martes, 7 de agosto de 2018


EL ESTUDIANTE DE SALAMANCA
       De

JOSE DE ESPRONCEDA

Nació en Almendralejo, (Badajoz), el25 de marzo de 1810. Falleció en Madrid, el 23 de mayo de 1842.

            Vino al mundo este poeta en uno de los momentos más agitados de la agitada historia de España. Invadida la patria por las tropas napoleónicas, se debió a un azar de la lucha que Espronceda naciera donde lo hizo, pues su padre mandaba entonces un regimiento de caballería y su esposa, a pesar del estado en que se encontraba, no quiso separarse de él.
            La paz que llegó con la retirada de las tropas invasoras, no trajo la paz a España, que siguió agitándose en luchas esta vez fratricidas, en la Península y en las tierras de América, luchas que no cesaron hasta mucho después de la muerte del poeta.
            Las pasiones políticas influyeron notablemente en la carrera artística de Espronceda, y pueden verse reflejadas en su obra poética, dándole así un tinte falso que formó una apariencia de personalidad igualmente falsa. Por si la política fuera poca para alterar el verdadero carácter del poeta extremeño, el amor acabó por amargar su rima, como se advierte en el “Canto del Cosaco” y “El Reo de la Muerte”, así como en mucho de “El Diablo Mundo”. En cambió dejó a la posteridad algunas poesías dulcísimas que hacen adivinar unas cualidades que los destierros y odios políticos no dejaron de fructificar.
            Corta fue su vida, por desgracia para las letras españolas. Sólo tuvo tiempo de mostrar sus altas cualidades artísticas. “El Estudiante de Salamanca”, es un cuento que nos hace pensar en el Don Juan de Zorrilla, y aquellas poesías más aplaudidas por la Fama.
            Espronceda, a causa de sus ideales políticos, vago, desterrado, por Portugal, Inglaterra, Holanda, Francia, donde combatió en las barricadas de la revolución de julio, penetró luego en España, creyendo poder provocar una revolución, intento que falló y en el cual estuvo Espronceda a punto de dejar la vida. Se acogió, al fin a una amnistía, regreso a España y reanudó sus tempestuosos amores con Teresa, que fue para él la “mujer” que parece ha de existir en la vida de todo poeta. Teresa, incapaz de soportar a Espronceda, le abandona, y después de una breve reconciliación, le vuelve a abandonar, para morir poco después, tuberculosa. Su influencia en la carrera del autor, fue importantísima, aunque no podríamos asegurar que resultase beneficiosa.
            Espronceda, minado por las fatigas de su tumultuosa existencia, no pudo resistir la última dolencia que, al acabar con él, cortó en su plenitud, la vida de uno de los más gloriosos y originales poetas españoles.

EL ESTUDIANTE DE SALAMANCA

PARTE PRIMERA

Era más de medianoche,
antiguas historias cuentan,
cuando en sueño y en silencio
lóbrega envuelta la tierra,
los vivos muertos parecen,
los muertos la tumba dejan.
Era la hora en que acaso
temerosas voces suenan
informes, en que se escuchan
tácitas pisadas huecas
y pavorosas fantasmas
entre las densas tinieblas
vagan, y aúllan los perros
amedrentados al verlas:
en que tal vez la campana
de alguna arruinada iglesia
da misteriosos sonidos
de maldición y anatema,
que los sábados convoca
a las brujas a su fiesta.

El cielo estaba sombrío,
no vislumbraba una estrella,
silbaba lúgubre el viento,
y allá en el aire, cual negras
fantasmas, se dibujaban
las torres de las iglesias,
y del gótico castillo
las altísimas almenas,
donde canta o reza acaso
temeroso el centinela.
Todo, en fin, a medianoche
reposaba , y tumba era
de sus dormidos vivientes
la antigua ciudad que riega
el Tormes, fecundo río,
nombrado de los poetas,
la famosa Salamanca,
insigne en armas y letras,
patria de ilustres varones,
noble archivo de las ciencias.
Súbito rumor de espadas
cruje  y un ¡ay! Se escuchó;
un ¡ay! Moribundo, un ¡ay!
Que penetra el corazón,
Que hasta los tuétanos hiela
Y da al que lo oyó temblor.
Un ¡ay! De alguno que al mundo
pronuncia el último adiós.

El ruido
cesó ,
un hombre
pasó
embozado,
y el sombrero
recatado
a los ojos
se caló.
Se desliza
y atraviesa
junto al muro
de una iglesia
y en la sombra
se perdió.

Una calle estrecha y alta,
la calle del Ataúd,
cual si de negro crespón
lóbrego eterno capuz
la vistiera, siempre oscura
y de noche sin más luz
que la lámpara que alumbra
una imagen de Jesús,
atraviesa el embozado
la espada en la mano aún,
que lanzó vivo reflejo
al pasar frente a la cruz.

Cual suele la luna tras lóbrega nube
con  franjas de plata bordarla en redor
y luego si el viento la agita, la sube
disuelta a los aires en blanco pavor:

así vaga sombra de luz y de nieblas,
mística y aérea dudosa visión,
ya brilla, o la esconden las densas tinieblas
cual dulce esperanza, cual vana ilusión

La calle sombría, la noche ya entrada
la  lámpara triste ya pronta a expirar,
que a veces alumbra la imagen sagrada
y a veces se esconde la sombra a aumentar.

El vago fantasma que acaso aparece,
y acaso se acerca con rápido pie,
y acaso en las sombras tal vez desaparece,
cual ánima en pena del hombre que fue,

al más temerario corazón de acero
recelo inspirara, pusiera pavor;
al más maldiciente feroz bandolero
el rezo a los labios trajera el temor.

Más no al embozado, que aún sangre su espada
destila, el fantasma terror infundió,
y, el arma en la mano con fuerza empuñada,
osado a su encuentro despacio avanzó.

Segundo don Juan Tenorio,
alma fiera e insolente,
irreligioso y valiente,
altanero y reñidor:
   siempre el insulto en los ojos,
en los labios la ironía,
nada teme y todo fía
de su espada y su valor.

Corazón gastado, mofa
de  la mujer que corteja,
y, hoy despreciándola, deja
la que ayer se le rindió.
   Ni el porvenir temió nunca,
ni  recuerdo en lo pasado
la mujer que ha abandonado,
ni el dinero que perdió.

Ni vio el fantasma entre sueños
del  que mató en desafío,
ni turbó jamás su brío
recelosa previsión.
   Siempre en lances y en amores,
siempre  en báquicas orgías,
mezcla en palabras impías
un chiste a una maldición.

*****

En Salamanca famoso
por su vida y buen talante,
al atrevido estudiante
le señalan entre mil;
   fuero le da su osadía,
le disculpa su riqueza,
su generosa nobleza,
su hermosura varonil.

   Que en su arrogancia y sus vicios,
caballeresca apostura,
agilidad y bravura
ninguno alcanza a igualar:
   que hasta en sus crímenes mismos,
en su impiedad y altiveza,
pone un sellos de grandeza
don Félix de Montemar.


*****


Bella y más pura que el azul del cielo
con dulces ojos lánguidos y hermosos,
donde acaso el amor brilló entre el velo
del pudor que los cubre candorosos;
tímida estrella que refleja al suelo
rayos de luz brillantes y dudosos,
ángel puro de amor que amor inspira,
fue la inocente y desdichada Elvira.

Elvira, amor del estudiante un día,
tierna  y feliz y de su amante ufana,
cuando al placer su corazón se abría,
como al rayo del sol rosa temprana:
del fingido amor que la mentía,
la miel falaz que de sus labios mana
bebe en su ardiente sed, el pecho ajeno
de que oculto en la miel hierve el veneno.

Que no descansa de su madre en brazos
más  descuidado el candoroso infante,
que ella en los falsos lisonjeros lazos
que teje astuto el seductor amante:
dulces caricias, lánguidos abrazos,
placeres ¡ay! Que duran un instante
que habrán de ser eternos imagina
la triste Elvira en su ilusión divina.

Que el alma virgen que halagó un encanto
con  nacarado sueño en su pureza,
todo lo juzga verdadero y santo,
presta a todo virtud, presta belleza.
Del cielo azul al tachonado manto,
del sol radiante a la inmortal riqueza,
al aire, al campo, a las fragantes flores,
ella añade esplendor, vida y colores.

Cifró en don Félix la infeliz doncella
toda su dicha, de su amor perdida;
fueron sus ojos a los ojos de ella
astros de gloria, manantial de vida.
Cuando sus labios con sus labios sella,
cuando su voz escucha embebecida,
embriagada del dios que la enamora,
dulce le mira, extática le adora.


PARTE SEGUNDA

Agitan ramas y flores
y en perfumes se embalsaman:
tal era pura esta noche
como aquella en que sus alas
   los ángeles desplegaron
sobre la primera llama
que amor encendió en el mundo,
del Edén en la morada.

   ¡Una mujer! ¿Es acaso
blanca silfa solitaria,
que entre el rayo de la luna
tal vez misteriosa vaga?
Blanco en su vestido, ondea
suelto el cabello a la espalda,
hoja tras hoja las flores
que lleva en su mano, arranca.
   Es su paso incierto y tardo,
inquietas son sus miradas,
mágico ensueño parece
que halaga engañosa el alma.

   Ora, vedla, mira al cielo,
ora  suspira, y se para;
una lágrima sus ojos
brotan acaso y abrasa
   su mejilla; es una ola
del mar que en fiera borrasca
el viento de las pasiones
ha alborotado en su alma.

   Tal vez se sienta, tal vez
azorada se levanta;
el jardín recorre ansiosa,
tal vez a escuchar se para.
   Es el susurro del viento,
es el murmullo del agua,
no es su voz, no es el sonido
melancólico del arpa.
   Son ilusiones que fueron:
recuerdos ¡ay! Que te engañan,
sombras del bien que pasó…
Ya te olvidó el que tú amas.
   Esa noche y esa luna
las mismas son que miraron
indiferentes tu dicha,
cual ora ven tu desgracia.

   ¡Ah!, llora sí, ¡pobre Elvira!
¡Triste amante abandonada!
Esas hojas de esas flores
que  distraída tu arrancas,
   ¿sabes adonde, infeliz,
el viento las arrebata?
Donde fueron tus amores,
tú ilusión y tu esperanza.

   Deshojadas y marchitas.
¡pobres flores de tu alma!

*****

   Blanca nube de la aurora,
teñida de ópalo y grana,
naciente luz te colora
refulgente precursora
de la cándida mañana.

   Más ¡ay! Que se disipó
tu pureza virginal,
tu encanto l aire llevó
cual la ventura ideal
que el amor te prometió.

   Hojas del árbol caídas
juguetes del viento son:
las ilusiones perdidas
¡ay! son hojas desprendidas
Del árbol del corazón.

   ¡El corazón sin amor!
Triste páramo cubierto
con la lava del dolor,
oscuro inmenso desierto
donde no nace una flor.

   Distante un bosque sombrío,
el sol cayendo en la mar,
en la playa un aduar,
y a los lejos un navío
viento en popa a navegar;
   óptico vidrio presenta
en fantástica ilusión,
y al ojo encantado ostenta
gratas visiones, que aumenta
rica la imaginación.

   Tú eres, mujer, un fanal
transparente de hermosura:
¡ay de ti!  si por tu mal
rompe el hombre en su locura
tu misterioso cristal.

   Más ¡ay! dichosa tú, Elvira,
en tu misma desventura,
que aún deleites te procura,
cuando tu pecho suspira,
tu misteriosa locura:
   que es la razón un tormento,
y val más delirar
sin juicio, que el sentimiento
cuerdamente analizar,
fijo en él el pensamiento.

*****
Vedla, allí va que sueña en su locura
presente el bien que para siempre huyó.
Dulces palabras con amor murmura:
piensa que escucha al pérfido que amó.

Vedla, postrada su piedad implora
cual si presente le mirara allí:
vedla, que sola se contempla y llora,
miradla delirante sonreír.

Y su frente en revuelto remolino
ha enturbiado su loco pensamiento,
como nube que en negro torbellino
encubre el cielo y amontona el viento.

Y vedla cuidadosa escoger flores,
y las lleva mezcladas en la falda,
y, corona nupcial de sus amores,
se entretiene en tejer una guirnalda.

Y en medio de su dulce desvarío
triste recuerdo el alma le importuna
y al margen va del argentado río,
y allí las flores echa de una en una;

y las sigue su vista en la corriente,
una tras otras rápidas pasar,
y confusos sus ojos y su mente
se siente con sus lágrimas ahogar:

y de amor canta, y en su tierna queja
entona melancólica canción,
canción que el alma desgarrada deja,
 lamento ¡ay! que llaga el corazón.


*****

¿Qué me valen tu calma y tu terneza,
tranquila noche, solitaria luna,
si no calmáis del hado la crudeza,
ni me dais esperanza de fortuna?

¡qué me valen la gracia y la belleza,
y a mar como jamás amó ninguna,
si la pasión que el lama me devora
la desconoce aquel que me enamora?

*****
Lágrimas interrumpen su lamento,
inclina sobre el pecho su semblante,
y de ella en derredor susurra el viento
sus últimas palabras, sollozante.

**********
**********
**********
Murió de amor la desdichada Elvira,
cándida rosa que agostó el dolor,
suave aroma que el viajero aspira
y en sus alas el aura arrebató.

Vaso de bendición, ricos colores
reflejó en su cristal la luz del día,
más la tierra empañó sus resplandores,
y el hombre lo rompió con mano impía.

Una ilusión acarició su mente:
alma celeste para amar nacida,
era el amor de su vivir la fuente,
estaba junta a su ilusión su vida.

Amada del Señor, flor venturosa,
llena de amor murió y de juventud:
despertó alegre una alborada hermosa,
a la tarde durmió en el ataúd.

Más despertó también de su locura
al término postrero de su vida,
y al abrirse a sus pies la sepultura
volvió a su mente la razón perdida.

¡La razón fría! ¡La verdad amarga!
¡El bien pasado y el dolor presente!...
¡Ella feliz! ¡Que de tan dura carga
sintió  el peso al morir únicamente!

Y conociendo ya su fin cercano,
su mejilla una lágrima abrasó;
y así al infiel con temblorosa mano,
moribunda su víctima escribió:

Voy a morir: perdona si mi acento
vuela importuno a molestar tu oído:
él es, don Felix, el postrer lamento
de la mujer que tanto te ha querido.
La mano helada de la muerte siento…
A Dios: ni amor ni compasión te pido…
Oye y perdona si al dejar el mundo,
arranca un ¡ay! su angustia al moribundo.

“¡Ah!, para siempre a Dios. Por ti mi vida
dichosa un tiempo resbalar sentí,
y la palabra de tu boca oída,
éxtasis celestial fue para mí.
Mi mente aún goza la ilusión querida
que para siempre, ¡mísera!, perdí…
¡Ya todo huyó, desapareció contigo!
¡Dulces horas de amor, yo las bendigo!

“Yo las bendigo, sí, felices horas,
presentes siempre en la memoria mía,
imágenes de amor encantadoras,
que aún vienen a halagarme en mi agonía.
Más ¡ay! volad, huid, engañadoras
sombras, por siempre; mi postrero día
ha llegado: perdón, perdón, ¡Dios mío!
si aún gozo en recordar mi desvarío.

“Y tú, don Felix, si te causa enojos
que te recuerde yo mi desventura,
piensa están hartos de llorar mis ojos
lágrimas silenciosas de amargura,
y hoy, al tragar la tumba mis despojos,
concede este consuelo a mi tristura:
estos renglones compasivo mira;
y olvida luego para siempre a Elvira.

“Y jamás turbe mi infeliz memoria
con amargos recuerdos tus placeres;
goces te dé el vivir, triunfos la gloria,
dichas el mundo, amor otras mujeres:
y si tal vez mi lamentable historia
a tu memoria con dolor trajeres,
llórame, sí; pero palpite exento
tu pecho de roedor remordimiento.

“A Dios por siempre, a Dios: un breve instante
siento de vida, y en mi pecho el fuego
aún arde de mi amor; mi vista errante
vaga desvanecida… ¡calma luego,
o muerte, mi inquietud!... ¡Sola… expirante!...
Ámame: no, perdona: ¡inútil ruego!
A Dios, a Dios, ¡tu corazón perdí!
-¡Todo acabó en el mundo para mí”

Así escribió su triste despedida
momentos antes de morir, y al pecho
se estrechó de su madre dolorida,
que en tanto inunda en lágrimas su lecho.

Y exhaló luego su postrer aliento,
y a su madre sus brazos se apretaron
con nervioso y convulso movimiento,
y sus labios un nombre murmuraron.

Y huyó su alma a la mansión dichosa
do los ángeles moran… Triste flores
brota la tierra en torno de su losa,
el céfiro lamenta sus amores.

Sobre ella un sauce su ramaje inclina,
sombra le presta en lánguido desmayo,
y allá en la tarde, cuando el sol declina,
baña su tumba en paz su último rayo…

Fin de la segunda parte…

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Espronceda, José de, Poesías, Prólogo de José Mallorquí Figuerola, Buenos Aires, Edi. Molino, Autores que debemos leer, Colección literatura clásica, 1943.


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