocinio
durante el conflictivo Siglo de las Luces
Mientras
que en las centurias anteriores el protagonismo de los santos fundadores
compitió con las representaciones de los patrocinios de las Vírgenes, el tema
de los mantos protectores de las advocaciones marianas más prestigiosas se
volvió lo predominante en el XVIII. En dicha centuria, un número indeterminado
de estas obras debió estar en ámbitos domésticos y tuvo fines devocionales, de
ahí su pequeño formato. Pero una cantidad considerable de las que han llegado a
nosotros (aquellas de las que nos vamos a ocupar ahora) fueron encargadas por
las corporaciones religiosas para ser colocadas en espacios de visibilidad y
tenían una clara finalidad propagandística. Por otro lado, al estar situadas en
alto y, dado su gran tamaño, obligaban al observador a levantar la vista y,
desde esa posición rebajada, lo integraban al espacio de sumisión representado
bajo el manto protector de las imágenes propias de cada orden.12
Es
muy significativo, además, que tal difusión del modelo se hiciera más evidente
en una época tan difícil para las corporaciones religiosas como lo fue la era
borbónica. Un anticlericalismo creciente las juzgaba improductivas y a menudo
se exageraban sus vicios para darle mayor énfasis a su inutilidad, más negativa
aún por el acrecentado patrimonio que poseían. Pero incluso aquellos que las
consideraban necesarias las criticaban porque habían perdido su carisma
original y postulaban ineludible su reforma para restituir en sus miembros los
ideales de pobreza, estudio y oración con los que habían sido fundadas.13
Anticlericalismo
y reformismo se vieron acentuados en América a causa de la cuestionada
presencia de algunas de las órdenes en la administración parroquial de muchas
comunidades indígenas y por las luchas de alternativa que enfrentaron a
criollos y peninsulares. Por ello, desde la subida al trono de la casa
borbónica se implantó una serie de reformas las cuales comenzaron a limitar los
privilegios de los religiosos en Indias con miras a reforzar al clero secular y
al episcopado. Éste no sólo tendió a ejercer mayores controles sobre los
regulares, sino que consiguió también secularizar a la mayor parte de las
doctrinas de indios que los religiosos administraban. Pero incluso las órdenes
que no tenían injerencia con los naturales, como mercedarios y carmelitas, se
vieron afectadas por la presencia de visitadores reformadores peninsulares que
pretendían regresar a sus institutos a la observancia rigurosa de sus reglas,
por considerar que la abundancia de elementos criollos en las provincias
americanas había debilitado el espíritu original con el que fueron fundadas las
misiones en el continente.
Conforme
las reformas borbónicas se radicalizaban, sobre todo después de que la
secularización general de las doctrinas fue irreversible y que se consumó la
expulsión y extinción de la Compañía de Jesús, frente a esas políticas y en
abierta confrontación con los obispos, las órdenes religiosas impulsaron su
presencia en las ciudades novohispanas a partir de la exposición de sus santos
emblemáticos en fiestas, sermones, impresos hagiográficos e imágenes. Este
santoral servía para mostrar su carácter de elegidos de Dios, y exaltaba a sus
miembros como seguidores de una espiritualidad modélica, detentadores de una
sabiduría teológica y mística sublime y necesarios para toda sociedad que se
llamara católica.
A
mediados del siglo XVIII funcionaban en los territorios de la Nueva España y
Guatemala, además de 63 monasterios femeninos, cinco órdenes mendicantes
distribuidas en 17 provincias, cuatro colegios franciscanos de Propaganda Fide, tres
congregaciones de frailes hospitalarios y la Compañía de Jesús, cuya única
provincia ejercía su ministerio en 113 misiones y 26 colegios. Junto con ellas,
en 11 catedrales funcionaban cabildos eclesiásticos, cuyas
"dignidades" y canónigos se hacían cargo de las funciones litúrgicas
y de la administración de los diezmos. La mayor parte de estas instituciones
utilizaron el corporativismo y el clientelismo como argumentos para acreditar
su importancia social, y desplegaron las representaciones de sus comunidades
bajo los mantos protectores del patrocinio de la Virgen o de san José.
Estas
imágenes, fundamentales para afianzar a las corporaciones religiosas,
estuvieron colocadas, y en ocasiones aún lo siguen estando, en espacios que son
para nosotros un importante referente de su funcionalidad. A menudo muchas de
ellas están o estuvieron dentro de los templos, muy posiblemente entre las
órdenes religiosas fue lo más común. Otras veces estaban en las sacristías
catedralicias o al interior de los edificios conventuales, por lo que
funcionaban no sólo como instrumentos para manifestar la presencia de la
institución hacia afuera, constituían también elementos de identidad hacia el
interior de la corporación. Además, era común que estos cuadros formaran parte
de conjuntos simbólicos, es decir, que dialogaran con otras obras que estaban
en el mismo espacio y que complementaban sus sentidos discursivos.14
Los
patrocinios de las órdenes religiosas o la defensa de una causa perdida
En el siglo XVIII novohispano
casi todas las órdenes religiosas (a excepción de los agustinos y los
hospitalarios) multiplicaron en obras de gran formato la representación de sus
respectivos institutos bajo los mantos extendidos de las Vírgenes del Carmen,
del Rosario, de la Merced, de la Inmaculada Concepción o de la Virgen de
Guadalupe. Fue también notable cómo la extendidísima devoción al patriarca san
José tomó a veces la forma del patrocinio protector de los jesuítas. Más
escasos, pero aún presentes en el siglo XVIII, tenemos ejemplos de santos, como
Francisco o Jerónimo, representados cubriendo bajo su manto a los miembros de
sus respectivas órdenes.
Uno de los esquemas que tuvo
mayor popularidad entre ellas fue el que mostraba a la Virgen "titular"
de cada instituto cuyo extendido manto fungía como elemento de separación entre
los espacios celestial y terreno. Arriba, los seres de la Iglesia triunfante
cercanos a la Virgen y a la Santísima Trinidad (ángeles, santos y en especial
la "parentela de María") aparecían rodeados de nubes y de luz,
portando sus atributos simbólicos y en posiciones exaltadas. Abajo, en
contraste, el ámbito de los receptores de tales beneficios, los miembros de las
órdenes y sus allegados, se representaban en colores menos intensos, de
rodillas y con actitudes de sumisión. Sin embargo, también era frecuente
mostrar a los santos entre sus correligionarios y encabezando con la misma
actitud orante al común de los mortales. Así aparecían los fundadores de las
órdenes, y era claro el mensaje de que la protección celestial de dichos santos
se reforzaba por su presencia en la tierra.
La mayor parte de los ejemplos
de este género sólo muestra a los miembros de las órdenes religiosas, pero hay
uno excepcional en el cual, además de estar presente este sentido corporativo y
clientelar, se manifiesta claramente la dimensión estamental de la sociedad al
incluir en él a los laicos. El lienzo, que se encuentra en el templo de los
mercedarios de la villa de Atlixco, cerca de la ciudad de Puebla, tiene como su
centro a la Virgen de la Merced, "madre de todos", y se encargó para
agradecerle su "protección" a raíz de la gran epidemia de 1762. Su
autor, el pintor mulato José Joaquín Magón, puso en el centro del cuadro a
María, quien porta el escapulario de la orden mercedaria y un gran manto
sostenido por su parentela: el esposo san José, sus padres san Joaquín y santa
Ana y su "sobrino" san Juan Bautista. Los flanquean los arcángeles
antipestíferos Miguel y Rafael. Desde el cielo y a los lados de la Santísima
Trinidad observan la escena cuatro santos sanadores popularizados por los
jesuitas: san Cayetano, santa Rosalía de Palermo, san Juan Nepomuceno y santa
Gertrudis.15
La novedad, sin embargo, se
encuentra bajo el manto, donde a los lados de la Virgen se muestran los
diversos sectores sociales. A la derecha de la patrona, los mercedarios van
encabezados por su fundador Pedro Nolasco, a quien acompañan dos niños cautivos
en representación de los redimidos por una orden que se enorgullecía de dicho
carisma. Del otro lado, algunos clérigos y un grupo de hombres y mujeres españolas,
ataviadas como nobles, muestran su agradecimiento y devoción de rodillas,
mientras uno de ellos, de pie, señala a una familia de la nobleza indígena que
ha sido librada de la peste. Lo que hace excepcional al cuadro de Magón y lo
diferencia del resto de los de su género, son las figuras de los beneficiados
que aparecen de pie en un segundo plano: detrás de los mercedarios, varios
franciscanos y un grupo de monjas, y como corifeos de los nobles, hombres y
mujeres de la plebe mestiza (Fig. 4).16
4. José Joaquín Magón, Patrocinio de la Virgen de la Merced sobre la orden y los
fieles, templo
de la Merced, Atlixco, estado de Puebla. Tomado de Ilona Katzew, Jaime
Cuadriello, Paula Mues y Luisa Elena Alcalá, Pintado en México (1700-1790). Pixit Mexici (Ciudad de México y Los Ángeles:
Fomento Cultural Banamex/Los Angeles Country Museum of Art, 2017), 134.
En la misma villa de Atlixco,
la Virgen de los mercedarios y su escapulario tenían una fuerte competencia en
el templo del Carmen, administrado por una orden que desde el siglo XVII hizo
un extensivo uso de este tipo de representaciones, y es dicha corporación la
que ha dejado el mayor número de ejemplos de patrocinios. Todos ellos están
vinculados a la promoción de la Virgen del Carmen y de su escapulario y a las
cofradías encargadas de su culto. Marcela Corvera ha señalado que en varias de
esas imágenes los beneficiados no son los miembros de la orden sino las ánimas
del purgatorio, pues el escapulario carmelita se consideraba un eficiente
instrumento para librar a sus devotos de una prolongada estancia en ese lugar.17 Al
representarse a las almas como cuerpos desnudos, desaparece la diferenciación
social cuya principal marca era el vestido. Salvo la presencia indispensable de
algunos símbolos de autoridad, como tiaras y coronas, el purgatorio y el
infierno son los únicos espacios donde desaparecen las diferencias estamentales
y corporativas y en los que el sufrimiento trae igualdad.
Entre los muchos lienzos sobre
la protección de la Virgen del Carmen pintados en el XVIII, destacan dos muy
similares en composición y factura, ambos de la autoría del pintor poblano Luis
Berrueco. Uno de ellos se encuentra en el templo de la Natividad en la
mencionada villa de Atlixco; el otro, que también procede de Puebla como lo
declara una inscripción, está en la capilla de Jesús Nazareno del templo
conventual de San Ángel en la Ciudad de México. En los dos lienzos, la Virgen
se representa con el niño en brazos, portando en una mano el famoso escapulario
de la orden y cubriendo con su manto a la comunidad carmelitana.18
El despliegue de la descomunal
pieza de tela se sostiene, en ambos cuadros, gracias a la ayuda, de nuevo, de
la parentela de la Virgen, mientras un grupo de ángeles revolotea sobre su
cabeza y sostiene su corona. Debajo del manto están colocados de manera
jerárquica y por género los miembros de la orden, encabezados por sus santos
fundadores. Detrás de Teresa de Ávila, a cuyos pies se encuentra su infaltable
birrete doctoral, están las religiosas, mientras que a san Elías (el mítico
iniciador de la orden) y a san Juan de la Cruz (también con birrete) los sigue
la comunidad masculina en compañía de un laico, muy posiblemente el donante (Fig. 5).19
5. Luis Berrueco, Patrocinio de la Virgen del Carmen sobre su orden, templo del Carmen de San Ángel,
alcaldía Álvaro Obregón, Ciudad de México. Archivo Fotográfico "Manuel
Toussaint", Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
Los dominicos, por su parte,
difundieron también la imagen del patrocinio de "su Virgen", la del
Rosario, gracias a las archicofradías que funcionaban en todos sus templos y
que promovían dicha práctica que, según una tradición apócrifa, fue revelada por
la misma Virgen al fundador Domingo de Guzmán.20 En
1571 España y otros reinos cristianos la proclamaron protectora de los
navegantes y de la monarquía a raíz de la victoria cristiana sobre la armada
turca en la batalla de Lepanto. Después de esto, en muchos de los templos de la
orden en todo el mundo católico se abrió una capilla anexa dedicada a fomentar
su culto, asociado con el de Santa María de las Victorias. En 1573 el papa
Gregorio XIII expidió la bula Monet Apostolus por
la que se instauraba la conmemoración de la batalla de Lepanto para el primer
domingo de octubre, fecha en la cual los cófrades del Rosario celebraban su
fiesta.21
Desde el siglo XVII se volvió
una representación muy común en la Nueva España mostrar a dicha Virgen con el
niño Jesús en su regazo o en sus brazos sosteniendo un rosario y protegiendo
bajo un enorme manto azul a los santos de la orden y a las comunidades
masculinas y femeninas sujetas a la regla dominica. Dicha imagen quedaba
avalada por una leyenda según la cual santa Brígida de Suecia, en su libro de
las Revelaciones narraba que santo Domingo, en su
lecho de muerte, recibió la visita de la Virgen quien le dijo: "quiero
bajo mi ancho manto defender y gobernar a tus hijos; todos los que se pongan
bajo tu regla serán salvados [...] todos los que busquen refugio bajo los pliegues
de mi misericordia recibirán protección".22
Un ejemplo de este modelo,
realizado en las primeras décadas del siglo XVIII, se encuentra en el templo de
Santo Domingo de Oaxaca, cabeza de la provincia de San Hipólito y uno de los
más soberbios edificios construidos por la orden en la Nueva España. En su
cúpula se puede admirar una espléndida escena en relieve de estuco policromado
donde la Virgen del Rosario coronada y rodeada con una aureola de rayos dorados
cubre bajo su manto protector, sostenido por seis angelitos, a los santos más
populares de la orden: a su derecha el papa recién canonizado (1712) Pío V,
promotor del culto a la Virgen del Rosario; junto a él, el fundador Domingo de
Guzmán y el inquisidor mártir Pedro de Verona; a su izquierda, las terciarias
Catalina de Siena y Rosa de Lima (canonizada en 1671) y la monja Inés de Monte
Pulciano, beatificada en 1608 y canonizada en 1726. Es de resaltar el interés
de los dominicos por mostrar a los fieles que tres de sus santos "más
nuevos" estaban en el cielo dispuestos a ayudar a quienes acudieran a su
iglesia. Por su intermediación el manto protector de la Virgen del Rosario
cubría desde la cúpula del templo a todos aquellos que entraban a orar en él (Fig. 6).
6. Anónimo, Relieve de estuco policromado del patrocinio de la Virgen del
Rosario con santos dominicos, iglesia de Santo Domingo, Oaxaca. Foto del autor.
Secretaría de Cultura INАН-Méx. "Reproducción autorizada por el Instituto
Nacional de Antropología e Historia".
La imagen de la Virgen de la
Misericordia también fue muy difundida en este siglo por los jesuitas. En el
sotocoro de la iglesia de San Francisco Javier, anexa al noviciado de
Tepotzotlán, Miguel Cabrera pintó una composición que representa a la Virgen
María como una "Asunción", con Jesús Niño en su brazo y sostenida por
una nube con angelillos. Los miembros de la Compañía, situados bajo su manto,
están divididos en dos grupos encabezados cada uno de ellos por el fundador de
la orden, Ignacio de Loyola, y por Francisco Javier, patrono de las misiones y
santo al que está dedicado el templo. El enorme manto azul es sostenido por los
arcángeles Miguel y Gabriel y por otros dos angelillos en actitud de arrojar
ramos de azucenas, asociadas con la pureza y la castidad, sobre los jesuitas.
La escena está coronada por Dios Padre y el Espíritu Santo.23 Frente
a este cuadro se encuentra otro del mismo autor con un Cristo que derrama su
sangre sobre las ánimas del Purgatorio. Tenemos ahí un claro ejemplo de cómo un
mensaje de patrocinio sobre la orden que administra la iglesia dialoga, en un
mismo espacio (el sotocoro), con otro que también implica
"protección", pero ahora sobre los laicos que purgan sus culpas,
deudos de los usuarios del templo (Fig. 7).
7. Miguel Cabrera, Patrocinio de la Virgen de la Asunción sobre la Compañía de
Jesús, templo
de San Francisco Xavier, Tepozotlán, Estado de México. Archivo Fotográfico
"Manuel Toussaint", Instituto de Investigaciones Estéticas,
UNAM.
Entre los franciscanos las
imágenes marianas centraron su interés en el culto a la Inmaculada Concepción,
devoción difundida por la orden desde el siglo XIII por el teólogo Juan Duns
Scoto, promovida en el siglo XV por el pontífice de la orden Sixto IV, tras una
enconada polémica entre franciscanos y dominicos sobre si María había sido
concebida con o sin el pecado original.
A partir del XVII, con el
impulso del rey español Felipe III, la Inmaculada fue jurada patrona del
imperio en 1612. Su sucesor Felipe IV, influido por la monja concepcionista sor
María de Agreda, le dio un nuevo estímulo al culto y, junto con los emperadores
de la rama alemana de los Habsburgo, la Inmaculada se volvió un tema central de
la Pietas Austriaca.24
En la Nueva España, la gran
fuerza del culto inmaculista coincidió con la promoción, iniciada en el cabildo
de la catedral metropolitana y avalada por varios arzobispos, de la advocación
a la Virgen de Guadalupe, una represen tación con rasgos indígenas de la
Inmaculada Concepción. Esta imagen sirvió como centro de uno de los cuadros de
"patrocinio" del siglo XVIII más impresionantes, obra probable del
pintor oaxaqueño Miguel Cabrera.25 El
lienzo se encuentra en el cubo de la escalera principal del colegio de Propaganda
Fide de Zacatecas, dedicado por su fundador, fray Antonio Margil
de Jesús, a la advocación guadalupana y cuya ocupación principal eran las
misiones entre los pueblos nómadas y la predicación a los fieles en las villas
y ciudades del virreinato. A pesar de su independencia del resto de las
provincias franciscanas, dicho colegio tenía a san Francisco como su padre
fundador y, de hecho, este santo es el que porta el enorme manto marrón
sostenido por angelillos bajo el cual aparece la comunidad de frailes,
encabezada por el mismo fundador del colegio fray Antonio Margil, cuyo proceso
de beatificación se llevaba en Roma por entonces.
San Francisco porta sobre sus
hombros la imagen de la Virgen de Guadalupe, la titular del instituto,
siguiendo un modelo iconográfico instaurado por Pedro Pablo Rubens conocido
como Seraphicus Atlas. En la obra del pintor
flamenco, difundida gracias al grabado que de ella realizó Paulus Pontius entre
1631 y 1632, el santo de Asís porta sobre sus hombros a la Inmaculada quien se
yergue sobre las tres esferas que simbolizan las órdenes por él fundadas.26 En
la pintura de Zacatecas, la Guadalupana ha sustituido a la Inmaculada, se han
eliminado las esferas y se ha colocado en el cielo a la Santísima Trinidad
flanqueada por san José y san Miguel arcángel (Fig. 8).
8. Miguel Cabrera (atribución
cuestionada), Patrocinio de san
Francisco y la Virgen de Guadalupe, Museo del ex colegio franciscano de Propaganda Fide de Guadalupe, Zacatecas. Tomada de Federico
Sescosse, El Colegio de Guadalupe
de Zacatecas: escuela de misioneros y semillero de martires, 1706-1993 (Ciudad de México: Multiva Grupo
Financiero/Fondo Cultural Bancen, 1993), 71.
El renovado modelo tuvo un
relativo éxito y fue imitado por José Joaquín Magón en Puebla en una pintura
para el monasterio de las monjas jerónimas, actualmente colocado en el
repositorio del museo exconvento de Santa Mónica. En el centro del cuadro un
san Jerónimo, vestido con un hábito color carmesí cubierto por una sobrepelliz,
sostiene a una Virgen de Guadalupe cuyo manto se extiende sobre la comunidad de
las religiosas vestidas con sus hábitos rojos y blancos y acompañadas de su
"padre terrenal", el obispo de Puebla, Domingo Pantaleón Álvarez de
Abreu. Junto a dos angelillos que reparten flores, y bajo la mirada de la
Santísima Trinidad, el gran manto de la Virgen es sostenido por santa Teresa de
Ávila y santa Paula de Roma, la mítica fundadora de la rama femenina de la
orden. Alejandro Andrade, quien ha estudiado este cuadro, aventura la idea de
que pudo haber sido un exvoto por la curación de la comunidad jerónima de una
epidemia.27 La
presencia en este cuadro del obispo Álvarez de Abreu, mecenas y promotor de
muchas obras en la diócesis de Puebla, es un signo del poder que había
conseguido el episcopado dieciochesco con el apoyo de la Corona (Fig. 9).
9. José Joaquín Magón, La Virgen de Guadalupe y san Jerónimo protegen a la
comunidad de religiosas jerónimas y al obispo Pantaleón Alvarez Abreu, Museo Exconvento de Santa Mónica,
Puebla. Tomada de Alejandro Andrade Campos, El
pincel de Elías. José Joaquín Magón y la orden de Nuestra Señora del Carmen (Puebla: Benemérita Universidad
Autónoma de Puebla, 2015), 79.
La
consolidación de las episcópolis y del clero secular. El triunfo de la
Inmaculada Concepción en los patrocinios28
Entre los siglos XVI y XVIII el
episcopado americano vivió un proceso de consolidación que afectó tanto a los
territorios de sus diócesis como a las capitales en las que los obispos y sus
cabildos tenían sus sedes. Al tiempo que se afianzaban los mecanismos de
control sobre las doctrinas en manos de los regulares, se fortalecían varias
instituciones en las sedes episcopales dirigidas a reforzar su presencia y la
de sus capitulares: provisoratos que administraban la justicia eclesiástica;
juzgados de testamentos y capellanías para mejorar la administración de los
ingresos del clero; seminarios conciliares para la preparación de una élite
clerical; hospitales, orfanatos, residencias estudiantiles y recogimientos para
mujeres para reforzar la imagen caritativa episcopal; cofradías y
congregaciones que fomentaban las actividades religiosas entre laicos y
clérigos. Los obispos también financiaron la impresión de obras teológicas,
jurídicas y devocionales, de manuales para la administración de los sacramentos
y de cartas pastorales que trataban temas de orden práctico y moral.
La presencia episcopal en los
cuadros de patrocinio se generalizó en una época en la que el regalismo
borbónico había dado a los obispos su total apoyo frente a las órdenes
religiosas. Aunque en su origen había sido una promoción franciscana, la
Inmaculada Concepción se volvió abanderada de los intereses obispales y
catedralicios y uno de los cultos más impulsados por la dinastía borbónica. En
1761 el rey Carlos III la juró como patrona universal de los reinos de España y
las Indias.
Uno de los ejemplos más
interesantes de esta apropiación del culto por parte de las catedrales es el
cuadro que representa el patrocinio de la Inmaculada Concepción sobre el
episcopado y el cabildo eclesiástico de Puebla. El gran lienzo fue pintado por
Luis Berrueco alrededor de 1750 para conmemorar las obras realizadas en el
templo por el obispo Domingo Pantaleón Álvarez Abreu.29 Situado
en la sacristía, aparecen en él seis santos sosteniendo el manto protector de
la Virgen: dos de ellos son los patronos de la ciudad, san Miguel y san José;
otros dos, los titulares del clero secular, san Pedro y san Pablo; la monarquía
y el imperio están representados por el apóstol Santiago; y América, por la
única santa criolla canonizada, Rosa de Lima. Bajo el manto se retrataron el
propio obispo Álvarez Abreu y los 24 miembros de su cabildo, mecenas de la
obra, acompañados por angelitos con cartelas que contienen frases de la letanía
mariana. En el centro de estos "protegidos", dos obispos
"históricos" muestran la sólida tradición episcopal poblana, fray
Julián Garcés, fundador de la sede y Juan de Palafox, quien concluyó la
catedral.
Para el siglo XVIII, este
último prelado se había convertido para la Nueva España en el prototipo del
obispo ideal, caritativo, reformador, letrado y virtuoso; pero al mismo tiempo
también era el modelo para los obispos borbónicos, defensores de los
privilegios de la monarquía sobre la Iglesia, jefes indiscutibles del clero
secular y promotores de la secularización de las parroquias de los regulares.30 La
episcópolis poblana conmemoraba con este cuadro una larga trayectoria y la
presencia en él de Juan de Palafox, cuyo proceso de beatificación se llevaba en
Roma en ese momento, avalaba una historia iniciada en el siglo XVI, reforzada
en el XVII y consumada en el XVIII (Fig. 10).
10. Luis Berrueco, Patrocinio de
la Inmaculada Concepción sobre los obispos y el cabildo de la catedral
angelopolitana. Sacristía de la Catedral de Puebla. Foto: Héctor Crispín González. Cortesía de
Claudia Cristell Marín Berttolini.
El
cuadro de Berrueco es especialmente notable también por la fidelidad con que se
representan los rostros de los obispos Palafox y Álvarez de Abreu, y quizá
también los de los capitulares. Frente a las obras de "patrocinio" de
los siglos anteriores, en las cuales los "protegidos" no mostraban
rasgos individualizados, en varios de los personajes pintados en las del XVIII
en estos cuadros estamos ante verdaderos retratos. Esta característica se
vuelve más notable en las últimas décadas de dicha centuria, lo que coincide
además con el inusitado éxito que tuvieron los patrocinios del patriarca san
José tanto en las catedrales como en otros ámbitos clericales e incluso entre
la nobleza indígena.
Los
patrocinios del Señor san José y de la Virgen María como discursos políticos
El culto a san José tuvo un
gran desarrollo en la Nueva España desde el siglo XVI. En el primer concilio
provincial mexicano de 1555, el episcopado había proclamado al padre putativo
de Cristo como patrono y abogado de la Iglesia novohispana, patronato
ratificado en el tercer concilio de 1585. Pero los obispos no fueron los únicos
en promocionarlo; antes que ellos los franciscanos y después los carmelitas
descalzos (por ser devoción de santa Teresa) lo tenían como una de sus
principales advocaciones. Los ayuntamientos de varias ciudades, como Puebla y
México, lo juraron como su patrono contra rayos y tempestades. A lo largo del
siglo XVII, como lo ha señalado Jaime Cuadriello, en varias de sus
representaciones se le asoció con el bíblico José, el virrey de Egipto, se le
comenzó a representar con una corona y se le consideró un cuasi rey de la Nueva
España.31 La
efímera jura que el rey Carlos II hizo en 1678, poniendo a san José como
patrono de sus dominios, y la impugnación a dicho patronato por parte de la
catedral de Santiago de Compostela, debió afianzar aún más la vinculación del
Patriarca con la Nueva España, en cuyo territorio se hizo caso omiso de la
impugnación compostelana y donde san José siguió siendo visto como patrono del
imperio. Esto favoreció que en el siglo XVIII se popularizaran las imágenes que
representaban su patrocinio y, a partir de la segunda mitad de la centuria, lo
mostraron a menudo coronado y cubriendo con su manto a las autoridades
imperiales, tanto al rey y al papa, como a los máximos funcionarios americanos.32
Varios de estos cuadros se
encargaron para las catedrales, cuyos cabildos en tiempos de Carlos III se
debatían entre la fidelidad a sus obispos ilustrados y al rey y los intereses
locales de sus canónigos. Éstos, y en general el clero secular, se habían visto
fuertemente golpeados por la creciente interferencia del rey en la
administración de los diezmos, por las demandas constantes del llamado subsidio
eclesiástico33 y
por las amplias prerrogativas sobre las iglesias españolas y americanas que,
bajo presiones políticas, el pontífice había concedido a la Corona borbónica en
tres concordatos, el de 1717, el de 1737 y, sobre todo el de 1753. Gracias a
ellos, los monarcas recibieron el dominio absoluto sobre las iglesias
hispánicas y el control total de sus nombramientos eclesiásticos. Con los
concordatos se consolidaba un régimen, el regalismo, que veía dichos
privilegios como algo inherente al ejercicio de la soberanía del monarca y no
como concesiones pontificias.
En este contexto se pintaron
tres cuadros que tenían el patrocinio del patriarca como tema y que fueron
promovidos por los obispos borbónicos. El primero, realizado para la catedral
de Mérida en Yucatán en 1783, está vinculado con un conflicto local entre las
autoridades civil y religiosa. En él se representa al patriarca cobijando al
obispo benedictino fray Luis Piña y Mazo y al gobernador Joseph Merino, quienes
presiden a cuatro personajes anónimos que simbolizan al clero yucateco (un
fraile y un cura) y a dos laicos españoles.
Realizado con motivo del arribo
del nuevo gobernador, después de unas conflictivas relaciones del obispo con el
funcionario anterior, muestra las expectativas de la mitra para que ambos
poderes funcionen de manera armónica bajo la mirada del ministerio celestial de
san José. El acuerdo no duró mucho pues ambas autoridades volvieron a
enfrentarse unos meses después.34
En otros dos lienzos
relacionados con las catedrales se mostraban, con un ambiguo discurso, al rey
Carlos III y al papa Pío VI, representados en un mismo nivel y sumisión. En el
Museo Regional de Morelia hay un san José en su advocación de "refugio de
los agonizantes", bajo cuyo manto se colocó al rey y al Papa y, junto a
ellos, al obispo Juan Ignacio de la Rocha, quien gobernó la diócesis michoacana
entre 1777 y 1782 y muy posiblemente estuvo implicado en su factura.35
Con tema similar, y retratando
a las mismas autoridades imperial y pontificia, Miguel Jerónimo Zendejas pintó
un cuadro para la capilla de las reliquias de la catedral de Puebla en 1786,
año calamitoso por la escasez de alimentos provocada por la pérdida de las
cosechas a consecuencia de las heladas. A san José se le representa coronado,
cargando al niño Jesús con una cruz en los brazos, rodeado de los ángeles
protectores de Puebla y bajo la mirada del Padre Eterno y del Espíritu Santo.
El obispo Victoriano López Gonzalo, quien aparece retratado detrás del papa Pío
VI, tuvo una especial actividad caritativa durante la crisis agrícola y el
cuadro dedicado a san José debió ser promovido por él como parte de su
proyección como "padre de los pobres". Detrás del obispo están un
canónigo y un párroco en representación de la catedral y del clero secular. En
el extremo opuesto al grupo eclesiástico, Carlos III ofrece su cetro y corona
al Patriarca, seguido del virey Bernardo de Gálvez, de un indígena que porta en
su mano un corazón y del recién llegado intendente de Puebla, Manuel Flon.
En los tres cuadros es muy
explícito el mensaje de sujeción a las autoridades, tanto terrenas como
celestiales, ambas representadas con un mismo sentido de protección. Ésta se ve
especialmente remarcada en el caso del "patrocinio" poblano,
estudiado por Alejandro Andrade, pues tanto el obispo López como el virrey
Gálvez estaban tomando medidas para paliar los efectos de la crisis.
Por otro lado, la presencia de
un indio en el lienzo de Zendejas hace patente que los "naturales"
fueron la población más abatida por el hambre, pero también que, a pesar de las
circunstancias debían seguir fieles a sus autoridades.36
Esa necesidad de mostrar
sujeción al patrocinio celestial y terrenal se hizo presente también en las
comunidades indígenas, donde las imágenes de san José como protector se
multiplicaron a partir de la segunda mitad del XVIII y en varias de ellas el
monarca y el pontífice fueron representados como garantes de dicha protección.
Son especialmente notables dos que se encuentran en el templo parroquial de
Tamazulapan (Oaxaca), firmados también por Miguel Jerónimo Zendejas y fechados
en 1754, el mismo año en que la parroquia dominica fue entregada al clero
secular. El lienzo del patrocinio de san José sobre Fernando VI y Benedicto XIV
y las autoridades españolas, de formato muy similar al de la catedral de Puebla
que fue pintado 32 años después, comparte el espacio con otro que representa a
la Virgen con el Niño Jesús protegiendo bajo su manto a hombres y mujeres de la
comunidad indígena. Es significativo que en ambos cuadros las imágenes
celestiales estén coronadas, lo que reafirma la necesidad de sujeción a la monarquía
hispana, reinante "por la gracia de Dios" (Fig. 11).37
11. Miguel Jerónimo Zendejas, Patrocinios de san José y la Virgen sobre las autoridades
civiles y eclesiásticasy los indios, parroquia de Tamazulapan, Oaxaca, 1754. Tomado de
Vargas Lugo, coord., Imágenes
de los naturales en el arte de la Nueva España. Siglos XVI al XVIII (vid infra n. 37), 264.
Los cuadros de Tamazulapan
muestran también que el modelo de los patrocinios josefinos protegiendo a las
autoridades no era exclusivo de este patriarca, y que otras representaciones ya
habían colocado a María en un papel similar. Uno de los ejemplos más tempranos
a este respecto es una Virgen del Carmen en la sacristía del templo que esta
orden tenía en el barrio de San Sebastián de la Ciudad de México. El cuadro
está fechado en 1708, firmado por Juan Rodríguez Juárez y muestra a dicha
advocación mayestática, sentada en un trono, sin el niño, como Sedes
Sapientiae. Bajo un manto sostenido por dos ángeles, frailes y monjas
carmelitas encabezados respectivamente por san Juan de la Cruz y santa Teresa
comparten la protección con un emperador y un pontífice "genéricos",
símbolos de las máximas autoridades de la cristiandad, pero que no representan
ni a Felipe V ni a Clemente XI. Jaime Cuadriello ha estudiado este cuadro en el
contexto de la guerra de sucesión de España, pintado en plena lucha entre el
archiduque Carlos de Austria y Felipe de Borbón, al tiempo que llegaba a
América la noticia del nacimiento del hijo de este último, el príncipe Luis
Fernando (nombres de los dos reyes santos y primos) y con un pontífice que
simpatizaba con la causa austriaca. El provincial carmelita recién electo (y
retratado en el lienzo) quiso mostrar una "neutralidad acomodaticia",
aunque inclinada hacia los borbones, tras la condena de varios carmelitas
poblanos que conspiraban a favor del archiduque Carlos de Austria (Fig. 12).38
12. Juan Rodríguez Juárez, La Virgen del Carmen como Sedes Sapientiaeprotege al
emperador, al pontífice y a su orden. Sacristía del templo del Carmen Viejo, Centro Histórico, Ciudad de
México. Tomada de Ilona Katzew, Jaime Cuadriello, Paula Mues y Luisa Elena
Alcalá, Pintado en México (1700-1790).
PixitMexici (Ciudad
de México y Los Ángeles: Fomento Cultural Banamex/ Los Angeles Country Museum
of Art, 2017), 117.
Aunque excepcional y en un
contexto distinto, es notable también el cuadro que se encuentra en el
santuario tlaxcalteca de San Miguel del Milagro, en el cual se muestra al
arcángel cobijando bajo su manto a un pontífice y a un joven rey (quizá
Fernando VI) quien encabeza a un numeroso grupo de indios, la mayoría macehuales,
cuya vestimenta denota su condición social y cuya presencia, excepcional en
este tipo de representaciones, habla del origen de la mayoría de los peregrinos
que asistían al santuario que contiene dicha imagen.39
Junto con las catedrales, los
carmelitas y los pueblos indígenas, los jesuitas representaron también con
intenciones "políticas" a las autoridades bajo el manto protector de
la Virgen o de san José. Un ejemplo de este modelo apareció en el ámbito de la
Compañía en 1735 en un gran lienzo pintado por José de Ibarra para el templo de
su colegio noviciado en Tepotzotlán consagrado a san Francisco Javier. La
imagen se encuentra en una de sus capillas, la dedicada a san José, que fue
inaugurada en 1738 a expensas del escribano mayor de la Real Hacienda, Diego
Ruiz Aragonés, y que resguardaba como reliquia un pedazo del manto del
patriarca. En el cuadro semicircular, colocado al final de la bóveda enfrente
del altar mayor, fueron representados bajo el manto protector del santo
patriarca el rey Felipe V y el papa Clemente XII, con sus séquitos de nobles el
primero (incluido el donante Ruiz Aragonés), y de los jesuitas, el segundo. El
carácter monárquico del mensaje se reafirmaba con la corona que san José está
recibiendo de manos de Cristo y de María.
Al colocar al rey y al papa
como pilares de la sociedad y al santo como monarca, se sacralizaba el poder
espiritual y temporal que tales figuras simbolizaban, aunque en esos tiempos la
relación entre ambos estaba lejos de ser tan armónica como ahí se pintaba.
Cuando se estaba dedicando la capilla se acababa de firmar el concordato de
1737 entre la monarquía española y la Santa Sede, el cual reforzaba los
controles del rey sobre las iglesias de todo el imperio. Por otro lado, la
presencia de los jesuitas detrás del Papa no dejaba de ser significativa, dada
la defensa a ultranza que la Compañía realizaba de la primacía pontificia (Fig. 13).40
13. José de Ibarra, Patrocinio de san José sobre las autoridades y los jesuitas, capilla relicario de San José,
templo de San Francisco Xavier, Tepozotlán, Estado de México. Tomado de Juana
Gutiérrez Haces, coord., La
pintura de los reinos. Identidades compartidas. Territorios del mundo
hispánico, siglos XVI-XVIII, 4 vols. (Ciudad de México: Fomento Cultural
Banamex/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Museo del Prado, 2008),
vol. I, 326.
El último concordato entre el
papado y la monarquía hispánica se firmaba, como mencioné arriba, en tiempos
del rey Fernando VI en 1753, cuando aún los jesuitas tenían una gran influencia
en la corte gracias a los oficios del confesor del rey, Francisco de Rávago,
quien participó activamente como su representante en la firma del importante
acuerdo.41 Es
muy probable, como sugiere Paula Mues, que a raíz de ese acontecimiento se
pintara otro cuadro de patrocinio, pero en esta ocasión no de san José sino de
la Virgen con el Niño. Esta obra, atribuida por dicha investigadora a José de
Ibarra, está actualmente en la pinacoteca de la casa Profesa de la Ciudad de
México y en ella se representan, bajo el manto protector sostenido por dos
angelillos, al rey Fernando VI, al papa Benedicto XVI, al arzobispo Manuel
Rubio y Salinas, a otros dignatarios civiles y eclesiásticos y a dos miembros
de la Compañía de Jesús.42
Es paradójico que por esos años
los jesuitas estuvieran sufriendo fuertes ataques por parte de los jansenistas
ilustrados, quienes los llevarían a su expulsión de los dominios franceses,
portugueses, austriacos y españoles 15 años más tarde y a su final extinción
por el papado en 1773 (Fig. 14).
14. José de Ibarra (atribuido), Patrocinio de la Virgen sobre el rey y el Papa, Pinacoteca de la Profesa, Centro
Histórico, Ciudad de México. Tomada de Un privilegio sagrado. La Concepción de María Inmaculada. La
celebración del dogma en México (Ciudad de México: Museo de la Basílica de
Guadalupe-Apostólico Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe, 2006), 147.
Para continuar con la tradición
jesuita de la que fueron herederos, los oratorianos de san Felipe Neri se
volvieron grandes promotores del patrocinio de san José, sobre todo desde que
recibieron el templo de la Profesa de la capital, abandonado a raíz de la
expulsión en 1767. En ese año está fechado, por ejemplo, un lienzo de José de
Alcíbar donde el patrono de la Nueva España se representa junto con san Felipe
Neri, el fundador de la congregación, y la Virgen de las Nieves, su patrona.43 En
1774, el mismo pintor realizó otro lienzo donde los representados bajo el manto
son el arzobispo Antonio Núñez de Haro, el virrey Antonio María Bucareli (quien
les cedió el templo de la Compañía en 1771) y otros cuatro personajes
benefactores de la congregación.44
Como sucedió con otras devociones
jesuitas (el Sagrado Corazón, la Virgen de la Luz, Nuestra Señora del Refugio,
la Virgen de Loreto o san Juan Nepomuceno), el venerado patriarca san José se
convirtió en otro mudo reproche por la injusta expulsión decretada por Carlos
III y se volvió un tema politizado que impugnaba visualmente las nefastas
reformas borbónicas que estaban afectando a muchos de sus vasallos americanos,
criollos, mestizos e indígenas.45 ¿No
sería aventurado pues suponer que la proliferación de este modelo dirigido a
promover la sujeción y la obediencia a la monarquía tuviera un efecto contrario
en los receptores? ¿No despertaría en ellos un vago sentimiento de orgullo
patrio el ver a reyes, papas, virreyes, gobernadores y obispos arrodillados
ante un coronado san José, el verdadero monarca de la Nueva España?
En el Siglo de las Luces, el
modelo iconográfico del patrocinio se convirtió sin duda en una importante
manera de representación social en la Nueva España, inmersa en las concepciones
teológicas, jerárquicas, eclesiásticas y estamentales del Antiguo Régimen.
Además de los numerosos ejemplos donde el manto manifestaba simbólicamente la
protección celestial, muchos otros lienzos, esculturas y relieves que no
presentaban dicho elemento tenían, sin embargo, el mismo sentido de
protección/sumisión y daban forma a intereses sociales con un claro énfasis en
declarar la superioridad de las corporaciones eclesiásticas protegidas por el
cielo. Todas esas imágenes constituían la manifestación gráfica de un modelo
social, pero eran sólo una mínima parte de otras muchas maneras de
representación que se insertaban en prácticas corporativas o en la
participación de las autoridades e instituciones en las procesiones y en las
fiestas.
En los virreinatos americanos
esta representatividad se hacía más necesaria pues los embates de la
secularización y del regalismo se manifestaban más brutales, por su situación
de dependencia y por la ceguera de quienes tomaban las decisiones en Europa
quienes consideraban a América sólo como una fuente inagotable de riqueza, sin
tener en cuenta los perjuicios que sus políticas ocasionaban. Entre los más
afectados estaban los sectores eclesiásticos, uno de los estamentos
privilegiados de esa sociedad, cuya respuesta a los retos del mundo moderno
fue, entre otras, mostrarse protegidos por el cielo. Las contradicciones
surgidas de la confrontación de valores generaban discursos idealizados y, mientras
el sistema corporativo estaba en crisis y se cuestionaba a la autoridad, ambos
eran presentados dentro de un espacio inmutable y celestial, donde Dios seguía
siendo un rey y un padre, los santos, unos patronos y los fieles, unos
vasallos, clientes ejemplares e hijos obedientes. Ante una realidad cambiante
que se desestructuraba, la única salida, el punto de fuga, era mirar al cielo
con una desmesurada esperanza de que de allá llegara la solución... y la
salvación.
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"José patriarca universal. Uso y función de las representaciones josefinas
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Campos, El pincel de Elías. José Joaquín Magón y la orden de Nuestra
Señora del Carmen (Puebla: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2015),
220.
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West Lafayette, 2004).
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México: Universidad Nacional Autónoma de México -Facultad de Filosofía y
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Lepanto", en La piedad de la casa de Austria: arte, dinastía y
devoción, Víctor Mínguez e Inmaculada Rodríguez Moya, coords. (Gijón:
Trea, 2018), 39-62.
NOTAS
1Joseph
del Valle, Sermón que dijo el día cuarto de la consagración de la capilla del
Rosario de Puebla, Octava maravilla, citado en Diego Gorozpe O.P.,
Octava Maravilla del Nuevo mundo en la gran capilla del Rosario dedicada y
aplaudida en el templo de Nuestro Padre Santo Domingo en la Ciudad de los
Ángeles, edición facsimilar (Puebla: Junta de Mejoramiento Moral, Cívico y
Material del Municipio de Puebla, 1985 [1690]), 145.
2Esta
versión está tomada de la traducción latina del siglo xi del texto original en
griego, muy cercano a las versiones en copto, armenio y siriaco. Véase Frederica Matthewes-Green. The Lost Gospel of Mary: The Mother of Jesus in Three Ancient Texts (Brewster, MA: Paraclete Press,
2007), 85-87, en https://es.wikipedia.org/wiki/Sub_tuum_praesidium (consultado el 23 de agosto de 2021.
3 Manuel Trens, María.
Iconografía de la Virgen en el arte español (Madrid: Editorial
Plus Ultra, 1947), 257.
4 Javier Campos Fernández,
"La Virgen del Patrocinio y el Monasterio del Escorial", en Advocaciones
Marianas de Gloria (Madrid: San Lorenzo del Escorial: 2012), 699-732.
5Existen
ejemplos de pinturas de patrocinio, sobre todo de la Virgen, en Perú, Nueva
Granada, Ecuador y Brasil, pero no son tan numerosas ni poseen la riqueza
iconográfica de las que se dieron en la Nueva España. Comunicación personal con
Jaime Humberto Borja, 3 de agosto de 2020.
6El
sermón lo publicó Gorozpe O. P., Octava Maravilla del Nuevo
mundo en la gran capilla del Rosario.
7 Jérôme Baschet, La
civilización feudal. Europa del año mil a la colonización de América (Ciudad
de México: Embajada de Francia/Fondo de Cultura Económica, 2018), 520 -530.
8 Antonio Feros,
"Clientelismo y poder monárquico en la España de los siglos XVI y
XVII", Relaciones, Estudios de Historia y Sociedad XIX, núm.
73 (invierno 1998): 17-49. Una de las obras más influyentes a este respecto fue
el De Officiis de Marco Tulio Cicerón, quien definió
las "intenciones" que había detrás del clientelismo: el honor, la
fidelidad, la protección de intereses personales o las expectativas de obtener
beneficios económicos.
9 Paula Mues Orts, "Corporate Portraiture in New Spain. Social
Bodies, the Individual, and Their Spaces of Display", en New England/New Spain. Portraiture in
Colonial Americas (1492-1850), Donna
Pierce, ed. (Denver: Mayer Center for Pre-Columbian and Spanish Colonial Art at
Denver Art Museum, 2014), 81-100.
10 Antonio Rubial García,
"Las órdenes mendicantes evangelizadoras en Nueva España y sus cambios
estructurales durante los siglos virreinales", en La Iglesia
en Nueva España. Problemas y perspectivas de investigación, Pilar
Martínez López-Cano, coord., Serie Historia Novohispana, 83 (Ciudad de México:
Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones
Históricas, 2010), 215-236.
11 Pierre Ragon,
"Los santos patronos de las ciudades del México central (siglos XVI y
XVII)", Historia Mexicana LII, núm. 2
(octubre-diciembre 2002): 361-389.
12Paula
Mues ha desarrollado esta idea respecto a los retratos corporativos, a su
presencia en galerías y al importante papel que tuvieron como instrumentos
generadores de identidad. "Corporate Portraiture", 87-100.
13 Antonio Rubial García,
"Las reformas de los regulares novohispanos anteriores a la secularización
de sus parroquias (1650-1750)", en Reformas y resistencias en la
Iglesia novohispana, Pilar Martínez López Cano y Francisco Cervantes Bello,
coords. (Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de
Investigaciones Históricas/Benemérita Universidad Autónoma de Puebla-Instituto
Alfonso Vélez Pliego, 2014), 143-166.
14Paula
Mues ha hecho importantes aportaciones a este respecto. En su estudio sobre el
pintor José de Ibarra trabajó varias de sus obras en sus contextos
simbólico-espaciales. Es especialmente interesante su examen de la capilla
relicario dedicada a san José en el templo de los jesuitas de Tepotzotlán,
donde los lienzos de la huida a Egipto y el "tránsito" dialogan con
el patrocinio del santo sobre la Compañía, cuadro que se analizará en este
ensayo más adelante. Véase Paula Mues Orts, El pintor
novohispano José de Ibarra: imágenes retóricas y discursos pintados, 4
vols., tesis de doctorado en Historia del Arte (Ciudad de México: Universidad
Nacional Autónoma de México-Facultad de Filosofía y Letras, 2009), 185-189.
Puede consultarse en: www.tesis.unam.mx.
15Alejandro
Andrade Campos, El pincel de Elías. José Joaquín Magón y la orden de Nuestra
Señora del Carmen (Puebla: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2015),
220.
16Un
excelente estudio de dicha imagen en Jaime Cuadriello,
"Politización y sociabilidad de la imagen pública. Del rey y sus cuerpos
(1700-1790)", en Pintado en México, 1700-1790, Jaime
Cuadriello, Ilona Katzew, Paula Mues y Luisa Elena Alcalá, eds. (Ciudad de
México: Fomento Cultural Banamex, 2017), 112-139, particularmente, 133-134. Sin
duda la excepcionalidad del cuadro de Magón sea consecuencia del carácter de
exvoto que posee, pero quizás también influyó el origen étnico del pintor.
17 Marcela Corvera Poiré fue
una de las primeras investigadoras en tratar el tema de los patrocinios en su
tesis "El patrocinio. Interpretaciones sobre una manifestación artística
novohispana", tesis de licenciatura en Historia (Ciudad de México:
Universidad Nacional Autónoma de México-Facultad de Filosofía y Letras, 1991),
47-59.
18Andrade, El pincel
de Elías, 48-149.
19 Antonio Rubial García,
"El birrete de Santa Teresa y la ciencia infusa. Creación y expansión de
un nuevo modelo femenino en el arte novohispano", Anales del
Instituto de Investigaciones Estéticas XL, núm. 112 (2018):
99-131.
20La
práctica del Rosario y el culto a esta advocación fue iniciativa del dominico
bretón fray Alain de la Roche (Alanus de Rupe), quien en 1470 escribió De
utilitatepsalterii Mariae, obra traducida a todas las lenguas
europeas. En 1475 fray Jacques Sprenger, prior del convento dominico de Colonia
instituyó en esa ciudad la primera cofradía del Rosario, aprobada por bula
pontificia en 1478.
21 Víctor Mínguez
Cornelles, "Auxiliorum Habsburgicum. La Virgen del
Rosario y Lepanto", en La piedad de la casa de Austria:
arte, dinastía y devoción, Víctor Mínguez e Inmaculada Rodríguez
Moya, coords. (Gijón: Trea, 2018), 39-62.
22Trens, María.
Iconografía de la Virgen en el arte español, 282.
23 Pablo de Gante, Tepotzotlán,
su historia y sus tesoros artísticos (Ciudad de México:
Porrúa, 1958), 179. Véase una buena reproducción del lienzo en www.mediateca.inah.gob.mx.pintura:2141.
24El
culto inmaculista despertó fuertes polémicas entre los dominicos (que negaban
su validez) y los franciscanos que lo promovían. A estas discusiones se unieron
los jesuitas, sobre todo Francisco Suárez y Pedro Canisio, quienes apoyaron la
postura franciscana, con lo cual la posición maculista dominicana se
radicalizó, al igual que sus confrontaciones con la Compañía. Finalmente, el 8
de diciembre de 1661, el papa Alejandro VII zanjaba la disputa al emitir una constitución
pontificia en la cual definió el verdadero sentido de la palabra conceptio, y
prohibió toda ulterior discusión. Véase al respecto el estudio de Anna Coreth, Pietas
Austriaca. Austrian Religious Practices
in the Baroque Era (Indiana:
Purdue University Press/ West Lafayette, 2004).
25El
cuadro no está firmado y la autoría de Cabrera está siendo hoy cuestionada por
algunos especialistas. Comunicación personal con Paula Mues Orts, 7 de octubre
de 2020.
26Posiblemente
este grabado estaba destinado a ilustrar uno de los muchos tratados que
defendían la Inmaculada Concepción. Al lado izquierdo del Seraphicus
Atlas y de la Inmaculada, cuatro franciscanos (uno de ellos Duns
Scoto) empujan con sus lanzas a la herejía dentro de las fauces del Infierno. A
la derecha están representado Felipe IV y sus hermanos, el Cardenal Infante
Fernando, don Carlos y el príncipe Baltasar Carlos. En el cielo, sobre un carro
tirado por cuatro águilas, se encuentran los antepasados de Felipe IV, Carlos
V, Felipe II y Felipe III. Frente a ellos, otro carro jalado por leones porta a
las cuatro virtudes cardinales propias del buen gobernante: templanza,
fortaleza, prudencia y justicia. La imagen ilustraría así la defensa de la
Inmaculada Concepción por parte de los Habsburgo españoles y de sus aliados los
franciscanos. Véase Suzanne Stratton-Pruitt, La
Inmaculada Concepción en el arte español (Madrid: Fundación
Universitaria Española, 1989), 74.
27Andrade, El pincel
de Elías, 78-79.
28Tomo el
término "episcópolis" de Fernando de la Flor, Barroco.
Representación e ideología en el mundo hispánico (1580-1680) (Madrid:
Cátedra, 2002), 148.
29Hay una
muy buena reproducción en la revista Artes de México, núm.
40 (1998): 26. Para su descripción y análisis se puede consultar el excelente
estudio de Claudia Cristell Marín
Bertollini, "El patrocinio de la Inmaculada Concepción sobre el cabildo
angelopolitano. La imagen al servicio del poder", en Pinceles y
gubias del Barroco iberoamericano, María de los Ángeles
Fernández, Carme López e Inmaculada Rodríguez, coords., vol. 7 (Santiago de
Compostela y Sevilla: Universidad Pablo Olavide y Andavira Editora, 2019),
119-136. Consultado en www.upo.es/investiga/enredars/?page_id=1415. La
autora no sólo incluye la última documentación sobre su atribución al pincel de
Berrueco, sino también las relaciones simbólicas del cuadro con las otras
pinturas de la sacristía.
30 Antonio Rubial García,
"El rostro de las mil facetas. La iconografía palafoxiana en Nueva
España", en Juan de Palafox y Mendoza. Imagen y discurso de la
cultura novohispana, José Pascual Buxó, coord., Estudios de Cultura Literaria
Novohispana, 18 (Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de
México-Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 2002), 300-324.
31 Jaime Cuadriello,
"San José en tierra de gentiles: ministro de Egipto y virrey de las
Indias", Memoria, Revista del Museo Nacional de Arte, núm.
1 (otoño-invierno 1989): 5-56.
32Antes
que lo hiciera Carlos II para el imperio español, ya habían jurado a san José
como protector el emperador austriaco Fernando III durante la Guerra de 30 años
(1648) y Leopoldo I cuando aún era regente durante el sitio de Viena por los
turcos en 1683. Agradezco a Jorge Luis Merlo Solorio esta nota.
33El
subsidio era una contribución directa de 6 por ciento sobre los ingresos del
clero, fueran comunidades o individuos del clero secular o regular. Sobre este
tema véase el estudio de Rodolfo Aguirre
Salvador, Un clero en transición. Población clerical, cambio parroquial y
política eclesiástica en el arzobispado de México (1700-1750) (Ciudad
de México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones
sobre la Universidad y la Educación, 2012), 285-318.
34 Víctor Hugo Medina
Suárez, "Cuadro del patrocinio de San José. Conflictos
jurisdiccionales entre el obispo y el gobernador (Yucatán
1780-1795)", Temas Antropológicos. Revista de Investigaciones
Regionales 40, núm. 2 (abril-septiembre de 2018): 1-15.
35Corvera,
"El patrocinio. Interpretaciones sobre una manifestación artística
novohispana", 136.
36 Alejandro Andrade
Campos, "José patriarca universal. Uso y función de las
representaciones josefinas en la Puebla de la segunda mitad del siglo
XVIII", tesis de maestría en Historia del Arte (Ciudad de México: Universidad
Nacional Autónoma de México-Facultad de Filosofía y Letras, 2016), 85-91. Ésta
se puede consultar en www.tesis.unam.mx.
37 Elisa Vargas Lugo,
coord., Imágenes de los naturales en el arte de la Nueva España. Siglos
XVI al XVIII (Ciudad de México: Fomento Cultural Banamex/Universidad
Nacional Autónoma de México- Instituto de Investigaciones Estéticas/Dirección
General de Personal, 2005), 264 y 267.
38Un
análisis minucioso de dicho cuadro en Cuadriello, "Politización y
sociabilidad de la imagen pública", 116-118.
39Vargas
Lugo, Imágenes de los naturales en el arte de la Nueva España, 365
y 366.
40Mues, El pintor
novohispano José de Ibarra, vol. I, 187-189.
41 Francisco Iván
Escamilla González, "Los confesores reales de España en
la época borbónica y su intervención en la política americana de la monarquía:
el caso de Francisco de Rávago, S. J., confesor de Fernando VI", en La
dimensión imperial de la Iglesia novohispana. Siglos XVI-XVIII, Pilar
Martínez y Francisco Cervantes, coords. (Ciudad de México: Universidad Nacional
Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Históricas/Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla-Instituto Alfonso Vélez Pliego, 2016), 225-248.
42Mues, El pintor
novohispano José de Ibarra, vol. I, 210-211.
43Con una
factura muy similar, José de Alcíbar pintó otro patrocinio de san José fechado
en 1783 que se encuentra en la actualidad en el museo del excolegio de Propaganda
Fide de Guadalupe en Zacatecas.
44Corvera,
"El patrocinio. Interpretaciones sobre una manifestación artística
novohispana", 118 y 138.
45 Antonio Rubial García,
"La politización de las imágenes. La propaganda projesuítica antes y
después de la expulsión (1750-1800)", en Memorias de
la Academia Mexicana de la Historia, t. LVI (Ciudad de México:
Academia Mexicana de la Historia/Secretaría de Educación Pública, 2015), 9-32.
N.B. Agradezco a Paula Mues
Orts y a Jessica Ramírez Méndez por la lectura, comentarios y aportaciones a
este texto y a Jorge Merlo por sus sugerencias de lecturas en el tema de san
José. Una versión muy resumida de él se presentó en el coloquio A la luz de
Roma. Santos y Santidad en el Barroco Iberoamericano, del 17 al 20 de
septiembre de 2018. Dicho texto fue parte de la conferencia magistral
inaugural: "La santidad politizada. La utilización de los santos en la
construcción de las identidades del clero regular novohispano en el siglo
XVIII".
https://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0185-12762021000200169
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