-Dios te guarde Frasquita… -dijo el
Corregidor a media voz, apareciendo bajo el emparrado y andando de puntillas.
-¡Tanto bueno, señor Corregidor!
(respondió ella, haciéndole mil reverencias). ¡Usía por aquí a estas horas!
¡Y con el calor que hace! ¡Vaya, siéntese Su Señoría!... Esto está fresquito.
¡Cómo no ha aguardado Su Señoría a los demás señores? Aquí tienen ya
preparados sus asientos… Esta tarde esperamos al señor Obispo en persona, que
le ha prometido a mi Lucas venir a probar, las primeras uvas de la parra. ¿Y cómo
lo pasa Su Señoría? ¡Cómo está la Señora?
El Corregidor se había turbado. La
ansiada soledad en que encontraba a la señá Frasquita le parecía un sueño o
un lazo que le tendía la enemiga suerte para hacerle caer en el abismo de un
desengaño.
Se limitó pues a contestar:
-No es tan temprano como dices… Serán
las tres y media…
-Son las dos y cuarto –dijo la
navarra mirando de hito en hito al madrileño-.
Este calló, como reo convicto que
renuncia a la defensa.
-¿Y Lucas? ¡Duerme?
(Debemos advertir aquí que el
Corregidor, lo mismo que todos los que no tienen dientes, hablaba con una
pronunciación floja y sibilante, como si estuviese comiendo sus propios
labios).
-¡De seguro! (contestó la señá
Frasquita). En llegando estas horas se queda dormido donde primero le coge,
aunque sea en el borde de un precipicio.
-Pues, mira… ¡déjalo dormir! Y tú mi
querida Frasquita, escúchame… oye…, ven acá… ¡Siéntate aquí; a mi lado!...
Tengo muchas cosas que decirte…
-Ya estoy sentada –respondió la
molinera, agarrando una silla baja y plantándola delante del Corregidor, a
cortísima distancia de la suya.
Sentado que se hubo, Frasquita echó
una pierna sobre la otra, inclinó el cuerpo hacía adelante, apoyó un codo
sobre la rodilla, y la fresca y hermosa cara en una de sus manos; y así, con
la cabeza un poco ladeada, la sonrisa en los labios, los cinco hoyos en
actividad, y las cercanas pupilas clavadas en el Corregidor, aguardó la
declaración de Su Señoría. Hubiera podido comparársela con Pamplona esperando
un bombardeo.
El pobre hombre fue a hablar, y se
quedó con la boca abierta, embelesado ante aquella grandiosa hermosura, ante
aquella esplendidez de gracias, ante aquella formidable mujer, de alabastrino
color, de lujosas carnes, de limpia y riente boca, de azules e insondables
ojos, que parecía creada por el pincel de Rubens.
-¡Frasquita! ¡Frasquita!...
-¡Me llamo! ¡Y qué?
-Lo que tú quieras…
-Pues lo que yo quiero, ya lo sabe
Usía. Lo que yo quiero es que Usía nombre Secretario del Ayuntamiento de la
Ciudad a un sobrino mío que tengo en Estella…, y que así podrá venirse de
aquellas montañas, donde está pasando muchos apuros…
-Te he dicho, Frasquita, que eso es
imposible. El Secretario actual…
-¡Es un ladrón, un borracho y un
bestia!
-Ya lo sé, pero tiene buenas aldabas
entre los Regidores Perpetuos, y yo no puedo nombrar otro sin acuerdo del
Cabildo. De lo contrario me expongo…
-¡Me expongo!... ¡Me expongo!.... ¿A
qué no nos expondríamos por Vuestra Señoría hasta loa gatos de esta casa?
-¡Me querrías a ese precio!
-No, señor; que lo quiero a Usía de
balde.
-¡Mujer, no me des tratamiento!
Háblame de usted o como se te antoje… ¿Conque vas a quererme? di.
-¡No le digo a usted que lo quiero
ya?
-Pero…
-No hay pero que valga. ¡Verá usted
que guapo y que hombre de bien es mi sobrino!
-¡Tú si que eres guapa Frascuela!...
-¡Le gusto a usted?
-¡Que si me gustas!... ¡No hay mujer
como tú!
-Pues mire usted… Aquí no hay nada
postizo… -contestó la señá Frasquita, acabando de arrollar la manga de su
jubón, y mostrando al Corregidor el resto de su brazo, digno de una cariátide
y más blanco que una azucena.
-¡Que si me gustas!... De día, de
noche, a todas horas, en todas partes, sólo pienso en ti!...
-¡Pues, qué! ¿No le gusta a usted la
señora Corregidora? ¡Qué lástima! Mi Lucas me ha dicho que tuvo el gusto de
verla y hablarle cuando fue a componerle a usted el reloj de la alcoba, y que
es muy guapa, muy buena, y de un trato muy cariñoso.
-¡No tanto! ¡No tanto!
-En cambio, otros me han dicho que
tiene muy mal genio, que es muy celosa y que usted le tiembla más que a una
vara verde…
-¡No tanto mujer!... ¡Ni tanto ni
tampoco! La Señora tiene sus manías, es cierto…; más de ellos a hacerme
temblar, hay mucha diferencia. ¡Yo soy el Corregidor!...
-Pero, en fin, ¿la quiere usted o no
la quiere?
-Te diré… Yo la quiero mucho… o, por
mejor decir, la quería antes de conocerte. Pero desde que te, no sé lo que me
pasa, y ella misma conoce que me pasa algo… Bástete saber que hoy… tomarle,
por ejemplo, la cara a mi mujer me hace la misma operación que si me la
tomara a mi propio… ¡Ya ves, que no puedo quererla más ni sentir menos!...
¡Mientras que por coger esa mano, ese
brazo, esa mano, esa cara, esa cintura, daría lo que no tengo!
Y, hablando así, el Corregidor trato de apoderarse del brazo desnudo
que la señá Frasquita le estaba refregando materialmente por los ojos; pero
ésta, sin descomponerse, extendió la mano, tocó el pcho de Su Señoría con la
pacífica violencia e incontrastable rigidez de la trompa de un elefante, y lo
tiró de espaldas con silla y todo.
-¡Ave María Purísima! (exclamó
entonces la navarra, riéndose a más no poder. Por lo visto, esa silla estaba
rota.
-¿Qué pasa ahí? –exclamó en esto el
tío Lucas, asomando su feo rostro entre los pámpanos de la parra.
El Corregidor estaba todavía en el suelo boca arriba, y miraba con
terror indecible a aquel hombre que aparecía en los aires boca abajo.
Hubiérase dicho que Su Señoría era el Diablo, vencido, no por San
Miguel, sino por otro Demonio del infierno.
-¿Qué ha de pasar? (se apresuró a
responder la señá Frasquita). ¡Que l señor Corregidor puso la silla en vago,
fue a mecerse, y se ha caído!...
-¡Jesús, María y José! –exclamó a su
vez el molinero-. ¿Y se ha hecho daño Su Señoría? ¡Quiere un poco de agua y
vinagre?
-¡No me he hecho nada! –dijo el
Corregidor, levantándose como pudo.
Y luego añadió por lo bajo, pero de modo que pudiera oírlo la señá
Frasquita:
-¡Me la pagaréis!
-Pues, en cambio, Su Señoría me ha
salvado a mí la vida (repuso el tío Lucas sin moverse de lo alto de la
parra). Figúrate, mujer, que estaba yo aquí sentado contemplando las uvas,
cuando me quedé dormido sobre una red de sarmientos y palos que dejaban
claros suficientes para que pasase mi cuerpo… Por consiguiente, si la caída
de Su Señoría no me hubiese despertado tan a tiempo, esta tarde me habría yo
roto la cabeza contra esas piedras.
-Con que sí… eh?... –replicó el
Corregidor- Pues, ¡vaya, hombre! Me alegro… ¿Te digo que me alegro mucho de
haberme caído!
-¡Me la pagarás! –agregó en seguida
dirigiéndose a la molinera.
Y pronunció estas palabras con tal expresión de reconcentrada furia,
que la señá Frasquita se puso triste.
Veía claramente que el Corregidor se asustó al principio, creyendo que
el molinero lo había oído todo: pero que persuadido ya de que no había oído
nada, empezaba a abandonarse a toda su iracundia y a concebir planes de
venganza.
-¡Vamos! ¡Bájate ya de ahí y ayúdame
a limpiar a Su Señoría, que se ha puesto perdido de polvo! –exclamó entonces
la molinera.
Y mientras el tío Lucas bajaba, díjole ella al Corregidor, dándole
golpes con el delantal en la chupa y alguno que otro en la orejas:
-El pobre no ha oído nada… Estaba
dormido como un tronco…
Más que estas frases, la circunstancia de haber sido dichas en voz
baja, afectando complicidad y secreto, produjo un efecto maravilloso.
-¡Picara! ¡Proterva! –balbuceó don
Eugenio de Zúñiga con la boca hecha un agua, pero gruñendo todavía…
-¡Me guardará Usía rencor? –replicó
la navarra zalameramente.
Viendo el Corregidor que la severidad le daba buenos resultados,
intentó mirar a la señá Frasquita con mucha rabia; pero se encontró con su
tentadora risa y sus divinos ojos, en los cuales brillaba la caricia de una
súplica, y derritiéndosele la gacha en el acto, le dijo con un acento baboso y
silbante, en que se descubría más que nunca la ausencia total de dientes y
muelas.
-¡De ti depende, amor mío!
En aquel momento se descolgó de la parra el tío Lucas.
Diezmos
y Primicias
Repuesto
el Corregidor en su silla, la Molinera dirigió una rápida mirada a su esposo y
vióle, no sólo tan sosegado como siempre, sino reventado de ganas de reír por
resultas de aquella ocurrencia: cambió con él desde lejos un beso tirado,
aprovechando el primer descuido de don Eugenio, y le dijo, en fin, a éste con
una voz de sirena que le hubiera envidiado Cleopatra:
-¡Ahora
va Su Señoría a probar mis uvas!
Entonces
fue de ver a la hermosa navarra, plantada enfrente del embelesado Corregidor,
fresca, magnífica, incitante, con sus nobles formas, con su angosto vestido,
con su elevada estatura, con sus desnudos brazos levantados sobre la cabeza, y
con un racimo en cada mano, diciéndole, entre una sonrisa irresistible y una
mirada suplicante en que titilaba el miedo:
-Todavía
no las ha probado el señor Obispo… Son las primeras que se cogen este año…
Parecía
una gigantesca Pomona, brindando frutos a un dios campestre; a un sátiro.
En
esto apareció al extremo de la plaza empedrada el venerable Obispo de la
diócesis, acompañado del abogado académico y de dos canónigos de avanzada edad,
y seguido de su secretario, de dos familiares y de dos pajes. Se detuvo un rato
su Ilustrísima a contemplar aquel cuadro tan cómico y tan bello, hasta que, por
último, dijo, con el reposado acento propio de los prelados de entonces:
-El
quinto… pagar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios, nos enseña la
doctrina cristiana; pero usted, señor Corregidor, no se contenta con
administrar el diezmo, sino que también trata de comerse las primicias.
-¡El señor Obispo! –exclamaron los
Molineros, dejando al Corregidor y corriendo a besar el anillo al prelado.
-¡Dios se lo pague a su Ilustrísima,
por venir a honrar esta pobre choza! –dijo el tío Lucas, besando el primero,
y con acento de muy sincera veneración.
-¡Que señor Obispo tengo tan hermoso!
–exclamó la señá Frasquita, besando después-. Dios lo bendiga y me lo
conserve más años que le conservó el suyo a mi Lucas!
-¡No sé qué falta puedo hacerte,
cuando tu me echas las bendiciones, en vez de pedírmelas! –contesto riendo el
bondadoso pastor.
Y, extendiendo los dedos, bendijo a
la señá Frasquita y después a los demás circunstantes.
-¡Aquí tiene Usía Ilustrísima las primicias –dijo el Corregidor, tomando
un racimo de manos de la molinera y presentándoselo cortésmente al Obispo-.
Todavía no había probado yo las uvas…
El Corregidor pronunció estas
palabras, dirigiendo de paso una rápida y cínica mirada a la espléndida
hermosura de la Molinera.
-¡Pues no será por que estén verdes,
como las de la fábula! –observó el académico.
-Las de la fábula –expuso el Obispo-
no estaban verdes, señor licenciado; sino fuera del alcance de la zorra.
Ni el uno ni el otro habían querido
acaso aludir al Corregidor; pero ambas frases fueron casualmente tan
adecuadas a lo que acababa de suceder allí, que don Eugenio de Zúñiga se puso
lívido de cólera, y dijo, besando el anillo del prelado:
-¡Eso es llamarme zorro, Señor
Ilustrísimo!
-Tú
dixisti Excusatio non petita, accusatio manifesta. Qualis vir, talis oratio. Pero
satis jam dictus, nullus ultra sit
sermo. O, lo que es lo mismo, dejémonos de latines, y veamos estas
famosas uvas.
Y picó… una sola vez… en el racimo
que le presentaba el Corregidor.
¡Están muy buenas! ¡Lástima que a mí
me siente mal!
El secretario contempló también la
uva; hizo un gesto de cortesana admiración, y la entregó a uno de los
familiares. El familiar repitió la acción del Obispo y el gesto del
secretario, propasándose hasta oler la uva, y luego… la colocó en la cesta
con escrupuloso cuidado, ni sin decir en voz baja a la concurrencia:
-Su Ilustrísima ayuna…
El tío Lucas, que había seguido la
uva con la vista, la cogió entonces disimuladamente, y se la comió sin que
nadie lo viera.
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Después
de esto, se sentaron todos: se habló de la otoñada (que seguía siendo muy seca,
no obstante haber pasado el cordonazo de San Francisco); se discurrió algo
sobre la probabilidad de una nueva guerra entre Napoleón y el Austria; se
insistió en la creencia de que las tropas imperiales no invadirían nunca el
territorio español; se quejó el abogado de lo revuelto y calamitoso de aquella
época, envidiando los tranquilos tiempos de sus padres (como sus padres habrían
envidiado los de sus abuelos); dio las cinco el loro…, y, a una seña del
reverendo Obispo, el menor de los pajes fue al coche episcopal, y volvió con
una magnífica torta sobada, de pan de aceite, polvoreada de sal, que apenas
haría una hora había salido del horno; se colocó una mesilla en medio del
concurso; se descuartizó la torta; se dio su parte correspondiente, sin embargo
de que se resistieron mucho, al tío Lucas y a la señá Frasquita…, y una
igualdad verdaderamente democrática reinó durante media hora bajo aquellos
pámpanos que filtraban los últimos resplandores del sol poniente…
Le
dijo el grajo al cuervo
Hora
y media después todos los ilustres compañeros de merienda estaban de vuelta en
la ciudad.
El
señor Obispo y su familia habían llegado con bastante anticipación, gracias al
coche, y se hallaba ya en palacio, donde los dejaremos rezando sus devociones.
El
insigne abogado (que era muy seco) y los dos canónigos acompañaron al
Corregidor hasta la puerta del Ayuntamiento, y tomaron luego el camino de sus
respectivas casas, guiándose por las estrellas como los navegantes, o sorteando
a tientas las esquinas, como los ciegos; pues ya había cerrado la noche, aún no
había salido la luna, y el alumbrado público (lo mismo que las demás luces de
este siglo) todavía estaban allí en la mente divina.
En
cambio no era raro ver discurrir por algunas calles tal o cual linterna o
farolillo con que respetuoso servidor alumbraba a sus magníficos amos, quienes
se dirigían a la habitual tertulia o de visita a casa de sus parientes…
Cerca
de casi todas las rejas bajas se veía, un silencioso bulto negro. Eran galanes
que, al sentir pasos, habían dejado por un momento de pelar la pava…
-¡Somos unos calaveras! –iban
diciendo el abogado y los dos canónigos. ¿Qué pensarán en nuestras casas al
vernos llegar a estas horas?
-Pues ¿Qué dirán los que nos
encuentren en la calle, de este modo, a las siete y pico de la noche, como
unos bandoleros amparados de las tinieblas?
-Hay que mejorar de conducta…
-¡Ah! Sí… ¡Pero ese dichoso
molino!...
-Mi mujer lo tiene sentado n la boca
del estómago… -dijo el académico, con un tono que se traslucía mucho miedo a
la próxima pelotera conyugal.
-Pues ¿y mi sobrina? –exclamó uno de
los canónigos que era Penitenciario- Mi sobrina dice que los sacerdotes no
deben visitar comadres…
-Y, sin embargo –interrumpió su
compañero que era Magistral-, lo que allí pasa no puede ser más inocente…
-¡Toma! ¡Como que va el mismísimo
obispo!
-Y luego, señores, ¡a nuestra
edad!... –repuso el Penitenciario-. Yo he cumplido ayer los setenta y cinco.
-¡Es claro! –replicó el Magistral-.
Pero hablemos de otra cosa: ¡qué guapa estaba esta tarde la señá Frasquita!
-¡Oh, lo que es eso…; como guapa, es
guapa! –dijo el Abogado afectando imparcialidad.
-Muy guapa… repitió el Penitenciario
dentro del embozo.
-Y si no –añadió el Predicador de
oficio-, que se lo pregunten al Corregidor…
-¡El pobre está enamorado de ella!...
-¡Ya lo creo! –exclamó el confesor de
la Catedral.
-¡De seguro! –aseguró, el académico
correspondiente-. Conque, señores, yo tomo por aquí para llegar antes a casa…
¡Muy buenas noches!
-Buenas noches… -le contestaron los
capitulares.
Y anduvieron algunos pasos en silencio.
-¡También le gusta a ese la Molinera!
–murmuró entonces el Magistral dándole con el codo al Penitenciario.
-¡Como si lo viera! –respondió este
parándose en la puerta d su casa-. ¡Y que bruto es! Conque, hasta mañana,
compañero. Que le siente a usted muy bien las uvas.
-Hasta mañana, si Dios quiere… Que
pase usted muy buena noche.
-¡Buena noche nos de Dios! –rezó el
Penitenciario, ya desde el portal, que por más señas tenía farol y Virgen.
Y llamó a la aldaba.
Una vez sólo en la calle, el otro
canónigo (que era más ancho que alto, y que parecía que rodaba al andar)
siguió avanzando lentamente hacia su casa; pero, antes de llegar a ella,
cometió contra una pared cierta falta que en el porvenir había de ser objeto
de un bando de policía, y dijo al mismo tiempo, pensando sin duda en su
Cofrade de coro:
-¡También te gusta a ti la señá
Frasquita!... ¡Y la verdad es –añadió al cabo de un momento- que, como guapa,
es guapa.
Los
consejos de Garduña
Entretanto
el Corregidor había subido al Ayuntamiento, acompañado de Garduña, con quien
mantenía hacía rato, en el salón de sesiones, una conversación más familiar de
lo correspondiente a persona de su calidad y oficio.
-¡Crea Usía a un perro perdiguero que
conoce la caza! –decía el innoble alguacil-. La seña Frasquita está
perdidamente enamorada de Usía, y todo lo que Usía acaba d contarme
contribuye a hacérmelo ver más claro que esa luz…
Y señalaba un velón de Lucena, que
apenas si esclarecía la octava parte del salón.
-¡No estoy yo tan seguro como tú,
Garduña!
-¡Pues no sé porque! Y, si no,
hablemos con franqueza. Usía dicho sea con perdón tiene una tacha en su
cuerpo… ¿No es verdad?
-¡Bien sí! Pero esa tacha la tiene
también el tío Lucas. ¡Él es más jorobado que yo!
-¡Mucho más! ¡Muchísimo más! ¡Sin
comparación de ninguna especie! Pero en cambio, Usía tiene una cara de muy
bien ver…, lo que se dice una bella cara…, mientras que el tío Lucas se
parece al sargento Utrera, que reventó de feo.
El Corregidor sonrió con cierta
ufanía.
-Además –prosiguió el alguacil-, la
seña Frasquita es capaz de tirarse por una ventana con tal de agarrar el
nombramiento de su sobrino…
-¡Hasta ahí estamos de acuerdo! ¡Ese
nombramiento es mi única esperanza!
-¡Pues manos a la obra, señor! Ya le
he explicado a Usía mi plan… ¡No hay más que ponerlo en ejecución esta misma
noche!
-¡Te he dicho muchas veces que no
necesito consejos! –gritó son Eugenio, acordándose de pronto de que hablaba
con un inferior.
-Creí que Usía me los había pedido.
-¡No me repliques!
Garduña saludó.
-¿Conque decías, que esta misma noche
puede arreglarse todo eso? Pues ¡mira, hijo!, me parece muy bien. ¡Qué
diablos! ¡Así saldré pronto de esta cruel incertidumbre!
Garduña guardó silencio.
El Corregidor se dirigió al bufete y escribió algunas líneas en un
pliego de papel sellado, que selló también por su parte, guardándoselo luego
en la faltriquera.
-¡Ya está hecho el nombramiento del
sobrino! –dijo entonces tomando polvo de rapé-. ¡Mañana me las compondré yo
con los regidores…, y, o lo ratifican con un acuerdo, o habrá la de San
Quintín! ¿No te parece que hago bien?
-¡Eso!, ¡eso! El antecesor de Usía no
se paraba tampoco en barras. Cierta vez…
-¡Déjate de bachillerías! –repuso el
Corregidor, sacudiéndole una guantada-. Mi antecesor era una bestia, cuando
te tuvo de alguacil. Pero vamos a lo que importa. Acabas de decirme que el
molino del tío Lucas pertenece al término del lugarcillo inmediato, y no al
de esta población… ¡Estás seguro de ello?
-¡Segurísimo! La jurisdicción de la
ciudad acaba en la ramblilla donde yo me senté esta tarde a esperar que
Vuestra Señoría… ¡Voto a Lucifer! ¡Si yo hubiera estado en su caso!
-¡Basta! ¡Eres un insolente!
Y, cogiendo media cuartilla de papel, escribió una esquela, la cerró,
doblándole un pico, y se la entregó a Garduña.
-Ahí tienes, la carta que me has
pedido para el alcalde del lugar. Tú le explicarás de palabra todo lo que
tiene que hacer. ¡Ya ves que sigo tu plan al pie de la letra! ¡Desgraciado de
ti si me metes en un callejón sin salida!
-¡No hay cuidado! El señor Juan López
tiene mucho que temer, y en cuanto vea la firma de Usía, hará todo lo que yo
le mande. ¡Lo menos le debe mil fanegas de grano al Pósito Real, y otro tanto
al Pósito Pío!... Esto último contra toda ley, pues no es ninguna viuda ni
ningún labrador pobre para recibir el trigo sin abonar creces ni recargo,
sino un jugador, un borracho y un sinvergüenza, muy amigo de faldas, que trae
escandalizado al pueblecillo… ¡Y aquel hombre ejerce autoridad!... ¡Así anda
el mundo!
-¡Te he dicho que calles! ¡Me estás
distrayendo! Conque vamos al asunto. Son las siete y cuarto. Lo primero que
tienes que hacer es ir a casa y advertirle a la Señora que no me espere a
cenar ni a dormir. Dile que esta noche estaré trabajando aquí hasta la hora
de la queda, y que después saldré de ronda secreta contigo, a ver si
atrapamos a ciertos malhechores… En fin, engáñala bien para que se acueste
descuidada. De camino, dile a otro alguacil que me traiga la cena… ¡Yo no me
atrevo a parecer esta noche delante de la Señora, pues me conoce tanto, que
es capaz de leer en mis pensamientos! Encárgale a la cocinera que ponga unos
pestiños de los que se hicieron hoy, y dile a Juanete que, sin que lo vea
nadie, me alargue de la taberna medio cuartillo de vino blanco. En seguida te
marchas al lugar, donde puedes hallarte muy bien a las ocho y media.
-¡A las ocho en punto estoy allí!
–exclamó Garduña-.
-¡No me contradigas!
Garduña saludó.
-Hemos dicho, que a las ocho en punto
estás en el lugar. Del lugar al molino habrá… Yo creo que habrá una media legua…
-Corta.
-¡No me interrumpas!
El alguacil volvió a saludar.
-Corta…, por consiguiente, a las
diez… ¿Crees tú que a las diez?
-¡Antes de las diez! ¡A las nueve y
media puede Usía llamar descuidado a la puerta del molino!
¡Hombre! ¡NO me digas a mí lo que
tengo que hacer!... Por supuesto que tú estarás…
-Yo estaré en todas partes… Pero mi
cuartel general será la ramblilla. ¡Ah se me olvidaba!... Vaya Usía a pie, y
no lleve linterna…
-¡Maldita la falta que me hacían
tampoco esos consejos! ¿Si creerás tú que es la primera vez que salgo a
campaña?
-Perdone Usía… ¡Ah! Otra cosa. No
llame Usía a la puerta grande que da a la plazoleta del emparrado, sino a la
puertecilla que hay encima del caz…
-¿Encima del caz hay otra puerta?
¡Mira tú una cosa que nunca se me hubiera ocurrido!
-Sí, señor; la puertecilla del caz da
al mismísimo dormitorio de los molineros…, y el tío Lucas no entra ni sale
nunca por ella. De forma que, aunque volviese pronto…
-Comprendo, comprendo… ¡No me aturdas
más los oídos!
-Por último: procure Usía escurrir el
bulto antes del amanecer. Ahora amanece a las seis…
-¡Mira otro consejo inútil! A las
cinco estaré de vuelta en mi casa… Pero bastante hemos hablado ya… ¡Quitate
de mi presencia!
-Pues entonces, señor… ¡Buena suerte!
–exclamó el alguacil, alargando lateralmente la mano al Corregidor y mirando
al techo al mismo tiempo.
El Corregidor puso en aquella mano una peseta, y Garduña desapareció
como por ensalmo.
-¡Por vida de!... ¡Se me ha olvidado
decirle a ese bachillero que me trajese también una baraja! ¡Con ella me
hubiera entretenido hasta las nueve y media, viendo s me salía aquel
solitario!...
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Despedida
en prosa
Serían
las nueve de aquella misma noche, cuando el tío Lucas y la señá Frasquita,
terminadas todas las haciendas del molino y de la casa se cenaron una fuente de
ensalada de escarola, una libreja de carne guisada con tomates, y algunas uvas
de las que quedaban en la consabida cesta; todo ello rociado con un poco de
vino y con grandes risotadas a costa del Corregidor: después de lo cual
mirándose afablemente los dos esposos, como muy contentos de Dios y de sí
mismos, se dijeron entre un par de bostezos que revelaban toda la paz y
tranquilidad de sus corazones:
-Pues, señor, vamos a acostarnos, y
mañana será otro día.
En aquel momento sonaron dos fuertes y ejecutivos golpes aplicados a
la puerta grande del molino.
El marido y la mujer se miraron sobresaltados. Era la primera vez que
oían llamar a su puerta a semejante hora.
-Voy a ver… -dijo la intrépida
navarra, encaminándose hacia la plazoletilla.
-¡Quita! ¡Eso me toca a mí! ¡Te he
dicho que no salgas! –añadió con dureza, viendo que la obstinada molinera
quería seguirle.
Esta obedeció y se quedó dentro de la casa.
-¡Quién es? –preguntó el tío Lucas
desde en medio de la plazoleta.
-¡La Justicia!
-¡Qué Justicia?
-La del lugar. ¡Abra usted al señor
Alcalde!
El tío Lucas había aplicado entre tanto un ojo a cierta mirilla muy
disimulada que tenía el portón, y reconocido a la luz de la luna al rústico
alguacil del lugar inmediato.
-¡Dirás que le abra al borrachón del
alguacil! –repuso el Molinero.
-¡Es lo mismo… -contestó el de
afuera; pues traigo una orden escrita de su Merced! Tenga usted muy buenas
noches tío Lucas… -agregó luego entrando, y con voz menos oficial, más baja y
más gorda, como si ya fuera otro hombre.
-¡Dios te guarde, Toñuelo! –respondió
el murciano-. Veamos qué orden es esa… ¡Y bien podía el señor Juan López
escoger otra hora más oportuna d dirigirse a los hombres de bien! Por
supuesto, que la culpa será tuya. ¡Como si lo viera, te has estado
emborrachando en las huertas del camino! ¿Quieres un trago?
-No, señor; no hay tiempo para nada.
Tiene usted que seguirme inmediatamente. Lea usted la orden.
-¿Cómo seguirte? A ver Frasquita
alumbra!
La señá Frasquita soltó una cosa que tenía en la mano, y descolgó el
candil.
El tío Lucas miró rápidamente el objeto que había soltado la mujer, y
reconoció su bocacha, o sea un enorme trabuco, que calzaba balas de a media
libra.
El molinero dirigió entonces a la navarra una mirada llena de gratitud
y ternura, y le dijo tomándole la cara:
-¡Cuánto vales!
La señá Frasquita, pálida y serena como una estatua de mármol, levantó
el candil, cogido con dos dedos, sin que el más leve temblor agitase su pulso,
y contestó secamente:
-¡Vaya, lee!
La ordn decía:
“Para el mejor servicio de S.M. el
Rey Nuestro Señor (Q.D.G.), prevengo a Lucas Fernández, molinero de estos
vecinos, que tan luego como reciba la presente orden, comparezca ante mi
autoridad sin excusa ni pretexto alguno; advirtiéndole que, por ser asunto
reservado, no lo pondrá en conocimiento de nadie: todo ello bajo las penas
correspondientes, caso de desobediencia.- El Alcalde,
“Juan López.”
Y había una cruz en vez de rúbrica.
-Oye, tú: ¿Y qué es esto? ¿A qué vine
esta orden?
-No lo sé… -contestó el rústico;
hombre de unos treinta años, cuyo rostro esquinado y avieso, propio de ladrón
o asesino, daba muy triste idea de su sinceridad-. Creo que se trata de
averiguar algo de brujería, o de moneda falsa… Pero la cosa no va con usted…
Lo llaman como testigo o perito. En fin, yo no me he enterado bien del
particular… El señor Juan López se lo explicará a usted con más pelos y
señales.
-¡Corriente! Dile que iré mañana.
-¡Ca, no, señor!...Tiene usted que venir
ahora mismo, sin perder un minuto. Tal es la orden que me ha dado el señor
Alcalde.
Hubo un instante de silencio.
Los ojos dela señá Frasquita echaban
llamas.
El tío Lucas no separaba los suyos
del suelo, como si buscara alguna cosa.
-Me concederás cuando menos, el
tiempo preciso para ir a la cuadra y aparejar una burra…
-¡Qué burra ni que demontre!
¡Cualquiera se anda a pie media legua! La noche está muy hermosa, y hace
luna…
-Ya he visto que ha salido… Pero yo
tengo los pies hinchados…
-Pues entonces no perdamos tiempo. Yo
le ayudaré a usted a emparejar la bestia.
-¡Hola! ¡Hola! ¿Temes que me escape?
-Yo no temo nada, tío Lucas
–respondió Toñuelo con la frialdad de un desalmado-. Yo soy la Justicia…
Y hablando así, descansó armas;
con lo que dejó ver el retaco que llevaba debajo del capote.
-Pues mira, Toñuelo…, -dijo la
Molinera-, Ya que vas a la cuadra… a ejercer tu verdadero oficio…, hazme el
favor de aparejar también la otra burra.
-¿Para qué? –interrogó el Molinero.
-¡Para mí! Yo voy con vosotros.
-¡No puede ser señá Frasquita!, tengo
orden de llevarme a su marido de usted nada más, y de impedir que usted lo
siga. En ello me van “el destino y el pescuezo”. Así me lo advirtió el señor
Juan López. Con que…, vamos, tío Lucas.
Y se dirigió hacia la puerta.
-¡cosa más rara! –dijo a media voz el
murciano sin moverse.
-¡Muy rara! –contestó la seña
Frasquita.
-Esto es algo… que yo me sé…
-continuó murmurando el tío Lucas de modo que no pudiese oírlo Toñuelo.
-¡quieres que vaya yo a la ciudad
–cuchicheó la navarra- y le dé aviso al Corregidor de lo que nos sucede?
-¡No! ¡Eso no!
-¿Pues qué quieres que haga.
-Que me mires… -respondió el antiguo
soldado.
Los dos esposos se miraron en silencio, y quedaron tan satisfechos
ambos de la tranquilidad, la resolución y la energía que se comunicaron sus
almas, que acabaron por encogerse de hombros y reírse.
Después de esto, el tío Lucas encendió otro candil y se dirigió a la
cuadra, diciendo al paso a Toñuelo con socarronería:
-¡Vaya, hombre! ¡Ven y ayúdame…
supuesto que eres tan amable!
Toñuelo lo siguió canturreando una
copla entre dientes.
Pocos minutos después el tío Lucas
salía del molino, caballero en una hermosa jumenta y seguido del Alguacil.
La despedida de los esposos se había
reducido a lo siguiente:
-Cierra bien…
Embózate, que hace fresco… -dijo la
señá Frasquita, cerrando con llave, tranca y cerrojo.
Y no hubo más adiós, ni más beso, ni
más abrazo, ni más mirada.
¿Para qué?
Un
ave de mal agüero
Sigamos por nuestra parte al tío Lucas.
Ya
habían andado un cuarto de legua sin hablar palabra, el Molinero subido en la
borrica y el Alguacil arreándola con su bastón de autoridad, cuando divisaron
delante de sí, en lo alto de un repecho que hacía el camino, la sombra de un
enorme pajarraco que se dirigía hacia ellos.
Aquella
sombra se destacó enérgicamente sobre el cielo, esclarecido por la luna,
dibujándose en él con tanta precisión que el Molinero exclamó en el acto:
-Toñuelo, ¿aquel es Garduña, con su
sombrero de tres picos y sus patas de alambre!
Más antes de que contestara el interpelado, la sombra, deseosa sin
duda de eludir aquel encuentro, había dejado el camino y echado a correr a
campo traviesa con la velocidad de una verdadera garduña.
-No veo a nadie…
-Ni yo tampoco…
Y la sospecha que ya se le ocurrió en el molino principió a adquirir
cuerpo y consistencia en el espíritu receloso del jorobado.
-Este viaje mío, es una estratagema
amorosa del Corregidor. La declaración que le oí esta tarde desde lo alto del
emparrado me demuestra que el vejete madrileño no puede esperar más.
Indudablemente, esta noche va a volver de visita al molino, y por eso a
principiado quitándome de en medio… Pero ¿qué importa? ¡Frasquita es
Frasquita, y no abrirá la puerta aunque le peguen fuego a la casa!... Digo
más: aunque la abriese; aunque el Corregidor logras por medio de cualquier
ardid, sorprender a mi exclente navarra, el pícaro viejo saldría con las
manos en la cabeza. ¡Frasquita es Frasquita! Sin embargo, ¡bueno será
volverme esta noche a casa lo más temprano que pueda!
Llegaron con esto al lugar el tío
Lucas y el Alguacil, dirigiéndose a casa del señor Alcalde.
|
Un
Alcalde de Monterilla
El
señor Juan López que como particular y como Alcalde era la tiranía, la
ferocidad y el orgullo personificados (cuando trataba con sus inferiores),
dignábase, sin embargo, a aquellas horas, después de despachar los asuntos
oficiales y los d su labranza y de pegarle a su mujer la cotidiana paliza,
beberse un cántaro de vino en compañía del secretario y del sacristán, operación
que iba mas de mediada aquella noche cuando el Molinero compareció en su
presencia.
-¡Hola tío Lucas! –le dijo,
rascándose la cabeza para excitar en ella la vena de los embustes-. ¿Cómo va
de salud? ¡A ver, secretario: échele usted un vaso de vino al tío Lucas! ¿Y
la señá Frasquita? ¿Se conserva tan guapa? ¡ya hace mucho tiempo que no la he
visto! Pero, hombre… ¡Qué bien sale ahora la molienda! ¡El pan de centeno
parece de trigo candeal! Conque… vaya… Siéntese usted, y descanse, que,
gracias a Dios, no tenemos prisa.
-¡Por mi parte, maldita aquella!
–contestó el tío Lucas, que hasta entonces no había despegado los labios,
pero cuyas sospechas eran cada vez mayores al ver el amistoso recibimiento
que se le hacía, después de una orden tan terrible y apremiante.
-Pues entonces, tío Lucas,
supuesto que no tiene usted gran
prisa, dormirá usted acá esta noche, y mañana temprano despacharemos nuestro
asuntillo…
-Me parece bien… Supuesto que la cosa
no es urgente… pasaré la noche fuera de mi casa.
-Ni urgente ni de peligro para usted
–añadió el Alcalde, engañado por aquel a quien creía engañar-. Puede usted
estar completamente tranquilo. Oye tú, Toñuelo… Alarga esa media fanega para
que se siente el tío Lucas.
-Entonces… ¿Venga otro trago!
–exclamó el molinero, sentándose.
-¡Venga de ahí! –repuso el Alcalde,
alargándole el vaso lleno.
-Está en buena mano… Médielo usted.
-¡Pues por su salud! –dijo el señor
Juan López, bebiéndose la mitad del vino.
-Por la de usted… señor Alcalde.
-¡A ver Manuela! –gritó entonces el
Alcalde monterilla-. Dile a tu ama que el tío Lucas se queda a dormir aquí.
Que le ponga una cabecera en el granero…
-¡Ca! No… ¡De ningún modo! Yo duermo
en el pajar como un rey.
-Mire usted que tenemos cabeceras…
-¡Ya lo creo! Pero ¿a qué quiere usted
incomodar a la familia? Yo traigo mi capote…
-Pues, señor, como usted guste.
¡Manuela¡, dile a tu ama que no la ponga…
-Lo que sí usted a permitirme
–continuó el tío Lucas, bostezando de un modo atroz- es que me acueste
enseguida. Anoche he tenido mucha molienda, y no he pegado todavía los ojos…
-¡Concedido! Puede usted recogerse
cuando quiera.
-Creo que también es hora de que nos
recojamos nosotros. Ya debe de ser las diez… o poco menos.
-Las diez menos cuartillo… respondió
el secretario.
-¡Pues a dormir caballeros!
-Hasta mañana, señores –añadió el
Molinero, terminando el vino.
-Espere usted que le alumbren…
¡Toñuelo! Lleva al tío Lucas al pajar.
-¡Por aquí, tío Lucas!...
-Hasta mañana, si Dios quiere –agregó
el sacristán.
Y se marchó, tambaleándose y cantando
alegremente el De profundis.
-Pues, señor –le dijo el Alcalde al
Secretario cuando se quedaron solos-. El tío Lucas no ha sospechado nada. Nos
podemos acostar descansadamente, y… ¡buena pro le haga al Corregidor!
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Donde
se verá que el tío Lucas tenía el sueño muy ligero
Cinco minutos después un hombre se
descolgaba por la ventana del pajar del señor alcalde; ventana que daba a un
corralón y que no distaría cuatro varas del suelo.
En
el corralón había un cobertizo sobre una gran pesebrera, a la cual hallábanse
atadas seis u ocho caballerías de diversa alcurnia, bien que todas ellas del
sexo débil. Los caballos, mulos y burros del sexo fuerte formaban rancho aparte
en otro local contiguo.
El
hombre desató una borrica, que por cierto estaba aparejada, y se encaminó,
llevándola del diestro, hacia la puerta del corral; retiró la tranca y desechó
el cerrojo que la aseguraba; la abrió con mucho tiento, y se encontró en medio
del campo.
Una
vez allí, montó en la borrica, le metió los talones, y salió como una flecha en
dirección a la ciudad; más no por el carril ordinario, sino atravesando
siembras y cañadas, como quien se precave contra algún mal encuentro.
Era
el tío Lucas, que se dirigía a su molino.
Voces
clamantes in Deserto
-¡Alcaldes a mí, que soy de Archena!
¡Mañana por la mañana pasaré a ver al señor Obispo, como medida preventiva, y
le contaré todo lo que me ha ocurrido esta noche! ¡Llamarme con tanta prisa y
reserva, a hora tan desusada; decirme que venga sólo; hablarme del servicio
del Rey, y de moneda falsa, y de brujas, y de duendes, para echarme luego dos
vasos de vino y mandarme a dormir!... ¡La cosa no puede ser más clara!
Garduña trajo al lugar esas instrucciones de parte del Corregidor, y esta es
la hora en que el Corregidor estará ya en campaña contra mi mujer… ¡Quién
sabe si me lo encontraré llamando a la puerta del molino¡ ¡Quién sabe si me
lo encontraré ya dentro!... ¡Quién sabe…! Pero ¿qué voy a decir? ¡Dudar de mi
navarra!... ¡Oh, esto es ofender a Dios! ¡Imposible que ella…! ¡Imposible que
mi Frasquita…! ¡Imposible!... Mas ¿qué estoy diciendo? ¡Acaso hay algo
imposible en el mundo, siendo ella tan hermosa y yo tan feo?
Y al hacer esta última reflexión, el pobre jorobado se echó a llorar.
Entonces paró la burra para serenarse; se enjugó las lágrimas; suspiró
hondamente; sacó los avíos de fumar; picó y lió un cigarro de tabaco negro;
empuñó luego pedernal, yesca y eslabón, y al cabo de algunos golpes consiguió
encender candela.
-En aquel mismo momento sintió rumor
de pasos hacia el camino, que distaría de allí unas trescientas varas.
-¡Qué imprudente soy! ¡Si me
anduviera ya buscando la Justicia, y yo me habré vendido al echar estas
yescas!
Escondió, pues, la lumbre, y se apeó,
ocultándose detrás de la borrica. Pero la borrica entendió mal las cosas de
diferente modo, y lanzó u rebuzno de satisfacción.
-¡Maldita seas!
Al propio tiempo resonó otro rebuzno
en el camino, por vía de galante respuesta.
-¡Estamos aviados! ¡Ben dice el
refrán: el mayor mal de los males es
tratar con animales!.
Y, así discurriendo, volvió a montar,
arreó la bestia, y salió disparado en dirección contraria al sitio en que
había sonado el segundo rebuzno.
Y lo más particular fue la persona que iba en el jumento interlocutor,
debió de asustarse del tío Lucas tanto como el tío Lucas se había asustado de
ella. Lo digo, porque se apartó también del amino, recelando sin duda que
fuese un alguacil o un malhechor pagado por don Eugenio, y salió a escape por
los sembrados de la otra banda.
El murciano, entre tanto, continuó
cavilando de este modo:
-¡Qué noche! ¡Qué mundo! ¡Qué vida la
mía desde hace una hora! ¡Alguaciles metidos a alcahuetes; alcaldes que
conspiran contra mi honra; burros que rebuznan cuando no es menester; y aquí
en mi pecho, un miserable corazón que se ha atrevido a dudar de la mujer más
noble que Dios ha criado! ¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Haz que llegue pronto a
mí casa y que encuentre allí a mí Frasquita.
Siguió caminando el tío Lucas, atravesando siembras y matorrales,
hasta que al fin, a eso delas once de la noche, llegó sin novedad a la puerta
grande del molino…
¡Condenación! ¡La puerta del molino estaba abierta!
|
La
duda y la realidad
Estaba abierta… ¡y él, al marcharse,
había oído a su mujer cerrarla con llave, tranca y cerrojo!
Por
consiguiente, nadie más que su propia mujer había podido abrirla. Pero ¿cómo?
¿Cuándo? ¿por qué? ¿De resultas de un engaño? ¿A consecuencia de una orden? ¿O
bien deliberada y voluntariamente, en virtud de previo acuerdo con el
Corregidor? ¿Qué iba a ver? ¿Qué iba a saber? ¿Qué le aguardaba dentro de su
casa? ¿Se habría fugado la seña Frasquita? ¿Se la habrían robado? ¿Estaría
muerta?
-El
Corregidor contaba coque yo no podría venir en toda la noche. El Alcalde del
lugar tendría orden hasta de encadenarme, antes que permitirme volver… ¿Sabía
todo esto Frasquita? ¿Estaba en el complot? ¿O ha sido víctima de un engaño, de
una violencia, de una infamia?
No
empleó más tiempo el sin ventura en hacer todas estas crueles reflexiones que
el que tardó en atravesar la plazoletilla del emparrado. También estaba abierta
la puerta de la casa, cuyo primer aposento (como en todas las viviendas rústicas),
y que no se encendía nunca hasta muy entrado el mes de diciembre! Por último,
de uno de los ganchos de la espetera pendía un candil encendido…
¿Qué
significaba todo aquello? ¿Y cómo se compadecía semejante aparato de vigilia y
de sociedad con el silencio de muerte que reinaba en la casa? ¿Qué había sido
de su mujer?
Entonces,
y sólo entonces, reparó el tío Lucas en unas ropas que había colgadas en los
espaldares de dos o tres sillas puestas alrededor de la chimenea… Fijó la vista
en aquellas ropas, y lanzó un rugido tan intenso, que se le quedó atravesado en
la garganta, convertido en sollozo mudo y sofocante.
Porque
lo que allí veía era la capa de grana, el sombrero de tres picos, la casaca y
la chupa de color de tórtola, el calzón de seda negra, las medias blancas, los
zapatos con hebilla y hasta el bastón, el espadín y los guantes del execrable
Corregidor… ¡Lo que allí veía era la hopa de su ignominia, la mortaja de su
honra, el sudario de su ventura!
El
terrible trabuco seguía en el mismo rincón en que dos horas antes lo dejó la
navarra… El tío Lucas dio un salto de tigre y se apoderó de él. Sondeó el cañón
con la baqueta, y vio que estaba cargado. Miró la piedra, y halló que estaba en
su lugar. Se volvió entonces hacia la escalera que conducía a la cámara en que
había dormido tantos años con la señá Frasquita, y murmuró sordamente:
¡Allí
están!
Avanzó,
pues, un paso en aquella dirección; pero enseguida se detuvo para mirar en
torno de sí y ver si alguien lo estaba observando…
¡Nadie!
¡Sólo Dios…, y Ese… ha querido esto!
Confirmada
así la sentencia, fue a dar otro paso, cuando su errante mirada distinguió un
pliego que había sobre la mesa… Verlo, y haber caído sobre él, y tenerlo entre
sus garras, fue todo cosa de un segundo. ¡Aquel papel era el nombramiento del
sobrino de la señá Frasquita, firmado por don Eugenio de Zúñiga y Ponce de
León!
¡Este
ha sido el precio de la venta! Pero luego se enfureció y dijo con un ademán
terrible, ya que no con la voz: -¡Arriba! ¡Arriba!
Y
empezó a subir las escaleras, andando a gatas con una mano, llevando el trabuco
en la otra, y con el papel infame entre los dientes. En corroboración de sus
lógicas sospechas, al llegar a la puerta del dormitorio (que estaba cerrada)
vio que… salían algunos rayos de luz por las junturas de las tablas y por el
ojo de la llave.
-¡Aquí
están! Y se paró un instante, como para pasar aquel nuevo trago de amargura.
Luego continuó subiendo… hasta llegar a la puerta misma del dormitorio. Dentro
de él no se oía ningún ruido.
Pero
en aquel instante el infeliz oyó toser dentro del cuarto… ¡Era la tos asmática
del Corregidor! ¡No cabía duda! ¡No había tabla de salvación en aquel
naufragio!
El
Molinero sonrió en las tinieblas de un modo horroroso. ¿Cómo no brillan en la
oscuridad semejantes relámpagos? ¿Qué es todo el fuego de las tormentas
comparado con el que arde a veces en el corazón del hombre? Sin embargo, el tío
Lucas principió a tranquilizarse, no bien oyóla tos de su enemigo.
La
realidad le hacía menos daño que la duda. Según le anunció él mismo aquella
tarde a la señá Frasquita, desde el punto y hora en que perdía la única fe que
era vida de su alma, empezaba a convertirse en un hombre nuevo.
Semejante
al moro de Venecia, el desengaño mataba en él de un solo golpe todo el amor,
transfigurando de paso la índole de su espíritu y haciéndole ver el mundo como
una región extraña a que acabara de llegar. La única diferencia consistía en
que el tío Lucas era por idiosincrasia menos trágico, menos austero y más
egoísta que el insensato sacrificador de Desdémona.
¡Cosa
rara, pero propia de tales situaciones! La duda, o sea la esperanza, volvió
todavía a mortificarle un momento. -¡Sí me hubiera equivocado! ¡Sí la tos
hubiese sido de Frasquita!...
En
la tribulación de su infortunio, se le olvidaba que había visto las ropas del
Corregidor cerca de la chimenea; que había encontrado abierta la puerta del molino;
que había leído la credencial de su infamia… Agachóse, pues, y miró por el ojo
de la llave, temblando de incertidumbre y de zozobra.
El rayo visual no alcanzaba a descubrir más
que un pequeño triángulo d cama, por la parte del cabecero… ¡Pero precisamente
en aquel pequeño triángulo se veía un extremo de la almohada, y sobre la
almohada la cabeza del Corregidor! -¡Soy dueño de la verdad… ¡Meditemos!
Y
volvió a bajar la escalera con el mismo tiento que empleó para subirla… -El
asunto es delicado… Necesito reflexionar. Tengo tiempo de sobra para todo.
Llegado que hubo a la cocina, se sentó en medio de ella, y ocultóla frente
entre las manos. Así permaneció mucho tiempo, hasta que le despertó de su
meditación un leve golpe que sintió en un pie… Era el trabuco que se había
deslizado de sus rodillas y que le hacía aquella especie de seña…
-¡No! ¡Te digo que no! –murmuró el
tío Lucas encarándose con el arma-. ¡No me convienes! Todo el mundo tendría
lástima de ellos… ¡Y a mí me ahorcarían! ¡Se trata de un Corregidor es
todavía en España cosa indisculpable! Dirían que lo maté por infundados
celos, y que luego lo desnudé y lo metí en mi cama… Dirían, además, que maté
a mi mujer por simples sospechas… ¡Y me ahorcarían! ¡Vaya si me ahorcarían!
¡Además, yo habría dado muestras de tener muy poca alma, muy poco talento, si
al remate de mi vida fuera digno de compasión! ¡Todos se reirían de mí!
¡Dirían que mí desventura era muy natural, siendo yo jorobado y Frasquita tan
hermosa! ¡Nada, no! Lo que yo necesito es vengarme, y después de vengarme,
triunfar, despreciar, reír, reírme del mundo, de todos, evitando por tal
medio que nadie pueda burlarse nunca de esta giba que yo he llegado a hacer
hasta envidiable, y que tan grotesca sería en una horca…
|
Así
discurrió el tío Lucas, tal vez sin darse cuenta de ello puntualmente, y, en
virtud de semejante discurso, colocó el arma en su sitio, y principió a
pasearse con los brazos atrás y la cabeza baja, como buscando su venganza en el
suelo, en la tierra, en las ruindades de la vida, en alguna bufonada
ignominiosa y ridícula para su mujer y para el Corregidor, lejos de buscar
aquella misma venganza en la justicia, en el desafío, en el perdón, en el
cielo…, como hubiera hecho en su lugar cualquier otro hombre de condición menos
rebelde que la suya a toda imposición de la naturaleza, de la sociedad o de sus
propios sentimientos.
De
repente, se pararon sus ojos en la vestimenta del Corregidor… Luego se paró él
mismo…
Después
fue demostrando poco a poco en su semblante una alegría, un gozo, un triunfo
indefinibles…; hasta que, por último, se echó a reír de una manera formidable…,
esto es, a grandes carcajadas, pero sin hacer ningún ruido –a fin de que no lo
oyesen arriba-, metiéndose los puños por los ijares para no reventar. Era la
propia risa de Mefistófeles.
No
bien s sosegó, principió a desnudarse con una celeridad febril; colocó toda su
ropa en las mismas sillas que ocupaba la del Corregidor; se puso cuantas
prendas pertenecían a éste, desde los zapatos de hebilla hasta el sombrero de
tres picos; ciñóse el espadín; embozóse en la capa de grana; cogió el bastón y
se encaminó a la ciudad, balanceándose de la misma manera que lo hacía don
Eugenio de Zúñiga, y diciendo de vez en cuando:
-¡También
la Corregidora es guapa!
¡En
guardia caballero!
Abandonemos
por ahora al tío Lucas, y enterémonos de lo que había ocurrido en el molino
desde que dejamos allí sola a la señá Frasquita hasta que su esposo volvió a él
y se encontró con tan estupendas novedades.
Una
hora habría pasado después que el tío Lucas se marchó con Toñuelo cuando la
afligida navarra, que se había propuesto no acostarse hasta que regresara su
marido, y que estaba haciendo calceta en su dormitorio, situado en el piso de
arriba, oyó lastimeros gritos fuera de la casa, hacia el paraje, allí muy
próximo, por donde corría el agua del caz.
-¡Socorro, que me ahogo! ¡Frasquita!
¡Frasquita!... –exclamaba una voz de hombre, con el lúgubre acento de la
desesperación.
-¿Si será Lucas? –pensó la navarra
llena de terror.
En el mismo dormitorio había una puertecilla, de que ya nos habló
Garduña, y que daba efectivamente sobre la parte alta del caz. Abrióla sin
vacilación la señá Frasquita, por más que no hubiera reconocido la voz que
pedía auxilio, y encontróse de manos a boca con el Corregidor, que en aquel
momento salía todo chorreando de la impetuosa acequia…
-¡Dios me perdone! ¡Dios me perdone!
¡Creí que me ahogaba!
-¡Cómo! ¿Es usted? ¿Qué significa?
¿Cómo se atreve? ¿A qué viene usted a estas horas? –gritó la Molinera con más
indignación que espanto, pero retrocediendo maquinalmente.
-¡Calla! ¡Calla, mujer! –tartamudeó
el Corregidor, colándose en el aposento detrás de ella-. Yo te diré todo… ¡He
estado para ahogarme! ¡El agua me llevaba ya como una pluma! ¡Mira como me he
puesto!
-¡Fuera, fuera de aquí! –replicó la
señá Frasquita con mayor violencia-. ¡No tiene usted nada que explicarme!...
¡Demasiado lo comprendo todo! ¿Qué me importa a mí que usted se ahogue? ¿lo
he llamado yo a usted? ¡Ah! ¡Qué infamia! ¡Para esto ha mandado usted prender
a mi marido!
-Mujer, escucha…
-¡No escucho! ¡Márchese usted
inmediatamente, señor Corregidor!... ¡Márchese usted o no respondo de su
vida!...
¿Qué dices?
-¡Lo que usted oye! Mi marido no está
en casa; pero yo me basto para hacerla respetar. ¡Márchese usted por donde ha
venido, si no quiere que yo le arroje otra vez al agua con mis propias manos!
-¡Chica, chica! ¡No grites tanto, que
no soy sordo! –exclamó el viejo libertino-. ¡Cuando yo estoy aquí, por algo
será! Vengo a libertar al tío Lucas, a quién ha preso por equivocación un
alcalde de monterilla… Pero, ante todo, necesito que seques estas ropas…
¡Estoy calado hasta los huesos!
-¡Le digo a usted que se marche!
-¡Calla, tonta!... ¿Qué sabes tú?...
Mira… aquí te traigo un nombramiento de tu sobrino… Enciende la lumbre, y
hablaremos… Por lo demás, mientras se seca la ropa, yo me acostaré en esta
cama.
-¡Ah, ya! ¿Con qué declara usted que
venía por mí? ¡Con qué declara usted que para eso ha mandado arrestar a mi
Lucas? ¿Con qué traía usted su nombramiento y todo? ¡Qué se habrá figurado de
mí este mamarracho?
-¡Frasquita! ¡Soy el Corregidor!
-¡Aunque fuera usted el Rey! A mí
¿qué? ¡Yo soy la mujer de mi marido, y el ama de mi casa! ¿Cree usted que yo
me asusto de los Corregidores? ¡Yo sé ir a Madrid y al fin del mundo, a pedir
justicia contra el viejo insolente que así arrastra su autoridad por los
suelos! Y, sobre todo, yo sabré mañana ponerme la mantilla, e ir a ver a la
señora Corregidora…
-¡No harás nada de eso! No harás nada
de eso; porque yo te pegaré un tiro, si veo que no entiendes de razones…
-¡Un tiro!
-Un tiro, sí… Y de ello no me
resultará perjuicio alguno. Casualmente he dejado dicho en la ciudad que
salía esta noche a caza de criminales… ¡Con que no seas necia… y quiéreme…
como yo te adoro!
-Señor Corregidor: ¿un tiro?
-Si te empeñas, te lo pegaré, y así
me veré libre de tus amenazas, y de tu hermosura… -respondió el Corregidor
lleno de miedo y sacando un par de cachorrillos.-
-¿Con qué pistolas también? ¡Y en la
otra faltriquera el nombramiento de mi sobrino! Pues, señor, la elección no
es dudosa. Espere Usía un momento, que voy a encender la lumbre.
Y, así hablando, se dirigió rápidamente a la escalera, y la bajo en
tres brincos.
El Corregidor cogió la luz, y salió detrás de la Molinera, temiendo
que se escapara; pero tuvo que bajar mucho más despacio, de cuyas resultas,
cuando llegó a la cocina, tropezó con la navarra, que volvía ya en su busca.
-¿Con qué decía usted que me iba a
pegar un tiro? Pues, ¡en guardia, caballero;
que yo ya lo estoy!
Dijo, y se echó a la cara el formidable trabuco que tanto papel
representa en esta historia.
-¡Detente, desgraciada! ¿Qué vas a
hacer? –gritó el Corregidor, muerto de susto-. Lo de mi tiro era una broma…
Mira… Los cachorrillos están descargados. En cambio, es verdad lo del
nombramiento… Aquí lo tienes… Tómalo… Te lo regalo… Tuyo es… de balde,
enteramente de balde…
Y lo colocó temblando sobre la mesa
-¡Ahí está bien! –repuso la navarra-.
Mañana me servirá para encender la lumbre, cuando le guise el almuerzo a mi
marido: ¡De usted no quiero ya ni la gloria; y, si mi sobrino viniese alguna
vez de Estella, sería para pisotearle a usted la fea mano con que ha escrito
su nombre en ese papel indecente! ¡Ea, lo dicho! ¡Márchese usted de mi casa!
¡Aire, Aire! ¡pronto!... que ya se me sube la pólvora a la cabeza!
El Corregidor no contestó a este discurso. Se había puesto lívido,
casi azul; tenía los ojos torcidos, y un temblor como de terciana agitaba
todo su cuerpo. Por último, principió a castañetear los dientes, y cayó al
suelo, presa de una convulsión espantosa.
El susto del caz, lo muy mojadas que seguían todas sus ropas, la
violenta escena del dormitorio, y el miedo al trabuco con que le apuntaba la
navarra, habían agotado las fuerzas del enfermizo anciano.
-¡Me muro! ¡Llama a Garduña!, que
estará ahí…, en la ramblilla… ¡Yo no debo morirme en esta casa!
No pudo continuar. Cerró los ojos, y se quedó como muerto.
-¡Y se morirá como lo dice! –dijo la
señá Frasquita-. Pues, señor, ¡esta es la más negra! ¿Qué hago yo ahora con
este hombre en mi casa? ¿Qué dirían de mí si se muriese? ¿Qué diría Lucas?...
¿Cómo podría justificarme, cuando yo misma le he abierto la puerta? ¡Oh! No…
Yo no debo quedarme aquí con él. ¡Yo debo buscar a mi marido; yo debo
escandalizar el mundo antes de comprometer mi honra!
Tomada esta resolución, soltó el trabuco, fuese al corral, cogió la
burra que quedaba en él, la aparejó de cualquier modo, abrió la puerta grande
de la cerca, montó de un salto, a pesar de sus carnes, y se dirigió a la
ramblilla.
-¡Garduña! ¡Garduña! –iba gritado la
navarra, conforme se acercaba a aquel sitio.
-¡Presnte!. ¿Es usted señá Frasquita?
-Sí, yo soy. ¡Ve al molino y socorre
a tu amo, que se está muriendo!...
-¿Qué dice usted? ¡Vaya un maula!-
-Lo que oyes Garduña…¿Y usted, alma
mía? ¿A dónde va a estas horas?
-¿Yo?... ¡Quita allá, badulaque! ¡Yo
voy a la ciudad por un médico! –contestó la señá Frasquita, arreando la burra
con un talonazo y a garduña con un puntapié.
Y tomó… no el camino de la ciudad, como acaba de decir, sino el del
lugar inmediato.
Garduña no reapró en esta última circunstancia, pues iba ya dando
zancajadas hacia el molino y discurriendo al par de esta manera:
-¡Va por un médico!... ¡La infeliz no
puede hacer más! ¡Pero él, es un pobre homre! ¡Famosa ocasión de ponerse
malo!... ¡Dios le da confites a quien no puede roerlos!
|
Garduña
se multiplica
Cuando Garduña llegó al molino el
Corregidor principiaba a volver en sí, procurando levantarse del suelo. En el
suelo también, y a su lado, estaba el velón encendido que bajó su Señoría del
dormitorio.
-¿Se ha marchado ya? –fue la primera
frase de don Eugenio.
-¿Quién?
-¡El demonio!... Quiero decir, la
Molinera…
-Si, señor… Ya se ha marchado…; y no
creo que iba de muy buen humor…
-¡Ay, Garduña! Me estoy muriendo…
-Pero ¿qué tiene Usía? ¡Por vida de
los hombres!...
-Me he caído en el caz, y estoy hecho
una sopa… ¡Los huesos se me parten de frío!
-¡Toma, toma! ¡Ahora salimos con eso!
-¡Garduña!... ¡ve lo que te dices!...
-Yo no digo nada, señor…
-Pues bien; sácame de este apuro…
-Voy volando… ¡Verá Usía que pronto
lo arreglo todo!
Así dijo el Alguacil, y en un periquete cogió la luz con una mano y
con la otra se metió al Corregidor debajo del brazo; lo subió al dormitorio;
lo puso en cueros; lo acostó en la cama; corrió al jaraíz; reunió una brazada
de leña; fue a la cocina; hizo una gran lumbre; bajó todas las ropas de su
amo; las colocó en los espaldares d dos o tres sillas; encendió un candil, y
tornó a subir a la cámara.
-¿Qué tal vamos? –preguntó entonces a
don Eugenio, levantando el velón para ver mejor el rostro.
-¡Admirablemente! ¡Conozco que voy a
sudar! ¡Mañana te ahorco, Garduña!
-Pero cuénteme Usía algo.. ¿La señá
Frasquita?...
-La señá Frasquita a querido
asesinarme. ¡Es todo lo que he logrado con tus consejos! Te digo que te
ahorco, mañana por la mañana.
-¡Algo menos será, señor Corregidor!
-¿Por qué lo dices, insolente? ¿Po
qué me ves aquí postrado?
-No, señor. Lo digo, porque la señá
Frasquita no ha debido de mostrarse tan inhumana como Usía cuenta, cuando ha
ido a la ciudad a buscarle un médico…
-¡Dios santo! ¿Estás seguro de que ha
ido a la ciudad?
-A lo menos, eso me ha dicho ella…
-¡Corre, corre, Garduña! ¡Ah! ¡Estoy
perdido sin remedio! ¿Sabes a qué va la señá Frasquita a la ciudad? ¡A
contárselo todo a mi mujer!... ¡A decirle que estoy aquí! ¡Oh, Dios mío, Dios
mío! ¿Cómo había yo de figurarme esto? ¡Yo creí que se había ido al lugar en
busca de su marido; y, como lo tengo allí a buen recaudo, nada me importaba
su viaje! Pero, ¡irse a la ciudad!... ¡Garduña, corre, corre…, tú que eres
andarín, y evita mi perdición! ¡Evita que la terrible Molinera entre en mi
casa!
-¿Y no me ahorcará Usía si lo
consigo?
-¡Al contrario! Te regalaré unos
zapatos en buen uso, que me están grandes. ¡Te regalaré todo lo que quieras! Pues
voy volando. Duérmase Usía tranquilo. Dentro de media hora estoy aquí de
vuelta, después de dejar en la cárcel a la navarra. ¡para algo soy más ligero
que una borrica!
Dijo Garduña, y desapareció por la escalera abajo.
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Se
cae de su peso que, durante aquella ausencia del Alguacil, fue cuando el
Molinero estuvo en el molino y vio visiones por el ojo de la cerradura.
Dejemos,
pues, al Corregidor sudando en el lecho ajeno, y a Garduña corriendo hacia la
ciudad (adonde había de seguirlo el tío Lucas con sombrero de tres picos y capa
de grana), y, convertidos también nosotros en andarines, volemos con dirección
al lugar, en seguimiento de la valerosa señá Frasquita.
Un
Rey de entonces
Se hallaba ya durmiendo la mona el
señor Alcalde, vuelta la espalda a la espalda de su mujer (Y formando así con
ésta la figura de águila austriaca de dos
cabezas que dice nuestro inmortal Quevedo), cuando Toñuelo llamó a la
puerta de la cámara nupcial, y avisó al señor Juan López que la señá Frasquita,
la del molino, quería hablarle.
No
tenemos para que referir todos los gruñidos y juramentos inherentes al acto de
despertar y vestirse el Alcalde monterilla, y nos trasladamos desde luego al
instante en que la Molinera lo vio llegar, desperezándose como un gimnasta que
ejercita la musculatura, y exclamando en medio de un bostezo interminable:
-¡Téngalas usted muy buenas señá
Frasquita! ¿Qué le trae a usted por aquí? ¿No ledijo a usted Toñuelo que se
quedase en el molino? ¿Así desobedece usted a la Autoridad?
-¡Necesito ver a mi Lucas! ¡Necesito
verlo al instante! ¡Que le digan que está aquí su mujer!
-¡Necesito! ¡Necesito! -. Señora, ¡a
usted se le olvida que está hablando con el Rey!...
-¡Déjeme usted a mí de reyes, señor
Juan, que no estoy para bromas! ¡Demasiado sabe usted lo que me sucede!
¡Demasiado sabe para qué ha preso a mi marido!
-Yo no sé nada, señá Frasquita… Y en
cuanto a su marido de usted, no está preso, sino durmiendo tranquilamente en
esta su casa, y tratando como yo a las personas. ¡A ver, Toñuelo! ¡Toñuelo!
Anda al pajar, y dile al tío Lucas que se despierte y venga corriendo… Con
que vamos… ¡Cuénteme usted lo que pasa!.. ¿Ha tenido usted miedo de dormir
sola?
-¡No sea usted desvergonzado, señor
Juan! ¡Demasiado sabe usted qua mí no me gustan sus bromas ni sus veras! ¡Lo
que me pasa es una cosa muy sencilla: que usted y el señor Corregidor han
querido perderme! ¡pero que se han llevado un solemne chasco! ¡Yo estoy aquí
sin tener de qué abochornarme, y el señor Corregidor se queda en el molino
muriéndose…
-¡Muriéndose el Corregidor!...
Señora, ¿sabe usted lo que dice?
-¡Lo que usted oye! Se ha caído en el
caz, y casi se ha ahogado, o a cogido una pulmonía, o yo no sé… ¡Eso es
cuenta de la Corregidora! Yo vengo a buscar a mi marido, sin perjuicio de
salir mañana mismo para Madrid, donde le contaré al Rey…
-¡Demonio, demonio! ¡A ver,
Manuela!... aparéjame la mulilla… Señá Frasquita, al molino voy… ¡Desgraciada
de usted si le ha hecho algún daño al señor Corregidor!
-¡Señor Alcalde, señor Alcalde!
–exclamó en esto Toñuelo, entrando más muerto que vivo-. El tío Lucas no está
en el pajar. Su burra no se haya tampoco en los pesebres, y la puerta del
corral está abierta… ¡De modo que el pájaro se ha escapado!
-¿Qué estás diciendo?
-¡Virgen del Carmen! ¿Qué va a pasar
en mi casa? ¡Corramos, señor Alcalde; no perdamos tiempo!... Mi marido va a
matar al Corregidor al encontrarlo allí estas horas…
-¿Lugo usted cree que el tío Lucas
está en el molino?
-¿Pues no lo he de creer? Digo más…
cuando yo venía me he cruzado con él sin conocerlo. ¡Él era sin duda uno que
echaba yescas en medio de un sembrado! ¡Dios mío! ¡Cuando piensa una que los
animales tienen más entendimiento que las personas! Porque ha de saber usted,
señor Juan, que indudablemente nuestras dos burras, se reconocieron y se
saludaron, mientras que mí Lucas y yo nos saludamos sin reconocernos… ¡Antes
bien huimos el uno del otro, tomándonos mutuamente por espías…
-¡Bueno está su Lucas de usted! En
fin, vamos andando y ya veremos lo que hay que hacer con todos ustedes.
¡Conmigo no se juega! ¡Yo soy el Rey!... Pero no un como el que ahora tenemos
en Madrid, o sea en El Pardo, sino como aquel que hubo en Sevilla, a quien
llamaban Don Pedro el Cruel. ¡A ver, Manuela! ¡Tráeme el bastón, y dile a tu
ama que me marcho!
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Obedeció
la sirvienta (que era por cierto más buena moza de lo que convenía a la
alcaldesa y a la moral), y, como la mulilla del señor Juan López estuviese ya
aparejada, la señá Frasquita y él salieron para el molino, seguidos del
indispensable Toñuelo.
La
Estrella de Garduña
Precedámosles nosotros, supuesto que
tenemos carta blanca para andar más de prisa que nadie.
Garduña
se hallaba ya de vuelta en l molino, después de haber buscado a la señá
Frasquita por todas las calles de la ciudad.
El
astuto Alguacil había tocado de camino en el Corregimiento, donde lo encontró
todo muy sosegado. Las puertas seguían abiertas como en medio del día, según es
costumbre cuando la Autoridad está en la calle ejerciendo sus sagradas
funciones. Dormitaban en la meseta de la escalera y en el recibimiento otros
alguaciles y ministros, esperando descansadamente a su amo; más cuando
sintieron llegar a Garduña, le preguntaron al que era su decano y jefe
inmediato:
-¿Viene ya el Señor?
-¡Ni por asomo! Estaos quietos. Vengo
a saber si ha habido novedad en la casa…
-Ninguna.
-¿Y la señora?
-Recogida en sus aposentos.
-¿No ha entrado una mujer por estas
puertas hace poco?
-Nadie ha parecido por aquí en toda
la noche…
-Pues no dejéis entrar a persona
alguna, sea quien sea y diga lo que diga. ¡Al contrario! Echadle mano al
mismo lucero del alba que venga a preguntar por el Señor o por la Señora, y
llevadlo a la cárcel.
-¿Parece que esta noche se anda de caza
de pájaros de cuenta?
-¡Caza mayor! –añadió uno de los
alguaciles.
-¡Mayúscula! –respondió
Garduña-.¡Figuraos si la cosa será delicada, cuando el Señor Corregidor y yo
hacemos la batida por nosotros mismos!... Conque… hasta luego, buenas piezas,
y ¡mucho ojo!
-Vaya usted con Dios, señor Bastián.
-¡Mi estrella se eclipsa! ¡hasta las
mujeres me engañan! La Molinera se encaminó al lugar en busca de su esposo,
en vez de venirse a la ciudad… ¡Pobre Garduña! ¿Qué se ha hecho de tu olfato?
Y discurriendo de este modo, tomó la vuelta al molino.
Razón tenía el Alguacil para echar de menos su olfato, pues que no
venteó a un hombre que se escondía en aquel momento detrás de unos mimbres, a
poca distancia de la ramblilla, y el cual exclamó para su capote, o más bien
para su capa de grana:
-¡Guarda, Pablo! ¡Por allí viene
Garduña!... Es menester que no me vea…
Era el tío Lucas vestido de Corregidor, que se dirigía a la ciudad,
repitiendo de vz en cuando su diabólica frase:
-¡También la Corregidora es guapa!
Pasó Garduña sin verle, y el falso Corregidor dejó su escondite y
penetró en la población…
Poco después llegó el Alguacil al molino, según dejamos indicado.
Reacción
El Corregidor seguía en la cama, tal
y como acababa de verlo el tío Lucas por el ojo de la llave.
-¡Qué bien sudo, Garduña! ¡Me he
salvado de una enfermedad! ¿Y la señá Frasquita? ¿Has dado con ella? ¿Viene
contigo? ¿Ha hablado con la Señora?
-La Molinera, Señor –respondió
Garduña con angustiado acento-, me engañó como a un pobre hombre; pues no se
fue a la ciudad, sino al pueblecillo…, en busca de su esposo. Perdone Usía la
torpeza…
-¡Mejor! ¡Mejor! –dijo el madrileño,
con los ojos chispeantes de maldad-. ¡Todo se ha salvado entonces! Antes d
que amanezcan estarán caminando para las cárceles de la Inquisición, atados
codo con codo, el tío Lucas y la señá Frasquita, y allí se pudrirán sin tener
a quien contarle sus aventuras de esta noche. Tráeme la ropa, Garduña, que ya
estará seca…! Tráemela y vísteme! ¡El amante se va a convertir en
Corregidor!...
Garduña bajó a la cocina por la ropa.
|
¡Favor
al Rey!
Entretanto
la señá Frasquita, el señor Juan López y Toñuelo avanzaban hacia el molino, al
cual llegaron pocos minutos después.
-¡Yo entraré delante! –exclamó el
alcalde de monterilla-, ¡Para algo soy la autoridad! Sígueme, Toñuelo, y
usted, señá Frasquita, espérese a la puerta hasta que yo la llame.
Penetró, pues, el señor Juan López bajo la parra, donde vio a la luz
de la luna un hombre casi jorobado, vestido como solía el molinero, faja
negra, medias azules, chupetín y calzón de paño, montera murciana de felpa, y
el capote de monte al hombro.
-¡Él es! ¡Favor al Rey! ¡Entréguese
usted, tío Lucas!
El hombre de la montera intentó
meterse en el molino.
-¡Date! –grito a su vez Toñuelo,
saltando sobre él, cogiéndolo por el pescuezo, aplicándole una rodilla al
espinazo y haciéndole rodar por tierra.
Al mismo tiempo, otra especie de fiera saltó sobre Toñuelo, y
agarrándolo de la cintura, lo tiró sobre el empedrado y principió a darle de
bofetones. Era la señá Frasquita, que exclamaba:
-¡Tunante! ¡Deja a mí Lucas!
Pero, en esto, otra persona, que había aparecido, llevando del diestro
una borrica, se metió resueltamente entre los dos, y trató de salvar a
Toñuelo…
Era Garduña, que, tomando al
alguacil del lugar por don Eugenio de Zúñiga, le decía a la Molinera:
-¡Señora, respete usted a mi amo!
La señá Frasquita, viéndose entre dos fuegos, descargó entonces a
Garduña tal rev´s en medio del estómago, que le hizo caer de boca tan largo
como era.
Y, con él, ya eran cuatro las personas que rodaban por el suelo.
El señor Juan López impedía entretanto levantarse al supuesto tío
Lucas, teniéndole plantado un pie sobre los riñones.
-¡Garduña! ¡Socorro! ¡Favor al Rey!
¡Yo soy el Corregidor!
-¡El Corregidor! ¡Pues es verdad!
Dijo el señor Juan López, lleno de asombro…
-¡El Corregidor! Repitieron todos.
Y pronto estuvieron de pie los cuatro
derribados.
-¡Todo el mundo a la cárcel! –exclamó
don Eugenio-, ¡Todo el mundo a la horca!
-¡Pero, señor…, observó el señor Juan
López, poniéndose de rodillas, ¡Perdone Usía que lo haya maltratado! ¿Cómo
había de conocer a Usía con esa ropa tan ordinaria?
-¡Bárbaro! Replicó el Corregidor,
¡Alguna había de ponerme! ¿No sabes que me han robado la mía? ¿No sabes que
una compañía de ladrones, mandada por el tío Lucas…?
-¡Miente usted! Gritó la navarra.
-Escúcheme usted, señá Frasquita, le
dijo Garduña, llamándola a parte. Con permiso del señor Corregidor y la
compaña… ¡Si usted no arregla esto, nos van a ahorcar a todos, empezando por
el tío Lucas!...
Pues ¿qué ocurre?, pregunto la señá
Frasquita.
-Que el tío Lucas anda a estas horas
por la ciudad vestido de Corregidor…, y que Dios sabe si habrá llegado con su
disfraz hasta el propio dormitorio de la Corregidora.
-¡Jesús! Exclamó la Molinera, ¡Conque
mi marido me cree deshonrada! ¡Conque ha do a la ciudad a vengarse! ¡Vamos,
vamos a la ciudad, y justificadme a los ojos de mí Lucas!
-¡Vamos a la ciudad, e impidamos que
este hombre hable con mi mujer y le cuente todas las majaderías que se haya
figurado!, dijo el Corregidor. Deme usted un pie señor Alcalde, para montar.
-Vamos a la ciudad, sí…, añadió
Garduña; ¡Y quiera el cielo, señor Corregidor, que el tío Lucas, amparado por
su vestimenta, se haya contentado con hablarle a la Señora!
-¿Qué dices, desgraciado? ¿Crees tú a
ese villano capaz?...
-¡De todo!, contestó la señá
Frasquita.
|
¡Ave
María Purísima! ¡Las doce y media y sereeenooo!
Así
gritaba por las calles de la ciudad quien tenía facultades para tanto, cuando
la Molinera y el Corregidor, cada cual en una de las burras del molino, el
señor Juan López en su mula, y los dos alguaciles andando, llegaron a la puerta
del Corregimiento.
La puerta estaba cerrada. Dijérase que
para el Gobierno, lo mismo que para los gobernados, había concluido todo por
aquel día.
-Malo! Pensó Garduña.
Pasó mucho tiempo, y ni abrieron ni
contestaron.
La señá Frasquita estaba más amarilla
que la cera.
El Corregidor se había comido ya
todas las uñas de ambas manos.
Nadie decía una palabra.
¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!..., golpes y más golpes a la puerta del
Corregimiento… ¡Y nada! ¡NO respondía nadie! ¡No abrían
Sólo se pía el claro rumor de los
caños de una fuente que había en el patio de la casa. Y de esta manera
transcurrían minutos, largos como eternidades.
Al fin, cerca de la una, se abrió un ventanillo del piso segundo, y
dijo una voz femenina:
-¿Quién?
-Es la voz del ama de leche… murmuró
Garduña.
-¡Yo!, respondió don Eugenio. ¡Abrid!
-¿Y quién es usted?, replicó la
nodriza.
-¿Pues no me está usted oyendo? ¡Soy
el amo!... ¡El Corregidor!...
-¡Vaya usted mucho con Dios! Mi amo
vino hace una hora, y se acostó en seguida. ¡Acuéstese ustedes también, y
duerman el vino que tendrán en el cuerpo!
Y la ventana se cerró de golpe.
La señá Frasquita se cubrió el rostro
con las manos.
-¡Ama¡ tronó el Corregidor, fuera de
sí. ¿No oye usted que le digo que abra la puerta? ¿No oye usted que soy yo?
¿Quiere usted que la ahorque también?
La ventana volvió a abrirse.
-Pero vamos a ver… expuso el ama.
¿Quién es usted para dar esos gritos?
-¡Soy el Corregidor!
-¡Dale bola! ¿NO le digo a usted que
el señor Corregidor vino antes de las doce…, y que yo lo vi con mis propios
ojos encerrarse en las habitaciones de la Señora? ¿SE quiere usted divertir
conmigo? ¡Pues espere usted…, y verá lo que le pasa!
Al mismo tiempo se abrió repentinamente la puerta y una nube de
criados y ministriles, provistos de sendos garrotes, se lanzó sobre los de
afuera, exclamando furiosamente:
¡A ver! ¿Dónde está ese que dice que
es el Corregidor? ¿Dónde está ese chusco? ¿Dónde está ese borracho?
Y se armó un lio de todos los demonios en medio de la oscuridad, sin
que nadie pudiera entenderse, y no dejando de recibir algunos palos el Corregidor,
Garduña, el señor Juan López y Toñuelo.
Era la segunda paliza que le costaba a don Eugenio su aventura de
aquella noche, además del remojón que se dio en el caz del molino.
La señá Frasquita, apartada de aquel laberinto, lloraba por primera
vez en su vida…
-¡Lucas! ¡Lucas! ¡Y has podido dudar
de mí! ¡Y has podido estrechar en tus brazos a otra! ¡Ah! ¡Nuestra desventura
no tiene ya remedio!
-¿Qué escándalo es éste? Dijo al fin
una voz tranquila, majestuosa y de gracioso timbre, resonando encima de
aquella baraúnda.
Todos levantaron la cabeza, y vieron
a una mujer vestida de negro asomada al balcón principal de edificio.
-¡Sa Señora! Dijeron los criados,
suspendiendo la retreta de palos.
-¡Mi mujer! Tartamudeó don Eugenio.
-Que pasen esos rústicos… El señor
Corregidor dice que lo permite.
Los criados cedieron el paso, y el de
Zúñiga y sus acompañantes penetraron n el portal y tomaron por la escalera
arriba.
Ningún reo ha subido al patíbulo con paso tan inseguro y semblante tan
demudado como el Corregidor subía las escaleras de su casa. Sin embargo, la
idea de su deshonra principiaba ya a descollar, con noble egoísmo, por encima
de todos los infortunios que había causado y que lo afligían y sobre las
demás ridiculeces de la situación en que se hallaba…
-¡Antes que todo, iba pensando, soy
un Zúñiga y un Ponce de León!... ¡Ay de aquellos que lo hayan echado en
olvido! ¡Ay de mi mujer, si ha mancillado mi nombre!
|
Una
Señora de clase
La
Corregidora recibió a su esposo y a la rústica comitiva en el salón principal
del Corregimiento. Estaba sola, de pie y con los ojos clavados en la puerta.
Érase
una principalísima dama, bastante joven todavía, de plácida y severa hermosura,
más propia del pincel cristiano que del cincel gentílico, y estaba vestida con
toda la nobleza y seriedad que consentía el gusto de la época. Su traje, de
corta y estrecha falda y mangas huecas y subidas, era de alepín negro: una
pañoleta de blonda blanca, algo amarillenta, velaba sus admirables hombros, y
larguísimos maniquetes o mitones de tul negro cubrían la mayor parte de sus
alabastrinos brazos. Se abanicaba majestuosamente con un pericón enorme, traído
de las islas Filipinas, y empuñaba con la otra mano un pañuelo de encaje, cuyos
cuatro picos colgaban simétricamente con una regularidad sólo comparable a la
de su actitud y menores movimientos.
Aquella
hermosa mujer tenía algo de reina y mucho de abadesa, e infundía por ende
veneración y miedo a cuantos la miraban. Por lo demás, el atildamiento de su
traje a semejante hora, la gravedad de su continente y las muchas luces que
alumbraban el salón, demostraban que la Corregidora se había esmerado en dar a
aquella escena una solemnidad teatral y un tinte ceremonioso que contrastasen
con el carácter villano y grosero de la aventura de su marido.
Advertimos,
finalmente, que aquella señora se llamaba Mercedes Carrillo de Albornoz y
Espinosa de los Monteros, y que era hija, nieta, biznieta, tataranieta, y hasta
vigésima nieta de la ciudad, como descendiente de sus ilustres conquistadores.
Su familia, por razones de vanidad mundana, la había inducido a casarse con el
viejo y acaudalado Corregidor, y ella, que de otro modo hubiera sido monja,
pues su vocación natural la iba llevando al claustro, consintió en aquel
doloroso sacrificio.
A
la sazón tenía ya dos vástagos del arriscado madrileño, y aún se susurraba que
habá otra vez moros en la costa…
Con
que volvamos a nuestro cuento.
La
Pena del Talión
-¡Mercedes! Necesito saber
inmediatamente…
-¡Hola, tío Lucas! ¿Usted por aquí? ¿Ocurre
alguna desgracia en el molino?
-¡Señora, no estoy para chanzas!
Antes de entrar en explicaciones por mi parte, necesito saber que ha sido de
mí honor..
-¡Esa no es cuenta mía! ¿Acaso me lo
ha dejado usted a mí en depósito?
-Sí, señora… ¡A usted! ¡Las mujeres
son las depositarias del honor d sus maridos!
-Pues entonces, mi querido tío Lucas,
pregúntele usted a su mujer… Precisamente nos está escuchando.
-Pase usted, señora y siéntese…,
añadió la Corregidora, dirigiéndose a la Molinera con dignidad soberana.
Y, por su parte, se encaminó al sofá.
La generosa navarra supo comprender, desde luego, toda la grandeza de
la actitud de aquella esposa injuriada…, e injuriada acaso doblemente… Así es
que, alzándose en el acto a igual altura, dominó sus naturales ímpetus, y
guardó un silencio decoroso. Esto sin contar con que la señá Frasquita,
segura de su inocencia y de su fuerza, no tenía prisa de defenderse: teníala,
sí, de acusar, y mucha…, pero no ciertamente a la Corregidora. ¡Con quién
ella deseaba ajustar cuentas era con el tío Lucas…, y el tío Lucas no estaba
allí!
-Señá Frasquita…le he dicho a usted
que puede pasar y sentarse.
|
Esta
segunda indicación fue hecha con más afectuosa y sentida que la primera… Se
dijera que la Corregidora había adivinado también por instinto, al fijarse en
el reposado continente y en la varonil hermosura de aquella mujer, que no iba a
habérselas con un ser bajo y despreciable, sino quizá más bien con otra
infortunada como ella: ¡infortunada, sí, por el solo hecho de haber conocido al
Corregidor!
Cruzaron,
pues, sendas miradas de paz y de indulgencia aquellas dos mujeres que se
consideraban dos veces rivales, y notaron con gran sorpresa que sus almas se
aplacieron la una a la otra, como dos hermanas que se reconocen.
No
de otro modo se divisan y saludan a lo lejos las castas nieves de las
encumbradas montañas.
Saboreando
estas dulces emociones, la Molinera entró majestuosamente en el salón, y se
sentó en el filo de una silla. A su paso por el molino, previendo que en la ciudad
tendría que hacer visitas de importancia, se había arreglado un poco y se había
puesto una mantilla de franela negra, con grandes felpones, que la sentaba
divinamente. Parecía toda una señora.
Por
lo que toca al Corregidor, dicho se está que había guardado silencio durante
aquel episodio. El rugido de la señá Frasquita y su aparición en la escena no
habían podido menos de sobresaltarlo. ¡Aquella mujer le causaba ya más terror
que la suya propia!
-Conque vamos tío Lucas… Ahí tiene
usted a la señá Frasquita… ¡Puede usted volver a formular su demanda! ¡Puede
usted preguntarle aquello de su honra!
-Mercedes, ¡por los clavos de Cristo!
¡Mira que tú no sabes de lo que soy capaz! ¡Nuevamente te conjuro a que dejes
la broma y me digas todo lo que ha pasado aquí durante mi ausencia! ¿Dónde
está ese hombre?
-¿Quién? ¿Mi marido?... Mi marido se
está levantando y ya no puede tardar en venir.
-¡Levantándose!
-¿Se asombra usted? ¿Pues dónde
quería usted que estuviese a estas horas un hombre de bien sino en su casa,,
en su cama y durmiendo con su legítima consorte, como manda Dios?
-¡Merceditas! ¡Ve lo que te dices!
¡Repara en que nos están oyendo! ¡Repara en que soy el Corregidor!...
-¡A mí no me dé usted voces, tío
Lucas, o mandaré a los alguaciles que se lo lleven preso.
¡Yo a la cárcel! ¡Yo! ¡El Corregidor
de la ciudad!
-El Corregidor de la ciudad, el
representante de la Justicia, el apoderado del Rey, repuso la gran señora con
una severidad y una energía que ahogaron la voz del fingido molinero, llegó a
su casa a la hora debida, a descansar de las nobles tareas de su oficio, para
seguir mañana amparando la honra y la vida de los ciudadanos, la santidad del
hogar y el recato de las mujeres, impidiendo de este modo que nadie pueda
entrar disfrazado de Corregidor ni de ninguna otra cosa, en la alcoba de la
mujer ajena; que nadie pueda sorprender a la virtud en su descuidado reposo;
que nadie pueda abusar de su casto sueño…
-¡Merceditas! ¿Qué es lo que
profieres? ¡Si es verdad que so ha pasado en mí casa, diré que eres una
pícara, una pérfida, una licenciosa!
-¿Con quién habla este hombre?,
prorrumpió la Corregidora, ¿Quién es este loco? ¿Quién es este ebrio?... ¡Ni
siquiera puedo ya creer que sea un honrado molinero como el tío Lucas, a
pesar de que viste su traje de villano! Señor Juan López, créame usted: mi
marido el Corregidor de la ciudad, llegó a esta su casa hace dos horas, con
su sombrero de tres picos, su capa de grana, su espadín de caballero y su
bastón de autoridad… Los criados y alguaciles que me escuchan se levantaron,
y lo saludaron al verlo pasar por el portal, por la escalera, y por el recibimiento.
Se cerrarón enseguida todas las puertas, y desde entonces no ha penetrado
nadie en mi hogar hasta que llegaron ustedes. ¿Es esto cierto? Responded
vosotros…
-¡Es verdad! ¡Es verdad!, contestaron
la nodriza, los domésticos y los ministriles; todos los cuales, agrupados a
la puerta del salón, presenciaban aquella singular escena.
-¡Fuera de aquí todo el mundo!, gritó
don Eugenio, ¡Garduña! ¡Garduña! ¡Ven y prende a estos viles que me están
faltando al respeto! ¡Todos a la cárcel! ¡Todos a la horca!
-Además, señor.., continuó doña
Mercedes, cambiando de tono y dignándose ya mirar a su marido y tratarle como
a tal, temerosa de que las chanzas llegaran a irremediables extremos,
Supongamos que usted es don Eugenio de Zúñiga y Ponce de León…
-¡Lo soy!
-Supongamos, además, que me cupiese
alguna culpa en haber tomado por usted al hombre que penetró en mi alcoba
vestido de Corregidor…
-¡Infames!
La navarra se tapó el rostro con un lado de la mantilla para ocultar
las llamaradas de sus celos.
-Supongamos todo lo que usted
quiera…, continuó doña Mercedes. Pero dígame usted ahora, señor mío: ¿Tendría
usted derecho a quejarse? ¿Podría usted acusarme como fiscal? ¿Podría usted
sentenciarme como juez? ¿Viene usted acaso del sermón? ¡Viene usted de
confesar? ¿O de donde viene usted con ese traje? ¿De dónde viene usted con
esa señora? ¿Dónde ha pasado usted la mitad de la noche?
-Con permiso…, exclamó la señá
Frasquita, poniéndose en pie como empujada por un resorte y atravesándose
arrogadamente entre la Corregidora y su amarido.
Este, que iba a hablar, se quedó con
la boca abierta al ver que la navarra entraba en fuego.
Pero, doña Mercedes se anticipó y
dijo:
-Señora, no se fatigue usted en darme
a mí explicaciones… Yo no sé las pido a usted, ni mucho menos! Allí viene
quien puede pedírselas a justo título… ¡Entiéndase usted con él!
Al mismo tiempo se abrió la puerta de un gabinete y apareció en ella
el tío Lucas, vestido de Corregidor de pies a cabeza, y con bastón, guantes y
espadín como si se presentase en las Salas del Cabildo.
La
Fe mueve montañas
-Tengas ustedes muy buenas noches,
pronunció el recién llegado, quitándose el sombrero de tres picos, y hablando
con la boca sumida, como solía don Eugenio de Zúñiga.
|
En
seguida se adelantó por el salón, balanceándose en todos los sentidos, y fue a
besar la mano de la Corregidora.
Todos
se quedaron estupefactos. El parecido del tío Lucas con el verdadero Corregidor
era maravilloso.
Así
es que la servidumbre, y hasta el mismo señor Juan López, no pudieron contener
la carcajada.
Don
Eugenio sintió aquel nuevo agravio, y se lanzó sobre el tío Lucas como un
basilisco.
Pero
la señá Frasquita metió el montante, apartando al Corregidor con el brazo de
marras, y Su Señoría, en evitación de otra voltereta y del consiguiente
ludibrio, se dejó atropellar sin decir oxte ni moxte. Estaba visto que aquella
mujer había nacido para domadora del pobre viejo.
El
tío Lucas se puso más pálido que la muerte al ver que su mujer se le acercaba;
pero luego se dominó, y, con una risa tan horrible que tuvo que llevarse la
mano al corazón para que no se le hiciese pedazos, dijo, remedando siempre al
Corregidor:
-¡Dios te guarde, Frasquita! ¿Le has
enviado a tu sobrino el nombramiento?
¡Hubo que ver entonces a la navarra!
Se tiró la mantilla atrás, levantó la frente con soberanía de leona, y
clavando en el falso Corregidor dos ojos como dos puñales:
-¡Te desprecio, Lucas!, le dijo en
mitad de la cara.
Todos creyeron que le había escupido.
El rostro del Molinero se transfiguró al oír la voz de su mujer. Una
especie de inspiración, semejante a la de la fe religiosa, había penetrado en
su alma, inundándola de luz y de alegría… Así es que, olvidándose por un
momento de cuanto había visto y creído ver en el molino, exclamó con lágrimas
en los ojos y la sinceridad en los labios:
-¿Con qué tu eres mi Frasquita?
-¡No! ¡Yo no soy ya tu Frasquita! Yo
soy… ¡Pregúntaselo a tus hazañas de esta noche, y ellas te dirán lo que has
hecho del corazón que tanto te quería!...
Y se echó a llorar, como una montaña de hielo que se hunde, y
principia a derretirse.
La Corregidora se adelantó hacia ella sin poder contenerse, y la
estrechó en sus brazos con el mayor cariño.
La señá Frasquita se puso entonces a besarla, sin saber tampoco lo que
se hacía, diciéndole entre su sollozos, como una niña que busca el amparo de
su madre:
-¡Señora, señora! ¡Que desgraciada
soy!
-¡No tanto como usted se figura!
-¡Yo sí que soy desgraciado, gemía el
tío Lucas!
-¡Pues ¿y yo? Dijo don Eugenio, ¡Ah
yo soy un pícaro! ¡un monstruo!, ¡un calavera deshecho, que ha llevado su
merecido!.
Y rompió a berrear tristemente abrazado a la barriga del señor Juan
López.
Y éste y los criados lloraban de igual manera, y todo parecía
concluido, y, sin embargo, nadie se había explicado.
|
Pues
¿Y tú?
El
tío Lucas fue el primero que salió a flote en aquel mar de lágrimas.
Era
que empezaba a acordarse de lo que había visto por el ojo de la llave.
-¡Señores vamos a cuentas!... dijo de
pronto.
-No hay cuentas que valgan, tío
Lucas, su mujer de usted es una bendita!
-Bien…, sí…, pero…
-¡Nada de pero!... Déjela usted
hablar, y verá cómo se justifica. Desde que la vi, me dio el corazón que era
una santa, a pesar de todo lo que usted me había contado…
-¡Bueno; que hable!, dijo el tío
Lucas.
-¡Yo no hablo!, contestó la Molinera.
El que tiene que hablar eres tú!... Porque la verdad es que tú…
Y la señá Frasquita no dijo más, por impedírselo el invencible respeto
que le inspiraba la Corregidora.
-Pues ¿y tú?
-Ahora no se trata de ella…, gritó el
Corregidor, tornando también a sus celos, ¡Se trata de usted y de esta
señora! ¡Ah, Merceditas!... ¿Quién había de decirme que tú?...
-Pues ¿y tú?, repuso la Corregidora.
Y así durante un largo tiempo, la
cosa hubiera sido interminable, si la Corregidora, revistiéndose de dignidad,
no dijese por último a don Eugenio:
-¡Mira, cállate tú ahora! Nuestra
cuestión particular la resolveremos más adelante. Lo que urge en este momento
es devolver la paz al corazón del tío Lucas, cosa muy fácil a mi juicio, pues
allí distingo al señor Juan López y a Toñuelo, que están saltando por
justificar a la señá Frasquita…
-¡Yo no necesito que me justifiquen
los hombres!, respondió ésta, Tengo dos testigos de mayor crédito a quienes
no se dirá que he seducido ni sobornado..
-Y ¿dónde están?, preguntó el
Molinero
-Están abajo, en la puerta..
-Pues diles que suban, con permiso de
esta señora.
-Las pobres no pueden subir..
-¡Ah! ¡Son dos mujeres!... ¡vaya un
testimonio fidedigno!
-Tampoco son dos mujeres. Sólo son
dos hembras…
-¡Peor que peor! ¡Serán dos niñas!...
Hazme el favor de decirme sus nombres.
-La una se llama Piñona y la otra Liviana…
-¡Nuestras dos burras! Frasquita: te
¿te estás riendo de mí?
-No que estoy hablando muy formal. Yo
puedo probarte con el testimonio de nuestras burras, que no me hallaba en el
molino cuando tú viste en él al señor Corregidor.
-¡Por Dios te pido que te
expliques!...
-¡Oye, Lucas!..., muerte de vergüenza
por haber dudado de mí honradez. Mientras tú ibas esta noche desde el lugar a
nuestra casa, yo me dirigía desde nuestra casa al lugar, y, por consiguiente,
nos cruzamos en el camino. Pero tú marchabas fuera de él, o, por mejor decir,
te habías detenido a echar unas yescas en medio de un sembrado…
-¡es verdad que me detuve!...
Continúa.
-En esto rebuznó tu borrica…
-¡Justamente! ¡Ah, que feliz soy!
¡Habla, habla; que cada palabra tuta me devuelve un año de vida!
-Y a aquel rebuzno contestó otro en
el camino…
-¡Oh, sí…, sí… ¡Bendita seas! ¡Me
parece estarlo oyendo!
-Eran Liviana y Piñona, que se habían reconocido y se saludaban como
buenas amigas, mientras que nosotros ni nos saludamos ni nos reconocimos…
-¡No me digas más! ¡No me digas más!
-Tan no nos reconocimos, que los dos
nos asustamos y salimos huyendo en direcciones contrarias… ¡Conque ya ves que
yo no estaba en el molino! Si quieres saber ahora porque encontraste al señor
Corregidor en nuestra cama, tienta esas ropas que llevas puestas, y que
todavía estarán húmedas, y te lo dirán mejor que yo. ¡Su Señoría se cayó al
caz del molino, y Garduña lo desnudó y lo acostó allí! Sí quieres saber por qué abrí la puerta…
fue porque creí que era tú y me llamabas a gritos. Y, en fin, si quieres saber
lo del nombramiento… ¨Pro no tengo más que decir por la presente. Cuando
estemos solos te enteraré de éste y otros particulares… que no debo referir
delante de esta señora.
-¡Todo lo que ha dicho la señá
Frasquita es la pura verdad!, gritó el señor Juan López, deseando
congraciarse con la Corregidora.
-¡Todo! ¡Todo!, añadió Toñuelo.
-¡Hasta ahora…, todo! Agregó el
Corregidor…
-¡Conque eres inocente! Exclamaba el
tío Lucas rindiéndose a la evidencia. ¡Frasquita mía, Frasquita de mí alma!
¡Perdóname la injusticia, y deja que te de un abrazo!...
-¡Esa es harina de otro costal…,
contestó la Molinera. Antes de abrazarte necesito oír tus explicaciones…
-Yo las daré por él y por mí, dijo
doña Mercedes.
-¡Hace una hora que las estoy
esperando!, dijo el Corregidor.
-Pero no las daré, hasta que estos
señores hayan descambiado vestimentas…; y, aún entonces, se las daré tan sólo
a quien merezca oírlas.
-Vamos… vamos a descambiar, el traje
de vuestra Señoría me ahoga. ¡He sido muy desgraciado mientras lo he tenido
puesto!
-¡Porque no lo entiendes! ¡Yo estoy,
en cambio, deseando ponérmelo, para ahorcarte a ti y a medio mundo, si no me
satisfacen las exculpaciones de mi mujer!
La Corregidora, que oyó estas palabras, tranquilizó a la reunión con
una suave sonrisa, propia de aquellos afanados ángeles cuyo ministerio es
guardar a los hombres.
|
También
la Corregidora es guapa
Salido
que hubieron de la sala el Corregidor y el tío Lucas, séntose de nuevo la
Corregidora en el sofá, colocó a su lado a la señá Frasquita y, dirigiéndose a
los domésticos y ministriles que obstruían la puerta, les dijo con afable
sencillez:
-¡Vaya, muchachos!... Contad ahora
vosotros a esta excelente mujer todo lo malo que sepáis de mí.
Avanzó el cuarto estado, y diez voces quisieron hablar a un mismo
tiempo; pero el ama de leche, como la persona que más las tenía en la casa,
impuso silencio a los demás, y dijo de esta manera:
-Ha de saber usted, señá Frasquita,
que estábamos yo y mi Señora esta noche al cuidado de los niños, esperando a
ver si venía el amo y rezando el tercer rosario para hacer tiempo (pues la
razón traída por Garduña había sido que andaba el señor Corregidor detrás de
unos facinerosos muy terribles, y no era cosa de acostarse hasta verlo entrar
sin novedad), cuando sentimos ruido de gente en la alcoba inmediata, que es
donde mis señores tienen su cama de matrimonio. Cogimos la luz, muertas de
miedo, y fuimos a ver quién andaba en la alcoba, cuando, ¡Ay Virgen del
Carmen!, al entrar vimos que un hombre vestido como mi señor, pero que no era
él (¡cómo que era su marido de usted!), trataba de esconderse debajo de la
cama. “¡Ladrones!”, principiamos a
gritar desaforadamente, y un momento después la habitación estaba llena de
gente, y los alguaciles sacaban arrastrando de su escondite al fingido
Corregidor. Mi señora, que, como todos, habían reconocido al tío Lucas, y que
lo vio con aquel traje, temió que hubiese matado al amo, y empezó a dar unos
lamentos que partían las piedras… “¡A
la cárcel!! ¡A la cárcel!” decíamos entre tanto los demás, y así que
estaba como un difunto, arrimado a la pared, sin decir esta boca es mía. Pero
viendo luego que se lo llevaban a la cárcel, dijo… lo que voy a repetir,
aunque verdaderamente mejor sería para callado: “Señora, yo no soy ladrón ni
asesino: el ladrón y el asesino… de mi honra está en mi casa, acostado con mi
mujer.”
-¡Pobre Lucas!, suspiró la seña
Frasquita.
-¡Pobre de mí!, murmuró la
Corregidora.
-Eso dijimos todos… “¡Pobre tío Lucas
y pobre Señora!” Porque… la verdad, señá Frasquita, ya teníamos idea de que
mí señor había puesto los ojos en usted… y aunque nadie se figuraba que
usted…
-¡Ama!, exclamo severamente la
Corregidora. ¡No siga usted por ese camino!...
-Continuaré yo por el otro…, dijo un
alguacil, aprovechando aquella coyuntura. El tío Lucas (que nos engañó de lo
lindo con su traje y su manera de andar cuando entró en la casa; tanto, que
todos los tomamos por el señor Corregidor) no había venido con muy buenas
intenciones que digamos, y si la Señora no hubiera estado levantada… figúrese
usted lo que habría sucedido…
-¡Vamos! ¡Cállate tú también,
interrumpió la cocinera. ¡No estás diciendo más que tonterías! Pues, sí, señá
Frasquita: el tío Lucas para explicar su presencia en la alcoba de mi ama,
tuvo que confesar las intenciones que traía… ¡Por cierto que la Señora no se
pudo contener al oírlo, y le arrimó una bofetada en medio de la boca que le
dejó la mitad de las palabras dentro del cuerpo! Yo misma lo llené de
insultos y denuestos, y quise sacarle los ojos… Porque ya conoce usted, señá
Frasquita, que aunque sea su marido de usted, eso de venir con sus manos
lavadas…
-¡eres una bachillera! Gritó el
portero poniéndose delante de la oradora, ¿Qué más hubieras querido tú?... En
fin… señá Frasquita: óigame usted a mí, y vamos al asunto. La Señora hizo y
dijo lo que debía…; pero luego, calmado ya su enojo, se compadeció del tío
Lucas y paró mientes en el mal proceder del señor Corregidor, viniendo a
pronunciar estas palabras: “Por infame que haya sido su pensamiento de usted,
tío Lucas, y aunque nunca podré perdonar tanta insolencia, es menester que su
mujer y mi esposo crean durante
algunas horas que han sido cogidos en sus propias redes, y que usted,
auxiliado por ese disfraz, les ha devuelto afrenta por afrenta. ¡Ninguna
venganza mejor podemos tomar de ellos que este engaño, tan fácil de
desvanecer cuando nos acomode!” Adoptada tan graciosa resolución, la Señora y
el tío Lucas nos aleccionaron a todos
de lo que teníamos que hacer y decir cuando volviese Su Señoría; y por cierto
que yo le he pegado a Sebastián Garduña tal palo en la rabadilla, que creo no
se le olvidará en mucho tiempo la noche de San Simón y San Judas!...
Cuando el portero dejó de hablar, ya hacía rato que la Corregidora y
la Molinera cuchicheaban al oído, abrazándose y besándose a cada momento, y
no pudiendo en ocasiones contener la risa.
¡Lástima que no se oyera lo que hablaban!... Pero el lector se lo
figurará sin gran esfuerzo; y si no el lector, la lectora.
|
Decreto
Imperial
Regresaron en esto a la sala del
Corregidor y el tío Lucas, vestido cada cual con su propia ropa.
-¡Ahora me toca a mí, entró diciendo
el insigne don Eugenio de Zúñiga.
Y después de dar en el suelo un par de bastonazos como para recobrar
su energía, le dijo a la Corregidora con un énfasis y una frescura
indescriptibles:
-¡Merceditas…, estoy esperando tus
explicaciones!...
Entretanto la molinera se había levantado y le tiraba al tío Lucas un
pellizco de paz, que le hizo ver estrellas, mirándolo al mismo tiempo con
desenojados y hechiceros ojos.
El Corregidor, que observara aquella pantomima, se quedó hecho una
pieza, sin acertar a explicarse una reconciliación tan inmotivada.
Se dirigió, pues, de nuevo a su mujer, y le dijo, hecho un vinagre:
-¡Señora! ¡Todos se entienden menos
nosotros! ¡Sáqueme usted de dudas… ¡Se lo mando como marido y como
Corregidor!
Y dio otro bastonazo en el suelo.
-¿Con qué se marcha usted?, exclamó
doña Mercedes, acercándose a la señá Frasquita y sin hacer caso de don
Eugenio. Pues vaya usted descuidada, que este escándalo no tendrá ninguna
consecuencia. ¡Rosa!: alumbra a estos señores, que dicen que se marchan… Vaya
usted con Dios, tío Lucas.
-¡Oh… no!, gritó el de Zúñiga,
interponiéndose. ¡Lo que es el tío Lucas queda arrestado hasta que sepa yo
toda la verdad! ¡Hola, alguaciles! ¡Favor al Rey!...
Ni un solo ministro obedeció a don Eugenio. Todos miraban a la
Corregidora.
-¡A ver, hombre! ¡Deja el paso
libre!, añadió ésta, pasando casi sobre su marido, y despidiendo a todo el
mundo con la mayor finura; es decir, con la cabeza ladeada, cogiéndose la
falda con la punta d los dedos y agachándose graciosamente, hasta completar
la reverencia que a la sazón estaba de moda, y que se llama la pompa.
-Pero yo… Pero tú… Pero nosotros…
Pero aquellos, seguía el Corregidor.
¡Inútil afán! ¡Nadie hacía caso d Su
Señoría!
Marchado que se hubieron todos, y solos ya en el salón los desavenidos
cónyuges, la Corregidora se dignó al fin decirle a su esposo, con el acento
que hubiera empleado una Czarina de todas las Rusias para fulminar sobre un
ministro caído la orden de perpetuo destierro a la Siberia.
-Mil años que vivas, ignorarás lo que
ha pasado esta noche en mi alcoba… Si hubieras estado en ella, como era
regular, no tendrías necesidad de preguntárselo a nadie. Por lo que a mí me
toca, no hay ya, ni habrá jamás, razón ninguna que me obligue a satisfacerte,
pues te desprecio del tal modo, que si no fueras el padre de mis hijos, te
arrojaría ahora mismo por ese balcón, como te arrojo para siempre de mi
dormitorio. Con que buenas noches, caballero.
Pronunciadas estas palabras, que don Eugenio oyó sin pestañear (pues
lo que es a solas no se atrevía con su mujer), la Corregidora penetró en su
gabinete, y del gabinete pasó a la alcoba, cerrando la puerta detrás de sí, y
el pobre hombre se quedó plantado en medio de la sala, murmurando entre
encías (que no entre dientes) y con un cinismo de que no habrá habido otro
ejemplo:
-¡pues, señor, no esperaba yo escapar
tan bien!... ¡Garduña me buscará acomodo!
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Conclusión,
Moraleja y Epílogo
Piaban
los pajarillos saludando el alba cuando el tío Lucas y la señá Frasquita salían
de la ciudad con dirección a su molino.
Los
esposos iban a pie, y delante de ellos caminaban apareadas las dos burras.
-El domingo tienes que ir a confesar,
le decía la Molinera a su marido, pues necesitas limpiarte de todos tus malos
juicios y criminales propósitos de esta noche…
-Has pensado muy bien, dijo el
Molinero. Pero tú, entretanto vas a hacerme otro favor, y es dar a los pobres
los colchones y ropa de nuestra cama, y ponerla toda de nuevo. ¡Yo no me
acuesto donde ha sudado aquel bicho venenoso!
-¡No me lo nombres Lucas! Conque
hablemos de otra cosa. Quisiera merecerte un segundo favor…
-Pide por esa boca…
-El verano que viene vas a llevarme a
todos los baños del Solán de Cbras.
-¿Para qué?
-Para ver si tenemos hijos.
-¡Felicísima idea! Te llevaré, di
Dios nos da vida.
Y con esto llegaron al molino, apunto que el sol, sin haber salido
todavía, doraba ya las cúspides de las montañas.
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……………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
A
la tarde, con gran sorpresa de los esposos, que no esperaban nuevas visitas de
altos personajes después de un escándalo como el de la precedente noche,
concurrió al molino más señorío que nunca. El venerable Prelado, muchos
Canónigos, el Jurisconsulto, dos Priores de frailes y otras varias personas
(que luego se supo habían sido convocadas allí por Su Señoría Ilustrísima)
ocuparon materialmente la plazoletilla del emparrado.
Sólo faltaba el Corregidor.
Una
vez reunida la tertulia, el señor Obispo tomó la palabra, y dijo: que por lo
mismo que habían pasado ciertas cosas en aquella casa, sus Canónigos y él
seguirían yendo a ella los mismos que antes, para que ni los honrados Molineros
ni las demás personas allí presentes participasen de la censura pública, sólo
merecida por aquel que había profanado con su torpe conducta una reunión tan
morigerada. Exhortó paternalmente a la señá Frasquita para que en lo sucesivo
fuese menos provocativa y tentadora en sus dichos y ademanes, y procurase
llevar más cubiertos los brazos y más alto el escote del jubón; aconsejó al tío
Lucas más desinterés, mayor circunspección y menos inmodestia en su trato con
los superiores; y acabó dando la bendición a todos y diciendo: que como aquel
día no ayunaba, se comería con mucho gusto un par de racimos de uvas.
Lo
mismo opinaron todos… respecto de éste último particular…, y la parra se quedó
temblando aquella tarde. ¡En dos arrobas de uvas apreció el gasto el molinero!
…………………………………………………………………………………………………………………………..
Cerca
de tres años continuaron estas sabrosas reuniones, hasta que, contra la
previsión de todo el mundo, entraron en España los ejércitos de Napoleón y se
armó la Guerra de la Independencia.
El
señor Obispo, el Magistral, y el Penitenciario murieron el año de 8, y el
Abogado y los demás contertulios en los de 9, 10, 11 y 12, por no poder sufrir
la vista de los franceses, polacos y otras alimañas que invadieron aquella
tierra. ¡Y que fumaban en pipa, en el Presbiterio de las Iglesias, durante la
misa de la tropa!
El
Corregidor, que nunca más tornó al molino,
fue destituido por un Mariscal francés, y murió en la Cárcel de Corte, por no
haber querido ni un solo instante (dicho sea en honra suya) transigir con la
dominación extranjera.
Doña
Mercedes no se volvió a casar, y educó perfectamente a sus hijos, retirándose a
la vejez a un convento, donde acabó sus días en opinión de santa.
Garduña se hizo afrancesado.
El
señor Juan López fue guerrillero, mandó una partida, y murió, lo mismo que su
alguacil, en la famosa batalla de Baza, después de haber matado muchísimos
franceses.
Finalmente:
el tío Lucas y la señá Frasquita (aunque no llegaron a tener hijos, a pesar de
haber ido al Solán de Cabras, y de haber hecho muchos votos y rogativas) siguieron
siempre amándose del propio modo, y alcanzaron una edad muy avanzada, viendo
desaparecer el Absolutismo en 1812 y 1820, y reaparecer en 1814 y 1823, hasta
que por último, se estableció de veras el sistema Constitucional a la muerte
del Rey Absoluto, y ellos pasaron a mejor vida (precisamente al estallar la
Guerra Civil de los Siete Años), sin que los sombreros de copa que ya usaba
todo el mundo pudiesen hacerles olvidar aquellos
tiempos simbolizados por el sombrero de tres picos.
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Alarcón, Pedro A. de, Obras Completas, con un comentario
preliminar por Luís Martínez Kleiser, Madrid, Ediciones Fax, 1943.
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