jueves, 7 de agosto de 2025

 

HISTORIA DE LA INCLUSA DE MADRID.

https://es.wikipedia.org/wiki/Hospital_de_la_Inclusa

En 1563, se crea en Madrid, en el convento de la Victoria situado junto a la Puerta del Sol, con una iglesia muy visitada por la familia real y personajes de la Corte, la Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad y las Angustias con el fin caritativo de recoger a los convalecientes que salían de los Asilos-Hospitales. En 1572 la Cofradía asume la labor de recogida de los expósitos madrileños y para darles cobijo adquirió en 1579 un grupo de inmuebles próximos al convento situados en la Puerta del Sol, entre la calle de Preciados y la del Carmen.

Por esa misma época la ciudad flamenca de Enkuissen era disputada por las tropas españolas de los tercios y los holandeses rebeldes. Al conquistarla los españoles, un soldado encontró en una iglesia profanada un cuadro de la Virgen de la Paz rodeada de ángeles y con un niño a sus pies y decidió unirla a su escueto equipaje militar. Tras su regreso, aquel soldado le regaló al rey Felipe II la imagen rescatada y el monarca, viendo la escena del niño a los pies de la Virgen, decidió donarla a la cofradía. En el convento de la Victoria fue entronizada y pronto fue objeto de una enorme devoción entre los madrileños. Pero éstos no sabían pronunciar el nombre de aquella lejana ciudad flamenca y comenzaron a utilizar para el cuadro la advocación de Virgen de la Inclusa. Poco a poco esta palabra sustituyó en el habla popular al nombre del convento y cofradía pasando ésta a denominarse simplemente Inclusa; la nueva denominación hizo fortuna y de allí se extendió a todas las instituciones españolas dedicadas como ella a la recogida de expósitos.

 En ese lugar iba a permanecer la Inclusa madrileña durante más de dos siglos. En realidad, era una aglomeración de casas, unidas entre sí por pasadizos que se construían según surgía la necesidad por el expeditivo método de derribar un muro. En 1801, ante el deplorable estado de los edificios, se decide su traslado. La primera ubicación elegida fue otro viejo y también medio ruinoso edificio en la calle del Soldado, hoy calle de Barbieri, conocido por el nombre de “Galera vieja” porque había sido anteriormente cárcel de mujeres de la Villa. Sólo tres años más tarde se trasladan a la calle de la Libertad, y por fin, en 1807 la Inclusa se instala en el enorme caserón de la calle Embajadores donde ya se encontraba el Colegio de La Paz, dedicado a recoger a mujeres y niñas menesterosas.

En el año 1929 la Diputación Provincial de Madrid, de la que dependen los organismos de Beneficencia, dispone la construcción de un edificio totalmente nuevo para alojar la Inclusa. La elección del sitio no es aleatoria. Se trata de un amplio terreno en la entonces alejada calle de O’Donnell, propiedad de la Junta de Damas que regía la institución y donde muy poco después se construiría la Maternidad Provincial. Abierto al campo que circundaba la ciudad por ese extremo, con amplias dependencias interiores y grandes jardines, con una hermosa galería orientada al sur para que los internos pudieran disfrutar del sol, el edificio supuso un revolucionario avance en el modo de atender a los niños. Un detalle decorativo de su fachada merece la atención del que pasa junto a ella. Se trata de dos relieves, de preciosa cerámica, representando a dos recién nacidos fajados, imitación exacta de los que adornan la fachada del Hospital de los Inocentes de Florencia y que en el siglo XV modeló el artista del Renacimiento Andrea della Robia. La Inclusa perdió ese nombre para pasar a llamarse Instituto Provincial de Puericultura, aunque siguió manteniendo sus funciones. A comienzos de los años setenta se decidió el traslado del Instituto, a su actual ubicación del Colegio de San Fernando, en la carretera de Colmenar Viejo, y volvió a cambiar de nombre, ahora por el de Casa de los Niños.

Procedencia de los niños.

Los niños acogidos en la Inclusa tenían diferentes procedencias:

1.- Recién nacidos abandonados en la calle, en las puertas de iglesias y conventos o en los tornos que se habilitaron para ello en la propia Inclusa, en el templo de San Ginés, y un tercero en el Puente de Segovia, junto al tramo del río Manzanares al que acudían las lavanderas. Eran prácticamente siempre de padres desconocidos y los que llegaban en peores condiciones físicas por lo que su índice de mortalidad era casi siempre del 100% en los primeros días.

 2.- Desde el Hospital de los Desamparados, donde existían unas camas para atender a lo que se llamaba “paridas clandestinas”, cuyos hijos, nada más nacer, se trasladaban a la Inclusa.

 3.- Otros Hospitales de Madrid entre los que cabe destacar el de La Pasión o de Antón Martín, dedicado en especial a enfermedades cutáneas como sarna, tiñas, úlceras y, sobre todo, el mal gálico. Estos niños, en una buena proporción, pasaban al nacer a la Inclusa, pero sólo hasta que sus madres eran dadas de alta o, si éstas fallecían, eran reclamados por el padre u otros familiares.

4.- En ocasiones, familias que estaban atravesando graves crisis económicas dejaban a sus hijos recién nacidos y hasta a alguno ya mayorcito al cuidado de la Inclusa, con el compromiso de recogerlo cuando la situación mejorase, cosa que en demasiadas ocasiones no llegaba nunca a suceder.

Desde el primer momento, las inclusas quisieron preservar el anonimato de aquellas personas que se veían en la necesidad de abandonar a sus hijos recién nacidos y que por vergüenza lo hacían en plena calle. Con este fin se instituyó un procedimiento de recogida que ha perdurado hasta hace pocos años. Me refiero al torno. El torno llegó a existir en prácticamente todas las inclusas y hospicios y también se instalaron en distintos lugares para de ese modo evitar a las madres largos desplazamientos que pudieran hacerlas desistir de dejar a su hijo en un lugar de acogida. Un miembro del personal hacía guardia permanente al otro lado del rudimentario aparato sin tener contacto directo con el autor o autora del abandono. Sobre ellos campeaban carteles como los dos que les muestro en estas fotografías.

Los niños llegaban al torno en muy dispares condiciones. La mayoría, desde luego, prácticamente desnudos o sin otra prenda de abrigo que unos trapos viejos o una astrada manta. Otras, en cambio, llevaban alguna ropilla más cuidada y hasta no faltaba el que mostraba detalles entrañables de cariño materno en forma de algún humilde adorno en la ropa o algún objeto de devoción sobre el cuerpo. Era bastante frecuente que junto a la criatura apareciese una nota, escrita las más de las veces con letra temblona, pero otras con rasgos de una cierta cultura caligráfica. En esas notas se solía decir si la criatura estaba o no bautizada, si, de estarlo, se le había impuesto algún nombre; en raras ocasiones se aportaba algún detalle de su filiación como la clase social de la madre o de los padres, si éstos estaban vivos, si su unión era o no legítima y, siempre se hacía un llamamiento a la caridad de la Inclusa o de sus gestores. Estos datos, junto con los de los objetos que llevasen encima, podían más tarde ser aducidos por la familia para identificar al niño si decidían reintegrarlo al hogar. De todo ello se llevaba un meticuloso registro por escrito de cuya existencia hay constancia en el archivo de la Inclusa de Madrid. En ese mismo registro se anotaban todas las vicisitudes de la estancia del niño hasta que salía de la institución.

El primer año del que hay constancia documental, 1583, se recogieron 74 niños. A partir de 1600, el número de ingresos anuales oscila entre 300 y casi 700. En el tránsito de los siglos XVIII al XIX llega casi a los 1500 al año. Durante todo el siglo XIX las cifras se mantienen entre 1600 y 1800 aunque con algún pico que roza los 2000. En las dos primeras décadas del siglo XX hay años como 1915 y 1916 en que se recogen casi 1700 niños para luego ir descendiendo muy lentamente. No obstante, el estadillo de “Niños entrados y salidos” del período 1963-1982 comienza con la todavía sobrecogedora cifra de 568 niños y finaliza ¡en 1982! con la de 114, lo que demuestra que el problema, habiendo disminuido drásticamente, está aún lejos de desaparecer. La aproximación más fiable apunta a que en sus primeros cuatro siglos de existencia, la Inclusa de Madrid recogió la impresionante cifra de más de 650.000 niños entre los abandonados por completo y los dejados temporalmente al cuidado de la institución por sus padres u otros familiares.

Financiación de la Inclusa.

La primera fuente de ingresos que tuvo la Inclusa de la Cofradía de la Soledad procedía de los donativos que hacían los fieles a su iglesia de la Victoria. También se utilizaban las mandas testamentarias que hacían muchos madrileños con el fin expreso de ayudar al hospicio de niños o con el de lograr ser sepultados en el recinto del templo o en sus aledaños. Incluso se obtuvieron donaciones de dinero y, sobre todo, de privilegios para comprar alimentos y los materiales de ajuar más imprescindibles, por parte del propio rey. El personal que ejercía un trabajo lo hacía de forma gratuita o, todo lo más, por la manutención y algo de ropa y leña.

En 1651, con la extinción de la Cofradía de la Soledad y las Angustias, quedó la Inclusa a expensas de los bienes y del dinero contante que pudiera obtener de donativos directos. La administración también pasó a ser autónoma y, además, por esa época tanto las amas de cría como muchos de los trabajadores exigían, y recibían, una paga económica. Hubo, pues que recurrir a otros métodos de recaudar fondos. El primero fue salir a pedir limosna por las calles y las numerosas iglesias de la ciudad. Se extendieron cédulas, firmadas por las autoridades del Concejo, para que las almas caritativas tuvieran la certeza de que su dinero era para un buen fin.

En el siglo XVII se decidió dedicar para la Inclusa una parte de las ganancias que se obtenían de dos espectáculos que siempre han tenido en Madrid una notable afición y, por tanto, unos sustanciosos ingresos para sus empresarios: el teatro y los toros. De los dos principales teatros de la capital, uno de ellos, el teatro del Príncipe, antes célebre Corral de la Pacheca y hoy teatro español, habría de ceder una parte de sus beneficios para el mantenimiento de la Inclusa. El otro gran teatro, hoy desaparecido, era el de la Cruz, en la calle de su mismo nombre. Los beneficios de éste se repartirán en tercios, de los cuales uno era también para la Inclusa y otro para el Hospital de la Pasión o de Antón Martín. Por último, la plaza de toros de Madrid también debía dedicar parte del dinero obtenido a la Inclusa. La plaza de las Ventas, además de organizar anualmente una corrida importante, la denominada de la Beneficencia en plena Feria de San Isidro, continúa con su contribución.

Las niñas que, una vez llegadas a cierta edad, pasaban al Colegio de La Paz para aprender un oficio, generalmente relacionado con las labores de costura, o para dedicarse al servicio doméstico, eran con su trabajo una importante fuente de ingresos. De ese dinero, un tercio se guardaba para entregárselo a la chica si contraía matrimonio, junto con una dote fija que a principios de siglo XIX era de 1300 reales a cuenta de los fondos de la institución.

Organización.

Los primeros años fueron los frailes del convento de la Victoria y los miembros de la Cofradía de la Soledad quienes administraron la Inclusa, aunque bien pronto obtuvieron el patrocinio real que asignó una renta anual de 10.000 ducados procedentes de algunos impuestos sobre el comercio y la vivienda en Madrid. A partir de ese momento era directamente el rey quien nombraba a los administradores, de manera que la Cofradía fue perdiendo atribuciones hasta su desaparición.

Con el advenimiento de lo que se llamó la Ilustración, que en España tuvo su apogeo durante los reinados de Fernando VI y Carlos III, nace entre las clases dirigentes un concepto que venía a sustituir al de caridad vigente en la sociedad hasta entonces. Se crean instituciones públicas que se llamaron de Beneficencia, dirigidas no ya sólo a la ayuda desinteresada del necesitado, sino, sobre todo, al alivio de las penalidades de quienes pudieran de ese modo integrarse en el mundo del trabajo, una preocupación típicamente ilustrada. Fruto de esta nueva mentalidad, en lo que se refiere a la Inclusa de Madrid y a todas las demás del país, fue la publicación de varios tratados como los de Joaquín Javier de Uriz y el del doctor Santiago García, Académico de Medicina.

En 1794 se da un paso muy importante para la consideración social de los niños de las inclusas, al menos sobre el papel, porque otra cosa fue su efectiva puesta en práctica. Por Real Cédula de Carlos IV quedaron legitimados los expósitos de ambos sexos existentes y futuros, que serían considerados en adelante como integrantes “en la clase social de hombres buenos del estado llano general, sin diferencia con los demás vasallos de esta clase” y los expósitos podrían acceder a los oficios civiles que por su condición les habían estado negados.

Otra consecuencia de la Ilustración fue la instauración por todo el territorio nacional de las instituciones denominadas Reales Sociedades Económicas de Amigos del País, formadas como foros donde las gentes cultivadas se dedicaban a debatir sobre todos los temas de actualidad y a promover iniciativas culturales, económicas, industriales, científicas y de todo orden. En la Real Sociedad Económica Matritense se creó la Junta de Damas de Honor y Mérito, integrada por mujeres de la nobleza y las capas altas de la sociedad. Una de sus propulsoras, nombrada primera presidenta fue doña María Josefa Alfonso de Pimentel y Téllez Girón, condesa de Benavente y duquesa de Osuna. Sus prioridades se decantaron enseguida por la Inclusa e iniciaron gestiones para que el rey les concediese la dirección del establecimiento, cosa que por fin lograron en septiembre de 1799.

Sus primeras medidas consistieron en intentar sanear las cuentas, en contratar nuevo personal como un segundo médico obligado a visitar periódicamente a los niños en periodo de lactancia, y en la construcción de una hasta entonces inexistente enfermería en la parte alta del edificio de Preciados para separar a los niños sanos de los enfermos. La junta de Damas ha estado vinculada desde entonces a la Inclusa de Madrid y al Colegio de la Paz y siguen estándolo en la actualidad. Las funciones ejecutivas de la Junta, sin embargo, fueron pasando paulatinamente a la Diputación Provincial de Madrid que se ocupa desde principios del siglo XX de la gestión administrativa y sanitaria de la institución quedando la Junta con un papel de supervisión y otro, muy importante siempre, de apoyo ante instancias sociales con influencias económicas, políticas y en la opinión pública.

En 1800, por directa solicitud de la Junta de Damas, se produjo un hecho que ha tenido enorme importancia en el funcionamiento de la Inclusa madrileña: la incorporación de las Hermanas de la Caridad. Estas monjas dieron un impulso fundamental al establecimiento, tanto en lo asistencial del centro como en lo organizativo, ocupándose de las labores de la enfermería, del torno, de las cuentas diarias de gastos y del ropero.

Cuidados de los niños en la Inclusa.

Cuando el niño atravesaba el torno, era registrado en un libro de entradas donde se hacían constar los detalles de la fecha, la edad aproximada según la opinión de la persona que lo recibía, los datos que pudiera aportar en algún papel escrito, y las ropas que llevaba. Luego se le lavaba, se le ponían ropas limpias y se abrigaba con mantas o junto a una lumbre para que entrara en calor pues en la mayoría de los casos llegaban, en palabras textuales de algunos de estos libros, "pasmaos de frío". La siguiente atención era el reconocimiento por un médico que dedicaba un especial cuidado a detectar signos de enfermedades contagiosas y, sobre todo de sífilis, para en ese caso destinar al niño a una sección apartada de los demás en la misma inclusa. Otras veces se le mantenía en observación durante unas semanas por si en ese tiempo desarrollaba síntomas de tales padecimientos. A todos los niños se les ponía, como seña de identificación, una cinta al cuello de la que colgaba una medalla que en el anverso llevaba una imagen de la Virgen y en el reverso un número y la fecha de ingreso. Esta medalla la llevarían hasta su salida definitiva de los establecimientos de acogida.

De 1809 poseemos una estadística de la causa de muerte de los 889 niños fallecidos ese año dentro de la Inclusa. Por orden de frecuencia son éstas: el 18,7% mueren por “extenuación”, término impreciso que parece aludir a un conjunto de síntomas consecutivos a muchas dolencias, entre ellas las derivadas del estado en que son abandonados; el 14,8% son los que denominaban “nacidos inconservables”, entre los que el mayor número hay que suponerlo compuesto por graves malformaciones congénitas o gran prematuridad; de “fiebre”, palabra que engloba, como sabemos, una gran cantidad de enfermedades infecciosas entonces no identificables y desde luego incurables mueren el 14,6%. Luego siguen los “trastornos digestivos”, seguramente gastroenteritis en su mayor parte; “fatiga” que hace referencia a procesos respiratorios; “encanijados”, es decir, depauperados y faltos de fuerzas y de defensas; el “mal venéreo”, la sífilis, tan frecuente en aquella sociedad, causa la muerte del 8%. Otras enfermedades mortales descritas en ese documento son de muy difícil identificación, pero podrían corresponder a sarampión, escarlatina, difteria o tos ferina, para muchas de las cuales aún no existía ni nombre a esas alturas del siglo y cuya difusión se facilitaba enormemente por las condiciones de hacinamiento y falta de higiene ambiental y personal que reinaban en el recinto. En cambio, cuando se conoció la vacuna contra la viruela a partir de finales del siglo XVIII, todos los niños eran vacunados contra esa enfermedad cuando todavía no lo eran los hijos de muchas familias por el rechazo a dicha técnica entre una buena parte de la sociedad.

La fracción más importante entre el personal de una inclusa era la formada por las nodrizas. En algunas ocasiones eran las propias madres las que se quedaban a vivir allí para poder seguir alimentando a sus hijos a cambio de su propia manutención y los pocos servicios que la Inclusa pudiera darles, ofreciendo a cambio su trabajo en las labores domésticas de la Institución, ahorrando a ésta un gasto añadido. La mayoría de los casos, sin embargo, había que recurrir a la contratación de nodrizas externas. No era tarea fácil conseguir mujeres lactantes dispuestas a amamantar a varios chiquillos ajenos y por los cuatro escasos cuartos que los regidores de la inclusa podían pagarles. En un principio se exigían varias condiciones a las mujeres aspirantes al cargo: salud contrastada, que fueran robustas, jóvenes, madres de más de un hijo y de menos de seis para garantizar la riqueza de la leche, que no hubiesen abortado, que sus senos fueran anchos y de pezones prominentes, que no tuvieran mal olor de aliento y hasta que sus propios hijos hubiesen sido concebidos dentro de un matrimonio legítimo y cristiano. A la hora de la verdad, sin embargo, ante la escasez de candidatas y la necesidad de ellas, se aceptaba prácticamente a cualquiera: prostitutas, madres solteras o amancebadas, enfermas etc. La única precaución era la de separar a las que tenían el mal gálico o ciertas enfermedades de la piel o poca leche para ocuparlas en la alimentación de aquellos niños en peores condiciones.

A partir del siglo XVIII se comenzó a promover la idea de que los niños expósitos fueran acogidos en el ámbito rural por familias a las que se compensaría económicamente por ese trabajo. A las nodrizas que se hacían cargo de los niños se les pagaba una parte en dinero y otra en especie, sobre todo en forma de alimentos como legumbres y carne. Los administradores de la inclusa tuvieron que habilitar un cuerpo de inspectores que recorriesen aquellos pueblos para poner coto a la serie de irregularidades que se venían cometiendo. Algunas nodrizas daban a beber a los niños jugo de adormidera para que no las molestasen, o restregaban sus mejillas con polvos rubificantes para hacerles parecer sonrosados y sanos ante la visita de un inspector o frente a la curiosidad de los vecinos. Otras veces vendían la carne que les había suministrado la inclusa para la dieta de los niños. Por último, en un elevado número de casos, si el niño fallecía, se ocultaba su muerte para seguir cobrando el estipendio; y así durante años si había suerte de que no llegase por allí la inspección o se podía burlar ésta alquilando para la ocasión el niño de otra familia.

Aunque ya en el siglo XVIII consta la presencia de médicos pagados a cargo de los fondos de la institución, fue desde principios del siglo XIX cuando fueron contratados médicos en exclusividad o haciendo compatible su trabajo allí con sus menesteres en otros hospitales madrileños. Entre estos médicos, cuya relación pormenorizada consta en los meticulosos archivos de la Casa, figuran durante ese siglo personalidades como Mariano Benavente, fundador luego del Hospital del Niño Jesús en la capital. Ya en el siglo XX hay que destacar a Juan Bravo Frías, impulsor de mejoras para los niños y del cambio de ubicación del Centro, Juan Antonio Alonso Muñoyerro, director desde 1920 hasta 1936 y posteriormente desde 1939 hasta su jubilación y responsable, junto con el citado Bravo, del traslado de la Inclusa al nuevo edificio de la calle O’Donnell y de la creación del Instituto Provincial de Puericultura. Enrique Jaso Roldán que dirigió la Inclusa durante la Guerra Civil y años más tarde crearía en la Ciudad Sanitaria La Paz un pionero servicio de pediatría que sirvió de pauta a todos los existentes en la actualidad. El último director fue Javier Matos Aguilar hasta la desaparición en los años ochenta del Instituto como tal.

Destino de los niños de la Inclusa.

En la Inclusa o con las nodrizas contratadas en los pueblos, los niños permanecían el tiempo que duraba la lactancia, por lo general 18 meses, y la llamada crianza que se extendía hasta los siete años. La lactancia, si faltaba la leche humana se hacía a base de leche de burra, la más parecida a la humana en sus cualidades alimenticias, o de cabra. Una vez transcurrido ese tiempo, los niños debían abandonar la Inclusa. A partir de ese momento se hacía un reparto a otros centros de acogida. Las niñas pasaban al Colegio de La Paz, fundado en 1679 expresamente para niñas expósitas, donde aprenderían un oficio y podrían permanecer de por vida o hasta que contrajeran matrimonio.

Los niños varones, llegada la edad de salir de la Inclusa, eran remitidos al Hospital de los Desamparados, en la calle que hoy lleva ese nombre, donde compartían edificio con pobres y enfermos adultos de ambos sexos allí recogidos. En otros casos el lugar de destino era el Hospicio, un magnífico edificio en la calle Fuencarral, adornado años después de su construcción con una maravillosa portada de Pedro de Ribera. En el Hospicio estaban recluidos chavales de muy distinta procedencia y, sobre todo, muchos condenados por la comisión de delitos y que por su corta edad no podían ser encerrados en las cárceles de la ciudad. En ambos centros, Hospicio y Desamparados, se enseñaban oficios manuales hasta los catorce años y luego la propia Institución buscaba acomodo laboral para esos adolescentes que de esa manera salían de allí con el porvenir más o menos resuelto.

Durante la Guerra Civil se vivió en la Inclusa madrileña un episodio que por sí mismo merecería un estudio aparte por los componentes que tuvo de epopeya sin que faltaran los tintes dramáticos. Con la aproximación de los frentes de combate a la capital se hizo conveniente la evacuación de los niños acogidos. El entonces director, doctor Jaso Roldán, tomó personalmente las riendas del asunto con conversaciones con las autoridades civiles y militares y se dispuso la creación de Colonias Escolares en zonas de la península lo más alejadas posible de la crudeza bélica. Se eligieron las regiones levantina y manchega y se dispusieron asentamientos en varios pueblos de Valencia, Castellón, Alicante y Ciudad Real no sólo para los niños sino asimismo para las nodrizas, las madres internas con sus hijos y el personal sanitario y auxiliar.

Sin embargo, el interés de la Inclusa fue siempre conseguir familias que adoptaran a los niños. La adopción no era ni mucho menos una práctica habitual en la sociedad de los primeros siglos de la Institución. Las familias que tenían hijos propios los tenían en gran número -aunque muchos muriesen en edades precoces por las infinitas plagas que entonces se cebaban en la edad infantil-, y quienes no tenían hijos no solían considerar la posibilidad de adoptar a uno de esos niños expósitos que vegetaban sórdida y precariamente en las inclusas. Durante mucho tiempo las únicas adopciones que constan en los archivos fueran las solicitadas por algunas de las amas de cría externas que se habían ocupado de cuidar al niño a lo largo de sus primeros años de vida. Los administradores de la Inclusa solían concederlas con facilidad en esos casos que demostraban que la mujer y su familia se habían encariñado con la criatura y serían capaces de ofrecerle un porvenir beneficioso.

Actualmente la situación ha cambiado mucho y para bien. Hoy existen “más padres sin hijos que hijos sin padres”, como explicaba muy gráficamente un veterano médico que prestó sus servicios en la Inclusa madrileña de la posguerra. La legislación ha ido adaptándose a la realidad, pero aun así, adoptar un niño en España es complicado, requiere un proceso largo durante el cual el niño está en una situación ambigua entre el régimen de acogimiento, que no garantiza la satisfactoria resolución del procedimiento, y la definitiva filiación a todos los efectos. Por otro lado, es cierto que el número de niños en situación de total abandono, requisito que exige la ley para poder ser entregados en adopción plena, es hoy muy pequeño y el de solicitudes de adopción no hace sino crecer. Así se ha desatado en los últimos años una marea de las llamadas “adopciones internacionales”.

De cualquier modo, la infancia más desvalida, la que sufre el abandono familiar, merece cualquier esfuerzo individual e institucional. Así lo entendió la Inclusa desde hace más de cuatro siglos y, con todas las vicisitudes a las que me he venido refiriendo, ha hecho una labor extraordinaria a la que es justo rendir un homenaje cuando repasamos la historia de la Pediatría española.

Bibliografía.

Arana Amurrio, José Ignacio de: Historias curiosas de la medicina. Madrid. Espasa-Calpe. 1994.

De Pablo Gafas, Alicia: “Niños expósitos y medicina infantil en España a principios del siglo XIX.” Medicina e Historia, nº 39. 1991 (tercera época).

Espina Pérez, Pedro: Historia de la Inclusa de Madrid. Oficina del Defensor del Menor en la Comunidad de Madrid. 2005.

Vidal Galache, Florentina y Benicia: Bordes y bastardos. Una historia de la Inclusa de Madrid. Madrid. Compañía Literaria. 1994.

Voltes, Mª José y Pedro: Madres y niños en la historia de España. Madrid. Planeta. 1989.

https://www.aeped.es/sites/default/files/historia_de_la_inclusa_de_madrid.pdf



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