HISTORIA DE LA INCLUSA DE MADRID.
https://es.wikipedia.org/wiki/Hospital_de_la_Inclusa
En 1563, se crea en Madrid, en el
convento de la Victoria situado junto a la Puerta del Sol, con una iglesia muy
visitada por la familia real y personajes de la Corte, la Cofradía de Nuestra
Señora de la Soledad y las Angustias con el fin caritativo de recoger a los
convalecientes que salían de los Asilos-Hospitales. En 1572 la Cofradía asume
la labor de recogida de los expósitos madrileños y para darles cobijo adquirió
en 1579 un grupo de inmuebles próximos al convento situados en la Puerta del
Sol, entre la calle de Preciados y la del Carmen.
Por esa misma época la ciudad
flamenca de Enkuissen era disputada por las tropas españolas de los tercios y
los holandeses rebeldes. Al conquistarla los españoles, un soldado encontró en
una iglesia profanada un cuadro de la Virgen de la Paz rodeada de ángeles y con
un niño a sus pies y decidió unirla a su escueto equipaje militar. Tras su
regreso, aquel soldado le regaló al rey Felipe II la imagen rescatada y el
monarca, viendo la escena del niño a los pies de la Virgen, decidió donarla a
la cofradía. En el convento de la Victoria fue entronizada y pronto fue objeto
de una enorme devoción entre los madrileños. Pero éstos no sabían pronunciar el
nombre de aquella lejana ciudad flamenca y comenzaron a utilizar para el cuadro
la advocación de Virgen de la Inclusa. Poco a poco esta palabra sustituyó en el
habla popular al nombre del convento y cofradía pasando ésta a denominarse
simplemente Inclusa; la nueva denominación hizo fortuna y de allí se extendió a
todas las instituciones españolas dedicadas como ella a la recogida de
expósitos.
En ese lugar iba a permanecer la Inclusa
madrileña durante más de dos siglos. En realidad, era una aglomeración de
casas, unidas entre sí por pasadizos que se construían según surgía la necesidad
por el expeditivo método de derribar un muro. En 1801, ante el deplorable
estado de los edificios, se decide su traslado. La primera ubicación elegida
fue otro viejo y también medio ruinoso edificio en la calle del Soldado, hoy
calle de Barbieri, conocido por el nombre de “Galera vieja” porque había sido
anteriormente cárcel de mujeres de la Villa. Sólo tres años más tarde se
trasladan a la calle de la Libertad, y por fin, en 1807 la Inclusa se instala
en el enorme caserón de la calle Embajadores donde ya se encontraba el Colegio
de La Paz, dedicado a recoger a mujeres y niñas menesterosas.
En el año 1929 la Diputación
Provincial de Madrid, de la que dependen los organismos de Beneficencia,
dispone la construcción de un edificio totalmente nuevo para alojar la Inclusa.
La elección del sitio no es aleatoria. Se trata de un amplio terreno en la entonces
alejada calle de O’Donnell, propiedad de la Junta de Damas que regía la
institución y donde muy poco después se construiría la Maternidad Provincial.
Abierto al campo que circundaba la ciudad por ese extremo, con amplias
dependencias interiores y grandes jardines, con una hermosa galería orientada
al sur para que los internos pudieran disfrutar del sol, el edificio supuso un
revolucionario avance en el modo de atender a los niños. Un detalle decorativo
de su fachada merece la atención del que pasa junto a ella. Se trata de dos
relieves, de preciosa cerámica, representando a dos recién nacidos fajados,
imitación exacta de los que adornan la fachada del Hospital de los Inocentes de
Florencia y que en el siglo XV modeló el artista del Renacimiento Andrea della
Robia. La Inclusa perdió ese nombre para pasar a llamarse Instituto Provincial
de Puericultura, aunque siguió manteniendo sus funciones. A comienzos de los
años setenta se decidió el traslado del Instituto, a su actual ubicación del
Colegio de San Fernando, en la carretera de Colmenar Viejo, y volvió a cambiar
de nombre, ahora por el de Casa de los Niños.
Procedencia de los niños.
Los niños acogidos en la Inclusa
tenían diferentes procedencias:
1.- Recién
nacidos abandonados en la calle, en las puertas de iglesias y conventos o en
los tornos que se habilitaron para ello en la propia Inclusa, en el templo de
San Ginés, y un tercero en el Puente de Segovia, junto al tramo del río
Manzanares al que acudían las lavanderas. Eran prácticamente siempre de padres
desconocidos y los que llegaban en peores condiciones físicas por lo que su
índice de mortalidad era casi siempre del 100% en los primeros días.
2.- Desde el Hospital de los Desamparados,
donde existían unas camas para atender a lo que se llamaba “paridas
clandestinas”, cuyos hijos, nada más nacer, se trasladaban a la Inclusa.
3.- Otros Hospitales de Madrid entre los que
cabe destacar el de La Pasión o de Antón Martín, dedicado en especial a
enfermedades cutáneas como sarna, tiñas, úlceras y, sobre todo, el mal gálico.
Estos niños, en una buena proporción, pasaban al nacer a la Inclusa, pero sólo
hasta que sus madres eran dadas de alta o, si éstas fallecían, eran reclamados
por el padre u otros familiares.
4.- En
ocasiones, familias que estaban atravesando graves crisis económicas dejaban a
sus hijos recién nacidos y hasta a alguno ya mayorcito al cuidado de la
Inclusa, con el compromiso de recogerlo cuando la situación mejorase, cosa que
en demasiadas ocasiones no llegaba nunca a suceder.
Desde el primer momento, las
inclusas quisieron preservar el anonimato de aquellas personas que se veían en
la necesidad de abandonar a sus hijos recién nacidos y que por vergüenza lo
hacían en plena calle. Con este fin se instituyó un procedimiento de recogida
que ha perdurado hasta hace pocos años. Me refiero al torno. El torno llegó a
existir en prácticamente todas las inclusas y hospicios y también se instalaron
en distintos lugares para de ese modo evitar a las madres largos
desplazamientos que pudieran hacerlas desistir de dejar a su hijo en un lugar
de acogida. Un miembro del personal hacía guardia permanente al otro lado del
rudimentario aparato sin tener contacto directo con el autor o autora del
abandono. Sobre ellos campeaban carteles como los dos que les muestro en estas
fotografías.
Los niños llegaban al torno en
muy dispares condiciones. La mayoría, desde luego, prácticamente desnudos o sin
otra prenda de abrigo que unos trapos viejos o una astrada manta. Otras, en
cambio, llevaban alguna ropilla más cuidada y hasta no faltaba el que mostraba
detalles entrañables de cariño materno en forma de algún humilde adorno en la
ropa o algún objeto de devoción sobre el cuerpo. Era bastante frecuente que
junto a la criatura apareciese una nota, escrita las más de las veces con letra
temblona, pero otras con rasgos de una cierta cultura caligráfica. En esas
notas se solía decir si la criatura estaba o no bautizada, si, de estarlo, se
le había impuesto algún nombre; en raras ocasiones se aportaba algún detalle de
su filiación como la clase social de la madre o de los padres, si éstos estaban
vivos, si su unión era o no legítima y, siempre se hacía un llamamiento a la
caridad de la Inclusa o de sus gestores. Estos datos, junto con los de los
objetos que llevasen encima, podían más tarde ser aducidos por la familia para
identificar al niño si decidían reintegrarlo al hogar. De todo ello se llevaba
un meticuloso registro por escrito de cuya existencia hay constancia en el
archivo de la Inclusa de Madrid. En ese mismo registro se anotaban todas las
vicisitudes de la estancia del niño hasta que salía de la institución.
El primer año del que hay
constancia documental, 1583, se recogieron 74 niños. A partir de 1600, el
número de ingresos anuales oscila entre 300 y casi 700. En el tránsito de los
siglos XVIII al XIX llega casi a los 1500 al año. Durante todo el siglo XIX las
cifras se mantienen entre 1600 y 1800 aunque con algún pico que roza los 2000.
En las dos primeras décadas del siglo XX hay años como 1915 y 1916 en que se
recogen casi 1700 niños para luego ir descendiendo muy lentamente. No obstante,
el estadillo de “Niños entrados y salidos” del período 1963-1982 comienza con
la todavía sobrecogedora cifra de 568 niños y finaliza ¡en 1982! con la de 114,
lo que demuestra que el problema, habiendo disminuido drásticamente, está aún
lejos de desaparecer. La aproximación más fiable apunta a que en sus primeros
cuatro siglos de existencia, la Inclusa de Madrid recogió la impresionante
cifra de más de 650.000 niños entre los abandonados por completo y los dejados
temporalmente al cuidado de la institución por sus padres u otros familiares.
Financiación de la Inclusa.
La primera fuente de ingresos que
tuvo la Inclusa de la Cofradía de la Soledad procedía de los donativos que
hacían los fieles a su iglesia de la Victoria. También se utilizaban las mandas
testamentarias que hacían muchos madrileños con el fin expreso de ayudar al
hospicio de niños o con el de lograr ser sepultados en el recinto del templo o
en sus aledaños. Incluso se obtuvieron donaciones de dinero y, sobre todo, de
privilegios para comprar alimentos y los materiales de ajuar más
imprescindibles, por parte del propio rey. El personal que ejercía un trabajo
lo hacía de forma gratuita o, todo lo más, por la manutención y algo de ropa y
leña.
En 1651, con la extinción de la
Cofradía de la Soledad y las Angustias, quedó la Inclusa a expensas de los
bienes y del dinero contante que pudiera obtener de donativos directos. La
administración también pasó a ser autónoma y, además, por esa época tanto las
amas de cría como muchos de los trabajadores exigían, y recibían, una paga
económica. Hubo, pues que recurrir a otros métodos de recaudar fondos. El
primero fue salir a pedir limosna por las calles y las numerosas iglesias de la
ciudad. Se extendieron cédulas, firmadas por las autoridades del Concejo, para
que las almas caritativas tuvieran la certeza de que su dinero era para un buen
fin.
En el siglo XVII se decidió
dedicar para la Inclusa una parte de las ganancias que se obtenían de dos
espectáculos que siempre han tenido en Madrid una notable afición y, por tanto,
unos sustanciosos ingresos para sus empresarios: el teatro y los toros. De los
dos principales teatros de la capital, uno de ellos, el teatro del Príncipe,
antes célebre Corral de la Pacheca y hoy teatro español, habría de ceder una
parte de sus beneficios para el mantenimiento de la Inclusa. El otro gran
teatro, hoy desaparecido, era el de la Cruz, en la calle de su mismo nombre.
Los beneficios de éste se repartirán en tercios, de los cuales uno era también
para la Inclusa y otro para el Hospital de la Pasión o de Antón Martín. Por
último, la plaza de toros de Madrid también debía dedicar parte del dinero
obtenido a la Inclusa. La plaza de las Ventas, además de organizar anualmente
una corrida importante, la denominada de la Beneficencia en plena Feria de San
Isidro, continúa con su contribución.
Las niñas que, una vez llegadas a
cierta edad, pasaban al Colegio de La Paz para aprender un oficio, generalmente
relacionado con las labores de costura, o para dedicarse al servicio doméstico,
eran con su trabajo una importante fuente de ingresos. De ese dinero, un tercio
se guardaba para entregárselo a la chica si contraía matrimonio, junto con una
dote fija que a principios de siglo XIX era de 1300 reales a cuenta de los
fondos de la institución.
Organización.
Los primeros años fueron los
frailes del convento de la Victoria y los miembros de la Cofradía de la Soledad
quienes administraron la Inclusa, aunque bien pronto obtuvieron el patrocinio
real que asignó una renta anual de 10.000 ducados procedentes de algunos
impuestos sobre el comercio y la vivienda en Madrid. A partir de ese momento
era directamente el rey quien nombraba a los administradores, de manera que la
Cofradía fue perdiendo atribuciones hasta su desaparición.
Con el advenimiento de lo que se
llamó la Ilustración, que en España tuvo su apogeo durante los reinados de
Fernando VI y Carlos III, nace entre las clases dirigentes un concepto que
venía a sustituir al de caridad vigente en la sociedad hasta entonces. Se crean
instituciones públicas que se llamaron de Beneficencia, dirigidas no ya sólo a
la ayuda desinteresada del necesitado, sino, sobre todo, al alivio de las
penalidades de quienes pudieran de ese modo integrarse en el mundo del trabajo,
una preocupación típicamente ilustrada. Fruto de esta nueva mentalidad, en lo
que se refiere a la Inclusa de Madrid y a todas las demás del país, fue la
publicación de varios tratados como los de Joaquín Javier de Uriz y el del
doctor Santiago García, Académico de Medicina.
En 1794 se da un paso muy
importante para la consideración social de los niños de las inclusas, al menos
sobre el papel, porque otra cosa fue su efectiva puesta en práctica. Por Real
Cédula de Carlos IV quedaron legitimados los expósitos de ambos sexos
existentes y futuros, que serían considerados en adelante como integrantes “en
la clase social de hombres buenos del estado llano general, sin diferencia con
los demás vasallos de esta clase” y los expósitos podrían acceder a los oficios
civiles que por su condición les habían estado negados.
Otra consecuencia de la
Ilustración fue la instauración por todo el territorio nacional de las
instituciones denominadas Reales Sociedades Económicas de Amigos del País,
formadas como foros donde las gentes cultivadas se dedicaban a debatir sobre
todos los temas de actualidad y a promover iniciativas culturales, económicas,
industriales, científicas y de todo orden. En la Real Sociedad Económica
Matritense se creó la Junta de Damas de Honor y Mérito, integrada por mujeres
de la nobleza y las capas altas de la sociedad. Una de sus propulsoras,
nombrada primera presidenta fue doña María Josefa Alfonso de Pimentel y Téllez
Girón, condesa de Benavente y duquesa de Osuna. Sus prioridades se decantaron
enseguida por la Inclusa e iniciaron gestiones para que el rey les concediese
la dirección del establecimiento, cosa que por fin lograron en septiembre de
1799.
Sus primeras medidas consistieron
en intentar sanear las cuentas, en contratar nuevo personal como un segundo
médico obligado a visitar periódicamente a los niños en periodo de lactancia, y
en la construcción de una hasta entonces inexistente enfermería en la parte
alta del edificio de Preciados para separar a los niños sanos de los enfermos.
La junta de Damas ha estado vinculada desde entonces a la Inclusa de Madrid y
al Colegio de la Paz y siguen estándolo en la actualidad. Las funciones
ejecutivas de la Junta, sin embargo, fueron pasando paulatinamente a la
Diputación Provincial de Madrid que se ocupa desde principios del siglo XX de
la gestión administrativa y sanitaria de la institución quedando la Junta con un
papel de supervisión y otro, muy importante siempre, de apoyo ante instancias
sociales con influencias económicas, políticas y en la opinión pública.
En 1800, por directa solicitud de
la Junta de Damas, se produjo un hecho que ha tenido enorme importancia en el
funcionamiento de la Inclusa madrileña: la incorporación de las Hermanas de la
Caridad. Estas monjas dieron un impulso fundamental al establecimiento, tanto
en lo asistencial del centro como en lo organizativo, ocupándose de las labores
de la enfermería, del torno, de las cuentas diarias de gastos y del ropero.
Cuidados de los niños en la
Inclusa.
Cuando el niño atravesaba el
torno, era registrado en un libro de entradas donde se hacían constar los
detalles de la fecha, la edad aproximada según la opinión de la persona que lo
recibía, los datos que pudiera aportar en algún papel escrito, y las ropas que
llevaba. Luego se le lavaba, se le ponían ropas limpias y se abrigaba con
mantas o junto a una lumbre para que entrara en calor pues en la mayoría de los
casos llegaban, en palabras textuales de algunos de estos libros, "pasmaos
de frío". La siguiente atención era el reconocimiento por un médico que
dedicaba un especial cuidado a detectar signos de enfermedades contagiosas y,
sobre todo de sífilis, para en ese caso destinar al niño a una sección apartada
de los demás en la misma inclusa. Otras veces se le mantenía en observación
durante unas semanas por si en ese tiempo desarrollaba síntomas de tales
padecimientos. A todos los niños se les ponía, como seña de identificación, una
cinta al cuello de la que colgaba una medalla que en el anverso llevaba una
imagen de la Virgen y en el reverso un número y la fecha de ingreso. Esta
medalla la llevarían hasta su salida definitiva de los establecimientos de
acogida.
De 1809 poseemos una estadística
de la causa de muerte de los 889 niños fallecidos ese año dentro de la Inclusa.
Por orden de frecuencia son éstas: el 18,7% mueren por “extenuación”, término
impreciso que parece aludir a un conjunto de síntomas consecutivos a muchas
dolencias, entre ellas las derivadas del estado en que son abandonados; el
14,8% son los que denominaban “nacidos inconservables”, entre los que el mayor
número hay que suponerlo compuesto por graves malformaciones congénitas o gran
prematuridad; de “fiebre”, palabra que engloba, como sabemos, una gran cantidad
de enfermedades infecciosas entonces no identificables y desde luego incurables
mueren el 14,6%. Luego siguen los “trastornos digestivos”, seguramente
gastroenteritis en su mayor parte; “fatiga” que hace referencia a procesos
respiratorios; “encanijados”, es decir, depauperados y faltos de fuerzas y de
defensas; el “mal venéreo”, la sífilis, tan frecuente en aquella sociedad,
causa la muerte del 8%. Otras enfermedades mortales descritas en ese documento
son de muy difícil identificación, pero podrían corresponder a sarampión,
escarlatina, difteria o tos ferina, para muchas de las cuales aún no existía ni
nombre a esas alturas del siglo y cuya difusión se facilitaba enormemente por
las condiciones de hacinamiento y falta de higiene ambiental y personal que
reinaban en el recinto. En cambio, cuando se conoció la vacuna contra la viruela
a partir de finales del siglo XVIII, todos los niños eran vacunados contra esa
enfermedad cuando todavía no lo eran los hijos de muchas familias por el
rechazo a dicha técnica entre una buena parte de la sociedad.
La fracción más importante entre
el personal de una inclusa era la formada por las nodrizas. En algunas
ocasiones eran las propias madres las que se quedaban a vivir allí para poder
seguir alimentando a sus hijos a cambio de su propia manutención y los pocos
servicios que la Inclusa pudiera darles, ofreciendo a cambio su trabajo en las
labores domésticas de la Institución, ahorrando a ésta un gasto añadido. La
mayoría de los casos, sin embargo, había que recurrir a la contratación de
nodrizas externas. No era tarea fácil conseguir mujeres lactantes dispuestas a
amamantar a varios chiquillos ajenos y por los cuatro escasos cuartos que los
regidores de la inclusa podían pagarles. En un principio se exigían varias
condiciones a las mujeres aspirantes al cargo: salud contrastada, que fueran
robustas, jóvenes, madres de más de un hijo y de menos de seis para garantizar
la riqueza de la leche, que no hubiesen abortado, que sus senos fueran anchos y
de pezones prominentes, que no tuvieran mal olor de aliento y hasta que sus
propios hijos hubiesen sido concebidos dentro de un matrimonio legítimo y
cristiano. A la hora de la verdad, sin embargo, ante la escasez de candidatas y
la necesidad de ellas, se aceptaba prácticamente a cualquiera: prostitutas,
madres solteras o amancebadas, enfermas etc. La única precaución era la de
separar a las que tenían el mal gálico o ciertas enfermedades de la piel o poca
leche para ocuparlas en la alimentación de aquellos niños en peores condiciones.
A partir del siglo XVIII se
comenzó a promover la idea de que los niños expósitos fueran acogidos en el
ámbito rural por familias a las que se compensaría económicamente por ese
trabajo. A las nodrizas que se hacían cargo de los niños se les pagaba una
parte en dinero y otra en especie, sobre todo en forma de alimentos como legumbres
y carne. Los administradores de la inclusa tuvieron que habilitar un cuerpo de
inspectores que recorriesen aquellos pueblos para poner coto a la serie de
irregularidades que se venían cometiendo. Algunas nodrizas daban a beber a los
niños jugo de adormidera para que no las molestasen, o restregaban sus mejillas
con polvos rubificantes para hacerles parecer sonrosados y sanos ante la visita
de un inspector o frente a la curiosidad de los vecinos. Otras veces vendían la
carne que les había suministrado la inclusa para la dieta de los niños. Por
último, en un elevado número de casos, si el niño fallecía, se ocultaba su
muerte para seguir cobrando el estipendio; y así durante años si había suerte
de que no llegase por allí la inspección o se podía burlar ésta alquilando para
la ocasión el niño de otra familia.
Aunque ya en el siglo XVIII
consta la presencia de médicos pagados a cargo de los fondos de la institución,
fue desde principios del siglo XIX cuando fueron contratados médicos en
exclusividad o haciendo compatible su trabajo allí con sus menesteres en otros
hospitales madrileños. Entre estos médicos, cuya relación pormenorizada consta
en los meticulosos archivos de la Casa, figuran durante ese siglo
personalidades como Mariano Benavente, fundador luego del Hospital del Niño
Jesús en la capital. Ya en el siglo XX hay que destacar a Juan Bravo Frías,
impulsor de mejoras para los niños y del cambio de ubicación del Centro, Juan
Antonio Alonso Muñoyerro, director desde 1920 hasta 1936 y posteriormente desde
1939 hasta su jubilación y responsable, junto con el citado Bravo, del traslado
de la Inclusa al nuevo edificio de la calle O’Donnell y de la creación del
Instituto Provincial de Puericultura. Enrique Jaso Roldán que dirigió la
Inclusa durante la Guerra Civil y años más tarde crearía en la Ciudad Sanitaria
La Paz un pionero servicio de pediatría que sirvió de pauta a todos los
existentes en la actualidad. El último director fue Javier Matos Aguilar hasta
la desaparición en los años ochenta del Instituto como tal.
Destino de los niños de la
Inclusa.
En la Inclusa o con las nodrizas
contratadas en los pueblos, los niños permanecían el tiempo que duraba la
lactancia, por lo general 18 meses, y la llamada crianza que se extendía hasta
los siete años. La lactancia, si faltaba la leche humana se hacía a base de
leche de burra, la más parecida a la humana en sus cualidades alimenticias, o
de cabra. Una vez transcurrido ese tiempo, los niños debían abandonar la
Inclusa. A partir de ese momento se hacía un reparto a otros centros de
acogida. Las niñas pasaban al Colegio de La Paz, fundado en 1679 expresamente
para niñas expósitas, donde aprenderían un oficio y podrían permanecer de por
vida o hasta que contrajeran matrimonio.
Los niños varones, llegada la
edad de salir de la Inclusa, eran remitidos al Hospital de los Desamparados, en
la calle que hoy lleva ese nombre, donde compartían edificio con pobres y
enfermos adultos de ambos sexos allí recogidos. En otros casos el lugar de
destino era el Hospicio, un magnífico edificio en la calle Fuencarral, adornado
años después de su construcción con una maravillosa portada de Pedro de Ribera.
En el Hospicio estaban recluidos chavales de muy distinta procedencia y, sobre
todo, muchos condenados por la comisión de delitos y que por su corta edad no
podían ser encerrados en las cárceles de la ciudad. En ambos centros, Hospicio
y Desamparados, se enseñaban oficios manuales hasta los catorce años y luego la
propia Institución buscaba acomodo laboral para esos adolescentes que de esa
manera salían de allí con el porvenir más o menos resuelto.
Durante la Guerra Civil se vivió
en la Inclusa madrileña un episodio que por sí mismo merecería un estudio
aparte por los componentes que tuvo de epopeya sin que faltaran los tintes
dramáticos. Con la aproximación de los frentes de combate a la capital se hizo
conveniente la evacuación de los niños acogidos. El entonces director, doctor
Jaso Roldán, tomó personalmente las riendas del asunto con conversaciones con
las autoridades civiles y militares y se dispuso la creación de Colonias
Escolares en zonas de la península lo más alejadas posible de la crudeza
bélica. Se eligieron las regiones levantina y manchega y se dispusieron
asentamientos en varios pueblos de Valencia, Castellón, Alicante y Ciudad Real
no sólo para los niños sino asimismo para las nodrizas, las madres internas con
sus hijos y el personal sanitario y auxiliar.
Sin embargo, el interés de la
Inclusa fue siempre conseguir familias que adoptaran a los niños. La adopción
no era ni mucho menos una práctica habitual en la sociedad de los primeros
siglos de la Institución. Las familias que tenían hijos propios los tenían en
gran número -aunque muchos muriesen en edades precoces por las infinitas plagas
que entonces se cebaban en la edad infantil-, y quienes no tenían hijos no
solían considerar la posibilidad de adoptar a uno de esos niños expósitos que
vegetaban sórdida y precariamente en las inclusas. Durante mucho tiempo las
únicas adopciones que constan en los archivos fueran las solicitadas por
algunas de las amas de cría externas que se habían ocupado de cuidar al niño a
lo largo de sus primeros años de vida. Los administradores de la Inclusa solían
concederlas con facilidad en esos casos que demostraban que la mujer y su
familia se habían encariñado con la criatura y serían capaces de ofrecerle un
porvenir beneficioso.
Actualmente la situación ha
cambiado mucho y para bien. Hoy existen “más padres sin hijos que hijos sin
padres”, como explicaba muy gráficamente un veterano médico que prestó sus
servicios en la Inclusa madrileña de la posguerra. La legislación ha ido
adaptándose a la realidad, pero aun así, adoptar un niño en España es
complicado, requiere un proceso largo durante el cual el niño está en una
situación ambigua entre el régimen de acogimiento, que no garantiza la
satisfactoria resolución del procedimiento, y la definitiva filiación a todos
los efectos. Por otro lado, es cierto que el número de niños en situación de
total abandono, requisito que exige la ley para poder ser entregados en
adopción plena, es hoy muy pequeño y el de solicitudes de adopción no hace sino
crecer. Así se ha desatado en los últimos años una marea de las llamadas
“adopciones internacionales”.
De cualquier modo, la infancia
más desvalida, la que sufre el abandono familiar, merece cualquier esfuerzo
individual e institucional. Así lo entendió la Inclusa desde hace más de cuatro
siglos y, con todas las vicisitudes a las que me he venido refiriendo, ha hecho
una labor extraordinaria a la que es justo rendir un homenaje cuando repasamos
la historia de la Pediatría española.
Bibliografía.
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Historias curiosas de la medicina. Madrid. Espasa-Calpe. 1994.
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expósitos y medicina infantil en España a principios del siglo XIX.” Medicina e
Historia, nº 39. 1991 (tercera época).
Espina Pérez, Pedro: Historia de
la Inclusa de Madrid. Oficina del Defensor del Menor en la Comunidad de Madrid.
2005.
Vidal Galache, Florentina y
Benicia: Bordes y bastardos. Una historia de la Inclusa de Madrid. Madrid.
Compañía Literaria. 1994.
Voltes, Mª José y Pedro: Madres y
niños en la historia de España. Madrid. Planeta. 1989.
https://www.aeped.es/sites/default/files/historia_de_la_inclusa_de_madrid.pdf
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