viernes, 24 de mayo de 2019


LOS HOSPITALES DE LA NUEVA ESPAÑA *



Para conocer las instituciones hospitalarias que tuvo México en aquellos tiempos que se llamaba la Nueva España, es necesario penetrar en el espíritu que fue capaz de levantarlas, pues sin ello jamás las entenderemos. La memoria nos llevará entonces a otros horizontes, a otros siglos que tenían otros perfiles, a los tiempos en que apareció en el mundo una idea, que se convirtió en uno de  esos valores trascendentales y ecuménicos que viven a través de la historia de la humanidad.
            Hace veinte siglos una voz viril y divina derramó sobre el mundo una nueva filosofía de la vida: “Si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo”, (1) y el enfermo y el pobre y el desdichado, fueron conceptuados como los dignos de la bienaventuranza. El odio no debía tenerse ni al enemigo; la venganza, placer de los dioses, no fue ya digna de los hombres. El mandamiento era terminante y en él no cabían excepciones: “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. (2) Así, a su paso los ciegos veían, los paralíticos andaban, los mudos pronunciaban el nombre de Dios, y los discípulos atónitos ante aquella conducta tan extraña en el mundo antiguo, exclamaban: “¡Él mismo ha cargado con nuestras dolencias y ha tomado sobre sí nuestras enfermedades!”. (3)
                El Maestro predica una idea de hermandad, basada en la igualdad de los hombres ante Dios y vivificada por la idea del amor. Amor que ha de manifestarse en las obras. “Dad y se os dará, dad abundantemente y se os echará en el seno una buena medida apretada y bien colmada hasta que se derrame”. (4) Y en el día del juicio final ocuparéis la derecha, “porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estuve desnudo y me cubristeis, enfermo y me visitasteis”; porque “siempre que lo hicisteis con algunos de estos mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis”. (5)
                San Pablo entiende en toda su profundidad, el sentido que tiene la identificación que Cristo hizo de sí mismo con el pobre, con el sediento, con el enfermo. Por eso explica que quien desprecia a un hermano, no desprecia a un hombre sino a Dios, y al hacer esto, eleva al miserable a una dignidad insospechada en el mundo antiguo, colocando al mismo tiempo, al que hacia los miserables se inclina, en una altura bien lejana a las decadencias nitcheanas. (6)
                En los Evangelios hay cuatro ideas que dan sentido a la vida humana. Estas son las llamadas postrimerías: la muerte, el juicio, el infierno y la gloria. Al que ejerce la caridad le ofrece que después de la muerte, en el juicio final ocupará el lugar preeminente, la derecha. El reino que Cristo promete a los pobres, es un reino celestial; la justicia que ofrece a las víctimas de atropellos, a los violados en sus derechos, es la hartura de la justicia divina, y el consuelo a los que lloran, es la consolación de la gloria eterna. Al joven rico que quiere ser perfecto, le dice que deje todas sus riquezas, asegurándole que tendrá en cambio “un tesoro en el cielo”, (7) y San Pablo añade: “alegraos con la esperanza del premio” (8)
                Aceptadas estas ideas como una verdad, la vida de Europa va a realizarse teniéndolas como horizonte, durante toda la Edad Media.
            En los siglos subsecuentes a los tiempos apostólicos, la preocupación fundamental de los grandes escritores de la iglesia, tiene un sentido especulativo: hay un interés en armonizar la filosofía clásica con el cristianismo, en lograr que los dogmas queden expresados en definiciones inalterables, y en dar a la Iglesia una organización adecuada al cumplimiento de su finalidad. Paralelo a este movimiento intelectual podríamos decir, empiezan a desarrollarse las primeras organizaciones de beneficencia. En el canon de la misa se recuerdan los nombres de dos famosos médicos, San Cosme y San Damián, que ejercían su profesión por caridad. Se ayudaba en general a todos los necesitados, pero de manera muy especial a los obreros de las minas, cuya situación era una de las más dolorosas. (9)
                La Iglesia oficialmente en estos tiempos (siglos I al III) se ocupa más del dogma, las herejías y su organización interior. Realiza obras de caridad, pero de un modo particular, es decir, cada uno de sus miembros hace la que su fervor religioso le dicta. No es sino hasta el siglo IV cuando empieza a desarrollarse la caridad con un sentido religioso-social. Se inició la costumbre de destinar una parte de los bienes de las iglesias al socorro de los pobres, especialmente a través de organizaciones benéficas que se iban creando.
            Los particulares por su parte, realizaban una labor cada vez más importante: Su esfuerzo levanta los refugios de los pobres, orfanatorios, albergues de forasteros u hospitales. Famosos fueron en esos tiempos las organizaciones benéficas de Constantinopla y otras ciudades del cercano oriente, las dirigidas por Fabiola y Paulino en Roma, las de Panmaquio en Porto y, sobre todas ellas, aquella Civitate nuova dirigida por San Basilio el Grande, en Cesárea de Capadocia. (10) Aparecen también, en aquellos tiempos, los benefactores o mecenas de las instituciones de caridad, individuos como por ejemplo Melania y su marido Piniano, que destinan su fortuna a ellas. Unos, como éstos, lo hacen en vida; otros, a su muerte.
            Todos estos elementos que aparecen en las obras benéficas de los primeros siglos de la era cristiana, con un sentido sui géneris y unas ideas tan nuevas en el pensamiento de la humanidad, pasado el periodo de las invasiones, surgen con las mismas características, aunque acentuadas por lo que llamaríamos la mística de la Edad Media. Las obras de caridad cobran un auge extraordinario, que en línea ascendente va a desembocar en un siglo XV, que llega a titularse el siglo de los hospitales. (11)
                El concepto moderno de lo que es un hospital es tan diferente al de aquellos tiempos, que se impone una reflexión. Muchas de las obras que en bien de los menesterosos se realizaban entonces, tenían la denominación común de “hospitales”, pues en ellos la palabra y la institución misma tenían una enorme amplitud. El hospital era en general una casa donde se recibía a todos los necesitados. Por lo tanto, en unas ocasiones eran hospitales de pobres, en otras hospederías para peregrinos, bien orfelinatos o asilos para enfermos. Además, no eran una u otra cosa privativamente., sino que podían presenciar varios aspectos o todos al mismo tiempo. En ocasiones, el proceso es al contrario; se denominan hospicios y son realmente hospitales.
            La confusión se entiende si se piensa que no se trata de una época de especializaciones ni exclusividades y que la caridad lo que pretendía, era dar auxilio a todos los necesitados, ya fuesen éstos los pobres, los enfermos, los peregrinos que dejaban su hogares para visitar los grandes santuarios de la cristiandad, o bien los pequeños huérfanos. Ideal era hospedarlos a todos, para que sus distintas necesidades fuesen satisfechas, pero de un modo primordial las necesidades espirituales. En un mundo en que la vida se hacía teniendo siempre ante los ojos la idea de la muerte, del juicio, del infierno y del cielo, nada podía tener mayor interés como dar a las gentes los medios para que murieran gozando de los auxilios de la religión y con la tranquilidad de quien cree en un feliz destino. Por eso la vida del hospital gira siempre en torno a una iglesia, a una catedral o a un convento.
Si penetramos a lo más profundo de las obras hospitalarias, propiamente tales, de la Edad Media, y las comparamos con las nuestras o con las que fueron naciendo ya en la Edad Moderna, veremos una diferencia fundamental, pues mientras el final de unas era conseguir la vida eterna, las otras persiguen la vida terrenal.
            El hospital en aquellos tiempos es uno de los sitios en que se explaya lo más selecto del cristianismo de entonces. El mismo espíritu que levanta la catedral de Reims o la de Colonia o que hace jugar al sol en las vidrieras de Chartres, crea la obra hospitalaria. Por eso el hospital es una institución para pobres que no puede ser pensada jamás con el sentido de negocio.



Las grandes calamidades de la Edad Media
Para entender estas obras en toda la importancia social que tuvieron, consideraremos, algunas circunstancias que las hicieron surgir.
            La peste fue uno de los grandes azotes del medioevo. Ciudades y naciones enteras se veían con frecuencia arrasadas por ella y su aparición producía verdadero pánico. La lucha contra ella revistió caracteres verdaderamente dramáticos. Ante un aviso o la sospecha de existir la peste en algún lugar, las ciudades vecinas cerraban sus puertas, se tendían verdaderos cordones sanitarios, los caminos y puentes quedaban controlados, los hospitales de las ciudades sanas no admitían a los apestados ni tampoco a los peregrinos que allí se solían albergar, por temor a que pudiesen ser portadores de la enfermedad. (12) Cuando en una ciudad la peste había hecho ya su aparición, en los hospitales existentes se abrían salas especiales para los apestados, acondicionaban hospitales provisionales o sencillamente se enviaba a los enfermos a los barracones situados en las afueras de la ciudad. Los que atendían a los apestados debían llevar trajes y signos distintivos, las casas de los enfermos debían señalarse. Surgen así el médico, el cirujano y la enfermera de apestados y  comadrona de apestadas. Se dictaban medidas higiénicas y se divulgaban los preservativos. Algunas de estas cosas resultaban acertadas, otras en cambio, eran completamente inútiles y hasta nocivas. Se acudía a la religión, pero también a la brujería, al fetichismo y a la astrología. Se llegaron a emplear medidas, que hoy llamaríamos de higiene mental, como lo fueron por ejemplo las órdenes de que en las calles se bailase, cantase, se tocase música alegre y que en las plazas hubiese representaciones teatrales. Todo esto con el objeto de despertar un espíritu optimista que pudiera sobreponerse al pánico de la peste. Se pensaba que manteniendo al pueblo n mejores condiciones, los organismos humanos no serían tan fáciles víctimas de la enfermedad. La reacción popular se nos presenta como una verdadera psicosis de la peste y adopta los caracteres más diversos;  lo mismo se entregaba a la oración que al desenfreno. Dice un autor que en tales momentos hubo monjas que abandonaron sus conventos y se fueron a las casas malas, compelidas por un ansia de vivir, en tanto que las prostitutas se iban a cuidar a los enfermos a los hospitales tratando de salvarse de la condenación eterna por medio de sus nobles acciones. (13) Algunas personas, sintiéndose contagiadas, cavaron sus propias tumbas y se acostaron en ellas esperando allí la muerte, para evitar así el contagio a sus familias. Cuando se suponía que alguna persona era “sembradora de peste”, o sea que intencionalmente y por maldad llevaba la enfermedad a algún sitio, era condenada por los tribunales a ser quemada viva, cuando no había sido ya linchada por el pueblo. De este crimen se acusó con frecuencia e injustamente a los judíos. (14) A los apestados no los tocaban ni los sacerdotes al administrarles los últimos sacramentos, pues para ellos se valían de grandes varillas que les permitían poner los Santos Óleos y dar la comunión sin acercarse a los contagiados.
            Abogados contra la peste, invocados por los diferentes pueblos, fueron San Roque, San Prudencio, San Sebastián, San Eloy, San Nicolás Tolentino y Santa Rosalía, entre otros. Se invocaba muy especialmente a aquellos santos cuyas actividades en esta vida habían estado ligadas a algún modo con los enfermos, por ejemplo San Gregorio, que hizo cesar la peste en Roma llevando en procesión solemnísima a la Virgen de San Lucas, y siglos más tarde San Jerónimo Emiliani y San Carlos Borromeo, que sobre sus hombros cargaron los cadáveres de los apestados. En el misal de la Iglesia Católica existe todavía, como muestra de la lucha que en todos los terrenos se siguió, la “Misa contra la peste”, establecida por el Papa Clemente IV (1265-68).
            Otro de los azotes más tremendos que sufrió Europa en esa época, fue la lepra, enfermedad que nos revela con gran claridad el espíritu del mudo medioeval. Tradicionalmente, en la historia de la humanidad los leprosos eran los individuos más despreciables y despreciados. Su aspecto mismo produjo siempre una reacción repulsiva. El cristianismo suavizó esta actitud. No pudo evitar la reacción de la naturaleza humana, y aunque el hombre, salvo excepciones, siguió huyendo horrorizado de la lepra, si consiguió elevar al leproso a su dignidad humana y aun transformar sus llagas en egregios títulos que lo elevaran por encima de los demás seres. Alrededor del leproso, se va creando a través de la Edad Media, una mística en la que el poder de Dios, su amor, su justicia, los pecados del mundo y la idea de Cristo redentor, se entremezclan de tal modo, que el enfermo no puede ser despreciado, sino por el contrario, amado respetuosamente, pese a la reclusión que la salud pública le exigía. Ampliamente explicó San Gregorio Magno, en sus Homilías, esta actitud de la Iglesia frente a los enfermos de lepra, refiriéndose especialmente a San Julián el Hospitalero y San León IX. Por eso es que en aquellos siglos, a los leprosos se les llama: “las buenas gentes”, “los enfermos de Dios” y a la lepra misma “don de Dios”. (15)
                La Iglesia crea una liturgia especial para la separación que la sociedad hace del leproso, el solemne ceremonial titulado Separatio leprosorum, llenando ese instante doloroso y humillante, de un sentido sobrenatural tan profundo, que nos lleva a tocar la entraña misma del cristianismo. Hay en él un momento de hondo dramatismo que sólo es capaz de superar la luz espléndida de una esperanza sin dudas, y es aquel en el que el sacerdote, entrando con el leproso en la choza, fuera de la ciudad, adonde la sociedad le había relegado, tomando con sus manos tierra, la vierte sobre la cabeza del enfermo diciendo: “Muere al mundo y renace en Dios”.
            A estas enfermedades se añadieron la guerra continua entre los diversos estados europeos; las Cruzadas con todas sus consecuencias negativas, entre las cuales no es la menor el abandono de los campos de labor, el desplazamiento de miles y miles de hombres fuera de los lugares normales de sus alojamiento. Sumemos a esto años de sequía; recordemos que, por ejemplo, en el siglo XI hubo más de cuarenta y ocho años de escasez, en los cuales la gente llegó al extremo de comer carne humana. En los siglos XII y XIII hubo también numerosos y largos periodos de hambre, muriendo por ello millares de personas.
            Además de las movilizaciones militares ya mencionadas, existieron otras de carácter privado que cruzaban Europa en todas direcciones. Éstas fueron las provocadas por los grandes santuarios de la cristiandad. Las peregrinaciones o romerías son uno de los movimientos más típicos de la Edad Media. Un profundo sentimiento religioso lleva a aquellos hombres a rendir veneración a los restos de los santos más célebres de la Iglesia, visitándolos en sus sepulcros. (16) Y allá van los romeros, unos hacía Tierra Santa, otros a Roma, a Compostela, en España; a Canterbury, en Inglaterra; o a Dorneremy, en Francia. Los vitrales de las viejas catedrales góticas, las esculturas de las iglesias, la literatura de época son fieles testimonios de aquel movimiento religioso, en que tomaron parte todos los pueblos de Europa. Y allí van los romeros por centenares, llenos de fe y esperanza y haciendo surgir a su paso nuevos caminos que llevarán su nombre: “ruta de los peregrinos”, haciendo que tras ellos se levanten los hospitales. Hoy el turismo erige hoteles, entonces la fe levantaba las hospederías gratuitas u hospitales.
            Uno de los más celebres santuarios de la Edad Media y sigue actualmente, fue y es el de Santiago de Compostela en España. Hacia allá se dirigían los habitantes del Sacro Imperio, los que vivían en Italia, en el sur de Francia o en la Normandía. Un traje especial los distinguía: llevaban en la mano su báculo del que pendía el calabazo con agua para aliviar la sed. En los labios llevaban una canción que encerraba el sentido de su viaje. Recordemos aquella que los franceses peregrinos de Santiago cantaban:

Quand nous partimes de France
En grand defir,
Nous avons quitté Pere et Mere,
Triftes et marris;
Au coeur avions fi grand defir
D´aller a Saint Jacques,
Avons quitté tous nos plaifirs
Pour faire ce faint voyage:
Nous prions la Vierge Marie,
Son Fils Jesús,
Qu´il lui plaife de nous donnee
Sa fainte grace
Qu´en Paradis nous puiffions voir…(17)

Los Hospitales

La Guerra, el hambre, las enfermedades, la pobreza y el desamparo en las peregrinaciones, fueron elementos que se combinaron a través de la Edad Media y presionaron d manera constante y dolorosa el espíritu cristiano de Europa. Como respuesta a tanto dolor se realizó una gran obra. La obra hospitalaria preocupó a toda clase de personas, a la Iglesia de una manera oficial a través de su jerarquía y las órdenes monásticas; a los reyes, a los gobernadores de las provincias, a los representantes de los municipios o de los burgos, y a los particulares de todas las clases sociales, de tal modo que bien podríamos llamarla, obra de la cristiandad entera.

            La Iglesia en este tiempo se arroga la obligación de atender a los pobres. Esta actitud la vemos reflejada en las disposiciones de las diversas diócesis, sobre destinar parte de los diezmos en beneficio de los pobres; en los sínodos, por ejemplo el de Tours en el año 567, que se dedica muy especialmente a ello; (18) en concilios como el de Orleans en el año 549, en el que se ordena que cada obispo se ocupe de los leprosos de su diócesis, (19) cosa en la que insisten los concilios de Lyon en el año 584 y Rouen en el 1214. El de Aquisgrán hace una verdadera legislación para la construcción de hospitales, estudiando hasta el detalle los sitios en que deben de erigirse. (20) Fue parte esencial en los monasterios lo que se llamaba el hospicio de pobres, que funcionaba anexo a ellos y era atendido por los monjes. (21)
                En estos siglos de plena madurez cristiana, el tema fundamental de las reuniones eclesiásticas es el de las obras de caridad. Instituciones como la de los hospitales van quedando incluidas dentro de la vida oficial de la Iglesia. Sin embargo, insistimos en que los hospitales no son obras privativamente oficiales de ella. Así encontramos desde la Baja Edad Media hospitales nacidos de una mística religiosa, pero fundados y atendidos por hombres y mujeres seglares. En realidad, es tal la compenetración de la Iglesia y el pueblo, que no es posible hacer una separación absoluta en sus obras. Por eso preferimos denominarlas obras de la cristiandad, abarcando en ellos a todos.
            Francia. Existían leproserías dependientes de los obispados, desde antes del siglo VII, y los burgos tenían cada uno la suya. Para los hijos de los leprosos, existían las maladrerías o leproserías, algunas de ella muy ricas, por los privilegios que habían ido acumulando y las donaciones de que eran objeto.
            En el siglo VII ya estaba fundado, el famoso Hotel Dieu de París, obra del obispo de esa ciudad. Las descripciones contemporáneas de San Martín de Tours nos pintan una Francia con numerosos hospitales, y en la época de Carlo Magno (768-814) en todo el imperio se levantaron estas instituciones. (22)
                Entre todos los tipos de hospitales que se hicieron en Francia son seguramente los más importantes, en cuanto a número, los dedicados a leprosos, sobre todo desde el siglo VI, época en que se prohibió que dichos enfermos anduviesen entre los sanos. Algunos de los más famosos son: el que se hallaba cerca de la abadía de San Claudio, cuya fundación se remontaba al año 460, el de Lyon hecho hacia 584; la Maladrería dependiente de la basílica de Verdún creada hacia 634. Santo Tomás atendió a los enfermos de la notable leprosería de Mont-aux malades. Magnífica fue la que el rey San Luis hizo construir, y no le iban muy a la zaga la de Saint Lazar y la de Saint Germain. Francia llego a tener en la Edad Media mil quinientas dos leproserías, de las cuales ciento veintitrés habían fundado los reyes, doscientos cincuenta y dos los señores, quinientos tres los burgos y las restantes el burgo. (23)
                No hay que pensar, sin embargo, que las leproserías eran siempre magníficos hospitales, pues, por el contrario, frecuentemente se reducían a grupos de chozas en las afueras de las ciudades. Las leproserías presentan dentro de los hospitales la variante de que no son exclusivamente para pobres. Hay en ellas gente rica que lleva a la leprosería su dinero, sus muebles y hasta sus criados. En algunas partes se crean leproserías de ricos, separadas de las de pobres.
            Inglaterra. Cuando San Agustín llegó a Canterbury, el año 596, ya existían en Inglaterra las famosas bed house (casas de misericordia u hospederías de pobres), dentro de las cuales aparecieron las primeras enfermerías. Allí, como en el resto de Europa, las bed haouse, almshouse u hospitales, son casas lo mismo para enfermos que para desvalidos o peregrinos. No fue sino hasta el siglo XIV cuando empezó a hacerse una clara distinción entre el asilo de pobres y el hospital propiamente dicho. A los sajones se debió la fundación hacia el 794 del famoso hospital de Saint Albans, que fue seguida de otras muchas. En el 937 en York, Athelstan fundaba el hospital de Saint Peter. Éste en 1155 fue refundido en el de Saint Leonard´s, siendo los dos unidos, uno de los más importantes hospitales de la Edad Media.
            Con la llegada de los normandos, las fundaciones hospitalarias se intensificaron y sus edificios se levantaron a la para que los castillos y las catedrales. De esta época se conocen ochocientos hospitales y, dada la escasez de documentos, se supone la existencia de muchos más. (24) En 1123 el clérigo Rehere fundó, a consecuencias de una orden celestial, el de Saint Bartholomew´s en los pantanos de Smithfield, Londres. Esta es una de las grandes obras medievales que aún perduran en nuestros días. Anterior a 1173 fue la fundación de una enfermería que tuvo a su cargo el priorato normando de Saint Mary Overie. Pero la fama que alcanzó la figura de Thomas Becket al ser canonizado, hizo que se fuera asociando su nombre con la enfermería hasta llamársele Hospital de Saint Thomas, pues en él se atendía especialmente a los enfermos que iban a Canterbury a visitar el Santo Sepulcro. (25)
                Chaucer recuerda estas peregrinaciones en uno de sus poemas:
And specially from every shire´s end
of  England to Canterbury they wend
The holy blissful martyr for to seek
That them hath holpen when they mere sick. (26)

            Tras innumerables problemas, que van desde un incendio, cambio de sitio y reedificaciones, hasta la supresión en tiempos de Enrique VIII, el hospital subsiste hoy día, y guardando su tradición es atendido por frailes y monjas de San Agustín. Otro de los famosos hospitales londinenses fue el de Saint Mary, que subsistió hasta la disolución de los monasterios.
            Existen aún los antiquísimos hospitales de Saint Cross en Winchester, que al igual el de Saint Mary en Chichester, fueron en sus principios los típicos almhouse medioevales. El primero de éstos guarda aún algunas características de aquellas construcciones. Para atender a los leprosos se hicieron más de doscientos hospitales, de los cuales un buen número estaba dedicado a San Bartolomé, que era en Inglaterra el patrón de los leprosos. Una de las más famosas leproserías fue la de Rochester, fundada hacia 1100 y de la cual aún subsiste la capilla normanda. (27)
                Bélgica. Se distinguió sobre todo, por sus magníficos servicios hospitalarios, la ciudad de Brujas, que fue llamada “la ciudad de los hospitales”. Entre los más famosos se cuentan el de Saint Jean, erigido hacia 1188 y que aún conserva su hermoso claustro gótico. El hospicio de la Poterie, que también subsiste actualmente, fue fundado en 1276 y debe su nombre a la Vierge de la Poterie, una de las antiguas imágenes que hay en la ciudad.
            La reliquia de la Preciosa Sangre que posee Brujas, la obtuvo por el celo hospitalario de la condesa Sibylle de Anjou, quien habiendo acompañado a su marido, el conde de Flandes, a la Cruzada de 1156, se quedó en el famoso hospital de San Juan de Jerusalén, cuidando a los leprosos por el resto de su vida. Acto que su hermano, el rey Balduino III de Jerusalén, recompensó dando al conde la famosa reliquia. (28)
                Los hospitales de Brujas tuvieron tanta importancia en la vida de la ciudad, que los grandes artistas no desdeñaron al dejar en ellos sus obras. Así, “no se puede separar el hospital de Saint Jean, de Memling, porque las obras maestras de su pintura allí se conservan. Los claustros, la farmacia, las ventanas, los vitrales, siguen exhalando una atmósfera de lino perfumado, de recogimiento y de antigua caridad. (29)
                Alemania. Tenía desde la baja Edad Media un movimiento hospitalario de gran importancia que se prolongó hasta la época de la Reforma. El concilio de Aquisgrán nos enseña con elocuencia la fuerza creadora de ese movimiento.
            Entre las innumerables fundaciones de hospitales que hubo en Alemania, vamos a referirnos especialmente a las realizadas por la esposa del Landgrave de Turingia, Isabel de Hungría, porque en ellas se refleja con mayor claridad que en cualquier otra fundación, el auténtico espíritu cristianos de las obras medievales. Isabel, se entrega a los pobres, con ese amor que lleva al amante a sentir como en carne propia los dolores del amado: acto que se sublima por la mística visión del pobre como imagen de Cristo. En la obra repugnante de la atención a los enfermos, busca su juventud el dominio de la carne, para conseguir mediante esto, entrar con mayor seguridad en el reino de los cielos. (30) No hubo miserias a las que Isabel no se acercara. Los niños desvalidos, los hombres sin trabajo, las pobres mujeres encinta, todos eran escuchados y para todos había un socorro adecuado. Los hospitales existentes en sus dominios, los perfeccionó y a sus expensas levantó otros muchos. Su nombre está ligado primeramente a aquel hospital que fundó en 1222 en el camino hacia el Castillo de Warburg. En la villa de Eisenach tuvo a su cargo el hospicio para mujeres, titulado del Espíritu Santo. (Algunos afirman que este existía ya desde la primera Cruzada y que Isabel sólo lo reorganizó, otros dicen que fue fundación suya). En la dicha villa erigió en 1226 o 1229 el hospicio de Santa Ana, para toda clase de pobres. Éste existía aún en el siglo pasado. Frente a la plaza de Briel, en Gotha, estableció hacia 1229 el hospital de Santa maría Magdalena y en Marburgo el hospital que dedicó a aquel maestro de todas las virtudes, que años atrás en prueba de estimación le enviara su propio manto: San Francisco de Asís. (31) Ningún hospital se tituló Hospital de la Princesa, pero a ella se le dio el título de Princesa de la Caridad.
            Una de las características de los fundadores de hospitales en aquellos tiempos es que ellos mismos participaban en su obra, atendiendo personalmente a los enfermos. Isabel de Hungría, vive en sus hospitales más que en su palacio. Ella tiende las camas; a los pobres, los cura, los carga, los baña, les da de comer, ejercitando todos estos oficios, de manera especial con aquellos enfermos a quienes el personal del hospital descuida, por la asquerosidad de sus enfermedades. De las chozas más miserables saca a las mujeres y las lleva al hospital para que allí den a luz. Pero entre todos los enfermos, los leprosos son los más queridos por ella. Lava sus llagas, los alimenta, los viste y cuando ya no tiene más que darles, les da sus propios vestidos y aun llega hasta cederles su cama. (32) Por ellos convierte su humilde morada de Marburgo en verdadero sanatorio, recibiendo allí a los enfermos que no podían ser admitidos en el hospital de San Francisco.
            La obra de Isabel tuvo un arrastre extraordinario. A su ejemplo multitud de personas se dieron a la obra de servir a los pobres enfermos de los hospitales. La mayoría de sus instituciones ya no existen. La furia protestante acabó con ellas, cosa inevitable, ya que Marburgo fue la meca del luteranismo y en el castillo de la propia Isabel, Lutero escribió su traducción de la Biblia. Allí existe hoy el famoso sillón del reformador, pero en lugar alguno encontraremos ni las cenizas de Isabel, porque éstas, en un arranque fanático, fueron arrojadas al viento. Un campo de lirios y una fuente que vencen al tiempo y a los hombres, todavía la recuerdan: Elisabthenthal, Liliengrund
            Italia. En los diversos estados italianos hubo también durante toda la Edad Media numerosos hospitales, hospicios u hospederías. Fueron notables los que tuvieron a su cargo los Crucíferos, orden religiosa dedicada a los enfermos. El cuidado de los leprosos había tenido los mismos aspectos que en los otros países, pero en el siglo XIII San Francisco supo despertar un especial amor hacia ellos.
            Cerca de Asís estaba la leprosería de San Lázaro de Arce, de la leprosería de San Salvador, y la vieja leprosería de Santa Magdalena se encontraba a menos de un kilómetro de la Porciúncula. En estos sitios Francisco pasaba los días demostrando su amor a los enfermos. En los principios de su conversión fue a la de San Lázaro de Arce, a pedir perdón a los leprosos por haberlos despreciado anteriormente, y allí, venciendo toda humana repugnancia, los abrazó, los besó uno a uno y les prometió regresar con ellos.(33) Por esto, a los que deseaban ingresar a su orden, les advertía que en ella deberían de dedicarse al cuidado de los lazaretos. Así, la ocupación favorita de los franciscanos en aquellos tiempos fue el cuidado de los “hermanos cristianos”, título que daban  a los leprosos.
            De entre los hospitales de Italia el que mayor trascendencia tuvo fue el llamado Santo Spirito de Roma. Fue fundado por S.S. Inocencio III en 1201-1204, aprovechando el antiguo edificio del hospicio de los Sajones erigido en el siglo VIII. El Papa puso la institución a cargo de Guido de Montpellier, fundador de la orden hospitalaria del Espíritu Santo, que tenía su casa madre en Provenza. (34)  Lo interesante de este hospital es que los diversos Papas van concediéndole una serie de preeminencias: jubileos, indulgencias, exenciones etc., de las cuales los demás hospitales del mundo quieren participar. Así, a cambio de limosnas, sus privilegios se hacen extensivos, empezándose a establecer filiales suyas en toda Europa y más tarde en América.
            El hospital del Santo Spirito se convierte así en el más importante de toda la cristiandad o sea en Archihospital. Esto se entiende si recordamos que el fin primordial de todos los hospitales, en aquellos tiempos, era prestar a los enfermos un auxilio espiritual y que los servidores de los hospitales deseaban también conquistar el cielo con sus trabajos. De aquí el enorme interés con que se procura que los fundadores, capellanes, médicos, sirvientes y enfermos gocen de aquellos privilegios espirituales que poseía el hospital romano. Los filiales que llegó a tener en Europa en la época de su apogeo se contaron por centenares. Así por ejemplo, en solo Alemania, tenía ciento cincuenta, y en España cien. Empero ese auge se vio interrumpido en Europa, por la aparición del protestantismo. Su desarrollo se realizó entonces en América: la Isla Española, Colombia, Perú y muy especialmente en México. (35) En los edificios que lograron salvarse de la barbarie destructora de escudos, pueden verse aún sobre las portadas de las iglesias de los hospitales, los símbolos que indicaban esta afiliación: la doble Cruz y el Espíritu Santo. En la iglesia del hospital de Cuitzeo en Michoacán aún existe el escudo.
            La vida del hospital del Santo Espíritu estuvo estrechamente ligada al pontificado, y por tanto las vicisitudes de uno repercutieron en el otro. Ocurre el cautiverio de Avignon y el hospital decae; regresan los Papas a Roma y él vuelve a cobrar prestigio, llegando a su esplendor cuando Sixto IV (1471-1484) hermoseó la construcción, haciendo de ella, como dice Palm, un gran edificio que hizo juego en cuanto a su arquitectura con la Capilla Sixtina. No significando esto, desde luego, la vida pacífica del hospital, pues su vida continuó sufriendo las complicaciones de la política europea.
            Finalizando la Edad Media, se levanta en Italia uno de los más importantes hospitales del mundo: el hospital Mayor de Milán, construido en 1457 por l eximio maestro de la arquitectura Filarete.
            España. Desde los tiempos visigóticos empezaron a aparecer en España las instituciones hospitalarias, adquiriendo en el transcurso de los siglos más y más importancia, hasta llegar a los siglos XV y XVI, en que adquieren su máximo apogeo.
            Las peregrinaciones al sepulcro del apóstol Santiago que ya hemos mencionado, hicieron nacer una serie de hospitales situados en la ruta de los peregrinos. Famosos entre estos fueron el Domus Dei, levantado en Portomarin y existente ya en 1126; el de Santiago, ampliado por Gelmirez en 1129, y el de los ingleses en Cebreiro, Galicia. Anteriores a éstos son las instituciones hospitalarias de Oviedo, realizadas por Alfonso el Casto hacia el año 802.
            En los siglos XII y XIII, a la par que en el resto de Europa hay en España un fuerte movimiento hospitalario al que corresponde la aparición, entre otros, del hospital del Rey en Burgos, obra de Alfonso VIII, en el doceavo siglo; el de Santa Cruz de Barcelona, fundado por el canónigo Colón en 1229. Este hospital adquirió a principios del XV enorme importancia por haberse fundado en él todos los hospitales existentes en la ciudad, como lo eran los tres que tenía a su cargo el Cabildo de los canónigos, los dos que atendían la casa consistorial y el de la parroquia de Santa Eulalia del Campo. (36) El notable hospital de Valencia se funda en 1238. De finales del siglo XIV es el de Santa Cruz de Toledo, obra del cardenal González de Mendoza que fue concluido por los Reyes católicos. (37)
                Ese piadoso afán de edificar hospitales al correr de los siglos parece convertirse en una verdadera competencia entre la nobleza, los prelados y el rey. Cada uno de ellos procura hacer la más bella y la más grande institución. Así España va sembrándose de hospitales conforme avanza la reconquista. En el siglo XV y en el XVI, cuando en los demás países europeos la obra de los hospitales está ya en decadencia, en España existe un muy importante impulso hospitalario, debido a los Reyes Católicos. Así tenemos en Burgos el hospital de san Juan, obra de estos monarcas. A ellos se debe también el hospital Real de Santiago, hecho en especial para los peregrinos, monumento bellísimo realizado por el maestro Egeas en 1501. En Granada se hizo un gran hospital en 1511, y en Valencia otro en 1512. Existía el de los Estudiantes en Salamanca, el de La Latina en Madrid y los hospitales sevillanos a cual más de importantes, el de las Cinco Llagas u hospital de sangre, del barrio de la Macarena, mandado hacer por doña Catalina de Rivera en 1546; el de La Caridad fundado por el célebre y discutido Miguel de Maniara hacia finales del siglo XVI. (38)
                En estos tiempos había aparecido ya en Granada, San Juan de Dios y su obra empezaba a manifestarse con sus fundaciones hospitalarias  en dicha ciudad. Pronto se extendería por España y algún tiempo después por América.
            No se ha tratado de referirse a todos los hospitales de Europa, ni siquiera mencionar sus nombres, sólo se ha tratado de esbozar un panorama general, que nos permita comprender lo que fueron los hospitales realizados por un mundo estructurado sobre los fuertes pilares del dogma cristiano y movido por esa auténtica mística celestial, que tan claramente expresan las puntas de las catedrales góticas.

Los fundadores de los hospitales

Realizando la obra hospitalaria aparecen personajes muy interesantes, unos son los patronos o fundadores (reyes, obispos, nobles, clérigos, pueblo) que, convencidos de que la caridad es la virtud esencial del cristiano, entregan sus bines para la fundación y sostenimiento de los hospitales. En la mayoría de los casos, el fundador exige que los enfermos, peregrinos y pobres, le paguen los beneficios que reciben con sus oraciones, ordenando misas y responsos por su ánima. En otros casos los fundadores no exigen nada y sólo realizan la obra movidos por inspiraciones sobrenaturales, como la de Rahere en Inglaterra. Algunos se mueven por un más fuerte sentimiento de caridad y llegan hasta entregar la vida a sus obras como Isabel de Hungría en Alemania. Otros fundan hospitales en expiación de sus culpas, como Miguel de Maniara en Sevilla. En general, todos persiguen con sus obras el hacer mitos para la vida eterna, interés legítimo al que San Juan Crisóstomo llamará con la frase tan claramente descriptiva de “usura divina”, razón por la que san Pablo, buen conocedor del corazón humano, había dicho: animaos con el premio.
            Cuidado de los hospitales. Estuvo en manos de muy diversas personas, había órdenes religiosas tanto de hombres como de mujeres dedicadas a ellos exclusivamente, como los Crucíferos, los del Espíritu Santo, las Hermanas Grises y aquella otra orden religiosa, femenina también, que tenía a su cargo el hospital de San Juan Limosnero en Jerusalén. Otras órdenes había que, sin tener como fin principal el cuidado de hospitales, también lo hacían.
            Pero hay entre todas las organizaciones religiosas, unas que sintetizan el espíritu medieval, éstas son las Órdenes Militares Hospitalarias.
            Una de las más antiguas es la de los Caballeros Hospitalarios de San Juan, que tuvo sí origen en el hospital de San Juan de Jerusalén, fundado hacía 1050. Un monje benedictino llamado Gerardo cimentó de manera definitiva la institución, y poco después Raimundo de Puy dio a sus miembros una regla de vida. Bajo esta organización de sociedad que habían alcanzado, fueron extendiéndose por la ruta de los Cruzados, los puertos de Italia y Francia, dedicando su obra hospitalaria a los peregrinos que iban a Tierra Santa. Pero constatando la necesidad de tener una fuerza militar para la defensa de sus enfermos ante el ataque de los mahometanos, establecieron una rama de caballeros, con la cual la orden se fue transformando en militar. Aunque esta rama tomó mayor incremento y adquirió gran fama por el valor de sus caballeros, no por esto abandonó el cuidado de los enfermos. (39)
                La Orden de los Caballeros Teutónicos apareció después de la caída de Jerusalén, hacia 1187, durante la tercera Cruzada. Su fundación se debió a un grupo de caballeros alemanes que establecieron una congregación para atender el hospital militar que habían establecido en Akon. Con el tiempo la Congregación se transformó en Orden Militar y sus miembros se dedicaron tanto a los hospitales como a la guerra. (40)
                En una época en la cual el leproso es el enfermo que más interés despierta, tenía que surgir una Orden de Caballería dedicada también a él. Ésta fue la Orden de San Lázaro. Los caballeros que la formaban tenían como maestre a un leproso, costumbre que se perdió hacia 1565. (41)
                Nombres famosos. En la obra hospitalaria de la Edad Media han sido el de Luis IX de Francia, que fue llamado “rey de los reyes de la tierra”, por su extraordinaria caridad. Visitaba constantemente a los leprosos, los consolaba, les daba de comer en la boca y aún besaba sus llagas.
            Dedicados también a los que sufrían ese mal, pasaban parte de sus días los hijos de Hugo Capeto: Enrique II y Roberto I. En Inglaterra, Enrique III y Edmundo de Canterbury no les iban a la zaga. Clara de Asís, la discípula de Francisco, siguió los pasos de su maestro. Odilia de Alsacia, Judith de Polonia y Adelaida de Alemania entregaron sus vidas a los enfermos. El cardenal Carlos Borromeo fue el héroe de una de las grandes pestes que asolaron Europa, y en la de 1539 Jerónimo Emiliani, el veneciano, hacia cosa igual con sus compatriotas.
            Una gran parte de los personajes que se dedicaron al servicio de los hospitales, fueron elevados por la Iglesia Católica a la categoría de Santos, cuyos beneficios el pueblo ligó con las diferentes enfermedades, escogiéndolos así por abogados contra ellas. En ocasiones son ellos titulares de los hospitales, dan nombre a las iglesias, en honor suyo se levantan retablos, que son joyas de arte de nuestro arte colonial. La pintura, la escultura, y aún la literatura se encuentran en ellos su inspiración temática.

Del mundo medioeval al mundo moderno

En el mismo siglo XV, que, mereció ser llamado el siglo de los hospitales por el auge extraordinario que estas instituciones alcanzaron, empezó a aparecer un nuevo pensamiento que fue modificando, la idea de la vida y cambiando, como consecuencia de las obras hospitalarias.
            Desde el siglo XIV habían empezado a gestarse nuevas ideas que iban minando los cimientos del mundo medioeval, provocando crisis, tras las cuales Europa adquirió una estructura distinta. El cambió se operó iniciándose en las más altas esferas intelectuales y abarcando todos los aspectos de la vida. El armónico equilibrio entre la filosofía y la teología se rompe en tiempos de Juan Duns Scoto, empezando a convertir ésta hacia la mística, en tanto que la filosofía, impulsada por el escepticismo de Ockan, llegará, al correr de los siglos, a descartar a Dios de sus especulaciones. Este racionalismo, que vemos naciente en el XIV, a la vez que va renunciando a Dios, vuelve sus ojos hacia el hombre y la naturaleza. Pero no va a ocuparse del problema ontológico del mundo y del hombre con la profundidad con que lo había hecho la escolástica, va a dar un énfasis a las cuestiones de carácter axiológico, que son las que convertirán al hombre en el centro del mundo. La naturaleza tiene entonces que adquirir también una gran importancia. Aquel interés por la naturaleza que San Francisco de Asís había despertado, se empezó a lanzar por nuevos derroteros tras los cuales el pensamiento, desenvolviéndose a través de las centurias, rebasó la propia esfera y trascendió hasta imponer su carácter a las cosas. Así como pudo llegar a surgir un derecho natural, una ciencia natural, una moral natural y una religión natural. Cosas todas que competen a la naturaleza del hombre, pero que quedan totalmente fuera de la historia, de la gracia, del dogma y de la revelación. (42)
            Cuando tras varias generaciones este pensamiento se ha madurado y es ya el modo de pensar del hombre común, existe también ya la posibilidad de una caridad sin lo sobrenatural, es decir, natural, o sea que estamos ya frente al altruismo y la filantropía de la edad moderna.
            A esas bases añadamos una breve consideración de los que fue el Renacimiento.
            En la política la gran estructura medioeval va a disolverse por la lucha entre el Papado y el Imperio, la cual va a llevarnos a la concepción del estado moderno.
            Hay una tremenda crisis moral y religiosa que van a sufrir desde los más altos dignatarios de la Iglesia hasta los más insignificantes legos, las monjas, los frailes, los reyes, los nobles, los plebeyos. Crisis de dos estilos de vida que tan elocuentemente nos pinta la lucha de Savonarola en Florencia. Crisis que padecen la Iglesia, el Estado y el Pueblo, y en la que se destacan, fundamentalmente, confusión, ignorancia y sobre todo falta de firmeza en la fe. El cristianismo se conmueve desde sus cimientos, porque el dogma está en juego. Se va a dudar de la inmortalidad del alma y se va a llegar hasta la negación del valor de las obras humanas para alcanzar la justificación ante Dios. (43)
                Todos estos cambios que ocurren en el pensamiento de los pueblos de Europa, tuvieron muy profundas consecuencias en las instituciones hospitalarias que, como hemos visto, nacieron de la idea de la caridad y estaban muy vinculadas a la idea de un más allá. El espíritu que creó los hospitales había sufrido una verdadera mixtificación, hecho que empezó a traslucirse en sus servicios y que hizo surgir inmediatamente la crítica pública.
            La aparición del protestantismo, divulgador de que el hombre se justifica por la “aplicación extrínseca de los méritos de Cristo, sin que las obras humanas sirvan para nada(44) colocó al hombre al margen de todas las obras de caridad, en el sentido religioso y tradicional.
            El segundo aspecto de la reforma protestante, que fue el combativo, tuvo también gran importancia en la decadencia hospitalaria, pues como la mayoría de los hospitales estaban unidos a los monasterios, atendidos por órdenes hospitalarias o bien vinculados a alguna organización religiosa, el ataque protestante los afectó directamente. Órdenes exclusivamente hospitalarias, como la del Espíritu Santo en Francia, vieron sus casas arrasadas por los hugonotes, y en Inglaterra el estatuto lanzado por Cromwell en 1545, terminó la obra de la supresión de hospitales, que había iniciado Enrique VIII.
            Los argumentos que Thomas Cromwell adujo para ordenar la clausura de los hospitales, son muy interesantes, porque nos pintan la situación de los hospitales cuando Europa había perdido ya aquella auténtica mística religiosa del medioevo. Dice el estatuto que los gobernadores y guardianes de los hospitales o la gran mayoría de ellos, no ejercían la debida autoridad ni gastaban las rentas públicas en limosnas de acuerdo con la fundación. (45) Esto no era exclusivo de Inglaterra, ocurría en la mayoría de los hospitales de Europa. A consecuencia de aquel afán de exhibir una brillante personalidad, de aquella ansia de placeres, de aquel interés por lo bello, y lo agradable, traídos por el Renacimiento, había nacido un desprecio por el pobre, por el enfermo, por aquel cuya naturaleza presentaba un aspecto repugnante. En la obra de Cristóbal de Villalón Viaje a Turquía, se les llama “gente ruin” y en el diálogo que en el camino a Santiago de Compostela sostiene Voto de Dios y Mátalas callando, Juan declara: “el intento del hospital de Granada que hago, es por meter en él a todos éstos y que no salgan de allí…” (46)
                Es tal la repugnancia que los pobres y enfermos producen, que se llega a pensar en los hospitales como cárceles propias para esas gentes y de las cuales jamás debieran salir. Hay que socorrer a los pobres, por ser cristianos, pero alejándolos de nuestra presencia. Darles de comer, cuidarlos; pero allí, en el hospital, para que no pongan en la vida una nota desagradable, para que no afeen el mundo. Se ayudará al pobre, pero no se compartirán sus dolores. El espíritu de caridad desaparece. Las construcciones hospitalarias obedecen ya a otras razones, y por tanto otro aspecto tendrá. Sus edificios son grandes y lujosos, algunos tardan muchos años en construirse; para ellos se importan los más lujosos materiales, los autores de ellos ponen sus cimientos sobre la soberbia y la ambición. Otros, los hechos aún con verdadero amor al prójimo, no conservaban al poco tiempo más que eso, la intención del fundador, pues no existía ya en el ambiente social ese auténtico sentimiento de caridad, y los administradores, como bien decía Cromwell, no utilizaban las limosnas ni rentas en beneficio de los pobres, sino en el suyo propio. Los puestos administrativos de los hospitales se volvieron empleos muy codiciados. Respecto a las autoridades civiles, el espíritu de caridad fue substituido por un sentimiento de responsabilidad física. Así nacen, por ejemplo en Inglaterra, los hospitales reales.
            En España la cuestión se presenta de modo diferente, en primer lugar porque el renacimiento español no fue una negación del pensamiento medioeval, sino su renovación. Por otra parte, frente a la corrupción religiosa, se inicia un movimiento que no va a modificar el dogma ni a crear nuevas religiones. Sino a reformar las costumbres viciosas, a enderezar lo torcido y a hacer marchar con paso más firme que nunca la vida cristiana. Teólogos, filósofos, juristas, laboraron en las universidades en ese intento de renovación ortodoxa, mientras desde el trono cardenalicio fray Francisco Jiménez de Cisneros contenía con sus austeras disposiciones la relajación. Ignacio de Loyola y el Concilio de Trento completaron la obra.
            El resultado fue la renovación del espíritu auténticamente cristiano. Renovación que fue posible gracias a ese carácter sui generis del renacimiento español que produjo teólogos como Suárez y Cano, mujeres como Teresa de Jesús, que sembró España de conventos y conmovió al pueblo con el fervor de su vida monástica. Hombres cuyas plumas escriben sus raptos de amor a Dios, como San Juan de la Cruz, o cuyo interés primordial es glosar no los nombres de Venus o Júpiter sino los de Cristo, como fray Luís de León. (47) Personajes que, como el santo granadino, frente a un mundo que exaltaba orgulloso la propia personalidad, se hicieron pasar por locos para conseguir ser humillados y despreciados por la sociedad, entregándose después al servicio de aquellos seres inferiores que eran los enfermos.
            No queremos afirmar con esto que la vida de los hospitales españoles estuviese impregnada de aquella mística hospitalaria del medioevo, ni menos aun refiriéndonos a los hospitales reales, que tan numerosos eran en ese tiempo. La picaresca española nos pinta con elocuencia el desorden de la mayoría de aquellos hospitales que se habían convertido en guaridas de pillos. Lo que queremos hacer notar es que al lado del relajamiento hubo en los hospitales, como en todos los aspectos de la vida, una reacción depuradora. Para demostrarlo basta considerar el grandioso movimiento hospitalario iniciado por San Juan de Dios en Granada. Gracias a esto, al descubrirse América, España está en la posibilidad de extender a ella la obra por excelencia de la cristiandad, la obra hospitalaria.
            Existe una segunda actitud nacida del pensamiento racionalista de uno de los más notables humanistas ingleses, Tomás Moro. Para él, la obra hospitalaria no es ni caridad, ni altruismo, sino simplemente un elemento indispensable en la vida de una ciudad, cuya organización se basa en la más rígida justicia social. Dentro de ese sistema, es una institución que tiene tanta importancia, como valor tienen las vidas de sus ciudadanos. Goza por esto de primacía sobre todas las demás instituciones, es una pequeña ciudad privilegiada, donde los enfermos reciben los más dulces y eficientes cuidados y adonde se acude voluntariamente, prefiriéndola aun a la propia casa. (48)
                El hospital de Tomás Moro no es ya una institución para pobres que nace de un espíritu de caridad, es sencillamente una institución para enfermos, que crea el sentido social de una nación bien organizada.
            Estas dos ideas, la tradicional y la moderna, van a pasar a México al realizarse la conquista y van a hacer florecer una obra hospitalaria de caracteres propios, en las zonas rurales con población indígena

Los Primeros Hospitales de América

Los hospitales aparecen en América apenas se inicia en ella la obra de España. Hemos visto como las instituciones hospitalarias fueron fruto de una idea de la vida frente a una serie de necesidades. Pues bien, al ocurrir el descubrimiento, la conquista y poco después la colonización de América, empiezan a presentarse circunstancias muy semejantes, ante un pueblo, el español, que había conservado un profundo sentido cristiano de la vida.
            La peste apareció en América al igual que en Europa como uno de los peores azotes. Las enfermedades del viejo continente, sumadas a las del nuevo, dieron resultado muy trágicos. Las nuevas formas de trabajo, la miseria de los nativos y los abusos de gran parte de los conquistadores, fueron factores que conjugados causaron la enfermedad y a la muerte a millares de personas. La cosa se agravaba más por la falta de albergues, tanto para los emigrantes españoles, como para los indígenas, desplazados de sus primitivos centros de habitación, por la destrucción de sus pueblos o por l traslado forzoso a nuevos centros de trabajo. Las gentes morían en los caminos, en las calles o en las chozas, sin recibir auxilios de orden material, ni espiritual.
            Frente a todos estos problemas surgió, como una fórmula salvadora, la vieja idea cristiana de los hospitales. Así lo pensaron los propios conquistadores, así lo conceptuaron los reyes, así lo creyeron obispos de la categoría de Quiroga y Zumárraga, y de igual modo lo entendieron los frailes, y así lo pensó el pueblo. En aquellos tiempos estaba grabado en la mente de todos, que los grandes problemas sociales tenían solución en las obras de caridad. Los hospitales en América van a nacer con características muy semejantes a los de la Edad Media, pero al mismo tiempo en ellos aparecerán también, y de manera clarísima, las más avanzadas ideas del mundo moderno.

En las Antillas

Apenas comienzan a formarse las primeras poblaciones españolas de América, cuando los hospitales hacen su aparición. Según un documento algo tardío mencionado por Palm, es una mujer la que empieza a ejercer en la Isla Española la hospitalidad, recogiendo y curando a los pobres enfermos. Llegando fray Nicolás de Ovando, tomó a su cargo la obra haciendo entonces, con la ayuda de los alcaldes, regidores y vecinos del lugar, un verdadero hospital cuya fundación se considera efectuada el 29 de noviembre de 1503. Se llamó de San Nicolás de Bari. Es una construcción pequeña y deleznable, por lo que en 1519 fue necesario hacer un edificio mejor y en 1552 una reedificación. Este último dio a la isla un hospital de dos pisos, en el que había salas para albergar, separadamente a los enfermos de calenturas y a los de “bubas”, lo mismo que a las mujeres, un lugar aislado, sitio para unciones. (Tratamiento usado contra la sífilis) La situación fue progresando, y en la segunda mitad del siglo XVI tenía capacidad para cincuenta personas. (49)
                En instrucciones dadas a Diego Colón en 1509, se mencionan ya los hospitales de San Buenaventura y La Concepción. Estos son también obra popular, que se fortifica con la ayuda del gobierno. La erección jurídica del hospital de San Andrés, se realizó en 1512 al erigirse la catedral, pero no hay noticias de él hasta 1567. Este hospital estaba anexo al obispado y dependía de su cabildo.
            Cuando el pirata ingles Francis Drake saqueó la ciudad en 1577, quemó el hospital de San Andrés y también el de los leprosos. Este último, llamado de San Lázaro, es también una de las primeras fundaciones hospitalarias de América, tal vez del segundo decenio del XVI, estaba en las afueras, como correspondía a todo leprosario, y en su erección había intervenido principalmente la ciudad. Palm lo supone dependiendo del hospital de San Nicolás.
            Las órdenes religiosas se interesaron también en estas obras, pues aunque, como dice Beaumont, en las islas no pudieron realizar la “obra de los hospitales”, a medida que se fueron fundando los conventos franciscanos y estableciéndose la provincia de la Santa Cruz, los frailes empezaron a recoger a los pobres enfermos atendiéndoles en todas sus necesidades. De este modo cada convento vino a ser, en cierta forma, un hospital. (50)
                La aparición de estos primeros hospitales en la recién descubierta Isla Española, empieza a mostrarnos el ímpetu con que pasaba a América la obra hospitalaria. Al mismo tiempo que se proyectaban hospitales provisionales, se levantaban obras sólidas, hechas para durar. Instituciones de categoría como lo eran en aquel tiempo en España, procurando vincularlas a ella. Cuando en 1534 Oviedo va a la metrópoli, pide la filiación del hospital de San Nicolás de Bari con el de Santo Spírito, de Roma. Cosa que consigue en 1541 y que confirman los pontífices Sixto V, Clemente VIII y Paulo V. Al hospital de San Lázaro el rey le concedió que gozase de los mismos privilegios que el hospital de San Lázaro de Sevilla. (51)

En la Nueva España

Realizada la conquista de la gran Tenochtitlán empieza a surgir en la mente de los conquistadores la idea de hacer de ella una ciudad de tipo español, principalmente por sus instituciones. Cuando Bernal Díaz nos habla del modo “justo y bueno” como debió repartirse la Nueva España, dice: “una quinta parte para el Rey, tres para Cortés y los conquistadores y la quinta restante para que fuese la renta de ellas para iglesias y hospitales y monasterios”, y mercedes que el rey quisiese conceder. (52)
                El mismo Cortés, preocupado en que la ciudad de México cobrase un nuevo esplendor, se esfuerza en que los indios regresen a poblarla como antes y los exceptúa del pago de tributos al rey, “hasta que tengan hechas sus casas, arregladas las calzadas, puentes, acueductos…” y “en la población de los españoles tuviesen hechas iglesias y hospitales y atarazanas y otras cosas que convenían”. (53)
                Esta preocupación de los conquistadores por la obra hospitalaria nos lleva a pensar que los primeros hospitales debieron erigirse al tiempo mismo en que empezó a levantarse México, como ciudad española.

La Obra Hospitalaria en el siglo XVI

Reflexionemos, sobre los elementos que nos permitirán comprender la importancia que tuvo, en conjunto, la obra hospitalaria del siglo XVI. Veamos en primer lugar qué tierras comprendía entonces el país. Tras el dominio de los reinos tributarios del imperio azteca y la conquista del imperio mismo, se siguieron una serie de luchas y acuerdos pacíficos, hacia las regiones del centro, el norte y el sur, que constituyeron para España, una España nueva, que al finalizar el siglo XVI estaba formada por los siguientes territorios:
            El Reino de la Nueva España, propiamente tal, en el que se encerraban los actuales estados de México, Morelos Guerrero, Puebla, Veracruz, Oaxaca, Tabasco, Querétaro, Guanajuato, Michoacán, Colima y Ciudad de México.
            El Reino de la Nueva Galicia, que abarcaba más o menos los estados de Jalisco, Nayarit, Zacatecas, Aguascalientes y parte sur de Sinaloa.
            El Reino de la Nueva Vizcaya, formado aproximadamente por los actuales estados de Chichuahua, Durango, y los Distritos de Parras y Saltillo (Sur de Coahuila).
            El Reino de Nuevo León, al que podríamos identificar, salvo ligeras modificaciones, con el estado de Nuevo León.
            El Reino de la Nueva Extremadura,  que es nuestra actual Coahuila.
            Sin límites precisos en el norte, se extendían las regiones de Tejas o Nuevas Filipinas, Nuevo México, en el que se iniciaban las exploraciones, y California (la Baja), cuyas costas habían sido descubiertas en tiempos de Hernán Cortés. La situación dinámica que había en el norte no nos permite fijar, para esa época, frontera alguna. Las rutas exploradoras estaban abiertas libremente y las fronteras iban corriéndose, hasta donde la audacia de los hombres y la fuerza colonizadora de España llegaban.
            En el sur, limitando al Reino de la Nueva España, se hallaba la Capitanía General de Yucatán, en la que se incluían el territorio de Quintana Roo y los estados de Yucatán y Campeche.
            Finalmente, la Capitanía General de Guatemala con nuestro estado de Chiapas, Soconusco y los hoy territorios extranjeros de la República de Guatemala y Honduras Británica.
            Dentro de ese enorme territorio había zonas totalmente despobladas y zonas con una densidad de población muy exigua. Estas eran las regiones del norte, en las que se vivía en continua guerra con los indios bárbaros y en las que la población española –unas cuantas familias-, se concentraba en los llamados presidios y en las misiones.
            Los mayores núcleos humanos (indios, españoles, negros y mezclas) se extendieron por lo que llamaríamos el México Central. Allí fue donde nacieron las ciudades españolas, las villas;  allí, donde existían los pueblos, y allí, también, como consecuencia, donde surgieron los hospitales. En cambio, en el norte, fuera del hospital del Nombre de Dios, no existe durante el siglo XVI fundación hospitalaria alguna.
            Como la obra hospitalaria se realizó movida por un sentimiento religioso, resulta que hay que tener en cuenta las áreas de más profundo movimiento evangelizador, para comprender las zonas más densamente pobladas de hospitales. De aquí la desproporción entre el número de hospitales de unas regiones y otras. Por ejemplo, la ciudad de México tenía solamente un hospital para indios, mientras Michoacán tenía más de un centenar. Existían disposiciones reales que ordenaban terminantemente se establecieran hospitales en todas las ciudades, disposiciones que también se hallaban inspiradas en principios religiosos, más que en responsabilidad ciudadana.
            Sin embargo, las fundaciones del gobierno fueron mínimas, el grueso de la obra lo realizó esa mística hospitalaria que movía el ánimo de Vasco de Quiroga, de Bernardino Álvarez, de fray Juan de San Miguel, de Pedro López, de fray Francisco de Villafuerte, de fray Juan Bautista Moya y todos los demás. El papel del Estado Español fue, en la mayoría de los casos, proteger las instituciones, estableciendo sobre ellas, cuando se lo pedían, el Patronato Regio. Esto no significa descuido de los servicios hospitalarios por parte del Estado español, sino sólo la costumbre de que estas obras pertenecieran fundamentalmente a la Iglesia. Por otra parte, el estado daba todas las facilidades para que los que lo desearan pudieran establecer hospitales. Para la erección no era necesaria licencia real, ya que por la necesidad que había, bastaba permiso del diocesano y del virrey, (54) y una vez establecidos la corona los ayudaba.

Epidemias

A partir de la llegada de los españoles se inicia en toda la nación un descenso de población india, que se va acentuando conforme transcurre el siglo XVI. Las razones fueron varias, entre ellas la guerra, el exceso de trabajo, la miseria, el desplazamiento de los indígenas a otros climas, y la orden de agruparlos en pueblos, que los expuso a los contagios propios de la vida urbana. (55) Pero hay una razón más, que sin duda excede en importancia a todas las anteriores. Esta es la peste. Por eso cuando Motolinia habla de toda la tragedia de los indios en los años inmediatos a la Conquista, menciona en primer lugar las epidemias que los habían azotado. Algunas de éstas atacaron únicamente a los indígenas: tal sucedió con la de 1576. Otras, aunque a todos dañaron, en ellos adquirieron mayor gravedad por sus organismos vírgenes a ciertos gérmenes, por ejemplo la de 1520. Hubo otras enfermedades que se cebaron especialmente en los europeos; éstas fueron las que con carácter endémico existían, por ejemplo, en Veracruz. Finalmente, hubo pestes que a todos dañaron por igual: recordemos aquella del XVII en la que murió Sor Juana.
            Fuera de la primera epidemia, que ocurrió cuando se realizaba la conquista del imperio azteca, en todas las demás se efectuó una lucha con todos los medios conocidos entonces. Se aisló a los apestados recluyéndolos en hospitales, se les dio el tratamiento que se consideró adecuado para su curación, y se puso sobre aviso a todas las autoridades, a fin de evitar que los enfermos se movilizaran de un lugar a otro propagando el contagio a las diversas regiones. Sin embargo, pese a todos los heroicos esfuerzos que en ese terreno se realizaron, el estado en que se encontraba la medicina, la ignorancia de la gente, y mil causas más, malograron el trabajo y las epidemias se extendieron dejando una estela de muerte en toda la nación.
            Veamos ahora las más importantes epidemias ocurridas en el siglo XVI. La primera tuvo lugar en 1520, a raíz del desembarco de un negro enfermo de viruela que venía en la expedición de Pánfilo de Narváez. (56) Motolinia nos describe la tragedia que fue aquella peste, que los indios describieron en su idioma, como la gran lepra: “hueysahuatl”, (57) en razón de verse todo el cuerpo cubierto de pústulas y los que sanaban se encontraban con la piel carcomida. Esta epidemia atacó a los indios en el peor momento: cuando luchaban por defender la gran Tenochtitlan y en el máximo desamparo, por no conocer medios terapéuticos ni profilácticos para combatirla, ni contar aún con el auxilio de los frailes o de los hospitales.
            La segunda peste fue la de 1531. La trajo un español enfermo de sarampión. Era también mal desconocido en esta tierra, por lo que los indios fueron nuevamente fáciles víctimas. Sin embargo, no presentó caracteres tan graves, porque las autoridades civiles y religiosas les dieron los remedios que conocían. Les prohibieron el baño creyendo que les era nocivo, y con ello lo que consiguieron fue evitar el contacto directo que entre unos y otros había en los baños, y por ende el contagio. Así, aunque muchos murieron, no fueron tantos como en la primera peste.
            Los indios llamaron a esta enfermedad “tepitonzahuatl”, (58) o sea la pequeña lepra. Al aparecer en México la segunda epidemia, solamente existía un hospital, el fundado por Cortés, que desde luego fue incapaz para enfrentarse al magno problema de los apestados. Fue ese año cuando llegó a México la Segunda Audiencia, pero es fácil suponer que la peste del año 1531 sorprendiera a la Nueva España padeciendo aún el desgobierno de la Primera y que, por tanto, pocos auxilios se pudieran dar a los enfermos.
            Según los primeros cronistas, la sífilis “era enfermedad natural de los indios”. (59) Desde los primeros años de la colonia hubo numerosos sifilíticos, tanto que por eso funda Zumárraga el hospital del Amor de Dios, pero no hay noticia alguna que nos muestre tal enfermedad, con los caracteres d tragedia nacional, que tuvo en Europa en aquellos tiempos.
            La tercera peste apareció cuando la Nueva España tenía ya su organización definitiva de virreinato, las órdenes religiosas efectuaban su obra y se hallaban ya establecidos algunos hospitales más, como el de Perote, los primeros de Veracruz, el de San Pedro de Puebla, el del Amor de Dios d esta ciudad; don Vasco de Quiroga había fundado el hospital de Santa Fe y la obra hospitalaria en Michoacán se había iniciado ya. En el año de 1545 surgió esta epidemia cuyos síntomas principales fueron “el pujamiento de sangre y juntamente calenturas, y era tanta la sangre, que les reventaban las narices”. ¿Qué enfermedad fue esta? No lo sabemos. El doctor Ocaranza en su Historia de la Medicina en México sólo nos dice: “Era pues un padecimiento hemorrágico, cuya naturaleza no será fácil definir”. A nosotros lo que nos interesa es constatar que se trató de una tremenda epidemia que asoló toda la Nueva España. Las ciudades cercanas como Tlaxcala y Cholula fueron sus víctimas, así como también las lejanas provincias de Michoacán y Jalisco. En Tlaxcala se afirma que murieron ciento cincuenta mil indios y en Cholula cien mil. (60) Cifras igualmente altas dieron los demás pueblos, de modo que Torquemada hace llegar la cifra total a ochocientas mil personas muertas. (61) Esta epidemia tuvo distinta duración en cada región. Así, por ejemplo, sabemos que mientras en Michoacán duró sólo seis meses, en la Nueva Galicia duró tres años. (62) Durante la peste, el virrey Antonio de Mendoza se portó como verdadero padre de los indios, poniendo todos los medios que estuvieron a su alcance para atender a los enfermos. En las provincias fueron ambos cleros quienes se ocuparon en asistir a los pobres apestados. Recordemos que es precisamente esta peste la que hace que los franciscanos extendieran al lado de todos sus conventos de Michoacán la obra hospitalaria iniciada por fray Juan de San Miguel (63) y que los agustinos intensifiquen la obra del obispo Quiroga. Aunque si bien es verdad que, por los escasos medios profilácticos y el desconocimiento de las cuestiones epidemiológicas, la peste no pudo ser detenida, sí se consiguió auxiliar a los enfermos, y evitar que familias enteras murieran, al aislar a los pacientes en los hospitales. Dice el doctor León que durante aquella epidemia estas instituciones prestaron ya enormes servicios, pues llegaron a contener hasta cuatrocientos enfermos cada una. (64) La situación, aunque pavorosa, como la llama Ocaranza, no llega ya a la tragedia del año veinte, n que los pueblos enteros morían desamparados, pues a su lado estaba ya aquel titán de la caridad que fue el clero del siglo XVI.
            La cuarta epidemia fue la de 1564. De ella sólo sabemos que causó “gran mortandad”.
            La quinta fue la del año de 1576. Ésta la causó una enfermedad cuyos síntomas se describen así: calentura, dolor de cabeza, sangre por las narices y un ardor interior que no permitía a los enfermos soportar que se les cubriera el cuerpo. (65)  Tras esto se añadía que “daba un tabardillo”, por lo que Ocaranza opina que, probablemente, se trató de un tifus exantemático. El tabardillo o matlazahuatl, como le llamaban respectivamente españoles e indios, era una enfermedad conocida en estas tierras desde los tiempos protohistóricos. En las relaciones toltecas se le menciona y aun parece ser el causante de la destrucción de Tula. (66) Durante la época colonial lo vemos aparecer periódicamente causando siempre tremendos daños.
            En 1576, apareció al iniciarse la primavera y duro aproximadamente año y medio. En este tiempo se extendió por el norte hasta las tierras de los chichimecas y por el sur hasta Yucatán. Las personas atacadas morían en siete o nueve días. Las que lograban salvarse quedaban tan débiles, que no podían valerse por sí mismas en largo tiempo. Esta epidemia atacó únicamente a los indios. La cosa se explica si se considera que eran ellos los que vivían en las peores condiciones higiénicas. La pobreza que trae unida la mugre y el hacinamiento de gente en los jacales, creó, dado que el piojo es el vector, una situación favorable al desarrollo del tifo entre los indios.
            Se dieron durante esta epidemia las más encontradas actitudes, pues los indios se indignaban al ver que sólo ellos eran las víctimas. Los españoles entonces supusieron que en venganza aquéllos arrojaban los cadáveres a las acequias, para contagiar a la población blanca, y los miraban con recelo. Sin embargo, sobre estos rencores, apareció el espíritu cristiano auténtico del XVI. Don Pedro Moya de Contreras, como arzobispo de México, y don Martín Enríquez, como virrey de la Nueva España, hicieron un llamamiento a los miembros del clero, a los del gobierno y a la sociedad entera, para que se lanzasen n auxilio de los infelices apestados. Unos atendían a los moribundos impartiéndoles los auxilios de la religión, otros les aplicaban los remedios que se creían efectivos, como eran, por ejemplo, los baños de cabeza con leche, baños de pies, sangrías, ventosas, jarabes agrios, aplicación de animales, como palomos y perritos vivos y abiertos sobre la espalda y la mollera respectivamente. Emplastos, pomadas, ungüentos e infusiones d las más variadas yerbas..
            Entre todos los que se dedicaron a auxiliar a los indios se destacaron, por su heroica abnegación, las mujeres españolas de la ciudad de México, quienes diariamente salían con sus criadas a limpiar las chozas de los indios, a cambiarles sus vestimentas contaminadas, por ropa limpia, a darles los alimentos y las medicinas que ellas consideraban eficaces. Así consiguieron el alivio de muchísimos enfermos. En las provincias los religiosos de las diversas Órdenes andaban de casa en casa y de pueblo en pueblo, confesando, sangrando y curando a los enfermos. Pero como se dieron cuenta de que ellos solos no podían hacer frente a la epidemia con todos los problemas sociales que implicaban, organizaron a los indios sanos, haciendo que preparasen los alimentos de los apestados, los repartiesen e hiciesen una labor de profilaxis mental, animando a los enfermos a aliviarse y preparando a bien morir a los agonizantes.
            Los franciscanos, los agustinos, los clérigos seculares y especialmente los frailes hospitalarios se entregaron al auxilio de los apestados de manera heroica, ofreciendo hasta sus propias celdas y muriendo muchos de ellos en aquel arduo trabajo. (67) Cuando en 1578 la epidemia había desaparecido, su huella quedaba marcada en la población de México con centenares de miles d cadáveres. Torquemada calcula que murieron dos millones de indios. De cualquier modo, la epidemia de 1576 significa la más notable despoblación en la Nueva España. Es esta la razón principal que hace a los frailes quejarse de que los pueblos vienen a menos por falta de gente.
            En la época en que esta catástrofe tuvo lugar, había ya en la Nueva España más de un centenar de hospitales. Sin embargo, ni éstos que en su mayoría eran de escasa capacidad, ni los que con carácter provisional se erigieron, en casos como éste, fueron suficientes para contener a todos los apestados, especialmente en la ciudad de México, en donde había una notable desproporción entre el número de habitantes y el número de hospitales. Aunque para ayudar al Real de Naturales en tiempos de epidemia, en todos se destinaban salas para los apestados, toda la ciudad contaba únicamente con cinco hospitales.
            La sexta epidemia ocurrió en el año de 1588 y se inició en Tlaxcala, extendiéndose a Tepeaca y luego al valle de Toluca. Esta epidemia no tuvo una extensión nacional como la anterior y aunque atacó a los indios, sólo la padecieron los de ciertos pueblos, por ejemplo los matlaltzingas, sin que se contagiaran sus vecinos mexicanos y otomites. Más como ocurrió esta peste en momentos difíciles, pues México sufría hambre por la escasez de maíz, el mal volvió a revestir caracteres trágicos.
            La séptima epidemia, apareció finalizando 1595. Se trata d tres enfermedades que surgieron al unísono y que se extendieron por todo el territorio. Tales fueron: el sarampión, el tabardillo y las paperas. Dice Mendieta que casi no hubo persona que no enfermara. Sin embargo, no fue tan grande la pérdida de vidas como en 1576. Las razones fueron, dice el fraile, “el cuidado y diligencia que ahora más que nunca se puso” en atender a los indios. Se tenían experiencias muy dolorosas para dejar que el mal avanzara libremente. Fueron los frailes franciscanos quienes emprendieron la más activa campaña. Ejemplo de ellos fue fray Juan Bautista, quien en el convento de Texcoco se aprovisionó de medicinas, alimentos y aun personal para auxiliarlos.
            Cuando los indios que se sentían enfermos llegaban al convento por su propio pie o traídos en andas por sus parientes para confesarse, él, después de absolverlos, les daba los medicamentos haciendo que los barberos que allí tenían les hiciesen sangrías, excepto a las mujeres preñadas, a las que en vez de sangrar se les ponían “ventosas sajadas en las espaldas”, dándoles una infusión de cohuanenepilli en vino blanco, con que sanaban. A los niños se les daba esta misma infusión. A todos los enfermos en general se les trataba a base de purgantes, como lo eran las raíces llamadas matlalitzic e ytztictlanoquiloni. Así, aquellos centenares de indios que acudían a los conventos salían con tranquilidad en el alma y bien provistos de medicinas y alimentos, si los necesitaban. Más no solo los conventos fueron centro de salud para los indios, sino que los religiosos salían a visitar a los enfermos, acompañados de barberos para aplicar los remedios necesarios. (68)
                En la lucha contra las grandes pestes, no se despreció al médico indígena. Cuando se pudieron utilizar sus conocimientos se luchó por distinguirlo del brujo, pero al sabio se le aprovechó siempre. Sus métodos o sistemas curativos eran aceptados, admirados y propagados por los frailes. Cortés mismo conoció en él y en sus soldados su habilidad durante la guerra de conquista, por lo que según Herrera, llegó a oponerse a la venida de médicos españoles. (69)
                Al lado de los médicos indios, cuyos servicios se usaron bajo la supervisión de los frailes, estuvieron los religiosos tanto de las órdenes hospitalarias, como lo eran los hermanos de la Caridad de San Hipólito, como los franciscanos y agustinos que tantos hospitales tuvieron a su cuidado.
            El tercer tipo de personas que ejercieron la medicina en el XVI fueron los médicos autorizados por el gobierno. El estado español se preocupó, desde el momento en que pudo ejercer el control de estas tierras, y durante toda la Colonia, por vitar la charlatanería en la medicina. Así dio inmediatas disposiciones para que no la practicase quien no hubiese sido examinado en universidad. Por tanto, los que querían ejercer la medicina debían exhibir previamente sus títulos. Se penaba con fuertes castigos a quien hacia lo contrario.
            Hay que hacer notar dos circunstancias que hicieron más sensible la falta de verdaderos médicos: la una fue el hecho de que muchos médicos examinados y aprobados, al llegar a estas tierras, sólo pensaran en enriquecerse, abandonando el ejercicio de la medicina para dedicarse a oficios más productivos. Por otra parte, había muchas personas que se hacían pasar por médicos y cirujanos, que ejercían la medicina públicamente y que no exhibían título alguno, so pretexto de que lo habían olvidado en España.
            Pero pese a todas las disposiciones reales, para conseguir que nadie que no fuese médico curase, la medicina era ejercida en el XVI por multitud de personas no autorizadas. Esto se hacía incontrolable, porque como España no enviaba los médicos necesarios y los graduados aquí tampoco eran suficientes, se tenía que recurrir a quien curase, tuviese o no autorización oficial.
            Quien hizo el máximo esfuerzo para organizar un verdadero control de la medicina, unificando el saber médico español y mexicano, fue el rey don Felipe II con su famosa real cédula del 11 de enero de 1570 dada en Madrid. Cédula que en la Recopilación consta como Ley 1 del Título VI del Libro V. De ella sólo mencionaremos dos párrafos. El primero es el que da sentido a la disposición real que dice así: “Deseando que nuestros vasallos goce de larga vida y se conserven en perfecta salud: Tenemos a nuestro cuidado proveerlos de Médicos y Maestros, que los rijan, enseñen y curen sus enfermedades, y a este fin se han fundado Cátedras de Medicina y Filosofía en las Universidades más principales de las Indias…” “…y reconociendo en quanto beneficio será para estos y aquellos Reins la noticia, comunicación y comercio de algunas plantas, yerbas, semillas y otras cosas medicinales que puedan conducir a la curación y salud de los cuerpos humanos, hemos resuelto enviar algunas veces uno o muchos Protomédicos generales a las provincias de las Indias…”
            Se calcula que en 1519 había, 11 millones de indígenas, de los que en 1565 quedaban  cuatro millones seiscientos nueve mil ciento ochenta; los cuales en 1597 se habían reducido a dos millones cuatrocientos mil y en 1607 a dos millones catorce mil. Se supone que al finalizar el siglo XVI había ya solamente una población indígena de dos millones quinientos mil. (70)
                Consideremos que las epidemias fueron la razón fundamental de la despoblación de la Nueva España y que una de las más grandes preocupaciones del gobierno español fue la conservación de los indígenas, como lo vemos a través de las innumerables cédulas que revelan la política indiana. Recordemos después que las víctimas de las pestes lo fueron casi exclusivamente los indios y que éstos eran pobres. Entonces podremos valorar la importancia de instituciones que se encargaran de auxiliar a los pobres indios enfermos. Recordemos a los cronistas afirmándonos que si los indios no habían desaparecido por completo, que si al rey de España le quedaban vasallos aún, se debía a la obra hospitalaria. Si en todo esto pensamos, los hospitales de Michoacán, Jalisco, Colima, Querétaro, Texcoco, Tlaxcala, Xochimilco, etc., cobran gran importancia. Y si a éstos, que velaban única y exclusivamente por el indio, añadimos aquellos que se ocuparon en salvar la vida de los colonizadores, como lo fueron en modo muy especial los de Bernardino Álvarez con su red hospitalaria del Golfo de México al Océano Pacífico, auxiliando a los que llegaban enfermos, socorriendo a los que a su llegada caían víctimas de alguna de las numerosas enfermedades endémicas, que existían en nuestros insalubres puertos, o aquel del Nombre de Dios, que fue el socorro de los conquistadores de las provincias, a los cuales se ingresaba no a título de español o indio, sino bajo la sola denominación de persona humana. Si a todos los consideramos en su obra particular y luego pensamos en la labor que en conjunto todos desarrollaron defendiendo en los momentos en que esta patria mestiza se constituía, la mayor riqueza nacional, que es la vida humana, entonces podemos valorar la importancia de la obra hospitalaria del siglo XVI en la Nueva España.


(*)Muriel, Josefina, Hospitales de la Nueva España, Fundaciones del siglo XVI, México, UNAM, IIH y Cruz Roja Mexicana, 1990.
(1) San Mateo, xxv, 35, 36, 40.
(2) San Juan, xiii, 34-35.
(3) San Mateo, viii, 17.
(4) San Lucas, vi, 36-38.
(5) San Mateo, xix, 21.
(6) Holzner, José, San Pablo, Heraldo de Cristo, traducción del Padre José Monserrat S.J. 2ª edición, Barcelona, Editorial Herder, 1946, p. 427.
(7) San Mateo, xix, 21.
(8) San Pablo, Epístola a los Romanos, iii, 3-5.
(9) Llorca, Bernardino, S.J., Manual de Historia Eclesiástica, México, Editorial Labor, 1946, p. 133.
(10) Llorca, op. cit. p. 289.
(11) Palm, Erwin Walter, Los hospitales antiguos de La Española Ciudad Trujillo, República Dominicana, 1950, pp. 13-16.
(12) Doctor Cabanes, Costumbres íntimas del pasado, Madrid, Ediciones Mercurio, 1928. (Quinta Serie. Las Plagas de la Humanidad).
(13) Doctor Cabanes, op. cit., cap. II.
(14) Ibidem, cap. I.
(15) Conde de Montalembert, La princesa de la Caridad, Santa Isabel de Hungría, Buenos Aires, Editorial Poblet, 1947, pp.311-312.
(16) Claudel, Paul, La Anunciación, traducción de Efraín López Luna, México, Editorial Jus, 1944, p. 65.
(17) “La gran canción de los Peregrinos de Santiago”: Cuando salimos de Francia/ Fervientes de deseo/Abandonamos, tristes, padres, madres y esposos/Tan grande era el ansia de nuestros corazones/por ir a Santiago./Hemos abandonado todos nuestros placeres/para hacer este santo viaje./Rogamos a la Virgen María/a Jesús, su hijo,/que les plazca darnos su santa gracia/para que entremos en el Paraíso.
(18) Llorca, op. cit., p. 289.
(19) Doctor Cabanes, op. cit., cap. II.
(20) Enciclopedia Universal Ilustrada, Madrid-Barcelona, Espasa Calpe, t. 28, pp. 224-226.
(21) Montalembert, op.cit., p. 67.
(22) Ives, G.L., British Hospitals, Londres, Collins, 1948, p.p. 10-12.
(23) Doctor Cabanes, op. cit., cap. II.
(24) Ives, op. cit., p. 102.
(25) Babignton, Margaret A., The Romance of the Canterbury Cathedral, England, Imp. Raphael Tuck and Sons Ltd., 1947.
(26) Chaucer, Geofre, The Canterbury Tales: “… y especialmente desde los rincones más apartados de cada condado, van a visitar al santo y bienaventurado mártir que los socorrió cuando estaba enfermos”. S.f. y s.p.i.
(27) Ives, op. cit., pp. 10-12.
(28) Montalembert, op. cit., pp. 314-315.
(29) Charles Dessart, Bruges, p. 46.
(30) Montalembert, op. cit., pp. 304-305-316.
(31) Ibidem, pp. 160-164, 303-305.
(32) Ibidem, p. 360.
(33) Englebert, Omer, Vida de San Francisco de Asís, Buenos Aires, Ediciones Desclee de Browver, 1949, Colección Thau Dedebec, pp. 65,69,79, 80, 110, 122.
(34) Palm Erwin, op. cit., pp. 13-16.
(35) De Angelis, “L´Arcispedalle di Santo Spirito in Sassia e le sue Filiali nel Mondo”, Revista Eclesia, Roma, 1947, núm. 1, p. 6.
(36) Segui, M., España artística y monumental, e v., Barcelona, edición M. Segui.
(37) Enciclopedia… op. cit., t.28, pp. 424-427.
(38) Segui, op. cit., T. I y II; Enciclopediia…, op. cit., t. 28, pp. 424-426.
(39) Llorca, op. cop. it., p. 400.
(40) Ibidem, pp. 401-402.
(41) Doctor Cabanes, op. cit., cap. II.
(42) Marías, Julián, “Historia de la Filosofía”, Revista de Occidente, Madrid, Bárbara de Braganza, 1941.
(43) Burckhardt, Jacob, La cultura del Renacimiento en Italia, Barcelona, Edición Iberia J. Gil, 1946.
(44) Llorca, op. cit.
(45) Ives, op. cit., p. 14.
(46) Villalón, Cristóbal de, Viaje a Turquía, edición y prólogo de Antonio G. Solalinde, Madrid-Barcelona, 1919, t. I, pp. 20-24. (Colección Universal Espasa Calpe).
(47) Bell, Audrey, F.G., El Renacimiento español, España, Editorial Ebro, S.L., Zaragoza, 1944.
(48) Moro, Tomás, Utopía, pp.108-109.
(49) Palm Erwin, op. cit., pp. 7-52.
(50) Beaumont, Pablo O.F.M., Chrónica de Michoacán, México, Talleres Gráficos de la Nación, 1932, t. III, cap. XX, p. 156. (Publicación del AGN).
(51) Pal Erwin, op. cit., pp. 16-18, 46.
(52) Díaz del Castillo, Bernal, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, México, Editorial Pedro Robredo, 1939, t. II, p. 402.
(53) Ibidem, t. II, p. 414.
(54) Díaz de Arce, Juan, Libro de la vida del Próximo Evangelio. El V.P. Bernardino Álvarez. Reimpreso en México en la imprenta Nueva Antuerpiana, de D. Christoval y D. Phelipe de Zúñiga y Ontiveros, 1762, p. 241.
(55) Mendizábal, Miguel Othón de, “Demografía colonial del siglo XVI (1519-1599)”, Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, México, 1939, t. 48, pp. 324-328.
(56) Motolinia, Fray Torio de Benavente, O.F.M., Historia de los indios de la Nueva España, México, Edición Chávez Hayhoe, 1941, p. 16.
(57) Ocaranza, Fernando, Historia de la Medicina en México, México, editado por la Piperazine Midy, 1934, p. 84.
(58) Ibid.
(59) Mendieta, fray Gerónimo de, O.F.M., Historia Eclesiástica Indiana, noticias del autor y de la obra por Joaquín García Icazbalceta, estudio preliminar por Antonio Rubial García, México, Cién de México, CNCAl, 2002, ib. IV, cap. XXXVI, pp. 514-517.
(60) Ocarabza, op. cit., p. 84.
(61) Moreno, Juan José, Fragmento de la vida y virtudes del Ilmo. y Rmo. Sr. Dr. D. Vasco de Quiroga, México, Impreso en la Imprenta del Real y más antiguo Colegio de San Ildefonso, 1766, p. 73.
(62) Beaumont, Chronica de Michoacán, op. cit., t. iii, cap. Xx, p. 141.
(63) Ibidem, t. III, cap. xx, p. 141.
(64) León, Nicolás, El Ilustrísimo Señor don Vasco de Quiroga, Primer Obispo de Michoacán, Grandeza de su persona y de su obra, México, Tipografía de los Sucesores de F. Díaz de León, 1903, p. 50.
(65) León, Nicolás, ¿Qué era el matlazáhuatl y qué el cocoliztli en los tiempos precolombinos y en la época hispánica?, México, Imprenta Franco Mexicana, 1919, pp. 8-10.
(66) Ibidem.
(67) León, op. cit., pp.8-10.
(68) Mendieta, op. cit.
(69) León, op. cit.
(70) Sherburne, F. Cook and Simpson L. Byrd, “The Population of Central Mexico in the Sixteenth century”, Ibero Americana 31, Berkeley and Los Angeles, University of California Press, 1948, pp.18-46.


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