miércoles, 29 de enero de 2020


LAS OTRAS VICTIMAS DE LA GUERRA CIVIL
“LOS FUTBOLISTAS” (1)




La Guerra Civil española dejó otras víctimas de muy diversa índole entre las gentes del fútbol, hoy en su mayor parte olvidadas. Y no, no es cuestión de incluir a tantas carreras deportivas frenadas en seco por tres años de mala alimentación, miedo, incertidumbre, o incluso la desaparición de no pocos clubes donde podrían haber hecho méritos, pese a que, en puridad, la propia guerra y sus consecuencias les impidieron llegar hasta donde debían. Nos referimos a víctimas mucho más directas. A heridos, represaliados, estigmatizados por el conflicto, desarraigados, e incluso carcomidos por un dolor que iba a impedirles vivir, no ya en plenitud, sino sintiéndose realmente vivos.
Para no pocos historiadores, aquella barbaridad mayúscula tuvo su prólogo, a manera de ensayo general, en la sublevación de octubre de 1934. Catorce días de huelga, encontronazos sangrientos entre trabajadores y fuerza pública, asaltos a minas, fincas, industrias e ingenios agrícolas, cuya meta, en palabras del líder socialista Francisco Largo caballero, se concretaba en “la anulación de los privilegios capitalistas, y antes que ninguno el derecho a explotar a los trabajadores, por más que ello implique asaltar el poder político”. En Extremadura, Andalucía, Madrid, Aragón y el latifundismo manchego, la fuerte represión gubernamental agotó pronto a los huelguistas. En Valencia, por el contrario, obreros portuarios protagonizarían serios enfrentamientos con las fuerzas del orden, mientras en la vecina Alcudia de Carlet se proclamaba el comunismo libertario. Torrelavega y Reinosa, eje industrial cántabro, sólo volvieron a la normalidad luego de que el ejército aplastase a los trabajadores reinosinos, cuando ya el conato de rebelión se apagaba de Norte a Sur. En la cuenca minera castellano-leonesa bien poco pudo hacer la guardia civil, especialmente en Barruelo de Santullán, donde llegaron a ocupar su cuartel y fue preciso desalojarlo mediante el empleo de artillería. El País Vasco, Cataluña y Asturias, en orden inverso, endurecieron hasta el extremo lo que pudo haber acabado con una completa vuelta a la tortilla económica y política. Los socialistas vascos, empeñados en poner del revés la minería e industria de la margen izquierda del Nervión, así como convertir en bastión las plazas de Eibar, Elgoibar y Ermua, no se arredraron cuando el Partido Nacionalista y su brazo sindical, Solidaridad de Obreros Vascos -la “Soli”-, ante la imposibilidad de conjugar su adscripción católica con el radicalismo furibundo de Largo Caballero, les volvían la espalda. Para que ambas facciones rompieran definitivamente amarras pesó muchísimo el asesinato en Mondragón de Marcelino Oreja Elósegui, tradicionalista con pedigrí, además de diputado por Vizcaya.

Más conocida resulta la actuación de la Generalidad catalana, presidida por Lluis Companys, de Esquerra Republicana, que durante la madrugada del día 7 se decidió a proclamar el “Estado Catalán dentro de una República Federal Catalana”, lo que si no era un golpe a la República desde dentro de la misma, se le parecía mucho. La promulgación al día siguiente del estado de guerra, y una contundente intervención del ejército, bajo el mando del general Domingo Batet, concluirían aguando el sueño de esa “República Federal, libre y magnífica”, mediante la detención del Companys, la cobarde huida a Francia de Josep Dencás Puigdellors, ferviente independentista, y la suspensión de esa autonomía, sustituida por un Consell de la Generalitat donde no faltaban representantes del Partido Republicano Radical y la Liga Regionalista.
Pero si hubo un territorio resistente, sangriento, e imbuido del más acusado espíritu revolucionario, ese fue Asturias, probablemente porque allí el sindicato CNT se mostraba más permeable a establecer alianzas con otras fuerzas obreras relativamente afines. Y puesto que mineros y obreros metalúrgicos poseían armas y dinamita, apenas se hubo atacado distintos puestos de la Guardia Civil, ayuntamientos e iglesias, proclamaron en Oviedo la “República Socialista Asturiana”. Tres días bastaron para que toda la provincia cayese en poder de los mineros, incluidas las fábricas de armamento de La Vega y Trubia. Con un “Ejército Rojo Asturiano” compuesto por cerca de 30.000 hombres, en medio de actos de pillaje reprochables a ambas partes, el general Eduardo López Ochoa, al frente de tropas gubernamentales, y el coronel Juan Yagüe con sus legionarios, ambos apoyados por la aviación, ahogaron la revuelta. La ciudad de Oviedo quedó medio asolada. Su Universidad, con un valiosísimo fondo bibliográfico, el teatro Campoamor y varios edificios civiles, fueron presa del fuego. La Cámara Santa de la Catedral sería dinamitada, desapareciendo varias reliquias irremplazables. Y lo que es peor, muchos hombres perdieron la vida entre tan dramática confusión.



El comunismo prendió pronto entre los obreros de la cuenca asturiana, en tanto el anarquismo se apoderaba ideológicamente del proletariado catalán. El acercamiento de la CNT a los sindicatos mineros sentó las bases de una fuerte resistencia astur, durante la Revolución de Octubre.

Isidro Lángara y Quico Florenza, futbolistas del Oviedo, hubieron de empuñar fusiles y vestir de caqui. Galé, caído durante la Guerra Civil, se aprestó a defender el ayuntamiento de Avilés. Varios futbolistas más, según narrase Julián García Candau, disputaron algún partidillo en plena calle, tras acarrear cascotes y barrer el asfalto con escobas de brezo. El “colchonero” Pololo, en cambio, no lograría sobrevivir a la revolución.
Miguel Durán Terry (5-III-1901) se había convertido en “Pololo” apenas comenzó a golpear el balón. Asturiano de Lugones, aterrizó en el Athletic de Madrid en 1918, cuando sus estudios le llevaron hasta la villa y corte. Internacional absoluto en dos ocasiones, a punto estuvo de disfrutar como futbolista activo del Campeonato Nacional de Liga, puesto que se mantuvo en las alineaciones hasta 1927, o lo que es igual, a falta de dos ejercicios para estrenar el torneo de todos contra todos. Era Ingeniero de Minas en “La Industrial Asturiana”, de Moreda, y la suerte le dio su espalda durante el fatídico octubre del 34, sin que los pormenores resulten claros a día de hoy, pues existen hasta cuatro versiones acerca del óbito.
La primera nos lo sitúa en un coche, acompañado por su padre político, su esposa e hijos, cuando varios milicianos de UGT lo hicieron parar en un control de carretera. Reconocido por uno de ellos como el ingeniero de su empresa, otro, más bragado, le puso la pistola en la cabeza y apretó el gatillo sin titubeos. La segunda, heroica y revestida en tintes literarios, fija su muerte en plena defensa de la fábrica de armas donde se habría refugiado. La tercera, mayoritariamente sacralizada por la tradición oral, nos lo dibuja tratando de salir de la mina, a todo gas, en un camión con plataforma. Los obreros habrían logrado cerrarle el paso con otro camión y, sin permitirle salir de la cabina, lo tirotearon. En cualquier caso, y aunque ninguna de estas opciones permita conocer la fecha exacta de su asesinato, coinciden básicamente en que el exfutbolista “Pololo” murió por el simple hecho haberse convertido en el ingeniero Durán.
Más visos de verosimilitud ofrece, por la cantidad de datos aportados, el testimonio de Javier Barroso, quien fuera compañero suyo en el At Madrid. Habría permanecido en su domicilio de Lugones toda la semana comprendida entre los días 6 y 12 de octubre. Sólo cuando circuló el rumor de que tropas gubernamentales iban a avanzar sobre el pueblo, y temiendo que su residencia pudiera convertirse en primera línea de combate, decidió ir a Oviedo. Hasta entonces los revolucionarios le habrían respetado, no sólo por su popularidad como futbolista, sino a causa de la campechanía que siempre exhibió. Sobrecargando el coche con su progenitor, esposa e hijos, así como con una cuñada y los hijos de ésta, se hicieron a la carretera. Habrían recorrido la mitad del trecho cuando los pararon, recibiendo un disparo en la boca. Pese a la abundante hemorragia logró proseguir el viaje hasta alcanzar, quince minutos más tarde, un cuartel de la Guardia Civil. El antiguo jugador cayó muerto apenas hubieron recibido refugio y su padre, herido igualmente, pereció el 30 de octubre, al no recuperarse del balazo.
Para enmarañar más el suceso, una variante de lo narrado por Barroso, puesta en boca de Urzaiz, asegura que el 21 de octubre de 1934 hizo subir a su esposa y cuatro hijos pequeños a la plataforma de un camión, pretendiendo alcanzar el cuartel situado a escasos 5 kilómetros. Lanzado a toda velocidad, recibió una granizada de balas desde ambos lados del asfalto. Aunque una le habría atravesado el rostro con orificio de entrada y salida, continuó en su desesperada huida hasta alcanzar la puerta de aquel modesto refugio. Sólo cuando trataron de hacerlo descender se hizo evidente que estaba muerto, aferrado al volante.
La fatídica realidad posiblemente corresponda a una mezcla de estos dos últimos relatos.
El medio valenciano Enrique Molina Soler (4-V-1904) tampoco pareció durante la Guerra Civil, por más que la suya cabría considerarla una muerte diferida, con origen y cénit en tamaña barbaridad.

Enrique Molina, futbolista de fuerza, a quien la Guerra Civil aplastó anímica y moralmente.


Nacido en el seno de una acomodada y muy religiosa familia de huertanos, en la Ruzafa, Disputó con la Unión Levantina las temporadas 1920-21 y 21-22, para incorporarse al Gimnástico de Valencia las campañas correspondientes a 1922-23 y 23-24. Durante el verano de 1924 llegó al Valencia, retirándose en 1933, sin cumplir aún la treintena. Había debutado en nuestra máxima categoría cuando los “chés” lograron el ascenso, en 1931-32, y apenas pudo vérsele sobre el césped en el siguiente ejercicio, lastrado por una lesión de rodilla y el tremendo impacto que le causara el fallecimiento de su esposa, un año después de contraer nupcias. Atleta pletórico, de los que entonces escaseaban, tan entusiasta en el juego atacante como eficaz robando balones, solía ser aplaudido a rabiar por públicos ajenos, más degustadores del fútbol directo y racial. Hasta no hace mucho aún había en Vitoria quien recordaba, fuere como testigo presencial o por haberlo escuchado muchas veces, que una tarde todo el graderío de Mendizorroza, puesto en pie, lo despidió con aplausos interminables. Enérgico cuando la ocasión lo requería y con un punto visceral, otra vez, en Zaragoza, atacado desde la banda a paraguazos, arrebató el suyo a un espectador y replicó del mismo modo. Pero no era un habitual buscapleitos, conforme puso de manifiesto al introducir su propio coche en el campo y rescatar del tumulto a un árbitro en apuros. Internacional “B” contra Portugal, cuando mermaron sus condiciones físicas no puso obstáculos ante el ofrecimiento de una rebaja salarial tanteada desde su directiva. Los ahorros del fútbol, poco después, le alcanzaron para poner en marcha una pequeña actividad industrial.
Era falangista antes de 1936, y si el destino supo ser cruel arrebatándole prematuramente a su pareja, la Guerra Civil aún emponzoñó más la antigua herida. Tres de sus hermanos, sacerdotes, fueron fusilados por milicianos presuntamente comunistas. Aquello le amargó por completo. Durante los últimos meses de combate, y sobre todo tras concluir el conflicto, parece formó parte de un grupo parapolicial obsesionado por perseguir “rojos”. Algunas voces incluso lo acusaron de bastante más; de haber lavado la sangre de sus hermanos con más sangre en retaguardia. Pese a todo, o no pudieron probarse las acusaciones que sobre él se formularon, o a los vencedores les pareció más conveniente lanzar balones fuera. Para entonces era una sombra de sí mismo, marcado por el odio hacia cuanto oliese a socialismo bolchevique. Alguien dispuesto a combatir sin descanso a quienes tanta hiel vertieron sobre su familia. El combatiente idóneo, en suma, para la campaña de Hitler contra Stalin y su régimen.
En junio de 1941, luego de distintas maniobras de aproximación y distanciamiento entre Francisco Franco y el Tercer Reich, durante las que se llegó a discutir la incorporación de España al Eje, a cambio de la toma de Gibraltar con ayuda de la Luftwaffe, y la entrega de territorios norteafricanos arrebatados a Francia, el gobierno franquista, no queriendo perder su cacareada neutralidad, acordó enviar un cuerpo de voluntarios para que combatiese al comunismo junto al ejército germano: la División Azul. Dicho cuerpo, compuesto por 47.000 hombres al mando del general Agustín Muñoz Grandes, y 146 mujeres de la Sección Femenina como enfermeras, a las órdenes directas de Mercedes Milá Nolla, partió entre vítores y euforia triunfalista. Serrano Suñer, ministro de Asuntos Exteriores y cuñado de Franco, hombre fuerte en Falange y con simpatías no ocultas hacia cuanto Adolf Hitler representaba, pronunció desde un balcón de la Calle Alcalá, a manera de pistoletazo de salida, una arenga que iba a pasar a la historia con el título de “¡Rusia es culpable!” (24-VI-1941), incluyendo andanadas de muy grueso calibre: “El exterminio de Rusia es exigencia de la Historia y del porvenir de Europa”.

Entre aquellos voluntarios había un poco de todo; no sólo jóvenes falangistas empeñados en protagonizar la letra de sus propios himnos, cubriendo de azul español su pecho y ondeando al viento banderas con yugo y flechas, sobre un fondo de montañas nevadas. Se alistaron, también, menores de edad, pese a que lo tuvieran expresamente prohibido, tan empachados de discursos patrióticos como convencidos de una victoria rápida junto al ejército que hasta entonces había aplastado cuanto pisara. Y gente con padres o hermanos en las cárceles, ansiando borrar toda sombra de desafección, sabedores de que su valor ante el “demonio comunista” equivaldría si no a la puesta en libertad de los familiares, a una mayor laxitud en el régimen penitenciario, o hasta, puestos en lo mejor, a la revisión de sus causas. Por supuesto tampoco faltaron aventureros sin nada que perder, después de que nuestra sangría se lo hubiese arrebatado casi todo. Luis García Berlanga, gloria del cine, estuvo entre quienes se enrolaron en el proyecto, conforme muchas veces dijo, para obtener la conmutación de la pena capital con que condenasen a su padre, político republicano. Luis Cijes, otro hombre de la pantalla, además de cauterizar el republicanismo paterno necesitaba remitir dinero a su madre, que había quedado en situación muy precaria. Enrique Molina, en cambio, necesitaba volcar en un enemigo concreto aquel odio intenso que le ahogaba. Y lo hizo inscribiéndose como soldado raso, no en el banderín de enganche valenciano, puesto que allí ya se había superado el cupo, sino acudiendo al de Barcelona.


La despedida de la División Azul resultó apoteósica. Varios cientos de voluntarios se reengancharon tras la primera repatriación, entre ellos Enrique Molina. Otros, cuando el cuerpo fue disuelto, se enrolaron en un ejército alemán que empezaba a deglutir el agror de la derrota.


A los componentes de la División Azul les costó ser tomados en cuenta por los militares germanos de alto rango. Les parecían indisciplinados, bebedores hasta el exceso, gritones, pendencieros, incluso, y muy dados a confraternizar con el enemigo, sobre todo si éste era femenino. Demasiado desorden para sus mentes prusianas. Pero no dejaban de reconocer que en combate se transformaban. Resistían el hambre y el frío como pocos, además de lucir un valor suicida que hacía de ellos piezas imprescindibles para perforar cualquier línea. Agustín Muñoz Grandes, el general que los mandaba, llegó a ser condecorado personalmente por Hitler y, según distintos testimonios, el “führer” lo hubiese preferido al timón de España antes que a Franco, por quien nunca manifestó la menor simpatía.
Cuando en 1942 repatriaron a la primera expedición, Molina decidió reengancharse. Un año después, cesado Serrano Suñer y con Francisco Gómez-Jordana heredando la cartera de Asuntos Exteriores, la División Azul se había convertido en un problema. La maquinaria bélica alemana ya no se mostraba imbatible. Los aliados, por el contrario, parecían determinados a inclinar definitivamente la balanza en su favor. ¿Qué trato podían dispensar a España, o más bien al régimen, habiendo trampeado la tan cacareada neutralidad con un apoyo al eje ni remotamente clandestino? Así las cosas, el 12 de octubre de 1943 los divisionarios volvían a casa. Aunque no todos, porque en torno a 2.000 rechazarían el retorno, integrándose desde entonces en el ejército hitleriano.

Más de 15.000 bajas entre muertos heridos y mutilados: terrible balance de la División Azul. Solo dos futbolistas de relieve se enrolaron ella y si Ramón Herrera “El Sabio” pudo contarlo, Enrique Molina nunca volvería a ver el ardiente sol de Valencia.

Molina, el hombre aplaudido en los estadios norteños, tal vez hubiera estado entre quienes no deseaban volver. Imposible saberlo, ya que tres meses antes, el 15 de julio de 1943, cuando transportaba en una moto con sidecar a su comandante y a un capitán, fue alcanzado por un obús y la metralla le destrozó el cráneo. Yacía ya en el cementerio de Mestelevo.
Las bajas divisionarias no resultaron pequeñas: 4.954 muertos en combate. Heridos, 8.700. Mutilados, 2.137. Prisioneros de los rusos, 372 como mínimo, de los que pocos sobrevivieron a la extrema dureza de los gulags.
Para un número no desdeñable de españoles, la Guerra Civil se diría no iba a terminar nunca. Sólo así se explican tantos alardes recogidos por el acervo popular, donde ante la más mínima discrepancia o dificultad, el gallito con pelo engominado y bigote recto clamaba: “¿Para esto gané yo una guerra? ¿Para esto?”. De igual modo, hasta muy avanzados los años 50 aquellos diarios hablados de Radio Nacional, emitidos obligatoriamente cada mediodía y noche a través de todas las cadenas radiofónicas, empezaban con un solemne y marcial “¡Sin novedad en la paz española!”. No es extraño que sus oyentes los rebautizasen como “El Parte”, pues recordaban mucho a los partes bélicos de 1936, 37, 38 y los primeros meses de 1939.
Sin apartarnos del fútbol, varios de sus practicantes perdieron durante la contienda toda posibilidad de seguir jugando. Fueron, por no extendernos en la cita, los casos de Arocha II, Tomasín, Manolín, y Ojembarrena.
Arsenio Arocha Guillén (Grandilla, Tenerife, 22-VIII-1912) hermano del internacional y caído en primera línea Ángel Arocha, pese a ser un medio con depurada técnica y muy aceptables condiciones, sería visto como “hermano de” en el Tenerife,  Real Madrid y Betis Balompié. Con el club “merengue” se había proclamado campeón de Copa en 1934, por más que no llegase a disputar ningún partido de dicha competición. Sí lo hizo, en cambio, durante dos jornadas del torneo liguero. En el potente Betis de 1934-35, ni siquiera llegó a vestirse de corto oficialmente. El estallido de la conflagración civil se produjo cuando aún no había cumplido los 24 años, edad que con certeza le hubiese garantizado un futuro en los irregulares terrenos posbélicos, ante la retirada de los más veteranos, la huida de varios hacia México, Argentina o Francia, y la escasa consistencia de quienes, habiendo jugado hasta entonces sólo con alpargatas, hallaron su oportunidad con la reanudación de competiciones. Pero una herida en combate se tradujo en mutilación y retirada de los estadios. Empleado de banca, ejerció como entrenador en la Unión Deportiva Las Palmas, además de ojear posibles perlas canarias para el Real Madrid y el Atlético. Suya fue, entre otras, la recomendación de Luis Molowny a los técnicos madridistas. Falleció en Guadarrama, el 15 de octubre de 1990.


Tomás Arnanz, “Tomasín” durante sus primeros años de corto. Herido en un pie, tras la Guerra Civil se convirtió en entrenador.

Tomás Arnanz Arribas (Villanueva de las Carretas, Burgos, 29-XII-1910) el hombre que como “Tomasín” asomase frecuentemente a las alineaciones del Iberia zaragozano y Zaragoza, entre 1931 y 1936, sufrió durante la contienda una herida en un pie que a la postre resultaría incapacitante. Se había hecho futbolista junto a la Pilarica y sus compañeros de vestuario, más que por el nombre de pila o el diminutivo lo conocían por “Zamarras”. A lo largo de la campaña 1940-41, siendo entrenador del club “mañico” y ante la carencia de efectivos, tuvo que vestirse de corto alguna vez, con carácter por demás puntual. Muy querido junto al Ebro, se le tributó un homenaje el 8 de junio de 1952, cuando ya era entrenador de cierto prestigio. Como tal pasó por los banquillos del Real Zaragoza, Club Atlético Osasuna, o Real Santander. Y probablemente aún le esperaban muchas singladuras más, que sólo un fallecimiento temprano evitó, puesto que las campanas tañeron por él en Pamplona y Zaragoza durante la temporada 1956-57.
El interior izquierdo baracaldés Manuel Fernández Tabernero, hermano de Marcelino, defensa del Baracaldo, At Bilbao o Mallorca, y para el futbol “Manolín”, saltó durante la campaña 1934-35 del Betis al Español de Barcelona, cuajando como “periquito”, con 34 partidos y 6 goles distribuidos durante los dos ejercicios prebélicos. Parecía tenerlo todo para afincarse muchos años en nuestra máxima categoría. Pero combatiendo en el lado republicano quedaría mutilado, tras amputársele una pierna, y no pudo, claro, seguir compitiendo. Falleció el 14 de diciembre de 1961, con 47 años, siendo enterrado en Cataluña, donde decidiera asentarse.
Su caso tuvo mucha similitud con el del portero canario Francisco Ceballos, fichado por el F. C. Barcelona en 1936, a quien el estallido bélico impidió estrenarse bajo el marco azulgrana, incluso en algún choque amistoso. Movilizado en el ejército de Franco, resultó herido en el frente Norte y hubo de amputársele una pierna. Como tantos otros “caballeros mutilados”, complementó su exigua pensión vitalicia con los réditos de vender lotería en Telde.
También combatió con los republicanos el medio bilbaíno Félix Ojembarrena Alcalde (2-XII-1913). Había jugado en el Padura de Arrigorriaga, Lagun Artea, de Bilbao, y Mirandilla gaditano, en este último la temporada 1935-36. El Mirandilla, tras la contienda, habría de transformarse en el actual Cádiz C. F. Sólo tenía 22 años cuando estalló la guerra y con ella hubo de despedirse del césped, puesto que una herida de bala recibida en 1939 lo dejó muy mermado.
El palentino Meji, por el contrario, ofreció toda una lección de pundonor. Desde 1933 hasta 1936 estuvo actuando en el Palencia. Soldado durante la guerra, no sólo resultó herido, sino que hubieron de amputarle varios dedos. Obviamente, con tal déficit no hubiera podido hacer mucho bajo los palos y se le dio por retirado. Pero el fútbol le apasionaba hasta el extremo de cambiar de puesto. Y convertido en medio volvería a competir con su Palencia y en el SEU de dicha capital.
También fue futbolista, pese a todo, el defensa Alfredo Royo Villar, conocido en las alineaciones por su primer apellido.
Segundo de cuatro hermanos, pasó su infancia en el bilbaíno barrio de Begoña.  El amor por la pelota, fuese de trapo o reglamento, lo llevaba en los genes, puesto que Máximo, su padre, había pertenecido a la disciplina del Athletic y a ella acabó regresando, como técnico. Lo natural, por lo tanto, es que se integrara en el Club Deportivo Solocoeche, de los barrios altos bilbaínos, donde por cierto compartiría sueños con el goleador José Luis Duque. Convocado para la selección vizcaína juvenil, su teórica progresión sufrió un frenazo el 18 de julio, no sólo ante la suspensión de actividades, sino porque la guerra le afectó de lleno, tanto en lo puramente personal como en el ámbito familiar. Con su padre en prisión y la madre y hermanos refugiados en Inglaterra, él fue a casa de unos tíos, en la vecina localidad minera de San Salvador del Valle, hoy Trapagarán. Cuando el pueblo fue bombardeado durante el verano de 1937, la metralla le afectó muy seriamente una pierna. Estaban a punto de amputársela en el hospital cuando la oportunísima intervención de un médico amigo de su progenitor se tradujo en traslado a Francia, donde con más tiempo y mejores medios otros galenos lograrían salvársela. Eso sí, entre posoperatorio y rehabilitación transcurrieron para él dos años en Chateau Thierry, núcleo próximo a París, desde donde regresó a Vizcaya en condiciones de retomar la actividad balompédica.
Los públicos de Erandio y Guecho lo vieron progresar, a medida que iba adquiriendo tono. Luego, en 1948, su amigo y compañero en el modesto Solocoeche José Luis Duque, entonces en la Gimnástica de Torrelavega, lo recomendó a su directiva. Tres buenas temporadas entre 3ª y 2ª División, traducidas en 86 partidos ligueros, lo condujeron al Atlético Almería por espacio de tres nuevas campañas. Parte de la afición torrelaveguense no entendió aquel cambio, puesto que deportivamente constituía un claro paso atrás. Olvidaban, o preferían no entender, que trotando por esos campos resecos iba a ganar mucho más dinero que haciéndolo sobre el mullido césped del Malecón. A comienzos de 1954, cumplida la treintena, regresó a Torrelavega para despedirse con la camiseta blanquiazul, como aficionado.
Al retirarse montó un bar en la industriosa localidad, que según recogieron  Raúl Gómez Samperio y José Manuel Holgado, autores de un excelente libro sobre la Gimnástica, era el único donde el cliente jamás tenía razón. Casado con una cántabra y perfectamente integrado en la villa que lo adoptase, el futbolista a quien ni siquiera una bomba pudo parar, falleció relativamente joven, el 26 de enero de 1975.
Tampoco tienen desperdicio las biografías de los hermanos Balaguer, ambos mucho más conocidos como entrenadores que por su etapa vistiendo de corto. Dos ejercicios de coraje, superación, y capacidad para reinventarse, dignos de figurar en las tan socorridas y superventas publicaciones de autoayuda, auténtica plaga entre crisis y crisis.
José Balaguer Mirasol nació en El Grao, Valencia, y allí se fue haciendo hombre entre patadas al balón, mientras iban calando en él ese espíritu reivindicativo tan de consumo en El Cabanyal, y los sueños de mayor justicia social. Afirmada su ideología republicana, apenas hubo estallado la Guerra Civil fue de los primeros en alistarse como brigadista, para reforzar, junto con su hermano Ramón, el frente de Teruel. Antonio, otro hermano, los seguiría poco más tarde, nada más concluir unos cursillos para oficiales. Enumerar sus peripecias durante casi tres años de vida entre trincheras iba a exigir demasiado espacio. Baste, por lo tanto, indicar que se salvó del fusilamiento varias veces, que la pena capital le sería conmutada por otra de 30 años en reclusión, reducidos luego a 12 que tampoco cumpliría, puesto que fue liberado en octubre de 1943. A lo largo de esos cuatro años y medio pasó por las cárceles de Burgos y Torrero, en Zaragoza.
Su hermano Antonio, capitán republicano por méritos de guerra, había caído en julio de 1937, al asaltar una trinchera en el término turolense de Arroyofrío. Sin embargo durante algún tiempo los servicios de inteligencia nacionales contemplaron con escepticismo la noticia, temiendo fuese pura estratagema para evadir responsabilidades, toda vez que sus acciones bélicas le habían puesto en el punto de mira franquista. Y aunque obviamente la luenga sombra de aquel hermano le favoreció muy poco, una vez en libertad accedería al título de entrenador que otorgaban las distintas Territoriales, pasando, además, por los banquillos del Olímpico de Játiva, Onteniente, Oliva, Sueca, Lorca e Ibiza. Sin embargo nunca pudo optar al título de técnico nacional, conforme hubiera sido su deseo, puesto que por razones políticas, al decir de la familia y según se recogió en una magna obra coral sobre la historia de la Unión Deportiva Levante, se le impidió acceder a los cursos impartidos en Burgos y Madrid. Esta cuestión, de cualquier modo, chirría en parte, puesto que con el correr de los años el régimen fue dulcificándose y otros muchos deportistas, intelectuales, artistas o menestrales de variado espectro, acabaron siendo tolerados, siquiera fuese como mal menor.
La muerte que tanto le había rondado pudo atraparlo, por fin, cuando sumaba 75 años.


Ramón Balaguer, en el banquillo donostiarra de Atocha, el año 1947, junto a un directivo del Alcoyano y el masajista. Los alicantinos se impusieron por 1-2.

Su hermano Ramón (El Grao-Valencia, 28-IV-1911), actuó como atacante las temporadas 1928-29 y 29-30 en el Cabañal, y en Levante desde 1930 hasta 1934, así como parte de la campaña 1939-40, luego de una retirada temporal por las razones que en seguida veremos. Pero sin ser un mal jugador, ni  muchísimo menos, iba a quedar para la historia como uno de los grandes entrenadores de los años 40, 50 y primeros 60, en el pasado siglo. Su biografía, aun extractada, contiene todos los matices del mejor guión cinematográfico. Empezando, claro está, por el hecho de que una mezcla de estupidez y fatalidad le truncase el porvenir futbolístico.
Parece que cuando el Valencia estaba interesado en contratarlo, su amigo Gaspar Rubio, entonces en el At Madrid, le aconsejó no pasar  a la entidad “ché” ante los problemas que ello le acarrearía, siendo como era hombre nacido y hecho en los poblados marítimos, incuestionable territorio levantinista. A cambio le propuso acudir a Madrid, para ser sometido a prueba por los “colchoneros”. Y como las arcas “granotas” estaban siempre vacías, sus directivos vieron en aquel viaje y el posible traspaso un buen reconstituyente económico a tan sempiterna anemia. La prueba consistió en un partido ante el Mogreb, del Marruecos español, en los prolegómenos del ejercicio 1932-33. Aunque los madrileños vencieron por 4-1, durante el transcurso del choque resultó lesionado en la rodilla, viéndose afectado el menisco y los ligamentos internos, con la habitual consecuencia de un aparatoso derrame sinovial. Levante, At Madrid y futbolista, pactaron entonces una nueva prueba cuando la lesión remitiera, algo que parecía no iba a ocurrir nunca. Buscando acelerar el proceso curativo, un médico le cedió su lámpara de calor para aplicársela en la región lastimada. Y un hecho tan nimio acabaría marcándole para toda la vida.
Porque el caso es que mientras el Levante empezaba a intuir alguna maniobra “colchonera” destinada a conseguir un traspaso gratuito, amparándose en la lesión, el joven Ramón Balaguer cometió una terrible imprudencia.
Guapo a rabiar y aunque no destacase en estatura, las mujeres se volvían por la calle, a su paso, al tiempo de preguntarse si no sería un galán cinematográfico. Estaba acostumbrado a despertar muestras de admiración, pero una cosa era hacerlo en Valencia y otra muy distinta por la Gran Vía madrileña, entre rascacielos, hoteles selectos, damas encopetadas y ocupantes de vehículos tan largos como pulidísimos. Envanecido, quizás, y ante la idea de que un tono bronceado podría hacerle parecer más atractivo, quiso dar un nuevo uso a la lámpara, aplicándosela sobre el torso. Aquel calor, en cambio, acabaría produciéndole una lesión pulmonar seria. Y mientras tanto el Levante, harto de tanta espera, decidía dar por terminada la excursión, haciéndole regresar.
Pese al problema pulmonar, Ramón estuvo rindiendo a satisfacción las temporadas 1932-33 y 33-34, hasta que los repetidos esfuerzos degenerasen en cavernas y, tras la correspondientes exploraciones y análisis, ingresara durante año y medio en el sanatorio de Portacoeli, quedando muy en entredicho su brillante porvenir. Consciente de su terrible imprudencia, no se atrevió siquiera a confesar su mala idea con la lámpara. Manifestó, en cambio, haber sufrido un accidente en Madrid, cuando paseaba en coche con Gaspar Rubio, a resultas del cual se habría perforado un pulmón. Sólo al cumplir 65 años, llegado el momento de recapitular vivencias, se sinceró ante su familia, tal y como recogieron los autores de la ya comentada obra histórica sobre el club levantino.

La U. D. Levante que ascendió a 1ª en 1962-63, con Ramón Balaguer ya aquejado de serios achaques pulmonares, junto a Rodri, portero titular y primero por la izquierda, el resto son: Céspedes, Pedreño, Calpe, Camarasa, Castelló, Quique y Sansón; abajo Vall, Currucale, Wanderley, Domínguez y Serafín.

Como tantos otros criados en los poblados marítimos, entonces designados familiarmente como “la Pequeña Rusia”, le faltó tiempo para sumarse a una columna de milicianos anarquistas tan pronto llegara el eco de la sublevación militar al otro lado del estrecho. Pero estuvo muy poco tiempo en las trincheras de Teruel, puesto que apenas dos semanas después se resentía de sus problemas pulmonares. Devuelto a Valencia, volvió a poner rumbo al sanatorio de Portacoeli, donde estuvo desde octubre del 36 hasta  finales de 1938. Allí perdió definitivamente un pulmón, cuando aplicándole una técnica innovadora y en evitación de males mayores, le secaron el más afectado. Puesto que ni siquiera pudo entrar en combate, mal cabía achacársele delitos de sangre. Pero la actividad desplegada por sus hermanos Antonio y José, caído el primero en julio de 1937, con galones de capitán, y condenado a muerte el segundo, le pasaron factura en forma de varias denuncias.
Durante cierto tiempo permaneció encarcelado en San Miguel de los Reyes, antiguo monasterio reconvertido en prisión, donde la humedad, unida al frío y las privaciones, hicieron temer lo peor a su familia, que además había quedado virtualmente en la indigencia, con su casa severamente bombardeada. Puesto que algo debían hacer, solicitaron ayuda a un directivo del Levante, aún a sabiendas de que el club y cuantos con él se relacionaban eran mal vistos entre los ganadores, por su adscripción obrera y republicana. Pero hubo suerte, en medio de tanta desdicha. El juez a quien visitó Luis Foix, directivo “granota”, había sido comandante del ejército republicano hasta que mediada la contienda pasase al bando nacional. Además, juez, directivo y exfutbolista se conocían, y ello contribuyó a su puesta en libertad, luego de examinarse el expediente. Ramón Balaguer incluso volvería a calzarse las botas, hasta que poco después el propio juez le llamó para comunicarle su intención de hacer carrera, viajando a Madrid. Desconociendo el talante de su sustituto, y ante la muy probable eventualidad de nuevas denuncias, lo prudente era poner tierra de por medio. Y sin pensárselo mucho partió hacia Alcoy.

Cuando la 1ª División parecía reservada a los de siempre, un equipo de pueblo como el Alcoyano, admirablemente dirigido por Balaguer, ganó el corazón de los aficionados, durante los 40, por su entrega, honestidad deportiva y una moral a prueba de bombas. De izda. a dcha. Gil, Quiles, Quisco, Cano, Bolinches, Costa; abajo Botana, Mendi, Villar, Rubio y Pérez.

Finalizada la temporada 1940-41, el mandatario alcoyanista Ángel Pérez, padre del más adelante futbolista internacional y presidente de la FEF José Luis Pérez Payá, le ofreció convertirse en entrenador de la entidad. Ocupó, pues, el banquillo alcoyano la campaña 1941-42, ascendiéndolo a 2ª División; 1942-43 y 43-44, manteniéndolo en la categoría, y ascendiendo a 1ª la campaña 1944-45. Aunque descendiese en 1945-46, pudo recuperar un sitio entre la elite en 1946-47, y aún permanecería en esa industriosa población la temporada 47-48. Quizás entendiendo que allí estaba ya muy visto, o porque como asegurasen ciertos medios resultara imposible el acuerdo económico, ingresó en el Elche, entonces en 3ª División, con más ficha que la ofrecida por el Alcoyano, pese a que este club jugase en 1ª. De inmediato ascendió a 2ª con el Elche y volvería a 3ª al año siguiente. A lo largo del ejercicio 1950-51 dirigió al Levante, sumido en grave crisis institucional y económica, salvándolo del descenso en la promoción de permanencia. Regresaría al Alcoyano las temporadas 1951-52, 52-53 y 53-54, y en 1954-55 ascendió a 2ª al Alicante, lo que representaba para la entidad el debut en dicha categoría. La campaña 1958-59 la vio en el banquillo del Eldense, y en el del Orihuela el campeonato 59-60, preámbulo de un nuevo ascenso deportivo con el Elche, la campaña 1961-62. Aún le esperaba una proeza idéntica en la Unión Deportiva Levante, situando por primera vez al equipo en la máxima categoría (ejercicio 1962-63), formando tándem con Quique. Conviene aclarar que a lo largo de la misma estuvo ejerciendo más como manager que de entrenador, pues su vieja afección pulmonar volvía a darle guerra y ni soportaba bien los esfuerzos físicos, ni tanto viaje en tren o autobús por las precarias infraestructuras de una España todavía asomando al desarrollo. Ante tal circunstancia, su posterior contacto con el mundo del balón quedó circunscrito a las labores de secretario técnico, en cuya calidad gestionaría los traspasos de Panchulo, Blayet, Sergio, Loren o Ferrer Díaz al Valencia C. F., balón de oxígeno mediante el cual pudieron solventar los “granotas” abundantes problemas financieros, declinando los años 60.
Falleció el 13 de agosto de 1993, sin que nadie hubiese igualado sus logros al frente del Alcoyano y la U. D. Levante.
Sin alejarnos del litoral Mediterráneo, merecen alguna atención Antonio Conde Aja y Francisco Montañés, dos “víctimas” citadas como tales con alguna frecuencia, que en realidad no lo fueron tanto.
Antonio Conde (Puerto de Sagunto, Valencia, 4-XII-1912) ingresó durante el verano de 1930 en el club de la capital del Turia, acompañando a Manuel, su hermano mayor, un delantero centro escaso de técnica, pero con cabezazo demoledor, que iba a quedar casi inédito, aquejado de una hernia. Antonio, el más joven, sería conocido indistintamente durante su etapa “ché” por Tonico, o Conde II, y a diferencia del ariete cuajó como futbolista de verdad.

Conde. Víctima sí, aunque no de las más sufridas, pese a que siempre se las dio de gran damnificado. Tanto el fútbol como la vida, supieron corresponder a su esfuerzo y capacidad de trabajo. Mirándolo bien, tampoco le faltaban razones para considerarse afortunado.

Interior primero, y medio izquierdo después, bravo, con brío y cierta propensión a repartir leña, lucía un zurdazo fácil y potente que si bien no acababa traduciéndose en goles, servía a sus compañeros para rematar a la red los apurados rechaces. Formado como su hermano en el Sporting Club, primitiva denominación del Acero de Sagunto, celebró el primer ascenso valenciano a la máxima categoría, como cierre del campeonato que le sirviese de presentación. Y ya entre los grandes dejó muy bien sentado que su sitio estaba allí. Cuando estalló la Guerra Civil lucía una estadística de 72 partidos en 1ª, con 6 goles marcados. No estaba mal, considerando que cada ejercicio oscilaba entre los 18 y los 22 enfrentamientos. Llegado el momento en que los vencedores quisieron echar cuentas, se encontró con varias denuncias que lo acusaban de haber ejercido como “comisario político”, de incautar un piso y hasta, según determinadas insinuaciones en papel prensa, de “chequista”. Lo cierto es que si ninguna de ellas prosperó lo bastante como para derivar en condenas, pasó algún tiempo en la cárcel de San Miguel de los Reyes mientras se dilucidaba su posible implicación. “Yo era hombre de izquierdas, como mi compañero de línea el asturiano Abdón”, confesó sin ambages al periodista levantino Julián García Candau, a quien también contó que en realidad se le achacaban posibles responsabilidades de otro Conde, jugador del Gimnástico de Valencia, omitiendo que ese futbolista no era sino su propio hermano Manuel. El nombre de Antonio, o “Tonico”, figuró de cualquier modo en las primeras listas de suspensiones deportivas, junto al de otros represaliados. Pero como todos ellos recurrieran las sanciones inicialmente impuestas, en un 90 % de los casos se verían sustancialmente recortadas. Por cuanto a nuestro protagonista respecta, lo irrefutable es que la primera temporada de posguerra ya aparece en el Hércules de Alicante, compitiendo en la máxima categoría.
Cuando llevaba unos meses en el club alicantino, volvieron a encarcelarlo ante la interposición de nuevos cargos. Convencido de que el comandante Jiménez, presidente del Valencia C. F., a quien había hecho algún favor durante los días de administración republicana, estaba en deuda, le pidió ayuda, obteniendo tan sólo la callada por respuesta. Libre de cargos civiles, aunque sentenciado a dos años de suspensión deportiva, una de las frecuentes amnistías que entonces solían acompañar a la conmemoración de batallas victoriosas, le permitió seguir jugando a partir de la temporada 1941-42. Puesto que la condena incluía pena de destierro y éste no fuese objeto de la amnistía, hubo de dejar Alicante, para poner rumbo a Granada, con cuyo elenco estuvo compitiendo hasta la finalización del ejercicio 43-44. Y todavía, cumplidos los 35 años, encontraría arrestos para rendir en el sevillano Betis Balompié otra temporada más, bien es cierto que en 2ª División. Su condición de víctima, por lo tanto, habría que ponerla un tanto en entredicho, pese a que ya mayor pareciese haberle tomado gusto a lucir dicha condición.
Siendo jugador del Betis y por encargo de la directiva sevillana, gestionó el pretendido e infructuoso trueque del atacante verdiblanco Montalvo, por el portero Casafont, propiedad del Granada. Una pésima operación, de haber cristalizado, puesto que mientras Casafont habría de permanecer 3 temporadas consecutivas cedido en el Ceuta, Montalvo ingresaba en el Real Madrid después de pasar por el Mallorca, y a punto estuvo de convertirse en internacional durante su etapa “merengue”.
Volviendo a Conde, luego de colgar las botas en junio del 45, regresó a Granada, afincándose definitivamente al amparo de La Alhambra. Estuvo ejerciendo distintas funciones dentro de ese club, al que entrenó, incluso, la temporada 1946-47 -hasta el 11 de abril- en 2ª División, y llegando a formar parte de alguna junta directiva más adelante. Falleció el 26 de abril de 1984, a los 75 años.
Al castellonense Francisco Montañés Montó (1909) deberíamos considerarlo, por el contrario, una “víctima civil”. Interior en el Cervantes, Castellón reserva, y en el primer equipo de la Plana desde 1925 hasta 1932, cuando el Valencia superó las 300 ptas. mensuales de sueldo que había estado cobrando hasta entonces como jugador casado, cambió de colores. También tenía un hermano mayor (Tomás) jugando en el Castellón, y para distinguirlos mejor que con la clásica nomenclatura de “I” y “II”, el pequeño sería más conocido por “Farreta” mientras ambos coincidieron. Jugador de nervio, veía el gol con suma facilidad, como acreditan sus datos en la Plana: 99 dianas en 150 partidos oficiales.
Su carácter rebelde, propenso a la indisciplina, le hizo pechar con alguna sanción que ya entonces, inmerso en un profesionalismo casi marrón por su escasa cuantía, comportaba tijeretazos a la cartera. Muy molesto y ansiando forzar su salida, denunció al club ante la Federación Valenciana por impago de una pequeña cantidad, que si bien le sería satisfecha de inmediato, contribuyó a radicalizar aún más sus exigencias de traspaso. Tras anunciar que de ningún modo pensaba renovar el contrato, la directiva castellonense cursó la correspondiente nota al órgano federativo, solicitando se le aplicase cuanto contemplaban las ordenanzas para quienes no acatasen el derecho de retención que asistía a los clubes: dos años lejos de los estadios, sin poder lucir de corto. Aunque parece que el Español de Barcelona estaba detrás de sus desplantes, tras el aviso cursado por la Federación, indicando no iba a temblarles el pulso, Montañés sólo pudo replegar velas. Aparentemente, al menos, porque su rendimiento bajó tanto que durante el verano de 1932 alguien debió pensar en la conveniencia de sacar algunas pesetas mientras aún hubiese compradores.
Con el Valencia, recién ascendido a 1ª, tuvo un arranque magnífico. Al visitar Castellón, todo el graderío del Sequiol le obsequió con una monumental pitada, de la que logró vengarse en el partido de vuelta, marcando 3 goles a sus antiguos compañeros. Dos temporadas después fichaba por el Murcia, y a lo largo del mismo ejercicio (1934-35) se enrolaba en el Levante, como paso previo a disputar la última temporada prebélica con el Gimnástico de Valencia.
Activo militante izquierdista, durante la Guerra Civil disputó algunos partidos con el equipo del Cuerpo de Vigilancia Antifascista. Luego, tras la victoria de los sublevados, pasó unos meses recluido, llegando a recoger los periódicos su muerte en la cárcel valenciana de Porta Coeli. Dos periodistas e historiadores escrupulosos, como el muy añorado Félix Martialay, o Julián García Candau -el último en sendos libros editados a principios de los 90 y el año 2007- se hicieron eco de esas notas, dándolas por buenas, cuando probablemente sólo estaban cargadas de mala intención. Paco Montañés, o “Farreta”, si se prefiere, aún siguió jugando algunos encuentros con el Castellón Amateur la temporada 1939-40. Afincado en la capital valenciana y trabajando con su hermano Tomás en un negocio de transportes, enfermó del cáncer que lo llevaría a la sepultura el 3 de febrero de 1958, sin haber cumplido la cincuentena.
Fue tan sólo una víctima de la linotipia, por más que distintas reseñas continúen a día de hoy arrebatándole anticipadamente esa vida que, por desgracia, tampoco tuvo ocasión de disfrutar en demasía.
Otros, como se irá viendo, sí fueron víctimas reales y muy de veras de nuestra Guerra Civil.


LAS OTRAS VICTIMAS DE LA GUERRA CIVIL
“LOS FUTBOLISTAS” (2)

Fueron bastantes los futbolistas españoles que dejaron nuestro suelo a partir del 18 de julio de 1936. Algunos, los componentes del F. C. Barcelona en gira por América, o los enrolados en el Euskadi -equipo propagandístico-deportivo auspiciado por el gobierno vasco del Lehendakari Aguirre-, en grupo. Pero la mayoría de manera individual, atravesando de noche el Bidasoa o la frontera francesa por Cataluña, enrolados en buques, como fogoneros, o pagándose el billete a Marsella, cuando no en pesqueros de bajura. Cualquier cosa antes que batirse en los frentes, pensaron, sabedores de que su habilidad con el balón ni mucho menos iba a dejarles desamparados. Otros, quizás viendo cernirse lo que luego sobrevino, o porque la vida ofrece zigzags inesperados, les habían precedido a raíz de la Revolución de Octubre. Entre estos últimos, los iruñeses Altuna, Eguizábal y Anatol -éste, en realidad, francés de pasaporte-, Armengol -rebautizado en tierras galas como Armaingau-, Jaime Domenjo, Echeandía, el osasunista Echezarreta, Ferré, el murcianista García, González, del ya extinto Logroñés, Iriondo, guipuzcoano del Español barcelonés, Padrón, del Barcelona, Rocasolano… La lista de cuantos huyeron del plomo, las bombas, o los “paseos” en retaguardia, no sólo resulta más amplia, sino que sigue aún hoy a la espera de cerrarse definitivamente.
Como mínimo, a este segundo apartado pertenecen el arenero Aguirre -hermano del Lehendakari vasco-, José Arana, Salvador Artigas, Cabañes, Caparrós, Cifuentes, Andrés Lerín, José Mandalúniz, Jaime Mancisidor, Paco Mateo, José Luis Molinuevo, Luis Regueiro, Pepe Samitier, Sanz, Benito Tobía, Santiago Urtizberea, los hermanos Joaquín y Luis Valle, el gran Ricardo Zamora… y quienes se reengancharon una vez concluida la gira culé por las américas: Domingo Balmanya, José Escolá o Ramón Zabalo. Queda incluso por dilucidar hasta qué punto deberíamos considerar españoles a quienes bajo tal nacionalidad estaban completamente asimilados a la vida y el fútbol galo, y desde luego hicieron poco por cruzar los Pirineos después de 1939, aun hallándose invadido por los alemanes su país semiadoptivo: Marcelino Lisiero, Antonio Lozes o René Rebibo. Todos ellos, como no dejaba de resultar lógico en medio de la barbarie que por nuestros pagos se vivió, serían considerados traidores desde la óptica vencedora.
Su suerte, su mala suerte, mejor, comenzó a dictarse a partir del 11 de febrero de 1938, cuando el general Moscardó Ituarte se convirtió en primer presidente franquista del Comité Olímpico Español, o lo que es igual, máximo responsable de nuestro deporte. Para dar más fuerza a la presidencia del C.O.E. se decidió apuntalarla con representantes de ministerios, organismos oficiales y federaciones. Así, por el Ministerio de Defensa se alineaban junto a Moscardó el capitán Enrique Gastesi, y el comandante Luis Navarro; por las Organizaciones Juveniles el capitán Marcos Daza, y en representación de distintas Federaciones los comandantes Joaquín Agulla (atletismo) y Fernández Trapiello (gimnasia), el teniente Fabián Vicente Del Valle (boxeo), los coroneles Alberto Caso (esgrima) y Jesús Varela (equitación), o el teniente coronel De Linos Sagi (tiro). Las únicas actividades cuya responsabilidad directa no recayó en militares fueron el ciclismo, asignado al entonces periodista Narciso Masferrer, y el tenis, otorgado a José Garriga-Nogués, marqués de Cabañes. Convendría aclarar, de cualquier modo, que la práctica totalidad de esos militares eran, además, gente del deporte.

El mítico Ricardo Zamora Martínez, de acreditada ideología derechista, tampoco quedó libre de sospechas. Un par de declaraciones contradictorias, muy tibias desde la óptica victoriosa, unidas a su fuga a Francia, después de temer con sobradas razones por su vida, aconsejaron su depuración, por más que esta finalmente fuere tan sólo simbólica.


El fútbol recayó en el también militar Troncoso Sagredo, y una de sus primeras decisiones consistió en cesar con carácter inmediato al secretario de la Federación republicana, por haberla mantenido activa y representar internacionalmente a esa parte de España durante varios meses de conflicto. Con respecto a los miembros del C.O.E., su primer acuerdo consistió en “depurar a todas las entidades, directivos, personal y deportistas participantes en pruebas y concursos”. Más claro aún, el 13 de febrero de 1939, todavía sin concluir la guerra, el Gobierno de Burgos promulgaba la Ley de Responsabilidades Políticas, tamiz finísimo destinado a cribar cualquier síntoma de desafección, u omisiones al deber patriótico. Para los boxeadores, ciclistas, deportistas en general, o por cuanto más nos ocupa desde estas líneas, para los futbolistas que hubiesen decidido resolver situaciones personales compitiendo allende nuestras fronteras, una auténtica espada de Damocles, puesto que la citada ley en su desarrollo posterior recogía (apartado “N”) como objetivo a escarmentar: “los que encontrándose en el extranjero y en tanto no ingresaron en la zona liberada, hubiesen dejado de prestar concurso alguno al Movimiento Nacional”. En esa línea, una circular de la nueva F.E.F. exigía a los jugadores, para proveerse de su licencia, avales de personas afectas al “Glorioso Movimiento Nacional”. Y añadía, como complemento a lo anterior, una declaración jurada, advirtiendo que “si en ella se falsearan los hechos, el jugador será sancionado como mínimo con la descalificación por una temporada”.
Ni siquiera un mito como Ricardo Zamora Martínez, colaborador habitual del muy católico diario “Ya” -haciendo gala de notable pluma, además- y censor agrio de su amigo Samitier cuando éste le imitase desde otra cabecera izquierdista, quedó fuera de sospecha. Como mínimo en abril de 1940, la Comisión depuradora se interesaba por saber si “el entrenador D. Ricardo Zamora (del Atlético Aviación) cumple rigurosamente la sanción impuesta”. Punto sobre el que volvería a incidir los días 7 y 17 de mayo.
Y si Zamora, prisionero en el Madrid republicano, cuya vida pendió de un hilo hasta que lograse zarpar hacia Marsella, vía Valencia y merced al apoyo de la embajada Argentina, era personaje dudoso a raíz de algunas declaraciones donde parecía poner una vela a Dios y otra al diablo, poco bueno podían esperar jugadores más anónimos, o con bien documentada conducta republicana. En su caso, quienes clamaban dureza lo veían incurso en el apartado “N” del Artículo 4ª correspondiente a la Ley de Responsabilidades Políticas, promulgada el 9 de febrero de 1939: “Haber salido de la zona roja después del Movimiento y permanecido en el extranjero más de dos meses, retrasando indebidamente su entrada en el territorio nacional, salvo que concurriese alguna de las causas de justificación expresadas en el apartado anterior”.
Era obvio que los más intransigentes pretendían servirse de su notoriedad para sentar un precedente insalvable. Si no se tenían contemplaciones con el “Divino”, con alguien capaz de movilizar a tirios y troyanos en su defensa, cuando fuere detenido a raíz del alzamiento, si ni aquel por quien se abogó ante el mismísimo Jules Rimet, presidente de la FIFA, recibía especiales contemplaciones, todo el país entendería que nadie iba a eludir el peso de las nuevas leyes.
Y la verdad es que se lo pusieron difícil. Llegó a ingresar, incluso, en la cárcel de Porlier, aunque por breves días (mayo de 1940). Pero su incapacitación para dirigir al Atlético Aviación, como incipiente entrenador, resultó más larga: desde finales de mayo hasta el 4 de diciembre de 1940, periodo en que sería sustituido al frente del cuadro “colchonero” por Ramón Lafuente.
El aviso a navegantes estaba cursado y la caza de brujas no había hecho sino tomar cuerpo definitivo, puesto que desde hacía unos meses la prensa más visceral o la más combativa, se empeñaba en señalar con su dedo a cuantos no pudieran justificar una lealtad inquebrantable al naciente régimen. Basta repasar algunas “entrevistas” a jugadores activos para dejar constancia de que determinados reporteros ejercían como auténticos inquisidores. La “Gaceta del Norte”, por ejemplo, el 28-IX-1937, convertía poco menos que en un tercer grado su interviú a Enrique Soladrero, medio del Oviedo que acababa de dejarse caer por Arrigorriaga:
“- Se ha dicho -le interrogamos-, que estaba usted en Asturias, actuando de “rojo”.
- ¿Yo en Asturias? -nos contesta-. No he estado allí desde antes del verano del año pasado, en que vine con permiso a mi pueblo. Ni de rojo ni de nada.
- De modo que…
- Me hicieron ir a Santander. Llegué a Laredo y en cuanto pude cogí una embarcación y con otros cuantos nos escapamos a Francia.
- ¿Cuando llegaron las tropas nacionales?
- No, mucho antes.
- En Francia, ¿qué es lo que ha hecho?
- Me he entretenido jugando al fútbol. Y no salía del todo mal. Me daban 2.500 francos al mes. Pero he preferido volver a España.
- ¿Y no estuvo usted con los jugadores vascos? (referencia a la expedición del Euskadi, que desde suelo galo emprendió una gira por Checoslovaquia, la URSS, Escandinavia y América).
- También los directores de éstos han querido llevarme a la excursión de Méjico. Les contesté que fueran ellos, si querían, que yo me volvía a España. Y así lo he hecho. Ni he querido la tentadora oferta francesa ni el ofrecimiento del viaje a Méjico.
- Aquí estoy -termina diciéndonos el simpático futbolista-, alistado ya en el ejército y dispuesto a cooperar en cuanto puedan ser útiles mis servicios, a los triunfos futbolísticos de España”.

Los máximos rectores de nuestro deporte tenían, pues, abundante información a la hora de aplicar castigos.
La sanción señalada desde el C.O.E. para cuantos hubiesen huido al extranjero a partir del 18 de julio, o nada hiciesen por volver aun hallándose fuera con anterioridad, así como obviamente para los señalados por su “hostilidad” o “manifiesta desafección”, poco tenía de testimonial. Seis años de suspensión federativa; el equivalente a una retirada forzosa, salvo milagroso prodigio de puesta a punto física y longevidad atlética. Un exceso de tal calibre que incluso los mentores de tamaño castigo acabarían rebajándolo, unas veces mediante contemplación de circunstancias atenuantes, otras ante la catarata de recursos, y las más con medidas de gracia o amnistías parciales.
Puesto que un listado de sancionados en primera instancia resultaría excesivamente prolijo, contentémonos con la revisión de causas fechadas el 29 de noviembre y 20 de diciembre de 1939:
Un año de suspensión federativa para:
Miguel Gual Ausina, Juan Navés Janer, Esteban Pedrol Albareda y Ricardo Zamora Martínez.
Año y medio a:
José Cardús Aguilar, José Escolá Segalés, José Raich Garriga y Antonio Sangüesa Serrano
Dos años a:
José Argemí Rocabert, Domingo Balmanya Parera, José Bardina Ballera, Sebastián Bayo Bernard, Emilio Blázquez Fuentes, Luis Buyé Oliver, José Climent Pelegrí, Antonio Conde Aja, Miguel Gallego López, Remigio Laborda Deza, Onofre Lerma Rodilla, Fermín Mancisidor Lara, Quintín Martínez Martínez, José Pagés Pascual, Martín Pica Ramírez, Juan Rafá Mas, Blas Rebull Sanchis y Basilio Rodríguez Domínguez.
Dos años y medio a:
Juan Aguirre Gera, Emilio Blázquez Fuentes, Manuel López Carafí y Carlos Quesada Corbán.
Cuatro años a:
Ramón Llorens Pujadas.
Se mantenían los seis años de castigo por estimarse agravantes a:
Jesús Cruz Sanz, Baltasar Nicolás Marqués, Vicente Simón Piqueras, Carlos Vila Pérez y Julián Zamorano Cañavate.
En la reunión del 20 de diciembre se rehabilitaba, además, a algunos de los sancionados apenas un mes antes: Juan Alfonso Baixaulí, José Altuna Echegoyen, Juan Clement Gilabert, Luis Comas Genís, Manuel Davó Latorre, Gonzalo Larrosa Martín, Celestino Lasa Arregui, Enrique Martínez Alcón, José Martínez Bau, Alberto Martorell Olset, Juan Medrano, José Mosquera Mena, Francisco Oyanguren Artola, Ángel Sornichero Hernández, Julián Tell Pérez y Antonio Zulaica Basurco. Todos ellos pudieron respirar tranquilos, por fin, como lo habían hecho 22 días antes Antonio Andrés Castillo, Ángel Conesa Huesca, Adelaido Gómez Moreno, José Morales Berruguete y Pablo Buey Portillo, al ser capaces de demostrar que su integración voluntaria en el ejército republicano tenía como única meta evitar ser conducidos al frente.
Entre los atenuantes observados para reducir sanciones había un poco de todo. Desde haberse presentado ante las autoridades españolas en México (caso de Miguel Gual y Esteban Pedrol), a los antecedentes derechistas de José Raich, y la persecución sufrida por sus padres en zona republicana, pasando por el doble juego de Antonio Sangüesa (jefe de centuria falangista, clandestino, en la franja de control republicano), sin obviar las crípticas razones aducidas en la causa de Ricardo Zamora -“por estimarse logrado plenamente el efecto moral perseguido”- que tan sólo ponen en evidencia la fuerza en los despachos del Atlético Aviación, club al que lideraría desde el banquillo en la consecución de los dos primeros títulos posbélicos de Liga. Benito Pérez Jáuregui, libre de sanción en principio, es de suponer que no tuviese mucho cuerpo para celebraciones, porque se le advertía sobre la posibilidad de una posterior imputación, si los federativos lograban despejar los indicios que lo señalaban como posible “oficial rojo”.

El vizcaíno Soladrero, tuvo que justificar ante la prensa cada uno de sus pasos, tras la caída de Bilbao. A finales de 1937 no valían medias tintas y muchos se empeñaban en tomar la matrícula a los demás, cara a futuros ajustes de cuentas.

Sorprende que a José Raich no se le aplicase una eximente completa, sino tan sólo recorte de la inicial sanción federativa a 18 meses, cuando pocos estaban en condiciones de lucir mejores credenciales. Hombre de Acción Católica y perteneciente a una familia de Molins de Rey con acrisolada ideología derechista, si bien pasó a Francia y jugó en el Sète junto a Escolá y Balmanya -proclamándose campeones la temporada 1938-39- todo induce a pensar lo hizo ante la certeza de que su vida apenas valía nada en Cataluña.

Raich, Rosalench y Calvet. El primero probablemente hubiese perdido la vida de permanecer en Cataluña, dados sus antecedentes religiosos e ideología conservadora. Pese a ello, en 1939 pechó con una sanción a todas luces injusta.


Con todo, los represaliados deportivamente no deberían ser vistos como grandes víctimas de la intransigencia posbélica. Hubo damnificados mayores. Futbolistas cuya implicación en la contienda les supuso confinamiento en campos de prisioneros, años de cárcel y hasta un buen periodo de trabajos forzados. Y una vez más, periodistas afines al Movimiento dispararon sobre ellos sus plumas, cargadas de tinta muy negra.
Los porteros ovetenses Oscar y Benjamín fueron señalados bien pronto como “figuras destacadas del régimen soviético”. Si de Oscar se dijo era “uno de los oficiales más expertos”, y “personajillo con mayor influencia entre la chusma, dada su popularidad”, a Benjamín Sánchez se le achacó ser “confidente en la checa de Sama” y “pasar de minero a guardameta del Oviedo con más de 500 ptas. de sueldo, aprovechando su ascendiente sobre la chusma de Langreo para realizar sus persecuciones”. Otro señalado fue Eduardo Morilla Ponga, interior derecho y ariete del Sporting de Gijón y Celta de Vigo durante los años 20, hasta que en 1929 embarcase en el transatlántico “Madrid” rumbo a Buenos Aires. Para las linotipias del bando “nacional” habría alcanzado el grado de comandante republicano cuando, en teoría, con aquella travesía oceánica buscaba en Argentina, como tantos gallegos y asturianos, prosperar emigrando. Su rastro se pierde desde 1935 hasta el año 44, al menos ante quien esto escribe. Lo que sí consta es que en 1944 entrenaba al Puebla mexicano y falleció en esa ciudad, víctima de una enfermedad hepática, el 6 de junio de 1961.
Por no apartarnos de Asturias, el catalán Florenza, también portero del Oviedo, pasó unos meses prisionero en el campo de Labrit (Navarra), sin que en su caso, al menos, la prensa se cebara especialmente. Más ácida fue, en cambio, con Sirio, su excompañero en el vestuario ovetense, encarcelado varios meses. Y con el duro ala derecho Abdón Amadeo García Martínez (Avilés, Asturias, 3-III-1906), hombre que supo sobreponerse muy bien a su reiterada mala suerte.
Jugador del Stadium Avilesino (1925-26) y Oviedo desde 1926 hasta 1930, en setiembre de 1929 un incendio destruyó su casa por completo, quedando la familia, compuesta por 11 hermanos, en la más dramática miseria. Su sueldo de futbolista, consistente en 58 ptas. semanales más un complemento mensual de 250, equivalente a lo que hasta entonces percibiese en la Compañía de Tranvías de Avilés, apenas daba para ir viviendo. Y por ello las aficiones ovetense y avilesina no quisieron abandonarlo, dando el do de pecho en un partido homenaje del que saldrían 5.000 ptas. limpias. Cuando poco después fichó por el Sporting, el revuelo fue de órdago. ¿Así agradecía tanta muestra de empatía?, se preguntaba la afición ovetense, que al mismo tiempo asistía, expectante, a una suma de acusaciones cruzadas entre directivos azulones y el propio futbolista. Para zanjar problemas y en tanto se resolvían las denuncias cursadas a la Federación desde ambas partes, Sporting y Oviedo acordaban traspasarlo al Valencia y repartirse equitativamente el beneficio. Pero Abdón no debía ser tan desagradecido, después de todo, puesto que el comité federativo sentenció a su favor, declarándole libre de fichar por el club que más le conviniese. Y al Oviedo, además, lo condenaba a una multa de 1.500 ptas., luego rebajadas a 750 tras el correspondiente recurso, con suspensión de 3 meses a los firmantes de un escrito de protesta remitido tanto a la prensa local como a la propia Federación.
El jugador, mientras tanto, compuso una buena línea en el Valencia con Antonio Conde, también de ideología izquierdista, y Enrique Molina, muy de derechas, entendiéndose los tres perfectamente sobre el césped, en el vestuario y de paisano. Ya más disminuido físicamente, pasó al At Madrid la campaña 1935-36, alineándose tan sólo en 2 partidos ligueros. Con 33 años a cuestas es muy probable que no pensara seguir compitiendo tras la Guerra Civil, aunque esa oportunidad ni siquiera llegó a brindársele. Teniente de campaña en el ejército republicano, ascendido a capitán por méritos en el frente, fue hecho prisionero y como todos los militares vencidos pasó por la cárcel mientras algún periódico decidía darlo por muerto. Una vez libre rehízo bien su vida, sin perder del todo el contacto con la pelota, puesto que durante el decenio del 40 estuvo entrenando al club Santiago. Ya en el despunte de los años 60 era asiduo tertuliano en una peña, con gente muy alejada ideológicamente de las tesis que tiempo atrás defendiera pistola en mano y fusil al hombro. Figuraban, entre otros, José Mª Cosío, Juan de Diego, Nivardo Pina, Pasarín, José Samitier, o Luis Olaso, este último hermano de una víctima “nacional”. Él sí supo convertir la reconciliación en hecho demostrable, cuando cincuenta y cinco años después distintas miradas que ni vivieron el drama, ni tal vez se hayan aproximado mucho al mirador de la reciente Historia, continúan viendo sangre en heridas viejas, no por ello menos dolorosas.
Sin abandonar la cornisa cantábrica podemos encontrar más casos de represaliados con dureza. Y el de Ispizua, en particular, ejemplifica hasta dónde llegaba la intransigencia posbélica.
José Luis Ispizua Guezuraga (Bilbao 1-X-1908) antes de ser suplente de Gregorio Blasco en el Athletic Club había jugado en el Irrintzi Andi, de Sendeja, Begoña y Acero de Olaveaga, desde donde fue captado por la entidad rojiblanca el verano de 1926, con 100 ptas. de sueldo mensual. Pese a vivir ensombrecido por el suplente de Ricardo Zamora en la selección española, tuvo ocasión de mostrar sobriedad, regularidad y solvencia, muy a menudo en campo ajeno, cuando a Blasco le arrojaban de todo desde detrás de la portería y optaba por hacerse el lesionado, puesto que los guardametas era los únicos jugadores sustituibles, mediando razones de fuerza mayor. Se decía, y no sin motivo, que casi todos los porteros caían lesionados tras encajar el cuarto gol. Pero con Blasco de por medio están acreditadas otras espantadas donde el bien fundado temor al público tuvo mucho que ver. Así ocurrió cierta tarde en Sabadell, ante un “respetable” tan hostil como para apedrearle. E Ispizua, entonces, disciplinado, se quitaba la boina, plegaba esa gabardina muy usada que al menos le servía para combatir el frío de los banquillos y, ¡hala!, a dar la cara.

José Luis Ispizua, por una vez sin boina, porque iba a ser alineado como titular. Su nacionalismo más que confeso le condujo a cuatro penales y cerró a cal y canto las puertas de Athletic y Osasuna.


Durante las primeras ocho ediciones del Campeonato Nacional de Liga defendió el marco rojiblanco en 41 partidos, no quedando inédito en ninguna. Era lo que hoy llamamos alternativa de máxima confianza, y así supieron considerarlo en San Mamés, hasta el punto de extendérsele contrato especificando su  rol de “suplente de Blasco”. Cuatro veces campeón de Liga (campañas 29-30, 30-31, 33-34 y 35-36) y otras cuatro de Copa (1930, 31, 32 y 33) había debutado con el Athletic el 18 de noviembre de 1928,  venciendo al Deportivo Alavés por 4-2 en San Mamés. Iba a cumplir 28 años cuando al concluir la temporada 1935-36 los técnicos del Athletic Club decidieron incorporar a Molinuevo, portero jovencito en quien creían ver un relevo natural para Gregorio Blasco. E Ispizua, entonces, solicitó la baja a su junta directiva, aferrándose a la cláusula que lo convertía en primer suplente por contrato. “Si ahora traéis a uno nuevo, sólo os queda dejarme marchar. Porque, ¿en qué vais a convertirme? -argumentó-. ¿En suplente del suplente?”. La directiva bilbaína se avino y, ya es casualidad, el 18 de julio de 1936 los diarios bilbaínos daban noticia de que los rojiblancos Ispizua y Urbano acababan de fichar por el pamplonés Club Atlético Osasuna. Como explicación anexa, justificaban que los navarros, logrado su compromiso con el guardameta, daban carpetazo al interés que hasta entonces mostrasen por el beasainarra Francisco Elzo, casi inédito durante sus cuatro años en la Real Sociedad, pero con otros cuatro rindiendo a satisfacción como arquero del Murcia.
Ferviente nacionalista vasco, durante la contienda se alistó en el ejército gudari, corriendo tras la caída de Bilbao la triste suerte de tantos otros: apresamiento, apertura de expediente y reclusión, tratándose de un “rojo separatista con participación en acciones bélicas”. Resumiendo, casi cuatro años en ruta desde el penal cántabro de El Dueso a los de El Puerto de Santa María, Sevilla y Dos Hermanas. En 1941, ya en libertad y con 33 años a cuestas, debilitado física y anímicamente, regresó a Bilbao dispuesto a reingresar en su Athletic, convertido para entonces en Atlético. “Me dieron con la puerta en las narices -confesó a menudo, sin esconder la decepción-. Dijeron que había dejado de pertenecer a la entidad cuando en 1936 solicité la baja. Yo aduje que nada de eso tenía valor, puesto que la Federación había dejado sin efecto cualquier traspaso efectuado durante el verano del 36; que las cosas, en suma, seguían como quedaron al término de la campaña 1935-36. Y entonces se enrocaron en que no me había presentado para la temporada 1939-40, primera de la reanudación. ¿Cómo iba a hacerlo si estaba preso? Además tampoco ellos, o quienes entonces estuvieran al mando del club, se interesaron por mi suerte. Total, nada de nada”.
Sus gestiones con Osasuna aun sirvieron de menos. Aquel compromiso cerrado el 17 de julio de 1936, carecía de validez federativa. Era como si no hubiese existido nunca. Treinta y tres años, recién salido de prisión y con muy pocas posibilidades de encontrar un trabajo ajeno al fútbol, porque en todas partes exigían certificado de penales y el suyo era para no enseñar. “Me vi sin nada, justo cuando más lo necesitaba para reintegrarme a la vida civil. Tanteé por donde pude, hallando a veces algo de comprensión, pero casi siempre ninguna gana de significarse. Recurrí a todos mis contactos deportivos y sólo me tendieron la mano en Valladolid. Toda la vida jugando en Vizcaya y era lejos de ella donde estaban dispuestos a concederme una oportunidad”.
Lo cierto es que ésta tenía mucho que ver con Vizcaya, pues fue su avalista el guechotarra Antonio Barrios Seoane, interior de mucho fuelle reconvertido en medio, y finalmente en defensa, que después de jugar dos temporadas en 1ª División con el Arenas, en 1934 se había ido al Valladolid (entonces en 2ª) y allí seguía, como peso pesado del vestuario y capitán, mientras velaba armas para convertirse en el reconocido entrenador que más adelante iba a ser.
Tanto para el Atlético de Bilbao en la inmediata posguerra, como para Osasuna, su presencia hubiese constituido un problema ni mucho menos desdeñable. En el caso rojiblanco, por el inocultable pasado nacionalista adherido no sólo a la familia De la Sota, sino a varios dirigentes del más inmediato pretérito. Algo que los nuevos rectores de la entidad estaban determinados a borrar cuanto antes. Por lo tocante a Osasuna, siendo Pamplona una de las primeras plazas en sumarse al pronunciamiento militar, y su Plaza del Castillo banderín de enganche para tantos brigadistas requetés, resultaba mucho más que arriesgado dar encaje a un enemigo juzgado y condenado; a quien durante el cerco de la capital vizcaína combatió a muerte contra las brigadas navarras.
José Luis Ispizua permaneció cuatro ejercicios bajo el marco vallisoletano, los tres primeros en nuestro fútbol de plata y el último en 3ª, dejando sello de buen portero. Barrios, por cierto, su valedor, ejerció durante la última como jugador y técnico, encadenando ascensos de 3ª a 1ª en solo dos temporadas, cuando aquel a quien tanto ayudó, teóricamente retirado a los 37 años, se había vuelto a vestir de corto para matar el gusanillo con la Sociedad Deportiva Deusto. El suplente habitual de Blasco, pupilo de Mr. Pentland, compañero de Chirri II, Bata, Iraragorri, Bergareche, Roberto, Lafuente, Unamuno, Mandalúniz, Castellanos, “Pichi” Garizurieta, Gorostiza, Cilaurren, Muguerza o Juanito Urquizu, todos ellos nombres de leyenda, falleció en Bilbao el 11 de diciembre de 1996, sabiendo muy bien lo cara que puede salir una derrota en campos por los que trotan otro tipo de botas y, si algo rueda, desde luego nunca será un balón.
Compañero de Ispizua en el Athletic, y para desgracia de ambos en los presidios de El Dueso y Sevilla, Miguel Castaños Bergareche, futbolísticamente sólo Castaños, también penó lo suyo.
Natural de Bilbao (13-II-1906) tuvo que hacer méritos en el Sendeja, Elcano y Acero de Olaveaga, todos ellos modestos clubes bilbaínos hasta que, considerado el mejor medio derecho ofensivo de Vizcaya, recalase en el Athletic durante el verano de 1926, con 175 ptas. de sueldo mensual y primas de 100 y 50 por victoria y empate en partidos oficiales, y la mitad si se trataba de choques amistosos. Las 3.000 ptas. de ficha (entonces ese dinero se obtenía sólo al ingresar, sin repetir devengos con cada renovación contractual) le sirvieron para cubrir el importe de su exención al servicio militar, lo que desde luego no era poco.
Sin ser precisamente un exquisito, su forma briosa de concebir el fútbol conectó en seguida con un graderío como el de San Mamés, devoto del estilo directo y corajudo, trasplantado desde Inglaterra por los sucesivos técnicos que fueron llegando a la villa. Pero puesto que aquel fútbol todavía no daba para vivir, completaba ingresos como instalador de contadores de luz a domicilio, para Unión Eléctrica Vizcaína. “A menudo me reconocían en las casas -evocó ya mayor, embebido en esa dulce tristeza de la nostalgia-. ¡Pero si es el del Athletic! Y me invitaban a un vaso de vino o una copita de anís, que yo, agradecido, casi siempre me veía obligado a rechazar, porque de otro modo no sé cómo hubieran funcionado los siguientes contadores”. Aquel Bilbao era pequeñito y gran parte de sus vecinos se conocían, si no personalmente, a través de referencias directas. Y es que a él, en San Mamés, tampoco solían verle muy a menudo.

Castaños (arriba) y Suárez (abajo), juntos en el Athletic Club de 1928. El primero preso en dos penales luego de que lo capturasen cuando proyectaba salir hacia el exilio. Al segundo lo asesinaron en Alicante, donde ejercía como entrenador del Hércules.


Desde que debutase el 20 de febrero de 1927 tan sólo disputó 4 partidos de Liga y, eso sí, bastantes amistosos y varios encuentros correspondientes al Campeonato Regional. En total 21 oficiales sobre una cifra absoluta de 101. Por eso, sin duda, porque la pretensión de cualquier futbolista pasa por disputar muchos partidos oficiales, abandonó la disciplina rojiblanca con 25 años, en 1931. Al estallar la Guerra Civil, cumplidos los 30 inviernos, tomó un arma para defender sus principios desde el lado republicano. Vio caer Bilbao, supo de la salida de José Antonio Aguirre con su gobierno, y él, como tantos otros, inició un repliegue hacia Cantabria que tampoco lograría detener el avance de italianos, brigadistas navarros y tropas moras. Confiaba tomar un buque hacia el exilio cuando lo detuvieron en Santoña. Después la historia tan repetida: confinamiento, juicio rápido, condena y periplo de presidio en presidio.
Libre al fin durante los más duros años de posguerra, logró colocarse en un taller de carpintería próximo a Bilbao, en la cuesta de Castrejana, donde al cabo del tiempo llegaría a encargado. Endurecido quizás por las privaciones y la insalubridad de su cautiverio, vivió largamente. Al cumplir 100 años, en febrero de 2006, el Athletic le tributó un cálido homenaje en su sede de Ibaigane. Justo premio a quien se proclamara campeón de Liga y Copa los ejercicios 1929-30 y 30-31. Menudito, muy abrigado y con la emoción rebosándole los párpados, las fotos de ese día sirvieron al menos para que muchos rojiblancos de corazón se acercasen a una época de la que, siendo generosos, conocían poquísimo. Falleció en Usánsolo, Vizcaya, el miércoles 24 de mayo de 2006, poco después de ver cómo su Athletic eludía el descenso in extremis, tras una campaña catastrófica.
La lista de jugadores con paso más o menos largo por la cárcel, tras deglutir el agror de su derrota, sería amplia.
Aunque Diego Forcén Cabito (Madrid, 3-II-1916) formaba parte de la plantilla “colchonera” durante el Campeonato 1935-36, su juventud, unida a múltiples complicaciones clasificatorias, determinó que el entrenador prefiriese contar con los veteranos. Y “Nico”, tal y como fue conocido para el fútbol, quedó inédito. Combatiente republicano, la represión posterior le impidió competir en 1939-40. Puesto que para el siguiente torneo sí pudo conseguir el imprescindible pláceme, por más que estuviese picando piedra en la carretera que conducía al entonces más que embrionario Valle de los Caídos, el nuevo Atlético con alas en su escudo lo cedió sucesivamente al Salamanca e Imperio de Madrid. Cuando los técnicos consideraron había recuperado el tono imprescindible para lucir en 1ª División, lo recuperaron. Trece partidos de Liga distribuidos entre las campañas 1943-44 y 44-45, constituyeron todo su legado entre los mejores. Quienes lo vieron durante sus tiempos de meritorio y en la posguerra coincidían mayoritariamente: la conflagración bélica y sus posteriores consecuencias habían añadido kilos de plomo a sus botas. Otro nuevo intento en la Gimnástica de Torrelavega (temporada 44-45) no hizo sino dar la razón a quienes afirmaban se había perdido un jugador nacido para poner en pie al público de los estadios.
El portero asturiano Gerardo López Sasá había guardado el marco del Stadium Avilesino desde 1928 hasta 1936, con un paréntesis la temporada 30-31 en el Nacional de Madrid. También la guerra llegó para él en malísimo momento, cuando acababa de disputar dos temporadas consecutivas en 2ª División y se permitía soñar con vuelos más altos. Derrotado y prisionero, lo condujeron a una unidad militar disciplinaria, eufemismo que ocultaba la realidad de los campos de trabajo. De allí salía para jugar con el Palencia, como el propio Marcial Arbiza hiciese desde el campo de concentración de Miranda de Ebro, en su caso para liderar al Deportivo Alavés. Y aún le quedaron ánimos para volver a su antiguo equipo, bajo su nueva denominación de Avilés, en 1942-43.
También parece pasó por el mismo campo de trabajo palentino José “Pitus” Prat Repollés, extremo del Español de Barcelona cuyo nombre es historia de nuestro fútbol, como autor del primer gol en el Campeonato de Liga. Al menos eso asegura la tradición oral castellana, pese a que hasta hoy no haya podido encontrarse documentación que lo sitúe como preso-trabajador. Nacido en la ciudad condal (26-IV-1911), había sido jugador inteligente, rápido y con gol, así como internacional en 4 ocasiones, contra Portugal, Francia, Yugoslavia y Bulgaria, choque este que aún representa el récord anotador de nuestra selección, con un apabullante 13-0.
Durante la guerra, al igual que casi toda la plantilla “periquita”, estuvo integrado en el ejército republicano, con nada menos que 19 meses de combates en el frente de Aragón. Siempre siguiendo la tradición oral palentina, habría participado en el levantamiento del viejo campo de La Balastera, justo sobre unas eras donde se almacenó basalto para pavimentar. Pese a que la primera campaña posbélica le recibió con 28 años, edad magnífica para ofrecer el máximo rendimiento, la inactividad, los malos ratos y una pobre alimentación prolongada, venenosa para cualquier deportista, le hicieron parecer una sombra de sí mismo. Algo que aún habría de acentuarse la campaña 40-41, con 5 únicos partidos luciendo el escudo del Real Madrid. Tras probar suerte como entrenador modesto expiró en su ciudad natal el 15 de marzo de 1988 cuando, a decir verdad, pocos eran conscientes de que enterraban a un personaje histórico, merced al gol que encajase en la meta del irunés Emery, el 10 de febrero de 1929.

La Ley de responsabilidades Políticas y de Depuración de Funcionarios Públicos puso a muchos españoles en la calle, de un día para otro, obligándoles a improvisar otra vida. Para algunos representó la miseria. Otros, más afortunados, lograrían salir adelante. Un buen puñado de futbolistas pasaron, también, de ídolos a apestados.


Los padecimientos de Rafael Vidal Castillo, portero del Unión Sporting madrileño, Real Madrid, Levante, Ferroviaria, Mallorca y Granada, sí resultan irrefutables. Nacido en la capital española el 24 de octubre de 1907, permaneció en la plantilla “merengue” como suplente de Martínez, Cabo, Nebot y Ricardo Zamora, durante los primeros cinco ejercicios ligueros, hasta contabilizar 28 presencias en un campeonato compuesto sólo por 10 clubes. Los tres siguientes, es decir los comprendidos hasta el estallido de la Guerra Civil, los vivió en el Levante valenciano. Un refuerzo de lujo, no en vano atesoraba dos títulos de Liga. Pero la barbaridad bélica hizo bastante más que cortarle una carrera ya próxima a su final. Acusado de varios cargos graves durante la contienda y sabedor de que sobre él pesaba una orden de búsqueda y captura, tuvo que esconderse, cambiando varias veces de refugio. Al miedo que pudiéramos considerar consecuencia lógica del panorama bélico, se unía, en su caso, la certeza de que una detención con desenlace en juicio sumarísimo carente de garantías, marca del momento, equivaldría a pechar con la pena capital. El posterior desarrollo de los acontecimientos, la presentación de avales y cierta inconsistencia en los cargos formulados, le permitió volver a sentirse vivo.
Con 32 años, pudo seguir conectado al fútbol entre la Ferroviaria y el Mallorca cuando el balón volvió a rodar, en 1939, despidiéndose en el Granada al concluir la siguiente temporada. Mal momento para buscar trabajo en un país deshecho, pródigo en hambre y desabastecimiento general, con dinero depreciado, sueldos que no daban para imprescindibles adquisiciones en el mercado negro, y la amenazante sombra de una nueva guerra frenada sólo por los Pirineos y la indecisión de Adolf Hitler. Lo más sensato, debió pensar, sería reengancharse como entrenador.
Dirigía al Santiago compostelano la temporada 1945-46 cuando tuvo que ser ingresado durante el mes de abril, al parecer víctima de una peritonitis, a resultas de cuya operación quedaría cojo. Durante su internamiento hospitalario y al hallarse sin medios económicos, la Peña Royalti, del Levante, contribuyó a la recaudación de fondos que paliasen su grave situación familiar. Posteriormente se hizo cargo del ya extinto Club Deportivo Badajoz, las temporadas 1949-50, 50-51 y 51-52, todas ellas en 3ª División. En 1958 el antiguo guardameta ejercía como portero de finca urbana, mientras su esposa completaba ingresos como asistenta. Falleció en Valencia el 2 abril de 1959, con 51 años.
No parece se aclarasen del todo las razones que acabarían alejando de los grandes estadios a Malbo, hombre con quien el Madrid contaba para la campaña 1939-40. Había combatido contra Franco en el ejército republicano, al igual que los también “merengues” Luis Martín, Bonet, Sauto, Espinosa y Simón Lecue. Los avales, unidos al buen hacer del presidente madridista para la reanudación liguera, general victorioso, nada menos, solventaron la situación de Souto, Lecue y Bonet, sin excesivas complicaciones, y dando el do de pecho, a última hora, también la del guipuzcoano Luis Martín Sabater. Pero con Malbo no hubo manera, y hoy seguimos sin saber hasta dónde podría haber llegado. Los dirigentes blancos, de cualquier modo, siguieron considerándolo uno de los suyos. Y como tal tuvo a su cargo muchos años la cantera “merengue”.
Si la guerra cambió el nombre deportivo a Marcial Arbiza, convirtiéndolo en Arruti -su segundo apellido- para evitar se le relacionase con el interno del campo de concentración mirandés, también hizo lo propio con el medio madrileño Antonio Echevert Castro, que tanto en el Nacional como en el Recreativo de Huelva había sido “Tito”. A partir de 1939,  durante su prolongada estancia en el Murcia y a lo largo de sus dos años en el Mallorca, sería conocido por Castro. Se asentó, por cierto, en la capital murciana, donde se le conocía por Antonio Castro hasta expirar el 8 de octubre de 1983.
Malos tiempos, aquellos, cuando alguien con memoria viva y ganas de venganza podía entenebrecer cualquier futuro, a partir del pasado inmediato. Porque la suerte, entonces, podía cambiar de golpe por culpa de una foto, o el clásico recordatorio de una primera comunión. García de la Puerta y el Ariete internacional Isidro Lángara se vieron, de pronto, en tan terrible tesitura.
El barcelonés Mariano García de la Puerta (31-IV-1907), futbolista fino, hasta el punto de ser apodado “Maravilla”, fue una especie de Cagancho, o Curro Romero, por actualizar la comparación, bendecido durante sus tardes gloriosas y exasperante si le tocaba dar la de arena. Gitano de raza, pinturero sobre el césped y con una vida privada lastimosa, lindante en la delincuencia, a veces llegaba al campo acompañado de una banda de raterillos sobre cuyos hurtos y pequeños robos devengaba la correspondiente comisión, cual nuevo señor Monipodio. Si el empleado de turno, cumpliendo con su obligación les denegaba la entrada, él solía mostrarse gallito: “Pues usted verá. Si ellos no pasan yo tampoco. Y si yo no paso, no juego”. Los porteros, por lo general, no se apeaban de su negativa a la primera. Y entonces aún apretaba más: “Mire que como se pierda el partido, yo diré que usted se empeñó en no dejarme pasar. E imagino que eso va a hacer muy poca gracia a los mandamases”. Su banda de pilluelos acababa colándose casi siempre.


García de la Puerta en 1933. Díscolo, displicente, desordenado y genial, con biografía digna de película. Pudiendo ser grande en el fútbol prebélico, quedaría en anécdota.


En 1927, con 20 años justos, fomaba en el Murcia y allí estuvo hasta el ejercicio 29-30, militando en 2ª B y 2ª División. Ya jugador del Real Madrid, no lució mucho, en gran medida por sus hábitos de cigarra golfa y cantora, indisciplinada, amiga de cerrar garitos y dejarse ver entre compañías poco recomendables. Cuando la entidad “merengue” estaba a punto de ponerlo en la calle, harta de sus andanzas, el entrenador Emilio Sempere, que lo había tenido a sus órdenes en Murcia y dirigía entonces al Betis, se empeñó en llevarlo a la ciudad hispalense. Creía, rebosante de buena fe, que iba a ser capaz de encarrilarlo. Y el caso es que 7.000 ptas. de traspaso, otras 3.000 para el futbolista en concepto de ficha, con 700 mensuales más, a manera de salario, lo pusieron en el tren, rumbo a la vera del Guadalquivir.
Durante la temporada 1931-32, con los verdiblancos en 2ª, alternó exhibiciones espléndidas con petardazos espectaculares, cuando no con espantadas vergonzosas. La del 15 de enero del 32, sobre todo, fue de órdago. Ocupaba el Betis la segunda plaza clasificatoria y tocaba rendir visita al Oviedo, vía Madrid. No se sabe si nuestro hombre pidió permiso para saludar a parientes y conocidos en la capital de España, o si se tomó la licencia por su cuenta y riesgo, pero el caso es que perdió el tren de enlace, ante el enojo de Sempere, que aseguró a cuantos quisieron oírle no iba a contar con él ni aún en el improbable caso de finalmente apareciese. García de la Puerta llegó a Oviedo minutos antes del pitido inicial, Emilio Sempere se desdijo y con ello su crédito entre la directiva y sus pupilos tuvo un primer amago de volatilización. Los andaluces perdieron por 1-0 y el indisciplinado estuvo catastrófico. Dos domingos después remataba la faena negándose a partir hacia La Coruña, pretextando que un jugador de su categoría no estaba para viajes en autobús. La prensa local pidió entonces para él, casi unánimemente, la expulsión del club. “Ficha libre -recogería “ABC”- y a ver si hay quien se lo lleve. ¡Que aviado va!”.
Tras festejar el ascenso bético, en los prolegómenos del ejercicio 1932-33 se declaró en rebeldía. Su posterior comportamiento, unido a la llegada de refuerzos -Adolfo, Timimi, Lecue, Soladrero, Capillas o Sanz, por ejemplo-, sólo le permitieron disputar 2 partidos del Campeonato Mancomunado y 4 de Copa, saliendo a una media de gol por encuentro. Casi paralelamente, los rojiblancos de Madrid se interesaron por su contratación, siempre y cuando les permitiesen verlo en un partido de prueba, que el Betis no quiso aceptar, sin duda ante el convencimiento de que el propio jugador aguase a posta su salida de Sevilla. Pero una nueva y vergonzosa actuación en partido contra Nacional de Madrid, valedero para el Campeonato Mancomunado Castilla-Sur (12-X-1932), con  agresión al colegiado y salida entre miembros de la fuerza pública, le supuso una suspensión de 6 meses. Hartos de él, los béticos decidieron rescindirle el contrato a primeros de noviembre de 1932, entendiendo que arrastraba en su vida loca a otros jugadores. Por si acaso, no obstante, el Betis pretendía reservar su derecho de retención, ante la posibilidad de obtener algunas pesetas traspasándolo. Pero una vez más, esa flor que parecía acompañar siempre a tamaña calamidad, lograría que el club replegase velas.
Concluida la suspensión federativa, García de la Puerta volvió a ser alineado frente al Barcelona el 16 de abril de 1932, en partido de Copa. Y buen administrador de sus recursos, se erigió en figura, liderando una victoria espléndida. Puro espejismo, pues lo suyo carecía de arreglo. La campaña 1933-34, después de disputar 6 partidos del Mancomunado, huyó a Madrid, junto con Rocasolano II, fichó por el Nacional y luego de temporada y media retornó al Murcia desde donde, una vez más, volvería a Madrid sin permiso, coleccionando otra declaración en rebeldía. La última temporada de posguerra lo vio vestir de “pimentonero” en 13 partidos de 2ª División, para festejar 4 goles.
Algún cronista de antaño tuvo el cuajo de situarlo en México durante la Guerra Civil, pergeñando una fantasiosa fábula carente de fundamento, para que las piezas encajasen. Se habría ido gracias a los contactos de su amigo Gaspar Rubio, grandísimo futbolista no menos dado que él a las espantadas. Pero puesto que su nombre no asomaba en las competiciones aztecas comprendidas entre 1936 y 1939, se asumió estuvo actuando con una falsa identidad mexicana. Tal circunstancia, además, justificaba que su nombre no figurase en las listas de “depurados”. Perfecto guion para película, sin la menor base, porque García de la Puerta ni cruzó el atlántico ni salió de Madrid durante la contienda.
Consta, y así se dijo en un capítulo anterior, que se enroló como miliciano en el “Batallón Deportivo” auspiciado por la Federación de Fútbol, no tanto porque en verdad profesase el credo socialista o una inequívoca vocación igualitaria, sino porque resultaba cómodo seguir la corriente en una ciudad movilizada contra el pronunciamiento militar. Y que como miliciano portó el ataúd de la primera baja en ese batallón, el futbolista Alcántara, ayudado por Simón Lecue y Emilín Alonso.
Luego no es que la tierra se lo tragase en el Madrid convulso, aunque casi. Porque una noche dos milicianos le exigieron identificarse, viéndolo enredarse en  trifulcas. Al extraer la documentación de su cartera apareció el recordatorio de la primera comunión y un rosario, puesto que su apego a la vida golfa tampoco le privaba de cierta beatería con tintes supersticiosos. Detenido, pasó al menos por 2 checas, coincidiendo en una de ellas con el árbitro y posterior periodista Melcón. Cuando los “nacionales” entraron finalmente en la capital, el hecho de pasar varios meses por aquellas checas le otorgó, si no aureola heroica, al menos consideraciones de cautivo, víctima, en suma, de “las hordas rojas”, por emplear terminología de esa época. Nadie vio en él a un sospechoso y pudo continuar jugando en la Ferroviaria y Mallorca, ambos a lo largo del ejercicio 39-40. Otro gallo hubiese cantado si cualquiera se hubiese hecho con una imagen del día en que, muy serio, portaba el féretro de Alcántara, rodeado de puños cerrados.
La flor que tantas veces le sacó de apuros acabaría marchitándose. Convertido durante los duros años de hambruna en bohemio oportunista, si no en vagabundo, se dejaba car por los pelados campos de categoría regional, donde rara vez renunciaba a contar sus batallitas. Luego cualquier pista se desdibujó por completo, hasta que unos antiguos alumnos del colegio El Buen Consejo que los padres agustinos tenían Madrid, lo identificaron como el betunero de su infancia. Aquellos frailes lo había rescatado del completo desamparo y él se pagaba la caridad lustrando los zapatos del alumnado.
Otra foto, en cambio, estuvo a punto de costarle la vida a Isidro Lángara, ariete cuyos 17 goles en 12 partidos le permiten seguir ostentando la mejor media anotadora entre todos nuestros internacionales absolutos.
Aparecía fusil en mano, con uniforme de soldado y oteando la capital ovetense desde una posición elevada, en plena Revolución de Octubre. Puesto que era una instantánea con indudable interés deportivo, fue acogida en las páginas del semanario “As” que antes de la Guerra Civil editase Luis Montiel. Al ser Montiel hombre de ideología republicana, los vencedores le impidieron devolver “As” a los kioscos en 1939, y sólo su hijo Vicente logaría reeditar la cabecera, convertida en diario, transcurridos 28 años. Una imagen, aquella de Lángara, que bien pudiera haberse tragado el tiempo, y sin embargo alguien conservó vivamente en sus retinas.
Ya en plena Guerra Civil, saldría a relucir. Para muchos, el admirado ariete pasó de pronto a convertirse en opresor del pueblo, en un vendido a la oligarquía y tipo con quien se debía ajustar cuentas. Fue encerrado en el buque prisión “Cabo Quilates”, surto en la ría bilbaína, mientras resolvían qué hacer con él. Triste suerte por una foto de la que no cabía desprender ningún delito.
Lángara nunca quiso hablar sobre esa etapa de su vida, al menos fuera del ámbito más íntimo, acometido por el dolor y las humillaciones que le dedicasen sus carceleros, asturianos del Frente Popular. Pero según ciertos compañeros de exilio en Argentina y México, vio muy cerca la muerte, por más que su actuación durante la revuelta de octubre fuese idéntica a la de tantos soldados, cumpliendo el servicio militar. Suerte que tuviese buenos amigos, porque ellos, al movilizarse y dar la cara, le ahorraron un mal trance. El catalán Florenza, portero en el equipo asturiano, fue uno de los primeros en arrancarse, mediante escrito remitido desde Cataluña a los medios. De él nadie dudaba. No sólo vivía en zona republicana, sino que aceptaba alinearse desinteresadamente en cuantos partidos pro distintas causas gubernamentales era requerido. Su alegato, lógicamente, tuvo un gran peso. Poco después, el socialista asturiano Belarmino Tomás conseguiría trasladarlo a la cárcel de Larrínaga, donde el Partido Nacionalista Vasco ejercía un control más directo. La conformación del Euskadi, equipo propagandístico del P.N.V. compuesto mayoritariamente por internacionales españoles, vino a ser para él lo que un tablón al náufrago más desesperado. De la cárcel fue conducido a la casa del árbitro Iturralde y desde allí a un avión, rumbo a París, donde aguardaba el Racing parisino, primer rival del combinado vasco.

Esta foto de Isidro Lángara, tomada durante la Revolución de Octubre, a punto estuvo de costarle la vida en 1937. Sólo la decidida intervención de varios amigos le libró de ser linchado, como otros muchos compañeros de cautiverio, en los buques prisión surtos en la ría bilbaína.


No ha de extrañar, por lo tanto, que cuando la Federación franquista enviase sus emisarios hasta Barbizon -punto donde el Euskadi se hallaba concentrado-, garantizando una total ausencia de represalias a cuantos emprendiesen el viaje de retorno a España, votase por seguir de gira, aun resultando ésta muy, pero que muy incierta. Demasiados compañeros de infortunio en el “Cabo Quilates” habían sido asesinados impunemente, como represalia a los bombardeos franquistas. Buena razón para huir de nuevos riesgos, en tanto las cosas se aclaraban.
A Francisco Florenza, en cambio (11-V-1912), su compañero del alma en Oviedo, buen guardameta y peluquero de señoras, aquella oportunísima defensa de Isidro Lángara no le ayudó mucho tras la derrota republicana. El ariete guipuzcoano al fin y al cabo era “un mal español”, alguien que “rechazó la mano tendida desde una España más grande y libre”, y “prefirió resolver su vida embarcándose en la aventura sin sentido de un puñado de separatistas rojos”, epítetos, todos ellos, dirigidos desde la prensa o supuestamente por boca de autoridades deportivas, a unos hombres para entonces abandonados a su suerte. Además había intervenido en partidos sin otro objeto que recaudar fondos para la República. ¿No fue de los que con el puño en alto dio la vuelta al campo, mientras el público arrojaba donativos sobre un manta, días después de que los nacionales hundiesen el buque “Konsomol”?. Se defendió asegurando que no tenía intención de integrarse en el ejército republicano, que de hecho lo cogieron cuando iba a escapar y que con mucha desgana se vio en el frente de Aragón, después de que le incautasen su peluquería femenina. El tribunal no se dio por convencido. Pesaba como prueba acusatoria su captura por los “nacionales” cuando se dirigía a la frontera francesa.

Fotomontaje del Oviedo correspondiente a 1935-36. Oscar (Nº1), Florenza (1B), Sirio (4), Casuco (7) y Lángara (9), sufrieron las consecuencias de aquella guerra. Oscar y Sirio en forma de severas represalias. Casuco con la pérdida de su vida. Florenza trotando por tres campos de prisioneros, cuya estancia hicieron breve sus buenas condiciones bajo el marco. Y Lángara con grave riesgo de muerte en el “Cabo Quilates”, embarque en la gira del Euskadi y largo exilio, cuando nadie hizo nada para permitirle entrenar en nuestro suelo, como tantas veces manifestó desearía, si federativamente se lo facilitasen.


entrenar en nuestro suelo, como tantas veces manifestó desearía, si federativamente se lo facilitasen.
Enviado a los campos de concentración de Zaragoza y Miranda de Ebro, acabó en el de Labrit, próximo a Pamplona, al hallarse atestados los dos primeros. Allí les sugirieron la conveniencia de asistir a misa y comulgar, pues este tipo de actitudes eran muy tenidas en cuenta. Pero tanto él, como otros muchos, por simple rebeldía, quizás, no dieron su brazo a torcer. Tratando de no perder la forma, se ejercitaba a diario, y un día cierto oficial le dijo que le gustaban los deportistas porque eran gente sana. Sin pensárselo respondió que entonces podía hacer algo por él, enchufándole, cosa que sin duda hizo, porque a poco estaba en la intendencia del campo. Poco después un periodista estuvo dando vueltas por el recinto, charlando con unos y otros, interesándose por la identidad de los confinados. Se publicó en la prensa navarra que estaba allí, y entre que el jugador de Osasuna Julián Vergara era sargento en el campo, y la jefatura del mismo recaía en el oficial Panizo, osasunista de pro, acabó enrolado en el club pamplonés. Todavía era huésped del campo de prisioneros cuando defendió el portal navarro en San Sebastián y Zaragoza.
El fútbol y la amistad que trabase con Severino Goiburu (Osasuna, Barcelona, Valencia, Levante y Murcia) le redimieron. Aunque solo permaneciese en la plantilla de Osasuna el ejercicio 1939-40, tuvo de sobra para ennoviar con una navarra, casarse con ella, retornar a Oviedo (temporadas 40-41 y 41-42) y retirarse en la Cultural Leonesa, obteniendo 15.000 ptas. de ficha, la misma cantidad que lo cobrado en su mejor contrato con el Oviedo. Cifra nada desdeñable, puesto que Osasuna le había pagado menos y bastó para comprar a tocateja un chalé en la capital. Su buena cabeza y maña inversora hicieron de él un próspero hombre de negocios con alto sentido de la amistad.
Quien tiene un amigo posee un tesoro, reza el refrán. En tiempos tan dramáticos como el comprendido entre 1936 y 1939, a esos amigos, además, podía debérseles el mayor patrimonio del ser humano: la vida.
Palabras mayores.
Como el sagrado concepto de la verdadera amistad.


















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