martes, 30 de abril de 2019


MELCHOR GASPAR DE JOVELLANOS

ROMERIAS DE ASTURIAS

LOS VAQUEROS DE ALZADA

Amigo y señor: habiendo hablado de tantas cosas serias, permítame usted que le hable una vez siquiera de cosas alegres y entretenidas, y le dé alguna idea de las únicas diversiones que conoce el pueblo de este país. Tengo indicado mi dictamen acerca de la escasa suerte de nuestros labradores, y es justo que ahora diga algo de la única recreación que se la hace llevadera.

            Ya inferirá usted que no le voy a hablar de teatros o espectáculos magníficos, pues por la misericordia de Dios no se conocen en este país. Las comedias, los toros y otras diversiones tumultuosas y caras, que tanto divierten y tanto corrompen a otros pueblos reputados por felices, son desconocidas aún en las mayores poblaciones de esta provincia.
            Se puede decir que el pueblo no tiene en Asturias más diversiones que sus romerías, llamadas así porque son unas pequeñas peregrinaciones que en días determinados y festivos hace a los santuarios de la comarca, con motivo de la solemnidad del santo titular que se celebra en ella. De estas romerías voy a hablar a usted, o por mejor decir, se las voy a describir, para darle de ellas la más viva idea que me sea posible. ¡Ojalá pudiese inspirarle también alguna parte de aquellas deliciosas sensaciones que tantas veces excitó mi alma el espectáculo de la inocencia pura y sencilla! Espectáculo tanto más digno de la atención de la filosofía, cuanto más relación tiene con el interés general de estos pueblos, y cuanto más influye en la felicidad personal de sus individuos.
            Por lo común se escoge para escena de estas religiosas concurrencias el sitio más llano, frondoso y agradable de las inmediaciones de la ermita, y en él se colocan a la redonda las tiendas, los comestibles, los toneles de sidra y vino, y todo el restante aparato de regocijo y fiesta.
            Como el mayor número de estas romerías es por el verano, desde la víspera empiezan a concurrir al sitio acostumbrado todos los buhoneros, tenderos y vendedores de frutas y licores, y aún algunos de los romeros, que forman debajo de los árboles sus pabellones para pasar la noche y guarecerse en el siguiente día de los rayos del sol, o bien de las lluvias, que aquí son frecuentes y repentinas en todas las estaciones. Se pasa toda la noche en baile y gresca a la orilla de una gran lumbrada que hace encender el mayordomo de la fiesta, resonando por todas partes el tambor, la gaita, los cánticos y gritos de algazara y bullicio, que son los precursores de la diversión esperada.
            Con el primer rayo de la aurora, salen a poblar los caminos los que vienen a la ermita atraídos de la devoción, de la curiosidad o del deseo de divertirse. La mayor parte de esta concurrencia matutina es de gente aldeana, que viene lo mejor ataviada que su pobreza le permite; pero con una gran prevención de sencillez y buen humor, que son los más seguros fiadores de su contento. Sobre todo, la gente moza echa en estos días el resto, y se adereza y engalana a mil maravillas; porque ha de saber usted que suelen ser éstas las únicas ocasiones en que se ven y se hablan los amantes, y aún en las que se suele zurcir y apalabrar muchas bodas.
            Cuantos vienen a la romería, entran luego que llegan y pueden a la ermita a hacer sus preces, y es, sin duda, admirable la sencilla devoción que se nota en estas pobres gentes. Porque siendo así que la efigie que representa al santo titular suele ser una figura enana o extremadamente lánguida o esbelta, de forma y escultura gótica, mal estofada y corroída por todas partes de la polilla y las carcomas, vería usted cómo nuestras buenas y devotas aldeanas, postradas en su presencia, la cabeza inclinada, y cruzadas las manos, imploraban de ella el alivio de sus necesidades y aflicciones con su fervor y confianza.
            Después de rendido este culto, todo el mundo se da a la negociación y al tráfico. Cada romería viene a ser una feria general, donde se venden ganados, ropas y alhajas, cifrándose en ella casi todo el comercio interior que se hace en este país fuera de los mercados semanales; y en ello gozan de un gran beneficio sus moradores, porque estando su población dispersa y dividida en pequeños caseríos, sería muy gravosa a la gente aldeana la necesidad de ocurrir a los pueblos agregados, que son muy pocos y distantes entre sí, para surtirse de los objetos de consumo que no se venden en sus comarcas. Reservan, pues, para el tiempo de las romerías el tráfico y surtimiento d sus necesidades, uniendo así la utilidad y regocijo, que son los dos primeros objetos de la felicidad de un pueblo.
            En fin, las visitas a la ermita, la misa, la procesión y la compra de géneros comestibles llenan el espacio de la mañana, y van acercando la hora de la comida, que no es como entre nuestros perezosos cortesanos muy entrada la tarde, sino precisamente cuando el sol, subido a lo más alto del cielo, señala la mitad de su carrera luminosa. Entonces sí que es ver aquel gran concurso, dividido en diferentes ranchos, colocarse a la sombra de algún árbol frondoso a la orilla d un río, de un arroyo o fuente cristalina, para hacer sus comidas. La frugalidad y la alegría presiden a ellas. La leche, el queso, la manteca, las frutas verdes y secas, buen pan y buena sidra son la materia ordinaria de estos banquetes, y los hacen tan regalados y sabrosos, que no hay alguno de los convidados que no pudieran cantar con el Horacio español:

A mí una pobrecilla
mesa de amable paz bien abastada
me basta, y la vajilla
de fino oro labrada
sea de quien la mar no teme airada.


Fotografía de Daniel Álvarez Fervienza (1896).
Después de haber sesteado un rato por los lugares amenos y sombríos de aquel contorno, se empiezan a disponer las danzas, que sirven de ocupación al resto de la tarde. Estas danzas n son menos sencillas y agradables que los demás regocijos del día. Cada sexo forma las suyas separadamente, sin que haya ejemplo de que el desarreglo o la licencia los hayan confundido jamás. El filósofo ve brillar en todas partes la inocencia de las antiguas costumbres, y nunca esta virtud es más grata a sus ojos que cuando la ve unida a cierta especie de placeres que la corrupción ha hecho en otras partes incompatible con ella.
            Aunque las danzas d los hombres se parecen en forma a las de las mujeres, hay entre unas y otras ciertas diferencias bien dignas de notarse. Seméjanse en unirse todos los danzantes en rueda, asidos de las manos, y girar en rededor con un movimiento lento y compasado, al son del canto, sin perder ni interrumpir jamás el sitio ni la forma. Son una especie de coreas a la manera de las danzas de los antiguos pueblos, que prueban tener su origen en los tiempos más remotos y anteriores a la invención de la gimnástica. Pero cada sexo tiene su poesía, sus cantos y sus movimientos peculiares, de que es preciso dar alguna razón.
            Los hombres danzan al son de un romance de ocho sílabas, cantado por alguno de los mozos que más se señalan en la comarca por su clara voz y su buena memoria; y a cada copla o cuarteto del romance responde todo el coro con una especie de estrambote, que consta de dos solos versos o media copla. Los romances suelen ser de guapos y valentones, pero los estrambotes contienen siempre alguna deprecación a la Virgen, a Santiago, San Pedro u otro santo famoso, cuyo nombre sea asonante con la media rima general del romance.
            Esto me ha hecho presumir que tales danzas vienen desde el tiempo de la gentilidad, y que en ellas se cantarían entonces las alabanzas a los héroes, interrumpidas y alternadas con himnos a los dioses. Lo cierto es que su origen es muy remoto, que el depravado gusto de las jácaras es muy moderno, y que la mezcla de ellas con las súplicas a los santos es tan monstruosa, que no pudieron nacer en un mismo tiempo ni derivarse de una misma causa.
            Tampoco sería extraño presumir que estas danzas eclesiásticas, y que tienen cierto sabor a los usos y estilos litúrgicos de la media edad, pudieron ser traídas acá por los romeros que en ella venían a peregrinar por este país; pues ya sabe usted que las romerías de San salvador en Oviedo fueron en algún tiempo muy frecuentadas, y aún de ellas dura todavía algún resto. Lo cierto es que esta mezcla de devoción, regocijo y francachela, tiene parecer muy conforme el espíritu de los siglos supersticiosos, y al carácter de aquellos devotos vagabundos que con título de piedad andaban por entonces de santuario en santuario, dados a la vida libre y a la holganza, comiendo, bebiendo y saltando por el rey de Francia.
            Comoquiera que sea, estas danzas varoniles suelen rematar muchas veces en palos, única arma de que usa nuestro pueblo; y como nunca la sueltan, vería usted a todos los danzantes con su garrote al hombro, que sostienen con dos dedos de la mano izquierda, libres los otros para enlazarse en rueda, seguir danzando en ella con gran mesura y seriedad. Sucede, pus, frecuentemente que, en medio de la danza, algún valentón caliente de cascos empieza a vitorear a su lugar o su concejo. Los del concejo confinante, y por lo común rival, vitorean al suyo; crece la competencia y la gritería, y con la gritería la confusión; los menos valientes huyen; el más atrevido enarbola su palo; le descarga sobre quien mejor le parece, y al cabo se arma tal pelea de garrotazos, que pocas veces deja de correr sangre, y alguan se han experimentado más tristes consecuencias.

Para remediar estos abusos, alguna vez ha pensado el gobierno en prohibir el uso de los palos; pero ¡pobre país si esto sucediera! Los hombres, naturalmente tímidos y amantes de su conservación, gustan de llevar consigo alguna prevención, alguna defensa contra los insultos que los amenazan: Prohibido el uso de los palos, entrará, sin duda, el de las navajas y cuchillos, armas mortíferas que hacen a otros pueblos insidiosos y vengativos, y enervan y extinguen el valor y la verdadera bizarría.
            Ni por este uso debe usted de tachar a mis paisanos de bárbaros. Semejantes escenas, además de interesar en gran manera la curiosidad por cuanto hieren fuertemente la imaginación de los espectadores, son muy del gusto de los pueblos no corrompidos por el lujo, y en cierto modo están unidas a la condición misma de nuestra humanidad. Dejemos, pues, a los pueblos frugales y laboriosos sus costumbres, por rudas que nos parezcan, y creamos que la nobleza del carácter en que tienen su origen merece por lo menos esta justa condescendencia.
            Pro las danzas asturianas ofrecen ciertamente un objeto, sino más raro, a lo menos más agradable y menos fiero que las que acabamos de describir. Su poesía se refiere a un solo cuarteto o copla de ocho sílabas, alternando con un largo estrambote, o sea estribillo, en el mismo género de versos, que se repite a ciertas y determinadas pausas. Del primer verso de este estribillo, que empieza:
Hay un galán de esta villa,

vino el nombre con que se distinguen estas danzas. El objeto de esta poesía es ordinariamente el amor o cosa que diga relación a él. Tal vez se mezclan algunas sátiras o invectivas, pero casi siempre alusivas a la misma pasión, pues ya se zahiere la inconstancia de algún galán, ya la presunción de alguna doncella, ya el lujo de unos, ya la nimia confianza de otros, y cosas semejantes.
            Lo más raro, y lo que más que todo prueba la sencillez de las costumbres de estas gentes, es que tales coplas se dirigen muchas veces contra determinadas personas; pues aunque no siempre se las nombra, se las señala muy claramente, y de forma que no pueda dudarse del objeto de la alabanza o la invectiva. Aquella persona que más sobresale en el día de la fiesta por su compostura  o por algún caso de sus amores; aquel suceso que es más reciente y notable en la comarca; en fin, lo que en aquel día ocupa principalmente los ojos y la atención del concurso, eso es lo que da materia a la poesía de nuestros improvisantes asturianos. Ya ve usted si les será fácil indicar las personas sin nombrarlas expresamente. Supongo que para estas exposiciones no se valen nuestras mozas de ajena habilidad. Ellas son las poetisas, así como las compositoras de los tonos, y en uno y otro género suele su ingenio, aunque rudo y sin cultivo, producir cosas que no carecen de numen y de gracia. Pondréle a usted dos ejemplos, entre mil que pudiera señalar y si no entiende el dialecto, tenga paciencia, que otros le entenderán.
            En una de estas romerías a que concurrió cierto amigo mío, se había presentado una fea que, entre otros adornos, llevaba una redecilla muy galana y color muy sobre saliente. Al instante fue notada de las mozas, que le pegaron esta banderilla:

Quítate la rede negra
y ponte la colorada,
para que llucia la rede
lo que non llu la tó cara.
           
En otra romería corrían muchos rumores acerca del susto que daba a un recién casado el galanteo que con su mujer traía cierto caballerete de la Quintana. El novio, que por la cuenta era espantadizo, andaba no poco cabizbajo con esta sospecha. Se hizo público su cuidado, y al punto mis trovadoras soltaron su vena, le consolaron con esta copla:

El que tien la mujer guapa
cabo  cas de los señores,
más trabajo tien con ella
que en cavar y fer borrones.

También este uso puede tener muy fundada apología. En ninguna parte hiere tanto la sátira como donde es grande la corrupción de las costumbres, o porque allí se aguzan más sus dardos, o porque allí está el hombre más necesitado de tener corrido el velo de sus imperfecciones. Al contrario, la inocencia es tan tarda en sospechar el mal como pronta y franca en decirle. Pero cuando le dice no le insulta, no le acrimina, ni, por decirlo así, le condena. Otra coplita bien singular probará a usted la sencillez de corazón con que nuestras asturianas cometen esta especie de imprudencia.
            Era yo bien niño cuando el ilustrísimo señor don julio Manrique de Lara, obispo entonces de Oviedo, se hallaba en su deliciosa quinta de Contrueces, inmediata a Gijón, el día de San Miguel. Celebrábase allí aquel día una famosa romería, y las mozas, como para festejar a su ilustrísima, formaron su danza debajo de los mismos balcones de palacio. El buen prelado, que estaba en conversación con sus amigos, cansado del gurigay y la bulla de las cantiñas, dio orden para que hicieran retirar de allí las danzas. Sus capellanes fueron ejecutores del decreto, que se obedeció al punto; pero las mozas, mudando de sitio, bien que no tanto que no pudiesen ser oídas, armaron de nuevo su danza, cantando y recantando de esta nueva letra, que su ilustrísima celebró y oyó con gusto desde su balcón gran parte de la tarde:

El señor obispo manda
que s´acaben los cantares;
primero s´an d´acabar
obispos y capellanes.

Los estribillos con que se alternan estas coplas son una especie de retahíla que nunca he podido entender; pero siempre tienen sus alusiones a los amores y galanteos, o a los placeres y ocupaciones de la vida rústica. Los tonos son siempre tiernos y patéticos, y compuestos sobre la tercera menor. Llevan la voz de ordinario tres o cuatro mozas de las de más gallarda voz y figura, colocadas a la frente del coro, y las otras van repitiendo ya la mitad de la copla, ya el estribillo, a cuyo compás giran todas sin interrupción sobre un mismo círculo, pero con lentos, uniformes y bien acordados pasos. Entre tanto resuena en torno una dulce armonía que, penetrando por aquellos opacos y silenciosos bosques, no pueden oírse sin emoción ni entusiasmo.
No constan estas danzas, como nuestros modernos bailes, de fuertes y afectadas contorsiones, propias para expresar unas pasiones violentas y artificiosas, sino de movimientos lentos y ordenados, que indican las tranquilas afecciones de un corazón inocente y sensible. Si ésta es o no una ventaja para los pueblos que la melindrosa corrupción tiene por bárbaros, no parece un problema difícil de resolver. En estos entretenimientos se va pasando la tarde, y ya cerca de su fin, llegan de refresco a la romería las damas y caballeros del contorno, que jamás dejan de participar de estas fiestas populares.
No saldrá d su casa una señora sin el séquito de muchos caballeros acompañantes que para el caso tienen o buscan los mejores caballos y atavíos, y forman una vistosa y lucida comitiva. DE estas cuadrillas, al que dan el nombre de tropas, suelen acudir algunas veces cuatro o seis, y aumentan a un mismo tiempo el concurso, la curiosidad y la diversión del día.
Este es precisamente el punto en que más hierve el bullicio y la alegría de los concurrentes. Por todas partes se descubren objetos varios, y a cuál más agradables a la vista. A una parte de canta y se danza, a otra se tira a la barra, se juega y retoza; aquí se trata de amores, allí se habla de intereses y contratos; éstos beben, aquéllos riñen, los otros corren, y en fin, reina sobre toda la escena un espíritu de unión, de alegría y de júbilo que todo lo anima, todo lo pone en movimiento, y se entra sin arbitrio en los más fríos y desprevenidos corazones.


SOBRE EL ORIGEN Y COSTUMBRES DE LOS

VAQUEROS DE ALZADA EN ASTURIAS

Amigo y señor: Si yo hubiese de hablar a usted de los vaqueros de alzada, que han de ser objeto de esta carta, según las ideas y tradiciones populares recibidas acerca de ellos, o si pudiese conformarme con lo que el vulgo cree de su origen, carácter y costumbres, pudiera ciertamente hacerle una pintura muy nueva y agradable de estas notables gentes; pero no lograría fijar, como deseo, las opiniones que las ensalzan o envilecen. Tal suele ser la fuerza de todas las creencias populares: corren sin tropiezo largos años, sostenidas por la común preocupación, hasta que la buena o mala crítica de los escritores las desvanece o las autoriza. Más cuando las plumas callan, como en esta materia, el tiempo las fortifica y perpetúa, y entonces el que quiera ser creído, no tiene más que adoptarlas e irse tras ellas.
Sin embargo, usted puede haber conocido que mi correspondencia dista igualmente del deseo de adquirir gloria por medio de relaciones vanas y portentosas que de la ridícula pretensión de agradar temporizando con los errores y falsos principios. Mi método se ha reducido hasta aquí a observar cuanto puedo, según la rapidez de mis correrías, y a exponer a usted mi modo de pensar sin sujeción ni disimulo; y si alguna vez alabo o vitupero, es solo cuando la vista del bien o el mal hacen que el corazón gobierne la pluma y le dicte sus sentimientos. Sin embargo, esta carta no dejará por eso de ser curiosa, porque ni callaré lo que normalmente se cree de los vaqueros, ni dejaré de exponer mi sentir acerca de ellos, por más que se aleje del de muchos que los tratan y observan continuamente más de cerca. Ello es que hay hartos puntos en que su modo de vivir y sus usos no se conforman con los del restante pueblo de Asturias; pero las señales que los distinguen no bastan para atribuirles remoto ni diferente origen. Veamos, pues, de dónde dimanan, y por qué, teniendo una misma derivación, tienen tan diferentes costumbres. Semejantes indagaciones, hechas obre objetos propios y vecinos, deben ser preferidas a las que se emplean sobre tantos otros extraños y remotos: yo veo que decía muy bien un elocuente escritos que los españoles habían sido más curiosos de conocer las cosas ajenas que diligentes de conocer las propias. Profecto dum nostra fastidimus aut negligimus, inniamus alienis. (Alfonsus Santius, de Rebis Hispaniae, L. 7, C. 5.)
Otro empezaría informando a usted de lo que es este pueblo en la opinión, para examinar después lo que parece en la realidad. Yo seguiré el método contrario; diré primero lo que son, y de ahí podrá usted inferir lo que fueron.
Vaqueiros de Alzada llaman aquí a los moradores de ciertos pueblos fundados sobre las montañas bajas y marítimas de este principado, en los concejos que están a su ocaso, cerca del confín de Galicia. Llámanse vaqueiros porque viven comúnmente de la cría de ganado vacuno; y de alzada, porque su asiento no es fijo, sino que alzan su morada y residencia, y emigran anualmente con sus familias y ganados a las montañas altas. Las poblaciones que habitan, si acaso merecen este nombre, no se distinguen con el título de villa, aldea, lugar, feligresía ni cosa semejante, sino con el de braña, cuya denominación peculiar a ellas significa una pequeña población habilitada y cultivada por estos vaqueiros.
La palabra braña pudiera dar ocasión a muchas reflexiones si, buscando su origen en alguna de las antiguas lenguas, quisiésemos rastrear por ella el de los pueblos que probablemente la trajeron a Asturias. Pero este modo de averiguar los orígenes de gentes y naciones es muy falible y expuesto a grandísimos errores. Bástele a usted saber que braña vale tanto en el dialecto de Asturias como en la media latinidad brannam, lugar alto y empinado, según a autoridad de Decange. (1)
(1)     Tomando la voz del plural, así como las antiguas palabras buena, otrueba, seña y claustro, que no se derivaron de bonus, opus, signum, claustrum, sino de las plurales bona, opera, signa, claustra.

El vecindario de cada braña es por lo común muy reducido, pues fuera de alguna otra que llega a 50 hogares, están por lo común entre 20 y 30, y aun las hay de 16, 14, 8 y 6 vecinos solamente. Se hallan brañas en los concejos de Pravia, Salas, Miranda, Coto de Lavio, Tineo, Valdés y Navia; y aunque en otros más interiores se conocen también son allí raras, no permitiéndolas la naturaleza del suelo, ni el género de vida y cultivo a que son dados sus moradores, o bien por haberse convertido éstos en labradores al uso común del país, perdiendo el nombre de brañas y vaqueiros, como hoy se ve en las de Ordereies y Corollos, del concejo de Pravia.
Los vaqueiros viven, como he dicho, de la cría de ganados, prefiriendo siempre el vacuno, que les da su nombre, aunque crían también alguno lanar y caballar. Las demás ocupaciones son subsidiarias, y sólo tomadas para suplemento de su subsistencia. Tan cierto es que el interés, este gran móvil a que obedece el hombre en cualquiera situación, no ha inspirado todavía a estas gentes sencillas otro deseo que el de suplir a sus primeras y menos dispensables necesidades.


Vaqueiros siglo XIX

La riqueza, pues, cifrada en esta granjería pecuaria, no proveería a una gran multiplicación de estos vaqueiros, si no buscasen el aumento de sus ganados, origen de su subsistencia, por dos medios igualmente seguros: uno, el de trashumar con ellos por el verano a las montañas altas del mismo principado y del reino de León, y otro, el de cultivar prados de guadaña para asegurar con el heno que producen el alimento de sus ganados durante el invierno.
En este punto son nuestros vaqueiros muy dignos de alabanza, pues con laudable afán abren sus prados, aunque sea en las brañas más ásperas, los cercan de piedra, los abonan con mucho y buen estiércol, divierten hacia ellos todas las aguas que pueden recoger, y siegan y embolagan su heno con grande aseo y perfección. No hay, créalo usted, no puede presentarse objeto más agradable a la vista de un caminante que esta muchedumbre de pequeños prados, presentados a ella como otras tantas alfombras de un verde vivísimo, tendidas aquí y allí sobre las suaves lomas en que están situados los pueblecitos, interrumpidas por las cercas y chozas, y pobladas de variedad de ganados que pastan sus hierbas y cruzan continuamente por ellas.
Es verdad que estos ganados son pequeños; sus ovejas me parecieron un medio entre las merinas y las churras comunes, acaso porque la corta emigración que hacen anualmente, o bien la sola excelencia de las hierbas que pastan puso la finura de sus lanas en medio de las otras dos clases. Sus bueyes y caballos son también de corto tamaño y valor, cifrándose éste, más que en la calidad, en el número, y pudiendo aplicárseles muy bien lo que Tácito dijo de los que criaban pueblos del Norte: Pecorum fecunda (terra) sed plerumque improcera: ne armentis quidem sus honor aut gloria frontis: numero gaudent, eaeque solae, et gratisimae opes sunt.
Sus casas, si es que cuadra este nombre a las chozas que habitan, son por la mayor parte de piedras, y aunque pequeñas, bien labradas y cubiertas, sin división alguna interior, sirven a un mismo tiempo de abrigo a los dueños y a sus ganados, como si estas gentes se hubiesen empeñado en remedar hasta en esto a los de aquella dichosa edad. (2)
(1)     Cum frígida parvas
Praeberet spelunca domos, ignemque, larenque
Et pecus, et dominos communi clauderet umbra.
Juvenal, Satyr., 6.

En estas casas o chozas pasan el invierno los vaqueiros y las vacas, mantenidas con el heno que tienen recogido, mientras cubren todo el suelo las nieves, que ni son abundantes ni durables en él; porque la mayor parte de las brañas, sobre ser bajas, están cercanas a la costa: los aires marítimos templan considerablemente la atmósfera, y la humedad del vendaval los deshace en un punto.
A la venida del verano, y éste es el segundo medio para la multiplicación de sus ganados, se ponen en movimiento todos estos pueblos para buscar los montes altos de León y sus frescas hierbas. Estuvo en algún tiempo arreglado el día de la partida y de la vuelta de San Miguel a San Miguel, esto es, desde el 8 de mayo al 29 de septiembre. Ya en esto como en todo son libres, y así como atrasan su vuelta hasta San Francisco, suelen retardar su partida hasta San Antonio. Llegado este plazo, alzan y abandonan del todo sus casas y heredades, y cada familia entera, hombres y mujeres, viejos y niños, con sus ganados, sus puercos, sus gallinas, y hasta sus perros y gatos, forman una caravana y emprende alegremente su viaje, llevando consigo su fortuna y su patria, si así decirse puede de los que nada dejan de cuanto es capaz de interesar a un corazón no corrompido por el lujo y las necesidades de opinión. Otra cosa bien digna de notarse en estas expediciones es que el ganado vacuno sirve también para el transporte aun con preferencia a los caballos o rocines. Vería usted que sobre las mullidas y entre los mismos cuernos de los bueyes y vacas, suelen ir colocados, no sólo los muebles y cacharros, sino también los animales domésticos y hasta los niños, inhábiles para tan largo camino. No conociendo el uso de los carros, ni permitiéndolos la aspereza de los lugares que habitan ni la altura de los vericuetos que atraviesan, fían sus prendas más caras a la mansedumbre de aquellos animales que la Providencia crió para íntimos compañeros del hombre, y en cuya índole dócil y laboriosa colocó la Naturaleza en el mejor símbolo de la unión y felicidad doméstica.
En las montañas, su vida se acerca más al estado primitivo, pues ni tienen casas, haciendo la estación menos necesaria el abrigo, ni se afanan mucho por su subsistencia, hallando en la leche de sus ganados un abundante y regalado alimento. Sin embargo, como el principal motivo de esta emigración sea la escasez de pastos, las familias de aquellas brañas cuyos términos son más anchos y fecundos no mudan sus hogares, o tal vez se parten quedando algunos individuos con cierto número de cabezas, y trashumando los demás a las montañas con el restante armentio, que así llaman a la colección de sus ganados. En ambos casos, llegados al sitio, se adelantan los más robustos, vuelven a hacer la siega de los prados, y ponen en bálagos la hierba, en lo que tienen muy grande esmero, como he podido observar por mí mismo. A la entrada de octubre vuelve la caravana con su fortuna y penates, y colocándolos en el hogar primitivo, pasan allí la cruda estación, más guarecidos y no menos libres y dichosos.
Créame usted,  amigo mío, estas gentes lo serían del todo, y su independencia sería la medida de su felicidad, si con tantas precauciones no los forzase todavía la necesidad a buscar en otros medios d subsistir una fortuna más amarga y ganada con mayor afán.
Hay algunos que a la cría de ganados juntan el cultivo de las patatas, y los que así lo hacen, apenas conocen otro alimento que este fruto y la leche; más como no sea dado a todos los vaqueiros la proporción de este cultivo, porque o la esterilidad o la estrechez del suelo lo rehusa, los que carecen de tan buen auxilio tiene que comprar maíz, pues viven de boroña o de una especie de polentas hechas con la harina de este grano. Para hacer estas compras, es indispensable poseer algún sobrante del producto de sus granjerías; y vea usted aquí el origen del continuo afán en que viven, y el estímulo de un rudo e incesante trabajo.
Sea, pues, por la fuerza de esta necesidad, o tal vez por codicia, que suele tardar poco en ganar los corazones de los hombres, nuestros vaqueiros se meten en el invierno y aún en el verano a traficantes, comprando en los puertos y mercados de la costa pescados, frutas secas, granos y legumbres para venderla en otros de tierra adentro. Para esto sólo apetecen, y apenas tiene otro uso, su ganado caballar. Entre tanto, el cuidado de prados y armentio queda al cargo de viejos y mujeres. De aquí viene que algunos hayan juntado mayores conveniencias. De aquí la tal cual desigualdad de fortuna que hay entre ellos. De aquí la mutua dependencia, el orgullo, la pereza, y otros vicios de que acaso habrá ocasión de hablar más adelante.
Sin embargo, es menester confesar que, si hay un pueblo libre sobre la tierra, lo es éste sin disputa, no porque no esté como lo demás sujeto a las leyes generales del país, sino porque su pobreza le exime de las civiles, y su inocencia de las criminales. Aún los reglamentos económicos no tienen jurisdicción sobre él, porque cultiva sólo para existir, y trafica con el mismo fin, y sólo en los mercados libres. La aspereza de sus problemas aleja de él los molestos instrumentos de la justicia, y su rudeza natural, los sorteos y los enganchadores para la guerra. Considerado como una gran familia acogida a la sombra del gobierno, vive en cierta especie de sociedad separada, sin ser a nadie molesto ni gravoso, y si no parte las miserias, tampoco los honores, comodidades y recreos del restante vecindario. ¡Dichoso si fuese capaz de conocer la libertad que debe al cielo, y mucho más dichoso si supiese apreciar este bien que el lujo va desterrando de la superficie del mundo!
Yo he pretendido rastrear si estos pueblos en sus bodas, bautismos y funerales tenían algunos ritos y ceremonias domésticas que, abriendo campo a la conjetura, me guiasen hasta su origen; más nada hallé que despertase mi razón. Ello es que, profesando una religión que no ha fiado al arbitrio de sus creyentes el rito ni la forma de sus misterios, no podía perecer el mío un empeño muy vano. Sin embargo, no es raro que en semejantes pueblos se descubran algunos vestigios de su antigua religión y costumbres; indicios de que suele sacar gran partido la filosofía, pero que a mí me dejaron en la misma oscuridad.
Los matrimonios de los vaqueiros, más que al bien de las familias, parecen dirigidos al de los mismos pueblos. Cuando alguno se contrae, todos los moradores concurren alegre a la celebridad, acompañando a los novios a la iglesia y de allí a su casa, siempre en grandes cabalgatas, y festejando con escopetazos al aire y gritos y algazara aquel acto de júbilo y solemnidad públicos, como si el interés fuese común y dirigido a la prosperidad de una sola y gran familia. Hay quien diga que el convite general de este día se sirve un pan o bolo, que a manera de eulogia (3) se reparte en trozos a los convidados, y reservándose un parte muy señalada para la novia, se le hace comer en público, graduando de melindre las resistencias de la honestidad. Grosera e indecente costumbre, si la fama es cierta, que no supone grande aprecio de la modestia y el pudor, pero que por lo mismo dista mucho de la primitiva inocencia, y hace sospechar que a la sombra del regocijo pudo introducirla el descaro entre los brindis y risotadas del convite.
(2)     Eulogia, término de liturgia; vale bendición. De aquí clamar los griegos eulogia al pan que, separado de la porción que guardaban para consagrar, daban a los que no habían comulgado. En esta última acepción emplea Jovellanos la palabra.
Para solemnizar los entierros se congrega también toda la braña; otro general convite reúne a sus vecinos en el oficio de consolar a los dolientes. Colocado el cadáver al frente de la mesa, recibe en público la última despedida, y en ella el último de los obsequios inventados por la Humanidad. Todos asisten después a presencial el funeral, y dicho el último responso, los concurrentes, empezando por los más allegados, van echando en la huesa un puñado de tierra, y dejando al sepulturero la continuación de este oficio, se vuelven a sus casas pausados y silenciosos. En los días próximos llevan los parientes y dejan sobre la sepultura algunas viandas, prefiriendo aquellas de que más gustó en vida el soterrado. Costumbre antigua derivada de la gentilidad y común a otros pueblos, y que se tolera mirando estos dones como ofrendas hechas a la iglesia por vía de sufragio. Tal es el modo que tienen estas gentes de llorar sus finados; y si entre ellos son prolongados el dolor y la tristeza, verdaderas pruebas de su sensibilidad, son al mismo tiempo muy breves los lamentos y las lágrimas, que tan mal se componen con la constancia varonil.
También son públicos sus bautismos, como si en ellos se solemnizase el nacimiento y al regeneración espiritual de un hermano común: así es que estos pueblos representan a cada paso la imagen de aquellas primitivas sociedades que no eran más que una gran familia, unida por vínculos tan estrechos, que hacían comunes los intereses y los riesgos, los bienes y los males.
Se pretende finalmente que para experimentar la robustez y sanidad de sus jóvenes destinados al matrimonio, para asegurar la recíproca fe de los contratos, para prevenir o alejar los males y desgracias, y para indagar y predecir los tiempos convenientes a sus faenas rústicas, se valen estos pueblos de ciertas fórmulas y signos, de cierta observación de los astros, y de ciertas palabras misteriosas que el vulgo tiene por ensalmos y malas artes, y en que acaso ellos mismos, ilusos, creen encerrada alguna virtud desconocida y poderosa. Pero ¿qué vale todo esto a los ojos de la filosofía? La superstición ha sido siempre la legítima de la ignorancia, y los pueblos tienen más o menos en razón de su mayor o menor ilustración. Yo no veo aquí que otra cosa que aquella especie de vanas y supersticiosas creencias de que también abundan en otros pueblos de nuestras más cultas provincias, modificadas de este o el otro modo, pero siempre derivadas de un mismo origen, estos es, de costumbres tan antiguas, que tocan en los tiempos más obscuros y bárbaros, y que no ha podido borrar del todo la luz de la verdadera fe, o porque, bebidas en la niñez es muy difícil deshacer su impresión, o acaso porque, familiarizados con tales objetos, ni echamos de ver su fealdad, ni aplicamos a su remedio todo el desvelo que merecen. Tanta unión, tan fraternal concordia como se advierte entre los individuos de cada braña, debiera persuadir que su espíritu común las unía y enlazaba a todas muy estrechamente. No es así: cada pueblo reducido a sus términos y contento con su sola sociedad, vive separado de los demás, sin que entre ellos se advierta relación, inteligencia, trato ni comunicación alguna. Acaso por esto no han podido hasta ahora vencer la aversión y desprecio con que generalmente son mirados. Nunca se congregan, jamás se confabulan, no conocen la acción ni el interés común; y de ahí es que, defendiéndose por partes, siempre separados y nunca reunidos, la resistencia de cada uno no puede vencer el influjo de los aldeanos, que conspiran a una a menospreciarlos y envilecerlos.
Esto, amigo mío, esto son los vaqueiros en sí mismos; ahora debe usted ver qué cosa sea esta desestimación en que los tiene el restante pueblo de Asturias. Pero ¿acaso necesita usted que le diga yo su origen para inferirle? Separados de los demás aldeanos por su situación, su género de vida y sus costumbres, tratándolos allí como vendedores extraños, que sólo acuden a engañarlos y llevarles el dinero, era infalible que hubiesen de empezar aborreciéndolos y acabar teniéndolos en poco. Cierto aire astuto y ladino en sus tratos, cierto tono arisco en sus conversaciones, cierta rudeza agreste, efecto de una vida montaraz y solitaria, debieron concurrir también a aumentar el desprecio de los aldeanos, que al cabo han venido a mirarlos y tratarlos como a gentes de menos valer y poco dignas de su compañía.
Un abuso bien extraño nació de esta aprensión, y es que en algunas parroquias se haya dividido la iglesia en dos partes por medio de una baranda o pontón de madera que la atraviesa y corta de un lado a otro. En la parte más próxima al altar se congregan los parroquianos de las aldeas, como en la más digna, a oír los oficios divinos, y en la parte inferior los de las brañas: distinción odiosa y reprensible entre hijos de una misma madre y participante de una misma comunión, pero que la vanidad ha llevado más allá de la muerte, no concediendo a los vaqueiros difuntos otro lugar que el que pueden ocupar vivos, y notándolos como de infames hasta en el sepulcro. Gracias a la simplicidad de estas gentes, que les hace menospreciar tan vanas distinciones, y de quienes pudiera también decirse lo que Tácito de los germanos: Monumentorum arduum et oppresum honorem ut gravem defunctio adspernantur. Tan bárbara costumbre era digna, por cierto, de desterrarse del país culto, a quien infama harto más que a las familias que la sufren, pues la razón, llamada a pronunciar su voto, no podrá vacilar un punto entre el vano orgullo que la inventó y la sencilla generosidad que la desprecia.
Comoquiera que sea, ésta y semejantes distinciones han levantado otra barrera más insuperable entre los dos pueblos, que será eterna mientras la religión y la filosofía no venza el desprecio de los que ofenden y el desvío de los ofendidos. Entre tanto toda alianza, toda amistad, todo enlace están cortados entre unos y otros. Los vaqueiros no tienen más mujeres a que aspirar que las de sus brañas, y la virtud, la belleza y las gracias de la mejor de sus doncellas, no serían jamás merecedoras de la mano de un rústico labriego. Viene de aquí que apenas haya matrimonio a que no preceda una dispensa, ora la hagan necesaria los antiguos vínculos de la sangre, ora los recientes parentescos, que suelen hacer comunes el uso anticipado de los derechos conyugales. ¿Quién diría que entre unos pueblos tan pobres, tan distantes y desconocidos, había de hallar una pingue hipoteca la codicia de los curiales?
Esta necesidad va estrechado más y más entre sí el amor recíproco de los vaqueiros de cada braña, y alejándolos más y más cada día de los aldeanos. Por eso la misma separación, hecha ya de necesidad en la iglesia, se observa por sistema recíproco en toda clase de concurrencias, donde los vaqueiros que juntan el acaso hacen rancho aparte, formando en aquel sólo punto causa común en los acaecimientos de cada particular, unidas entonces por la necesidad las fuerzas, cual si estuviesen en una guerra abierta y con el enemigo al ojo. Triste argumento de lo que puede entre los hombres la preocupación, cuando, recibida en la niñez, ha pasado a idea habitual y borrado aquella natural simpatía con que los hombres, se atraen, se buscan y se complacen en tratarse y solazarse juntos.
La gente aldeana, acaso para cohonestar su desprecio, ha atribuido a estos vaqueiros un origen infecto, y los malos críticos menos disculpables en su ignorancia, han pretendido autorizar este rumor fijándole. Pero ¡cuán vanas, cuán infundadas son las opiniones en que se han dividido!
Dicen algunos que estos hombres descienden de unos esclavos romanos fugitivos, apoderados de las brañas de Asturias; pero la historia no sólo no conserva rastro alguno de esta emigración, sino que la resiste. Los esclavos que tan valerosamente pelearon bajo la conducta de Espartaco en los últimos tiempos de la república, fueron por fin vencidos y muertos por Licinio Craso. De su ejército, que había crecido hasta ciento veinte mil combatientes, sólo escaparon vivos cinco mil, que al fin exterminó Pompeyo. Floro describe su fin con su elegancia acostumbrada, diciendo: Tandem exceptione facta, dignan viris obiere mortem, et quod sub gladiatore duce oportuit, sine missione pugnatum est. Spartacus ipse in primo admine fortissime dimicans quasi superator occisus est. L. 3, cap. 20. Conque no pudieron ser estos esclavos los que vinieron a poblar nuestras brañas. Por otra parte, es constante que los astures no fueron sujetados hasta el tiempo de Augusto, y aun entonces la victoria sólo pudo comprender a los augustanos, esto es, a los que estaban de montes allende, en lo que hoy es el reino de León, hasta la villa de Ezla, que es sin disputa el Astura de que habla Floro. Sí, pues, los trasmontanos no cedieron al ímpetu de los ejércitos de Augusto, menos podrían ceder a un corto número de esclavos. Aunque se quiera considerarlos como acogidos por humanidad, esta emigración no puede suponerse anterior a aquel emperador, porque entonces los esclavos habrían hallado un asilo más próximo en los astures cimontanos no subyugados todavía, ni posterior, porque después fueron unos y otros amigos de los romanos, unos rendidos a sus armas y otros a sus negociaciones. Fuera de que Plinio supone en unos y otros astures,  doscientos cuarenta mil habitantes, todos libres e ingenuos, y esto prueba que no había entre ellos tales colonias de esclavos. No tiene, pues, la menor verosimilitud esta opinión acerca del origen de los vaqueiros.
Menos inverosímil sería, aunque no menos infundada, la que derivase estos pueblos de aquellos esclavos moros que se rebelaron contra sus dueños en tiempos del rey de Asturias Don Aurelio. Ya sus antecesores habían hecho grandes conquistas, y los esclavos por entonces no eran la riqueza menos apreciable del botín. Debía, por consiguiente, de haber en Asturias gran número de esclavos moros, , y esto mismo convence al arrojo de conspirar contra sus dueños y emprender una guerra servil que el príncipe hubo de refrenar por sí mismo. Pero al fin en esta guerra venció Don Aurelio, y los esclavos que salvasen la vida no recibirían ciertamente la libertad en premio de su conspiración. Agrégase a esto que el Cronicón de Don Alfonso, llamado de Sebastiano, no asegura que los esclavos fueron vencidos, sino que los redujo a su primitiva esclavitud. No es, pues, posible que estos esclavos saliesen de su condición a ser fundadores de nuevas colonias.
Pero yo confieso de buena fe no ser éstas las opiniones más válidas acerca del origen de los vaqueiros; que descienden de árabes o de moriscos es lo que cree el vulgo, y lo que algunos han pretendido persuadir como más probable; más, ¡cuán varios, cuán inconstantes están en señalar la ocasión y la época de esta emigración!
Dicen unos que al tiempo de la conquista de Granada vinieron a refugiarse a Asturias muchos de aquellos moros; pero la historia enseña que a los que se sometieron a los pactos den vencedor, que fueron, por cierto, muchos, se los dejó tranquilos en sus mismos hogares, y es increíble que los no sometidos, en lugar de seguir a sus jefes y de pasar a África, corriesen tantas leguas por un país enemigo a buscar en los montes de Asturias una suerte más áspera e incierta que la que perdían. Otro tanto se puede decir a los que suponen que los moros de esta emigración eran de los levantados en la Alpujarra en tiempos de Felipe II, cuyas circunstancias hacen todavía más increíble su retirada a Asturias; pues aunque al fin de aquella guerra civil consta que fueron muchos expelidos de sus pueblos y dispersos por las provincias interiores, nadie ha dicho hasta ahora que viniesen a estas montañas, ni hay razón alguna de autoridad ni de analogía que pueda favorecer a esta opinión. Así que no es creíble que de estos moriscos hubiese venido uno siquiera a refugiarse a este país.
La última de todas las opiniones supone que una porción de moriscos huidos al tiempo de la general expulsión que se hizo de ellos en el principio del siglo pasado, fueron los que poblaron las brañas; pero ¿cuánto tiempo antes había en Asturias brañas y vaqueiros? Muchedumbre de escrituras de arriendo y foro anteriores a aquella época lo atestiguan. Por otra parte, ¿qué conveniencia hay, qué analogía entre el genio, las ocupaciones, el traje, los usos y costumbres de estos dos pueblos? Por fortuna, la historia de esta cruel e impolítica expulsión está escrita con el mayor cuidado; sin lo que dicen de ella los historiadores generales y provinciales, la describieron con gran exactitud Bleda y Azuar. No hay un rastro, no hay un solo indicio de que se hubiese escapado a Asturias ninguno de estos infelices expatriados. Y ¿qué buscarían en Asturias? Forzados a dejar su patria y sus hogares, cualquiera región del mundo les debía ser más dulce que el suelo ingrato que los arrojaba de sí. La época es reciente: ¿por qué no se señala una memoria, un documento escrito del establecimiento de estos advenedizos? Las brañas son muchas en número, sus moradores muchísimos; pero probablemente son, pocos más o menos, los que fueron muchos años ha; porque los pueblos que no aran ni siembran, que no conocen manufacturas ni artefactos, que viven sólo de la cría de sus ganados, no pueden multiplicarse como otros donde la población crece en razón de lo que se aumentan las subsistencias.
¿Cómo, pues, es posible que un país hubiese admitido tantas bandadas de gentes extrañas sin que quedase alguna memoria de su establecimiento? Si se admitieron por lástima y humanidad, ¿quién lo hizo, dónde se firmaron, dónde se encierran los pactos de su admisión? Y si ganaron sus brañas a punta de lanza, ¡cómo es que no ha quedado vestigio, memoria ni tradición alguna de este suceso? Desengañémonos: el intento de dar a estas gentes un origen distinto del que tienen los demás pueblos de Asturias, es tan ridículo, que me haría serlo también si me detuviese más de propósito a desvanecerle.
No se me oponga lo que se ha escrito pocos años ha sobre el origen de los maragatos. El hombre, el traje, la ocupación y el círculo preciso en que están confinados estos pueblos, ofrecían un campo vastísimo a las conjeturas, y tentaban, por decirlo así, la erudición de los literatos para que se ocupasen en ordenarlas. Y al cabo, ¿cuál ha sido el efecto de esta investigación, aunque emprendida por uno de nuestros mayores sabios? Fuera de la etimología del nombre, ¿qué hay de probable en la curiosa disertación del reverendo Sarmiento? Harto más fruto puede esperarse del defensor de los chuetas, agotes y vaqueiros, que dirigieron sus raciocinios contra la bárbara preocupación que los envilece, siguió principios más conocidos y seguros, e hizo un servicio más importante al público y más grato a la Humanidad.
Algunos han querido inferir del traje y lengua de los vaqueiros la singularidad de su origen, pero con igual extravagancia. Su traje, compuesto de montera, sayo, jubón, cinto, calzón ajustado, medias de punto o de paño, y zapatos o albarcas, llamadas coricies, por ser el cuero su materia, es en todo conforme al de los demás aldeanos, fuera de la casaca o sayo; éste tiene la espalda cortada en cuchillos, que terminan en ángulo agudo al talle, y el de los aldeanos se acerca más a la forma de nuestras chupas. Pero reflexiónese que el corte de este último, que no es otro que el de una casaca o chupa a la francesa, es de reciente introducción, e infiérese de ahí, que el de los vaqueiros es el primitivo, nunca alterado por el uso, y probablemente el que llevaron en lo antiguo todos los labradores asturianos.
La lengua de los vaqueiros es enteramente la misma que la del todo el pueblo de Asturias; las mismas palabras, la misma sintaxis y mecanismo del dialecto general del país. Alguna diferencia en la pronunciación de tal cual sílaba, algún otro modismo, frase o locación peculiar a ellos, son señales tan pequeñas, que se pierden de vista en la inmensidad de una lengua, y no merecen la atención del curioso observador. Lejos de ayudar este artículo para probar lo que se quiere, yo aseguro que él solo basta para establecer sólidamente la identidad del origen con los demás pueblos, cuyo dialecto, derivado de unos mismos y comunes orígenes, hablan y conservan.
No negaré yo que es muy posible que estas familias establecidas en las brañas sean ramas de las que ocupan hoy la maragatería. Los vaqueiros van por el verano hacia el país de los Leitariegos, vecino al de los maragatos, y las montañas que habitan por el invierno son una serie derivada del monte de Leitariegos, que caminan siempre en declive hacia el mar. En el género de vida y ocupaciones, distan poco entrambos pueblos: uno y otro viven de la cría de ganados; uno y otro se ocupan de la arriería; uno y otro aborrece los enlaces de los restantes aldeanos, y es tenido en poco de ellos. La diferencia del traje y nombre es lo único que los distingue, y en cuanto al primero nada prueba, por ser la cosa más expuesta a vicisitudes y mudanzas, y menos el segundo, pues pudieron unos conservar el nombre del país que habitan, y los otros tomar el de la profesión en que se ocupan.
He dicho a usted que hay también vaqueiros en los concejos interiores de Asturias, y tales son los que viven en la Focella, Salienza, Torrestío y Cogollo. En todos parecidos a los otros, dados como ellos a la cría de ganados, trashumando como ellos por el verano a los puertos altos, y vistiendo y viviendo en todo como ellos, la única diferencia qu los distingue es que ni trafican ni son temidos en tan poco de los aldeanos sus vecinos, con quienes, no sólo tratan, sino que alternan en el goce de oficios públicos, honores y derechos sin distinción alguna. Son también empadronados por nobles, cosa que no sucede a los de la costa, si se exceptúa a la familia de los Gayos, única que tiene ejecutoriada su hidalguía en las brañas de hacia el mar. Prescindiendo, pues, de estas distinciones, que son puramente accidentales y de opinión, es claro que unos y otros deben de tener un mismo origen.
Cae, pues, de una vez todo el principio de las conjeturas y de las preocupaciones, y cae por sí mismo. Yo creo que la diferencia entre unos y otros vaqueiros nace de la diferencia del suelo que unos y otros habitan. El de estos últimos es todo igual, y por consiguiente, distan menos en su situación, en sus ocupaciones y en su trato con los aldeanos que en el de las otras brañas, donde hay tierras altas y bajas, y los aldeanos, dados sólo al cultivo, viven más separados de los vaqueiros. Pero sea la que quiera la causa, ellos es que, conociéndose en Asturias unos vaqueiros de igual origen, traje, carácter y ocupaciones, que viven fraternalmente con los aldeanos sus vecinos, es claro que sólo una preocupación irracional y digna de ser despreciada, combatida y desterrada por las gentes de talento, pudo producir la nota que se achaca a los aldeanos, y que, como he dicho, hace más agravio a los pueblos que la imponen que a los que la sufren.
Basta por hoy de vaqueiros: otro día hablaremos de artes. Salude usted entre tanto a los amigos comunes, y crea que lo soy suyo muy de veras.
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Jovellanos, Melchor Gaspar de, “de Cartas a varias personas, Romerías de Asturias, Los vaqueiros de  alzada”, en Costumbristas españoles, estudio preliminar y selección de textos por E. Correa Calderón, Madrid, Aguilar, S.A., 1950, Tomo I, Autores correspondientes a los siglos XVII, XVIII y XIX.




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