EL
ESTUDIANTE DE SALAMANCA
De
JOSE
DE ESPRONCEDA
Nació en Almendralejo, (Badajoz), el25 de marzo
de 1810. Falleció en Madrid, el 23 de mayo de 1842.
Vino al mundo este poeta en uno de
los momentos más agitados de la agitada historia de España. Invadida la patria
por las tropas napoleónicas, se debió a un azar de la lucha que Espronceda
naciera donde lo hizo, pues su padre mandaba entonces un regimiento de
caballería y su esposa, a pesar del estado en que se encontraba, no quiso
separarse de él.
La paz que llegó con la retirada de
las tropas invasoras, no trajo la paz a España, que siguió agitándose en luchas
esta vez fratricidas, en la Península y en las tierras de América, luchas que
no cesaron hasta mucho después de la muerte del poeta.
Las pasiones políticas influyeron
notablemente en la carrera artística de Espronceda, y pueden verse reflejadas
en su obra poética, dándole así un tinte falso que formó una apariencia de
personalidad igualmente falsa. Por si la política fuera poca para alterar el
verdadero carácter del poeta extremeño, el amor acabó por amargar su rima, como
se advierte en el “Canto del Cosaco”
y “El Reo de la Muerte”, así como en
mucho de “El Diablo Mundo”. En cambió
dejó a la posteridad algunas poesías dulcísimas que hacen adivinar unas
cualidades que los destierros y odios políticos no dejaron de fructificar.
Corta fue su vida, por desgracia
para las letras españolas. Sólo tuvo tiempo de mostrar sus altas cualidades
artísticas. “El Estudiante de Salamanca”,
es un cuento que nos hace pensar en el Don Juan de Zorrilla, y aquellas poesías
más aplaudidas por la Fama.
Espronceda, a causa de sus ideales
políticos, vago, desterrado, por Portugal, Inglaterra, Holanda, Francia, donde
combatió en las barricadas de la revolución de julio, penetró luego en España,
creyendo poder provocar una revolución, intento que falló y en el cual estuvo
Espronceda a punto de dejar la vida. Se acogió, al fin a una amnistía, regreso
a España y reanudó sus tempestuosos amores con Teresa, que fue para él la “mujer”
que parece ha de existir en la vida de todo poeta. Teresa, incapaz de soportar
a Espronceda, le abandona, y después de una breve reconciliación, le vuelve a
abandonar, para morir poco después, tuberculosa. Su influencia en la carrera
del autor, fue importantísima, aunque no podríamos asegurar que resultase
beneficiosa.
Espronceda, minado por las fatigas
de su tumultuosa existencia, no pudo resistir la última dolencia que, al acabar
con él, cortó en su plenitud, la vida de uno de los más gloriosos y originales
poetas españoles.
EL ESTUDIANTE
DE SALAMANCA
PARTE PRIMERA
Era
más de medianoche,
antiguas
historias cuentan,
cuando
en sueño y en silencio
lóbrega
envuelta la tierra,
los
vivos muertos parecen,
los
muertos la tumba dejan.
Era
la hora en que acaso
temerosas
voces suenan
informes,
en que se escuchan
tácitas
pisadas huecas
y
pavorosas fantasmas
entre
las densas tinieblas
vagan,
y aúllan los perros
amedrentados
al verlas:
en
que tal vez la campana
de
alguna arruinada iglesia
da
misteriosos sonidos
de
maldición y anatema,
que
los sábados convoca
a
las brujas a su fiesta.
El
cielo estaba sombrío,
no
vislumbraba una estrella,
silbaba
lúgubre el viento,
y
allá en el aire, cual negras
fantasmas,
se dibujaban
las
torres de las iglesias,
y
del gótico castillo
las
altísimas almenas,
donde
canta o reza acaso
temeroso
el centinela.
Todo,
en fin, a medianoche
reposaba
, y tumba era
de
sus dormidos vivientes
la
antigua ciudad que riega
el
Tormes, fecundo río,
nombrado
de los poetas,
la
famosa Salamanca,
insigne
en armas y letras,
patria
de ilustres varones,
noble
archivo de las ciencias.
Súbito
rumor de espadas
cruje y un ¡ay! Se escuchó;
un
¡ay! Moribundo, un ¡ay!
Que
penetra el corazón,
Que
hasta los tuétanos hiela
Y
da al que lo oyó temblor.
Un
¡ay! De alguno que al mundo
pronuncia
el último adiós.
|
El
ruido
cesó
,
un
hombre
pasó
embozado,
y
el sombrero
recatado
a
los ojos
se
caló.
Se
desliza
y
atraviesa
junto
al muro
de
una iglesia
y
en la sombra
se
perdió.
|
Una
calle estrecha y alta,
la
calle del Ataúd,
cual
si de negro crespón
lóbrego
eterno capuz
la
vistiera, siempre oscura
y
de noche sin más luz
que
la lámpara que alumbra
una
imagen de Jesús,
atraviesa
el embozado
la
espada en la mano aún,
que
lanzó vivo reflejo
al
pasar frente a la cruz.
|
Cual
suele la luna tras lóbrega nube
con franjas de plata bordarla en redor
y
luego si el viento la agita, la sube
disuelta
a los aires en blanco pavor:
así
vaga sombra de luz y de nieblas,
mística
y aérea dudosa visión,
ya
brilla, o la esconden las densas tinieblas
cual
dulce esperanza, cual vana ilusión
La
calle sombría, la noche ya entrada
la lámpara triste ya pronta a expirar,
que
a veces alumbra la imagen sagrada
y
a veces se esconde la sombra a aumentar.
El
vago fantasma que acaso aparece,
y
acaso se acerca con rápido pie,
y
acaso en las sombras tal vez desaparece,
cual
ánima en pena del hombre que fue,
al
más temerario corazón de acero
recelo
inspirara, pusiera pavor;
al
más maldiciente feroz bandolero
el
rezo a los labios trajera el temor.
Más
no al embozado, que aún sangre su espada
destila,
el fantasma terror infundió,
y,
el arma en la mano con fuerza empuñada,
osado
a su encuentro despacio avanzó.
|
Segundo
don Juan Tenorio,
alma
fiera e insolente,
irreligioso
y valiente,
altanero
y reñidor:
siempre el insulto en los ojos,
en
los labios la ironía,
nada
teme y todo fía
de
su espada y su valor.
Corazón
gastado, mofa
de la mujer que corteja,
y,
hoy despreciándola, deja
la
que ayer se le rindió.
Ni el porvenir temió nunca,
ni recuerdo en lo pasado
la
mujer que ha abandonado,
ni
el dinero que perdió.
Ni
vio el fantasma entre sueños
del que mató en desafío,
ni
turbó jamás su brío
recelosa
previsión.
Siempre en lances y en amores,
siempre en báquicas orgías,
mezcla
en palabras impías
un
chiste a una maldición.
|
*****
En Salamanca famoso
por su vida y buen
talante,
al atrevido
estudiante
le señalan entre
mil;
fuero le da su osadía,
le disculpa su
riqueza,
su generosa nobleza,
su hermosura
varonil.
Que en su arrogancia y sus vicios,
caballeresca
apostura,
agilidad y bravura
ninguno alcanza a
igualar:
que hasta en sus crímenes mismos,
en su impiedad y
altiveza,
pone un sellos de
grandeza
don Félix de Montemar.
*****
Bella
y más pura que el azul del cielo
con
dulces ojos lánguidos y hermosos,
donde
acaso el amor brilló entre el velo
del
pudor que los cubre candorosos;
tímida
estrella que refleja al suelo
rayos
de luz brillantes y dudosos,
ángel
puro de amor que amor inspira,
fue
la inocente y desdichada Elvira.
Elvira,
amor del estudiante un día,
tierna y feliz y de su amante ufana,
cuando
al placer su corazón se abría,
como
al rayo del sol rosa temprana:
del
fingido amor que la mentía,
la
miel falaz que de sus labios mana
bebe
en su ardiente sed, el pecho ajeno
de
que oculto en la miel hierve el veneno.
Que
no descansa de su madre en brazos
más descuidado el candoroso infante,
que
ella en los falsos lisonjeros lazos
que
teje astuto el seductor amante:
dulces
caricias, lánguidos abrazos,
placeres
¡ay! Que duran un instante
que
habrán de ser eternos imagina
la
triste Elvira en su ilusión divina.
Que
el alma virgen que halagó un encanto
con nacarado sueño en su pureza,
todo
lo juzga verdadero y santo,
presta
a todo virtud, presta belleza.
Del
cielo azul al tachonado manto,
del
sol radiante a la inmortal riqueza,
al
aire, al campo, a las fragantes flores,
ella
añade esplendor, vida y colores.
Cifró
en don Félix la infeliz doncella
toda
su dicha, de su amor perdida;
fueron
sus ojos a los ojos de ella
astros
de gloria, manantial de vida.
Cuando
sus labios con sus labios sella,
cuando
su voz escucha embebecida,
embriagada
del dios que la enamora,
dulce
le mira, extática le adora.
|
PARTE SEGUNDA
Agitan
ramas y flores
y
en perfumes se embalsaman:
tal
era pura esta noche
como
aquella en que sus alas
los ángeles desplegaron
sobre
la primera llama
que
amor encendió en el mundo,
del
Edén en la morada.
¡Una mujer! ¿Es acaso
blanca
silfa solitaria,
que
entre el rayo de la luna
tal
vez misteriosa vaga?
Blanco
en su vestido, ondea
suelto
el cabello a la espalda,
hoja
tras hoja las flores
que
lleva en su mano, arranca.
Es su paso incierto y tardo,
inquietas
son sus miradas,
mágico
ensueño parece
que
halaga engañosa el alma.
Ora, vedla, mira al cielo,
ora suspira, y se para;
una
lágrima sus ojos
brotan
acaso y abrasa
su mejilla; es una ola
del
mar que en fiera borrasca
el
viento de las pasiones
ha
alborotado en su alma.
Tal vez se sienta, tal vez
azorada
se levanta;
el
jardín recorre ansiosa,
tal
vez a escuchar se para.
Es el susurro del viento,
es
el murmullo del agua,
no
es su voz, no es el sonido
melancólico
del arpa.
Son ilusiones que fueron:
recuerdos
¡ay! Que te engañan,
sombras
del bien que pasó…
Ya
te olvidó el que tú amas.
Esa noche y esa luna
las
mismas son que miraron
indiferentes
tu dicha,
cual
ora ven tu desgracia.
¡Ah!, llora sí, ¡pobre Elvira!
¡Triste
amante abandonada!
Esas
hojas de esas flores
que distraída tu arrancas,
¿sabes adonde, infeliz,
el
viento las arrebata?
Donde
fueron tus amores,
tú
ilusión y tu esperanza.
Deshojadas y marchitas.
¡pobres
flores de tu alma!
|
*****
Blanca nube de la aurora,
teñida
de ópalo y grana,
naciente
luz te colora
refulgente
precursora
de
la cándida mañana.
Más ¡ay! Que se disipó
tu
pureza virginal,
tu
encanto l aire llevó
cual
la ventura ideal
que
el amor te prometió.
Hojas del árbol caídas
juguetes
del viento son:
las
ilusiones perdidas
¡ay!
son hojas desprendidas
Del
árbol del corazón.
¡El corazón sin amor!
Triste
páramo cubierto
con
la lava del dolor,
oscuro
inmenso desierto
donde
no nace una flor.
Distante un bosque sombrío,
el
sol cayendo en la mar,
en
la playa un aduar,
y
a los lejos un navío
viento
en popa a navegar;
óptico vidrio presenta
en
fantástica ilusión,
y
al ojo encantado ostenta
gratas
visiones, que aumenta
rica
la imaginación.
Tú eres, mujer, un fanal
transparente
de hermosura:
¡ay
de ti! si por tu mal
rompe
el hombre en su locura
tu
misterioso cristal.
Más ¡ay! dichosa tú, Elvira,
en
tu misma desventura,
que
aún deleites te procura,
cuando
tu pecho suspira,
tu
misteriosa locura:
que es la razón un tormento,
y
val más delirar
sin
juicio, que el sentimiento
cuerdamente
analizar,
fijo
en él el pensamiento.
|
*****
Vedla,
allí va que sueña en su locura
presente
el bien que para siempre huyó.
Dulces
palabras con amor murmura:
piensa
que escucha al pérfido que amó.
Vedla,
postrada su piedad implora
cual
si presente le mirara allí:
vedla,
que sola se contempla y llora,
miradla
delirante sonreír.
Y
su frente en revuelto remolino
ha
enturbiado su loco pensamiento,
como
nube que en negro torbellino
encubre
el cielo y amontona el viento.
Y
vedla cuidadosa escoger flores,
y
las lleva mezcladas en la falda,
y,
corona nupcial de sus amores,
se
entretiene en tejer una guirnalda.
Y
en medio de su dulce desvarío
triste
recuerdo el alma le importuna
y
al margen va del argentado río,
y
allí las flores echa de una en una;
y
las sigue su vista en la corriente,
una
tras otras rápidas pasar,
y
confusos sus ojos y su mente
se
siente con sus lágrimas ahogar:
y
de amor canta, y en su tierna queja
entona
melancólica canción,
canción
que el alma desgarrada deja,
lamento ¡ay! que llaga el corazón.
|
*****
¿Qué
me valen tu calma y tu terneza,
tranquila
noche, solitaria luna,
si
no calmáis del hado la crudeza,
ni
me dais esperanza de fortuna?
¡qué
me valen la gracia y la belleza,
y
a mar como jamás amó ninguna,
si
la pasión que el lama me devora
la
desconoce aquel que me enamora?
|
*****
Lágrimas
interrumpen su lamento,
inclina
sobre el pecho su semblante,
y
de ella en derredor susurra el viento
sus
últimas palabras, sollozante.
|
**********
**********
**********
Murió
de amor la desdichada Elvira,
cándida
rosa que agostó el dolor,
suave
aroma que el viajero aspira
y
en sus alas el aura arrebató.
Vaso
de bendición, ricos colores
reflejó
en su cristal la luz del día,
más
la tierra empañó sus resplandores,
y
el hombre lo rompió con mano impía.
Una
ilusión acarició su mente:
alma
celeste para amar nacida,
era
el amor de su vivir la fuente,
estaba
junta a su ilusión su vida.
Amada
del Señor, flor venturosa,
llena
de amor murió y de juventud:
despertó
alegre una alborada hermosa,
a
la tarde durmió en el ataúd.
Más
despertó también de su locura
al
término postrero de su vida,
y
al abrirse a sus pies la sepultura
volvió
a su mente la razón perdida.
¡La
razón fría! ¡La verdad amarga!
¡El
bien pasado y el dolor presente!...
¡Ella
feliz! ¡Que de tan dura carga
sintió
el peso al morir únicamente!
Y
conociendo ya su fin cercano,
su
mejilla una lágrima abrasó;
y
así al infiel con temblorosa mano,
moribunda
su víctima escribió:
“Voy a morir: perdona si mi acento
vuela importuno
a molestar tu oído:
él es, don
Felix, el postrer lamento
de la mujer
que tanto te ha querido.
La mano
helada de la muerte siento…
A Dios: ni
amor ni compasión te pido…
Oye y
perdona si al dejar el mundo,
arranca un ¡ay!
su angustia al moribundo.
“¡Ah!, para
siempre a Dios. Por ti mi vida
dichosa un
tiempo resbalar sentí,
y la
palabra de tu boca oída,
éxtasis
celestial fue para mí.
Mi mente
aún goza la ilusión querida
que para
siempre, ¡mísera!, perdí…
¡Ya todo
huyó, desapareció contigo!
¡Dulces
horas de amor, yo las bendigo!
“Yo las
bendigo, sí, felices horas,
presentes siempre
en la memoria mía,
imágenes de
amor encantadoras,
que aún
vienen a halagarme en mi agonía.
Más ¡ay!
volad, huid, engañadoras
sombras,
por siempre; mi postrero día
ha llegado:
perdón, perdón, ¡Dios mío!
si aún gozo
en recordar mi desvarío.
“Y tú, don
Felix, si te causa enojos
que te
recuerde yo mi desventura,
piensa
están hartos de llorar mis ojos
lágrimas
silenciosas de amargura,
y hoy, al
tragar la tumba mis despojos,
concede
este consuelo a mi tristura:
estos
renglones compasivo mira;
y olvida
luego para siempre a Elvira.
“Y jamás
turbe mi infeliz memoria
con amargos
recuerdos tus placeres;
goces te dé
el vivir, triunfos la gloria,
dichas el
mundo, amor otras mujeres:
y si tal
vez mi lamentable historia
a tu
memoria con dolor trajeres,
llórame,
sí; pero palpite exento
tu pecho de
roedor remordimiento.
“A Dios por
siempre, a Dios: un breve instante
siento de
vida, y en mi pecho el fuego
aún arde de
mi amor; mi vista errante
vaga
desvanecida… ¡calma luego,
o muerte,
mi inquietud!... ¡Sola… expirante!...
Ámame: no,
perdona: ¡inútil ruego!
A Dios, a
Dios, ¡tu corazón perdí!
-¡Todo
acabó en el mundo para mí”
Así
escribió su triste despedida
momentos
antes de morir, y al pecho
se
estrechó de su madre dolorida,
que
en tanto inunda en lágrimas su lecho.
Y
exhaló luego su postrer aliento,
y
a su madre sus brazos se apretaron
con
nervioso y convulso movimiento,
y
sus labios un nombre murmuraron.
Y
huyó su alma a la mansión dichosa
do
los ángeles moran… Triste flores
brota
la tierra en torno de su losa,
el
céfiro lamenta sus amores.
Sobre
ella un sauce su ramaje inclina,
sombra
le presta en lánguido desmayo,
y
allá en la tarde, cuando el sol declina,
baña
su tumba en paz su último rayo…
|
Fin de la segunda parte…
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Espronceda,
José de, Poesías, Prólogo de José
Mallorquí Figuerola, Buenos Aires, Edi. Molino, Autores que debemos leer,
Colección literatura clásica, 1943.
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