I. La Ribera
México es nuestra ciudad histórica por
excelencia, y el suelo que pisamos es tan clásico como el recinto de Atenas o
el que ciñen las Siete Colinas. Desde que era corte de los reyes aztecas, desde
que se llamaba la gran Tenochtitlán, hasta nuestros días en que tiene el
modesto nombre de capital de la República, ha sido y es el centro de la
civilización de los pueblos que habitan el Anáhuac; el lago de luz a cuyo seno
vienen a parar los raudales de la ciencia;
el punto donde hayan eco mil y mil sucesos; el espejo portentoso que
reproduce la imagen de las glorias y desdichas de la patria, y finalmente, el
archivo de todas nuestras tradiciones.
Por eso cuando al rayo de la luna se recorren sus calles dilatadas, el
espectáculo de los muros iluminados y de las sombras que empañan los del lado
opuesto como una gasa mortuoria, infunde en el ánimo un vivo afecto hacia lo
desconocido; ¿quién no se ha dicho entonces, interrumpiendo un instante su paseo solitario, cuál ha sido la historia
de esta ciudad, cuál será su suerte después de un siglo?
La brisa de la noche susurra entonces al
oído palabras misteriosas que escuchamos como si fueran el suspiro salido del
sepulcro donde yacen los primitivos moradores del valle de Méjico; la
imaginación puebla las calles con la vida de otros siglos; vemos a los aztecas
en el esplendor de su gloria; asistimos a las escenas de la conquista de la ciudad
por los castellanos; pasan a nuestros ojos las generaciones que les siguieron,
dejando la huella de sus existencia en los monumentos grandiosos que por todas
partes nos rodean; y entregados al mágico poder de la ficción, en cada sombra
procuramos entreverar su secreto, y cada edificio bañado con la claridad de la
luna nos dice en voz baja –yo guardo una conseja.
Durante el paseo que damos a través de sus
barrios y conventos, apenas ha habido calle en donde los ojos no se hayan
detenido a admirar con agrado alguna página interesante de nuestra historia o
de nuestras tradiciones populares. Desde el convento de Santa Clara al convento
de San Cosme, hoy hospital militar y en otro tiempo casa de recolección de
franciscanos.
Desde luego nos llama la atención el
colegio de Minería o Escuela de Minas. ¿Quién puede pasar frente a ese edificio
sin quedar cautivado por la impresión que causa su arrogante y majestuosa
arquitectura? Los fundadores, y los que después de ellos lo han conservado y
mejorado, no deben haber sentido el gastar el millón y medio de pesos que la
obra ha tenido de costo desde fines del siglo pasado en que se comenzó, hasta
el presente: y Tolsá , el gran arquitecto, que le levantó, pudo muy bien haber
dicho al verlo concluido: -aquí se encierran todos los primores de mi arte,
este edificio es mi pensamiento con toda su elevación y hermosura, y él es la
herencia que deja mi númen a los siglos venideros.
En la acera opuesta, una casa de aspecto
serio y de formas altivas y correctas como las facciones de un romano, atrae la
vista sin dificultad: fue un colegio de jesuitas y hoy es el hospital de san
Andrés.
Ved más allá el palacio del Mariscal de
castilla haciendo esquina a la calle del Puente de la Mariscala: tomó nombre
esta calle del puente colocado sobre la acequia que en otro tiempo atravesaba
por aquellos sitios, y de una de las poseedoras del título antes mencionado.
“La dignidad de
Mariscal de Castilla fue instituida por el rey D. Juan I en 1382, y con ocasión
de la guerra de Portugal: el primero que la obtuvo fue Fernando Álvarez de
Toledo, señor de Valdecorneja: el oficio del Mariscal de Castilla es asistir al
rey en los consejos de guerras, campañas y desafíos, aposentar los ejércitos en
los alojamientos; para lo que tiene jurisdicción sobre los maestres de campo:
han llegado los soberanos a crear hasta seis Mariscales de Castilla.”
El Diccionario de Historia y Geografía, que nos ministró esta noticia,
omite la que era de esperarse tocante al sujeto condecorado con esta dignidad
en nuestro país, y cuya familia represento durante el gobierno colonial un
papel importantísimo. Esta familia poseyó grandes riquezas y desplegó siempre
un lujo que igualaba, si no escedía, al de la casa de los Condes de Santiago,
modelo de la aristocracia mejicana. Su palacio, coronado de almenas, amplio y
cómodo, era el centro de lo que hoy llamaríamos buen tono; y a los bailes y saraos que animaban sus salas adornadas con boato regio, concurría lo más
galano de la sociedad. Aún hay memoria, gracias al diario de Castro Santa-Ana
del festejo que hizo un mariscal de castilla en la noche del 7 de mayo de 1758,
para obsequiar al virrey Marqués de las Amarillas y a la virreina, a quienes
convidó a ver pasar desde su casa la procesión con que vino esa tarde Nuestra
Señora de los Remedios a la capital.
Allá por los años de 1525 y 1526, cuando
apenas empezaba a poblarse esta parte de la ciudad, había en la calzada de
Tacuba, o camino que va a Tacuba, como entonces se decía, tres árboles secos,
que se divisaban a distancia como espectros silenciosos y pensativos. Junto a
ellos se edificó una iglesia y en ella fundó Hernán Cortés una archicofradía de
nobles con el título de la Cruz, formando estatutos y constituciones que fueron
aprobadas por Fr Domingo de Betanzos, vicario general del reino, por auto de 30
de marzo de 1527. En el mismo año y en el siguiente se concedió a los cofrades
un sitio para que fabricasen ermita u hospital anexo a la Iglesia. Venérase en
ella el Señor de la archicofradía, que por estar siempre cubierto con siete
velos, le llama el vulgo el Señor de los
Siete Velos. Esta Iglesia, que fue erigida en parroquia desde el año de 1568, y
que hace fachada al poniente: formada en la mayor parte de sillares, y de orden
dórico, es la que conocemos con el nombre de la Santa Veracruz.
Separado de esta Iglesia por un espacio de
cincuenta metros se halla el tempo de San Juan de Dios, en situación inversa a
la de la misma, de manera que las fachadas se miran, por ahora entraremos en la
Alameda. La capital es deudora de este paseo al virrey D. Luis de Velasco el
II, que lo mandó formar en parte del terreno conocido entonces con el nombre de
tianguis de Juan Velázquez. Era este
sujeto, según nos informa Alamán, un indio principal que tenía su casa por
allí; y antes que fundase San Francisco, todas las mercedes de solares que se
hicieron en la calle de este nombre, se designan con el de la calle que va al tianguis de Juan Velázquez.
Pero la Alameda en un principio ocupaba un
espacio menos que el que hoy abraza: a la parte de oriente había una extensa
superficie donde se construyeron casas, y en las que pertenecían a Da. Catarina
de Peralta, viuda de D. Agustín Villanueva y Cervantes, fundó esta señora en el
año de 1600 el convento de Santa Isabel, al cual consagraremos en breve algunos
recuerdos. Por el lado del poniente tampoco llegaba hasta el límite que tiene
actualmente, y entre la línea que la terminaba y la iglesia de san Diego se
extendía una plazuela donde estaba el quemadero de la Inquisición, no
exactamente en el medio, sino más cerca de la parte donde después se fabricó el
acueducto de la Tlaspana. Recién consumada la independencia de nuestro país,
cuando fue separada de la plaza la estatua de Carlos IV, los restos de esta,
así como las cuatro rejas que correspondían a otras tantas puertas que daban
entrada a ese recinto, se trasladaron a la Alameda, donde desempeñan el mismo
papel colocadas en los ángulos de ella; y todavía hoy presentan las letras M.G.
cifras del nombre Miguel de la Grua, que era el del Marqués de Branciforte,
autor del monumento erigido al monarca su bienhechor. El Ayuntamiento ha
mandado poner últimamente en las puertas que dan frente al Corpus Christi y a
Santa Veracruz, las dos rejas con que se cerraban las entradas al cementerio
del convento de San Francisco.
Prosiguiendo nuestro camino, llegamos al
templo y hospital de San Hipólito. Toda la calzada de Tacuba, pero muy
especialmente este monumento, trae a la memoria un suceso escrito en nuestros
fastos con caracteres indelebles: queremos hablar de la retirada, o más bien,
fuga de Cortés con su ejército, verificada la noche del 30 de Junio o madrugada
del 1° de Julio de 1520. Y que ha sugerido el expresivo nombre de la noche triste.
Pues bien, cerca del sitio donde la
matanza fue más horrible, un español llamado Juan Garrido, vecino de Méjico,
fundó una ermita que llevó primero su nombre y después el de Los Mártires, pues por tales eran
tenidos los conquistadores que morían en las guerras. Llamóse enseguida de San
Hipólito y de ella dice Alamán:
“tomó el nombre la
Hermandad que fundó el 1567 el venerable Bernardino Álvarez, por haber
establecido su hospital contiguo a aquella capilla que le sirvió de iglesia. El
objeto de esta fundación era el de recoger en el hospital a los convalecientes
y ancianos que no tenían medios de subsistencia, y también a los dementes, para
cuya asistencia no había establecimiento alguno. Extendió también el fundador
su celo caritativo al cuidado de los polizones o jóvenes que venían de España
faltos de auxilios y conocimientos, para cuya conducción desde Veracruz, donde
morían muchos por carecer de recursos para hacer el viaje, estableció un récua,
llegados a esta capital les buscaba ocupación o destino. La primera fundación,
bajo el título y advocación de la Ascensión del Señor, se hizo en la casa que
para ello donaron Miguel Dueñas y su mujer Da. Isabel de Ojeda en la calle de
la Celada, lindando con la que era del escribano Antonio Alonso, en que después
se construyó el convento de San Bernardo. La fecha de escritura de esta
donación es de 2 de noviembre de 1566. La nueva iglesia que hizo el
Ayuntamiento de sus fondos a instancias del virrey, conde de Monterrey, y se
dedicó en el año de 1739.”
En esta misma iglesia se celebra
anualmente, el 13 de Agosto, una función solemne en conmemoración de la toma de
la capital por los españoles, a que asistían el virrey, audiencia, arzobispo y
demás autoridades tanto civiles como eclesiásticas, viniendo a caballo y
acompañando el pendón que conducía el alférez real de turno.
De la calle de San Hipólito se pasa a la
del Puente de Alvarado. Años después de la noche triste, sobre la acequia que
pasaba cortando la calzada hacía el lugar donde comienza la arquería del
acueducto de la Tlaspana, hubo de colocarse un puente que se llamó Puente del salto de Alvarado, y ahora
tiene este nombre toda la calle que se extiende hasta la de Buena Vista.
Es de advertir que esa arquería se
prolongaba aún no ha muchos años hasta la entrada de la calle del Puente de la
Mariscala. Se construyó para obviar los inconvenientes que se seguían de que el
agua delgada viniese a la ciudad por la antigua atargea mandada fabricar en el
Cabildo de 7 de Octubre de 1524. Cada
arco tuvo de costo mil pesos, y al obra se acabó a mediados del siglo décimo
séptimo.
Desde la calle de Buena Vista comienza
propiamente el barrio de San Cosme, es decir, la parte más amena, más salubre y
agradable de la ciudad. A la izquierda tenemos la casa de la Sra. Da. Victoria
Rul de Pérez Gálvez, que no sin razón es reputada por uno de los edificios
mejor construidos y de más bella arquitectura. Su fachada es única en Méjico, y
sus puertas y ventanas ordinariamente cerradas, le dan cierto aire severo y
misterioso, haciendo recordar las mansiones silenciosas y aristocráticas.
A la derecha se disfruta la vista de un
cuadro risueño. Después de pasear las miradas por las hileras de fresnos que
pueblan las calles y por algunos jardines muy bien cultivados, se fijan con
placer en las casas del Sr. Hidalga, arquitecto distinguido, y las cuales como
suyas y edificadas bajo su dirección pueden proponerse como muestra de un gusto
delicado.
Pasada la Garita, además de la casa de Polidura, a uno y otro lado de la
calzada no faltan edificios graciosos y elegantes que observar, sobre todo si
dando rienda suelta a una curiosidad muy disculpable, se penetra con la vista
en lo interior de ellos para formarse idea del cuadro que ofrece la vida de sus
moradores.
¿Queréis disfrutar un aire puro,
balsámico, lleno de vida: quereis dristaeros de una idea enojosa, deponer la
modestia, la desazón que regularmente ocasionan los negocios, y recobrar el
vigor de espíritu necesario para volver a ellos con más aptitud; quereis
espaciaros por un cielo menos reducido que el que os dejan libre en la ciudad
los edificios, y ver árboles sembrados y hermosas casas de campo? Venid a San
Cosme: este barrio es la poesía de Méjico; desde Buena Vista hasta la casa de
los Mascarones teneis un perpetuo idilio, o más bien una serie de armonías
apacibles. Aquí tiene la hermosura su mansión predilecta, y para ostentarse en
todo su esplendor no se vale de costosas galas, ni de afectados y prosaicos
atavíos que reprueban a una voz el arte y la naturaleza.
El barrio de San Cosme es, por otra parte,
el esfuerzo grandioso de la ciudad para cimentarse en mejor sitio; es la
aspiración a un aire menos infecto y a un terreno menos ocasionado a
inundaciones. Los conquistadores tuvieron además otra mira al poblar ambos
lados de la calzada, cual fue la de proporcionarse un paso seguro hasta la
tierra firme, por entre dos líneas de edificios, en caso de haber necesidad.
Para conseguir este objeto, mandaron ensanchar la calzada y señalaron solares
en uno y otro lado que concedieron a los principales sujetos avecindados en la
capital, con obligación de fabricar casas continuadas sin interrupción, o según
la expresión usual en aquel tiempo con
casa muro por delante y por las espaldas.
Realizado en gran parte este designio,
como la calzada, aun después que se le dio mayor anchura, estuviese bañada de
una y otra orilla por las aguas del lago, con toda propiedad pudo decirse que
las casas edificadas en ella se hallaban en la ribera, conociéndose
al presente con tal nombre todo el barrio.
Reflexionando en la singular disposición
de este barrio, no puede menos de pensarse que sería bien curiosa la vista que
en aquella época ofrecería Méjico observado desde cierta altura. Ocupaba el
lago una grande extensión del valle, y la ciudad asomando en medio de las
aguas, era una ondina que al bañarse negligentemente en presencia del cielo y
de la cordillera, tenía extendido un brazo para asirse de la tierra firme.
II. Historia del convento
Llegamos por fin al
término de nuestro paseo, el establecimiento religioso que por años ha sido
testigo de los principios y transformaciones de esta parte de la ciudad,
viviendo absorto en medio de un espectáculo de imaginación, engrandecimiento y
mejora. Para encerrar en breve espacio los principales hechos concernientes a
su fundación y progresos, no podemos hacer cosa mejor que trasuntar el
siguiente pasaje del Diccionario de
Historia y Geografía, copiado en el de otra obra que no conocemos.
“El
convento de San Cosme de padres franciscanos recoletos, fue en sus principios
hospital para indios forasteros. Lo fundó el Illmo. Sr. D. Fr. Juan de
Zumárraga, y por falta de rentas no pudo subsistir.
Habiendo venido el año de 1581 la segunda
misión de religiosos franciscanos descalzos de la reforma de San Pedro
Alcántara para pasar a fundar a Filipinas, los señores virreyes, conde de la
Coruña y D. Pedro Moya de Contreras, actual arzobispo, les dieron este hospital
para hospicio, y mantuvieron su posesión hasta el año de 1593.
Fundado el convento de San Diego de esta
provincia de Méjico, se pasaron a él los descalzos, y entonces pidieron el
hospital a los observantes para ayuda d parroquia hasta el año de 1667. El 7 de
mayo de este año celebró capítulo provincial la provincia del Santo Evangelio,
y se resolvió dar cumplimiento a las patentes de los superiores en que se
mandaba erigir en esta provincia casa de recolección, como las hay en las provincias de la regular
observancia, , y determinaron poner la primera en el convento de San Cosme. El
padre comisario general Fr. Fernando de Rua llevó en procesión desde el
convento grande a los RR. PP. FR. José Trujillo, guardián, Fr. Francisco de
Sala, vicario y maestro de novicios, cuatro predicadores, tres novicios y tres
legos, que todos abrazaron voluntariamente la recolección.
Luego que dejaron este hospicio los padres
los padres descalzos de San Diego y entraron en el los de la regular
observancia para ayuda de parroquia, un caballero nombrado D. Agustín Guerrero,
que tenía una casa y huerta contigua al hospital, la dio a los religiosos y
ofreció labrarles mejor iglesia dando el patronato.
En efecto, se lo dieron y se comenzó a
fabricar la iglesia con el nombre de nuestra Señora de la Consolación. Murió el
patrono, ceso la fábrica, y quedó imperfecta la obra. Erigido en casa de
recolección, se reconvino a D. Diego Guerrero, sucesor en el patronato, para
que cumpliendo lo estipulado, concluyese la obra: no pudo ejecutarlo, y
renunció al patronato para que el guardián y religiosos pudieran elegir nuevo
patrono. Eligieron a D. Domingo Cantabran, a cuyas espensas se concluyó la
iglesia, convento y noviciado, y él y sus sucesores son patronos.
La iglesia está situada de oriente a
poniente: a este viento el altar mayor, y a aquel la puerta principal. Está muy
bien adornada, y se dedicó el día 13 de enero de 1675, bajo el mismo título de
nuestra Señora de la Consolación, cuya milagrosa imagen está colocada en el
retablo mayor. Para con el vulgo conserva todavía la iglesia y el convento el
primer nombre de San Cosme y San Damián, y algún tiempo fue conocida por el
nombre de los Descalzos viejos.
Luego que se fundó esta recolección se
trasladó la ayuda de parroquia al sitio en que estaba una ermita dedicada a San
Lázaro, distante un cuarto de legua de San Cosme, al mismo rumbo del poniente,
en el pueblo que hoy llaman San Antonio de las Huertas. Este se había fundado
poco antes de orden del virrey, Marqués de Mancera, y s le había dado el título
de Villa de Mancera, que no subsistió. Administraron los padres franciscanos
observantes en este pequeño pueblo hasta el año de 1769, en que de orden de S.
M. entregaron al ordinario el curato primitivo de Señor San José, de que ra
ramo esta doctrina.
En la corte se halla un cuaderno que trata
menudamente de esta recolección, que escribió y entregó al regidor Beye
Cisneros el Padre Fr. José Díaz, guardián que fue de dicha recolección.”
Acaba de verse que además de los padres
Fr. José Trujillo y Fr. Francisco de Sala, hubo cuatro predicadores, tres
novicios y tres legos, todos fundadores de la casa de recoletos cosmistas.
Bueno será no ignorar sus nombres, que son los siguientes:
Predicadores:
Novicios:
Legos:
|
Fr.
Cristóbal Infante,
Fr.
Francisco de Ibarra,
Fr.
Luis Castro,
Fr.
Antonio Aguado.
Fr.
Andrés de Borda,
Fr.
Antonio del Villar,
Fr.
Antonio Rodríguez.
Fr.
José de la Concepción y Mesa,
Fr.
Juan de Guzmán,
Fr.
Juan de San Antonio.
|
El sentimiento que precedió a la erección
del convento y conclusión de la segunda iglesia fue respetable, fue la
gratitud. D. Domingo de Cantabrana, noble caballero, natural de Santo Domingo
de la Calzada, recién venido a Méjico y andando una vez por el camino de Tacuba
al caer de la tarde, vio repentinamente cubrirse el cielo de nubes
tempestuosas: desatóse enseguida un terrible aguacero: y no teniendo entonces
el caballero una casa donde guarecerse, llamó a las puertas del convento,
siendo después obsequiado por los religiosos durante la noche con los agasajos
que su pobreza les permitía usar. No echó a las espaldas aquel humilde, pero
cordial hospedaje, y en retribución determinó levantar a su costa la iglesia y
convento de que vamos hablando, habiendo llegado la hidalguía de su
comportamiento hasta el grado de rehusar el patronato que merecidamente le
correspondía; de manera que no es exacto lo que a este respecto se asienta en
el pasaje antes copiado. Consta así de un cuadro que se halla en la iglesia
colgado a uno de los muros laterales que dan al presbiterio, representa a San
José sostenido por un grupo de ángeles, debajo del cual están de rodillas
algunos religiosos con tres seglares: uno de estos es Cantabrana, que resigna
el patronato en el santísimo Patriarca, y otro, el escribano que extiende la
escritura respectiva. En la parte inferior de la pintura, obra de D. José de
Alzíbar, artista distinguido y discípulo de Ibarra, se ven las siguientes
líneas que explican el asunto:
“Habiendo dado
fenecimiento a la fábrica de esta iglesia el capitán D. Domingo de Cantabrana,
en la que trabajó, no sólo con mucha parte de su caudal, sino también con la
asistencia personal; guiado sólo del auxilio de Dios y de la Divina
Inspiración, para darle entero cumplimiento a su religiosa acción y caritativa
obra, cuando el R.P. guardián Fr. Joseph de Ortiz, los PP. Discretos y el
síndico, que era actual D. Joseph de Quesada Cabreros, trataban con licencia
del R.P. Ministro Provincial que entonces era,
de darle la posesión y patronato, que tan de justicia se le debía al
dicho capitán D. Domingo de Cantabrana; mostró el desinterés y cristiano celo
que tuvo para tal obra, que no era por fin temporal, sino sólo por el aumento del culto divino,
exaltación y gloria del glorioso Patriarca
Señor San José, pidiendo, pidiendo a los dichos PP. Y síndico, que en su
lugar admitiesen al santo Patriarca por patrón, y renunciando jurídicamente en
tal derecho en su nombre y en el de sus herederos, lo admitieran los PP. Así
unánimes ad perpetuam rei memoriam, y
otorgó el síndico este contrato firme e irrevocable: en testimonio de lo cual
así el patrón como los PP. y el síndico,
en presencia de escribano público y testigos pusieron al escritura en manos de
este Smo. Patriarca, como más largamente consta de la escritura que se guarda
en el archivo de este convento de Ntra. Sra. de la Consolación, vulgo de San
Cosme, extramuros de la ciudad de Méjico, fecha a 11 de enero del año de 1675.
Movido del mismo amor, culto y devoción
al Smo. Patriarca Sr. D. Joseph y el Sr. Dr. Y Mtro. Don Agustín de Quintela,
actual síndico de este convento, ad
perpetuam rei memoriam, hizo pintar este lienzo y altar a su costa;
reiterando la entrega del patronato de esta iglesia, como síndico al Smo.
Patriarca Sr. S. Joseph, el año de 1762, a 19 de febrero del mismo año.”
Cantabrana hubo de quedar muy satisfecho
de esta acción así como la belleza del templo, el cual es de una hechura
soberbia. No tiene más que una nave, pero nave espaciosa, esbelta, y de bóveda
tan elevada, que al levantar los ojos para contemplarla se siente sublimado de
espíritu, como a la presencia de todo objeto o imagen que sugiere la idea de lo
infinito. Los arcos y bóveda que sostienen el coro llaman también la atención
por su muy poca curvatura.
Volviendo al presbiterio, frente por
frente del muro donde está el cuadro poco antes descrito, se halla el monumento sepulcral del virrey
marqués de Casafuerte, magnífico para el mal gusto del tiempo en que se
construyó, según dice con razón Alaman. Fue este virrey uno de los pocos
hombres dignos de gobernar. Nació en la ciudad de Lima, y por espacio de
cincuenta y nueve años que sirvió a la corona en distintos puestos, descolló
por su capacidad y por otras prendas no comunes. Su buen manejo en el gobierno
de nuestro país le grangeó la confianza de Felipe V, que a la sazón ocupaba el
trono de España, mereciendo se le otorgasen amplias facultades y se le
prolongara el virreinato hasta su fallecimiento. En su tiempo se levantaron los
magníficos edificios de la casa de la moneda (hoy Palacio de Justicia) y la
aduana de Méjico; se practicaron las visitas d los presidios de las provincias
internas, comisionándose para ello al brigadier D. Pedro de Rivera que arregló
todo lo concerniente al mejor servicio d tan importantes establecimientos; y se
estrenó en el año de 1730 en el coro de la metropolitana la reja de metal de
China que tanto admiran los inteligentes, la cual fue construida en la ciudad
de Macao, según los dibujos que se remitieron a Méjico. Finalmente, murió el
marqués de Casafuerte dejando una memoria agradable a la posteridad, así por
los relevantes servicios que prestó en el gobierno, como por las muchas
fundaciones piadosas a que destinó su caudal.
El monumento a que nos referimos poco
antes, es una especie de alto relieve figurando un pedestal, sobre que
descansan cuatro pilastras que sostienen una pieza a manera de frontis. En los
espacios que dejan entre sí estas pilastras, se ven unas láminas de mármol con
las siguientes inscripciones:
1ª.
D.
Juan de Acuña, marqués de Casafuerte,
Murió
siendo virrey de este reino, en 17 de
Marzo de 1734, Está sepultado en
este
presbiterio.
|
2ª.
Vivere no desiit
Qui mori
didicit,ut aeternum viveret
Assuetus Dei timori
Nihil abuit
ultra, quod in bello timeret
Nec hostes prius
vicit,
Quam sui victor
de venere triumpharet.
Novo impositus
orbi
Exemplo potins,
quam imperio eminuit.
No tan coelibem quam coelitem crederes
Qui nullo potuit auro corrumpi,
Modesto culturis cultu.
Dignior est visus, quem colerent, omnes
Mortales: demun hic posuit exuvias
Et heredem sui nominis.
Ingentium memoriam meritorum
Scripsit.
|
3ª.
Descansa aquí, no
yace, aquel famoso
Marqués, en
guerra y paz esclarecido,
Que en lo mucho,
que fue, lo merecido
No le dejó que
hacer a lo dichoso:
Ninguno en la
campaña más glorioso
Ni en el gobierno
fue tan aplaudido,
No menos
quebrantado que sufrido
Vinculó en la
fatiga su reposo.
Mayor que grande
fue, pues la grandeza,
A que pudo
incitarle regio agrado
Fue estudiado
desden de su entereza,
Y es que retiró
tanto su cuidado
De lo grande, que
tuvo por alteza
Quedar entre
menores sepultado
|
Al pie del cenotafio se
halla una losa de mármol de Tecali, que
es la que cierra el sepulcro, y contiene otra inscripción en que se enumeran
los empleos y dignidades que obtuvo en vida el marqués.
III. Algo más acerca del
convento.
Iglesia
de San Cosme y San Damián, y lo que queda del acueducto de santa Fe
Si de la Iglesia pasamos
al cementerio, nos hallamos agradablemente sorprendidos a la vista de dos
fresnos eminentes, insignes, en especial uno de ellos, digno rival del árbol
bendito de Tacubaya. Contemporáneos del convento, mientras este va caducando,
si se permite decirlo, crecen ellos
lozanos y majestuosos, convidando al paseante a gustar frescura y solaz bajo su
copa.
La sombra de estos gigantes del reino
vegetal se derrama por casi todo el sitio poco frecuentado. Así que no causa
extrañeza ver al pie de la cerca que separa del bullicio aquel recinto fúnebre,
dos tumbas, una de las cuales encierra juntamente los restos de un padre y de
su hija, habiendo muerto el primero en 14 de Junio, y la segunda en 12 de
Agosto de 1837. Ignoramos el nombre de la hija; más no el del padre, que ocupa
un lugar distinguido en nuestros fastos: este sujeto fue D. Rafael Mangino, uno
de nuestros hombres públicos más notables por su honradez, talento e
instrucción en materia de hacienda.
La otra tumba ofrece la particularidad de
estar aprisionada bajo una poderosa reja a manera de jaula. Carece de epitafio,
y hasta ahora no hemos podido averiguar cuyas son las cenizas que encierra. Las
inscripciones sepulcrales debían quedar reservadas para los muertos ilustres, y
señaladamente para aquellos que en vida ejercitaron altas virtudes o
sobresalieron por heroicos hechos, cuya memoria interesa a la humanidad que se
conserve como una lección digna de ser imitada. La memoria de un gran hombre
vive en la historia como en su propio dominio; y en la tumba que guarda las
reliquias de un finado verdaderamente ilustre, basta grabar su nombre.
Dejemos el cementerio.
El convento, aunque
espacioso, es un modelo de mal gusto y construcción, y no parece sino que el
arquitecto se propuso hacer alarde de que sabía reproducir perfectamente en sus
obras la infancia del arte. Con todo, la vista de los carcomidos muros del
edificio excita recuerdos agradables. En él se albergaron los religiosos que
vertieron después su sangre en el Japón en defensa de la fe, y entre ellos San
Felipe de Jesús; floreció en él Fr. Pedro Bautista, buen religioso, célebre
predicador, a quién Vetancurt llamó santo; y en él vive el honrosa
pobreza, consagrado a las tareas de su
santo ministerio, el último de los recoletos cosmistas, Fr. Ignacio, sujeto muy
justamente querido de los vecinos de la Ribera y de todas las personas que le
tratan, pues en él hallan un amigo.
Finalmente, tanto cuanto la iglesia es
hermosa por su parte interior, así es mezquino y adusto su aspecto por de
fuera, mayormente si se compara con las casas de las bellas colonias de los arquitectos y de Santa María, en medio de las cuales representa el papel de un ídolo
azteca colocado entre estatuas esculpidas por Fidias y Cora.
BIBLIOGRAFIA
Ramírez Aparicio, Manuel, Los conventos suprimidos en México: estudios
biográficos, históricos y arqueológicos, México, Imprenta y Librería de
J.M. Aguilar y Cía., 1861.
[1]
Ramírez Aparicio, Manuel, Los conventos
suprimidos en México: estudios biográficos, históricos y arqueológicos,
México, Imprenta y Librería de J.M. Aguilar y Cía., 1861, pp. 483-503; http://cdigital.dgb.uanl.mx/la/1080016456/1080016456.html
Visto 4 de octubre de 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario