BRINDANDO CON
VINO:
¿QUIÉNES ERAN LOS
PARTICIPANTES DE LA MESA ÍBERA?
Queridos
lectores como siempre poniendo datos de interés, ya sabéis para que aprendáis, Luís
Ángel Flores Blanco, con Maestría en Arqueología Prehistórica, investiga con
este trabajo la repercusión de la introducción del vino en la mesa ibera,
partiendo de la importancia que tiene el compartir en la mesa con su modo de
vida, el simbolismo social que de ella se desprende y las relaciones de poder
que surgen de estos nuevos brindis. Sustento que si bien el vino no trajo
consigo un nuevo modo de mesa, sí fue usada por las élites locales como
instrumento de distinción social que, junto con otros factores, ayudó a ser más
compleja a la sociedad peninsular.
Espero sea de
vuestro agrado.
INTRODUCCIÓN
La alimentación
es el hecho más primario de la vida de los seres humanos. Como elemento lleno
de esencia humana, la alimentación distingue a una cultura y los pueblos son
reacios a someterla a cambios rápidos, por lo cual, modificaciones en la misma
pueden ser tomadas como indicador de procesos significativos en un grupo
social, y no solo como un mero acto orgánico (Oliver, 2000: 15-16).
La
alimentación ha servido, y sirve también como agente de diferenciación social.
Los alimentos al ser tan importantes, tanto fisiológica como culturalmente, han
asumido cierta potestad en la estructuración social, en la que el atesoramiento
de ciertos alimentos, valorados de distinto modo en la sociedad, ya sea por su
naturaleza exótica y/o simbólica, pasan a tener una distribución asimétrica. Es
así que la alimentación se convierte en un escenario de representación social,
construcción de jerarquías, relaciones de poder y solidaridades sociales
(Delgado, 2008: 164; Oliver, 2000: 16; Muñoz, 2012: 641).
Como
bien lo ha señalado Arturo Oliver (2000: 41):
“…el paso de los productos
agrícolas, de ser un mero alimento de subsistencia… a convertirse también en un
valor de intercambio, traerá consigo unos cambios técnicos que persiguen
aumentar la producción, y también cambios sociales, solo comparables a los que
produjo la aparición de la agricultura durante la neolitización.”.
Pero
además, la alimentación está enmarcada en una serie de patrones de conducta,
normas o prohibiciones jerárquicas, culturales y religiosas propias de cada
colectividad (Cruz, 1991: 13), que le proporcionan una importancia simbólica,
en la que se establecen lazos de hospitalidad e identidad entre iguales, que
sellan y diferencian a un grupo de otro (Oliver, 2000: 16-17).
De
esta forma, los materiales de lujo importados son símbolos de poder de un
estamento social concreto (Oliver, 2000: 138). Uno de esos suministros
especiales, producto de la distinta valoración económica y social, fue la
bebida alcohólica, siendo la cerveza y el vino las principales para el Viejo
Mundo. En diferentes contextos, se ha demostrado que el alcohol es un elemento
de cohesión social y de afianzamiento comunal (Cabrera, 1995; Gracia, 1995;
Oliver, 2000: 139). Pero el alcohol también es un apreciado suministro de lujo
y un indicador de riqueza y estatus, siendo tal vez el mejor ejemplo de
alimento suntuoso, en el que sin ser necesario para la alimentación básica, se
invirtió ingentes excedentes de producción y trabajo (Arthur, 2003: 516-517;
Dietler, 1990; Joffe, 1998; Rojo et al., 2006; Sherratt, 1987: 90-93). Por lo
cual no es casualidad que bebidas alcohólicas, como el vino, estuvieran, en un
principio, reservadas para las élites (Quesada, 1995: 277; Muñoz, 2012: 639).
En
este artículo centraré mi atención en el rol sociológico que cumplió el vino en
los banquetes íberos, rastreando sus diferencias con la forma griega de
symposion y tratando de entender su función social en la península. Postulamos
que tanto el vino como la vajilla asociada fueron expresiones de distinción
social de la élite, pero al mismo tiempo elementos de cohesión entre los
“iguales” invitados a la mesa, una forma de construir un “ser / pertenecer” a
un grupo de poder íbero.
LA LLEGADA DE VINO A LA PENÍNSULA IBÉRICA
Desde el siglo
VIII a.C. en adelante, las costas del Mediterráneo presentarían un mosaico
cultural variado, de grupos orientales, sirios, arameos o chipriotas y
principalmente fenicios. Todo este movimiento funcionará como catalizador de
los cambios que se dieron en toda esta región. Con ello se inició también una
serie de intercambios de productos de valor económico y simbólico, así como una
mutua adopción de conocimientos (Belén y Chapa, 1997: 97; Oliver, 2000: 35-36).
Este
proceso, que se venía gestando autóctonamente desde el siglo XI a.C., se
precipitó, al menos para el sudeste peninsular, con el establecimiento de
emporios fenicios a partir del siglo VIII a.C.
Estos
establecimientos, muchas veces sirvieron para acoger a una serie de migrantes
orientales. Todo ello desencadenó, en la segunda mitad del siglo VII a.C. e
inicios del siglo VI a.C., en cambios culturales de la península, que
resultaron en lo que se ha venido llamando la cultura Ibérica, que alcanzó una
estructura estatal por el siglo IV a.C. (Belén y Chapa, 1997: 99; Gracia y
Munilla, 2004: 681-686; Oliver, 2000: 27-28).
Como
bien se ha señalado, el establecimiento de relaciones entre foráneos y locales
fue muy complejo, donde no se puede hablar de una relación asimétrica de
explotación y dominación, por tanto se está lejos de hablar, al inicio, de
colonias fenicias, sino más bien de emporios establecidos especialmente a lo
largo de la costa mediterránea, que solo después del siglo VI a.C. permitan tal
vez hablar de colonias (MarínAguilera, 2012).
La
península Ibérica resultó atractiva por sus metales (plata y estaño) y
excedentes agropecuarios indígenas, que pudo incluir esclavos. A cambio, las
comunidades íberas recibieron gran cantidad de productos exóticos, como
perfumes, joyas, tejidos o vinos de calidad, que por su carácter de bienes de
prestigio o suntuario fueron acaparados por las elites locales, pero que con el
tiempo tuvieron repercusión en toda la sociedad (Belén y Chapa, 1997: 100; San
Nicolás y Ruiz, 2000: 91).
Entre
estos productos foráneos, llegaron la vid y el vino, contenidos en ánforas,
sobre todo fenicias (Guerrero 1995; Domínguez 1995; Oliver 2000: 77), tal como
se han reportado para Cerro del Villa de Málaga (Aubet 1990); aunque existen
todavía muchas dudas sobre qué contenían esas vasijas (Oliver, 2000: 75-76).
Los
primeros datos que tenemos de vino llegado a la península son de los ajuares
fenicios y griegos, en las tumbas principescas de la zona de Huelva y en torno
a Carmona. Por ejemplo, en la necrópolis de La Joya hay ánforas fenicias
(especialmente de tipo R-1), enócoes (jarra para vino), jarros piriformes,
aunque llama la atención la escasa presencia de cráteras. Primero, estos datos
indicarían que las relaciones comerciales eran básicamente entre locales y fenicios.
Segundo, que los recipientes para preparar y consumir el vino llegaron de
manera incompleta y desigual (Domínguez, 1995: 42).
PRODUCCIÓN LOCAL DE VINO
El comercio con
Grecia, especialmente con los foceos, se intensificó en el siglo VI a.C., no
obstante, siguió siendo baja la proporción de ánforas griegas que llegaron a la
península. Ello se relacionó con el retroceso de la presencia Fenicia en los
mercados tartésicos, ante la caída de Tiro, trayendo consigo la disminución de
los intercambios comerciales, como lo evidencia la disminución notable de
ánforas fenicias R-1. Este fue un momento adecuado para la expansión
aristocrática íbera y con ello el control, en parte, de la producción de vino
(Belén y Chapa, 1997: 162; Domínguez, 1995: 48; Guerrero, 1995: 98-99; Muñoz,
2012: 643).
En
la actualidad, se tienen evidencias de algunos lugares que sirvieron para la
elaboración y/o almacenamiento de vino en la península.
Entre
ellos destacan La Quéjola (Albacete), el Poblado de San Cristóbal y la Torre de
Doña Blanca (Cádiz), Pecio del Sec (Mallorca), por referirnos a algunos.
Por
ejemplo, en el yacimiento de Cancho Roano (Badajoz) se han reportado juegos de
ponderales, balanzas, sellos y, lo más importante, unas 100 ánforas locales con
capacidad para unos 5000 litros (Guerrero, 1995: 99).
Otro
caso similar, y tal vez uno de los sitios más importantes que concentran una
rica información del tema aquí tratado, sea Alto de Benimaquia (Alicante). Se
trata de un poblado fortificado con una serie de lagares con las balsas para
pisar el fruto, depósitos para recibir el mosto y zonas de almacenamiento para
el vino, donde además se han descubierto gran cantidad de semillas de uva y
ánforas fenicias del tipo R-1, muchas de ellas de fabricación local (Guerrero,
1995: 102-103). Estos talleres de ánforas también han sido identificados en
Peña Negra, Castellar de Librilla, Pinos Puente, entre otros (Domínguez, 1995:
48). El desarrollo de la explotación local de la vid se confirma en otros
lugares de la península, como en Emporion, en torno al siglo V a.C. (Gracia,
1995: 315).
CONTROL DE LA PRODUCCIÓN Y DISTRIBUCIÓN DE VINO:
REFORZAMIENTO DE LA ELITE ÍBERA
La innovación
técnica y el ingreso de nuevos cultivos tendrán cierta consecuencia en la valía
de la tierra como dispositivo de riqueza estable. A la larga tuvo repercusión
en los sistemas económicos, en la organización de la sociedad y en las relaciones
de poder, ya que empezaron a surgir concentraciones de terrenos en manos de
ciertos grupos sociales (Marín-Aguilera, 2012: 156). El reflejo de estos
cambios también se manifestó en la aparición de cultos y deidades relacionados
al cultivo, como Demeter diosa protectora de la agricultura (Belén y Chapa,
1997: 101; Oliver, 2000: 46-47).
Todo
este proceso, que se venía gestando desde el Bronce final y se consolidó
durante la Edad de Hierro, incluyó innovaciones técnicas. El uso del arado y
nuevas herramientas en base de hierro (azadas, layas, alcotanas, podones, entre
otras), el empleo de abonos y de sistemas de regadío permitieron el cultivo
extenso de nuevas parcelas (Belén y Chapa, 1997: 101; Oliver, 2000: 45-46;
Ruiz-Gálvez, 1992, 1998).
Entonces,
estaban dadas las condiciones necesarias para el crecimiento de la frontera
agrícola, que exigió la introducción de cultivos foráneos, que en el caso de
especies como la vid y el olivo, requieren características orográficas y
edafológicas especiales (Oliver, 2000).
Uno
de estos ejemplos de colonización agrícola y cambio en la organización de la
tierra es el que se llevó a cabo en Guadalquivir, a mediados del siglo VII
a.C., estableciéndose límites explícitos entre los diversos grupos de poder.
Esto generó una situación que ha sido entendida en doble sentido, por un lado
un desarrollo indígena, y por otro lado, debido a la interacción generada por
la presencia de emporios en el litoral (Belén y Chapa, 1997: 157; Ruiz y
Molinos, 1993).
Por
ser un bien de lujo, era imprescindible intervenir en la producción y
distribución del vino. Quien controlaba los bienes de prestigio tenía el poder,
en lo social, político, religioso y militar. Por eso las élites del mundo
antiguo intentaron tener bajo sus redes todo el proceso del vino (Muñoz, 2012:
645). En Iberia parece que este también fue el caso, tal como lo indican los
datos de Benimaquia, la Quéjola y de Cancho Roano (Guerrero, 1995; Oliver,
2000: 139).
Sin
embargo, no todos tenían las capacidades y condiciones sociales y económicas
para controlar la producción del vino ya que el cultivo de la vid requiere, por
lo menos, diez años para ser rentable, o al menos tres para ser aprovechable.
Se trata de un largo proceso que incluye el sembrado, la vendimia, la
fabricación del vino en los lagares, el almacenamiento y vigilancia de la
fermentación, así como la planificación de una producción de envases
estandarizados. Si a todo ello hay que sumar la construcción de rutas
comerciales seguras y el contacto con los compradores aptos para el consumo del
vino; se tendría que pensar en un grupo dedicado a la panificación y control
centralizado de la producción (Guerrero, 1995: 93; Muñoz, 2012: 646).
Es
así que la relación entre comerciantes y aristócratas locales incentivó una
compleja red comercial, que mantuvo un “circuito interior” para la distribución
de los productos de los emporios costeros hacia el interior, y “un circuito
exterior” en el comercio a larga distancia (Gracia, 2008: 505).
Tal
vez un buen ejemplo de ese control en la producción y distribución de vino sea
los datos del yacimiento de Cancho Roano, donde se han reportado juegos de
ponderales, balanzas, sellos, y lo más importante, unas 100 ánforas locales,
que habrían contenido unos 5000 litros. Otro caso similar es el de Alto de
Benimiquia, donde se ha hallado dependencias dedicadas, como ya se ha señalado
en este trabajo, a la producción vinícola (Guerrero, 1995: 99-103).
Entonces,
como bien ha señalado Ruiz y Molino (1993: 238), la relación entre colonos
comerciantes y aristócratas locales permitió no solo el control de un primer
circuito de llegadas de bienes exóticos como el vino y vasijas como las
cráteras, sino que además les facilitó el control de un segundo circuito, la
distribución de ciertos productos hacia su propia comunidad. Esta estrategia
tiene que haber reforzado la posición de la élite frente a la comunidad.
EL CONSUMO DEL VINO COMO PARTE DE BANQUETES ÍBEROS
¿CÓMO Y QUIÉNES ERAN LOS INVITADOS?
El uso de vino
en la península ibérica abarcó distintos ámbitos: en rituales funerarios de
cremación, en protocolos religiosos, en el ámbito militar para insuflar valor y
como elemento de banquetes (Belén y Chapa, 1997: 101; Quesada, 1995; Muñoz,
2012: 645).
Para
el caso de los banquetes íberos existen pocos testimonios directos, y sólo nos
permiten intentar dilucidar a partir de ellos cómo sería el banquete entre los
íberos (Muñoz, 2012: 644). Tenemos básicamente evidencias de viandas
arqueológicas, la representación iconográfica de un posible banquete, en el
relieve del sepulcro de Pozo Moro (Almagro 1983) y escuetos relatos de
historiadores griegos.
Si
bien la representación de Pozo Moro se desenvuelve en un espacio y tiempo
mítico, el “terrorífico banquete infernal” (Chapa, 2003: 104) representa la
escena central del relato (Prieto, 2000: 345). A partir de ella, podemos sacar
dos conclusiones importantes. La primera, en este banquete hay un especial
énfasis en el acto de comer, y no tanto en el de beber (Muñoz, 2012: 644).
Datos arqueológicos de Cancho Roano refuerzan esa idea, allí se encontraron
tres estancias, con una serie de vasos, jarras, cuencos, un braserillo de
bronce y platos con múltiples alimentos, que además habrían contenido cereales
y bebidas, probablemente vino y agua. Pero además destaca, en una de las
estancias, una olla repleta de huesos de cabra contigua a dos asadores
(Celestino, 2009: 120). Este banquete íbero se debió haber completado con
abluciones en palanganas y otros recipientes rituales, así como el quemado de
perfumes (Muñoz, 2012: 643).
Lo
segundo que puedo señalar es que, entre los íberos, los banquetes aparecen como
una actividad más individual que colectiva, y básicamente palaciega (Domínguez,
1995: 44). En relación a la disposición de los banquetes, en la misma
iconografía de Pozo Moro, si consideramos como válido lo que en ella se
representa, los comensales se disponían sentados. Sin embargo, no sabemos si
realmente esta era una costumbre estandarizada en la península, y cuánto
influyó la tradición griega y etrusca en esta postura.
Lo
que sí está claro es la gran cantidad de retratos de banquete que llegaron a
Iberia en las cerámicas pintadas griegas, sobre todo posterior al siglo VII
a.C., como las cráteras áticas aparecida en la necrópolis de Alta Andalucía;
así como en otros soportes, como el simposio etrusco de bronce, descubierto en
El Raso de Candeleda (Domínguez, 1999: 43; Muñoz, 2012: 644; Olmos, 1987; Olmos
y Sánchez, 1995). Sin embargo, por todos los indicadores, como la ausencia del
conjunto completo de vajillas griegas, las pocas evidencias de testimonios
gráficos y escritos, nos hace pensar que no se celebraban banquetes “a la
griega” (symposia), sino un ritual desde pautas propias (Muñoz, 2012: 642).
Además,
si bien el vino fue considerado una bebida socialmente especial, no siempre
formó parte de la mesa íbera. Por otro lado, el menaje griego no contuvo
invariablemente vino; así lo probaría la presencia de cráteras usadas para
contener restos humanos cremados (Domínguez, 1995; Oliver, 2000: 134; Quesada,
1994). Aunque realmente eso no niega que antes las usasen como contenedores de bebidas
(Muñoz 2012); éstas además no tuvieron que ser necesariamente vino, pudiendo
ser incluso cerveza, como así lo señala un texto recogido por Ateneo, en una
visita de Polibio, en la casa de un rey íbero:
“Homero conoce también toda la
suntuosidad de nuestra época. La casa más espléndida era la de Menelao. Polibio
supone que era semejante, por el esplendor de su mesa, a la casa de cierto rey
ibero. Cuenta que ese rey había tratado de igualar el lujo de los feacios,
salvo el hecho de que las cráteras que estaban colocadas en el centro de la
casa sólo contenían cerveza de cebada, aunque eran hechas de plata y oro”.
(Domínguez, 1999: 53; Moret, 2002-2003: 29).
Este
diferente uso se refleja más claramente en los contextos funerarios. Las
ánforas completas y vacías, depositadas en los entierros, con una clara
posibilidad de uso como contenedores de líquidos para el muerto son frecuentes
para los casos de Trayamar 1 y 4. A partir de ello puedo señalar la importancia
del vino en el ritual mortuorio. Ello ha posibilitado construir la idea de que
estas tumbas monumentales fueron de las familias de la élite (Delgado, 2008:
180).
En
esta lógica, si bien puede considerarse al vino como un bien de prestigio, éste
era escaso y muy codiciado por las élites íberas, solo algunos lograban acceder
a uno de calidad, mientras que los “otros” solo bebían vinos de bajo nivel,
falsos vinos o solo cerveza (Domínguez, 1999: 60).
Lo
que va quedando claro es que el consumo del vino en la península, si bien pudo
influenciar en ciertos hábitos y crear nuevas necesidades de la élite, no llegó
a convertirse en una nueva forma de mesa, como hubiera significado la
implantación del symposion griego, pero si ayudó a una mayor desigualdad
social, con una élite local que construyó un discurso orientalizado para
sustentar su poder (Delgado, 2008: 184; Oliver, 2000: 134; Muñoz, 2012: 642;
Quesada, 1995).
CONCLUSIONES
El hecho de que
hasta en los lugares más remotos de la Península existiera una preocupación por
conseguir vajilla griega sugiere que su posesión era importante (Muñoz, 2012:
643). No obstante, su uso exclusivo para el vino no fue algo generalizado y,
aunque escaso, es evidente que fue una bebida codiciada, que distinguía a
quienes lo bebieran, pero que, sin embargo, se alternó con otras bebidas como
la cerveza.
Entonces,
podemos concluir que la presencia temprana de vino, mayormente comercializado
por fenicios, aunque servido en vasijas griegas, fue una estrategia selectiva
que se apoyó en la adopción de dichos bienes exóticos, para crear relaciones de
poder y engrandecer la diferenciación social existente. Esta misma acción
sirvió como un elemento de cohesión social dentro del grupo de élite, en la que
solo los “iguales” eran invitados a la mesa.
Todo
ello fue posible gracias al intercambio comercial emprendido por las élites
íberas y grupos mediterráneos, como los fenicios, desde al menos el siglo VIII
a.C. Pero luego, se dio un paso importante hacia la complejidad de la sociedad
íbera, al menos desde el siglo VI a.C., como respuesta a la compleja red de
comercio que se estableció en esos tiempos; se hizo necesario un crecimiento
administrativo local para el control de la producción y distribución de
productos simbólicamente tan importantes como el vino, siendo necesaria una
organización social más compleja.
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Luis Ángel
Flores Blanco Maestría en Arqueología Prehistórica, Universidad Complutense de
Madrid, España
Lflores78@gmail.com
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