CAP.
2
La historia de Israel
B. La monarquía unida en Israel:
Salomón (c a. 961-922) [356]
1. Salomón como estadista: la política nacional
Salomón (c a. 961-922) [356]
1. Salomón como estadista: la política nacional
Pocas figuras son más difíciles de valorar que Salomón y no sólo porque
las noticias referentes a él no sean tan completas como sería de desear, ni
estén en orden cronológico. Obviamente, fue un hombre de gran sagacidad, capaz
de desarrollar hasta el grado sumo las potencialidades económicas del imperio
creado por David. Al mismo tiempo, demostró en otros asuntos una ceguera, por
no decir estupidez, que precipitó al imperio hacia su desintegración. Salomón,
debido en parte a la situación a la que tuvo que hacer frente, fue tan distinto
de su padre como era posible. No fue guerrero ni tuvo necesidad de serlo, ya
que ningún enemigo exterior amenazaba su reino. Políticamente, su tarea no fue
ni defender su Estado ni aumentarlo, sino sólo mantenerlo. Y en esto fue, por
lo general, afortunado.
a. Consolidación del poder bajo Salomón.
Habiendo subido al trono como corregente con su padre, Salomón tuvo poca dificultad para tomar posesión del imperio. Dado que Adonías y su partido se le habían rendido cobardemente, no fue necesario ningún derramamiento de sangre. Pero cuando, al poco tiempo, murió el anciano David (I R 2, 10 ss.), Salomón se movió rápida y cruelmente para apartar todo lo que pudiera poner en peligro su autoridad (vv. 13-46). Adonías, que al pedir la mano de Abisag, concubina de David, indicaba que aún no había olvidado sus derechos al trono (cf. v. 22; 11 S 16, 21 ss.), fue inmediatamente ejecutado. Abiatar, perdonada su vida a causa de su pasada lealtad hacia David, fue despojado de su oficio y desterrado a su casa de Anatot. Joab, presintiendo que le llegaba su turno, huyó a buscar refugio en el altar del santuario. Pero su rival, el nada escrupuloso Benaias, fue allí por orden de Salomón y le mató, y heredó su puesto. Por lo que respecta a Semeí, el saulista que había maldecido a David cuando éste huía de Absalón (II S 16, 5-8), se le ordenó confinarse en la ciudad y después, con el primer pretexto de desobediencia, fue ejecutado. Se nos dice (II R 2, 1-9) que Joab y Semeí fueron eliminados por orden expresa de David, dada en su lecho de muerte. Aunque desde nuestro punto de vista esto no redunda en alabanza del anciano monarca, no hay razón para no creerlo [357] ). Para la mentalidad antigua, la maldición tenía eficacia real; y el delito de sangre, como el que Joab había traído repetidamente sobre David, no era una figura retórica; ambas cosas amenazarían la casa de David hasta que fueran alejadas, y esto trató de hacer David. Pero hay que decir que Salomón obedeció de una manera que sólo puede ser calificada de fulminante. Leemos (I R 2, 46) que «el reino se afirmó en las manos de Salomón». ¡Efectivamente, efectivamente!
b. Política exterior de Salomón.
Aunque su reinado no fue completamente pacífico, Salomón no emprendió serias operaciones militares que nosotros sepamos. La tarea que tuvo por delante no fue extender más el reino, que había alcanzado sus dimensiones máximas bajo David, sino mantener relaciones amistosas con el exterior y con sus propios vasallos, de manera que Israel pudiera desarrollar en la paz sus potencialidades. Esto intentó hacer por medio de un programa de juiciosas alianzas. Dado que muchas de ellas fueron selladas con el matrimonio, fueron llevadas al harén de Salomón numerosas mujeres nobles extranjeras (I R 11, 1-3). El mismo príncipe heredero era vástago de una de estas uniones (14, 21). La más distinguida de las mujeres de Salomón fue la hija del faraón de Egipto (no se da su nombre, pero sería uno de los últimos de la débil Dinastía XII), a la que, de acuerdo con su rango, se le dio un trato privilegiado (3, 1; 7, 8). Esto demuestra la relativa importancia de Israel y la baja situación en que había caído Egipto; los faraones del imperio no dieron sus hijas ni siquiera a los reyes de Mitanni o Babilonia. Como ganancia incidental, la alianza proporcionó a Salomón una modesta adición a su territorio, en calidad de dote (9, 16) [358].
La más importante, con todo, de las alianzas de Salomón fue la hecha con Tiro (5, 1-12), alianza ya iniciada por David y ahora renovada. Tiro, reconstruida por los fenicios de Sidón en el siglo XII, era la capital de un Estado que por este tiempo controlaba todo el litoral sur de Fenicia, desde la bahía de Acre hasta el norte. Bajo Jiram I (ca. 969-936), contemporáneo de Salomón, estaba en pleno auge la expansión marítima de los fenicios hacia el oeste; a fines de siglo existían colonias en Chipre, Sicilia y Cerdeña, donde se explotaban las minas de cobre (una tarsis es una fundición) y probablemente también en España y África del norte [359]. La alianza resultó mutuamente beneficiosa desde un punto de vista comercial: exportaciones de trigo y aceite de oliva de Palestina a Tiro, madera de cedro desde el Líbano para los proyectos de construcción de Salomón. También abrió ante Salomón nuevos caminos comerciales c industriales, como veremos.
c. La defensa nacional.
Aun sin ser guerrero, Salomón estuvo lejos de carecer de conocimientos militares. Por el contrario, mantuvo la seguridad y disuadió las agresiones con la formación de una institución militar que pocos se hubieran atrevido a desafiar. Las ciudades-clave fueron fortificadas y convertidas en bases militares (I R 9, 15-19). Estas incluían, además de la misma Jerusalén, una cadena de ciudades a todo lo largo del perímetro de la tierra propiamente israelita: Jasor en Galilea, frente a las posesiones arameas; Meguiddó, cerca del paso principal a través de la cadena del Carmelo; Guézer, Bet-jorón y Baalá, guardando los accesos occidentales frente a la llanura [360] ; y Tamar, en el sur del mar Muerto, frente a Edom [361]. Preparado en estos puntos, el ejército de Salomón podía organizarse rápidamente para defenderse ante una invasión, para dominar levantamientos internos o para operaciones contra vasallos rebeldes. Además, Salomón fortaleció su ejército desarrollando los carros de combate, algo que ni siquiera David había intentado hacer. Israel no había usado nunca antes los carros, en parte porque apenas si tenían empleo en su áspero terreno, y en parte porque su empleo presuponía una aristocracia militar que faltaba en Israel. Pero las ciudades-Estado cananeas, que estaban ya absorbidas en Israel, habían empleado siempre carros. Según parece, Salomón los adoptó de ellos y los explotó con entusiasmo. Se nos cuenta (I R 10, 26; II Cr. 9, 25) que tenía 4.000 pesebres para sus caballos, 1.400 carros y 12.000 hombres para manejarlos. Esta fuerza fue repartida entre las bases militares ya mencionadas (I R 9, 19; 10, 26). En Meguiddó, las excavaciones han revelado establos para unos 450 caballos, así como fortificaciones y la residencia del gobernador. Similares construcciones salomónicas son confirmadas también en Jasor, Taanak, Eglón y Guézer [362]. Esto, desde luego, significa que Salomón mantuvo en pie un ejército considerable. Es probable que no hiciera en absoluto ningún uso de las fuerzas tribales.
d. Salomón y el imperio.
Salomón fue, en general, afortunado en el mantenimiento del imperio, aunque no del todo. Su estructura esencial permaneció intacta, pero Salomón la dejó algo más débil de lo que la había encontrado. Primeramente, tuvo disturbios con Edom (IR 11, 14-22, 25). El príncipe edomita Hadad, que había sido el único superviviente de la matanza de Joab, y había encontrado asilo en Egipto, al saber que David y Joab habían muerto, se volvió a su tierra y, según parece, se proclamó rey allí. La narración repentinamente interrumpida y el texto (v. 25) son inciertos. Salvo que Hadad promovió disturbios durante cierto tiempo, no sabemos qué suerte tuvo, o qué medidas adoptó Salomón contra él. Ciertamente, Salomón no perdió nunca el dominio de Edom, ya que de otra manera habrían sido imposibles sus operaciones en Esyón-Guéber, de que hablaremos en su momento, por no decir nada de sus actividades en relación con el comercio caravanero de Arabia (10, 1-10, 15). No obstante, la conclusión es que Hadad continuó siendo una fuente de dificultades, apartando quizá del control israelita alguna de las partes inaccesibles de Edom, al menos temporalmente. Más serias fueron las dificultades en Siria. Salomón había heredado el control de las tierras arameas desde Transjordania hasta Zobá, por el norte. Debido a su monopolio de la ruta caravanera entre el Hedjaz y la Siria central, es probable que las tribus situadas más al norte y el este deseasen relaciones amistosas con él. Esto puede ser confirmado por la referencia de II Cr. 8, 4 a su actividad en Tadmor (Palmira) y también por la afirmación de I R 4, 24 de que su gobierno se extendió hasta el Eufrates, y ninguna de estas aseveraciones debe ser rechazada como total invención [363]. Sea cual fuere su posición, fue seriamente perjudicada cuando Rasón partidario en un tiempo de Hadadézer, tomó Damasco con una banda de hombres y se proclamó a sí mismo rey (I R 11, 23-25). No sabemos qué acciones emprendió Salomón, ni con qué fortuna [364] , ni en qué período de su reinado sucedió todo esto. Pero del texto se infiere que Rasón nunca fue sometido. La extensión de las pérdidas de Salomón en Siria es desconocida. Aunque es probable que retuviera, al menos nominalmente, el control de sus posesiones arameas, excepto Damasco, es seguro que su influencia en Siria quedó debilitada.
Con estas excepciones (de cuya importancia no podemos estar seguros), Salomón mantuvo intacto el imperio.
2. Actividad comercial de Salomón.
Salomón fue un verdadero genio en lo tocante a la industria y el
comercio. Fue capaz de comprender la significación económica de su posición, a
horcajadas sobre la mayor ruta norte-sur desde Egipto y Arabia hasta el norte
de Siria, y también de explotar las posibilidades inherentes a su alianza con
Tiro. Sus empresas comerciales fueron numerosas, y dado que el comercio
exterior era en gran parte monopolio real, constituyeron una gran fuente de
riqueza para el Estado.
a. El comercio del mar Rojo (I R 9, 26-28; 10, 11 ss., 22).
a. El comercio del mar Rojo (I R 9, 26-28; 10, 11 ss., 22).
Inspirándose en la expansión fenicia hacia el oeste, y con su activa colaboración, Salomón intentó desarrollar parecidas posibilidades por el camino del mar Rojo, en dirección sur. Construyó, ciertamente con ayuda de armadores fenicios, una flota mercante en EsyónGuéber y tomó la decisión de mandarla, tripulada por marineros fenicios, en viajes comerciales regulares hasta Ofir, que, al parecer, es difícil que equivalga a la Somalia actual [365]. Estos viajes duraban un año y, al menos, parte de otros dos, permitiendo probablemente a los barcos tocar todos los puertos a ambos lados del mar Rojo y proporcionaron a Salomón las riquezas y productos exóticos del sur: oro y plata, maderas preciosas, joyas, marfil y, para el divertimiento de su majestad, monos.
b. Comercio caravanero con Arabia.
Salomón estuvo también interesado en el comercio por tierra con el sur. La visita de la reina de Saba (I R 10, 1-10, 13), incidente que de ninguna manera debe ser rechazado como legendario, ha de ser entendido a la luz de estas circunstancias. Los sabeos, originariamente nómadas, se habían sedentarizado por este tiempo y hablan fundado un reino cuyo centro estaba en lo que hoy es el Yemen oriental [366]. Su posición estratégica en medio de las rutas caravaneras desde Hadramut hacia el norte, hasta Palestina y Mesopotamia, les permitía dominar el comercio de las especias y del incienso, que tanta fama hablan dado al suroeste de Arabia. Explotando el desarrollo del transporte camellero, habían iniciado una expansión comercial que en los siglos posteriores les dio la hegemonía del comercio sobre la mayor parte de Arabia. Es posible que aprovechándose de la caída del monopolio egipcio sobre el comercio en Etiopía y Somalia, extendieran también allí sus intereses. La visita de la reina de Saba es, por tanto, comprensible. Salomón no sólo controlaba el término norte de las rutas comerciales; sus empresas marítimas le habían llevado a una competición directa con el incipiente comercio caravanero, incitando a la reina de los sabeos a actuar en defensa de sus intereses. Por tanto, visitó a Salomón llevando muestras de sus mercancías: oro, joyas y especias. Y puesto que Salomón la recibió regiamente, es probable que obtuviera el convenio que buscaba. En todo caso (I R 10, 15) las tasas e impuestos sobre el comercio de Arabia ingresaron en el tesoro de Salomón [367].
c. La industria del cobre.
Uno de los logros más importantes de Salomón, el desarrollo de la industria del cobre, ni siquiera es mencionado en la Biblia. El cobre abundaba por toda la región de la Araba, al sur del mar Muerto, donde las minas habían sido explotadas, en algún grado, desde tiempos antiguos. Salomón explotó este recurso hasta el máximo, abriendo minas y construyendo hornos en sus cercanías para la fundición preliminar del material. Hizo instalar en Esyón-Guéber la mayor fundición conocida en el antiguo Oriente, donde el metal volvía a ser refinado y manufacturado en lingotes para su expedición [368]. Dado que construir esta notable instalación requería un considerable conocimiento técnico, y dado que los israelitas tenían poca experiencia en tales materias debieron, sin duda, acudir una vez más a la ayuda fenicia. Esyón-Guéber era una tarsis (= fundición), exactamente semejante a otras instalaciones en Cerdeña y España. La flota de Salomón (I R 10, 22) es llamada «flota de tarsis», es decir, una flota de barcos de altura como los que los fenicios utilizaban para el transporte de metal fundido. Esta industria proveyó a Salomón de una amplia reserva de cobre para uso doméstico, así como de un excedente para la exportación, a cambio de productos extranjeros.
d. Comercio de carros y caballos.
Tenemos noticia de esta empresa por (I R 10, 28 ss.), que a causa de alteraciones en el texto es casi ininteligible en la mayoría de las traducciones inglesas. Con uno o dos pequeños cambios podemos leer aproximadamente como sigue: «Y la importación de caballos para Salomón venía de Kue (Cilicia); los mercaderes del rey se los traían de Kue a precio ordinario. Y un carro era traído de Egipto y vendido por seiscientos sidos de plata, y un caballo de Cilicia por ciento cincuenta. Y así eran entregados a través de sus agentes (es decir, de los mercaderes de Salomón) a todos los reyes de los hititas y de Aram» [369]. Salomón se dedicó a esta actividad, sin duda, en el curso del desarrollo de su propio ejército. Se requería una gran cantidad de carros y caballos, y puesto que Israel no manufacturaba los unos ni criaba los otros, tenían que ser importados. Desde el tiempo del imperio nuevo, Egipto venía fabricando los carros más finos que se conocían, y Cilicia era famosa en los tiempos antiguos como criadero de los mejores caballos. Por tanto, Salomón envió a sus agentes a ambos países para suplir sus propias necesidades. Pero entonces, dándose cuenta de que controlaba todas las rutas comerciales entre Egipto y Siria, se hizo a sí mismo intermediario en un comercio lucrativo, en estas condiciones: los caballos de Cilicia y los carros de Egipto sólo podían ser entregados a través de su agencia. Y dado que este comercio era un monopolio real, podemos estar seguros de que proporcionaría a Salomón unos ingresos saneados.
3. La edad de oro de Israel.
La Biblia describe, con justicia, el reinado de Salomón como de
incomparable prosperidad. Israel gozó de una seguridad y una abundancia
material tal como nunca antes la había soñado y nunca volvería a conocer
después. Y esto, a su vez, permitió un sorprendente florecimiento de las artes
pacíficas.
a. Prosperidad económica de Israel.
Salomón proporcionó una época «boom» al país. El mismo Salomón, enriquecido por las aportaciones de sus monopolios del comercio y de la industria y por las propiedades de la corona, llegó a ser un hombre inmensamente rico. El nivel de vida del país subió también, en conjunto, extraordinariamente. Los proyectos de Salomón, aunque monopolizados por el Estado, debían dar empleo a muchos millares y estimular a otros a la empresa privada, elevando de este modo el poder adquisitivo de toda la nación y provocando una prosperidad general. Que muchos individuos se hicieron ricos, ya en el servicio de Salomón o por medio de sus esfuerzos personales, difícilmente se puede dudar. Crecieron las ciudades (por ejemplo, Jerusalén, que se extendió fuera de sus antiguas murallas) y fueron construidas muchas otras. El mejoramiento de la seguridad pública se ilustra por el hecho de que se abandonó la práctica de almacenar el grano en pozos dentro de las murallas de la ciudad. El uso general del arado de hierro (el monopolio filisteo estaba, desde luego, quebrantado), aumentó la productividad del suelo y permitió mantener una creciente densidad de población. En nuestra personal estimación, es muy posible que la población se hubiese duplicado desde los días de Saúl [370].
b. Empresas constructoras de Salomón: el Templo.
Salomón empleó sus riquezas en numerosos proyectos de construcción. Aparte las instalaciones militares e industriales ya mencionadas, incluían estos proyectos un amplio complejo de edificaciones levantadas en Jerusalén, al norte de la antigua muralla de la ciudad jebusea, siendo el Templo la más importante de todas ellas. El Templo fue construido por un arquitecto de Tiro (I R 7, 13 ss.) según un modelo corriente entonces en Palestina y Siria [371]. De forma rectangular, orientado hacia el este, con dos columnas delante (v. 21), que llevaban, probablemente, inscripciones dinásticas [372]. El edificio en sí constaba en primer término de un vestíbulo; después la sala principal del santuario el «lugar santo» (hekal), gran cámara rectangular iluminada por pequeñas ventanas bajo el tejado; y, finalmente, al fondo, el «santo de los santos» (debír), pequeña cámara sin ventanas donde reposaba el arca. Allí, en su casa terrenal, se consideraba al invisible Yahvéh como entronizado, custodiado por dos gigantescos querubes. El Templo fue comenzado en el año cuarto de Salomón (ca. 959) [373] , acabado siete años más tarde (6, 37 ss.) y dedicado con gran solemnidad, bajo la presidencia del mismo Salomón (cap. 8).
El templo encerraba una doble finalidad. Era un santuario dinástico, una capilla real, cuyo sumo sacerdote era elegido por el rey y formaba parte del Gobierno; era también, como lo indica la presencia del arca, proyectado como santuario nacional del pueblo israelita. Su ritual sacrificial debió ser, en todas sus partes esenciales, el que nos ha conservado el código sacerdotal. Dado que su construcción siguió los modelos fenicios, muchos de sus simbolismos habían de reflejar inevitablemente un fondo pagano. Por ejemplo, el mar de bronce (I R 7, 23-26) simboliza probablemente el océano subterráneo de agua dulce, fuente de la vida y de la fertilidad, mientras que el altar de los holocaustos (cf. Ez. 43, 13-17) parece haber evocado originariamente la montaña de los dioses [374]. Esto implicaba innegablemente el peligro de que se insinuaran conceptos paganos en la región oficial de Israel. Podemos, sin embargo, dar por seguro que, al menos en los círculos oficiales, estos detalles recibieron una interpretación yahvística y sirvieron como símbolos del dominio cósmico de Yahvéh. El culto del Templo, a pesar de todos los elementos recibidos, siguió teniendo un carácter completamente israelita. El Templo y sus sacerdotes ejercieron en general una influencia profundamente conservadora en la vida de Judá, como veremos. Próximas al Templo se hallaban las otras construcciones del complejo palacio (I R 7, 1-8). Estas incluían el palacio mismo, que debió de ser espléndido, dado que se emplearon trece años en su construcción; la «Casa del Bosque del Líbano», así llamada a causa de las macizas columnas de cedro que la sostenían, y que servía para armería (I R 10, 16 s.; Is. 22, 8) y para depósito del tesoro (I R 10, 21); una sala de justicia donde eran tratados los negocios del Estado y donde estaba el gran trono de marfil del rey (vv. 18-20); y un palacio para la hija del faraón, todos adornados con el esplendor correspondiente. Evidentemente, un gran avance sobre la rústica corte de Saúl.
c. Florecimiento cultural.
La gloria de Salomón no consistió sólo en logros materiales, sino que se dio también un sorprendente florecimiento cultural. Aunque no tenemos ninguna inscripción contemporánea del siglo X de Israel, a excepción del Calendario de Guézer [375] , se empleó ampliamente la escritura. Gran parte de esta escritura no tuvo, desde luego, carácter literario. Todos los antiguos Estados mantenían plantillas de escribas para despachar la correspondencia diplomática, guardar las noticias oficiales y atender a la administración ordinaria. Salomón ciertamente tuvo necesidad de un gran número de ellos, y su producción debió de ser abundante.
Aunque no ha sobrevivido ninguno de los registros oficiales de Salomón, la mayor parte de nuestros conocimientos sobre su reinado provienen de una recopilación de ellos (I R 11, 41). Pero hubo también una genuina actividad literaria, tanto en Israel como en otros lugares, centrada probablemente en el Templo. Israel se hallaba justamente al final de su época heroica, en el punto en que los hombres sienten impulso natural a registrar los hechos del pasado. Y los israelitas —seguramente a causa de que su fe estaba enraizada en los sucesos históricos— tuvieron un sentido peculiar de la historia. Comenzaron, por tanto, a producir, y en la más lúcida prosa, una literatura de carácter histórico, no superada en el mundo antiguo. Sobresale en este género la incomparable «Historia de la corte de David» (II S 9-20 y I R 1-2), de la que ya hemos hablado, escrita ciertamente durante el reinado de Salomón. Los relatos heroicos de David, Saúl y Samuel fueron igualmente coleccionados y adquirieron forma literaria. Las tradiciones épicas de los comienzos de Israel —los patriarcas, el éxodo y la conquista— habían recibido ya forma definitiva en la época de los jueces. Fue, sin embargo, aproximadamente en el reinado de Salomón cuando el yahvista (lo llamamos así por no conocer su nombre), seleccionando de entre estas tradiciones y añadiendo otras, formó su gran historia teológica de la conducta de Yahvéh para con su pueblo, sus grandes promesas y su magnífico cumplimiento. Este documento, que constituye la base de la narración del Hexateuco, es una de las obras maestras de la Biblia. También florecieron la música y la salmodia, especialmente cuando Salomón volcó los recursos del Estado sobre el nuevo Templo, enriqueciendo su culto de varias formas (I R 10, 12) [376]. Aunque conocemos muy poco de las técnicas musicales en uso para que podamos hacer afirmaciones claras, la música israelita alcanzó probablemente bajo influencia fenicia, cimas de perfección tales como ninguna en el mundo contemporáneo. Se adaptaron para uso israelita salmos de origen cananeo (los salmos 29, 45, 18, etc., son ejemplos de ello), y sin duda fueron compuestos algunos nuevos. No podemos precisar cuántos de los Salmos del Salterio existían ya entonces; pero es seguro que había un cierto número de ellos y eran corrientes otros muchos que después fueron olvidados. Floreció también la sabiduría. La Biblia describe a Salomón como un hombre extraordinariamente sabio (I R 3, 4-28; 10, 7, 23 ss.), que gozó también de fama universal como compositor de proverbios (4, 29-34). Es difícil valorar esta afirmación dado que no conocemos cuántos de los proverbios atribuidos a Salomón fueron suyos. Pero es razonable suponer que la tradición sapiencial de Israel, de la que el libro de los Proverbios es sólo un producto destilado, comenzó a florecer por este tiempo [377]. Aunque el libro de los Proverbios es post exílico, no hay razón para considerar la sabiduría hebrea como un desenvolvimiento post exílico, y menos aún para suponer que representa un préstamo tardío de supuestas fuentes edomitas y norte-arábigas. En todo el mundo antiguo, particularmente en Egipto, pero también en Canaán (como lo demuestran los proverbios de las Cartas de Amarna, los textos de Ras Samra y otros lugares, así como también los canaanismos del libro de los Proverbios) había existido una literatura gnómica que se remontaba al segundo milenio. Que parte de los Proverbios (cf. caps. 22 al 24) están basados en las máximas egipcias de Amenemope (que se remontan a finales del segundo milenio) [378] , es cosa sabida. Hay poca razón para dudar que la sabiduría estaba ya desarrollada en Israel hacia el siglo diez, probablemente por intermedio cananeo [379] , y que fue favorecida en la corte de Salomón.
4. El peso de la monarquía.
Hemos pintado hasta ahora el reinado de Salomón bajo una luz más bien
favorable. Pero hay que añadir algo más. La Biblia nos permite ver otra cara,
mucho menos hermosa, del cuadro, que demuestra que la Edad Áurea no fue
enteramente de oro. Para unos trajo riqueza, para otros, esclavitud. Su precio,
para todos, fue el incremento de los poderes estatales y unas cargas como nunca
habían existido antes en Israel.
a. Problema fiscal de Salomón.
El Estado se enfrentó con un crónico dilema financiero. Con todo el genio de Salomón, los recursos de que disponía eran demasiado menguados para dotar de una base firme a la prosperidad nacional. En una palabra, los gastos superaban a los ingresos. Cuando se piensa en los proyectos de construcción de Salomón, en su ejército, su amplio apoyo al culto, y la pompa borgoñona de su corte privada, esto aparece como inconcuso. Además, la administración del Estado y sus numerosas empresas requerían siempre una gran burocracia, cuyo costo era ciertamente considerable. Salomón parece haber añadido (I R 4, 1-6) otros dos nuevos cargos a su Gobierno, además de los ya existentes: un oficial «sobre los gobernadores» ('al hannissabim), al parecer el jefe de la administración de provincias y distritos, y un primer ministro o visir ('al habbayit) que era también mayordomo de palacio (cf. II R a. Problema fiscal de Salomón. El Estado se enfrentó con un crónico dilema financiero. Con todo el genio de Salomón, los recursos de que disponía eran demasiado menguados para dotar de una base firme a la prosperidad nacional. En una palabra, los gastos superaban a los ingresos. Cuando se piensa en los proyectos de construcción de Salomón, en su ejército, su amplio apoyo al culto, y la pompa borgoñona de su corte privada, esto aparece como inconcuso. Además, la administración del Estado y sus numerosas empresas requerían siempre una gran burocracia, cuyo costo era ciertamente considerable. Salomón parece haber añadido (I R 4, 1-6) otros dos nuevos cargos a su Gobierno, además de los ya existentes: un oficial «sobre los gobernadores» ('al hannissabim), al parecer el jefe de la administración de provincias y distritos, y un primer ministro o visir ('al habbayit) que era también mayordomo de palacio (cf. II R 15, 5; Is. 22, 21 ss.) Pero los oficiales menores debieron ser numerosos. I R 9 23 menciona 550 únicamente para la supervisión de los trabajos. Los ingresos de Salomón, aun siendo inmensos, resultaban insuficientes. David, a lo que parece, había basado su mucho más modesta casa real sobre sus rentas personales y sobre las tasas de sus súbditos extranjeros, sin que, por lo que podemos conocer, colocase ninguna indebida y pesada carga sobre su pueblo. Con Salomón, sin embargo, habían cesado las conquistas; y mientras los gastos crecían, no aumentaban proporcionalmente los ingresos de los tributos. El comercio era enormemente provechoso, pero dado que por toda clase de bienes importados debían ser exportados los productos nativos, no era suficientemente provechoso para cubrir las pérdidas y equilibrar las fugas del presupuesto nacional. Salomón se vio, por tanto, obligado a tomar drásticas medidas.
b. Distritos administrativos de Salomón.
Salomón descargó su pesada mano sobre sus súbditos en forma de tasas. Para hacerlo de un modo más eficaz, reorganizó el país en dos distritos administrativos, cada uno con un gobernador responsable ante la corona (I R 4, 7-19) [380]. Y dado que estos distritos apenas coincidían en algunos casos con las antiguas áreas de las tribus, muchas veces fueron ignorados los límites tribales. Además, se incluyó en esta división el territorio en otro tiempo perteneciente a las ciudades-Estado cananeas. El fin de esta medida fue, desde luego, obtener en primer término unos ingresos mayores. Cada distrito estaba obligado a proporcionar provisiones para la corte durante un mes del año (v. 27); a juzgar por los vv. 22 y ss. esto debió suponer un terrible esfuerzo en distritos que apenas promediaban los cien mil habitantes [381]. Pero además de la obtención de recursos, Salomón buscó indudablemente debilitar la fidelidad tribal, integrar más completamente la población cananea dentro del Estado y consolidar más firmemente el poder en sus propias manos. Los gobernadores era señalados por Salomón y eran responsables ante un oficial de su Gobierno; dos de ellos eran sus propios yernos.
Es discutido el puesto de Judá en esta organización. Algunos especialistas creen que el texto corrompido del v. 19 menciona un gobernador de Judá (RSV lo lee así). Una sugerencia aún más plausible es que Judá fue igualmente dividido en doce distritos y que la lista que los describe está conservada en Jos. 15, 20-62. Aunque esta lista data probablemente del siglo siguiente [382] , el sistema se remonta casi con toda certeza, cuando menos a los días de Salomón [383]. De todas formas, fue un paso radical y decisivo, y no sólo porque imponía sobre el pueblo una carga sin precedentes, sino porque significaba que el antiguo orden anfictiónico, que cada vez tenía un significado más marchito, había sido, por lo que respecta a su función política, prácticamente abolido. En lugar de doce tribus que cuidan por turno del santuario anfictiónico hay ahora doce distritos sometidos a tasa para el mantenimiento de la corte de Salomón.
c. Otras medidas fiscales y administrativas.
Atrapado entre su crónica dificultad financiera y la necesidad de proporcionar mano de obra a sus numerosos proyectos, Salomón recurrió a la odiada leva. Los esclavos del Estado y los obligados a trabajos forzados para el Estado eran cosa corriente en el mundo antiguo. Cuando David sometió a trabajos forzados a los pueblos conquistados (II S 12, 31), los israelitas lo aceptaron probablemente como la cosa más natural. Salomón continuó esta política y la extendió a la población cananea de Palestina mediante la obligación de aportar levas de esclavos (I R 9, 20-22; cf. 1, 28, 30, 33). Posteriormente, sin embargo, cuando también esta fuente de trabajo resultó insuficiente, Salomón llegó a introducir la leva incluso en Israel; fueron reclutadas cuadrillas de trabajo y obligadas a trabajar, por relevos, en el Líbano, cortando madera para los proyectos constructores de Salomón (I R 5, 13 ss.) [384]. Esto constituyó una fuerte sangría de energía humana [385] y una amarga píldora para los israelitas libres. ¿Dónde estaban ahora las orgullosas reuniones de los clanes? Salomón empleó ampliamente la mano de obra esclava. Esclavos trabajaban en la fundición de Esyón-Guéber y en las minas de la Araba (las condiciones de trabajo eran tan mortíferas que ninguna empresa libre se hubiera podido mantener en ellas); el grado de mortalidad debió ser aterrador [386]. Estos esclavos eran tomados, probablemente, de los estratos no israelitas de la población, ya que no es verosímil que ni siquiera Salomón se hubiera atrevido a someter a su pueblo a un estado de esclavitud completa. Pero la leva provocó bastante animosidad, como veremos. Los apuros financieros de Salomón le condujeron a una última medida desesperada, de la que tenemos noticia. Fue la cesión al rey de Tiro de algunas ciudades a lo largo de la frontera cerca de la bahía de Acre (I R 9, 10-14) [387]. Aunque se podría suponer (v. 11) que Salomón empleó este medio para indemnizar a Jiram por los materiales de construcción que le había proporcionado, es evidente que no fue así; las ciudades (v. 14) fueron completamente compradas, o anticipadas como garantía de un préstamo en dinero que nunca fue devuelto. A uno le gustaría saber si esta transacción pudo haber sido popular en Israel. En todo caso, cuando un Estado comienza a vender parte de su territorio, es evidente que la situación financiera es realmente desesperada.
d. La transformación interna de Israel.
Más significativa que ninguna otra medida particular tomada por Salomón fue la gradual pero inexorable transformación interna que había alcanzado a Israel y que por los días de Salomón quedó virtualmente terminada. Poco es lo que quedó de la antigua estructura. La confederación tribal con sus instituciones sagradas y sus jefes carismáticos habían cedido el puesto al Estado dinástico, bajo el cual iban siendo progresivamente organizados todos los aspectos de la vida nacional. En este proceso quedó profundamente afectada la estructura total de la sociedad israelita. Ya han sido descritos los pasos que condujeron a esta transformación. Puede decirse que la reorganización administrativa del país hecha por Salomón, que significó el fin efectivo de la organización tribal, señaló el punto culminante. Aunque persistían los vínculos de clan, y aunque el orden anfictiónico se mantenía como una tradición sagrada, las tribus en cuanto tribus no volvieron a figurar a escala nacional. La independencia tribal había terminado. Los componentes de las tribus, que en otros tiempos no habían conocido ninguna autoridad central ni ninguna obligación política, excepto concurrir con sus tropas en tiempo de peligro (a lo cual se veían obligados, cuando más, sólo mediante sanciones religiosas) estaban ahora organizados en distritos gubernamentales, sujetos a pesadas tasas y a reclutamiento militar, que finalmente, bajo Salomón, se convirtió en reclutamiento para mano de obra. El orden anfictiónico estaba quebrantado; la base efectiva de obligación social no sería ya la alianza con Yahveh, sino el Estado. Y esto significaba inevitablemente que la ley de la alianza había perdido mucha de su antigua importancia para los negocios cotidianos.
Más aún, había sido desencajado el armazón de la sociedad tribal. Se había insertado dentro de la sociedad, tradicionalmente agrícola y pastoril de Israel, una tremenda superestructura comercial e industrial. No sería ya más una nación de pequeños agricultores solamente. Los proyectos de Salomón empujaron a cientos de estos campesinos desde los pueblos a las ciudades, desarraigándolos por tanto de los lazos y estructuras tribales. Al crecer las ciudades, al elevar el «boom» económico el nivel de vida de la nación, y al hacerse sentir la influencia extranjera, se desarrolló una cultura urbana desconocida hasta entonces en Israel. Además, la absorción de la población cananea, había introducido dentro de Israel a miles de hombres de un pueblo de fondo histórico feudal, sin ninguna idea de la alianza con Yahveh, y para quienes las distinciones de clase eran algo normal. Mientras tanto, la aparición de una clase rica aumentó las distancias entre pobres y ricos. En resumen, se había debilitado la democracia tribal y se estaba iniciando —si es que sólo eran inicios— un cisma en la sociedad israelita. Había proletarios, trabajadores asalariados y esclavos; y había quienes se sentían a sí mismos aristócratas. En la corte, que en los días de Salomón había educado ya a una generación completa, nacida para servir a la púrpura, había no pocos que consideraban al pueblo como súbditos de quienes se podía disponer en cuerpo y alma (I R 12, 1-15). Ni siquiera la religión se vio exceptuada de esta centralización de vida bajo la corona. Al traer el arca a Jerusalén, había confiado David en ligar al Estado con el orden anfictiónico y dotarle así de una atmósfera teológica. Salomón, al construir el Templo, había proseguido la misma política; el arca de la alianza fue colocada en el santuario oficial de la dinastía. Es decir, el punto focal del antiguo orden fue anexionado por el nuevo y organizado bajo él. David y Salomón hicieron lo que Saúl omitió hacer: unieron la comunidad secular y religiosa bajo la corona. Samuel rechazó a Saúl y rompió con él; pero ahora fue Salomón quien rompió con Abiatar.
5. El problema teológico de la
monarquía.
El nuevo orden traído a Israel tenía tantas cosas buenas y tantas malas,
desde nuestro moderno punto de vista, que no es posible una simple valoración.
No sorprende, por tanto, que las opiniones de los mismos israelitas no fueran
acordes sobre este asunto. La monarquía era una institución problemática que
algunos consideraban de origen divino y que otros encontraban intolerable. Al
hablar de la noción israelita de realeza y Estado, debemos estar sobre aviso
para no generalizar nunca.
a. La alianza con David.
A la vista de lo que se ha dicho, es fácil comprender por qué muchos israelitas odiaban y temían los cambios que la monarquía había traído y estaban llenos de amargo resentimiento contra la casa de David. Otros israelitas, desde luego, sentían de modo muy diferente. Aquellos que habían obtenido ventajas personales con el nuevo orden serían naturalmente sus defensores; y éstos, ciertamente, no eran pocos. Además, los logros de David y Salomón habían sido tan brillantes y habían hecho tanto por el país que debieron parecer a muchos obra de la divina providencia y justificación de todo lo que su religión les había enseñado a creer. Israel estaba, por fin, en completa posesión de la tierra prometida a sus padres, y había llegado a ser una nación grande y poderosa (cf. Gn. 12, 1-3; cap. 15). Muchos debieron pensar, como parece que lo hace el yahvista, que la alianza con Abraham había sido cumplida en David. David y Salomón estuvieron acertados, en todo caso, al dar a su Gobierno una legitimación teológica que satisfacía a la mayoría de su pueblo. El traslado del arca a Jerusalén y la construcción del Templo sirvieron para ligar los sentimientos nacionales con la nueva capital y para fortalecer la convicción de que la casa de David era legítima sucesora del orden anfictiónico. Antiguos narradores afirmaban el hecho de que David había sido llamado al poder por designación divina (p. e., I S 25, 30; II S 3, 18; 5, 2); y aunque Salomón subió al trono de una manera enteramente nueva y no exenta de sospecha, estos narradores estaban del mismo modo dispuestos a poner en claro (II S 9-20; I R 1-2) que Salomón lo había hecho legítimamente. Pronto se desarrolló el dogma de que Yahvéh había elegido a Sión como el lugar de su eterna morada y que había pactado alianza con David de que su descendencia gobernaría por siempre. Probablemente este dogma estaba bien asentado ya en los reinados de David y Salomón y ayuda a explicar la lealtad de Judá a la casa davídica. El carisma y la designación divina había sido, en teoría, transferidos a perpetuidad de un individuo a una dinastía [388]. La teología de la realeza de David se ve mejor en los salmos reales [389] , que aunque no pueden ser fechados con precisión, son en su totalidad pre-exílicos y en su mayor parte relativamente primitivos. Su expresión clásica, sin embargo, se encuentra en el oráculo de Natán (II S 7, 4-17), pieza indudablemente ampliada a partir de un núcleo primitivo (cf. también II S 6; I R 8). Se halla también en el antiguo poema de II S 23, 1-7, atribuido al mismo David [390]. La sustancia de esta teología es que la elección de Sión y de la casa de David por parte de Yahveh es eterna (Sal. 89, 3 ss.); 132, 11-14): aunque los reyes podían ser castigados por sus culpas, la dinastía nunca sería rechazada (II S 7, 14-16; sal. 89, 19-37). El rey gobernaba como «hijo» de Yahveh (sal. 2, 7; II S 7, 14), su «primogénito» (sal. 89, 27), su «ungido» (sal. 2, 2; 18; 20, 6). Dado que Yahveh le estableció en Sión, ningún enemigo podía prevalecer contra él (sal. 2, 1-6; 18, 31-45; 21, 7-12; 132, 17 ss.; 144, 10 ss.); por el contrario las naciones extranjeras tendrían que someterse a su gobierno (sal. 2, 7-12; 18, 44 ss.; 72, 8-11). La alianza davídica desarrolló el esquema de la alianza patriarcal, por cuanto se basaba en las promesas incondicionales de Yahveh para el futuro [391]. Quizás se hizo inevitable una cierta tensión con la alianza sinaítica y sus cláusulas, y consiguientemente con el yahvismo clásico.
b. Rey y culto.
No obstante, esto significa que la institución de la realeza, originariamente extraña a Israel, y aceptada por muchos de mala gana, había alcanzado un puesto en la teología yahvista. La realeza en Israel, como en otras partes, era una institución sagrada (es decir, no profana): estaba dotada de una dimensión cúltica y teológica. Una noción oficial de la realeza era reafirmada regularmente en el culto, en el que, con ocasión de las fiestas —probablemente de una manera más especial en la gran fiesta otoñal del año nuevo—, el rey desempeñaba un papel fundamental. La naturaleza del culto real y la ideología de la realeza en Israel había provocado, sin embargo, inacabables debates. Aquí tenemos que limitarnos a expresar una opinión. Estamos desorientados por el hecho de que la Biblia no nos proporcione información directa sobre este asunto, dejándonos reducidos a las conclusiones que podemos sacar de algunos pasajes aislados, particularmente de los salmos, acerca de cuya interpretación no hay unanimidad. Algunos especialistas arguyen que, adoptando la institución de la realeza, Israel adoptó también una teoría pagana de la misma y un esquema ritual para expresarla enteramente similar al de todos sus vecinos [392]. Según esta interpretación, el rey era considerado como una divinidad o semi-divinidad, siendo él quien, con ocasión de la fiesta del año nuevo, representando el papel del moribundo y resurgente dios de la fertilidad, reactualizaba ritualmente la lucha de la creación y la victoria sobre los poderes del caos, el matrimonio sagrado y la nueva entronización del dios. Se pensaba que de esta manera se realizaba el anual resurgir de la naturaleza y quedaba asegurado para el año siguiente el bienestar del país y la estabilidad del rey en su trono. Esta teoría ha de ser enfáticamente rechazada [393]. No hay ninguna prueba auténtica de la existencia de un esquema ritual tan singular y de tal teoría de la realeza en todo el mundo antiguo, sino muy al contrario [394]. Ni es creíble que una estructura tan esencialmente pagana y tan incompatible con el yahvismo normativo hubiera podido ser aceptada en Israel sin violentas protestas. En los dichos proféticos, analizados en la medida en que nos es posible, no se halla ni una sola palabra sobre esto. El rey de Israel era llamado «hijo» de Yahveh, pero solamente en sentido de adopción cf. sal. 2, 7) [395] ; era el vicegerente de Yahveh, gobernando por elección divina y con divina permisión, con el deber de promover la justicia bajo pena de castigo (sal. 72, 1-4; 72, 12-14; 89, 30-32). Estaba sujeto a las repulsas de los profetas de Yahvéh, y ciertamente las recibió una y otra vez. Es, desde luego, probable que algunos rasgos de la ideología israelita de la realeza fueran tomados de fuera. Después de todo, la monarquía israelita era una innovación, sin precedentes nativos. Un Estado que absorbió millares de cananeos, que estructuró la mayor parte de su burocracia según moldes extranjeros, y cuyo santuario nacional fue construido según un diseño cananeo, también había de tomar, indudablemente, ciertos aspectos de su culto y de su ideal de la realeza. Pero cualesquiera que fueran estos aspectos tomados, fueron armonizados, al menos en los círculos oficiales, con el yahvismo normativo. Algunos especialistas creen que Israel celebraba en el año nuevo una fiesta de la entronización de Yahveh, comparable a la de Babilonia, excepto que la lucha ritualmente reactualizada no era con los poderes míticos del caos, sino con los enemigos históricos de Israel y de Yahveh [396]. Aunque esta teoría no es totalmente irracional, está, no obstante, muy lejos de haber sido demostrada: descansa solamente sobre la interpretación de algunos salmos y otros textos de naturaleza cúltica, todos los cuales pueden entenderse de otro modo [397].
Es más que probable que lo que se reactualizaba en la fiesta del año nuevo no era la entronización de Yahveh, sino la llegada de Yahveh a Sión para establecer allí su morada y renovar la promesa hecha a David de la perennidad de su dinastía [398]. En todo caso, la elección de Sión y de David por parte de Yahveh fue confirmada en el culto; y a partir de él se originaron consecuencias teológicas de profundo significado. Por una parte, se había puesto en marcha el proceso que había de ligar toda la esperanza de Israel a Jerusalén, la Ciudad Santa, y que había de proporcionar una nueva y clásica forma de expresión a la promesa que la fe de Israel llevaba entrañada. Las glorias de David y Salomón, que habían parecido a muchos el cumplimiento de la promesa, se esfumaron pronto. Pero cuando las promesas hechas a David y el ideal de la realeza fueron reafirmados en el culto, a lo largo de años en los que fueron todo menos realidad, se arraigó la esperanza de un ideal davídico que estaba por venir, y bajo cuyo justo y triunfal gobierno serían realizadas las promesas. El culto fue la sementera en donde brotó la expectación de Israel por un mesías. Es incalculable la medida en que esta expectación fue moldeando la fe y la historia de Israel a lo largo de los siglos futuros. Por otra parte, al integrarse Estado y culto, y al ser dotado el Estado de justificaciones divinas, se derivaron consecuencias que de ningún modo fueron completamente saludables. Fue inevitable la tentación de sacralizar el Estado en nombre de Dios y de suponer que los fines del Estado y los de la religión debían coincidir necesariamente. Para muchas mentes, el culto tenía la función, completamente pagana, de garantizar la seguridad del Estado y de mantener un armonioso equilibrio entre el orden terreno y el divino, que protegería al Estado de calamidades tanto internas como externas. En el festival de otoño, la alianza con David tendía, irremediablemente, a dejar en la penumbra la alianza del Sinaí y sus cláusulas, creando por tanto una tensión entre ambas. En la mentalidad popular las promesas a David y la presencia de Yahveh en su Templo garantizaban la continuidad del Estado. Sugerir que esto podía fallar, sería considerado casi como acusar a Dios de quebrantar el pacto [399] , como más de un profeta había de saber por propia experiencia.
c. Tensión con la monarquía.
Para bien o para mal, Israel había cristalizado en monarquía. Aunque algunos, idealizando el orden antiguo, rechazaban el nuevo como una rebelión contra Dios (cf. I S 8-12), no había ninguna posibilidad real de un retorno a las condiciones pre monárquicas, y es probable que fueran pocos en Israel los que lo pensaban seriamente. Sin embargo, la monarquía no era algo que todos los israelitas estuvieran dispuestos a aceptar como una cosa natural. Aún vivían hombres que podían recordar los tiempos en que no existía tal monarquía y que habían sido testigos de los pasos por los que llegó a constituirse. Seguía siendo, por tanto, una institución problemática, sobre la que las opiniones de Israel estaban divididas. Algunos aceptaron incuestionablemente el Estado davídico como una institución ordenada por Dios y estaban incluso dispuestos a mirar la realeza bajo una luz completamente pagana. Otros, no menos leales a la casa de David, no olvidaron nunca que la monarquía gobernaba con permisión del Dios de la alianza de Israel y que estaba sujeta a la crítica a la luz de una tradición más antigua. Otros, especialmente en el norte, aunque no pensaban en un retorno consistente al orden antiguo, rehusaban aceptar el principio de la sucesión dinástica y rechazaron las pretensiones de la casa de David de reinar a perpetuidad. Muchos de ellos se enfurecieron contra la tiranía de Salomón, a quien consideraban como la encarnación de todo lo que un rey no debería ser (Dt. 17, 14-17; I S 8, 11-18) [400] , y lejos de considerar al Estado como una institución divina, lo encontraban intolerable.
La monarquía, por tanto, no se libró nunca de tensión. Ni David ni Salomón, a pesar de su esplendor, habían tenido éxito al tratar de resolver su problema fundamental, consistente, en esencia, en salvar el foso entre la independencia tribal y las exigencias de la autoridad central, entre la tradición anfictiónica y las pretensiones del nuevo orden. Por el contrario, la política opresora de Salomón amplió el foso irremediablemente. Aunque Salomón no tuvo que hacer frente a serios levantamientos, los problemas que preocuparon a David en sus últimos años habían sido reprimidos, no solucionados. Es bien seguro que al final de su reinado (I R 11, 26-40) [401] estuvieron a punto de estallar los disturbios, cuando un tal Jeroboam, que era, al parecer, jefe de la leva para las tribus de José (v. 28) [402] , maquinó la rebelión con la anuencia del profeta Ajías. El complot fue aplastado y Jeroboan tuvo que buscar asilo en Egipto [403]. Pero las causas fundamentales del descontento no fueron suprimidas ni, por lo que sabemos, hubo ningún intento de suprimirlas. Ya antes de la muerte de Salomón las tribus del norte se habían alejado enteramente de la casa de David.
Capítulo 6
Los reinos independientes de Israel y Judá
Desde la muerte de Salomón hasta la mitad del siglo VIII
Los reinos independientes de Israel y Judá
Desde la muerte de Salomón hasta la mitad del siglo VIII
Contenido:
A.
La monarquía dividida: los primeros cincuenta años (922-876).
B. Israel y Judá desde el encumbramiento de Omrí hasta la purga de Jehu (876-842).
C. Israel y Judá desde mediados del siglo noveno hasta mediados del siglo octavo.
Apenas había muerto Salomón (922) [404] , cuando la estructura erigida por David se vino abajo
precipitadamente, para ser reemplazada por dos Estados rivales de importancia
secundaria. Vivieron lado a lado, a veces en guerra y a veces en amigable
alianza, hasta que el Estado del norte fue destruido por los asirios,
exactamente doscientos años después (722/21). El período que ahora nos
concierne es más bien deprimente, y en múltiples aspectos el menos interesante
de la historia de Israel. La edad heroica de los comienzos de la nación había
llegado a su término: la época trágica de su lucha a muerte no había empezado
aún. Fue, puede decirse, un tiempo que presenta tantos eventos como ningún
otro, pero muy pocos relativamente de profundo significado. Estamos, por lo
demás, bastante bien informados, aunque no siempre con todo el detalle que
sería de desear. Nuestra fuente más importante es el libro de los Reyes, que
forma parte del gran cuerpo histórico que probablemente fue compuesto por
primera vez poco antes de la caída de Jerusalén y que, aunque más atento a una
evaluación teológica de la monarquía que a los detalles de su historia, tomó el
núcleo de su material de los anales oficiales de los dos reinos, o más
probablemente, de un digesto de ellos (p. e., IR 14, 19, 29) [405] (2). La narración del cronista, aunque repitiendo en gran parte el
material tomado de los Reyes, conserva alguna información adicional de gran
valor [406]. Los libros de los primeros profetas, Amós y Oseas, arrojan hacia el
final de nuestro período, nueva luz sobre la situación interna de Israel. Por
otra parte, además de las fuentes bíblicas tenemos para el primer período
muchas inscripciones contemporáneas que atañen a la historia de Israel y
aclaran no pocos de sus detalles.
A. La monarquía dividida: los
primeros 50 años (922-876)
1. El cisma y sus consecuencias.
1. El cisma y sus consecuencias.
Como queda dicho en el capítulo anterior, la política opresora de
Salomón había alejado por completo el norte de Israel del Gobierno de
Jerusalén. Sólo que la dura mano de Salomón había evitado una rebelión grave.
No es, por ende, sorprendente que tan pronto como esta mano desapareció, el
resentimiento reprimido estallase y desgajase a Israel.
a. La secesión del norte de Israel (I R 12, 1-20).
Se saca la impresión de que la explosión hubiera podido ser evitada si el hijo de Salomón, Roboam, hubiera tenido sabiduría y tacto. Pero no los tuvo. Por el contrario, su arrogancia y estupidez hicieron inevitable el rompimiento. Aparentemente Roboam había ocupado el trono de Jerusalén y había sido aceptado como rey en Judá sin ningún incidente. Después de todo, Jerusalén era una posesión real, y las pretensiones de la dinastía davídica parecían haber sido tan plenamente aceptadas en Judá que el principio de la sucesión dinástica nunca fue discutido allí. Pero dado que la monarquía era doble, era una unión de Israel y Judá en la persona del rey, le fue necesario a Roboam trasladarse a Siquem para ser proclamado rey de Israel por los representantes de las tribus del norte [407]. Y éstos no eran fáciles de tratar. Como precio para aceptarle le pidieron que las cargas pesadas impuestas por Salomón, en especial la leva, fueran disminuidas. Si Roboam hubiera cedido, es posible que el Estado se hubiera salvado. Pero al parecer ignoraba en absoluto, o despreciaba, los verdaderos sentimientos de sus súbditos. Desdeñando el consejo de sus más sabios oficiales, y actuando según el juicio de jóvenes parecidos a él, nacia dos para la púrpura, rechazó insolentemente las peticiones; entonces los representantes de Israel anunciaron airadamente su ruptura con el Estado. El jefe de la leva, a quien Roboam envió probablemente para hacer pasar por el aro a los rebeldes, fue linchado y Roboam mismo tuvo que huir ignominiosamente. Las tribus del norte eligieron entonces a Jeroboam, que mientras tanto había vuelto de Egipto, como rey suyo (v. 20) [408]. El cisma significó tanto un fogonazo de aquella independencia tribal que David y Salomón habían reprimido, pero no suprimido, como, igual que la fracasada rebelión de Seba (II S 20), el repudio por parte de Israel de su unión con Judá bajo la casa de David. Es evidente que las medidas opresoras de Salomón tuvieron la mayor culpa. Sin embargo, estaba también implicado el deseo de algunos israelitas de reactivar la tradición anfictiónica, como lo indica el papel jugado por algunos profetas. Se recordará que uno de ellos, Ajías, había designado como rey de Israel, en nombre de Yahveh, a Jeroboam y le había animado, por tanto, a luchar (IR 11, 29-39); y otro profeta, Semeías, conminó a Roboam, que había reunido las tropas para sofocar la rebelión, a que desistiera, declarando que lo que había sucedido era voluntad divina [409]. Estos profetas se apoyaban, ciertamente, como Samuel, en la tradición anfictiónica y lamentaban las usurpaciones, por parte del Estado, de las prerrogativas tribales, considerando tanto el trato abusivo de Salomón para con sus súbditos como el fomento de los cultos extranjeros (11, 1-8) como graves violaciones del pacto con Yahveh. Adhiriéndose a la tradición de la jefatura carismática, no reconocieron la pretensión de la dinastía davídica a gobernar para siempre a Israel. Por otra parte, es casi seguro que les disgustaba la anexión al Estado del santuario anfictiónico y la usurpación del control sobre él. Acaso no deja de tener significado el que Ajías fuera de Silo. Estos profetas representaron un deseo nacido en Israel de retirarse del Estado davídico-salomónico a un orden más antiguo, por la revolución si fuera necesario. Es interesante que el encumbramiento de Jeroboam al poder siguiera, al menos en la forma, el esquema de la de Saúl: designación profética seguida de aclamación popular.
b. El colapso del imperio.
Cualesquiera que fueran las causas, las consecuencias del cisma fueron desastrosas. La mayor parte del imperio se perdió de la noche a la mañana. Ni Israel ni Judá, ocupados en problemas internos, tuvieron poder o voluntad para retenerlo y ni siquiera, al parecer, lo intentaron. Se produjo simplemente por abandono. La provincia aramea del noroeste, ya parcialmente perdida por la defección de Damasco, no pudo ser retenida más tiempo. Por el contrario, Damasco consolidó rápidamente su posición y resultó, al cabo de una generación, un serio peligro para el mismo Israel [410]. Al suroeste, las ciudades filisteas (a excepción de Gat, que Judá pudo todavía retener) (II Cr. 11, 8), se independizaron. Aunque los filisteos no eran ya peligrosos, las luchas fronterizas con ellos, cerca de Guibetón (I R 15, 27; 16, 15) [411] ocuparon a Israel durante un cierto número de años. Al este la situación era igualmente mala. Ammón, cuya corona había sido asumida por David (II S 12, 30), no prestaba obediencia a Israel y no pudo ser retenido por Judá que ya no tenía acceso directo a él; ciertamente en el siglo IX era un Estado libre [412] y se declaró, sin duda, independiente por este tiempo. Parece que Moab era igualmente libre, dado que la estela moabita testifica su reconquista por Israel bajo Omrí (876-869) [413] ; pudo incluso haber extendido durante este intervalo sus dominios hacia el norte, a expensas de los clanes israelitas contiguos. Por el sureste es probable que Judá tuviera todavía el acceso al golfo de Aqabá, lo cual, de ser verdad, significaría que aún ejercía cierto control sobre las tierras edomitas contiguas [414]. Pero la eficacia y la extensión de este control nos son desconocidas. Israel y Judá se convirtieron en Estados de segundo orden: Judá con sus antiguos dominios tribales, más las áreas fronterizas de la llanura filistea (Gat), el Négueb hasta Esyón-Guéber y quizá algunas regiones edomitas; Israel con los viejos dominios tribales mas las antiguas ciudades-Estado cananeas de la llanura costera del norte y Esdrelón y acaso, durante algún tiempo, algunas de las tierras arameas del este del mar de Galilea. El imperio de David y Salomón dejó de existir. Podemos dar por supuesto que las consecuencias económicas fueron graves. Los tributos dejaron de afluir. Perdido el monopolio israelita sobre las rutas comerciales a lo largo de la costa y a través de Transjordania y dificultada, si no algunas veces imposibilitada, la libre travesía del comercio a causa de las luchas interiores, la mayor parte de las empresas lucrativas emprendidas por Salomón sufrieron un colapso. Aunque carecemos de información directa, la economía de Israel debió ser gravemente dañada.
2. Los Estados rivales: guerras
regionales.
Como consecuencia del cisma, durante las dos siguientes generaciones
hubo guerras regionales esporádicas, luchas sin término en el curso de las
cuales la posición de ambos Estados empeoró aún más.
a. La primera generación: Roboam de Judá (922-915), Jeroboam de Israel (922-901).
Parece que Roboam no hizo ningún esfuerzo para obligar al norte de Israel a integrarse de nuevo en el reino. Posiblemente, consciente de que Judá era más pequeña que Israel y advirtiendo, por fin, la hostilidad enconada que contra él existía en el norte, reconoció que era imposible. La organización militar creada por Salomón no podía, al parecer, ayudarle, podemos suponer debido a que muchos de sus elementos no le eran ya leales y también a que partes apreciables de ella se encontraban estacionadas en las guarniciones del norte, fuera de su control; las tropas disponibles en Judá no eran suficientes. Además, es muy posible que la población de Judá sintiera muy poco entusiasmo por la guerra. El oráculo de Semeías (I R 12, 21-24) reflejaba sin duda un sentimiento muy generalizado: ¡dejémosle marchar! Jeroboam, mientras tanto, podía contar ya con la ayuda de los miembros de las tribus, deseosos de verse libres de Jerusalén y estos, más algunos elementos de las tropas de Salomón estacionados dentro de sus fronteras y de los que podía disponer para defensa de su propia causa, le aseguraban una fuerza suficiente para defender su independencia. No hubo, pues, una guerra a gran escala. Se registraron algunos choques esporádicos a propósito de rectificación de fronteras comunes en la tierra de Benjamín. Aunque las simpatías benjaminitas estaban a no dudarlo, divididas, Benjamín históricamente era una tribu del norte, la residencia de Saúl; era de esperar que se uniera al norte y es muy posible que así lo hiciera (I R 12, 20) [415]. Pero esto no podía consentirlo Roboam. Dado que Jerusalén estaba situada casi en el borde la frontera benjaminita, la pérdida de Benjamín habría hecho insostenible la situación de la capital. Roboam, por consiguiente, intentó ocupar el territorio benjaminita (14, 30) y, al parecer, consiguió trasladar la frontera al extremo norte [416]. Como resultado, la ciudad capital quedó asegurada y la suerte de Benjamín quedó, después de esto, unida a la de Judá.
b. La invasión de Sosaq (I R 14, 25-28).
Si alguna esperanza tuvo Roboam de reconquistar finalmente a Israel, fue destruida por una invasión egipcia del país en el año quinto de su reinado (ca. 918). En los últimos días de Salomón (ca. 935) la débil Dinastía XXI, con la que Salomón había estado aliado, fue destronada por un noble libio, llamado Sosaq (Sosenq) que fundó la Dinastía XXII (bubastita) [417]. Sosaq esperaba reafirmar la autoridad egipcia en Asia y por esta razón buscaba por todos los medios posibles minar la posición de Israel, que es, indudablemente, el motivo por el que dio asilo a Jeroboam cuando huía de la ira de Salomón [418]. Roboam, que seguramente conocía las intenciones de Sosaq, se vio obligado a mirar por la defensa del reino, aunque no es seguro si fue en este tiempo o más tarde cuando fortificó una serie de puntos-clave que defendían los accesos a Judá por el oeste y el sur (II Cr. 11, 5-12) [419]. Sosaq atacó con una fuerza terrorífica. La Biblia, que se limita a decirnos que Roboam pagó un enorme tributo a Sosaq para inducirle a retirarse, da la impresión de que el ataque fue dirigido sólo contra Jerusalén. Pero la inscripción de Sosaq en Karnak, que da la lista de más de 150 plazas que él pretende haber conquistado, más las pruebas arquelógicas, nos permiten ver su verdadero objetivo [420]. Los ejércitos egipcios devastaron Palestina de un término a otro. Penetraron en Edom a través del Négueb, destruyendo probablemente las fundiciones de cobre de Esyón-Guéber. Aunque ninguna ciudad del centro de Judá aparece en la lista, Debir y acaso también Bet-Semes parecen haber sido destruidas por este tiempo. Los invasores presionaron por el norte hasta Esdrelón e incluso hasta Transjordania. En Meguiddó (mencionada en la lista), ha sido encontrado un fragmento de la estela triunfal de Sosaq [421]. El golpe alcanzó tanto a Israel como a Judá e indudablemente les obligó a posponer sus rencillas privadas. Afortunadamente para ambos, Sosaq no fue capaz de proseguir su avance y restablecer el imperio egipcio en Asia. La debilidad interna de Egipto lo impidió. Los ejércitos egipcios abandonaron sus conquistas y se retiraron de Palestina, salvo acaso una cabeza de puente en la frontera sur, alrededor de Guérar [422]. De momento, Roboam, seriamente quebrantado y forzado a vigilar el sur, no estaba en situación de tomar medidas decisivas contra Israel, aun cuando lo hubiera querido. La reunión por la fuerza de los dos Estados, se hizo imposible.
c. Nuevas guerras regionales.
Con todo, las luchas a lo largo de la frontera continuaron durante el corto reinado de Abías, hijo de Roboam (915-913) [423] , y de su sucesor Asa (913-873). El cronista (II Cr. 13) nos dice que Abías venció a Jeroboam en la frontera de Efraím y procedió entonces a ocupar Betel y sus cercanías. El incidente es ciertamente histórico [424]. Es posible (I R 15, 19) que Abías hubiera hecho un tratado con Damasco y que una demostración hostil por parte de este reino hubiera atraído a las fuerzas de Jeroboam, facilitando así el avance de Abías. Pero la ganancia fue temporal, pues en la siguiente generación Asa se vio muy apurado para defender su capital. Así, como Roboam, tuvo que hacer frente a una invasión del sur, esta vez dirigida por Zéraj el «etíope» (II Cr. 14, 8-14). Como hemos dicho, es probable que al retirarse Sosaq de Palestina, dejase guarniciones en torno a Guérar. Es muy posible que Zéraj fuese un jefe de tropas mercenarias allí estacionadas [425]. No podemos decir si actuaba bajo las órdenes de Osorkon I (914-874), sucesor de Sosaq, o por propia iniciativa, o quizá en colaboración con Baasa (900-877), que mientras tanto había extendido el poder de Israel y mantenía relaciones amistosas con Damasco (I R 15, 19). En realidad, una vez que desconocemos en qué período del reinado de Asa ocurrió este incidente, no podemos ni siquiera estar seguros de que Baasa fuera ya entonces rey, aunque probablemente lo era, dado que Asa, que era seguramente un niño cuando subió al trono, aparece como hombre ya maduro en este tiempo. En todo caso, Asa encontró al invasor cerca de la fortaleza fronteriza de Maresá (cf. II Cr. 11, 8), le venció y le persiguió hasta Guérar, cuyo territorio devastó. Con esto, la intervención egipcia en los asuntos de Palestina —si esta vez se trató de intervención egipcia— cesó y, debido a la debilidad crónica de Egipto, no volvió a darse durante más de siglo y medio. Baasá, mientras tanto, no se avenía a considerar la frontera como cosa estable. En la última época del reinado de Asa, sus ejércitos invadieron Benjamín, en dirección sur, conquistando y fortificando Rama, sólo cinco millas al norte de Jerusalén, poniendo, por tanto, a la capital en el más grave peligro (I R 15, 16-22) [426]. Asa, a la desesperada, envió regalos a Ben-Hadad I de Damasco, rogándole que rompiera su tratado con Baasa y viniera en su ayuda. Con su doblez característica, Ben-Hadad condescendió, enviando un ejército a saquear el norte de Galilea, forzando por tanto a Baasa a retirarse. Probablemente en este mismo tiempo, o poco después, perdió Israel los dominios que todavía conservaba en Transjordania, al norte del Yarmuk. Entonces Asa hizo apresuradamente una leva general de trabajo y desmantelando las fortificaciones de Rama empleó el material para fortificar las defensas de Gueba y Mispá [427] , asegurando así la frontera un poco más lejos, hacia el norte y poniendo a la capital fuera de peligro. Asa pudo también volver a ocupar la franja de territorio efraimita que por breve tiempo había conquistado Abías (II Cr. 15, 8; 17, 2). Dos generaciones de luchas constantes debieron hacer ver a todos que ningún antagonista podía resultar vencedor. Aunque la lucha hubiera sido intermitente y probablemente no muy sangrienta, había supuesto, de seguro, una sangría de potencial humano y económico a ambos Estados. De haber persistido en su conducta suicida, cabe pensar que ambos hubieran caído víctimas de la agresión de vecinos hostiles. Prevaleciendo por tanto un consejo más sano, comenzaron a disminuir las hostilidades y pronto se extinguieron por completo.
3. Los Estados rivales: negocios
internos.
Aunque los dos Estados parecían, en la superficie, semejantes, eran
completamente diferentes en aspectos fundamentales. Judá, aunque más pequeño y
pobre, tenía una población más homogénea y un relativo aislamiento geográfico;
Israel era más grande y rico pero aunque más cercano al centro del sistema
tribal, contenía una amplia población cananea y sus accidentes geográficos le
hacían más expuesto a influencias externas. Además, el uno tenía y el otro
carecía de una estable tradición dinástica. Prevalecían teorías diferentes
acerca del Estado [428]. Como consecuencia de todo esto, la historia interna de ambos Estados
manifestó marcadas diferencias.
a. Política administrativa de Jeroboam.
Jeroboam se enfrentó con la tarea de crear un Estado donde no había nada. No tenía en los comienzos ni capital, ni maquinaria administrativa, ni organización militar ni, lo que era más importante en el mundo antiguo, culto oficial. Todo tuvo que procurárselo. Que Jeroboam fuera capaz de hacer esto en circunstancias difíciles, demuestra su indudable habilidad. Jeroboam comenzó por situar su capital en Siquem (I R 12, 15). Las razones fueron probablemente las mismas que tuvo David para elegir Jerusalén. Siquem estaba céntricamente colocada, tenía antiguas asociaciones cúlticas y, puesto que era un enclave cananeo dentro de Manasés, débilmente relacionado con el sistema tribal, su elección suscitaría el mínimum de desconfianza entre las tribus, al mismo tiempo que satisfacía a los elementos no israelitas de la población. Recientes excavaciones en Siquem han revelado probables huellas de las reparaciones hechas por Jeroboam [429]. Se nos dice también que Jeroboam edificó Penuel en Transjordania, pero ignoramos por completo si lo hizo como capital alternante, y, si fue así, por qué razón [430]. Más tarde, la capital fue trasladada a Tirsá (probablemente Tell el Fár'ah, a unas siete millas al nordeste de Siquem) [431] , donde permaneció hasta el reinado de Omrí. Se desconocen las razones del cambio. Siquem no tenía fácil defensa; Tirsá era también una ciudad cananea, débilmente engranada en el sistema tribal (Jos. 12, 24; 17, 14) y pudo ofrecer las mismas ventajas políticas. No se nos dice nada de la administración de Jeroboam. Se puede suponer que se limitó a copiar la estructura de la administración desarrollada por Salomón en la medida en que era hacedero. Los ostraka de Samaria indican que existía en la octava centuria un sistema provincial calcado sobre el de Salomón que, probablemente, se prolongó todo el tiempo [432]. Si esto es así, significa que fueron impuestos tributos regulares, aunque no tenemos medios para determinar su cuantía. Tampoco sabemos si Jeroboam recurrió al reclutamiento para el servicio militar o no, aunque la demanda de tropas debió de ser pesada y bastante constante. Es sumamente probable (I R 15, 22) que fuera ordenada la leva para edificar las fortificaciones de Siquem, Penuel y Tirsá, así como para otros proyectos del Estado, aunque quizá a escala modesta. Aunque no tenemos noticias de descontento popular con Jeroboam, él no volvió, ni pudo volver a Israel a las simples condiciones pre monárquicas. Que esto pudo haber contribuido a que se volvieran contra él los elementos proféticos, puede sospecharse, pero no puede demostrarse.
b. Política religiosa de Jeroboam.
Pero el hecho más significativo de Jeroboam fue el establecimiento de un culto oficial estatal que rivalizara con el de Jerusalén (I R 12, 26-33). No tenía otro remedio. El problema de legitimidad teológica, que requerían todos los reinos del antiguo mundo, estaba especialmente agudizado en este caso. Muchos israelitas, mirando el Templo de Jerusalén como sucesor del santuario anfictiónico, sentían la tentación de encaminarse a él. No sólo esto hubiera tendido por sí mismo a debilitar su lealtad a Jeroboam sino que el elemento principal del culto del Templo era la celebración del pacto eterno de Yahvéh ¡con David! Jeroboam no podía permitir que su pueblo participase en un culto que declaraba ilegítimo todo Gobierno que no fuera davídico. Así, tanto para protegerse a sí mismo, como para proveer a su Estado de su atmósfera religiosa propia, levantó dos templos oficiales en las dos fronteras extremas del reino: Betel y Dan Ambos eran de origen antiguo, el primero con asociaciones patriarcales y un clero que pretendía ser del linaje levítico, probablemente aaronítico, y el segundo con un sacerdocio que se vanagloriaba de descender de Moisés (cosa que los sacerdotes de Jerusalén (v. 31) negaban) (Jc. 18, 30). De Dan sabemos poco más. Pero Betel persistió como «capilla real y templo dinástico» (Amós 7, 13) todo el tiempo que duró el Estado del norte. Allí instituyó Jeroboam una fiesta anual en el octavo mes, con el designio de rivalizar con la fiesta del séptimo mes de Jerusalén (I R 8, 2) y sin duda parcialmente moldeada sobre ésta, pero reavivando también, con certeza, las tradiciones y prácticas desusadas ya (posiblemente una tradición alternante del éxodo, cf. los becerros y Ex. 32), que ya habían cesado en otras partes [433]. Jeroboam, por tanto, puede pasar por un reformador más que por un innovador. El libro de los Reyes, que refleja la tradición de Jerusalén, presenta el culto de Jeroboam como idolátrico y apóstata. En particular, de los becerros de oro que Jeroboam erigió en Betel y Dan se dice que (I R 12, 28) fueron ídolos. Pero aunque, por supuesto, es probable que la gente inculta los adorase, lo cierto es que nunca fueron designados como imágenes de Yahvéh (los grandes dioses no eran representados zoomórficamente por los antiguos semitas) sino como pedestales sobre los que se pensaba que el invisible Yahvéh estaba, o en pie o entronizado [434]. Eran, por tanto, conceptualmente equivalentes de los querubines (esfinges aladas) del Templo de Jerusalén. Pero aunque el símbolo del becerro tuvo indudablemente un amplio y prolongado uso en Israel, fue rechazado por el yahvismo normativo, porque estaba demasiado estrechamente asociado con el culto de la fertilidad para carecer de riesgo. Dado que muchos ciudadanos del norte de Israel eran medio cananeos religiosamente, tal símbolo era peligroso en extremo, abriendo el camino a una confusión entre Yahveh y Ba'al, y, por la importación de elementos paganos, al culto de este último. El autor del libro de los Reyes fue, sin duda, un tanto injusto; pero el norte de Israel no conservó, ciertamente, la pureza religiosa. Incluso los círculos proféticos del norte encontraron intolerable, desde el principio, la política religiosa de Jeroboam; su antiguo protector, Ajías de Silo, rompió pronto con él y le rechazó, como Samuel había rechazado a Saúl [435].
c. Cambios dinásticos en Israel (922-876).
Nada es tan característico del Israel del norte como su extrema debilidad interna. Mientras Judá se adhirió a la línea davídica a través de la totalidad de su historia, el trono de Israel cambió de manos por la violencia tres veces en los primeros cincuenta años. Esto se explica por la presencia de una viva tradición anfictiónica, en la cual no se reconocía la sucesión dinástica. Jeroboam, como hemos dicho, había llegado al poder, como Saúl, por designación profética y consiguiente aclamación popular, posiblemente mediante un pacto. La realeza en Israel era, en teoría, carismática: por designación divina y consentimiento popular. Pero un retorno real a la jefatura carismática era imposible; el nuevo Estado no podía permitirse el lujo de una tal inestabilidad y el poder anfictiónico entró en colisión con esta realidad. Cuando Jeroboam murió, trató de sucederle su hijo Nadab (901-900) (IR 15, 25-31), pero pronto fue asesinado, cuando estaba en campaña con el ejército, por Baasá, probablemente uno de sus oficiales que, exterminando a toda la casa de Jeroboam, se apoderó del trono. Baasa, como Jeroboam, tenía designación profética [436] y retuvo el poder (I R 16, 1-7) toda su vida (900-877). Pero cuando su hijo Ela (877-876) trató de sucederle, fue a su vez asesinado por uno de sus oficiales, Zimri, que exterminó la casa de Baasa y se hizo rey. Zimri no tenía, al parecer, respaldo profético ni popular. En una semana (vv. 15-23) Omrí, general del ejército, había llegado a Tirsa, con sus fuerzas; Zimri, viendo que todo estaba perdido, se suicidó. El país se vio envuelto entonces en una serie de tumultos entre las partes rivales, de modo que pasaron varios años antes de que Omrí pudiera establecerse en el trono, no sabemos si con designación profética o sin ella. Esto ilustra el choque entre la tradición anfictiónica y el deseo de estabilidad dinástica. La parte desempeñada por los profetas es aleccionadora. Tanto Jeroboam como Baasa habían sido designados por un profeta, pero el destronamiento de sus respectivas casas tenían también respaldo profético (14, 1-16; 15, 29; 16, 1-7, 12). Hasta qué grado estos profetas se sintieron ofendidos por la usurpación real de los asuntos cúlticos y hasta qué grado por otros factores, no lo podemos precisar; pero ellos representaron la tradición anfictiónica a la manera de Samuel. De todos modos, el establecimiento de una dinastía estaba prohibido. Pero entonces la cuestión es cuánto podría aguantar Israel en este caos.
d. Los asuntos internos en Judá: 922-873.
Comparativamente, la historia interna de Judá aparece ante el lector más bien tranquila. No hubo cambios dinásticos. Aunque existió una oscilación entre las tendencias sincretistas y conservadoras, dado que ambas se apoyaban en una estable tradición dinástica y cultual y en una población relativamente homogénea, el péndulo de Judá nunca osciló tan lejos del centro que su balanceo alcanzara la violencia que se ha observado en Israel. Hubo, sin duda, una tensión entre la aristocracia de Jerusalén y la masa de la población rural. Aquélla, hecha al lujo de la corte salomónica e incluyendo muchos elementos de tradición no israelita, propendía a perspectivas internacionales, con escasa sensibilidad hacia la naturaleza esencial del yahvismo. Esta segunda, en su mayor parte pequeños granjeros y pastores, cuya vida era extremadamente sencilla, se adhería a tradiciones sociales y religiosas ancestrales. Aunque generalizar es arriesgado, es probable que estas tensiones, cuando las había, se produjeran esencialmente entre estas dos clases, poniéndose los sacerdotes de Jerusalén del lado de los conservadores cuando se trataba de asuntos religiosos. Durante los reinados de Roboam y Abías prevaleció el partido internacional y tolerante y se continuaron las tendencias paganizales fomentadas, o toleradas, por Salomón. Roboam, era hijo de Salomón y de Naama, princesa ammonita (I R 14, 21-31) y su esposa favorita, la madre de Abías, fue Maacá, de la casa de Absalón (15, 2) que tenía en parte origen arameo. Los nombres de estas mujeres sugieren un fondo pagano [437] , y de Maacá se dice expresamente que fue adoradora de Aserá (vv. 12 ss.). Mientras este partido estuvo en el poder, los ritos paganos, incluyendo la prostitución sagrada y la homosexualidad, florecieron libremente. Todo esto desagradaba ciertamente a los rígidos yahvistas y en el largo reinado de Asa (913-873) se produjo una reacción. Asa, que era hijo o hermano de Abías, subió al trono siendo niño, cuando aquel murió prematuramente [438]. Durante su minoría, actuó como regente Maacá que persistió en su anterior conducta. Pero cuando Asa alcanzó la mayoría de edad, se inclinó hacia el partido más conservador, depuso a la reina madre e instituyó una reforma (vv. 11-15) que durante su reinado, y el de su hijo Josafat (873-849) libró a Judá, por lo menos oficialmente, de los cultos paganos (22-43). Con la extinción total de la guerra con Israel, en la última época del reinado de Asa, entró Judá en un período de paz relativa y podemos suponer que también de prosperidad, dado que todavía controlaba la ruta comercial del sur hacia Aqabá.
B. Israel y Judá desde el
encumbramiento de Omri hasta la purga de Jehu (876-842)
1. La casa de Omrí: recuperación de Israel.
1. La casa de Omrí: recuperación de Israel.
La estabilidad fue llevada a cabo, finalmente, por el vigoroso Omrí,
que, como ya hemos dicho, se apoderó del trono. Aunque su reinado fue breve
(876-869), logró establecer una dinastía que retuvo el poder hasta la tercera
generación e inició una política que devolvió a Israel fuerza y prosperidad.
a. La situación política a la subida al trono de Omrí.
Se puede decir que Omrí apareció en escena en el último instante, pues cincuenta años de inestabilidad habían dejado a Israel imposibilitado para defenderse de sus hostiles vecinos. Especialmente peligroso entre éstos era el reino arameo de Damasco, que se había apoderado poco a poco de la anterior posición de Israel como potencia predominante de Palestina y Siria. Su jefe, el longevo y hábil Ben-Hadad I (ca. 880-842) había atacado unos cuantos años antes a Baasa, asolando el norte de Galilea y apoderándose probablemente de la parte de Transjordania al sur del Yarmuk [439]. Una estela suya, hallada cerca de Alepo, nos manifiesta que por el año ca. 850 su zona de influencia (aunque probablemente no su territorio actual) llegaba al extremo norte de Siria. El hecho de que esta estela esté dedicada a Ba'al Melqart de Tiro sugiere que Ben-Hadad mantenía por entonces tratos con esta ciudad fenicia [440]. Parece que Ben-Hadad se había aprovechado de la debilidad de Israel durante el reinado de Baasa, o durante la guerra civil que le siguió (a no ser que su predecesor lo hubiera hecho antes) para anexionarse ciertas ciudades fronterizas (probablemente al este del Jordán) y para imponer concesiones comerciales en favor de los comerciantes arameos en las ciudades israelitas (I R 20, 34) [441]. Omrí heredó un Israel reducido y amenazado. Por encima de este peligro inmediato comenzaban a aparecer en el horizonte internacional nubes —aunque al principio no más grandes que la palma de la mano y alarmando a muy pocos— tales como Israel nunca había visto a lo largo de su historia. Egipto, ciertamente, estaba una vez más sumergido en la inutilidad y era incapaz de intervenir en los asuntos de Palestina durante el período que ahora estudiamos. Pero muy lejos, en Mesopotamia, estaba naciendo un nuevo poder imperial: Asiria. Se recordará que Asiria, que durante el segundo milenio había sido el factor más importante de la política mundial, ante la creciente marea aramea fue retrocediendo más y más, hasta verse obligada a luchar para defender su propia existencia. Durante unos doscientos años fue un Estado de segunda importancia, alcanzando el punto más bajo de su fortuna bajo Assur-rabi II (1010-970) contemporáneo de David. Pero cuando el Estado davídico se vino abajo, comenzó a recuperarse bajo Assurdan II (934-912) y sus sucesores. Su jefe era ahora Assur-nasir-pal (883-859), un hombre que hizo del terror un instrumento de Estado y cuya brutalidad fue, quizá, insuperada en la historia asiria. Construyendo sobre las conquistas de sus predecesores, Assur-nasir-pal, devastó el oeste de la alta Mesopotamia en la gran curva del Éufrates, poniendo a los Estados arameos, unos tras otro, bajo sus pies. Entonces, durante el breve reinado de Omrí, lanzó sus fuerzas a través del río, alcanzó el oeste y el sur a través de Siria, en dirección al Líbano y «lavó sus armas» en el Mediterráneo, sometiendo a tributo a las ciudades fenicias de Arvad, Biblos, Sidón y Tiro [442]. Dado que los asirios se retiraron, esto no significó una conquista permanente. Pero fue un preanuncio de lo peor, que estaba por venir. Uno tras otro, los Estados de Siria y Palestina advirtieron que aquí se encerraba un peligro mortal.
b. La política exterior de los omridas.
Aunque la Biblia despacha su reinado en cinco o seis versículos (IR 16, 23-28), Omrí fue obviamente un hombre de gran habilidad. Los asirios se referían a Israel como «la casa de Omrí» mucho tiempo después de haber sido desarraigada su dinastía. La política de Omrí para la recuperación de Israel se inspiró en la de David y Salomón; buscó la paz interna, relaciones amistosas con Judá, estrechas vinculaciones con los fenicios y mano fuerte al este del Jordán, principalmente contra los arameos. Esta política fue lanzada por Omrí y llevada adelante por su hijo Ajab (869-850), mediante una serie de iniciativas que, debido a la naturaleza de nuestras fuentes, no pueden ser enumeradas en orden cronológico. El mismo Omrí selló alianza con Ittoba'al, rey de Tiro, mediante el matrimonio de Ajab con la hija de éste, Jezabel (I R 16, 31) [443]. La alianza fue mutuamente ventajosa. Tiro estaba en la cumbre de su expansión colonial (Cartago fue fundada a finales de este siglo); dependiendo parcialmente de las importaciones alimenticias, ofreció a Israel tanto una salida para sus productos agrícolas como numerosas oportunidades comerciales. Tiro, por su parte, deseaba un contrapeso al poder de Damasco, y una reactivación del comercio con Israel, y por medio de Israel con las tierras del sur. El siguiente paso era la alianza con Judá, que se formalizó en los comienzos, o aun antes, del reinado de Ajab mediante el matrimonio de la hermana (o hija) de Ajab, Atalía, con Yehoram, hijo de Josafat, rey de Judá [444]. No hay la más ligera razón para creer, como muchos han hecho, que no fuera éste un tratado amistoso entre iguales [445]. La alianza fue tanto comercial como militar, pues leemos a continuación un intento de reavivar el comercio marítimo por Esyón-Guéber (22, 2, 8) [446]. Aunque el intento fracasó, el hecho de intentarlo indica una esperanza de volver a conectar con las fuentes de riqueza de Salomón. Finalizada su enemistad interna, Israel y Judá podían demostrar su fortaleza frente a sus vecinos. De todos los Estados de Transjordania, sólo Ammón no fue reconquistado. Como sabemos por la estela de Moab (cf. II R 3, 4) [447] , Omrí venció a Moab y le hizo Estado vasallo, restringiendo sus fronteras y colocando israelitas en el territorio al norte del Arnón. Edom, cualesquiera que fuera su situación durante este intervalo, fue una vez más provincia de Judá, regida por un gobernador (I R 22, 47). Mientras que por el este controlaba las rutas comerciales hacia el norte de Arabia, Josafat empujaba también sus fronteras por el oeste, en territorio filisteo (II Cr 17, 11; cf. II R 8, 22).
c. Hostilidad y alianza con Damasco.
También tuvo éxito Israel respecto de su peligroso rival Ben-Hadad de Damasco, consiguiendo que se trocaran los papeles. Aunque no tenemos noticias de actuaciones de Omrí contra los arameos, el hecho de que se atreviera a emprender la conquista de Moab arguye que fue capaz de mantenerlos alejados de sus fronteras. Ajab, con todo, tuvo que enfrentarse con ellos más de una vez. Aunque la naturaleza de nuestras fuentes no nos permite reconstruir el curso de los acontecimientos con seguridad [448] , parece que al final la ventaja estaba de parte de Israel. Se saca la impresión (I R 20) de que a comienzos del reinado de Ajab, las fuerzas arameas avanzaron profundamente en Israel, esperando sin duda poder detener su amenazador resurgimiento y que Ajab se vio obligado a dirigirse a Ben-Hadad prácticamente como a un señor. Pero que después de haber repelido a los arameos con una acción intrépida, un segundo combate al este del Jordán terminó con la victoria abrumadora de Israel y la captura del mismo Ben-Hadad. Se dice que Ajab trató a su enemigo con notable clemencia; demandando sólo la inversión de ciertas concesiones previamente impuestas a Israel, hizo un tratado con él y le permitió irse libre, con gran disgusto de algunos profetas, que se preocupaban únicamente de lo que, para ellos, era una violación de las leyes de la guerra santa que había seguido Samuel (I S 15). De todos modos, Ajab y Ben-Hadad se hicieron aliados y la razón está en la amenaza de Asiria. A Assur-nasir-pal II, cuyas campañas no hablan sido olvidadas, le había sucedido Salmanasar III (859-824). En sus primeros años, este rey, marchando en dirección oeste hacia el Éufrates, había franqueado el río y cortando a través de Siria, llegó a las montañas Amanus y al Mediterráneo. Los distintos reyes del oeste, sabiendo bien que ninguno de ellos podía detenerle, formaron apresuradamente una coalición. Los jefes de esta coalición, que reclutaron elementos desde Cilicia hasta Ámmón, fueron Hadadézer (Ben-Hadad) de Damasco [449] , Irhuleni de Jamat y (aunque la Biblia no lo menciona) Ajab de Israel que contribuyó con dos mil carros y diez mil infantes [450]. La coalición llegó en el instante crítico. En el 853 Salmanasar cruzó de nuevo el río y avanzó hacia el sur, a través de Siria. Los aliados se encontraron con él en Qarqar, junto al Oriente. Aunque Salmanasar se enorgullece, como convenía a un asirio, de una victoria aplastante, parece que, por el momento, quedó noqueado. Pasaron cinco años antes de que estuviera en disposición de hacer un nuevo intento. La coalición había conseguido, de momento, su finalidad.
2. La casa de Omrí: situación
interna.
La política vigorosa de los omridas había preservado a Israel del
desastre y le había hecho una vez más, una nación de regular potencia. Pero
creó una serie de tensiones internas que anulaban los resultados beneficiosos y
creaban una situación colmada de peligro.
a. La situación económico-social.
Todos los documentos sugieren que Israel, bajo los omridas, consiguió una considerable prosperidad material. El mejor testimonio de ello es la misma capital de Samaria. El sitio, una alta colina, ideal para la defensa, había sido elegido por Omrí (R I 16, 24) y era, como Jerusalén, propiedad de la corona. La arqueología ha manifestado que la ciudad comenzada por Omrí y acabada por Ajab, tenía fortificaciones no igualadas en la antigua Palestina por la excelencia de su construcción. El marfil que se halla incrustado en uno de los edificios (los marfiles más antiguos de Samaria provienen de este período), puede aclarar la «casa de marfil» que se dice que Ajab había edificado (I R 22, 39) [451]. Los omridas emprendieron construcciones también en otros lugares (p. e. Jasor, Meguiddó, donde han sido encontradas construcciones de esta época) y tuvieron una segunda residencia en Yizreel (I R 21 etc.) [452]. Pero a pesar de estas pruebas de riqueza, de ciertas narraciones del libro de los Reyes (que ciertamente refleja las situaciones con exactitud), se saca la impresión de que la suerte de los campesinos había empeorado. No nos es posible precisar hasta qué punto eran onerosos los tributos regulares del Estado. Pero hay señales de una progresiva desintegración de la estructura de la sociedad israelita y de un sistema severo que tendía a poner al pobre a merced del rico. El primero, forzado en tiempos duros a pedir prestado al segundo, con intereses usuarios, hipotecando, como prenda, su tierra, si no sus propias personas o las de sus hijos, tenía delante —y puede colegirse que no infrecuentemente— el espectro del despojo o de la esclavitud (II R 4, 1). Podemos sospechar, aunque no probar, que la gran sequía del reinado de Ajab (I R 17, s.) —que es probablemente la que narra Menandro de Éfeso [453] , coincidiendo con Josefo (Ant. VIII 13, 2) —, causó a muchos pequeños agricultores la pérdida de todo lo que tenían. Aunque no podemos decir cuántos terratenientes agrandaron sus haciendas por una injusticia prepotente, podemos suponer que el caso de Ajab y Nabot (I R 21), aunque quizá no típico, estuvo muy lejos de ser un caso aislado. Las prácticas que Amós conocía un siglo más tarde no pudieron desarrollarse de la noche a la mañana. Israel estaba lleno de gente que, como Jezabel, no tenía noción de la ley de la alianza, o como a Ajab, les interesaba muy poco.
b. La crisis religiosa: Jezabel.
Mucho más seria, no obstante, fue la crisis provocada por la política religiosa de los omridas. Como ya hemos visto, la alianza con Tiro fue sellada por el matrimonio de Ajab con Jezabel. Adoradora de los dioses tirios Ba’al Melqart y Aserá, a Jezabel le estaba permitido, naturalmente, lo mismo que a su séquito y a los comerciantes que la habían seguido por intereses comerciales, continuar en tierra de Israel la práctica de su religión nativa. Con esta finalidad fue construido en Samaria un templo a Ba'al Melqart (I R 16, 32) [454]. Esto no superaba lo que había hecho Salomón para sus mujeres extranjeras (I R 11, 1-8), y era algo que la mentalidad antigua tendía a aceptar como cosa natural. Es probable que sólo estuvieran en contra las «mentes estrechas». Pero Jezabel, que era mujer de espíritu fuerte, con un celo casi apostólico por sus divinidades, y desdeñaba sin duda el atraso cultural y la austera religión del país adoptado, buscó, al parecer, convertir el culto de Ba'al en religión oficial de la corte.
Pronto amenazó una apostasía en gran escala del yahvismo. En algún sentido, naturalmente, la amenaza no era nueva. Como más de una vez hemos indicado, había existido siempre la tentación de adoptar el culto de los dioses de la fertilidad, junto con el Yahvéh, trayendo al culto de éste prácticas propias de los primeros. Este peligro había aumentado por la absorción en masa, bajo David y Salomón, de cananeos, muchos de los cuales, sin duda, se adhirieron sólo de boca a la fe nacional de Israel. Dado que la mayoría de estos cananeos estaban ahora dentro de las fronteras del Estado del Norte, grandes estratos de la población fueron, en el mejor de los casos, sólo a medias yahvistas. Una política estatal que favoreciera el baalismo hubiera sido recibida sin estridencias, e incluso bien aceptada, por muchos. Posiblemente Ajab permitió esta práctica porque sabía esto y sentía que no podía contar con el yahvismo como base única de su Gobierno. Aunque faltan estadísticas que nos digan la profundidad de penetración del paganismo, se saca la impresión de que la estructura nacional estaba totalmente emponzoñada. Aunque Ajab mismo siguió siendo yahvista de nombre, como lo indican los nombres de sus hijos (Ocozías, Yehoram), la corte y la clase gobernante estaban enteramente paganizadas; los profetas de Ba'al y Aserá gozaban de estatuto oficial (I R 18, 19). En cuanto a la masa de israelitas nativos, podemos suponer que mientras algunos resistían (19, 18) y otros se pasaban abiertamente al paganismo, la mayoría, como acostumbra hacer la mayoría, continuaba «cojeando entre las dos diferentes opiniones» (18, 21). Los yahvistas leales fueron pronto perseguidos. No es probable que Jezabel, aun desdeñando el yahvismo, pensase al principio en suprimirlo. Pero al encontrar su política resistencia, llegó a exasperarse y recurrió a medidas cada vez más crueles incluyendo la ejecución de todos los que se atrevían a oponerse (18, 4). Los profetas de Yahvéh, que llegaron a ser el blanco de su ira, tuvieron que hacer frente a una emergencia sin precedentes: lo que nunca había sucedido antes en Israel, se vieron sometidos a represalias por hablar la palabra de Yahvéh [455]. Esto tuvo serias consecuencias. Algunos profetas, siendo sólo humanos, cedieron a la presión y se contentaron después de decir sólo lo que el rey quería oír (22, 1-28). Otros, como Miqueas ben Yimlá, negándose a transigir y creyendo que Yahvéh había decretado la destrucción de la casa de Omrí, se encontraron distanciados no sólo del Estado, sino también de sus hermanos profetas. Se había iniciado un cisma dentro del orden profético que ya nunca se remediaría.
c. Elías.
Aunque la mano de hierro de la reina consiguió aplastar la resistencia, se estaba incubando en los corazones de muchos israelitas un odio amargo. Destacando sobre todos los enemigos de Jezabel, cristalizando y simbolizando la oposición, estaba el profeta Elías, una figura tan rodeada de misterio y temor que sus hechos se hicieron legendarios en Israel. Aunque no podemos reconstruir los detalles de su carrera, de no ser por lo que se nos narra de Elías y de su sucesor Eliseo, apenas sabríamos nada de los hechos de Ajab y Jezabel. Elías era un galaadita de cerca del borde desértico (I R 17, 1) que simbolizó la más estricta tradición del yahvismo. Es descrito como una rígida figura solitaria, vestido con el manto de pelo de su austera profesión (II R 1, 8), posiblemente un nazareno en continuo atavío ritual para la guerra, que visitaba los lugares devastados y aparecía como por arte de magia allí donde había que combatir las batallas de Yahvéh: en el monte Carmelo (I R 18) haciendo ver que Ba'al no era dios en modo alguno, y emplazando al pueblo a elegir de nuevo a Yahvéh, pasando a cuchillo a los profetas de Ba'al [456] , enfrentándose con Ajab a causa de una viña alevosamente conseguida y maldiciéndole por su crimen contra Nabot (cap. 21). Perseguido por la ira de Jezabel, huyó (cap. 19) al Horeb, la montaña de los orígenes de Israel en el desierto, para ser reconfortado y recibir de nuevo la palabra del pacto de Dios. Y al fin, desapareció en el desierto (II R 2), es más, fue subido al cielo en un carro de fuego. Elías encarnaba una primitiva tradición mosaica todavía viviente en Israel. No sabemos lo que pensaba de la monarquía, o de los cultos oficiales de Jerusalén y Betel. Pero miraba a Ajab y Jezabel como el peor de todos los anatemas. Su Dios era el Dios del Sinaí, que no toleraba rival y exigía venganza de sangre por los crímenes contra la ley de la alianza, como los que Ajab había cometido. Elías, por tanto, declaró la guerra santa contra el Estado pagano y sus paganos dioses. Aunque no era uno de ellos, parece haberse asociado en alguna ocasión con bandas proféticas (II R cap. 2), como había hecho Samuel mucho antes, animándoles sin duda a mantenerse firmes. Siendo el Estado odioso a los ojos de su Dios, tramó planes para derrocarlo (I R 19, 15-17) [457] y lo entregó a otros sucesores. Jezabel tenía razón al reconocer a Elías como a su mortal enemigo. Mientras existieran hombres de su especie, no habría reconciliación entre el Estado y un gran número de ciudadanos.
3. La caída de la casa de Omrí.
El hecho de que la reacción no se produjera hasta
después de haber desaparecido Ajab y Elías, no disminuyó en nada su violencia.
Al fin, la ira refrenada estalló con una explosión poderosa que barrió la casa
de Omrí, faltando muy poco para que destrozara a Israel completamente.
a.
Los sucesores de
Ajab: Ococías {850-849) y Yehoram (849-842).
Se nos dice que Ajab encontró la muerte luchando contra los arameos (I R 22, 1-40) [458] Qarqar había hecho pensar a Ajab que la coalición había conseguido sus fines, o que el retraso de Ben-Hadad en cumplir sus promesas (cf. I R 20, 34; 22, 3) le provocó a reanudar las hostilidades. De todos modos, se movió para apoderarse de la ciudad fronteriza de Ramot-galaad, teniendo a su lado en el campo de batalla a Josafat, rey de Judá. En el curso de la batalla perdió la vida. Ajab fue sucedido por dos de sus hijos, ninguno de los cuales se mostró a la altura de las circunstancias. El primero de ellos, Ococías, después de reinar sólo unos cuantos meses, sufrió una caída de la que no se recobró (II R 1). Su hermano Yehoram, que ocupó su puesto, parece que advirtió el resentimiento de muchos de sus súbditos, porque, al parecer (II R 3, 1-3), trató de suavizar las cosas removiendo algunas de las cosas más abominables del culto pagano. Pero una reforma a fondo era imposible, aunque Yehoram la hubiera deseado, mientras la sombra siniestra de la reina madre se proyectara sobre el país.
Mientras tanto la situación exterior empeoraba. Yehoram tuvo que hacer frente a la rebelión de Mesa, rey de Moab, que había sido vasallo de su padre y de su abuelo (II R 3, 4-27). Aunque Yehoram, con la cooperación de Judá, marchó hacia Moab, rodeando la punta sur del mar Muerto y, al parecer, ganó una batalla, no pudo someter a los rebeldes. Posteriormente, como nos dice la estela de Moab, Mesa invadió el norte del Arnón, degolló a la población israelita y asentó a los moabitas en aquel lugar [459]. También seguía en pie la guerra con Damasco. Ocho años después de haber muerto Ajab en su inútil empeño de conquistar Ramot-galaad, el ejército israelita seguía empeñado en el mismo sitio. Aunque el modo de expresarse del cap. 9, 14 sugiere que la ciudad había pasado a manos israelitas, no pueden reconstruirse los detalles de esta lucha [460]. También Judá estaba atravesando tiempos difíciles. Josafat, que desapareció de escena un año después de la muerte de Ajab, había sido sucedido por su hijo Yehoram (849-842), cuyo reinado coincidió con el de su homónimo en Israel. Tampoco este Yehoram fue una gran figura militar. Durante su reinado Edom, que había sido una provincia de su padre y, más o menos, un vasallo de Judá desde los tiempos de David, se rebeló y recobró su independencia (II R 8, 20-22). Yehoram no pudo impedirlo, a pesar de sus esfuerzos. Esto significaba la pérdida del puerto de mar y las instalaciones de Esyón-Guéber y posiblemente de las minas de la Araba, podemos suponer que con serias repercusiones económicas. Al mismo tiempo, Libná, en la frontera filistea, recuperaba igualmente la libertad. Aunque esta pérdida no era en sí misma considerable, permite ver que el dominio de Judá sobre las ciudades fronterizas a lo largo del borde de la llanura costera (cf. II Cr. 11, 8; 17, 11) no estaba muy seguro.
b. Permanente oposición a la casa de Omrí: Elíseo y los nebí'im.
En Israel, mientras tanto, seguía aumentando la oposición a la casa de Omrí. Su jefe era Eliseo, el sucesor de Elías, que llevó adelante las exigencias de su maestro. Lo mismo que Samuel mucho tiempo antes, Eliseo trabajó en estrecha relación con aquellas instituciones proféticas (bené hannebi'im) que continuaban oponiéndose a la política del Estado. Estos profetas nos permiten discernir la naturaleza de la reacción que se estaba fraguando [461]. Encontramos grupos de ellos llevando vida en común (II R 2, 3, 5; 4, 38-44), mantenidos por las ofrendas de los devotos (II R 4, 42), muchas veces con un «maestro» al frente (II R 6, 1-7). Se distinguían por el manto de pelo de su profesión (II R 1, 8; cf. Za. 13, 4) y, según parece, también por un señal distintiva (I R 20, 41). Pronunciaban sus oráculos en grupos (I R 22, 1-28), o individualmente (II R 3, 15), transportados al éxtasis por la música y la danza, y por todo ello esperaban generalmente una retribución (II R 5, 20-27; cf. I S 9, 7 ss.). Su conducta llevaba a muchos a tomarlos por locos (II R 9, 11); una y otra vez fueron objeto de escarnio (II R 2, 23-25). Fueron, sin embargo, celosos patriotas, que seguían a los ejércitos de Israel en el campo de batalla (3, 11-19), animando al rey a luchar las batallas de la nación (I R 20, 13 ss.), y deseando que éstas se llevaran a cabo conforme a las normas de la guerra santa (vv. 35-43). El mismo Elíseo era llamado «carro de Israel y sus aurigas» (II R 13, 14), es decir, un hombre que valía por divisiones enteras. Los profetas tenían ya por este tiempo una historia de unos doscientos años en Israel. Representaban una dimensión extática del yahvismo, sicológicamente afín a manifestaciones similares en casi todas las religiones, incluida la cristiana. En los días de la crisis filistea, observamos bandas de ellos «profetizando» en furioso frenesí, con acompañamiento de música (I S 10, 5-13; 19, 18, 24). Intensamente patriotas, eran los representantes de la tradición anfictiónica del carisma; llenos de la furia divina, habían levantado hombres para sostener la guerra santa contra los filisteos dominadores. Una vez establecida la monarquía, la mayoría de los profetas, patriotas como eran, parecieron aceptarla. Sin embargo, algunos de ellos seguían representando la tradición anfictiónica y se reservaron el derecho de criticar libremente al rey y al Estado a la luz de la alianza y de la ley de Yahvéh. Sólo así se puede comprender, por ejemplo, la repulsa de Natán a David en el asunto de Betsabé (II S 12, 1-15) o el oráculo profético estigmatizando el censo como un pecado contra Yahvéh (II S 24). Podemos observar la tendencia de los profetas a intervenir una y otra vez en la acción política directa (¡y en la tradición anfictiónica!): designando jefes en nombre de Yahvéh y oponiéndose al principio de la sucesión dinástica, señalando otros jefes para derrocar a los anteriores. Aun siendo patriotas, habían considerado siempre la tradición anfictiónica y la ley como normativas, y por eso habían intentado corregir al Estado. No es sorprendente que las guerras arameas trajeran un resurgir de la actividad profética; Israel estaba de nuevo amenazado por un poder extranjero, y había que combatir la guerra santa. Los profetas promovieron por todos los medios esta guerra, como hemos visto. Pero, al mismo tiempo, se hacía imposible una paz real entre una tradición tan vigorosamente nacionalista, tan fervientemente devota de las antiguas tradiciones del yahvismo, y la casa de Omrí. Todo lo que la política de la casa de Omrí trajo consigo de implicaciones extranjeras, estériles sendas extranjeras, desprecio de la ley de la alianza y adoración de dioses extraños, era diametralmente opuesto a cuanto ellos defendían. Algunos habían cedido a la persecución, pero el resto fomentaba el resentimiento y esperaba el momento de estallar.
c. Otros factores de oposición.
Los profetas no eran, de ninguna manera, los únicos que odiaban la casa de Omrí. El hecho de que cuando se produjo la revolución estuviera encabezada por un general del ejército (II R 9-10), y respaldada por el ejército, indica la insatisfacción en este ambiente, probablemente a causa de la ineficaz manera con que se había llevado la guerra contra Aram y, por tanto, descontenta por las cualidades de Yehoram como jefe. Sin duda estuvo implicado en esto, como sucede muchas veces en círculos militares, el disgusto hacia lo que era considerado como una molicie del «frente interior» que estaba, a su vez, asociada al predominio del lujo y de las decadentes costumbres extranjeras entre las clases privilegiadas. El descontento del ejército reflejaba probablemente el descontento popular. Cierto que esto no es más que una sospecha; pero si la situación interna social y económica era tal como arriba se ha descrito, apenas puede dudarse que existiera este descontento. El incidente de Nabot pudo convertirse en noticia pública y contribuir a excitar los ánimos. No era, después de todo, ésta la suerte de trato a que los israelitas libres estuvieran antes sometidos. Aunque no tengamos noticia de ningún levantamiento popular, es casi seguro que Jehú y sus soldados actuaron de acuerdo con lo que ellos sabían que era un sentimiento popular. Otros elementos conservadores estaban también preparados para la rebelión. Se contaba entre éstos los recabitas, un clan kenita al parecer (I Cr. 2, 55), a cuyo jefe Jonadab se le imputa (II R 10, 15-17) una participación física en la revolución que se estaba fraguando. Siglo y medio más tarde (Jr. 35) los recabitas estaban aún comprometidos por voto nazareo a no beber vino, ni poseer viñas, ni siquiera tierras, ni construir casas, sino a vivir en tiendas como lo habían hecho sus antepasados. De este modo aparecían como un grupo que, en principio, no habían consentido nunca en pasar a la vida sedentaria. Adhiriéndose nostálgicamente a las simples y democráticas tradiciones del más lejano pasado, rechazaban totalmente no sólo el nuevo orden de Israel, sino también la vida agraria, con todo lo que ello implicaba de debilidad, vicio y desintegración de estructuras antiguas [462]. Para ellos Jezabel y su corte eran merecedores de una total destrucción sacrificial (jerem), para la que ellos estaban dispuestos a colaborar. Eran extremistas; es posible que los sentimientos de los israelitas conservadores fueran, por lo general, menos tajantes.
d. Purga sangrienta de Jehú (II R caps. 9 y 10).
La revolución estalló el 842. Aparentemente tuvo la forma de un golpe de Estado efectuado por el general Jehú. En realidad, como su violencia demuestra, fue una explosión de la ira popular represada, y de todo lo que había de conservador en Israel, contra la casa de las omridas y toda su política. Según la narración bíblica, fue Eliseo quien dio comienzo a la contienda. Aprovechando la ausencia de Yehoram, que estaba en Yizreel recuperándose de sus heridas, envió a uno de los «hijos de los profetas» al cuartel general del ejército en Ramot-galaad con encargo de ungir como rey a Jehú. Cuando los oficiales de Jehú supieron lo que había sucedido, le aclamaron inmediatamente. Se observa una vez más el esquema tradicional de la realeza por designación profética y aclamación popular, aunque en este caso la aclamación fue efectuada, de hecho, sólo por el ejército. Jehú entonces montó en su carro y se dirigió a toda velocidad a Yizreel. Yehoram, acompañado de su pariente Ococías, que había subido aquel año al trono de Judá, y había participado en la acción de Ramotgalaad (II R 8, 28), salieron a su encuentro. Jehú, sin parlamentar, tendió su arco y mató a Yehoram. Ococías fue igualmente abatido al huir. Jehú entonces entró en Yizreel y, habiendo hecho arrojar a Jezabel desde una ventana, emprendió el exterminio no sólo de toda la familia de Ajab, sino también de todos los que de algún modo estuvieron relacionados con su corte. El golpe de Estado se convirtió rápidamente en un baño de sangre. Marchando sobre Samaria, se encontró Jehú con una delegación procedente de la corte de Jerusalén y, con injustificable brutalidad y sin razón aparente, los mató a todos. Finalmente, habiendo llegado a la capital, atrajo a los adoradores de Ba'al dentro de su templo, con pretexto de ofrecer un sacrificio, ordenó a sus soldados caer sobre ellos y los exterminó hasta el último hombre. El templo mismo, con todo su menaje, fue arrasado por completo. Fue una purga de indecible brutalidad, que no admite ninguna excusa desde el punto de vista moral y que tuvo, como veremos, desastrosas consecuencias. Pero el culto de Ba'al Melqart había sido extirpado y Yahvéh continuaría, al menos oficialmente, como Dios de Israel.
4. Asuntos internos en Judá ca.
873-837.
Los sucesos anteriores tuvieron su paralelo en el reino del sur. Pero,
dado que Judá tenía una característica más estable, las tendencias paganizantes
penetraron con mucha menor profundidad, de manera que la reacción careció de la
violencia que tuvo la sangrienta purga de Jehú.
a. Reinado de Josafat (873-849).
Ya hemos visto cómo Josafat fue un completo aliado de los omridas en su política de agresión y cómo esta alianza proporcionó a Judá una renovada fuerza y prosperidad. Josafat, lo mismo que su predecesor Asa, es presentado como un yahvista sincero, que intentó suprimir las tendencias paganas dentro de su reino (I R 22, 43). Por esta razón, a pesar de estar estrechamente ligado con Israel, el culto de Ba'al no se abrió paso en Judá mientras vivió Josafat.
Parece que este rey fue justo y capaz. Se nos dice (II Cr. 19, 4-11) que emprendió una reforma judicial poniendo, sobre la antigua y venerable administración ordinaria de la ley por medio de los ancianos de la ciudad, un sistema de jueces señalados por el rey y colocados en ciudades-clave, siendo los jueces, al principio, seleccionados probablemente, de entre los mismos ancianos locales. Al mismo tiempo, estableció en Jerusalén lo que pudiera llamarse tribunal de apelaciones, presidido por el sumo sacerdote para las materias religiosas y por el naguid de Judá [463] para los asuntos civiles (en Israel ambas cosas se interferían con frecuencia). Dado que la transición de la administración de justicia de los ancianos locales a magistrados, seleccionados primeramente de entre su número y después a jueces señalados por el rey, fue ciertamente completada mucho antes del exilio, no hay razón para dudar de la historicidad de esta medida [464]. Su propósito era, evidentemente, normalizar los procedimientos judiciales, desarraigar la injusticia y también proveer —cosa que anteriormente había faltado— de una maquinaria adecuada de apelación en los casos disputados [465]. Es posible además que Josafat regularizara también los asuntos fiscales mediante una reorganización de los distritos administrativos en los que probablemente ya estaba dividido el país [466].
b. Los sucesores de Josafat: usurpación de Atalía.
A pesar de su lealtad al yahvismo, la alianza de Josafat con Israel produjo amargos frutos. Josafat fue sucedido, como ya hemos dicho, por su hijo Yehoram (849-842), cuya reina consorte, Atalía, era de la casa de Omrí (II R 8, 16-24). Atalía, mujer de voluntad férrea, logró ascendencia sobre su no demasiado capaz esposo e introdujo el culto de Ba'al en Jerusalén. Según el cronista (II Cr. 21, 2-4), Yehoram, al subir al trono, mató a todos sus hermanos, juntamente con sus partidarios, probablemente con el fin de eliminar posibles rivales [467]. Aunque no hay la menor prueba de ello, uno se pregunta si este acto no fue inspirado por Atalía (¡era, desde luego, ciertamente capaz de hacerlo!), porque se sentía insegura en su propia posición. Guando finalmente murió Yehoram (según Cr. II 21, 18-20, de un mal de entrañas), después de un reinado corto e ineficaz, le sucedió (II R 8, 25-29) su hijo Ococías quien, como se notó arriba, antes del año fue eliminado en la purga de Jehú. Ante este hecho, Atalía se apoderó del trono, condenando a muerte a todos los descendientes reales que pudieran oponérsele (II R 11, 1-3). Y puesto que era adoradora de Ba'al Melqart, fue reavivado en Jerusalén el culto de este dios, junto con el de Yahveh. A continuación, los sucesos de Judá siguieron el esquema de los de Israel, pero de forma más moderada. No es probable que Ba'al de Tiro tuviera nunca muchos seguidores entre la población conservadora de Judá; apenas pasó de ser más que una moda de la corte, desaprobada por muchos en la corte misma. Además, debido quizá en parte a las reformas de Josafat, parece que las tensiones social-económicas que se podían observar en Israel no eran entonces tan marcadas en Judá, con el resultado de que no existía una notable inquietud popular. Por lo demás, es casi seguro que la misma Atalía no tuviera en realidad seguidores. Era una extraña, una mujer que se había apoderado del trono mediante violencia criminal — ¡y no era una descendiente de David!— Su Gobierno no tenía el sello de la legitimidad a los ojos del pueblo. Por eso no duró mucho (842-837). Un hijo pequeño de Ococías, Joás (Yehoas), había sido salvado de Atalía por su tía, la mujer de Yehoyadá, el sumo sacerdote (II Cr. 22, 11) y escondido en el recinto del Templo. Cuando el niño tuvo siete años (II R 11, 4-21), Yehoyadá, que había preparado cuidadosamente los planes con los oficiales de la guardia real, le sacó fuera del Templo y le coronó rey. Atalía, al oír la conmoción, se abalanzó gritando traición, tan sólo para ser llevada aparte y ejecutada sumariamente. Entonces fue demolido el templo de Ba'al y muertos sus sacerdotes. Pero no tenemos noticia de ulteriores derramamientos de sangre y probablemente no los hubo. El pueblo, contento por verse libre de Atalía, recibió con agrado la subida de Joás al trono.
C. Israel y Judá desde la mitad del
siglo noveno hasta la mitad del siglo octavo
1. Medio siglo de debilidad.
1. Medio siglo de debilidad.
Aunque Jehú libró a su país del Ba'al de Tiro, y fue capaz de fundar una
dinastía que gobernó aproximadamente un siglo (la más larga que tuvo Israel),
su reinado (842-815) no fue precisamente venturoso. Por el contrario, inauguró
un período de calamitosa debilidad en el que el Estado del norte llegó casi a
perder su existencia independiente. Esto se debió tanto a la confusión interna
como a acontecimientos de más allá de las fronteras de Israel sobre los que no
tenía control.
a. Consecuencias de la purga de Jehú.
a. Consecuencias de la purga de Jehú.
Aunque la purga fue amargamente provocada, y probablemente salvó a Israel de una completa amalgama con el medio ambiente pagano, dejó a la nación internamente paralizada. La estructura de alianzas sobre la que había descansado la política de los omridas —política que, a pesar de todos sus perniciosos resultados, había devuelto a Israel a una posición de relativa fortaleza— fue destruida de un golpe. Tuvo que ser así, necesariamente. La matanza de Jezabel y de sus partidarios tirios, y la injuria inferida a Ba'al Melqart, pusieron brusco fin a las relaciones con Fenicia, mientras que la alianza con Judá tampoco podía sobrevivir después del asesinato del rey Ococías, y muchos otros de su familia y corte. Con el colapso de estas dos alianzas, perdía Israel por una parte su principal fuente de prosperidad material y por otra su único aliado militar de confianza. Además de esto, Israel se vio internamente mutilado. El exterminio de toda la corte y, según parece, de la mayoría de la oficialidad (II R 10, 11), había privado a la nación de sus mejores dirigentes. Además, una matanza tan indiscriminada tuvo que provocar forzosamente el rencor suficiente para paralizar el país durante los años futuros; un siglo más tarde (Os. 1, 4) aún permanecía vivo el sentimiento de que Jehú había cometido innecesarios excesos y había atraído sobre sí y sobre su casa el delito de sangre. Tampoco existen pruebas de que Jehú poseyese la habilidad o el golpe de vista necesario para restablecer la salud nacional. Probablemente no dio ningún paso efectivo para corregir los abusos sociales y económicos, ya que éstos siguieron en plena vigencia (¡Amós!). Aunque acabó con el culto de Ba'al Melqart, no fue un yahvista celoso. Las diferentes variedades nativas de paganismo continuaron sin ser molestadas (II R 13, 6) y las prácticas paganas siguieron adaptándose sin obstáculos al culto de Yahvéh, como demasiado claramente lo deja ver una lectura de Oseas.
b. Resurgimiento de Damasco.
Pronto se vio Jehú incapaz incluso de defender las mismas fronteras de Israel. Desgraciadamente, la debilidad y confusión de Israel coincidieron con una fuerte agresividad por parte de Damasco. Poco antes de la purga de Jehú, Ben-Hadad I, enemigo de Ajab y algún tiempo aliado suyo, había sido asesinado en su palacio por un oficial llamado Jazael, que se apoderó del trono [468]. Jazael (ca. 842-806) tuvo que hacer primeramente frente a los asirios. Salmanasar III, que no había aceptado como definitiva su derrota de Qarqar el 853, salió repetidamente a campaña en los años siguientes contra la coalición siria, encabezada siempre por Damasco y Jamat. La más seria de estas campañas tuvo lugar el 841, poco después de que Jazael hubiera tomado el poder. Los ejércitos asirios avanzaron hacia el sur, derrotaron a las fuerzas arameas y pusieron sitio a Damasco, cuyos jardines y arboledas arrasaron. Después, no pudiendo hacer capitular a Jazael, Salmanasar presionó hacia el sur, hasta Haurán, y por el oeste hasta el mar, a todo lo largo de la costa fenicia, recibiendo durante el camino tributo de Tiro y Sidón, y de Jehú, rey de Israel [469]. Pero los asirios no habían venido aún para quedarse. Al contrario, retirados sus ejércitos, y con la excepción de una incursión mucho menos importante el 837, no volvieron a molestar al oeste durante una generación. En sus últimos años Salmanasar estuvo ocupado en sus campañas en otros lugares, y después con la rebelión de uno de sus hijos, que desgarró el reino durante seis años. Su hijo y sucesor Samsi-adad V (824-811), tuvo primero que restaurar el orden y consolidar después su posición contra sus vecinos de alrededor, particularmente contra el reino de Urartu en las montañas de Armenia, que había llegado a ser un rival peligroso. En los anales de Salmanasar III y Samsi-adad V encontramos, incidentalmente, la primera mención de los medos y persas, pueblos indo-arios que se habían establecido al noroeste del Irán. A la muerte de Samsi-adad actuó como regente durante cuatro años, en la minoría del heredero, Adad-nirari III, la reina Semíramis. Hasta bien entrado el final del siglo nueve, no fue capaz Asiria de amenazar de nuevo a los Estados arameos. Esto dejó a Jazael las manos libres contra Israel. Jehú no pudo contenerle y pronto había perdido toda Transjordania al sur de la frontera moabita junto al Árnón (II R 10, 32 ss.; cf. Amós 1, 3). A su hijo Yehoajaz (815-801), le fue todavía peor: batido y derrotado, Jazael [470] le permitió tan sólo una guardia personal de diez carros y cincuenta jinetes, con una fuerza de policía de diez mil infantes. (II R 13, 7). ¡Ajab había reunido dos mil carros en Qarqar! Las fuerzas arameas se arrojaron también por la llanura costera sobre Filistea, cercaron y conquistaron a Gat [471] y fueron disuadidos de invadir Judá tan sólo mediante un enorme tributo (II R 12, 17 ss.). Por lo que respecta a Israel, con todo su territorio de Transjordania, de Esdrelón y la orilla del mar —y probablemente también Galilea— bajo control arameo, había sido reducido a un Estado dependiente de Damasco. Parece (Amós 1) que la mayor parte de sus vecinos se aprovecharon de su debilidad para saquearle y expoliarle de todas las formas que pudieron.
c. Asuntos internos de Judá: Joás (837-800).
Durante este período Judá, aunque había evitado la lucha interna que destrozó a Israel, y estaba menos seriamente afectada por la agresión aramea, atravesó también una época de debilidad. Su rey era Joás (Yehoas) [472] que, como se ha notado, había subido al trono siendo niño, a la caída de Atalía. Prácticamente todo lo que se nos dice de su largo reinado (II R 12), aparte el hecho de que pagó tributo a Jazael, es que reparó y purificó el Templo, medida indudablemente necesaria después de las abominaciones de Atalía. Dado que es probable que esta tarea se iniciase poco después de su ascensión al trono, fue emprendida, con seguridad, a instancias del sumo sacerdote Yehoyadá, que probablemente actuó como regente durante la minoría de edad del rey. Aunque el libro de los Reyes presenta a Joás como un rey piadoso, no le tributa excesivos elogios, dejándonos la sospecha de que quedaba mucho por decir. El cronista (II Cr. 24) es más explícito. Declara que la piedad del rey estaba sostenida por la influencia de Yehoyadá y que duró solamente lo que Yehoyadá. Nos dice que después de la muerte de su tutor, Joás, rebelándose contra el excesivo predominio sacerdotal, cayó bajo la influencia de un elemento más tolerante y permitió florecer una vez más el paganismo; cuando el hijo de su tutor se lo recriminó, le condenó a muerte. Aunque los especialistas tienden a ser escépticos sobre este incidente, no existe nada en él que sea intrínsecamente improbable [473]. En todo caso, sea por su laxitud religiosa, por sus fracasos militares, o por otras razones, antes de acabar su reinado, Joás, se había hecho amargamente antipático a algunos de sus súbditos. Finalmente, fue asesinado y le sucedió su hijo Amasias.
2. Resurgimiento de Israel y Judá
en el siglo octavo.
El siglo octavo trajo un dramático cambio de fortuna que elevó a Israel
y Judá a alturas de poder y prosperidad desconocidas desde David y Salomón.
Esto fue debido en parte al hecho de que ambos Estados estuvieron dotados de
gobernantes capaces. Por la razón principal subyace en el giro feliz de los
acontecimientos mundiales, del que Israel salió beneficiado.
a. Situación mundial en la primera mitad del siglo octavo.
a. Situación mundial en la primera mitad del siglo octavo.
La supremacía de Damasco se vino abajo bruscamente cuando Adad-narari III (811-783) asumió el poder en Asiria. Reanudando la política de agresión de Salmanasar III, hizo varias campañas contra los Estados arameos, en la última de las cuales (802) fue batido Damasco, quebrantando su poder y su rey Ben-Hadad II, hijo y sucesor de Jazael, sometido a un ruinoso tributo [474]. Es seguro que Israel no se libró, ya que Adad-nirari nos cuenta que también cobró tributos de él, y de Tiro, Sidón, Edom y Filistea. Pero esto fue más una prueba de sumisión que una conquista permanente; el golpe que hundió a Damasco no cayó con tanta fuerza sobre Israel. Afortunadamente, Adad-nirari no pudo continuar su carrera de éxitos. Sus últimos años le encuentran ocupado en otros lugares; y sus sucesores —Salmanasar IV (783-773), Assur-dan II (773-754) y Assurnirari V (754-746) — fueron gobernantes ineficaces que, a pesar de repetidas campañas, apenas fueron capaces de mantener sus posesiones al oeste del Éufrates. Asiria se vio debilitada por disensiones internas y amenazada de un modo especial por el poderoso reino de Urartu que, expandiéndose hacia el este y el oeste, había igualado, si no superado, la extensión de la misma Asiria. Extendiendo sus intereses al norte de Siria, Urartu se ganó aliados entre los pequeños Estados allí existentes. Hacia la mitad del siglo, Asiria parecía realmente amenazada de desintegración. En Siria, mientras tanto, Damasco, aunque algo recobrado de su derrota a manos de Asiria, estuvo la mayor parte de este período ocupado en una cruenta —y al parecer desafortunada— rivalidad con Jamat [475] , y no podía mantener su dominio sobre Israel.
b. Resurgimiento: Yehoas de Israel (801-786); Amasias de Judá (800-783).
El resurgir de Israel comenzó con Yehoas (Joás), nieto de Jehú, que subió al trono justamente después de la victoria de los asirlos sobre Damasco. Aunque no se nos dan detalles concretos, se nos dice que recobró todas las ciudades perdidas por su padre (II R 13, 25). Esto significa probablemente que los arameos fueron arrojados del territorio israelita tanto al este como al oeste del Jordán. Yehoas redujo también a Judá a una situación desesperada (II R 14, 1-14; II Cr. 25, 5-24). La narración de Reyes no da ninguna motivación para la pugna entre los dos Estados; pero el cronista, cuyo relato se basa seguramente en una tradición digna de fe, nos narra que habiendo proyectado Amasias la reconquista de Edom, reunió mercenarios israelitas para complemento de sus propias fuerzas, pero que después, decidiendo no emplearlas, las despidió y las envió a sus casas. Los enfurecidos mercenarios expresaron entonces su ira saqueando algunas ciudades situadas a lo largo del camino de vuelta a su país [476]. Amasias, que mientras tanto había derrotado definitivamente a los edomitas y tomado su capital, no supo lo ocurrido hasta su regreso; entonces declaró inmediatamente la guerra a Yehoas, a pesar de que este último intentó disuadirle. En una batalla decisiva en Bet-Semes, Judá fue totalmente derrotado y Amasias hecho prisionero. Yehoas se dirigió entonces a la indefensa Jerusalén, la conquistó, la saqueó, la derribó parte de sus murallas, y se retiró con rehenes. Pudo realmente haber incorporado Judá a su reino, pero, según parece, no quiso tomar esta medida para no agravar la contienda. Amasias fue dejado sobre su trono; con qué cara de vergüenza, lo podemos conjeturar. Al cabo de poco, hubo un complot para quitarle de en medio (II R 14, 17-21); aunque pudo advertirlo y huir a Lakís, fue allí alcanzado y asesinado, siendo proclamado rey en su lugar su hijo Ozías (Azarías).
c. Resurgimiento: Jeroboam II (786-746) y Ozías (783-742).
El resurgimiento de los Estados hermanos alcanzó su cénit en la generación siguiente, bajo el capaz y longevo Jeroboam II de Israel y su igualmente longevo y capaz, aunque más joven, contemporáneo Ozías de Judá. Jeroboam fue una de las grandes figuras militares de la historia de Israel. Aunque no conocemos ninguna de sus batallas (se alude a dos victorias suyas en la Transjordania, en Amós 6, 13), fue capaz de colocar su frontera norte donde había estado la de Salomón, a las mismas puertas de Jamat (II R 14, 25; cf. I R 8, 65). Dado que Jamat estaba situada al norte de Celesiria, algo al sur de Cades, hay que pensar en una ocupación de territorio, tanto de Damasco como de Jamat [477]. No se sabe si Jeroboam restauró totalmente la frontera davídica en Siria (incluyendo Zobá), y si tomó Damasco; el texto de II R 14 28 tiene una irremediable oscuridad. Pero se puede presumir una completa derrota de Damasco, y la anexión al menos de las tierras arameas de la Transjordania, al norte del Yarmuk. En Transjordania sur, la frontera de Israel estaba en un punto a lo largo del mar Muerto (mar de la Araba). Dado que este punto (llamado «el torrente de la Araba», en Amós 6, 14) es incierto, no podemos saber por él si Jeroboam redujo algo el territorio moabita o si en realidad lo conquistó por completo. Si el torrente de la Araba es el mismo que el «torrente de los Sauces» ('arabím) de Is. 15, 7, y si este es, como probablemente parece, el wadi el-Jesa (Zéred), en la punta sur del mar Muerto [478] , se deduce que la conquista fue completa. De cualquier forma, podemos presumir que moabitas y ammonitas fueron, al menos, arrojados del territorio israelita y firmemente mantenidos en jaque. Ozías, que llegó al trono de Judá siendo un joven de 16 años (II R 15, 2) y que probablemente estuvo al principio eclipsado por su contemporáneo más antiguo [479] , emergió pronto como total participante de este programa de agresión. Adquirió prestigio reparando las defensas de Jerusalén, reorganizando y rehaciendo el ejército y poniendo en práctica nuevas máquinas de asedio [480].
También llevó a cabo operaciones ofensivas (II Cr. 26, 6-8). Apoyándose en la campaña de su padre, mantuvo el control de Edom y consolidó además su posición a lo largo de las rutas comerciales mediante operaciones contra las tribus árabes del noroeste [481]. El puerto y las industrias de Esyón-Guéber (Elat) fueron abiertos una vez más (II R 14, 22). Se ha encontrado allí un sello, probablemente del hijo y corregente de Ozías, Yotam [482]. El Négueb y el desierto del sur estuvieron del mismo modo bajo firme control de Ozías, al igual que regiones del norte y del este de la llanura filistea, donde se apoderó de Gat (tomada a Judá por Jazael), Yabne y Asdod. Aunque en la última parte de su reinado Ozías se vio atacado por la lepra (II R 15, 5) y forzado a delegar en Yotam el ejercicio público del poder, parece que fue el gobernante de hecho durante toda su vida. A mediados del siglo octavo, las dimensiones de Judá e Israel estuvieron muy cerca de alcanzar la extensión del imperio salomónico. Dado que parecen haber sido explotadas al máximum todas las ventajas de la favorable situación en que el país se encontraba, se produjo una prosperidad desconocida desde Salomón. En paz mutua los dos Estados, y con todas las grandes rutas comerciales, norte-sur de Transjordania, norte de Arabia, a lo largo de la llanura litoral, hasta el interior del hinterland de los puertos fenicios, pasando una vez más a través de territorio detentado por israelitas, los peajes de las caravanas, junto con el libre intercambio de mercancías volcaron riqueza en ambos países. Probablemente se reanudó el tráfico comercial del mar Rojo y también la industria cuprífera de la Araba. Es casi seguro que Tiro, que aún no había concluido su gran período de expansión comercial, fue de nuevo incluido en el programa, mediante tratados, como en los días de Salomón y los omridas. Todo esto dio como resultado una prosperidad tal como ningún israelita viviente podía recordar. Los edificios espléndidos y el lino marfil incrustado, de origen fenicio o damasceno, desenterrado en Samaria demuestran que no exagera Amós el lujo de que gozaban las clases altas de Israel [483]. Judá era igualmente próspera. La población de ambos países alcanzó su mayor densidad en el siglo octavo, con muchas ciudades desbordando las murallas. La descripción del libro de las Crónicas (II Cr. 26, 10) sobre los esfuerzos de Ozías por desarrollar los recursos económicos y agrícolas de su país, especialmente en el Négueb, está corroborada por el hecho de que el Négueb fue más densamente poblado en este tiempo que en ningún otro desde que comenzó la historia de Israel [484]. También la arqueología revela que florecieron notablemente industrias de varias clases (p. e. la del tejido y el tinte en Debir) [485]. En pocas palabras, que cuando los reinos de Israel y Judá llegaron a la mitad del siglo octavo de su existencia, se encontraban mejor que nunca habían estado antes. Fue, aparentemente al menos, un tiempo de gran optimismo y de gran confianza en las promesas de Dios para el futuro.
3. La enfermedad interna de Israel.
El período de los profetas clásicos. La descripción más bien espléndida
que se acaba de hacer debe ser contrapesada, con todo, con otra mucho menos
hermosa. Esta segunda se obtiene de la lectura del libro de Amós y del libro de
Oseas, que dan una visión interior de la sociedad israelita contemporánea y
ponen en claro que, por lo menos el Estado del norte, a pesar de las apariencias
saludables, se hallaba en un avanzado estado de descomposición social, moral y
religiosa. La prosperidad del siglo octavo era, de hecho, la última reanimación
de una enfermedad mortal.
a. Desintegración social en el norte de Israel.
Por desgracia no sabemos casi nada de la administración del Estado de Jeroboam. Los ostraca de Samaria (un grupo de 63 talones de porte que acompañaban a los cargamentos de aceite y vino recibidos en la corte, probablemente como pago de tributos) [486] parecen indicar un sistema administrativo copiado del de Salomón. Sin embargo, no podemos decir qué cargas fiscales o de otras clases imponía el Estado a sus ciudadanos. Es cierto, con todo, que la suerte de los ciudadanos modestos era innecesariamente dura y que el Estado hizo poco o nada por aliviarla. La sociedad israelita, tal como Amós nos permite verla, estuvo marcada por odiosas injusticias y brutal contraste entre extremos de riqueza y de pobreza. El agricultor pequeño, cuyo estado económico era, en el mejor de los casos, limitado, se encontraba a menudo a merced de los prestamistas y en las calamidades graves —una sequía, un fallo de la cosecha, cf. Amós 4, 6-9— expuesto al juicio hipotecario y al embargo, si no al servicio de esclavo. El sistema, que era ya en sí duro, se hizo aún más áspero por el ansia de riqueza que se aprovechaba sin piedad de las fianzas dadas por los pobres para aumentar sus dominios, recurriendo a menudo a prácticas astutas, a la falsificación de pesos y medidas y a varias trampas legales para conseguir sus fines (Amós 2, 6 s.; 5, 11; 8, 4-6) [487]. Dado que los jueces eran venales, las prácticas poco honradas se extendieron por todas partes (Amós 5, 10-12) dejando a los pobres sin defensa. Eran robados y desposeídos en número creciente. La verdad es que en este tiempo la estructura social distintiva de Israel había perdido por completo su carácter. Había sido inicialmente una federación tribal formada en pacto con Yahvéh; aunque en sus primeros días había conocido abundantes trasgresiones de la ley y violencias, su estructura social estaba unificada, sin distinciones de clases; en ella la base de toda obligación social era el pacto con Yahveh y todas las controversias eran juzgadas por la ley del pacto. Ahora todo esto había cambiado. El nacimiento de la monarquía, con la consiguiente organización de la vida bajo la corona, había transferido la base efectiva de la obligación social al Estado, y junto con el aburguesamiento de la actividad comercial había creado una clase privilegiada, había debilitado los lazos de tribu y destruido la solidaridad característica de sociedades tribales. Por otra parte, la absorción de numerosos cananeos, que no estaban integrados en el sistema tribal, y cuyo fondo histórico era feudal, habían proporcionado a Israel una masa de ciudadanos con escasa comprensión de la alianza o de la ley de la alianza. Estas tendencias, nacidas en los días de David y Salomón, continuaron su avance irrefrenable, a despecho de protestas y revoluciones. En el siglo octavo, aunque el yahvismo continuaba siendo la religión nacional, sirviendo de base a la alianza con Yahvéh, la ley de la alianza había llegado a significar muy poco en la práctica. La sociedad de Israel había perdido su estructura ancestral, pero no había hecho la paz con ninguna otra.
b. Descomposición religiosa en Israel del norte.
Lo que se acaba de decir conduce a sospechar que la desintegración social se dio la mano con la descomposición religiosa. Y así fue. Aunque los grandes santuarios de Israel estaban en plena actividad, repletos de adoradores y pródigamente provistos (Amós 4, 3 s.; 5, 21-24), es evidente que el yahvismo no se mantenía ya en su forma pura. Muchos de los santuarios locales eran sin duda abiertamente paganos; el culto de la fertilidad, con sus ritos envilecedores, era practicado en todas partes (Os. 1-3; 4, 6-14). Es significativo que los ostraca de Samaria consten casi por entero de varios nombres compuestos tanto con Ba'al como con Yahvéh [488]. Aunque en algunos de estos casos Ba'al (Señor) puede haber sido tan sólo una apelación de Yahvéh (cf. Os. 2, 16), se concluye inevitablemente que muchos israelitas eran adoradores de Ba'al (en la Judá contemporánea no se consintieron semejantes nombres). Se debe recordar que la purga de Jehú había sido dirigida contra el BaJal de Tiro y no desarraigó los paganismos nativos, ni siquiera se lo propuso seriamente. Aunque no tenemos medios de precisar hasta qué grado, parece que incluso la religión oficial del Estado había asimilado ritos de origen pagano (Amós 2, 6 s.; 5, 26; Os. 8, 5 s.) y, lo que era peor, había atribuido al culto la función enteramente pagana de apaciguar a la divinidad con ritos y sacrificios en orden a asegurar la paz del status quo. De un yahvismo tan diluido, apenas podía esperarse que tuviera un sentido penetrante de la ley de la alianza o de castigos efectivos por su incumplimiento. Siendo los sacerdotes de los santuarios locales paganos o semi paganos, ciertamente no lo tenían. Cuanto al clero del culto estatal, hubo oficiales y grandes hombres de Estado que ni lo reprocharon ni lo favorecieron (Amós 7, 10-13). Lo más sorprendente es que no parece que le hayan hecho ningún reproche efectivo los órdenes proféticos, que nunca en el pasado habían vacilado en resistir al Estado en nombre de Yahvéh. Parece que la mayor parte de ellos capitularon por completo y abdicaron de su oficio. Lo único que cabe suponer es que, habiendo resistido a Jezabel hasta la muerte, y habiendo visto logrados sus deseos inmediatos, mediante la purga de Jehú, se dieran por contentos con facilidad y, ciegos al hecho de que el paganismo permanecía todavía, y alegrándose del resurgimiento de Israel, hubieran puesto su fervor patriótico al servicio del Estado y le hubieran dado su bendición en nombre de Yahvéh; incapaces de criticarlo, sus oráculos nacionales contribuyeron al contento general. Parece, en efecto, que como grupo se habían hundido en la corrupción general y se habían convertido en esclavos del momento, profesionales interesados ante todo en sus gratificaciones (Amós 7, 12; Mi. 3, 5), que eran mirados con amplio desdén. No obstante, se nota que la situación de Israel, aunque corrompida, era una situación de optimismo. Esto lo provocaba en parte el orgullo por la fuerza de la nación, por el horizonte internacional entonces despejado, pero también en parte por la fe en las promesas de Yahvéh. La verdad es que se había producido una desviación interior en esta fe de Israel. Los hechos gratuitos de Yahveh para con Israel, eran indudablemente recitados con ansiedad en el culto y su alianza con él periódicamente ratificada; pero parece (Amós 3, 1 s.; 9, 7) que esto era mirado como garantía de la protección de Yahvéh a la nación para todo el tiempo por venir, habiendo sido profundamente olvidada la obligación moral impuesta por el favor de Yahveh (cf. Amós 2, 9-12) y las estipulaciones de la ley de la alianza. En verdad, parece que una rememoración mal orientada de la alianza patriarcal, que consistía en las incondicionales promesas de Yahvéh para el futuro, había suplantado prácticamente a la alianza sinaítica en la mente popular. La obligación de la alianza era concebida (y en una medida tal que llegó a perder por entero su significado) como un asunto meramente cúltico, cuyas exigencias podían ser cumplidas —y en opinión de Israel estaban cumplidas— mediante un prolijo ritual y un lujoso sostenimiento de los templos nacionales. Cuando al futuro, Israel esperaba la venida del Día de Yahveh. El origen de este concepto, que es mencionado por primera vez en Amós 5, 18-20, pero que era ya en el siglo octavo una esperanza popular, es oscuro y debatido [489]. Es probable que cuando Israel evocaba en el culto los grandes días de la intervención victoriosa de Yahvéh en el pasado —en el éxodo, la conquista y las guerras, santas de los jueces— naciera la expectación de un día por excelencia que estaba por venir, en el que Yahvéh intervendría en favor de Israel y realizaría sus promesas a los patriarcas. Aunque todavía seguían en pie todos los conceptos fundamentales de la fe de Israel —elección, alianza, promesa— estaban intrínsecamente prostituidos. El yahvismo estaba en peligro de convertirse en una religión profana.
c. La protesta profética: Amós y Oseas.
En esta coyuntura aparecieron en el escenario de la historia de Israel los dos primeros de aquella serie de profetas cuyas palabras nos han sido conservadas por la Biblia: Amós y Oseas. Aunque fueron hombres de cuño completamente distinto, y aunque sus mensajes en algunos aspectos fueron marcadamente diferentes, ambos atacaron los abusos de la época de una manera que se hizo clásica. De la carrera de Amós, que comenzó a hablar alrededor de la mitad del siglo octavo [490] , sabemos solamente los siguientes hechos: que procedía de Téqoa, en el borde del desierto de Judá (Amós 1, 1), que no era miembro de los órdenes proféticos, sino un simple pastor, cuya única prueba de autenticidad era un tremendo sentido de haber sido llamado a hablar la palabra de Yahvéh (7, 14 s.; 3, 1-8) [491] ; que su ministerio, en gran parte al menos, discurrió dentro de los términos del Estado del norte, y que habiendo arribado en una ocasión al templo real de Betel, se le prohibió seguir hablando allí (7, 10-17). El mensaje de Amós fue un ataque devastador contra los males sociales de la época, particularmente contra la crueldad y la falta de honradez con que los ricos habían derribado a los pobres (2, 6 s.; 5, 10-12; 8, 4-6), pero también contra la inmoralidad, la búsqueda afanosa de riqueza que había minado el carácter nacional (2, 7 s.; 4, 1-3; 6, 1-6), todo lo cual era considerado por él como pecados que Yahvéh castigaría con toda seguridad. Aunque Amós nunca mencionó la alianza mosaica (la palabra alianza había adquirido resonancias que él no quería manejar) es claro (2, 9-12) que valoraba el pecado nacional a la luz de la tradición del éxodo y lo encontraba doblemente atroz. Atacaba la idea de que la elección de Israel por parte de Yahvéh garantizara su protección (1, 2; 3, 1 s.; 9, 7) o que las obligaciones de la alianza pudieran ser sustituidas por una mera actividad cúltica (5, 21-24), declarando que, en realidad, el culto de Israel se había convertido en un lugar de pecado, en el que Yahvéh no estaba presente (4, 4 s.; 5, 1-6). Amós no alimentaba ninguna esperanza para el reino del norte. O más bien, ofrecía esperanza sólo con la condición de un arrepentimiento sincero (5, 4; 6, 14 s.) del que no veía ninguna traza. Por tanto, declaró que Israel no se salvaría de una ruina total futura (5, 2; 7, 7-9; 9, 1-4, 8 a); el día esperado de Yahvéh sería el día terrible del juicio divino (5, 18-20). Hay que notar que en todo esto, Amós no promovió ninguna revolución contra el Estado, como habían hecho sus predecesores; aunque se le acusó de ello (7, 10-13), su indignada recusación está comprobada por los hechos (vv. 14 y s.). Amós no predicó la revolución porque creía que la curación de Israel estaba más allá de toda posibilidad: Yahvéh, y sólo Yahvéh, ejecutaría la venganza.
Cuanto a Oseas, aunque el núcleo de sus oráculos se refiere al período caótico que va a ser descrito en el capítulo siguiente, su carrera comenzó igualmente (Os. 1, 4) durante el remado de Jeroboam, sólo algo posterior, pues, o acaso simultánea con la de Arnés. Ciudadano del Estado del norte, parece que Oseas llegó a su vocación a través de una trágica experiencia doméstica (1-3). Aunque es imposible tener seguridad [492] , parece que su mujer, a la que él amaba mucho, le había traicionado, entregándose a una vida inmoral, si no ya a la prostitución sagrada; aduciendo la caída de su esposa, se vio obligado a divorciarse de ella. Esta experiencia ayudó indudablemente a dar al mensaje de Oseas su forma característica. Describiendo el vínculo de la alianza como un matrimonio, declaró que Yahvéh, como «esposo» de Israel esperaba de ella la fidelidad que un hombre espera de su mujer, pero que Israel, al adorar a otros dioses, había cometido «adulterio» y por tanto tenía que arrostrar el «divorcio», la ruina nacional (2, 2-13). Oseas censuró el culto de Ba'al, el culto paganizado de Yahvéh, y toda la corrosión moral que el culto pagano llevaba consigo (4, 1-14; 6, 8-10; 8, 5 s.), declarando que Israel, habiendo olvidado los actos gratuitos de Yahvéh (11, 1-4; 13, 4-8) no era ya su pueblo (1, 9). Dado que no vio señales de penitencia verdadera (5, 14-6, 6; 7, 14-16) creyó, como Amós, que la nación estaba condenada (7, 13; 9, 11-17). Es cierto que nació en él la esperanza de que así como había perdonado y rehabilitado al parecer a su propia esposa (cap. 3), también Yahvéh, en su infinito amor perdonaría un día a Israel y restablecería el vínculo de la alianza (2, 14-23; 11, 8-11; 14, 1-8). Pero esto se hallaba más allá del inevitable desastre que estaba a punto de abatirse sobre la nación.
d. El puesto de los profetas en la historia de la religión de Israel.
Dado que el movimiento, del cual Amós y Oseas fueron los primeros representantes, se iba a prolongar cerca de tres siglos, influenciando de un modo profundo el curso entero de la historia de Israel, es necesario, llegados a este punto, decir unas cuantas palabras relativas a su naturaleza. Los profetas clásicos representan en verdad un fenómeno nuevo en Israel. Ellos no fueron, ciertamente, los pioneros espirituales, concretamente los descubridores del monoteísmo ético, que tan repetidamente se ha dicho que fueron. Aunque no puede ser discutida la originalidad de su contribución, no eran, con todo, innovadores, sino reformadores, que se mantuvieron dentro de la corriente principal de la tradición de Israel y adaptaron aquella tradición a una situación nueva. Es verdad que a los profetas clásicos les repugnaba la venalidad de los profetas profesionales; persuadidos de que sus oráculos optimistas no representaban la palabra de Yahvéh, rompieron ásperamente con los órdenes proféticos, los desautorizaron y los denunciaron (Amós 7, 14; Mi. 3, 5, 11; Jr. 23, 9-32). Eran, por otra parte, en ciertos aspectos esencialmente diferentes de los primeros profetas extáticos. Los profetas clásicos, aunque realizando a menudo sus profecías por medios miméticos, como sus predecesores habían hecho (p. e. Is. 20; Jr. 27, 28. Ez. 4, 5; cf. I R 22, 1-28), y aunque dados a profundas experiencias síquicas (Amós, 7, 1-9; Is. 1; Ez. 1, etc.), no eran, en sentido propio, extáticos, sino que por el contrario, entregaban sus mensajes en forma de pulidos oráculos poéticos, generalmente de la más alta calidad literaria. Estos oráculos eran pronunciados en público; transmitidos, naturalmente, tal como se les recordaba, y recopilados a través de un complejo proceso de transmisión oral y escrita, dieron origen a los libros proféticos tal como nosotros los conocemos [493]. Por otra parte, aunque sabemos que ciertos profetas consiguieron círculos de discípulos (p. e. Is. 8, 16), no profetizaron en grupos, sino solos. Además, aunque pronunciaron sus mensajes en los santuarios, y emplearon frecuentemente terminologías cúlticas, y aunque algunos de ellos pertenecían a las filas clericales, no actuaron como personal adscrito al culto [494]. Eran hombres de todos los estratos sociales, que habían sentido el impulso de la palabra de Yahvéh y que a menudo —probablemente siempre— habían llegado a su vocación a través de alguna experiencia de su llamada. Finalmente, aunque, como sus predecesores, intervinieron con libertad en la suerte del Estado y trataron continuamente de influenciar su política, nunca, por lo que sabemos, se entregaron a una actividad revolucionaria. Al mismo tiempo, es evidente que los profetas clásicos continuaron la tradición de sus predecesores. Eran llamados con el mismo título (nabi), llenaban la misma función de declarar la palabra de Yahvéh y encerraban sus oráculos en las mismas fórmulas. En realidad, las semejanzas eran tan grandes que se hacía difícil distinguir un profeta «verdadero» de los profesionales con un examen externo (Jr. 27, 28; Dt. 18, 20-22). Amós fue, en su tiempo, confundido con uno de ellos (7, 12). Los profetas clásicos, además, tenían muchos puntos comunes con sus predecesores: por ejemplo el disgusto por las implicaciones extranjeras, o la idealización de las tradiciones del pasado y la tendencia a criticar el presente a la luz de esas tradiciones (Amós 2, 9-12; Os. 11, 1; 12, 9 s.; 13, 4 s.; Jr. 2, 2 s.). Lo que es mucho más importante, los puntos básicos de la crítica profética clásica —la adoración de los dioses extranjeros y la violación de la ley de la alianza— eran precisamente los puntos atacados por el profetismo anterior. Baste sólo recordar el reproche de Natán a David o la denuncia de Elías a Ajab por el crimen contra Nabot, o la guerra santa de Elías contra el Ba'al de Tiro, para ver que los profetas clásicos no fueron los primeros en descubrir que Yahvéh pedía una conducta recta ni los primeros en insistir que sólo él debe ser adorado. En ambas cosas eran herederos de una tradición que se remontaba en el pasado, en una línea ininterrumpida —a través de hombres como Miqueas ben Yimlá, Elías, Ajías de Silo, Natán y Samuel— hasta el orden anfictiónico de la alianza del primitivo Israel.
Los profetas representan un movimiento de reforma cuyo propósito era reavivar la memoria de la ahora ampliamente olvidada alianza sinaítica. Eran, en un sentido verdadero, la puesta en marcha de una nueva implantación de la tradición carismático-anfictiónica, una tradición que hacía largo tiempo se había convertido en letra muerta en la sociedad secular y, dado que los órdenes proféticos perdieron progresivamente su camino, una letra muerta también para ellos; como Yahvéh había venido una vez a su pueblo a través de jueces designados por su espíritu, así ahora venía a su encuentro, en una terrible situación, a través de sus siervos los profetas, no ya para llevar a cabo sus hechos poderosos contra sus enemigos, sino para hablar con ellos de los hechos poderosos que se proponían hacer del juicio. Todo el ataque profético está arraigado y fundado en la tradición de la alianza mosaica. Rechazaron la noción de que el Estado de Israel, como pueblo de Yahvéh, estuviera basado, al modo pagano, en la sangre, la tierra y el culto, o que la alianza de Yahvéh le hubiera ligado a él para el futuro de un modo incondicional o que la obligación religiosa podía ser desempeñada por una ocupación religiosa. En vez de ello, apoyándose en la tradición del éxodo, encontraron la base de la existencia de Israel en el favor preveniente de Yahvéh para su pueblo y en el solemne compromiso de este pueblo de aceptar su supremo dominio, no teniendo nada que ver con ningún otro dios y obedeciendo estrictamente su ley rigurosa en todo asunto con los hermanos en la alianza. Su ataque dio nueva vida a las cláusulas de la alianza mosaica. Los profetas hicieron de la alianza la pauta de la sociedad israelita y, siendo la sociedad israelita lo que era, brotó de ella un mensaje de juicio: Yahvéh actuaría contra sus súbditos rebeldes como acusador y como juez. Pero, paradójicamente, cuando los profetas anunciaron la sentencia divina fue cuando el elemento de promesa inherente a la fe de Israel, ese elemento al que ellos no podían someterse ni aceptar en su forma popular, comenzó a rebasar los límites de la nación existente para tender hacia el futuro y adquirir nuevas dimensiones.
El siglo octavo en Israel llegó a su punto medio con una nota de estridente disonancia. El Estado de Israel, externamente fuerte, próspero y confiado en el futuro, estaba intrínsecamente corrompido y enfermo, más allá de toda cura posible. Se abría paso al exterior la penosa sensación, proclamada por Amós y Oseas, pero compartida con seguridad por otros, de Israel había concluido, de que la fe de Israel no podía estar por mucho tiempo en paz con Israel, de que, por lo que al Estado del norte concernía, Yahvéh se había alejado por completo de su pueblo. Como veremos, el veranillo de San Martín no tardaría en pasar; de hecho Israel había comenzado a morir. Hay que agradecer, en primer lugar, a los profetas, el que, cuando el Estado del norte caminaba hacia su tumba, para ser seguido más tarde por su hermano del sur, la fe de Israel recibiera una nueva infusión de vida.
Parte 4
La monarquía (continuación) crisis y derrumbamiento
La monarquía (continuación) crisis y derrumbamiento
Capítulo 7
El período de la conquista asiria
Desde la mitad del siglo octavo hasta la muerte de Ezequías
El período de la conquista asiria
Desde la mitad del siglo octavo hasta la muerte de Ezequías
Contenido:
A. El avance asirio: caída de Israel y sometimiento de Judá.
B. La lucha por la independencia: Ezequías (715-687-686).
C. Los profetas de los últimos años del siglo octavo en Judá
En el tercer cuarto del siglo octavo Israel se vio enfrentado con
circunstancias que alteraron decisiva y permanentemente su situación. Hasta
aquí hemos trazado la historia de dos naciones independientes. Aunque habían
mantenido guerras continuas con sus vecinos, y en ocasiones habían sido
subyugadas, nunca habían perdido su autodeterminación política, y su suerte,
aunque afectada por el curso de los acontecimientos mundiales, no había dependido
nunca del capricho de imperios lejanos, a no ser de una manera indirecta. La
verdad es que la historia entera de Israel a lo largo de los 500 años de su
existencia como pueblo, se había extendido en un período vacío de grandes
potencias. No había existido ningún imperio que fuera capaz de perturbarle
profunda y permanentemente. En consecuencia, Israel nunca conoció una
emergencia que no pudiera dominar de alguna manera, y así sobrevivir. A partir
de la mitad del siglo octavo, ya no se volvería a repetir este caso. Asiria
emprendió firmemente el camino hacia el imperio y la nube largo tiempo sombría
sobre el horizonte se desató en una tormenta que barrió de delante de sí como
hojarasca a los pueblos pequeños. El reino del norte se resquebrajó ante la
ráfaga y fue arrasado. Aunque Judá logró sobrevivir durante siglo y medio,
prolongando su existencia más que la misma Asiria, no conoció nunca, excepto
durante un breve intervalo la independencia política. Ahora vamos a ocuparnos
de la historia' de estos años trágicos. Nuestra principal fuente de información
es, una vez más el libro de los Reyes, junto con datos complementarios
suministrados por el libro de las Crónicas. Las memorias de los reyes asirios,
que son desacostumbradamente abundantes en este período que ahora estudiamos,
aclaran en muchos puntos la narración bíblica y acudiremos a ellas de vez en
cuando. Una valiosa luz adicional proviene, desde luego, del libro de Isaías,
junto con el de Miqueas y -para los comienzos de este período— el de Oseas.
A. El avance asirio: caída de
Israel y sometimiento de Judá
1. Comienzos del derrumbamiento de Israel.
1. Comienzos del derrumbamiento de Israel.
Con la muerte de Jeroboam (74-6) la historia del reino del norte se
convierte en un relato de duros desastres. Su dolencia interna apareció
claramente al descubierto; Israel se encontró despedazado por la anarquía en el
preciso momento en que estaba llamado a enfrentarse con la amenaza más grave de
toda su historia: el resurgimiento de Asiria. En menos de 25 años Israel fue
borrado del mapa.
a. El resurgimiento de Asiria: Tiglat-piléser III.
Asiria codiciaba las tierras allende el Éufrates a causa de su valiosa madera y de sus recursos minerales y, también, porque eran paso obligado para Egipto, el sureste de Asia Menor y el comercio del Mediterráneo. Este es el motivo por el que los ejércitos asirios hicieron durante más de un siglo campañas periódicas hacia el oeste. Hasta ahora, sin embargo, el poder asirio había estado fundamentado sobre débiles bases y seriamente amenazado por rivales, de tal suerte que no le fue posible llevar a cabo sus conquistas de un modo ordenado, resultando así su historia una sucesión de avances y retrocesos. Uno de estos últimos permitió a Israel su postrer respiro. Pero el golpe de gracia estaba encima; Asiria había empezado a conquistar, ocupar y gobernar. El inaugurador de este período de la historia asiria, y el verdadero fundador de su imperio, fue Tiglat-piléser III (745-727), gobernante excepcionalmente fuerte y hábil. Al subir al trono tuvo que afrontar la tarea de restablecer el poderío asirio contra los pueblos arameos (caldeos) de Babilonia en el sur, y contra el reino de Urartu en el norte, así como llevar a cabo las posibilidades de Asiria por el oeste. Mediante una serie de pasos, en cuya descripción detallada no nos podemos detener, fueron conseguidos todos los objetivos. Babilonia fue pacificada; al final de su reinado (729), después de algunos disturbios allí ocurridos, Tiglat-piléser -ocupó personalmente el trono de Babilonia, gobernando con el nombre de «Pulu». Sardur II, rey de Urartu, fue afrentosamente derrotado junto con sus aliados, al oeste del Éufrates, y posteriormente asediado en su propia capital; Urartu, con su territorio disminuido, dejó de ser un rival peligroso de Asiria. Ulteriores campañas contra los medos en el norte del Irán llevaron a los ejércitos asirios hasta la región de los Montes Demavend (Bikni), al sur del Mar Caspio. Mucho antes de que estos planes fueran llevados a término, Tiglat-piléser se ocupó del sometimiento del oeste, efectuando el 743, y en los años siguientes, diversas campañas contra Siria. Al principio se le enfrentó una coalición a cuya cabeza estaba Azrían de Yeudí [495]. Probablemente este no fue otro que Azarías (Ozías) de Judá. Numerosos especialistas, seguramente a causa de las dificultades cronológicas, y porque según parece el encuentro tuvo lugar en el norte de Siria, han supuesto que este Azrían era jefe de un pequeño Estado de aquella área. Pero por una parte no conocemos nada acerca de tal Estado, y por otra admitir dos Judas, cada uno con un rey llamado Azarías, es pedir demasiadas coincidencias [496]. Lo probable es que Ozías, aunque anciano e incapacitado por la lepra, como jefe (después de la muerte de Jeroboam) de uno de los pocos Estados firmes que aún quedaban en el oeste, comprendió el peligro y tomó el mando para salirle al encuentro, como había hecho Ajab un siglo antes. Falló, sin embargo, el intento de detener el avance asirio. En 738, si no ya antes, Tiglat-piléser había sometido a tributo a la mayor parte de los Estados de Siria y norte de Palestina, incluyendo Jamat, Tiro, Biblos, Damasco e Israel. Es probable que Ozías muriera (ca. 742) antes de que las represalias asirias pudieran alcanzarle. Las campañas de Tiglat-piléser se diferenciaron de las de sus predecesores en que no eran expediciones militares para obtener tributos, sino conquistas permanentes. Para consolidar sus posesiones, Tiglat-piléser adoptó una política que aunque no totalmente nueva, nunca había sido aplicada hasta entonces con tanta fuerza. No contento con recibir tributo de los príncipes nativos y castigar sus rebeliones con represalias brutales, cuando ocurría una rebelión Tiglat-piléser deportaban, como norma, a los delincuentes e incorporaba sus tierras al imperio como provincias, esperando ahogar de este modo todo sentimiento patriótico capaz de alimentar la resistencia. De esta política, firmemente practicada por Tiglat-piléser y aceptada por todos sus sucesores, tuvo que aprender Israel, a su costa, el significado.
b. Anarquía política en Israel (II R 15, 8-28).
Ni siquiera una nación fuerte y guiada por los más selectos gobernantes hubiera podido sobrevivir a las dificultades que le estaban reservadas. Y, ciertamente, Israel no era esta nación. Por el contrario, debatiéndose en la agonía de una anarquía desenfrenada, había acabado virtualmente de actuar como nación. Durante los diez años que siguieron a la muerte de Jeroboam, había habido cinco reyes, tres de los cuales habían ocupado el trono violentamente y sin tener ninguno de ellos el menor pretexto de legitimidad. Zacarías, hijo de Jeroboam, fue asesinado después de un reinado de unos seis meses (746-745) por Sal.lum hijo de Yabés, quien a su vez fue eliminado antes de un mes por Menajem ben Gadí quien, según parece, tuvo el apoyo de la que en otro tiempo fue capital, Tirsá. Qué fue lo que motivó este golpe —si la ambición personal, miras políticas o rivalidades locales— es desconocido; pero en todo caso, sumergieron al país en una guerra civil de indecible atrocidad (v. 16). Fue Menajem (745-738) quien pagó tributo a Tiglat-piléser cuando éste avanzó hacia el oeste [497]. El tributo, que fue muy duro, fue allegado por medio de impuestos per cápita, recaudados entre todos los hacendados de Israel [498]. Aunque probablemente Menajem tuvo poco lugar a opción en el asunto, parece (v. 19) que sometió voluntariamente la independencia de su país, esperando que la ayuda de Asirla le afirmaría en su inestable trono. Esto fue ciertamente ofensivo para los israelitas patriotas, y por tanto, cuando al poco tiempo Menajem fue sustituido por su hijo Pecajías (738-737), este fue muy pronto asesinado por uno de sus oficiales, Peca ben Remalías, que ocupó el trono [499]. Aparte otros motivos que puedan haber intervenido, este fue el golpe que cambió la política nacional. Es posible (cf. Is. 9, 8-12) que Resin, rey de Damasco, y algunos filisteos, intentando organizar la resistencia contra Asiria y encontrando a Menajem contrario a la coalición, hubieran atacado a Israel y apoyado quizá a Pecaj como posible colaborador de sus planes [500]. Si acudieron o no los confederados a la ayuda egipcia, como sucedió posteriormente (II R 17, 4), no lo sabemos, pero es posible (cf. Os. 7, 11; 12, 1). En todo caso, tan pronto como Pecaj subió al trono, se constituyó en el jefe de la coalición anti asiria. Esto le llevó pronto a la guerra con Judá, y puso en movimiento la marcha final hacia el desastre.
c. Desintegración interna de Israel.
Aunque la confusión antes descrita fue algo más que un mero síntoma de derrumbamiento interno, fue por lo menos, eso. En efecto, Israel estaba in extremis. La nave del Estado, agrietada por todos sus costados, sin brújula ni timonel competente, y con su tripulación desmoralizada, se estaba hundiendo. Las palabras de Oseas, de quien hemos hablado en el capítulo precedente, revelan la gravedad de la situación. Se puede ver en ellas un cuadro plástico de los complots y maquinaciones que desgarraron, cada una por su parte, el cuerpo político (p. e. Os. 7, 1-7; 8, 4; 10, 3 s.); del furioso ajuste de cuentas de la política nacional cuando de un modo o de otro, una u otra facción asumían el poder (p. e. 5, 13; 7, 11; 12, 1) y también ciertos vislumbres de un completo colapso de la ley y del orden, en el cual ni la vida ni la propiedad estaban seguros (p. e. 4, 1-3; 7, 1). Es evidente que los crímenes sociales que había denunciado Amós habían resquebrajado el edificio social, enfrentando a hermanos contra hermanos, clases contra clases, bandos contra bandos, hasta tal punto que Israel no se pudo mantener más tiempo como nación. La desaparición de la fuerte mano de Jeroboam, y la expansión de la amenaza asiria, no hizo sino poner al descubierto la extensión que ya había alcanzado la desintegración social. Al mismo tiempo, Oseas echaba en cara al paganismo, que había existido y continuaba existiendo, el haber producido so capa de religión, sus frutos más amargos en borracheras crápulas y libertinaje sexual, todo lo cual había corroído el carácter nacional (p. e. Os. 4, 11-14; 17 s.; cf. Is. 28, 1-4). En los escasos residuos de la rigurosa moral del yahvismo no había integridad, ni principios, ni fe común que pudiera proporcionar la base para una acción desinteresada e inspirada por el bien común. Esta disgregación interna se expresaba a sí misma, y al mismo tiempo se agravaba, con la crisis política. Olvidada la alianza con Yahvéh, su poder cohesivo y sus sanciones, se dio rienda suelta a las envidias, rencores y un desenfrenado egoísmo. Los israelitas se lanzaron unos contra otros como caníbales (cf. Is. 9, 19 s.), demostrando una barbarie que hubiera estremecido incluso a los paganos (II R 15, 14; cf. Am. 1, 13). El Estado, nunca del todo asegurado, perdió completamente el control. Aunque Israel, falto de una tradición dinástica estable, fue siempre propenso a la revolución, conservó no obstante, con fidelidad, al menos en las apariencias, el caudillaje por designación divina y aclamación popular. Pero ahora incluso esto fue arrollado cuando unos tras otros escalaban el trono sin pretexto siquiera de legitimidad, caso que Oseas consideraba como un pecado contra Yahvéh y como señal de su ira contra la monarquía israelita como tal (vg. Os. 8, 4; 10, 3 s.) [501]. Sin cohesión interna alguna, ni base teológica, el estado se encontró incapaz de una acción inteligente y ordenada; cada relevo en el gobierno llevaba la nave del Estado contra las rocas. No es sorprendente que Oseas —con arrebato tal que rompe la descripción (vg. 9, 11-17; 13, 8-16) — pronunciase la perdición de Israel; Israel estaba ya perdido. La maravilla es que pudiera anticipar para más allá de esta ruina un nuevo e inmerecido acto de la gracia divina que reuniría a Israel de nuevo desde todos los desiertos de la catástrofe (2, 14 s.; 12, 9), curaría su incredulidad y restauraría una vez más el vínculo de la alianza entre el pueblo de Dios (2, 16-23; 14, 1-7). Aquí se hace ya visible el germen de la noción de nueva alianza y nuevo éxodo, tan importante en el pensamiento de los profetas posteriores y en el nuevo Testamento.
2. Últimos días del reino de Israel
(737-721).
Solamente a una inteligencia extraordinaria, que naturalmente nadie
podía tener, le hubiera sido posible salvar a Israel en este trance
desesperado. Pero sus jefes, en vez de manifestar inteligencia, demostraron una
completa inhabilidad para dominar las realidades de la situación. Bajo Pecaj
(737-732) [502] Israel dio un mal paso que hizo caer bajo su cabeza la ira de
Asiria.
a. La coalición arameo-israelita y sus resultados.
Pecaj, como se ha dicho, representaba aquel elemento israelita que anhelaba la resistencia contra Asiria; pronto llegó a ser, juntamente con Resín, rey de Damasco, el jefe de la coalición formada con este propósito. Los confederados deseaban, naturalmente, que Judá, regida en este tiempo por Yotam, hijo de Ozías (742-735) [503] se les uniese. Pero Judá, prefiriendo seguir una política independiente, rehusó. Pecaj y Resín, por tanto, no queriendo tener a su retaguardia un poder neutral y potencialmente hostil, tomaban medidas para someterle (II R 15, 37). En este punto, murió Yotam y fue sucedido por su hijo Ajaz, sobre quien descargó la fuerza del golpe. La coalición invadió Judá por el norte [504] y cercaron a Jerusalén (II R 16, 5) con la intención de deponer a Ajaz y colocar en su trono a un arameo, un cierto Ben Tabel (Is. 7, 6) [505]. Mientras tanto, los edomitas, que habían estado sometidos a Judá durante la mayor parte del siglo octavo, reconquistaron su independencia y arrojaron a las tropas de Ajaz de Elat (Esyón-Guéber) destruyendo la ciudad, como demuestra la arqueología. No podemos decir si esta liberación fue conseguida con ayuda aramea como lo afirma II R 16, 6 (TM), o por lo edomitas mismos, como piensan muchos especialistas (cf. RSV), ya que «Aram» y «Edom» son palabras casi iguales en hebreo. En todo caso, parece ser que los edomitas (II Cr. 28, 17) se habían unido a los confederados para atacar a Judá. Por el mismo tiempo, los filisteos, actuando probablemente de concierto, irrumpieron en el Négueb y en la Sefelá conquistando y ocupando algunas ciudades fronterizas (v 17.). Si esta reconstrucción es correcta, Judá fue invadido por tres lados [506]. Ajaz, viendo su trono en peligro, no vio otro camino que acudir a Tiglat-piléser en demanda de ayuda, ya que estaba incapacitado para defenderse por sí mismo. Podemos comprender algo de la consternación que reinaba en Jerusalén leyendo Is. 7, 1-8, 18, que se refiere a esta crisis. Se nos dice que Isaías se había enfrentado al rey y, previniéndole de las terribles consecuencias del paso que iba a dar, le pidió que no lo diera, sino que confiara en las promesas de Yahvéh a David. Ajaz, sin embargo, incapaz de la fe que el profeta le pedía, rehusó el consejo, envió un enorme presente a Tiglat-piléser e imploró su ayuda (II R 16, 7 s.). Tiglat-piléser actuó rápidamente. Pero probablemente Isaías tenía razón: no había sido necesario el ruego de Ajaz para empujar al asirio a la acción. Aunque la ilación de los sucesos no es del todo segura, Tiglat-piléser cayó sobre la coalición y la destruyó completamente, como lo indica la Biblia y sus propias inscripciones [507]. Moviéndose primero (734) por las costas a través del territorio israelita, sometió a las ciudades rebeldes de Filistea —especialmente a Gaza, que había sido cabeza de la coalición— y presionando después hasta el Torrente de Egipto (Wadi el Aris) donde estableció una base, cortó a la coalición, de modo efectivo, toda posible ayuda egipcia [508]. Después (probablemente el 733), Tiglat-piléser atacó de nuevo a Israel, y esta vez con todo su poder. Todas las tierras israelitas de Galilea y Transjordania fueron saqueadas, parte de la población deportada (II R 15, 29) y numerosas ciudades (p. e. Meguiddo, Jasor) destruidas [509]. El territorio ocupado fue después dividido en tres provincias: Galaad, Meguiddo (incluyendo Galilea) y Dor (la llanura costera) [510]. Tiglat-piléser habría destruido seguramente todo Israel de no haber sido asesinado Pecaj por un cierto Oseas ben Ela (II R 15, 30), quien inmediatamente se sometió y pagó tributo [511]. Quedaba sólo Damasco. En 732 (cf. 16, 9) tomó Tiglatpiléser esta ciudad y la saqueó, ejecutando a Resín, deportando a gran parte de la población y organizando su territorio en cuatro provincias asirias. Caída de Samaria (II R 17, 1-6). La política de Pecaj había costado cara a Israel. De todo su territorio le había quedado un área apenas equivalente solamente a las antiguas posesiones de las tribus de Efraím y oeste de Manasés a su último rey Oseas (732-724), que gobernó como vasallo asirio [512]. Aun así, no se detuvo la frenética carrera hacia la ruina. Oseas se había sometido a Asiria únicamente para salvar lo que quedaba de su país y planeó, sin duda, la revuelta tan pronto como la consideró segura. Y así, poco después de haber sido sucedido Tiglat-piléser por su hijo Salmanasar V, Oseas, pensando que esa oportunidad había llegado, comenzó a negarle tributo y a inclinarse hacia Egipto.
Esto fue el suicidio de Israel. Egipto estaba, por este tiempo, dividido en unos cuantos Estados rivales sin importancia, y sin posibilidad de ayudar a nadie. So (Sib'e), a quien acudió Óseas, era rey, si es que lo era, solamente de una parte del delta del Nilo. Y puesto que los textos asirios le denominaban turtan (comandante en jefe) y al parecer le distinguieron del faraón [513] , pudo haber sido tan sólo un oficial de uno de los gobernantes rivales de Egipto. Ninguna ayuda efectiva se podía esperar de él, y ninguna vino. Salmanasar atacó en el 724. Oseas, que según parece se presentó ante su Señor esperando conseguir la paz, fue hecho prisionero. Entonces los asirios ocuparon el país, excepto la ciudad de Samaria, que aún resistió dos años. Cuando ya el cerco estaba avanzado, murió Salmanasar y le sucedió Sargón II (722-705) que se apoderó de la ciudad (721). Muchos de sus habitantes —27.290 según Sargón [514] — fueron deportados a la alta Mesopotamia y a Media, donde, por fin, perdieron su identidad [515]. La historia política de Israel había llegado a su fin. Los últimos restos de su territorio fueron organizados como la provincia de Samaria bajo un gobernador asirio. Las inscripciones de Sargón nos relatan que al año siguiente (720) estallaron nuevas rebeliones en Jamat, en el Estado filisteo de Gaza y en varias provincias incluyendo Damasco y Samaria. Pero Sargón las aplastó rápidamente, destruyendo Jamat y marchando hacia la frontera sur de Palestina, donde, en Rafia, derrotó al ejército de SibJe (So) que había acudido en ayuda de Gaza. No sabemos la suerte de Samaria. En el transcurso de los años siguientes (II R 17, 24) se estableció allí gente que había sido deportada de Babilonia, Jamat y de otros lugares. Estos extranjeros trajeron consigo sus costumbres y religiones propias (vv. 29-31) y, juntamente con otros llevados allí posteriormente, se mezclaron con la población israelita superviviente. Más tarde encontraremos a sus descendientes en los samaritanos.
Gracias a la negativa de Ajaz a unirse a la coalición anti asiria,
escapó Judá al desastre que envolvió a Israel. Pero ¡no como nación libre! Al
acudir a Tiglat-piléser en demanda de ayuda, Ajaz había firmado ya la renuncia
a su libertad (II R 16, 7 s.) y convirtió a Judá en Estado vasallo del imperio
asirio. Humanamente hablando, es difícil ver, a pesar de las severas críticas
de Isaías, cómo Judá podía haber evitado este destino y sobrevivir; el
insignificante Estado independiente del oeste de Asia había hallado una
solución. Pero las consecuencias del paso fueron desastrosas, como Isaías había
anunciado que serían.
a. Judá bajo Ajaz: tendencias sincretistas.
Entre las consecuencias de la política de Ajaz se hallaban —y no en último grado— las relativas al dominio de la religión. En el antiguo Oriente, la política de sometimiento llevaba consigo normalmente el reconocimiento de los dioses supremos, no, desde luego, sustituyendo a las religiones nativas, sino conviviendo con ellas. Esto explica probablemente las innovaciones (II R 16, 10-18) que Ajaz introdujo en el Templo de Jerusalén. Se nos dice que se vio obligado a presentarse ante Tiglat-piléser en la nueva capital provincial de Damasco para prestarle obediencia y, según parece, para rendir homenaje a los dioses asirios ante el altar de bronce allí levantado. Se hizo entonces una copia de este altar, que fue erigida en el Templo para uso del rey, colocándola al lado del altar de bronce allí establecido. Dado que el rey no se atrevería a remover el gran altar del Templo, ni tampoco se lo exigirían, continuó en uso ritual como antes (v. 15) [517]. El texto oscuro del v. 18 puede significar que Ajaz fue también obligado por el rey asirio a cerrar su entrada privada al Templo, reconociendo así simbólicamente que ya no tenía autoridad allí [518]. Aunque Ajaz tenía las manos atadas, lo cierto es que tales medidas eran estrictamente consideradas como una.humillación y un insulto al dios nacional. ¡Yahvéh no podía disponer libremente de su casa! Esto, sin embargo, no fue el fin. Ajaz, sin fe auténtica ni celo por la religión nacional, como lo demuestran todas las pruebas, no se preocupó de tomar medidas contra el paganismo, por otra parte intacto. Y así florecieron las prácticas paganas nativas, juntamente con toda clase de modas extranjeras, cultos y supersticiones, como nos lo demuestra II R 16, 3 s., y como nos lo indican los pasajes proféticos contemporáneos (vg. Is. 2, 6-8, 20; 8, 19 s.; Mi 5, 12-14). Ajaz llegó a cargar sobre sí, no sabemos cuándo, el sacrificio de su propio hijo al dios Muluk (Molok) en cumplimiento de un voto o promesa, según la costumbre Siria contemporánea [519]. El reinado de Ajaz, fue recordado por las generaciones futuras como una de las peores épocas de apostasía que Judá llegó nunca a conocer.
b. Condiciones económicas y sociales de Judá.
También en otros aspectos la situación de Judá era todo menos ideal. El país había sido gravemente herido en su economía. Los territorios extranjeros ganados por Ozías, incluyendo Edom y las industrias de Esyón-Guéber, habían sido completamente perdidos en el curso de la guerra arameo-israelita y la mayor parte de ellos no volverían a ser recuperados nunca. Esto envolvía una seria pérdida de ingresos. Al mismo tiempo, el tributo exigido por Asiria era tan ruinoso que Ajaz se vio obligado a vaciar su tesoro y despojar el Templo (II R 16, 8, 17), y sin duda también a oprimir hasta el máximo con tributos a sus súbditos para cumplirlo. Lo peor es que las señales de decadencia social y moral que habían destruido a Israel, habían comenzado a manifestarse también en Judá.
Seguramente no debemos pintar un cuadro demasiado sombrío ya que ni la decadencia religiosa ni el empeoramiento social habían llegado tan lejos en Judá como en Israel. No encontramos una apostasía tan total como la que Oseas nos describe en el norte. Por otra parte, a juzgar por las pruebas arqueológicas, la economía nacional, que había sido bien fundamentada por Ozías, continuaba sana a pesar de las exacciones asirias. Las poblaciones judías de finales del siglo octavo tenían una notable homogeneidad de población, con pocas señales de extrema riqueza y pobreza. Parecen haber existido concentraciones de artesanos, con ciudades enteras dedicadas casi exclusivamente a la explotación de una industria particular, tales como las industrias del tejido y teñido de Debir, ya mencionadas; se pueden notar varios indicios de una general prosperidad. La desintegración de las estructuras sociales y la concentración de la riqueza en manos de unos pocos no había llegado en Judá a los extremos que en Israel. La tensión debió darse más, probablemente, entre pequeños propietarios y granjeros por una parte, y la aristocracia de Jerusalén por otra, que dentro de la estructura de la misma sociedad local [520]. No obstante, a juzgar por lo que Isaías y Miqueas nos dicen, la sociedad de Judá no estaba libre de la enfermedad que había destruido a Israel. La situación debió empeorar seguramente durante la reacción pagana bajo Ajaz. Puesto que el paganismo llevaba consigo, necesariamente, un rompimiento de la alianza de Yahvéh, produjo inevitablemente el abandono de la ley de la alianza y así la sociedad de Israel se vio amenazada desde sus cimientos. La clase rica de Judá no era, evidentemente, mejor que la de sus colegas de Israel. Amós (6, 1) y Miqueas (1,5) llegaron a declararlas semejantes. Los grandes propietarios desposeían despiadadamente a los pobres, muchas veces por medios injustos (vg. Is. 3, 13-15; 5, 1-7, 8; Mi. 2, 1 s, 9) [521] y, corrompidos los jueces, los pobres carecían de recurso (vg. Is. 1, 21-23; 5, 23; 10, 1-4; Mi 3, 1-4; 3, 9-11). Mientras tanto los ricos vivían en el lujo, sin preocuparse por las estrecheces de sus hermanos menos afortunados (vg. Is. 3, 16-4 1; 5, 11 s., 20-23). Además, de nuevo como en Israel, parece que la religión oficial no opuso una repulsa efectiva. Mantenida por el Estado y dedicada a los intereses del Estado, no estaba en situación de criticar ni la política del Estado ni la conducta de los nobles que le guiaban. Al contrario, sus cultos cuidados y bien dotados, alentaban la idea (Is. 1, 10-17) de que las exigencias de Yahvéh podían ser satisfechas meramente con el ritual y los sacrificios. El sacerdocio, al menos tal como nos lo describe Miqueas, estaba corrompido: los sacerdotes, arribistas, se preocupaban principalmente de su modo de vivir; los profetas estaban dispuestos a pronunciar sus oráculos de acuerdo con la cuantía de la paga (Mi. 3, 5-8, 9-11). Incluso allí había penetrado el libertinaje (Mi. 2, 11; cf. Is. 28, 7 s.). En una palabra, que si los hechos no eran tan malos como lo habían sido en Israel, la diferencia era sólo de grado.
B. La lucha por la independencia:
Ezequías (715 - 687/6)
1. La política de Ezequías y su significación.
1. La política de Ezequías y su significación.
Durante el reinado de Ajaz, Judá permaneció sometida a Asiria. Pero,
aunque este estado de cosas era tal que no parecía admitir otra posible
alternativa, apenas si puede dudarse que el pueblo patriota sentiría amargura
por ello. El hijo y sucesor de Ajaz, Ezequías, parece haber participado de
estos mismos sentimientos, ya que cambió en todos los aspectos la política de
su padre; primero cautelosamente y después de un modo abierto, intentó
independizarse de Asiria. Aunque el intento se reveló fútil —el destino ya
estaba señalado— fue casi inevitable que lo intentara.
a. Fondo histórico de la política de Ezequías: factores internos.
El simple patriotismo, el natural deseo de independencia de un pueblo orgulloso, jugaron ciertamente un papel importante en la dirección de la política de Ezequías. Esto, sin embargo, no sería suficiente para explicarla. Como ha sucedido siempre en Israel, se mezclaron factores religiosos. La política de Ajaz había llevado a una situación en muchos aspectos intolerable para los yahvistas fervorosos. Es inverosímil que Isaías y Miqueas fueran los únicos descontentos por los abusos sociales que el régimen toleraba, mientras que las tendencias paganizantes, aunque toleradas por muchos, provocaban sin duda una oposición más vigorosa que la que semejantes prácticas habían provocado en Israel del norte. Pero no sólo era Judá característicamente menos hospitalario para las importaciones extranjeras, gracias a su población conservadora y a su firme tradición cúltica; los elementos devotos del yahvismo habían dejado atrás, por este tiempo, incluso la simple tolerancia de las prácticas religiosas populares tal como en épocas anteriores pudieran haber existido. La apostasía abierta al paganismo fue probablemente más excepción que regla en Judá. Por lo que respecta al culto oficial asirio, era una ofensa religiosa y también un recuerdo irritante de la humillación nacional, que únicamente podía agradar a algunos aduladores. Sería realmente extraño que al mismo Ajaz le agradara esto. Había, en una palabra, un apreciable elemento en Judá inclinado a ideas de reforma. Sus manos estaban indudablemente fortalecidas por la manera cómo los profetas habían anunciado el desastre sobrevenido a Israel, como un juicio de Yahvéh por la apostasía y la ruptura del pacto por parte del pueblo. Y así, cuando los profetas denunciaban pecados semejantes en Judá y le amenazaban con la cólera divina a causa de ellos, debió crecer, con seguridad, el sentimiento de que Judá tenía que reformarse si quería escapar a la suerte de su hermana del norte. Sin embargo, mientras Judá estuviera sometido a Asiria, no era posible ninguna reforma satisfactoria. No podía ser dejado a un lado el culto de los dioses asirios, que había sido la cuña de penetración del paganismo, ya que esto mismo constituía una rebelión. Ni podían suspenderse los tributos asirios, que contribuían a agravar la enfermedad social-económica del pueblo. El celo reformista se unía, por tanto, con el patriotismo para producir una oleada de descontento. La verdadera naturaleza de la teología oficial nacional que, como ya hemos indicado [522] , tuvo gran importancia en el dogma del pacto eterno de Yahvéh con David, contribuyó a ello. Se afirmaba regularmente en el culto que Yahvéh había elegido a Sión como el asiento en la tierra de su gobierno y que había prometido a David una dinastía que reinaría eternamente y triunfaría de todos sus enemigos (p. e. sal. 2, 4-11; 72, 8-11; 89, 132, 11-18). Se había previsto, sin duda, la posibilidad de que un rey pecador pudiera atraer el castigo sobre sí y sobre la nación (II S 14-16; 89, 30-37, 38-51), pero de ninguna manera la posibilidad de que la dinastía pudiera llegar a su fin o que fallaran las promesas. Tal teología podía considerar la presente humillación únicamente como un signo de desagrado divino para con el rey actual. Surgió, además, un intenso anhelo, iluminado por la insistente presencia de oráculos mesiánicos en los profetas de este período (v. g. Is. 9, 2-7; 11, 1-9; Mi. 5, 2-6) [523] por la venida de un rey mejor, un davídida ideal que, dotado del carisma divino, estableciera victoriosamente su reinado de justicia y paz y actualizara las promesas dinásticas. A los profetas que profirieron estos oráculos, y a los que creyeron sus palabras, la política de Ajaz sólo les podía parecer una cobarde falta de fe. No serían pocos los que se aferrarían a la primera posibilidad de derribar su política.
b. Fondo histórico de la política de Ezequías: situación mundial.
Las esperanzas fueron avivadas, sin duda, por los sucesos ocurridos dentro y fuera del imperio asirio. Apenas Sargón III había completado el sometimiento de Samaria (721), cuando fue sorprendido por una rebelión en Babilonia, dirigida por el príncipe caldeo Marduk-apaliddina, el Merodak-baladán de la Biblia (II R 20, 12; Is. 39, 1), que estaba respaldado por el rey de Elam. Seriamente derrotado por los rebeldes, Sargón perdió el control de Babilonia y no logró recuperarlo hasta unos doce años más tarde. Mientras tanto, otras campañas reclamaban su atención. En Asia Menor, Mita (Midas), rey de los muski de Frigia, resultaba un temible enemigo. Una rebelión incitada por él y en la que participó el Estado vasallo de Karkemis en Siria (717) llevó a Sargón a destruir este antiguo centro de cultura hitita, a deportar a su población y a emprender posteriormente varias campañas en Asia Menor. También se volvió Sargón contra Urartu, ya debilitado por Tiglat-Piléser III y ahora gravemente amenazado por las incursiones de un pueblo bárbaro indoario, los cimerios, que venían avanzando desde el Cáucaso. Aprovechando la oportunidad, quebrantó Sargón completamente el poder de Urartu, haciendo desaparecer de este modo un antiguo rival, y privando, al mismo tiempo, a Asiria del más fuerte dique contra la avalancha bárbara. Posteriores campañas en el noroeste de Irán establecieron la autoridad asiria sobre los príncipes medos allí existentes. Atareado como estaba, Sargón no llevó a cabo, después del 721, ninguna campaña importante contra Palestina, salvo algunas demostraciones de fuerza hasta el Torrente de Egipto (716-715) [524]. Esto pudo haber alentado a los vasallos impacientes a imaginar que Sargón era un hombre con el que se podía jugar. Egipto, mientras tanto, experimentó un cambio que le colocó en una posición de relativo poderío. La autoridad central de Egipto había desaparecido antes de la mitad del siglo octavo. La dinastía XXII, muy debilitada, tuvo por rival durante algunos años a la igualmente impotente Dinastía XXIII (ca. 759-715) [525] (31); hacia 730/25 desaparecieron ambas y entonces, varios rivales sin fuerza —incluyendo a la llamada Dinastía XXIV (ca. 725-710/9) — compitieron por el poder. En esta situación se encontraba, cuando cayó Samaria, sin que la ayuda egipcia resultase de valor. Pero ca. 716/15 [526] , Pianki, rey de Etiopía, después de adueñarse del alto Egipto, recorrió todo el país, acabando con la Dinastía XXIII y permitiendo a Bocjoris, último rey de la Dinastía XXIV, gobernar como vasallo suyo [527]. Pianki fundó la Dinastía XXV (etiópica), que mantuvo el poder durante los cruciales años siguientes. Con Egipto gobernado de nuevo por jefes vigorosos, los vasallos asirios de Palestina se atrevieron, una vez más, a buscar ayuda en él.
c. Conatos de rebelión: Ezequías y Sargón.
Apenas la Dinastía XXV había consolidado su poder, cuando Egipto emprendió de nuevo el camino histórico de su política de intervención en Asia. El avance asirio hasta las mismas fronteras de Egipto, constituía una amenaza mortal para él, ya que hacía constantemente posible la invasión. Socavar la autoridad asiria en Palestina constituía, por tanto, una primera línea defensiva. Hubo en Palestina quienes, demostrando estar mal informados, pensaron que había sonado la hora de la revuelta. Hacia el 713, se rebeló Asdod [528]. Habiendo rehusado su rey el tributo a Asiria, fue removido y remplazado por su hermano, pero el populacho rebelde le desposeyó inmediatamente y se eligió como rey a un aventurero extranjero. Otras ciudades filisteas se habían sumado a la revuelta, y como nos dice Sargón, Judá, Edom y Moab habían sido invitados a unirse. Es claro, tanto por los textos asirios como por los de la Biblia (Is. cap. 20) que les había sido prometida la ayuda egipcia. En efecto, como nos dice Is. cap. 18, (que casi con seguridad pertenece a este contexto histórico), embajadores del mismo rey de Etiopía acudieron a Ezequías esperando obtener su colaboración [529]. En Judá, las opiniones estaban divididas: aceptar o no aceptar. Como sabemos por su libro, Isaías se opuso decididamente, aconsejando a su rey dar una respuesta negativa a los mensajeros etíopes e ilustrando simbólicamente (cap. 20) el desatino de confiar en Egipto al andar descalzo y desnudo por Jerusalén. No sabemos con exactitud qué camino siguió Judá. Pero, a lo que parece, fueron atendidas las palabras de Isaías y las de quienes estaban de acuerdo con él. Por lo menos, cuando fue aplastada la revuelta, Judá escapó del desastre, lo que probablemente significa que no entró en ella, o que no se comprometió de una manera irrevocable. ¡Fue lo mejor! Sargón, que por este tiempo preparaba la reconquista de Babilonia, estaba en el cénit de su poder. En el 711, su general tomó fiera venganza de los rebeldes, reduciendo a Asdod y reorganizándola como una provincia asiria [530]. La ayuda egipcia falló, y no únicamente en lo material; cuando el jefe rebelde huyó a refugiarse a Egipto, el faraón [531] les entregó vilmente a los asirios. El destino fatal de Judá quedaba, por el momento pospuesto.
d. Reforma de Ezequías.
Dado que, como se ha indicado más arriba, la política de Ezequías era tal que en ella convergían en gran escala el nacionalismo y el celo yahvista, no es sorprendente saber (II R 18, 3-6; cf. II Cr. 29-31) que el rey emprendió una amplia reforma cúltica. No podemos precisar con exactitud cuándo dio Ezequías los diversos pasos que de él sabemos. Pero es muy difícil que fueran dados todos a la vez [532]. Puesto que rechazar los dioses asirios equivalía prácticamente a un signo de rebelión, no es fácil que esto fuera realizado mucho antes de la ruptura definitiva (715). Con todo, es casi segura que algunas medidas de reforma fueran tomadas mucho antes. Lo más probable es que la política de Ezequías fuera llevada al principio con sumo cuidado, con un ojo alerta a la posible reacción asiria, y que después fuera intensificada y ampliada, cuando el movimiento de independencia ganó actualidad. Sea lo que fuere de sus etapas, la reforma de Ezequías fue llevada muy a fondo, siendo precursora de la que llevaría a cabo Josías casi un siglo más tarde. No contento con dejar a un lado las prácticas extranjeras nuevamente introducidas por Ajaz, Ezequías procedió a remover diversos objetos de culto popularmente asociados desde antiguo con el yahvismo. No fue el menos importante la imagen de bronce de una serpiente (II R 18, 4) que se juzgaba había sido hecha por el mismo Moisés y que había permanecido desde tiempos inmemoriales en el Templo. Probablemente debido a que las prácticas paganizantes prevalecían especialmente en los santuarios locales de Yahvéh, Ezequías se anticipó a Josías en el intento de cerrarlos aunque no tenemos datos para precisar cómo se llevó a cabo de hecho. Y puesto que el pueblo no estaba aún preparado para aceptar estas medidas, se resintió sin duda por ellas y no tuvieron un resultado permanente. Pero esto no es razón para dudar que Ezequías lo intentó; se nos relata —y ello no es increíble— que los asirios se apoyaron más tarde en este hecho (II R 18, 22) para intentar separar al pueblo de Ezequías. Que fuera o no reconocido por este tiempo en Jerusalén el antecedente de la ley del Deuteronomio, se debe recordar que las tendencias centralizadas no comenzaron con Josías, sino que se remontan en último término a la tradición del santuario de la anfictionía. Ezequías no limitó sus esfuerzos a Judá. Lo mismo que después Josías, trató de persuadir al pueblo del extinguido Estado de Israel del norte a que aceptara el programa y se uniera al culto de Yahvéh en Jerusalén (II Jr. 30, 1-2). A pesar de los retoques del material característicos de los libros de las Crónicas (Ezequías se dirige a los israelitas del norte como si fueran los posteriores samaritanos), no hay ninguna razón para poner en duda la historicidad de este incidente [533] La política de Ezequías no tenía como único designio la independencia de Judá sino que envolvía también una reafirmación de los derechos dinásticos y el sueño (cf. Is. 9, 1-7) de la unión entre el Israel del norte y el del sur bajo el trono davídico. Se esperaba que la unificación religiosa y la reavivación de Jerusalén como santuario nacional de todo Israel serviría como preludio de la unificación política y de la independencia. Es probable que la dificultad que experimentaron los asirios para mantener sumisa a la población de Samaria haya brotado de las raíces de este sueño. Se advierten claramente los esfuerzos llevados a cabo por los reyes de Judá por mantenerse unidos con el Israel del norte en el hecho de que una mujer de Manasés, hijo de Ezequías, pertenecía a una familia galilea (II R 21, 19), como lo fue posteriormente una de las mujeres de Josías (23, 36) [534]. No obstante, el esfuerzo fracasó. Se nos dice que las insinuaciones de Ezequías, aunque provocaron alguna respuesta en el norte, fueron rechazadas en Efraím, parte sin duda por recelos tribales, pero parte también a causa de que los asirios, que ciertamente observaban todos estos hechos con creciente preocupación, habían reorganizado el santuario de Betel (17, 27 s.), como un contrapeso para contrarrestar esta propaganda. El sueño de un Israel unido tenía que ser, por el momento, descartado. Aunque carecemos de información directa, la reforma de Ezequías tuvo también, indudablemente, aspectos sociales. Un retorno al yahvismo estricto tenía que llevar consigo, por necesidad, un intento de remover los abusos económicos que existían, y contra los que habían tronado Isaías y Miqueas. Sabemos (Jr. 26, 16-19; cf. Mi. 3, 12) que la predicación de Miqueas, que atacaba en primer lugar precisamente estos abusos, influenció a Ezequías en sus esfuerzos; y el hecho de que el igualmente severo Isaías permaneciera callado respecto de Ezequías, arguye, cuando menos, que este rey no incurrió en la culpa de permitir ultrajantes injusticias. No sabemos qué medidas pudo haber tomado Ezequías. Quizás la introducción, aproximadamente por este tiempo, de vasijas marcadas con el sello del rey, y posiblemente fabricadas en las alfarerías reales, represente, aunque esto no es seguro, un intento por parte del Estado de contener la deshonestidad en la exacción de impuestos (¿y en el comercio?), mediante la unificación de pesos y medidas [535]. Quizá este mismo período vio la introducción de un sistema gremial, copiado de los modelos fenicios, concebido para impedir que los artesanos fueran explotados [536] , aunque no podríamos decir qué parte tuvo en ello el Estado, si es que tuvo alguna. En todo caso, no se permitió a la expoliación libre camino; con la estructura social de Judá aún intacta, pudo mantenerse una relativa prosperidad general.
2. Ezequías y Senaquerib.
Durante todo el reinado de Sargón, no se produjo ningún rompimiento
abierto con Asiria. Pero cuando a este rey le sucedió su hijo Senaquerib
(705-689), hombre de bastante menos habilidad, Ezequías, creyendo que había
llegado el momento oportuno, rehusó formalmente el tributo (II R 18, 7) y dio
los pasos necesarios para defender su independencia.
a. El estallido de la rebelión.
a. El estallido de la rebelión.
La situación parecía ofrecer esperanzas de éxito. Sargón había encontrado la muerte en el curso de una de sus grandes batallas, en una batalla que probablemente constituyó un serio revés para Asiria, y había sido enterrado lejos de su propia tierra. Apenas Senaquerib había subido al trono cuando tuvo que hacer frente a rebeliones en ambos extremos de su reino. En Babilonia Marduk-apal-iddina (Merodak-baladán), el príncipe caldeo que había defendido su independencia contra Sargón durante la mayor parte del reinado de este rey, se rebeló de nuevo y, ayudado por los elamitas, se erigió a sí mismo como rey (703). Pasaron varios meses antes de que Senaquerib pudiera desalojarle. Simultáneamente estalló la revuelta en el oeste. Esto formaba parte de un plan preconcebido, ya que nosotros sabemos que Merodak-baladán envió mensajeros a Ezequías (II R 20, 12-19; Is. 39) como sin duda haría también con otros reyes, buscando su colaboración [537]. Egipto se había comprometido igualmente a enviar refuerzos. Gobernado en este tiempo por el fuerte Sabaco (ca. 710/9-696/5) [538] , estaba en mejores condiciones que los demás para aportar una ayuda eficaz. Al extenderse la revolución por toda Palestina y Siria se formó una coalición considerable. Uno de sus jefes era el rey de Tiro, junto con otras ciudades fenicias también implicadas. En Filistea, mientras Asdod y Gaza permanecían en calma, Escalón y Eqrón se asociaban estrechamente [539]. También Moab, Edom y Ammón pudieron haber estado implicados, aunque no ofrecieron resistencia alguna cuando Senaquerib atacó. El mismo Ezequías, ardiente nacionalista, estuvo sometido a una fuerte presión, tanto por parte de los confederados como de algunos de sus nobles, patriotas. A pesar de las formales amonestaciones de Isaías que estigmatizaba todo este asunto como desatino y rebelión contra Yahvéh, Ezequías se confederó y envió mensajeros a Egipto para negociar un tratado (cf. Is. 30, 1-7; 31, 1-3). De hecho, él llegó a ser uno de los jefes de la rebelión. Como el mismo Senaquerib nos cuenta, Padi, rey de Eqrón, que había permanecido fiel a Asiria, fue entregado por sus súbditos a Ezequías y guardado prisionero en Jerusalén. Si II R 18, 8 pertenece a este contexto, Ezequías usó también la fuerza contra las ciudades recalcitrantes de Filistea, para obligarlas a entrar en sus proyectos [540]. Ezequías, desde luego, estaba seguro de que Senaquerib llegaría a enterarse de todo esto. Por tanto se ocupó, en el poco tiempo que tenía a su disposición, de fortificar sus defensas (II Cr. 32, 3-5) y proveerse de agua, como preparación para un asedio. Entonces fue cuando excavó el famoso túnel de Siloé (II R 20, 20; II Cr. 32, 30), que conducía las aguas de la fuente de Guijón, en la falda de la colina de Jerusalén, a una piscina, dentro de las murallas [541]. ¡La suerte estaba echada!
Después de pacificar, por el momento, a Babilonia, Senaquerib se vio libre, hacia el 701, para atacar. Conocemos lo referente a esta campaña por las noticias de II R 18, 13-16 y por las propias inscripciones de Senaquerib [543] que las confirman, aunque con considerables exageraciones. Moviéndose a lo largo de la costa en dirección sur, Senaquerib comenzó por vencer la resistencia del reino de Tiro, remplazando a su rey, que huyó a Chipre, por un gobernador elegido por él mismo. Las invasiones asirias fueron, incidentalmente, tan desastrosas para Tiro como para Israel; finalizado su apogeo, Tiro fue remplazado en importancia comercial por los griegos y por algunas de sus propias colonias, como Cartago. Con la sumisión de Tiro la revuelta comenzó a declinar. Los reyes próximos y lejanos —los de Biblos, Arvad, Asdod, Moab, Edom, Ammón— se apresuraron a rendir tributo a Senaquerib. Sin embargo, los Estados de Ascalón y Eqrón, juntamente con Judá, siguieron resistiendo. Senaquerib marchó contra ellos reduciendo en primer lugar las dependencias de Ascalón, cerca de Joppe, y moviéndose después hacia el sur para combatir a Eqrón, cuyo rey, como se recordará, continuaba prisionero en Jerusalén, por haberse negado a cooperar. Un ejército egipcio que marchaba en socorro de Eqrón fue detenido y destrozado en Eltekeh (cerca de Eqrón). Después Senaquerib se apoderó sin esfuerzo de Eqrón y de otras ciudades filisteas rebeldes, castigando a los culpables con la ejecución o la deportación. Mientras tanto se volvió contra Judá. El mismo nos cuenta que redujo 46 ciudades fortificadas de Judá, y que deportó a su población [544] , encerrando a Ezequiel y al resto de sus tropas en Jerusalén «como a un pájaro en una jaula». La carnicería debió de ser terrible (cf. Is. 1, 2-9). Las excavaciones de Lakís, que fue tomada al asalto por Senaquerib, revelan, entre otras pruebas de destrucción, un enorme hoyo en el que fueron arrojados los restos de mil quinientos cuerpos, cubiertos con huesos de cerdo y otros restos, probablemente los desperdicios del ejército asirio [545]. La situación de Ezequías era desesperada. Abandonado por algunas de sus tropas [546] , y según parece instado a rendirse nada menos que por Isaías (Is. 1, 5), envió una embajada a Senaquerib, mientras éste estaba sitiando Lakís (II R 18, 14) para pedir condiciones. Estas fueron duras. Fue devuelto el rey de Eqrón y restaurado en su trono. Porciones del territorio de Judá, de una extensión desconocida [547] , fueron repartidas entre Eqrón y los reyes leales de Asdod y Gaza. Además, Senaquerib exigió un aumento drástico del tributo, obligando a Ezequías a expoliar el Templo y el tesoro para poder cumplirlo. Todo esto, juntamente con otros presentes, entre los que se incluían algunas de las hijas de Ezequías como concubinas, fue llevado posteriormente a Nínive.
c. Los últimos años de Ezequías.
Los sucesos de después del 710 son inciertos. Pero dado que, como trataremos de mostrar en el Excursus I, la narración de II R 18, 17-19, 37/Is. 36 ss., con dificultad encaja en el 701, y no debiendo desecharla como legendaria, es probable que hubiera una ulterior rebelión y una segunda invasión asiria después de que Tirhakah (II R 19, 9) asumió el poder en Egipto (ca. 690/89). Las circunstancias eran favorables. Después de su campaña del 701, Senaquerib tuvo que afrontar una continua y creciente emergencia en Babilonia. Cuando el gobernador allí colocado después de la expulsión de Merodak-baladán, llamado Belibni, se rebeló a su vez (ca. 700), Senaquerib lo reemplazó por su propio hijo Assur-nadin-sum. Pero circa 694-3, un nuevo levantamiento, inducido por el rey de Elam, colocó a un nuevo usurpador (Nergal-usezib) en el trono; el hijo de Senaquerib fue hecho prisionero y posteriormente asesinado. Aunque este usurpador fue rápidamente suprimido, le sucedió otro inmediatamente (MusezibMarduk). Toda Babilonia estaba en abierta rebeldía. Pero cuando Senaquerib se dirigió hacia ella para subyugarla (691), le salió al encuentro una coalición de babilonios, elamitas y otros y sufrió una seria derrota. Esto podía dar a entender que Asiria estaba perdiendo el control. Justamente por este tiempo (690/89), el enérgico joven Tirhakah había llegado a ser corregente y actual gobernante de Egipto. Es completamente admisible presumir que las noticias de los reveses asirios, más la promesa de ayuda por parte de Egipto, impulsaran a Ezequías a rebelarse de nuevo. Si hubo o no otros implicados en la revuelta, no lo podemos precisar, por supuesto. Es posible, si II R 18, 8 pertenece a este contexto [548] , que Ezequías aprovechase la oportunidad para recobrar el territorio que Senaquerib le había arrebatado.
Senaquerib no pudo hacer nada por el momento. Pero el 689 ya había sido dominada la rebelión en Babilonia, que fue tomada y arrasada, sus habitantes tratados con espantosa ferocidad, sus templos profanados y destruidos y la imagen de Marduk conducida a Asiria. Esto dejó libre a Senaquerib para volverse hacia el oeste, y es probable que ca. 688 lo hiciera. Los sucesos de II R 18, 17-19, 37/Is. 36 ss., encuadran mejor en tal contexto. Aunque no tenemos detalles, parece (II R 18, 17; 19, 8) que Senaquerib apareció de nuevo en la llanura costera y comenzó, como en otro tiempo, por someter la frontera defensiva de Judá (Lakís, Libná), bloqueando una vez más a Ezequiel en Jerusalén. Mientras tanto Tirhakah (19, 9) marchaba en ayuda de Ezequías. Senaquerib, deseando concluir el asunto de Judá antes de encontrarse con el faraón, y conociendo que no tenía tiempo suficiente para reducir a Jerusalén por el cerco y el asalto, envió a su general en jefe a Ezequías, para intimarle la rendición [549]. Pero Ezequías, que sabía perfectamente que la rendición significaba el final de Judá y la deportación de su población (18, 31, ss.) prefirió morir luchando. En esto encontró la aprobación del anciano Isaías que, convencido ahora de que Asiria había sobrepasado la paciencia de Dios, le aseguró que Jerusalén de ninguna manera sería conquistada (II R 19, 29-34; Is. 24-27; 17, 12-14, etc.) El resultado del encuentro entre Senaquerib y Tirhakah es desconocido. Probablemente fue una victoria asiria, ciertamente, si hay algo de fundamento en la tradición de Herodoto (II, 141) de que los asirios presionaron sobre las fronteras de Egipto. Pero Jerusalén no fue tomada. Se sugieren dos explicaciones: que el ejército asirio fue diezmado por una epidemia (II R 19, 35), y que llegaron noticias que requerían su presencia en su propio territorio (v. 7). Estas explicaciones no se excluyen mutuamente y las dos son admisibles. La primera tiene como base la tradición de Herodoto de que el (ejército asirio fue invadido por una plaga de ratones (¿ratas?). Quizá se tratase de la peste bubónica. De todas maneras, es necesario admitir una liberación extraordinaria, aunque no sea más que porque fueron conservados los oráculos de Isaías que la predijeron y porque, como consecuencia, la inviolabilidad de Sión llegó a constituirse en dogma. Pero aunque los asirios se retiraron dejando ilesa a Jerusalén, Judá no se vio libre. Que Senaquerib no volviese para tomar venganza, está suficientemente explicado por el hecho de que Ezequías murió al año siguiente (687/86). Su hijo Manasés renunció a la rebelión e hizo la paz. El valeroso intento por la independencia, que tan caro había costado a Judá, había fracasado.
C. Los profetas de los últimos años
del siglo octavo en Judá
1. La emergencia nacional y el mensaje profético.
1. La emergencia nacional y el mensaje profético.
No podemos poner fin a la historia de Judá de los últimos años del siglo
octavo sin hacer una mención al menos de los profetas que ejercieron su
ministerio entonces, y que afrontaron incesantemente la emergencia nacional. Si
no lo hiciéramos, dejaríamos incompleta la historia, ya que estos profetas
fueron ciertamente de más alta importancia histórica que algunos de los reyes
de Judá, o de Asiria, ya que de éstos tratamos. Aunque sin duda ninguna hubo
otros, nosotros conocemos dos: Isaías y Miqueas. Ambos iniciaron su predicación
cuando la sombra de Asiria se cernía sobre el país y cuando el Estado del norte
se tambaleaba al borde del sepulcro y ambos vivieron en los trágicos años que
siguieron. Isaías a lo largo de todo el período de que hemos tratado en este
capítulo.
a. La crisis espiritual de Judá.
Para valorar a estos profetas, es necesario comprender la crisis que atravesaba la nación. No fue ésta solamente externa, la amenaza física de la agresión asiria ya descrita, sino la emergencia espiritual que coincidió con ella y la acompañó y que amenazó el carácter y la religión nacional desde sus cimientos. Esta emergencia dimanó en parte de la misma debilidad interna que había destruido a Israel del norte y que actualmente, aunque a escala reducida, afectaba también a Judá. Esto ya lo hemos explicado más arriba. Hemos hablado de las enfermedades social-económicas, a las que la religión oficial no opuso una repulsa eficaz y que las exacciones asirias no hicieron sino agravar, y también de las tendencias sincretistas, siempre endémicas, que circularon libremente durante la época relajada que siguió al reconocimiento de los dioses asirios por parte de Ajaz. Aunque probablemente estas tendencias no llegaron a ser lo suficientemente serias en sí mismas como para aniquilar la nación, indican una cierta debilidad en su estructura fundamental y ciertamente no iban a ser una ayuda en su lucha por la existencia. En resumen, con la progresiva desintegración de los antiguos esquemas sociales, la alianza sinaítica con sus austeras obligaciones religiosas, morales y sociales, que habían constituido la base de la sociedad israelita, había sido profundamente olvidada por muchos de los habitantes de Judá, para quienes Yahvéh no era más que el guardián nacional, cuya función consistía en proteger y bendecir a la nación (Is. 1, 10-20) a cambio de meticulosas observancias cúlticas.
Esto, sin embargo, no fue todo. Como ya hemos dicho antes, el Estado de Judá no estaba basado teológicamente en la antigua alianza mosaica sino en el pacto eterno de Yahvéh con David. Esta noción de la alianza [550] , más bien un tanto diferente, había remplazado en gran parte en la mente nacional a la alianza primitiva. Se creyó y se afirmó cúlticamente que Yahvéh había elegido a Sión como su morada y que había prometido a David una dinastía eterna; que cada rey, ungido como «hijo» de Yahvéh (sal. 2, 7, etc.), sería defendido contra sus enemigos; que la dinastía alcanzaría, al fin, un poderío mayor que el de David, con todos los reyes de la tierra humillados a sus pies (sal. 2, 10 ss.; 72, 8-11, etc.). En una palabra, la existencia de Judá no descansaba en la respuesta obediente a los actos gratuitos de Yahvéh en el pasado, sino en sus promesas incondicionales para el futuro. Aunque estas dos nociones de alianza no fueran completamente incompatibles, como se ve por el hecho de que se llegara a conseguir un ajuste entre ambas, existía, no obstante, cierta tensión [551]. Aunque en la teología oficial se le imponían al rey las obligaciones morales propias del yahvismo (v. g., sal. 72), y debía mantener la justicia bajo pena de un severo castigo, las promesas eran seguras e incondicionales (sal. 89, 3 ss.; 27-37; II S 7, 14-16). El culto oficial estaba al servicio de la teología nacional. Su finalidad era asegurar el bienestar de la nación mediante el sacrificio y las ofrendas y la reafirmación ritual de las promesas. Era inevitable una cierta paganización interna a la vez que era mantenido externamente un yahvismo normativo: el culto del Estado llegó a ser, como en las religiones paganas en general, el soporte espiritual y la defensa del orden existente. Y así se puede comprender que se criticara a un rey individual, pero no se podía criticar, fundamentalmente, al Estado, o creer que el Estado pudiera caer. Era inevitable, como lo demuestran Isaías y Miqueas, que se tendiera a reducir las críticas.
Los sucesos de los últimos años del siglo octavo cayeron con toda la fuerza de una avalancha sobre la teología oficial de Judá. Con la existencia misma del Estado y la dinastía en peligro, entraban en crisis los fundamentos mismos de la ideología nacional. ¿Se podía confiar realmente en las promesas hechas a David? Si Asiria podía tratar con desprecio a la nación, si los dioses asirios podían introducirse en la casa de Yahveh, ¿qué cabía pensar del poder de Yahvéh para cumplir sus promesas? La reacción de Judá fue doble y opuesta: una confianza ciega y fanática y una cobarde infidelidad, ambas igualmente destructoras. Hubo quienes, muy seguros de que Yahvéh cumpliría sus promesas a Judá, sin importar los desatinos que hubiera cometido, condujeron a la nación a una temeraria y casi suicida rebelión, sin calcular los pros y los contras. Y hubo otros que, como Ajaz, por no poder llegar a creer, en absoluto, en la teología nacional (cf. Is. 7, 1-17), no vieron otro camino de salvación para Judá que convertirle en dócil instrumento de Asiria. Es de maravillar que, después de que la sumisión a Asiria había traído únicamente miseria, y después de que la rebelión había resultado completamente inútil, no se siguiese una completa desilusión respecto de la teología y de sus promesas, y con ello el abandono de todo pretexto de yahvismo. Este peligro era grave, como lo demostraron los sucesos del reinado de Manasés, sobre los que más tarde volveremos. Que nada de esto sucediera debe ser atribuido, humanamente hablando, en no pequeña parte a los profetas —especialmente a Isaías— y a los que estaban dispuestos a escuchar sus palabras.
b. El profeta Isaías: su vida y su mensaje.
A lo largo de toda su historia pocas figuras produjo Israel de tan gran talla como Isaías. Llamado al ministerio profético (Is. 6, 1) el año de la muerte de Ozías (742), descolló durante cincuenta años sobre la escena contemporánea, y aunque quizá entonces lo advirtieran pocos, guió a la nación en sus horas de crisis y tragedia más que ningún otro individuo. A juzgar por la facilidad con que se acercaba al rey, debió ser de familia noble, si es que no era miembro de la corte misma. Sin embargo su destino fue permanecer durante casi toda su vida opuesto a la política de esta corte y rechazarla con los términos más duros. Isaías, oprimido en su experiencia inaugural (cap. 6) por la terrible santidad de Yahveh y por la magnitud del pecado nacional, transmitió un mensaje que fue, ante todo, una denuncia totalmente en la línea de Amós. Con airado furor atacó a los nobles poderosos y desaprensivos y a los jueces venales que habían conspirado para despojar a los desamparados de sus derechos (v. g., 1, 21-23; 3, 13-15; 5, 8, 23; 10, 1-4). Las decadentes clases altas, entregadas a la molicie y preocupadas tan sólo por las posesiones materiales y por los placeres (v. g., 3, 14-4, 1; 5, 11 ss., 22), abiertas a las costumbres extranjeras y sus principios morales ni fe en Dios (5, 18-21), aparecían ante él como infinitamente merecedoras de la ira divina. Isaías estuvo convencido desde el principio (6, 9 ss.) de que estaba hablando a un pueblo incapaz de corregirse, y comparando la nación (5, 1-7) a una viña bien cuidada, que debía haber producido hermosos racimos pero que no lo había hecho, declaró que Judá sería abandonado, como se abandona a los cardos y espinas las viñas infructuosas, por su obstinación en no responder a las gracias de Yahvéh con una conducta digna. A causa de sus crímenes contra la justicia, declaró como inaceptable y ofensivo a Yahvéh (1, 10-20) aquel espléndido culto por el que se esperaba satisfacer las exigencias divinas. Como Amós, Isaías esperaba el día de Yahveh como un día de juicio (2 6-21) y consideraba a los sirios como el instrumento de este juicio (5, 26-29). Veía a la nación internamente desmoronada (3, 1-12), hundida en la ruina (6, 11 ss.), reducida a un pequeño resto (10, 22 ss.), y declaró que aun este pequeño resto se vería sumergido de nuevo en las llamas de la catástrofe (6, 13) [552]. El primer choque de Isaías con la política nacional tuvo lugar durante la crisis de 735-733, cuando la coalición arameo-israelita marchó contra Jerusalén para obtener la cooperación de Judá contra Asiria. Por este tiempo tuvo Isaías un hijo a quien puso el significativo nombre de Sear-yasub («un resto volverá») [553]. Sabiendo que Ajaz se proponía acudir a Asiria en busca de ayuda, Isaías, acompañado de su hijo, se enfrentó al rey (7, 1-9) y, asegurándole que los confederados no podrían nunca llevar a cabo su propósito, le conminó a que no diera aquel paso, sino que confiara en las promesas de Yahvéh. Vacilando Ajaz, se presentó Isaías en la corte (7, 10-17) para ofrecer una señal de Yahveh, en confirmación de sus palabras. Como el rey lo rehusara con piadosa hipocresía, Isaías, encolerizado, dio el famoso signo del Emmanuel: el nacimiento de este niño, probablemente de la dinastía real, significaría que las promesas de Yahveh a David eran ciertas pero, ya que Ajaz no había creído, sería también señal de la terrible calamidad que su cobardía traería sobre la nación. Rechazando repetidamente la política real y describiendo sus espantosas consecuencias (v. g., 7, 18-25; 8, 5-8a), Isaías requería a todos los que querían escucharle pasar a la oposición (8, 11-15). Un segundo hijo, nacido por este tiempo (8, 1-4), fue llamado Maher-salal-jas-baz («pronto al saqueo, rápido al botín»), como señal de que la coalición arameo-israelita sería pronto deshecha con tal de que el rey tuviera fe. Pero Ajaz no la tuvo. Por el contrario, envió un tributo a Tiglat-Piléser y renunció a la independencia. Al ser rechazado su consejo, Isaías escribió una memoria para sus discípulos, de la que dijo que sería testigo para el futuro (8, 16-18) y se retiró. A pesar de todo, Isaías no perdió la esperanza. Su doctrina sobre Dios era demasiado abierta para suponer que el abandono de la nación pudiera frustrar los planes divinos y cancelar sus promesas. A pesar de su convicción de que Ajaz había traicionado su deber, y quizá debido a ello, Isaías conservaba el ideal dinástico tal como había sido perpetuado en el culto (p. e., sal. 72) y él mismo dio expresión clásica a la esperanza de un vástago de la línea davídica que cumpliría este ideal (9, 2-7; 11, 1-9) [554] , manifestando los dones carismáticos que se suponía estaban depositados en la dinastía (11, 2), estableciendo aquella justicia que Ajaz tan claramente había descuidado y acabando para siempre con la humillación nacional. Isaías estaba convencido de que Yahvéh dominaba la historia y de que era firme su propósito de establecer su soberano gobierno de paz sobre las naciones (2, 2-4; 11, 6-9) [555]. Por tanto, miraba la tragedia presente como una parte de este propósito: un castigo, una purificación mediante lo cual Yahvéh apartaría la escoria del ser nacional para conseguir un pueblo depurado y limpio (1, 24-26, cf. 4, 2-6) [556]. El presagio encerrado en el nombre de su hijo Sear-yasub empezó a abrir camino a la esperanza (10, 20 ss.): quizá sólo un resto, pero en todo caso un resto, volverá (es decir, arrepentido). Aunque repetidamente desoído, nunca perdió Isaías la esperanza de que la tragedia purificaría a Judá y produciría un resto justo (37, 30-32).
c. Isaías: su vida y su mensaje (continuación).
Después de ser rechazado en 735-733, Isaías, al parecer, no intentó intervenir en la política nacional durante el reinado de Ajaz. Le volvemos a encontrar cuando Ezequías subió al trono y Judá fue solicitado a unirse a la revuelta contra Asiria dirigida por Asdod y respaldada por Egipto (714-711). Como ya hemos visto, fueron enviados a Ezequías, para pedir su colaboración, embajadores de la Dinastía XXV (cap. 18 y probablemente también filisteos (14, 28-32). Isaías (¡él, que había sido contrario a la sumisión a Asiria!) se opuso categóricamente al proyecto. Su postura era que Yahvéh había fundado Sión y se bastaba para su defensa (14, 32), y que en su tiempo oportuno daría la señal de la caída de Asiria (18, 3-6): hasta entonces el pueblo debía esperar. Mientras se estaba fraguando la conspiración, Isaías, recorriendo Jerusalén descalzo y cubierto solamente con un saco, como prisionero de guerra (cap. 20), predijo simbólicamente el desastroso resultado de la confianza en Egipto. Probablemente se le hizo caso, porque, si Judá salió ileso cuando la rebelión fue aplastada, es que al parecer no participó en ella.
Pero la victoria de Isaías, si es que fue tal, duró poco. Cuando a la muerte de Sargón (705) estalló la rebelión general, Judá, como hemos visto, estaba completamente implicado en ella y había negociado con Egipto para obtener ayuda. Isaías denunció esto con toda la actitud de que era capaz y predijo para ella solamente el desastre (v. g., 28, 14-22; 30, 1-7; 12-17; 31, 1-3). No sólo sabía que la ayuda egipcia era inútil, sino que consideraba la alianza, sellada en nombre de los dioses egipcios (28, 15), como la prueba de una falta culpable de fe en Yahvéh (p. e., 28, 12, 16 ss.; 30, 15). Pero los jefes de la nación, que eran un hatajo inmoral y ateo (28, 7 ss.; 29, 15), se mofaban de él (28, 9-14) y le ordenaron simplemente que se apartase del camino y dejase de insistir (30, 9-11). Isaías, vencido una vez más, escribió lo que había dicho como testimonio para el futuro (30, 8). Pero él nunca dejó de oponerse. Cuando el 701 la rebelión había llevado a la nación al borde de la ruina, él lo denunció (1, 2-9) y urgió para que se desistiera (v. 5). Cuando todo hubo pasado, la conducta de aquellos que habían escapado con vida, y no precisamente gracias a ellos mismos, fue para Isaías prueba de que la nación era poco menos que incorregible (22, 1-14) [557].
Escuchamos por última vez a Isaías cuando Ezequías se rebeló de nuevo (ca. 688) y Senaquerib volvió a invadir Judá [558]. Por este tiempo Isaías había llegado a la convicción de que Asiria, llamada a ser instrumento del castigo de Yahveh, había agotado la paciencia divina (10, 5-9) con sus impíos excesos y de que Yahvéh estaba a punto de mostrar su dominio por medio del aplastamiento de Asiria en tierra palestina (14, 24-27; 17, 12-14) y del rescate de su pueblo, como lo había hecho en otro tiempo en Egipto (10, 24-27). Por tanto se comportó de una manera en apariencia completamente paradójica. El, que se había opuesto constantemente a la rebelión contra Asiria en las horas de apuro de Judá, permaneció ahora casi solo junto a su rey y le animó a permanecer firme, declarando que los asirios, en su soberbia, se habían ensalzado a sí mismos y habían blasfemado contra Yahveh (37, 21-29) y que nunca tomarían Jerusalén (29, 5-8; 37, 33-35). Ezequías se mantuvo firme, la ciudad no fue conquistada e Isaías quedó reivindicado. Con esto, el anciano profeta desaparece de la escena. La tradición de que fue martirizado por el impío Manasés es tardía y carece de fundamento.
d. El mensaje de Miqueas.
Antes de analizar el significado del mensaje de Isaías es necesario decir algunas palabras de su contemporáneo Miqueas. Poco sabemos de Miqueas, excepto que era originario del pueblo de Moreset-gat en el sudoeste de Judá (Mi. 1, 1) que su ministerio comenzó aproximadamente al mismo tiempo que el de Isaías y continuó durante el reinado de Ezequías (cf. Jr. 26, 16-19). Los ataques de Miqueas siguieron el esquema profético clásico, combatiendo —quizá debido a sus orígenes humildes— los abusos económico-sociales, particularmente la opresión de los campesinos por parte de la nobleza rica de Jerusalén. A Miqueas le parecía que Jerusalén estaba, en algunos aspectos, en tal mal estado como Samaria, y merecía el mismo juicio (1, 5-9). Veía hombres voraces despojando al pobre (2, 1 ss., 9), gobernantes corrompidos que no practicaban la justicia, sino que ellos mismos eran culpables de la opresión (3, 1-3, 9-11), y un clero que no lo censuraba, porque sólo se preocupaba de su propio vivir (3, 5, 11). Miqueas denunció con vehemencia todo esto, y no le dieron precisamente las gracias por su molestia (2, 6). Vio con asombro que este pueblo, confiado en las promesas incondicionales de la teología oficial y seguro de que Yahvéh habitaba en medio de él, no sentía miedo del peligro (3, 11). La réplica de Miqueas fue un mensaje de castigo inflexible. Empapado como estaba en las tradiciones del primitivo yahvismo, consideraba esta injusticia como una ruptura de las estipulaciones de la alianza, que Yahvéh vengaría con toda seguridad. En un pasaje clásico (6, 1-8) [559] se imagina a Yahvéh demandando en proceso contra su pueblo, que había olvidado los actos de benevolencia que tuvo en el pasado para con él y que sus exigencias —que son una conducta justa y misericordiosa y una obediencia humilde— no pueden ser satisfechas por ninguna actividad cúltica, por muy perfecta que se la suponga. Miqueas pronunció sobre Judá una condena total. Yendo más allá que Isaías, llegó a declarar que Jerusalén y el Templo serían abandonados como un montón de ruinas en el bosque (3, 12). La confianza mantenida por la teología oficial, de que Yahvéh había elegido a Sión como su morada para siempre (sal. 132), es abiertamente rechazada. Sin embargo aun aquí (probablemente en el mismo Miqueas, pero ciertamente en aquellos de sus discípulos que conservaron sus palabras), se mantiene la esperanza inherente al pacto davídico (5, 2-6 [Hb. 1, 5) [560] , pero con una diferencia: se espera que Jerusalén caerá, pero que Judá, maravillosamente liberado, será regido por un príncipe davídico procedente de Belén, que aparecerá en una era de paz. Pudiera parecer que hubo algunos que se aferraban a las promesas asociadas a la dinastía davídica, pero rechazaban su identificación con Jerusalén y el Templo.
2. Los efectos de la predicación
profética.
Los efectos de la predicación profética, aunque en su mayor parte
intangibles y difíciles de valorar, fueron profundos. En particular, ofreció
una explicación de la humillación nacional por parte de Asiria que capacitó a
la teología nacional para acoplarse a la crisis; dio impulso a un movimiento de
reforma en Judá que produjo abundantes frutos algunas generaciones más tarde,
proporcionó a la esperanza futura de Israel una forma clásica y definitiva que
afectó no sólo a la historia de Israel sino a la del mundo de todos los tiempos
futuros.
a. Los profetas y la teología nacional.
Ya hemos notado cómo la alianza sinaítica, con sus severas obligaciones y sanciones morales, había sido oscurecida en el pensamiento popular por la alianza davídica con sus promesas incondicionales. Aunque tampoco esta última carecía de exigencias morales (sal. 72, 1-4, 12-14), no recaía el peso sobre ellas sino sobre las promesas que, según ellos creían, garantizaban la seguridad nacional, la estabilidad y un futuro glorioso. La crisis asiria rebatió categóricamente esta teología optimista y planteó la cuestión de si las promesas de Yahvéh, que ni siquiera pudieron proteger a su nación de la humillación, ni a su propia casa de la intrusión, tenían algún valor. Sin alguna nueva interpretación que capacitase a la teología nacional para explicar la calamidad con términos de sus propias premisas, es muy posible que aquella teología no hubiera sobrevivido. Los profetas —especialmente Isaías— ofrecieron esta nueva interpretación. Hemos advertido en los mensajes de Isaías y Miqueas una yuxtaposición, aparentemente inconsistente, de amenaza inflexible e inequívoca seguridad. Pero aunque no debe intentarse una armonización artificial, tampoco hay que extirpar la dificultad por cirugía crítica, porque aquí está, precisamente, la clave del problema. La predicación de Isaías fue al mismo tiempo una poderosa reafirmación de la teología davídica y sus promesas, un rechazo de esta teología como la entendía el pueblo y una infusión dentro de ella de un elemento condicional, sacado de las tradiciones del primitivo yahvismo. Isaías creyó firmemente en las promesas de Yahvéh a David y toda su vida animó a la nación a confiar en ellas; únicamente así puede ser entendido su mensaje [561]. El no se opuso a Ajaz en 735-733 simplemente por juzgar que la política del rey era desatinada, sino porque ello indicaba (Is. 7, 9) una falta pecaminosa de fe en la verdadera teología que el rey afirmaba en su culto oficial. Se opuso en 714-711 y en 705-701 a la rebelión que se apoyaba en Egipto no sólo porque sabía que Egipto era «una caña rota», sino porque no podía consentir una política basada en manejos humanos, sin confianza en Yahvéh (28, 14-22; 29, 15; 30, 1-7; 31, 1-3). Y seguramente se mantuvo junto a Ezequías, reafirmando las promesas de Yahvéh a Sión, porque, en su hora de desesperación, Ezequías, falto de toda otra ayuda, había confiado finalmente. El lema de Isaías a lo largo de toda su vida fue la confianza en las promesas (7, 9; 14, 32; 28, 12, 16 ss.): «En la conversión y en la calma seréis salvados, en la quietud y en la confianza estará vuestra fuerza» (30, 15). El declaró (7, 17) que la nación estaba en angustia no porque las promesas hechas a David no fueran verdaderas, sino porque no las habían creído. Porque no lo habían hecho, Yahvéh mismo estaba luchando contra Jerusalén, como lo había hecho David en otro tiempo (29, 1-4) [562]. Pero Isaías (¡y Miqueas!) rechazaron ciertamente la teología nacional tal como era entendida popularmente. Isaías no conoció, según el espíritu del primitivo yahvismo, promesas incondicionales. Aunque mencionó raras veces las tradiciones del Éxodo y de los Jueces (pero cf. Is. 10, 24-27; 9, 4; Mi. 6, 3-5), su denuncia del pecado nacional estaba llena del recuerdo de la alianza sinaítica con sus tremendas obligaciones. Puede decirse que las alianzas davídicas y sinaíticas —la primera insistiendo en la presencia de Yahvéh y en las promesas a su pueblo, la segunda en sus pasadas acciones gratuitas y sus exigencias morales— se mantienen en tensión en la teología de Isaías o mejor, que la alianza sinaítica es armonizada con la davídica al acentuar la posibilidad del castigo inherente a la segunda (II S 7, 14; sal. 89, 30-32), que la teología oficial se había imaginado poder evitar por medio de la actividad cúltica. Isaías consideró la humillación de la nación como castigo divino por sus pecados. Sin embargo, precisamente porque era castigo, no implicaba la revocación de las promesas. Este carácter distintivo, más la idea incomparablemente elevada que Isaías tenía de la majestad de Yahvéh, cuyo trono real (pero no literalmente cuya «morada»), está en Sión, le capacitó para interpretar el actual desastre y el alcance de los sucesos mundiales en términos de la teología nacional con una intrepidez no igualada hasta entonces. Declaró que la humillación de Judá era obra de Yahvéh, su justo juicio por sus pecados, pero también el castigo purificador (1, 24-26) que haría posible el cumplimiento de sus promesas. Isaías consideró a la poderosa Asiria como el instrumento de Yahvéh, su vara de castigo (5, 26-29; 10, 5-19) que, una vez cumplido su fin, sería cortada por su orgullo impío. Todo esto es parte del plan de Yahvéh (14, 24-27), cuyo propósito es seguir cumpliendo con un Judá purificado las firmes promesas hechas a David (9, 2-7; 11, 1-9). Todos aquellos que escuchaban las palabras de Isaías no podían considerar nunca la humillación de la nación como un fracaso de Yahvéh, sino como la demostración de su soberano y justo poder; ni pudo la tragedia extinguir la esperanza, ya que Isaías había puesto la esperanza precisamente como continuación de un juicio trágico, que era, a su vez, parte del plan de Yahveh.
b. Los profetas y el movimiento de reforma.
La predicación de los profetas contribuyó también a animar a Ezequías en sus esfuerzos de reforma. Se nos dice concretamente que las severas palabras de Miqueas perturbaron la conciencia real y le movieron a penitencia (Jr. 26, 16-19; Mi. 3, 9-12) y podemos sospechar que las de Isaías consiguieron el mismo resultado. Es verdad que la remoción de cultos extranjeros fue una faceta del resurgimiento nacionalista y probablemente habría tenido lugar en cualquier caso. Pero los ataques proféticos contra los abusos económico-sociales y los anuncios de castigo dieron, sin duda, a la reforma una urgencia y una dimensión ética que quizá no hubiera tenido de otra forma. Aunque no conocemos la medida de los resultados concretos de la predicación profética, ciertamente dio sus frutos. Los profetas tuvieron sus discípulos (Is. 8, 16) que recordaron y fomentaron sus palabras y mantuvieron vivos sus ideales. Este pueblo piadoso, cuyos nombres y figuras concretas se nos escapan, atesoraba estos oráculos tal como ios mismos profetas los habían escrito (Is. 8, 16; 30, 8), recordaba otros y los escribía o transmitía de palabra. De este modo se dio comienzo a este largo proceso de colección y transmisión del que resultaron los libros proféticos tal como nosotros los conocemos. También las palabras de los primeros profetas, Amós y Oseas, aunque dirigidas primeramente a Israel del norte, fueron estimadas y transmitidas en Jerusalén, y aplicadas en Judá [563]. El resultado fue que, aunque la reforma de Ezequías tuvo corta vida, la predicación profética continuó haciendo impacto. La naturaleza condicional de la alianza de Yahvéh, y la grave obligación que imponía a la nación, nunca volvería a ser del todo olvidada. Se originó en Judá el núcleo de un partido reformador que, aunque impotente durante largo tiempo, nunca podría darse por satisfecho mientras el paganismo floreciera en el país y la ley de la alianza fuera violada. Es posible que el núcleo de la ley deuteronómica, que representaba la antigua tradición legal enraizada en la ley consuetudinaria de la anfictionía, fuera llevada desde Israel del norte a Jerusalén y allí guardada por círculos simpatizantes con los ideales proféticos, algún tiempo después del 721. Reeditado en el reinado de Ezequías o de Manasés, constituyó la base de la gran reforma de Josías, de la que hablaremos en el próximo capítulo.
c. Los profetas y la esperanza nacional.
El hecho de mayor alcance, con todo, fue el modo como los profetas transformaron la esperanza nacional y le dieron su forma clásica y definitiva. La teología oficial, tal como la interpretó Isaías, fue dramáticamente justificada por los hechos. Isaías había anunciado la crisis como castigo divino por los pecados de Judá y a Asiria como el instrumento preparado por Dios para este castigo. Pero, aferrado a las promesas de la alianza davídica, había declarado en el postrer apuro que Jerusalén permanecería en pie y que un resto de la nación sobreviviría. ¡Y así había sido! Esto, indudablemente, dio gran prestigio a Isaías y confirmó la teología nacional y sus promesas en la mente popular. No todo fueron ganancias. La inviolabilidad de Sión llegó a consolidarse como dogma, tal como Jerusalén tuvo que experimentar a su propia costa. Aunque se concedía que Judá podía ser castigada por sus pecados, se creía que permanecería por siempre y que las gloriosas promesas de Yahvéh se harían realidad algún día. Indudablemente Isaías habría repudiado este dogma. Aunque tanto él como Miqueas habían mantenido el ideal dinástico y sus promesas, su predicación habían proyectado la promesa más allá de la nación existente, dado que unían a ella condiciones morales que la actual nación no pudo satisfacer de hecho. No era la suya la esperanza popular expresada a través del culto, para esta nación, sin condiciones, tal como es. Por el contrario, condenaron a la nación existente, y como Amós, vieron el día de la intervención de Yahvéh como el día de su juicio. Las promesas davídicas, que ellas mantenían, eran así proyectadas más allá del día de Yahvéh que, como día de castigo, disciplina y purificación, se constituía en el preludio de la promesa. Además, el ideal davídico, tal como ellos lo describen, la verdadera realización del ideal dinástico, sobrepasa de hecho las capacidades de cualquier davídico actual.
La esperanza nacional era así mantenida, pero empujada hacia adelante. La promesa no era exactamente promesa, pues de hecho era una promesa para un nuevo y obediente Israel, que hasta ahora no había existido. La esperanza nacional fue de tal suerte transformada y proyectada más allá de la nación existente que pudo sobrevivir, y sobrevivió de hecho, a la caída de la nación, continuando su existencia incluso después que la teología real que la creó había dejado de tener significado. En la predicación de Isaías se encuentran los comienzos de esta búsqueda inquieta de un resto puro, un nuevo Israel que se levantaría un día de las llamas de la tragedia, al cual serían dadas las promesas, y también del anhelo por El que había de venir, en la cumbre de la historia, para redimir a Israel y establecer el gobierno divino sobre la tierra. Este anhelo, muchas veces frustrado, encontró cumplimiento —así dicen los cristianos— solamente cuando después de muchas y cansadas millas, vino «en la plenitud de los tiempos», uno «de la casa y linaje de David», a quien la fe proclama como «el Cristo (Mesías), el Hijo de Dios vivo».
Excursus I
El problema de las campañas de Senaquerib en Palestina
El problema de las campañas de Senaquerib en Palestina
La narración de la actividad de Senaquerib contra Ezequías (II R 18,
13-19, 37/Is. 36 ss.) [564] presenta un difícil problema. ¿Narra las memorias de una campaña o
de dos? Aunque la opinión de la mayoría se inclina por la primera alternativa,
la posición tomada en el texto está basada en la convicción de que se satisface
mejor a las pruebas suponiendo que hubo dos (una el 701, otra posterior) [565]. No están, pues, fuera de lugar unas palabras de justificación. Las dos
narraciones bíblicas son idénticas, fuera de pequeñas diferencias verbales,
salvo que II R 18, 14-16 falta en Isaías. Estos versos nos dicen que Ezequías,
saqueada su tierra por los asirios, se rindió, pidió negociaciones y pagó un
fuerte tributo. Sigue después el relato de la exigencia, por parte de Senaquerib,
de rendición incondicional, rechazada por Ezequías, que estaba animado por
Isaías, y la liberación maravillosa de la ciudad. Es muy posible, como creen
muchos comentadores, que II R 18, 17-19, 37 combine dos narraciones separadas
(posiblemente paralelas), la primera de 18, 17 a 19, 8 (9a), 36 ss., la segunda
de 19, 9 (9b) a 35. Pero dado que no nos proponemos argüir que estos dos
relatos se refieran a dos campañas diferentes, el punto no es vital para la
cuestión que ahora discutimos y puede ser dejado a un lado. Lo que importa es
que II R 18, 14-16 (no en Isaías), y sólo esto, está notablemente confirmado y
completado por la narración propia de Senaquerib sobre su campaña del 701 [566]. Nosotros hemos tenido en cuenta esta narración en el texto. Baste aquí
decir que en ella se nos cuenta cómo los asirios, habiendo pactado con Ascalón
y Eqrón, y habiendo derrotado a un ejército egipcio en Eltekeh (cerca de
Eqrón) [567] , cayeron sobre Judá y la devastaron, encerrando a Ezequías en
Jerusalén y obligándole a rendirse. Concluye diciendo que parte de Judá fue
repartido entre los señores filisteos leales, que Ezequías fue cargado con un
tributo anual fuertemente elevado y que este último envió el tributo a
Senaquerib en Nínive. Esta narración es perfectamente paralela a 18, 13-16 de
II R; no existe conflicto digno de mención entre las dos. La fecha es el 701.
¿Qué relación guarda todo esto con la liberación de Jerusalén (no mencionadas
por las inscripciones asirias)? Debe fijarse la atención en la mención de
Tirhakah en el cap. 19, 9. Se está de acuerdo, desde luego, en que Tirhakah no
llegó a ser faraón hasta algunos años después del 701 (en la cronología aquí
adoptada llegó a ser corregente con su hermano Sebteko en 690/89), pero esto ha
sido explicado generalmente como un insignificante anacronismo, atribuyendo a
Tirhakah la posición que ocupó posteriormente. Pero textos publicados
recientemente dan, sin embargo, al asunto un aspecto diferente [568]. Estos nos dicen que Tirhakah tenía 20 años cuando vino por primera vez
de Nubia al bajo Egipto para ser asociado con su hermano. Esto significa, en
las fechas aquí seguidas, que el 701 tenía solamente nueve años (por ningún
cómputo imaginable pudo ser adulto por este tiempo); y, en todo caso, los textos
indican que él nunca había abandonado Nubia antes de encaminarse a la corte de
su hermano, a la edad de 20 años. Difícilmente pudo, pues, haber conducido un
ejército a Palestina el 701. Si tenemos que referir II R 18, 17-19, 37 al 701,
habría que considerarlo como una narración legendaria, o al menos mirar la
mención de Tirhakah como un error. Elegir la primera alternativa sería
imprudente. No sólo la narración contiene diversas alusiones a los sucesos de
los siglos IX y VIII que pueden ser comprobados por los relatos asirios [569] , sino que también muestra aspectos de ninguna manera legendarios,
salvo que consideremos como tal la matanza de 185.000 asirios por el ángel de
Dios. Pero la paralización del ejército asirio a causa de una epidemia no es,
en sí misma, de ningún modo improbable y puede, por otra parte, ser ilustrada
por la tradición de Herodoto (II, 141) de que el ejército de Senaquerib fue
invadido por ratones (¿ratas?) cerca de la frontera egipcia [570]. Además, debe admitirse que aconteció alguna liberación dramática de
Jerusalén, dado que únicamente fue estimada y conservada para explicar el dogma
de la estable inviolabilidad de Sión posteriormente desarrollado, así como el
hecho de que los oráculos de Isaías habían profetizado esta liberación. La
narración de los caps. 18, 17 a 19, 37 refleja, con seguridad, hechos históricos.
Por supuesto estas dos narraciones pueden ser referidas al 701, suponiendo que
la mención de Tirhakah es un error, la cual, desde luego, no es imposible.
Quedan abiertos dos caminos para la reconstrucción de los sucesos y los
especialistas (con infinita variedad en los detalles), han seguido ya uno, ya
otro, ya una combinación de ambos. Se puede suponer que los sucesos de 18,
17-19, 37 se sitúan, según el orden de la Biblia, poco después de la
capitulación descrita en 18, 14-16 [571] ; o los vv. 13-16 pueden ser considerados como un resumen de toda
la campaña, el armazón dentro del cual han de ser ajustados los sucesos de 18,
17-19, 37 [572] ; o también puede ser adoptado un compromiso entre los dos [573]. Aquí queremos advertir que ambos caminos están expuestos a objeciones,
si se consideran seriamente los caps. 18, 17 a 19, 37, como un conjunto de
relatos de sucesos históricos. La primera de estas reconstrucciones implica la
suposición de que la liberación de Jerusalén tuvo lugar después de haberse
rendido Ezequías y haber aceptado las estipulaciones de Senaquerib (es decir,
después de los sucesos descritos en 18, 13-16 y en la inscripción de
Senaquerib). Hay que suponer que Senaquerib, arrepintiéndose de su suavidad,
quizá porque la proximidad de un nuevo ejército egipcio, al mando de Tirhakah,
hizo que Ezequías hostigara su retaguardia, envió a pedir una rendición
incondicional. Ezequías, sin embargo, prefirió morir a ceder. Pero después,
habiendo derrotado probablemente a Tirhakah, Senaquerib se vio obligado, por
una combinación providencial de circunstancias, a retirarse sin molestar a
Jerusalén. A esta reconstrucción le salen al paso varias objeciones, y aunque
ninguna es, por sí sola, decisiva, tomadas en conjunto tienen un peso considerable.
1° Ezequías es presentado (18, 19-33; 19, 10-13) como en activa y desafiante rebelión (cf. 18, 20), cuando, de acuerdo con esta reconstrucción, ya ha abandonado la resistencia, se ha rendido y entregado a merced de Senaquerib.
2° Esta reconstrucción supone que la derrota de los egipcios en Eltekah tuvo lugar antes de la primera capitulación de Ezequías (realmente podemos suponer que fue aquella derrota la que le movió a capitular). Pero entonces ¿por qué se le increpa más tarde (18, 21-25) por continuar la rebelión aliado con Egipto? Suponer, como esta opinión requiere, que se estaba acercando un nuevo ejército egipcio, es aún más improbable. Difícilmente hubieran podido tener los egipcios otro ejército preparado para hacer frente a Senaquerib, apenas un mes más tarde (cuando mucho) de su derrota en Eltekeh.
3° El cap. 18, 14-16 dice que Ezequías pagó el tributo exigido. Senaquerib dice que envió un tributo anual aumentado y que el enviado de Ezequías lo llevó posteriormente a Nínive. Sin embargo, en 18, 31 ss., el rabsakeh dice al pueblo (que ya parecía saberlo) que serían deportados, pero que la rendición haría su suerte más llevadera. ¿Exigiría Senaquerib un tributo anual aumentado, decidiría después deportar y pedir rendición incondicional (¡aunque Ezequías se había rendido ya incondicionalmente!) y después, cuando esto fue osadamente rehusado, establecería —y dictaría— aquellas originales peticiones?
4° Nos dice Senaquerib que, además de recibir tributo de Ezequías, redujo su territorio. Esto implica la intención de dejar a Ezequías en su trono, no de deportarle, pues en este caso Senaquerib habría dividido todo el país, o lo habría reorganizado como una provincia del imperio.
5° Finalmente, el cap. 19, 7, 36 ss., implica (y la narración fue compuesta después del suceso) que Senaquerib fue muy pronto asesinado. Sin embargo, esto tuvo lugar en realidad veinte años después del 701. Por esta serie de razones, aunque se debe admitir que no prueban definitivamente [574] , es difícil considerar los sucesos de 18, 17-19, 37 como continuación de 18, 13-16, en el 701. La segunda interpretación, indicada más arriba, ofrece también objeciones, aunque no siempre las mismas. Esta presupone algo parecido a lo siguiente: mientras Senaquerib estaba sitiando Lakís (18, 14), Ezequías envió una embajada pidiendo condiciones. Senaquerib, muy ocupado por el momento, envió al rabsakeh para exigir la rendición incondicional (18, 17-19, 7), que Ezequías rechazó. El rabsakeh volvió (19, 8), encontrando a Senaquerib en Libná, pues Lakís había sido conquistada mientras tanto. Por este tiempo, se acercaron los egipcios (el ejército mandado por Tirhakah y el mencionado por Senaquerib son el mismo), y Senaquerib les salió al encuentro y los derrotó en Eltekeh. Mientras tanto, envió un segundo mensaje a Ezequías (19, 9-13) que por este tiempo (a pesar de la impresión producida por la narración) cedió y pagó el tributo exigido, como nos dicen 18, 14-16 y Senaquerib. Poco tiempo después de esto, sin embargo, los asirios se vieron obligados a retirarse y abandonar ulteriores represalias. Esta interpretación provoca espontáneamente las siguientes objeciones:
1° Encuadrar así los sucesos de 18, 17-19, 37 en el esquema de 18, 13-16 nos obliga a suponer que la misma campaña terminó a la vez en una miserable sumisión y en una tradición de liberación milagrosa que se grabó para siempre en la mente nacional. Es verdaderamente difícil ver cómo la humillación de 18, 13-16 pudo haber sido interpretada como una demostración de la capacidad de Yahvéh para defender a Sión de sus enemigos.
2° La palabra de Isaías a Ezequías (19, 32-34) promete (literalmente: «no se acercará a esta ciudad»), no sólo que los asirios no tomarán Jerusalén, sino que ni siquiera se acercarán o la sitiarán. Senaquerib, sin embargo, nos dice que el 701 cercó a Jerusalén con terraplenes y la obligó a rendirse. ¿Pudieron haber sido pronunciadas las palabras de Isaías el 701? Si lo fueron, se equivocó; y si se equivocó (es decir, si la ciudad fue sitiada y obligada a rendirse) ¿por qué se dio tanto valor a sus palabras que aseguraban su inviolabilidad?
3° Esta reconstrucción presupone que, mientras existió la esperanza de la ayuda egipcia, Senaquerib impuso a Ezequías exigencias irrazonables (rendición incondicional y anuncio de deportación), que éste rechazó, y después, cuando los egipcios habían sido derrotados y Ezequías estaba falto de ayuda, fue aceptada su rendición en condiciones más benignas. Esto parece extraño.
4° Finalmente, suponer que el ejército de «Tirhakah» y el vencido en Eltekeh eran el mismo envuelve dificultades topográficas. En conformidad con 19, 8 ss., «Tirhakah» se acercó después de que Senaquerib se había apoderado de Lakís y marchaba contra Libná. Senaquerib, sin embargo, nos dice que el ejército derrotado en Eltekeh venía en socorro de Eqrón y que el encuentro se produjo antes de que Eqrón, Eltekeh y Timan fueran conquistadas. Dado que Lakís está considerablemente al sur de los lugares antes mencionados (con Libná a medio camino entre ellos), habría que suponer que Senaquerib se movió desde el área del sur de Joppe, a través del territorio de Eqrón, dejándole ileso, redujo a Lakís y se volvió sobre Libná, devastando mientras tanto a Judá, antes de volver hacia el norte para encontrar a los egipcios en Eltekeh. No es un cuadro imposible, pero no tenemos noticias de ninguno de este género ni es el transmitido por la inscripción de Senaquerib.
Como añadidura a lo anterior, aunque es imposible desarrollar esta idea, se comprenden mucho mejor las expresiones de Isaías referentes a la crisis de Asiria suponiendo dos invasiones de Senaquerib. Los oráculos a él atribuidos en II R 18, 17-19, 37 (Is. 36, ss.) expresan todos tranquila seguridad de que Jerusalén será salvada y Asiria quebrantada por el poder de Yahvéh. Algunos otros oráculos, incuestionablemente de Isaías (p. e., 14, 24-27; 17, 12-14; 29, 5-8; 31, 4-9), tienen un tono semejante y dejan pocas dudas de que Isaías, al menos durante cierto período de su vida, expresó realmente tales sentimientos. Sin embargo, sus oráculos conocidos de los años 705-701 (p. e., 28, 14-22; 30, 1-7; 8-17; 31, 1-3) muestran clara mente que él denunció con firmeza la rebelión, y la alianza egipcia en que se apoyaba, como una locura y un pecado, y predijo para ella un inmenso desastre. En el 1, 4-9 (cf. v. 5), que data seguramente del 701, si las palabras significan algo, aconsejó la rendición; y en el 22, 1-14, que está mejor colocado al final de la rebelión, arguye que nada le había llevado a cambiar de tono durante el transcurso de los sucesos. Estas actitudes divergentes se explican mejor si suponemos que están implicadas dos series distintas de circunstancias [575]. A la vista de las pruebas citadas, habría que considerar la posibilidad de que Reyes haya fundido la narración de las dos campañas, una el 701 (II R 18, 13-16) y la otra más tarde (18, 17-19, 37). Esta interpretación, que hemos desarrollado en el texto, sugiere que mientras Senaquerib estaba ocupada en la subyugación de Babilonia, después de su derrota a manos de los babilonios y elamitas el 691, estalló una nueva rebelión en el oeste, respaldada por Tirhakah, a la cual fue arrastrado Ezequías. Senaquerib marchó posiblemente contra ellos ca. 688 y fue entonces cuando tuvo lugar la maravillosa liberación de Jerusalén. Ezequías se salvó sin duda de ulteriores represalias por su muerte, más o menos un año después (687/6). Es absolutamente cierto que las inscripciones asirias no mencionan tal campaña. Pero debemos decir que apenas si tenemos información de ninguna clase referente a los últimos años del reinado de Senaquerib (después de ca. 689). Aunque una nueva luz puede cambiar el cuadro, y a pesar de que ciertamente debe ser evitado el dogmatismo, la teoría de dos campañas parece satisfacer mejor las pruebas, por el momento.
Capítulo 8
El reino de Judá
La última centuria
El reino de Judá
La última centuria
Contenido:
A. El final del dominio asirio: Judá recobra la independencia.
B. El imperio neobabilonio y los últimos días de Judá.
C. Profetas de los últimos días de Judá.
Entre la muerte de
Ezequías y la caída final de Jerusalén bajo los babilonios media exactamente un
siglo 687/587). Raras veces ha experimentado una nación tantos, tan dramáticos
y tan repentinos cambios de fortuna en tan corto espacio de tiempo. Durante la
primera mitad de este período Judá conoció, como vasallo de Asiria, una rápida
sucesión de épocas de independencia y de sometimiento, primero respecto de
Egipto, después respecto de Babilonia, para acabar aniquilándose a sí mismo en
rebelión inútil contra esta última. Tan rápidamente se sucedieron unas a otras
estas fases que un hombre, como Jeremías, pudo presenciarlas todas. Nuestras
principales fuentes bíblicas de esta historia —una vez más el libro de los
Reyes (II R 21-25) completado por el libro de las Crónicas (II Cr. 33-36) — son
más bien pobres y dejan muchas lagunas. Sin embargo, proporcionan considerable
información adicional los libros de los profetas que ejercieron su ministerio
por este tiempo, especialmente Jeremías, pero también Ezequiel, Sofonías, Nahúm
y Habacuc. Además, fuentes cuneiformes, particularmente la Crónica babilónica
que ilumina nítidamente la última parte del período, nos permiten completar el
cuadro de una manera que no hubiera sido posible con las solas fuentes
bíblicas.
A. El final del dominio asirio:
Judá recobra la independencia
1. Judá hacia la mitad del siglo
VII.
Como ya hemos dicho, la lucha de Ezequías por la independencia había
fracasado. Es probable que sólo su muerte le salvara de severas represalias por
parte de Senaquerib. Su hijo Manasés, que subió al trono siendo un muchacho (11
R 21, 1), abandonó la resistencia y se declaró vasallo leal de Asiria.
a. Cénit de la expansión asiria.
Humanamente hablando, Manasés apenas tenía otra alternativa. En el segundo cuarto del siglo VII el imperio asirio alcanzó sus mayores dimensiones, y haberle resistido hubiera sido inútil y suicida. Senaquerib fue asesinado por algunos de sus hijos (II R 19, 37) [576] y sucedido por Esarhaddón (681-699), un hijo joven, que demostró ser un gobernante excepcionalmente vigoroso. Asegurándose rápidamente en el poder, Esarhaddón intentó en primer lugar estabilizar la situación en Babilonia, y con este fin restauró la ciudad y el templo de Marduk, que su padre había destruido. Esto, junto con varias campañas, que no podemos detallar, le ocuparon los primeros años de su reinado, tras los cuales centró su atención en la conquista de Egipto. Puesto que Egipto había mantenido prácticamente todas las rebeliones que habían perturbado la parte oeste del imperio asirio, esta empresa tenía la intención, sin duda, de atajar el mal en su misma fuente de una vez por todas. Aunque un intento inicial (ca. 673) fue rechazado, según parece, en la frontera, Esarhaddón acabó venciendo. El 671 sus tropas derrotaron a Tirhakah y se apoderaron de Menfis, donde prendieron a la familia real junto con los tesoros de la corte egipcia. Los territorios egipcios ocupados fueron después organizados en distritos bajo príncipes responsables ante los gobernantes asirios. Esto no significó, desde luego, el fin de la resistencia egipcia. Apenas se había retirado el ejército asirio cuando Tirhakah, que había huido hacia el sur, promovió una rebelión, haciendo necesaria una segunda campaña. Esarhaddón, hombre enfermizo, murió durante la marcha. Pero su hijo y sucesor, Asurbanipal (669-627) [577] , apresuró la campaña y aplastó la rebelión (ca. 667). Tirhakah huyó de nuevo hacia el sur, donde al cabo de algunos años (ca. 664) murió. Los príncipes rebeldes fueron llevados a Babilonia y ejecutados, excepto únicamente Necao, un príncipe de Sais, que con su hijo Psammético fue perdonado y reintegrado a su posición [578]. Posteriormente, cuando el sucesor de Tirhakah, Tanutamum continuó promoviendo disturbios, los asirios (663) marcharon hacia el sur a lo largo del Nilo, llegando hasta Tebas, conquistaron esta antigua capital y la destruyeron (cf. Na. 3, 8). El faraón huyó a Nubia y la Dinastía XXV llegó a su fin. Destruido el único poder capaz de mantener la resistencia contra Asiria, no hay por qué admirarse de que Manasés permaneciera fiel. b. Reinado de Manasés (687/6-642.) negocios internos. Por todo lo que por el libro de los Reyes podemos conocer, y por las inscripciones asirias, Manasés continuó siendo vasallo leal de Asiria a todo lo largo de su reinado. Essarhaddón le enumera entre los veintidós reyes obligados a aportar materiales para sus proyectos de construcción, mientras que Asurbanipal le nombra entre un grupo de vasallos que le ayudaron en su campaña contra Egipto [579]. Según II Cr. 33, 11-13 fue en una ocasión conducido encadenado ante el rey de Asiria, probablemente benignidad y restaurado en su trono. Aunque ni el libro de los Reyes ni las memorias asirias mencionan este incidente, es completamente razonable suponer que tiene base histórica, posiblemente en conexión con la revuelta de Samas-sum-ukin (652-648), de la que hablaremos enseguida [580]. No podemos precisar si Manasés fue hallado inocente o fue perdonado, como lo había sido el príncipe egipcio Necao. Pero es muy posible que él fuera leal a Asiria porque no le cabía más remedio y que de buena gana hubiera defendido su independencia si le hubiera sido posible.
No obstante, la política de Manasés significó un rompimiento total con la de Ezequías y una vuelta a la de Ajaz. Sus consecuencias, especialmente en lo relativo a materias religiosas, fueron serias (II R 21, 3-7). Como vasallo, Manasés tuvo que dar culto, desde luego, a sus dioses supremos, y así lo hizo, erigiendo altares a las divinidades siderales asirias en el Templo mismo. Estas acciones, sin embargo, llegaron más allá de lo meramente formulístico y constituyeron un completo repudio del partido reformista y de todas sus obras. Los santuarios locales de Yahvéh, que Ezequías había intentado suprimir, fueron restaurados. Se permitió que florecieran los cultos y prácticas paganas, tanto nativas como extranjeras, siendo toleradas incluso en el Templo (v. 7; cf. 23, 4-7; Sof. 1, 4 ss.) [581] las ceremonias de la religión de la fertilidad y el rito de la prostitución sagrada. La adivinación y la magia, que gozaban ordinariamente de gran popularidad en Asiria [582] , estuvieron de moda en Jerusalén (II R 21, 6), lo mismo que otras modas extranjeras de diversas clases (Sof. 1, 8). El rito bárbaro del sacrificio humano hizo de nuevo su aparición. Es, por supuesto, probable, que muchas de estas cosas no representaran un abandono consciente de la religión nacional. La naturaleza del primitivo yahvismo había sido tan profundamente olvidada, y los ritos incompatibles con él tan largo tiempo practicados, que en muchos espíritus se había oscurecido la distinción esencial entre Yahvéh y los dioses paganos. Era posible que este pueblo practicara estos ritos, junto con el culto a Yahvéh, sin darse cuenta de que al obrar así se estaba alejando de la fe nacional. La situación encerraba un inmenso y, en algunos aspectos, nuevo peligro para la integridad religiosa de Israel. El yahvismo corría el riesgo de deslizarse, inconscientemente, hacia un abierto politeísmo. Dado que siempre se había pensado en Yahvéh como rodeado de su ejército celestial, y puesto que los cuerpos celestes habían sido considerados popularmente como miembros de este ejército, la introducción de los cultos a las divinidades celestes incitó al pueblo a juzgar a estos dioses paganos como miembros de la corte de Yahvéh, y a concederles adoración como tales. De no haberse reprimido esto, pronto se hubiera convertido Yahvéh en el jefe de un panteón, y la fe de Israel se hubiera prostituido por completo [583]. Por añadidura, la decadencia de la religión nacional trajo consigo el desprecio de la ley de Yahvéh y nuevos incidentes de violencia e injusticia (Sof. 1, 9; 3, 1-7), junto con cierto escepticismo respecto a la capacidad de Yahvéh para intervenir en los sucesos de la historia (1, 12). La reforma de Ezequías fue completamente cancelada y la voz de los profetas reducida al silencio; aquellos que protestaron —y según parece hubo quien lo hizo— fueron tratados con dureza (II R 21, 16). El autor del libro de los Reyes no puede decir ni una sola palabra buena de Manasés, sino que, por el contrario, le señala como el peor rey que nunca se sentó en el trono de David, cuyo pecado fue tal que no pudo ser nunca perdonado (21, 9-15; 24 ss.; cf. Jr. 15, 1-4) [584].
2. Últimos días del imperio asirio.
Aunque Asiria había alcanzado la cumbre de su poder, comenzaba a
cernirse sobre ella la sombra de un inmenso desastre que acabó, en efecto, por
cubrirla enteramente. Su macizo imperio tenía una frágil estructura que debía
ser constantemente mantenida por la violencia. Los incesantes esfuerzos por
imponer docilidad a los sometidos, todos los cuales, sin excepción, sólo podían
sentir odio hacia ella, estaban comenzando a producir sus efectos, al mismo
tiempo que nuevas potencias comenzaban a aparecer allende sus fronteras, a las
que, falta de fuerzas, no pudo hacer frente. Los hombres que habían crecido en
la mitad del siglo VII podrían ver al imperio asirio resquebrajarse y
desaparecer de la faz de la tierra.
a. Amenazas internas y externas para el imperio de Asiria.
Aunque Asiria no tenía rival en ningún poder del mundo, tenía bastantes enemigos, tanto dentro como fuera. En Babilonia, donde Samassum-ukin, hermano mayor de Asurbanipal gobernaba como rey delegado, seguía reinando la inquietud entre los elementos caldeos (arameos) de la población [585] que, como de costumbre, podían contar con la ayuda de Elam en el este. Por el lado opuesto del imperio, Egipto no podía ser controlado de un modo eficaz. Psammético I (663-609), hijo de Necao, hacia quien los asirios habían mostrado benevolencia, aunque nominalmente vasallo, extendió gradualmente su poder hasta que la mayor parte de Egipto estuvo bajo su dominio. Es probable que tan pronto como se sintió lo suficientemente fuerte (ca. 655 o poco después), negara el tributo y se declarase formalmente independiente [586]. Así dio comienzo la Dinastía XXVI (saita). Psammético tenía el apoyo de Gyges de Lidia, otro enemigo de Asiria que anhelaba promover disturbios contra ella por todos los medios a su alcance. Asurbanipal, ocupado en otras partes, no estaba en situación de tomar contramedidas eficaces. Una amenaza más seria para Asiria provenía de algunos pueblos indo-arios que estaban presionando sobre su frontera norte. Entre éstos estaban, desde luego, los medos, que se encontraban en el oeste del Irán desde el siglo IX; los reyes asirios habían salido a campaña contra ellos repetidas veces y los habían sometido en parte. Al final del siglo VIII, como ya hemos notado más arriba, oleadas de bárbaros cimerios habían descendido desde más allá del Cáucaso, seguidos por los escitas. Los cimerios habían avanzado arrasando Urartu, durante el reinado de Sargón II, y presionando después sobre el Asia Menor habían destruido el reino de Midas en Frigia. En el siglo VII, otros cimerios y escitas estaban establecidos en el noroeste del Irán. Esarhaddón intentó protegerse de estos pueblos aliándose con los escitas contra los cimerios y los medos. Asurbanipal combatió a los cimerios en Asia Menor, como lo había hecho Gyges de Lidia, que finalmente cayó en una batalla contra ellos. Aunque Asurbanipal salió victorioso en todas sus batallas, y protegió con éxito sus fronteras, un perspicaz observador podía preguntarse qué sucedería cuando se derrumbara el dique. En 652 Asurbanipal hizo frente a un levantamiento que amenazaba con desgarrar el imperio. En Babilonia estalló una rebelión general, dirigida por su propio hermano Samas-sum-ukin y respaldada por la población caldea de la región y también por los elamitas y diversos pueblos de las tierras altas del Irán. En el oeste se extendía el descontento por Palestina y Siria, instigado, casi con certeza, por Psammético y quizá también por Gyges. Es muy posible que, como se ha señalado más arriba, Judá fuese uno de los complicados, o estuviera tan cercano a ello como para caer bajo una grave sospecha (II Cr. 33, 11). Por este mismo tiempo, las tribus árabes del desierto de Siria aprovecharon la oportunidad para invadir Edom, Moab y otras tierras del este de Palestina y Siria, sembrando la destrucción por todas partes. Es probable que esto señalara el fin de Moab como Estado autónomo fuerte [587]. Aunque Asurbanipal dominó la situación, fue sólo después de una lucha encarnizada que sacudió el imperio desde sus cimientos. En el 648, Babilonia fue conquistada, después de dos años de asedio; Samas-sum-ukin se suicidio. Posteriormente, Asurbanipal volvió sobre Elam, se apoderó de Susa (ca. 640) y acabó con el Estado elamita. También tomó venganza de las tribus árabes [588] y reafirmó su autoridad en Palestina, instalando en Samaria y en otros lugares del oeste (Esd. 4, 9ss.) pueblos deportados desde Elam y Babilonia [589]. La reconquista de Egipto, sin embargo, quedó por el momento descartada. Es muy posible que Asurbanipal mostrara clemencia hacia Manasés y le permitiera reforzar sus fortificaciones (II Cr. 33, 14) con el fin de ganarse un vasallo cerca de la frontera egipcia que estuviera preparado y fuera capaz de defender el reino contra una posible agresión por este costado [590].
b. Colapso de Asina.
Los últimos años de Asurbanipal son poco conocidos. Según parece, después de someter a todos sus enemigos, encontró tiempo para obras de paz, coleccionando, entre otras cosas, una gran biblioteca donde fueron guardadas copias de mitos y épicas de la antigua Babilonia, incluyendo las narraciones babilónicas de la creación y del diluvio, cuyo descubrimiento, hace justamente un siglo, causó una sensación sin precedentes [591]. Pero cuando murió —el 627, según una estimación reciente [592] — el fin estaba próximo. La estructura gargantuesca de Asiria vacilaba en sus cimientos, se tambaleaba y por fin se vino abajo; en menos de 20 años Asiria dejó de existir. Asurbanipal asoció al trono, desde 629, a su hijo Sin-sar-iskun. Cuando murió el anciano monarca, cierto general, que deseaba poner en el trono a otro hijo, Assur-etil-ilani provocó una revuelta general que se prolongó durante varios años (¿627-624?) antes de que Sin-sar-iskun pudiera alcanzar el triunfo definitivo. Los sucesos de después del 626 son oscuros. Se discute si el desafortunado asalto a Nínive por parte de los medos que menciona Herodoto (I, 102) y en el transcurso del cual pereció su rey Fraortes, ocurrió durante este intervalo o antes. Pero la ulterior afirmación de Herodoto (I, 104-106) de que los escitas se lanzaron impetuosamente sobre el oeste asiático, llegando incluso hasta la frontera egipcia, tiene que ser acogida con la mayor cautela; aunque algunos especialistas la aceptan, y explican a su luz los oráculos de Sofonías y del joven Jeremías, carecen por completo de base objetiva. Los medos, en todo caso, estuvieron preparados muy pronto, bajo Giajares, hijo de Fraortes (ca. 625-585), para pasar a la ofensiva contra Asiria. Mientras tanto, los babilonios, capitaneados por el príncipe caldeo Nabopolasar (626-605) —que llegó a ser el fundador del imperio neo-babilónico— lucharon de nuevo por la independencia. En octubre del 626 Nabopolasar derrotó a los asirios fuera de Babilonia y al mes siguiente ocupó el trono [593]. A pesar de repetidos esfuerzos, los asirios no le pudieron desalojar. Al cabo de unos pocos años, Asiria estaba luchando por su propia existencia contra babilonios y medos. En esta hora desesperada, sorprendentemente, encontró un aliado en Egipto. Según parece, Psammético, comprendiendo que Asiria no podría ya ser una amenaza para él, temiendo que un eje medo-babilónico resultaría más peligroso, deseó mantener como amortiguador a una Asiria debilitada. Probablemente también, vio la ocasión de obtener, a cambio de su ayuda, mano libre en la antigua esfera de influencia egipcia en Palestina y Siria. Las fuerzas egipcias llegaron a Mesopotamia el 616, a tiempo para ayudar a detener a Nabopolasar, que había avanzado curso arriba del Éufrates y había causado a los asirios una seria derrota. Pero los medos comenzaban a tomar ahora parte decisiva. Después de varias maniobras, el 614, Ciajeres tomó por asalto Assur, la antigua capital asiria. Nabopolasar, que entró en escena demasiado tarde para participar, concertó un tratado formal con él. Dos años más tarde (612), los aliados asaltaron la misma Nínive y después de un asedio de tres meses, se apoderaron de ella y la arrasaron por completo; Sin-sar-iskun pereció en la batalla. Los restos del ejército asirio se retiraron, al mando de Assur-ubal.lit hacia el oeste, a Jarán, donde, apoyados por los egipcios, trataron de mantener viva la resistencia. Pero el 610 los babilonios y sus aliados tomaron Jarán, y Assur-ubal.lit, con los restos de su ejército, retrocedió a través del Éufrates, hacia las fuerzas egipcias. Un intento (en el 609) de recobrar Jarán fracasó miserablemente. Asiria desapareció.
3. El reinado de Josías (640-609).
Al perder Asiria el dominio de su imperio, Judá se encontró una vez más
como país libre, aunque fuera precariamente. Coincidiendo con el logro de su
independencia, y en parte como un aspecto de ella, el joven rey Josías acometió
la reforma más amplia de su historia.
a. Judá recobra su independencia.
Manasés continuó siendo, hasta el final de su largo reinado, un vasallo dócil de Nínive, y fue sucedido por su hijo Amón (642-640) (II R 21, 19-26), que según parece continuó su política. Pero este desafortunado monarca fue pronto asesinado por alguno de su familia palaciega, probablemente altos oficiales. Se sospecha que la conspiración fue maquinada por elementos anti-asirios que emplearon estos medios para forzar un cambio en la política nacional [594]. Pero parece que hubo quienes juzgaron que el tiempo no era todavía favorable para esto, ya que leemos que el «pueblo de la tierra», según parece una asamblea de terratenientes [595] , ejecutó en seguida a los asesinos y colocó en el trono al hijo del rey, Josías, de ocho años de edad. Bajo Josías la independencia de Judá llegó a ser un hecho. Los pasos por los que se consiguió este fin permanecen algún tanto en el terreno de las conjeturas, estando implicada esta cuestión con la reforma de Josías, sobre la que volveremos más adelante. No sabemos nada de los primeros años de Josías, cuando era niño. Probablemente, los negocios de Estado estuvieron en manos de administradores que observaron una conducta discreta respecto de Asiria. La noticia de II Cr. 34, 3a puede indicar que tan pronto como llegó al año octavo de su reinado (633/3) tomó la decisión de provocar un cambio en la política nacional, en cuanto pareciera posible. Y al parecer la oportunidad se produjo en el año 12 de su reinado (629/28). Por estas fechas, Asurbanipal era un anciano y había asociado al trono a su hijo Sin-sar-iskun en calidad de corregente; Asiria, corroída por disturbios internos, había perdido el control efectivo del oeste y no estaba ya en situación de poder intervenir [596]. Se puede suponer razonablemente que por este tiempo (cf. II Cr. 34, 3b-7) [597] Josías acometió una amplia reforma y se movilizó para apoderarse de las provincias en que Asiria había dividido el territorio de Israel del norte. No sabemos si lo hizo de un golpe o gradualmente, pero dado que estas provincias habían sido abandonadas por Asiria, no podían ofrecer gran resistencia. Es incluso posible que Josías diera este paso siendo aún vasallo nominal, cuando Asiria carecía de poder para evitarlo y anhelaba llegar a un acuerdo para retener su lealtad y requerir la de Egipto, todavía potencia hostil en esta etapa [598]. Sea como fuere, por el tiempo en que la reforma de Josías alcanzaba su cénit (622), Asiria estaba in extremis, dejando a Judá, de palabra y de hecho, como país libre.
b. Reforma de Josías: sus aspectos fundamentales.
La reforma de Josías, la más completa, con mucho, de la historia de Judá, está detalladamente descrita en II R 22, 3-23, 25 y en II Cr. 34, 1-35, 19. En el pensamiento de los escritores bíblicos esto eclipsó tanto a todos los demás hechos reales de Josías que prácticamente no nos cuentan ninguna otra cosa de él. No podemos estar completamente seguros del orden en que fueron dados los diversos pasos. Según Reyes (22, 3), la reforma tuvo lugar en el año 18 de Josías (622), cuando, en el curso de unas reparaciones del Templo, fue hallada una copia del «libro de la ley». Llevado a presencia del rey, provocó en él una profunda consternación. Habiendo consultado el oráculo, convocó a los ancianos del pueblo en el Templo, se lo leyó e hizo con ellos solemne pacto ante Yahveh de obedecerle. Se trasluce la impresión de que esta ley fue base de sus diferentes medidas y que todas fueron ejecutadas aquel mismo año (cf. II R 23, 23). Esto ya sólo a primera vista es improbable; el hecho cierto de que el Templo estaba siendo reparado cuando se halló el libro de la ley indica que la reforma estaba ya en marcha, pues la reparación y purificación del Templo constituía en sí misma una medida de reforma. El libro de las Crónicas, por otra parte, nos dice que la reforma fue llevada a cabo en varias etapas, y se estaba realizando desde algunos años antes de que fuera encontrado el libro de la ley. Ciertamente, esquematiza demasiado su material, colocando prácticamente el total de la reforma en el año doce de Josías y dejando muy poco para el año 18, aparte la celebración de una gran Pascua, lo cual es asimismo, improbable. Ambas narraciones parecen juntar medidas tomadas durante un cierto intervalo de tiempo. No obstante aunque es imposible determinarlo con certeza, es muy plausible suponer (cf. II Cr. 34, 3-8) que la decisión de repudiar el culto oficial asirio fue tomada ya en el año 8 de Josías (633/2), probablemente a seguido de la muerte de Asurbanipal, y de este modo, en su año 12 (629/8), coincidiendo con la asociación al trono de Asiria de Sin-sar-iskun, se inició una purga radical de prácticas idolátricas de toda clase, que extendió también a Israel del norte cuando Josías se trasladó a aquella región. Después, en el año 18 (622), habiendo desaparecido el control asirio por completo, el hallazgo del libro de la ley dio dirección a la reforma y la llevó a conclusión [599]. Por supuesto, no se puede precisar qué medidas fueron tomadas en el año 12 y cuáles posteriormente; algunas de las atribuidas al año 12 parecen estar inspiradas en el libro de la ley, que todavía no había sido encontrado. Pero la descripción de las Crónicas de una reforma en varios estadios es segura. La reforma fue paralela a la independencia y siguió sus mismos pasos. Los rasgos más señalados de la reforma aparecen claramente. Hubo, ante todo, una purga a fondo de los cultos y prácticas extranjeras. Siendo la religión asiria, desde luego, anatema para todo el pueblo patriota, fue, sin duda, lo primero que se desechó; las reparaciones del Templo, comenzadas ya antes del 622, representaron, quizá, la purificación que siguió a la destitución oficial de aquellos cultos. Lo mismo se hizo respecto de los diversos cultos solares y estelares, en su mayor parte, sin duda, de origen mesopotámico (II R 23, 4 ss., 11 ss.), algunos introducidos por Manasés (vv. 6, 10), y otros existentes desde antiguo (vv. 13 ss.); su personal, incluyendo los sacerdotes eunucos y los prostituidos de ambos sexos, fueron condenados a muerte [600]. Además, fue suprimida (v. 24) la práctica de la adivinación y de la magia. Siendo completamente idolátricos, desde el punto de vista de Jerusalén, los lugares de culto de Israel del norte, difícilmente pudieron escapar a un reformador tan celoso como Josías. Cuando obtuvo el control sobre el norte, también allí fue llevada la reforma y los santuarios de Samaria, en particular el templo rival de Betel, fue profanado y destruido y sus sacerdotes condenados a muerte (vv. 15-20). Según Cr. II 34, 6, que no hay razón para poner en duda, la reforma se extendió incluso hasta el norte de Galilea. El culmen de las medidas de Josías, sin embargo, fue llevar a cabo lo que Ezequías había intentado sin resultado permanente: cerrar los santuarios de Yahvéh dispersos por todo Israel y centralizar todo el culto público en Jerusalén. Los sacerdotes rurales fueron invitados a venir y ocupar su puesto entre el clero del Templo (II R 23, 8). ¡Nunca había tenido lugar una reforma tan amplia en sus aspiraciones y tan consistente en su ejecución!
c. Reforma de Josías: sus antecedentes y su significado.
El libro de la ley hallado en el Templo, que tan profundamente influyó en Josías fue, como hoy, por lo general, se reconoce, alguna forma del libro del Deuteronomio [601]. Es indudable que Josías tomó, bajo su influencia, muchas de las medidas que se cuentan de él. Esto es del todo cierto cuanto a la centralización del culto en Jerusalén y su intento de integrar al clero rural en el del Templo, ya que estas medidas están específicamente señaladas sólo en el Deuteronomio (p. e., 12, 13 ss.; 17 ss.; 18, 6-8). Por otra parte, la ley del Dt., cap. 13, que con incomparable vehemencia declara a la idolatría el crimen capital, puede explicar la ferocidad con que Josías trató no sólo a los funcionarios de los cultos paganos, sino también a los sacerdotes de Yahvéh de Israel del norte que, desde su punto de vista, eran idólatras [602]. No obstante, está claro, por todo lo que se ha dicho, que no se puede explicar la reforma con sólo el libro de la ley. Intervinieron otros factores. En primer plano, la reforma fue, con toda seguridad, una faceta del resurgimiento nacional. Se habrá notado que la oscilación entre sincretismo y reforma coincide con los cambios de la política nacional y ciertamente esto no es casualidad. Del mismo modo que Ezequías fue el reverso de Ajaz, lo fue Josías de Manasés. Constituyendo la religión oficial de Asirla el símbolo por antonomasia de la humillación nacional, cualquier movimiento de independencia anhelaría, naturalmente, desembarazarse de ella y, una vez esto conseguido, querría igualmente llegar hasta la eliminación de todas las manifestaciones religiosas consideradas como no israelitas. Además, la anexión, por parte de Josías, de Israel del norte, que dio expresión política al ideal de un Israel libre unido una vez más bajo el cetro de David, tenía necesariamente sus aspectos religiosos. Una afirmación de la teología oficial de Judá debía estar esencialmente acompañada de una acentuada insistencia en la elección de Sión por Yahvéh como el lugar de su gobierno y el único centro religioso nacional legítimo. La unificación política involucraba así, inevitablemente, cierto grado de unificación cúltica y, además, una conducta severa respecto de los santuarios locales, yahvistas o paganos, que pudieran interponerse en su camino. Según esto, la reforma fue un aspecto del nacionalismo y, ciertamente, una más fuerte reafirmación de la política de Ezequías. Pero sólo el nacionalismo no es suficiente explicación. Había una cierta ansiedad en el ambiente de todo aquel mundo contemporáneo. Las antiguas civilizaciones orientales, que habían seguido su curso durante miles de años, estaban llegando a su fin: los diques estaban resquebrajados y una oscura inundación se precipitaba desde fuera. Como nos lo muestran textos contemporáneos, los hombres estaban obsesionados por un presentimiento de ruina y una inseguridad corrosiva, junto con un anhelo nostálgico por los días mejores del pasado. Así por ejemplo, los faraones de la Dinastía XXVI, intentaron deliberadamente volver a la cultura de las pirámides; Asurbanipal había copiado y coleccionado en su biblioteca los antiguos documentos del pasado, mientras que su hermano Samas-sum-ukin llegaba incluso a grabar sus inscripciones oficiales en lengua sumeria, hacía mucho tiempo muerta. Tendencias semejantes se observaban por doquier [603]. Fue una época peligrosa, una época en la que el hombre necesitaba la ayuda de sus dioses. Judá no fue una excepción. Codo a codo con la emoción de la recién conseguida independencia, y el optimismo implícito en la teología oficial de la dinastía davídica, aparecía una profunda inquietud, un presentimiento de juicio, junto al sentimiento, inconsciente sin duda para la mayoría, de que la seguridad de la nación estribaba en el retorno a la antigua tradición. Por otra parte, justamente en este tiempo el movimiento profético entró en un nuevo florecimiento. Con la afirmación de que la nación estaba sometida a juicio y que conocería la ira de Yahvéh si no se arrepentía, los profetas ayudaron a preparar el terreno para la reforma. Conocemos dos profetas que ejercitaron su ministerio por este tiempo: Sofonías y el joven Jeremías [604]. Sofonías, que pudo haber pertenecido a la casa real (Sof. 1,1), llevó adelante la tradición de Isaías en su verdadero sentido [605]. Denunció, como una orgullosa rebelión contra Yahvéh, los pecados tanto cúlticos como éticos que la política de Manasés había permitido florecer, provocando la cólera divina (p. e., 1, 4-6, 8 ss., 12; 3, 1-4, 11). Anunciando que el terrible día de Yahvéh era inminente (p. e., 1, 2 ss.; 7, 14-18), declaró que la nación no tenía salvación más que en el arrepentimiento (2, 1-3), por lo cual Yahvéh había ofrecido una última oportunidad (3, 6 ss.). Igual que Isaías, Sofonías creyó que Yahvéh se proponía sacar del juicio un resto castigado y purificado (3, 9-13). Jeremías, que comenzó su ministerio el 627 (Jr. 1, 1), se mantuvo dentro de una ya antigua tradición que se remontaba, a través de Oseas, hasta la misma alianza mosaica. Atacando fogosamente la idolatría de que el país estaba lleno, la declaró un pecado inexcusable contra la gracia de Yahvéh que había traído a Israel de Egipto y le había hecho su pueblo (2, 5-13). Usando la imagen de Oseas, comparó a Judá con una esposa adúltera que sería repudiada con toda seguridad si no se arrepentía (3, 15, 19-25; 4, 1 ss.). Mientras pleitea con Judá, espera también la vuelta de Israel a la familia de Yahvéh (3, 12-14; 31, 2-6, 15-22) [606]. Predicando de esta manera aumentó, indudablemente, las simpatías en torno a la dirección política y religiosa de Josías. Aunque es improbable que Jeremías tomase parte activa en su ejecución, es casi seguro que favoreció, en principio, sus aspiraciones; no hubiera admirado a Josías como le admiró (22, 15 ss.) si hubiera pensado como errónea la principal actividad del rey. Dentro de este fermento de resurgente nacionalismo, y también de ansiedad, la ley deuteronómica cayó como el tronar de la conciencia. Aunque reeditada indudablemente en la generación anterior a la reforma, no se trataba de una nueva ley, y menos aún de un «piadoso engaño», como a veces ha sido llamada, sino más bien de una colección homilética de leyes antiguas que se derivaban, en último término, de la tradición legal de la anfictionía. Conservada y transmitida, según parece, en Israel del norte, había sido llevada, sin duda, a Jerusalén después de la caída de Samaria y allí, en alguna fecha entre Ezequías y Josías, formulada de nuevo e incluida en el programa de reforma [607]. Sus leyes, por tanto, no podían ser, en su mayor parte, tan enteramente nuevas. Pero el cuadro de la primitiva alianza mosaica y sus exigencias, oscurecidas durante siglos en la mente popular por otra noción de alianza, la davídica, era verdaderamente nueva. El Deuteronomio, cargado enteramente de la nostalgia por los días antiguos, característica de aquel tiempo, declaraba con desesperada urgencia que la vida verdadera de la nación dependía del retorno a la alianza en que había sido basada originariamente la existencia nacional. Su descubrimiento era nada menos que un redescubrimiento de la tradición mosaica [608]. Se puede advertir la consternación que provocó por la conducta de Josías (II R 22, 11), que rasgó con espanto sus vestiduras. Pudo haber parecido al piadoso y joven rey que, si esta era verdaderamente la ley de Yahveh, la nación estaba viviendo en un paraíso de necios al suponer que Yahveh estaba irrevocablemente obligado a su defensa a causa de sus promesas a David. La reforma llevó al pueblo de una teología oficial de la alianza davídica a una noción más antigua de la alianza, y conminó a la nación y al pueblo la obediencia a sus estipulaciones. Se ha de notar, sin embargo (II R 23, 3) que la alianza fue hecha «en presencia de Yahvéh» (es decir, Yahvéh fue testigo más que parte de ella), representando el rey un papel semejante al de Moisés en el Deuteronomio (y Josué en Jos. 24). El hecho de que, de este modo, la reactivación de la alianza del Sinaí tuviera lugar dentro del armazón del Estado y bajo la dirección real hizo posible una cierta armonización de las tradiciones antiguas y nuevas.
d. Últimos años de Josías: repercusiones de la reforma.
No conocemos prácticamente nada del reinado de Josías entre la ejecución de la reforma y su muerte. Habiendo cesado la última pretensión de soberanía asiria, no había por el momento nadie que discutiera la independencia de Josías o su control sobre cuántos territorios le había sido posible anexionar. Aunque no podemos precisar con exactitud la extensión de sus dominios, es probable que estuviera en sus manos la mayor parte de las áreas característicamente israelitas. Ciertamente poseyó las antiguas provincias de Samaria y Meguiddó y probablemente (aunque no está expresamente confirmado es verosímil a priori), también algunas regiones de Galaad [609]. Aunque Josías parece haber sido un gobernante enérgico y capaz, no estamos informados de sus restantes hechos como rey. Podemos estar seguros de que mientras él vivió fue mantenida la reforma. Podemos de igual modo estar seguros de que la exclusión de prácticas paganas fue un bien moral y espiritual para el país y que, dado que se le conminó al Estado el cumplimiento de la ley de la alianza (y puesto que Josías fue personalmente un hombre íntegro (Jr. 22, 15 ss.), la moralidad y las costumbres públicas alcanzaron un alto nivel, al menos oficialmente [610]. No obstante, se discute hasta qué punto la reforma tuvo éxito completo. Por una parte, aseguró firmemente, en el ánimo de muchos, a Jerusalén como único santuario legítimo, como se demuestra por el hecho de que, aun después de su destrucción, hombres (¡del norte de Israel!) continuaran peregrinando allí (Jr. 41, 5). Por otra parte, la centralización fue combatida encarnizadamente por otros, como era de esperar. Los sacerdotes de los santuarios yahvistas abolidos no estaban naturalmente dispuestos a abandonar sus antiguas prerrogativas e integrarse dócilmente en el sacerdocio de Jerusalén y muchos de ellos rehusaron hacerlo (II R 23, 9). Tampoco el clero de Jerusalén deseaba recibirlos, a no ser en un rango inferior. Su posición siguió siendo ambigua durante mucho tiempo, hasta que (cf. Ez. 44, 9-14), la situación de facto pasó a ser también de jure y se constituyó una clase inferior de clero. La reforma estableció de este modo un monopolio sacerdotal en Jerusalén, que difícilmente pudo ser del todo saludable, ya que los monopolios espirituales raramente lo son. Por otra parte, la abolición de santuarios locales, y la inherente reducción de ocasiones cúlticas en las que el pueblo pudiera participar, daría inevitablemente como resultado cierta secularización de la vida en regiones alejadas, una separación de la vida cúltica y la moral, nunca hasta entonces conocida. A buen seguro, el vacío así creado tendería a llenarse, en el correr del tiempo, con algo, bueno o malo. Más grave fue el hecho de que la reforma tendió a conformarse con medidas externas que no afectaban profundamente a la vida espiritual de la nación y engendraban un falso sentido de paz, carente de hondura. Jeremías se lamentó de que no hubiera producido otra cosa que un incremento de la actividad cúltica, sin una conversión real a las sendas antiguas (6, 16-21) [611] , y que los pecados de la sociedad continuaban sin ser censurados por parte del clero (5, 20-31). Le parecía que la nación, tan orgullosa por la posesión de la ley de Yahvéh que no quería oír ya su palabra profética (8, 8 ss.) [612] , se estaba sumergiendo en la ruina como un caballo que se lanza fogosamente a la batalla (vv. 4-7). La promulgación oficial de una ley escrita señaló, de hecho, el primer paso de este proceso de progresivo ensalzamiento que llegó a hacer de la ley el principal elemento de la organización religiosa, y al mismo tiempo el primer paso también en un proceso concomitante, en virtud del cual el movimiento profético llegó, por fin, a su término, al hacer sus palabras cada vez menos necesarias. La verdadera ley de reforma, que dio una nota de responsabilidad moral y religiosa a la teología nacional, consolidó este falso sentido de seguridad contra el que Jeremías luchó en vano. Dado que la ley exigía la reforma como precio de la seguridad nacional, el sentir popular suponía que, realizada esta reforma, quedaban satisfechas las exigencias de Yahvéh (Jr. 6, 13 ss.; 8, 10 ss.). La alianza de Sinaí, supuestamente cumplidas sus exigencias, venía a ser la criada de la alianza davídica, que garantizaba la permanencia del Templo, de la dinastía y del Estado. La teología de la ley se había convertido, en realidad, en una caricatura de sí misma: protección automática a cambio del cumplimiento externo [613]. Con ello se planteaba un serio problema teológico que la tragedia haría, muy pronto, más agudo.
B. El imperio neobabilonio y los
últimos días de Judá
1. Desde la muerte de Josías hasta la primera deportación.
1. Desde la muerte de Josías hasta la primera deportación.
Aunque los últimos años de Josías presenciaron la destrucción final de
Asiria, este suceso venturoso no proporcionó paz a Judá y a los demás pueblos
de Palestina y Siria. Cierto que Nahúm se congratulaba por la caída del tirano,
pero ya otras potencias rivales se estaban reuniendo como buitres para
dividirse la presa. Venciera quien venciera, era seguro que Judá perdería, ya
que la hora del pequeño Estado independiente del oeste de Asia había pasado
hacía tiempo. Y perdió, primero su independencia, después su existencia. La
narración de estos trágicos años ha sido brillantemente iluminada por textos
recientemente publicados [614] y nosotros nos detendremos en ellos con alguna extensión.
a. Muerte de Josías y fin de la independencia.
a. Muerte de Josías y fin de la independencia.
Ya hemos descrito cómo medos y babilonios habían aniquilado a Asiria, conquistando y destruyendo Nínive en el 612 y arrojando de Jarán en el 610 al Gobierno asirio allí refugiado. Dado que los medos se contentaron por el momento con consolidar sus posesiones del este y norte de las montañas, el control de la parte oeste del hundido imperio asirio se repartía entre los babilonios y los egipcios; estos últimos se habían aliado con Asiria pretendiendo, entre otras cosas, libertad de acción en Palestina y Siria. Entre ambas potencias fue llevado Judá al desastre. La desgracia comenzó (II R 23, 29 ss.; II Cr. 35, 20-24) en el 609 [615]. Este año Necao II (609-593), que había sucedido a su padre Psammético, marchó con un gran ejército hacia Karkemis del Éufrates para ayudar a Assur-ubal-lit en un último esfuerzo por recuperar Jarán del poder de los babilonios [616]. Josías intentó detenerle en Meguiddó, ahora parte del territorio del reunificado Israel. No sabemos si Josías era un aliado formal de los babilonios, como en otra ocasión lo había sido Ezequías, o si actuó independientemente. Pero él, desde luego, no deseaba una victoria egipcio-asiria, cuyo resultado habría colocado a Judá a merced de las ambiciones egipcias. Fue, de todas maneras, una acción suicida. Josías murió en la batalla [617] y su cadáver fue llevado en su carro a Jerusalén en medio de gran lamentación. Fue proclamado rey en su lugar su hijo Yehoajaz. Necao, mientras tanto, se dirigió al Éufrates para tomar parte en el asalto a Jarán. Este falló miserablemente, aunque no sabemos si la acción de Josías retrasó al faraón lo suficiente para afectar al resultado [618]. Dado que los babilonios habían confirmado su poder en Mesopotamia, Necao se esforzó por consolidar su posición al oeste del río. Una de sus medidas fue llamar a Yehoajaz, que había reinado durante tres meses, a sus cuarteles generales de Riblá, en la Siria central, desposeerle y deportarle a Egipto (II R 23, 31-35; cf. Jr. 22, 10-12). Elyaquim hermano de Yehoajaz, fue colocado en el trono como vasallo egipcio, cambiándosele el nombre en Yehoyaquim [619] ; el país quedó sometido a un fuerte tributo, que era obtenido mediante un impuesto sobre todos los ciudadanos libres. La independencia de Judá, que había durado apenas veinte años, había concluido.
b. Judá bajo la dominación egipcia (609-605).
Aunque Necao no había podido salvar a Asiria, la campaña de 609 había puesto, como hemos dicho, a Palestina y Siria bajo su control. Durante algunos años pudo mantener sus posesiones. En el 608/7 y 607/6 los babilonios, capitaneados por Nabopolasar y su hijo Nabucodonosor, salieron a campaña hacia las montañas de Armenia, probablemente para asegurar su flanco derecho contra el ejército egipcio situado al oeste del Éufrates. Durante estos años, las hostilidades se redujeron, por ambas partes, a incursiones violentas a través del río, intentando los babilonios una cabeza de puente al norte de Karkemis, desde la cual atacar a las fuerzas egipcias acuarteladas en esta ciudad, y tratando los egipcios de impedirlo [620]. En esto las glorias estuvieron repartidas; no se produjo ningún golpe decisivo. Mientras tanto Yehoyaquim seguía siendo vasallo del faraón. La situación interna de Judá tenía muy poco de buena. Es probable, aunque no seguro, que el territorio de Judá fuera reducido una vez más a sus dimensiones de antes de Josías. Aunque tampoco esta vez tenemos prueba directa de ello, apenas si se puede dudar que las exigencias egipcias pesaron fuertemente en la economía del (probablemente) reducido país. Yehoyaquim, además, no era digno sucesor de su padre, sino un pequeño tirano inepto para gobernar. Su irresponsable desprecio hacia sus súbditos se refleja con claridad en la primera acción de su reinado, cuando, según parece, no satisfecho con el palacio de su padre, malgastó los fondos construyendo otro nuevo y más hermoso y, lo que es peor, empleando el trabajo forzado para conseguirlo (Jr. 22, 13-19). Esto provocó la mayor imprecación de Jeremías, cuyo desprecio por Yehoyaquim se había desatado. Bajo Yehoyaquim decayó la reforma. Careciendo el rey de profundidad religiosa, sintió poca ilusión por ella, mientras que la oposición popular nunca desapareció del todo. Además, habiendo ocurrido la trágica muerte de Josías y la inherente humillación nacional que ha seguido de la reforma, debieron pensar muchos que existía una contradicción en la teología deuteronómica, ya que la obediencia a las exigencias del Deuteronomio no había evitado el desastre como prometía. Parece que años más tarde hubo quienes consideraron la reforma como un error e incluso atribuyeron a ella la calamidad nacional (Jr. 44, 17 ss.). En todo caso, se originó una actitud laxa y las prácticas paganas revivieron (7, 16-18; 11, 9-13, etc.) [621]. Aunque hubo algunos, incluso entre los altos cargos, como los nobles que apoyaron a Jeremías (26; 36), que deploraban esta tendencia, poco se pudo hacer a este respecto. Los profetas que la rechazaron fueron hostigados y perseguidos y, en algunos casos, muertos (26, 20-23). Se tiene la impresión de que la teología oficial, con sus promesas inmutables, había triunfado en su forma más tergiversada y que el pueblo estaba escudado en la confianza de que el Templo, la ciudad y la nación estaban eternamente asegurados por el pacto de Yahvéh con David, ya que así se lo aseguraban profetas y sacerdotes (5, 12; 7, 4; 14, 13; etc.).
c. Avance babilonio: la primera deportación de Judá.
En el 605 un cambio repentino en el delicado equilibrio del poder mundial colocó a Judá ante un nuevo peligro. Este año, Nabucodonosor cayó sobre los ejércitos egipcios en Karkemis, infligiéndoles una derrota total (cf. Jr. 46 ss.); persiguiéndoles hacia el sur, les asestó un nuevo golpe, aún más demoledor, en las cercanías de Jamat [622]. El camino del sur hacia Siria y Palestina quedaba abierto. En agosto del 605, sin embargo, el avance babilonio fue frenado por las noticias de la muerte de Nabopolasar, que obligaron a Nabucodonosor a regresar a la corte para tomar posesión del trono. Esto tuvo lugar en setiembre del mismo año, aunque el primer año oficial de su reinado comenzó con el siguiente año nuevo (abril, 604) [623]. Pero pronto se reanudó el avance babilonio. Aunque pudo haber encontrado las obstinadas resistencias que los textos sugieren, el final del 604 nos presenta al ejército babilonio en la llanura filistea, donde tomó y destruyó Ascalón (cf. Jr. 47, 5-7), deportando a los elementos directores de su población a Babilonia [624]. Es probable que una carta aramea descubierta en Egipto contenga la inútil llamada de socorro de su rey al faraón [625]. Judá quedó consternada ante este giro de los sucesos, como lo indican las expresiones proféticas contemporáneas (p. e., Hab. 1, 5-11; Jr. 46 ss.; cf. 4, 5-8; 5, 15-17; 6, 22-26, etc.). Posiblemente cuando el ejército babilonio recorría Filistea, y con seguridad al año siguiente (603/2), Yehoyaquim traspasó su alianza a Nabucodonosor y se hizo vasallo suyo (II R 24, 1). No se sabe si Nabucodonosor invadió o no a Judá por entonces; es posible que bastara una demostración de fuerza. Los destinos de Judá habían completado el círculo: una vez más estaba sometida a un imperio mesopotámico. Yehoyaquim, con todo, no era vasallo de buen grado. La esperanza de Judá parecía estar, una vez más, en Egipto, como lo había estado en los días de las invasiones asirias, y esta esperanza no parecía totalmente vana. A últimos del 601 Nabucodonosor marchó contra Egipto y chocó con Necao cerca de la frontera, en una batalla encarnizada en la que ambas partes sufrieron graves pérdidas. Pero, dado que Nabucodonosor se volvió a su tierra, y empleó el año siguiente en reorganizar su ejército, es seguro que no fue una victoria babilónica. Envalentonado con esto, Yehoyaquim se rebeló (II R 24, 1). Fue un error fatal. Aunque Nabucodonosor no salió a campaña en el 600/599, y en el 599/98 estuvo ocupado en otras partes, no tenía intención de permitir que Judá se le escapara de las manos. En espera del tiempo en que pudiera llevar a cabo una acción definitiva, envió contra él contingentes babilonios disponibles en la región, junto con bandas de guerrilleros arameos, moabitas y ammonitas (II R 24; 2; Jr. 35, 11), para devastar al país y mantenerlo en jaque. En diciembre de 598 partió el ejército babilonio. Pero en este mes murió Yehoyaquim [626] ; es muy probable que siendo el responsable del apuro de la nación y persona no grata a los babilonios, fuera asesinado (cf. Jr. 22, 18 ss.; 36, 30), con la esperanza de obtener con ello un trato más suave. Fue colocado en el trono (II R 24, 8) su hijo Joaquín, de 18 años de edad. Al cabo de tres meses, la ciudad se rindió. La ayuda egipcia, si se esperaba alguna (v. 7), no llegó. El rey, la reina madre, los altos oficiales y los ciudadanos principales, junto con un enorme botín, fueron llevados a Babilonia (vv. 10-17). Mattanías (Sedecías), tío del rey, fue colocado como gobernante en su lugar.
2. Fin del reino de Judá.
Cabía esperar que las experiencias de 598/97 dejarían a Judá, al menos
por el momento, castigado y dócil. Pero ¡nada de esto! El reinado de Sedecías
(597-587) no fue otra cosa que agitación contínua y sedición hasta que la
nación, propensa al parecer a destruirse a sí misma, logró finalmente derribar
el tejado sobre su cabeza. En el espacio de diez cortos años llegaría el fin
para siempre.
a. Judá después del 597: los disturbios del 594.
La locura de Yehoyaquim había costado caro a Judá. Algunas de sus ciudades principales tales como Lakís y Debir, fueron tomadas al asalto y seriamente dañadas [627]. Su territorio fue probablemente reducido al serle quitado el control del Negueb [628] , su economía paralizada y su población drásticamente disminuida [629]. Aunque el número de los entonces deportados no era grande en sí [630] , lo era en proporción a la población total y representaba, además, lo más selecto de los dirigentes del país. Los nobles dejados al servicio de Sedecías eran hombres de corta visión y faltos de carácter, como bien claro lo dice Jeremías (p. e., 34, 8-22). Tampoco Sedecías era el hombre apropiado para guiar los destinos de su país en hora tan grave. Aunque parece haber sido bien intencionado (cf. Jr. 37, 17-21; 38, 7-28), era un hombre débil, incapaz de mantenerse firme ante sus nobles (38, 5) y temeroso de la opinión popular (v. 19). Además su posición era ambigua, ya que su sobrino Joaquín seguía siendo considerado por muchos de sus súbditos, y según parece los descubiertos en Babilonia dicen que Joaquín era un pensionado de la corte de Nabucodonosor y le llaman el «rey de Judá» [631] ; además, tinajas sin asas halladas en Palestina y que llevan la inscripción «Elyaquim, mayordomo de Joaquín» muestran que la corona, propiamente, seguía siendo suya [632]. Los judíos de Babilonia fechaban los años a partir del «exilio del rey Joaquín» (Ez. 1, 2, etc.). Muchos de Judá sentían del mismo modo y suspiraban por su pronto retorno (Jr. 27 ss.). La ambigüedad de la situación de Sedecías socavó indudablemente toda la autoridad que pudiera haber tenido. Al mismo tiempo hubo, probablemente, entre los nobles de Sedecías que se habían aprovechado de la deportación de sus predecesores, quienes se consideraban a sí mismos como el verdadero resto de Judá al que en justicia pertenecía el país (cf. Ez. 11, 14 ss.; 33, 24). Estos, según parece, comenzaron a depositar en Sedecías las esperanzas dinásticas (cf. Jr. 23, 5 ss.) [633]. Mientras estas encontradas ideas circularan, un continuo fermento de agitación era inevitable. La chispa fue provocada por una rebelión que estalló en Babilonia en el 595/4, implicando posiblemente elementos del ejército y en la que parecen haber estado complicados algunos de los judíos deportados, inflamados por sus profetas con promesas de pronta liberación e incitados a actos subversivos (Jr. 29; cf. vv. 7-9). Aunque no podemos saber la extensión que la inquietud alcanzó entre los judíos, algunos de sus profetas fueron ejecutados por Nabucodonosor (vv. 21-23) a causa sin duda de sus afirmaciones sediciosas. Esta rebelión, aunque sofocada con rapidez, levantó las esperanzas en Palestina. En el transcurso del año (594/3) se reunieron en Jerusalén, para discutir planes de rebelión [634] embajadores de Edom, Moab, Ammón, Tiro y Sidón (27, 3). Hubo también profetas que incitaron al pueblo, declarando que Yahvéh había roto el yugo del rey de Babilonia y que al cabo de dos años (28, 2 ss.) Joaquín y los demás exilados regresarían en triunfo a Jerusalén. Jeremías (27 ss.) denunció vigorosamente tales anuncios como embustes dichos en nombre de Yahvéh, y escribió además una carta a los exiliados (cap. 29) pidiéndoles que olvidasen sus locos sueños y que se establecieran para una larga permanencia. La conspiración quedó de hecho en nada, sea porque los egipcios no quisieron respaldarla, sea porque prevaleció un consejo más prudente o porque los conspiradores no llegaron a ponerse de acuerdo entre ellos mismos. Sedecías envió embajadores a Babilonia (Jr. 29, 3) —quizá fue él personalmente (Jr. 51, 59) — para hacer la paz con Nabucodonosor y asegurarle su lealtad.
b. Rebelión final: destrucción de Jerusalén.
Con todo, el paso fatal estaba sólo temporalmente aplazado. En el espacio de cinco años (por el 589), un fiero patriotismo, mantenido por una confianza temeraria y completamente indisciplinada, había llevado a Judá a una abierta e irrevocable rebelión. No conocemos los pasos que condujeron a Judá a esta determinación. Hubo ciertamente una inteligencia con Egipto, cuyos faraones, Psammético II (593-588) y su hijo Jofrá (Apries, 588-569), habían emprendido una política de intervención en Asia. Por otra parte, no parecía que la revuelta se hubiera extendido mucho por Palestina y Siria. Por lo que conocemos, sólo Tiro, a la que Nabucodonosor puso sitio después de la caída de Jerusalén, y Ammón parecen haberse comprometido [635] ; otros Estados fueron, al parecer, indiferentes y aun hostiles a la idea, llegando Edom a ponerse de parte de los babilonios (cf. Abd. 10-14; Lam. 4, 21 ss.; Sal. 137, 7). El mismo Sedecías, a juzgar por sus repetidas consultas a Jeremías (Jr. 21, 1-7; 37, 3-10, 17; 38, 14-23), estaba lejos de sentirse seguro en su espíritu, pero era incapaz de oponerse al entusiasmo de sus nobles. La reacción babilonia fue rápida. Lo más tarde en enero del 588 (II R 25, 1; Jr. 52, 4) llegó su ejército y, bloqueando a Jerusalén (cf. Jr. 21, 3-7), comenzó a reducir los puntos fuertes alejados, tomándolos uno por uno hasta que, finalmente, al acabar el año, solamente quedaban Lakís y Azeqá (Jr. 34, 6 ss.). La caída de Azeqá puede ser aclarada por una de las cartas de Lakís, en la que un oficial encargado de un puesto de vigilancia escribe al jefe de la guarnición de Lakís que ya no pueden verse las señales de hogueras de Azeqá [636]. La moral de Judá se hundió y muchos de sus dirigentes juzgaron que su caso no tenía esperanza [637]. Probablemente en el verano del 588 noticias de que un ejército egipcio venía avanzando obligó a los babilonios a levantar temporalmente el sitio de Jerusalén (Jr. 37, 5). Quizá los egipcios acudían como respuesta a una llamada directa de Sedecías, reflejada posiblemente en otra de las cartas de Lakís (III), que nos dice que el jefe del ejército de Judá fue por este tiempo a Egipto. Una ola de alivio inundó a Jerusalén, siendo Jeremías el único que continuó predicando lo peor (Jr. 37, 6-10; 34, 21 ss.). Y aunque sus palabras, indudablemente, resultaban importunas, él tenía razón. El ejército egipcio fue rápidamente rechazado y se reanudó el asedio. A pesar de que Jerusalén resistió con heroica obstinación hasta el siguiente verano, su suerte estaba echada. Sedecías deseaba rendirse (Jr. 38, 14-23) pero temía hacerlo. En julio del 587 (II R 25, 2 ss.; Jr. 52, 5 ss.), justamente cuando las provisiones de la ciudad estaban exhaustas, los babilonios abrieron brecha en los muros y entraron. Sedecías, con algunos de sus soldados, huyó por la noche hacia el Jordán (II R 25 ss.; Jr. 52, 7 ss.), esperando, sin duda, ponerse a salvo temporalmente en Ammón, pero fue alcanzado cerca de Jericó y llevado ante Nabucodonosor, en sus cuarteles generales de Riblá en Siria central. No hubo piedad para él. Después de presenciar la ejecución de sus hijos, fue cegado y conducido en cadenas a Babilonia, donde murió (II R 25, 6 ss.; Jr. 52, 9-11). Un mes más tarde (II R 25, 8-12; Jr. 52, 12-16), Nebúzaraddán, jefe de la guardia de Nabucodonosor, llegó a Jerusalén y, cumpliendo órdenes, incendió la ciudad y arrasó sus muros. Algunos de sus oficiales, eclesiásticos, militares y civiles y los ciudadanos principales, fueron llevados ante Nabucodonosor a Riblá y ejecutados (II R 25, 18-21; Jr. 52, 24-27), mientras que un grupo más numeroso de población fue deportado a Babilonia [638]. El Estado de Judá había desaparecido para siempre.
c. Epílogo: Godolías.
Queda todavía, sin embargo, una breve posdata a la narración (Jr. 40-44; cf. II R 25, 22-26). Después de la destrucción de Jerusalén, los babilonios organizaron a Judá según el sistema de provincias del imperio. El país había sido completamente devastado. Sus ciudades destruidas, su economía arruinada, sus dirigentes muertos o deportados; la población constaba principalmente de campesinos pobres, considerados como incapaces de organizar revueltas (II R 25, 12; Jr. 52, 16). Como gobernador, los babilonios, colocaron a Godolías, hombre de familia noble, cuyo padre Ajicam había salvado en una ocasión la vida a Jeremías (Jr. 26, 24) y cuyo abuelo Safan fue probablemente secretario de Estado de Josías (II R 22, 3) y un primer promotor de la gran reforma. Como indica un sello encontrado en Lakís, que lleva su nombre, Godolías había sido primer ministro («sobre la casa») en el gobierno de Sedecías [639]. Acaso debido a que Jerusalén era inhabitable, estableció el centro de su gobierno en Mispá (probablemente en tell Nasbeh).
Pero este experimento fracasó pronto. Aunque Godolías intentó conciliar al pueblo (Jr. 40, 7-12) y trabajó por devolver al país algo parecido a la normalidad (v. 10) los obstinados le consideraban como un colaboracionista. No sabemos cuánto duró el período de su gobierno, ya que ni Jr. 41, 1 ni II R 25, 25 dicen el año en que acabó. Una deducción probable es que duró dos o tres meses, aunque pudieron ser uno o dos años, y acaso más. En todo caso, un tal Ismael, miembro de la casa real, que estaba respaldado por el rey de Ammón, en cuyo territorio Ismael se había refugiado y desde donde continuaba la resistencia, tramó un complot para matarle. Aunque prevenido por sus amigos, Godolías era, al parecer, demasiado magnánimo para creerlo. Como pago a su confianza, fue asesinado a traición por Ismael y sus compañeros, junto con una pequeña guarnición babilonia y un cierto número de inocentes que se hallaban presentes; a pesar de la enérgica persecución de los hombres de Godolías, Ismael consiguió escapar a Ammón. Los amigos de Godolías, aunque inocentes, temieron, como es natural, la venganza de Nabucodonosor y, contra los encarecidos ruegos de Jeremías, resolvieron huir a Egipto, lo que hicieron, llevándose consigo al profeta. Una tercera deportación en el 582, mencionada en Jr. 52, 30, puede representar una tardía (?) represalia por estos desórdenes. La provincia de Judá fue probablemente anulada, y, por lo menos, la mayor parte de su territorio fue incorporado a la vecina provincia de Samaria. Pero no tenemos información sobre los detalles.
C. Profetas de los últimos días de
Judá
1. Tragedia histórica y desarrollo teológico.
1. Tragedia histórica y desarrollo teológico.
En el capítulo siguiente volveremos a considerar la naturaleza de la
crisis, tanto física como espiritual, en que la caída de Jerusalén sumergió al
último resto de la nación israelita, y cómo logró superarla. Se ha de notar
aquí, sin embargo, que la supervivencia fue posible, en no pequeña parte,
debido a que los profetas, al dirigirse a la nación en las horas de más amarga
agonía, se habían enfrentado ya, en previsión de la tragedia, con los problemas
teológicos en ella implicados y les habían dado solución a la luz de la fe
ancestral de Israel. Ninguna historia de las últimas horas de Judá puede
considerarse completa sin alguna mención de la obra de estos profetas y de su
significado.
a. La teología nacional en la crisis.
Todo el que haya comprendido la naturaleza de la teología nacional de Judá, tal como era entendida popularmente, podrá ver que no estaba en absoluto preparada para hacer frente a la emergencia que se venía encima. Esta teología, como ya hemos descrito antes, estaba centrada en la afirmación de la colección de Sión por parte de Yahvéh como su morada, y en sus inmutables promesas a la dinastía davídica de un gobierno eterno y de victoria sobre sus enemigos. Hemos visto cómo todo ello entró en crisis a causa de las invasiones asirias y cómo lo había reinterpretado Isaías y lo había hecho capaz de sobrevivir, inyectando en todo ello un sentido profundamente moral y haciendo hincapié en la posibilidad de castigo divino que aquí se encerraba. Isaías, sin embargo, no renunció a esta teología, sino que más bien la reafirmó en un horizonte más profundo. Pero la seguridad que dio a Exequias de que Jerusalén no sería conquistada, y que los hechos confirmaron de tan dramática manera, más el colapso de Asia que sobrevino posteriormente y pareció confirmar sus palabras, coadyuvaron a implantar en la mente popular, como dogma incuestionable, la inviolabilidad del Templo, de la ciudad y de la nación. Aunque la reforma de Josías había llevado a la nación, por encima de este dogma, a una teología más antigua, esto, como hemos visto, no duró mucho tiempo y fue ampliamente borrado por la desilusión de la trágica muerte de Josías y por los sucesos desafortunados que siguieron. En la hora más oscura y desesperada, la nación se aferró a las promesas eternas hechas a David, sintiéndose seguro en el Templo donde estaba el trono de Yahvéh (Jr. 7, 4; 14, 21) y en el culto a través del cual se aplacaba su cólera y se ganaba su favor (6, 14; 8, 11; 14, 7-9, 19-22). Animada por el optimismo teológico, marchaba la nación hacia el desastre, confiando en que el Dios que había quebrantado a Senaquerib frustraría también a Nabucodonosor (5, 12; 14, 13). Es muy probable que los más encarnizados opositores de Jeremías (26, 7-11) fueran discípulos de Isaías, de mentes estrechas y muy por debajo de la talla de su maestro.
El desastre del 597 reavivó los problemas planteados por las invasiones asirias, pero con mayor intensidad. ¡Nunca hasta entonces había conocido Israel tal humillación! ¡El legítimo descendiente de David removido ignominiosamente de su trono y llevado cautivo a una tierra lejana! Se puede suponer que la imposibilidad de aceptar este hecho a la luz de las promesas dinásticas encendió las vanas esperanzas de una pronta restauración de Joaquín (27 ss.), indujo al traspaso de las esperanzas a Sedecías (23, 5 ss.) —que era, después de todo, un descendiente davídico— y condujo finalmente a la nación a una rebelión temeraria y suicida. Los sucesos del 597 parecen haber sido considerados como la gran purificación disciplinar anunciada por Isaías, tras de la cual se cumplirían las promesas. La idea de que la nación podría caer no fue tomada en consideración; hasta el fin, esperaron los hombres la intervención de Yahvéh como en los días de Ezequías (21, 2). Cuando el fin llegó, la teología oficial fue incapaz de explicarlo.
b. El problema de la soberanía y justicia divinas.
Aunque la crisis teológica de Judá se agudizó solamente cuando llegó el final, los problemas habían comenzado a dejarse sentir ya desde antes. Los sucesos de los últimos años de Judá contradecían de hecho, uno por uno, las afirmaciones de la teología oficial y se hizo inevitable que se pusiera en duda el poder de Yahvéh para controlar los sucesos y su fidelidad a las promesas. No podemos nosotros, desde luego, documentar este problema como quisiéramos. Pero en los bordes del cuadro, tal como existió, observamos reflejos de un pueblo que, sin duda a causa de su falta de confianza en el poder omnipotente de Yahvéh juzgaba prudente aplacar a otros dioses (Jr. 7, 17-19; cf. 44, 15-18; Ez. cap. 8), mientras que en otros lugares (Ez. 18, 2, 25; Jr. 31, 29) percibimos el susurro de que Yahvéh no era justo. Los sucesos trágicos requerían una explicación a la luz del poder soberano de Yahvéh y de su justicia, que la religión oficial no podía proporcionar. No es casualidad, por tanto, que la literatura de este período muestre una intensa preocupación por este problema, en Jeremías y en Ezequiel desde luego, pero también en otros lugares. Es el tema principal de Habacuc que, probablemente, predicó en el reinado de Yehoyaquim, en los días de la invasión babilónica. Siguiendo la tradición de Isaías, Habacuc consideró a los babilonios como los instrumentos del castigo de Yahvéh (1, 2-11) que habiendo llevado a cabo su misión, deberían ser juzgados a su vez (vv. 12-17). Confiando en que Yahvéh, que reinaba en Sión, era el único Dios (2, 18-20), justo y poderoso para librar a su pueblo (1, 12 ss.), Habacuc esperaba confiadamente (2, 4) su poderosa intervención (cap. 3) y el juicio sobre Babilonia (2, 6-17). En esta perspectiva se podría citar también el cuerpo histórico deuteronómico (Dt.-Reyes) que probablemente fue compuesto por primera vez hacia esta época [640]. El autor de esta obra llegó, pasando por encima de la teología oficial, a la de la alianza del Sinaí, tal como está expresada en el Dt. y montando las tradiciones históricas de su pueblo sobre el armazón de su tesis fundamental, pretendió demostrar que esta teología había sido confirmada por los hechos y que no sólo el futuro de la nación, sino que toda vicisitud de su historia, dependían directamente de su lealtad o deslealtad a las estipulaciones de la alianza de Yahveh.
2. Los profetas y la supervivencia
de la fe de Israel.
Como ya hemos dicho, la fe de Israel sobrevivió a la tragedia debido en
buena parte a que los problemas teológicos que se planteaban habían sido
resueltos de antemano por algunos de sus profetas. Aunque fueron varios los que
contribuyeron a esta solución, nadie lo hizo tan profundamente como Jeremías y
Ezequiel.
a. El profeta del juicio de Yahveh: Jeremías.
Ninguna figura tan valerosa o tan trágica como el profeta Jeremías ha pisado nunca el escenario de la historia de Israel. El fue la voz auténtica del yahvismo mosaico hablando, como hizo, intempestivamente, a la agonizante nación. Su destino, durante gran parte de su vida, fue anunciar, y volver a anunciar, que Judá sería destruido y que esta destrucción sería un justo juicio de Yahveh sobre ella a causa de sus pecados. Gracias a la riqueza de material biográfico de su libro, conocemos mejor el curso de la vida de Jeremías que la de ningún otro profeta [641]. Nacido en el pueblo de Anatot, justamente al norte de Jerusalén, hacia el final del reinado de Manasés, era aún un joven cuando comenzó su carrera, cinco años antes de que fuera hallado en el Templo el libro de la ley (1, 1 ss., 6) [642]. Era de estirpe sacerdotal, entroncado posiblemente con el clero del santuario de la anfictionía de Silo [643] , lo cual podría explicar el profundo sentimiento de Jeremías por el pasado de Israel y por la naturaleza de la primitiva alianza. Ya hemos visto cómo tanto Jeremías como Sofonías, atacando el paganismo que Manasés había promovido, ayudaron a preparar el clima para una reforma más completa. Aunque no es probable que Jeremías participase activamente en la reforma misma, el debió haber dado, de seguro, su beneplácito a la extirpación de prácticas paganas y a su intento de reavivar la teología de la alianza mosaica. Ambos profetas profesaron gran admiración a Josías (22, 15 ss.) y, cuando el rey emprendió su programa de unificación, esperaron el día en que un Israel restaurado se uniera a Judá en la alabanza de Yahvéh, en Sión (3, 12-14; 31, 2-6; 15, 22) [644]. Pero, como también hemos visto, pronto le invadió la desconfianza. Pudo contemplar un culto activo, pero no una vuelta a los antiguos caminos (6, 12-21); conocimiento de la ley de Yahvéh, pero desgana para escuchar la palabra de Yahvéh (8, 8 ss.); y un clero que aseguraba la paz a un pueblo cuyos crímenes contra las cláusulas de la alianza eran notorios (6, 13-15; 8, 10-12; 7, 5-11). Se dio cuenta de que las exigencias de la alianza se habían diluido en las exterioridades del culto (7, 21-23) y de que la reforma había sido una cosa superficial que no había obtenido el arrepentimiento (4, 3 ss.; 8, 4-7). Jeremías, que estuvo desde muy pronto tan obsesionado por el presentimiento de la destrucción que al fin llegó a ser casi su único estribillo, quedó por completo desilusionado bajo Joaquín. Cuando este rey dejó que se hundiera la reforma, Jeremías comenzó a pronunciar la oración fúnebre de la nación, declarando que, por haberse rebelado contra su Rey divino (11, 9-17), conocería los castigos que la alianza de Yahvéh reserva para aquellos que quebrantan sus estipulaciones. Afirmó que la humillación del 609 no era una negación de la teología deuteronómica, sino precisamente un claro cumplimiento de ella, algo que la nación había atraído sobre sí misma por su olvido de Yahvéh (2, 14-17). Pero advirtió que este castigo era sólo provisional, ya que Yahvéh estaba para enviar «desde el norte» el instrumento de su justicia: los babilonios (p. e., 4, 5-8, 11-17; 5, 15-17; 6, 22-26), que caerían sobre la nación impenitente y la destruirían sin dejar rastro (p. e., 23-26; 8, 13-17). Anclado de esta manera en la teología de la alianza mosaica, Jeremías rechazó por completo la confianza nacional en las promesas davídicas. El no negó, por supuesto, que estas promesas tuvieran validez teórica (23, 5 ss.) [645] , ni rechazó la institución de la monarquía en cuanto tal. Pero estaba convencido de que, puesto que la nación actual no había cumplido sus obligaciones, ni ella, ni sus reyes conocerían ninguna de las promesas (21, 12-23, 30), ¡lo que Yahvéh le promete es la ruina total! Señaló como engaño y mentira la confianza popular en la elección eterna de Sión por parte de Yahvéh, declarando que Yahvéh abandonaría su casa y la entregaría a la destrucción, como había hecho con el santuario de la anfictionía de Silo (7, 1-15; 26, 1-6). La persecución que tales palabras le valieron a Jeremías, y la agonía que le costó proferirlas, constituyen uno de los capítulos más conmovedores de la historia de la religión. Jeremías fue odiado, escarnecido, condenado al ostracismo (p. e., 15, 10 ss., 17; 18, 18; 20, 10), hostigado sin cesar y más de una vez casi matado (p. e., 11, 18-12, 6; 26; 36). Condenando de aquel modo al Estado y al Templo era reo, según la teología oficial, de traición y de blasfemia: él acusaba a Yahvéh de falta de fidelidad a su alianza con David (cf. 26, 7-11). El ánimo de Jeremías casi se quebró bajo este peso. Cedió a accesos de airada recriminación, de depresión y aun de suicida desesperación (p. e., 15, 15-18; 18, 19-23; 20, 7-12, 14-18). Odió su ministerio y anheló liberarse de él (p. e., 9, 2-6; 17, 14-18), pero el impulso de la palabra de Yahvéh le impedía callarse (20, 9); siempre encontró fuerza para seguir (15, 19-21), pronunciando el juicio de Yahvéh. Sin embargo, cuando llegó este juicio, casi se le rompía el corazón (p. e., 4, 19-21; 8, 18-9, 1; 10, 19 ss.). Después del 597, cuando parecía que el juicio había sido consumado y se habían perdido las locas esperanzas de una pronta restauración, Jeremías continuó su monótono anuncio de destrucción. No viendo ningún signo de que, con la tragedia, hubiera sido aprendida la lección, o se hubiera producido algún arrepentimiento, declaró que el pueblo — ¡qué paralelo del tema de Isaías 1, 24-26!— era metal rechazado que no se podía refinar (Jr. 6, 27-30). En realidad, le parecía (cap. 24) que el mejor fruto de la nación y su esperanza habían sido arrancados, dejando únicamente restos despreciables. Sin embargo, cuando (594) se reavivó la esperanza de que Joaquín volvería pronto, Jeremías lo denunció, y poniéndose un yugo de bueyes sobre el cuello (cap. 27 ss.), invitó a la nación a someterse al yugo de Babilonia, según el recto juicio de Yahvéh. Cuando estalló la rebelión final, Jeremías predijo con firmeza lo peor, anunciando que no habría ninguna intervención milagrosa, sino que el mismo Yahvéh estaba luchando contra su pueblo (21, 1-7). Cuando, con el avance egipcio, se reanimaron las esperanzas (37, 3-10), él las combatió sin piedad. Incluso llegó a invitar al pueblo a desertar (21, 8-10), lo que muchos hicieron (38, 19; 39, 9). A causa de esto fue arrojado en una cisterna, donde estuvo a punto de morir (cap. 38). Finalmente los babilonios le perdonaron y, pensando que había estado de su parte (39, 11-14), le permitieron elegir entre irse a Babilonia o quedarse allí. Prefirió quedarse (40, 1-6) Pero después del asesinato de Godolías, los judíos que huyeron a Egipto le llevaron consigo, contra su voluntad; y allí murió. Las últimas palabras salidas de sus labios (cap. 44) fueron todavía de juicio sobre el pecado de su pueblo. La esperanza, para Jeremías —y él no careció de ella, como veremos—, quedaba más allá del reino de Judá, que había sido destruido por Yahvéh a causa de su violación de la alianza.
b. El mensaje del juicio: Ezequiel.
A la voz de Jeremías se añadió, en la lejana Babilonia, la de su contemporáneo, más joven, Ezequiel [646] , que anunció también la destrucción de Judá como un justo castigo de Yahvéh. Conocemos muy poco de la vida de Ezequiel. Era un sacerdote (1, 3), casi seguramente de aquel clero del Templo que había sido llevado a Babilonia en la deportación del 597. Es muy probable que de joven hubiera oído la atronadora predicación de Jeremías en las calles de Jerusalén y que hubiera sido conmovido por ella [647]. Llamado al ministerio profético en el año 593 (1, 2) por medio de una extraña y casi terrorífica visión de la gloria de Yahvéh (cap. 1), continuó predicando entre los exiliados al menos durante veinte años (29, 17; 40, 1), hasta unos quince años después de la caída final de Jerusalén. Antes de este suceso, él no tenía más que una palabra: castigo cruel y sin piedad (2, 9 ss.) [648]. No se encuentra en todo el prestigioso cuerpo profético ninguna figura tan singular como la de Ezequías. Fue la suya una personalidad dura y no demasiado atractiva, en la que se encuentran contradicciones. Una conducta áspera encubre una emoción apasionada, y puede sospecharse, profundamente reprimida. Su enseñanza tiene a veces la sequedad de una torá sacerdotal y, otras, una elocuencia elevada, bien que indisciplinada. Aunque su rígido autocontrol le impidió, según parece, explosiones como las de Jeremías, el castigo que él se sentía impelido a anunciar le provocó graves tensiones internas y, a veces, incapacidad física (24, 27; 33, 22). En momentos extáticos o cuasi-extáticos comunicaba su mensaje mediante actos simbólicos que debieron parecer, incluso a sus contemporáneos, decididamente peculiares. Dibujando un diagrama de Jerusalén en un ladrillo de arcilla, comió alimentos racionados y puso mímicamente sitio a la ciudad (4, 1-11). Rasurándose cabello y barba, quemó una parte del pelo en el fuego, golpeó con una espada y esparció la tercera parte al viento, poniendo en la orla de su vestido unos pocos pelos (5, 1-4), simbolizando el destino de su pueblo. En cierta ocasión (12, 3-7), haciendo un agujero en la pared de su casa, salió por él de noche, llevando sus enseres a la espalda, representando así la marcha de uno que parte para el exilio. Cuando, poco antes de la caída de Jerusalén, le fue arrebatada por la muerte su esposa, él reprimió toda señal de duelo, indicando la llegada de un desastre demasiado profundo para ser llorado (24, 15-24). Ezequiel apenas si fue lo que se dice un hombre normal [649]. Sin embargo, se mantuvo como un centinela sobre su pueblo (3, 17-21), anunciando el justo juicio de Yahvéh con la voz auténtica de la fe normativa de Israel.
La doctrina de Ezequiel sobre el juicio, aunque diferente en la expresión, era fundamentalmente la misma que en Jeremías. Censurando severamente la persistente idolatría de su pueblo (cap. 8), sus rebeliones y obstinada obcecación, declaró que todas estas cosas habían atraído la cólera divina. Al contrario de Jeremías (Jr. 2, 2 s.) y Oseas (Os 2, 15, etc.), que habían idealizado los días de la marcha por el desierto como el tiempo en que Israel había sido leal y puro, Ezequiel declaró que su pueblo había estado corrompido desde sus comienzos (Ex. cap. 23). Aprovechando las posibilidades de la comparación de Oseas de la mujer adúltera, caracterizó a Jerusalén (cap. 16) como una descendencia bastarda de pecado, cuya maldad había superado incluso la de Samaria y Sodoma; aunque estuvieran entre ellos los hombres más justos que cabe imaginar —Noé, Daniel y Job— la justicia de éstos no bastaría para contrarrestar sus culpas y salvarlos (14, 12-20). Del mismo modo que Jeremías, Ezequiel consideró a la nación como escoria apta para ser arrojada enteramente al horno de la cólera de Yahvéh (22, 17-22). Aunque no quería admitirlo (9, 8; 11, 13), reconoció que aun este último resto de Israel había de ser destruido.
Ezequiel, por tanto, rechazó la esperanza nacional con tanta energía como lo había hecho Jeremías. Conociendo que pesaba sobre la ciudad el decreto de destrucción de Yahvéh (9-11), comparó a los profetas que pronunciaban oráculos de esperanza a locos que intentan salvar un muro desmoronado encalándolo (13, 1-16). Veremos cómo Ezequiel no hizo desaparecer la esperanza depositada en las promesas de David, pero la desarraigó del estado actual y la proyectó hacia el futuro. Con lenguaje poderoso describe una visión en la que vio la real presencia de Yahvéh, o lo que fuera, elevándose por encima de su trono, salir del Templo, aletear sobre él, y marchar (9, 3; 10, 15-19; 11, 22 s.). Yahvéh había cancelado su elección de Sión y no permanecería por más tiempo en su casa. Ezequiel interpretó absolutamente el desastre nacional como un justo castigo de Yahvéh por el pecado de la nación: no era tan sólo un hecho de Yahvéh sino, positivamente, su propia vinculación como Dios soberano (14, 21-33, etc.).
c. Los profetas y el Israel del futuro.
Aunque escuchados por pocos durante su vida, estos profetas hicieron quizá más que ningún otro por salvar a Israel de la extinción. Mediante la despiadada demolición de una falsa esperanza, mediante el anuncio de la catástrofe como castigo soberano y justo de Yahvéh, dieron de antemano una explicación a la tragedia en términos de fe y evitaron con ello la destrucción de esta fe. Aunque así hundieron a muchos, privándoles de sus amarras religiosas, y sumergieron a otros en una fría desesperación, los israelitas sinceros fueron llevados al examen de sus propios corazones y a la penitencia. Y más aún, el mensaje profético, aunque dirigido a la nación, había sido también un requerimiento, a cuantos quisieron escuchar, a fiar más en la palabra de Yahvéh que en la política y las instituciones nacionales. Esto facilitó, por tanto, la formación de una nueva comunidad, basada en la decisión individual, que podría sobrevivir al hundimiento de la antigua. Cierto que hablar de Jeremías y Ezequiel como descubridores del individualismo, como hacen con frecuencia algunos manuales, es erróneo. A pesar de toda su fuerte naturaleza corporativa, la fe de Israel nunca había ignorado los derechos y responsabilidades del individuo bajo la ley de la alianza de Yahvéh. Ni tampoco Jeremías o Ezequiel proclamaron una religión individual frente a una corporativa, ya que ambos intentaron precisamente la formación de una nueva comunidad. Sin embargo, la antigua comunidad cúltico-nacional, a la que automáticamente pertenecían todos los ciudadanos, había terminado; debía ser remplazada por una nueva comunidad, basada en la decisión individual, si es que Israel debía sobrevivir como pueblo. Esta comunidad fue preparada por la predicación profética.
La religión de Jeremías fue intensamente individual debido en buena parte a que el culto nacional era para él una abominación en la que no podía tomar parte. El hecho de que no sólo lo censurase sino que declarase que sus ritos sacrificiales habían sido desde siempre periféricos a las exigencias de Yahvéh (6, 16-21; 7, 21-23), junto con su incesante insistencia en la necesidad de pureza interna (4, 3, s., 14, etc.), sirvieron, de seguro, para preparar el día en que la religión podría seguir existiendo sin culto externo de ninguna clase cosa imposible para la mentalidad antigua. También Ezequiel, mediante su famosa individualización del problema de la divina justicia (Ez. cap. 18), que había sido pensado como algo mecánico que, por eso, desembocaba fácilmente en el absurdo, ayudó a los hombres a liberarse de la cadena de la culpa corporativa (v. 19) y del sentimiento fatalista (3, 10; 37. 11) de que estaban condenados para siempre por los pecados del pasado; cada generación, cada individuo, tiene su justa suerte ante el tribunal de la justicia de Dios. Ambos profetas alentaron así a cada judío en particular, perdido y desesperado, a ser leales a la llamada de Yahvéh, que era siempre, también en esto, soberano Señor; y ambos les aseguraron que Yahvéh les saldría al encuentro, sin templo y sin culto, en el país de su cautividad, si ellos le buscaban con todo su corazón (Jr. 29, 11; 14; Ez. 11, 16; cf. Dt. 4, 27-31). Los hombres que recibieron estas palabras, nunca carecerían de esperanza.
Además, Jeremías y Ezequiel, los demoledores de la falsa esperanza, ofrecieron, por su parte, una esperanza positiva, ya que los dos consideraron el exilio como un período de transición (Jr. 29, 11-14; Ez. 11, 16-21), más allá del cual estaba el futuro de Dios. Tan inesperada es la esperanza de Jeremías que alguien ha dudado que tuviera alguna. ¡Pero la tuvo! Incluso cuando Jerusalén estaba sucumbiendo, él afirmó esta creencia en el futuro de su pueblo — ¡y en la propia tierra de Palestina!— comprando bienes inmuebles (Jr. 32, 6-15), declarando que «de nuevo serán comprados en estas tierras casas, campos y viñedos». En realidad, esto no fue tanto una esperanza como un claro triunfo de la fe en las intenciones de Yahvéh, sobre la propia desesperanza de Jeremías (32, 16-17 a, 24 s.). No estuvo ello basado en ninguna clase de esperanza de resurgimiento de la nación, ni en ningún esfuerzo humano, sino en un nuevo acto redentor (Jr. 31, 31-34): Yahvéh llamaría de nuevo a su pueblo, como lo había hecho en otro tiempo en Egipto, y olvidando sus pecados, haría con ellos una nueva alianza, escribiendo su ley en sus corazones. La tremenda distancia entre las exigencias de la alianza de Yahvéh, según las cuales sería la nación juzgada, y sus seguras promesas, que la fe no podía abandonar, fue salvada desde el lado de la gracia divina. La verdadera teología del Éxodo, que había condenado a la nación, llegó a ser el fundamento de su esperanza. Después del 587, también Ezequiel dirigió a sus compañeros de exilio palabras de confortamiento y esperanza. Habló de un nuevo éxodo liberador, de una nueva disciplina del desierto en la que Yahvéh parificaría a su pueblo antes de conducirlo a su tierra (Ez. 20, 33-38). Aunque él contemplaba la restauración de un Israel unido bajo el gobierno davídico (34, 23 s.; 37, 15-28), esperó que Yahvéh, que es personalmente el buen pastor de su rebaño (cap. 34), cumpliría esto: Yahvéh inspiraría su espíritu sobre los huesos de la nación muerta, haciendo que se levantara de nuevo una multitud sumamente grande» (37, 1-14) y, dando a su pueblo un corazón nuevo y un espíritu nuevo, para servirle (v. 14; cf. 11, 19; 36, 2527; etc.) le volvería a conducir a su tierra, establecería con él su alianza eterna de paz (34, 25; 37, 26-28) y colocarla su santuario para siempre en medio de él [650]. La vieja esperanza nacional permanecía, de este modo, pero proyectada hacia el futuro, adjudicada a una nación nueva y transformada, cuya creación dependía completamente de un nuevo acto divino salvador. Estas fueron las esperanzas en torno a las cuales pudo agruparse el núcleo de una nueva comunidad de Israel, reconfortada, para esperar, en medio de la oscuridad, en el futuro de Dios.
Parte 5
Tragedia y tiempo posterior
Período exílico y postexílico
Tragedia y tiempo posterior
Período exílico y postexílico
Capítulo 9
Exilio y restauración
Exilio y restauración
Contenido:
A. El periodo del exilio (587-539).
B. Restauración de la comunidad judía en Palestina.
La destrucción de Jerusalén y el subsiguiente exilio marcó la gran
vertiente de la historia de Israel. De un golpe había terminado su existencia
nacional y, con ella, todas las instituciones en que su vida corporativa se
había expresado y que ya nunca más volverían a ser reelaboradas exactamente de
la misma forma. Destruido el Estado y forzosamente suspendido el culto estatal,
la antigua comunidad cúltico-nacional se resquebrajó, e Israel quedó por el
momento reducido a una aglomeración de individuos desarraigados y vencidos, sin
ninguna señal externa de pueblo. Lo extraordinario es que no pereciera también
su historia. Pues, no obstante, Israel sobrevivió al desastre y, formando una
nueva comunidad por encima del hundimiento de la antigua, reanudó su vida como
pueblo. Su fe, disciplinada y fortalecida, sobrevivió igualmente y encontró,
poco a poco, la dirección que habría de seguir a lo largo de los siglos
venideros. En el exilio y en la época subsiguiente nació el Judaísmo.
Escribir la historia de Israel en este período es extremadamente difícil. Nuestras fuentes bíblicas son, en el mejor de los casos, inadecuadas. Del exilio mismo la Biblia no nos cuenta prácticamente nada, excepto lo que se puede deducir indirectamente de los escritos proféticos, y de algunos otros, de aquel tiempo. Para el período postexílico, hasta finales del siglo quinto, nuestra única fuente de información histórica es la parte final de la obra del cronista que se encuentra en Esdras-Nehemías, complementada por el libro apócrifo de Esdras I proporcionado por el texto de los LXX del relato del cronista sobre Esdras. Pero el texto de estos libros presenta dislocaciones extremas; estamos frente a problemas insolubles de primera magnitud, junto con numerosas lagunas que deben ser rellenadas en lo posible con información buscada en otros libros bíblicos postexílicos y en fuentes extra bíblicas. Y después de hacer todo esto, quedan todavía lagunas desalentadoras y problemas desconcertantes.
A. El periodo del exilio (587-539)
1. La penosa situación judía después de 587.
1. La penosa situación judía después de 587.
La calamidad del 587 no debe ser minimizada en ninguna narración [651]. Aunque la idea popular de una deportación total que dejó al país vacío
y desierto es errónea y ha de ser descartada, la catástrofe fue, no obstante,
espantosa y tal que señaló la quiebra de la vida judía en Palestina [652].
a. La quiebra de la vida en Judá.
El ejército de Nabucodonosor convirtió a Judá en un matadero. Como elocuentemente evidencian las pruebas arqueológicas, todas, o casi todas, las ciudades fuertes de la Sefelá y de las colinas centrales del país (es decir, propiamente Judá), fueron arrasadas, para no ser reconstruidas, en la mayoría de los casos, hasta muchos años después (cf. Lam. 2, 2-5) [653]. Solamente en el Negueb, según parece separado de Judá en el 597, y en el distrito norte de Jerusalén, que era, probablemente, una parte de la provincia babilónica de Samaria, escaparon las ciudades a la destrucción. La población del país fue diezmada. Aparte los deportados a Babilonia, debieron morir muchos millares en las batallas o de inanición y enfermedad (cf. Lam. 2, 11, s., 19-21; 4, 9 s.), algunos —y seguramente más de los que conocemos (II R 25, 18-27) — fueron ejecutados, mientras que otros (cf. Jr. cap. 42 s.) huyeron para salvar sus vidas. Además, los babilonios no remplazaron a los judíos deportados con elementos llevados allí de otros lugares, como habían hecho los asirios en Samaria. La población de Judá, que sobrepasaba probablemente los 250.000 en el siglo octavo y que posiblemente llegaría, aun después de la deportación del 597, a la mitad de esta cifra, apenas pasaría de 20.000, aun incluyendo a los primeros exiliados que volvieron del destierro [654] y debió estar, además, sin duda, muy diseminada en los años intermedios. Ya hemos dicho que, después del asesinato de Godolías, Judá perdió, al parecer, su identidad, siendo asignado el territorio norte de Bet-sur a la provincia de Samaria [655] , mientras que la región de las colinas en el sur (la futura Idumea) fue gradualmente ocupada por los edomitas (Esd. 4, 50), que habían sido arrojados de su territorio por la presión árabe [656]. No conocemos prácticamente nada de lo que sucedió en Judá durante los cincuenta años siguientes. Podemos sospechar que cuando la situación se tranquilizó, volvieron de nuevo los fugitivos (cf. Jr. 40, 11-12), se unieron a la población que quedaba en el país y se incorporaron a aquella existencia. Pero su situación era miserable y precaria (Lam. 5, 1-18). Por lo que respecta al Templo, aunque reducido a escombros, persistió como lugar santo al que continuaron acudiendo los peregrinos —incluso desde Israel del norte (Jr. 41, 5)— para ofrecer sacrificios entre las ruinas ennegrecidas. Probablemente se mantuvo allí, aunque de un modo esporádico, alguna especie de culto a lo largo del período exílico; pero aunque había en Judá, sin duda, un pueblo piadoso que, como sus hermanos lejanos, lloraban sobre Sión y anhelaban su restauración [657] , estaban faltos de dirección y sin poder hacer otra cosa que soñar. Cuando el impulso restaurador se produjo, no provino de ellos. Es probable, en realidad, que la lealtad religiosa de muchos de este pueblo empobrecido estuviera sumamente minada y que su yahvismo fuera de una estructura no muy pura. Al menos así lo vieron los profetas contemporáneos (p. e. Ez. 33, 24-29; Is. 47, 3-13; 65, 1-5 s.) [658]. Es verdad que la catástrofe del 587 había dejado incólume el territorio perteneciente en otro tiempo al Estado del norte y que la población israelita continuó manteniéndose igual que antes en Samaria, Galilea y Transjordania. Sin embargo, aunque eran israelitas del norte que habían permanecido, en parte como resultado de la reforma de Josías, adictos al culto de Jerusalén (Jr. 41, 5), la mayor parte de ellos practicaba un yahvismo de estructura fuertemente sincretista. La religión en el norte del Israel se había contaminado con elementos paganos ya antes del 721, como nos lo permite ver Oseas, y había sido posteriormente desleída en mezclas importadas por elementos extranjeros establecidos allí por los reyes asirios (II R 17, 29-34). Los esfuerzos efímeros de Josías no habían logrado un cambio fundamental. Por lo demás, habiendo estado este pueblo durante siglo y medio, a excepción del breve período de Josías, bajo gobierno extranjero, el fuego del celo nacionalista, aunque no extinguido entre ellos, estaba seguramente amortiguado. Aunque los israelitas eran aún mayoría numérica en Palestina, el futuro Israel difícilmente podía estar entre ellos. El verdadero centro de gravedad de Israel se había alejado temporalmente de su hogar patrio [659] (9).
b. Los exiliados en Babilonia.
Los judíos que vivían en Babilonia representaban la crema de los dirigentes políticos, eclesiásticos e intelectuales de su país, pues por esta razón fueron seleccionados para la deportación. Su número, seguramente, no fue grande. En Jr. 52, 28-30 se dan los totales exactos de las tres deportaciones (de 597, 587 y 582), y la suma global es solamente de 4.600. Es una cifra razonable. Aunque probablemente se cuentan sólo los varones adultos, la suma total no podía ser más de tres o cuatro veces superior [660]. Pero eran estos exiliados, aunque pocos en número, los que modelarían el futuro Israel, dando a su fe una nueva dirección y proporcionando el impulso para la definitiva restauración de la comunidad judía en Palestina. Aunque no deberíamos disminuir las opresiones y humillaciones que estos exiliados soportaron, su suerte no parece haber sido extremadamente severa. Llevados al sur de Mesopotamia, no lejos de la misma Babilonia, no fueron, a lo que parece, dispersados entre la población local, sino asentados en establecimientos propios (cf. Ez. 3, 15; Esd. 2, 59; 8, 17), en una especie de internamiento [661]. No eran, desde luego, libres, pero tampoco eran prisioneros. Se les permitía construir casas, dedicarse a la agricultura (Jr. 29, 5 ss.) y, según parece, ganarse la vida del modo que pudieran. Les estaba permitido reunirse y continuar alguna especie de vida en comunidad (cf. Ez. 8, 1; 14, 1; 33, 30 ss.). Como arriba hemos notado, su rey Joaquín, que había sido deportado con el primer grupo en el 597, fue tratado como un pensionado de la corte de Babilonia y considerado incluso como rey de Judá. De la suerte posterior de los exiliados no sabemos casi nada. Ya hemos indicado que algunos de ellos estuvieron implicados en las revueltas de 595 ó 594, por lo cual algunos de sus dirigentes sufrieron represalias (Jr. cap. 29). En una fecha posterior (después de 592), Joaquín fue arrojado en cadenas, probablemente por complicidad, o sospecha de complicidad, en alguna acción sediciosa (II R 25, 27-30), y en ellas permaneció durante el resto del reinado de Nabucodonosor. Pero no sabemos si esto estuvo en conexión con los sucesos del 587 o no, ni si estuvo envuelta en ello alguna parte apreciable de la comunidad judía. De todos modos, no hay pruebas de que los exiliados sufriesen una opresión desacostumbrada sobre la inherente a su estado. Por el contrario, la vida en Babilonia debió haber abierto para muchas oportunidades que nunca hubieran tenido en Palestina. Con el transcurso del tiempo muchos judíos, como veremos, se dedicaron al comercio, y algunos se hicieron ricos.
c. Judíos en Egipto y en otros lugares.
Aparte estos judíos, llevados por la fuerza a Babilonia, otros —y ciertamente no pocos— abandonaron voluntariamente el suelo patrio para buscar seguridad en otras partes. Un número considerable se encaminó a Egipto. Tenemos noticias de una partida que huyó allá después del asesinato de Godolías, llevándose a Jeremías consigo (Jr. caps. 42 ss.), y probablemente no fue el primer caso. Es verosímil, en efecto, que muchos judíos hubieran encontrado refugio en Egipto, o que se hubieran establecido allí como mercenarios o de otra manera, durante los calamitosos últimos días de Judá; podemos suponer que cuando la nación sucumbió, creció la marea de refugiados. Los compañeros de Jeremías se establecieron en Tafnes (Dafne) (Jr. 43, 7), justamente en la frontera, mientras que otros grupos se encontraban en diversas ciudades del bajo Egipto (Jr. 44, 1). Probablemente sus descendientes permanecieron allí todo el período persa (cf. Is. 19, 18 ss.), para unirse más tarde con aquella ola de inmigrantes que hizo de Egipto en los días de los Tolomeos un centro mundial de judíos. Pero de su suerte en este intermedio no sabemos nada. Especial interés tiene la colonia militar judía que existió durante el siglo quinto en Elefantina, en la primera catarata del Nilo. Puesto que por sus mismos testimonios sabemos que estaba allí cuando los persas conquistaron Egipto el 525 [662] , debió haber sido establecida por uno de los faraones de la Dinastía XXVI, probablemente por Apries (588-569) [663]. Ignoramos por completo si esta gente llegó a Egipto antes o después del 587 [664]. El hecho de que se llamen a sí mismos «judíos» prueba que su origen no era samaritano. La naturaleza de su culto sincretista, del que hablaremos más adelante, hace probable la teoría de que procedían de los alrededores de Betel que, después de ser desarraigada por Josías, revivió y floreció en la según mitad del siglo sexto [665]. Aunque no conocemos detalles, podemos presumir que los judíos buscaron refugio también en otras regiones, además de Egipto. Hemos dicho que muchos de ellos huyeron, ante los babilonios, a Moab, Edom y Ammón (Jr. 40, 11). Aunque algunos de ellos retornaron una vez pasada la tormenta, podemos estar seguros de que muchos no lo hicieron. Es probable que las regiones israelitas de Samaria, Galilea y Transjordania recibieran también una afluencia de fugitivos. Carecemos de información para añadir algo más [666]. Aunque no existía aún una diáspora judía sobre toda la tierra, se había iniciado una tendencia que nunca desaparecería por completo. Israel había comenzado a dispersarse entre las naciones (cf. Dt. 28, 64). Nunca volvería a estar identificado con ninguna entidad política o área geográfica. Cualquiera que fuera la suerte que el futuro le tuviese reservada, nunca podría darse un retorno completo a las estructuras del pasado.
2. El exilio y la fe de Israel.
Cuando se considera la magnitud de la calamidad que soportó, causa
asombro que Israel no fuera absorbido por el torbellino de la historia del
mismo modo que otras pequeñas naciones del oeste de Asia, y no perdiera para
siempre su identidad como pueblo. Y si hemos de preguntarnos por qué no sucedió
así, la respuesta está seguramente en su fe, la fe que dio comienzo a su
existencia resultó suficiente también para esto. Sin embargo esta respuesta no
se debe dar alegremente, ya que el exilio probó la fe de Israel hasta el
extremo. Todo lo logrado no fue algo que sucedió automáticamente, sino sólo a
base de un profundo examen de conciencia y después de un profundo reajuste [667].
a. Naturaleza de la dificultad.
Con la caída de Jerusalén la dificultad teológica descrita en el capítulo anterior alcanzó proporciones de crisis. El dogma sobre el que se fundamentaba el Estado y el culto había recibido un golpe mortal. Como hemos dicho en repetidas ocasiones, este dogma consistía en la seguridad de la elección eterna de Sión, por parte de Yahvéh, como su asiento terreno, y sus promesas incondicionales a David de una dinastía que no tendría fin. Al amparo de este dogma, la nación descansaba segura y, rechazando las amonestaciones proféticas en contrario, como una herejía inconcebible, esperaban confiados la poderosa intervención de Yahvéh y un futuro que traería al descendiente ideal de la casa de David —quizá el próximo— bajo el cual el gobierno justo y benéfico de Yahvéh sería triunfalmente establecido y todas las promesas dinásticas serían actualizadas. Este era el destino de la historia nacional hacia el que los hombres podían mirar con confianza, sin necesidad de tener que tender la mirada más allá. Los arietes de Nabucodonosor abatieron desde luego esta teología de modo totalmente irreparable. Era una teología falsa, y los profetas que la proclamaron habían muerto (Lam. 2, 14). Nunca más podría ser mantenida en su precisa estructura antigua.
Con esto —¡no lo minimicemos!— quedaba sometido a juicio incluso el rango del Dios de Israel. La fe de Israel había sido, en todos sus períodos, siempre de carácter monoteísta. Aunque sin una formulación abstracta del monoteísmo, ella, desde sus comienzos, había dado lugar a un solo Dios, y había declarado que los dioses paganos eran nonadas, «no dioses». Pero cuando el Estado y la teología nacional sucumbieron bajo los asaltos de un poder pagano... ¿qué pensaba entonces? ¿Eran, después de todo, nonadas los dioses de Babilonia? ¿No eran realmente verdaderos dioses poderosos? Así debieron razonar muchos judíos entre sí. Por eso, la tentación de abandonar por completo la fe ancestral se agudizó hasta el extremo (cf. Jr. 44, 15-19). Mientras tanto, otros, paralizados por el desastre, pero sintiendo que era, de algún modo, obra de Yahvéh, ponían en tela de juicio, con hondos gemidos, la justicia divina (Ez. 18, 2, 25; Lam. 5, 7). Aun lo más selecto del pueblo, aquellos que habían recibido la palabra profética, se hundieron en la desesperación, temerosos de que hubiera sido cometido el pecado mortal y de que Yahvéh, en su ira, hubiera desheredado a Israel y hubiera cancelado su destino como pueblo suyo (p. e., Is. 63, 19; Ez. 33, 10; 37, 11). A través del llanto suplicaban misericordia, pero no acertaban a ver ningún fin a sus sufrimientos (p. e., sal. 74, 9 ss.; Lam. 2, 9).
Existía el riesgo de una pérdida total de la fe. Esto se agravó cuando los judíos, arrancados de su suelo patrio, trabaron un primer contacto, la mayoría de ellos por primera vez, con los grandes centros de cultura del mundo. Jerusalén, que en sus mentes aldeanas era el único centro del universo de Yahvéh, debía parecerles, por comparación, realmente pobre y atrasada. Rodeados de una riqueza y un poder insólitos, con los magníficos templos de los dioses paganos a la vista, debió ocurrírseles a muchos de ellos la idea de si Yahvéh, Dios protector de un pequeño Estado que parecía incapaz de defender, era realmente, después de todo, el supremo y único Dios. La gravedad de la tentación de apostasía es atestiguada por las grandes polémicas de Is. caps. 40 al 48, que de otra forma no hubieran sido necesarias. La fe de Israel tenía sometida a prueba su propia existencia. Obviamente, no podía continuar como culto nacional, adhiriéndose a un status quo ante como si nada hubiera sucedido. Tenía que aclarar su posición frente a las grandes naciones y sus dioses, frente a la tragedia nacional y su significado, o perecer [668]
b. Tenacidad de la fe de Israel.
Aunque la prueba fue dura, la fe de Israel la afrontó con éxito, mostrando una tenacidad y vitalidad asombrosas. Ya antes de que el problema se presentase, le habían dado de antemano los verdaderos profetas que estuvieron presentes en la catástrofe, especialmente Jeremías y Ezequiel, una solución fundamentalmente apropiada para ofrecer una explicación teológica del desastre nacional y para mantener viva alguna chispa de esperanza para el futuro. Lo hemos indicado ya en el capítulo precedente. Por el hecho de haberla anunciado incesantemente como justo castigo de Dios por el pecado de la nación, dieron estos profetas una explicación coherente de la tragedia, que permitió considerarla no como la contradicción, sino como la reivindicación de la fe histórica de Israel. Por otra parte, aunque su afirmación demolió la falsa esperanza, proveyó a los hombres de una esperanza nueva, a la que poder adherirse, del triunfo final de los proyectos redentores de Yahvéh. El exilio podía ser considerado como un castigo merecido y como una purificación que preparaba a Israel para un futuro nuevo. Con estas palabras, y con la seguridad dada al pueblo de que Yahvéh no estaba lejos de ellos ni siquiera en el país de su destierro, prepararon los profetas el camino para la formación de una nueva comunidad. Y, en efecto, comenzó a aparecer una nueva comunidad, aunque los detalles son casi por entero oscuros. No existió ya más una comunidad cúltico-nacional, sino una comunidad caracterizada por su adhesión a la tradición y a la ley. Se comprende la elevada importancia de la ley entre los exiliados puesto que ahora, habiendo perecido el Estado y el culto, apenas había otra cosa que los distinguiera como judíos. Además, dado que los profetas habían explicado la calamidad como un castigo por el quebrantamiento de la ley de la alianza, apenas hace falta decir que los hombres sinceros dedicaron una atención más fervorosa a este concepto imperativo de su religión. El sábado y la circuncisión en especial, aunque instituciones antiguas, comenzaron a cobrar importancia inigualada hasta entonces. La estricta observancia del primero se fue imponiendo poco a poco como la señal de un judío fiel. En varios pasajes, de fechas exílicas o inmediatamente posteriores, aparece el sábado como la prueba crucial de obediencia a la alianza (p. e., Jr. 17, 19-27; Is. 56, 1-8; 58, 13 ss.), «señal» perpetua, instituida en la creación (Gn. 2, 2 ss.), de que Israel es Israel (Ex. 31, 12-17; Ez. 20, 12). La circuncisión, que había sido practicada por los antiguos vecinos de Israel (excepto los filisteos), pero no, al parecer, por los babilonios, vino a ser también un signo de la alianza (Gn. 17, 11) y el distintivo de un judío. Es muy comprensible, también, que en los judíos, que vivían en un país «impuro», y no en último lugar entre los discípulos de Ezequiel, se descubra una gran preocupación por el problema de la pureza ritual (p. e., Ez. 4, 12-15; 22, 26; cap. 44 ss.) [669]. Estas cosas nos pueden parecer a nosotros periféricas, pero para los judíos exiliados fueron los medios de confesar su fe, habiendo desaparecido los símbolos visibles de esta fe. Durante el exilio, aunque no podemos decir con precisión cómo o dónde, fueron celosamente preservados los recuerdos y tradiciones del pasado que, poniendo a la vista una recopilación de los favores pasados de Yahvéh hacia su pueblo, y sosteniendo al mismo tiempo una ardiente esperanza para el futuro, fueron la vida de la comunidad. El cuerpo histórico deuteronómico (Josué a II R), compuesto probablemente poco antes de la caída de la nación, fue reeditado, ampliado (cf. II R 25, 27-30) y adaptado a la situación de los exiliados [670]. También los anuncios de los profetas, confirmados ahora por los acontecimientos, fueron conservados, oralmente y por escrito, y en muchos casos provistos de «notas al pie», a modo de explicaciones o ampliaciones, de fecha posterior [671]. Aunque ignoramos por completo los detalles, se llevó adelante el proceso de colección que dio como resultado los libros proféticos tal como nosotros los conocemos. Las leyes cúlticas que forman el núcleo del llamado código sacerdotal, y que reflejan las prácticas del templo de Jerusalén, fueron también coleccionadas y codificadas en una estructura definitiva hacia esta época, un paso necesario ahora que el culto, con sus prácticas controladas por costumbres y precedentes, había desaparecido. Fue compuesta también la narración sacerdotal del Pentateuco (P), probablemente durante el siglo sexto, y quizá en el exilio [672]. Se nos da en ella una historia teológica del mundo, comenzando por la creación y culminando en los mandamientos dados en el Sinaí, que son presentados como un modelo eternamente válido, no sólo para el pasado sino también para todo el tiempo futuro. De este modo, la comunidad, así adherida a su pasado, se preparaba a sí misma para el futuro.
c. La esperanza de la restauración.
El futuro que los exiliados esperaban era el de una eventual restauración en la patria. Esta esperanza no murió nunca. Aunque indudablemente algunos se resignaron pronto a la vida de Babilonia, el núcleo sólido de la comunidad exílica rehusó aceptar la situación como definitiva. Esto sucedió, en parte, sin duda, debido a que los exiliados sintieron que su estado era provisional, un internamiento más que un verdadero asentamiento. Fue también debido a que sus profetas, a pesar de todas sus amenazas contra la nación, habían continuado, no obstante, asegurándoles que el propósito de Yahvéh era la restauración definitiva de su pueblo, y precisamente en la tierra prometida (p. e. Ez. cap. 37). Por tanto sólo ellos podían considerar el exilio como un intermedio. Es verdad que después de los disturbios de 595/4, arriba mencionados, no tenemos noticia de ninguna otra sedición abierta por parte de los exiliados, a no ser que la prisión de Joaquín fuera ocasionada por una de ellas. Pero esto no significó resignación. Por el contrario, este pueblo se sintió como residente en tierra extranjera. Estaba lleno de un odio amargo contra los que le habían llevado a ella, y un anhelo nostálgico por la lejana Sión (p. e. sal. 137). Esperó ardientemente el juicio de Yahvéh sobre la orgullosa Babilonia y su consiguiente liberación (p. e. Is. 13, 1-14, 23). Las ruinas de la Ciudad Santa afligían sus corazones; confesando sus pecados (I R 8, 46-53), suplicaban restauración (Is. 63, 7-64, 12) y la intervención de Yahvéh como en los días del éxodo. No podemos decir en qué términos precisos concebía el exiliado normal la restauración. La mayoría no deseaba, probablemente, más que el restablecimiento de la nación según la antigua estructura. La teología davídica estaba lejos de morir (cf. Ez. 34, 23 s.; 37, 24-28); y al ser liberado Joaquín de la cárcel por el hijo de Nabucodonosor (II R 25, 27-30) pudieron revivir las esperanzas de quesería repuesto en su trono. Pero, si así lo pensaron, nada de ello sucedió. Otros, mientras tanto, como lo da a entender la civitas Dei de Ezequiel, caps. 40 al 48, estaban forjando grandiosos planes de reconstrucción nacional, no según el diseño del desaparecido estado davídico, sino siguiendo una adaptación ideal de la antigua estructura de la liga tribal [673]. Estos soñaban con una teocracia presidida por un sacerdote sadoquita, en la que al príncipe secular (cap. 45 y s.) se le asignaba un papel enteramente subordinado, sobre todo como mantenedor del culto. Todo lo ritualmente impuro y extranjero había de ser excluido con rigor (44-4-31). Su centro sería el Templo restaurado, al cual volvería la presencia de Yahvéh, para entronizarse por siempre (43, 1-7). Era un programa utópico (nótese la artificial distribución de las tribus, al oeste de Palestina solamente (47, 13-48, 29), que respondía poco a la realidad. Esto no obstante, modeló poderosamente el futuro. Hacia esta nueva Jerusalén, que sólo existía en la fe, se volvieron los ojos de muchos judíos exiliados.
3. Los últimos días del imperio
babilónico.
Indudablemente, las esperanzas revivieron con la extrema inestabilidad
del imperio babilónico. En realidad, fue un imperio de vida corta. Había sido
creado por Nabucodonosor y su padre, y la muerte de Nabucodonosor, veinticinco
años después de la caída de Jerusalén, señaló el principio del fin.
a. Los últimos años de Nabucodonosor (v 562).
Nabucodonosor fue capaz, por sí mismo, de mantener intacto el imperio y aun de extenderlo. Su rival externo más peligroso fue Ciajares, rey de Media, que, como se recordará, había sido aliado de Babilonia en la destrucción de Asiria. Mientras los babilonios estaban ocupados en anexionarse los territorios en otro tiempo asirios de Mesopotamia, Siria y Palestina, Ciajares construyó un Estado compacto, cuya capital era Ecbatana. Después de someter algunos pueblos indo-arios del Irán, se lanzó hacia el oeste, a través de Armenia, hasta el este de Asia menor, donde chocó con Alyattes, rey de Lidia. En el 585 Nabucodonosor, deseando mantener en equilibrio la balanza del poder intervino para fijar la frontera medo-lidia en el río Halys. Mientras tanto, mantuvo sus propias fronteras e incluso, un poco más tarde, extendió sus conquistas hasta Cilicia [674].
Después de destruir Jerusalén, Nabucodonosor hizo campañas por el oeste, donde seguía reinando la inquietud, instigada sin duda por Apries (Jofra), faraón de Egipto (588-569). Se conocen pocos detalles. En el 585 fue sitiada Tiro. Pero aunque Ezequiel cantó la destrucción de la ciudad (Ez. caps. 26 al 28), y Nabucodonosor la bloqueó durante trece años, Tiro, segura en sus islas fortificadas, le hizo frente (Ez. 29, 17-20); y aunque obligada a reconocer la soberanía de Babilonia, permaneció como Estado semi-independiente. En el 582 (Jr. 52, 30), el ejército babilonio estaba de nuevo en Judá y tuvo lugar una tercera deportación de judíos. Josefo (Ant. X, IX, 7) coloca en este año una campaña por Clesiria, Moab y Ammón y esta puede ser la campaña del Líbano mencionada en una inscripción sin fecha de Nabucodonosor [675]. Pero no es seguro. Aunque tanto Jeremías (43, 8-13; 46, 13-26) como Ezequiel (caps. 29 al 32) esperaban que Nabucodonosor emprendería la invasión de Egipto, él demoró por el momento el amago del golpe, considerándolo acaso demasiado arriesgado. Pero tenía la idea en la cabeza. En el 570, habiendo sufrido Apries una derrota a manos de los griegos de Cirene, tuvo que hacer frente a una rebelión de su ejército, capitaneada por un tal Amasis. En el curso de la subsiguiente batalla, Apries perdió la vida y Amasis se proclamó rey. En el 568, Nabucodonosor, aprovechándose de la confusión, invadió Egipto. Dado que la inscripción que nos lo narra es sólo un fragmento, no conocemos los detalles [676]. La inscripción de Nabucodonosor era, según parece, no la conquista, sino una expedición de castigo para prevenir a Egipto de ulteriores intromisiones en Asia. Si fue así, tuvo éxito; en los años siguientes Egipto y Babilonia mantuvieron relaciones amistosas durante todo el tiempo que esta última perduró.
b. Los sucesores de Nabucodonosor.
Con la muerte de Nabucodonosor, el poder de Babilonia declinó rápidamente. Faltaba la estabilidad interna. En el espacio de siete años el poder cambió de manos tres veces. A Amel-marduk, hijo de Nabucodonosor (562-560) [677] , el Evil-merodak que libertó de la prisión a Joaquín (II R 25, 27-30), le sucedió, a los dos años, con toda probabilidad mediante la violencia, su cuñado Nergal-sar-usur (Neriglissar), probablemente el Nergalsaréser que aparece como oficial babilonio en Jr. 39, 3, 13. Aunque Neriglissar (560-556) era bastante enérgico —en 557/6 salió a campaña hasta el oeste de Cilicia (Pirindu) para vengar un ataque contra el protectorado babilonio en la región oriental de este país (Hume) [678] — murió al cabo de cuatro años, dejando un hijo menor de edad, Labasi-Marduk, en el trono. Este último fue rápidamente desplazado por Nabu-na'id (Nabonides), descendiente de una familia noble de estirpe aramea de Jarán, que se apoderó del trono. Nabonides (556-539) tuvo, según parece, el apoyo de los elementos disidentes de Babilonia, quizá principalmente el de aquellos que se resentían del enorme poder, tanto económico como espiritual, de los sacerdotes de Marduk. Pero no era el hombre para aquella ocasión. Devoto del dios luna Sin, y de estirpe sacerdotal [679] , favoreció el culto de su dios, reconstruyendo su templo en Jarán (destruido en el 610). Con un celo típico de anticuario, excavó emplazamientos de templos en Babilonia, hizo que sus sabios descifraran inscripciones antiguas y revivió numerosos ritos hacía tiempos olvidados. Sus innovaciones le ganaron la enemistad de muchos, particularmente de los sacerdotes de Marduk, que le consideraron como un impío [680]. Después de sus primeras campañas en Cilicia (554) [681] y en Siria (533), probablemente para reprimir revueltas [682] , Nabonides, por razones que permanecen oscuras [683] , cambió su residencia al oasis de Teima, en el desierto de Arabia, al sudeste de Edom. Allí permaneció durante unos ochos años (ca. 552-545), dejando los negocios de Babilonia en manos de su hijo Bel-sar-usur (Baltasar). Escándalo de los escándalos, el festival de año nuevo, cumbre del culto anual babilonio, fue omitido —cosa poco menos que sacrílega para la gente piadosa. Parece que Babilonia estaba dividida contra sí misma y hervía en descontentos— fruta madura para la cosecha.
c. La carrera triunfal de Ciro.
Coincidiendo con esta coyuntura apareció una nueva amenaza externa, con la que la débil Babilonia comenzaba a no poder rivalizar. Como ya hemos dicho, el enemigo más peligroso de Babilonia durante todo este período había sido el Estado medo, cuyo rey era ahora Astiages (585-550), hijo de Ciajares. Dado que los medos eran una amenaza abierta para su territorio, podemos imaginar que Nabonides se alegró cuando estalló una revuelta en aquel imperio. El jefe de esta revuelta era Ciro el persa, rey vasallo de Anshan, en el sur de Irán, perteneciente a una dinastía (los aqueménidas) emparentada con los reyes medos. Con el deseo de debilitar a los medos, Nabonides ayudó a Ciro. Pero tuvo que lamentarlo. Hacia el 550, Ciro había conquistado Ecbatana, destronado a Astiages y anexionado el vasto imperio medo. Apenas concluido esto, emprendió una serie de brillantes campañas que sembraron el terror por todas partes. Nabonides, temiendo ahora a Ciro más que les había temido a los medos, formó con Amasis, faraón de Egipto (569-525), y Creso, rey de Lidia (ca. 560-546), una alianza defensiva contra él. Pero todo fue inútil. En el 547/6 Ciro marchó contra Lidia. Según parece, atravesó rápidamente la alta Mesopotamia, apartando esta región, y probablemente el norte de Siria y Cilicia, del control babilonio [684]. Después, cruzando el Halys en el rigor del invierno, atacó por sorpresa a Sardes, capital de Lidia, la conquistó e incorporó Lidia a su imperio. Con la mayor parte de Asia menor, hasta el mar Egeo, bajo el control de Ciro, la alianza defensiva con Egipto se desplomó y Babilonia se encontró sola. Babilonia tuvo aún unos años de respiro. Las actividades de Ciro en los próximos primeros años, no son muy claras. Pero parece que los empleó en ensanchar sus dominios hasta el este [685] , atravesando en sus campañas Hircania y Partia, hasta el interior de lo que hoy día es Afganistán, y llegando, a través de las estepas más allá del Oxus, hasta el Yaxartes. Con unos pocos golpes rápidos había creado un gigantesco imperio, mucho más extenso que ningún otro hasta entonces conocido. Mientras tanto, debía ser evidente para todos, incluso para los mismos babilonios, que Babilonia estaba perdida. Ciro podría tomarla en cualquier momento, el único interrogante era el cuándo. Como veremos, este momento no se hizo esperar mucho tiempo.
4. En vísperas de la liberación:
reinterpretación profética de la fe de Israel.
Estos sucesos despertaron, indudablemente, una vivísima excitación en
los corazones judíos y removió latentes esperanzas de liberación. Sin embargo,
por este mismo tiempo se dio una reinterpretación más profunda de la fe de
Israel, que se estaba haciendo urgentemente necesaria. Los acontecimientos
mundiales se desarrollaban a una escala más amplia que nunca; el tiempo de las
pequeñas naciones —y de los pequeños dioses— había pasado. Muchos de los judíos
fueron llevados a preguntarse inconscientemente qué papel podría desempeñar
Yahvéh, dios patrono de un pueblo desarraigado, en esta colisión de imperios.
¿Poseía realmente el control de los sucesos, guiándolos a un término triunfal,
como se pretendía? ¿Podía ser explicada la historia pasada de Israel y los
sufrimientos presentes a la luz de este proyecto soberano? ¿Tenía él realmente
poder para vindicar a su pueblo? Aunque estas preguntas no estaban planteadas
en términos filosóficos, se hallaban implícitas en la situación y no podían ser
ignoradas. Así, cuando los horizontes se ampliaron, la fe exigió una
formulación nueva más audaz, más universal, si quería mantenerse a la altura
adecuada. Providencialmente, justo antes de que estallase la tormenta en
Babilonia, se había levantado entre los exiliados la voz de otro gran profeta,
el más grande de todos bajo muchos aspectos. Puesto que su nombre es
desconocido, y dado que sus profetas se encuentran en los últimos capítulos del
libro de Isaías, se le llama convencionalmente Deuteroisaías [686]. Él fue quien dio la necesaria adaptación a la fe de Israel.
a. Yahvéh, el único Dios, Soberano Señor de la historia.
El mensaje del Deuteroisaías fue, en su sentido más inmediato, mensaje de consuelo para su pueblo abatido. El había oído (40, 1-11) heraldos celestiales que anunciaban la decisión de Yahvéh de aceptar la penitencia de Israel, y que Yahvéh reuniría pronto a su rebaño, con poder e infinita ternura, para conducirlo a su tierra. En toda la profecía domina el pensamiento de que Dios viene a redimir a su pueblo. Pero aunque directamente provocada por la carrera meteórica de Ciro y el inminente colapso de Babilonia, esta esperanza se fundamentaba no en un cambio feliz de acontecimientos, sino en la concepción que el profeta tenía del Dios de Israel. El fue, realmente, quien dio al monoteísmo siempre implícito en la fe de Israel, su expresión más clara y consistente. El presentó a Yahvéh como un Dios de incomparable poder: creador de todas las cosas sin ayuda de intermediario, Señor de los ejércitos celestes y de las fuerzas de la naturaleza, ningún poder terreno podía competir con él, y ninguna especie de imagen podía representarle (40, 12-26). Satirizó con salvaje ironía a los dioses paganos (44, 12-20), llamándoles trozos de madera y metal (40, 19 ss.; 46, 5-7), que no podían intervenir en la historia porque no eran nada (41, 21-24). Yahvéh es el primero y el último, el único Dios al lado del cual no existen otros (44, 6; 45, 18, 22; 46, 9).
Proclamando una teología así, pudo el profeta asegurar a su pueblo que Yahvéh poseía el control absoluto de la historia. Con poderoso dramatismo imagina las sesiones celestiales ante las que son emplazados los dioses de las naciones para que se presenten a dar alguna prueba de intervención en la historia, demostrando así una capacidad para guiar los acontecimientos que pudiera fundamentar sus pretensiones a ser dioses (41, 1-4; 43, 9). Pero no lo pueden hacer, sino que se quedan temblando delante de Ciro, cuyo advenimiento no pudieron predecir ni prevenir (41, 21-24, 28 ss.). Su total inutilidad manifiesta que no son, en modo alguno, dioses. Yahvéh, por el contrario, es el creador del universo, escenario de la historia, y soberano Señor de todo lo que en él sucede (45, 11-13, 18; 48, 12-16). Tuvo un proyecto desde antiguo y llamó a Abraham y a Jacob para servirle (41, 8-10; 51, 1-3); de este propósito, que prueba que él es Dios, es testigo su pueblo (43, 8-13; 44, 6-8). Como otros profetas, el Deuteroisaías interpretó el exilio como un justo castigo de Yahvéh por el pecado de Israel (42, 24 ss.; 48, 17-19); pero ello no implicaba el abandono de su propósito (lo cual sería una inconcebible deshonra de su nombre), ya que su intención era salvar a Israel después de haberle purificado (48, 9-11). El Deuteroisaías fue lo suficientemente audaz para proclamar a Ciro como el instrumento inconsciente del propósito de Yahvéh, a quien Yahvéh había llamado y a quien emplearía para el restablecimiento de Sión (44, 24-45, 7; 41, 25 ss.; 46, 8-11). El profeta daba así una explicación a las vicisitudes de la historia del mundo interpretando toda la marcha del imperio desde los postulados de la fe histórica de Israel: todo ocurría según el propósito y por medio del poder de Yahvéh, que era el único Dios. El instó a Israel a confiar en este Dios todopoderoso y salvador (40, 27-31; 51, 1-6).
b. El futuro de Yahvéh: triunfo universal de su gobierno.
Aunque el Deuteroisaías esperaba que Ciro llevaría a cabo la restauración de los judíos, elevó esta esperanza muy por encima de la idea popular de un simple retorno físico a Palestina y un resurgimiento del Estado davídico. Más bien, él esperaba nada menos que una repetición de de los sucesos del éxodo, la reconstitución de Israel y el establecimiento del gobierno real de Yahvéh en el mundo. Una y otra vez declaró que una «cosa nueva» estaba para venir (42, 9; 43, 19; 48, 6-8) que Yahvéh estaba impaciente por sacar a la luz (42, 14 ss.). Este acontecimiento decisivo es descrito repetidas veces como un camino real a través del desierto con agua fluyente y abundante (40, 3-5; 41, 18 ss.; 42, 16; 49, 9-11; 55, 12 ss.; cap. 35). Las imágenes están tomadas de la tradición del éxodo. Lo mismo que otros profetas que le precedieron (p. e. Os. 2, 14-20; Is. 10, 24-27; Jr. 31, 2-6; Ez. 20, 33-38), el Deuteroisaías interpretó las aflicciones de su pueblo como una rememoración de la esclavitud egipcia y de la marcha por el desierto. Describió por tanto la liberación que estaba para venir como un nuevo éxodo (43, 16-21; 48, 20 ss.; 52, 11 ss.), a manera de una renovación en escala más vasta de los sucesos constitutivos de la historia de Israel. Llegó a considerarlo, realmente, como la culminación de la actividad creadora y redentora de Yahvéh que enlazaba no ya con el éxodo, sino con la misma creación (51, 9-11). Lo que se esperaba no era, evidentemente, una mera rehabilitación del orden antiguo, sino el decisivo punto cardinal de la historia tras del cual estaba el triunfo final del gobierno de Yahvéh. Se dio gran importancia, por tanto, al restablecimiento por parte de Yahvéh de la alianza con Israel y las promesas consiguientes. El profeta no sugirió, desde luego, que Israel fuera digno de esto. Más bien, del mismo modo que Yahvéh en otro tiempo había sacado de Egipto un pueblo indigno, así ahora llamaría de su nueva esclavitud a un pueblo ciego, sordo y sobre toda medida contumaz (42, 18-21; 48, 1-11) y le concedería su alianza eterna de paz (54, 9 ss.). El Deuteroisaías no llamó a esto, como había hecho Jeremías, una nueva alianza, ya que insistió en que la unión entre Israel y Yahvéh nunca había sido rota (50, 1); el exilio no había sido un «divorcio», sino solamente un desvío momentáneo, del que Yahvéh en su eterna misericordia haría retornar a su pueblo errante (54, 1-10), dándole las promesas abrahámicas de una descendencia increíblemente numerosa (49, 20 ss.; 54, 1-3). El elemento de promesa inherente a la fe de Israel recibía así una clara confirmación. Pero no se trataría de una mera repetición de las antiguas esperanzas populares ligadas a la dinastía y al Estado. Aunque la «cosa nueva» estaba a punto de alcanzarse, y de cumplirse los anhelos referentes a la dinastía davídica (55, 3-5), el rey davídico desempeñaba un papel insignificante, o nulo. Al igual que en la antigua alianza de Israel, Yahvéh es el rey; su agente terreno es el pagano Ciro, que es sólo instrumento inconsciente [687]. Yahvéh guiaría personalmente su rebaño a través del desierto hasta Sión (40, 1-11), para establecer allí su gobierno real (51, 17-52 12) sobre un nuevo y «carismático» Israel, que ha recibido su espíritu y que le reconoce con orgullo (44, 1-5). Aún más, el profeta declaró que el gobierno de Yahvéh había de ser universal, extendiéndose no sólo sobre los judíos, sino también sobre los gentiles. Es verdad que con su fuerte sentido de la elección de Israel, no pudo dudar, y no dudó, del lugar peculiar y preeminente de Israel en la economía divina. Pero él tendía la vista hacia el tiempo en que todas las naciones reconocerían a Yahvéh como Dios (49, 6). Esperaba que las naciones viesen en el presente cambio de la historia una muestra patente del poder de Yahvéh, y que después, levantándose entre las ruinas de su fe pagana, comprobarían la falsedad de la idolatría y se volverían al único Dios que puede salvar (45, 14-25). El profeta esperó que incluso Ciro reconocería la mano de Yahveh en su triunfo y que le confesaría como el verdadero Dios (45, 1-7). Con el Deuteroisaías, la exigencia universal implícita en el monoteísmo, insinuada mucho antes por las predicaciones proféticas (Gn. 12, 1-3; 18, 18; Am. 9, 7) y vislumbrada con mayor claridad en la historia deuteronómica (I R 8, 41-43), se hizo explícita: Yahvéh quiere reinar sobre toda la tierra, y los extranjeros son invitados a aceptar este gobierno. Dentro del gran torrente de la fe de Israel desembocó una corriente clara y fresca; aunque no puede decirse que se mezclara en amplia medida, nunca sería ya excluida. Habría siempre, como veremos, israelitas que dieran a los gentiles obedientes la bienvenida a la congregación de la fe y se negarían a interpretar su religión en términos mezquinos y exclusivamente nacionalistas. La fe de Israel, su idea de Dios y el concepto de su propio destino histórico, habían recibido las dimensiones universales que le correspondían.
c. Misión y destino de Israel: el siervo de Yahveh.
Lo más profundo, sin embargo, queda aún por decir. Si el Deuteroisaías dio a la nota de promesa inherente a la fe de Israel una perspectiva universal, también le dio la nota de obligatoriedad. Declaró que Israel, en su existencia, había sido propiamente un testimonio del propósito de Yahvéh en la historia y también, de este modo, de que Yahvéh era el único Dios verdadero (43, 8-13). Su papel no era, por tanto, pasivo, sino que entrañaba inmensa responsabilidad. No solamente no debía adorar a ningún otro Dios fuera de Yahvéh, y debía ser fiel en cumplir la ley de la alianza, sino que tenía también un destino y una obligación positiva en el programa divino. Si Yahveh es el gran actor de los acontecimientos, y si Ciro es su agente político, el verdadero instrumento de su propósito es su siervo Israel. En la figura del siervo de Yahvéh, el profeta dio al destino y al presente sufrimiento de Israel su más profunda interpretación. Ningún concepto hay en todo el Antiguo Testamento más extraño, más inabarcable y más patéticamente profundo que éste. Su interpretación ha provocado numerosos desacuerdos. Aquí no nos es posible una adecuada discusión [688]. El siervo de Yahveh aparece repetidamente a lo largo de la profecía y está siempre identificado con Israel, fuera de los llamados «poemas del siervo» [689] , en los cuales resulta difícil la identificación. En estos poemas vemos al siervo (42, 1-9) como un elegido de Yahveh, dotado de su espíritu, cuya misión es, trabajando dulcemente pero sin desmayo, atraer a las naciones a la ley de Yahvéh. El instrumento del propósito de Yahveh (49, 1-6), aunque al presente fracasado y desalentado, tiene todavía el destino de llevar a Israel a su Dios y de ser una luz en las tinieblas para las naciones. Obediente a su destino, confía ser justificado (50, 4-9) a pesar del tormento y de la persecución. Al siervo se le ha prometido la victoria. Sus sufrimientos, soportados inocentemente y sin queja, poseen una cualidad vicaría (52, 13-53, 12); y puesto que él entrega su vida como sacrificio propiciatorio para muchos, obtiene una numerosa descendencia y ve que por medio de sus trabajos triunfa el propósito divino. Los orígenes de este profundo concepto fueron, desde luego, complejos y son más fáciles de conjeturar que de demostrar [690]. Sin duda tuvo una buena parte la idea primitiva de eliminación del pecado de un grupo cargándolo sobre algún animal o persona que después era llevada al desierto o sacrificada. Quizás, también, la antigua noción de sociedad como una personalidad corporativa evocó el pensamiento de que, así como el pecado de un individuo traía la maldición sobre todo el grupo (p. e. Jos. cap. 7), del mismo modo se podía esperar que la justicia de un individuo justificase al grupo. Podemos estar seguros de que se hicieron largas reflexiones sobre los sufrimientos de los profetas y otros, aceptados inocentemente en servicio de Dios, así como sobre el sufrimiento nacional, que era demasiado profundo para ser explicado como un simple castigo por el pecado. Además de esto, pudieron haber intervenido conceptos tomados del medio ambiente: por ejemplo, el mito de la muerte y resurrección del dios, o el papel de los reyes orientales como representantes cúlticos de su pueblo, que en determinadas ocasiones asumían ritualmente los pecados del pueblo. Pero sean los que fueren los orígenes del concepto, ya sea que naciera de la propia inspiración del profeta o se encontrara en parte en el medio ambiente, la verdad es que brotó de sus labios como algo completamente sin paralelo en el mundo antiguo. Es muy probable que haya siempre discusiones acerca del alcance total de la intención del profeta cuando nos pinta la figura del siervo. Pero es claro que él la propuso como un requerimiento a Israel. Fuera de los poemas del siervo, el siervo es siempre Israel, e incluso hay un lugar en estos poemas (49, 3) (donde la palabra «Israel» no ha de ser borrada conforme a las conveniencias de una teoría), en que la identificación es explícita. Desde luego, el siervo no es una descripción del Israel contemporáneo, o de una parte concreta de él. Por otra parte, aunque descrito siempre como un individuo, el siervo no puede ser identificado con ninguna persona histórica de los días del profeta ni de los anteriores [691]. El siervo es más bien una figura que fluctúa entre individuo y grupo, ideal futuro y llamamiento presente. Una descripción del Israel llamado de Dios y también un requerimiento a todos los israelitas humildes a escuchar esta llamada y obedecerla (50, 10). Es el modelo del siervo ideal de Yahvéh —una figura cuyos rasgos son sacerdotales y reales, pero especialmente proféticos— por medio del cual Yahvéh llevará a cabo su propósito de redención de Israel y del mundo. Cuando los israelitas, lo mismo jefes que pueblo, sigan voluntariamente al siervo de Yahvéh, soportando sus padecimientos sin queja y haciéndose a sí mismos víctimas sacrificiales al servicio del propósito divino, entonces tendrá cumplimiento el triunfo prometido. Y así sucedió que este gran profeta, que adaptó la fe de Israel a los amplios horizontes de la historia mundial, dio también la explicación más profunda de sus padecimientos. Sus palabras impidieron que los hombres se dejasen arrastrar a la desesperación por causa de sus sufrimientos, ya que él afirmó que los sufrimientos aceptados por obediencia a la vocación divina eran precisamente la senda de la esperanza. El Deuteroisaías no empleó, quizá, requerimientos misioneros en sentido moderno, ni sus palabras empujaron de hecho a Israel a un sólido esfuerzo misionero. Pero representaron siempre una oposición a todas las estrechas interpretaciones nacionalistas de la religión y, en el transcurso del tiempo, atraerían muchos prosélitos a Israel. Por otra parte, aunque Israel, en cuanto pueblo, no vio en el siervo el esquema de la redención divina, este esquema informó, no obstante, como veremos, de una manera poderosa el ideal postexílico del hombre piadoso, que debía ser manso y humilde. Y esto ayudó a Israel a sobrevivir —el cristianismo diría que hasta la «plenitud de los tiempos», cuando el esquema del siervo de Dios encontraría pleno cumplimiento en Aquel que fue crucificado y resucitó.
B. Restauración de la comunidad
judia en Palestina
1. Los comienzos de la nueva era.
1. Los comienzos de la nueva era.
Cuando el Deuteroisaías hablaba, la esperanza parecía estar ya en camino
de cumplirse. Babilonia cayó pronto ante Ciro, y pocos meses después, la
restauración de la comunidad judía era, al menos en potencia, un hecho. Una
nueva era gloriosa y un luminoso futuro de esperanza parecía alborear para
Israel.
a. La caída de Babilonia.
La caída de Babilonia se produjo rápidamente y con asombrosa facilidad. Se diría, realmente, que el Deuteroisasías no corrió una aventura al predecirla, ya que debía ser evidente para todos que Babilonia carecía de fuerza. Ya había perdido la alta Mesopotamia, al igual que la provincia de Elam (Gutium), cuyo gobernador, el general babilonio Gobrias (Gubaru) se había pasado a Ciro y había comenzado a llevar a cabo correrías preliminares contra su patria. Dentro de Babilonia había pruebas de pánico (Is. 41, 1-7; 46, 1 ss.) y de extremo descontento. Nabonides había perdido, a causa de sus innovaciones religiosas, la confianza de su pueblo que, en buena parte, estaba ansioso de deshacerse de él. Sus esfuerzos por darle cumplida satisfacción restituyendo la festividad del año nuevo (abril 539) llegaron demasiado tarde [692]. El desastre se venía encima. Los ejércitos persas se habían concentrado en la frontera y, con la llegada del verano, comenzó el ataque. La situación era desesperada. Deseando concentrar, según parece, todas sus fuerzas, tanto militares como espirituales, para la defensa de Babilonia, Nabonides llevó los dioses de las ciudades circunvecinas a la capital, decisión que contribuyó a desmoralizar a los ciudadanos, cuyos dioses se habían alejado. El encuentro decisivo tuvo lugar en Opis, junto al Tigris y fue una aplastante derrota para Babilonia. La resistencia cesó. En octubre del 539 Gobrias tomó Babilonia sin lucha. Nabonides, que había huido, fue hecho prisionero poco después. Unas semanas más tarde, el mismo Ciro entraba triunfalmente en Babilonia. Según su propia inscripción, fue recibido como un libertador por los babilonios, a quienes demostró la más alta consideración. Se podría descartar esto como propaganda si no fuera por el hecho de que tanto la Crónica de Nabonides como la llamada «narración en verso de Nabonides» nos cuentan, en gran parte, esta misma historia [693]. Los babilonios estaban más que deseosos de un cambio y por otra parte la tolerancia era una característica de Ciro. Ni Babilonia ni ninguna de las ciudades circunvecinas fueron destruidas. Se ordenó a los soldados persas que respetaran los sentimientos religiosos de la población y que se guardasen de aterrorizarlos. Las condiciones opresivas fueron mejoradas. Los dioses traídos por Nabonides a la capital fueron devueltos a sus santuarios y las innovaciones reprobables del rey fueron abolidas. Continuó el culto a Marduk, en el que participó públicamente el mismo Ciro, quien tomando la mano del dios, proclamó que gobernaba por designación divina como rey legítimo de Babilonia. Ciro instaló allí a su hijo Cambises, como su representante personal. Las victorias de Ciro pusieron todo el imperio babilónico bajo su control. No se sabe si Palestina y el sur de Siria fueron conquistadas antes o después de la caída de Babilonia y cómo se llevó esto a cabo [694]. Pero hacia el 538 todo el oeste de Asia, hasta la frontera egipcia, le pertenecía.
b. Política de Ciro: el edicto de restauración.
En el primer año de su reinado en Babilonia (538), dio Ciro un decreto ordenando la restauración de la comunidad y del culto judío en Palestina. La Biblia ofrece dos relatos de este hecho: en Esd 1, 2-4 y 6, 3-5. Este último es parte de una colección de documentos aramaicos (Esd. 4, 8 a 6, 18) conservados probablemente en el Templo e incorporados por el cronista a su obra, y de cuya autenticidad no puede dudarse [695]. Tiene la forma de un dikroma (Esd. 6, 2), es decir, un memorándum de una decisión oral del rey registrada en los archivos reales. Estipula que el Templo sea reconstruido y los gastos sean subvencionados por el tesoro real; pone algunas especificaciones generales para la construcción (bastantes, naturalmente, ya que el Estado corría con los gastos) y ordena que los vasos tomados por Nabucodonosor sean devueltos a su debido lugar. La otra relación (Esd. 1, 2-4) está en hebreo y en la lengua del cronista; su autenticidad es muy impugnada aun por muchos de los que aceptan la versión aramea [696]. Sin embargo, no contiene ninguna improbabilidad intrínseca que pueda arrojar dudas sobre su historicidad esencial. Tiene la forma de una proclamación real tal como se anunciaba a los súbditos, por medio de pregoneros [697]. Establece que Ciro no sólo ordenó la reconstrucción del Templo, sino que permitió a los judíos que quisieran hacerlo el retorno a su patria: los judíos que se quedasen en Babilonia eran invitados a colaborar a la empresa con contribuciones. El cronista relata también la devolución de los vasos sagrados tomados por Nabucodonosor (Esd. 1, 7-11) y nos cuenta que el proyecto fue encomendado a Sesbassar, «príncipe de Judá», es decir, miembro de la casa real. Con toda probabilidad, Sesbassar es el mismo Senassar que leemos en Cr. I 3, 18 como hijo de Joaquín, siendo ambos nombres corrupciones de otro nombre babilónico, algo así como Sinabusur [698]. Puede parecer sorprendente que un conquistador de la talla de Ciro se interesara personalmente por asuntos de un pueblo de tan poca importancia política como el judío. Pero nosotros sabemos que este decreto era solamente una muestra más de su sorprendentemente moderada política general, que fue seguida por la mayoría de sus sucesores [699]. Ciro fue uno de los gobernantes más auténticamente preclaros de los tiempos antiguos. En vez de aplastar el sentimiento nacional por medio de la brutalidad o la deportación, como habían hecho los asirios, su aspiración estaba en permitir, en cuanto fuera posible, que los pueblos sometidos gozaran de autonomía cultual dentro de la estructura del imperio. Aunque él y sus sucesores mantuvieron un firme control mediante una compleja burocracia —la mayor parte de cuyos altos empleados eran persas o medos—, mediante su ejército y mediante una eficaz sistema de comunicaciones, su gobierno no fue duro. Más bien, prefirieron respetar las costumbres de sus súbditos, proteger y alentar sus cultos establecidos y, donde pudieron, confiar la responsabilidad a príncipes nativos. La conducta suave de Ciro con Babilonia siguió precisamente este esquema. Al permitir a los judíos volver a Palestina, al ayudar a restablecer allí su culto ancestral y al confiar el proyecto a un miembro de la casa real, actuaba Ciro estrictamente de acuerdo con su política. Desde luego, no sabemos por qué el caso de los judíos llamó su atención tan rápidamente. Es probable que algunos judíos influyentes obtuvieran audiencia en la corte [700]. Dado que Palestina estaba cerca de la frontera egipcia, sería de gran provecho que el rey tuviera allí un núcleo de súbditos leales, y esto pudo haber influido en su decisión. Sin embargo, aunque él obró al dictado de su propio interés, y aunque ciertamente no reconoció a Yahvéh, contra lo que el Deuteroisaías había esperado [701] (a), los judíos tenían motivos para estar agradecidos.
c. El primer retorno.
Como ya hemos dicho, el proyecto de restauración fue encomendado a Sesbassar, príncipe de Judá. Probablemente emprendió la marcha hacia Jerusalén tan pronto como fue posible, acompañado por aquellos judíos (Esd. 1, 5) que habían sido enardecidos por sus guías espirituales en el deseo de tener una parte en la nueva era. No podemos decir el número de estos acompañantes. La lista de Esd. cap. 2, que reaparece en Ne. cap. 7, es de tiempo posterior, como veremos. Pero no es probable que tuviese lugar, por este tiempo, un retorno de gran número de exiliados. Después de todo, Palestina era una tierra lejana que sólo los más ancianos podían recordar, y el camino estaba lleno de dificultades y peligros; el futuro de la empresa era, en el mejor de los casos, incierto. Además, muchos judíos estaban para estas fechas bien situados en Babilonia. Esto es del todo seguro en el siguiente siglo, en que nombres judíos aparecen con frecuencia en los documentos de negocios de Nipur (437 y posteriormente); es probable que estos casos se dieran ya antes, como los textos de Elefantina (495 y posteriormente) demuestran que ocurrió en Egipto [702]. Muchos de estos judíos, que habían logrado situarse bien, deseaban ayudar a la empresa financieramente, pero sin participar personalmente en ella. Como dice Josefo (Ant. XI, I, 3) «no querían dejar sus posesiones». Es probable que sólo unos pocos, de espíritu más ardiente y entregado, desearan acompañar a Sesbassar.
No sabemos casi nada de la suerte de este grupo inicial. El cronista, al parecer no bien informado [703] , da la sensación de mezclar el cometido de Sesbassar y el de su sobrino y sucesor Zorobabel. De Sesbassar no nos dice nada más. La situación política de la nueva empresa es igualmente incierta. La fuente aramaica (Esd. 5, 14) nos cuenta que Ciro nombró a Sesbassar «gobernador». Pero el título (pejah) es más bien impreciso [704] y no se ve con claridad la posición oficial de Sesbassar: si gobernador de Judá, como provincia reconstituida y separada, o gobernador delegado para el distrito de Judá bajo el gobernador de Samaria, o simplemente un comisionado real con el encargo de un proyecto específico [705]. Pero puesto que Zorobabel, sucesor de Sesbassar, es llamado «gobernador de Judá» por su contemporáneo Ageo (Ag. 1, 1, 14, etc.) [706] , y puesto que parece que en efecto tuvo prerrogativas políticas, es probable que a Sesbassar se le hubiera dado el control al menos semi-independiente de los negocios de Judá. Pero no tenemos certeza de ello. En todo caso, la situación política de la nueva comunidad permaneció ambigua durante algunos años.
Parece, de acuerdo con lo que se podía esperar, que Sesbassar emprendió inmediatamente los trabajos del Templo, comenzando en seguida a echar los cimientos. Es verdad que el cronista se lo atribute a Zorobabel (Esd. 3, 6-11; cf. Za. 4, 9), pero la fuente aramaica concede expresamente este honor a Sesbassar. Parece que el cronista ha involucrado el trabajo de los dos hombres. Dado que nosotros no conocemos con exactitud cuándo llegó Zorobabel, es posible que sus trabajos se sobrepusieron de modo que fuera posible atribuir la colocación de los fundamentos a los dos. Pero es igualmente posible que, aunque Sesbassar comenzara la obra, hubiera avanzado tan poco que cuando más tarde fue reanudada, pudiera ser atribuida en su totalidad a su sucesor. En todo caso, hubo algún comienzo. Aunque el cronista no lo menciona en conexión con Sesbassar, es casi seguro que se reanudó en seguida alguna especie de culto regular. Y es probable también, como hemos notado más arriba, que hubiera habido algún culto de este estilo todo el tiempo que el Templo estuvo en ruinas (cf. Jr. 41, 5). Pero esto había sido, sin duda, esporádico y, en opinión de los recién llegados, irregular. Por tanto, había que empezar de nuevo. Es posible que Esd. 3, 1-6 se refiera a esto haciendo una vez más que la figura de Zorobabel encubra la de Sesbassar [707]. De cualquier modo, era de esperar que se diera en seguida este paso y podemos suponer que así fue. La reanudación del culto señaló el verdadero comienzo de la restauración. Fue un comienzo pobre, pero, con todo, fue un comienzo. Los judíos fieles podían consolarse. La historia de Israel no había acabado, sino que continuaba.
2. Primeros años de la comunidad
restaurada.
Por más que el primer paso pudiera haber sido alentador, los siguientes
años de la empresa de la restauración experimentaron amargas desilusiones, no
produciendo apenas otra cosa que frustración y desaliento. Incumplidas incluso
las más modestas esperanzas ¡cuánta distancia quedaba entre la realidad y las
ardientes promesas del Deuteroisaías! Gomo los años desalentadores se seguían
uno tras otro, la moral de la comunidad decayó peligrosamente.
a. Situación mundial: 538-522.
La escena política no ofrecía ciertamente ninguna señal de aquel gran momento decisivo, de aquel triunfo repentino y universal del gobierno de Yahvéh prometido por el profeta. No había reunificación de judíos en Sión, ni vuelta de Ciro y de las naciones a la adoración de Yahvéh. Por el contrario, el poder persa creció hasta alcanzar temibles dimensiones y debió parecer invencible. Con todo el oeste asiático bajo su control, no existía ninguna potencia mundial que pudiera medir sus fuerzas con las de Ciro. Mientras él vivió, ningún disturbio empañó la paz del imperio que había creado. Cuando, al final, Ciro perdió la vida en el curso de una campaña contra los pueblos nómadas de allende el río Yaxartes, le sucedió su hijo mayor Cambises (530-522), que había sido durante algunos años delegado suyo en Babilonia. Eliminando a su hermano Bardiya, a quien consideraba como una amenaza para su posición, Cambises se afirmó en el trono. La gran empresa de Cambises fue la anexión de Egipto al imperio. Esto sucedió en el 525. El faraón Amasis buscó inútilmente la salvación en la alianza con el tirano de Sanios y en el empleo abundante de mercenarios griegos, pero se vio perdido cuando el comandante de los mercenarios se pasó a los persas, descubriendo el plan egipcio de defensa. Mientras tanto murió Amasis. Su hijo Psammético III no pudo detener a los invasores. Pronto fue ocupado todo Egipto y organizado como una satrapía del imperio persa. Aunque las empresas ulteriores de Cambises (en Etiopía, en el oasis de Ammón) fueron desafortunadas, y aunque una campaña proyectada contra Cartago resultó imposible, logró también la sumisión de los griegos de Libná, Cirene y Barca. La conducta observada por Cambises en Egipto ha sido objeto de grandes discusiones. Historiadores antiguos, seguidos por algunos modernos, le acusan de sacrilegio y de inexcusable desprecio por los sentimientos religiosos de sus súbditos. Pero esto, probablemente, debe ser descartado [708]. Aunque es probable que Cambises fuera epiléptico y acaso no del todo normal, y aunque un texto de Elefantina de un siglo más tarde dice que destruyó los templos egipcios [709] , no es verosímil que abandonase tan radicalmente la política de su padre en materia religiosa. En todo caso, los judíos egipcios no tenían motivos de queja contra él, ya que perdonó su templo de Elefantina. Cuanto a los judíos de Palestina, no sabemos en absoluto de qué modo intervino en sus asuntos [710]. No obstante, la conquista de Egipto, que había sido el soporte histórico de Judá en todas sus luchas por la independencia, debió causar una cierta depresión y un sentimiento de postergación. Si Judá era una pequeña provincia, o subprovincia, del imperio gigantesco que abarcaba prácticamente el mundo entero según los conocimientos del hombre paleotestamentario, ¿dónde estaba la «cosa nueva» de Yahvéh, la derrota de las naciones y el gobierno triunfal que se suponía estaba ya a la mano?
b. La comunidad judía: años de opresión y fracasos.
Aunque conocemos pocos detalles de estos primeros años, es evidente que la situación fue muy desalentadora. Fue en verdad un «tiempo de cosas pequeñas» (cf. Za. 4, 10). Ya hemos dicho que la respuesta de los judíos residentes en Babilonia al edicto de Ciro no había sido, de ninguna manera, unánime. La comunidad fue al principio muy pequeña. Aunque en los años siguientes otros grupos de exiliados siguieron al grupo inicial, hacia el 522 la población total de Judá, incluyendo a los ya residentes allí, apenas rebasaría los 20.000 [711]. La misma Jerusalén, todavía escasamente poblada setenta y cinco años más tarde (Mc. 7, 4), permanecía en gran parte en ruinas. Aunque la tierra a disposición de los judíos era escasa (unas veinticinco millas de norte a sur), apenas estaba habitada.
Los recién llegados tuvieron que enfrentarse con años de opresión, privación e inseguridad, tarea siempre llena de azarosas dificultades en sí misma. Fueron perseguidos por una serie de estaciones pobres y faltas parciales de cosecha (Ag. 1, 9-11; 2, 15-17), que dejó a muchos de ellos desamparados, sin alimentos ni vestidos adecuados (1, 6). Sus vecinos, especialmente la aristocracia de Samaria, que había considerado a Judá como parte de su territorio, habían sentido que se pusiera un límite a sus prerrogativas y eran abiertamente hostiles. No se puede precisar cuándo ni cómo se hizo patente por primera vez esta hostilidad, pero es probable que existiera desde el principio [712]. No es verosímil que los judíos residentes en el país dieran siempre la bienvenida con entusiasmo a la anuencia de emigrantes. Ellos habían considerado, y probablemente seguían considerando, la tierra como suya y no es fácil que se sintieran muy animados a dar lugar a los recién venidos y acceder a sus reclamaciones sobre las posesiones ancestrales. El hecho de que los exiliados se considerasen a sí mismos como el verdadero Israel y procuraran mantenerse alejados de los samaritanos como de sus hermanos menos ortodoxos, como si fueran hombres impuros (cf. Ag. 2, 10-14), aumentó seguramente la tensión. Cuando el rencor estalló en violencias, la seguridad pública estuvo en peligro (Za. 8, 10). No es, por tanto, nada sorprendente que la obra del Templo se detuviese apenas comenzada. El pueblo, preocupado con la lucha por la existencia, no tenía recursos ni energías para continuar el proyecto. La ayuda prometida por la corte persa no se concretó nunca, probablemente, en medidas efectivas. La verdad es que, no sabemos si por la interferencia de las autoridades de Samaria o por la inercia burocrática, parece que fue suspendida por completo. Algunos años más tarde no existía en la corte ninguna copia del edicto de Ciro (Esd. 5, 1-6, 5). Muchos judíos, desalentados con la pobreza del edificio que estaban construyendo (Ag. 2, 3; Esd. 3, 12 ss.) y sintiendo que levantar un templo adecuado rebasaba sus posibilidades, estaban dispuestos a abandonar la empresa. Mientras tanto Sesbassar desapareció de la escena. Probablemente murió, ya que tenía unos sesenta años de edad por este tiempo [713]. Le sucedió como gobernador su sobrino Zorobabel, hijo de Sealtiel [714] , hijo mayor de Joaquín, que según parece había llegado mientras tanto a la cabeza de un grupo de exiliados. La dirección de los asuntos espirituales fue tomada por el sumo sacerdote Josué ben Yehosadaq (Ag. 1, 1; Esd. 3, 2; etc.), un hombre de ascendencia sadoquita nacido en el exilio (I Cr. 6, 15), que había vuelto, según parece, por este mismo tiempo. La reconstrucción de la tarea de Zorobabel es difícil porque el cronista ha confundido la obra de Zorobabel con la de su tío [715] y porque nos es desconocida la fecha de su llegada. Aunque ciertamente él estaba ya presente (cf. Ag. 1,1, etc.) en el año segundo de Darío I (520), difícilmente pudo relacionarse su nombramiento con este rey [716]. No sólo es improbable que Darío tuviese tiempo, en los turbulentos años iniciales de su reinado, para preocuparse de los asuntos judíos, sino que, a juzgar por Esd. 5, 1-6, 5, vemos que ni él ni sus oficiales sabían nada acerca de la comisión de Zorobabel, o de la política anterior de Persia en Judá. Todo lo que podemos decir es que Zorobabel llegó entre el 538 y el 522, muy probablemente al principio de este período, durante el reinado de Ciro, como lo supone el cronista [717]. No se excluye tampoco que llegase cuando la colocación de los cimientos del Templo, emprendida por Sesbassar, estaba aún en marcha, y que fuera capaz de llevar a su término esta fase de la obra, deteniéndose solamente ante las interferencias de los nobles de Samaria (Esd. 3, 1-4, 5). Al menos, de Ag. 1, 3-11; 2, 15-17, se desprenden que la vuelta más numerosa de exiliados, dirigida probablemente por Zorobabel, tuvo lugar algunos años antes del 520. En todo caso, diez y ocho años después de comenzadas las obras del Templo, no se había pasado de los cimientos; en realidad se habían paralizado por completo. La comunidad era demasiado pobre y estaba demasiado cansada y desanimada para seguir adelante.
c. Las dificultades de la comunidad.
Que la moral de la comunidad había decaído peligrosamente se transparenta con claridad en Ageo, Zacarías e Isaías 56-66 [718]. Existía en realidad el peligro de que, excepto en el nombre, la restauración fracasase en todo lo demás. Se habían concebido esperanzas demasiado elevadas. El esplendente cuadro del «nuevo éxodo» triunfal y del establecimiento del gobierno universal de Yahveh en Sión no guardaba ningún parecido con la realidad. A buen seguro, el Deuteroisaías y sus discípulos continuaron su predicación, prometiendo una gran afluencia del pueblo de Yahvéh, lo mismo judíos que gentiles, a una Sión restaurada y transformada (Is. 56, 1-8; cap. 60), proclamando las buenas nuevas de redención (cap. 61), incitando a los hombres a un trabajo ininterrumpido y a súplicas en favor de Sión (cap. 62) y anunciando que una nueva creación de Dios estaba a punto de aparecer (65, 17-25). Pero la mayoría, ciertamente, no sentía así. La mayor parte del pueblo deseaba saber por qué se había diferido la esperanza. Los piadosos suplicaban la intervención de Dios (Za. 1, 12; sal. 44, 85), mientras que otros comenzaban a dudar de la eficacia del poder de Yahvéh (Is. 59, 1, 9-11; 66, 5). De hecho la nueva comunidad no era, en modo alguno, el Israel reavivado y purificado del ideal profetice Había tensiones económicas, posible secuela de la inevitable lucha por el suelo de una repatriación tan masiva, agravada acaso cuando las malas estaciones llevaron a la bancarrota a los menos afortunados. Algunos supieron cómo convertir en ganancia propia el infortunio ajeno, al tiempo que cubrían su dureza de corazón tras la fachada de piedad (Is. 58, 1-12; 59, 1-8). La prevalencia de prácticas religiosas sincretistas demuestra que muchos en Judá eran todo menos yahvistas adictos (57, 3-10; 65, 1-7, 11; 66, 3 ss., 7). La comunidad, además, estaba dividida, según parece en dos fracciones irreconciliables: aquellos —en su mayor parte vueltos del exilio— que estaban movidos por los altos ideales proféticos y la devoción a la fe y tradiciones de sus padres y aquellos —probablemente la masa de la población nativa— que habían asimilado tanto el medio ambiente pagano, que su religión no era ya el yahvismo en su forma pura. Cuando la esperanza cedió al desaliento, debió crecer sin duda el sincretismo. Entre los jefes espirituales se abrió paso el sentimiento de que se hacía necesaria una división dentro de la comunidad (Is. 65, 8-16; 66, 15-17). No es sorprendente que en este ambiente el ideal profético de la misión del siervo de Yahvéh tuviera menos peso. Aunque hubo profetas que clamaron por la admisión en la comunidad de los extranjeros que desearan aceptar las exigencias de la ley (Is. 56, 1-8) y que veían en el futuro el tiempo en que muchos de ellos serían recibidos (Is. 66, 18-21; Za. 2, 11; 8, 22 ss.), se corría el peligro inmediato de que la comunidad, a través de la asimilación de prácticas extranjeras, perdiera su propia integridad. Otros líderes, en consecuencia, considerando el contacto con la población indígena como contaminación, urgieron que se suprimiera por completo (Ag. 2, 10-14).
A la vista de todo esto, la interrupción de las obras del Templo no era una cosa trivial. La comunidad necesitaba desesperadamente un punto focal alrededor del cual centrar su fe. Los profetas pudieron hablar de un Dios demasiado grande para ser contenido en un templo, y cuyas exigencias eran justicia y humildad más que formas externas (Is. 57, 15 ss.; 58, 1-12; 66, 1 ss.). Pero la comunidad no podía permanecer indiferente a las formas externas, concretamente al Templo, si había de continuar como comunidad. En realidad de verdad, no habría para ella una «nueva edad», ni siquiera un futuro, hasta que no estuviera preparada para emprender en el presente una acción tangible y más bien terrena, en una palabra, la construcción del Templo. Sin embargo, las perspectivas para esta empresa no eran buenas. Entre la pobreza, el desaliento y el letargo, quedaba poco coraje para el esfuerzo. La mayor parte de la población parecía sentir que los tiempos no eran propicios para emprender algo (Ag. 1,2).
3. La terminación del Templo.
Los dirigentes judíos tenían, sin embargo, entera
conciencia de la importancia de acabar el Templo, y no descansaron hasta que no
fue una realidad. Diez y ocho años después de la primera expedición de
Babilonia, su fe y su energía, ayudada por un cambio en los sucesos del mundo,
consiguió animar al pueblo a reanudar el trabajo. Unos cuatro años más tarde el
Templo estaba terminado. Sin embargo, paradójicamente, el logro de este éxito
fue obtenido mediante una amarga desilusión.
a. Advenimiento de Darío I y trastornos concomitantes.
A partir del 522, el imperio persa fue sacudido por una serie de trastornos que amenazaron despedazarle. Este año, marchando Cambises a través de Palestina de regreso de Egipto, le llegaron nuevas de que un tal Gaunata había usurpado el trono y había sido aceptado como rey en la mayoría de las provincias orientales del imperio. Este Gaunata se proclamó a sí mismo como Bardiya, el hermano de Cambises a quien éste, en previsión, habla hecho asesinar algunos años antes [719]. Además de esto, Cambises se suicidó en circunstancias que permanecen oscuras. Un oficial de su séquito, Darío, hijo del sátrapa Hystaspes, y miembro de la familia real por línea colateral, reclamó inmediatamente el trono. Aceptado por el ejército, marchó en dirección este, hacia Media, hizo prisionero a Gaunata y le ejecutó. Pero la victoria de Darío, lejos de consolidarle en su posición, provocó una verdadera orgía de revueltas por todo el imperio. Aunque Darío en su gran inscripción trilingüe de la roca de Bejistún pretende minimizar la importancia de la oposición, es claro que la inquietud agitaba al imperio de un extremo al otro. Estallaron rebeliones en Media, Elam y Parsa, en Armenia y en toda la extensión de Irán, hasta la más remota frontera oriental, mientras que en occidente el reflujo alcanzaba a Egipto y el Asia menor. En Babilonia un tal Nidintubel, que pretendía ser —y acaso lo fuera—, hijo de Nabonides, se erigió a sí mismo rey, con el nombre de Nabucodonosor III y logró mantenerse durante algunos meses antes de que Darío le hiciera prisionero y le ejecutase. El año siguiente vio otra rebelión en Babilonia, cuyo jefe se llamaba también Nabucodonosor y pretendía, igualmente, ser hijo de Nabonides. También este mantuvo la revuelta durante algunos meses, antes de ser capturado y empalado por los persas, juntamente con sus principales colaboradores [720]. A lo largo de estos dos primeros años de su reinado, Darío tuvo que luchar sin descanso en un frente y otro hasta lograr la victoria «completa. Es probable que su posición no estuviera del todo asegurada hasta finales del 520. Mientras tanto, debió creerse que el imperio persa estaba literalmente rompiéndose en pedazos. Al extenderse por todas partes el sentimiento nacionalista, se creó una tensa excitación de la que no se vio libre, de ningún modo, la pequeña comunidad de Judá. Las esperanzas dormidas despertaron. Quizá había llegado, al fin, la hora esperada, la hora de la conversión de las naciones y del establecimiento del gobierno triunfal de Yahveh.
b. Reavivación de la esperanza mesiánica: Ageo y Zacarías.
Algunos profetas, convencidos de que la hora estaba ya inminente, se apoyaron en estas esperanzas para estimular al pueblo a reanudar los trabajos del Templo. Estos fueron Ageo, cuyos oráculos escritos están fechados entre agosto y diciembre del 520, y Zacarías, que comenzó a hablar en otoño de este mismo año, por lo tanto antes de que Darío hubiese conseguido dominar a sus enemigos, y mientras el futuro del imperio persa permanecía dudoso. Aunque no es necesario suponer que les moviera a hablar alguna de estas rebeliones en concreto [721] , es evidente que consideraron los trastornos actuales como un preludio de la intervención decisiva de Yahvéh. Remontándose a la teología oficial del Judá pre-exílico y a las promesas hechas a David, afirmaron su inminente cumplimiento. La excitación engendrada por sus palabras empujó a la comunidad a reanudar, en serio, la construcción del Templo (Esd. 5, 1.; 6, 14). Ageo, en particular, censuró aquella laxitud e indiferencia que permitió al pueblo instalarse en sus propias casas, dejando mientras tanto que la casa de Yahvéh siguiera en ruinas. Interpretó los duros tiempos que la comunidad había experimentado como un castigo divino por esta indiferencia (Ag. 1, 1-11; 2, 15-19). Convencido de que Yahvéh no habitaría jamás en medio de un pueblo que no quería construirle una morada adecuada, consideró como condición necesaria de la intervención de Yahvéh la terminación del Templo. Rígidamente separatista, Ageo urgió que se cortaran todos los contactos con las religiones sincretistas del país, que declaró tan contaminantes como el tocamiento de un cadáver (2, 10-14). Sintiendo el desánimo del pueblo a causa de la enorme pobreza de la estructura que estaban levantando, les alentó con la promesa de que muy pronto Yahvéh haría estremecerse a las naciones, llenaría el Templo con sus tesoros y le haría más espléndido que el de Salomón (2, 1-9). Incluso (2, 20-23) se dirigió a Zorobabel en términos mesiánicos, presentándole como el elegido rey davídico que había de gobernar cuando el poder imperial cayese derribado por tierra, lo que sucedería en breve. Zacarías, que pronunció la mayoría de sus profecías después de que las victorias de Darío habían puesto en claro que las esperanzas no tendrían tan fácil realización, animó también a su pueblo en sus esfuerzos [722]. Su mensaje está estructurado en buena parte en forma de visiones ocultas, recurso que puede ser considerado como precursor de los apocalipsis, tan populares en la última época. Zacarías, como Ageo, vio en los trastornos contemporáneos señales de la inminente intervención de Yahvéh. Intimó a los judíos que aún vivían en Babilonia, a escapar, antes de que estallase la cólera, hacia Sión, donde Yahvéh establecería muy en breve su gobierno triunfal (Za. 2, 6-13). Incluso cuando se hizo evidente que Darío era dueño de la situación, él continuó asegurando a su pueblo que el cambio sólo había sido aplazado, pero que llegaría pronto: Yahvéh, celoso por Jerusalén, la había elegido de nuevo como sede suya y volvería dentro de muy poco triunfalmente a su casa (1, 7-17; 8, 1 ss.; cf. Ez. 43, 1-7). Y puesto que el Templo había de ser la sede del gobierno real de Yahvéh, la terminación del mismo tenía, para Zacarías, una gran urgencia. Por tanto incitó al pueblo a la tarea (1, 16; 6, 15), declarando que Zorobabel, que había comenzado la obra, la llevaría a su fin mediante el espíritu de Dios (4, 6b-10a). Prometió que Jerusalén sería entonces una gran ciudad que desbordaría sus murallas (Za. 1, 17, 2, 1-5), cuando el pueblo de Dios —y también los gentiles (2, 11; 8, 22 ss.)— confluyeran allí desde todos los puntos de la tierra (8, 1-8). En esta nueva Jerusalén, Josué, el sumo sacerdote, y Zorobabel, el príncipe davídico, serían como dos canales de la gracia divina (4, l-6a, 10b14). También Zacarías saludó a Zorobabel en términos mesiánicos. Declaró que el «retoño», el esperado descendiente del linaje de David (cf. Jr. 23, 5 ss.), estaba para aparecer (Za. 3, 8) y tomar posesión de su trono, y que este no sería otro que Zorobabel (6, 9-15) [723]. Es evidente que Ageo y Zacarías afirmaban el cumplimiento de las esperanzas inherentes a la teología oficial del Estado pre exílico basadas en la elección, por parte de Yahvéh, de Sión y de la dinastía davídica. Ellos consideraron la pequeña comunidad como el verdadero resto de Israel (Ag. 1, 12, 14; Za. 8, 6, 12) anunciado por Isaías, y a Zorobabel como el ansiado descendiente de David que remaría sobre él. Eran las suyas palabras audaces, inflamatorias y altamente peligrosas. Pero sirvieron para su propósito inmediato. Las obras del Templo adelantaron rápidamente.
c. Realización y desilusión.
No tenemos medios de saber en qué grado, si lo fue en alguno, influyeron estas palabras en Zorobabel. No existe ninguna prueba cierta de que cometiese algún acto de rebeldía. Pero los anuncios formaron un círculo sedicioso y Zorobabel apenas podría controlarlo. Se puede suponer fácilmente lo que pensarían las autoridades persas cuando todo esto llegase a sus oídos. Y, según parece, hubo quienes tuvieron afán por ver qué pasaba allí. Estos, como podemos imaginar, fueron los nobles de Samaria, que habían sido duramente rechazados por Zorobabel (Esd. 4, 1-5) cuando se ofrecieron, sinceramente o con ocultas intenciones, para ayudar a la construcción del Templo. En todo caso, como nos narra la fuente aramaica (Esd. 5, 1-6, 12), algún rumor llegó hasta Tattenay, sátrapa de Abar-nahara (la satrapía transeufratina que comprendía toda Palestina y Siria), que prestó atención a lo que estaba sucediendo. Al parecer, no encontró nada alarmante. Aunque preguntó con qué autoridad se estaba construyendo el Templo, y escribió a la corte persa para informarse de la veracidad de la respuesta, no exigió nunca que parasen las obras mientras tanto (5, 5). En cuanto a Darío, o no había tenido noticias de la excitación mesiánica en Judá, o no la había comprendido, ya que confirmó el decreto de Ciro, hallado en los archivos de Ecbatana. A Tattenay se le ordenó que proveyera las subvenciones en lo tocante a gastos de construcción y mantenimiento del culto y que no pusiera impedimento alguno. Es, pues, evidente que no tuvo lugar ninguna rebelión, ya que de otra manera hubiera sido paralizada toda la empresa [724].
Las obras siguieron adelante hasta marzo del 515, fecha en que el edificio fue terminado y dedicado con gran alegría (Esd. 6, 13-18). El nuevo Templo difícilmente podía ser el santuario nacional del pueblo israelita en el sentido que Jo había sido el de Salomón. No sólo Israel no era ya una nación, y carecía por tanto de instituciones nacionales; es que, habiendo sido construido el Templo bajo patronazgo de la corona persa, incluía en su culto sacrificios y súplicas por el rey (Esd. 6, 10). Además, como sucedió en el período de la monarquía dividida, hubo en Samaria y en otras partes, muchos, de origen israelita, que no le prestaron obediencia. Sin embargo, el edificio proporcionó a la fe un punto de reunión e identificación al «resto de Israel» con la comunidad del Templo de Jerusalén. La prueba de la restauración había sido superada; había pasado su primera crisis y perduraría. No hace falta decir, sin embargo, que las esperanzas proclamadas por Ageo y Zacarías no se realizaron materialmente [725]. El trono de David no fue restablecido y el día de la promesa no alboreaba. La suerte de Zorobabel permanece en el misterio. Es muy posible que los persas tuvieran, al fin, noticias de la excitación judía y le removiesen. Pero no lo sabemos. No existe la menor prueba de que fuera ejecutado [726]. Sin embargo, dado que no conocemos nada más de él, y puesto que no le sucedió ninguno de su familia, es probable que los persas privaran a la casa de David de sus prerrogativas políticas. Judá parece haber continuado a manera de una comunidad teocrática bajo la autoridad del sumo sacerdote Josué y sus sucesores, hasta el tiempo de Nehemías (Ne. 12, 26). Es muy probable que fuera administrada como una subdivisión de la provincia de Samaria, tal como lo había sido originariamente, y posiblemente por medio de burócratas locales desconocidos para nosotros (cf. Ne. 5, 14 ss.). No podemos dudar de que la comunidad judía, cuyas esperanzas habían surgido solamente para ser deshechas, sintió de un modo agudo el desaliento. Sería difícil, si no imposible, volver a mantener de nuevo, en la forma antigua, las esperanzas ligadas a la dinastía davídica.
Capítulo 10
La comunidad judia en el siglo quinto
Las reformas de Nehemías y Esdras
La comunidad judia en el siglo quinto
Las reformas de Nehemías y Esdras
Contenido:
A. Desde la terminación del templo hasta mediados del siglo quinto.
B. Reorganización de la comunidad judía bajo Nehemías y Esdras.
De la suerte de la comunidad judía durante los setenta años siguientes a
la terminación del Templo conocemos realmente demasiado poco. Excepto lo
referente a los incidentes, cronológicamente desplazados, de Esd. 4, 6-23, el
cronista no nos dice nada más. Fuera de esto, sólo conocemos lo que se puede
deducir de las memorias de Nehemías, ligeramente posteriores y de los libros
proféticos de los contemporáneos como Abdías (probablemente a principios del
siglo quinto [727] , y Malaquías (ca. 450), complementados por los datos de la
historia general y de la arqueología. Es evidente, sin embargo, que aunque la
terminación del Templo había asegurado la supervivencia de la comunidad, su
porvenir distaba mucho de ser seguro. Después del colapso de las esperanzas
puestas en Zorobabel, estaba bien claro —o debía estarlo— que nunca habría
restablecimiento de la nación judía según la antigua estructura, ni siquiera en
una forma modificada. El futuro de la comunidad debía situarse en otra
dirección. Pero no estaba claro qué dirección sería ésta, y no se aclaró hasta
que, algunas generaciones más tarde, la comunidad fue reconstituida bajo la dirección
de Nehemías y Esdras. En el ínterin, lo más que se puede decir de ella es, que
existió.
A. Desde la terminación del Templo
hasta mediados del siglo quinto
1. El imperio persa hasta ca. 450.
1. El imperio persa hasta ca. 450.
La historia política de los judíos a lo largo de este período es
inseparable de la del imperio persa, dentro de cuyos límites vivían
prácticamente todos ellos y que, en el siglo sexto, al acabar sus luchas,
alcanzaba su mayor extensión física. Dado que la historia de Persia no forma
parte de nuestro estudio, un breve esbozo será suficiente para proporcionar una
perspectiva general [728].
a. Darío I Histaspes (522-486).
Ya hemos descrito cómo Darío dominó las revueltas que le salieron al paso a su advenimiento, aun cuando los profetas hebreos habían anticipado la caída del imperio [729]. Darío dio pruebas de ser, en todos los aspectos, un gobernante capaz y un digno sucesor del gran Ciro. En audaces campañas condujo sus ejércitos por el este hasta el Indo, por el oeste, a lo largo de la costa africana, hasta Bengazi y por el norte, a través del Bósforo, contra los escitas del sur de Rusia. Antes de finalizar el siglo sexto, su imperio se extendía desde el valle del Indo hasta el mar Egeo, desde el Yaxartes hasta Libia y, en Europa, incluía Tracia y una franja de los Balcanes a lo largo del Mar Negro, al norte del Danubio. Darío, además, dio a estos vastos dominios su organización definitiva, dividiéndolos en veinte satrapías, cada una con un sátrapa, perteneciente, en general], a la nobleza persa o meda, como funcionario de la corona. El sátrapa, aunque gobernador cuasi-autónomo, ante quien respondían los gobernadores locales, era estrechamente vigilado por jefes militares directamente responsables ante el rey, mediante una complicada burocracia, y un sistema de inspectores ambulantes que informaban también al rey. Era un sistema que pretendía equilibrar la autoridad central con un cierto grado de autonomía local y que persistió tanto cuanto duró el imperio. Los logros de Darío fueron numerosos y brillantes: sus construcciones en Persépolis y otros lugares, el canal que trazó para unir el Nilo y el Mar Rojo, la red de carreteras que facilitaban la comunicación de un extremo a otro del imperio, sus amplias reformas legales, el desarrollo de un sistema fijo de monedas (la acuñación de moneda se inició en Lidia en el siglo séptimo), que promovió en gran medida la Banca, el comercio y la industria, y muchas cosas más. Baste decir que, bajo Darío, alcanzó Persia su cénit. Solamente en una empresa, la más ambiciosa de todas las suyas, puede decirse que fracasó Darío. En su intento de conquistar Grecia, proyecto para el que se había venido preparando durante algunos años. Después de un primer intento, en el que una tormenta destruyó la flota persa frente al monte Athos, en el 490 las tropas persas desembarcaron en la isla de Euboea. Pero la estúpida dureza con que trataron a la ciudad de Eritrea sublevó a los griegos contra ellos. Cuando pasaron al continente fueron detenidos en Maratón por Milcíades y sus atenienses, que les causaron una severa derrota. Darío, obligado a renunciar al proyecto, no pudo ya reanudarlo en toda su vida.
b. Sucesores de Darío.
A Darío le sucedió su hijo Jerjes (486-465), hombre de mucha menos habilidad. Jerjes tuvo que ocuparse en primer lugar de una revuelta que había estallado en Egipto antes de la muerte de su padre, y, después (482), de otra en Babilonia. Babilonia fue tratada con dureza, demolidas sus murallas, arrasado el templo de Esagila y fundida la estatua de Marduk. Y, con todo, Jerjes no dudó en presentarse como legítimo rey de Babilonia, tal como lo habían hecho sus predecesores; pero trató a Babilonia como terreno conquistado. Superadas estas perturbaciones, Jerjes volvió a la invasión de Grecia. Construyendo un puente sobre el Helesponto (480), se movió con un inmenso ejército a través de Macedonia, deshizo al heroico puñado de espartanos en las Termópilas, conquistó Atenas y prendió fuego a la Acrópolis. Pero entonces sobrevino el desastre de Salamina, en el que fue destruida la tercera parte de la flota persa. En consecuencia, Jerjes se retiró a Asia, dejando en Grecia, al mando de un ejército, al general Mardonio. Pero al año siguiente (479), este fue destrozado en Platea, mientras que el resto de la flota persa era destruido cerca de Samos. Ulteriores reveses, que culminaron en la derrota decisiva a orillas del Eurymedón (466), arrojaron a Jerjes de Europa y a su flota de las aguas del Egeo.
Jerjes fue finalmente asesinado y le sucedió un hijo joven, Artajerjes I Longimano, que subió al trono desplazando al verdadero heredero. El reinado de Artajerjes (465/4-424) no comenzó con buenos auspicios. Ya acosado por los ataques de los griegos a Chipre, hacia el 460 tuvo además que hacer frente a una rebelión en Egipto dirigida por Inaros, dinasta libio, que contaba con el apoyo de Atenas. Pronto el bajo Egipto se vio libre de tropas persas, excepto Menfis que fue asediada. Aunque el ejército persa, al mando de Megabyzus, sátrapa de Abar-nahara, reconquistó Egipto ca. 457, la resistencia continuó hasta el 454, en que Inaros fue hecho prisionero. Posteriormente se rebeló el mismo Megabyzus porque Inaros fue ejecutado, no respetándose la palabra que él le había dado (449/8); pero se llegó a un arreglo y Megabyzus fue confirmado en su cargo. Dificultades internas, agravadas por ulteriores victorias griegas, llevaron al fin a Artajerjes a convenir la paz de Callias (449). A las ciudades griegas del Asia Menor, aliadas con Atenas, se les concedió la libertad y Atenas abandonaba todo intento de liberar a otras; las tropas regulares persas no debían pasar del este del Halys y la flota persa no podía penetrar en el mar Egeo. Se saca la impresión de que Persia había sido humillada. Aunque su fin estaba lejano, comenzaban a aparecer los primeros síntomas de debilidad en la sólida estructura del imperio.
2. Suerte de los judíos ca. 515-450.
Aunque apenas sabemos nada de la suerte de los judíos durante este
período, es evidente que el futuro de la comunidad de Judá seguía siendo
incierto y desalentador. Al no plasmarse en realidad el resurgimiento del
Estado davídico, es probable que los judíos del imperio, muchos de los cuales
se encontraban a gusto en su actual situación, perdieran interés por todo lo
concerniente al experimento de la restauración. Aunque el aflujo de población a
Judá continuaba, no se dio ciertamente aquella avalancha general de judíos
hacia su país que habían imaginado el Deuteroisaías, Zacarías y otros.
a. Las comunidades judías en el imperio persa durante el siglo quinto.
a. Las comunidades judías en el imperio persa durante el siglo quinto.
Aunque sabemos muy poco de los judíos, es seguro que por este tiempo estaban bien acomodados en diversas partes del imperio. Y puesto que Babilonia siguió siendo el centro de la vida judía durante los siglos siguientes, podemos suponer que la comunidad era allí floreciente. En realidad, como más arriba hemos indicado, algunos de los judíos babilonios llegaron a gran prosperidad, mientras que otros, como Nehemías, alcanzaron una alta posición en la corte persa. Hay también algunas pruebas de una comunidad judía en la lejana Sardes (Sefarad), en Asia Menor, como lo demuestra una inscripción en lidio y arameo de ca. 455, además de una alusión en Abdías (v. 20) [730]. Ciertamente se encuentran también durante este período judíos en el bajo Egipto (cf. Is. 16-25), donde habían huido algunos grupos de ellos después de la caída de Jerusalén, aunque no conocemos nada de su suerte. Por otra parte, se conoce bien la historia de una colonia judía de Elefantina en la primera catarata del Nilo, mencionada en el capítulo anterior, a lo largo de todo el siglo quinto, gracias a la abundancia de textos arameos allí encontrados. Algunos de estos textos son conocidos desde principios de siglo, mientras que otros sólo recientemente han llegado a Estados Unidos y Europa [731]. No nos podemos detener en los negocios legales y económicos de esta colonia, pero tendremos que extendernos algo más en su suerte política en el próximo capítulo. Basta decir que fue una firme y floreciente comunidad, que había echado raíces sociales y económicas en su nueva tierra.
Su religión, sin embargo, era altamente sincretista [732]. En total contradicción con la ley deuteronómica, estos judíos tenían un templo dedicado a Yahvéh, con un altar sobre el que le eran ofrecidas ofrendas y sacrificios [733]. Pero también rendían culto a otras divinidades: Esem-betel, Jerem-betel, JAnat-betel ('Anat-yahu). Estos dioses representan probablemente impostaciones de aspectos de Yahvéh («Nombre de la Casa de Dios», «Santidad de la Casa de Dios», «Señal» (?) de la Casa de Dios»), a las que se había otorgado condición de divinidad [734]. De aquí puede inferirse que los judíos de Elefantina, aunque no abiertamente politeísticas, habían combinado un yahvismo altamente heterodoxo con aspectos tomados de los cultos sincretistas de origen arameo. Aunque se llamaban a sí mismos judíos y tenían conciencia de su parentesco, como veremos, con sus hermanos de Palestina, en modo alguno permanecieron dentro de la gran corriente de la historia y fe de Israel. Afincados donde estaban, no sintieron en realidad la urgencia de la vuelta a Judá para constituir allí una parte de la comunidad.
b. La comunidad en Judá: sus vicisitudes externas.
Los judíos, sin embargo, no habían abandonado la empresa de la restauración. Por el contrario, grupos de ellos continuaron regresando a su país (cf. Esd. 4, 12), con el resultado de que la población de Judá llegó a duplicarse hacia la mitad del siglo quinto. La lista de Esd. cap. 2/Ne. cap. 7, que probablemente es una lista de censo revisada aproximadamente en los días de Nehemías y que enumera tanto a los exiliados vueltos y a sus descendientes como a los judíos ya establecidos en la provincia, calcula la población total por esta época en no menos de 50.000 [735]. Probablemente una buena parte de ellos habían llegado después de la reconstrucción del Templo. Esta lista, y la de Ne. cap. 3, demuestra que por entonces ya estaban habitadas numerosas ciudades de Judá, incluyendo algunas (p. e., Téqoa, Bet-sur, Keilah) prácticamente despobladas hasta entonces. Afiliados a la comunidad de Jerusalén se encuentran también en Jericó, en el territorio efraimita alrededor de Betel (7, 32) y, más lejos, en la llanura costera, en las cercanías de Lydda (v. 37). Pero el país no estaba todavía densamente poblado; la misma Jerusalén tenía muy pocos habitantes (v. 4).
La situación de la comunidad durante estos años fue muy insegura. Probablemente después de Zorobabel los gobernadores de Judá no eran nativos, siendo administrado el distrito, según parece, desde Samaria [736] , estando los asuntos locales bajo la supervisión de sumos sacerdotes: Josué, después Yoyaquim, después Elyasib (Ne. 12, 10, 26). Debieron ser constantes los roces con los oficiales provinciales que no sólo impusieron exacciones gravosas sino que permitieron a sus agentes portarse con despótica insolencia (Ne. 5, 4, 14 ss.). Llevando a mal toda tentativa de Judá que pudiera menospreciar sus prerrogativas, no perdieron oportunidad de enfrentar a los judíos con el Gobierno de Persia. Se nos dice (Esd. 4, 6) que al principio del reinado de Jerjes —posiblemente en el 486/5, cuando el rey se estaba ocupando de la revuelta de Egipto— acusaron a los judíos de sedición. No sabemos nada ni de los fundamentos de los cargos ni de sus consecuencias [737]. Pero podemos presumir que durante estos años los judíos, sin protección militar ni medios de defensa, debieron estar sometidos a frecuentes incursiones, represalias e intimidaciones que les hicieron sentir agudamente su posición indefensa. Esta inseguridad estaba agravada por la tirantez de las relaciones no sólo con la oficialidad de Samaria, sino también con otros vecinos. En particular hubo enemistad con los edomitas que, arrojados de su tierra por la presión árabe, habían ocupado, como se ha dicho, la mayor parte del sur de Palestina hasta un punto al norte de Hebrón. Hacia el siglo quinto, las tribus árabes habían caído completamente sobre Edom (cf. MI. 1, 2-5), ocupando Esyón-Guéber y comenzando a mezclarse con los edomitas del sur de Palestina. Edom permaneció durante el período persa sin población fija [738]. A los judíos ciertamente no les agradaban los edomitas, cuyo pérfido pasado no podían olvidar y cuya presencia en el suelo ancestral de Judá llevaban a mal (Abd. 1-14). Sus profetas esperaban el día de Yahvéh (Abd. 15-21), en el que Israel recobraría su tierra, y sus enemigos, particularmente Edom, serían destruidos. Edomitas y árabes respondieron, sin duda, en la misma moneda, con tanta aversión y hostilidad como pudieron. Faltando una protección adecuada, los judíos encontraron su posición intolerable. Esta fue la razón por la que en el reinado de Artajerjes I (Esd. 4, 7-23) tomaron el asunto por su propia cuenta y comenzaron a reconstruir las fortificaciones de Jerusalén. No podemos decir exactamente cuándo tuvo lugar esto, salvo que fue antes del 445 (cf. Esd. 4, 23; Ne. 1, 3). Se siente la tentación de relacionar este incidente con la rebelión de Megabyzus (449/8), que pudo haber despertado las esperanzas de independencia, o al menos que parecía hacer factible el plan. Pero los nobles de Samaria, con justicia o sin ella, presentaron otra vez sus acusaciones de sedición y obtuvieron del rey la orden de parar las obras, orden que ellos ejecutaron con la fuerza de las armas. Su intención era mantener a Judá indefensa a perpetuidad.
c. La comunidad judía: su situación espiritual.
La terminación del Templo había provisto a los judíos de un lugar de reunión y les había dado el carácter de una comunidad cúltica. Aunque existía laxitud religiosa, no hay pruebas de que floreciese ningún otro culto en Judá. Podemos suponer que el ritual del Templo pre-exílico fue reanudado, omitiendo o reinterpretando algunas características reales, y que los asuntos internos de la comunidad fueron administrados de acuerdo con la ley, tal como había sido transmitida por Ja tradición. Los dirigentes judíos consideraban orgullosamente a la comunidad, y a ella sola, como el verdadero «resto» de Israel [739]. No obstante, hay pruebas abundantes de que la mora] de la comunidad no era buena. El desaliento había llevado a la desilusión y ésta, a su vez, a una laxitud religiosa y moral; las palabras de Malaquías y las memorias de Nehemías, ligeramente posteriores, lo muestran con claridad. Los sacerdotes, aburridos de sus deberes, no veían nada malo en ofrecer a Yahvéh animales enfermos o lisiados (MI. 1, 6-14), y su parcialidad en interpretar la ley había degradado su oficio a los ojos del pueblo (MI. 2, 1-9). Se descuidaba el sábado y se permitían los negocios en él (Ne. 13, 15-22). El incumplimiento de los diezmos (MI. 3, 7-10) obligó a los levitas a abandonar sus deberes para poder vivir (Ne. 13, 10 ss.). Además, había echado raíces el sentimiento de que no había ninguna ventaja en ser fiel a la ley (MI. 2, 17; 3, 13-15). Estas actitudes produjeron, naturalmente, un amplio derrumbamiento de la moralidad pública y privada, e incluso el peligro de que la comunidad se desintegrara internamente. El divorcio prevaleció hasta hacerse un escándalo público (MI. 2, 13-16). No molestados por ningún principio, los hombres engañaban a sus empleados en lo tocante a los jornales y se aprovechaban de sus hermanos más débiles (MI. 3, 5). Al pobre que hipotecaba sus campos en tiempos de escasez, o para poder pagar los tributos, se le embargaban los bienes y, juntamente con sus hijos, era reducido a esclavitud (Ne. 5, 1-5). Lo que era más grave a largo plazo, las líneas que separaban a los judíos de su medio ambiente pagano, comenzaban a resquebrajarse. Los matrimonios mixtos con paganos fueron, según parece, cosa normal (MI. 2, 11 ss.) y, cuando los descendientes de estas uniones aumentaron en número, llegaron a constituir una seria amenaza para la integridad de la comunidad (Nc. 13, 22-27). El peligro, en resumen, eran tan real que si la comunidad no podía liberarse de él enteramente, recobrar la moral y encontrar su dirección, pronto o tarde perdería su carácter distintivo, si es que no se desintegraba por completo. Se hacían necesarias medidas drásticas, ya que la comunidad no podía continuar en la situación ambigua presente, ni podía recrear el orden del pasado. Había que buscar nuevos caminos si Israel quería sobrevivir como una entidad creadora.
B. Reorganización de la comunidad
judía bajo Nehemías y Esdras
1. Nehemías y su obra.
1. Nehemías y su obra.
El tercer cuarto del siglo quinto vio una completa reorganización de la
comunidad judía, que aclaró su situación y la salvó de la desintegración
colocándola en el camino que había de recorrer durante el resto del período
bíblico y, con algunas modificaciones, hasta nuestros días. Esto se llevó a
cabo en gran parte por el trabajo de dos hombres: Nehemías y Esdras. Aunque la
esfera de sus esfuerzos se superpone, el primero dio a la comunidad su estatuto
político y su reforma administrativa, mientras que el segundo reorganizó y
reformó su vida espiritual.
a. Afinidades de las vidas de Esdras y Nehemías.
Pocos problemas presenta la historia de Israel tan intrincados y difíciles de resolver con seguridad como éste. Sería desacertado interrumpir aquí nuestra narración para discutir ampliamente los problemas implicados; remitimos al lector interesado al Excursus II. Baste aquí con advertir que el problema es de los más complejos y que cualquier intento de reconstrucción debe quedar, de algún modo, en tentativa. El problema gira en torno a la fecha de llegada de Esdras a Jerusalén. Las fechas de la actividad de Nehemías son seguras, estando confirmadas, además, independientemente por las pruebas de los textos de Elefantina. Se extendió (Ne. 2, 1) desde el año veinte de Artajerjes I (445) hasta (Ne. 13, 6) algo después del año treinta y dos (433). Por lo que respecta a la vida de Esdras, no existe esta certeza. Los especialistas se dividen ampliamente en tres campos: los que aceptan la opinión, apoyada, al parecer, en los libros canónicos de Esdras y Nehemías, de que Esdras llegó (Esd. 7, 7) en el año séptimo de Artajerjes I (458), es decir, unos trece años antes que Nehemías, y completó su obra (Ne. caps. 8 al 10) poco después de la llegada de este último (algunos piensan que incluso antes); los que consideran el «año séptimo» como el año séptimo de Artajerjes II (398), y colocan la llegada de Esdras mucho después de haber desaparecido de escena Nehemías; y los que, creyendo que el «año séptimo» es un error de escriba en lugar de algún otro año (muy probablemente por «treinta y siete») del reinado de Artajerjes I, colocan la llegada de Esdras después de la de Nehemías (ca. 428), pero antes de que hubiera terminado la actividad de éste. Aunque ninguna de estas interpretaciones puede pretender resolver todos los problemas, la última, por razones expuestas más adelante, en el Excursus II, parece la más satisfactoria. Es la que se admite en las secciones que siguen. Aunque puede parecer que contradice al sentido obvio de la narración bíblica, que coloca primero a Esdras, una comparación de Esdras-Nehemías con la versión griega de I Esdras (y con Josefo, que la sigue), sugiere que la obra del cronista ha sufrido serias dislocaciones, con toda probabilidad después de haber salido de sus manos. El orden de los sucesos en nuestra Biblia es probablemente el resultado de esta dislocación secundaria. En todo caso, confiamos en que la reconstrucción ofrecida a continuación esté conforme con los datos bíblicos al mismo tiempo que presenta un cuadro coherente de los sucesos.
b. La misión de Nehemías.
La reconstitución de la comunidad judía fue terminada en la segunda mitad del reinado de Artajerjes I Longimano (465-424). Coincidió de esta manera, en términos generales, con la edad de oro de Atenas, cuando en las calles de esta ciudad se paseaban hombres como Pericles, Sócrates, Sófocles, Esquilo, Fidias y otros muchos. Las derrotas a manos de los griegos, más los disturbios en Egipto y Siria que señalaron los primeros años de su reinado, impusieron a Artajerjes la tarea de restablecer su posición. Tuvo éxito en la empresa. Con los griegos eligió el camino de la diplomacia, y por supuesto, el del soborno, facilitado además por la incapacidad crónica de los griegos para actuar conjuntamente por mucho tiempo. Pronto comenzó a recuperar sus pérdidas en Asia Menor y después, cuando estalló la desastrosa guerra del Peloponeso (431), él y su sucesor tuvieron la agradable tarea de sentarse y observar cómo los griegos se destruían entre sí. Al final de la guerra la posición persa era más segura que nunca (404). Por lo que respecta a Abar-nahara (Palestina y Siria), al rey le interesaba, después de los trastornos de Egipto y la rebelión de Megabyzus, ocuparse de la estabilidad de esta provincia, y esto por su intrínseca importancia y porque estaba colocada en medio de las líneas de comunicación con Egipto, donde la intranquilidad era crónica; las bases de aprovisionamiento a lo largo de la ruta militar del sur a través de Palestina se verían en peligro si la intranquilidad se extendía a este país. Y podemos imaginar que los judíos, cansados del despótico trato a que los sometían los oficiales de Samaria, más amargo a causa de su propio desvalimiento y de la incapacidad del rey para comprender su situación (Esd. 4, 7-23), no eran por el momento muy afectos a Persia. Era el deseo del rey estabilizar los asuntos de Palestina, lo cual hizo que se interesara personalmente por las cuestiones judías, una vez que éstas llamaron su atención [740]. Provisionalmente, había en la corte de Artajerjes un judío llamado Nehemías, que habiendo llegado a los altos puestos, tenía acceso, como copero del rey, hasta su persona. Aunque casi ciertamente era un eunuco, como lo exigía, normalmente, su posición, Nehemías poseía energía y capacidad y, bien que un tanto predispuesto a las querellas, estaba entregado a la causa de su pueblo. En diciembre del 445 (Ne. 1, 1-3), una delegación de Jerusalén, encabezada por su propio hermano Jananí, le informó de las deplorables condiciones en que estaban y, sin duda, de la desesperanza de obtener remedio por los conductos oficiales. Nehemías, profundamente dolorido, resolvió acercarse al rey y pedirle permiso para ir a Jerusalén con autoridad para reconstruir sus fortificaciones. Era una cosa difícil de conseguir (Ne. 1, 11), ya que involucraba el requisito de que fuese anulado un decreto anterior del rey (Esd. 4, 17-22). Pero cuando cuatro meses más tarde (Ne. 2, 1-8), Nehemías encontró su ocasión, la petición tuvo éxito. Fue expedido un rescripto autorizando la construcción de las murallas de la ciudad y decretando que los materiales necesarios fueron suministrados por los bosques reales. Más aún, entonces, o posteriormente, Nehemías fue nombrado gobernador de Judá (Ne. 5, 14; 10, 1), que quedó constituida en provincia separada, independiente de Samaria [741]. La Biblia da la impresión de que Nehemías se puso en camino inmediatamente, acompañado por una escolta militar (Ne. 2, 9). Josefo (Ant. XI, V, 7), que sigue el texto de los LXX, cuya primera parte está contenida en I Esdras, coloca su llegada solamente en el 440. Aunque es imposible lograr certeza, esto puede ser exacto [742]. Si Nehemías fue primero a Babilonia y reunió a los judíos que habían de acompañarle (como Josefo indica) y después, habiendo presentado sus credenciales al sátrapa de Abar-nahara, atendió a procurarse materiales de construcción antes de dirigirse a Jerusalén (como posiblemente hizo, dado que el trabajo se comenzó muy poco después de su llegada), la fecha no es irracional. En todo caso, lo más tarde hacia el 440 estaba en Jerusalén y había tomado allí la dirección de los asuntos.
c. Reconstrucción de las murallas de Jerusalén.
El problema más urgente que el nuevo gobernador tenía a su llegada era dar seguridad física a la comunidad. Por tanto, emprendió en seguida la reconstrucción de las murallas de la ciudad, actuando con rapidez y audacia para que sus planes no fueran desbaratados antes de empezar. Tres días después de su llegada hizo una inspección nocturna secreta a las murallas, para aquilatar la extensión de la obra con que tenía que enfrentarse; sólo entonces notificó sus planes a los dirigentes judíos (Ne. 2, 11-18). Después, tan pronto como se pudo reunir un grupo de trabajo, comenzó la obra [743]. La mano de obra fue reclutada, seguramente, por una leva de todo Judá (Ne. cap. 3), y las murallas fueron divididas en secciones, con un grupo particular como responsable de cada sección. Las obras progresaron rápidamente; a los cincuenta y dos días (Ne. 6, 15) ya estaba levantada una especie de muralla. Es, desde luego, increíble que pudiera ser terminada tan rápidamente, y por obreros en su mayoría inexpertos, una muralla propiamente dicha. Es casi seguro que Josefo (Ant. XI, V, 8) esté en lo cierto al afirmar que la obra total —reforzamiento, almenas, puertas y revestimientos— exigió dos años y cuatro meses (hasta diciembre del 437 según sus fechas). Todo esto fue llevado a cabo con increíble dificultad. Es un tributo a la energía y valor de Nehemías, y a la determinación de la masa del pueblo (Ne. 4, 6), el que se pudiera completar. Aunque Nehemías tenía la total autorización del rey, encontró poderosos enemigos a quienes desagradaba su presencia y que no desperdiciaron ocasión para poner obstáculos a la empresa. El principal de ellos fue Sanbal.lat que, como sabemos por los papiros de Elefantina (cf. Ne. 4, 1 ss.), era gobernador de la provincia de Samaria. A pesar de su nombre babilónico (Sinubal.lit), Sanbal.lat era yahvista, como lo indican los nombres de sus hijos Delaías y Selemías [744] ; su familia emparentó posteriormente, por medio del matrimonio, con el sumo sacerdote de Jerusalén (13, 28). Con él estaba Tobías, gobernador de la provincia de Ammón en la Transjordania [745]. Tobías era también yahvista, como su mismo nombre, y el de su hijo Yehojanán (6, 18) lo indican, y tenía amistades en Jerusalén; su familia era aún importante en el siglo segundo [746]. Sanbal.lat, que consideraba a Judá como legalmente perteneciente a su territorio, sintió sin duda que le fuera quitado el control de ella. El y Tobías, que se consideraban israelitas y eran aceptados como tales entre las familias principales de Jerusalén, se sintieron irritados por el hecho de que los judíos más ortodoxos, como Nehemías, encontraran su religión (seguramente algo sincretista) inaceptable y no los tuvieran por mejores que a los paganos. A estos dos estaba asociado (2, 19, 6, 1, 6) un tal Gesem (Gasmu) «el árabe», que es conocido en las inscripciones como un poderoso jefe de Quedar (Dedán), en el noroeste de Arabia. Bajo el control nominal de los persas, gobernaba la provincia de Arabia, que por este tiempo incluía Edom y el sur de Judá [747]. ¡Nehemías tenía enemigos por todas partes! Estos emplearon un arsenal completo de ardides para frustrar los planes de Nehemías. Al principio probaron la burla con la esperanza de socavar la moral (Ne. 2, 19 ss.; 4, 1-3). Al no hacer esto efecto, incitaron —a buen seguro de modo no oficial y pretendiendo ignorar por completo el asunto— a bandas árabes, ammonitas y filisteas (4, 7-12) [748] a que hiciesen incursiones en Judá. Jerusalén fue hostigada y las ciudades circunvecinas atemorizadas; según Josefo (Ant. XV, V, 8) no pocos judíos perdieron la vida. Nehemías respondió (4, 13-23) dividiendo a sus gentes en dos grupos, uno de los cuales permanecía sobre las armas mientras el otro trabajaba. Reunió también (v. 22) a los judíos de las regiones cercanas dentro de Jerusalén, para protegerlos y para robustecer las defensas de la ciudad. Viendo que no conseguían nada en ninguna parte, los enemigos de Nehemías intentaron entonces (6, 1-4) hacerle salir de la ciudad, aparentemente para una entrevista, pero en realidad con la intención de asesinarle. Nehemías no era tan tonto. Ellos entonces le amenazaron con acusarle de sedición ante los persas (vv. 5-9), también en lo cual les hizo frente y siguió adelante su obra. Pero, desgraciadamente, no todos los enemigos de Nehemías estaban fuera de los muros; dentro había una quinta columna. Estando emparentados Tobías y su hijo con las familias principales de Jerusalén (vv. 17-19), tenían amigos que los mantenían al corriente de todo lo que hacía Nehemías y, a su vez, enviaban cartas a éste intentando debilitar su moral. Como último recurso (vv. 10-14), fue sobornado un profeta para atemorizar a Nehemías con la noticia de un complot contra su vida, con la esperanza de que se refugiara en sagrado en el Templo y se desacreditase de este modo a sí mismo ante el pueblo. Pero Nehemías, despreciando su seguridad personal, evitó esta confusión.
Nehemías demostró ser moralmente superior a sus enemigos. Su valor y riqueza de recursos superó todos los obstáculos, incluso el desaliento de sus seguidores (Ne. 4, 10), y pudo concluir la obra. Entonces, viendo que la ciudad tenía aún pocos habitantes, y conociendo que las murallas no podrían ser defendidas si no se disponía de hombres, preparó, por suertes, un contingente de pueblo para ser trasladado dentro (7, 4; 11, 11 s.); cierto número, con todo, se habían ofrecido voluntarios. Las murallas fueron más tarde dedicadas en solemne ceremonia (12, 27-42) [749]. Se había ganado la primera batalla y la seguridad externa quedaba asegurada.
d. Administración de Nehemías: su primer período.
Poco es lo que conocemos de la administración de la provincia bajo Nehemías. Era una provincia pequeña, que contaba escasamente con 50.000 habitantes, concentrados a lo largo de la línea montañosa desde el norte de Bet-sur hasta los alrededores de Betel [750]. Nehemías la encontró ya dividida en distritos con fines administrativos y es probable que mantuviera este sistema, ya que lo empleó como base de su leva para construir las murallas (Ne. cap. 3) [751]. A causa de los fuertes impuestos y de las estaciones pobres (5, 1-5, 15), la provincia sufría duras estrecheces económicas. Los avaros aprovechaban la oportunidad para apoderarse de los pobres y disponer de ellos, a causa de sus deudas. Nehemías, encolerizado por estos abusos, actuó con su decisión característica (vv. 6-13). Llamando ante sí a los transgresores, hizo una enardecida apelación a sus conciencias y a su condición de judíos y exigió después su promesa de abandonar la usura y restituir. Para mayor firmeza, les tomó juramento solemne ante Yahvéh y ante la asamblea del pueblo. El mismo Nehemías dio ejemplo renunciando a las retribuciones ordinarias de gobernador, no adquiriendo ninguna propiedad y tomando únicamente los tributos necesarios para mantener su posición (vv. 14-19).
Atendidas todas estas pruebas, Nehemías fue un gobernador justo y capaz. Su lealtad al rey estaba fuera de duda. Si, como Sanbal.lat acusaba (Ne. 6, 6 ss.), había alguien en Jerusalén que estaba predicando la rebelión, podemos asegurar que Nehemías dio poco crédito a tal rumor. Sin embargo la firmeza —realmente intransigencia— de sus convicciones, sus brusquedades, su falta de tacto y su temperamento violento, le acarrearon, sin duda, enemigos, a pesar de sus virtudes. Judío crecido en el exilio en la estricta tradición, se enfrentó particularmente con aquellos, muchos de ellos de familias principales, que eran negligentes en sus prácticas religiosas y que, en muchos casos, estaban emparentados con los pueblos vecinos. Algunos de éstos se habían declarado ya enemigos de él, como hemos visto. Dado que es completamente imposible fechar con precisión los incidentes narrados en Ne. cap. 13, no podemos decir con exactitud cuándo comenzó Nehemías a tomar medidas positivas. Pero ciertamente estaba al tanto de la situación y pronto debió advertir que se hacía necesaria una reforma religiosa de tal magnitud que un seglar como él no podía llevar a cabo, atendido, sobre todo, que la laxitud religiosa alcanzaba hasta la misma familia del sumo sacerdote.
e. Segundo período de Nehemías: sus medidas de reforma.
Nehemías permaneció en su cargo durante doce años (hasta el 443: Ne. 5, 14), después de lo cual regresó a la corte persa (Ne. 13, 6). Probablemente, habiendo ya acabado su primer permiso de ausencia (cf. 2, 6), no pudo obtener una prórroga ulterior. Pero muy pronto persuadió al rey para que le designase de nuevo, ya que al poco tiempo (probablemente no más de un año o dos desde su partida), le encontramos de nuevo en Jerusalén. Cabe preguntarse, aunque esto no sea más que una plausible teoría, si acaso no consultaría durante su ausencia con los principales judíos de Babilonia y trazaría planes en la corte persa para poner en orden los asuntos religiosos de Judá. Cuando Nehemías volvió, se encontró con una situación peor que mala. El partido más tolerante había hecho progresos en su ausencia. En particular, Elyasib —que apenas puede ser otro que el mismo sumo sacerdote (3, 1; 13, 28) — había llegado incluso a instalar a Tobías, el enemigo de Nehemías, en una habitación del Templo, propiamente reservada para el uso cúltico. Al saber esto, Nehemías encolerizado, mandó arrojar a la calle los enseres de Tobías y purificar la habitación de su impureza para restituirla a su función propia (13, 4-9). Por este tiempo, si es que no había comenzado a hacerlo antes, Nehemías tomó vigorosas medidas contra la laxitud religiosa predominante. Viendo que los levitas, a los que no se pagaba su parte, habían abandonado el Templo para trabajar (13, 10-14), se preocupó de que fueran recogidos los diezmos y nombró tesoreros honrados para administrarlos. También se preocupó (v. 31) de que fuera asegurado el suministro de leña para el altar. Para impedir que se siguiera celebrando en sábado los negocios, como hasta entonces, ordenó que durante ese día se cerraran todas las puertas de la ciudad; y como los mercaderes comenzaron entonces a establecer sus mercados fuera de las murallas, los amenazó con arrestarlos y arrojarlos (vv. 15-22). Al descubrir niños de matrimonios mixtos que ni siquiera hablaban hebreo, montó en una ardiente cólera y habiendo maldecido, acometido y arrancado los cabellos de los transgresores que tuvo a mano, los hizo jurar a todos que no volverían a emparentar con extranjeros en el futuro (vv. 23-27). Cuando se encontró con que un nieto del sumo sacerdote Elyasib se había casado nada menos que con la hija de Sanbal.lat (vv. 28 ss.), le expulsó del país. Quizá mientras se tomaban estas medidas llegó Esdras a Jerusalén. Aunque los esfuerzos de Nehemías no eran sistemáticos, sino más bien adoptados ad hoc para hacer frente a las situaciones según iban surgiendo, demostraban que Nehemías era un defensor de la más estricta pureza religiosa. Había estado, por tanto, enteramente en la misma línea que Esdras había venido a trazar, si es que no fue él mismo quien intervino para que viniera. Como veremos, apoyó la reforma de Esdras y la confirmó con su firma oficial (8, 9; 10, 1). No sabemos cuánto duró su misión después de esto, pero es probable que acabara al cabo de unos pocos años, quizá por el mismo tiempo en que murió su protector Artajerjes I (424). De todas formas, hacia el 411 había ocupado su puesto un persa llamado Bagoas, como veremos.
2. Esdras «el escriba».
Nehemías había salvado a la comunidad en su sentido físico, dotándole de
una posición política reconocida, de seguridad y de administración honrada.
Pero, a pesar de sus esfuerzos, no había reformado las raíces de su vida
interna. Y esto era, por desgracia, necesario, si es que la comunidad quería
encontrar alguna vez su camino; sin ello es bien seguro que las medidas tomadas
por Nehemías habrían tenido un significado puramente temporal.
Providencialmente, la reforma necesaria vino al final de la misión de Nehemías
(ca. 428 según la reconstrucción aquí adoptada), con la aparición en escena de
Esdras «el escriba».
a. Naturaleza de la misión de Esdras.
La tarea encomendada a Esdras, de la que estamos informados por el documento arameo (Esd. 7, 12-26), cuya autenticidad no puede ponerse en duda [752] , era completamente distinta de la de Nehemías. Concernía solamente a materias religiosas. Esdras vino provisto de una copia de la ley, junto con un rescripto del rey garantizándole amplios poderes para hacerla cumplir. Concretamente (vv. 25 ss.), estaba facultado para enseñar la ley a los judíos que vivían en la satrapía de Abar-nahara y para establecer un sistema administrativo con el fin de observar si era obedecido. La autoridad de Esdras era, de este modo, al mismo tiempo más amplia y más concreta que la de Nehemías. No era un gobernador civil, sino un hombre a quien se le había confiado la misión específica de regularizar las prácticas religiosas de los judíos; le concernían los asuntos seculares sólo en la medida en que la ley sagrada se rozaba con la secular (¡lo cual en la práctica era inevitable!). Por otra parte, su autoridad no estaba restringida a Judá, sino que se extendía a todos los judíos que vivían en Abar-nahara (de hecho la mayor parte en Palestina). Esto no significa que Esdras pudiera obligar a obedecer su ley a todo el pueblo de descendencia israelita. Obligar de este modo habría sido completamente contrario a la práctica persa. Más bien significa que todos los que pretendían fidelidad a la comunidad del culto de Jerusalén (es decir, todos los que se llamaban judíos) tendrían que ordenar sus asuntos personales en conformidad con la ley traída por Esdras. Esto estaba refrendado por el decreto real: para un judío, desobedecer esta ley era desobedecer también «la ley del rey» (v. 26). Además de esto, se le había concedido a Esdras el derecho a recibir contribuciones de los judíos babilonios para el mantenimiento del culto del Templo (vv. 15-19), y de participar hasta un límite establecido de los tesoros reales y provinciales para sus ulteriores necesidades (vv. 20-22). Al mismo tiempo, el personal encargado del culto fue eximido por completo de tributos (v. 24). La condición jurídica de Esdras está expresada en el título de «escriba de la ley del Dios de los cielos» (Esd. 7, 12), lo cual no significa que él fuera doctor de la ley en el sentido posterior, aunque la tradición, con bastante acierto, le ha considerado como tal (cf. v. 6), sino que era el título oficial de Esdras como comisionado del Gobierno. Era el «secretario real para la ley del Dios de los cielos» (es decir, el Dios de Israel) o, como diríamos modernamente, «ministro de Estado para los asuntos judíos», con autoridad específica en la satrapía de Abar-nahara [753]. No sabemos cómo llegó Esdras a recibir esta comisión. Era un sacerdote (v. 12), y ciertamente encarnaba la posición de los judíos babilonios, que se sentían desazonados por las noticias de la laxitud en Judá y anhelaban que aquel asunto fuera corregido. El hecho de que se pudiera conseguir tal rescripto indica la influencia judía en la corte, y es difícil creer que Nehemías fuera el único judío encumbrado a una alta posición (cf. Ne. 11, 24). En realidad, el mismo Nehemías pudo haber sido el instrumento principal para este paso, durante su visita del 433. En todo caso, el rescripto, como su estilo indica, fue redactado por judíos; el rey se limitó a aprobarlo y sellarlo [754]. Al hacerlo, Artajerjes no hacía más que proseguir y ampliar la política de sus predecesores. Los persas toleraban ampliamente los cultos nativos, como ya hemos visto, exigiendo tan sólo, para evitar rivalidades internas e impedir que la religión se convirtiera en pretexto para rebeliones, que estos estuvieran regulados bajo una autoridad responsable. Esto es lo que se hizo ahora con Judá, donde, a causa de su estratégica situación, era más de desear una tranquilidad interna. Esdras llegó a Jerusalén probablemente en o hacia el 428. Según sus memorias personales (Esd. 7, 29-8, 36) [755] , no vino solo sino que, de acuerdo con el permiso que le había sido dado (cf. 7, 13), iba al frente de una considerable compañía, reunida con este fin en Babilonia. Aunque el camino era peligroso. Esdras no quiso pedir escolta militar para que no pareciera que le faltaba confianza en Dios. La caravana partió en abril, después de ayunar y orar; cuatro meses más tarde llegó felizmente a Jerusalén (cf. 7, 8 ss.; 8, 31).
b. Comienzo de la reforma de Esdras.
Dado que es posible que la narración del cronista no siga un orden cronológico (cf. Excursus II), no podemos precisar con exactitud cuándo dio Esdras los primeros pasos que se narran de él. Pero supuesto que su comisión era instruir al pueblo en la ley y regular sus asuntos religiosos según ella (Esd. 7, 25 ss.), es de esperar que presentaría la ley en público tan pronto como lo fue posible. Probablemente lo hizo así. Si, como parece, la narración de Ne. cap. 8 sigue cronológicamente al relato de la llegada de Esdras, esto se llevó a efecto dos meses más tarde, con ocasión de la fiesta de las tiendas. Desde una plataforma de madera levantada con este fin, en una de las plazas públicas, Esdras leyó la ley desde la mañana hasta la noche. Para asegurarse de que el pueblo la entendía (vv. 7 ss.), él y sus acompañantes dieron una versión aramea del texto hebreo, sección por sección, añadiendo probablemente algunas aclaraciones [756]. De tal manera se conmovió el pueblo, que cayó abatido y llorando. Sólo con dificultad pudo Esdras contenerlos, recordando la alegría del día. Al día siguiente, después de una instrucción privada a los principales del pueblo sobre las exigencias de la ley, fue celebrada la fiesta de las tiendas, con posteriores lecturas de la ley en cada uno de los días. Pero a pesar del entusiasmo inicial, la obra reformadora de Esdras no se iba a realizar tan fácilmente. Seguían existiendo los abusos que tanto habían disgustado a Nehemías, particularmente los matrimonios mixtos, siendo muchos los ciudadanos principales —lo mismo clérigos que laicos, e incluso miembros de la familia del sumo sacerdote (Esd. 10, 18; Ne. 13, 28) — [757] , que estaban profundamente implicados. Algo más de dos meses más tarde, en diciembre (cf. Esd. 10, 9; Ne. 8, 2), Esdras se vio obligado a tomar una decisión drástica (Esd. caps. 9 y 10). No es probable que hubiera ignorado todo este tiempo la situación. En realidad, lo probable es que la conociera ya antes de su llegada, al menos de un modo general, y ciertamente la conoció después. Posiblemente confió en que las medidas adoptadas por Nehemías, algunas de las cuales habían sido decretadas quizá durante este intervalo, más la lectura de la ley, bastarían. También es posible que no tengamos noticia de medidas preliminares tomadas por él mismo. Aun así, penosamente irritado como estaba, Esdras eligió el camino de la persuasión moral. Con grandes muestras de emoción lloró y confesó el pecado de la congregación ante Yahvéh hasta que el pueblo mismo, conmovido en su conciencia, reconocidas sus transgresiones contra la ley (Esd. 10, 15-), sugirió voluntariamente un pacto para divorciarse de sus mujeres extranjeras y juró ayudar a Esdras en toda iniciativa que él sugiriese. Después, mientras Esdras continuaba sus ayunos y oraciones, los principales y ancianos ordenaron a todo el pueblo presentarse en Jerusalén en el espacio de tres días, bajo pena de ostracismo y confiscación de bienes (Esd. 10, 6-8). Esdras poseía este poder (7, 25 ss.); pero sólo lo empleó a través de los jefes del pueblo, a los que ahora se atrajo por completo. Esto produjo sus efectos. Se reunió una gran multitud y, a pesar de un fuerte aguacero, permaneció dócilmente al descubierto para recibir la reprensión de Esdras. Con muy poca oposición, estuvieron de acuerdo en cumplir lo que Esdras había dispuesto, pidiendo solamente un cierto plazo, ya que la inclemencia del tiempo, más la magnitud de la tarea de investigar los casos, impedía comenzar el asunto de inmediato (Esd. 10, 9-15). La investigación de los casos, llevada a cabo por una comisión designada por Esdras, comenzó casi en seguida; tres meses más tarde (¿marzo 427?) había terminado su trabajo (vv. 16 ss.).
c. Culminación de la reforma de Esdras: reconstitución de la comunidad sobre la base de la Ley.
De acuerdo con la reconstrucción aquí adoptada (cf. Excursus II), el cénit de la actividad de Esdras se produjo sólo unas semanas más tarde (cf. Ne. 9, 1), con los sucesos narrados en Neh. caps. 9 y 10. Concluido el asunto de los matrimonios mixtos, el pueblo se congregó para la solemne confesión del pecado, después de lo cual se comprometieron por pacto a vivir según la Ley (9, 38; 10, 29). Concretamente, se obligaron (10, 30-39) a no casarse más con extranjeros, a abstenerse de trabajar en sábado, y cada siete años, dejar en barbecho la tierra y no exigir las deudas. También se comprometieron a un impuesto anual para el mantenimiento del santuario y a cuidar de que fueran presentados con regularidad, según las exigencias de la Ley, la leña para el altar, los primeros frutos y los diezmos. Dado que las cosas aquí acordadas son las mismas que persiguió Nehemías (cf. Ne. cap. 13), y puesto que Nehemías (10, 1) es colocado en cabeza de la lista de los que rubricaron, han pensado muchos que Ne. cap. 10, a pesar de la impresión transmitida por el cronista, describe de hecho más la culminación de los esfuerzos de Nehemías que los de Esdras [758]. Esto no es, desde luego, imposible. Es, sin embargo, igualmente razonable suponer que aquí precisamente converge la obra de los dos hombres, y cada uno respalda al otro. Los abusos que Nehemías había estado atacando eran precisamente los que Esdras había deseado corregir. Si la reconstrucción aquí adoptada es correcta (es decir, que la llegada de Esdras aconteció en el segundo período de Nehemías como gobernador), es ocioso preguntar si las reformas de Nehemías precedieron a las de Esdras o viceversa, ya que en buena parte corrieron paralelas y culminaron en el mismo punto. El pacto descrito en Nehemías, cap. 10, representa el punto final de los esfuerzos de ambos hombres. En el cap. 13 tenemos la sucinta narración del propio Nehemías acerca de la corrección en algunos abusos, para lo cual asume completa autoridad. En los capítulos 9 y 10 (y Esd. caps. 9 y 10), el cronista cuenta cómo fueron corregidos estos mismos abusos; aunque concede a Nehemías una parte modesta en ello (Ne. 10, 1), dando la autoridad principal a su héroe Esdras. En realidad, ambos desempeñaron papeles necesarios, pues aunque Nehemías había tomado vigorosas medidas contra la laxitud religiosa, necesitaba la autoridad de la Ley de Esdras, respaldada como estaba por un decreto real, para hacer que sus medidas tuvieran un efecto permanente. Pero, puesto que él fue quien tomó estas medidas y, además, asumió la dirección para llevar al pueblo al pacto de observar la Ley (Ne. 10, 1), pudo —no siendo hombre excesivamente modesto, como lo demuestran sus memorias— proclamar la reforma como propia. Esdras, por otra parte, aun poseyendo toda la autoridad del Gobierno para imponer la Ley, necesitaba el respaldo del gobernador civil si su reforma había de ser, en realidad, exigida de una manera efectiva. Pero, dado que la Ley que Esdras había traído proporcionaba la base para la reforma y puesto que fue su autoridad moral la que creó la buena voluntad popular para aceptarla, el cronista no se equivoca al darle a él la mayor parte. El hecho de que Nehemías no diga nada de la parte correspondiente a Esdras, y el cronista casi nada de la de Nehemías, puede ser explicado por la aceptable suposición de que los dos hombres, ambos personalidades decididas, debieron tenerse muy poca simpatía [759]. Además, Nehemías no intenta en sus memorias más que hacer una apología personal, mientras que los intereses predominantemente eclesiásticos del cronista le llevaron, sin duda, a considerar el papel del gobernador civil como secundario.
d. Importancia de la obra de Esdras.
La reforma de Esdras parece haber estado ya completada al año de su llegada a Jerusalén. Después de esto no volvemos a tener noticias de él. Es muy posible que estuviera ya en avanzada edad y muriera no mucho después de terminar su misión. Josefo (Ant. XI, 5) así lo afirma, añadiendo que fue sepultado en Jerusalén. Pero existe también la tradición de que murió en Babilonia; su supuesto sepulcro, en 'Uzair, al sur de Iraq, sigue siendo aun hoy día un lugar sagrado [760]. Nosotros nada sabemos. Esdras fue, en todo caso, una figura de relevante importancia. Aunque las exageraciones de la leyenda, que hacen de él nada menos que un segundo Moisés [761] , son fantásticas, no son, sin embargo, del todo injustificadas. Si Moisés fue el fundador de Israel, Esdras fue el que reconstituyó a Israel y dio a su fe una estructura bajo la que pudiera sobrevivir a lo largo de los siglos.» La tarea de Esdras fue reorganizar la comunidad judía en torno a la Ley. Ya se ha indicado la imperiosa necesidad de esta reorganización. Aunque la reconstrucción del Templo había dado a los judíos un lugar de reunión después del intermedio del exilio, y un estatuto de comunidad cúltica, las viejas instituciones nacionales no podían revivir, como el caso de Zorobabel había demostrado con toda claridad. Israel ya no era nación y había pocas esperanzas inmediatas de que volviese a serlo. Menos aún podía, a pesar de la tenacidad de las tradiciones anfictiónicas, hacer retroceder el reloj de la historia para reestructurarse como una organización tribal. De no haber encontrado nuevas formas externas, Israel no hubiera sobrevivido mucho tiempo, sino que hubiera estallado en un inútil nacionalismo, para el cual, con todo, carecía de voluntad, o se hubiera desintegrado en el mundo pagano, como estuvo a punto de hacerlo, y como de hecho lo hizo la comunidad de Elefantina. Ya hemos visto cuán delicada era la situación, tanto interna como externa. Fue Esdras quien, dentro de la estructura de estabilidad política proporcionada por Nehemías, aportó la reorganización necesaria, basada en la Ley. Qué Ley trajo Esdras en una pregunta que no tiene contestación. No hay razón para suponer que fuera una Ley completamente nueva, desconocida del pueblo. Supuesto que los judíos de Babilonia la habían aceptado ya como Ley de Moisés, pudo ser conocida, al menos en gran parte, por los judíos de Palestina, desde antiguo. Alguien ha supuesto que fue el código sacerdotal, que conservaba las tradiciones oficiales del Templo pre-exílico tal como habían sido transmitidas, coleccionadas y fijadas, probablemente en el exilio. Otros piensan que fue el Pentateuco completo, cuyos elementos, todos, habían existido desde mucho tiempo antes, y que había sido compilado según las grandes líneas esenciales de su forma actual casi de cierto antes de la época de Esdras, aunque aún no existía ninguna recensión tipo. Otros, en fin, creen que fue una colección de leyes, que incluía quizá varias prescripciones cúlticas y sobre otras materias, más tarde incluidas en la narración sacerdotal, y cuyos límites exactos no pueden ser determinados con precisión [762]. No nos es posible, desde luego, decir qué leyes concretamente leyó Esdras en alta voz. Pero lo más probable es que poseyera el Pentateuco completo y que fuera él quien lo impuso a la comunidad, como regla normativa de fe y costumbres [763]. La Torá tuvo ciertamente este estatuto muy poco después de la época de Esdras y es admisible suponer que fuera ésta la Ley que él trajo. La Ley, en todo caso, fue aceptada por el pueblo en un pacto solemne ante Yahveh, y así se llevó a cabo la constitución de la comunidad. Dado que todo ello fue impuesto también con la sanción del Gobierno persa, los judíos adquirieron un estatuto legal que aun careciendo de identidad nacional, les permitió existir como una entidad definida. súbditos del imperio persa en lo político, constituyeron una comunidad reconocida y autorizada para regular sus asuntos internos de acuerdo con la Ley de su Dios. Se había realizado la transición de Israel de nación a comunidad de la ley. Como tal existiría desde entonces, y esto pudo hacerlo también sin ser un Estado, cuando se extendió por todo el mundo. La señal distintiva del judío no sería una nacionalidad política, ni primordial mente un fondo étnico, ni siquiera una participación regular en el culto del Templo (imposible para los judíos de la diáspora), sino una adhesión a la Ley de Moisés. La gran vertiente de la historia de Israel había sido cruzada y su futuro quedaba asegurado para siempre.
Excursus II
Fecha de la misión de Esdras en Jerusalén
Fecha de la misión de Esdras en Jerusalén
El problema más complicado de la historia judía durante el período persa
es el relacionado con la sucesión cronológica de las misiones de Esdras y
Nehemías. Se está muy lejos de haber llegado a un acuerdo en la solución. Aunque
no se puede exponer aquí una discusión completa del problema, se hace necesaria
una justificación de la posición adoptada en el texto. El problema se centra en
la fecha de llegada de Esdras a Jerusalén. La fecha de la actividad de Nehemías
parece bastante segura. Los textos de Elefantina demuestran que los hijos del
principal enemigo de Nehemías, Sanbal.lat, desarrollaron su actividad en la
última década del siglo quinto, siendo entonces Sanbal.lat, según parece,
avanzado en años. Los textos manifiestan también que, por este tiempo, era sumo
sacerdote Yehojanán, nieto de Elyasib, contemporáneo de Nehemías (cf. Ne. 3, 1;
12, 22) [764]. El Artajerjes patrocinador de Nehemías sólo pudo ser, por tanto
Artajerjes I (465-424). La actividad de Nehemías tuvo lugar (2, 1; 13, 6) entre
el año veinte (445) y algún tiempo después del año treinta y dos (433) de este
rey. Queda excluida la datación en el reinado de Artajerjes II (404-358) [765]. Pero ¿precedió Esdras a Nehemías o le siguió? ¿Estuvieron los dos al
mismo tiempo en Jerusalén? Las respuestas a estas preguntas pueden agruparse,
con infinita variedad en los detalles, en tres categorías generales. Unos,
aceptando la fecha de Esd. 7, 7 como el séptimo año de Artajerjes I (458),
colocan la llegada de Esdras unos trece años antes que la de Nehemías [766]. Otros interpretándola como el séptimo año de Artajerjes II (398),
ponen a Esdras en escena mucho después de terminada la obra de Nehemías [767]. Otros, en fin, viendo en el «séptimo año» de Esd. 7, 7 un error en
lugar de «el año treinta y siete», o algo parecido, colocan la llegada de
Esdras antes de que hubiese terminado el último período de la misión de Nehemías [768]. Cada una de estas posiciones tiene sus ventajas. Dado que ninguna de
ellas puede pretender la solución de todos los problemas, debe evitarse todo
dogmatismo. No obstante, un examen de la documentación me ha llevado a la
conclusión (¡que no es la que tuve al principio!) de que la última de estas
soluciones es la que menos objeciones presenta y la que, por tanto, debe ser
preferida.
1. Teoría de la llegada de Esdras
antes que Nehemías, en el 458.
Es la teoría tradicional. Puede fundamentarse en los libros canónicos de
Esdras y Nehemías y ofrece un cuadro admisible que, en apariencia, parece no
envolver dificultades insuperables. Yo mismo he estado inclinado a aceptarla.
a. Ventajas de esta teoría.
a. Ventajas de esta teoría.
La narración, tal como la Biblia la presenta, produce ciertamente la impresión de que Esdras llegó el primero. El comienzo de su misión (Esd. caps. 7 al 10), fijado en el año séptimo de Artajerjes (Esd. 7, 7 ss.), es descrito antes de que Nehemías sea presentado en escena en el año veinte de Artajerjes (Ne. 1, 1; 2, 1). Indudablemente, nos sentimos inclinados a creer que Esdras precedió a Nehemías trece años. Esto no es en sí mismo del todo inadmisible, ni se puede refutar de buenas a primeras, ya que muchos de los pasajes aducidos como refutación son, a lo sumo, no concluyentes. Por ejemplo, la mención de un «muro» en Esd. 9, 9 no prueba necesariamente que la obra de Nehemías haya sido ejecutada antes de la llegada de Esdras; la palabra, que no es la normal para designar una ciudad amurallada puede ser entendida en sentido figurado. Ni es concluyente el hecho de que Nehemías encontrara sólo un poco de pueblo en Jerusalén (Ne. 7, 4), mientras que a Esdras le esperaba allí una gran multitud, para probar que la repoblación de la ciudad por Nehemías (Ne. 11, 1 ss.) había sido ya llevada a cabo antes de la llegada de Esdras. Ciertamente son posibles otras explicaciones. Tampoco prueba Esd. 10, 6 que Yehojanán, nieto de Elyasib, contemporáneo de Nehemías, fuese sumo sacerdote en los días de Esdras. Yehojanán no es llamado aquí «sumo sacerdote» y siendo este nombre muy común pudo ser —aunque no parece probable— el de un tío del mismo nombre [769]. Ni prueba la prioridad de Nehemías el hecho de que éste nombrara cuatro tesoreros del Templo (Ne. 13, 13), mientras que Esdras encontró a estos hombres en su oficio, a su llegada (Esd. 8, 33). No es necesario suponer que Nehemías instituyera un nuevo oficio, sino que pudo simplemente poner hombres honrados en un oficio ya existente. Y otros pasajes aducidos deben ser tenidos de igual modo, por inconcluyentes [770].
b. Objeciones a esta teoría.
No obstante, hay objeciones a esta teoría que parecen casi insuperables. Aunque uno puede afirmar que la marcha sin protección de Esdras (Esd. 8, 22) pudo haber tenido lugar en el 458, los turbulentos primeros años de Artajerjes I no proporcionan una base muy verosímil para ello [771]. Lo que es más grave, es difícil creer que Esdras, comisionado para enseñar e imponer la Ley, y lleno además de celo, no hubiera leído esta Ley al pueblo hasta más de trece años después de su llegada (Ne. 8, 1-8). Algunos de los que colocan la partida de Esdras en el 458 sienten esta dificultad y, separando las vidas de Esdras y Nehemías, colocan la lectura de la Ley en el año de la llegada de Esdras [772]. Más grave todavía, una teoría que coloca las reformas de Esdras (Esd. caps. 9 y 10) antes de Nehemías, implica la conclusión de que Esdras, de un modo o de otro, fracasó. Se debe suponer que sus reformas, fueron tan ineficaces que Nehemías tuvo que repetirlas (Ne. cap. 3); o que levantó tal oposición que tuvo que desistir hasta que llegó Nehemías para salvarle; o que, habiéndose excedido en su autoridad (como se dice en el lenguaje de Esd. 4, 7-23), cayó en desgracia y fue castigado por los persas, de todo lo cual no existe la menor prueba. Que Esdras fuera un fracasado es, para mí, increíble. No sólo la Biblia no Je describe así, sino que todo el Judaísmo posterior fue informado por su obra. ¿Habría sido esto posible, y habría hecho de él la tradición nada menos que un segundo Moisés, de haber sido un fracasado? Sin embargo, tuvo que serlo si sus reformas precedieron a las de Nehemías.
Además, varios indicios, aunque ninguno decisivo en sí, encuadran mejor en la suposición de que Nehemías llegó antes que Esdras. Se refiera o no Esd. 9, 9 a la muralla de Nehemías, éste encontró ciertamente a la ciudad en completa ruina (Ne. 7, 4), mientras que cuando llegó Esdras parece estar habitada y relativamente segura. Aún más, Nehemías corrigió inmediatamente los abusos económicos (5, 1-13), de los que no hay mención alguna en la narración de Esdras. ¿No le habrían afectado al piadoso Esdras aquellos mismos abusos que afectaron a Nehemías de haberlos encontrado cuando llegó (como debió encontrarlos, si es que precedió a Nehemías)? Además: las reformas de Nehemías (cap. 13), aunque no tan moderadas como las de Esdras, fueron medidas ad hoc. Nehemías ni apeló a ninguna Ley como la leída por Esdras (Ne. cap. 8), ni respondió el quebrantamiento de una promesa que debía haber sido cumplida. Si el pacto de Ne. cap. 10 (que constituye la conclusión de la historia del cronista acerca de Esdras), había sido ya hecho, no hay ninguna indicación de él. Realmente, existen pocas pruebas de que Nehemías basase sus apelaciones en ninguna otra Ley excepto la antigua deuteronómica [773] , cosa bastante extraña si había sido ya realizada la obra de Esdras. En todo caso, ¿podrían haber triunfado sus medidas aisladas allí donde la reforma masiva de Esdras habría, en este supuesto, fracasado? Y, en fin, aunque la narración bíblica coloca primero a Esdras, hay ciertos pasajes que insinúan que fue justamente al revés. Por ejemplo, Ne. 12, 26 enumera los jefes de la comunidad judía entre la construcción del Templo y los días del escritor, y éstos son: Josué, Joaquín (padre de Elyasib, contemporáneo de Nehemías), Nehemías y Esdras, por este orden. Nehemías 12, 47, además, pasa de Zorobabel a Nehemías, sin colocar a Esdras en medio. Por estas razones, además de los argumentos cronológicos que se aducirán más abajo, parece mejor colocar la llegada de Esdras después de concluido el trabajo, al menos fundamental, de Nehemías.
2. La historia del cronista, las
memorias de Nehemías y la datación del cronista.
Los libros I y II de las Crónicas y Esdras y Nehemías forman una sola
obra histórica cuyo autor, a falta de nombre, es conocido como el cronista. La
composición de esta obra nos concierne solamente en lo que toca al problema en
discusión [774]. La conclusión a que hemos llegado más arriba ¿nos obligará a
considerar al cronista como un historiador carente por completo de seriedad
que, por ignorancia deliberadamente, desfiguró lastimosamente los hechos? La
posición aquí tomada es que no fue así.
a. Las memorias de Nehemías y su relación con la historia del cronista.
Es interesante observar que el libro apócrifo de Esdras I (III) que se conserva en el texto de los LXX [775] , aunque hace algunas adiciones y cambia el orden de Esdras cap. 1 al 6, repite sustancialmente la narración que encontramos en nuestras Biblias al final del libro de Esdras [776] ; después, pasando por alto la historia de Nehemías (Ne. caps. 1 al 7), continúa inmediatamente con Ne. 7, 73; 8, 1-12 (la lectura de la Ley por Esdras), en cuyo punto se interrumpe. Dado que en Ne. 8, 9 se lee simplemente «el gobernador», no hace ninguna mención, en absoluto, de Nehemías. Josefo, que sigue el texto alejandrino, narra la historia (Ant. XI, V, 4-6) del mismo modo y en el mismo orden, pasando directamente desde Esd. cap. 10 a Ne. cap. 8; solamente cuando la historia de Esdras ha sido completada hasta el punto en que acaba Esdras (incluyendo una narración de la muerte de Esdras), es introducido Nehemías. Esto nos lleva a preguntar si la obra del cronista incluía originariamente para nada las memorias de Nehemías, o si éstas no habrán sido incluidas en ella después de terminada. Las memorias de Nehemías nos proporcionan una narración relatada en primera persona e indudablemente fueron compuestas por el mismo Nehemías [777]. Comprende la totalidad de Ne. 1, 1 a 7, 4 (incluyendo la lista del cap. 3), a lo cual se ha añadido la lista del cap. 7, 6-73a (Esd. cap. 2), sirviendo de enlace el v. 5. Después de la interrupción de los caps. 8 al 10, se reanuda en el cap. 11, 1 ss. (que resume el cap. 7, 4) [778] , continúa en el cap. 12, 27-43 (donde ha sido algo ampliada en la transmisión) [779] y concluye en el cap. 13. Es seguro que este documento circuló originariamente como independiente. No ofrece ninguna prueba demostrable de retoques del cronista, siendo, en mi opinión, perfectamente explicables los toques editoriales que pueden advertirse, por el proceso de ampliación que experimentó la obra de Nehemías mediante la adición de listas, etc., y de inserción, finalmente, en la obra del cronista. La obra del cronista, en su forma original, no incluyó probablemente nada de estas memorias. Cuando más tarde fueron añadidas, fueron colocadas al final de todo, en el texto seguido por Josefo. En el arquetipo de los TM, o porque Nehemías es mencionado en Ne. 8, 9 y 10, 1, ó al menos porque el editor creyó que estaba presente cuando tuvieron lugar los sucesos del cap. 8 al 10, era necesario insertar, antes del cap. 8, la narración de su llegada y la reconstrucción de las murallas (que siguió inmediatamente). De este modo, Ne. cap. 8 quedaba separado de Esd. caps. 9 y 10 (lo que no sucedió en Esd. I), mientras que el comienzo de las memorias de Nehemías (caps. 1 al 7) quedaba separado de su conclusión (Ne. 11, 1 ss.; 12, 27-43; cap. 13). Pero si se leen separadamente las memorias de Nehemías, no ofrecen ninguna mención en absoluto de Esdras (salvo 12, 36, que puede ser una adición). Ellas no nos dicen, por tanto, si Nehemías llegó antes o después que Esdras.
b. El relato del cronista sobre Esdras: su extensión y orden cronológico.
Si lo arriba expuesto es exacto, la obra original del cronista incluía el libro de Esdras, más Ne. 7, 73-8, 12 (como en I Esd.). Pero dado que el resto de Ne. cap. 8 y caps. 9 y 10 continúan la narración del cronista, y son completamente del mismo estilo, podemos suponer que su trabajo se extendió más y que su conclusión ha sido relegada a I Esdras. Es difícil precisar dónde termina la obra del cronista en el libro canónico de Nehemías. No sabemos con entera seguridad si todas las listas de los caps. 11, 3 a 12, 26 pertenecen a este trabajo, o si alguien las incluyó en el libro por otros caminos. A mí me parece probable que el final de la historia del cronista se ha de buscar en 12, 44 ss., que pueden ser considerados como el resumen y conclusión del relato de 10, 28-39 [780]. Algo que realmente importa notar es que el cronista apenas menciona a Nehemías. Su nombre se encuentra en Ne. 8, 9 (que algunos juzgan como una glosa; I Esd. lo omite); en 10, 1 (pero algunos juzgan que 10, 1-27 es una inserción dentro de la obra del cronista) [781] ; en 12, 26 (donde algunos borran el nombre) y en 12, 47 (probablemente no parte de la obra del cronista). Se podría fácilmente argumentar a base de esto que la narración original del cronista no menciona en absoluto a Nehemías. Aunque me parece inseguro, la historia del cronista, leída sola, no nos ofrece un orden cronológico de la llegada de Esdras y Nehemías mejor que el de las memorias de Nehemías.
Aunque no nos concierne aducir las posibles razones para ello, parece que la narración que de él hace el cronista de la misión de Esdras (Esd. caps. 7 al 10; Ne. caps. 8 al 10), no está en orden cronológico perfecto. Hay poderosas razones para creer que Ne. cap. 8 precedió, en el tiempo, a Esd. caps. 9 y 10 y que el correcto orden cronológico sería: Esd, caps. 7 y 8; Ne. cap. 8; Esd. caps. 9 y 10; Ne. caps. 9 y 10 [782]. Esdras fue comisionado (Esd. 7, 25 ss.) para regular los asuntos judíos de acuerdo con la Ley y para instruir al pueblo en ella. Era de esperar que él, lleno de celo como estaba (cf. Esd. 7, 10), lo pondría en práctica cuanto antes. Sin embargo, según el orden actual de la narración, llegó en el mes quinto del «séptimo año» (Esd. 7, 7 ss.), no hizo nada hasta el mes noveno (Esd. 10, 9), y entonces actuó únicamente porque el asunto de los matrimonios mixtos había llamado su atención. Sólo mucho más tarde (según la presente organización del libro trece años después; siguiendo tan sólo las fechas del cronista no antes del mes séptimo del año siguiente [Ne. 8, 2]), leyó toda la Ley. Esto parece improbable. Además, la docilidad del pueblo cuando fue enfrentado con sus matrimonios mixtos (Esd. 10, 1-4) y su prontitud para conformarse con la Ley (v. 3), sugieren que ya había tenido lugar la lectura pública, mientras que la indicación de que se hizo un pacto nos lleva a Ne. cap. 10 cf. v. 30) [783]. Pero si (recordando que Ne. caps. 1-7, no es parte de la historia del cronista), Ne. cap. 8 es colocado cronológicamente antes que Esd. caps. 9-10, todo queda en orden. Esdras llegó el mes quinto y leyó públicamente la ley en el mes séptimo (Ne. 8, 2), durante la fiesta de las tiendas. Después (Esd. caps. 9 y 10) se tomaron medidas respecto de los matrimonios mixtos. Esto comenzó en el mes noveno (10, 9) y concluyó a los tres meses (10, 16 ss.), a principios del año siguiente. Finalmente (Ne. 9, 1), el día veinticuatro (probablemente del primer mes) tuvo lugar la confesión del pecado y el pacto solemne descrito en Ne. caps. 9 y 10. La reforma de Esdras quedó completada, de esta manera, al año de su llegada a Jerusalén. Aun concediendo que los sucesos pueden interpretarse de otra manera, esta exposición se recomienda por sí sola.
c. La datación del cronista.
Que el cronista no se equivocó en el orden de Esdras y Nehemías puede probarse, además, por el hecho de que parece haber realizado su trabajo muy poco antes o después del 400 a C, es decir, mientras era aún vivo el recuerdo de ambos hombres. Desde luego, se ha preferido con frecuencia una datación posterior (hasta en el 250 y aun después). Pero esto parece basarse en la suposición de que el texto arameo de Esdras (Esd. 4, 8-6, 18; 7, 12-26) es tardío, o en la suposición de que las listas de la dinastía davídica de I Cr. 3, 10-24 (y la de los sumos sacerdotes de Ne. 12, 10 ss., 22) llevan hasta la época de Alejandro Magno; o en la creencia de que la confusión de la narración del cronista sólo es explicable suponiendo que vivió en una fecha posterior, cuando el orden de aquellos sucesos había sido ya olvidado. Pero ninguno de estos argumentos es concluyente. El texto arameo de Esdras parece, a la luz de los textos de Elefantina, que encuadra más bien en la segunda mitad del período persa; no hay indicios de palabras griegas [784]. Por lo que respecta a las listas, es peligroso argumentar por ellas la datación del cronista, ya que muy bien pueden ser adiciones posteriores. Aun así, no nos pueden llevar más allá de los años incluidos en el siglo quinto. La lista de la descendencia davídica (I Cr. 3, 10-24), una vez que el texto ha sido puesto en orden [785] , nos lleva solamente a la séptima generación después de Joaquín, que había nacido en el 616 (II R 24, 8) y deportado en el 597, y cuyos cinco primeros hijos habían nacido antes del 592, como lo indica la documentación cuneiforme [786]. Si concedemos una media, verdaderamente amplia, de veintisiete años y medio para cada generación [787] , o la también realmente amplia de veinticinco años, con cierto margen, por el hecho de que la sucesión no siempre pasó por el primogénito, el nacimiento de la última generación caería entre ca. 430/25 ó 420/15. El cronista no conoce una sucesión davídica posterior [788]. Lo mismo se puede decir de las listas de sumos sacerdotes (Ne. 12, 10 ss.). Elyasib estuvo en actividad (3, 1; 13, 4-9) a lo largo del primer período de Nehemías como gobernador (es decir, ca. 445-433). Su nieto Yehojanán, como nos dicen las cartas de Elefantina, fue sumo sacerdote en la última década del siglo; Yaddúa, hijo de Yehojanán, era ciertamente mayor de edad hacia el 400, y debió de tomar el oficio por entonces, o poco después [789]. Las secciones narrativas de la obra del cronista desconocen igualmente personas o sucesos posteriores a Nehemías y Esdras. Si la narración aparece confusa debido a que el cronista manipuló deliberadamente la historia para conseguir sus fines, es ciertamente preferible una fecha posterior para su actividad, ya que mientras el recuerdo de los sucesos se mantuviera vivo no cabía esperar que dejara de descubrirse tamaña falsificación. Si se supone que la confusión es debida a ignorancia del cronista, o de sus fuentes, se requiere también una fecha posterior, cuando ya el recuerdo de los sucesos se había perdido. Sin embargo, si el cronista trabajó un siglo o dos más tarde del ca. 400, es realmente extraño que ninguna de las narraciones o de las genealogías nos lleven más allá de este punto. Una datación para el cronista posiblemente en las décadas finales del siglo quinto, y ciertamente no mucho después del 400, viene exigida por sí misma [790]. El desorden de los actuales libros de Esdras y Nehemías está totalmente ocasionado por adiciones secundarias de las memorias de Nehemías, y de otros materiales, en la obra del cronista. No sabemos quién fue el cronista. Su estilo y el de las memorias de Esdras (la narración en primera persona comienza en Esd. 7, 27), son estrechamente afines, si no idénticos, aunque algunos especialistas lo encuentran exagerado [791]. Esto no exige que consideremos las memorias de Esdras como una creación libre del cronista [792] , ni que supongamos que fueran compuestas por círculos de discípulos del cronista [793]. Aunque es quizá aventurado insistir en ello, no es del todo imposible que el cronista fuese el mismo Esdras, como lo sostiene la tradición judía [794]. Por otra parte, puede haber sido un discípulo íntimo de Esdras, que teniendo a la vista extractos de las memorias de Esdras —o habiéndolas conocido en su forma oral— las reprodujo según las propias palabras de Esdras, con ampliaciones verbales. Quienquiera que fuese, no hay ninguna razón convincente para colocarlo mucho después de la generación del mismo Esdras.
FIN CAP. 2
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