viernes, 24 de mayo de 2019


LA CULTURA ESPAÑOLA,

SIGLOS XI AL XVI

La lucha que los diferentes reinos peninsulares (Castilla, León, Aragón, Valencia, Navarra, Cataluña, etc.) emprendieron contra los musulmanes por mantener la independencia y la identidad que les había quedado del pasado latino-visigótico marcaron este proceso. A dicha guerra, que duró casi los siete siglos de la invasión árabe, se le conoce como la Reconquista. Fue iniciada por el héroe nacional Don Pelayo. Durante estos años, los cristianos no sólo combatieron a los árabes, también se enfrentaron entre ellos, ya fuera con las armas, las intrigas políticas, las alianzas militares o los matrimonios de Estado. Ello permitió que, a largo plazo, se diera la unificación de todas estas naciones bajo las insignias de un solo reino “la hegemonía castellana”. Esta unificación terminaría con la dilatada presencia de casi setecientos años que los gobiernos arábigos instauraron, sobre todo en Andalucía; hacia 1492, cuando cayó el último reducto árabe, los españoles unificados lograrían poblar las inmensas regiones americanas, su buena suerte los alentaría a fundar colonias en Asia, los haría gobernar otros países de Europa, como Bélgica, Holanda, Portugal, el Franco Condado y Nápoles, y a incidir en la política de naciones tan prominentes como Alemania, Austria, Inglaterra y Francia. Estos hechos marcarían el final de la Edad Media y el principio de la Moderna.

            En los quinientos años que van del mil a mil quinientos, ocurrieron muchos sucesos y transformaciones en la vida de los pueblos que conforman la primitiva cultura hispánica. De esta evolución da cuenta la formación de la lengua castellana, los cantares de gesta, las leyendas de los héroes locales que divulgaban los juglares por los caminos, la poesía de los clérigos, las crónicas de los reyes, la prosa de los documentos oficiales, los exempla y la literatura moralista, las vidas de los santos, las narraciones de los milagros, las historias, las novelas y los cuentos que dejaron los hombres cultos, las representaciones teatrales populares, los cancioneros anónimos que consignaron lo mismo coplas profanas que divinas, canciones de “amiga”, jarchas mozárabes, cantos sefaradíes y el perenne romancero que se mantiene vivo en nuestros días. Quinientos años de literatura que dan cuenta de la conformación de una cultura y de una nación que fundaría otras naciones con las que se integra una de las comunidades lingüísticas más grandes del mundo. La literatura española de la Edad Media es la base, la piedra angular que sustenta a la actual cultura hispánica.
            Toda literatura es correlato de una lengua y la lengua es la imagen de una nación. A través de aquella se logra la comunicación, se fijan las reglas de convivencia, se transmiten los valores y la identidad, se expresa la cultura, se establece la historia; en fin, la importancia de la lengua en la vida social es inmensurable. Por eso se tiene que contemplar el nacimiento de la literatura española junto a la formación d la lengua castellana, una que comenzó a diferenciarse de la latina (del sermo vulgaris o lengua hablada) hacia el siglo IX de nuestra era y que, más tarde, se transformaría en el idioma oficial de casi todas las naciones que ocupaban la península ibérica para adquirir el estatus de lengua española.

La poesía épica española

En todas las literaturas se ha manifestado siempre la poesía épica o heroica en primer lugar. Hija de la historia, gesta de los orígenes de una comunidad –a veces como fuerte contenido mítico o legendario-, crónica de las batallas que salvaron la integridad de los pueblos o les dieron unidad, consagración y alabanza de los héroes que intervinieron en las luchas armadas, el poema épico se mantiene en la memoria colectiva de una nación para preservar los valores comunes y servir como fuente de identidad. En este sentido, la literatura española no es una excepción: la poesía épica surgió con la misma lengua y, aunque no se han conservado los poemas épicos de los orígenes, se tiene la certeza de que éstos existieron y por diversas razones no pudieron recorrer los siglos transmitidos de generación en generación; sin embargo, su contenido quedó resguardado por las prosificaciones que se hicieron en épocas posteriores. Es el caso de la leyenda que contiene la más antigua historia de España: la caída del reino visigótico en manos de los árabes, conocida como La leyenda del rey Rodrigo o la pérdida de España, suceso ocurrido en el año 711 d.C., casi a comienzos de la era que los historiadores románticos llamaron “la Edad Media”. La leyenda está conformada por tres partes que aluden a los distintos momentos en que debió concentrarse el cantar de gesta perdido: El torreón de Hércules, Los amores de Rodrigo con Florinda y la penitencia de Rodrigo.

El torreón de Hércules

Como es sabido, el héroe griego Hércules recorrió Europa fundando ciudades y realizando hazañas asombrosas. Construyó en el estrecho de Gibraltar las famosas columnas que sostenían la advertencia non plus ultra para marcar el fin del mundo; esta tradición legendaria sería recogida en el siglo XVI por el emperador Carlos V para colocarla como mote de su escudo en alusión a que nadie podría superar un destino como el suyo. Se dice que Hércules había fundado la ciudad de Toledo y que en ella, bajo el río Tajo, dentro de una cueva llena de largos pasadizos, guardó los inmensos tesoros que poseía. Para resguardar la entrada construyó un torreón o palacio con sólidas puertas que quedaron selladas por una enorme cerradura. Tal como se acostumbraba en la antigüedad, la protección de los valores se realizaba tanto en el plano físico como en el psicológico. Hércules puso una terrible inscripción en la cual advertía a los posibles saqueadores de los males que sobrevendrían si violaban la entrada del torreón.
            Los reyes godos respetaron aquella clausura y convirtieron en rito de coronación el añadir un candado más por cada rey nuevo que llegaba al trono. Al momento de ser elegido, Rodrigo no quiso poner una cerradura más a las puertas, y por el contrario, en un despliegue de autoridad ordenó que retiraran los veinticuatro cerrojos que guardaban el secreto de aquel edificio. Hay muchas variantes en torno a la forma interior del torreón; cuadrado, redondo, dividido en cuatro salas de diferentes colores, lo único importante es que dentro no había ningún tesoro, sólo se encontraba un arca que a su vez contenía un lienzo finísimo que los soldados del monarca sacaron y desdoblaron con gran cuidado. Estaban figurados en él hombres vestidos como los bereberes y magrebíes que habitaban el norte de África ya convertidos al Islam y se veían triunfantes después de una cruenta batalla en la que habían quemado la ciudad de los godos y derribado por tierra sus símbolos. La representación estaba pintada en sentido inverso, a la manera de la escritura árabe, de derecha a izquierda, y conforme se retrocedía la vista hacia la izquierda, se veían numerosos soldados cristianos muertos y despedazados, mientras que más a la orilla se podía observar a mucha gente huyendo dolida de la escena bélica. El rey ordenó a todos los que habían visto el lienzo que guardaran silencio para evitar que los cortesanos supersticiosos y el pueblo cobarde se sugestionaran con semejantes augurios. Al salir del torreón, Rodrigo vio como un águila gigantesca que portaba en las garras una antorcha encendida le prendía fuego al edificio.

Los amores de Rodrigo con Florinda

La leyenda continúa con una infortunada historia de amores ilícitos que parecen tejidos posteriormente como justificación moral del desastre histórico. Rodrigo, duque de la Bética, había llegado al poder en el año 710, luego de una confusa guerra civil, en ésta cayó la cabeza del rey Vitiza. Impuesto por un poderoso grupo de clanes, Rodrigo debió enfrentar tres apremiantes problemas: En primer lugar la legitimidad de su nombramiento frente a los herederos de Vitiza –como se acostumbra entre los pueblos germánicos, las monarquías godas no tenían una sucesión estable basada en la herencia; los soberanos accedían al trono mediante la negociación oscura entre los grupos de poder, las campañas políticas para una monarquía electiva se caracterizaban por las alianzas insólitas y las traiciones más ruines, que culminaban con los asesinatos masivos de un clan entero y sus partidarios-. El clan de los vitizianos, sin embargo, conservaba numerosos partidarios, seguía manteniendo un enorme poder en el reino y conspiraba abiertamente contra su nuevo rey. En segundo lugar tuvo que lidiar con las eternas rebeliones de los pueblos vascongados; y por último con la expansión del Islam que había dominado ya todo el norte de África y amenazaba con extenderse a la Península Ibérica con los bereberes convertidos a la religión musulmana como punta de lanza.
            Pese a que Rodrigo fue escogido por su formación militar, que representaba en esos momentos el remedio más adecuado para salvar la integridad de los visigodos, debió enfrentar algunas dificultades adicionales: junto a las intrigas palaciegas y los problemas económicos de un reino que llevaba más de cinco años en guerra civil, tenía encima la desconfianza de los judíos, perseguidos por su antecesor Egica, quien intentó exterminarlos. La leyenda cuenta que Rodrigo mandó reunir a los gobernantes de las provincias para acordar con ellos las medidas que seguirían en la conducción del reino. Entre los funcionarios que asistieron al acuerdo se encontraba el poderoso conde don Julián, gobernador militar de Ceuta y guardián del estrecho de Gibraltar; una pieza clave en la contención de las amenazas expansivas de los musulmanes. Este personaje llegó a Toledo acompañado d su familia. Se dice que Rodrigo quedó deslumbrado con la belleza de Florinda, hija de don Julián, y que la descubrió desde la ventana de su retiro, un día que la oyó chapotear en el río Tajo con sus doncellas, mientras la muchacha se bañaba. Desde ese momento el rey perdió la razón y dejó de interesarse por todo cuanto estaba a su alrededor. Se le fue el apetito, se desentendió de Egilona, su mujer, relegó los asuntos del Estado, andaba ausente y se distraía con facilidad. Es muy posible que, poseído por la lujuria, haya maquinado una maniobra para que Florinda se quedara en el palacio cuando don Julián volvió a Ceuta; después buscó la oportunidad para quedarse a solas con ella, no pudo contenerse y la violó. Aunque también existe la creencia de que, ayudado por sus más íntimos sirvientes y en connivencia con las doncellas de Florinda, logró convencer a la muchacha de que correspondiera a sus malsanos sentimientos. Al poco tiempo sus amores trascendieron los muros del palacio y la escandalosa noticia llegó hasta los oídos del padre de la joven. De cualquier modo que haya sido, al guardián de Gibraltar le pesó mucho la deshonra y pactó con el general Tariq ben Ziyad y con su jefe, Muza ben Nuzayr, ambos al servicio del Califa de Bagdad, la entrega de la fortaleza que guardaba. Fue así como los moros, que habían sido contenidos durante varias décadas, penetraron por fin desde el África en la península Ibérica y derrotaron al rey Rodrigo en la decisiva batalla de Guadalete.
            La historia es mucho más cruda: el conde don Julián pertenecía al bando de los vitizianos y por razones políticas se alió con los bereberes. En la intriga contra el rey también participaban miembros destacados de la Iglesia, como el obispo Oppas. El propio conde trasladó paulatinamente a los hombres de Tariq hacia el Peñón en barcos fletados; por esa razón al sitio se le conoció con el nombre de Gebel al Tariq (la roca de Tariq), una expresión que con el uso fue deformándose en la lengua romance hasta convertirse en la palabra Gibraltar. Mientras el rey Rodrigo combatía las rebeliones de la Vasconia, los moros incursionaron en la península. El soberano visigodo llegó a toda prisa para cortar el avance de los invasores y ambos ejércitos se encontraron en el Guadalete. En medio de la batalla, los comandantes de los cuerpos laterales traicionaron a Rodrigo y lo dejaron solo frente al enemigo. Los musulmanes arrasaron a los cristianos y decidieron la suerte del reino visigodo en un único y decisivo encuentro. Todavía se preguntan los historiadores por qué mientras los ejércitos romanos tardaron casi dos siglos en conquistar el territorio español, a los árabes les costó un par de años. Tal vez la única explicación se pueda encontrar en las discordias políticas que juntaron a vitizianos, judíos y bereberes contra un endeble gobierno que no alcanzó a consolidarse; los visigodos del partido vitiziano prefirieron el dominio de los moros antes que conservar la integridad de su reino en manos de un partido contrario. La leyenda de la posesión de Florinda, por otro nombre Oliva o “La Cava” (la prostituta), como la llamaron los árabes, es un revestimiento moral que esconde los remordimientos de un pueblo que se aniquiló a sí mismo por no saber limar sus divergencias y privilegiar sus intereses personales.

La penitencia de Rodrigo

Después de la batalla de Guadalete sólo se encontraron las ropas, las botas, la corona y el caballo del rey Rodrigo. Se dice que anduvo peregrinando por los caminos descalzo y cubierto apenas con un sayal hasta que, aconsejado por un monje, encontró refugio en la que sería su propia tumba. Se encerró atormentado por una serpiente de dos cabezas que lo fue devorando muy lentamente: como dice el romancero:

Ya me come, ya me come,
por do más pecado había,
en derecho al corazón,
fuente de mi gran desdicha.

Desde entonces se mantiene la creencia que las campanas de Viseo tocan solas en señal del perdón que alcanzó el rey Rodrigo gracias a su penitencia.
            Por otra parte, consumada la traición, el conde don Julián se apartó de los árabes y huyó río arriba, hacia el señorío de Molina, en la parte conocida en la actualidad como la “Muela del Conde”. Sin embargo, los moros lo persiguieron y, para salvar sus riquezas, él ordenó arrojarlas a la laguna de Taravilla. Siguió su huida hasta Loarre, en el reino de Aragón, donde lo capturaron y lo torturaron hasta matarlo. Este encono de los invasores de debió quizá a que, al mirar el remordimiento del Conde, sospecharon que organizaría una guerra de resistencia y decidieron terminar de raíz con el peligro.
            Florinda se ahogó de manera deliberada en el Tajo, en el mismo lugar donde había sido descubierta por Rodrigo, que es el sitio conocido como “el Baño de la Cava”, cerca del actual puente de San Martín y las ruinas de un antiguo torreón. Se dice que su fantasma vagó por siglos por las orillas del río, gimiendo desesperadamente. También se dice que ese fantasma desapareció un día y fue sustituido por las siluetas de una pareja que recorre las arenas doradas del Tajo en aquellos parajes.

Otros Cantares

Existen otros cantares de gesta que también se perdieron y de los cuales quedó huella en la elaboración posterior de los cronistas, es el caso del Cantar de Fernán González, otro Conde de Castilla que sufrió la infidelidad y el abandono de Argentina, su esposa francesa. Después de recuperarse de una terrible enfermedad y, luego de una peregrinación, el conde cobró venganza por su afrenta dando muerte a los traidores. Volvió a su patria casado con la hija del hombre que había seducido a su primera mujer. Más tarde, en otro cantar, este mismo conde sería asesinado por doña Sancha, su segunda esposa, quien se enamoró de un moro que llevaba el nombre de Almanzor. Sancho García, el hijo del Conde, se percató de los amores de su madre e intentó frenarlos. La “condesa traidora”, sin embargo, trató de envenenar al hijo, pero éste logró burla la trampa gracias a la advertencia de la camarera y consiguió que su madre bebiera de la pócima envenenada que estaba destinada para él. Hay más cantares de gesta que sobrevivieron tanto en las crónicas como en los relatos, perdimos sus versos pero conocemos su contenido de manera pormenorizada: el Romance del Infante García, el Cantar de los hijos de Sancho de Navarra, el Cantar de Sancho II y el Cerco de Zamora, el Cantar de los siete Infantes de Lara y Mudarra, el Poema de Bernardo del Carpio, el Poema de la mora Zaida y la Gesta del abad de Montemayor.

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“Un primer acercamiento”, Las Grandes Obras de la Literatura española de la Edad Media, por Arnulfo Herrera, México, Revista médica de Arte y Cultura, Agosto de 2008.



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