Capit. 2
LA PINTURA ESPAÑOLA
HASTA FINES DEL SIGLO XVI
La
pintura andaluza hasta 1540
Como ya hemos
hecho constar en la Introducción y en el capítulo anterior, la activi9dad de
los pintores andaluces se inicia en la época del arte gótico, después de la
conquista de Córdoba y Sevilla (1), casi nada se conserva, por desgracia de las creaciones
llevadas a cabo en los siglos XIII y XIV, ni en la pintura de tablas ni en
pinturas murales.
Algunos
restos insignificantes de pinturas murales que hasta nosotros han llegado, como
sucede, por ejemplo, con los de San Pedro, en Arcos de la Frontera, están en la
actualidad completamente cubiertos por nuevos altares, o bien han sido
retocados esencialmente en época posterior. Así acontece con las contadas
composiciones de Madonas que se conservan en Sevilla pertenecientes a esta
temprana época; la Virgen de la Antigua
en la catedral de Sevilla, pintura que fue objeto de numerosas copias en los
siglos XV y XVI, y la colosal pintura de la Virgen
de Rocamador, en la iglesia de San Lorenzo, así como la madona más reciente
de este grupo la Virgen del Coral, en
la iglesia de San Ildefonso. N esta última producción puede apreciarse un
íntimo parentesco con las creaciones francesas.
También
son, desgraciadamente, escasas las obras de pintores andaluces del siglo XV que
han podido conservase. Juntamente con Sevilla, aparece muy pronto Córdoba como
centro autónomo, aunque en un principio el efecto que produce sea un tanto
provinciano, ya que su artista más importante, Bartolomé Bermejo, desarrolló su
actividad en las regiones levantinas. Aunque el país era ya sumamente rico, las
artes plásticas sólo fueron objeto de especial cultivo a partir del
descubrimiento de América. Verdad es que la segunda mitad del siglo XV
encontramos ya en Sevilla una serie de escultores y grabadores forasteros, pero
es característico que la afluencia de artistas extraños sólo se inicia de un
modo interesante al comenzar el siglo XVI, alcanzando extraordinaria amplitud
en la época del romanismo, y, además, una gran importancia, no sólo por su
elevado número, sino por su calidad artística.
Más que otras escuelas
extranjeras, se adaptaba la sienesa al carácter de los andaluces, especialmente
al de los sevillanos. La mayoría de los cuadros que se conservan,
pertenecientes a las postrimerías del siglo XV, patentizan una reminiscencia
más o menos pronunciada de la manera sienesa, sin que sea posible precisar
determinados modelos. A ello se añade, en más de un caso, una manifiesta
tendencia a la elegancia y mundanidad que constituyen una nota culminante del
arte francés. Indudablemente, todo ello se expresa en el arte andaluz de un
modo recatado, que con el transcurso del tiempo, ha de adquirir la escuela
sevillana. Tampoco se percibe aún ninguna de las importantes relaciones con
Venecia que caracterizaron la época siguiente, hecho fundado, en parte, en la
circunstancia de que el arte veneciano fue desarrollándose con lentitud. Llama,
además, la atención en Sevilla, un rasgo profundamente conservador que con
frecuencia crea considerables dificultades para establecer la fecha exacta de
las obras sin documentar.
Del primer cuadro del siglo XV
procede la Virgen de los Remedios, con el
santo obispo y el donante arrodillado, en el antecoro de la catedral, obra
de inspiración sienesa, y el tríptico firmado de Juan Hispalensis, pintado
hacia 1420 representando a la Madona entronizada, con ángeles músicos y los
Santos Pedro y Pablo, en la Colección José Lázaro, en Madrid, obra que
lejanamente recuerda la manera de Paolo di Giovanni Fi.
De cuando en cuando pueden
advertirse, asimismo, relaciones, aunque lejanas con el arte florentino.
Recordemos, por ejemplo, el díptico con la Degollación
de los Inocentes y Jesús en el templo,
debido a García Fernández, obra que se encuentra en el Monasterio de Santa
Úrsula de Salamanca, y que se estima como producción de un mediocre continuador
de Tadeo Gaddi. Igualmente, el pintor, todavía incógnito, que hacia 1400
ejecutó las pinturas en el techo de la llamada Sala de Justicia, en el patio de
los Leones de la Alhambra, y que un conocedor como Berenson considera como
artista florentino emigrado, estudió, en todo caso, juntamente con las obras
franco-borgoñonas, las creaciones del arte florentino, principalmente las
miniaturas. Estos cuadros son de gran interés en el orden real; mostrando
representadas sobre cuero las figuras de príncipes moros, escenas venatorias y
amorosas, y moros vencedores en el torneo sobre los caballeros cristianos.
El San Sebastián de la serie de pinturas murales que Diego López
ejecutó, entre 1431 y 1436, en el crucero de San Isidoro del campo de Santiponce,
de Sevilla, recuerda algo al famoso “San Jorge” de Donatello, con tanto mayor
razón cuanto que se trata de una pintura de tonos grises con tendencia a la
ilusión plástica. Prueba ante todo el realismo de este Diego López, o de sus
colaboradores, la composición de San Isidoro que, rodeado de sus monjes, parece
entregar una carta a un mensajero. Este cuadro ocupa notoriamente el término
medio entre la miniatura y una pintura mural de carácter representativo.
Juan Sánchez de Castro fue, al
parecer, el continuador más importante de Diego López. Sus dos obras firmadas
que se conservan son el Salvador de
la Colección Sánchez Dalp, en Sevilla, de 1471, y la Virgen de la Gracia, una Madona entronizada con los Santos Pedro y
Jerónimo, en la catedral de Sevilla; pero el tiempo ha causado grandes estragos
en ella. Esta producción, indudablemente muy estimable, no nos permite suponer
que este pintor fuera una personalidad independiente y creadora. Su
contemporáneo, el pintor de las tablas de las Órdenes Militares (Museo de
Sevilla), con representaciones de Santa Catlina, San Sebastián, San Antonio el
Ermitaño y San Cristóbal, no posee una orientación tan marcadamente italiana
como Sánchez de Castro, pero, en general, se revela con un carácter más
conservador en lo que atañe a la inspiración artística. Es, en realidad, la
tapa estilística correspondiente a las tablas a que ya hemos hecho referencia,
con San Martín, Santa Úrsula y San Antonio, en el Museo de Valencia; pero difícilmente
pudieron producirse antes de 1450 las tablas del “Pisanello” sevillano.
Característico de la concepción d este pintor es el detalle de aparecer vestido
con brocado de oro su San Cristóbal.
La Virgen con San Jerónimo y una santa, del Museo Metropolitano de
Nueva York, es de Juan Sánchez de Castro o, cuando menos, de su círculo.
Adviértese en esta obra influencia flamenca. Muy enigmática resulta la
personalidad del autor de San Miguel
Grande procedente de Zafra, actualmente en el Museo del Prado. El pintor
que lo ejecutó está íntimamente relacionado con la escuela de Sevilla.
Una influencia muy flamenca se
revela en la mediocre Piedad con dos
santos y donantes, pintada por Juan Núñez en la catedral de Sevilla, con
amplio paisaje nórdico. Mucho más independiente y notable, en cuanto a la
formación, es el Enterramiento de
Pedro Sánchez, actualmente en el Museo de Budapest, obra de final del siglo XV,
que apenas puede imaginarse sin el conocimiento de las creaciones
pertenecientes al ciclo de Roger van der Weyden. Está firmado por otros dos
Sánchez, Antonio y Diego, el Cristo con
la Cruz a cuestas, fragmento de un retablo hoy en la Colección Marley, en
el Museo Fitzwillian de Cambridge. Obra arcaizante en muchos respectos, debió
ser pintada muy entrado ya el siglo XV, suposición que abona sobre todo, los
guerreros de la derecha, con su entonación levemente renacentista, mientras que
en el grupo principal se mantienen vivas las influencias flamencas. Aunque los
dos pintores no fueran en modo algunos artistas de primera categoría, es esta
tabla para nosotros infinitamente valiosa, no sólo por la peculiaridad de su
estructura representativa, sino especialmente por la concepción sevillanísima
del Cristo en Pasión.
La pieza más importante que
conservamos del arte indígena de la pintura de Córdoba en esta época, se
encuentra en la catedral de dicha ciudad: es la Anunciación con los donantes y Santos patronos, obra que data de
1475 y está firmada por Pedro de Córdoba. Este trabajo sumamente notable, fue
producido manifiestamente bajo la impresión de obras eyckianas, pero aunque la
escena principal patentice una sensibilidad especial muy intensa y una
pronunciada tendencia naturalista en el detalle, el conjunto produce un efecto
semiescénico, semiindustrial, de orfebrería, por la forma en que se destaca del
proscenio de Santos y donantes la escena central, y porque la orla de la
composición, semejante al pie de un cáliz o de un ostensorio, está trabajada
casi a la manera de un artífice, y el vaso con flores, tan grande como las
figuras de los donantes, constituye un contrapeso decorativo. El vaso y la fuente con frutas son más venecianos que
el interior flamenco con sus muebles.
Renunciamos a mencionar todas
las obras de segunda fila y a discutir los problemas que nos plantean, tal
como, por ejemplo, el actual altar de San
Bartolomé de la catedral de Sevilla, integrado ciertamente por tablas de
distintos altares y pintadas por tres artistas diversos que trabajaron entre
1485 y 1504. Por cierto que los buenos pintores de la región
cordobesa-sevillana fueron más numerosos de lo que se cree generalmente. Buena
prueba de ello es la Puerta Dorada de
la Iglesia de Espera (Arcos de la Frontera) que, al parecer, es fragmento del
retablo que en 1504 contrataron en Sevilla los pintores Gonzalo Díaz y Nicolás
Carlos Flamenco. El estilo de esta tabla recuerda un poco el de las obras de
Alejo Fernández.
En Córdoba residió, antes de
trasladarse a Sevilla, el artista que, con su hermano el escultor Jorge,
preparó el triunfo del Renacimiento en
Andalucía, de Alejo Fernández Alemán, hijo de un matrimonio Garrido de
Sevilla. Como quiera que sea, el arte de este pintor, que en 1498 casó en
Córdoba, y murió en Sevilla en 1543, ofrece ciertas reminiscencias con el arte
del bajo Rhin y con el de Brujas, evidenciándose en él, sobre todo, íntimas
conexiones con la pintura alto italiana, que permiten inferir de modo casi
seguro que Alejo Fernández estudió en Italia, principalmente en Venecia. La
actividad de Alejo, como miniaturista y pintor de pequeños trípticos, redundó
en beneficio de sus pinturas de retablos, en los que aparece en todo momento la
finura y delicadeza de su sensibilidad pictórica. A la grandeza espiritual de
sus figuras asocia este maestro una inusitada prestancia, gran riqueza
decorativa, abundante empleo de brocados de oro en vestiduras y fondos, y una
ejecución pictórica esmeradísima, con suaves sombras grises, insertando en la
gran arquitectura del Renacimiento tipos de cuño genuinamente andaluz. Así, no
es extraño que este pintor de vigorosas figuras de Santos y beatíficas mujeres,
ejercieran en Andalucía una influencia dominante por espacio de toda una
generación, y que no sólo las iglesias de Sevilla, sino también las de Marchena
y Écija sean en la actualidad pregoneras de su fama. Creaciones especialmente
características de Alejo son su Virgen de
la Rosa, en el trascoro de la iglesia de Santa Ana, en Triana; el retablo
en la capilla de Maese Rodrigo que parece influido por Borgognone, y cuatro
tablas de un gran altar que pinto hacia 1516 para la catedral de Sevilla, con
el Abrazo ante la Puerta Dorada, el
Nacimiento de la Virgen, la Adoración de los Reyes Magos y la Presentación en
el Templo. Otras creaciones del artista mismo pueden admirarse actualmente
en el templo del Pilar, de Zaragoza (2), y en la Galería de Dresde (3). Una obra
capital de Alejo, pintada para la capilla de la Contratación, la Virgen del Buen Aire, Santa Patrona, con
los prohombres del comercio sevillano y una representación de los distintos
medios de navegación, desde el barco más sencillo hasta la gran carabela del
viaje a América (obra que figura en el Alcázar de Sevilla), está, por
desgracia, algo deteriorada a consecuencia de los retoques efectuados en la
pintura a fines del siglo XVI.
El hijo de Alejo Fernández,
llamado Sebastián (que murió en 1539, antes que su padre), era un artista tan
poco independiente y de tan escasa importancia, como los distintos miembros de
la familia de artistas sevillanos de la Mayorga. La tabla de retablo, firmada
de San Andrés de Sevilla, con San Miguel
y Santa Lucía y la familia de los donantes, obra probable de Cristóbal
Mayorga, es una creación bastante lánguida, en la que apenas si cabe hablar de
influencias renacentistas.
Cosa muy distinta ocurre con
Pedro Fernández de Guadalupe, que, juntamente con Alejo Fernández, aparece en
Sevilla de 1509 a 1542. En él es innegable la formación italiana. Desde muy
antiguo se ha acentuado cierta conexión con algunos trabajos de la escuela ferraresa-bolonesa,
a la manera de Lorenzo Costa. A decir verdad, ni el altar de la catedral de
Sevilla, pintado en 1527, con la Piedad como tema central, ni las pinturas,
ejecutadas en unión con otros artistas, para el altar de San Pedro, en Arcos de la Frontera, acusan una orientación muy
avanzada. A pesar de acoger todas las formas nuevas, estos trabajos producen un
efecto un tanto arcaico para su tiempo, y están retrasados casi en una
generación, con respecto a la evolución general. También se observan, en más de
una ocasión, ciertas reminiscencias del arte flamenco. No obstante, el artista
supo mantener en su obra una profunda sensibilidad religiosa, que, juntamente
con el hermoso y profundo colorido de sus cuadros, consideramos como una de las
excelencias capitales de su arte. Discípulo de Pedro Fernández de Guadalupe,
pudo ser Cristóbal Morales autor de una Piedad
firmada en el Museo de Sevilla.
La pintura española en la época del
romanismo
1.
Ojeada
General
Mientras
que en el transcurso del siglo XVI conseguía sus máximos triunfos la escultura
nacional española, y el contacto con el Renacimiento italiano era sumamente
favorable para artistas como Alfonso Berruguete, Forment y Gregorio Fernández,
la pintura española contemporánea atravesó en aquel periodo una crisis
semejante a la flamenca. Ésta época, en la que todas las formas debían estar
modeladas “a lo romano”, no podía evitar los nocivos efectos del manierismo
externo, ya que ni en la propia Italia sucedieron a Miguel Ángel y Rafael,
maestros de la forma, artistas que fueran capaces de desarrollar con carácter
general las conquistas iniciadas por aquellos. Los mismos italianos, agotados
después de un periodo único de esplendor, iniciaron en Florencia y en Roma el
ejemplo del manierismo. Venecia, cuya evolución pictórica alcanzó en aquella
época su punto culminante con Tiziano, Veronés y Tintoretto, no constituía aún
en aquel entonces un centro del interés artístico general, como era el caso de
Florencia y de Roma. Artistas de distintos países, lo mismo de Alemania que de
Flandes, Francia y aún de España, se creían obligados a recuperar con rapidez
el tiempo perdido. Con la expansión del romanismo se destacó en todos los
lugares una pintura que no era en modo alguno popular, y que, a más de no responder
a las necesidades religiosas del pueblo, rendía tributo, en cierto modo, a las
exigencias del boato cortesano. Era una pintura de eruditos, destinada
igualmente a un público erudito. Es la época en que, incluso en España, los
pintores mostraron un enojoso empaque científico, escribiendo, en más de un
caso, tratados que suelen ser mejores que sus pinturas. Es la época, tan
aficionada a escribir, de Felipe II, en que la espontaneidad de las
concepciones estéticas cedía el campo a las disquisiciones eruditas.
La pintura española, desde antaño dotada
de una base religiosa, corrió, bajo la influencia del alto Renacimiento
italiano, el peligro de caer en un carácter representativo exteriormente
religioso; pero el sentido de la devoción estaba tan arraigado en los
españoles, que la imitación formal de los modelos italianos fracasó antes de
que llegara a extinguirse la religiosidad nacional. Luis de Morales es el
principal representante de este género auténticamente español.
Aunque los españoles, análogamente a otros
artistas europeos, se sintieran a gusto bajo la férula de la pintura italiana,
y estimarán como su más elevado objetivo el dominio de las formas itálicas y el
aprendizaje de los medios artísticos de expresión de los italianos, sin
penetrar el verdadero contenido espiritual de las creaciones de este pueblo, no
siempre cabe hablar a este respecto de amaneramiento, es decir, de la tendencia
a imitar la técnica de los grandes maestros florentinos y romanos.
Involuntariamente se abre paso, en casi todos los artistas españoles que
brillaron como pintores, el temperamento pictórico, y como, según hemos
indicado, Tiziano y su núcleo no eran suficientemente conocidos de los artistas
hispanos, se mantuvieron éstos, tanto en Valencia como en Sevilla y en Castilla,
en la observancia de las normas pictóricas de Leonardo y sus continuadores. A
veces se inicia también un conocimiento de las obras de Sebastiano de Piombo,
que tan decisiva influencia había de ejercer sobre el subsiguiente desarrollo
de la pintura española.
La comunidad de ideales artísticos en
las distintas regiones de España atenuó las divergencias regionales de un modo
no bien no bien conocido hasta la fecha. Sin embargo, como muy pronto podremos
demostrar, una observación más inmediata permite reconocer invariablemente el
carácter genuino de las escuelas de aquella época.
Este movimiento romanístico fue apoyado
por la actividad de los manieristas flamencos y holandeses, especialmente en
Sevilla, y algo más tarde por la llegada de pintores italianos como Pelegrino
Tibaldi, Fedrico Zuccaro, Bartolomé Carducci, Luca Cambiaso y Rómulo
Cincinnato, entre otros, quienes, por encargo de Felipe II, decoraron ante todo
El Escorial y el Alcázar de Madrid. Si en esta época Tiziano, Paolo Veronese y
Tinroretto hubieran atendido las solicitaciones de aquel monarca entusiastas de
las artes, acaso se hubiera producido antes la paralización del movimiento
romano-manierista. El ejemplo de Navarrete, llamado “el Mudo”, nos muestra la
influencia que en un pintor español de talento ejercía el estudio de las obras
de Tiziano y Correggio, en la segunda mitad del siglo XVI. No sólo se
apreciaron los progresos meramente técnicos de un manejo más fácil y
desenvuelto del pincel, sino que también se afrontaron problemas de luz que
revelan cómo había de efectuarse en España una evolución paralela a la de
Caravaggio y su ciclo. También es un hecho típico que el arte del Greco no
llegase a formar escuela con sus extravagancias, quedando parcialmente
incomprendido el valor individual de este artista por los pintores españoles;
en un principio, su técnica no suscitó nada importante, observándose, en
cambio, mayor interés por aquellos de sus cuadros que, exteriormente
emparentados con ciertas creaciones de Bassano y Correggio, trataban algunos
problemas de iluminación artificial.
Hasta muy entrado el siglo XVII
siguieron influyendo los representantes de la orientación románica, y como tal
ha de considerarse una personalidad como la de Francisco Pacheco.
Muchas de las composiciones de carácter
piadoso, religioso-simbólico y alegórico no son acreedoras a una especial
atención, ni alcanzan un valor especial, pero en el campo del retrato, lo mismo
que ocurre en Italia y en los Países Bajos, se produjeron por aquella época
numerosas obras excelentes, que, en cierto modo, sirven de umbral a la gran
pintura española del retrato, en el siglo XVII.
En definitiva, se comprende fácilmente
que, dado el carácter meramente decorativo de la pintura, se erigieran en
modelo los llamados “grutescos” de la decoración de las logias de Rafael,
modelos que tenían presentes los encomendantes, pero que fueron objeto de una
imitación mediocre por parte de los artistas. Hasta nosotros han llegado
algunas muestras características de esta pintura decorativa, como, por ejemplo,
las de mano de Alejandro Mayner y Julio de Aquiles, que figuran en la Torre de
las Damas de la Alhambra y en el palacio de los duques del Infantado, en
Guadalajara. El palacio de don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, en El
Viso, fue decorado, según el gusto italiano de aquella época, con cuadros de
batalles, escenas mitológicas y simples decoraciones, por los pintores Juan y
Francisco Perolas, oriundos de Almagro
Dediquemos ahora nuestra atención a las
modalidades de este estilo romanístico en los diversos centros del arte.
Valencia
Se
mantiene aquí con carácter conservador, sumamente beneficioso, un sello
renacentista, gracias, ante todo, a la actividad de Juan Vicente Macip, muerto
antes de 1550, y de su hijo Juan, más conocido como Juan de Juanes. Las tablas
del antiguo altar mayor de la catedral de Segorbe denotan que el padre estudió
con gran aprovechamiento obras de la manera de Bartolomeo. El artista
valenciano acentúa las formas plenas y grandiosas, y se esfuerza por alcanzar
la monumentalidad, si ahogar por ello en los sentimientos delicados. Su hijo,
nacido probablemente en 1523 y muerto en Bocairente en 1579, se hizo,
entretanto, acreedor al mote de “Rafael español”. Está, no obstante, a juzgar
por sus concepciones, de conjunto, más lejos de Rafael que de Barend van Orley,
al que bien pudiera calificarse de equivalente nórdico suyo. Nuevamente se
patentizan en este caso estrechas e íntimas relaciones con la pintura alto
italiana. Los estudios psiquiognómicos en sus composiciones de la Cena, como en sus tablas de la leyenda
de San Esteban, en el Museo del Prado, recuerdan a Leonardo da Vinci de un modo
tan manifiesto como las tablas, pintadas en 1535, que representan el Bautismo de Cristo, y los Padres de la Iglesia con el donante Agnesio,
en la catedral de Valencia, recuerdan a su vez una pintura de Cesare da Sesto.
Por último, la composición de la Madona
con los Santos, en el Museo de Budapest, denota tan numerosos rasgos
milaneses, que apenas cabe dudar de que Juan de Juanes se educara en Italia.
Estas relaciones contribuyeron también a hacer más sólida su tendencia innata a
la pintura de detalle, rasgo que le asocia a los pintores flamencos
contemporáneos suyos. Elocuente testimonio de ello son, ante todo, las obras
conservadas en San Nicolás, de Valencia. Su producción más popular es la
constituida por la composición de El
Salvador, de medio cuerpo, con la Hostia en la diestra alzada y el famoso
Cáliz de la catedral de Valencia, el denominado Cáliz del Grial, en la izquierda. El artista acertó a crear en esta
obra un icono moderno, de indudable solemnidad y, además, de gran inspiración.
En las obras de Juan de Juanes el
paisaje está siempre tratado de modo análogo al de las creaciones de los
romanistas flamencos, ofreciendo buen ejemplo de ello el ya citado ciclo de
composiciones con la leyenda de San esteban, en el Prado. Al mismo tiempo
contienen estas tablas pruebas de las insólitas dotes del maestro valenciano
para el retrato, en cuyo campo raya a la misma altura que Salviati.
Característico del valor que posee el retrato de D. Luís de Castelví, en el
Prado, es el hecho de más de un inteligente en arte italiano haya pretendido
atribuir a esta obra origen itálico. Juan de Juanes nos ofrece en ella su
creación más perfecta, cuya elegancia recuerda la de los retratos de Cluet.
El hijo y la hija de Juan de Juanes,
pero especialmente el infatigable Fray Nicolás Borrás (1530-1610), continuaron
el arte de este pintor, sin lograr imprimirle nuevos desarrollos.
La inmediata generación de artistas se
mantuvo fiel a las normas tradicionales, imitando los modelos altoitalianos en
aquellos casos en que sintió la necesidad de apoyarse en el arte extranjero.
Las mejores obras creadas por estos pintores valencianos son retratos,
constituyendo buena prueba de ello las pinturas murales ejecutadas de 1590 a
1593 en el Salón de Cortes del Reino de Valencia (hoy Audiencia de dicha ciudad).
Se reúnen en ellas 101 retratos de
tamaño natural, para cuya composición se tuvieron, al parecer, presentes hasta
cierto punto los retratos en grupo de los senadores venecianos. El principal
autor de esta obra es el miembro más importante de la familia Sariñena, Juan,
nacido hacia 1545, muerto en 1634, por lo menos. También las figuras de
Apóstoles debidas a Cristóbal (muerto en 1622), hermano de Juan, conservadas en
el Museo de valencia, denotan ciertas relaciones con el arte veneciano. Mayor
vivacidad como retratista poseyó Vicente Requena, quien, en la citada sala de
sesiones de Valencia, reprodujo las figuras de los Diputados eclesiásticos, con
sus togas.
Andalucía
En
esta región, los romanistas flamencos lograron crearse, durante los decenios
quinto y sexto, tan favorable ambiente en los círculos eclesiásticos y entre
los admiradores del arte, que los pintores del país lograron sólo imponerse
paulatinamente. Aunque Fernando Sturm y Francisco Frutet no fuesen maestros de
extraordinario talento, el tercero de estos pintores flamencos, Peter de
Kempeneer, aventaja en importancia a todos los pintores extranjeros y
nacionales que trabajaban en Andalucía, y si su nombre se ha hecho en la
actualidad casi popular en su versión española, Pedro de Campaña, débese a la
circunstancia de que, sin olvidar su origen, supo crear en varias de sus
pinturas obras admirablemente adecuadas al sentimiento religioso de los
andaluces. Ésta es también la causa de que hayamos de referirnos, aunque
brevemente, a cierto artista que, nacido en Bruselas en 1503 y educado en
Bolonia y Roma, trabajó desde 1537, por espacio de veinticinco años, en
diversas ciudades andaluzas, especialmente en Sevilla, se regresó a su patria
en 1562, donde pasó los últimos años de su vida.
Entre las obras de Campaña conservadas
en la catedral de Córdoba, parece ser la más acabada el retablo de la capilla
de la Coronación de la Virgen. Gran distinción y monumentalidad poseen el altar
de San Bartolomé, en Santa María de Carmona, y el rico retablo de la izquierda
del crucero en la Iglesia parroquial de Santiago de Écija. Las creaciones más
genuinamente hispánicas del artista fueron, sin embargo, las que produjo con
destino a varias iglesias mexicanas, en especial el Descendimiento, pintado antes del mes de julio de 1577, obra que
actualmente figura en el Museo Fabre de Montpellier, y otra tabla con el mismo
asunto, todavía más monumental, y que se conserva hoy en la sacristía mayor de
la catedral de Sevilla. El motivo del Cristo
muerto, en el que aparece el Redentor como encarnación del sufrimiento y de
la resignación, está tratado con extraordinaria maestría, poseyendo la obra una
manifiesta vitalidad, a pesar de que en ella se acentúa el factor pasivo.
Característica de la honda influencia que este cuadro ejerció sobre los
españoles, aún en épocas muy posteriores, es la circunstancia de que Murillo
solía a menudo detenerse largamente ante esta obra, y en cierta ocasión
contestó al sacristán que, impaciente, quería cerrar la capilla: “Estoy
aguardando a que estos hombres piadosos acaben de descender el cuerpo del
señor”. En cambio, en los contemporáneos de Campaña influyó, al parecer, mucho
más profundamente el retablo del Mariscal
en la catedral de Sevilla, obra de orientación más italianizante, juntamente
con la gran tabla de la Purificación en
el templo, no sólo porque en estas producciones se comunicaban a los
pintores sevillanos las tendencias rafaelistas, sino porque Campaña, en las
figuras del grupo de los donantes, sirvió de guía a los pintores andaluces, del
mismo modo que Antonio Moro a los artistas castellanos.
Como colaborador de Campaña trabajó en
diversas ocasiones Antonio de Alfián, nacido en Triana, cuya actividad está
demostrada desde 1542 hasta 1587, pero de cuya fama como pintor al fresco no
existe en la actualidad prueba alguna. Lo mismo que el hijo de Campaña, Juan, y
que Miguel de Esquivel, muerto en 1621, intentó proseguir en Sevilla la
tradición del gran flamenco, pero a estos continuadores les faltaba empuje en
la composición, nobleza en las proporciones y flexibilidad en el dibujo. Muchos
más intenso fue el influjo que el arte del flamenco ejerció en las creaciones
de diversos maestros de talento, que veían en Campaña un rival enojoso y
trataban de alejarlo de Sevilla, después de haber sacado de su arte gran
provecho.
Entre los pintores indígenas más
inteligentes d este grupo romanista figura Luis de Vargas (1502-68), que pasó
gran parte d su vida en Roma. Su Adoración
de los pastores de 1555, en la catedral de Sevilla, denota en la
composición y en los tipos ciertas relaciones con obras italianas del mismo
tema, pero en las figuras de los pastores y en la representación de los
animales patentiza brillantemente su naturalismo español. Más que el cuadro
central, las piezas de las predelas, especialmente la Adoración de los Reyes, con un paisaje muy animado, se revelan como
trabajos de un pintor de grandes dotes. Más amanerada es la recargada
composición de la Madona, que se aparece a los santos padres del Antiguo Testamento en el Limbo, obra del año
1561, conservada asimismo en la catedral de Sevilla. Este cuadro, famoso bajo
la denominación de La Gamba (porque
se acostumbraba a considerar la pierna de Adán como obra sumamente perfecta),
guarda cierta semejanza con la composición de Vasari. El fragmento de mayor
vivacidad en este retablo del donante, el chantre Juan de medina, que figura en
el zócalo. Parece ser que el artista, con el transcurso de los años, fue
dominando cada vez más su tendencia naturalista. La Piedad pintada en 1564, y conservada en Santa María la Blanca de
Sevilla, supera, en cierto modo, el plasticismo de las obras de Sebastián del
Piombo. El artista sevillano emprendió en esta producción una ruta que no
correspondía a sus dotes pictóricas ni a su temperamento lírico andaluz. Le
faltaba en absoluto el órgano para las manifestaciones patéticas de esta
especie.
Un romanista típico con aspiraciones
clasicistas es Pedro de Villegas Marmolejo (se le supone nacido en Sevilla en
1520; murió en esta ciudad en 1596), quien, a más de una gran biblioteca,
poseyó también una colección de antigüedades. Su mejor obra, el altar de la Visitación en el muro
occidental de la catedral de Sevilla, pone de relieve la elevada inspiración y
las grandes dotes para el diseño, al mismo tiempo el rasgo levemente
melancólico de este artista genuinamente español.
Como coetáneo y afín de este pintor
figura Pablo de Céspedes, el artista más importante que tuvo Córdoba en el
siglo XVI (nacido en 1538, muerto en 1608). No carece de interés la
circunstancia de que la familia del artista procedía de Castilla, de tierras de
Burgos. Acerca del curso de los estudios del maestro Pablo estamos
relativamente bien informados. Su educación puede considerarse como ejemplo
característico de la de tantos otros romanistas españoles. Céspedes asistió
primeramente, durante algunos años, a la Universidad de Alcalá, marchó a Roma
en 1558, a lo sumo, y allí permaneció hasta 1566; pasó después a Florencia y
Nápoles, tornó de nuevo a Roma en 1572, viviendo allí durante algunos años, y
regresó a su patria hacia la primavera de 1577, después de haber visitado
Siena, Parma y Módena, embarcándose en Génova; llegado a Córdoba, le nombraron
racionero de la catedral. Para resolver asuntos del capítulo catedralicio
marchó de nuevo a Roma en 1583, y permaneció en dicha ciudad por espacio de dos
años. Posteriormente residió largo tiempo en Sevilla, donde encontró en Pacheco
un joven y entusiasta admirador y compañero, con quien ejecutó, en la nueva
Sala capitular de la Catedral, pinturas al fresco con composiciones alegóricas.
En Roma trabó amistad con Cesare Arbasia y Federico Zuccaro, sirviendo de
auxiliar a este último en varias ocasiones. Los frescos de la capilla de la Anunciación, del lado de la Epístola,
de Santa Trinitá de Monti, con escenas de la infancia de Jesús, denotan el
último estudio de las obras de Rafael.
La creación más famosa del maestro, que
también trabajo como arquitecto y como escultor, es su Poema sobre la pintura (4), no sólo interesante por su contenido,
sino por ser, aunque solo se conservan de él algunos fragmentos, el mejor poema
didáctico escrito en lengua castellana.
En Sevilla pintó al óleo los
ocho lienzos apaisados colocados sobre la cornisa de la sala del cabildo catedralicio, en la que trabajaba en 1592, con
alegorías de las virtudes y niños con cartelas, y
dos cuadros para la Casa Profesa de la Compañía de Jesús, que en tiempos de Ceán habían pasado
al Real Alcázar: un San Hermenegildo de medio cuerpo —Triunfo para
Palomino— y Cristo en el desierto servido por los ángeles. También
trabajó para el colegio que los jesuitas tenían en Córdoba, donde en 1594 se
encargó de la pintura del retablo mayor —para el que según Pacheco dio también
las trazas arquitectónicas—, con el entierro de santa Catalina en el cuerpo central, «que es
admiración de los bien entendidos», y los altares colaterales, con los Santos
Juanes y la Asunción de la Virgen, que era ya en tiempos
de Ceán el único lienzo que se conservaba tras haber pasado a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
La pintura más notable que de Céspedes se
conserva en Córdoba, la Santa Cena, en
la catedral de dicha ciudad, denota que este andaluz no pudo sustraerse a la
influencia de los venecianos, y ante todo a la sugestión del Tiziano. En esta
obra no solo se combinan elementos venecianos con otros genuinamente españoles,
como especialmente se revela en la naturaleza muerta constituida por tazas y
frutos sobre una mesa, lo mismo que n la riqueza que la composición adquiere
gracias a la gran fuente y al cántaro de vino, artísticamente trabajado, que
figura en primer término. El artista trata de producir en todo momento un
efecto importante y monumental, más las figuras carecen de vida efectiva. Otro
tanto puede decirse de la Despedida de
Cristo y la Virgen, en la catedral de Córdoba y de las Ascensión, en la Academia de San Fernando de Madrid.
Nada se ha conservado de los tan elogiados
frescos de Antonio Mohedano (nacido en Antequera en 1563, muerto en Lucena en
1625), en la reproducción de las frutas, nos inclinamos a admitir que en dicho
género de naturaleza muerta se patentizó su naturalismo español, y que estas
composiciones fragmentarias eran obras más personales que las que se inspiraban
en modelos extranjeros.
Como
su equivalente sevillano puede estimarse a Alonso Vázquez, de Ronda. Su oba más
importante fue una composición que representaba la parábola del Pobre y del Rico; por desgracia no se
conserva, pero de las noticias que acerca de ella poseemos parece deducirse que
aquella pintura de Alonso Vázquez fue uno de los bodegones más antiguos. En la
pintura de telas y frutos se atribuye a este pintor un avance considerable del
naturalismo, en grado todavía más elevado que en sus predecesores y colegas
romanistas. Los trabajos que han llegado hasta nosotros no permiten, sin
embargo, inferir nada de esto. La Resurrección
del Señor, de 1590, en Santa Ana de Triana, y las dos escenas de la vida de
San Pedro Nolasco, pintadas en 1601 y
conservadas en el Museo de Sevilla, denotan, lo mismo que sal altar de la
Concepción en San Andrés, que data, aproximadamente, de 1603, que Vázquez era
un dibujante sumamente diestro y un colorista muy aceptable, pero, al menos en
sus pinturas religiosas, no fundó un nuevo estilo pictórico, aferrándose hasta
su última época en las ideas del siglo XVI. La última obra suya, el Tránsito de San Hermenegildo, Museo de
Sevilla, terminado por Juan de Uceda, es una de las más importantes creaciones
del manierismo tardío sevillano.
No
puede decirse otro tanto de Francisco Pacheco, quien alcanzó más fama como
maestro y suegro de Velázquez que como pintor. En 1564 nació en Sanlúcar de
Barrameda y murió en Sevilla en 1644, asistiendo por consiguiente, a toda la
época de espléndido desarrollo dela pintura española en el siglo XVII.
Fácilmente se comprende que habiendo copiado en 1589 el Cristo con la Cruz a cuestas de Luis de Vargas, y mantenido con
Céspedes y posteriormente con Vicente Carducho una amistad muy íntima, se
conservara hasta más de la mitad de su larga vida como incondicional partidario
del romanismo. De un modo insospechado se modificaron entonces las ideas del
artista, y aun cuando no llevó esta transformación a sus últimas consecuencias,
puede afirmarse que contribuyó a preparar, tanto en el orden teórico como en el
práctico, la evolución que había de iniciarse en el segundo decenio del siglo
XVII. Verdad es que el artista adquirió muy pronto la convicción de la
importancia de las orientaciones nuevas, convicción asimismo dominante entre
sus discípulos.
En todo caso, Velázquez y otros condiscípulos
de éste no se limitaron a seguir libremente su inspiración cuando pintaban
escenas puramente naturalistas en el taller de aquel romanista ya maduro, ya
que los escritos de Pacheco (5) en los que
describe prolijamente la traza de los distintos Santos como algo
sorprendentemente naturalista (igualmente su San Sebastián de 1616, en Alcalá de Guadaira, en que Santa Irene
con un ramo de oliva en la mano aparta las moscas del rostro del mártir, que
aparenta tener unos 40 años y descansa en el lecho), revelan una rara
concepción realista, más racional que sensitiva, con todo.
La sequedad del docto teórico trasciende a
los cuadros del pintor Pacheco, los cuales hubieron de sufrir por esta causa
numerosas diatribas. En el Embarque de
San Pedro Nolasco, obra pintada en 1601, y el Martirio de san Sebastián, propiedad de don Juan Bolívar, en la
misma ciudad, se advierte ya que Pacheco se hacía cargo perfectamente de las
nuevas exigencias de la época, que estaba preparado para la nueva técnica
naturalista de las figuras, para el empleo del paisaje, y que no sólo mostraba
sus dotes realistas al describir los objetos, sino también en la manera de
tratar la luz. Sus composiciones con la Anunciación,
en la Universidad de Sevilla, lo mismo que sus Concepciones en la catedral de esta ciudad y en la Colección
Galindo de la misma, obras de 1639; en años posteriores, el elemento académico
se evidencia, más que nunca en un San
Miguel, fechado en 1632, y que se conserva en propiedad particular en
Madrid.
Por desgracia, no conservamos de Pacheco
otras composiciones profanas, cuyo conocimiento nos permitiría esclarecer aún
más su evolución de conjunto. Poseemos, en cambio, una dilatada serie de
retratos dibujados, aparte de los contenidos en las Concepciones. Los 150
dibujos de retratos que contiene la obra incompleta Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables
varones (actualmente en la Colección José Lázaro en Madrid, son
artísticamente de un interés extraordinario, aparte d su importancia
históricocultural; realizados paulatinamente, en un lapso de tiempo de cuarenta
años, permiten seguir el desarrollo de las concepciones estéticas en punto a
retrato, y al mismo tiempo, por su composición natural y por la dignidad que
revelan, son en cierto modo los precursores del arte de Velázquez como
retratista.
El “Divino” Morales
Antes de examinar
la pintura de la época romanista en Castilla, hemos de referirnos a un artista
que, si bien fue distinguido por Felipe II con algunos encargos para El
Escorial, no actuó durante mucho tiempo en Castilla, sino que, al parecer,
permaneció la mayor parte de su larga vida en Extremadura, su patria: Luis de
Morales(6).
Nacido
en Badajoz a principios del siglo XVI, muerto en 1586 en la miseria, creó este
artista con infinito amor, y al parecer con la más profunda piedad, un gran
número de composiciones religiosas, que le han valido la denominación del Divino Morales.
Sin duda Morales es el más
importante, más personal y a la vez más español entre los “manieristas”
españoles. Una expresión profunda con la elegancia y la manera especial de este
grupo, al cual pertenecen tanto Bronzino como Frans Floris.
Sus composiciones de La Calle de la Amargura (catedral de
Toledo y Colección Lázaro, Madrid) son sumamente instructivas, ya que nos
presentan el modo cómo tradujo al habla de su país el expresivo lenguaje de
Sebastián del Piombo.
Contiene el Museo del Prado, en
la Colección Bosch, una de las más bellas composiciones de Madonas de este
artista, junto a la cual debe citarse la Virgen
del Pajarito, de 1546 conservada en la parroquia de San Agustín, Madrid.
También la monumental Piedad, tantas
veces copiada, que figura en la Academia de san Fernando, Madrid,
interpretación genuinamente española del tipo creado por Roger y reformado por
Quentin Metsys. Las creaciones iconográficas que se han repetido hasta el
presente como el Ecce Homo, tríptico
donde aparece el “Divino” autorretratado y a su lado san Juan Evangenlista.
Este “Ecce Homo” de la Academia de San Fernando aparece exteriormente desde l
primer momento como una producción española de pleno siglo XVI, en la que se
utilizan los recursos leonardescos; pero al mismo tiempo se tiene lasensación
de que el gótico anima todavía la estructura interna de esta obra. No es de
maravillar que bastantes obras del pintor se hayan encontrado en tierras de
Portugal y que el Museo de Lisboa posea hoy toda una colección de importantes
cuadros y dibujos de Morales.
La pintura del siglo XVI en Castilla
Como ya indicamos,
el arte romanista encontró también en Castilla decididos partidarios. El genial
escultor Alonso Berruguete (1482-1561), hijo del pintor Pedro Berruguete,
trabajó asimismo como pintor. Pero al paso que en la escultura logró crearse
una manera sumamente personal, informada especialmente por las influencias de
Miguel Ángel en Italia, no se hizo acreedor a grandes elogios como pintor, bien
que colaborara con Buonarotti en la ejecución de sus cartones de batallas. Las
tablas que de él se conservan en el Museo de Valladolid, y las del Colegio de
los Irlandeses en Salamanca, aproximadamente del mismo tiempo, patentizan en
todo momento que son obra de un escultor, demostrando, además, una íntima
dependencia respecto de los grabados italianos.
En Toledo, Juan Correa (cuta
actividad está demostrada desde 1539 hasta 1522) y Francisco Comontes (muerto
en 1565) desempeñaron un papel análogo al de Vicente Masip y Juan de Juanes en
Valencia. Pero los dos artistas castellanos ocupan un lugar intermedio, por su
sentimiento, entre los valencianos y Morales, si bien se aproximan más a este
último. Los toledanos tuvieron acaso mejores propósitos que medios de
realizarlos. Manifiesta es su tendencia a no circunscribirse de un modo
incondicional al Renacimiento italiano. Más de una vez se encuentran en su obra
reminiscencias góticas; una viril aspereza, una técnica poco diestra y algo
tosca son en ellos tan características como en algunos de sus predecesores. La
obra más importante de Correa es la escena
del Gólgota, con dos donantes, en San Salvador de Toledo, a más de la Asunción
de María, con el caballero de Calatrava D. Francisco de Rojas. La amplitud
en la expresión formal, propia de los florentinos. Influyó, sin duda alguna,
sobre Comontes, en proporción no menor que sobre Correa. Pero el primero era
demasiado altivo para limitarse a copiar simplemente las composiciones
italianas, y, por otra parte, no poseía actitudes suficientes para crear
grandes composiciones propias en un nuevo estilo. De ahí que se mantuviera
gustosamente en la observancia de los cánones góticos, como lo demuestran sus
cuadros de la capilla de los Reyes Viejos en la catedral en la catedral, y los
de la ermita de San Eugenio, en las afueras de Toledo.
Con mayor decisión se adscribió
al romanismo Gaspar Becerra, oriundo de Andalucía (nacido en Baeza hacía 1520,
muerto en Madrid en 1570). En general este artista, que como arquitecto y
especialmente como escultor produjo obras por encima del nivel medio, es
superior a Vargas y Céspedes. Los largos años de su estancia en Roma
transcurrieron junto a Miguel Ángel y también al lado de Vasari. Sus pinturas
decorativas, que todavía se conservan el Gabinete de la Reina del Palacio del
Pardo, cerca de Madrid, con las escenas de la Historia de Perseo, obra de 1562-63, no revelan en él un romanista auténtico. La Magdalena arrepentida, en el Museo del Prado, obra atribuida a
nuestro artista según antigua tradición, no denota conexión alguna con el arte
de J.B. Castello Bergamasco y Rómulo Cincinnato, con quienes Becerra colaboró,
y tampoco se exterioriza en este cuadro, indudablemente debido a las
influencias del ciclo de Parmegianino, ninguna sensibilidad escultórica, sino
más bien pictórica, que recuerda un tanto el estilo del periodo central de Jacobo
Bassano.
Becerra trabajó largo tiempo en
Valladolid, ciudad donde el arte de la talla de imágenes alcanzaba a la sazón
sus mayores triunfos. Pero, mientras que esta ciudad castellana era el centro
de dicho arte, carecían en absoluto de interés los pintores que en el siglo XVI
lo habitaban, o procedían de ella. Ni siquiera el hecho de que Felipe II la
eligiera para su residencia produjo grandes avances en el orden pictórico.
Aunque alguno de los mejores pintores españoles de aquella época, como Sánchez
Coello, permanecieran transitoriamente en Valladolid durante la segunda mitad
del siglo XVI, no existía en este centro materia suficiente propia del país.
Característica es la circunstancia de que el mediocre artista Bartolomé de
Cárdenas (hijo de padres portugueses, nacido en 1547, y muerto, edad muy
avanzada, en el siglo XVII) logrará alcanzar gran éxito en Valladolid como
discípulo de Alonso Sánchez Coello, y en 1662, siendo ya anciano, fuera
nombrado pintor de la ciudad.
Otro rezagado era Gregorio Martínez,
como lo revela su Anunciación de
1596, del Museo de Valladolid; lo mismo ocurre con Tomás de Prado, muerto en
fecha posterior a 1630, y que, como tantos otros pintores de menguado talento,
hubo de vestir la librea de pintor de Corte de Felipe III. Indicaremos que en
el tiempo de Felipe III la pintura no fue objeto de un cultivo inteligente. Se
extendió entonces un gran núcleo de pintores sin energía y de escasas
aptitudes.
Reanudando el hilo de nuestro
estudio, indicaremos que, junto a los romanistas puros, a los artistas que,
como Morales, poseían una inspiración estrictamente conservadora y a aquellos
otros que orientaban sus trabajos en el sentido de las producciones de los
grandes florentinos y romanos, existió en Castilla un notabilísimo discípulo de
Tiziano: su evolución, y especialmente la transformación de sus concepciones
artísticas, reflejan la que inmediatamente se operó en la orientación general
del arte pictórico en España. Fácilmente se comprende que este pintor, Juan
Fernández Navarrete, nacido en 1526 en Logroño, muerto en Toledo en 1579,
conocido con el sobrenombre de “El Mudo”, por razón de su defecto, fuera
especialmente protegido por Felipe II. El Bautismo
de Cristo, en el Museo de Prado, con cuya obra se introdujo el artista
cerca del Monarca en 1568, es todavía clasicista. El Martirio de Santiago de 1571, en las salas capitulares de El
Escorial, revela la inspiración florentina. Interesa observar que este artista,
como tantos otros coterráneos suyos de la época, tuvo gran afición a las
composiciones de animales. En este aditamento se manifiesta en él claramente el
naturalismo español. Así se explica que cuando el Rey, en 1575, encargó al Mudo
la ejecución de 32 grandes lienzos para altares de la iglesia de El Escorial,
le prohibiera expresamente reproducir perros o gatos en estas obras. Aunque los
grandes venecianos, y muy señaladamente Tintoretto, tuvieron especial
predilección por colocar una figura de perro lo mismo en las composiciones
religiosas que en las profanas, el Mudo
llegó a conceder tanta importancia a este elemento en su gran Sagrada Familia de El Escorial, que el
cuadro despierta admiración más bien por la lucha entre el perro y el gato y
por la figura de la gallina que escapa, que por las figuras centrales de la
obra.
El Nacimiento de Cristo, lo mismo que la Sagrada Familia, de El Escorial, nos revelan que Navarrete conoció
también obras del Correggio. Posiblemente, el Nacimiento de Cristo, lo mismo que el Rapto del cadáver de San Lorenzo, obedecieron a la inspiración de
algunas creaciones del Tiziano, en las que se trataban temas nocturnos.
Igualmente, junto con cuadros como el Martirio
de San Lorenzo, del Tiziano, sirvieron de inspiración al español, para sus
estudios de luz, algunas obras de Bassano.
En su último trabajo de
importancia, consiguió llevar a cabo una feliz fusión de la monumentalidad
florentina con la técnica pictórica de los venecianos, todo ellos sustentado
por una concepción humanizadora y representativa, auténticamente española. La
muerte relativamente temprana de este artista, no sólo arrebató a Felipe II uno
de sus más capacitados pintores, sino que acaso haya de considerarse como una
seria pérdida en la evolución de la pintura española, ya que este maestro tan
fecundo, que vivió en una época poco abundante en recias personalidades, no
pudo sacar las últimas consecuencias de este hecho, es decir, liberar a la
pintura española en Castilla de todos los residuos romanistas y exaltarla a una
actividad independiente. Por esta razón aparece como un fenómeno transitorio,
en el que vinieron a asociarse los ideales del alto Renacimiento con nuevos
elementos más naturalistas, predominando en esta mezcla los principios
renacentistas.
A la vez y después que este
pintor, desempeñó Alonso Sánchez Coello el papel más importante en la Corte de
Felipe II. Si significación artística e histórica radica en un campo que, no
fue cultivado por el Mudo –el del retrato-; por otra parte, Sánchez Coello
trabajó también como pintor de asuntos religiosos, pero en este género de obras
defraudó a todos y no rayó a mayor altura que otros clasicistas y romanistas.
Así lo demuestran, entre otras cosas, las alas del altar, pintadas hacia el
noveno decenio de aquel siglo, que se
encuentran en la iglesia de El Escorial, y los Desposorios de Santa Catalina, pintado en 1578, hoy en el Museo del
Prado.
El Greco
La importancia de
Doménikos Theotokópoulos, en griego Δομήνικος Θεοτοκόπουλος (Candía, 1
de octubre de 1541-Toledo, 7
de abril de 1614), conocido como el Greco («el
griego»), en la evolución
histórica de la pintura española ha sido durante largo tiempo objeto de una
valoración tan deficiente como exagerada en la actualidad (7). El hecho de que este
artista (cuya presencia en Toledo está comprobada desde 1577 y que murió en
dicha ciudad en 1614) desarrollara la pintura, en el aspecto técnico, por
encima de Tiziano y Tintoretto, de un modo nobilísimo y personal, no basta, en
principio, para probar que fuera uno de los precursores de la pintura española
del siglo XVII, como tampoco es suficiente la circunstancia de que con sus
obras religiosas y con sus retratos encontrara en España extraordinario
aplauso. Al referirse a este genial “intruso” es menester separar su
significación como personalidad característica en la historia general de la
pintura y su situación peculiar en el desarrollo de la pintura española. Es
evidente que el Greco, como se solía
llamar en Toledo a este artista, formó discípulos, y no pudo evitar los
imitadores, siendo asimismo un hecho que Velázquez puso en su estudio del
Palacio Nacional de Madrid, algunos retratos de “messer Doménikos”. Pero lo que
los discípulos tomaron de las obras de este artista fueron más bien los efectos
artificiales de la luz, los elementos naturalistas, que en el Greco suelen
desempeñar un papel secundario; mientras que la manera, característica de su
estilo, de tratar de un modo antinaturalista la luz y los cuerpos, no encontró
continuador alguno, toda vez que los pintores españoles de la época no eran
capaces de comprender semejante problema. Ni siquiera en Velázquez puede
comprobarse una inmediata dependencia del Greco, si bien aquel artista no sólo
admiró a Theotokópoulos uno de los más inmediatos continuadores de Tiziano, que
le permitían establecer contacto con la escuela veneciana, sino que la maestría
en la representación de la figura humana, patentizada en todos los retratos del
Greco, fue seguramente para Velázquez un acicate y un modelo para su propia
producción.
Es
innegable la existencia de una sorprendente nota de modernidad en muchas
creaciones del Greco, cuya obra significa una novedad, aún con respecto al
siglo XVII. Poco ha nos referíamos al elemento técnico, expresando con ello la
manera desenvuelta de la pintura, la pincelada fácil, la independencia y falta
de fusión de los colores (pintura que tiene más amplitud de masa en los cuadros
de grandes dimensiones, pero aún es éstos se atisba cómo el pincel se mueve
nerviosamente, en pequeños toques). También la pintura de cabezas y manos, y no
menos la de los ojos, dista esencialmente en el Greco de la manera de Tiziano,
relativamente inclinado al dibujo. Pero, en cambio, es menester no olvidar que
la posición del artista, en general, es mucho menos moderna que la del
Tintoretto, y que la espiritualidad del arte del Greco posee un carácter
netamente medieval. En él resuenan acentos bizantinos y góticos. Si nos
ocupamos del arte del Greco en este lugar, no solamente lo hacemos porque con
su peculiar manierismo se relaciona con los pintores romanistas menos
originales de España, sino porque su arte, más intensamente todavía que el
Morales arraiga en aquel goticismo que para los españoles de la segunda mitad
del siglo XVI era más propia, amable y adecuada que el Renacimiento propagado
por Felipe II. Si los pintores flamencos e italianos implantaron en España el
romanismo en la época del Greco, fue éste el último extranjero que, antes de
que surgiera la pintura española nacional del siglo XVII, trató de ejercer
influencia en otro sentido sobre la cultura y la pintura de España.
Aunque
los españoles contemporáneos del Greco no alcanzaron a comprender plenamente
los últimos propósitos artísticos del maestro, e incluso a veces los interpretaron
erróneamente, una idea era evidente para ellos: la de que se trataba de un
pintor animado de sentimientos profundamente religiosos, que, al igual que
ellos, combatía el tono pagano y armónico del Renacimiento italiano, y, junto a
cosas manifiestamente opuestas a su concepción religiosa, subyugaba, en muchos
detalles, por su sentido naturalista. Precisamente lo extraño en las figuras de
Santos de este artista, la inmaterialidad de sus figuras visionarias, causó
admiración a muchos españoles. No faltaron casos en que el misticismo del Greco
y el de los españoles se encontraron, especialmente en la figura del “San
Francisco” meditando sobre la futilidad de las cosas.
No
obstante la vastedad de la obra del Greco el número de temas por él
desarrollados no es muy grande, ya que diversos asuntos y motivos fueron
repetidamente tratados por él, e intentó prestarles formas nuevas en sucesivas
elaboraciones. Si, por un lado, en sus figuras se observan en más de una
ocasión ciertos rasgos propios del icono, las numerosas réplicas de sus obras
más afamadas se han erigido en cierto modo en cuadros de culto, cuya
formulación en el público ha poseído una importancia casi sagrada. Recordemos
sus composiciones de la Anunciación,
de que existen dos tipos principales, su Expulsión
de los mercaderes del templo, su Cristo
con la Cruz a cuestas, la Virgen de
los Dolores, el Espolio, las
figuras de la Sagrada Familia, de San Pedro arrepentido y de la Magdalena,
el San Jerónimo como cardenal y penitente,
pero, sobre todo, la de San Francisco.
Es
evidente que el Greco conocía bien la simbología judía, dada la fuerza de la
comunidad hebrea en Oriente y, sobre todo, en los ambientes en los que el
pintor se había criado. En la «Alegoría de la Orden de los
Camaldulenses»,
cuadro que se pintó en la época del «triunfo de la fe» en un ambiente
claramente antijudío, obra encargada por un hasta ahora desconocido cliente,
podemos apreciar cómo las celdas individuales de los monjes aparecen alineadas
y cómo el Greco invierte el sentido y la imagen cristiana objetiva se
transforma en candelabro talmúdico de siete brazos.
La época
histórica del Greco
en Toledo es la de la imposición del Estatuto de limpieza
de sangre, que había llevado a cabo a todos los efectos el cardenal Silíceo. Se
puede afirmar que en estos finales del siglo XVI el honor de los españoles lo
constituía su religión y su raza, y acreditar este honor de «cristiano viejo»
era necesario para acceder a determinados cargos. Sin embargo, la realidad nos
demuestra que en estos tiempos oscuros había tantos españoles no «limpios» de
sangre que optaban a puestos en las instituciones, que el fraude, el chantaje,
el engaño y la coacción eran un resultado normal de las acciones que llevaban a
cabo quienes tenían necesidad de limpiar su genealogía. Era una sociedad en la
que el deshonor conyugal se lavaba con la espada, pero se consideraba un
estigma imborrable la ascendencia judía, que no eclipsaba ni con el bautismo.
El Greco, cuando llega a
Toledo, viene a una ciudad donde los Estatutos de limpieza de sangre están en
vigor; sin embargo se aposenta en el barrio de la judería en las casas del
marqués de Villena, que había sido uno de los conversos más famosos de la
historia de España; estas casas estaban cerca de la sinagoga de Samuel Leví,
luego cristianizado su nombre como «sinagoga del Tránsito (de la Virgen). ¿Por
qué? Se ha escrito que «Doménico no compartía la paranoia antijudía de los
españoles, por educación, por trayectoria personal ya conocida en Oriente, por
su pertenencia a la ‘Familia Charitatis’ y posiblemente porque él no era ajeno
a la comunidad hebraica en su ascendencia de sangre».
Dentro
de esas certezas que acercan la hipótesis judaizante o de sangre judía del
Greco están el hecho de que su hermano Manussos fuera recaudador de impuestos
en Creta, actividad realizada habitualmente por judíos, y que los personajes
(documentados) de los que se rodea en Toledo son conversos o descendientes de
conversos, como Jerónima de las Cuevas, Petronila de Madrid, Juan de las
Cuevas, Manuel de las Cuevas, el deán de la Catedral don Diego de Castilla (que
le encarga «El Expolio», la
única obra que pintará para esta institución religiosa a lo largo de su vida) y
su hijo y amigo del pintor desde la época romana, don Luis de Castilla,
Gregorio de Angulo (que intercederá para que se le adjudique al Greco, por
parte del consistorio toledano, las pinturas para la capilla Oballe en la
iglesia de San Vicente) y Pedro
Vélez de Silveira, entre otros. No es descabellado pensar
que El Greco tendría
sangre judía por ascendencia materna, que él era consciente de ello y, por
esto, aceptaba sin más el trato cotidiano con el universo judío y se sentía a
gusto entre ellos.
Hoy
nadie discute que el amor toledano de El Greco y madre de su hijo, Jerónima de las
Cuevas, tenía su origen en hebreos conversos. Así mismo, en ningún archivo
toledano consta que la pareja se casara. La familia de ella nunca reclamó el
«honor», como lo hubiera hecho una familia de las castizas y sangre vieja. De
casarse, tendrían que haberlo hecho por el rito católico; pero también se
afirma, con razones poderosas, que el Greco debía de ser de religión ortodoxa,
y legalizar la situación habría significado o hacer apostasía o una ceremonia
falsa. La realidad es que el Greco pasó por encima de los ritos y las forma e
hizo caso omiso del sacramento del matrimonio, que bien poco le importaba.
Tampoco aparece registrada en documento alguno la muerte de Jerónima. Asimismo,
se carece de algún documento en el que se cite que el hijo del Greco y Jerónima,
Jorge Manuel, fuese bautizado.
Tenemos,
pues, al Greco en Toledo entre
los conversos toledanos, con un hijo de sangre judía, con una educación
tolerante (el contacto entre ortodoxos-judíos en Oriente era normal) que le
lleva a entregar su amistad al margen de lo que piensen los demás. Los encargos
más importantes (El Expolio, retablos de Santo
Domingo el Antiguo, retablos de la capilla Oballe, retablos de la capilla de
San José, Entierro del señor de Orgaz…) están relacionados con
personas que llevan sangre de conversos. Y se ha publicado (sin documentación,
pero con coherentes argumentos) la posibilidad de que el mismo Domenico
Theotocopuli no fuera ajeno a la sangre judía y que acaso hasta su madre fuese
sefardita. Si esto fuera así, la presencia del Greco en Toledo hay que verla
como la del retorno a las raíces, a la ciudad de sus antepasados y al barrio en
que habitaron a la sombra de una sinagoga ejemplar.
Apenas
puede dudarse de que la razón íntima de que el Greco se trasladara a España fue
la esperanza de recibir abundantes encargos de Felipe II. Discípulo predilecto
de Tiziano en Venecia, protegido en Roma por su temperamento juvenil, por la
familia de los Farnesio, suscitando gran admiración por su talento en aquel
foco de artistas, el pintor desapareció repentinamente de Italia. Todavía no se
ha puesto en claro a que casualidad debe los numerosos encargos que le hicieron
para la iglesia de Santo Domingo el Antiguo, en Toledo. Hacia 1580 se esforzó
por lograr el favor de Felipe II al hacérsele un encargo para El Escorial. El
trabajo de prueba, la composición dedicada a Todos los Santos y la Adoración por el símbolo divino por el Rey,
obra conocida bajo la denominación de Sueño
de Felipe II, suscitó el interés del monarca por el Greco, pero el rey
rechazó el gran cuadro del altar que representaba el Martirio de San Mauricio.
Todavía
en la actualidad sigue siendo Toledo la ciudad del Greco, puesto que en el
Museo que lleva su nombre, en la Catedral, en el Hospital de Afuera, en Santo
Domingo el Antiguo, en Santo Tomé y en otras muchas otras iglesias están
reunidas aún numerosas obras del pintor. Lo mismo en esta ciudad que en el Museo
del Prado, adquirimos la convicción de que este arte sólo podía encontrar una
imitación exterior e insuficiente, pero no un continuación inmediata, natural y
robusta.
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NOTAS
Mayer,
August L., La Pintura Española,
Barcelona-Madrid-Buenos Aires-Río de Janeiro, Editorial Labor, S.A.,
Colección Labor. Sección IV, Artes Plásticas, n° 447-449, 1949.
(1)J.
Gestoso y Pérez, Ensayo de un
diccionario de los artífices que florecieron en Sevilla, etc. 3 tomos,
Sevilla, 1899-1908; Id. Sevilla
monumental y artística, 3 tomos, Sevilla, 1889 y 1892.
(2)
E. Bertaux, Exposición de Zaragoza,
1908.
(3) A.L. Mayer,
Kunstchronik, 32, 1921-22, p. 250.
(4)
Impreso juntamente con otros escritos suyos, en Ceán Bermúdez, Diccionario, V.
(5)
El Arte de la Pintura, 1640. La
reimpresión de la Academia de San Fernando está agotada hace mucho tiempo, y
sería de desear una edición crítica de los manuscritos recientemente
encontrados.
(6)
Daniel Berjano Escobar, El Divino Morales,
Madrid.
(7)
Manuel B. Cossío, El Greco, Madrid;
Francisco de Borja de San Román, El
Greco en Toledo; A.L. Mayer, El
Greco, Munich (Hanfstaengl), 1926.
|
IMAGENES
La
pintura andaluza hasta 1540
Virgen de la Antigua. Catedral de Sevilla.
Virgen de Rocamador. Anónimo siglo XIV, Iglesia
de San Lorenzo, Sevilla.
Virgen del Coral, nombre dado por el coral que
el niño lleva al cuello, Iglesia de San Ildefonso, Sevilla.
Santa María de los Remedios, bajo ella un cuadro
de Pacheco: San Fernando entrando en
Sevilla. Antecoro de la Catedral de Sevilla.
Sala de los Reyes, también se llamó Sala de la
Justicia y Sala del Tribunal a partir del siglo XVIII.
Catedral de Sevilla. Capilla de los Cálices. Virgen de Gracia con San
pedro y San Jerónimo. Juan Sánchez de Castro. Fin siglo XV.
Tabla del Retablo de la leyenda de San
Miguel Arcángel, pintada por el maestro de Arguis, ca. 1440, temple sobre tabla.
Piedad con san Miguel, san Vicente y
un donante, óleo sobre
tabla, Sacristía
de los Cálices, Catedral de Sevilla.
Cristo con la cruz a cuestas.
La Anunciación con los donantes y Santos
patronos. Mezquita Catedral de Córdoba, 1475, Pedro de Córdoba
Retablo de la Virgen de los Mareantes o de los
Navegantes, Capilla del cuarto del Almirante en el Alcázar de Sevilla.
Virgen de la Rosa
Abrazo ante la Puerta Dorada. Atribuido a Alejo
Fernández, 1504-1510. Parroquia de Espera (Cádiz)
Virgen del Buen Aire
La
pintura española en la época del romanismo
San Estebán en la Sinagoga, Juan de Juanes, 1555-1562
El Bautismo de Cristo, Juan de Juanes
El Salvador, Juan de Juanes, catedral de Valencia.
Retrato de un caballero santiaguista, D. Luis Castelví,
señor de Carlet, Juan de Juanes, hacia 1560.
La Purificación de la Virgen María, Retablo de la capilla
del Mariscal, Catedral de Sevilla.
La Adoración de los Pastores, Luis
de Vargas, fue uno de los grandes pintores de la
Escuela Sevillana, que introdujo el Manierismo, que había aprendido en Italia.
El cuadro de la Gamba, (porque se
acostumbraba a considerar la pierna de Adán como obra sumamente perfecta), Luis
de Vargas, siglo XVI.
Pinturas en el altar de la Visitación
de la catedral de Sevilla, (España). El espacio central está dedicado a
la escena de La Visitación, y junto a él aparecen los que representan a San
Blas, el Bautismo de Cristo, el apóstol Santiago y el mártir San Sebastián.
Asunción de la Virgen, Madrid, Museo
de la Real Academia de bellas Artes de San Fernando.
Este retablo pintado por Pablo de Céspedes, natural de Córdoba,
racionero de esta Catedral desde 1577. El pintor debió ejecutar esta obra tras
su segundo viaje a Roma (1582-1592), entre los años 1593 y 1595
El Cristo Resucitado de Alonso Vázquez,
tabla manierista fechada en 1590, como se puede leer en una cartela en la parte
baja de la tabla: “IllifonsvsVasquez; faciebat
1590”. Fue restaurada por Gestionarte bajo la dirección de Benjamín
Domínguez, durante los meses de abril y julio de 2013.
Alonso Vázquez y Juan de
Uceda, El tránsito de San Hermenegildo,
h. 1603. Sevilla, Museo de Bellas Artes
San Sebastián, atendido por Santa
Irene que con un ramo de olivo en la mano aparta las moscas del rostro del
mártir. Francisco Pacheco, 1616.
San Pedro Nolasco embarca para
redimir cautivos, Francisco Pacheco, Convento de la Merced de Sevilla. Actual
Museo de Bellas Artes.
“Ecce Homo”, Luis el Divino Morales,
el pinto aparece autorretratado en la portezuela derecha, junto a la imagen de
San Juan Evagenlista.
Cristo camino de la Amargura
Virgen del Pajarito, parroquia de
San Agustín, Madrid.
“El Calvario” Luis de Morales, Museo
del Prado, donación Plácido Arango Arias.
“Cristo presentado al pueblo”, Luis
el Divino Morales, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Historia de Perseo, Gaspar Becerra,
1562-63, Gabinete de la Reina, palacio de El Pardo.
La Magdalena penitente, Gaspar
Becerra, siglo XVI.
La Anunciación, Gregorio Martínez,
1596. La obra representa el momento en que el Arcángel San Gabriel anunció
a la Virgen María que sería la
madre de Jesucristo, el Mesías.
El Bautismo de Cristo, Juan Fernánde
Navarrete el “Mudo”, c.1567, Museo del Prado.
El Martirio de Santiago, Navarrete
el Mudo. El lienzo representa
el martirio del apóstol Santiago el Mayor, que según la
tradición murió decapitado en Jerusalén en el año 44
de la era Cristiana por orden del rey Herodes Agripa I. C. 1569-71
Sagrada Familia, Navarrete el Mudo,
El Escorial
Juan Fernández de Navarrete, el
Mudo, 1575. Patrimonio Nacional Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
El pintor escenifica el tema de la
Natividad en un claroscuro violento de clara influencia veneciana y muy acorde
con la estricta veracidad de los textos sagrados. La idea de dispersar la luz
en ráfagas, o la utilizar al Niño como foco de iluminación directa a la Virgen,
le viene de Tiziano y de los Bassano, así como también el efecto de la vela
encendida que lleva San José en la mano. La utilización de una técnica suelta y
fluida le permite crear esos “admirables” efectos de luz, muy especialmente sobre
el cuerpo del Niño, cuello y brazos de la Virgen, y las manos de San José.
Pero, a la vez, consigue una representación de una gran ternura.
Esta Anunciación reproduce, en
pequeño formato, la tela con el mismo tema conservada en el Museo Nacional del
Prado que formó parte del retablo del colegio de doña María de Aragón. La
decoración de este importante conjunto, cuya iglesia se consagró en 1599,
estaba concluida en julio de 1600, cuando se contrató a un carretero para
trasladar desde el taller del Greco, en Toledo, hasta Madrid todos los
componentes del altar y la persona encargada del montaje. El conjunto, uno de
los más espectaculares del pintor, fue diseñado con dos cuerpos. Según parece,
el piso inferior lo presidía la Anunciación,
flanqueada a la izquierda por La
Adoración de los pastores (Muzeul National de Artã al Românei
de Bucarest) y, a la derecha, por El
Bautismo de Cristo (Museo del Prado). La Crucifixión centraba el
segundo cuerpo y tenía a su izquierda La
Resurrección y a su derecha el Pentecostés (las tres pinturas
pertenecen al Museo del Prado). La concepción del retablo marcó un nuevo paso
en la evolución del pintor, que abandonó los postulados naturalistas y tiñó sus
telas con una visión subjetiva donde la forma se funde con el mensaje doctrinal
que encierran.
El Greco recupera en esta composición un tema que no
había tratado desde su estancia en Italia, siendo significativa la evolución
que exhibe el artista si se comparan los lienzos con una misma temática. El
esquema compositivo se mantiene, introduciendo interesantes variaciones: las
figuras se acercan al primer plano, dos ancianos se añaden al asunto; la figura
de la izquierda se presenta en acentuado escorzo, cerrando la composición y
equilibrándose con los dos ancianos; la zona de la derecha se muestra más restringida
espacialmente, etc. Las referencias arquitectónicas se mantienen, creadas con
un mayor acierto; junto al arco de medio punto, dos relieves aluden a la
condena y redención de la Humanidad: la Expulsión del Paraíso y el Sacrificio
de Isaac, relieves que también se repiten en el tardío lienzo de la iglesia de San Ginés en Madrid. Cristo se sitúa en el centro del
escenario, rodeado de las figuras escorzadas de los mercaderes y los
discípulos. Sobre su figura impacta un potente foco de luz que diluye los
colores de su túnica. La sensación de movimiento, típicamente manierista, se
comparte con la espiritualidad que pretende manifestar Doménikos en sus
trabajos, satisfaciendo a su clientela. Los personajes son alargados, de canon
muy estilizado que recuerda algo las anatomías de Miguel Ángel, para elaborar la obra a través de la luz y el color
siguiendo a Tiziano y Tintoretto.
Mater Dolorosa
1587 El Greco Dominikos Theotokopoulos (Creta 1541 Toledo 1614) Griego Español
El cabildo de la catedral de Toledo
debió de encargar al Greco la realización del Expolio el 2 de
julio de 1576 pues existe un documento que en esa fecha recibió 400 reales de
adelanto a cuenta del cuadro. Se trata del primer documento que acredita la
presencia del pintor en Toledo. Se trata de los primeros trabajos en
Toledo, junto a las pinturas del retablo de Santo Domingo el Antiguo, recién
llegado de Italia.
El Greco - San
Pedro arrepentido (1590)
El Greco - San
Pedro arrepentido (1590)
La Adoración del Nombre de Jesús
(The National Gallery). Finales de la década de 1570, el Greco
Alegoría de la orden de los
Camandulenses. Instituto Valencia de don Juan, Madrid
Cuadro
que se pintó en la época del «triunfo de la fe» en un ambiente claramente
antijudío, obra encargada por un hasta ahora desconocido cliente, podemos
apreciar cómo las celdas individuales de los monjes aparecen alineadas y cómo
el Greco invierte el sentido y la imagen cristiana objetiva se transforma en
candelabro talmúdico de siete brazos.
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