lunes, 7 de octubre de 2019


Capit. 2

LA PINTURA ESPAÑOLA

HASTA FINES DEL SIGLO XVI



La pintura andaluza hasta 1540



Como ya hemos hecho constar en la Introducción y en el capítulo anterior, la activi9dad de los pintores andaluces se inicia en la época del arte gótico, después de la conquista de Córdoba y Sevilla (1), casi nada se conserva, por desgracia de las creaciones llevadas a cabo en los siglos XIII y XIV, ni en la pintura de tablas ni en pinturas murales. Algunos restos insignificantes de pinturas murales que hasta nosotros han llegado, como sucede, por ejemplo, con los de San Pedro, en Arcos de la Frontera, están en la actualidad completamente cubiertos por nuevos altares, o bien han sido retocados esencialmente en época posterior. Así acontece con las contadas composiciones de Madonas que se conservan en Sevilla pertenecientes a esta temprana época; la Virgen de la Antigua en la catedral de Sevilla, pintura que fue objeto de numerosas copias en los siglos XV y XVI, y la colosal pintura de la Virgen de Rocamador, en la iglesia de San Lorenzo, así como la madona más reciente de este grupo la Virgen del Coral, en la iglesia de San Ildefonso. N esta última producción puede apreciarse un íntimo parentesco con las creaciones francesas.
            También son, desgraciadamente, escasas las obras de pintores andaluces del siglo XV que han podido conservase. Juntamente con Sevilla, aparece muy pronto Córdoba como centro autónomo, aunque en un principio el efecto que produce sea un tanto provinciano, ya que su artista más importante, Bartolomé Bermejo, desarrolló su actividad en las regiones levantinas. Aunque el país era ya sumamente rico, las artes plásticas sólo fueron objeto de especial cultivo a partir del descubrimiento de América. Verdad es que la segunda mitad del siglo XV encontramos ya en Sevilla una serie de escultores y grabadores forasteros, pero es característico que la afluencia de artistas extraños sólo se inicia de un modo interesante al comenzar el siglo XVI, alcanzando extraordinaria amplitud en la época del romanismo, y, además, una gran importancia, no sólo por su elevado número, sino por su calidad artística.
                Más que otras escuelas extranjeras, se adaptaba la sienesa al carácter de los andaluces, especialmente al de los sevillanos. La mayoría de los cuadros que se conservan, pertenecientes a las postrimerías del siglo XV, patentizan una reminiscencia más o menos pronunciada de la manera sienesa, sin que sea posible precisar determinados modelos. A ello se añade, en más de un caso, una manifiesta tendencia a la elegancia y mundanidad que constituyen una nota culminante del arte francés. Indudablemente, todo ello se expresa en el arte andaluz de un modo recatado, que con el transcurso del tiempo, ha de adquirir la escuela sevillana. Tampoco se percibe aún ninguna de las importantes relaciones con Venecia que caracterizaron la época siguiente, hecho fundado, en parte, en la circunstancia de que el arte veneciano fue desarrollándose con lentitud. Llama, además, la atención en Sevilla, un rasgo profundamente conservador que con frecuencia crea considerables dificultades para establecer la fecha exacta de las obras sin documentar.
                Del primer cuadro del siglo XV procede la Virgen de los Remedios, con el santo obispo y el donante arrodillado, en el antecoro de la catedral, obra de inspiración sienesa, y el tríptico firmado de Juan Hispalensis, pintado hacia 1420 representando a la Madona entronizada, con ángeles músicos y los Santos Pedro y Pablo, en la Colección José Lázaro, en Madrid, obra que lejanamente recuerda la manera de Paolo di Giovanni Fi.
                De cuando en cuando pueden advertirse, asimismo, relaciones, aunque lejanas con el arte florentino. Recordemos, por ejemplo, el díptico con la Degollación de los Inocentes y Jesús en el templo, debido a García Fernández, obra que se encuentra en el Monasterio de Santa Úrsula de Salamanca, y que se estima como producción de un mediocre continuador de Tadeo Gaddi. Igualmente, el pintor, todavía incógnito, que hacia 1400 ejecutó las pinturas en el techo de la llamada Sala de Justicia, en el patio de los Leones de la Alhambra, y que un conocedor como Berenson considera como artista florentino emigrado, estudió, en todo caso, juntamente con las obras franco-borgoñonas, las creaciones del arte florentino, principalmente las miniaturas. Estos cuadros son de gran interés en el orden real; mostrando representadas sobre cuero las figuras de príncipes moros, escenas venatorias y amorosas, y moros vencedores en el torneo sobre los caballeros cristianos.
                El San Sebastián de la serie de pinturas murales que Diego López ejecutó, entre 1431 y 1436, en el crucero de San Isidoro del campo de Santiponce, de Sevilla, recuerda algo al famoso “San Jorge” de Donatello, con tanto mayor razón cuanto que se trata de una pintura de tonos grises con tendencia a la ilusión plástica. Prueba ante todo el realismo de este Diego López, o de sus colaboradores, la composición de San Isidoro que, rodeado de sus monjes, parece entregar una carta a un mensajero. Este cuadro ocupa notoriamente el término medio entre la miniatura y una pintura mural de carácter representativo.
                Juan Sánchez de Castro fue, al parecer, el continuador más importante de Diego López. Sus dos obras firmadas que se conservan son el Salvador de la Colección Sánchez Dalp, en Sevilla, de 1471, y la Virgen de la Gracia, una Madona entronizada con los Santos Pedro y Jerónimo, en la catedral de Sevilla; pero el tiempo ha causado grandes estragos en ella. Esta producción, indudablemente muy estimable, no nos permite suponer que este pintor fuera una personalidad independiente y creadora. Su contemporáneo, el pintor de las tablas de las Órdenes Militares (Museo de Sevilla), con representaciones de Santa Catlina, San Sebastián, San Antonio el Ermitaño y San Cristóbal, no posee una orientación tan marcadamente italiana como Sánchez de Castro, pero, en general, se revela con un carácter más conservador en lo que atañe a la inspiración artística. Es, en realidad, la tapa estilística correspondiente a las tablas a que ya hemos hecho referencia, con San Martín, Santa Úrsula y San Antonio, en el Museo de Valencia; pero difícilmente pudieron producirse antes de 1450 las tablas del “Pisanello” sevillano. Característico de la concepción d este pintor es el detalle de aparecer vestido con brocado de oro su San Cristóbal.
                La Virgen con San Jerónimo y una santa, del Museo Metropolitano de Nueva York, es de Juan Sánchez de Castro o, cuando menos, de su círculo. Adviértese en esta obra influencia flamenca. Muy enigmática resulta la personalidad del autor de San Miguel Grande procedente de Zafra, actualmente en el Museo del Prado. El pintor que lo ejecutó está íntimamente relacionado con la escuela de Sevilla.
                Una influencia muy flamenca se revela en la mediocre Piedad con dos santos y donantes, pintada por Juan Núñez en la catedral de Sevilla, con amplio paisaje nórdico. Mucho más independiente y notable, en cuanto a la formación, es el Enterramiento de Pedro Sánchez, actualmente en el Museo de Budapest, obra de final del siglo XV, que apenas puede imaginarse sin el conocimiento de las creaciones pertenecientes al ciclo de Roger van der Weyden. Está firmado por otros dos Sánchez, Antonio y Diego, el Cristo con la Cruz a cuestas, fragmento de un retablo hoy en la Colección Marley, en el Museo Fitzwillian de Cambridge. Obra arcaizante en muchos respectos, debió ser pintada muy entrado ya el siglo XV, suposición que abona sobre todo, los guerreros de la derecha, con su entonación levemente renacentista, mientras que en el grupo principal se mantienen vivas las influencias flamencas. Aunque los dos pintores no fueran en modo algunos artistas de primera categoría, es esta tabla para nosotros infinitamente valiosa, no sólo por la peculiaridad de su estructura representativa, sino especialmente por la concepción sevillanísima del Cristo en Pasión.
                La pieza más importante que conservamos del arte indígena de la pintura de Córdoba en esta época, se encuentra en la catedral de dicha ciudad: es la Anunciación con los donantes y Santos patronos, obra que data de 1475 y está firmada por Pedro de Córdoba. Este trabajo sumamente notable, fue producido manifiestamente bajo la impresión de obras eyckianas, pero aunque la escena principal patentice una sensibilidad especial muy intensa y una pronunciada tendencia naturalista en el detalle, el conjunto produce un efecto semiescénico, semiindustrial, de orfebrería, por la forma en que se destaca del proscenio de Santos y donantes la escena central, y porque la orla de la composición, semejante al pie de un cáliz o de un ostensorio, está trabajada casi a la manera de un artífice, y el vaso con flores, tan grande como las figuras de los donantes, constituye un contrapeso decorativo. El vaso y  la fuente con frutas son más venecianos que el interior flamenco con sus muebles.
                Renunciamos a mencionar todas las obras de segunda fila y a discutir los problemas que nos plantean, tal como, por ejemplo, el actual altar de San Bartolomé de la catedral de Sevilla, integrado ciertamente por tablas de distintos altares y pintadas por tres artistas diversos que trabajaron entre 1485 y 1504. Por cierto que los buenos pintores de la región cordobesa-sevillana fueron más numerosos de lo que se cree generalmente. Buena prueba de ello es la Puerta Dorada de la Iglesia de Espera (Arcos de la Frontera) que, al parecer, es fragmento del retablo que en 1504 contrataron en Sevilla los pintores Gonzalo Díaz y Nicolás Carlos Flamenco. El estilo de esta tabla recuerda un poco el de las obras de Alejo Fernández.
                En Córdoba residió, antes de trasladarse a Sevilla, el artista que, con su hermano el escultor Jorge, preparó el triunfo del Renacimiento en Andalucía, de Alejo Fernández Alemán, hijo de un matrimonio Garrido de Sevilla. Como quiera que sea, el arte de este pintor, que en 1498 casó en Córdoba, y murió en Sevilla en 1543, ofrece ciertas reminiscencias con el arte del bajo Rhin y con el de Brujas, evidenciándose en él, sobre todo, íntimas conexiones con la pintura alto italiana, que permiten inferir de modo casi seguro que Alejo Fernández estudió en Italia, principalmente en Venecia. La actividad de Alejo, como miniaturista y pintor de pequeños trípticos, redundó en beneficio de sus pinturas de retablos, en los que aparece en todo momento la finura y delicadeza de su sensibilidad pictórica. A la grandeza espiritual de sus figuras asocia este maestro una inusitada prestancia, gran riqueza decorativa, abundante empleo de brocados de oro en vestiduras y fondos, y una ejecución pictórica esmeradísima, con suaves sombras grises, insertando en la gran arquitectura del Renacimiento tipos de cuño genuinamente andaluz. Así, no es extraño que este pintor de vigorosas figuras de Santos y beatíficas mujeres, ejercieran en Andalucía una influencia dominante por espacio de toda una generación, y que no sólo las iglesias de Sevilla, sino también las de Marchena y Écija sean en la actualidad pregoneras de su fama. Creaciones especialmente características de Alejo son su Virgen de la Rosa, en el trascoro de la iglesia de Santa Ana, en Triana; el retablo en la capilla de Maese Rodrigo que parece influido por Borgognone, y cuatro tablas de un gran altar que pinto hacia 1516 para la catedral de Sevilla, con el Abrazo ante la Puerta Dorada, el Nacimiento de la Virgen, la Adoración de los Reyes Magos y la Presentación en el Templo. Otras creaciones del artista mismo pueden admirarse actualmente en el templo del Pilar, de Zaragoza (2), y en la Galería de Dresde (3). Una obra capital de Alejo, pintada para la capilla de la Contratación, la Virgen del Buen Aire, Santa Patrona, con los prohombres del comercio sevillano y una representación de los distintos medios de navegación, desde el barco más sencillo hasta la gran carabela del viaje a América (obra que figura en el Alcázar de Sevilla), está, por desgracia, algo deteriorada a consecuencia de los retoques efectuados en la pintura a fines del siglo XVI.
                El hijo de Alejo Fernández, llamado Sebastián (que murió en 1539, antes que su padre), era un artista tan poco independiente y de tan escasa importancia, como los distintos miembros de la familia de artistas sevillanos de la Mayorga. La tabla de retablo, firmada de San Andrés de Sevilla, con San Miguel y Santa Lucía y la familia de los donantes, obra probable de Cristóbal Mayorga, es una creación bastante lánguida, en la que apenas si cabe hablar de influencias renacentistas.
                Cosa muy distinta ocurre con Pedro Fernández de Guadalupe, que, juntamente con Alejo Fernández, aparece en Sevilla de 1509 a 1542. En él es innegable la formación italiana. Desde muy antiguo se ha acentuado cierta conexión con algunos trabajos de la escuela ferraresa-bolonesa, a la manera de Lorenzo Costa. A decir verdad, ni el altar de la catedral de Sevilla, pintado en 1527, con la Piedad como tema central, ni las pinturas, ejecutadas en unión con otros artistas, para el altar de San Pedro, en Arcos de la Frontera, acusan una orientación muy avanzada. A pesar de acoger todas las formas nuevas, estos trabajos producen un efecto un tanto arcaico para su tiempo, y están retrasados casi en una generación, con respecto a la evolución general. También se observan, en más de una ocasión, ciertas reminiscencias del arte flamenco. No obstante, el artista supo mantener en su obra una profunda sensibilidad religiosa, que, juntamente con el hermoso y profundo colorido de sus cuadros, consideramos como una de las excelencias capitales de su arte. Discípulo de Pedro Fernández de Guadalupe, pudo ser Cristóbal Morales autor de una Piedad firmada en el Museo de Sevilla.

La pintura española en la época del romanismo

1.     Ojeada General


Mientras que en el transcurso del siglo XVI conseguía sus máximos triunfos la escultura nacional española, y el contacto con el Renacimiento italiano era sumamente favorable para artistas como Alfonso Berruguete, Forment y Gregorio Fernández, la pintura española contemporánea atravesó en aquel periodo una crisis semejante a la flamenca. Ésta época, en la que todas las formas debían estar modeladas “a lo romano”, no podía evitar los nocivos efectos del manierismo externo, ya que ni en la propia Italia sucedieron a Miguel Ángel y Rafael, maestros de la forma, artistas que fueran capaces de desarrollar con carácter general las conquistas iniciadas por aquellos. Los mismos italianos, agotados después de un periodo único de esplendor, iniciaron en Florencia y en Roma el ejemplo del manierismo. Venecia, cuya evolución pictórica alcanzó en aquella época su punto culminante con Tiziano, Veronés y Tintoretto, no constituía aún en aquel entonces un centro del interés artístico general, como era el caso de Florencia y de Roma. Artistas de distintos países, lo mismo de Alemania que de Flandes, Francia y aún de España, se creían obligados a recuperar con rapidez el tiempo perdido. Con la expansión del romanismo se destacó en todos los lugares una pintura que no era en modo alguno popular, y que, a más de no responder a las necesidades religiosas del pueblo, rendía tributo, en cierto modo, a las exigencias del boato cortesano. Era una pintura de eruditos, destinada igualmente a un público erudito. Es la época en que, incluso en España, los pintores mostraron un enojoso empaque científico, escribiendo, en más de un caso, tratados que suelen ser mejores que sus pinturas. Es la época, tan aficionada a escribir, de Felipe II, en que la espontaneidad de las concepciones estéticas cedía el campo a las disquisiciones eruditas.
        La pintura española, desde antaño dotada de una base religiosa, corrió, bajo la influencia del alto Renacimiento italiano, el peligro de caer en un carácter representativo exteriormente religioso; pero el sentido de la devoción estaba tan arraigado en los españoles, que la imitación formal de los modelos italianos fracasó antes de que llegara a extinguirse la religiosidad nacional. Luis de Morales es el principal representante de este género auténticamente español.
        Aunque los españoles, análogamente a otros artistas europeos, se sintieran a gusto bajo la férula de la pintura italiana, y estimarán como su más elevado objetivo el dominio de las formas itálicas y el aprendizaje de los medios artísticos de expresión de los italianos, sin penetrar el verdadero contenido espiritual de las creaciones de este pueblo, no siempre cabe hablar a este respecto de amaneramiento, es decir, de la tendencia a imitar la técnica de los grandes maestros florentinos y romanos. Involuntariamente se abre paso, en casi todos los artistas españoles que brillaron como pintores, el temperamento pictórico, y como, según hemos indicado, Tiziano y su núcleo no eran suficientemente conocidos de los artistas hispanos, se mantuvieron éstos, tanto en Valencia como en Sevilla y en Castilla, en la observancia de las normas pictóricas de Leonardo y sus continuadores. A veces se inicia también un conocimiento de las obras de Sebastiano de Piombo, que tan decisiva influencia había de ejercer sobre el subsiguiente desarrollo de la pintura española.
        La comunidad de ideales artísticos en las distintas regiones de España atenuó las divergencias regionales de un modo no bien no bien conocido hasta la fecha. Sin embargo, como muy pronto podremos demostrar, una observación más inmediata permite reconocer invariablemente el carácter genuino de las escuelas de aquella época.
        Este movimiento romanístico fue apoyado por la actividad de los manieristas flamencos y holandeses, especialmente en Sevilla, y algo más tarde por la llegada de pintores italianos como Pelegrino Tibaldi, Fedrico Zuccaro, Bartolomé Carducci, Luca Cambiaso y Rómulo Cincinnato, entre otros, quienes, por encargo de Felipe II, decoraron ante todo El Escorial y el Alcázar de Madrid. Si en esta época Tiziano, Paolo Veronese y Tinroretto hubieran atendido las solicitaciones de aquel monarca entusiastas de las artes, acaso se hubiera producido antes la paralización del movimiento romano-manierista. El ejemplo de Navarrete, llamado “el Mudo”, nos muestra la influencia que en un pintor español de talento ejercía el estudio de las obras de Tiziano y Correggio, en la segunda mitad del siglo XVI. No sólo se apreciaron los progresos meramente técnicos de un manejo más fácil y desenvuelto del pincel, sino que también se afrontaron problemas de luz que revelan cómo había de efectuarse en España una evolución paralela a la de Caravaggio y su ciclo. También es un hecho típico que el arte del Greco no llegase a formar escuela con sus extravagancias, quedando parcialmente incomprendido el valor individual de este artista por los pintores españoles; en un principio, su técnica no suscitó nada importante, observándose, en cambio, mayor interés por aquellos de sus cuadros que, exteriormente emparentados con ciertas creaciones de Bassano y Correggio, trataban algunos problemas de iluminación artificial.
        Hasta muy entrado el siglo XVII siguieron influyendo los representantes de la orientación románica, y como tal ha de considerarse una personalidad como la de Francisco Pacheco.
        Muchas de las composiciones de carácter piadoso, religioso-simbólico y alegórico no son acreedoras a una especial atención, ni alcanzan un valor especial, pero en el campo del retrato, lo mismo que ocurre en Italia y en los Países Bajos, se produjeron por aquella época numerosas obras excelentes, que, en cierto modo, sirven de umbral a la gran pintura española del retrato, en el siglo XVII.
        En definitiva, se comprende fácilmente que, dado el carácter meramente decorativo de la pintura, se erigieran en modelo los llamados “grutescos” de la decoración de las logias de Rafael, modelos que tenían presentes los encomendantes, pero que fueron objeto de una imitación mediocre por parte de los artistas. Hasta nosotros han llegado algunas muestras características de esta pintura decorativa, como, por ejemplo, las de mano de Alejandro Mayner y Julio de Aquiles, que figuran en la Torre de las Damas de la Alhambra y en el palacio de los duques del Infantado, en Guadalajara. El palacio de don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, en El Viso, fue decorado, según el gusto italiano de aquella época, con cuadros de batalles, escenas mitológicas y simples decoraciones, por los pintores Juan y Francisco Perolas, oriundos de Almagro
        Dediquemos ahora nuestra atención a las modalidades de este estilo romanístico en los diversos centros del arte.

Valencia

Se mantiene aquí con carácter conservador, sumamente beneficioso, un sello renacentista, gracias, ante todo, a la actividad de Juan Vicente Macip, muerto antes de 1550, y de su hijo Juan, más conocido como Juan de Juanes. Las tablas del antiguo altar mayor de la catedral de Segorbe denotan que el padre estudió con gran aprovechamiento obras de la manera de Bartolomeo. El artista valenciano acentúa las formas plenas y grandiosas, y se esfuerza por alcanzar la monumentalidad, si ahogar por ello en los sentimientos delicados. Su hijo, nacido probablemente en 1523 y muerto en Bocairente en 1579, se hizo, entretanto, acreedor al mote de “Rafael español”. Está, no obstante, a juzgar por sus concepciones, de conjunto, más lejos de Rafael que de Barend van Orley, al que bien pudiera calificarse de equivalente nórdico suyo. Nuevamente se patentizan en este caso estrechas e íntimas relaciones con la pintura alto italiana. Los estudios psiquiognómicos en sus composiciones de la Cena, como en sus tablas de la leyenda de San Esteban, en el Museo del Prado, recuerdan a Leonardo da Vinci de un modo tan manifiesto como las tablas, pintadas en 1535, que representan el Bautismo de Cristo, y los Padres de la Iglesia con el donante Agnesio, en la catedral de Valencia, recuerdan a su vez una pintura de Cesare da Sesto. Por último, la composición de la Madona con los Santos, en el Museo de Budapest, denota tan numerosos rasgos milaneses, que apenas cabe dudar de que Juan de Juanes se educara en Italia. Estas relaciones contribuyeron también a hacer más sólida su tendencia innata a la pintura de detalle, rasgo que le asocia a los pintores flamencos contemporáneos suyos. Elocuente testimonio de ello son, ante todo, las obras conservadas en San Nicolás, de Valencia. Su producción más popular es la constituida por la composición de El Salvador, de medio cuerpo, con la Hostia en la diestra alzada y el famoso Cáliz de la catedral de Valencia, el denominado Cáliz del Grial, en la izquierda. El artista acertó a crear en esta obra un icono moderno, de indudable solemnidad y, además, de gran inspiración.
        En las obras de Juan de Juanes el paisaje está siempre tratado de modo análogo al de las creaciones de los romanistas flamencos, ofreciendo buen ejemplo de ello el ya citado ciclo de composiciones con la leyenda de San esteban, en el Prado. Al mismo tiempo contienen estas tablas pruebas de las insólitas dotes del maestro valenciano para el retrato, en cuyo campo raya a la misma altura que Salviati. Característico del valor que posee el retrato de D. Luís de Castelví, en el Prado, es el hecho de más de un inteligente en arte italiano haya pretendido atribuir a esta obra origen itálico. Juan de Juanes nos ofrece en ella su creación más perfecta, cuya elegancia recuerda la de los retratos de Cluet.
        El hijo y la hija de Juan de Juanes, pero especialmente el infatigable Fray Nicolás Borrás (1530-1610), continuaron el arte de este pintor, sin lograr imprimirle nuevos desarrollos.
        La inmediata generación de artistas se mantuvo fiel a las normas tradicionales, imitando los modelos altoitalianos en aquellos casos en que sintió la necesidad de apoyarse en el arte extranjero. Las mejores obras creadas por estos pintores valencianos son retratos, constituyendo buena prueba de ello las pinturas murales ejecutadas de 1590 a 1593 en el Salón de Cortes del Reino de Valencia (hoy Audiencia de dicha ciudad).
        Se reúnen en ellas 101 retratos de tamaño natural, para cuya composición se tuvieron, al parecer, presentes hasta cierto punto los retratos en grupo de los senadores venecianos. El principal autor de esta obra es el miembro más importante de la familia Sariñena, Juan, nacido hacia 1545, muerto en 1634, por lo menos. También las figuras de Apóstoles debidas a Cristóbal (muerto en 1622), hermano de Juan, conservadas en el Museo de valencia, denotan ciertas relaciones con el arte veneciano. Mayor vivacidad como retratista poseyó Vicente Requena, quien, en la citada sala de sesiones de Valencia, reprodujo las figuras de los Diputados eclesiásticos, con sus togas.


Andalucía

En esta región, los romanistas flamencos lograron crearse, durante los decenios quinto y sexto, tan favorable ambiente en los círculos eclesiásticos y entre los admiradores del arte, que los pintores del país lograron sólo imponerse paulatinamente. Aunque Fernando Sturm y Francisco Frutet no fuesen maestros de extraordinario talento, el tercero de estos pintores flamencos, Peter de Kempeneer, aventaja en importancia a todos los pintores extranjeros y nacionales que trabajaban en Andalucía, y si su nombre se ha hecho en la actualidad casi popular en su versión española, Pedro de Campaña, débese a la circunstancia de que, sin olvidar su origen, supo crear en varias de sus pinturas obras admirablemente adecuadas al sentimiento religioso de los andaluces. Ésta es también la causa de que hayamos de referirnos, aunque brevemente, a cierto artista que, nacido en Bruselas en 1503 y educado en Bolonia y Roma, trabajó desde 1537, por espacio de veinticinco años, en diversas ciudades andaluzas, especialmente en Sevilla, se regresó a su patria en 1562, donde pasó los últimos años de su vida.
        Entre las obras de Campaña conservadas en la catedral de Córdoba, parece ser la más acabada el retablo de la capilla de la Coronación de la Virgen. Gran distinción y monumentalidad poseen el altar de San Bartolomé, en Santa María de Carmona, y el rico retablo de la izquierda del crucero en la Iglesia parroquial de Santiago de Écija. Las creaciones más genuinamente hispánicas del artista fueron, sin embargo, las que produjo con destino a varias iglesias mexicanas, en especial el Descendimiento, pintado antes del mes de julio de 1577, obra que actualmente figura en el Museo Fabre de Montpellier, y otra tabla con el mismo asunto, todavía más monumental, y que se conserva hoy en la sacristía mayor de la catedral de Sevilla. El motivo del Cristo muerto, en el que aparece el Redentor como encarnación del sufrimiento y de la resignación, está tratado con extraordinaria maestría, poseyendo la obra una manifiesta vitalidad, a pesar de que en ella se acentúa el factor pasivo. Característica de la honda influencia que este cuadro ejerció sobre los españoles, aún en épocas muy posteriores, es la circunstancia de que Murillo solía a menudo detenerse largamente ante esta obra, y en cierta ocasión contestó al sacristán que, impaciente, quería cerrar la capilla: “Estoy aguardando a que estos hombres piadosos acaben de descender el cuerpo del señor”. En cambio, en los contemporáneos de Campaña influyó, al parecer, mucho más profundamente el retablo del Mariscal en la catedral de Sevilla, obra de orientación más italianizante, juntamente con la gran tabla de la Purificación en el templo, no sólo porque en estas producciones se comunicaban a los pintores sevillanos las tendencias rafaelistas, sino porque Campaña, en las figuras del grupo de los donantes, sirvió de guía a los pintores andaluces, del mismo modo que Antonio Moro a los artistas castellanos.
        Como colaborador de Campaña trabajó en diversas ocasiones Antonio de Alfián, nacido en Triana, cuya actividad está demostrada desde 1542 hasta 1587, pero de cuya fama como pintor al fresco no existe en la actualidad prueba alguna. Lo mismo que el hijo de Campaña, Juan, y que Miguel de Esquivel, muerto en 1621, intentó proseguir en Sevilla la tradición del gran flamenco, pero a estos continuadores les faltaba empuje en la composición, nobleza en las proporciones y flexibilidad en el dibujo. Muchos más intenso fue el influjo que el arte del flamenco ejerció en las creaciones de diversos maestros de talento, que veían en Campaña un rival enojoso y trataban de alejarlo de Sevilla, después de haber sacado de su arte gran provecho.
        Entre los pintores indígenas más inteligentes d este grupo romanista figura Luis de Vargas (1502-68), que pasó gran parte d su vida en Roma. Su Adoración de los pastores de 1555, en la catedral de Sevilla, denota en la composición y en los tipos ciertas relaciones con obras italianas del mismo tema, pero en las figuras de los pastores y en la representación de los animales patentiza brillantemente su naturalismo español. Más que el cuadro central, las piezas de las predelas, especialmente la Adoración de los Reyes, con un paisaje muy animado, se revelan como trabajos de un pintor de grandes dotes. Más amanerada es la recargada composición de la Madona, que se aparece a los santos padres del Antiguo Testamento en el Limbo, obra del año 1561, conservada asimismo en la catedral de Sevilla. Este cuadro, famoso bajo la denominación de La Gamba (porque se acostumbraba a considerar la pierna de Adán como obra sumamente perfecta), guarda cierta semejanza con la composición de Vasari. El fragmento de mayor vivacidad en este retablo del donante, el chantre Juan de medina, que figura en el zócalo. Parece ser que el artista, con el transcurso de los años, fue dominando cada vez más su tendencia naturalista. La Piedad pintada en 1564, y conservada en Santa María la Blanca de Sevilla, supera, en cierto modo, el plasticismo de las obras de Sebastián del Piombo. El artista sevillano emprendió en esta producción una ruta que no correspondía a sus dotes pictóricas ni a su temperamento lírico andaluz. Le faltaba en absoluto el órgano para las manifestaciones patéticas de esta especie.
        Un romanista típico con aspiraciones clasicistas es Pedro de Villegas Marmolejo (se le supone nacido en Sevilla en 1520; murió en esta ciudad en 1596), quien, a más de una gran biblioteca, poseyó también una colección de antigüedades. Su mejor obra, el altar de la Visitación en el muro occidental de la catedral de Sevilla, pone de relieve la elevada inspiración y las grandes dotes para el diseño, al mismo tiempo el rasgo levemente melancólico de este artista genuinamente español.
        Como coetáneo y afín de este pintor figura Pablo de Céspedes, el artista más importante que tuvo Córdoba en el siglo XVI (nacido en 1538, muerto en 1608). No carece de interés la circunstancia de que la familia del artista procedía de Castilla, de tierras de Burgos. Acerca del curso de los estudios del maestro Pablo estamos relativamente bien informados. Su educación puede considerarse como ejemplo característico de la de tantos otros romanistas españoles. Céspedes asistió primeramente, durante algunos años, a la Universidad de Alcalá, marchó a Roma en 1558, a lo sumo, y allí permaneció hasta 1566; pasó después a Florencia y Nápoles, tornó de nuevo a Roma en 1572, viviendo allí durante algunos años, y regresó a su patria hacia la primavera de 1577, después de haber visitado Siena, Parma y Módena, embarcándose en Génova; llegado a Córdoba, le nombraron racionero de la catedral. Para resolver asuntos del capítulo catedralicio marchó de nuevo a Roma en 1583, y permaneció en dicha ciudad por espacio de dos años. Posteriormente residió largo tiempo en Sevilla, donde encontró en Pacheco un joven y entusiasta admirador y compañero, con quien ejecutó, en la nueva Sala capitular de la Catedral, pinturas al fresco con composiciones alegóricas. En Roma trabó amistad con Cesare Arbasia y Federico Zuccaro, sirviendo de auxiliar a este último en varias ocasiones. Los frescos de la capilla de la Anunciación, del lado de la Epístola, de Santa Trinitá de Monti, con escenas de la infancia de Jesús, denotan el último estudio de las obras de Rafael.
        La creación más famosa del maestro, que también trabajo como arquitecto y como escultor, es su Poema sobre la pintura (4), no sólo interesante por su contenido, sino por ser, aunque solo se conservan de él algunos fragmentos, el mejor poema didáctico escrito en lengua castellana.
En Sevilla pintó al óleo los ocho lienzos apaisados colocados sobre la cornisa de la sala del cabildo catedralicio, en la que trabajaba en 1592, con alegorías de las virtudes y niños con cartelas, y dos cuadros para la Casa Profesa de la Compañía de Jesús, que en tiempos de Ceán habían pasado al Real Alcázar: un San Hermenegildo de medio cuerpo —Triunfo para Palomino— y Cristo en el desierto servido por los ángeles. También trabajó para el colegio que los jesuitas tenían en Córdoba, donde en 1594 se encargó de la pintura del retablo mayor —para el que según Pacheco dio también las trazas arquitectónicas—, con el entierro de santa Catalina en el cuerpo central, «que es admiración de los bien entendidos», y los altares colaterales, con los Santos Juanes y la Asunción de la Virgen, que era ya en tiempos de Ceán el único lienzo que se conservaba tras haber pasado a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
La pintura más notable que de Céspedes se conserva en Córdoba, la Santa Cena, en la catedral de dicha ciudad, denota que este andaluz no pudo sustraerse a la influencia de los venecianos, y ante todo a la sugestión del Tiziano. En esta obra no solo se combinan elementos venecianos con otros genuinamente españoles, como especialmente se revela en la naturaleza muerta constituida por tazas y frutos sobre una mesa, lo mismo que n la riqueza que la composición adquiere gracias a la gran fuente y al cántaro de vino, artísticamente trabajado, que figura en primer término. El artista trata de producir en todo momento un efecto importante y monumental, más las figuras carecen de vida efectiva. Otro tanto puede decirse de la Despedida de Cristo y la Virgen, en la catedral de Córdoba y de las Ascensión, en la Academia de San Fernando de Madrid.
Nada se ha conservado de los tan elogiados frescos de Antonio Mohedano (nacido en Antequera en 1563, muerto en Lucena en 1625), en la reproducción de las frutas, nos inclinamos a admitir que en dicho género de naturaleza muerta se patentizó su naturalismo español, y que estas composiciones fragmentarias eran obras más personales que las que se inspiraban en modelos extranjeros.
                Como su equivalente sevillano puede estimarse a Alonso Vázquez, de Ronda. Su oba más importante fue una composición que representaba la parábola del Pobre y del Rico; por desgracia no se conserva, pero de las noticias que acerca de ella poseemos parece deducirse que aquella pintura de Alonso Vázquez fue uno de los bodegones más antiguos. En la pintura de telas y frutos se atribuye a este pintor un avance considerable del naturalismo, en grado todavía más elevado que en sus predecesores y colegas romanistas. Los trabajos que han llegado hasta nosotros no permiten, sin embargo, inferir nada de esto. La Resurrección del Señor, de 1590, en Santa Ana de Triana, y las dos escenas de la vida de San Pedro Nolasco, pintadas en 1601 y conservadas en el Museo de Sevilla, denotan, lo mismo que sal altar de la Concepción en San Andrés, que data, aproximadamente, de 1603, que Vázquez era un dibujante sumamente diestro y un colorista muy aceptable, pero, al menos en sus pinturas religiosas, no fundó un nuevo estilo pictórico, aferrándose hasta su última época en las ideas del siglo XVI. La última obra suya, el Tránsito de San Hermenegildo, Museo de Sevilla, terminado por Juan de Uceda, es una de las más importantes creaciones del manierismo tardío sevillano.
                No puede decirse otro tanto de Francisco Pacheco, quien alcanzó más fama como maestro y suegro de Velázquez que como pintor. En 1564 nació en Sanlúcar de Barrameda y murió en Sevilla en 1644, asistiendo por consiguiente, a toda la época de espléndido desarrollo dela pintura española en el siglo XVII. Fácilmente se comprende que habiendo copiado en 1589 el Cristo con la Cruz a cuestas de Luis de Vargas, y mantenido con Céspedes y posteriormente con Vicente Carducho una amistad muy íntima, se conservara hasta más de la mitad de su larga vida como incondicional partidario del romanismo. De un modo insospechado se modificaron entonces las ideas del artista, y aun cuando no llevó esta transformación a sus últimas consecuencias, puede afirmarse que contribuyó a preparar, tanto en el orden teórico como en el práctico, la evolución que había de iniciarse en el segundo decenio del siglo XVII. Verdad es que el artista adquirió muy pronto la convicción de la importancia de las orientaciones nuevas, convicción asimismo dominante entre sus discípulos.
En todo caso, Velázquez y otros condiscípulos de éste no se limitaron a seguir libremente su inspiración cuando pintaban escenas puramente naturalistas en el taller de aquel romanista ya maduro, ya que los escritos de Pacheco (5)  en los que describe prolijamente la traza de los distintos Santos como algo sorprendentemente naturalista (igualmente su San Sebastián de 1616, en Alcalá de Guadaira, en que Santa Irene con un ramo de oliva en la mano aparta las moscas del rostro del mártir, que aparenta tener unos 40 años y descansa en el lecho), revelan una rara concepción realista, más racional que sensitiva, con todo.
La sequedad del docto teórico trasciende a los cuadros del pintor Pacheco, los cuales hubieron de sufrir por esta causa numerosas diatribas. En el Embarque de San Pedro Nolasco, obra pintada en 1601, y el Martirio de san Sebastián, propiedad de don Juan Bolívar, en la misma ciudad, se advierte ya que Pacheco se hacía cargo perfectamente de las nuevas exigencias de la época, que estaba preparado para la nueva técnica naturalista de las figuras, para el empleo del paisaje, y que no sólo mostraba sus dotes realistas al describir los objetos, sino también en la manera de tratar la luz. Sus composiciones con la Anunciación, en la Universidad de Sevilla, lo mismo que sus Concepciones en la catedral de esta ciudad y en la Colección Galindo de la misma, obras de 1639; en años posteriores, el elemento académico se evidencia, más que nunca en un San Miguel, fechado en 1632, y que se conserva en propiedad particular en Madrid.
Por desgracia, no conservamos de Pacheco otras composiciones profanas, cuyo conocimiento nos permitiría esclarecer aún más su evolución de conjunto. Poseemos, en cambio, una dilatada serie de retratos dibujados, aparte de los contenidos en las Concepciones. Los 150 dibujos de retratos que contiene la obra incompleta Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones (actualmente en la Colección José Lázaro en Madrid, son artísticamente de un interés extraordinario, aparte d su importancia históricocultural; realizados paulatinamente, en un lapso de tiempo de cuarenta años, permiten seguir el desarrollo de las concepciones estéticas en punto a retrato, y al mismo tiempo, por su composición natural y por la dignidad que revelan, son en cierto modo los precursores del arte de Velázquez como retratista.

El “Divino” Morales



Antes de examinar la pintura de la época romanista en Castilla, hemos de referirnos a un artista que, si bien fue distinguido por Felipe II con algunos encargos para El Escorial, no actuó durante mucho tiempo en Castilla, sino que, al parecer, permaneció la mayor parte de su larga vida en Extremadura, su patria: Luis de Morales(6). Nacido en Badajoz a principios del siglo XVI, muerto en 1586 en la miseria, creó este artista con infinito amor, y al parecer con la más profunda piedad, un gran número de composiciones religiosas, que le han valido la denominación del Divino Morales.
                Sin duda Morales es el más importante, más personal y a la vez más español entre los “manieristas” españoles. Una expresión profunda con la elegancia y la manera especial de este grupo, al cual pertenecen tanto Bronzino como Frans Floris.
                Sus composiciones de La Calle de la Amargura (catedral de Toledo y Colección Lázaro, Madrid) son sumamente instructivas, ya que nos presentan el modo cómo tradujo al habla de su país el expresivo lenguaje de Sebastián del Piombo.
                Contiene el Museo del Prado, en la Colección Bosch, una de las más bellas composiciones de Madonas de este artista, junto a la cual debe citarse la Virgen del Pajarito, de 1546 conservada en la parroquia de San Agustín, Madrid. También la monumental Piedad, tantas veces copiada, que figura en la Academia de san Fernando, Madrid, interpretación genuinamente española del tipo creado por Roger y reformado por Quentin Metsys. Las creaciones iconográficas que se han repetido hasta el presente como el Ecce Homo, tríptico donde aparece el “Divino” autorretratado y a su lado san Juan Evangenlista. Este “Ecce Homo” de la Academia de San Fernando aparece exteriormente desde l primer momento como una producción española de pleno siglo XVI, en la que se utilizan los recursos leonardescos; pero al mismo tiempo se tiene lasensación de que el gótico anima todavía la estructura interna de esta obra. No es de maravillar que bastantes obras del pintor se hayan encontrado en tierras de Portugal y que el Museo de Lisboa posea hoy toda una colección de importantes cuadros y dibujos de Morales.

La pintura del siglo XVI en Castilla

Como ya indicamos, el arte romanista encontró también en Castilla decididos partidarios. El genial escultor Alonso Berruguete (1482-1561), hijo del pintor Pedro Berruguete, trabajó asimismo como pintor. Pero al paso que en la escultura logró crearse una manera sumamente personal, informada especialmente por las influencias de Miguel Ángel en Italia, no se hizo acreedor a grandes elogios como pintor, bien que colaborara con Buonarotti en la ejecución de sus cartones de batallas. Las tablas que de él se conservan en el Museo de Valladolid, y las del Colegio de los Irlandeses en Salamanca, aproximadamente del mismo tiempo, patentizan en todo momento que son obra de un escultor, demostrando, además, una íntima dependencia respecto de los grabados italianos.
                En Toledo, Juan Correa (cuta actividad está demostrada desde 1539 hasta 1522) y Francisco Comontes (muerto en 1565) desempeñaron un papel análogo al de Vicente Masip y Juan de Juanes en Valencia. Pero los dos artistas castellanos ocupan un lugar intermedio, por su sentimiento, entre los valencianos y Morales, si bien se aproximan más a este último. Los toledanos tuvieron acaso mejores propósitos que medios de realizarlos. Manifiesta es su tendencia a no circunscribirse de un modo incondicional al Renacimiento italiano. Más de una vez se encuentran en su obra reminiscencias góticas; una viril aspereza, una técnica poco diestra y algo tosca son en ellos tan características como en algunos de sus predecesores. La obra más importante de Correa es la escena del Gólgota, con dos donantes, en San Salvador de Toledo, a más  de la Asunción de María, con el caballero de Calatrava D. Francisco de Rojas. La amplitud en la expresión formal, propia de los florentinos. Influyó, sin duda alguna, sobre Comontes, en proporción no menor que sobre Correa. Pero el primero era demasiado altivo para limitarse a copiar simplemente las composiciones italianas, y, por otra parte, no poseía actitudes suficientes para crear grandes composiciones propias en un nuevo estilo. De ahí que se mantuviera gustosamente en la observancia de los cánones góticos, como lo demuestran sus cuadros de la capilla de los Reyes Viejos en la catedral en la catedral, y los de la ermita de San Eugenio, en las afueras de Toledo.
                Con mayor decisión se adscribió al romanismo Gaspar Becerra, oriundo de Andalucía (nacido en Baeza hacía 1520, muerto en Madrid en 1570). En general este artista, que como arquitecto y especialmente como escultor produjo obras por encima del nivel medio, es superior a Vargas y Céspedes. Los largos años de su estancia en Roma transcurrieron junto a Miguel Ángel y también al lado de Vasari. Sus pinturas decorativas, que todavía se conservan el Gabinete de la Reina del Palacio del Pardo, cerca de Madrid, con las escenas de la Historia de Perseo, obra de 1562-63, no revelan en él un romanista auténtico. La Magdalena arrepentida, en el Museo del Prado, obra atribuida a nuestro artista según antigua tradición, no denota conexión alguna con el arte de J.B. Castello Bergamasco y Rómulo Cincinnato, con quienes Becerra colaboró, y tampoco se exterioriza en este cuadro, indudablemente debido a las influencias del ciclo de Parmegianino, ninguna sensibilidad escultórica, sino más bien pictórica, que recuerda un tanto el estilo del periodo central de Jacobo Bassano.
                Becerra trabajó largo tiempo en Valladolid, ciudad donde el arte de la talla de imágenes alcanzaba a la sazón sus mayores triunfos. Pero, mientras que esta ciudad castellana era el centro de dicho arte, carecían en absoluto de interés los pintores que en el siglo XVI lo habitaban, o procedían de ella. Ni siquiera el hecho de que Felipe II la eligiera para su residencia produjo grandes avances en el orden pictórico. Aunque alguno de los mejores pintores españoles de aquella época, como Sánchez Coello, permanecieran transitoriamente en Valladolid durante la segunda mitad del siglo XVI, no existía en este centro materia suficiente propia del país. Característica es la circunstancia de que el mediocre artista Bartolomé de Cárdenas (hijo de padres portugueses, nacido en 1547, y muerto, edad muy avanzada, en el siglo XVII) logrará alcanzar gran éxito en Valladolid como discípulo de Alonso Sánchez Coello, y en 1662, siendo ya anciano, fuera nombrado pintor de la ciudad.
                Otro rezagado era Gregorio Martínez, como lo revela su Anunciación de 1596, del Museo de Valladolid; lo mismo ocurre con Tomás de Prado, muerto en fecha posterior a 1630, y que, como tantos otros pintores de menguado talento, hubo de vestir la librea de pintor de Corte de Felipe III. Indicaremos que en el tiempo de Felipe III la pintura no fue objeto de un cultivo inteligente. Se extendió entonces un gran núcleo de pintores sin energía y de escasas aptitudes.
                Reanudando el hilo de nuestro estudio, indicaremos que, junto a los romanistas puros, a los artistas que, como Morales, poseían una inspiración estrictamente conservadora y a aquellos otros que orientaban sus trabajos en el sentido de las producciones de los grandes florentinos y romanos, existió en Castilla un notabilísimo discípulo de Tiziano: su evolución, y especialmente la transformación de sus concepciones artísticas, reflejan la que inmediatamente se operó en la orientación general del arte pictórico en España. Fácilmente se comprende que este pintor, Juan Fernández Navarrete, nacido en 1526 en Logroño, muerto en Toledo en 1579, conocido con el sobrenombre de “El Mudo”, por razón de su defecto, fuera especialmente protegido por Felipe II. El Bautismo de Cristo, en el Museo de Prado, con cuya obra se introdujo el artista cerca del Monarca en 1568, es todavía clasicista. El Martirio de Santiago de 1571, en las salas capitulares de El Escorial, revela la inspiración florentina. Interesa observar que este artista, como tantos otros coterráneos suyos de la época, tuvo gran afición a las composiciones de animales. En este aditamento se manifiesta en él claramente el naturalismo español. Así se explica que cuando el Rey, en 1575, encargó al Mudo la ejecución de 32 grandes lienzos para altares de la iglesia de El Escorial, le prohibiera expresamente reproducir perros o gatos en estas obras. Aunque los grandes venecianos, y muy señaladamente Tintoretto, tuvieron especial predilección por colocar una figura de perro lo mismo en las composiciones religiosas  que en las profanas, el Mudo llegó a conceder tanta importancia a este elemento en su gran Sagrada Familia de El Escorial, que el cuadro despierta admiración más bien por la lucha entre el perro y el gato y por la figura de la gallina que escapa, que por las figuras centrales de la obra.
                El Nacimiento de Cristo, lo mismo que la Sagrada Familia, de El Escorial, nos revelan que Navarrete conoció también obras del Correggio. Posiblemente, el Nacimiento de Cristo, lo mismo que el Rapto del cadáver de San Lorenzo, obedecieron a la inspiración de algunas creaciones del Tiziano, en las que se trataban temas nocturnos. Igualmente, junto con cuadros como el Martirio de San Lorenzo, del Tiziano, sirvieron de inspiración al español, para sus estudios de luz, algunas obras de Bassano.
                En su último trabajo de importancia, consiguió llevar a cabo una feliz fusión de la monumentalidad florentina con la técnica pictórica de los venecianos, todo ellos sustentado por una concepción humanizadora y representativa, auténticamente española. La muerte relativamente temprana de este artista, no sólo arrebató a Felipe II uno de sus más capacitados pintores, sino que acaso haya de considerarse como una seria pérdida en la evolución de la pintura española, ya que este maestro tan fecundo, que vivió en una época poco abundante en recias personalidades, no pudo sacar las últimas consecuencias de este hecho, es decir, liberar a la pintura española en Castilla de todos los residuos romanistas y exaltarla a una actividad independiente. Por esta razón aparece como un fenómeno transitorio, en el que vinieron a asociarse los ideales del alto Renacimiento con nuevos elementos más naturalistas, predominando en esta mezcla los principios renacentistas.
                A la vez y después que este pintor, desempeñó Alonso Sánchez Coello el papel más importante en la Corte de Felipe II. Si significación artística e histórica radica en un campo que, no fue cultivado por el Mudo –el del retrato-; por otra parte, Sánchez Coello trabajó también como pintor de asuntos religiosos, pero en este género de obras defraudó a todos y no rayó a mayor altura que otros clasicistas y romanistas. Así lo demuestran, entre otras cosas, las alas del altar, pintadas hacia el noveno decenio de aquel  siglo, que se encuentran en la iglesia de El Escorial, y los Desposorios de Santa Catalina, pintado en 1578, hoy en el Museo del Prado.
El Greco

La importancia de Doménikos Theotokópoulos, en griego Δομήνικος Θεοτοκόπουλος (Candía1 de octubre de 1541-Toledo7 de abril de 1614), conocido como el Greco («el griego»), en la evolución histórica de la pintura española ha sido durante largo tiempo objeto de una valoración tan deficiente como exagerada en la actualidad (7).  El hecho de que este artista (cuya presencia en Toledo está comprobada desde 1577 y que murió en dicha ciudad en 1614) desarrollara la pintura, en el aspecto técnico, por encima de Tiziano y Tintoretto, de un modo nobilísimo y personal, no basta, en principio, para probar que fuera uno de los precursores de la pintura española del siglo XVII, como tampoco es suficiente la circunstancia de que con sus obras religiosas y con sus retratos encontrara en España extraordinario aplauso. Al referirse a este genial “intruso” es menester separar su significación como personalidad característica en la historia general de la pintura y su situación peculiar en el desarrollo de la pintura española. Es evidente que el Greco, como se solía llamar en Toledo a este artista, formó discípulos, y no pudo evitar los imitadores, siendo asimismo un hecho que Velázquez puso en su estudio del Palacio Nacional de Madrid, algunos retratos de “messer Doménikos”. Pero lo que los discípulos tomaron de las obras de este artista fueron más bien los efectos artificiales de la luz, los elementos naturalistas, que en el Greco suelen desempeñar un papel secundario; mientras que la manera, característica de su estilo, de tratar de un modo antinaturalista la luz y los cuerpos, no encontró continuador alguno, toda vez que los pintores españoles de la época no eran capaces de comprender semejante problema. Ni siquiera en Velázquez puede comprobarse una inmediata dependencia del Greco, si bien aquel artista no sólo admiró a Theotokópoulos uno de los más inmediatos continuadores de Tiziano, que le permitían establecer contacto con la escuela veneciana, sino que la maestría en la representación de la figura humana, patentizada en todos los retratos del Greco, fue seguramente para Velázquez un acicate y un modelo para su propia producción.
                Es innegable la existencia de una sorprendente nota de modernidad en muchas creaciones del Greco, cuya obra significa una novedad, aún con respecto al siglo XVII. Poco ha nos referíamos al elemento técnico, expresando con ello la manera desenvuelta de la pintura, la pincelada fácil, la independencia y falta de fusión de los colores (pintura que tiene más amplitud de masa en los cuadros de grandes dimensiones, pero aún es éstos se atisba cómo el pincel se mueve nerviosamente, en pequeños toques). También la pintura de cabezas y manos, y no menos la de los ojos, dista esencialmente en el Greco de la manera de Tiziano, relativamente inclinado al dibujo. Pero, en cambio, es menester no olvidar que la posición del artista, en general, es mucho menos moderna que la del Tintoretto, y que la espiritualidad del arte del Greco posee un carácter netamente medieval. En él resuenan acentos bizantinos y góticos. Si nos ocupamos del arte del Greco en este lugar, no solamente lo hacemos porque con su peculiar manierismo se relaciona con los pintores romanistas menos originales de España, sino porque su arte, más intensamente todavía que el Morales arraiga en aquel goticismo que para los españoles de la segunda mitad del siglo XVI era más propia, amable y adecuada que el Renacimiento propagado por Felipe II. Si los pintores flamencos e italianos implantaron en España el romanismo en la época del Greco, fue éste el último extranjero que, antes de que surgiera la pintura española nacional del siglo XVII, trató de ejercer influencia en otro sentido sobre la cultura y la pintura de España.
                Aunque los españoles contemporáneos del Greco no alcanzaron a comprender plenamente los últimos propósitos artísticos del maestro, e incluso a veces los interpretaron erróneamente, una idea era evidente para ellos: la de que se trataba de un pintor animado de sentimientos profundamente religiosos, que, al igual que ellos, combatía el tono pagano y armónico del Renacimiento italiano, y, junto a cosas manifiestamente opuestas a su concepción religiosa, subyugaba, en muchos detalles, por su sentido naturalista. Precisamente lo extraño en las figuras de Santos de este artista, la inmaterialidad de sus figuras visionarias, causó admiración a muchos españoles. No faltaron casos en que el misticismo del Greco y el de los españoles se encontraron, especialmente en la figura del “San Francisco” meditando sobre la futilidad de las cosas.
                No obstante la vastedad de la obra del Greco el número de temas por él desarrollados no es muy grande, ya que diversos asuntos y motivos fueron repetidamente tratados por él, e intentó prestarles formas nuevas en sucesivas elaboraciones. Si, por un lado, en sus figuras se observan en más de una ocasión ciertos rasgos propios del icono, las numerosas réplicas de sus obras más afamadas se han erigido en cierto modo en cuadros de culto, cuya formulación en el público ha poseído una importancia casi sagrada. Recordemos sus composiciones de la Anunciación, de que existen dos tipos principales, su Expulsión de los mercaderes del templo, su Cristo con la Cruz a cuestas, la Virgen de los Dolores, el Espolio, las figuras de la Sagrada Familia, de San Pedro arrepentido y de la Magdalena, el San Jerónimo como cardenal y penitente, pero, sobre todo, la de San Francisco.
Es evidente que el Greco conocía bien la simbología judía, dada la fuerza de la comunidad hebrea en Oriente y, sobre todo, en los ambientes en los que el pintor se había criado. En la «Alegoría de la Orden de los Camaldulenses», cuadro que se pintó en la época del «triunfo de la fe» en un ambiente claramente antijudío, obra encargada por un hasta ahora desconocido cliente, podemos apreciar cómo las celdas individuales de los monjes aparecen alineadas y cómo el Greco invierte el sentido y la imagen cristiana objetiva se transforma en candelabro talmúdico de siete brazos.
La época histórica del Greco en Toledo es la de la imposición del Estatuto de limpieza de sangre, que había llevado a cabo a todos los efectos el cardenal Silíceo. Se puede afirmar que en estos finales del siglo XVI el honor de los españoles lo constituía su religión y su raza, y acreditar este honor de «cristiano viejo» era necesario para acceder a determinados cargos. Sin embargo, la realidad nos demuestra que en estos tiempos oscuros había tantos españoles no «limpios» de sangre que optaban a puestos en las instituciones, que el fraude, el chantaje, el engaño y la coacción eran un resultado normal de las acciones que llevaban a cabo quienes tenían necesidad de limpiar su genealogía. Era una sociedad en la que el deshonor conyugal se lavaba con la espada, pero se consideraba un estigma imborrable la ascendencia judía, que no eclipsaba ni con el bautismo.
El Greco, cuando llega a Toledo, viene a una ciudad donde los Estatutos de limpieza de sangre están en vigor; sin embargo se aposenta en el barrio de la judería en las casas del marqués de Villena, que había sido uno de los conversos más famosos de la historia de España; estas casas estaban cerca de la sinagoga de Samuel Leví, luego cristianizado su nombre como «sinagoga del Tránsito (de la Virgen). ¿Por qué? Se ha escrito que «Doménico no compartía la paranoia antijudía de los españoles, por educación, por trayectoria personal ya conocida en Oriente, por su pertenencia a la ‘Familia Charitatis’ y posiblemente porque él no era ajeno a la comunidad hebraica en su ascendencia de sangre».
Dentro de esas certezas que acercan la hipótesis judaizante o de sangre judía del Greco están el hecho de que su hermano Manussos fuera recaudador de impuestos en Creta, actividad realizada habitualmente por judíos, y que los personajes (documentados) de los que se rodea en Toledo son conversos o descendientes de conversos, como Jerónima de las Cuevas, Petronila de Madrid, Juan de las Cuevas, Manuel de las Cuevas, el deán de la Catedral don Diego de Castilla (que le encarga «El Expolio», la única obra que pintará para esta institución religiosa a lo largo de su vida) y su hijo y amigo del pintor desde la época romana, don Luis de Castilla, Gregorio de Angulo (que intercederá para que se le adjudique al Greco, por parte del consistorio toledano, las pinturas para la capilla Oballe en la iglesia de San Vicente) y Pedro Vélez de Silveira, entre otros. No es descabellado pensar que El Greco tendría sangre judía por ascendencia materna, que él era consciente de ello y, por esto, aceptaba sin más el trato cotidiano con el universo judío y se sentía a gusto entre ellos.
Hoy nadie discute que el amor toledano de El Greco y madre de su hijo, Jerónima de las Cuevas, tenía su origen en hebreos conversos. Así mismo, en ningún archivo toledano consta que la pareja se casara. La familia de ella nunca reclamó el «honor», como lo hubiera hecho una familia de las castizas y sangre vieja. De casarse, tendrían que haberlo hecho por el rito católico; pero también se afirma, con razones poderosas, que el Greco debía de ser de religión ortodoxa, y legalizar la situación habría significado o hacer apostasía o una ceremonia falsa. La realidad es que el Greco pasó por encima de los ritos y las forma e hizo caso omiso del sacramento del matrimonio, que bien poco le importaba. Tampoco aparece registrada en documento alguno la muerte de Jerónima. Asimismo, se carece de algún documento en el que se cite que el hijo del Greco y Jerónima, Jorge Manuel, fuese bautizado.
Tenemos, pues, al Greco en Toledo entre los conversos toledanos, con un hijo de sangre judía, con una educación tolerante (el contacto entre ortodoxos-judíos en Oriente era normal) que le lleva a entregar su amistad al margen de lo que piensen los demás. Los encargos más importantes (El Expolio, retablos de Santo Domingo el Antiguo, retablos de la capilla Oballe, retablos de la capilla de San José, Entierro del señor de Orgaz…) están relacionados con personas que llevan sangre de conversos. Y se ha publicado (sin documentación, pero con coherentes argumentos) la posibilidad de que el mismo Domenico Theotocopuli no fuera ajeno a la sangre judía y que acaso hasta su madre fuese sefardita. Si esto fuera así, la presencia del Greco en Toledo hay que verla como la del retorno a las raíces, a la ciudad de sus antepasados y al barrio en que habitaron a la sombra de una sinagoga ejemplar.
Apenas puede dudarse de que la razón íntima de que el Greco se trasladara a España fue la esperanza de recibir abundantes encargos de Felipe II. Discípulo predilecto de Tiziano en Venecia, protegido en Roma por su temperamento juvenil, por la familia de los Farnesio, suscitando gran admiración por su talento en aquel foco de artistas, el pintor desapareció repentinamente de Italia. Todavía no se ha puesto en claro a que casualidad debe los numerosos encargos que le hicieron para la iglesia de Santo Domingo el Antiguo, en Toledo. Hacia 1580 se esforzó por lograr el favor de Felipe II al hacérsele un encargo para El Escorial. El trabajo de prueba, la composición dedicada a Todos los Santos y la Adoración por el símbolo divino por el Rey, obra conocida bajo la denominación de Sueño de Felipe II, suscitó el interés del monarca por el Greco, pero el rey rechazó el gran cuadro del altar que representaba el Martirio de San Mauricio.
                Todavía en la actualidad sigue siendo Toledo la ciudad del Greco, puesto que en el Museo que lleva su nombre, en la Catedral, en el Hospital de Afuera, en Santo Domingo el Antiguo, en Santo Tomé y en otras muchas otras iglesias están reunidas aún numerosas obras del pintor. Lo mismo en esta ciudad que en el Museo del Prado, adquirimos la convicción de que este arte sólo podía encontrar una imitación exterior e insuficiente, pero no un continuación inmediata, natural y robusta.




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NOTAS


Mayer, August L., La Pintura Española, Barcelona-Madrid-Buenos Aires-Río de Janeiro, Editorial Labor, S.A., Colección Labor. Sección IV, Artes Plásticas, n° 447-449, 1949.
(1)J. Gestoso y Pérez, Ensayo de un diccionario de los artífices que florecieron en Sevilla, etc. 3 tomos, Sevilla, 1899-1908; Id. Sevilla monumental y artística, 3 tomos, Sevilla, 1889 y 1892.
(2) E. Bertaux, Exposición de Zaragoza, 1908.
(3) A.L. Mayer, Kunstchronik, 32, 1921-22, p. 250.
(4) Impreso juntamente con otros escritos suyos, en Ceán Bermúdez, Diccionario, V.
(5) El Arte de la Pintura, 1640. La reimpresión de la Academia de San Fernando está agotada hace mucho tiempo, y sería de desear una edición crítica de los manuscritos recientemente encontrados.
(6) Daniel Berjano Escobar, El Divino Morales, Madrid.
(7) Manuel B. Cossío, El Greco, Madrid; Francisco de Borja de San Román, El Greco en Toledo; A.L. Mayer, El Greco, Munich (Hanfstaengl), 1926.



IMAGENES

La pintura andaluza hasta 1540


Virgen de la Antigua. Catedral de Sevilla.



Virgen de Rocamador. Anónimo siglo XIV, Iglesia de San Lorenzo, Sevilla.


Virgen del Coral, nombre dado por el coral que el niño lleva al cuello, Iglesia de San Ildefonso, Sevilla.


Santa María de los Remedios, bajo ella un cuadro de Pacheco: San Fernando entrando en Sevilla. Antecoro de la Catedral de Sevilla.


Sala de los Reyes, también se llamó Sala de la Justicia y Sala del Tribunal a partir del siglo XVIII.


Catedral de Sevilla. Capilla de los Cálices. Virgen de Gracia con San pedro y San Jerónimo. Juan Sánchez de Castro. Fin siglo XV.


Tabla del Retablo de la leyenda de San Miguel Arcángel, pintada por el maestro de Arguis, ca. 1440, temple sobre tabla.



Piedad con san Miguel, san Vicente y un donante, óleo sobre tabla, Sacristía de los CálicesCatedral de Sevilla.


Cristo con la cruz a cuestas.


La Anunciación con los donantes y Santos patronos. Mezquita Catedral de Córdoba, 1475, Pedro de Córdoba


Retablo de la Virgen de los Mareantes o de los Navegantes, Capilla del cuarto del Almirante en el Alcázar de Sevilla.


Virgen de la Rosa


Abrazo ante la Puerta Dorada. Atribuido a Alejo Fernández, 1504-1510. Parroquia de Espera (Cádiz)


Virgen del Buen Aire


La pintura española en la época del romanismo

San Estebán en la Sinagoga, Juan de Juanes, 1555-1562


El Bautismo de Cristo, Juan de Juanes


El Salvador, Juan de Juanes, catedral de Valencia.


Retrato de un caballero santiaguista, D. Luis Castelví, señor de Carlet, Juan de Juanes, hacia 1560.




La Purificación de la Virgen María, Retablo de la capilla del Mariscal, Catedral de Sevilla.



La Adoración de los Pastores, Luis de Vargas, fue uno de los grandes pintores de la Escuela Sevillana, que introdujo el Manierismo,  que había aprendido en Italia. 


El cuadro de la Gamba, (porque se acostumbraba a considerar la pierna de Adán como obra sumamente perfecta), Luis de Vargas, siglo XVI.


Pinturas en el altar de la Visitación de la catedral de Sevilla, (España). El espacio central está dedicado a la escena de La Visitación, y junto a él aparecen los que representan a San Blas, el Bautismo de Cristo, el apóstol Santiago y el mártir San Sebastián.




Asunción de la Virgen, Madrid, Museo de la Real Academia de bellas Artes de San Fernando.


Este retablo pintado por Pablo de Céspedes, natural de Córdoba, racionero de esta Catedral desde 1577. El pintor debió ejecutar esta obra tras su segundo viaje a Roma (1582-1592), entre los años 1593 y 1595


El Cristo Resucitado de Alonso Vázquez, tabla manierista fechada en 1590, como se puede leer en una cartela en la parte baja de la tabla: “IllifonsvsVasquez; faciebat 1590”. Fue restaurada por Gestionarte bajo la dirección de Benjamín Domínguez, durante los meses de abril y julio de 2013.


Alonso Vázquez y Juan de Uceda, El tránsito de San Hermenegildo, h. 1603. Sevilla, Museo de Bellas Artes


San Sebastián, atendido por Santa Irene que con un ramo de olivo en la mano aparta las moscas del rostro del mártir. Francisco Pacheco, 1616.


San Pedro Nolasco embarca para redimir cautivos, Francisco Pacheco, Convento de la Merced de Sevilla. Actual Museo de Bellas Artes.


“Ecce Homo”, Luis el Divino Morales, el pinto aparece autorretratado en la portezuela derecha, junto a la imagen de San Juan Evagenlista.


Cristo camino de la Amargura


Virgen del Pajarito, parroquia de San Agustín, Madrid.


“El Calvario” Luis de Morales, Museo del Prado, donación Plácido Arango Arias.


“Cristo presentado al pueblo”, Luis el Divino Morales, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.


Historia de Perseo, Gaspar Becerra, 1562-63, Gabinete de la Reina, palacio de El Pardo.


La Magdalena penitente, Gaspar Becerra, siglo XVI.


La Anunciación, Gregorio Martínez, 1596. La obra representa el momento en que el Arcángel San Gabriel anunció a la Virgen María que sería la madre de Jesucristo, el Mesías.


El Bautismo de Cristo, Juan Fernánde Navarrete el “Mudo”, c.1567, Museo del Prado.


El Martirio de Santiago, Navarrete el Mudo.  El lienzo representa el martirio del apóstol Santiago el Mayor, que según la tradición murió decapitado en Jerusalén en el año 44 de la era Cristiana por orden del rey Herodes Agripa I. C. 1569-71


Sagrada Familia, Navarrete el Mudo, El Escorial


Juan Fernández de Navarrete, el Mudo, 1575. Patrimonio Nacional Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
El pintor escenifica el tema de la Natividad en un claroscuro violento de clara influencia veneciana y muy acorde con la estricta veracidad de los textos sagrados. La idea de dispersar la luz en ráfagas, o la utilizar al Niño como foco de iluminación directa a la Virgen, le viene de Tiziano y de los Bassano, así como también el efecto de la vela encendida que lleva San José en la mano. La utilización de una técnica suelta y fluida le permite crear esos “admirables” efectos de luz, muy especialmente sobre el cuerpo del Niño, cuello y brazos de la Virgen, y las manos de San José. Pero, a la vez, consigue una representación de una gran ternura.


Esta Anunciación reproduce, en pequeño formato, la tela con el mismo tema conservada en el Museo Nacional del Prado que formó parte del retablo del colegio de doña María de Aragón. La decoración de este importante conjunto, cuya iglesia se consagró en 1599, estaba concluida en julio de 1600, cuando se contrató a un carretero para trasladar desde el taller del Greco, en Toledo, hasta Madrid todos los componentes del altar y la persona encargada del montaje. El conjunto, uno de los más espectaculares del pintor, fue diseñado con dos cuerpos. Según parece, el piso inferior lo presidía la Anunciación, flanqueada a la izquierda por La Adoración de los pastores (Muzeul National de Artã al Românei de Bucarest) y, a la derecha, por El Bautismo de Cristo (Museo del Prado). La Crucifixión centraba el segundo cuerpo y tenía a su izquierda La Resurrección y a su derecha el Pentecostés (las tres pinturas pertenecen al Museo del Prado). La concepción del retablo marcó un nuevo paso en la evolución del pintor, que abandonó los postulados naturalistas y tiñó sus telas con una visión subjetiva donde la forma se funde con el mensaje doctrinal que encierran.


El Greco recupera en esta composición un tema que no había tratado desde su estancia en Italia, siendo significativa la evolución que exhibe el artista si se comparan los lienzos con una misma temática. El esquema compositivo se mantiene, introduciendo interesantes variaciones: las figuras se acercan al primer plano, dos ancianos se añaden al asunto; la figura de la izquierda se presenta en acentuado escorzo, cerrando la composición y equilibrándose con los dos ancianos; la zona de la derecha se muestra más restringida espacialmente, etc. Las referencias arquitectónicas se mantienen, creadas con un mayor acierto; junto al arco de medio punto, dos relieves aluden a la condena y redención de la Humanidad: la Expulsión del Paraíso y el Sacrificio de Isaac, relieves que también se repiten en el tardío lienzo de la iglesia de San Ginés en Madrid. Cristo se sitúa en el centro del escenario, rodeado de las figuras escorzadas de los mercaderes y los discípulos. Sobre su figura impacta un potente foco de luz que diluye los colores de su túnica. La sensación de movimiento, típicamente manierista, se comparte con la espiritualidad que pretende manifestar Doménikos en sus trabajos, satisfaciendo a su clientela. Los personajes son alargados, de canon muy estilizado que recuerda algo las anatomías de Miguel Ángel, para elaborar la obra a través de la luz y el color siguiendo a Tiziano y Tintoretto.


Mater Dolorosa 1587 El Greco Dominikos Theotokopoulos (Creta 1541 Toledo 1614) Griego Español


El cabildo de la catedral de Toledo debió de encargar al Greco la realización del Expolio el 2 de julio de 1576 pues existe un documento que en esa fecha recibió 400 reales de adelanto a cuenta del cuadro. Se trata del primer documento que acredita la presencia del pintor en Toledo. Se trata de los primeros trabajos en Toledo, junto a las pinturas del retablo de Santo Domingo el Antiguo, recién llegado de Italia.


El Greco - San Pedro arrepentido (1590)


El Greco - San Pedro arrepentido (1590)



La Adoración del Nombre de Jesús (The National Gallery). Finales de la década de 1570, el Greco



Alegoría de la orden de los Camandulenses. Instituto Valencia de don Juan, Madrid
Cuadro que se pintó en la época del «triunfo de la fe» en un ambiente claramente antijudío, obra encargada por un hasta ahora desconocido cliente, podemos apreciar cómo las celdas individuales de los monjes aparecen alineadas y cómo el Greco invierte el sentido y la imagen cristiana objetiva se transforma en candelabro talmúdico de siete brazos.


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