LOS
HOSPITALES DE LA NUEVA ESPAÑA *
Para conocer las instituciones
hospitalarias que tuvo México en aquellos tiempos que se llamaba la Nueva
España, es necesario penetrar en el espíritu que fue capaz de levantarlas, pues
sin ello jamás las entenderemos. La memoria nos llevará entonces a otros
horizontes, a otros siglos que tenían otros perfiles, a los tiempos en que
apareció en el mundo una idea, que se convirtió en uno de esos valores trascendentales y ecuménicos que
viven a través de la historia de la humanidad.
Hace veinte siglos una voz viril y divina derramó sobre
el mundo una nueva filosofía de la vida: “Si quieres ser perfecto, anda y vende
cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo”, (1) y el
enfermo y el pobre y el desdichado, fueron conceptuados como los dignos de la
bienaventuranza. El odio no debía tenerse ni al enemigo; la venganza, placer de
los dioses, no fue ya digna de los hombres. El mandamiento era terminante y en
él no cabían excepciones: “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. (2) Así, a
su paso los ciegos veían, los paralíticos andaban, los mudos pronunciaban el
nombre de Dios, y los discípulos atónitos ante aquella conducta tan extraña en
el mundo antiguo, exclamaban: “¡Él mismo ha cargado con nuestras dolencias y ha
tomado sobre sí nuestras enfermedades!”. (3)
El Maestro predica una idea de hermandad,
basada en la igualdad de los hombres ante Dios y vivificada por la idea del
amor. Amor que ha de manifestarse en las obras. “Dad y se os dará, dad abundantemente
y se os echará en el seno una buena medida apretada y bien colmada hasta que se
derrame”. (4) Y en el día del juicio final ocuparéis la
derecha, “porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de
beber, estuve desnudo y me cubristeis, enfermo y me visitasteis”; porque
“siempre que lo hicisteis con algunos de estos mis pequeños hermanos, conmigo
lo hicisteis”. (5)
San Pablo entiende en toda su profundidad,
el sentido que tiene la identificación que Cristo hizo de sí mismo con el
pobre, con el sediento, con el enfermo. Por eso explica que quien desprecia a
un hermano, no desprecia a un hombre sino a Dios, y al hacer esto, eleva al
miserable a una dignidad insospechada en el mundo antiguo, colocando al mismo
tiempo, al que hacia los miserables se inclina, en una altura bien lejana a las
decadencias nitcheanas. (6)
En los Evangelios hay cuatro ideas que dan
sentido a la vida humana. Estas son las llamadas postrimerías: la muerte, el
juicio, el infierno y la gloria. Al que ejerce la caridad le ofrece que después
de la muerte, en el juicio final ocupará el lugar preeminente, la derecha. El
reino que Cristo promete a los pobres, es un reino celestial; la justicia que
ofrece a las víctimas de atropellos, a los violados en sus derechos, es la
hartura de la justicia divina, y el consuelo a los que lloran, es la
consolación de la gloria eterna. Al joven rico que quiere ser perfecto, le dice
que deje todas sus riquezas, asegurándole que tendrá en cambio “un tesoro en el
cielo”, (7) y San
Pablo añade: “alegraos con la esperanza del premio” (8)
Aceptadas estas ideas como una verdad, la
vida de Europa va a realizarse teniéndolas como horizonte, durante toda la Edad
Media.
En los siglos subsecuentes a los tiempos apostólicos, la
preocupación fundamental de los grandes escritores de la iglesia, tiene un
sentido especulativo: hay un interés en armonizar la filosofía clásica con el
cristianismo, en lograr que los dogmas queden expresados en definiciones
inalterables, y en dar a la Iglesia una organización adecuada al cumplimiento
de su finalidad. Paralelo a este movimiento intelectual podríamos decir,
empiezan a desarrollarse las primeras organizaciones de beneficencia. En el
canon de la misa se recuerdan los nombres de dos famosos médicos, San Cosme y
San Damián, que ejercían su profesión por caridad. Se ayudaba en general a
todos los necesitados, pero de manera muy especial a los obreros de las minas,
cuya situación era una de las más dolorosas. (9)
La Iglesia oficialmente en estos tiempos
(siglos I al III) se ocupa más del dogma, las herejías y su organización
interior. Realiza obras de caridad, pero de un modo particular, es decir, cada
uno de sus miembros hace la que su fervor religioso le dicta. No es sino hasta
el siglo IV cuando empieza a desarrollarse la caridad con un sentido
religioso-social. Se inició la costumbre de destinar una parte de los bienes de
las iglesias al socorro de los pobres, especialmente a través de organizaciones
benéficas que se iban creando.
Los particulares por su parte, realizaban una labor cada
vez más importante: Su esfuerzo levanta los refugios de los pobres,
orfanatorios, albergues de forasteros u hospitales. Famosos fueron en esos
tiempos las organizaciones benéficas de Constantinopla y otras ciudades del
cercano oriente, las dirigidas por Fabiola y Paulino en Roma, las de Panmaquio
en Porto y, sobre todas ellas, aquella Civitate
nuova dirigida por San Basilio el Grande, en Cesárea de Capadocia. (10) Aparecen
también, en aquellos tiempos, los benefactores o mecenas de las instituciones
de caridad, individuos como por ejemplo Melania y su marido Piniano, que
destinan su fortuna a ellas. Unos, como éstos, lo hacen en vida; otros, a su
muerte.
Todos estos elementos que aparecen en las obras benéficas
de los primeros siglos de la era cristiana, con un sentido sui géneris y unas
ideas tan nuevas en el pensamiento de la humanidad, pasado el periodo de las
invasiones, surgen con las mismas características, aunque acentuadas por lo que
llamaríamos la mística de la Edad Media. Las obras de caridad cobran un auge
extraordinario, que en línea ascendente va a desembocar en un siglo XV, que
llega a titularse el siglo de los hospitales. (11)
El concepto moderno de lo que es un
hospital es tan diferente al de aquellos tiempos, que se impone una reflexión.
Muchas de las obras que en bien de los menesterosos se realizaban entonces,
tenían la denominación común de “hospitales”, pues en ellos la palabra y la
institución misma tenían una enorme amplitud. El hospital era en general una
casa donde se recibía a todos los necesitados. Por lo tanto, en unas ocasiones
eran hospitales de pobres, en otras hospederías para peregrinos, bien
orfelinatos o asilos para enfermos. Además, no eran una u otra cosa
privativamente., sino que podían presenciar varios aspectos o todos al mismo
tiempo. En ocasiones, el proceso es al contrario; se denominan hospicios y son
realmente hospitales.
La confusión se entiende si se piensa que no se trata de
una época de especializaciones ni exclusividades y que la caridad lo que
pretendía, era dar auxilio a todos los necesitados, ya fuesen éstos los pobres,
los enfermos, los peregrinos que dejaban su hogares para visitar los grandes
santuarios de la cristiandad, o bien los pequeños huérfanos. Ideal era hospedarlos
a todos, para que sus distintas necesidades fuesen satisfechas, pero de un modo
primordial las necesidades espirituales. En un mundo en que la vida se hacía
teniendo siempre ante los ojos la idea de la muerte, del juicio, del infierno y
del cielo, nada podía tener mayor interés como dar a las gentes los medios para
que murieran gozando de los auxilios de la religión y con la tranquilidad de
quien cree en un feliz destino. Por eso la vida del hospital gira siempre en
torno a una iglesia, a una catedral o a un convento.
Si
penetramos a lo más profundo de las obras hospitalarias, propiamente tales, de
la Edad Media, y las comparamos con las nuestras o con las que fueron naciendo
ya en la Edad Moderna, veremos una diferencia fundamental, pues mientras el
final de unas era conseguir la vida eterna, las otras persiguen la vida
terrenal.
El hospital en aquellos tiempos es
uno de los sitios en que se explaya lo más selecto del cristianismo de
entonces. El mismo espíritu que levanta la catedral de Reims o la de Colonia o
que hace jugar al sol en las vidrieras de Chartres, crea la obra hospitalaria.
Por eso el hospital es una institución para pobres que no puede ser pensada
jamás con el sentido de negocio.
Las
grandes calamidades de la Edad Media
Para entender estas obras en
toda la importancia social que tuvieron, consideraremos, algunas circunstancias
que las hicieron surgir.
La peste fue uno de los grandes
azotes del medioevo. Ciudades y naciones enteras se veían con frecuencia
arrasadas por ella y su aparición producía verdadero pánico. La lucha contra
ella revistió caracteres verdaderamente dramáticos. Ante un aviso o la sospecha
de existir la peste en algún lugar, las ciudades vecinas cerraban sus puertas,
se tendían verdaderos cordones sanitarios, los caminos y puentes quedaban
controlados, los hospitales de las ciudades sanas no admitían a los apestados
ni tampoco a los peregrinos que allí se solían albergar, por temor a que
pudiesen ser portadores de la enfermedad. (12) Cuando
en una ciudad la peste había hecho ya su aparición, en los hospitales
existentes se abrían salas especiales para los apestados, acondicionaban
hospitales provisionales o sencillamente se enviaba a los enfermos a los
barracones situados en las afueras de la ciudad. Los que atendían a los
apestados debían llevar trajes y signos distintivos, las casas de los enfermos
debían señalarse. Surgen así el médico, el cirujano y la enfermera de apestados
y comadrona de apestadas. Se dictaban
medidas higiénicas y se divulgaban los preservativos. Algunas de estas cosas
resultaban acertadas, otras en cambio, eran completamente inútiles y hasta
nocivas. Se acudía a la religión, pero también a la brujería, al fetichismo y a
la astrología. Se llegaron a emplear medidas, que hoy llamaríamos de higiene
mental, como lo fueron por ejemplo las órdenes de que en las calles se bailase,
cantase, se tocase música alegre y que en las plazas hubiese representaciones
teatrales. Todo esto con el objeto de despertar un espíritu optimista que
pudiera sobreponerse al pánico de la peste. Se pensaba que manteniendo al
pueblo n mejores condiciones, los organismos humanos no serían tan fáciles
víctimas de la enfermedad. La reacción popular se nos presenta como una
verdadera psicosis de la peste y adopta los caracteres más diversos; lo mismo se entregaba a la oración que al
desenfreno. Dice un autor que en tales momentos hubo monjas que abandonaron sus
conventos y se fueron a las casas malas, compelidas por un ansia de vivir, en
tanto que las prostitutas se iban a cuidar a los enfermos a los hospitales
tratando de salvarse de la condenación eterna por medio de sus nobles acciones.
(13)
Algunas
personas, sintiéndose contagiadas, cavaron sus propias tumbas y se acostaron en
ellas esperando allí la muerte, para evitar así el contagio a sus familias.
Cuando se suponía que alguna persona era “sembradora de peste”, o sea que
intencionalmente y por maldad llevaba la enfermedad a algún sitio, era
condenada por los tribunales a ser quemada viva, cuando no había sido ya
linchada por el pueblo. De este crimen se acusó con frecuencia e injustamente a
los judíos. (14) A los apestados no los tocaban ni los
sacerdotes al administrarles los últimos sacramentos, pues para ellos se valían
de grandes varillas que les permitían poner los Santos Óleos y dar la comunión
sin acercarse a los contagiados.
Abogados contra la peste, invocados por los diferentes
pueblos, fueron San Roque, San Prudencio, San Sebastián, San Eloy, San Nicolás
Tolentino y Santa Rosalía, entre otros. Se invocaba muy especialmente a
aquellos santos cuyas actividades en esta vida habían estado ligadas a algún
modo con los enfermos, por ejemplo San Gregorio, que hizo cesar la peste en
Roma llevando en procesión solemnísima a la Virgen de San Lucas, y siglos más
tarde San Jerónimo Emiliani y San Carlos Borromeo, que sobre sus hombros
cargaron los cadáveres de los apestados. En el misal de la Iglesia Católica
existe todavía, como muestra de la lucha que en todos los terrenos se siguió,
la “Misa contra la peste”, establecida por el Papa Clemente IV (1265-68).
Otro de los azotes más tremendos que sufrió Europa en esa
época, fue la lepra, enfermedad que nos revela con gran claridad el
espíritu del mudo medioeval. Tradicionalmente, en la historia de la humanidad
los leprosos eran los individuos más despreciables y despreciados. Su aspecto
mismo produjo siempre una reacción repulsiva. El cristianismo suavizó esta
actitud. No pudo evitar la reacción de la naturaleza humana, y aunque el
hombre, salvo excepciones, siguió huyendo horrorizado de la lepra, si consiguió
elevar al leproso a su dignidad humana y aun transformar sus llagas en egregios
títulos que lo elevaran por encima de los demás seres. Alrededor del leproso,
se va creando a través de la Edad Media, una mística en la que el poder de
Dios, su amor, su justicia, los pecados del mundo y la idea de Cristo redentor,
se entremezclan de tal modo, que el enfermo no puede ser despreciado, sino por
el contrario, amado respetuosamente, pese a la reclusión que la salud pública
le exigía. Ampliamente explicó San Gregorio Magno, en sus Homilías, esta
actitud de la Iglesia frente a los enfermos de lepra, refiriéndose
especialmente a San Julián el Hospitalero y San León IX. Por eso es que en
aquellos siglos, a los leprosos se les llama: “las buenas gentes”, “los
enfermos de Dios” y a la lepra misma “don de Dios”. (15)
La Iglesia crea una liturgia especial para
la separación que la sociedad hace del leproso, el solemne ceremonial titulado Separatio leprosorum, llenando ese
instante doloroso y humillante, de un sentido sobrenatural tan profundo, que
nos lleva a tocar la entraña misma del cristianismo. Hay en él un momento de
hondo dramatismo que sólo es capaz de superar la luz espléndida de una
esperanza sin dudas, y es aquel en el que el sacerdote, entrando con el leproso
en la choza, fuera de la ciudad, adonde la sociedad le había relegado, tomando
con sus manos tierra, la vierte sobre la cabeza del enfermo diciendo: “Muere al
mundo y renace en Dios”.
A estas enfermedades se añadieron la guerra continua entre
los diversos estados europeos; las Cruzadas con todas sus consecuencias
negativas, entre las cuales no es la menor el abandono de los campos de labor,
el desplazamiento de miles y miles de hombres fuera de los lugares normales de
sus alojamiento. Sumemos a esto años de sequía; recordemos que, por ejemplo, en
el siglo XI hubo más de cuarenta y ocho años de escasez, en los cuales la gente
llegó al extremo de comer carne humana. En los siglos XII y XIII hubo también
numerosos y largos periodos de hambre, muriendo por ello millares de personas.
Además de las movilizaciones militares ya mencionadas,
existieron otras de carácter privado que cruzaban Europa en todas direcciones.
Éstas fueron las provocadas por los grandes santuarios de la cristiandad. Las
peregrinaciones o romerías son uno de los movimientos más típicos de la
Edad Media. Un profundo sentimiento religioso lleva a aquellos hombres a rendir
veneración a los restos de los santos más célebres de la Iglesia, visitándolos
en sus sepulcros. (16) Y allá van los romeros, unos
hacía Tierra Santa, otros a Roma, a Compostela, en España; a Canterbury, en
Inglaterra; o a Dorneremy, en Francia. Los vitrales de las viejas catedrales
góticas, las esculturas de las iglesias, la literatura de época son fieles
testimonios de aquel movimiento religioso, en que tomaron parte todos los
pueblos de Europa. Y allí van los romeros por centenares, llenos de fe y
esperanza y haciendo surgir a su paso nuevos caminos que llevarán su nombre:
“ruta de los peregrinos”, haciendo que tras ellos se levanten los hospitales.
Hoy el turismo erige hoteles, entonces la fe levantaba las hospederías
gratuitas u hospitales.
Uno de los más celebres santuarios de la Edad Media y
sigue actualmente, fue y es el de Santiago de Compostela en España. Hacia allá
se dirigían los habitantes del Sacro Imperio, los que vivían en Italia, en el
sur de Francia o en la Normandía. Un traje especial los distinguía: llevaban en
la mano su báculo del que pendía el calabazo con agua para aliviar la sed. En
los labios llevaban una canción que encerraba el sentido de su viaje.
Recordemos aquella que los franceses peregrinos de Santiago cantaban:
Quand nous partimes
de France
En grand defir,
Nous avons quitté
Pere et Mere,
Triftes et marris;
Au coeur avions fi
grand defir
D´aller a Saint
Jacques,
Avons quitté tous nos
plaifirs
Pour faire ce faint
voyage:
Nous prions la Vierge
Marie,
Son Fils Jesús,
Qu´il lui plaife de
nous donnee
Sa fainte grace
Qu´en Paradis nous
puiffions voir…(17)
|
Los
Hospitales
La Guerra, el hambre, las
enfermedades, la pobreza y el desamparo en las peregrinaciones, fueron
elementos que se combinaron a través de la Edad Media y presionaron d manera
constante y dolorosa el espíritu cristiano de Europa. Como respuesta a tanto
dolor se realizó una gran obra. La obra hospitalaria preocupó a toda clase de
personas, a la Iglesia de una manera oficial a través de su jerarquía y las
órdenes monásticas; a los reyes, a los gobernadores de las provincias, a los
representantes de los municipios o de los burgos, y a los particulares de todas
las clases sociales, de tal modo que bien podríamos llamarla, obra de la
cristiandad entera.
La Iglesia en este tiempo se arroga la obligación de
atender a los pobres. Esta actitud la vemos reflejada en las disposiciones de
las diversas diócesis, sobre destinar parte de los diezmos en beneficio de los
pobres; en los sínodos, por ejemplo el de Tours en el año 567, que se dedica
muy especialmente a ello; (18) en concilios como el de
Orleans en el año 549, en el que se ordena que cada obispo se ocupe de los
leprosos de su diócesis, (19) cosa en la que insisten los
concilios de Lyon en el año 584 y Rouen en el 1214. El de Aquisgrán hace una
verdadera legislación para la construcción de hospitales, estudiando hasta el
detalle los sitios en que deben de erigirse. (20) Fue
parte esencial en los monasterios lo que se llamaba el hospicio de pobres, que
funcionaba anexo a ellos y era atendido por los monjes. (21)
En estos siglos de plena madurez
cristiana, el tema fundamental de las reuniones eclesiásticas es el de las
obras de caridad. Instituciones como la de los hospitales van quedando
incluidas dentro de la vida oficial de la Iglesia. Sin embargo, insistimos en
que los hospitales no son obras privativamente oficiales de ella. Así
encontramos desde la Baja Edad Media hospitales nacidos de una mística
religiosa, pero fundados y atendidos por hombres y mujeres seglares. En
realidad, es tal la compenetración de la Iglesia y el pueblo, que no es posible
hacer una separación absoluta en sus obras. Por eso preferimos denominarlas obras de la cristiandad, abarcando en
ellos a todos.
Francia. Existían leproserías dependientes de los
obispados, desde antes del siglo VII, y los burgos tenían cada uno la suya.
Para los hijos de los leprosos, existían las
maladrerías o leproserías, algunas de ella muy ricas, por los privilegios
que habían ido acumulando y las donaciones de que eran objeto.
En el siglo VII ya estaba fundado, el famoso Hotel Dieu
de París, obra del obispo de esa ciudad. Las descripciones contemporáneas de
San Martín de Tours nos pintan una Francia con numerosos hospitales, y en la
época de Carlo Magno (768-814) en todo el imperio se levantaron estas instituciones.
(22)
Entre todos los tipos de hospitales que se
hicieron en Francia son seguramente los más importantes, en cuanto a número,
los dedicados a leprosos, sobre todo desde el siglo VI, época en que se
prohibió que dichos enfermos anduviesen entre los sanos. Algunos de los más
famosos son: el que se hallaba cerca de la abadía de San Claudio, cuya
fundación se remontaba al año 460, el de Lyon hecho hacia 584; la Maladrería
dependiente de la basílica de Verdún creada hacia 634. Santo Tomás atendió a
los enfermos de la notable leprosería de Mont-aux malades. Magnífica fue la que
el rey San Luis hizo construir, y no le iban muy a la zaga la de Saint Lazar y
la de Saint Germain. Francia llego a tener en la Edad Media mil quinientas dos
leproserías, de las cuales ciento veintitrés habían fundado los reyes,
doscientos cincuenta y dos los señores, quinientos tres los burgos y las
restantes el burgo. (23)
No hay que pensar, sin embargo, que las
leproserías eran siempre magníficos hospitales, pues, por el contrario,
frecuentemente se reducían a grupos de chozas en las afueras de las ciudades.
Las leproserías presentan dentro de los hospitales la variante de que no son
exclusivamente para pobres. Hay en ellas gente rica que lleva a la leprosería
su dinero, sus muebles y hasta sus criados. En algunas partes se crean
leproserías de ricos, separadas de las de pobres.
Inglaterra. Cuando San Agustín llegó a Canterbury,
el año 596, ya existían en Inglaterra las famosas bed house (casas de misericordia u hospederías de pobres), dentro
de las cuales aparecieron las primeras enfermerías. Allí, como en el resto de
Europa, las bed haouse, almshouse u hospitales, son casas lo
mismo para enfermos que para desvalidos o peregrinos. No fue sino hasta el
siglo XIV cuando empezó a hacerse una clara distinción entre el asilo de pobres
y el hospital propiamente dicho. A los sajones se debió la fundación hacia el
794 del famoso hospital de Saint Albans, que fue seguida de otras muchas. En el
937 en York, Athelstan fundaba el hospital de Saint Peter. Éste en 1155 fue
refundido en el de Saint Leonard´s, siendo los dos unidos, uno de los más
importantes hospitales de la Edad Media.
Con la llegada de los normandos, las fundaciones
hospitalarias se intensificaron y sus edificios se levantaron a la para que los
castillos y las catedrales. De esta época se conocen ochocientos hospitales y,
dada la escasez de documentos, se supone la existencia de muchos más. (24) En
1123 el clérigo Rehere fundó, a consecuencias de una orden celestial, el de
Saint Bartholomew´s en los pantanos de Smithfield, Londres. Esta es una de las
grandes obras medievales que aún perduran en nuestros días. Anterior a 1173 fue
la fundación de una enfermería que tuvo a su cargo el priorato normando de
Saint Mary Overie. Pero la fama que alcanzó la figura de Thomas Becket al ser
canonizado, hizo que se fuera asociando su nombre con la enfermería hasta
llamársele Hospital de Saint Thomas,
pues en él se atendía especialmente a los enfermos que iban a Canterbury a
visitar el Santo Sepulcro. (25)
Chaucer recuerda estas peregrinaciones en
uno de sus poemas:
And specially from
every shire´s end
of England to Canterbury they wend
The holy blissful
martyr for to seek
That them hath holpen
when they mere sick. (26)
|
Tras innumerables
problemas, que van desde un incendio, cambio de sitio y reedificaciones, hasta
la supresión en tiempos de Enrique VIII, el hospital subsiste hoy día, y
guardando su tradición es atendido por frailes y monjas de San Agustín. Otro de
los famosos hospitales londinenses fue el de Saint Mary, que subsistió hasta la
disolución de los monasterios.
Existen aún los antiquísimos hospitales de Saint Cross en
Winchester, que al igual el de Saint Mary en Chichester, fueron en sus
principios los típicos almhouse
medioevales. El primero de éstos guarda aún algunas características de aquellas
construcciones. Para atender a los leprosos se hicieron más de doscientos
hospitales, de los cuales un buen número estaba dedicado a San Bartolomé, que
era en Inglaterra el patrón de los leprosos. Una de las más famosas leproserías
fue la de Rochester, fundada hacia 1100 y de la cual aún subsiste la capilla
normanda. (27)
Bélgica. Se distinguió sobre
todo, por sus magníficos servicios hospitalarios, la ciudad de Brujas, que fue
llamada “la ciudad de los hospitales”. Entre los más famosos se cuentan el de
Saint Jean, erigido hacia 1188 y que aún conserva su hermoso claustro gótico.
El hospicio de la Poterie, que también subsiste actualmente, fue fundado en
1276 y debe su nombre a la Vierge de la Poterie, una de las antiguas imágenes
que hay en la ciudad.
La reliquia de la Preciosa Sangre que posee Brujas, la
obtuvo por el celo hospitalario de la condesa Sibylle de Anjou, quien habiendo
acompañado a su marido, el conde de Flandes, a la Cruzada de 1156, se quedó en
el famoso hospital de San Juan de Jerusalén, cuidando a los leprosos por el
resto de su vida. Acto que su hermano, el rey Balduino III de Jerusalén,
recompensó dando al conde la famosa reliquia. (28)
Los hospitales de Brujas tuvieron tanta
importancia en la vida de la ciudad, que los grandes artistas no desdeñaron al
dejar en ellos sus obras. Así, “no se puede separar el hospital de Saint Jean,
de Memling, porque las obras maestras de su pintura allí se conservan. Los
claustros, la farmacia, las ventanas, los vitrales, siguen exhalando una
atmósfera de lino perfumado, de recogimiento y de antigua caridad. (29)
Alemania. Tenía desde la baja
Edad Media un movimiento hospitalario de gran importancia que se prolongó hasta
la época de la Reforma. El concilio de Aquisgrán nos enseña con elocuencia la
fuerza creadora de ese movimiento.
Entre las innumerables fundaciones de hospitales que hubo
en Alemania, vamos a referirnos especialmente a las realizadas por la esposa
del Landgrave de Turingia, Isabel de Hungría, porque en ellas se refleja con
mayor claridad que en cualquier otra fundación, el auténtico espíritu
cristianos de las obras medievales. Isabel, se entrega a los pobres, con ese
amor que lleva al amante a sentir como en carne propia los dolores del amado:
acto que se sublima por la mística visión del pobre como imagen de Cristo. En
la obra repugnante de la atención a los enfermos, busca su juventud el dominio
de la carne, para conseguir mediante esto, entrar con mayor seguridad en el
reino de los cielos. (30) No hubo miserias a las que
Isabel no se acercara. Los niños desvalidos, los hombres sin trabajo, las
pobres mujeres encinta, todos eran escuchados y para todos había un socorro
adecuado. Los hospitales existentes en sus dominios, los perfeccionó y a sus
expensas levantó otros muchos. Su nombre está ligado primeramente a aquel hospital
que fundó en 1222 en el camino hacia el Castillo de Warburg. En la villa de
Eisenach tuvo a su cargo el hospicio para mujeres, titulado del Espíritu Santo.
(Algunos afirman que este existía ya desde la primera Cruzada y que Isabel sólo
lo reorganizó, otros dicen que fue fundación suya). En la dicha villa erigió en
1226 o 1229 el hospicio de Santa Ana, para toda clase de pobres. Éste existía
aún en el siglo pasado. Frente a la plaza de Briel, en Gotha, estableció hacia
1229 el hospital de Santa maría Magdalena y en Marburgo el hospital que dedicó
a aquel maestro de todas las virtudes, que años atrás en prueba de estimación
le enviara su propio manto: San Francisco de Asís. (31) Ningún
hospital se tituló Hospital de la
Princesa, pero a ella se le dio el título de Princesa de la Caridad.
Una de las características de los fundadores de
hospitales en aquellos tiempos es que ellos mismos participaban en su obra,
atendiendo personalmente a los enfermos. Isabel de Hungría, vive en sus
hospitales más que en su palacio. Ella tiende las camas; a los pobres, los
cura, los carga, los baña, les da de comer, ejercitando todos estos oficios, de
manera especial con aquellos enfermos a quienes el personal del hospital
descuida, por la asquerosidad de sus enfermedades. De las chozas más miserables
saca a las mujeres y las lleva al hospital para que allí den a luz. Pero entre
todos los enfermos, los leprosos son los más queridos por ella. Lava sus
llagas, los alimenta, los viste y cuando ya no tiene más que darles, les da sus
propios vestidos y aun llega hasta cederles su cama. (32) Por
ellos convierte su humilde morada de Marburgo en verdadero sanatorio,
recibiendo allí a los enfermos que no podían ser admitidos en el hospital de
San Francisco.
La obra de Isabel tuvo un arrastre extraordinario. A su
ejemplo multitud de personas se dieron a la obra de servir a los pobres
enfermos de los hospitales. La mayoría de sus instituciones ya no existen. La
furia protestante acabó con ellas, cosa inevitable, ya que Marburgo fue la meca
del luteranismo y en el castillo de la propia Isabel, Lutero escribió su
traducción de la Biblia. Allí existe hoy el famoso sillón del reformador, pero
en lugar alguno encontraremos ni las cenizas de Isabel, porque éstas, en un
arranque fanático, fueron arrojadas al viento. Un campo de lirios y una fuente
que vencen al tiempo y a los hombres, todavía la recuerdan: Elisabthenthal,
Liliengrund…
Italia. En los diversos estados italianos hubo
también durante toda la Edad Media numerosos hospitales, hospicios u
hospederías. Fueron notables los que tuvieron a su cargo los Crucíferos,
orden religiosa dedicada a los enfermos. El cuidado de los leprosos había
tenido los mismos aspectos que en los otros países, pero en el siglo XIII San
Francisco supo despertar un especial amor hacia ellos.
Cerca de Asís estaba la leprosería de San Lázaro de Arce,
de la leprosería de San Salvador, y la vieja leprosería de Santa Magdalena se
encontraba a menos de un kilómetro de la Porciúncula. En estos sitios Francisco
pasaba los días demostrando su amor a los enfermos. En los principios de su
conversión fue a la de San Lázaro de Arce, a pedir perdón a los leprosos por
haberlos despreciado anteriormente, y allí, venciendo toda humana repugnancia,
los abrazó, los besó uno a uno y les prometió regresar con ellos.(33) Por
esto, a los que deseaban ingresar a su orden, les advertía que en ella deberían
de dedicarse al cuidado de los lazaretos. Así, la ocupación favorita de los
franciscanos en aquellos tiempos fue el cuidado de los “hermanos cristianos”,
título que daban a los leprosos.
De entre los hospitales de Italia el que mayor
trascendencia tuvo fue el llamado Santo Spirito de Roma. Fue fundado por S.S.
Inocencio III en 1201-1204, aprovechando el antiguo edificio del hospicio de los
Sajones erigido en el siglo VIII. El Papa puso la institución a cargo de Guido
de Montpellier, fundador de la orden hospitalaria del Espíritu Santo, que tenía
su casa madre en Provenza. (34) Lo interesante de este hospital es que los
diversos Papas van concediéndole una serie de preeminencias: jubileos,
indulgencias, exenciones etc., de las cuales los demás hospitales del mundo
quieren participar. Así, a cambio de limosnas, sus privilegios se hacen
extensivos, empezándose a establecer filiales suyas en toda Europa y más tarde
en América.
El hospital del Santo Spirito se convierte así en el más
importante de toda la cristiandad o sea en Archihospital. Esto se entiende si
recordamos que el fin primordial de todos los hospitales, en aquellos tiempos,
era prestar a los enfermos un auxilio espiritual y que los servidores de los
hospitales deseaban también conquistar el cielo con sus trabajos. De aquí el
enorme interés con que se procura que los fundadores, capellanes, médicos,
sirvientes y enfermos gocen de aquellos privilegios espirituales que poseía el
hospital romano. Los filiales que llegó a tener en Europa en la época de su
apogeo se contaron por centenares. Así por ejemplo, en solo Alemania, tenía
ciento cincuenta, y en España cien. Empero ese auge se vio interrumpido en
Europa, por la aparición del protestantismo. Su desarrollo se realizó entonces
en América: la Isla Española, Colombia, Perú y muy especialmente en México. (35) En los
edificios que lograron salvarse de la barbarie destructora de escudos, pueden
verse aún sobre las portadas de las iglesias de los hospitales, los símbolos
que indicaban esta afiliación: la doble Cruz y el Espíritu Santo. En la iglesia
del hospital de Cuitzeo en Michoacán aún existe el escudo.
La vida del hospital del Santo Espíritu estuvo
estrechamente ligada al pontificado, y por tanto las vicisitudes de uno
repercutieron en el otro. Ocurre el cautiverio de Avignon y el hospital decae;
regresan los Papas a Roma y él vuelve a cobrar prestigio, llegando a su
esplendor cuando Sixto IV (1471-1484) hermoseó la construcción, haciendo de
ella, como dice Palm, un gran edificio que hizo juego en cuanto a su
arquitectura con la Capilla Sixtina. No significando esto, desde luego, la vida
pacífica del hospital, pues su vida continuó sufriendo las complicaciones de la
política europea.
Finalizando la Edad Media, se levanta en Italia uno de
los más importantes hospitales del mundo: el hospital Mayor de Milán,
construido en 1457 por l eximio maestro de la arquitectura Filarete.
España. Desde los tiempos visigóticos empezaron a
aparecer en España las instituciones hospitalarias, adquiriendo en el
transcurso de los siglos más y más importancia, hasta llegar a los siglos XV y
XVI, en que adquieren su máximo apogeo.
Las peregrinaciones al sepulcro del apóstol Santiago que
ya hemos mencionado, hicieron nacer una serie de hospitales situados en la ruta
de los peregrinos. Famosos entre estos fueron el Domus Dei, levantado en Portomarin y existente ya en 1126; el de Santiago, ampliado por Gelmirez en 1129,
y el de los ingleses en Cebreiro,
Galicia. Anteriores a éstos son las instituciones hospitalarias de Oviedo,
realizadas por Alfonso el Casto hacia el año 802.
En los siglos XII y XIII, a la par que en el resto de
Europa hay en España un fuerte movimiento hospitalario al que corresponde la
aparición, entre otros, del hospital del Rey en Burgos, obra de Alfonso VIII,
en el doceavo siglo; el de Santa Cruz de Barcelona, fundado por el canónigo
Colón en 1229. Este hospital adquirió a principios del XV enorme importancia
por haberse fundado en él todos los hospitales existentes en la ciudad, como lo
eran los tres que tenía a su cargo el Cabildo de los canónigos, los dos que
atendían la casa consistorial y el de la parroquia de Santa Eulalia del Campo. (36) El
notable hospital de Valencia se funda en 1238. De finales del siglo XIV es el
de Santa Cruz de Toledo, obra del cardenal González de Mendoza que fue
concluido por los Reyes católicos. (37)
Ese piadoso afán de edificar hospitales al
correr de los siglos parece convertirse en una verdadera competencia entre la
nobleza, los prelados y el rey. Cada uno de ellos procura hacer la más bella y
la más grande institución. Así España va sembrándose de hospitales conforme
avanza la reconquista. En el siglo XV y en el XVI, cuando en los demás países
europeos la obra de los hospitales está ya en decadencia, en España existe un
muy importante impulso hospitalario, debido a los Reyes Católicos. Así tenemos
en Burgos el hospital de san Juan, obra de estos monarcas. A ellos se debe
también el hospital Real de Santiago, hecho en especial para los peregrinos,
monumento bellísimo realizado por el maestro Egeas en 1501. En Granada se hizo
un gran hospital en 1511, y en Valencia otro en 1512. Existía el de los
Estudiantes en Salamanca, el de La Latina en Madrid y los hospitales sevillanos
a cual más de importantes, el de las Cinco Llagas u hospital de sangre, del
barrio de la Macarena, mandado hacer por doña Catalina de Rivera en 1546; el de
La Caridad fundado por el célebre y discutido Miguel de Maniara hacia finales
del siglo XVI. (38)
En estos tiempos había aparecido ya en
Granada,
San
Juan de Dios y su obra empezaba a manifestarse con sus fundaciones
hospitalarias en dicha ciudad. Pronto se
extendería por España y algún tiempo después por América.
No se ha tratado de referirse a todos los hospitales de
Europa, ni siquiera mencionar sus nombres, sólo se ha tratado de esbozar un
panorama general, que nos permita comprender lo que fueron los hospitales realizados
por un mundo estructurado sobre los fuertes pilares del dogma cristiano y
movido por esa auténtica mística celestial, que tan claramente expresan las
puntas de las catedrales góticas.
Los
fundadores de los hospitales
Realizando la obra hospitalaria
aparecen personajes muy interesantes, unos son los patronos o fundadores
(reyes, obispos, nobles, clérigos, pueblo) que, convencidos de que la caridad
es la virtud esencial del cristiano, entregan sus bines para la fundación y
sostenimiento de los hospitales. En la mayoría de los casos, el fundador exige
que los enfermos, peregrinos y pobres, le paguen los beneficios que reciben con
sus oraciones, ordenando misas y responsos por su ánima. En otros casos los
fundadores no exigen nada y sólo realizan la obra movidos por inspiraciones
sobrenaturales, como la de Rahere en Inglaterra. Algunos se mueven por un más
fuerte sentimiento de caridad y llegan hasta entregar la vida a sus obras como
Isabel de Hungría en Alemania. Otros fundan hospitales en expiación de sus
culpas, como Miguel de Maniara en Sevilla. En general, todos persiguen con sus
obras el hacer mitos para la vida eterna, interés legítimo al que San Juan
Crisóstomo llamará con la frase tan claramente descriptiva de “usura divina”, razón por la que san
Pablo, buen conocedor del corazón humano, había dicho: animaos con el premio.
Cuidado de los hospitales. Estuvo en manos de muy
diversas personas, había órdenes religiosas tanto de hombres como de mujeres
dedicadas a ellos exclusivamente, como los Crucíferos, los del Espíritu Santo,
las Hermanas Grises y aquella otra orden religiosa, femenina también, que tenía
a su cargo el hospital de San Juan Limosnero en Jerusalén. Otras órdenes había
que, sin tener como fin principal el cuidado de hospitales, también lo hacían.
Pero hay entre todas las organizaciones religiosas, unas
que sintetizan el espíritu medieval, éstas son las Órdenes Militares Hospitalarias.
Una de las más antiguas es la de los Caballeros Hospitalarios de San Juan, que tuvo sí origen en el
hospital de San Juan de Jerusalén, fundado hacía 1050. Un monje benedictino
llamado Gerardo cimentó de manera definitiva la institución, y poco después
Raimundo de Puy dio a sus miembros una regla de vida. Bajo esta organización de
sociedad que habían alcanzado, fueron extendiéndose por la ruta de los
Cruzados, los puertos de Italia y Francia, dedicando su obra hospitalaria a los
peregrinos que iban a Tierra Santa. Pero constatando la necesidad de tener una
fuerza militar para la defensa de sus enfermos ante el ataque de los
mahometanos, establecieron una rama de caballeros, con la cual la orden se fue
transformando en militar. Aunque esta rama tomó mayor incremento y adquirió
gran fama por el valor de sus caballeros, no por esto abandonó el cuidado de los
enfermos. (39)
La Orden
de los Caballeros Teutónicos apareció después de la caída
de Jerusalén, hacia 1187, durante la tercera Cruzada. Su fundación se debió a
un grupo de caballeros alemanes que establecieron una congregación para atender
el hospital militar que habían establecido en Akon. Con el tiempo la
Congregación se transformó en Orden Militar y sus miembros se dedicaron tanto a
los hospitales como a la guerra. (40)
En una época en la cual el leproso es el
enfermo que más interés despierta, tenía que surgir una Orden de Caballería
dedicada también a él. Ésta fue la Orden
de San Lázaro. Los caballeros que la formaban tenían como maestre a un
leproso, costumbre que se perdió hacia 1565. (41)
Nombres famosos. En
la obra hospitalaria de la Edad Media han sido el de Luis IX de Francia, que
fue llamado “rey de los reyes de la
tierra”, por su extraordinaria caridad. Visitaba constantemente a los
leprosos, los consolaba, les daba de comer en la boca y aún besaba sus llagas.
Dedicados también a los que sufrían ese mal, pasaban
parte de sus días los hijos de Hugo Capeto: Enrique II y Roberto I. En
Inglaterra, Enrique III y Edmundo de Canterbury no les iban a la zaga. Clara de
Asís, la discípula de Francisco, siguió los pasos de su maestro. Odilia de
Alsacia, Judith de Polonia y Adelaida de Alemania entregaron sus vidas a los
enfermos. El cardenal Carlos Borromeo fue el héroe de una de las grandes pestes
que asolaron Europa, y en la de 1539 Jerónimo Emiliani, el veneciano, hacia cosa
igual con sus compatriotas.
Una gran parte de los personajes que se dedicaron al
servicio de los hospitales, fueron elevados por la Iglesia Católica a la
categoría de Santos, cuyos beneficios el pueblo ligó con las diferentes
enfermedades, escogiéndolos así por abogados contra ellas. En ocasiones son
ellos titulares de los hospitales, dan nombre a las iglesias, en honor suyo se
levantan retablos, que son joyas de arte de nuestro arte colonial. La pintura,
la escultura, y aún la literatura se encuentran en ellos su inspiración
temática.
Del
mundo medioeval al mundo moderno
En el mismo siglo XV, que,
mereció ser llamado el siglo de los hospitales por el auge extraordinario que
estas instituciones alcanzaron, empezó a aparecer un nuevo pensamiento que fue modificando, la idea de la vida y
cambiando, como consecuencia de las obras hospitalarias.
Desde el siglo XIV habían empezado a gestarse nuevas
ideas que iban minando los cimientos del mundo medioeval, provocando crisis,
tras las cuales Europa adquirió una estructura distinta. El cambió se operó
iniciándose en las más altas esferas intelectuales y abarcando todos los
aspectos de la vida. El armónico equilibrio entre la filosofía y la teología se
rompe en tiempos de Juan Duns Scoto, empezando a convertir ésta hacia la
mística, en tanto que la filosofía, impulsada por el escepticismo de Ockan,
llegará, al correr de los siglos, a descartar a Dios de sus especulaciones.
Este racionalismo, que vemos naciente en el XIV, a la vez que va renunciando a
Dios, vuelve sus ojos hacia el hombre
y la naturaleza. Pero no va a
ocuparse del problema ontológico del mundo y del hombre con la profundidad con
que lo había hecho la escolástica, va a dar un énfasis a las cuestiones de
carácter axiológico, que son las que convertirán al hombre en el centro del
mundo. La naturaleza tiene entonces que adquirir también una gran importancia.
Aquel interés por la naturaleza que San Francisco de Asís había despertado, se
empezó a lanzar por nuevos derroteros tras los cuales el pensamiento,
desenvolviéndose a través de las centurias, rebasó la propia esfera y
trascendió hasta imponer su carácter a las cosas. Así como pudo llegar a surgir
un derecho natural, una ciencia natural, una moral natural y una religión
natural. Cosas todas que competen a la naturaleza del hombre, pero que quedan
totalmente fuera de la historia, de la gracia, del dogma y de la revelación. (42)
Cuando tras varias generaciones este pensamiento se ha
madurado y es ya el modo de pensar del hombre común, existe también ya la
posibilidad de una caridad sin lo sobrenatural, es decir, natural, o sea que
estamos ya frente al altruismo y la filantropía de la edad moderna.
A esas bases añadamos una breve consideración de los que
fue el Renacimiento.
En la política la gran estructura medioeval va a
disolverse por la lucha entre el Papado y el Imperio, la cual va a llevarnos a
la concepción del estado moderno.
Hay una tremenda crisis moral y religiosa que van a
sufrir desde los más altos dignatarios de la Iglesia hasta los más
insignificantes legos, las monjas, los frailes, los reyes, los nobles, los
plebeyos. Crisis de dos estilos de vida que tan elocuentemente nos pinta la
lucha de Savonarola en Florencia. Crisis que padecen la Iglesia, el Estado y el
Pueblo, y en la que se destacan, fundamentalmente, confusión, ignorancia y
sobre todo falta de firmeza en la fe. El cristianismo se conmueve desde sus
cimientos, porque el dogma está en juego. Se va a dudar de la inmortalidad del
alma y se va a llegar hasta la negación del valor de las obras humanas para
alcanzar la justificación ante Dios. (43)
Todos estos cambios que ocurren en el
pensamiento de los pueblos de Europa, tuvieron muy profundas consecuencias en
las instituciones hospitalarias que, como hemos visto, nacieron de la idea de
la caridad y estaban muy vinculadas a la idea de un más allá. El espíritu que creó
los hospitales había sufrido una verdadera mixtificación, hecho que empezó a
traslucirse en sus servicios y que hizo surgir inmediatamente la crítica
pública.
La aparición del protestantismo, divulgador de que el
hombre se justifica por la “aplicación extrínseca
de los méritos de Cristo, sin que las obras humanas sirvan para nada” (44) colocó
al hombre al margen de todas las obras de caridad, en el sentido religioso y
tradicional.
El segundo aspecto de la reforma protestante, que fue el
combativo, tuvo también gran importancia en la decadencia hospitalaria, pues
como la mayoría de los hospitales estaban unidos a los monasterios, atendidos
por órdenes hospitalarias o bien vinculados a alguna organización religiosa, el
ataque protestante los afectó directamente. Órdenes exclusivamente
hospitalarias, como la del Espíritu Santo en Francia, vieron sus casas
arrasadas por los hugonotes, y en Inglaterra el estatuto lanzado por Cromwell
en 1545, terminó la obra de la supresión de hospitales, que había iniciado Enrique
VIII.
Los argumentos que Thomas Cromwell adujo para ordenar la
clausura de los hospitales, son muy interesantes, porque nos pintan la
situación de los hospitales cuando Europa había perdido ya aquella auténtica
mística religiosa del medioevo. Dice el estatuto que los gobernadores y
guardianes de los hospitales o la gran mayoría de ellos, no ejercían la debida
autoridad ni gastaban las rentas públicas en limosnas de acuerdo con la
fundación. (45) Esto no era exclusivo de Inglaterra, ocurría en
la mayoría de los hospitales de Europa. A consecuencia de aquel afán de exhibir
una brillante personalidad, de aquella ansia de placeres, de aquel interés por
lo bello, y lo agradable, traídos por el Renacimiento, había nacido un
desprecio por el pobre, por el enfermo, por aquel cuya naturaleza presentaba un
aspecto repugnante. En la obra de Cristóbal de Villalón Viaje a Turquía, se les llama “gente ruin” y en el diálogo que en
el camino a Santiago de Compostela sostiene Voto
de Dios y Mátalas callando, Juan
declara: “el intento del hospital de
Granada que hago, es por meter en él a todos éstos y que no salgan de allí…”
(46)
Es tal la repugnancia que los pobres y
enfermos producen, que se llega a pensar en los hospitales como cárceles
propias para esas gentes y de las cuales jamás debieran salir. Hay que socorrer
a los pobres, por ser cristianos, pero alejándolos de nuestra presencia. Darles
de comer, cuidarlos; pero allí, en el hospital, para que no pongan en la vida
una nota desagradable, para que no afeen el mundo. Se ayudará al pobre, pero no
se compartirán sus dolores. El espíritu de caridad desaparece. Las
construcciones hospitalarias obedecen ya a otras razones, y por tanto otro
aspecto tendrá. Sus edificios son grandes y lujosos, algunos tardan muchos años
en construirse; para ellos se importan los más lujosos materiales, los autores
de ellos ponen sus cimientos sobre la soberbia y la ambición. Otros, los hechos
aún con verdadero amor al prójimo, no conservaban al poco tiempo más que eso,
la intención del fundador, pues no existía ya en el ambiente social ese
auténtico sentimiento de caridad, y los administradores, como bien decía
Cromwell, no utilizaban las limosnas ni rentas en beneficio de los pobres, sino
en el suyo propio. Los puestos administrativos de los hospitales se volvieron
empleos muy codiciados. Respecto a las autoridades civiles, el espíritu de
caridad fue substituido por un sentimiento de responsabilidad física. Así
nacen, por ejemplo en Inglaterra, los hospitales reales.
En España la cuestión se presenta de modo diferente, en
primer lugar porque el renacimiento español no fue una negación del pensamiento
medioeval, sino su renovación. Por otra parte, frente a la corrupción
religiosa, se inicia un movimiento que no va a modificar el dogma ni a crear
nuevas religiones. Sino a reformar las costumbres viciosas, a enderezar lo
torcido y a hacer marchar con paso más firme que nunca la vida cristiana.
Teólogos, filósofos, juristas, laboraron en las universidades en ese intento de
renovación ortodoxa, mientras desde el trono cardenalicio fray Francisco
Jiménez de Cisneros contenía con sus austeras disposiciones la relajación.
Ignacio de Loyola y el Concilio de Trento completaron la obra.
El resultado fue la renovación del espíritu
auténticamente cristiano. Renovación que fue posible gracias a ese carácter sui
generis del renacimiento español que produjo teólogos como Suárez y Cano,
mujeres como Teresa de Jesús, que sembró España de conventos y conmovió al
pueblo con el fervor de su vida monástica. Hombres cuyas plumas escriben sus
raptos de amor a Dios, como San Juan de la Cruz, o cuyo interés primordial es
glosar no los nombres de Venus o Júpiter sino los de Cristo, como fray Luís de
León. (47)
Personajes
que, como el santo granadino, frente a un mundo que exaltaba orgulloso la
propia personalidad, se hicieron pasar por locos para conseguir ser humillados
y despreciados por la sociedad, entregándose después al servicio de aquellos
seres inferiores que eran los enfermos.
No queremos afirmar con esto que la vida de los
hospitales españoles estuviese impregnada de aquella mística hospitalaria del
medioevo, ni menos aun refiriéndonos a los hospitales reales, que tan numerosos
eran en ese tiempo. La picaresca española nos pinta con elocuencia el desorden
de la mayoría de aquellos hospitales que se habían convertido en guaridas de
pillos. Lo que queremos hacer notar es que al lado del relajamiento hubo en los
hospitales, como en todos los aspectos de la vida, una reacción depuradora.
Para demostrarlo basta considerar el grandioso movimiento hospitalario iniciado
por San Juan de Dios en Granada. Gracias a esto, al descubrirse América, España
está en la posibilidad de extender a ella la obra por excelencia de la
cristiandad, la obra hospitalaria.
Existe una segunda actitud nacida del pensamiento
racionalista de uno de los más notables humanistas ingleses, Tomás Moro. Para
él, la obra hospitalaria no es ni caridad, ni altruismo, sino simplemente un
elemento indispensable en la vida de una ciudad, cuya organización se basa en
la más rígida justicia social. Dentro de ese sistema, es una institución que
tiene tanta importancia, como valor tienen las vidas de sus ciudadanos. Goza
por esto de primacía sobre todas las demás instituciones, es una pequeña ciudad
privilegiada, donde los enfermos reciben los más dulces y eficientes cuidados y
adonde se acude voluntariamente, prefiriéndola aun a la propia casa. (48)
El hospital de Tomás Moro no es ya una
institución para pobres que nace de un espíritu de caridad, es sencillamente
una institución para enfermos, que crea el sentido social de una nación bien
organizada.
Estas dos ideas, la tradicional y la moderna, van a pasar
a México al realizarse la conquista y van a hacer florecer una obra
hospitalaria de caracteres propios, en las zonas rurales con población indígena
Los
Primeros Hospitales de América
Los hospitales aparecen en
América apenas se inicia en ella la obra de España. Hemos visto como las
instituciones hospitalarias fueron fruto de una idea de la vida frente a una serie
de necesidades. Pues bien, al ocurrir el descubrimiento, la conquista y poco
después la colonización de América, empiezan a presentarse circunstancias muy
semejantes, ante un pueblo, el español, que había conservado un profundo
sentido cristiano de la vida.
La peste apareció en América al igual que en Europa como
uno de los peores azotes. Las enfermedades del viejo continente, sumadas a las
del nuevo, dieron resultado muy trágicos. Las nuevas formas de trabajo, la
miseria de los nativos y los abusos de gran parte de los conquistadores, fueron
factores que conjugados causaron la enfermedad y a la muerte a millares de
personas. La cosa se agravaba más por la falta de albergues, tanto para los
emigrantes españoles, como para los indígenas, desplazados de sus primitivos
centros de habitación, por la destrucción de sus pueblos o por l traslado
forzoso a nuevos centros de trabajo. Las gentes morían en los caminos, en las
calles o en las chozas, sin recibir auxilios de orden material, ni espiritual.
Frente a todos estos problemas surgió, como una fórmula
salvadora, la vieja idea cristiana de los hospitales. Así lo pensaron los
propios conquistadores, así lo conceptuaron los reyes, así lo creyeron obispos
de la categoría de Quiroga y Zumárraga, y de igual modo lo entendieron los
frailes, y así lo pensó el pueblo. En aquellos tiempos estaba grabado en la
mente de todos, que los grandes problemas sociales tenían solución en las obras
de caridad. Los hospitales en América van a nacer con características muy semejantes
a los de la Edad Media, pero al mismo tiempo en ellos aparecerán también, y de
manera clarísima, las más avanzadas ideas del mundo moderno.
En las Antillas
Apenas comienzan a formarse
las primeras poblaciones españolas de América, cuando los hospitales hacen su
aparición. Según un documento algo tardío mencionado por Palm, es una mujer la
que empieza a ejercer en la Isla Española la hospitalidad, recogiendo y curando
a los pobres enfermos. Llegando fray Nicolás de Ovando, tomó a su cargo la obra
haciendo entonces, con la ayuda de los alcaldes, regidores y vecinos del lugar,
un verdadero hospital cuya fundación se considera efectuada el 29 de noviembre
de 1503. Se llamó de San Nicolás de Bari. Es una construcción pequeña y
deleznable, por lo que en 1519 fue necesario hacer un edificio mejor y en 1552
una reedificación. Este último dio a la isla un hospital de dos pisos, en el
que había salas para albergar, separadamente a los enfermos de calenturas y a
los de “bubas”, lo mismo que a las mujeres, un lugar aislado, sitio para
unciones. (Tratamiento usado contra la sífilis) La situación fue progresando, y
en la segunda mitad del siglo XVI tenía capacidad para cincuenta personas. (49)
En instrucciones dadas a Diego Colón en 1509,
se mencionan ya los hospitales de San Buenaventura y La Concepción. Estos son
también obra popular, que se fortifica con la ayuda del gobierno. La erección
jurídica del hospital de San Andrés, se realizó en 1512 al erigirse la
catedral, pero no hay noticias de él hasta 1567. Este hospital estaba anexo al
obispado y dependía de su cabildo.
Cuando el pirata ingles Francis Drake saqueó la ciudad en
1577, quemó el hospital de San Andrés y también el de los leprosos. Este
último, llamado de San Lázaro, es también una de las primeras fundaciones
hospitalarias de América, tal vez del segundo decenio del XVI, estaba en las
afueras, como correspondía a todo leprosario, y en su erección había
intervenido principalmente la ciudad. Palm lo supone dependiendo del hospital
de San Nicolás.
Las órdenes religiosas se interesaron también en estas
obras, pues aunque, como dice Beaumont, en las islas no pudieron realizar la
“obra de los hospitales”, a medida que se fueron fundando los conventos
franciscanos y estableciéndose la provincia de la Santa Cruz, los frailes
empezaron a recoger a los pobres enfermos atendiéndoles en todas sus
necesidades. De este modo cada convento vino a ser, en cierta forma, un
hospital. (50)
La aparición de estos primeros hospitales
en la recién descubierta Isla Española, empieza a mostrarnos el ímpetu con que
pasaba a América la obra hospitalaria. Al mismo tiempo que se proyectaban
hospitales provisionales, se levantaban obras sólidas, hechas para durar.
Instituciones de categoría como lo eran en aquel tiempo en España, procurando
vincularlas a ella. Cuando en 1534 Oviedo va a la metrópoli, pide la filiación
del hospital de San Nicolás de Bari con el de Santo Spírito, de Roma. Cosa que
consigue en 1541 y que confirman los pontífices Sixto V, Clemente VIII y Paulo
V. Al hospital de San Lázaro el rey le concedió que gozase de los mismos
privilegios que el hospital de San Lázaro de Sevilla. (51)
En la Nueva España
Realizada la conquista de la
gran Tenochtitlán empieza a surgir en la mente de los conquistadores la idea de
hacer de ella una ciudad de tipo español, principalmente por sus instituciones.
Cuando Bernal Díaz nos habla del modo “justo y bueno” como debió repartirse la
Nueva España, dice: “una quinta parte para el Rey, tres para Cortés y los
conquistadores y la quinta restante para que fuese la renta de ellas para
iglesias y hospitales y monasterios”, y mercedes que el rey quisiese conceder. (52)
El mismo Cortés, preocupado en que la
ciudad de México cobrase un nuevo esplendor, se esfuerza en que los indios
regresen a poblarla como antes y los exceptúa del pago de tributos al rey,
“hasta que tengan hechas sus casas, arregladas las calzadas, puentes,
acueductos…” y “en la población de los españoles tuviesen hechas iglesias y
hospitales y atarazanas y otras cosas que convenían”. (53)
Esta preocupación de los conquistadores
por la obra hospitalaria nos lleva a pensar que los primeros hospitales
debieron erigirse al tiempo mismo en que empezó a levantarse México, como
ciudad española.
La
Obra Hospitalaria en el siglo XVI
Reflexionemos, sobre los
elementos que nos permitirán comprender la importancia que tuvo, en conjunto,
la obra hospitalaria del siglo XVI. Veamos en primer lugar qué tierras
comprendía entonces el país. Tras el dominio de los reinos tributarios del
imperio azteca y la conquista del imperio mismo, se siguieron una serie de
luchas y acuerdos pacíficos, hacia las regiones del centro, el norte y el sur,
que constituyeron para España, una España nueva, que al finalizar el siglo XVI estaba
formada por los siguientes territorios:
El Reino de la Nueva España,
propiamente tal, en el que se encerraban los actuales estados de México,
Morelos Guerrero, Puebla, Veracruz, Oaxaca, Tabasco, Querétaro, Guanajuato,
Michoacán, Colima y Ciudad de México.
El Reino de la Nueva Galicia, que
abarcaba más o menos los estados de Jalisco, Nayarit, Zacatecas, Aguascalientes
y parte sur de Sinaloa.
El Reino de la Nueva Vizcaya, formado
aproximadamente por los actuales estados de Chichuahua, Durango, y los Distritos
de Parras y Saltillo (Sur de Coahuila).
El Reino de Nuevo León, al que
podríamos identificar, salvo ligeras modificaciones, con el estado de Nuevo
León.
El Reino de la Nueva Extremadura, que es nuestra actual Coahuila.
Sin límites precisos en el norte, se extendían las
regiones de Tejas o Nuevas Filipinas, Nuevo
México, en el que se iniciaban las exploraciones, y California
(la Baja), cuyas costas habían sido descubiertas en tiempos de Hernán Cortés.
La situación dinámica que había en el norte no nos permite fijar, para esa
época, frontera alguna. Las rutas exploradoras estaban abiertas libremente y
las fronteras iban corriéndose, hasta donde la audacia de los hombres y la
fuerza colonizadora de España llegaban.
En el sur, limitando al Reino de la Nueva España, se
hallaba la Capitanía General de Yucatán, en la que se incluían el
territorio de Quintana Roo y los estados de Yucatán y Campeche.
Finalmente, la Capitanía General de Guatemala con
nuestro estado de Chiapas, Soconusco y los hoy territorios extranjeros de la
República de Guatemala y Honduras Británica.
Dentro de ese enorme territorio había zonas totalmente
despobladas y zonas con una densidad de población muy exigua. Estas eran las
regiones del norte, en las que se vivía en continua guerra con los indios
bárbaros y en las que la población española –unas cuantas familias-, se
concentraba en los llamados presidios
y en las misiones.
Los mayores núcleos humanos (indios, españoles, negros y
mezclas) se extendieron por lo que llamaríamos el México Central. Allí fue
donde nacieron las ciudades españolas, las villas; allí, donde existían los pueblos, y allí,
también, como consecuencia, donde surgieron los hospitales. En cambio, en el
norte, fuera del hospital del Nombre de Dios, no existe durante el siglo XVI
fundación hospitalaria alguna.
Como la obra hospitalaria se realizó movida por un
sentimiento religioso, resulta que hay que tener en cuenta las áreas de más
profundo movimiento evangelizador, para comprender las zonas más densamente
pobladas de hospitales. De aquí la desproporción entre el número de hospitales
de unas regiones y otras. Por ejemplo, la ciudad de México tenía solamente un
hospital para indios, mientras Michoacán tenía más de un centenar. Existían
disposiciones reales que ordenaban terminantemente se establecieran hospitales
en todas las ciudades, disposiciones que también se hallaban inspiradas en principios
religiosos, más que en responsabilidad ciudadana.
Sin embargo, las fundaciones del gobierno fueron mínimas,
el grueso de la obra lo realizó esa mística hospitalaria que movía el ánimo de
Vasco de Quiroga, de Bernardino Álvarez, de fray Juan de San Miguel, de Pedro
López, de fray Francisco de Villafuerte, de fray Juan Bautista Moya y todos los
demás. El papel del Estado Español fue, en la mayoría de los casos, proteger
las instituciones, estableciendo sobre ellas, cuando se lo pedían, el Patronato
Regio. Esto no significa descuido de los servicios hospitalarios por parte del
Estado español, sino sólo la costumbre de que estas obras pertenecieran
fundamentalmente a la Iglesia. Por otra parte, el estado daba todas las
facilidades para que los que lo desearan pudieran establecer hospitales. Para
la erección no era necesaria licencia real, ya que por la necesidad que había,
bastaba permiso del diocesano y del virrey, (54) y una
vez establecidos la corona los ayudaba.
Epidemias
A partir de la llegada de los
españoles se inicia en toda la nación un descenso de población india, que se va
acentuando conforme transcurre el siglo XVI. Las razones fueron varias, entre
ellas la guerra, el exceso de trabajo, la miseria, el desplazamiento de los
indígenas a otros climas, y la orden de agruparlos en pueblos, que los expuso a
los contagios propios de la vida urbana. (55) Pero
hay una razón más, que sin duda excede en importancia a todas las anteriores.
Esta es la peste. Por eso cuando
Motolinia habla de toda la tragedia de los indios en los años inmediatos a la
Conquista, menciona en primer lugar las epidemias que los habían azotado.
Algunas de éstas atacaron únicamente a los indígenas: tal sucedió con la de
1576. Otras, aunque a todos dañaron, en ellos adquirieron mayor gravedad por
sus organismos vírgenes a ciertos gérmenes, por ejemplo la de 1520. Hubo otras
enfermedades que se cebaron especialmente en los europeos; éstas fueron las que
con carácter endémico existían, por ejemplo, en Veracruz. Finalmente, hubo
pestes que a todos dañaron por igual: recordemos aquella del XVII en la que
murió Sor Juana.
Fuera de la primera epidemia, que ocurrió cuando se
realizaba la conquista del imperio azteca, en todas las demás se efectuó una
lucha con todos los medios conocidos entonces. Se aisló a los apestados
recluyéndolos en hospitales, se les dio el tratamiento que se consideró
adecuado para su curación, y se puso sobre aviso a todas las autoridades, a fin
de evitar que los enfermos se movilizaran de un lugar a otro propagando el contagio
a las diversas regiones. Sin embargo, pese a todos los heroicos esfuerzos que
en ese terreno se realizaron, el estado en que se encontraba la medicina, la
ignorancia de la gente, y mil causas más, malograron el trabajo y las epidemias
se extendieron dejando una estela de muerte en toda la nación.
Veamos ahora las más importantes epidemias ocurridas en
el siglo XVI. La primera tuvo lugar en 1520, a raíz del desembarco de un
negro enfermo de viruela que venía en la expedición de Pánfilo de Narváez. (56) Motolinia
nos describe la tragedia que fue aquella peste, que los indios describieron en
su idioma, como la gran lepra: “hueysahuatl”,
(57)
en
razón de verse todo el cuerpo cubierto de pústulas y los que sanaban se
encontraban con la piel carcomida. Esta epidemia atacó a los indios en el peor
momento: cuando luchaban por defender la gran Tenochtitlan y en el máximo
desamparo, por no conocer medios terapéuticos ni profilácticos para combatirla,
ni contar aún con el auxilio de los frailes o de los hospitales.
La segunda peste fue la de 1531. La trajo un
español enfermo de sarampión. Era también mal desconocido en esta tierra, por
lo que los indios fueron nuevamente fáciles víctimas. Sin embargo, no presentó
caracteres tan graves, porque las autoridades civiles y religiosas les dieron
los remedios que conocían. Les prohibieron el baño creyendo que les era nocivo,
y con ello lo que consiguieron fue evitar el contacto directo que entre unos y
otros había en los baños, y por ende el contagio. Así, aunque muchos murieron,
no fueron tantos como en la primera peste.
Los indios llamaron a esta enfermedad “tepitonzahuatl”, (58) o sea
la pequeña lepra. Al aparecer en México la segunda epidemia, solamente existía
un hospital, el fundado por Cortés, que desde luego fue incapaz para
enfrentarse al magno problema de los apestados. Fue ese año cuando llegó a
México la Segunda Audiencia, pero es fácil suponer que la peste del año 1531
sorprendiera a la Nueva España padeciendo aún el desgobierno de la Primera y
que, por tanto, pocos auxilios se pudieran dar a los enfermos.
Según los primeros cronistas, la sífilis “era enfermedad
natural de los indios”. (59) Desde los primeros años de la
colonia hubo numerosos sifilíticos, tanto que por eso funda Zumárraga el
hospital del Amor de Dios, pero no hay noticia alguna que nos muestre tal
enfermedad, con los caracteres d tragedia nacional, que tuvo en Europa en
aquellos tiempos.
La tercera peste apareció cuando la Nueva España
tenía ya su organización definitiva de virreinato, las órdenes religiosas
efectuaban su obra y se hallaban ya establecidos algunos hospitales más, como
el de Perote, los primeros de Veracruz, el de San Pedro de Puebla, el del Amor
de Dios d esta ciudad; don Vasco de Quiroga había fundado el hospital de Santa Fe
y la obra hospitalaria en Michoacán se había iniciado ya. En el año de 1545
surgió esta epidemia cuyos síntomas principales fueron “el pujamiento de sangre
y juntamente calenturas, y era tanta la sangre, que les reventaban las
narices”. ¿Qué enfermedad fue esta? No lo sabemos. El doctor Ocaranza en su Historia de la Medicina en México sólo
nos dice: “Era pues un padecimiento hemorrágico, cuya naturaleza no será fácil definir”. A nosotros lo
que nos interesa es constatar que se trató de una tremenda epidemia que asoló
toda la Nueva España. Las ciudades cercanas como Tlaxcala y Cholula fueron sus
víctimas, así como también las lejanas provincias de Michoacán y Jalisco. En
Tlaxcala se afirma que murieron ciento cincuenta mil indios y en Cholula cien
mil. (60)
Cifras
igualmente altas dieron los demás pueblos, de modo que Torquemada hace llegar
la cifra total a ochocientas mil personas muertas. (61) Esta
epidemia tuvo distinta duración en cada región. Así, por ejemplo, sabemos que
mientras en Michoacán duró sólo seis meses, en la Nueva Galicia duró tres años.
(62)
Durante
la peste, el virrey Antonio de Mendoza se portó como verdadero padre de los
indios, poniendo todos los medios que estuvieron a su alcance para atender a
los enfermos. En las provincias fueron ambos cleros quienes se ocuparon en
asistir a los pobres apestados. Recordemos que es precisamente esta peste la
que hace que los franciscanos extendieran al lado de todos sus conventos de
Michoacán la obra hospitalaria iniciada por fray Juan de San Miguel (63) y que
los agustinos intensifiquen la obra del obispo Quiroga. Aunque si bien es
verdad que, por los escasos medios profilácticos y el desconocimiento de las
cuestiones epidemiológicas, la peste no pudo ser detenida, sí se consiguió
auxiliar a los enfermos, y evitar que familias enteras murieran, al aislar a
los pacientes en los hospitales. Dice el doctor León que durante aquella
epidemia estas instituciones prestaron ya enormes servicios, pues llegaron a
contener hasta cuatrocientos enfermos cada una. (64) La
situación, aunque pavorosa, como la llama Ocaranza, no llega ya a la tragedia
del año veinte, n que los pueblos enteros morían desamparados, pues a su lado
estaba ya aquel titán de la caridad que fue el clero del siglo XVI.
La cuarta epidemia fue la de 1564. De ella sólo
sabemos que causó “gran mortandad”.
La quinta fue la del año de 1576. Ésta la causó
una enfermedad cuyos síntomas se describen así: calentura, dolor de cabeza,
sangre por las narices y un ardor interior que no permitía a los enfermos
soportar que se les cubriera el cuerpo. (65) Tras esto se añadía que “daba un tabardillo”,
por lo que Ocaranza opina que, probablemente, se trató de un tifus exantemático. El tabardillo o matlazahuatl, como le llamaban respectivamente españoles e indios,
era una enfermedad conocida en estas tierras desde los tiempos protohistóricos.
En las relaciones toltecas se le menciona y aun parece ser el causante de la
destrucción de Tula. (66) Durante la época colonial lo
vemos aparecer periódicamente causando siempre tremendos daños.
En 1576, apareció al iniciarse la primavera y duro
aproximadamente año y medio. En este tiempo se extendió por el norte hasta las
tierras de los chichimecas y por el sur hasta Yucatán. Las personas atacadas
morían en siete o nueve días. Las que lograban salvarse quedaban tan débiles,
que no podían valerse por sí mismas en largo tiempo. Esta epidemia atacó
únicamente a los indios. La cosa se explica si se considera que eran ellos los
que vivían en las peores condiciones higiénicas. La pobreza que trae unida la
mugre y el hacinamiento de gente en los jacales, creó, dado que el piojo es el
vector, una situación favorable al desarrollo del tifo entre los indios.
Se dieron durante esta epidemia las más encontradas
actitudes, pues los indios se indignaban al ver que sólo ellos eran las
víctimas. Los españoles entonces supusieron que en venganza aquéllos arrojaban
los cadáveres a las acequias, para contagiar a la población blanca, y los
miraban con recelo. Sin embargo, sobre estos rencores, apareció el espíritu
cristiano auténtico del XVI. Don Pedro Moya de Contreras, como arzobispo de
México, y don Martín Enríquez, como virrey de la Nueva España, hicieron un
llamamiento a los miembros del clero, a los del gobierno y a la sociedad
entera, para que se lanzasen n auxilio de los infelices apestados. Unos
atendían a los moribundos impartiéndoles los auxilios de la religión, otros les
aplicaban los remedios que se creían efectivos, como eran, por ejemplo, los
baños de cabeza con leche, baños de pies, sangrías, ventosas, jarabes agrios,
aplicación de animales, como palomos y perritos vivos y abiertos sobre la
espalda y la mollera respectivamente. Emplastos, pomadas, ungüentos e
infusiones d las más variadas yerbas..
Entre todos los que se dedicaron a auxiliar a los indios
se destacaron, por su heroica abnegación, las mujeres españolas de la ciudad de
México, quienes diariamente salían con sus criadas a limpiar las chozas de los
indios, a cambiarles sus vestimentas contaminadas, por ropa limpia, a darles
los alimentos y las medicinas que ellas consideraban eficaces. Así consiguieron
el alivio de muchísimos enfermos. En las provincias los religiosos de las
diversas Órdenes andaban de casa en casa y de pueblo en pueblo, confesando,
sangrando y curando a los enfermos. Pero como se dieron cuenta de que ellos
solos no podían hacer frente a la epidemia con todos los problemas sociales que
implicaban, organizaron a los indios sanos, haciendo que preparasen los
alimentos de los apestados, los repartiesen e hiciesen una labor de profilaxis
mental, animando a los enfermos a aliviarse y preparando a bien morir a los agonizantes.
Los franciscanos, los agustinos, los clérigos seculares y
especialmente los frailes hospitalarios se entregaron al auxilio de los
apestados de manera heroica, ofreciendo hasta sus propias celdas y muriendo
muchos de ellos en aquel arduo trabajo. (67) Cuando
en 1578 la epidemia había desaparecido, su huella quedaba marcada en la
población de México con centenares de miles d cadáveres. Torquemada calcula que
murieron dos millones de indios. De cualquier modo, la epidemia de 1576
significa la más notable despoblación en la Nueva España. Es esta la razón
principal que hace a los frailes quejarse de que los pueblos vienen a menos por
falta de gente.
En la época en que esta catástrofe tuvo lugar, había ya
en la Nueva España más de un centenar de hospitales. Sin embargo, ni éstos que
en su mayoría eran de escasa capacidad, ni los que con carácter provisional se
erigieron, en casos como éste, fueron suficientes para contener a todos los
apestados, especialmente en la ciudad de México, en donde había una notable
desproporción entre el número de habitantes y el número de hospitales. Aunque
para ayudar al Real de Naturales en tiempos de epidemia, en todos se destinaban
salas para los apestados, toda la ciudad contaba únicamente con cinco
hospitales.
La sexta epidemia ocurrió en el año de 1588 y se
inició en Tlaxcala, extendiéndose a Tepeaca y luego al valle de Toluca. Esta
epidemia no tuvo una extensión nacional como la anterior y aunque atacó a los
indios, sólo la padecieron los de ciertos pueblos, por ejemplo los matlaltzingas, sin que se contagiaran
sus vecinos mexicanos y otomites. Más como ocurrió esta peste en momentos
difíciles, pues México sufría hambre por la escasez de maíz, el mal volvió a
revestir caracteres trágicos.
La séptima epidemia, apareció finalizando 1595. Se
trata d tres enfermedades que surgieron al unísono y que se extendieron por
todo el territorio. Tales fueron: el
sarampión, el tabardillo y las paperas. Dice Mendieta que casi no hubo
persona que no enfermara. Sin embargo, no fue tan grande la pérdida de vidas
como en 1576. Las razones fueron, dice el fraile, “el cuidado y diligencia que
ahora más que nunca se puso” en atender a los indios. Se tenían experiencias
muy dolorosas para dejar que el mal avanzara libremente. Fueron los frailes
franciscanos quienes emprendieron la más activa campaña. Ejemplo de ellos fue
fray Juan Bautista, quien en el convento de Texcoco se aprovisionó de
medicinas, alimentos y aun personal para auxiliarlos.
Cuando los indios que se sentían enfermos llegaban al
convento por su propio pie o traídos en andas por sus parientes para
confesarse, él, después de absolverlos, les daba los medicamentos haciendo que
los barberos que allí tenían les hiciesen sangrías, excepto a las mujeres
preñadas, a las que en vez de sangrar se les ponían “ventosas sajadas en las
espaldas”, dándoles una infusión de cohuanenepilli
en vino blanco, con que sanaban. A los niños se les daba esta misma infusión. A
todos los enfermos en general se les trataba a base de purgantes, como lo eran
las raíces llamadas matlalitzic e ytztictlanoquiloni. Así, aquellos
centenares de indios que acudían a los conventos salían con tranquilidad en el
alma y bien provistos de medicinas y alimentos, si los necesitaban. Más no solo
los conventos fueron centro de salud para los indios, sino que los religiosos
salían a visitar a los enfermos, acompañados de barberos para aplicar los
remedios necesarios. (68)
En la lucha contra las grandes pestes, no
se despreció al médico indígena. Cuando se pudieron utilizar sus conocimientos
se luchó por distinguirlo del brujo, pero al sabio se le aprovechó siempre. Sus
métodos o sistemas curativos eran aceptados, admirados y propagados por los
frailes. Cortés mismo conoció en él y en sus soldados su habilidad durante la
guerra de conquista, por lo que según Herrera, llegó a oponerse a la venida de
médicos españoles. (69)
Al lado de los médicos indios, cuyos
servicios se usaron bajo la supervisión de los frailes, estuvieron los
religiosos tanto de las órdenes hospitalarias, como lo eran los hermanos de la
Caridad de San Hipólito, como los franciscanos y agustinos que tantos
hospitales tuvieron a su cuidado.
El tercer tipo de personas que ejercieron la medicina en
el XVI fueron los médicos autorizados por el gobierno. El estado español se
preocupó, desde el momento en que pudo ejercer el control de estas tierras, y
durante toda la Colonia, por vitar la charlatanería en la medicina. Así dio
inmediatas disposiciones para que no la practicase quien no hubiese sido
examinado en universidad. Por tanto, los que querían ejercer la medicina debían
exhibir previamente sus títulos. Se penaba con fuertes castigos a quien hacia
lo contrario.
Hay que hacer notar dos circunstancias que hicieron más
sensible la falta de verdaderos médicos: la una fue el hecho de que muchos
médicos examinados y aprobados, al llegar a estas tierras, sólo pensaran en
enriquecerse, abandonando el ejercicio de la medicina para dedicarse a oficios
más productivos. Por otra parte, había muchas personas que se hacían pasar por
médicos y cirujanos, que ejercían la medicina públicamente y que no exhibían
título alguno, so pretexto de que lo habían olvidado en España.
Pero pese a todas las disposiciones reales, para conseguir
que nadie que no fuese médico curase, la medicina era ejercida en el XVI por
multitud de personas no autorizadas. Esto se hacía incontrolable, porque como
España no enviaba los médicos necesarios y los graduados aquí tampoco eran
suficientes, se tenía que recurrir a quien curase, tuviese o no autorización
oficial.
Quien hizo el máximo esfuerzo para organizar un verdadero
control de la medicina, unificando el saber médico español y mexicano, fue el
rey don Felipe II con su famosa real cédula del 11 de enero de 1570 dada en
Madrid. Cédula que en la Recopilación consta como Ley 1 del Título VI del Libro
V. De ella sólo mencionaremos dos párrafos. El primero es el que da sentido a
la disposición real que dice así: “Deseando que nuestros vasallos goce de larga
vida y se conserven en perfecta salud: Tenemos a nuestro cuidado proveerlos de
Médicos y Maestros, que los rijan, enseñen y curen sus enfermedades, y a este
fin se han fundado Cátedras de Medicina y Filosofía en las Universidades más
principales de las Indias…” “…y reconociendo en quanto beneficio será para estos y aquellos Reins la noticia,
comunicación y comercio de algunas plantas, yerbas, semillas y otras cosas
medicinales que puedan conducir a la curación
y salud de los cuerpos humanos, hemos
resuelto enviar algunas veces uno o muchos Protomédicos generales a las
provincias de las Indias…”
Se calcula que en 1519 había, 11 millones de indígenas,
de los que en 1565 quedaban cuatro
millones seiscientos nueve mil ciento ochenta; los cuales en 1597 se habían
reducido a dos millones cuatrocientos mil y en 1607 a dos millones catorce mil.
Se supone que al finalizar el siglo XVI había ya solamente una población
indígena de dos millones quinientos mil. (70)
Consideremos que las epidemias fueron la
razón fundamental de la despoblación de la Nueva España y que una de las más
grandes preocupaciones del gobierno español fue la conservación de los
indígenas, como lo vemos a través de las innumerables cédulas que revelan la
política indiana. Recordemos después que las víctimas de las pestes lo fueron
casi exclusivamente los indios y que éstos eran pobres. Entonces podremos
valorar la importancia de instituciones que se encargaran de auxiliar a los
pobres indios enfermos. Recordemos a los cronistas afirmándonos que si los
indios no habían desaparecido por completo, que si al rey de España le quedaban
vasallos aún, se debía a la obra
hospitalaria. Si en todo esto pensamos, los hospitales de Michoacán,
Jalisco, Colima, Querétaro, Texcoco, Tlaxcala, Xochimilco, etc., cobran gran
importancia. Y si a éstos, que velaban única y exclusivamente por el indio,
añadimos aquellos que se ocuparon en salvar
la vida de los colonizadores, como lo fueron en modo muy especial los de
Bernardino Álvarez con su red hospitalaria del Golfo de México al Océano
Pacífico, auxiliando a los que llegaban enfermos, socorriendo a los que a su
llegada caían víctimas de alguna de las numerosas enfermedades endémicas, que
existían en nuestros insalubres puertos, o aquel del Nombre de Dios, que fue el
socorro de los conquistadores de las provincias, a los cuales se ingresaba no a
título de español o indio, sino bajo la sola denominación de persona humana. Si
a todos los consideramos en su obra particular y luego pensamos en la labor que
en conjunto todos desarrollaron defendiendo en los momentos en que esta patria
mestiza se constituía, la mayor riqueza nacional, que es la vida humana,
entonces podemos valorar la importancia de la obra hospitalaria del siglo XVI
en la Nueva España.
(*)Muriel, Josefina, Hospitales de la Nueva España, Fundaciones
del siglo XVI, México, UNAM, IIH y Cruz Roja Mexicana, 1990.
(1)
San Mateo, xxv, 35, 36, 40.
(2)
San Juan, xiii, 34-35.
(3)
San Mateo, viii, 17.
(4)
San Lucas, vi, 36-38.
(5)
San Mateo, xix, 21.
(6)
Holzner, José, San Pablo, Heraldo de
Cristo, traducción del Padre José Monserrat S.J. 2ª edición, Barcelona,
Editorial Herder, 1946, p. 427.
(7)
San Mateo, xix, 21.
(8)
San Pablo, Epístola a los Romanos,
iii, 3-5.
(9)
Llorca, Bernardino, S.J., Manual de
Historia Eclesiástica, México, Editorial Labor, 1946, p. 133.
(10)
Llorca, op. cit. p. 289.
(11)
Palm, Erwin Walter, Los hospitales
antiguos de La Española Ciudad Trujillo, República Dominicana, 1950, pp.
13-16.
(12)
Doctor Cabanes, Costumbres íntimas del
pasado, Madrid, Ediciones Mercurio, 1928. (Quinta Serie. Las Plagas de la Humanidad).
(13)
Doctor Cabanes, op. cit., cap. II.
(14)
Ibidem, cap. I.
(15)
Conde de Montalembert, La princesa de
la Caridad, Santa Isabel de Hungría, Buenos Aires, Editorial Poblet,
1947, pp.311-312.
(16)
Claudel, Paul, La Anunciación,
traducción de Efraín López Luna, México, Editorial Jus, 1944, p. 65.
(17)
“La gran canción de los Peregrinos de Santiago”: Cuando salimos de Francia/
Fervientes de deseo/Abandonamos, tristes, padres, madres y esposos/Tan grande
era el ansia de nuestros corazones/por ir a Santiago./Hemos abandonado todos
nuestros placeres/para hacer este santo viaje./Rogamos a la Virgen María/a
Jesús, su hijo,/que les plazca darnos su santa gracia/para que entremos en el
Paraíso.
(18)
Llorca, op. cit., p. 289.
(19)
Doctor Cabanes, op. cit., cap. II.
(20)
Enciclopedia Universal Ilustrada,
Madrid-Barcelona, Espasa Calpe, t. 28, pp. 224-226.
(21) Montalembert, op.cit., p. 67.
(22) Ives, G.L., British Hospitals, Londres, Collins,
1948, p.p. 10-12.
(23) Doctor Cabanes, op. cit., cap. II.
(24) Ives, op. cit., p. 102.
(25) Babignton,
Margaret A., The Romance of the
Canterbury Cathedral, England, Imp. Raphael Tuck and Sons Ltd., 1947.
(26)
Chaucer, Geofre, The Canterbury Tales:
“… y especialmente desde los rincones más apartados de cada condado, van a
visitar al santo y bienaventurado mártir que los socorrió cuando estaba
enfermos”. S.f. y s.p.i.
(27) Ives, op. cit., pp. 10-12.
(28) Montalembert, op. cit., pp. 314-315.
(29) Charles Dessart,
Bruges, p. 46.
(30) Montalembert, op. cit., pp. 304-305-316.
(31)
Ibidem, pp. 160-164, 303-305.
(32)
Ibidem, p. 360.
(33)
Englebert, Omer, Vida de San Francisco
de Asís, Buenos Aires, Ediciones Desclee de Browver, 1949, Colección Thau
Dedebec, pp. 65,69,79, 80, 110, 122.
(34) Palm Erwin, op. cit., pp. 13-16.
(35)
De Angelis, “L´Arcispedalle di Santo Spirito in Sassia e le sue Filiali nel
Mondo”, Revista Eclesia, Roma,
1947, núm. 1, p. 6.
(36)
Segui, M., España artística y
monumental, e v., Barcelona, edición M. Segui.
(37)
Enciclopedia… op. cit., t.28, pp.
424-427.
(38)
Segui, op. cit., T. I y II; Enciclopediia…, op. cit., t. 28, pp. 424-426.
(39) Llorca, op. cop. it., p. 400.
(40)
Ibidem, pp. 401-402.
(41)
Doctor Cabanes, op. cit., cap. II.
(42)
Marías, Julián, “Historia de la Filosofía”, Revista de Occidente, Madrid, Bárbara de Braganza, 1941.
(43)
Burckhardt, Jacob, La cultura del
Renacimiento en Italia, Barcelona, Edición Iberia J. Gil, 1946.
(44) Llorca, op. cit.
(45) Ives, op. cit., p. 14.
(46)
Villalón, Cristóbal de, Viaje a Turquía,
edición y prólogo de Antonio G. Solalinde, Madrid-Barcelona, 1919, t. I, pp.
20-24. (Colección Universal Espasa Calpe).
(47)
Bell, Audrey, F.G., El Renacimiento
español, España, Editorial Ebro, S.L., Zaragoza, 1944.
(48)
Moro, Tomás, Utopía, pp.108-109.
(49)
Palm Erwin, op. cit., pp. 7-52.
(50)
Beaumont, Pablo O.F.M., Chrónica de
Michoacán, México, Talleres Gráficos de la Nación, 1932, t. III, cap. XX,
p. 156. (Publicación del AGN).
(51)
Pal Erwin, op. cit., pp. 16-18, 46.
(52)
Díaz del Castillo, Bernal, Historia
verdadera de la conquista de la Nueva España, México, Editorial Pedro
Robredo, 1939, t. II, p. 402.
(53)
Ibidem, t. II, p. 414.
(54)
Díaz de Arce, Juan, Libro de la vida
del Próximo Evangelio. El V.P. Bernardino Álvarez. Reimpreso en México en
la imprenta Nueva Antuerpiana, de D. Christoval y D. Phelipe de Zúñiga y
Ontiveros, 1762, p. 241.
(55)
Mendizábal, Miguel Othón de, “Demografía colonial del siglo XVI (1519-1599)”,
Boletín de la Sociedad Mexicana de
Geografía y Estadística, México, 1939, t. 48, pp. 324-328.
(56)
Motolinia, Fray Torio de Benavente, O.F.M., Historia de los indios de la Nueva España, México, Edición Chávez
Hayhoe, 1941, p. 16.
(57)
Ocaranza, Fernando, Historia de la
Medicina en México, México, editado por la Piperazine Midy, 1934, p. 84.
(58)
Ibid.
(59)
Mendieta, fray Gerónimo de, O.F.M., Historia
Eclesiástica Indiana, noticias del autor y de la obra por Joaquín García
Icazbalceta, estudio preliminar por Antonio Rubial García, México, Cién de México,
CNCAl, 2002, ib. IV, cap. XXXVI, pp. 514-517.
(60)
Ocarabza, op. cit., p. 84.
(61)
Moreno, Juan José, Fragmento de la vida
y virtudes del Ilmo. y Rmo. Sr. Dr. D. Vasco de Quiroga, México, Impreso
en la Imprenta del Real y más antiguo Colegio de San Ildefonso, 1766, p. 73.
(62) Beaumont, Chronica de Michoacán, op. cit., t. iii, cap. Xx, p. 141.
(63)
Ibidem, t. III, cap. xx, p. 141.
(64)
León, Nicolás, El Ilustrísimo Señor don
Vasco de Quiroga, Primer Obispo de Michoacán, Grandeza de su persona y de su
obra, México, Tipografía de los Sucesores de F. Díaz de León, 1903, p.
50.
(65)
León, Nicolás, ¿Qué era el matlazáhuatl
y qué el cocoliztli en los tiempos precolombinos y en la época hispánica?, México,
Imprenta Franco Mexicana, 1919, pp. 8-10.
(66)
Ibidem.
(67)
León, op. cit., pp.8-10.
(68)
Mendieta, op. cit.
(69)
León, op. cit.
(70) Sherburne, F.
Cook and Simpson L. Byrd, “The Population of Central Mexico in the Sixteenth
century”, Ibero Americana 31,
Berkeley and Los Angeles, University of California Press, 1948, pp.18-46.
|
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