MELCHOR
GASPAR DE JOVELLANOS
ROMERIAS
DE ASTURIAS
LOS
VAQUEROS DE ALZADA
Amigo y señor:
habiendo hablado de tantas cosas serias, permítame usted que le hable una vez
siquiera de cosas alegres y entretenidas, y le dé alguna idea de las únicas
diversiones que conoce el pueblo de este país. Tengo indicado mi dictamen
acerca de la escasa suerte de nuestros labradores, y es justo que ahora diga
algo de la única recreación que se la hace llevadera.
Ya inferirá usted que no le voy a
hablar de teatros o espectáculos magníficos, pues por la misericordia de Dios
no se conocen en este país. Las comedias, los toros y otras diversiones
tumultuosas y caras, que tanto divierten y tanto corrompen a otros pueblos
reputados por felices, son desconocidas aún en las mayores poblaciones de esta
provincia.
Se puede decir que el pueblo no
tiene en Asturias más diversiones
que sus romerías, llamadas así porque
son unas pequeñas peregrinaciones que en días determinados y festivos hace a
los santuarios de la comarca, con motivo de la solemnidad del santo titular que
se celebra en ella. De estas romerías voy a hablar a usted, o por mejor decir,
se las voy a describir, para darle de ellas la más viva idea que me sea
posible. ¡Ojalá pudiese inspirarle también alguna parte de aquellas deliciosas
sensaciones que tantas veces excitó mi alma el espectáculo de la inocencia pura
y sencilla! Espectáculo tanto más digno de la atención de la filosofía, cuanto
más relación tiene con el interés general de estos pueblos, y cuanto más
influye en la felicidad personal de sus individuos.
Por lo común se escoge para escena
de estas religiosas concurrencias el sitio más llano, frondoso y agradable de
las inmediaciones de la ermita, y en él se colocan a la redonda las tiendas,
los comestibles, los toneles de sidra y vino, y todo el restante aparato de
regocijo y fiesta.
Como el mayor número de estas
romerías es por el verano, desde la víspera empiezan a concurrir al sitio
acostumbrado todos los buhoneros, tenderos y vendedores de frutas y licores, y
aún algunos de los romeros, que forman debajo de los árboles sus pabellones
para pasar la noche y guarecerse en el siguiente día de los rayos del sol, o
bien de las lluvias, que aquí son frecuentes y repentinas en todas las
estaciones. Se pasa toda la noche en baile y gresca a la orilla de una gran
lumbrada que hace encender el mayordomo de la fiesta, resonando por todas
partes el tambor, la gaita, los cánticos y gritos de algazara y bullicio, que
son los precursores de la diversión esperada.
Con el primer rayo de la aurora,
salen a poblar los caminos los que vienen a la ermita atraídos de la devoción,
de la curiosidad o del deseo de divertirse. La mayor parte de esta concurrencia
matutina es de gente aldeana, que viene lo mejor ataviada que su pobreza le permite;
pero con una gran prevención de sencillez y buen humor, que son los más seguros
fiadores de su contento. Sobre todo, la gente moza echa en estos días el resto,
y se adereza y engalana a mil maravillas; porque ha de saber usted que suelen
ser éstas las únicas ocasiones en que se ven y se hablan los amantes, y aún en
las que se suele zurcir y apalabrar muchas bodas.
Cuantos vienen a la romería, entran
luego que llegan y pueden a la ermita a hacer sus preces, y es, sin duda,
admirable la sencilla devoción que se nota en estas pobres gentes. Porque
siendo así que la efigie que representa al santo titular suele ser una figura
enana o extremadamente lánguida o esbelta, de forma y escultura gótica, mal
estofada y corroída por todas partes de la polilla y las carcomas, vería usted
cómo nuestras buenas y devotas aldeanas, postradas en su presencia, la cabeza
inclinada, y cruzadas las manos, imploraban de ella el alivio de sus
necesidades y aflicciones con su fervor y confianza.
Después de rendido este culto, todo
el mundo se da a la negociación y al tráfico. Cada romería viene a ser una
feria general, donde se venden ganados, ropas y alhajas, cifrándose en ella
casi todo el comercio interior que se hace en este país fuera de los mercados
semanales; y en ello gozan de un gran beneficio sus moradores, porque estando
su población dispersa y dividida en pequeños caseríos, sería muy gravosa a la
gente aldeana la necesidad de ocurrir a los pueblos agregados, que son muy
pocos y distantes entre sí, para surtirse de los objetos de consumo que no se
venden en sus comarcas. Reservan, pues, para el tiempo de las romerías el
tráfico y surtimiento d sus necesidades, uniendo así la utilidad y regocijo,
que son los dos primeros objetos de la felicidad de un pueblo.
En fin, las visitas a la ermita, la
misa, la procesión y la compra de géneros comestibles llenan el espacio de la
mañana, y van acercando la hora de la comida, que no es como entre nuestros
perezosos cortesanos muy entrada la tarde, sino precisamente cuando el sol, subido
a lo más alto del cielo, señala la mitad de su carrera luminosa. Entonces sí
que es ver aquel gran concurso, dividido en diferentes ranchos, colocarse a la
sombra de algún árbol frondoso a la orilla d un río, de un arroyo o fuente
cristalina, para hacer sus comidas. La frugalidad y la alegría presiden a
ellas. La leche, el queso, la manteca, las frutas verdes y secas, buen pan y
buena sidra son la materia ordinaria de estos banquetes, y los hacen tan
regalados y sabrosos, que no hay alguno de los convidados que no pudieran
cantar con el Horacio español:
A
mí una pobrecilla
mesa
de amable paz bien abastada
me
basta, y la vajilla
de
fino oro labrada
sea
de quien la mar no teme airada.
|
Fotografía de
Daniel Álvarez Fervienza (1896).
Después
de haber sesteado un rato por los lugares amenos y sombríos de aquel contorno,
se empiezan a disponer las danzas, que sirven de ocupación al resto de la
tarde. Estas danzas n son menos sencillas y agradables que los demás regocijos
del día. Cada sexo forma las suyas separadamente, sin que haya ejemplo de que
el desarreglo o la licencia los hayan confundido jamás. El filósofo ve brillar
en todas partes la inocencia de las antiguas costumbres, y nunca esta virtud es
más grata a sus ojos que cuando la ve unida a cierta especie de placeres que la
corrupción ha hecho en otras partes incompatible con ella.
Aunque las danzas d los hombres se
parecen en forma a las de las mujeres, hay entre unas y otras ciertas
diferencias bien dignas de notarse. Seméjanse en unirse todos los danzantes en
rueda, asidos de las manos, y girar en rededor con un movimiento lento y
compasado, al son del canto, sin perder ni interrumpir jamás el sitio ni la
forma. Son una especie de coreas a la manera de las danzas de los antiguos
pueblos, que prueban tener su origen en los tiempos más remotos y anteriores a
la invención de la gimnástica. Pero cada sexo tiene su poesía, sus cantos y sus
movimientos peculiares, de que es preciso dar alguna razón.
Los hombres danzan al son de un
romance de ocho sílabas, cantado por alguno de los mozos que más se señalan en
la comarca por su clara voz y su buena memoria; y a cada copla o cuarteto del
romance responde todo el coro con una especie de estrambote, que consta de dos
solos versos o media copla. Los romances suelen ser de guapos y valentones,
pero los estrambotes contienen siempre alguna deprecación a la Virgen, a
Santiago, San Pedro u otro santo famoso, cuyo nombre sea asonante con la media
rima general del romance.
Esto me ha hecho presumir que tales
danzas vienen desde el tiempo de la gentilidad, y que en ellas se cantarían entonces
las alabanzas a los héroes, interrumpidas y alternadas con himnos a los dioses.
Lo cierto es que su origen es muy remoto, que el depravado gusto de las jácaras
es muy moderno, y que la mezcla de ellas con las súplicas a los santos es tan
monstruosa, que no pudieron nacer en un mismo tiempo ni derivarse de una misma
causa.
Tampoco sería extraño presumir que
estas danzas eclesiásticas, y que tienen cierto sabor a los usos y estilos
litúrgicos de la media edad, pudieron ser traídas acá por los romeros que en
ella venían a peregrinar por este país; pues ya sabe usted que las romerías de
San salvador en Oviedo fueron en algún tiempo muy frecuentadas, y aún de ellas
dura todavía algún resto. Lo cierto es que esta mezcla de devoción, regocijo y
francachela, tiene parecer muy conforme el espíritu de los siglos
supersticiosos, y al carácter de aquellos devotos vagabundos que con título de
piedad andaban por entonces de santuario en santuario, dados a la vida libre y
a la holganza, comiendo, bebiendo y saltando por el rey de Francia.
Comoquiera que sea, estas danzas
varoniles suelen rematar muchas veces en palos, única arma de que usa nuestro
pueblo; y como nunca la sueltan, vería usted a todos los danzantes con su
garrote al hombro, que sostienen con dos dedos de la mano izquierda, libres los
otros para enlazarse en rueda, seguir danzando en ella con gran mesura y
seriedad. Sucede, pus, frecuentemente que, en medio de la danza, algún valentón
caliente de cascos empieza a vitorear a su lugar o su concejo. Los del concejo
confinante, y por lo común rival, vitorean al suyo; crece la competencia y la
gritería, y con la gritería la confusión; los menos valientes huyen; el más
atrevido enarbola su palo; le descarga sobre quien mejor le parece, y al cabo
se arma tal pelea de garrotazos, que pocas veces deja de correr sangre, y
alguan se han experimentado más tristes consecuencias.
Para remediar
estos abusos, alguna vez ha pensado el gobierno en prohibir el uso de los
palos; pero ¡pobre país si esto sucediera! Los hombres, naturalmente tímidos y
amantes de su conservación, gustan de llevar consigo alguna prevención, alguna
defensa contra los insultos que los amenazan: Prohibido el uso de los palos,
entrará, sin duda, el de las navajas y cuchillos, armas mortíferas que hacen a
otros pueblos insidiosos y vengativos, y enervan y extinguen el valor y la
verdadera bizarría.
Ni por este uso debe usted de tachar
a mis paisanos de bárbaros. Semejantes escenas, además de interesar en gran
manera la curiosidad por cuanto hieren fuertemente la imaginación de los
espectadores, son muy del gusto de los pueblos no corrompidos por el lujo, y en
cierto modo están unidas a la condición misma de nuestra humanidad. Dejemos,
pues, a los pueblos frugales y laboriosos sus costumbres, por rudas que nos
parezcan, y creamos que la nobleza del carácter en que tienen su origen merece
por lo menos esta justa condescendencia.
Pro las danzas asturianas ofrecen
ciertamente un objeto, sino más raro, a lo menos más agradable y menos fiero
que las que acabamos de describir. Su poesía se refiere a un solo cuarteto o
copla de ocho sílabas, alternando con un largo estrambote, o sea estribillo, en
el mismo género de versos, que se repite a ciertas y determinadas pausas. Del
primer verso de este estribillo, que empieza:
Hay un galán de esta villa,
vino el nombre
con que se distinguen estas danzas. El objeto de esta poesía es ordinariamente
el amor o cosa que diga relación a él. Tal vez se mezclan algunas sátiras o
invectivas, pero casi siempre alusivas a la misma pasión, pues ya se zahiere la
inconstancia de algún galán, ya la presunción de alguna doncella, ya el lujo de
unos, ya la nimia confianza de otros, y cosas semejantes.
Lo más raro, y lo que más que todo
prueba la sencillez de las costumbres de estas gentes, es que tales coplas se
dirigen muchas veces contra determinadas personas; pues aunque no siempre se
las nombra, se las señala muy claramente, y de forma que no pueda dudarse del
objeto de la alabanza o la invectiva. Aquella persona que más sobresale en el
día de la fiesta por su compostura o por
algún caso de sus amores; aquel suceso que es más reciente y notable en la
comarca; en fin, lo que en aquel día ocupa principalmente los ojos y la
atención del concurso, eso es lo que da materia a la poesía de nuestros
improvisantes asturianos. Ya ve usted si les será fácil indicar las personas sin
nombrarlas expresamente. Supongo que para
estas exposiciones no se valen nuestras mozas de ajena habilidad. Ellas son las
poetisas, así como las compositoras de los tonos, y en uno y otro género suele
su ingenio, aunque rudo y sin cultivo, producir cosas que no carecen de numen y
de gracia. Pondréle a usted dos ejemplos, entre mil que pudiera señalar y si no
entiende el dialecto, tenga paciencia, que otros le entenderán.
En una de estas romerías a que
concurrió cierto amigo mío, se había presentado una fea que, entre otros
adornos, llevaba una redecilla muy galana y color muy sobre saliente. Al
instante fue notada de las mozas, que le pegaron esta banderilla:
Quítate
la rede negra
y
ponte la colorada,
para
que llucia la rede
lo
que non llu la tó cara.
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En
otra romería corrían muchos rumores acerca del susto que daba a un recién
casado el galanteo que con su mujer traía cierto caballerete de la Quintana. El
novio, que por la cuenta era espantadizo, andaba no poco cabizbajo con esta
sospecha. Se hizo público su cuidado, y al punto mis trovadoras soltaron su
vena, le consolaron con esta copla:
El
que tien la mujer guapa
cabo cas de los señores,
más
trabajo tien con ella
que
en cavar y fer borrones.
|
También
este uso puede tener muy fundada apología. En ninguna parte hiere tanto la
sátira como donde es grande la corrupción de las costumbres, o porque allí se
aguzan más sus dardos, o porque allí está el hombre más necesitado de tener
corrido el velo de sus imperfecciones. Al contrario, la inocencia es tan tarda
en sospechar el mal como pronta y franca en decirle. Pero cuando le dice no le
insulta, no le acrimina, ni, por decirlo así, le condena. Otra coplita bien
singular probará a usted la sencillez de corazón con que nuestras asturianas
cometen esta especie de imprudencia.
Era yo bien niño cuando el
ilustrísimo señor don julio Manrique de Lara, obispo entonces de Oviedo, se
hallaba en su deliciosa quinta de Contrueces, inmediata a Gijón, el día de San
Miguel. Celebrábase allí aquel día una famosa romería, y las mozas, como para
festejar a su ilustrísima, formaron su danza debajo de los mismos balcones de
palacio. El buen prelado, que estaba en conversación con sus amigos, cansado
del gurigay y la bulla de las cantiñas, dio orden para que hicieran retirar de
allí las danzas. Sus capellanes fueron ejecutores del decreto, que se obedeció
al punto; pero las mozas, mudando de sitio, bien que no tanto que no pudiesen
ser oídas, armaron de nuevo su danza, cantando y recantando de esta nueva
letra, que su ilustrísima celebró y oyó con gusto desde su balcón gran parte de
la tarde:
El
señor obispo manda
que
s´acaben los cantares;
primero
s´an d´acabar
obispos
y capellanes.
|
Los
estribillos con que se alternan estas coplas son una especie de retahíla que
nunca he podido entender; pero siempre tienen sus alusiones a los amores y
galanteos, o a los placeres y ocupaciones de la vida rústica. Los tonos son
siempre tiernos y patéticos, y compuestos sobre la tercera menor. Llevan la voz
de ordinario tres o cuatro mozas de las de más gallarda voz y figura, colocadas
a la frente del coro, y las otras van repitiendo ya la mitad de la copla, ya el
estribillo, a cuyo compás giran todas sin interrupción sobre un mismo círculo,
pero con lentos, uniformes y bien acordados pasos. Entre tanto resuena en torno
una dulce armonía que, penetrando por aquellos opacos y silenciosos bosques, no
pueden oírse sin emoción ni entusiasmo.
No
constan estas danzas, como nuestros modernos bailes, de fuertes y afectadas
contorsiones, propias para expresar unas pasiones violentas y artificiosas,
sino de movimientos lentos y ordenados, que indican las tranquilas afecciones
de un corazón inocente y sensible. Si ésta es o no una ventaja para los pueblos
que la melindrosa corrupción tiene por bárbaros, no parece un problema difícil
de resolver. En estos entretenimientos se va pasando la tarde, y ya cerca de su
fin, llegan de refresco a la romería las damas y caballeros del contorno, que
jamás dejan de participar de estas fiestas populares.
No
saldrá d su casa una señora sin el séquito de muchos caballeros acompañantes
que para el caso tienen o buscan los mejores caballos y atavíos, y forman una
vistosa y lucida comitiva. DE estas cuadrillas, al que dan el nombre de tropas,
suelen acudir algunas veces cuatro o seis, y aumentan a un mismo tiempo el
concurso, la curiosidad y la diversión del día.
Este
es precisamente el punto en que más hierve el bullicio y la alegría de los
concurrentes. Por todas partes se descubren objetos varios, y a cuál más
agradables a la vista. A una parte de canta y se danza, a otra se tira a la
barra, se juega y retoza; aquí se trata de amores, allí se habla de intereses y
contratos; éstos beben, aquéllos riñen, los otros corren, y en fin, reina sobre
toda la escena un espíritu de unión, de alegría y de júbilo que todo lo anima,
todo lo pone en movimiento, y se entra sin arbitrio en los más fríos y
desprevenidos corazones.
SOBRE
EL ORIGEN Y COSTUMBRES DE LOS
VAQUEROS
DE ALZADA EN ASTURIAS
Amigo
y señor: Si yo hubiese de hablar a usted de los vaqueros de alzada, que han de
ser objeto de esta carta, según las ideas y tradiciones populares recibidas
acerca de ellos, o si pudiese conformarme con lo que el vulgo cree de su
origen, carácter y costumbres, pudiera ciertamente hacerle una pintura muy
nueva y agradable de estas notables gentes; pero no lograría fijar, como deseo,
las opiniones que las ensalzan o envilecen. Tal suele ser la fuerza de todas
las creencias populares: corren sin tropiezo largos años, sostenidas por la
común preocupación, hasta que la buena o mala crítica de los escritores las
desvanece o las autoriza. Más cuando las plumas callan, como en esta materia,
el tiempo las fortifica y perpetúa, y entonces el que quiera ser creído, no
tiene más que adoptarlas e irse tras ellas.
Sin
embargo, usted puede haber conocido que mi correspondencia dista igualmente del
deseo de adquirir gloria por medio de relaciones vanas y portentosas que de la
ridícula pretensión de agradar temporizando con los errores y falsos
principios. Mi método se ha reducido hasta aquí a observar cuanto puedo, según
la rapidez de mis correrías, y a exponer a usted mi modo de pensar sin sujeción
ni disimulo; y si alguna vez alabo o vitupero, es solo cuando la vista del bien
o el mal hacen que el corazón gobierne la pluma y le dicte sus sentimientos.
Sin embargo, esta carta no dejará por eso de ser curiosa, porque ni callaré lo
que normalmente se cree de los vaqueros, ni dejaré de exponer mi sentir acerca
de ellos, por más que se aleje del de muchos que los tratan y observan
continuamente más de cerca. Ello es que hay hartos puntos en que su modo de
vivir y sus usos no se conforman con los del restante pueblo de Asturias; pero
las señales que los distinguen no bastan para atribuirles remoto ni diferente
origen. Veamos, pues, de dónde dimanan, y por qué, teniendo una misma
derivación, tienen tan diferentes costumbres. Semejantes indagaciones, hechas
obre objetos propios y vecinos, deben ser preferidas a las que se emplean sobre
tantos otros extraños y remotos: yo veo que decía muy bien un elocuente
escritos que los españoles habían sido más curiosos de conocer las cosas ajenas
que diligentes de conocer las propias. Profecto
dum nostra fastidimus aut negligimus, inniamus alienis. (Alfonsus
Santius, de Rebis Hispaniae, L. 7, C.
5.)
Otro
empezaría informando a usted de lo que es este pueblo en la opinión, para
examinar después lo que parece en la realidad. Yo seguiré el método contrario;
diré primero lo que son, y de ahí podrá usted inferir lo que fueron.
Vaqueiros
de Alzada
llaman aquí a los moradores de ciertos pueblos fundados sobre las montañas
bajas y marítimas de este principado, en los concejos que están a su ocaso,
cerca del confín de Galicia. Llámanse vaqueiros
porque viven comúnmente de la cría de ganado vacuno; y de alzada, porque su
asiento no es fijo, sino que alzan su morada y residencia, y emigran anualmente
con sus familias y ganados a las montañas altas. Las poblaciones que habitan,
si acaso merecen este nombre, no se distinguen con el título de villa, aldea,
lugar, feligresía ni cosa semejante, sino con el de braña, cuya denominación peculiar a ellas significa una pequeña
población habilitada y cultivada por estos vaqueiros.
La
palabra braña pudiera dar ocasión a
muchas reflexiones si, buscando su origen en alguna de las antiguas lenguas,
quisiésemos rastrear por ella el de los pueblos que probablemente la trajeron a
Asturias. Pero este modo de averiguar los orígenes de gentes y naciones es muy
falible y expuesto a grandísimos errores. Bástele a usted saber que braña vale tanto en el dialecto de
Asturias como en la media latinidad brannam,
lugar alto y empinado, según a autoridad de Decange. (1)
(1) Tomando la voz
del plural, así como las antiguas palabras buena, otrueba, seña y claustro,
que no se derivaron de bonus, opus,
signum, claustrum, sino de las plurales bona, opera, signa, claustra.
|
El
vecindario de cada braña es por lo común muy reducido, pues fuera de alguna
otra que llega a 50 hogares, están por lo común entre 20 y 30, y aun las hay de
16, 14, 8 y 6 vecinos solamente. Se hallan brañas en los concejos de Pravia,
Salas, Miranda, Coto de Lavio, Tineo, Valdés y Navia; y aunque en otros más
interiores se conocen también son allí raras, no permitiéndolas la naturaleza
del suelo, ni el género de vida y cultivo a que son dados sus moradores, o bien
por haberse convertido éstos en labradores al uso común del país, perdiendo el
nombre de brañas y vaqueiros, como hoy se ve en las de Ordereies y Corollos,
del concejo de Pravia.
Los
vaqueiros viven, como he dicho, de la cría de ganados, prefiriendo siempre el
vacuno, que les da su nombre, aunque crían también alguno lanar y caballar. Las
demás ocupaciones son subsidiarias, y sólo tomadas para suplemento de su
subsistencia. Tan cierto es que el interés, este gran móvil a que obedece el
hombre en cualquiera situación, no ha inspirado todavía a estas gentes
sencillas otro deseo que el de suplir a sus primeras y menos dispensables
necesidades.
Vaqueiros
siglo XIX
La
riqueza, pues, cifrada en esta granjería pecuaria, no proveería a una gran
multiplicación de estos vaqueiros, si no buscasen el aumento de sus ganados,
origen de su subsistencia, por dos medios igualmente seguros: uno, el de
trashumar con ellos por el verano a las montañas altas del mismo principado y
del reino de León, y otro, el de cultivar prados de guadaña para asegurar con
el heno que producen el alimento de sus ganados durante el invierno.
En
este punto son nuestros vaqueiros muy dignos de alabanza, pues con laudable
afán abren sus prados, aunque sea en las brañas más ásperas, los cercan de
piedra, los abonan con mucho y buen estiércol, divierten hacia ellos todas las
aguas que pueden recoger, y siegan y embolagan su heno con grande aseo y
perfección. No hay, créalo usted, no puede presentarse objeto más agradable a
la vista de un caminante que esta muchedumbre de pequeños prados, presentados a
ella como otras tantas alfombras de un verde vivísimo, tendidas aquí y allí
sobre las suaves lomas en que están situados los pueblecitos, interrumpidas por
las cercas y chozas, y pobladas de variedad de ganados que pastan sus hierbas y
cruzan continuamente por ellas.
Es
verdad que estos ganados son pequeños; sus ovejas me parecieron un medio entre
las merinas y las churras comunes, acaso porque la corta emigración que hacen
anualmente, o bien la sola excelencia de las hierbas que pastan puso la finura
de sus lanas en medio de las otras dos clases. Sus bueyes y caballos son
también de corto tamaño y valor, cifrándose éste, más que en la calidad, en el
número, y pudiendo aplicárseles muy bien lo que Tácito dijo de los que criaban
pueblos del Norte: Pecorum fecunda
(terra) sed plerumque improcera: ne armentis quidem sus honor aut gloria
frontis: numero gaudent, eaeque solae, et gratisimae opes sunt.
Sus
casas, si es que cuadra este nombre a las chozas que habitan, son por la mayor
parte de piedras, y aunque pequeñas, bien labradas y cubiertas, sin división
alguna interior, sirven a un mismo tiempo de abrigo a los dueños y a sus
ganados, como si estas gentes se hubiesen empeñado en remedar hasta en esto a
los de aquella dichosa edad. (2)
(1)
Cum frígida
parvas
Praeberet spelunca domos, ignemque, larenque
Et pecus, et dominos communi clauderet umbra.
Juvenal, Satyr., 6.
|
En
estas casas o chozas pasan el invierno los vaqueiros y las vacas, mantenidas
con el heno que tienen recogido, mientras cubren todo el suelo las nieves, que
ni son abundantes ni durables en él; porque la mayor parte de las brañas, sobre
ser bajas, están cercanas a la costa: los aires marítimos templan considerablemente
la atmósfera, y la humedad del vendaval los deshace en un punto.
A
la venida del verano, y éste es el segundo medio para la multiplicación de sus
ganados, se ponen en movimiento todos estos pueblos para buscar los montes
altos de León y sus frescas hierbas. Estuvo en algún tiempo arreglado el día de
la partida y de la vuelta de San Miguel a San Miguel, esto es, desde el 8 de
mayo al 29 de septiembre. Ya en esto como en todo son libres, y así como
atrasan su vuelta hasta San Francisco, suelen retardar su partida hasta San
Antonio. Llegado este plazo, alzan y abandonan del todo sus casas y heredades,
y cada familia entera, hombres y mujeres, viejos y niños, con sus ganados, sus
puercos, sus gallinas, y hasta sus perros y gatos, forman una caravana y
emprende alegremente su viaje, llevando consigo su fortuna y su patria, si así
decirse puede de los que nada dejan de cuanto es capaz de interesar a un
corazón no corrompido por el lujo y las necesidades de opinión. Otra cosa bien
digna de notarse en estas expediciones es que el ganado vacuno sirve también
para el transporte aun con preferencia a los caballos o rocines. Vería usted
que sobre las mullidas y entre los mismos cuernos de los bueyes y vacas, suelen
ir colocados, no sólo los muebles y cacharros, sino también los animales
domésticos y hasta los niños, inhábiles para tan largo camino. No conociendo el
uso de los carros, ni permitiéndolos la aspereza de los lugares que habitan ni
la altura de los vericuetos que atraviesan, fían sus prendas más caras a la
mansedumbre de aquellos animales que la Providencia crió para íntimos
compañeros del hombre, y en cuya índole dócil y laboriosa colocó la Naturaleza
en el mejor símbolo de la unión y felicidad doméstica.
En
las montañas, su vida se acerca más al estado primitivo, pues ni tienen casas,
haciendo la estación menos necesaria el abrigo, ni se afanan mucho por su
subsistencia, hallando en la leche de sus ganados un abundante y regalado
alimento. Sin embargo, como el principal motivo de esta emigración sea la
escasez de pastos, las familias de aquellas brañas cuyos términos son más
anchos y fecundos no mudan sus hogares, o tal vez se parten quedando algunos
individuos con cierto número de cabezas, y trashumando los demás a las montañas
con el restante armentio, que así
llaman a la colección de sus ganados. En ambos casos, llegados al sitio, se
adelantan los más robustos, vuelven a hacer la siega de los prados, y ponen en
bálagos la hierba, en lo que tienen muy grande esmero, como he podido observar
por mí mismo. A la entrada de octubre vuelve la caravana con su fortuna y
penates, y colocándolos en el hogar primitivo, pasan allí la cruda estación,
más guarecidos y no menos libres y dichosos.
Créame
usted, amigo mío, estas gentes lo serían
del todo, y su independencia sería la medida de su felicidad, si con tantas
precauciones no los forzase todavía la necesidad a buscar en otros medios d
subsistir una fortuna más amarga y ganada con mayor afán.
Hay
algunos que a la cría de ganados juntan el cultivo de las patatas, y los que
así lo hacen, apenas conocen otro alimento que este fruto y la leche; más como
no sea dado a todos los vaqueiros la proporción de este cultivo, porque o la
esterilidad o la estrechez del suelo lo rehusa, los que carecen de tan buen
auxilio tiene que comprar maíz, pues viven de boroña o de una especie de
polentas hechas con la harina de este grano. Para hacer estas compras, es
indispensable poseer algún sobrante del producto de sus granjerías; y vea usted
aquí el origen del continuo afán en que viven, y el estímulo de un rudo e
incesante trabajo.
Sea,
pues, por la fuerza de esta necesidad, o tal vez por codicia, que suele tardar
poco en ganar los corazones de los hombres, nuestros vaqueiros se meten en el
invierno y aún en el verano a traficantes, comprando en los puertos y mercados
de la costa pescados, frutas secas, granos y legumbres para venderla en otros
de tierra adentro. Para esto sólo apetecen, y apenas tiene otro uso, su ganado
caballar. Entre tanto, el cuidado de prados y armentio queda al cargo de viejos y mujeres. De aquí viene que
algunos hayan juntado mayores conveniencias. De aquí la tal cual desigualdad de
fortuna que hay entre ellos. De aquí la mutua dependencia, el orgullo, la
pereza, y otros vicios de que acaso habrá ocasión de hablar más adelante.
Sin
embargo, es menester confesar que, si hay un pueblo libre sobre la tierra, lo
es éste sin disputa, no porque no esté como lo demás sujeto a las leyes
generales del país, sino porque su pobreza le exime de las civiles, y su
inocencia de las criminales. Aún los reglamentos económicos no tienen
jurisdicción sobre él, porque cultiva sólo para existir, y trafica con el mismo
fin, y sólo en los mercados libres. La aspereza de sus problemas aleja de él
los molestos instrumentos de la justicia, y su rudeza natural, los sorteos y
los enganchadores para la guerra. Considerado como una gran familia acogida a
la sombra del gobierno, vive en cierta especie de sociedad separada, sin ser a
nadie molesto ni gravoso, y si no parte las miserias, tampoco los honores,
comodidades y recreos del restante vecindario. ¡Dichoso si fuese capaz de
conocer la libertad que debe al cielo, y mucho más dichoso si supiese apreciar
este bien que el lujo va desterrando de la superficie del mundo!
Yo
he pretendido rastrear si estos pueblos en sus bodas, bautismos y funerales
tenían algunos ritos y ceremonias domésticas que, abriendo campo a la
conjetura, me guiasen hasta su origen; más nada hallé que despertase mi razón.
Ello es que, profesando una religión que no ha fiado al arbitrio de sus
creyentes el rito ni la forma de sus misterios, no podía perecer el mío un
empeño muy vano. Sin embargo, no es raro que en semejantes pueblos se descubran
algunos vestigios de su antigua religión y costumbres; indicios de que suele
sacar gran partido la filosofía, pero que a mí me dejaron en la misma
oscuridad.
Los
matrimonios de los vaqueiros, más que al bien de las familias, parecen
dirigidos al de los mismos pueblos. Cuando alguno se contrae, todos los
moradores concurren alegre a la celebridad, acompañando a los novios a la
iglesia y de allí a su casa, siempre en grandes cabalgatas, y festejando con escopetazos
al aire y gritos y algazara aquel acto de júbilo y solemnidad públicos, como si
el interés fuese común y dirigido a la prosperidad de una sola y gran familia.
Hay quien diga que el convite general de este día se sirve un pan o bolo, que a
manera de eulogia (3) se reparte en
trozos a los convidados, y reservándose un parte muy señalada para la novia, se
le hace comer en público, graduando de melindre las resistencias de la
honestidad. Grosera e indecente costumbre, si la fama es cierta, que no supone
grande aprecio de la modestia y el pudor, pero que por lo mismo dista mucho de
la primitiva inocencia, y hace sospechar que a la sombra del regocijo pudo
introducirla el descaro entre los brindis y risotadas del convite.
(2) Eulogia, término de liturgia; vale bendición.
De aquí clamar los griegos eulogia al
pan que, separado de la porción que guardaban para consagrar, daban a los que
no habían comulgado. En esta última acepción emplea Jovellanos la palabra.
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Para
solemnizar los entierros se congrega también toda la braña; otro general
convite reúne a sus vecinos en el oficio de consolar a los dolientes. Colocado
el cadáver al frente de la mesa, recibe en público la última despedida, y en
ella el último de los obsequios inventados por la Humanidad. Todos asisten
después a presencial el funeral, y dicho el último responso, los concurrentes,
empezando por los más allegados, van echando en la huesa un puñado de tierra, y dejando al sepulturero la continuación
de este oficio, se vuelven a sus casas pausados y silenciosos. En los días
próximos llevan los parientes y dejan sobre la sepultura algunas viandas,
prefiriendo aquellas de que más gustó en vida el soterrado. Costumbre antigua
derivada de la gentilidad y común a otros pueblos, y que se tolera mirando
estos dones como ofrendas hechas a la iglesia por vía de sufragio. Tal es el
modo que tienen estas gentes de llorar sus finados; y si entre ellos son
prolongados el dolor y la tristeza, verdaderas pruebas de su sensibilidad, son
al mismo tiempo muy breves los lamentos y las lágrimas, que tan mal se componen
con la constancia varonil.
También
son públicos sus bautismos, como si en ellos se solemnizase el nacimiento y al
regeneración espiritual de un hermano común: así es que estos pueblos
representan a cada paso la imagen de aquellas primitivas sociedades que no eran
más que una gran familia, unida por vínculos tan estrechos, que hacían comunes
los intereses y los riesgos, los bienes y los males.
Se
pretende finalmente que para experimentar la robustez y sanidad de sus jóvenes
destinados al matrimonio, para asegurar la recíproca fe de los contratos, para
prevenir o alejar los males y desgracias, y para indagar y predecir los tiempos
convenientes a sus faenas rústicas, se valen estos pueblos de ciertas fórmulas
y signos, de cierta observación de los astros, y de ciertas palabras
misteriosas que el vulgo tiene por ensalmos y malas artes, y en que acaso ellos
mismos, ilusos, creen encerrada alguna virtud desconocida y poderosa. Pero ¿qué
vale todo esto a los ojos de la filosofía? La superstición ha sido siempre la
legítima de la ignorancia, y los pueblos tienen más o menos en razón de su
mayor o menor ilustración. Yo no veo aquí que otra cosa que aquella especie de
vanas y supersticiosas creencias de que también abundan en otros pueblos de
nuestras más cultas provincias, modificadas de este o el otro modo, pero
siempre derivadas de un mismo origen, estos es, de costumbres tan antiguas, que
tocan en los tiempos más obscuros y bárbaros, y que no ha podido borrar del
todo la luz de la verdadera fe, o porque, bebidas en la niñez es muy difícil
deshacer su impresión, o acaso porque, familiarizados con tales objetos, ni
echamos de ver su fealdad, ni aplicamos a su remedio todo el desvelo que
merecen. Tanta unión, tan fraternal concordia como se advierte entre los
individuos de cada braña, debiera persuadir que su espíritu común las unía y
enlazaba a todas muy estrechamente. No es así: cada pueblo reducido a sus
términos y contento con su sola sociedad, vive separado de los demás, sin que
entre ellos se advierta relación, inteligencia, trato ni comunicación alguna.
Acaso por esto no han podido hasta ahora vencer la aversión y desprecio con que
generalmente son mirados. Nunca se congregan, jamás se confabulan, no conocen
la acción ni el interés común; y de ahí es que, defendiéndose por partes,
siempre separados y nunca reunidos, la resistencia de cada uno no puede vencer
el influjo de los aldeanos, que conspiran a una a menospreciarlos y
envilecerlos.
Esto,
amigo mío, esto son los vaqueiros en sí mismos; ahora debe usted ver qué cosa
sea esta desestimación en que los tiene el restante pueblo de Asturias. Pero
¿acaso necesita usted que le diga yo su origen para inferirle? Separados de los
demás aldeanos por su situación, su género de vida y sus costumbres,
tratándolos allí como vendedores extraños, que sólo acuden a engañarlos y
llevarles el dinero, era infalible que hubiesen de empezar aborreciéndolos y
acabar teniéndolos en poco. Cierto aire astuto y ladino en sus tratos, cierto
tono arisco en sus conversaciones, cierta rudeza agreste, efecto de una vida
montaraz y solitaria, debieron concurrir también a aumentar el desprecio de los
aldeanos, que al cabo han venido a mirarlos y tratarlos como a gentes de menos
valer y poco dignas de su compañía.
Un
abuso bien extraño nació de esta aprensión, y es que en algunas parroquias se
haya dividido la iglesia en dos partes por medio de una baranda o pontón de
madera que la atraviesa y corta de un lado a otro. En la parte más próxima al
altar se congregan los parroquianos de las aldeas, como en la más digna, a oír
los oficios divinos, y en la parte inferior los de las brañas: distinción
odiosa y reprensible entre hijos de una misma madre y participante de una misma
comunión, pero que la vanidad ha llevado más allá de la muerte, no concediendo
a los vaqueiros difuntos otro lugar que el que pueden ocupar vivos, y
notándolos como de infames hasta en el sepulcro. Gracias a la simplicidad de
estas gentes, que les hace menospreciar tan vanas distinciones, y de quienes
pudiera también decirse lo que Tácito de los germanos: Monumentorum arduum et oppresum honorem ut gravem defunctio
adspernantur. Tan bárbara costumbre era digna, por cierto, de desterrarse
del país culto, a quien infama harto más que a las familias que la sufren, pues
la razón, llamada a pronunciar su voto, no podrá vacilar un punto entre el vano
orgullo que la inventó y la sencilla generosidad que la desprecia.
Comoquiera
que sea, ésta y semejantes distinciones han levantado otra barrera más insuperable
entre los dos pueblos, que será eterna mientras la religión y la filosofía no
venza el desprecio de los que ofenden y el desvío de los ofendidos. Entre tanto
toda alianza, toda amistad, todo enlace están cortados entre unos y otros. Los
vaqueiros no tienen más mujeres a que aspirar que las de sus brañas, y la
virtud, la belleza y las gracias de la mejor de sus doncellas, no serían jamás
merecedoras de la mano de un rústico labriego. Viene de aquí que apenas haya
matrimonio a que no preceda una dispensa, ora la hagan necesaria los antiguos
vínculos de la sangre, ora los recientes parentescos, que suelen hacer comunes
el uso anticipado de los derechos conyugales. ¿Quién diría que entre unos
pueblos tan pobres, tan distantes y desconocidos, había de hallar una pingue
hipoteca la codicia de los curiales?
Esta
necesidad va estrechado más y más entre sí el amor recíproco de los vaqueiros
de cada braña, y alejándolos más y más cada día de los aldeanos. Por eso la
misma separación, hecha ya de necesidad en la iglesia, se observa por sistema
recíproco en toda clase de concurrencias, donde los vaqueiros que juntan el
acaso hacen rancho aparte, formando en aquel sólo punto causa común en los
acaecimientos de cada particular, unidas entonces por la necesidad las fuerzas,
cual si estuviesen en una guerra abierta y con el enemigo al ojo. Triste
argumento de lo que puede entre los hombres la preocupación, cuando, recibida
en la niñez, ha pasado a idea habitual y borrado aquella natural simpatía con
que los hombres, se atraen, se buscan y se complacen en tratarse y solazarse
juntos.
La
gente aldeana, acaso para cohonestar su desprecio, ha atribuido a estos
vaqueiros un origen infecto, y los malos críticos menos disculpables en su
ignorancia, han pretendido autorizar este rumor fijándole. Pero ¡cuán vanas,
cuán infundadas son las opiniones en que se han dividido!
Dicen
algunos que estos hombres descienden de unos esclavos romanos fugitivos,
apoderados de las brañas de Asturias; pero la historia no sólo no conserva
rastro alguno de esta emigración, sino que la resiste. Los esclavos que tan
valerosamente pelearon bajo la conducta de Espartaco en los últimos tiempos de
la república, fueron por fin vencidos y muertos por Licinio Craso. De su
ejército, que había crecido hasta ciento veinte mil combatientes, sólo
escaparon vivos cinco mil, que al fin exterminó Pompeyo. Floro describe su fin
con su elegancia acostumbrada, diciendo: Tandem
exceptione facta, dignan viris obiere mortem, et quod sub gladiatore duce
oportuit, sine missione pugnatum est. Spartacus ipse in primo admine fortissime
dimicans quasi superator occisus est. L. 3, cap. 20. Conque no pudieron ser
estos esclavos los que vinieron a poblar nuestras brañas. Por otra parte, es
constante que los astures no fueron sujetados hasta el tiempo de Augusto, y aun
entonces la victoria sólo pudo comprender a los augustanos, esto es, a los que
estaban de montes allende, en lo que hoy es el reino de León, hasta la villa de
Ezla, que es sin disputa el Astura de que habla Floro. Sí, pues, los
trasmontanos no cedieron al ímpetu de los ejércitos de Augusto, menos podrían
ceder a un corto número de esclavos. Aunque se quiera considerarlos como
acogidos por humanidad, esta emigración no puede suponerse anterior a aquel
emperador, porque entonces los esclavos habrían hallado un asilo más próximo en
los astures cimontanos no subyugados todavía, ni posterior, porque después
fueron unos y otros amigos de los romanos, unos rendidos a sus armas y otros a
sus negociaciones. Fuera de que Plinio supone en unos y otros astures, doscientos cuarenta mil habitantes, todos
libres e ingenuos, y esto prueba que no había entre ellos tales colonias de
esclavos. No tiene, pues, la menor verosimilitud esta opinión acerca del origen
de los vaqueiros.
Menos
inverosímil sería, aunque no menos infundada, la que derivase estos pueblos de
aquellos esclavos moros que se rebelaron contra sus dueños en tiempos del rey
de Asturias Don Aurelio. Ya sus antecesores habían hecho grandes conquistas, y
los esclavos por entonces no eran la riqueza menos apreciable del botín. Debía,
por consiguiente, de haber en Asturias gran número de esclavos moros, , y esto
mismo convence al arrojo de conspirar contra sus dueños y emprender una guerra
servil que el príncipe hubo de refrenar por sí mismo. Pero al fin en esta
guerra venció Don Aurelio, y los esclavos que salvasen la vida no recibirían
ciertamente la libertad en premio de su conspiración. Agrégase a esto que el Cronicón de Don Alfonso, llamado de
Sebastiano, no asegura que los esclavos fueron vencidos, sino que los redujo a
su primitiva esclavitud. No es, pues, posible que estos esclavos saliesen de su
condición a ser fundadores de nuevas colonias.
Pero
yo confieso de buena fe no ser éstas las opiniones más válidas acerca del origen
de los vaqueiros; que descienden de árabes o de moriscos es lo que cree el
vulgo, y lo que algunos han pretendido persuadir como más probable; más, ¡cuán
varios, cuán inconstantes están en señalar la ocasión y la época de esta
emigración!
Dicen
unos que al tiempo de la conquista de Granada vinieron a refugiarse a Asturias
muchos de aquellos moros; pero la historia enseña que a los que se sometieron a
los pactos den vencedor, que fueron, por cierto, muchos, se los dejó tranquilos
en sus mismos hogares, y es increíble que los no sometidos, en lugar de seguir
a sus jefes y de pasar a África, corriesen tantas leguas por un país enemigo a
buscar en los montes de Asturias una suerte más áspera e incierta que la que
perdían. Otro tanto se puede decir a los que suponen que los moros de esta
emigración eran de los levantados en la Alpujarra en tiempos de Felipe II,
cuyas circunstancias hacen todavía más increíble su retirada a Asturias; pues
aunque al fin de aquella guerra civil consta que fueron muchos expelidos de sus
pueblos y dispersos por las provincias interiores, nadie ha dicho hasta ahora
que viniesen a estas montañas, ni hay razón alguna de autoridad ni de analogía
que pueda favorecer a esta opinión. Así que no es creíble que de estos moriscos
hubiese venido uno siquiera a refugiarse a este país.
La
última de todas las opiniones supone que una porción de moriscos huidos al
tiempo de la general expulsión que se hizo de ellos en el principio del siglo
pasado, fueron los que poblaron las brañas; pero ¿cuánto tiempo antes había en
Asturias brañas y vaqueiros? Muchedumbre de escrituras de arriendo y foro
anteriores a aquella época lo atestiguan. Por otra parte, ¿qué conveniencia
hay, qué analogía entre el genio, las ocupaciones, el traje, los usos y
costumbres de estos dos pueblos? Por fortuna, la historia de esta cruel e
impolítica expulsión está escrita con el mayor cuidado; sin lo que dicen de
ella los historiadores generales y provinciales, la describieron con gran
exactitud Bleda y Azuar. No hay un rastro, no hay un solo indicio de que se
hubiese escapado a Asturias ninguno de estos infelices expatriados. Y ¿qué
buscarían en Asturias? Forzados a dejar su patria y sus hogares, cualquiera
región del mundo les debía ser más dulce que el suelo ingrato que los arrojaba
de sí. La época es reciente: ¿por qué no se señala una memoria, un documento
escrito del establecimiento de estos advenedizos? Las brañas son muchas en
número, sus moradores muchísimos; pero probablemente son, pocos más o menos,
los que fueron muchos años ha; porque los pueblos que no aran ni siembran, que
no conocen manufacturas ni artefactos, que viven sólo de la cría de sus
ganados, no pueden multiplicarse como otros donde la población crece en razón
de lo que se aumentan las subsistencias.
¿Cómo,
pues, es posible que un país hubiese admitido tantas bandadas de gentes
extrañas sin que quedase alguna memoria de su establecimiento? Si se admitieron
por lástima y humanidad, ¿quién lo hizo, dónde se firmaron, dónde se encierran
los pactos de su admisión? Y si ganaron sus brañas a punta de lanza, ¡cómo es
que no ha quedado vestigio, memoria ni tradición alguna de este suceso?
Desengañémonos: el intento de dar a estas gentes un origen distinto del que
tienen los demás pueblos de Asturias, es tan ridículo, que me haría serlo
también si me detuviese más de propósito a desvanecerle.
No
se me oponga lo que se ha escrito pocos años ha sobre el origen de los maragatos. El hombre, el traje, la
ocupación y el círculo preciso en que están confinados estos pueblos, ofrecían
un campo vastísimo a las conjeturas, y tentaban, por decirlo así, la erudición
de los literatos para que se ocupasen en ordenarlas. Y al cabo, ¿cuál ha sido
el efecto de esta investigación, aunque emprendida por uno de nuestros mayores
sabios? Fuera de la etimología del nombre, ¿qué hay de probable en la curiosa
disertación del reverendo Sarmiento? Harto más fruto puede esperarse del
defensor de los chuetas, agotes y
vaqueiros, que dirigieron sus raciocinios contra la bárbara preocupación
que los envilece, siguió principios más conocidos y seguros, e hizo un servicio
más importante al público y más grato a la Humanidad.
Algunos
han querido inferir del traje y lengua de los vaqueiros la singularidad de su
origen, pero con igual extravagancia. Su traje, compuesto de montera, sayo,
jubón, cinto, calzón ajustado, medias de punto o de paño, y zapatos o albarcas,
llamadas coricies, por ser el cuero
su materia, es en todo conforme al de los demás aldeanos, fuera de la casaca o
sayo; éste tiene la espalda cortada en cuchillos, que terminan en ángulo agudo
al talle, y el de los aldeanos se acerca más a la forma de nuestras chupas. Pero reflexiónese que el corte
de este último, que no es otro que el de una casaca o chupa a la francesa, es
de reciente introducción, e infiérese de ahí, que el de los vaqueiros es el
primitivo, nunca alterado por el uso, y probablemente el que llevaron en lo
antiguo todos los labradores asturianos.
La
lengua de los vaqueiros es enteramente la misma que la del todo el pueblo de
Asturias; las mismas palabras, la misma sintaxis y mecanismo del dialecto
general del país. Alguna diferencia en la pronunciación de tal cual sílaba,
algún otro modismo, frase o locación peculiar a ellos, son señales tan
pequeñas, que se pierden de vista en la inmensidad de una lengua, y no merecen
la atención del curioso observador. Lejos de ayudar este artículo para probar
lo que se quiere, yo aseguro que él solo basta para establecer sólidamente la
identidad del origen con los demás pueblos, cuyo dialecto, derivado de unos
mismos y comunes orígenes, hablan y conservan.
No
negaré yo que es muy posible que estas familias establecidas en las brañas sean
ramas de las que ocupan hoy la maragatería. Los vaqueiros van por el verano
hacia el país de los Leitariegos, vecino
al de los maragatos, y las montañas que habitan por el invierno son una serie
derivada del monte de Leitariegos, que caminan siempre en declive hacia el mar.
En el género de vida y ocupaciones, distan poco entrambos pueblos: uno y otro
viven de la cría de ganados; uno y otro se ocupan de la arriería; uno y otro
aborrece los enlaces de los restantes aldeanos, y es tenido en poco de ellos.
La diferencia del traje y nombre es lo único que los distingue, y en cuanto al
primero nada prueba, por ser la cosa más expuesta a vicisitudes y mudanzas, y
menos el segundo, pues pudieron unos conservar el nombre del país que habitan,
y los otros tomar el de la profesión en que se ocupan.
He
dicho a usted que hay también vaqueiros en los concejos interiores de Asturias,
y tales son los que viven en la Focella, Salienza, Torrestío y Cogollo. En
todos parecidos a los otros, dados como ellos a la cría de ganados, trashumando
como ellos por el verano a los puertos altos, y vistiendo y viviendo en todo
como ellos, la única diferencia qu los distingue es que ni trafican ni son
temidos en tan poco de los aldeanos sus vecinos, con quienes, no sólo tratan,
sino que alternan en el goce de oficios públicos, honores y derechos sin
distinción alguna. Son también empadronados por nobles, cosa que no sucede a
los de la costa, si se exceptúa a la familia de los Gayos, única que tiene
ejecutoriada su hidalguía en las brañas de hacia el mar. Prescindiendo, pues,
de estas distinciones, que son puramente accidentales y de opinión, es claro que
unos y otros deben de tener un mismo origen.
Cae,
pues, de una vez todo el principio de las conjeturas y de las preocupaciones, y
cae por sí mismo. Yo creo que la diferencia entre unos y otros vaqueiros nace
de la diferencia del suelo que unos y otros habitan. El de estos últimos es
todo igual, y por consiguiente, distan menos en su situación, en sus
ocupaciones y en su trato con los aldeanos que en el de las otras brañas, donde
hay tierras altas y bajas, y los aldeanos, dados sólo al cultivo, viven más
separados de los vaqueiros. Pero sea la que quiera la causa, ellos es que,
conociéndose en Asturias unos vaqueiros de igual origen, traje, carácter y
ocupaciones, que viven fraternalmente con los aldeanos sus vecinos, es claro
que sólo una preocupación irracional y digna de ser despreciada, combatida y
desterrada por las gentes de talento, pudo producir la nota que se achaca a los
aldeanos, y que, como he dicho, hace más agravio a los pueblos que la imponen
que a los que la sufren.
Basta
por hoy de vaqueiros: otro día hablaremos de artes. Salude usted entre tanto a
los amigos comunes, y crea que lo soy suyo muy de veras.
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Jovellanos,
Melchor Gaspar de, “de Cartas a varias personas, Romerías de Asturias, Los
vaqueiros de alzada”, en Costumbristas españoles,
estudio preliminar y selección de textos por E. Correa Calderón, Madrid,
Aguilar, S.A., 1950, Tomo I, Autores correspondientes a los siglos XVII, XVIII
y XIX.
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