jueves, 3 de octubre de 2019


BRINDANDO CON VINO:

¿QUIÉNES ERAN LOS PARTICIPANTES DE LA MESA ÍBERA?

Queridos lectores como siempre poniendo datos de interés, ya sabéis para que aprendáis, Luís Ángel Flores Blanco, con Maestría en Arqueología Prehistórica, investiga con este trabajo la repercusión de la introducción del vino en la mesa ibera, partiendo de la importancia que tiene el compartir en la mesa con su modo de vida, el simbolismo social que de ella se desprende y las relaciones de poder que surgen de estos nuevos brindis. Sustento que si bien el vino no trajo consigo un nuevo modo de mesa, sí fue usada por las élites locales como instrumento de distinción social que, junto con otros factores, ayudó a ser más compleja a la sociedad peninsular.

Espero sea de vuestro agrado.

INTRODUCCIÓN

La alimentación es el hecho más primario de la vida de los seres humanos. Como elemento lleno de esencia humana, la alimentación distingue a una cultura y los pueblos son reacios a someterla a cambios rápidos, por lo cual, modificaciones en la misma pueden ser tomadas como indicador de procesos significativos en un grupo social, y no solo como un mero acto orgánico (Oliver, 2000: 15-16).
La alimentación ha servido, y sirve también como agente de diferenciación social. Los alimentos al ser tan importantes, tanto fisiológica como culturalmente, han asumido cierta potestad en la estructuración social, en la que el atesoramiento de ciertos alimentos, valorados de distinto modo en la sociedad, ya sea por su naturaleza exótica y/o simbólica, pasan a tener una distribución asimétrica. Es así que la alimentación se convierte en un escenario de representación social, construcción de jerarquías, relaciones de poder y solidaridades sociales (Delgado, 2008: 164; Oliver, 2000: 16; Muñoz, 2012: 641).
Como bien lo ha señalado Arturo Oliver (2000: 41):
“…el paso de los productos agrícolas, de ser un mero alimento de subsistencia… a convertirse también en un valor de intercambio, traerá consigo unos cambios técnicos que persiguen aumentar la producción, y también cambios sociales, solo comparables a los que produjo la aparición de la agricultura durante la neolitización.”.
Pero además, la alimentación está enmarcada en una serie de patrones de conducta, normas o prohibiciones jerárquicas, culturales y religiosas propias de cada colectividad (Cruz, 1991: 13), que le proporcionan una importancia simbólica, en la que se establecen lazos de hospitalidad e identidad entre iguales, que sellan y diferencian a un grupo de otro (Oliver, 2000: 16-17).
De esta forma, los materiales de lujo importados son símbolos de poder de un estamento social concreto (Oliver, 2000: 138). Uno de esos suministros especiales, producto de la distinta valoración económica y social, fue la bebida alcohólica, siendo la cerveza y el vino las principales para el Viejo Mundo. En diferentes contextos, se ha demostrado que el alcohol es un elemento de cohesión social y de afianzamiento comunal (Cabrera, 1995; Gracia, 1995; Oliver, 2000: 139). Pero el alcohol también es un apreciado suministro de lujo y un indicador de riqueza y estatus, siendo tal vez el mejor ejemplo de alimento suntuoso, en el que sin ser necesario para la alimentación básica, se invirtió ingentes excedentes de producción y trabajo (Arthur, 2003: 516-517; Dietler, 1990; Joffe, 1998; Rojo et al., 2006; Sherratt, 1987: 90-93). Por lo cual no es casualidad que bebidas alcohólicas, como el vino, estuvieran, en un principio, reservadas para las élites (Quesada, 1995: 277; Muñoz, 2012: 639).
En este artículo centraré mi atención en el rol sociológico que cumplió el vino en los banquetes íberos, rastreando sus diferencias con la forma griega de symposion y tratando de entender su función social en la península. Postulamos que tanto el vino como la vajilla asociada fueron expresiones de distinción social de la élite, pero al mismo tiempo elementos de cohesión entre los “iguales” invitados a la mesa, una forma de construir un “ser / pertenecer” a un grupo de poder íbero.

LA LLEGADA DE VINO A LA PENÍNSULA IBÉRICA

Desde el siglo VIII a.C. en adelante, las costas del Mediterráneo presentarían un mosaico cultural variado, de grupos orientales, sirios, arameos o chipriotas y principalmente fenicios. Todo este movimiento funcionará como catalizador de los cambios que se dieron en toda esta región. Con ello se inició también una serie de intercambios de productos de valor económico y simbólico, así como una mutua adopción de conocimientos (Belén y Chapa, 1997: 97; Oliver, 2000: 35-36).
Este proceso, que se venía gestando autóctonamente desde el siglo XI a.C., se precipitó, al menos para el sudeste peninsular, con el establecimiento de emporios fenicios a partir del siglo VIII a.C.
            Estos establecimientos, muchas veces sirvieron para acoger a una serie de migrantes orientales. Todo ello desencadenó, en la segunda mitad del siglo VII a.C. e inicios del siglo VI a.C., en cambios culturales de la península, que resultaron en lo que se ha venido llamando la cultura Ibérica, que alcanzó una estructura estatal por el siglo IV a.C. (Belén y Chapa, 1997: 99; Gracia y Munilla, 2004: 681-686; Oliver, 2000: 27-28).
Como bien se ha señalado, el establecimiento de relaciones entre foráneos y locales fue muy complejo, donde no se puede hablar de una relación asimétrica de explotación y dominación, por tanto se está lejos de hablar, al inicio, de colonias fenicias, sino más bien de emporios establecidos especialmente a lo largo de la costa mediterránea, que solo después del siglo VI a.C. permitan tal vez hablar de colonias (MarínAguilera, 2012).
La península Ibérica resultó atractiva por sus metales (plata y estaño) y excedentes agropecuarios indígenas, que pudo incluir esclavos. A cambio, las comunidades íberas recibieron gran cantidad de productos exóticos, como perfumes, joyas, tejidos o vinos de calidad, que por su carácter de bienes de prestigio o suntuario fueron acaparados por las elites locales, pero que con el tiempo tuvieron repercusión en toda la sociedad (Belén y Chapa, 1997: 100; San Nicolás y Ruiz, 2000: 91).
Entre estos productos foráneos, llegaron la vid y el vino, contenidos en ánforas, sobre todo fenicias (Guerrero 1995; Domínguez 1995; Oliver 2000: 77), tal como se han reportado para Cerro del Villa de Málaga (Aubet 1990); aunque existen todavía muchas dudas sobre qué contenían esas vasijas (Oliver, 2000: 75-76).
Los primeros datos que tenemos de vino llegado a la península son de los ajuares fenicios y griegos, en las tumbas principescas de la zona de Huelva y en torno a Carmona. Por ejemplo, en la necrópolis de La Joya hay ánforas fenicias (especialmente de tipo R-1), enócoes (jarra para vino), jarros piriformes, aunque llama la atención la escasa presencia de cráteras. Primero, estos datos indicarían que las relaciones comerciales eran básicamente entre locales y fenicios. Segundo, que los recipientes para preparar y consumir el vino llegaron de manera incompleta y desigual (Domínguez, 1995: 42).

PRODUCCIÓN LOCAL DE VINO

El comercio con Grecia, especialmente con los foceos, se intensificó en el siglo VI a.C., no obstante, siguió siendo baja la proporción de ánforas griegas que llegaron a la península. Ello se relacionó con el retroceso de la presencia Fenicia en los mercados tartésicos, ante la caída de Tiro, trayendo consigo la disminución de los intercambios comerciales, como lo evidencia la disminución notable de ánforas fenicias R-1. Este fue un momento adecuado para la expansión aristocrática íbera y con ello el control, en parte, de la producción de vino (Belén y Chapa, 1997: 162; Domínguez, 1995: 48; Guerrero, 1995: 98-99; Muñoz, 2012: 643).
En la actualidad, se tienen evidencias de algunos lugares que sirvieron para la elaboración y/o almacenamiento de vino en la península.
Entre ellos destacan La Quéjola (Albacete), el Poblado de San Cristóbal y la Torre de Doña Blanca (Cádiz), Pecio del Sec (Mallorca), por referirnos a algunos.
Por ejemplo, en el yacimiento de Cancho Roano (Badajoz) se han reportado juegos de ponderales, balanzas, sellos y, lo más importante, unas 100 ánforas locales con capacidad para unos 5000 litros (Guerrero, 1995: 99).
Otro caso similar, y tal vez uno de los sitios más importantes que concentran una rica información del tema aquí tratado, sea Alto de Benimaquia (Alicante). Se trata de un poblado fortificado con una serie de lagares con las balsas para pisar el fruto, depósitos para recibir el mosto y zonas de almacenamiento para el vino, donde además se han descubierto gran cantidad de semillas de uva y ánforas fenicias del tipo R-1, muchas de ellas de fabricación local (Guerrero, 1995: 102-103). Estos talleres de ánforas también han sido identificados en Peña Negra, Castellar de Librilla, Pinos Puente, entre otros (Domínguez, 1995: 48). El desarrollo de la explotación local de la vid se confirma en otros lugares de la península, como en Emporion, en torno al siglo V a.C. (Gracia, 1995: 315).




CONTROL DE LA PRODUCCIÓN Y DISTRIBUCIÓN DE VINO: REFORZAMIENTO DE LA ELITE ÍBERA

La innovación técnica y el ingreso de nuevos cultivos tendrán cierta consecuencia en la valía de la tierra como dispositivo de riqueza estable. A la larga tuvo repercusión en los sistemas económicos, en la organización de la sociedad y en las relaciones de poder, ya que empezaron a surgir concentraciones de terrenos en manos de ciertos grupos sociales (Marín-Aguilera, 2012: 156). El reflejo de estos cambios también se manifestó en la aparición de cultos y deidades relacionados al cultivo, como Demeter diosa protectora de la agricultura (Belén y Chapa, 1997: 101; Oliver, 2000: 46-47).
Todo este proceso, que se venía gestando desde el Bronce final y se consolidó durante la Edad de Hierro, incluyó innovaciones técnicas. El uso del arado y nuevas herramientas en base de hierro (azadas, layas, alcotanas, podones, entre otras), el empleo de abonos y de sistemas de regadío permitieron el cultivo extenso de nuevas parcelas (Belén y Chapa, 1997: 101; Oliver, 2000: 45-46; Ruiz-Gálvez, 1992, 1998).
Entonces, estaban dadas las condiciones necesarias para el crecimiento de la frontera agrícola, que exigió la introducción de cultivos foráneos, que en el caso de especies como la vid y el olivo, requieren características orográficas y edafológicas especiales (Oliver, 2000).
Uno de estos ejemplos de colonización agrícola y cambio en la organización de la tierra es el que se llevó a cabo en Guadalquivir, a mediados del siglo VII a.C., estableciéndose límites explícitos entre los diversos grupos de poder. Esto generó una situación que ha sido entendida en doble sentido, por un lado un desarrollo indígena, y por otro lado, debido a la interacción generada por la presencia de emporios en el litoral (Belén y Chapa, 1997: 157; Ruiz y Molinos, 1993).
Por ser un bien de lujo, era imprescindible intervenir en la producción y distribución del vino. Quien controlaba los bienes de prestigio tenía el poder, en lo social, político, religioso y militar. Por eso las élites del mundo antiguo intentaron tener bajo sus redes todo el proceso del vino (Muñoz, 2012: 645). En Iberia parece que este también fue el caso, tal como lo indican los datos de Benimaquia, la Quéjola y de Cancho Roano (Guerrero, 1995; Oliver, 2000: 139).
Sin embargo, no todos tenían las capacidades y condiciones sociales y económicas para controlar la producción del vino ya que el cultivo de la vid requiere, por lo menos, diez años para ser rentable, o al menos tres para ser aprovechable. Se trata de un largo proceso que incluye el sembrado, la vendimia, la fabricación del vino en los lagares, el almacenamiento y vigilancia de la fermentación, así como la planificación de una producción de envases estandarizados. Si a todo ello hay que sumar la construcción de rutas comerciales seguras y el contacto con los compradores aptos para el consumo del vino; se tendría que pensar en un grupo dedicado a la panificación y control centralizado de la producción (Guerrero, 1995: 93; Muñoz, 2012: 646).
Es así que la relación entre comerciantes y aristócratas locales incentivó una compleja red comercial, que mantuvo un “circuito interior” para la distribución de los productos de los emporios costeros hacia el interior, y “un circuito exterior” en el comercio a larga distancia (Gracia, 2008: 505).
Tal vez un buen ejemplo de ese control en la producción y distribución de vino sea los datos del yacimiento de Cancho Roano, donde se han reportado juegos de ponderales, balanzas, sellos, y lo más importante, unas 100 ánforas locales, que habrían contenido unos 5000 litros. Otro caso similar es el de Alto de Benimiquia, donde se ha hallado dependencias dedicadas, como ya se ha señalado en este trabajo, a la producción vinícola (Guerrero, 1995: 99-103).
Entonces, como bien ha señalado Ruiz y Molino (1993: 238), la relación entre colonos comerciantes y aristócratas locales permitió no solo el control de un primer circuito de llegadas de bienes exóticos como el vino y vasijas como las cráteras, sino que además les facilitó el control de un segundo circuito, la distribución de ciertos productos hacia su propia comunidad. Esta estrategia tiene que haber reforzado la posición de la élite frente a la comunidad.


EL CONSUMO DEL VINO COMO PARTE DE BANQUETES ÍBEROS ¿CÓMO Y QUIÉNES ERAN LOS INVITADOS?

El uso de vino en la península ibérica abarcó distintos ámbitos: en rituales funerarios de cremación, en protocolos religiosos, en el ámbito militar para insuflar valor y como elemento de banquetes (Belén y Chapa, 1997: 101; Quesada, 1995; Muñoz, 2012: 645).
Para el caso de los banquetes íberos existen pocos testimonios directos, y sólo nos permiten intentar dilucidar a partir de ellos cómo sería el banquete entre los íberos (Muñoz, 2012: 644). Tenemos básicamente evidencias de viandas arqueológicas, la representación iconográfica de un posible banquete, en el relieve del sepulcro de Pozo Moro (Almagro 1983) y escuetos relatos de historiadores griegos.
Si bien la representación de Pozo Moro se desenvuelve en un espacio y tiempo mítico, el “terrorífico banquete infernal” (Chapa, 2003: 104) representa la escena central del relato (Prieto, 2000: 345). A partir de ella, podemos sacar dos conclusiones importantes. La primera, en este banquete hay un especial énfasis en el acto de comer, y no tanto en el de beber (Muñoz, 2012: 644). Datos arqueológicos de Cancho Roano refuerzan esa idea, allí se encontraron tres estancias, con una serie de vasos, jarras, cuencos, un braserillo de bronce y platos con múltiples alimentos, que además habrían contenido cereales y bebidas, probablemente vino y agua. Pero además destaca, en una de las estancias, una olla repleta de huesos de cabra contigua a dos asadores (Celestino, 2009: 120). Este banquete íbero se debió haber completado con abluciones en palanganas y otros recipientes rituales, así como el quemado de perfumes (Muñoz, 2012: 643).
Lo segundo que puedo señalar es que, entre los íberos, los banquetes aparecen como una actividad más individual que colectiva, y básicamente palaciega (Domínguez, 1995: 44). En relación a la disposición de los banquetes, en la misma iconografía de Pozo Moro, si consideramos como válido lo que en ella se representa, los comensales se disponían sentados. Sin embargo, no sabemos si realmente esta era una costumbre estandarizada en la península, y cuánto influyó la tradición griega y etrusca en esta postura.
Lo que sí está claro es la gran cantidad de retratos de banquete que llegaron a Iberia en las cerámicas pintadas griegas, sobre todo posterior al siglo VII a.C., como las cráteras áticas aparecida en la necrópolis de Alta Andalucía; así como en otros soportes, como el simposio etrusco de bronce, descubierto en El Raso de Candeleda (Domínguez, 1999: 43; Muñoz, 2012: 644; Olmos, 1987; Olmos y Sánchez, 1995). Sin embargo, por todos los indicadores, como la ausencia del conjunto completo de vajillas griegas, las pocas evidencias de testimonios gráficos y escritos, nos hace pensar que no se celebraban banquetes “a la griega” (symposia), sino un ritual desde pautas propias (Muñoz, 2012: 642).
Además, si bien el vino fue considerado una bebida socialmente especial, no siempre formó parte de la mesa íbera. Por otro lado, el menaje griego no contuvo invariablemente vino; así lo probaría la presencia de cráteras usadas para contener restos humanos cremados (Domínguez, 1995; Oliver, 2000: 134; Quesada, 1994). Aunque realmente eso no niega que antes las usasen como contenedores de bebidas (Muñoz 2012); éstas además no tuvieron que ser necesariamente vino, pudiendo ser incluso cerveza, como así lo señala un texto recogido por Ateneo, en una visita de Polibio, en la casa de un rey íbero:
“Homero conoce también toda la suntuosidad de nuestra época. La casa más espléndida era la de Menelao. Polibio supone que era semejante, por el esplendor de su mesa, a la casa de cierto rey ibero. Cuenta que ese rey había tratado de igualar el lujo de los feacios, salvo el hecho de que las cráteras que estaban colocadas en el centro de la casa sólo contenían cerveza de cebada, aunque eran hechas de plata y oro”. (Domínguez, 1999: 53; Moret, 2002-2003: 29).
Este diferente uso se refleja más claramente en los contextos funerarios. Las ánforas completas y vacías, depositadas en los entierros, con una clara posibilidad de uso como contenedores de líquidos para el muerto son frecuentes para los casos de Trayamar 1 y 4. A partir de ello puedo señalar la importancia del vino en el ritual mortuorio. Ello ha posibilitado construir la idea de que estas tumbas monumentales fueron de las familias de la élite (Delgado, 2008: 180).
En esta lógica, si bien puede considerarse al vino como un bien de prestigio, éste era escaso y muy codiciado por las élites íberas, solo algunos lograban acceder a uno de calidad, mientras que los “otros” solo bebían vinos de bajo nivel, falsos vinos o solo cerveza (Domínguez, 1999: 60).
Lo que va quedando claro es que el consumo del vino en la península, si bien pudo influenciar en ciertos hábitos y crear nuevas necesidades de la élite, no llegó a convertirse en una nueva forma de mesa, como hubiera significado la implantación del symposion griego, pero si ayudó a una mayor desigualdad social, con una élite local que construyó un discurso orientalizado para sustentar su poder (Delgado, 2008: 184; Oliver, 2000: 134; Muñoz, 2012: 642; Quesada, 1995).

CONCLUSIONES

El hecho de que hasta en los lugares más remotos de la Península existiera una preocupación por conseguir vajilla griega sugiere que su posesión era importante (Muñoz, 2012: 643). No obstante, su uso exclusivo para el vino no fue algo generalizado y, aunque escaso, es evidente que fue una bebida codiciada, que distinguía a quienes lo bebieran, pero que, sin embargo, se alternó con otras bebidas como la cerveza.
Entonces, podemos concluir que la presencia temprana de vino, mayormente comercializado por fenicios, aunque servido en vasijas griegas, fue una estrategia selectiva que se apoyó en la adopción de dichos bienes exóticos, para crear relaciones de poder y engrandecer la diferenciación social existente. Esta misma acción sirvió como un elemento de cohesión social dentro del grupo de élite, en la que solo los “iguales” eran invitados a la mesa.  
Todo ello fue posible gracias al intercambio comercial emprendido por las élites íberas y grupos mediterráneos, como los fenicios, desde al menos el siglo VIII a.C. Pero luego, se dio un paso importante hacia la complejidad de la sociedad íbera, al menos desde el siglo VI a.C., como respuesta a la compleja red de comercio que se estableció en esos tiempos; se hizo necesario un crecimiento administrativo local para el control de la producción y distribución de productos simbólicamente tan importantes como el vino, siendo necesaria una organización social más compleja.

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Luis Ángel Flores Blanco Maestría en Arqueología Prehistórica, Universidad Complutense de Madrid, España
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