EL
OSCURO ORIGEN DE LOS FENICIOS
Templo de los Obeliscos, Biblosd
(Heretiq/CC BY-SA-2.5)
Coincide casi exactamente con el
perfil de la actual costa libanesa, aunque penetrando por el norte en
territorio sirio. Consiste en una franja territorial de unos 200 km de longitud
por entre 20 y 60 de profundidad, separada del interior por los escarpados
montes del Líbano y del Antilíbano. Es este un territorio que presenta
similares condiciones morfológicas, caracterizadas por una abrupta topografía
que forma numerosos valles de difícil intercomunicación terrestre... La región
fue habitada desde la prehistoria.
Su fertilidad, debida a los
numerosos wadi (cauces de los ríos, secos en verano) que la
cruzan y que permiten el mantenimiento de acuíferos subterráneos, favoreció la
aparición de una serie de comunidades. Si bien tuvieron una base agrícola en
origen, muy pronto se vieron abocadas a mantener una relación cada vez más
estrecha con el mar que bañaba sus bahías. Tal vínculo se vio facilitado
por los espesos bosques de cedros y cipreses que crecían al amparo de sus altos
montes, que les proporcionaban la imprescindible madera con que construir sus
embarcaciones.
La génesis
Con el paso del tiempo, algunas de aquellas
poblaciones fueron creciendo hasta constituir importantes ciudades, como Biblos (cuyos
restos más antiguos datan de 2700 a. C.), Sidón, Tiro o Ugarit.
Con todo, su desarrollo se veía constreñido por el hecho de que Canaán, la
región en que dicha franja se ubicaba, se había convertido, durante el período
del Bronce Final, en una zona muy apetecible. Tanto la gran potencia del
sur, el Egipto del Imperio Nuevo, como su homóloga del norte, Hatti,
pugnaban por su control. Pero, además, las naves micénicas, como en otros
tiempos las minoicas, imponían su ley sobre unas rutas marítimas vitales para
su desarrollo comercial.
Una gran crisis
tuvo lugar hacia 1200 a. C., y su episodio más significativo fue el de las
violentas migraciones de los llamados Pueblos del Mar. Se abrió un amplio
período de caos e inestabilidad para las ciudades y naciones ribereñas del
Mediterráneo, que produjo no solo el retraimiento de un Egipto inmerso en la
lucha por su propia supervivencia, sino el hundimiento y la desaparición de
Hatti y la destrucción de las ciudades micénicas. Fue el final de toda una era
y el nacimiento de un nuevo contexto internacional. Tampoco las poblaciones de
la costa cananea pudieron librarse de tal embestida.
Algunas, como
Ugarit, fueron totalmente aniquiladas y nunca más se reconstruyeron. Otras, en
cambio, lograron rehacerse, como Tiro, que fue repoblada con habitantes
procedentes de Sidón. Las supervivientes volvieron con prontitud a mostrar
signos de su antiguo esplendor. Paradójicamente, señaló el comienzo de la
fortuna para ciudades como Arwad, Biblos, Berytus, Sidón, Tiro, Ardat o
Sarepta. Ciudades que muy pronto se diferenciaron de sus antiguas homólogas
cananeas, pero de cuya cultura y raza nunca renegaron, hasta formar una
realidad propia a la que los griegos llamarían Fenicia.
Desde que Ernest
Renan publicara su Misión en Fenicia a mediados del siglo XIX
se ha avanzado mucho en el conocimiento de los fenicios. Sin embargo, la
información de que disponemos se halla indefectiblemente lastrada por la
pérdida de la mayor parte de sus fuentes. El soporte principal sobre el que
escribieron su lengua semita occidental, el papiro, se ha malogrado en
gran parte a causa de la humedad del clima. Quedan solamente aquellos textos
escritos sobre materiales más resistentes, como la piedra, el mármol o la
cerámica.
A ello se debe que
la mayor parte de la información no arqueológica que poseemos sobre estas
gentes provenga de fuentes asirias, griegas o romanas, con frecuencia
voluntariamente manipuladas, dado que, durante la mayor parte de su historia,
aquellos fueron no solo sus rivales, sino también sus enemigos. Con todo, se ha
logrado reconstruir una imagen bastante completa y fiable de tan
interesante civilización.
La
sociedad fenicia
Las ciudades
fenicias eran independientes y muy poco dadas a colaborar entre sí, incluso en
momentos de peligro. Constituyeron monarquías hereditarias en las que el
rey solía desempeñar también funciones sacerdotales. Si bien se trataba de un
soberano absoluto con base teocrática, como sus homólogos cananeos, se apoyaba
en un consejo de ancianos y contaba con un cuerpo de funcionarios. Entre ellos
destacaba el sufete, un magistrado temporal cuyas funciones exactas resulta
difícil precisar, pero que tendría una gran importancia en las futuras colonias
occidentales.
Uno de los
cometidos principales de estos reyes, además del sacerdotal, era mantener el
equilibrio entre dos sectores sociales cuyos intereses podían llegar a
oponerse: el representado por la oligarquía comercial, que cada vez adquirió un
mayor poder, y el de la nobleza tradicional de base agrícola. Y es que la
gran expansión y la riqueza de la sociedad fenicia se debieron en gran medida a
su activo comercio, pero no hay que olvidar que sentaba sus bases en la tierra.
En la agricultura
intensiva de sus valles y de las terrazas de sus montes, que producían cebada,
trigo, vino, aceite, dátiles e higos; en el cuidado de las cabras y ovejas que
pastaban por sus laderas; y, sobre todo, en la tala de los cedros y cipreses de
sus bosques, reputados en todo Oriente Próximo, y cuya madera resultaba imprescindible
para construir los buques con que transportaban sus mercancías, entre las
que destacaban sus tejidos de color púrpura.
Era una dinámica sociedad de hombres libres
que constituían familias patriarcales y monógamas, en las que las mujeres desempeñaban
un destacado papel. Sirve para ejemplificarlo el caso de Elisa, la mítica
fundadora de Cartago. Era una sociedad que, en
lugar de equipar grandes ejércitos, confiaba más en la estratégica ubicación de
sus ciudades, de difícil acceso y protegidas por sólidas murallas, y en el
creciente poderío naval que ostentaba. Estas gentes solían organizarse en
grupos profesionales que habitaban en un mismo barrio. Por él discurrían
estrechas callejuelas que conducían a bulliciosas plazas, delimitadas por casas
de varios pisos con un patio central.
Los fenicios solían llevar barba y largos y
ensortijados cabellos. Iban tocados con un bonete y ataviados con multicolores
vestidos. A sus mujeres les gustaba adornarse con diademas, anillos, brazaletes
y pendientes de todo tipo y calidad.
Pero junto a ellos las ciudades contaban con
un importante número de esclavos. Su condición parece haber sido algo
mejor que en otros lugares. Tenían la capacidad legal de contraer matrimonio y
de poseer determinados bienes muebles, que incluso podían llegar a permitirles
la liberación, pero no disfrutaban de poder político alguno, aunque muchos de
ellos debían adorar a las mismas divinidades que sus dueños.
Religiosos y
supersticiosos
Cada ciudad fenicia solía tener un panteón,
no estable y con una fuerte tendencia sincrética, formado por una tríada
de dioses: una divinidad masculina protectora de la ciudad; su esposa, garante
de la fertilidad en un sentido amplio, tanto familiar como económico; y el hijo
de ambos, símbolo de la naturaleza que moría y resucitaba cada año. Se les
adoraba en templos no monumentales que se dividían en tres partes: un pórtico,
un vestíbulo que solía contener alguna fuente y un santuario de limitado acceso
en el que se hallaba ubicada la imagen de la divinidad.
Solían ofrecerse a esta diversas estatuillas
votivas elaboradas con distintos materiales, que podían ir de la terracota al
metal. También se les rendía culto al aire libre, en lugares altos, cerca de
ríos o en bosques, presididos por altares simbólicos y betilos (piedras
sagradas de forma cónica). En ellos podían realizarse toda clase de
ofrendas, desde frutos hasta animales, siempre en relación directa con la pena
a expiar o el bien a conseguir. Y en ocasiones se llevaban a cabo sacrificios
humanos.
Sus necrópolis se hallaban también en las
afueras. Consistían en tumbas rupestres o en pozos verticales, en donde
enterraban a sus parientes en sarcófagos con formas humanas, a imitación de los
egipcios. Los más ricos eran de mármol o piedra, como los magníficos
ejemplares de Biblos o Gadir; otros se facturaban en madera y terracota. No
obstante, algunas veces, sin que se haya podido establecer la razón,
practicaron también la incineración.
En uno y otro caso se acompañaba al difunto
con vistosos ajuares, consistentes en objetos de cerámica y joyas (nunca se han
hallado armas, lo que no resulta sorprendente, puesto que no eran un pueblo de
guerreros). Antes de acordar algún negocio o emprender cualquier singladura,
los fenicios en ocasiones practicaban la hierogamia, la “unión” con el dios,
que consistía en prostituirse en un templo con fines religiosos ligados a
la fertilidad.
También dedicaban diversas ofrendas a sus
dioses, implorando su ayuda y escrutando en las estrellas o en las vísceras de
los animales sacrificados el destino de su empresa. No es, pues, de extrañar
que, además de instalar formas de caballos como amuleto protector en sus
proas, las naves fenicias portaran una enseña consistente en un asta con un
globo y una media luna, símbolo de la diosa Astarté, así como otros ornamentos
religiosos. La razón residía en procurarse la protección divina antes de
enfrentarse a los peligrosos mares.
Magníficos
navegantes
Porque, por encima de cualquier otra cosa,
los fenicios fueron unos magníficos navegantes. La
determinación del norte por la Osa Menor, y no por la Osa Mayor como hacían los
griegos, así como el conocimiento de la posición fija de la Estrella Polar,
comúnmente llamada “estrella fenicia”, les permitió navegar de noche.
Evitaban de ese modo tener que recalar al atardecer, como ocurría con las naves
de cabotaje de la época, y ello les permitió extender una importantísima red
comercial que se convertiría en un puente económico y cultural entre los dos
extremos del Mediterráneo.
Su habilidad llevó a monarcas de otras
naciones a solicitarles para llevar a cabo importantes viajes. Es el caso del
faraón Necao II, a caballo entre los siglos VII y VI a. C., bajo cuyo patrocinio
los fenicios circunnavegaron el continente africano durante un periplo de tres
años. Así lo afirma, al menos, el historiador griego Heródoto.
Cuenta con escepticismo cómo los marineros se
sorprendieron al ver que, si durante una gran parte de su ruta el Sol salía por
su izquierda, a partir de un momento determinado –seguramente cuando doblaron
el cabo de Buena Esperanza– empezó a salirles por su derecha hasta que
alcanzaron las Columnas de Hércules (estrecho de Gibraltar).
También, han llegado hasta nosotros noticias
de otros importantes periplos, como el impulsado por Salomón, el mítico rey de Israel,
y su socio y amigo Hiram I de Tiro, que en el siglo IX a. C. llevó a los
navegantes fenicios desde el puerto israelita de Ezion-Geber, en el mar Rojo,
hasta el país de Ofir. Este lugar no se ha identificado, pero podría ubicarse
en Somalia, Yemen o incluso en India, según relata la Biblia. Por no
mencionar “las naves de Tarshish”, que para muchos estudiosos nos hablan
de un comercio regular con el mítico e hispano reino de Tartessos; o los
periplos que los navegantes cartagineses, sus herederos naturales, llevaron
respectivamente a Himilcón y Hannón hasta Cornualles y Senegal en el siglo V a.
C.
No es de extrañar que la riqueza que hizo
grandes a las ciudades fenicias –la misma que era intensa y amenazadoramente
apetecida por sus poderosos vecinos, ya fueran éstos asirios, egipcios,
babilonios o persas– proviniera de un activo comercio naval.
Unos
extraordinarios mercaderes
Los fenicios fueron durante siglos los grandes intermediarios
mercantiles de la Antigüedad. Importaban, preferentemente por mar, pero también
por tierra, lana mesopotámica; lino y trigo de Egipto; cereales, bálsamos y
miel de Israel; caballos, mulos y cobre de Anatolia; cereales, vid y olivos de
Grecia; cobre de Chipre; piedras semipreciosas de Irán; plata, plomo y sobre
todo el imprescindible estaño para la fabricación de bronce de España; marfil,
esclavos, oro, plata y animales exóticos de distintos rincones de África; e
incluso ámbar del Báltico.
La población crecía permanentemente y los recursos propios apenas
podían cubrir tal aumento por la progresiva sobreexplotación de su limitado
territorio. Hacían acopio de alimentos, y las materias primas eran
convenientemente transformadas por sus habilidosos artesanos en
productos de gran calidad, en general de pequeño tamaño, pero con un gran valor
añadido. Luego eran reexportadas por todo el Mediterráneo en expediciones
comerciales financiadas tanto por el Estado y los templos como por
particulares.
Así, los navíos que partían de Tiro, Sidón, Biblos, Arwad o
Sarepta solían llevar en sus bodegas, además de la apreciadísima madera de
cedro (lo que acabaría provocando una peligrosa deforestación de su propio
país), tejidos de gran valor, marfiles tallados, muebles con marquetería de
maderas nobles y marfil, ungüentarios y colgantes de pasta vítrea, cuencos y
jarras de oro y plata repujados con múltiples motivos o joyas con granuladuras.
Todos ellos estaban decorados con motivos de tipo egipcio, libremente
reinterpretados por unos artistas cuyo norte era la belleza. Hasta tal punto
era así que incluían jeroglíficos
egipcios sin significado alguno, pero de gran valor ornamental.
Esto ha hecho hablar a algunos autores de la inexistencia de un
arte fenicio propio, pero tal afirmación debe matizarse. Dada la encrucijada de
pueblos y culturas que representó durante siglos Fenicia, la verdadera
genialidad artística de este pueblo consistió en constituir un todo coherente a
partir de múltiples y distantes influencias. Uno de los productos de mayor
éxito, y que ha permitido situar algunas de las rutas comerciales fenicias,
fueron los escarabeos, un amuleto multicolor con la forma del escarabajo
sagrado egipcio que se fabricaba en grandes cantidades.
Pero tampoco se descuidaba el comercio de cualquier otra mercancía
que pudiera proporcionar beneficios. Y eso incluye el tráfico de esclavos,
común en todo el Mediterráneo, porque la línea que separaba a comerciantes de
piratas no fue nítida en ningún momento de la Antigüedad. El comercio de
intermediación resultó ampliamente beneficioso. Consistía en desembarcar
mercancías propias en un puerto determinado, por ejemplo griego o etrusco, y
embarcar allí otros productos, como podrían ser la cerámica ática o el hierro
itálico.
Después se transportaban a un tercer lugar en donde se repetía la
operación, y así sucesivamente hasta volver al puerto de partida. El periplo total
podía durar largos meses e incluso años. La difusión llevada a cabo de su
simplificado alfabeto de 22 letras, origen del nuestro, no hizo sino facilitar
el proceso administrativo inherente a cualquier transacción mercantil.
Curiosamente, su lucrativo comercio se adhirió tarde al
sistema monetario, que se extendía por el Mediterráneo desde el siglo VIII a.
C. Ello prueba la solidez de sus circuitos comerciales, pero también deja ver
que muchos de sus “clientes” pertenecían a regiones poco civilizadas que no se
habían incorporado aún a un sistema monetarizado.
No obstante, en distintos períodos de su historia, las ciudades
fenicias, fuertes y ricas, pero desunidas, sufrieron el envite y el saqueo
de las potencias hegemónicas de Oriente Próximo. Un gran número de habitantes
quisieron verse libres del pago de altos tributos y de destrucciones y buscaron
horizontes más benignos, lo que provocó el asentamiento de poblaciones fenicias
en distintos puntos del Mediterráneo.
Este artículo se publicó en el número 444 de la revista Historia
y Vida.
Astarte de
Galera. Diosa fenicia sentada en un trono con la esfinge. Madrid, Museo
Nacional de Arqueología. Ubicación: MUSEO ARQUEOLOGICO NACIONAL-COLECCION.
MADRID. España.
Sarcófago
fenicio de Palermo, s. V a.C.
Naves fenicias, palacio de Sargón II, 2.600 a.C.
Moneda fenicia, 340 a.C.
Templo de Eshmún
Eshmún era la deidad fenicia de la
curación y la renovación de la vida. Fue una de las divinidades más importantes
del Panteón fenicio y la principal divinidad masculina de Sidón. Originalmente
una divinidad de la naturaleza y un dios de la vegetación primaveral, Eshmún
fue equiparado a la deidad babilónica Tamuz. Su papel más tarde se amplió en el panteón fenicio, y
obtuvo atributos celestes y cósmicos.
El mito de Eshmún fue relatado en el siglo VI por el filósofo neoplatónico sirio Damascio, dentro de su biografía de Isidoro de Alejandría, y en el siglo IX por el patriarca de Constantinopla Focio.
Ambos narran que Eshmún, un hombre joven de Beirut, estaba cazando
en el bosque cuando la diosa Astarté lo vio y
quedó prendada de su belleza. La diosa acosó al joven hasta que este se mutiló con un hacha y murió. La diosa, afligida por
la culpa, revivió, según el mito, a Eshmún y lo transportó a los cielos donde
se convirtió en un dios celeste.
Desde una perspectiva histórica, la primera mención
escrita de Eshmún está datada en el año 754 a. C.,
fecha de la firma del tratado entre el rey asirio Ashur-nirari V y Mati'el, rey
de Arpad, en el que el dios figura como uno de los patrones del
acuerdo. Eshmún fue identificado
con el dios de la mitología griega Asclepio debido a la influencia helenística sobre Fenicia. Las primeras evidencias
de esta equiparación proceden de monedas de Amrit y Acre datadas en
el siglo III a. C. Este hecho es ejemplificado
también por los nombres helenizados del
río Awali, que fue apodado fluvius
Asclepius y las arboledas circundantes al templo de Eshmún, conocidas
como las «arboledas de Asclepio»
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