La historia de Israel
John Bright
Presentación
Hace ya varios
decenios que el mundo cristiano ha emprendido el camino de «retorno a la
Biblia», con paso cada vez más decidido, a medida que los años pasan. En este
«retorno» no se va a la Biblia como a un libro únicamente apto para la
discusión y controversia, sino como al libro que contiene la palabra de Dios,
el mensaje de Dios a la Humanidad.
Una de las conquistas más importantes de este retorno —vigorosamente favorecido por el Concilio Vaticano II — es que la Exégesis Bíblica vuelve a ser el centro y eje de los estudios de los centros de enseñanza eclesiásticos, especialmente en las secciones de Teología. Un dato de experiencia de todo profesor de Escritura afirma que los discípulos nunca llegan a apoderarse del contenido y de la intención real de cada uno de los libros de la Biblia, si no sitúan el libro en el punto y momento histórico en que fue originado, transmitido, elaborado y, finalmente, fijado por escrito. Este dato de experiencia dio el impulso inicial para la traducción de la presente «Historia de Israel» de John Bright.
Se ha elegido, en concreto, esta historia, por reunir una serie de condiciones excepcionales que la constituyen, creemos, en la más apta de cuantas existen, en orden a ofrecer a los estudiosos de la Biblia un cuadro exacto de las circunstancias históricas en que el pueblo y la fe de Israel se desenvolvieron y produjeron las Escrituras del Antiguo Testamento.
John Bright pertenece a un grupo de excelentes especialistas de habla inglesa cuyas investigaciones han arrojado poderosa luz sobre numerosos puntos oscuros de los estudios bíblicos. De algún modo, la presente historia se beneficia —y viene a ser un producto— de la larga serie de trabajos de este grupo y refleja las altas calidades científicas que, de manera general, lo distinguen: conocimiento profundo de los datos extra bíblicos, valoración objetiva de la documentación existente y actitud deferente y amistosa hacia las afirmaciones bíblicas. Además, esta historia da su puesto y su valor exacto a un factor determinante del pueblo hebreo: su fe monoteísta, diversamente expresada en las diversas etapas históricas de este pueblo. El resultado es un libro sereno y constructivo, cuyo interno valor queda confirmado por el hecho de que se hayan preparado simultáneamente traducciones al hebreo, alemán y español.
Aunque el autor es protestante, el lector católico puede descansar seguro sobre las afirmaciones históricas del libro. Con todo, debe recordarse que la terminología y algunas expresiones protestantes son, a veces, algo diversas de las acostumbradas entre nosotros. Y así Bright llama «no canónicos», o «apócrifos» a los libros del Antiguo Testamento que nosotros llamamos deuterocanónicos. De igual modo, llama pseudo-epígrafos a los escritos que nosotros designamos como apócrifos. Cuanto a la nomenclatura para el Nuevo Testamento, coinciden los autores católicos y los protestantes. Mayor atención debe ponerse cuando el autor habla de inexactitudes y equivocaciones históricas o proféticas y de relatos populares inexactos incluidos en la Biblia. En estos pasajes —muy cortos en número en la presente historia— el lector católico debe recordar las graves dificultades exegéticas que estos problemas encierran y los intentos de solución existentes, teniendo siempre a la vista la afirmación fundamental de que en la Biblia pueden existir todos aquellos modos de hablar y escribir que estaban en uso en la antigua literatura oriental y que no repugnen a la veracidad y santidad de Dios, inspirador de las Escrituras.
Una de las conquistas más importantes de este retorno —vigorosamente favorecido por el Concilio Vaticano II — es que la Exégesis Bíblica vuelve a ser el centro y eje de los estudios de los centros de enseñanza eclesiásticos, especialmente en las secciones de Teología. Un dato de experiencia de todo profesor de Escritura afirma que los discípulos nunca llegan a apoderarse del contenido y de la intención real de cada uno de los libros de la Biblia, si no sitúan el libro en el punto y momento histórico en que fue originado, transmitido, elaborado y, finalmente, fijado por escrito. Este dato de experiencia dio el impulso inicial para la traducción de la presente «Historia de Israel» de John Bright.
Se ha elegido, en concreto, esta historia, por reunir una serie de condiciones excepcionales que la constituyen, creemos, en la más apta de cuantas existen, en orden a ofrecer a los estudiosos de la Biblia un cuadro exacto de las circunstancias históricas en que el pueblo y la fe de Israel se desenvolvieron y produjeron las Escrituras del Antiguo Testamento.
John Bright pertenece a un grupo de excelentes especialistas de habla inglesa cuyas investigaciones han arrojado poderosa luz sobre numerosos puntos oscuros de los estudios bíblicos. De algún modo, la presente historia se beneficia —y viene a ser un producto— de la larga serie de trabajos de este grupo y refleja las altas calidades científicas que, de manera general, lo distinguen: conocimiento profundo de los datos extra bíblicos, valoración objetiva de la documentación existente y actitud deferente y amistosa hacia las afirmaciones bíblicas. Además, esta historia da su puesto y su valor exacto a un factor determinante del pueblo hebreo: su fe monoteísta, diversamente expresada en las diversas etapas históricas de este pueblo. El resultado es un libro sereno y constructivo, cuyo interno valor queda confirmado por el hecho de que se hayan preparado simultáneamente traducciones al hebreo, alemán y español.
Aunque el autor es protestante, el lector católico puede descansar seguro sobre las afirmaciones históricas del libro. Con todo, debe recordarse que la terminología y algunas expresiones protestantes son, a veces, algo diversas de las acostumbradas entre nosotros. Y así Bright llama «no canónicos», o «apócrifos» a los libros del Antiguo Testamento que nosotros llamamos deuterocanónicos. De igual modo, llama pseudo-epígrafos a los escritos que nosotros designamos como apócrifos. Cuanto a la nomenclatura para el Nuevo Testamento, coinciden los autores católicos y los protestantes. Mayor atención debe ponerse cuando el autor habla de inexactitudes y equivocaciones históricas o proféticas y de relatos populares inexactos incluidos en la Biblia. En estos pasajes —muy cortos en número en la presente historia— el lector católico debe recordar las graves dificultades exegéticas que estos problemas encierran y los intentos de solución existentes, teniendo siempre a la vista la afirmación fundamental de que en la Biblia pueden existir todos aquellos modos de hablar y escribir que estaban en uso en la antigua literatura oriental y que no repugnen a la veracidad y santidad de Dios, inspirador de las Escrituras.
Las transcripciones al español de vocablos bíblicos vienen presentando, en general, una cierta anarquía, debido a que nuestros escritores han empleado p a r a las transcripciones a nuestro idioma los signos fonéticos de otras lenguas europeas. Lo cual hace que un mismo sonido aparezca diversamente transcrito, según que se siga el modelo alemán, inglés o francés de transcripción. Así, el sonido sin sin equivalente entre nosotros— aparece transcrito como «sch», o «sh». Por otra parte, varios de nuestros signos gráficos tienen valor fonético diferente al de las lenguas europeas (p. e., «ñ», «11», «ou», «h», «j»)
Mientras no se obtenga un acuerdo internacional, nosotros preferimos respetar el valor fonético de nuestros signos gráficos (exactamente como han hecho los especialistas de otras lenguas con sus propios signos), para que el lector español, leyendo en español, obtenga el sonido más aproximado al que la palabra tiene en la lengua original. El sonido Sin es expresado con el signo s (conforme al modelo más general).
El divino tetragramma es transcrito, naturalmente, con cuatro consonantes. Y así escribimos «Yahveh» o «Yahwéh».
Estos criterios de transcripción coinciden, al menos fundamentalmente, con los seguidos por Serafín de Ausejo en su versión española del Diccionario de la Biblia» (Herder, 1964, prólogo) y por los traductores de la versión española de la «Biblia de Jerusalén», de pronta aparición. También hemos tenido a la vista —para una conveniente uniformidad— las grafías adoptadas en la versión al castellano de los mapas e índices de The Westminster Historical Atlas to the Bible que figuran como apéndice de esta historia. Las divergencias entre nuestro texto y los mapas son debidas a los diferentes criterios de transcripción. Con todo no existe ninguna dificultad práctica en orden a las identificaciones toponímicas, dado que las diferencias existentes son poco notables. Respecto de la bibliografía, hemos mantenido en nuestra traducción los criterios del autor. Se da un elenco de las obras fundamentales, reservando para notas al pie, en el texto, las citas de aquellas obras especializadas que dicen relación con problemas particulares.
Hemos añadido aquellas obras españolas, o en español, que añaden luz real sobre los puntos discutidos. No son muchas, pues la renovación bíblica española se ha centrado, con preferencia, en temas especulativos o neo testamentarios.
Al poner punto final a este trabajo, me siento cordialmente obligado a manifestar mi gratitud al teólogo D. Félix Rivera, C. M. F., cuya colaboración ha sido, desde varios puntos de vista, una ayuda inestimable en la preparación de esta traducción. El y yo hemos trabajado con la esperanza de poner al alcance de los estudios de la Biblia una obra de primerísima calidad científica y de equilibrado juicio sobre la realidad histórica y los valores religiosos del pueblo de Dios del Antiguo Testamento.
Marciano
Villanueva
Salamanca y Zúrich, 1966
Salamanca y Zúrich, 1966
Notas
del traductor
Damos aquí en forma de
NOTAS DE TRADUCTOR las aclaraciones que el lector católico, conforme a lo que
decimos en la PRESENTACIÓN, deberá tener en cuenta al leer algunos pasajes de
la obra.
(a) En esta afirmación, y otras similares del autor, se hallan involucrados difíciles problemas críticos, hermenéuticos y exegéticos, que son expuestos con mayor detalle en obras especializadas. Baste aquí decir que el concepto de inspiración de la teología protestante es, en general, distinto del concepto católico, en el cual la inerrancia de las afirmaciones de la Escritura es un dogma.
(b) En algunas ediciones de la Biblia, también católicas, se incluían al final algunos libros no canónicos.
(c) El autor, al hablar de leyendas macabeas, se atiene a sus principios sobre inspiración y libros no canónicos.
(d) Ya se ha indicado en la presentación, que existe diferencia acerca de la nomenclatura entre protestantes y católicos sobre los libros que nosotros llamamos deuterocanónicos.
Prefacio
En
si no es necesario justificar la publicación de una historia de Israel. A causa
de la íntima relación existente entre el mensaje del Antiguo Testamento y los
sucesos históricos, es indispensable, para una adecuada comprensión de este
mensaje, el conocimiento de la historia de Israel. Cuando se emprendió la tarea
de este libro, hace ya varios años, no existía en inglés ninguna historia de
Israel satisfactoria; todos los tratados clásicos sobre este tema tenían
veinticinco o más años de antigüedad y algunos manuales, más recientes, eran o
algo anticuados en sus puntos de vista o no suficientemente completos para
llenar las exigencias de un estudio más serio de la Biblia. Mi único
pensamiento al emprender esta tarea, en la que me embarqué por iniciativa
propia, fue el deseo de poner remedio a u n a necesidad. Ante el hecho de que,
mientras tanto, hayan sido puestas a nuestra disposición varias obras
traducidas (en particular el docto tratado de Martín Noth) me he preguntado más
de una vez si debía desistir. Decidí seguir adelante debido a que este libro
difiere, respecto del de Noth, en bastantes puntos. Aunque el lector podrá
comprobar fácilmente por las notas cuánto he tomado de Noth, observará,
particularmente en el modo de tratar las tradiciones e historia del primitivo
Israel, una distinción fundamental entre su libro y éste.
El alcance de este libro ha sido determinado en parte por motivos de espacio y en parte por la naturaleza del tema. La historia de Israel es la historia de un pueblo que comienza a existir en un punto del tiempo como una liga de tribus unidas por la alianza con Yahveh, que posteriormente existe como nación, se subdivide después en dos naciones y se convierte finalmente en una comunidad religiosa, pero que se distingue en todo momento de su medio ambiente como una entidad cultural distinta. El factor diferencial que hizo de Israel aquel fenómeno particular que él era, que creó su sociedad y constituyó, al mismo tiempo, el elemento controlador de su historia, fue, sin duda, su religión. Siendo esto así, la historia de Israel es tema inseparable de la historia de la religión de Israel. Esta es la razón por la que se ha intentado, en cuanto el espacio lo ha permitido, asignar a los factores religiosos su lugar propio en y a lo largo de los acontecimientos políticos. Aunque la historia de Israel comienza propiamente con la formación del pueblo israelita en el siglo XIII, nosotros, contrariamente a Noth, y por razones expuestas en otros lugares, hemos preferido comenzar nuestra historia con la migración de los antepasados de Israel, algunos siglos antes. Esto se debe a que creemos que la prehistoria de un pueblo en cuanto puede ser recordada, es, en realidad, una parte de su historia. El prólogo, sin embargo, no forma parte de la historia de Israel y fue añadido para ofrecer al estudioso una perspectiva que, según mi experiencia, frecuentemente le falta. Por razones expuestas en el epílogo se tomó la decisión de concluir con el fin de la época paleotestamentaria.
Esta decisión fue dictada en parte por razones de espacio y en parte por el hecho de que ello nos permite acabar aproximadamente cuando la fe en Israel estaba resolviéndose en la forma de religión conocida como Judaísmo. Dado que la historia de Israel se convirtió efectivamente, desde entonces, en la historia de los judíos, y que la historia de los judíos continúa aún hoy día, se estimó que la transición al Judaísmo proporcionaba un lógico punto final.
Esperamos que el libro, tanto empleado en privado como en grupos, o en las aulas de estudio de la Iglesia o en la escuela, será útil a un amplio círculo de lectores, incluyendo a todos los estudiosos serios de la Biblia. Ha sido preparado, además, teniendo en cuenta las necesidades particulares de los estudiantes de Teología. No se han presupuesto conocimientos particulares del antiguo Oriente. La meta ha consistido en alcanzar toda la claridad posible sin caer en el simplicismo. Aun así, he sentido más de una vez intranquilidad al advertir que, por querer abarcar tanto, dentro de unas severas limitaciones de espacio, se h a n propuesto sumariamente cuestiones complejas en las que hubiera sido de desear una más amplia discusión. Se trata, probablemente, de algo inevitable. Yo al menos no conozco ningún medio p a r a evitarlo, en una obra de esta especie. Las numerosas referencias bíblicas han sido colocadas aquí con la esperanza de que el estudioso acudirá constantemente a su Biblia.
Una historia de Israel no debe ser un sustitutivo de la lectura de la Biblia, sino solamente una ayuda para esta lectura. La bibliografía, que contiene solamente obras en inglés, ha sido seleccionada para ayudar al estudioso en lecturas posteriores. Para obras relevantes en otras lenguas, el lector deberá consultar las notas al pie del texto. Las notas no intentan dar una completa documentación, sino que tienen el doble propósito de introducir a los estudiosos más avanzados en una ulterior producción literaria y de indicar aquellas obras que más han contribuido, positiva o negativamente, a mi propio pensamiento. El lector notará, sin duda, más referencias a las obras del profesor W. F. Albright que a las de ningún otro especialista. No puede ser de otro modo. A nadie debo tanto como a él y lo reconozco gustosamente, con la esperanza de que lo que yo he escrito no le cause a él ningún compromiso.
Se da por supuesto que el estudiante tiene y usa un atlas bíblico.
Recomendamos especialmente el The Westminster Historical Atlas to the Bible. Por consiguiente, se han omitido aquí las ordinarias descripciones de las tierras bíblicas e igualmente todas las discusiones acerca de localización de lugares, excepto donde esto es vital para algún punto en controversia. Las citas bíblicas se hacen normalmente según la Revised Standart Versión. En la citación del capítulo y versículo se sigue la Biblia inglesa más que la hebrea, cuando éstas difieren. En las notas al pie del texto, el método ha consistido en citar la obra completamente la primera vez que aparece en cada capítulo, aun cuando la obra en cuestión haya sido citada en capítulos anteriores; el enojoso recurso op. cit. se referirá, invariablemente a una obra previamente citada en el mismo capítulo. Los nombres de personas en la Biblia son dados aquí, con pequeñas excepciones, según la transcripción de The Westminster Historical Atlas to the Bible. Debo expresar aquí mi gratitud a las personas que me han ayudado a lo largo del camino. En particular, doy gracias al profesor Albright que leyó buena parte del manuscrito e hizo numerosas y provechosas observaciones. Pienso que a no ser por su interés y alientos, yo hubiera desistido. De igual modo, debo dar gracias al profesor G. Ernest Wright y al Dr. Thorir Thordarson que leyeron también diversas partes del manuscrito y ofrecieron numerosas sugerencias útiles. Los errores que aparezcan son enteramente míos; y de no haber contado con la ayuda de éstas y de otras personas, hubiera habido, seguramente, muchos más. He de dar también las gracias a la señora F. S. Clark, cuya extraordinaria eficiencia y deseo de ayudarme con la máquina de escribir ha reducido la tarea de corrección casi a la nada y que ha colaborado, asimismo, en la preparación de los índices. Menciono, finalmente, a mi mujer, que ha revisado toda la copia, ha ayudado a preparar los índices y ha conservado, además, un óptimo estado de ánimo a lo largo de toda esta difícil empresa.
Prólogo
El antiguo oriente
Antes de C a 2000 A.C.
El antiguo oriente
Antes de C a 2000 A.C.
Contenido:
A. Antes de la historia: Los fundamentos de la civilización en el
antiguo Oriente.
B. El antiguo oriente en el tercer milenio A.C.
Tal
como la Biblia la presenta, la historia de Israel comenzó con la migración de
los patriarcas hebreos desde Mesopotamia hacia su nueva patria, en Palestina.
Este fue realmente el comienzo, si no de la historia de Israel en sentido
estricto, sí al menos de su prehistoria, puesto que con esta migración
aparecieron por primera vez sus antepasados en el escenario de los
acontecimientos. Dado que esto tuvo lugar, como veremos, en algún momento de la
primera mitad del segundo milenio a. C, es aquí donde propiamente arranca
nuestra narración. Sin embargo, comenzar en el 2000 a. C, como si antes de esta
fecha no hubiera sucedido nada, sería imprudente. La Biblia sugiere, y
recientes descubrimientos han puesto en claro, que habían sucedido realmente
muchas cosas. Aunque no forma parte de nuestro tema, y nos abstendremos por lo
mismo de bajar a detalles, estará bien decir primeramente unas palabras acerca
del curso de la historia h u m a n a anterior a este tiempo. Esto nos
posibilitará, por u n a parte, el encuadramiento del escenario de nuestra
historia, y por otra, la obtención de una perspectiva necesaria con que
ponernos en guardia, así lo esperamos, contra nociones erróneas relativas a la
época de los orígenes de Israel. A nosotros, que vivimos en los tiempos
actuales, nos parece realmente muy lejano el segundo milenio a. C. Estamos tentados
de imaginarlo como cayendo cerca del fondo último del tiempo, cuando el primer
hombre luchaba por salir de la barbarie a la luz de la historia, y estamos, por
lo tanto, inclinados a desestimar sus logros culturales. Estamos más inclinados
aún a pintar a los antepasados hebreos, vagabundos habitantes de tiendas, como
los más primitivos de los nómadas, separados por su modo de vida del contacto
con toda cultura entonces existente, y cuya religión ofrecía la más cruda
especie de animismo o poli demonismo. Así los pintan, de hecho, muchos de los
antiguos manuales. Esto, sin embargo, es una noción errónea y un síntoma de
falta de perspectiva, u n a herencia de los días en que eran escasos los
conocimientos de primera mano del antiguo Oriente. Es necesario, por
consiguiente, colocar el cuadro dentro de su marco.
Los horizontes fueron asombrosamente ampliados en la pasada generación. Dígase lo que se quiera sobre los orígenes de Israel, debe afirmarse con toda certidumbre que estos orígenes de ninguna manera limitaban con el fondo de la historia. Las inscripciones descifrables más antiguas, tanto de Egipto como de Mesopotamia, se remontan a los primeros siglos del tercer milenio a. C, es decir, aproximadamente unos mil años antes de Abraham, y mil quinientos antes de Moisés. Ahí comienza, propiamente hablando, la historia. Además, descubrimientos efectuados en Egipto, Palestina, Siria y Mesopotamia durante el transcurso de las últimas décadas, han revelado una sucesión de culturas anteriores que se remontan a todo lo largo del cuarto y quinto milenio y, en algunos casos, incluso hasta el séptimo. Así, pues, los hebreos aparecieron tardíamente en el escenario de la historia. Por todo el ámbito de las tierras bíblicas habían aparecido culturas que habían alcanzado su forma clásica y habían seguido su curso durante cientos y aun miles de años antes de que Abraham naciera. Por difícil que nos resulte hacernos a esta idea, hay tanta o incluso mayor distancia, desde los comienzos de la civilización en el Próximo Oriente hasta el período de los orígenes de Israel que la que hay desde este período hasta nosotros.
A. Antes de la historia:
Los fundamentos de la civilización en el antiguo oriente
Los fundamentos de la civilización en el antiguo oriente
1. Los primeros establecimientos de
la edad de la piedra.
Las primeras ciudades
permanentes conocidas por nosotros pertenecen a la edad neolítica (piedra
posterior), entre los milenios séptimo y quinto a. C. Con anterioridad, los
hombres vivían en cavernas.
a. La transición a la vida sedentaria.
a. La transición a la vida sedentaria.
La historia del hombre de la edad de la piedra no nos concierne [1]. Baste con decir que desde las terrazas del valle del Nilo hasta las tierras altas del Iraq oriental, pedernales característicos atestiguan que la presencia del hombre se remonta hasta el paleolítico anterior (piedra antigua), quizá (¿pero quién puede asegurarlo?) hasta hace cien mil años. El subsiguiente paleolítico medio (ampliamente atestiguado por restos de esqueletos, especialmente en Palestina) y el paleolítico posterior encuentran al hombre en su largo estadio cavernícola. Vivía únicamente de la caza y de la vegetación. Solamente al final del último período glaciar (en climas cálidos el último período de lluvias), aproximadamente en el noveno milenio a. C, cuando desaparecieron los rigores del clima, pudo el hombre dar los primeros pasos hacia una economía productora de alimentos; aprendió que los granos silvestres podían ser cultivados y que los animales podían ser reunidos en rebaños para alimento. Esta transición comenzó en el período mesolítico (piedra media) (ca. 8000 a. C. o antes); la cultura natufiana de Palestina (así llamada por las cuevas de Wadi en-Natuf donde fue hallada por primera vez) es una muestra de ello. Aquí vemos aún al hombre viviendo en cavernas, sus instrumentos son enteramente de piedra, pero, como lo atestigua la presencia de hoces de pedernal, ha aprendido ya a cultivar el grano silvestre y, probablemente también, a obtener cosechas de cereales, de un modo limitado. Parece haberse iniciado la domesticación de algunos animales. Avances parecidos son atestiguados en otros lugares, particularmente en la región montañosa del Iraq oriental, donde las cavernas de Palegawra y Zarzi nos muestran al hombre al final de su época puramente colectora de alimentos, mientras que la primera ciudad, cronológicamente, de Karim Sahir, atestigua sus primeros pasos exploratorios hacia una economía productora [2]. Pero fue en el período neolítico cuando se completó la transición de la vida cavernícola a la sedentaria, de una economía colectora a una economía productora y cuando se comenzó la construcción de poblados permanentes. Puede decirse que de este modo había comenzado la marcha de la civilización, ya que sin estos progresos no hubiera podido existir civilización alguna.
Entre los más antiguos establecimientos permanentes conocidos, los más notables, con mucho, son los hallados en los niveles inferiores del glacis de Jericó. El Jericó primero, que consta de numerosos niveles de construcción en dos fases distintas, representando quizá dos poblaciones sucesivas, revela una cultura neolítica anterior a la invención de la cerámica. A causa del gran espesor de sus restos (más de cuarenta y cinco pies) podemos juzgar que esta cultura se prolongó durante siglos. Si hemos de dar fe a las pruebas del carbono, hay que datarla en el séptimo y sexto milenio a. C. [4]. Pero no se la puede motejar de primitiva y ruda. La ciudad estaba protegida por una muralla sorprendentemente fuerte de pesadas piedras. Las casas estaban construidas de tierra apisonada, ladrillos de barro e incluso piedras. Los pisos eran de arcilla, lucidos con cal y bruñidos; han sido hallados restos de esterillas de cañas que los recubrían. Figurillas de arcilla de animales y aun de diosas madres, indican la práctica del culto de la fertilidad. Extrañas estatuas de arcilla sobre armazón de cañas, descubiertas hace algunos años [5], indican que ya en el Jericó neolítico eran adorados los grandes dioses; en grupos de tres, representan, según parece, la antigua tríada, la familia divina, padre, madre e hijo. Igualmente interesantes son grupos de cráneos humanos (los cuerpos eran sepultados en otros lugares, por regla general bajo los pisos de las casas) con las facciones modeladas en arcilla y con conchas por ojos. Estos, indudablemente, servían para fines cúlticos (probablemente alguna especie de culto a los antepasados) y atestigua ciertamente una notable habilidad artística. Según parece, había animales domesticados, aunque de ellos han sido hallados pocos restos de huesos; hoces, molinos de mano y muelas demuestran que se cultivaban campos de cereales. Del tamaño del poblado y de la pequeña extensión de tierra naturalmente arable se puede deducir que ya se había desarrollado un sistema de riego. El Jericó primero es verdaderamente asombroso. Por lo que podemos conocer, su población —cualesquiera que fuese— guió al mundo en la marcha hacia la civilización (¿quién habría de creerlo?) unos cinco mil años antes de Abraham. Este notable fenómeno llegó a su fin ca. 5000 a. C. siendo reemplazado por una cultura neolítica en la que era conocida la cerámica y que nos lleva —de nuevo en dos fases distintas— quizá a los comienzos del cuarto milenio. Pero esta cultura, traída, según parece, por gentes adventicias, representa, decididamente, un retroceso.
c. Otras culturas neolíticas.
Aunque no existe nada en otras partes que pueda compararse con el Jericó de la fase pre-cerámica, la vida urbana parece haber comenzado en todo el mundo bíblico a comienzos del séptimo milenio. En las tierras mesopotámicas, la ciudad estable más antigua de que tenemos noticia es la representada por los estratos inferiores de la colina de Jarmo, en las tierras altas del Iraq oriental [6]. De nuevo nos encontramos aquí con una cultura neolítica anterior a la invención de la cerámica: los utensilios y vasijas eran de piedra. Jarmo era un pueblo pobre; sus casas estaban toscamente construidas de barro empacado, aunque a veces con fundamentos de piedra. Pero ciertamente representa una ocupación permanente y demuestra que el hombre había salido ya de las cuevas para establecer su residencia. Restos de diferentes clases de granos atestiguan el desarrollo de la agricultura, mientras que huesos de ovejas, cabras, cerdos y bueyes confirman el progreso de la domesticación de los animales. Las pruebas del carbono señalan que los estratos pre-cerámicos de Jarmo son absolutamente tan antiguos como los correspondientes de Jericó.
A partir de este momento, la vida ciudadana siguió progresando en todas partes. Hacia la segunda mitad del quinto milenio existían ciudades en todo el oeste asiático. En Palestina existía la cerámica neolítica de Jericó, que ya hemos mencionado, y otras ocupaciones semejantes en otros lugares (p. e. en el valle del Yarmuk). Existían ya las más primitivas ciudades de Fenicia y Siria (p. e. Biblos, Ras Samra, Tell Judeideh), y también de Cilicia (p. e. Mersin). En Mesopotamia florecía la cultura de Hassuna, así llamada por el emplazamiento (cerca de Mosul) donde primeramente fue identificado [7], pero encontrada en varios lugares en la región del Tigris superior. (Nínive fue construida por primera vez en este tiempo). Mientras tanto, la vida sedentaria había comenzado también en Egipto. Los indicios de la presencia del hombre en Egipto se remontan a la edad del paleolítico anterior, cuando el delta del Nilo permanecía aún bajo el mar y su valle era una jungla pantanosa habitada por animales salvajes. Podemos sospechar que los hombres habían vivido desde entonces en las orillas del valle y que habían hecho un camino hacia el interior para pescar y cazar, y posteriormente para asentarse allí. Puede suponerse que hacia la época neolítica, cuando la geografía de Egipto alcanzó, a grandes rasgos, su estructura presente, comenzaron a establecerse algunos pueblos primitivos, primero de modo esporádico y después de modo permanente. Pero en Egipto, contrariamente al oeste asiático, no puede documentarse la vida sedentaria. Los poblados estables más antiguos yacen probablemente bajo profundas capas de limo del Nilo. Las culturas urbanas más antiguas de que tenemos noticia son las de Fayum (Fayum A) en el norte y las un poco posteriores de Tasian (de Deir Tasa donde primeramente fueron identificadas) en el sur. La primera es una cultura típicamente neolítica posterior a la invención de la cerámica, algo paralela de este modo a la cerámica neolítica de Jericó y otros lugares. Las pruebas del carbono indican que se encuadra en los dos o tres siglos alrededor del 4250 [8] a. C. Podemos estar seguros de que en esta época, aunque ya había comenzado a desarrollarse la agricultura, el río estaba aún sin controlar y el valle era completamente un pantano con pocos poblados, distantes entre sí. No obstante, es claro que en Egipto, lo mismo que en otros lugares se había puesto en marcha la civilización, y unos dos mil quinientos años antes de Abraham.
2. Culturas calcolíticas en
Mesopotamia.
El
período siguiente al neolítico es conocido como el calcolítico (cobre-piedra).
Está confirmado por una serie de culturas, denominadas según el lugar donde
fueron primeramente identificadas. Estas nos llevan, con insignificantes
lagunas, desde el final del quinto milenio, y a través del cuarto, hasta el
umbral de la historia en el tercero [9]. Este período muestra un florecimiento cultural
en todos los puntos del antiguo Oriente, pero en ningún lugar tan brillante
como en Mesopotamia. La agricultura, ampliamente perfeccionada y extendida,
hizo posible una mejor alimentación y el mantenimiento de una creciente
densidad de población. Fueron fundadas la mayor parte de las ciudades que
habían de intervenir en la historia mesopotámica de los milenios por venir. Se
emprendió un elaborado drenaje y proyectos de riego y dado que esto requería un
esfuerzo común, aparecieron las primeras ciudades-Estado. Hubo un gran progreso
técnico y cultural en todos los campos, no siendo el menor la invención de la
escritura. Hacia el final del cuarto milenio, en efecto, la civilización de
Mesopotamia había tomado en todo lo esencial la forma que la caracterizaría
durante los milenios futuros.
a. Primeras culturas de cerámica decorada.
El florecimiento cultural comenzó primeramente en la alta Mesopotamia, mientras que los valles bajos era aún un gran pantano sin población sedentaria. En la segunda parte del quinto milenio existió la cultura de Hassuna, ya mencionada. Fue ésta una cultura ciudadana, basada en una agricultura reducida, pero con perfeccionada especialización del oficio, que estaba en transición del neolítico al calcolítico. Mientras que el metal era aún desconocido, comenzaban a aparecer algunos tipos de cerámica decorada (señal del calcolítico). Especialmente interesante es la así llamada mercancía de Samarra —una cerámica decorada con figuras monocromas geométricas de animales y hombres, de gran calidad artística— que aparecen en la última parte de este período. La habilidad artística, sin embargo, alcanzó nuevas cumbres en la siguiente cultura de Halaf (no lejos del 4000 a. C). Esta cultura, aunque denominada por el emplazamiento del valle de Khabur donde fue identificada por primera vez, tuvo su centro a lo largo del Tigris superior; pero su cerámica característica ha sido hallada por toda la alta Mesopotamia hasta la costa siro-cilicia, hasta el lago Van por el norte y hasta Kirkuk por el sur.
Por este tiempo, los valles ribereños de la alta Mesopotamia estuvieron probablemente más bien densamente poblados. Había ciudades, bien construidas, para los tipos de entonces, con casas rectangulares de tierra apisonada o ladrillos sin cocer. Estructuras circulares más masivas (tholoi) con tejados bajos y encupulados parecen haber servido para fines cúlticos. Numerosas figurillas de animales y mujeres, éstas, con frecuencia, en posición de dar a luz, demuestran que era practicado el culto de la diosa madre. Especialmente notable, en todo caso, es la magnífica cerámica. Cocida al horno, pero hecha a mano, sin ayuda de la rueda, está caracterizada por dibujos polícromos geométricos y florales de una calidad artística y de una belleza raramente igualada. Quién fuera este pueblo no lo sabemos. No existe ningún texto que nos diga qué lengua hablaba, ya que no había sido inventada la escritura. Pero ellos dieron pruebas de que la civilización había hecho ya brillantes progresos en la alta Mesopotamia unos dos mil años antes de Abraham.
b. Serie de culturas predinásticas en la baja Mesopotamia.
Fue, sin embargo, más tarde, en el cuarto milenio, cuando el florecimiento cultural de Mesopotamia alcanzó su cénit. La sedentarización de la baja Mesopotamia, la fundación allí de grandes ciudades y la organización de las primeras ciudades-Estado, abrieron el camino a un asombroso avance cultural y técnico. Una serie de culturas de la baja Mesopotamia nos llevan desde el principio del cuarto milenio hasta la luz de la historia en el tercero. Convencionalmente son conocidas, en orden descendente, como la de Obeid (antes de ca. 3500), la de Warka (ca. 3500-3000) y la de Jemdet Nasr (ca. 3000-2800), según los lugares donde fueron respectivamente identificadas por primera vez. Pero probablemente es mejor dividir la cultura warkana aproximadamente por el tiempo de la invención de la escritura (¿ca. 3300?) y englobar la segunda mitad de ella con la de Jemdet Nasr bajo el título de «Protoliteraria» o algo parecido [10]. De esta manera, la civilización tiene un comienzo relativamente tardío en la baja Mesopotamia, después de que ya había seguido su curso durante muchos cientos de años en la parte superior del valle. Las razones son fáciles de comprender, ya que la baja Mesopotamia era entonces una gran ciénaga espesa. Sin duda merodearían por allí pescadores y cazadores vagabundos, pero aunque pudieron haber existido poblados aislados, la tierra no fue sometida a un cultivo intenso hasta que no se tuvieron a mano las técnicas necesarias para obtener un sistema de diques y el drenado de zanjas. Aun entonces, el trabajo de drenar y preparar la tierra y construir ciudades debió haber durado siglos. Por otra parte, una vez que el extraordinariamente rico suelo se hizo aprovechable, debieron de acudir por miles los pobladores para posesionarse de él. Este proceso de colonización y construcción estuvo ya en marcha en el período Obeid. Quién fuera este pueblo y cuándo llegó, es una cuestión discutida, relacionada con el enojoso problema de los orígenes de los sumerios. Pero, sean quienes sean, ellos fueron los fundadores de la civilización en la baja Mesopotamia. Aunque su cultura era poco brillante, llevaron a cabo construcciones de proporciones monumentales, por ejemplo el primer templo de Eridu. Su cerámica, aunque inferior artísticamente a la de Halaf, demuestra un mayor dominio de la técnica. La difusión de esta cerámica por toda la alta Mesopotamia y aún más allá, indica que la influencia cultural se extendió ampliamente.
c. El período protoliterario.
La siguiente fase, la warkana, fue probablemente más bien corta (¿ca. 3500-3300?). Si se desarrolló a partir de la obsidiana, o si fue traída por recién llegados de fuera, es una cuestión en la que tampoco nos podemos detener. La subsiguiente fase protoliteraria (ca. 3300-2800), trajo en todo caso una explosión de progreso como pocas en la historia del mundo. Fue éste un período de gran desarrollo urbano en el curso del cual la civilización mesopotámica adquirió su forma definitiva. El sistema de diques y canales que permitió un cultivo intenso de la llanura aluvial fue completamente desarrollado en este tiempo. La población creció rápidamente y surgieron por todas partes grandes ciudades; se desarrollaron, donde aún no las había, ciudades-Estado. Templos de ladrillos de barro, construidos en plataformas sobre el nivel de las inundaciones, y de los que es un brillante ejemplo el gran templo compuesto de Warka (Erek), muestran elementos característicos de la arquitectura de los templos mesopotámicos a lo largo de los siglos posteriores. Por todas partes se descubren nuevas técnicas. Estaban en uso la rueda y los hornos para cocer cerámica, que hacían posibles artículos de gran perfección técnica. Se desarrolló el proceso de la moltura del grano y, después, de la fundición del cobre. Primorosos sellos cilíndricos, que reemplazan a los antiguos sellos acuñados, atestiguan un raro desarrollo artístico.
Pero ningún paso hacia adelante fue tan forjador de época como la invención de la escritura. Los primeros textos conocidos por nosotros proceden, en todas partes, de este período, fechado —conjeturemos— hacia el 3300 a. C. Aunque los especialistas no son aún capaces de leerlos, parecen ser documentos de inventario y de negocios, atestiguando así la creciente complejidad de la vida económica. Y dado que la vida económica se centraba alrededor del templo, podemos sospechar que en torno al santuario se desarrollaba ya la organización característica de la ciudad-Estado, familiar para nosotros desde el tercer milenio. En todo caso, podemos señalar el hecho de que el umbral de la literatura había sido franqueado unos dos mil años antes de que Israel surgiera como pueblo. Y no se debe suponer que este florecimiento cultural sea algo sucedido en un rincón, sin influencia alguna más allá de los confines de Mesopotamia. Por el contrario, como veremos dentro de un momento, existe la irrefutable prueba de que antes del final de este período hubo vínculos de intercambio cultural y comercial con Palestina y el Egipto predinástico.
d. Los sumerios.
Los creadores de la civilización en la baja Mesopotamia fueron los sumerios, pueblo que constituye uno de los más grandes misterios de toda la historia. Acerca de su raza y de la fecha en que llegaron, sólo tenemos conjeturas. Los monumentos los pintan como un pueblo sin barba, rechonchos y de ancha cabeza, aunque las pruebas esqueléticas no están siempre de acuerdo con esto último. Su lenguaje, de tipo aglutinante, no está relacionado con ninguna lengua conocida, viva o muerta. El tiempo y modo de su llegada —sea que fueran ellos los autores de la vieja cultura obsidiana o que llegaran más tarde y construyeran sobre fundamentos puestos por otros— son puntos sobre los que no se ha llegado a un acuerdo [11]. No obstante es evidente que los sumerios estaban ya en la baja Mesopotamia hacia la mitad del cuarto milenio. Dado que los primeros textos que conocemos están en sumerio, podemos presumir que fueron los sumerios quienes introdujeron la escritura. Ellos dieron estructura, en el período protoliterario, a aquella brillante cultura que podemos apreciar en su forma clásica al amanecer el tercer milenio.
3. Egipto y Palestina en el cuarto
milenio.
Tenemos que
proceder aquí algo más sumariamente, ya que ni Egipto ni Palestina ofrecen en
este período nada que se pueda comparar con la asombrosa civilización de la
Mesopotamia predinástica. Sin embargo, una serie de culturas nos llevan, en ambos
países, desde la edad de la piedra, a través del cuarto milenio, hasta el
tercero.
a. Culturas calcolíticas en Palestina.
a. Culturas calcolíticas en Palestina.
Durante este período, el norte de Siria cae bajo la influencia de las culturas mesopotámicas ya descritas, mientras que en Palestina y sur de Fenicia se observa una sucesión distinta, aunque paralela. Bien que esta sucesión es incompleta en algunos detalles, atestigua el desarrollo de la vida ciudadana a lo largo de todo el cuarto milenio [12]. De todas las culturas do este período, la Ghassuliana (así llamada por Tuleilat el-Ghassul en el valle del Jordán donde fue primeramente identificada) es la más sorprendente. Data de ca. 3500 a. C. Aunque es una cultura urbana sin grandes pretensiones materiales, da muestras de un considerable progreso artístico y técnico. Aún se manufacturaban herramientas de piedra, pero el cobre estaba también en uso. La cerámica, aunque no comparable con la de Halaf desde un punto de vista artístico, demuestra una técnica excelente. Las casas eran construidas de ladrillos hechos a mano, cocidos al sol y, con frecuencia, sobre fundamentos de piedra. Muchas de ellas estaban decoradas por dentro y por fuera con elaborados frescos polícromos sobre una superficie de yeso. Algunos dibujos, como una estrella de ocho puntas, un pájaro, y diversas figuras geométricas, son ejemplares; uno, muy deteriorado, representa un grupo de figuras sentadas, muy posiblemente dioses. Extrañas máscaras de elefantes tienen algún innominado fin cúltico [13], mientras que el hecho de que los muertos fueran enterrados con alimentos y utensilios colocados a su lado indica la creencia en alguna especie de existencia futura. Ninguna de estas culturas calcolíticas fue grandiosa; pero la difusión de su cerámica característica por Palestina y regiones adyacentes demuestra que los poblados eran ciertamente numerosos en este tiempo.
b. Las culturas predinásticas de Egipto.
Como ya se ha dicho, las culturas más antiguas conocidas en Egipto son la fayumiana neolítica y la algo posterior tasiana (ca. 4000). Entre esta última y la aparición de la primera Dinastía (siglo XXIX) existe una ininterrumpida cadena de culturas, conocidas por el lugar donde fueron primeramente identificadas: la badariana, la amratiana y la guerzana [14]. Aunque no se pueden aducir datos precisos, la badariana se sitúa en la primera mitad del cuarto milenio, la amratiana después de ca. 3500 y la guerzana (después de aproximadamente el siglo XXX) penetra ya en el umbral de la historia en el tercer milenio. No necesitamos describir detalladamente estas culturas. Presentan, en todo caso, un cuadro pobre si se las compara con el calcolítico de Mesopotamia, aunque esto puede ser debido en parte a lagunas en nuestro conocimiento. Al contrario de Mesopotamia, el Egipto predinástico gozaba de un marcado aislamiento, debido principalmente a su geografía. Separado de Asia por desiertos y mares, el largo valle serpenteante del Nilo ejercía un efecto divisorio dentro del mismo país. Había una notable diferencia de culturas locales, especialmente marcada entre el alto y el bajo Egipto. Pero en ninguna de sus fases puede llamarse espléndido el período calcolítico de Egipto. Se conocía la cerámica, pero no había punto de comparación, ni artístico ni técnico, con los artículos de la Mesopotamia contemporánea. Las casas eran de juncos tejidos o de adobes; la construcción de monumentos era desconocida en aquella lejana época. Fueron, en resumen, culturas urbanas pobres, escasamente capaces de grandes realizaciones en el espíritu. El florecimiento de la cultura egipcia vino más tarde. Sin embargo, fue aquí donde se pusieron los fundamentos de la civilización. Los egipcios predinásticos fueron probablemente los antepasados de los egipcios de los tiempos históricos, como una mezcla de razas camitas, semitas y (especialmente en el sur) negroides. Hicieron grandes progresos en el desarrollo de la agricultura, cultivando toda suerte de cereales, frutas y legumbres, así como también el lino. Esto significaba que, como en Mesopotamia, podía ser sostenida una creciente densidad de población. Se emprendió con ritmo creciente la tarea de drenaje e irrigación, y ya que esto (de nuevo como en Mesopotamia) debe haber requerido un esfuerzo conjunto entre ciudades, podemos dar por supuesto que comenzaron a existir los primeros Estados. Se usaba el cobre, y puesto que sus yacimientos debieron estar o en el Sinaí o en el desierto oriental, se emprendió ya entonces la explotación de las minas. Como las naves activaban el comercio a lo largo del Nilo, decreció el aislamiento local. Probablemente hacia el fin del cuarto milenio los varios nomos locales se unieron en dos grandes reinos, uno en el Alto y otro en el Bajo Egipto [15]. Finalmente (una vez más como en Mesopotamia), se inventó la escritura jeroglífica; y hacia el período de la primera Dinastía ya había progresado hasta rebasar su forma primitiva.
c. Contactos internacionales en la prehistoria.
Durante la mayor parte del período predinástico la cultura egipcia se desarrolló con pocas señales de contacto con el mundo exterior. Al final del cuarto milenio, sin embargo, cuando la cultura protoliteraria florecía en Mesopotamia, y el período calcolítico dejaba paso al subsiguiente bronce I en Palestina, hay pruebas de un vivo intercambio cultural [16]. Tipos de cerámica palestinenses encontrados en Egipto demuestran un intercambio entre los dos países, mientras que una similar atestación prueba que Egipto estaba ya entonces en contacto con el puerto cedrero de Biblos. Aún más sorprendente es el testimonio de que Egipto, en el último período guerzano, estaba en contacto con la cultura protoliteraria de Mesopotamia y la copió profundamente. Este préstamo se ejerce, aparte de las formas de la cerámica, en el área de los sellos cilíndricos, en variados motivos artísticos y en rasgos arquitectónicos; algunos llegan a pensar que también la escritura se desarrolló bajo la influencia mesopotámica [17]. No sabemos cómo fueron transmitidos estos contactos, más claramente atestiguados en el sur de Egipto, pero la presencia de impresiones de sellos del tipo de Jemdet Nasr en lugares tales como Meguiddó y Biblos arguye que existía una gran ruta comercial a través de Palestina y Siria. En todo caso, tenemos prueba de que hubo un período de contacto internacional y transfusión cultural entre los confines del mundo bíblico antes de que amaneciera el sol de la historia. Aunque el contacto con Mesopotamia parece haber cesado virtualmente en el período de la primera Dinastía (siglo XXIX), Egipto continuó en relación ininterrumpida con Palestina y Siria durante los siglos venideros.
B. El antiguo oriente en el tercer
milenio a.c.
1. Mesopotamia en el primer período histórico.
1. Mesopotamia en el primer período histórico.
Propiamente hablando, la historia comienza a principios del tercer
milenio. Es decir, se entra por primera vez en una edad documentada por
inscripciones contemporáneas, que, al contrario de los textos anteriores que
hemos mencionado, pueden ser leídas. Aunque los primeros textos de Ur (ca.
2800) ofrecen aún dificultades, los siglos siguientes presentan una profusión
de material en su mayor parte inteligible para los especialistas.
a. La época clásica sumeria (protodinástica) (ca. 2800-2360).
a. La época clásica sumeria (protodinástica) (ca. 2800-2360).
La civilización sumeria se revela ya fijada en su forma clásica al comienzo de la historia. El país estaba organizado en un sistema de ciudades-Estado, en su mayor parte muy pequeñas, de las que una docena, más o menos, nos son conocidas por sus nombres. Aunque ora unas ora otras llegaban a prevalecer sobre sus vecinos, nunca se consiguió una unificación permanente y completa de la tierra. Aparentemente, tal cosa era contraria a la tradición y al sentimiento, y era incluso considerado como un pecado contra los dioses [18]. La ciudad-Estado era una teocracia gobernada por el dios; la ciudad y sus terrenos eran propiedad del dios; el templo, su casa solariega. Alrededor del templo, con sus jardines, campos y almacenes, se organizó la vida económica. El pueblo, cada cual en su puesto, eran los jornaleros del dios, trabajadores de su propiedad. La primera cabeza del Estado era el «lugal» («gran hombre»), el rey, o el «ensi», sacerdote del templo local que gobernaba como virrey del dios, el gerente de sus propiedades. Aunque estos dos cargos no fueran idénticos, la autoridad que por ellos se ejercía era con frecuencia la misma bajo todos los aspectos. La monarquía, fuera como fuese en la práctica, no fue absoluta en teoría; el poder era ratificado por la sanción de la elección divina. A pesar de la tradición de que la monarquía había descendido del cielo al principio de los tiempos, es evidente que el gobierno había pertenecido, originariamente, a una asamblea de la ciudad, y que la monarquía se había desarrollado al margen de ésta, primero como una medida de emergencia, después como una institución permanente [19]. De cualquier modo, se necesitaba este sistema para una estabilidad política que hiciera posible una cierta prosperidad. La vida urbana y la alegría estaban sólidamente armonizadas, señalando un adelanto en la estabilidad económica. Las guerras, aunque sin duda frecuentes y bastantes encarnizadas, eran esporádicas y locales; fue esencialmente un tiempo de paz en el que pudo florecer la vida económica. Una mejor agricultura permitió el sostenimiento de una población más numerosa; la vida urbana, a su vez, dio lugar a una mayor especialización en las artes y oficios. Las ciudades, aunque pequeñas para nuestros tiempos, eran bastante grandes para los de entonces. Aunque la mayoría de las casas eran humildes, fueron numerosos los grandes templos y palacios. La metalurgia y la orfebrería alcanzaron un nivel de perfección pocas veces superado. Se empleaban, para propósitos tantos militares como pacíficos, vehículos de ruedas sólidas, arrastrados por bueyes o asnos. El comercio y los contactos culturales alcanzaron gran expansión. Alrededor de los templos florecieron las escuelas de escribas que produjeron una abundante literatura. La mayoría de las fábulas épicas y mitos que nosotros conocemos por copias posteriores fueron escritos en este tiempo, aunque con anterioridad habían sido transmitidos oralmente durante siglos.
b. La religión de los sumerios[20].
La religión de los sumerios era un politeísmo altamente evolucionado, sus dioses —aunque con una considerable fluidez en lo tocante a sexo y función— estuvieron ordenados, ya en los primitivos tiempos, según un complejo panteón de relativa estabilidad. La suprema cabeza del panteón fue Enlil, señor de la tormenta. Los cultos de los diversos dioses eran celebrados en las ciudades donde se creyó que ellos tenían sus moradas. Nipur, centro del culto de Enlil, gozó de una posición neutral, recibiendo ofrendas votivas de todo el país y no llegando a ser nunca la sede de una dinastía. Aunque el prestigio del dios nacía y moría con el de la ciudad en que tenía su residencia, no fueron éstos dioses locales, sino que se les consideró con una función cósmica y se les otorgó dominio universal. El orden de los dioses fue concebido a modo de reino o Estado celeste, según el módulo de una asamblea de ciudad. La paz del orden terreno así colocada sobre la balanza precaria de voluntades en pugna, podía ser trastornada en cualquier momento. Una lucha por el poder sobre la tierra era también un proceso válido en el reino de los dioses. La victoria de una ciudad sobre las otras significaba el respaldo de sus pretensiones ante Enlil, rey de los dioses. Las calamidades sobre la tierra reflejaban el enojo de los dioses por alguna afrenta. La función del culto era servir a los dioses, aplacar su ira y mantener así la paz y la estabilidad. Los sumerios tenían un sentido desarrollado de la justicia y de la injusticia; se suponía que las leyes terrenas eran un reflejo de las leyes del dios. Aunque ninguno de los códigos conocidos es tan antiguo, las reformas de Urukagina de Lagás (ca. siglo XXIV) (que tomó varias medidas de acuerdo con las «leyes justas de Ningirsu», destinadas a poner un término a la opresión del pobre) demuestran que el concepto de ley es muy antiguo. Con todo, debe decirse que, como acontece en todo paganismo, los sumerios establecieron distinción entre ofensas morales y puramente rituales.
c. Semitas en Mesopotamia: Los acadios.
La suerte de las diversas ciudades-Estado sumerias no nos concierne. Aunque de vez en cuando una dinastía local, como Eannatum de Lagás (siglo XXV), o Lugalzaggisi de Erek (siglo XXIV) pudo haber ejercido un control efímero sobre la mayor parte de Sumer (Lugalzaggisi pretende haber salido a campaña desde el golfo Pérsico hasta el Mediterráneo), ninguno de ellos pudo dar una decisiva unificación a todo el país. Los sumerios no fueron, de todas formas, el único pueblo que habitaba Mesopotamia; había también una población semita. Estos semitas son conocidos como acadios, después del establecimiento de su primer imperio. Aunque no hay pruebas de que ellos precedieran a los sumerios en la llanura Tigris-Éufrates, no eran, en modo alguno, unos recién llegados [21]. No hay duda de que ellos habían sido seminómadas en las franjas occidentales del valle desde los más remotos tiempos y que venían presionando, en número creciente, desde el cuarto milenio. A mediados del tercer milenio constituyeron una considerable porción de la población, la porción predominante en la parte norte de Sumer. Estos semitas abrazaron la cultura sumeria en todo lo esencial y la adaptaron a sí mismos. Aunque hablaban una lengua semita (acádico) enteramente diferente de la sumeria, emplearon la escritura silábica cuneiforme para escribirla; los textos en acádico se remontan hasta mediados del tercer milenio. También adoptaron el panteón sumerio, aunque añadieron dioses propios y aplicaron nombres semitas a otros. Tan a fondo se llevó a cabo esto que es imposible distinguir con precisión los elementos semíticos de los sumerios en la religión mesopotámica. Cualesquiera que fueran las tensiones que pudieron haber existido entre ambas poblaciones, no hay pruebas de un conflicto racial o cultural [22]. Es indubitable que tuvo lugar una creciente mezcla de razas.
d. El imperio de Acad (ca. 2360-2180).
En el siglo XXIV tomó el poder una dinastía de gobernantes semitas que creó el primer imperio verdadero de la historia del mundo. El fundador fue Sargón, una figura cuyos orígenes están envueltos en el mito. Su poderío arrancó de Kis, derrocó a Lugalzaggisi de Erek y sometió a todo Sumer hasta el golfo Pérsico. Después, trasladando su residencia a Acad (de localización desconocida, pero cerca de la posterior Babilonia) emprendió una serie de conquistas que se hicieron legendarias. A Sargón le sucedieron dos de sus hijos, y después su nieto Naramsin, que pudo jactarse de hazañas tan espectaculares como las del mismo Sargón. Además de Sumer, los reyes de Acad gobernaron toda la alta Mesopotamia, como lo demuestran las inscripciones y los documentos de negocios de Nuzi, Nínive, Ghagar-Bazar y Tell Ibraq. Pero su control se extendió, al menos intermitentemente, desde Elam al Mediterráneo, mientras que las expediciones militares se adentraron en las tierras montañosas del Asia Menor, en el sureste de Arabia y quizás más lejos. Los contactos comerciales se extendieron hasta el Valle del Indo [23]. Los reyes de Acad dieron a la cultura sumeria una expresión política que rebasaba los límites de la ciudad-Estado. Aunque conservaron la tradición de que el poder se derivaba de Enlil, surgió probablemente una teoría un poco diferente acerca del poder. El Estado no se centró en el templo del dios, como había hecho la ciudad-Estado, sino en el palacio. Existen algunas pruebas de que los reyes de Acad se arrogaron prerrogativas divinas; Naramsin es pintado en proporciones gigantescas, llevando la ornamentada tiara de los dioses, mientras su nombre aparece con el determinativo divino [24]. El triunfo de Acad apresuró el ascendiente de la lengua acádica. Las inscripciones regias fueron escritas en acádico y se registró una considerable actividad literaria en esta lengua. Probablemente tuvo su origen en este período el así llamado dialecto hímnico-épico. Al mismo tiempo, el arte, liberado de los uniformes cánones sumerios, gozó de un notable resurgimiento. Aunque según los criterios de la historia el poder de Acad fue de breve duración, duró por más de cien años.
2. Egipto y Asia occidental en el
tercer milenio.
Coincidiendo
casi exactamente con los primeros textos descifrables de Mesopotamia, surge
Egipto en la historia como nación unificada. Cómo, concretamente, fueron unidos
los dos reinos predinásticos del alto y bajo Egipto —si fue o no después de un
primer intento fracasado— es cuestión controvertida. Pero en el siglo XXIX los
reyes del alto Egipto habían conquistado la supremacía y habían sometido a su
dominio a todo el país; el rey Narmer (primera Dinastía) es pintado llevando la
corona blanca del sur y la roja del norte y representado en gigantescas
proporciones, como conviene a un dios [25]. Puede decirse que nunca se perdió el recuerdo
del doble origen de la nación, sino que fue perpetuado, en los tiempos
posteriores, por las insignias y títulos reales.
a. El imperio antiguo (siglos XXIX-XXIII).
Los fundamentos del imperio antiguo fueron puestos por los faraones de la primera y segunda Dinastías (siglos XXIX-XXVII) [26]. Con el surgir de la tercera Dinastía (ca. 2600) penetramos en la época del florecimiento clásico de Egipto, en cuyo tiempo todos los rasgos característicos de su cultura asumieron una forma que ha servido desde entonces como norma. Esta fue la época de las pirámides. La más antigua de ellas es la pirámide escalonada que Zóser, fundador de la cuarta Dinastía, hizo construir en Menfis; con el templo mortuorio que hay en su base, es la más antigua construcción que se conoce en piedra tallada. Con todo, son mucho más maravillosas las pirámides de Keops, Kefren y Micerinos, de la cuarta Dinastía (siglos XXVI-XXV), igualmente en Menfis. La Gran Pirámide, de 481 pies de altura, tiene una base cuadrada de 755 x 755 pies, y se emplearon en su construcción unos 2.300.000 bloques de piedra tallada, de un peso medio de dos toneladas y medio cada uno. Estos bloques eran elevados a puro músculo, sin ayuda de máquinas; y esto con un error máximo prácticamente nulo [27]. Lo cual, en verdad, nos enseña a respetar profundamente la habilidad técnica del antiguo Egipto, mil años antes de que naciera Israel. Nos ofrece también el espectáculo de la totalidad de los recursos del Estado organizados en orden a preparar el lugar de descanso final del dios-rey. Las pirámides fueron construidas también por los faraones de la quinta y sexta Dinastías (siglos XXV-XXIII). Aunque fueron menos espléndidas, fue en ellas donde se hallaron los llamados «textos de las pirámides». Estos textos consisten en sortilegios y encantamientos ordenados a asegurar el libre paso del faraón al mundo de los dioses y son los más antiguos textos religiosos de Egipto que nosotros conocemos. Aunque proceden de la última época del Imperio antiguo, su contenido se remonta hasta los tiempos protodinásticos.
A lo largo de todo este período Egipto continuó en contacto con Asia. Aunque las pruebas de la influencia de Mesopotamia desaparecen al comienzo de las Dinastías, las relaciones con Fenicia, Palestina y países vecinos continuaron ininterrumpidamente. Las minas de cobre del Sinaí, trabajadas en los tiempos predinásticos, fueron explotadas regularmente. El contacto con los países cananeos es atestiguado por el intercambio de tipos de cerámica y la introducción de palabras egipcias en el cananeo y viceversa [28]. Varios faraones narran sus campañas en Asia. Aunque esto no quiere decir que Egipto tuviera ya organizado su imperio asiático, demuestra que éste estaba ya a punto y capacitado para proteger militarmente los intereses comerciales que allí tenía. En todo caso, Biblos era virtualmente una colonia, como en todos los períodos de fortaleza egipcia. Ya que Egipto es un país sin arbolado, Biblos —salida para los espesos bosques del Líbano— fue siempre de importancia vital para él. Inscripciones votivas de varios faraones y otros objetos atestiguan una influencia egipcia allí a lo largo de todo el Imperio antiguo. Antes de finalizar el tercer milenio, los cananeos desarrollaron en Biblos una escritura silábica inspirada en los jeroglíficos de Egipto.
b. Estado y religión en Egipto.
La organización del Estado en Egipto difirió notablemente de la contemporánea mesopotámica. El faraón no era virrey que gobernaba por elección divina, ni era un hombre deificado: era dios, Horus visible en medio de su pueblo. Teóricamente, todo Egipto le pertenecía, todos sus recursos estaban a disposición de sus proyectos. Aunque el país estaba entonces dirigido por una complicada burocracia encabezada por el Visir, también éste estaba sometido al dios-rey. No se desarrolló en Egipto ningún código de leyes. Aparentemente, no había necesidad de ninguno de ellos; no había lugar para ninguno de ellos. Bastaba la palabra del dios-rey [29]. Era un absolutismo sin parangón. Una tiranía, según nuestras normas. Pero es dudoso que los egipcios lo consideraran así. Aunque la palabra del faraón era ley, no gobernaba arbitrariamente. Como dios de su pueblo era él quien mantenía la «maat» (justicia). Y a pesar de que la suerte de los campesinos debió haber sido increíblemente penosa, a pesar de que en teoría ningún egipcio era libre, no existieron barreras rígidas que impidieran a hombres del más humilde origen el ascenso a las posiciones más elevadas, si la fortuna les favorecía. Fue un sistema que a los ojos de los egipcios encerraba recursos abundantes para mantener la paz y la seguridad del país. El egipcio no veía su mundo como una situación fluctuante, una cosa problemática, como lo veía el mesopotámico, sino como un orden invariable establecido en la creación, tan regular en su ritmo como las crecidas del Nilo. La piedra angular de este orden invariable era el rey-dios. En vida protegía a su pueblo y a su muerte pasaba a vivir en el mundo de los dioses, para ser sucedido por su hijo, también dios. La sociedad, encabezada por el rey-dios, estaba así anclada con seguridad en el ritmo del cosmos. A nuestro modo de ver, el espectáculo del Estado agotando sus recursos para erigir una tumba al faraón, no puede parecer más que una insensatez, y, por parte del mismo faraón, desprecio egoísta por el bienestar de su pueblo. Pero los egipcios apenas lo veían así. Aunque el Estado absoluto representaba una carga demasiado pesada para ser soportada indefinidamente y fueron introducidas algunas modificaciones, los egipcios, al menos, en teoría, nunca rechazaron tal sistema. La religión egipcia, como la mesopotámica, era un politeísmo altamente evolucionado [30]. Ciertamente ofrece un cuadro de suma confusión. A pesar de varios intentos de sistematización hechos en los primeros tiempos (las cosmogonías de Heliópolis y Hermópolis, la teología de Menfis), nunca se llegó a conseguir un panteón ordenado a una cosmogonía consistente. La fluidez de pensamiento fue una característica de la mente egipcia. Sin embargo, la religión egipcia no puede llamarse primitiva. Aunque muchos de sus dioses eran representados en forma de animal, faltaban las características esenciales del totemismo: el animal representaba la forma en que la misteriosa fuerza divina se manifiesta. Y aunque el prestigio de un dios podía fluctuar con el de la ciudad donde se le daba culto, los dioses supremos de Egipto no eran dioses locales, sino que eran venerados en todo el país y se les atribuía un dominio cósmico.
c. Palestina en la edad del bronce superior.
En Palestina la mayor parte del tercer milenio cae en el período conocido por los arqueólogos como el bronce antiguo. Este período —o la fase de transición que conduce a él— comenzó al final del cuarto milenio, cuando florecía en Mesopotamia la cultura protoliteraria y en Egipto la guerzana, y se prolongó hasta el final del tercer milenio [31] (¿ca. 2300?). Aunque Palestina nunca desarrolló una cultura material ni remotamente comparable a las culturas del Éufrates y el Nilo, el comienzo del tercer milenio muestra un notable progreso también en este país. Fue una época de gran desarrollo urbano, en que la población aumentó, se construyeron ciudades y, posiblemente, se establecieron ciudades-Estado. Aunque aparentemente el país no estaba densamente poblado (en las regiones montañosas, especialmente en el sur, la población parece haber estado más bien dispersa), las ciudades fueron bastante numerosas; muchas de las poblaciones que más tarde jugarán su papel en la Biblia existían ya —por ejemplo Jericó (reconstruida ca. 3200, después de un vacío de siglos), Meguiddó, Bet-san, Ay, Siquem, Guézer y Lakís— y otras fueron construidas en este tiempo. A mediados del tercer milenio la colonización sedentaria alcanzaba el extremo sur de Transjordania, posiblemente como seminómadas allí establecidos. Las ciudades, aunque poco grandiosas, fueron sorprendentemente bien construidas y fuertemente fortificadas, como lo demuestran las excavaciones de Jericó, Meguiddó, Ay y de otros lugares [32]. La población existente, o al menos predominante, de Palestina y Fenicia en este período fue cananea, un pueblo del que hemos de hablar más adelante. Su lengua fue antecesora de la hablada por los cananeos de los tiempos israelitas y de la cual el hebreo bíblico fue un dialecto. Con toda probabilidad, ellos o predecesores suyos de un tipo no esencialmente diferente, habitaron Palestina en el cuarto milenio y aun antes. De todos modos, los nombres de las más antiguas poblaciones conocidas por nosotros son uniformemente semitas. Es probable que los mitos que conocemos por los textos de Ras Samra (siglo XIV) se remonten hasta prototipos de este período y que la religión cananea fuera, en lo esencial, la misma que aquí nos muestra, más tarde, la Biblia. Aunque Palestina no aporte inscripciones del tercer milenio, los cananeos de Biblos, como hemos dicho, habían desarrollado una escritura silábica inspirada en la egipcia.
3. El antiguo Oriente en la aurora
de la edad patriarcal.
Los siglos finales del tercer
milenio nos conducen al punto de partida de la era en que comienza la historia
de Israel. Fueron tiempos agitados, con movimientos, migraciones e invasiones
que trastornaron los cuadros establecidos en todas las partes del mundo
bíblico. En Mesopotamia llegó a su término la dilatada historia de la cultura
sumeria; en Egipto fue un tiempo de desintegración y confusión; en Palestina,
de devastación completa.
a. Mesopotamia: la caída de Acad y el renacimiento sumerio.
a. Mesopotamia: la caída de Acad y el renacimiento sumerio.
Hemos visto que en el siglo XXIV el poder pasó de las ciudades-Estado sumerias a los reyes semitas de Acad, que crearon un gran imperio. Después de las conquistas de Naramsin, sin embargo, el poder de Acad decayó rápidamente y pronto, después del 2200, llegó a su fin a causa del asalto de un pueblo bárbaro, denominado los «gutios». Este pueblo, que habitaba en los montes Zagros, retuvo el dominio del país por cerca de cien años. Sobrevino una breve edad oscura, de la que pocos recuerdos quedan, durante la cual los hurritas se infiltraron en la región este del Tigris, mientras los amorreos se hicieron fuertes a lo largo de la Mesopotamia superior (más tarde hablaremos de estos pueblos). Pero, una vez alejado el control de los gutios, es probable que las ciudades sumerias pudieran mantener una existencia semi-independiente en el sur.
De hecho, al destruir los gutios el poder de Acad, prepararon el camino a un renacimiento de la cultura sumeria, que llegó a su florecimiento bajo la 3a Dinastía de Ur (Ur III, ca. 2060-1950). Por este tiempo fue roto el dominio de los gutios y el país liberado por Utu-Hegal, rey de Erek; pero éste fue rápidamente derrocado por Ur-nammu, fundador de Ur III. Aunque los reyes de Ur hablan poco de guerras, fueron capaces, probablemente, de controlar la mayor parte de las llanuras mesopotámicas. Dándose a sí mismos el título de «reyes de Sumer y de Acad» y de «reyes de las cuatro partes del mundo», se proclamaron continuadores tanto del imperio de Sargón como de la cultura sumeria. Se discute si, o hasta qué grado, reclamaron para sí prerrogativas divinas, como habían hecho los reyes de Acad. Algunos de ellos escribieron sus nombres con el determinativo divino y tomaron el título de «dios de este país». Pero esto puede haber sido poco más que un lenguaje convencional [33]. De todos modos, persistió la noción sumeria de rey por elección divina y las ciudades-Estado gozaron de una considerable independencia. Bajo los reyes de Ur III floreció la cultura sumeria. El fundador, Ur-nammu, es célebre no sólo por sus muchas construcciones y por la actividad literaria que señaló su reinado, sino sobre todo, por su código de leyes, el más antiguo que hasta hoy se conoce [34]. La mejor prueba de este renacimiento viene, sin embargo, de Lagás donde fue ensi un Gudea. De este gobernador, del que se ha creído por largo tiempo que vivió durante la dominación de los gutios o inmediatamente después, se sabe ahora que fue virrey bajo uno de los reyes de Ur III [35]. Gobernando en Lagás como el «Pastor de Ningirsu», fue un ensi al antiguo uso sumerio en la tradición del reformador Urukagina. Primorosas estatuillas y objetos de arte producidos en su tiempo ofrecen el más alto grado de la destreza artística sumeria.
Pero si este renacimiento fue glorioso, fue también el último. La cultura sumeria había llegado al final de su recorrido. Incluso el lenguaje sumerio estaba agonizando. Aunque las inscripciones de Ur III están en sumerio, el acádico lo fue reemplazando como lengua del pueblo. Hacia el siglo XVIII cesó completamente como lengua hablada, aunque sobrevivió como lengua de la enseñanza y de la liturgia (como el latín) durante muchos siglos más. Los sumerios y los semitas se mezclaron a fondo en este tiempo y los últimos llegaron a ser el elemento predominante. Incluso algunos de los reyes de Ur (Su-sin, Ibbi-sin), aunque de dinastía sumeria, tuvieron nombres y sin duda también sangre semitas. En Mesopotamia, hacia los orígenes de Israel, había subido y bajado toda una marea de civilización. La cultura sumeria comenzó a existir, tuvo un magnífico recorrido de más de mil quinientos años y finalmente desapareció. Israel nació en un mundo ya antiguo.
b. Egipto: primer período intermedio (ca. siglos XXII-XXI).
Mientras tanto, en Egipto se extinguió la gloria del Imperio antiguo. A partir de la quinta Dinastía, y continuando después en creciente progreso, había comenzado a desintegrarse el poder monolítico del Estado. Hacia el siglo XXII, aproximadamente cuando los gutios estaban destruyendo el poder de Acad, entró Egipto en un período de desorden y depresión, conocido como el primer período intermedio. Fue una desunión interna, con faraones rivales pretendientes al trono. Los administradores de provincia, no controlados por la corona, ejercieron una autoridad feudal y llegaron a ser en realidad reyes locales. Algunas poblaciones en el bajo Egipto fueron virtualmente independientes bajo consejos locales. La situación se agravó por la infiltración de seminómadas asiáticos en el delta. Reinó la confusión; la ley y el orden fueron quebrantados y el comercio languideció. Puesto que probablemente no se mantuvo el sistema de irrigación del que dependía la vida del país, hubo indudablemente hambre y penalidad extremas. Fue un tiempo de seria depresión. Y esta depresión entró, al parecer, en el alma egipcia. De este período, o de un poco más tarde, poseemos una literatura rica y, predominantemente, de tipo suplicante, que refleja el estado de ánimo de los tiempos. Al lado de una preocupación por la justicia social (v. g.: El campesino elocuente) se nota una profunda confusión y pesimismo, y la sensación de que la situación estaba desarticulada (p. e.: Los Consejos de Ipu-wer, el Diálogo del misántropo con su alma, la Canción del harpista) [36]. A muchos egipcios, golpeados como estaban por la adversidad, les debió parecer que todo lo que ellos habían conocido y en lo que habían confiado, les fallaba, y que la misma civilización, después de un milenio de constante progreso, había llegado a su fin. ¡Y esto, mucho antes de que Abraham naciera! Desde luego, si así lo pensaban, andaban equivocados. A mediados del siglo XXI, aproximadamente cuando la cultura sumeria revivía bajo los reyes de Ur, una familia tebana —la Dinastía XI— pudo reunificar todo el país y terminar el caos. Cuando comenzó el segundo milenio, Egipto entró en su segundo período de prosperidad y estabilidad bajo los faraones del imperio medio.
c. Palestina: invasores nómadas.
Al final del tercer milenio (hacia el siglo XXIII-XX), cuando se pasa de la fase final de la edad del bronce antiguo a la primera fase del bronce medio —o quizás en un período de transición entre los dos— existen pruebas abundantes de que la vida en Palestina sufrió un importante desgarro a manos de elementos seminómadas que presionaron en el país. Ciudad tras ciudad (Jericó, Meguiddó, Ay, etc.), fueron destruidas, algunas con una violencia increíble, y la civilización del bronce antiguo llegó a su fin. La destrucción alcanzó su cumbre hacia el siglo XX. Las poblaciones del este y el oeste del Jordán fueron abandonadas y el país, particularmente en el espacio interior, quedó sin población sedentaria; en Transjordania la ocupación sedentaria llegó prácticamente a su fin. Aunque el oeste palestino y el norte transjordano experimentaron una notable recuperación en los primeros siglos del segundo milenio, cuando nuevos moradores se establecieron allí, el sur transjordano (los futuros países de Edom, Moab y Ammón) siguió siendo tierra de nómadas hasta el siglo XIII [37]. Estas gentes nuevas aportaron un elemento nuevo a la población de Palestina. Sus nombres, tal como nos son conocidos a través de los registros de entonces, sugieren que se trataba de una rama de un pueblo llamado amorreo, un elemento semítico del noroeste, que por este tiempo presionaba en todo el Creciente Fértil. Es probable que los semitas que se infiltraron en Egipto durante el primer período intermedio fueran de estirpe similar. Más adelante hablaremos de estos pueblos. Quizá, si nuestros ojos fueran suficientemente perspicaces, podríamos alcanzar a ver entre ellos —o siguiéndolos, como una parte del mismo movimiento general—, las figuras de Abraham, Isaac y Jacob. Así estaba, pues, el escenario de la historia del mundo en el que los antepasados de Israel estaban a punto de entrar. Si hemos precisado este escenario con mayor cuidado del que parecería necesario, es para que los orígenes de Israel puedan ser vistos en una perspectiva no limitada, sino contra el fondo fluyente de muchos siglos y civilizaciones ya antiguas.
Parte I
Antecedentes y comienzos
La edad de los Patriarcas
Antecedentes y comienzos
La edad de los Patriarcas
Capítulo 1
El mundo de los orígenes de Israel
El mundo de los orígenes de Israel
Contenido:
A. El antiguo oriente ca. 2000-1750 a c.
B. El antiguo oriente ca. 1750-1550 a c.
La primera mitad del segundo milenio (aproximadamente 2000-1550) nos
lleva a la época de los orígenes de Israel. Un día, en el curso de estos
siglos, salió el Padre Abraham de Jarán, con la familia, rebaños y siervos,
para buscar tierra y descendencia en el lugar que su Dios le había de mostrar.
O, para decirlo de otro modo, tuvo lugar una migración a Palestina de pueblos
seminómadas, entre los que deben buscarse los antepasados de Israel. Así
comenzó aquella cadena de sucesos, tan portentosos para la historia del mundo,
y tan redentores —el creyente diría tan providencialmente guiados— que llamamos
historia de Israel. Puede objetarse, sin duda, que comenzar la historia de
Israel desde tan antiguo es muy arriesgado y es hacer un uso indebido de la
palabra «historia». Esta objeción, si se levanta, no carece de cierto valor.
Propiamente hablando, la historia de Israel no puede decirse que comienza de
hecho hasta el siglo XIII, y aun más tarde, cuando encontramos, establecido en
Palestina, un pueblo llamado Israel, cuya presencia está atestiguada por datos
arqueológicos e inscripciones contemporáneas. Con anterioridad, sólo
encontramos seminómadas errantes que recorren fugazmente el mapa de los años,
en ningún documento contemporáneo recordados, dejando tras de sí una huella
impalpable de su paso. Estos nómadas, antecesores de Israel, no pertenecen a la
historia, sino a la prehistoria de este pueblo. Sin embargo, nosotros debemos
comenzar aquí, dado que la prehistoria de un pueblo —en todo lo que puede ser
conocida— es también parte de la historia de este pueblo. Además, Israel no
procedía en realidad de una raza indígena de Palestina; vino de otra parte y
tuvo siempre conciencia de este hecho. A través de un cuerpo de tradiciones
sagradas completamente sin igual en el mundo antiguo, conservó la memoria de la
conquista de su país, la larga marcha por el desierto que le llevó hasta él,
las experiencias maravillosas por las que pasó, y antes de eso, los años de
dura servidumbre en Egipto. Recordaba también cómo, todavía siglos antes, sus
antepasados habían venido de la lejana Mesopotamia para recorrer el país que
ahora llamaban suyo. Admitido que intentar emplear estas tradiciones como
fuentes históricas presenta graves problemas que no pueden ser eludidos, las
tradiciones deben ser consideradas en todo caso con seriedad. Debemos comenzar
por la época a que se refieren, valorarlas a la luz de esta fecha en lo que
tienen de aprovechable y decir entonces lo que podamos de los orígenes de
Israel. Nuestra primera tarea es describir el mundo de aquel tiempo para
obtener una perspectiva acertada. Tarea no fácil, porque fue un mundo sumamente
confuso, escenario tan lleno de personajes que resulta difícil seguir la
acción. Sin embargo debemos intentarlo, con toda la claridad y brevedad
posibles.
El segundo milenio comenzó con la tercera
Dinastía de Ur (Ur III: ca. 2060-1950) que dominó sobre la mayor parte de la
llanura mesopotámica y fue un último y glorioso resurgimiento de la cultura
sumeria en progreso. Pero este feliz estado no iba a durar mucho tiempo. Al
cabo de cincuenta años el dominio de Ur llegó a su fin, sin que surgiera un
sucesor que ocupara su puesto. Sobrevino un período de inestabilidad y
languidez, con dinastías rivales que se saqueaban mutuamente.
a. La caída de Ur III: los amorreos.
a. La caída de Ur III: los amorreos.
El poder de Ur nunca estuvo totalmente centralizado. Las dinastías locales gozaron —según la antigua tradición sumeria de la ciudad-Estado— de un considerable grado de independencia. Como la autoridad central era débil, se fueron independizando una tras otra, hasta que el último rey de Ur III, Ibbi-sin, quedó reducido a poco más que un gobernador local. Los primeros en obtener la independencia fueron los Estados de la periferia: Elam en el este, Asur (Asiría) en el Tigris superior y Mari en el Éufrates medio. El colapso de Ur comenzó cuando Isbi-irra, rey de Mari, presionando contra ella, se estableció en Isin, pasando a ser dueño del norte de Sumer. Poco después (ca. 1950), el rey de Elam invadió el país, tomó y devastó a Ur y llevó cautivo a Ibbi-sin. Ur no reconquistaría nunca su antiguo poder. Sumo interés tiene el papel desempeñado en estos acontecimientos por un pueblo llamado «amorreo» (nombre familiar al lector de la Biblia, pero con un alcance más restringido). Durante varios siglos el pueblo del noroeste de Mesopotamia y del norte de Siria fue llamado en los textos cuneiformes amurru, esto es: «occidentales». Este vocablo, según parece, llegó a ser un término general que se aplicaba a los que hablaban los distintos dialectos semíticos del noroeste que se hallaban en aquella área, incluyendo con toda probabilidad las razas de que más tarde se originaron tanto los hebreos como los arameos. Desde finales del tercer milenio, semitas noroccidentales seminómadas habían estado presionando sobre todas las partes del Creciente Fértil, invadiendo Palestina y convirtiendo la alta Mesopotamia virtualmente en país «amorreo». Mari, que ayudó a provocar la caída de Ur, fue gobernada por un rey amorreo y tuvo una población predominantemente amorrea. Con la caída de Ur, los amorreos inundaron todas las regiones de Mesopotamia. Fueron conquistando ciudad tras ciudad y hacia el siglo XVIII todos los Estados de Mesopotamia eran gobernados prácticamente por dinastías amorreas. Aunque los amorreos adoptaron la cultura y, en buena parte, la religión de Sumer y Acad, y aunque escribían en acádico, sus nombres y otros testimonios lingüísticos denuncian su presencia por todas partes.
b. Rivalidades dinásticas en la baja Mesopotamia hacia la mitad del siglo XVIII.
La herencia de Ur III fue recibida por numerosos pequeños Estados rivales. Los principales, en la baja Mesopotamia, fueron Isin y Larsa, ambos gobernados por dinastías amorreas, la primera fundada por Isbi-irra de Mari, a quien ya hemos mencionado anteriormente, y la otra por un cierto Naplanum. Estas dinastías se empeñaron en largas rivalidades cuyos detalles no nos interesan. Aunque ambas dinastías pudieron mantenerse por unos 200 años, y aunque los gobernantes de Isin se daban el nombre de «reyes de Sumer y de Acad», reclamando así la sucesión del poder de Ur III, ninguna de las dos pudo proporcionar estabilidad al país. La debilidad de ambos Estados permitió que, mientras tanto, se fortalecieran peligrosos rivales. Notable entre éstos fue Babilonia, ciudad poco oída hasta entonces. Aprovechando esta situación confusa, se estableció en ella, ca. 1830, una dinastía amorrea (I Babilonia) bajo un cierto Sumu-abum, que pronto comenzó a extender su poder a expensas de sus vecinos inmediatos, en particular de Isin.
Otro rival, más agresivo por el momento, fue Elam. Los elamitas, que habían precipitado la caída definitiva de Ur, eran dueños de un considerable territorio al este del Tigris inferior, en el sur de Irán. Movidos por la ambición de dominar todo Sumer, los reyes de Elam ejercieron una creciente presión sobre Larsa, que alcanzó su culmen cuando (ca. 1770) Kudur-mabuk de Elam conquistó esta ciudad y estableció a su hijo Warad-sin como gobernador de ella. Es interesante constatar que Warad-sin y su sucesor Rim-sin, aunque de pueblo no semita, llevaban nombres acádicos. Se puede suponer que semejante inestabilidad política traería consigo una depresión económica. Así sucedió, como lo demuestra el notable decrecimiento del número de documentos comerciales. Sin embargo no se extinguió, en modo alguno, la luz de la cultura. En Nipur y en algunas otras partes, florecieron las escuelas de escribas que copiaban cuidadosamente antiguos textos sumerios y los transmitían a la posteridad. También son de esta época dos códigos de leyes recientemente descubiertos: uno —en acádico— del reino de Esnunna (siglo 19); otro —en sumerio— promulgado por Lipit-Istar de Isin (ca. 1865) [39]. Ambos pueden muy bien considerarse como anteriores al famoso código de Hammurabi y prueban sin lugar a dudas que este último se hallaba dentro de una extensa y antigua tradición legal que se remonta hasta el código de Urnammu de Ur, y aun antes. Al igual que el código de Hammurabi, también éstos muestran notables parecidos con el Código de la Alianza de la Biblia (Ex. cap. 21-23) e indican que la tradición legal de Israel se desarrolló en un ambiente similar.
c. Estados rivales en la alta
Mesopotamia.
En la alta Mesopotamia, mientras tanto, algunas regiones dependientes en otros tiempos de Ur se constituyeron como Estados de cierta importancia. Entre ellas tienen especial interés Mari y Asiría. Mari, como ya hemos indicado, ayudó a apresurar el final del poderío de Ur. Colocada en el curso medio del Éufrates, era una ciudad antigua, que asumió un papel importante a lo largo del tercer milenio. Su población durante el segundo milenio fue predominantemente de semitas del noroeste (amorreos), de la misma raza que los antepasados de Israel. Más tarde hablaremos de su edad de oro, en el siglo XVIII, bajo la dinastía de Yagid-lim, y también de los textos allí encontrados, de capital importancia para comprender los orígenes de Israel. Por lo que respecta a Asiría, así llamada por la ciudad de Asur situada en el curso superior del Tigris (y también) por su dios nacional), era uno de los pocos Estados de Mesopotamia no gobernados aún por dinastías amorreas. Aunque los asirios eran acádicos por lengua, cultura y religión, aparecen como procedentes de origen mixto; una combinación de la antigua estirpe acádica con la hurrita, con semitas del noroeste y otros linajes. Los primeros reyes asirios eran «habitantes de tiendas», es decir, seminómadas, y al parecer semitas del noroeste [40]; pero ya a comienzos del segundo milenio toman nombres acádicos (incluyendo un Sargón y un Naramsin, a la manera de los grandes reyes de Acad) y se tienen a sí mismos por los verdaderos continuadores de la cultura sumerio-acádica. Y así, cuando uno de ellos (Illu-suma) invadió brevemente Babilonia, se jactó de venir a liberar a los acadios (esto es, a librarlos del dominio amorreo y elamita).
Comenzando, según parece, ya antes de la caída de Ur III, y continuando hasta el siglo XVIII, Asiría prosiguió una vigorosa política de expansión comercial hacia el norte y el noroeste [41]. Lo sabemos por los textos de Capadocia, cientos de tablillas en asirio antiguo encontradas en Kanis (Kültepe), en Asia Menor. Estas tablillas nos muestran colonias de mercaderes asirios viviendo en sus propios barrios fuera de las ciudades y comerciando con los habitantes de cada localidad, intercambiando las manufacturas asirias por productos nativos. Esto no significaba, indudablemente, una conquista militar: los mercaderes no estaban protegidos por tropas. Probablemente significa que Asiría, encontrando cortada por la expansión amorrea y por el poder de Mari la ruta normal que va desde la alta Mesopotamia hasta el país hitita, abrió una nueva ruta por el curso superior del Tigris. La aventura llegó a su fin a comienzos del siglo XVIII, por causas desconocidas, probablemente porque los amorreos comenzaron a infiltrarse en la misma Asiría [42]. Tanto los textos de Capadocia como los de Mari, algo más tarde, arrojan valiosa luz sobre la edad patriarcal. Era inevitable que la ambición de los diversos Estados, Asiría, Mari, Babilonia, y otros, acabara en colisión. Se estaba fraguando una lucha sorda, que pronto había de estallar.
2. Egipto y Palestina ca. 2000-1750
a. C.
En agudo contraste con la confusión política reinante en Mesopotamia,
Egipto presenta, a comienzos de la edad patriarcal, un cuadro de notable
estabilidad. Ya hemos visto cómo a finales del tercer milenio, el poder del
Imperio antiguo había concluido en aquel período de confusión y depresión
llamado primer período intermedio. Pero a comienzos del segundo milenio Egipto
había alcanzado la unidad total y se estaba preparando para entrar en un nuevo
período de prosperidad, quizás el más próspero de su historia, bajo los
faraones del imperio medio.
a. La Dinastía XII (1991-1786)[43].
a. La Dinastía XII (1991-1786)[43].
El caos del primer período intermedio había pasado y el territorio quedó unificado hacia la mitad del siglo XXI, con la victoria de Mentuhotep, príncipe procedente de Tebas (Dinastía XI). Aquí comienza el imperio medio. Aunque el dominio de la Dinastía XI fue breve (ca. 2052-1991) [44] y finalizó en un período revuelto, se hizo con el poder el visir Amenemhet, que inauguró la Dinastía XII. Con todo, Egipto no pasa del imperio antiguo al imperio medio sin ciertos cambios internos [45]. El colapso del imperio antiguo y el surgimiento y subsiguiente represión de la aristocracia feudal dio indudablemente un vuelco a la estructura social y permitió que nuevos elementos alcanzaran una alta posición. Además, la debilitación del antiguo absolutismo trajo consigo la democratización de las prerrogativas reales. Se ve esto más claramente en las creencias relacionadas con la vida futura. Pues mientras que en el Imperio antiguo la vida futura parece haber sido algo exclusivo del faraón, en el Imperio medio (como han demostrado los textos de Coffín) los nobles (y por tanto todo el que tenía dinero para pagar sus ritos funerarios), podía esperar ser justificado ante Osiris en la otra vida. Con la llegada al poder de la Dinastía XII, también el dios Amón, de poca importancia hasta entonces, fue elevado a primer rango e identificado con Ra como Amón-Ra. Los faraones de la Dinastía XII concibieron ambiciosos proyectos encaminados a promover la prosperidad nacional. Un elaborado sistema de canales hizo del Fayum un lago de contención de los desbordamientos del Nilo, consiguiendo así muchos acres más de tierra de cultivo. Una cadena de fortalezas a lo largo del istmo de Suez defendía el país de las incursiones de las bandas semitas. Las minas de cobre del Sinaí fueron abiertas y explotadas una vez más. Se desarrolló el comercio, por el curso superior del Nilo hasta Nubia, a través del Wadi Hammamat, por el mar Rojo hasta Punt (Somalia), a través de los mares con Fenicia y Creta e incluso Babilonia, como lo demuestra el así llamado depósito de Tód, con su rico almacén de objetos del estilo Ur III, y aún más antiguos [46]. Egipto, en suma, alcanzó una prosperidad raramente superada en toda su larga historia. En consecuencia, florecieron las artes pacíficas. La medicina y las matemáticas alcanzan el punto culminante de su desarrollo. Se cultivan todos los géneros de literatura, incluyendo obras didácticas (la instrucción de Merikare, de Amenemhet, etc.), cuentos y narraciones autobiográficas (el marinero náufrago, la historia de Sinuhé), poemas y textos proféticos (la profecía de Neferrehu) [47]. Fue la edad de oro de la cultura egipcia.
b. Egipto en Asia.
Aunque aquella fue, esencialmente, una era de paz para Egipto, los faraones del Imperio medio no se limitaron a actividades pacíficas. Ocuparon el valle del Nilo hasta la segunda catarata, llevaron sus campañas hasta los confines de Nubia, y contra los libios por el oeste, mientras que por el este mantenían abiertas las rutas que conducen a las minas de Sinaí. Es evidente, además, que el control egipcio se extendía sobre la mayor parte de Palestina y el sur de Fenicia [48]. Este control era impreciso, sin duda, si no ya esporádico. Pues, aunque poseemos conocimientos detallados de una sola campaña militar (la de Sesostris III, en el curso de la cual fue tomada Siquem) [49], no hay razón para dudar del hecho del dominio egipcio sobre estas tierras. Biblos era una colonia egipcia; objetos encontrados en las tumbas ostentan las armas de los gobernantes de la Dinastía XII, mientras que los príncipes nativos escribían sus nombres con caracteres egipcios y se declaraban a sí mismos vasallos del faraón. Numerosos objetos de origen egipcio encontrados en varios lugares de Palestina (Guézer, Meguiddó, etc.), atestiguan la influencia egipcia en este país. Objetos similares en Qatna, Ras Samra y otros lugares muestran que los intereses diplomáticos y comerciales de Egipto alcanzaban a toda Siria. La ampliación del control egipcio en Asia puede ser mejor conocida por los Textos de Execración. Consisten éstos en dos series de inscripciones de los siglos XX y XIX [50], que ilustran cómo el faraón anhelaba obtener poderes mágicos para dominar a sus enemigos actuales o futuros. En la primera serie, las imprecaciones contra diversos enemigos estaban escritas en jarros o pucheros de barro, que eran hechos añicos y, de este modo, la imprecación se hacía eficaz. Las imprecaciones estaban escritas, en la segunda serie, sobre figurillas de arcilla que representaban cautivos atados. Los lugares mencionados indican que la esfera de influencia egipcia incluía el oeste de Palestina, Fenicia, hasta un punto al norte de Biblos y el sur de Siria. La historia de Sinuhé (siglo XX) [51], confirma esta conclusión, ya que Sinuhé —oficial egipcio caído en desgracia— se vio obligado a escapar de Biblos hacia el oriente, a la tierra de Quedem, para quedar fuera del alcance del faraón.
c. Palestina ca. 2000-1750 a. C.
Durante este período (primera parte del bronce medio) [52], Palestina recibió una infusión de pueblos que se infiltraron como grupos seminómadas en el país. Ya hemos anotado en el capítulo precedente el cataclismo que sufrió Palestina hacia el final del tercer milenio, cuando las ciudades fueron destruidas y abandonadas una tras otra y llegó a su fin el Bronce antiguo. Hacia el año 2000 la mayor parte del país estaba ocupado por clases seminómadas mientras que al oeste del Jordán la ocupación sedentaria había cesado prácticamente por completo. De hecho, el sur de Transjordania permaneció virtualmente como país nómada hasta el siglo XIII [53]. El primer grupo de los Textos de Execración, que mencionan muy pocas ciudades (de Palestina solamente pueden ser identificadas con seguridad Jerusalén y Ascalón), mientras que registra numerosos clanes nómadas con sus jefes, ilustra esta situación. Con el siglo XIX, sin embargo, se inicia en el oeste de Palestina y también en el norte de Transjordania un rápido resurgimiento durante el cual se construyen muchas nuevas ciudades, cuando los seminómadas comienzan a sedentarizarse. Esto queda demostrado tanto por los documentos arqueológicos como por el segundo grupo de los Textos Execración, que registran un buen grupo de ciudades, principalmente en Fenicia, sur de Siria y norte de Palestina, No obstante, extensos espacios, particularmente en la cordillera central, siguieron estando muy escasamente sedentarizados (en ella se mencionan Jerusalén, Siquem, pero muy pocas más).
Apenas puede dudarse que estos recién llegados fueran amorreos de la misma estirpe de los semitas del noroeste que hemos encontrado en Mesopotamia. Sus nombres, por cuanto sabemos, apuntan unánimemente en esta dirección [54]. Su modo de vida está espléndidamente ilustrado en la historia de Sinuhé, pero de modo especial en las narraciones del Génesis, por lo que es difícil escapar a la conclusión de que la migración de los antepasados de Israel formaba parte de este mismo movimiento. Este pueblo no trajo a Palestina un cambio étnico fundamental, ya que ellos mismos pertenecían al tronco común semítico del noroeste, lo mismo que los cananeos.
Aún más, una vez sedentarizados, adoptaron la lengua y en gran parte la cultura cananea; al tiempo de la conquista israelita (siglo XII) no se podía hacer una distinción clara entre ambos elementos. d. El fin del Imperio medio. Después del reinado de Amenemhet III (1842-1797) comenzó a debilitarse la Dinastía XII y pocos años después llegó a su fin. Si esto ocurrió simplemente a causa de no haber encontrado un sucesor firme, o a causa de que los nobles feudales, largo tiempo reprimidos por el poder real, comenzaron a afirmarse fuertemente, o bien porque había comenzado ya la presión de pueblos extranjeros que empujó finalmente a Egipto a su abatimiento, es cuestión que nosotros podemos dejar de lado. A la Dinastía XII siguió la XIII. Pero aunque esta Dinastía continuaba la tradición de Tebas, por lo cual es clasificada como perteneciente al Imperio medio, el poder egipcio desapareció rápidamente. Seguramente después de una sucesión de gobernantes de los que nada sabemos, hubo un breve resurgimiento bajo Neferhotep I (cap. 1740-1729), que pudo ejercer una autoridad al menos nominal en Biblos, que había sido arrebatado por los jefes amorreos [55]. Uno de éstos, llamado en egipcio «Enten» (Antina) parece ser el Yantin-'ammu mencionado en los textos de Mari. Si esto es cierto, se ha conseguido un apreciable sincronismo entre Egipto y Mesopotamia [56]. El colapso de Egipto era, en todo caso, inevitable, dada la interna disgregación existente. Los jefes tribales de Palestina y Siria —que por este tiempo se han hecho sedentarios, construían ciudades y se convertían en reyezuelos— eran enteramente independientes del faraón, cuyo control en el mejor de los casos era débil. Pronto sobrevendrá de Asia, primero una infiltración, después una ola invasora que, a fines del siglo XVIII, sumirá a Egipto en un oscuro período.
B. El antiguo oriente ca. 1750-1550
a.c.
1. Lucha por el poder en Mesopotamia durante el siglo XVIII.
1. Lucha por el poder en Mesopotamia durante el siglo XVIII.
Mientras el Imperio medio egipcio llegaba a su fin, se agudizó en
Mesopotamia la lucha por el poder, que acabaría con el triunfo de Babilonia
bajo el gran Hammurabi. Actores principales de este drama fueron, junto a
Babilonia, los elamitas, Asiría y Mari.
a. Expansión elamita y asiria.
Después de la caída de Ur III, fue Mesopotamia, durante 200 años, el escenario de pequeñas rivalidades dinásticas. Los rivales más importantes en el sur, a comienzos del siglo XVIII, fueron Isin, Larsa y Babilonia, ciudades todas gobernadas por dinastías amorreas. Pero los elamitas, que habían jugado un importante papel en la destrucción de Ur, nunca renunciaron a su ambición de dominar todo el país. Alrededor de 1770, como ya hemos visto, Kudur-mabuk de Elam derribó la dinastía de Larsa y colocó allí como gobernador a su hijo Warad-sin. A este último (1758-1698) le sucedió su hermano Rim-sin, que se propuso un programa de expansión que finalmente puso en sus manos el gobierno de la mayor parte de la baja Mesopotamia. Lo mismo que antes Warad-sin, también Rim-sin tomó el nombre de «rey de Sumer y Acad», proclamando de este modo el derecho a ser continuador de la tradición de Ur III. Hacia 1735 Rim-sin llegó a conquistar también Isin. Esto significaba que todo el sur de Mesopotamia, excepto Babilonia, cuyo gobernante (1748-1729) era Sin-mubal.lit, padre de Hammurabi, estaba bajo su control. Cuando Hammurabi subió al trono heredó un territorio sumamente reducido y seriamente amenazado. Mientras tanto, los dos Estados más importantes de la alta Mesopotamia eran Mari y Asiría, la primera con población amorrea gobernada por la dinastía de Yagid-lim y la segunda regida por reyes con nombres acádicos. Pero Asiria no era capaz por sí misma de resistir a la presión amorrea (que fue, sin duda, la que puso término a su actividad comercial en el norte) por lo cual hacia la mitad del siglo XVIII la dinastía nativa fue derrocada y reemplazada por gobernantes amorreos. El primero de éstos fue Samsi-adad I (1748-1717) quien al subir al trono se lanzó a una vigorosa política que hizo de Asiria, en poco tiempo, la primera potencia de la alta Mesopotamia. Aunque los detalles de sus conquistas no son suficientemente claros, pudo someter la mayor parte del territorio comprendido entre los montes Zagros y el norte de Siria, y aun llegar al Mediterráneo, donde erigió una estela. Samsi-adad se llamaba a sí mismo «rey del mundo» (Sar kissati), siendo el primer gobernante asirio que tomó este título. La principal de sus conquistas, sin embargo fue Mari, que conquistó derribando a Yajdun-lim perteneciente a la dinastía nativa, e instalando allí como virrey a su hijo Yasmaj-adad. Más tarde fortaleció su posición por medio de su posterior casamiento con una princesa de Qatna, importante Estado en el centro de Siria [57]. Al mismo tiempo presionó sobre el sur, con el resultado de que llegó a ser una amenaza para Babilonia tan grande como lo fue Rim-sin.
b. El «período de Mari» (ca. 1750-1697).
Asiría, sin embargo, no pudo mantener sus conquistas. En muy pocos años se habían vuelto los papeles y Mari le sucedió —por breve tiempo— como primera potencia de la alta Mesopotamia. La historia de este período ha sido brillantemente ilustrada por las excavaciones hechas en Mari inmediatamente antes de la segunda Guerra Mundial [58]. Estos descubrimientos sacaron a la luz no solamente una ciudad de grandes proporciones y riquezas, sino también más de 20.000 tablillas y fragmentos en antiguo acádico, de las cuales unas cinco mil representan la correspondencia oficial, mientras que el resto son documentos de negocios y economía. La luz que estos textos pueden arrojar sobre los orígenes de Israel es tema sobre el cual hemos de volver. Parece que después de unos 16 años de dominio asirio bajo Yasmaj-adad, hijo de Samsi-adad, Zimri-lim, perteneciente a la dinastía nativa, pudo arrojar a los invasores y establecer de nuevo la independencia. Bajo Zimri-lim (ca. 1730-1700) Mari alcanzó su cénit, llegando rápidamente a constituirse como uno de los mayores poderes de entonces. Sus fronteras se extendían desde los límites con Babilonia hasta un punto no lejos de Karkemis. Mantenía relaciones diplomáticas con Babilonia (con la que había pactado una alianza defensiva) y con varios Estados de Siria. Es particularmente interesante una de las cartas de Mari, la cual nos dice que las principales potencias de aquel tiempo eran, junto a Mari, Babilonia, Larsa, Esnunna, Qatna y Alepo (Yamkhad); ¡todos estos reyes, salvo Rim-sin de Larsa, llevaban nombres amorreos! Mari organizó un ejército eficiente, en el cual los carros tirados por caballos tenían ya una cierta aplicación. Parece que conocían también desarrolladas técnicas de asedio, incluyendo el ariete [59]; y un sistema de señales con hogueras hicieron posible la rapidez de las comunicaciones, cosa esencial en una tierra amenazada continuamente por belicosos vecinos y por las incursiones de bandas seminómadas. Mari fue una gran ciudad. Su palacio, de 2,5 hectáreas de extensión (alrededor de 200 x 120 metros en sus mayores dimensiones) que se componía de más de 250 habitaciones (incluyendo cuartos de estar, cocinas, almacenes, escuelas, cuarto de aseo y sumideros) debía ser una de las maravillas del mundo. La abundancia de documentos administrativos y de negocios muestra que la actividad económica estaba altamente organizada. Su comercio se extendía libremente por todas partes: a Biblos, Ugarit (Ras Samra) en la costa; allende el mar hasta Chipre y Creta y llegando incluso hasta Anatolia. Es interesante, sin embargo, que los textos de Mari no hagan ninguna mención de Egipto, sumido por este tiempo en la oscuridad a causa de la invasión de los hicsos. Aunque sus escribas escribían en acádico, la población de Mari, en su mayoría, eran semitas del noroeste (amorreos), con alguna pequeña mezcla de estirpe acádica y hurrita. Como era de esperar, su religión era una mezcla de rasgos característicos de los semitas del noroeste y de Mesopotamia, manteniendo en su panteón dioses de ambas regiones. En resumen, este pueblo era semita noroccidental, de origen primitivamente seminómada, que había adoptado la cultura acádica y que hablaba una lengua semejante a la de los antepasados de Israel. Ya tendremos ocasión más adelante de volver sobre este tema.
c. Triunfo de Babilonia: Hammurabi (1728-1686).
Pero la victoria, en la lucha por el poder, no iba a ser ni para Mari ni para Asiria, ni para el elamita Rim-sin, sino para Babilonia. El forjador de esta victoria fue el gran Hammurabi [60]. Cuando Hammurabi subió al trono, Babilonia estaba en una precaria situación, amenazada en el norte y en el sur por Asiria y la expansión elamita y en rivalidad por el noroeste con Mari. Hammurabi, sin embargo, pudo cambiar la situación y levantar a Babilonia hasta la cima del poder mediante un vigoroso esfuerzo y una serie de movimientos estratégicos, incluyendo una no pequeña dosis de cínico desprecio hacia los tratados que había concluido. Desconocemos los detalles. Baste decir que Rim-sin, con el que Hammurabi había hecho alianza, fue atacado, arrojado de Isin y forzado a confinarse en Larsa, en el sur; más tarde fue arrojado de allí, perseguido y hecho prisionero. Mientras tanto Hammurabi debilita a Asiria con golpes certeros de tal manera que su amenaza desaparece definitivamente, hasta que cae al fin bajo el poder de Babilonia. Finalmente, teniendo firmemente asegurada bajo su mano la mayor parte de la baja Mesopotamia, se volvió contra Zimri-lim de Mari, con el que también estaba aliado. En el año 32 de su reinado (1697) cayó Mari en su poder. Pocos años más tarde, quizás a causa de una rebelión, fue totalmente arrasada. Al fin, Hammurabi, era dueño de un pequeño imperio que comprendía la mayor parte de las llanuras ribereñas entre los montes Zagros y el desierto, llegaba por el sur hasta el golfo Pérsico e incluía algunas partes de Elam. Con todo, no pudo extender su control más allá de Nínive en el curso superior del Tigris, hacia el norte, ni más allá de Mari hacia el noroeste; menos aún pudo salir a campaña contra Siria y llegar al mar Mediterráneo. Bajo Hammurabi conoció Babilonia un floreciente movimiento cultural. Así, Babilonia, que antes de la primera dinastía era un insignificante lugar, se convierte ahora en una gran ciudad. Sus construcciones fueron probablemente más impresionantes que las de la misma Mari, aunque no pueden ser restauradas a causa de encontrarse actualmente bajo la superficie de las aguas. Con la prosperidad de Babilonia, el dios Marduk fue elevado al primer puesto en el panteón; la torre Etemenanki fue una de las maravillas del mundo. La literatura y todas las formas del saber florecieron como muy pocas veces había sucedido en la antigüedad. Una gran cantidad de textos provienen de este tiempo, poco más o menos: copias de antiguos relatos épicos, p. e., narraciones babilónicas de la creación y el diluvio; vocabularios, diccionarios y textos gramaticales sin igual en el mundo antiguo; tratados de matemáticas que señalan el progreso en álgebra, no superados ni siquiera por los griegos; textos de astronomía y compilaciones y clasificaciones de toda suerte de conocimientos. Junto con esto —porque esta no era aún la edad del método científico— se tenía también interés por toda clase de pseudociencias: astrología, magia, hepatoscopia y otras semejantes. La más importante, con todo, de todas las realizaciones de Hammurabi fue el famoso código de leyes que publicó al final de su reinado [61]. Este no era, naturalmente, un código legal en el sentido moderno de la palabra, sino una nueva formulación de la tradición legal conseguida en el tercer milenio y representada por los códigos de Ur-nammu, de Lipit-Istar y por las leyes de Esnunna, de que ya hemos hablado; las leyes posteriores de Asiria, así como el Código de la Alianza (Ex. 21-23) son también formulaciones de la misma o parecida tradición. El código de Hammurabi no representa, por lo tanto, una nueva legislación que intentase desplazar todo otro modo de procedimiento legal, sino que más bien significa un esfuerzo por parte del Estado para suministrar una pauta oficial de la tradición legal para ser tenida como norma, de manera que pudiera servir de arbitro entre las distintas tradiciones legales existentes en las diversas ciudades y en los territorios exteriores del reino [62]. Es, pues, en todo caso, un documento de suma importancia por la luz que arroja sobre la organización social de aquel tiempo, y por los numerosos paralelos que ofrece con las leyes del Pentateuco.
2. Período de confusión en el
antiguo Oriente.
La última parte del período patriarcal fue una época de confusión. Aun
cuando Hammurabi llevó a Babilonia al cénit de su poder, comenzó a caer sobre
el mundo antiguo un oscuro período. A todo lo largo de Mesopotamia, Siria y
Palestina hay pruebas de pueblos en movimiento. Egipto entró en un período de
dominio extranjero durante el cual son prácticamente nulas las inscripciones
nativas, mientras que en Babilonia las glorias de Hammurabi desaparecían
rápidamente.
a. Egipto: los hicsos.
a. Egipto: los hicsos.
Ya hemos visto cómo en el siglo XVIII había declinado el poder del Imperio medio. Antes de acabar el siglo, Egipto había caído en la disgregación, con dinastías rivales (Dinastías XIII y XIV) luchando por el poder. Esto dejaba abierto el camino para la invasión de unos pueblos extranjeros llamados hicsos. Quiénes eran estos hicsos y de donde vinieron es una cuestión muy debatida [63]. Frecuentemente son descritos como invasores salvajes bajando del norte e inundando Siria y Egipto como un torrente. Pero este cuadro necesita probablemente corrección. El término «hicsos» significa «jefes extranjeros» y era aplicado por los faraones del Imperio medio a los príncipes asiáticos. Es probable que los conquistadores adoptaran este título que después llegó a designar a todo el conjunto de invasores. Por algunos de los nombres que de ellos conocemos y que son, con la excepción de algunos egipcianizados (p. e., Apofis) cananeos o amorreos [64], podemos juzgar que los hicsos eran predominantemente de la estirpe de los semitas noroccidentales, aunque esto sólo verosímilmente, ya que tienen también otros elementos. Adoraban a los dioses cananeos, cuya divinidad suprema era Ba'al, identificado con el dios egipcio Seth. Es probable que la mayoría de los jefes hicsos fueran príncipes cananeos o amorreos procedentes de Palestina y del sur de Siria, como los que conocemos por los Textos de Execración, que aprovechando la debilidad de Egipto se lanzaron sobre el país. Y así los hicsos pueden ser considerados como un fenómeno de alguna manera paralelo al de los dinastas amorreos cuyas incursiones hemos visto en Mesopotamia [65]. Pero también es probable que la invasión de Egipto por los hicsos esté relacionada con el movimiento de pueblos indo-arios y hurritas, del cual hablaremos ahora. La invasión parece haber tenido lugar en dos oleadas. Los príncipes asiáticos que, según parece, estaban establecidos en el Delta ya por el año 1720 (o 1710), se fueron haciendo progresivamente independientes y comenzaron a consolidar su posición. Entonces (ca. 1690 ó 1680) habiendo sido unidos por un nuevo y mejor organizado grupo [66], se fueron apoderando gradualmente de todo Egipto. Los hicsos colocaron su capital en Avaris (Tanis), ciudad cercana a la frontera nordeste, fundada según parece por ellos, y desde la cual gobernaron a Egipto aproximadamente durante unos cien años (ca. 1690/80-1580/70). En opinión de la mayoría, los antepasados de Israel entraron en Egipto durante este tiempo. Los hicsos controlaban también un imperio en Asia, lo que fue sin duda la causa de que colocaran su capital donde lo hicieron. Este imperio incluía ciertamente Palestina, como lo muestran los miles de escarabajos y otros objetos allí encontrados. Pero cuánto más hacia el norte se extendió su imperio, es una pregunta sin respuesta. Algunos creen que llegó hasta el norte de Siria, alcanzando incluso el Éufrates. Esto no es imposible, ya que habiéndose debilitado Babilonia y habiendo dado comienzo la áspera presión hitita hacia el sur, no existía por este tiempo ningún poder fuerte en el oeste de Asia. Por otra parte, restos atribuidos a Khayana, rey de los hicsos, han sido hallados hasta en Creta y Mesopotamia. Pero esto, aunque demuestra que el faraón de los hicsos tenía una posición influyente en el mundo, no es prueba más que de amplias relaciones comerciales. La extensión de las posesiones de los hicsos en Asia nos es desconocida. Sólo después de un siglo de dominio hicso estalló la lucha que había de librar a Egipto de los aborrecidos invasores. El poder de los hicsos en el alto Egipto era, cuando más, precario. Al principio del siglo XVI, cuando la Dinastía XV fue seguida por otra y la posición de los príncipes extranjeros se había debilitado, desencadenaron la lucha por la libertad algunos príncipes de procedencia tebana (Dinastía XVII). Su primer jefe Seqenen-re fue, a juzgar por su momia, gravemente herido y probablemente muerto en batalla. Pero su hijo Kamose pudo, mediante extraordinarios esfuerzos, reunir a sus compatriotas y continuar la lucha. El libertador, sin embargo, fue Amosis (1570-1546), hermano de Kamose, que es considerado como el fundador de la Dinastía XVIII. Amósis atacó repetidamente a los hicsos hasta que les obligó a encerrarse en su capital, Avaris, cerca de la frontera nordeste. Al final de su reinado (ca. 1550) fue tomada Avaris y arrojados de Egipto los invasores. Entonces Amósis los persiguió hasta Palestina, donde, después de un asedio de tres años, conquistó la fortaleza de Sarujen, en la frontera sur de esta tierra. El camino hacia Asia quedaba abierto. El período del imperio egipcio, durante el cual sería indiscutiblemente la mayor potencia de entonces, estaba a la vista.
b. Movimientos raciales en Mesopotamia. Siglos XVII y XVI.
Coincidiendo con la invasión de Egipto por los hicsos, hubo también una gran presión de pueblos nuevos sobre todas las partes del Creciente Fértil. Entre estos pueblos se encontraban los hurritas [67], cuyo lugar de origen parece haber sido las montañas de Armenia y cuyo lenguaje era semejante al del futuro imperio de Urartu [68]. Mencionados por primera vez en los textos cuneiformes hacia el siglo XXIV, muchos de ellos, como ya hemos notado, invadieron el norte de Mesopotamia, particularmente la región este del Tigris, cuando los gutios destruyeron el imperio de Acad. Pero aunque los textos de Mari y algunos otros indican la presencia de hurritas, la población de la alta Mesopotamia durante el siglo XVIII era aún predominantemente amorrea. En los siglos XVII y XVIII, sin embargo, hay ya una enorme influencia de los hurritas en todas las partes del Creciente Fértil: en la región este del Tigris, sur y suroeste a lo largo de toda la alta Mesopotamia y norte de Siria y aun hasta el sur de Palestina. También ocuparon las tierras de los hititas. Hacia la mitad del segundo milenio la alta Mesopotamia y el norte de Siria estaban saturadas de hurritas. Nuzi, en la región este del Tigris (como lo indican textos del siglo XV) era casi totalmente hurrita; Alalaj, en el norte de Siria, ya sólidamente hurrita en el siglo XVII [69], llegó a serlo de una manera total (como lo demuestran textos del siglo XV). Presionando a los hurritas, y en parte moviéndose con ellos, aparecen los indo-arios, probablemente como parte del movimiento general que llevó una población indo-aria al Irán y a la India. Umman-manda, mencionado en Alalaj y otros lugares, era sin duda uno de ellos [70]. Más tarde volveremos a hablar de estos pueblos. Con sus rápidos carros, sembraron el terror por todas partes. Antes del siglo XV, cuando sobrevino el período oscuro, se extendió a lo largo de la alta Mesopotamia el imperio Mitanni, que tuvo gobernantes indo-arios, pero con población fundamentalmente hurrita. Estos movimientos citados sirven sin duda para explicar por qué Hammurabi no pudo extender sus conquistas hacia el norte y hacia el oeste más de lo que lo hizo y por qué el imperio que construyó no fue duradero. Y ciertamente no lo fue. Ya bajo su sucesor Samsu-iluna (1685-1648) se desmoronó y aunque la dinastía pudo mantenerse aún más de 150 años, nunca logró recobrar el poder. Esto fue debido en parte a disgregación interna ya que los Estados sojuzgados recobraron la independencia. Y así, poco después de la muerte de Hammurabi, un Ilu-ma-ilu, descendiente de la línea de Isin, se rebeló y fundó una dinastía en el sur (la dinastía de la Tierra del Mar).
A pesar de todos los esfuerzos, Babilonia nunca pudo reducir a su rival, de suerte que la tierra patria quedó definitivamente dividida en dos partes. Ni siquiera Babilonia quedó inmune del alcance de la presión externa de los nuevos pueblos. En el reinado del sucesor de Hammurabi, un pueblo llamado casita (coseos) comenzó a aparecer en el país. Poco se sabe acerca del origen de este pueblo, aunque algunos de sus dioses parecen indo-europeos. Quizás empujados por la presión indo-aria se esparcieron por las montañas de Luristán, como habían hecho los gutios antes de ellos, y comenzaron a apoderarse poco a poco de las regiones adyacentes a la llanura mesopotámica. Su potencia rivalizó pronto con la de Babilonia y al fin poco a poco puso en peligro incluso la existencia de esta última.
c. Palestina en el período hicso.
Palestina no escapó, claro está, a este oleaje. Después de todo, formaba parte del imperio de los hicsos y los mismos hicsos procedían al parecer en buena parte de allí y del sur de Siria. Además, hay abundantes testimonios de que en este período [71] sufrió Palestina una invasión por su parte norte que trajo consigo nuevos elementos patricios. Por lo que, si en los textos más antiguos todos los hombres de Palestina son prácticamente semíticos, en el transcurso de los siglos XV y XIV, aunque los nombres semitas siguen predominando, abundan los hurritas e indo-arios. Incluso algunas tumbas testifican un cambio en el tipo racial [72]. Es claro, por tanto, que las sucesivas invasiones de hurritas e indoarios referidas más arriba se preocuparon no poco de Palestina. Probablemente (como en el caso de Mesopotamia), una aristocracia indo-aria influyó sobre un sustrato hurrita plebeyo y ocasionalmente patricio. La Biblia menciona frecuentemente a los hurritas (horitas) en Palestina [73] mientras que los faraones del Imperio conocían este país como Hurru. Estas gentes nuevas trajeron consigo nuevas y terribles armas y técnicas militares. Los carros tirados por caballos y los arcos dobles [74] que poseían, les daban una movilidad y una eficacia sin parecido en el mundo de entonces. Los carros, aunque conocidos en Mari ya en el siglo XVIII, nunca habían sido utilizados como un arma táctica eficaz. Es probable que los hicsos adoptaran las nuevas técnicas de los indo-arios y que las emplearan en la conquista de Egipto, donde eran entonces desconocidas. Con los carros apareció una manera típica de fortificación: un campo que se protegía rodeándole de un terraplén de tierra apisonada, para el alojamiento de las fuerzas de carros, demasiados numerosas para ser acomodadas dentro de poblaciones amuralladas. Campamentos de esta clase son conocidos en Egipto, pasando por Palestina y Siria (p. e., Jasor, Qatna) hasta el Eufrates y aún más lejos. Las ciudades estaban protegidas al principio por un glacis de tierra apisonada en la pendiente de la escarpa bajo los muros, y después por un revestimiento macizo de albañilería que servía de fundamento para los mismos muros. Esto fue, probablemente, para defenderse contra los arietes que eran ya usados generalmente por estos tiempos. Numerosas ciudades de Palestina tienen fortificaciones de esta especie [75]. También por este tiempo desapareció por completo la patriarcal simplicidad de la vida amorrea seminómada. Cuando estos nómadas se establecieron y construyeron ciudades, sus jefes se convirtieron en reyezuelos; comenzó a desarrollarse el sistema de ciudad Estado característico de Palestina hasta la conquista israelita. Las ciudades eran numerosas, bien construidas, y, como hemos visto, poderosamente fortificadas. La sociedad era feudal en su estructura, con la riqueza muy desigualmente repartida; al lado de las hermosas casas de los patricios, se encontraban las chozas de los siervos semilibres. No obstante, las ciudades de esta época evidencian una prosperidad tal como raramente conoció Palestina en la antigüedad.
d. El antiguo imperio hitita y la caída de Babilonia.
Como ya hemos dicho, el período oscuro de Egipto finalizó hacia 1550 con la expulsión de los hicsos y la subida de la Dinastía XVIII. Pero Babilonia no fue tan afortunada; para ella, su período oscuro fue mucho más profundo. Ya internamente debilitada y asediada por las incursiones casitas, cayó hacia el 1530 y la primera Dinastía llegó a su fin. El golpe de gracia no fue asestado por los casitas, ni por ningún otro rival vecino, sino por una invasión hitita procedente de la lejana Anatolia. No nos podemos detener en el enojoso problema del origen de los hititas [76]. Baste decir que Asia Menor, en el tercer milenio, y aun antes, había estado habitada por un pueblo autóctono que hablaba un idioma anatolio de filiación desconocida. Son los llamados proto-hititas. Hacia el 2000 a. C, sin embargo, hubo en Asia Menor infiltraciones de diferentes grupos que hablaban dialectos indoeuropeos (lubio, nesio, etc.), que se extendieron y mezclaron con la población anterior. El más influyente de estos pueblos se llamaba a sí mismo hitita (Hatti) de Hattusas (Boghazkóy), capital primero de una ciudad-Estado y más tarde del imperio. Su escritura era cuneiforme tomada de Mesopotamia, sin duda a través de los hurritas, aunque también siguieron en uso los jeroglíficos nativos, que sólo ahora comienzan a ser descifrados. Al comenzar el segundo milenio, los países hititas (como lo demuestran los textos de Capadocia del siglo XIX) estaban organizados en un sistema de ciudades-Estado: Kúsara, Nesa, Zalpa, Hattusas, etc. Sin embargo quizá ya en el siglo XVII se había logrado una cierta unificación y estaban echados los cimientos del antiguo imperio hitita. Este logro es atribuido generalmente a Labarnas (¿a principios del siglo XVI?), pero los comienzos parecen ser aún más antiguos [77]. En todo caso, antes de mediado el siglo XVI existía ya en el este y centro de Asia Menor un fuerte imperio hitita en el que encontramos al hijo de Labarnas, Hattusilis I, presionando hacia el sur en Siria —como lo harán todos los reyes hititas siempre que puedan— y poniendo sitio a Yamkhad (Alepo). Alepo cayó finalmente bajo su sucesor Mursilis I, quien entonces (ca. 1530) aventuró un golpe audaz a través del país hurrita, bajando por el Eufrates, hasta Babilonia. El éxito le acompañó. Babilonia fue tomada y saqueada y el poder de la primera Dinastía, que se había sostenido durante 300 años, llegó a su fin. Esto no significa, sin embargo, que toda Mesopotamia pasase a manos hititas. La hazaña de Mursilis fue simplemente una incursión; él nunca logró incorporar a su imperio el valle del Eufrates. Por el contrario, el antiguo imperio hitita, bloqueado por la presión hurrita desde el este y debilitado por su crónica inhabilidad para asegurar la sucesión al trono sin violencia (el mismo Mursilis fue asesinado), declinó rápidamente. El poder hitita se refugió por más de un siglo en Asia Menor, teniendo poca importancia en el escenario de la historia. Mientras tanto en Babilonia tomaron el control los casitas, aunque en rivalidad durante cierto tiempo con los reyes de las tierras del mar; una dinastía casita se mantuvo en el poder durante unos 400 años (hasta el siglo XII). Fue un período oscuro para Babilonia en el cual nunca volvió a ocupar una posición prominente; las artes pacíficas languidecieron, y los negocios no volvieron a la normalidad hasta un siglo más tarde. Al mismo tiempo, frente a la presión bárbara, Asiria fue reducida a un pequeño Estado, apenas capaz de subsistir. Así vemos que durante toda la edad patriarcal nunca se llegó a conseguir una estabilidad política permanente en Mesopotamia. Interrumpimos por el momento nuestra narración en este punto, con Egipto reviviendo y Mesopotamia hundida en el caos. Si los antepasados de Israel entraron o no durante este tiempo en Egipto, es asunto sobre el que volveremos. Pero el conjunto de las narraciones de los caps. 12 al 50 del Génesis deben ser vistas sobre el fondo de estos tiempos que acabamos de describir.
Capítulo 2
Los patriarcas
Los patriarcas
Contenido:
A. Las narraciones patriarcales: el problema y el método a seguir.
B. Encuadramiento histórico de las narraciones patriarcales.
C. Los antepasados de los hebreos y la
historia.
Las
narraciones patriarcales (Gn. 12 al 50) forman el primer capítulo de esta gran
historia teológica de los orígenes de Israel que encontramos en los primeros
seis libros de la Biblia. En ellas se nos dice que, siglos antes de que Israel
tomara posesión de Canaán, llegaron de Mesopotamia sus antepasados y anduvieron
vagando como seminómadas por todo el país, apoyados en las promesas de su Dios
de que un día esa tierra pertenecería a su posteridad. Prácticamente, todo lo
que conocemos de los orígenes de Israel y de su prehistoria antes de que
iniciara su vida como pueblo en Palestina, procede de la narración del
Exateuco, que nos conserva la tradición nacional [78] referente a estos sucesos tal como el mismo
Israel los recordaba. Ningún otro pueblo de la antigüedad tuvo tradiciones que
se le puedan comparar. Verdaderamente, por la riqueza de los detalles, la
belleza literaria y la profundidad teológica no tienen paralelo entre las de su
género en toda la historia. Las narraciones que al presente nos interesan —las
de los patriarcas— han de ser consideradas, como se verá más adelante, en el
contexto de los siglos descrito en el capítulo anterior. Teniendo esto a la
vista, pudiera parecer sencillo escribir la historia de los orígenes de Israel
y aun la vida misma de los patriarcas. Pero no es así. No sólo es imposible
relacionar, con precisión aproximada, los sucesos bíblicos con los eventos de
la historia contemporánea, sino que las narraciones son tales en sí mismas que
constituyen el mayor problema de la historia de Israel. El problema, en una
palabra, se refiere al grado en que estas tradiciones primitivas pueden ser
usadas —si lo pueden ser en algún grado— como base para la reconstrucción de
los sucesos históricos. Se trata de un problema que no puede ser rehuido. Si
plantearlo puede causar impaciencia a los que piensan que el texto bíblico debe
ser aceptado sin discusión, eludirlo podría parecer a los de la opinión
contraria una evasión del problema, que haría inútil nuestra discusión. Será
mejor, por tanto, decir aquí algunas palabras referentes a la naturaleza del
problema y al procedimiento que vamos a seguir [79].
A. Las narraciones patriarcales:
El problema y el método a seguir
1. Naturaleza del material.
El problema y el método a seguir
1. Naturaleza del material.
El problema de la descripción de los orígenes de Israel está incluido en
el de la naturaleza del material a nuestra disposición. Si se admite que la
historia sólo puede ser escrita con seguridad a base de documentos
contemporáneos, es fácil ver la verdad de la precedente afirmación, ya que las
narraciones patriarcales no son ciertamente documentos históricos
contemporáneos de los sucesos que narran. Aun cuando muchos puedan tener el
sentimiento de que la inspiración divina asegura su precisión histórica,
despachar el problema mediante un recurso al dogma no sería prudente. Con
seguridad, la Biblia no necesita reclamar para sí inmunidad respecto de un
riguroso método histórico, antes puede esperarse que resista la investigación a
que son sometidos otros documentos de la historia.
a. La hipótesis documentaría y el problema de las narraciones patriarcales.
Dado que la tradición ha sostenido que las narraciones patriarcales fueron escritas por Moisés (que vivió siglos más tarde) ninguna teoría las ha considerado como documentos contemporáneos. Sólo con el triunfo de la crítica bíblica, en la segunda mitad del siglo XIX, y el sometimiento de la Biblia a los métodos de la historiografía moderna, se planteó por primera vez el problema. Se desarrolló la hipótesis, que gradualmente logró el consentimiento unánime de los especialistas, de que el Exateuco estaba compuesto por cuatro grandes documentos (además de otros menores) llamados J, E, D y P, el primero de los cuales (J) se escribió en el siglo IX y el último (P) después del destierro. Ésta hipótesis hizo, muy comprensiblemente, que los críticos consideraran las primitivas tradiciones de Israel con cierto escepticismo. Puesto que de ninguno de los documentos se ha sostenido que fuera ni siquiera remotamente contemporáneo de los sucesos descritos, y puesto que quedaba prohibido acudir al presupuesto de una doctrina de la Escritura que garantizara con seguridad la exactitud de los sucesos, se siguió una valoración extremadamente negativa. Aunque se concedió que las tradiciones podían contener reminiscencias históricas, nadie pudo asegurar con exactitud cuáles fueran éstas. Se vacilaba en dar valor a las tradiciones al reconstruir la historia de los orígenes de Israel. Así, cuanto a los relatos patriarcales, aunque se les estimó por la luz que arrojan sobre las creencias y prácticas de los períodos respectivos en que los diversos documentos fueron escritos, su valor como fuente de información referente a la prehistoria de Israel fue tenido por mínimo, si no nulo [80]. Abraham, Isaac y Jacob eran considerados comúnmente como antepasados epónimos de clanes y aun como figuras míticas y su existencia real fue con frecuencia negada. La religión patriarcal, tal como está descrita en el Génesis, fue considerada como una proyección a tiempos pasados de creencias posteriores. En la línea de las teorías evolucionistas que aparecieron por entonces, la religión contemporánea de los antepasados nómadas de Israel fue descrita como animismo o poli demonismo. Aun hoy día, a pesar del creciente reconocimiento de que el juicio anterior fue demasiado severo, el problema no ha sido resuelto. La hipótesis documentaria goza todavía de general aceptación y es necesariamente el punto de partida de cualquier discusión. Aunque la explicación evolucionista de la historia de Israel, que va unida al nombre de Wellhausen, encontraría hoy pocos defensores, y a pesar de que los documentos mismos hayan llegado a ser considerados por la mayoría bajo una luz enteramente nueva, la hipótesis documentaría no ha sido, en general, abandonada. Incluso aquellos que declaran su renuncia a los métodos del criticismo literario en favor de los de la tradición oral, se sienten obligados a trabajar con bloques de material que corresponden más o menos a los designados por los símbolos J, E, D y P [81]. Conserva toda su fuerza el problema suscitado por los fundadores del criticismo bíblico. La mayoría de los tratados de historia de Israel han tendido, hasta hoy, a una valoración negativa de las tradiciones primitivas y se resisten a contar con ellas como fuentes de información histórica.
b. Nueva luz sobre las tradiciones patriarcales.
No obstante, aunque no deba minimizarse la gravedad del problema, se hace cada vez más evidente que se abre paso una nueva y más amistosa valoración de las tradiciones. No se ha llegado a esta conclusión por razones dogmáticas, sino a causa de las varias líneas de estudio objetivo que se ha centrado en el problema y han obligado a una revisión de las afirmaciones anteriormente mantenidas. Lo más importante, con mucho, de estas líneas ha sido la luz arrojada por los hallazgos arqueológicos referentes a la época de los orígenes de Israel. Hay que constatar que, cuando se desarrolló la hipótesis documentaria, apenas se tenía conocimiento de primera mano sobre el antiguo Oriente. Aún no había sido esclarecida la gran antigüedad de su civilización y apenas se conocía la naturaleza de sus diversas culturas. En ausencia de un punto objetivo de referencia para valorar las tradiciones, fue fácil que los hombres dudaran del valor histórico de documentos tan distanciados de los sucesos que relatan y, considerando a Israel en el aislamiento de una perspectiva reducida, supusieran para su primer período las más bárbaras costumbres y creencias. Apenas si es necesario decir que esta situación ha cambiado radicalmente. Han sido excavados docenas de lugares y, a medida que han ido saliendo a la luz y han sido analizados los hallazgos de material y las inscripciones, la edad patriarcal se ha visto iluminada de una manera increíble. Tenemos ahora decenas de millares de textos literarios contemporáneos de los orígenes de Israel. Los más importantes son: los textos de Mari del siglo XVIII (más de 20.000), los textos de Capadocia del siglo XIX (varios millares), miles de documentos pertenecientes a la primera Dinastía babilónica (siglos XIX al XVI), los textos de Nuzi del siglo XV (varios millares), las tablillas de Alalaj de los siglos XVII y XV, las tablillas de Ras Samra (siglos XV al XIII), los Textos de Execración y otros documentos del Imperio medio egipcio (siglos XX al XVIII), así como otros muchos. Y cuando salió a la luz el comienzo del segundo milenio, se vio claramente que las tradiciones patriarcales, lejos de reflejar circunstancias de tiempos posteriores, se situaban precisamente en la edad de que pretenden hablar. Más tarde veremos algo acerca de esto. La única deducción posible es que las tradiciones, cualquiera que sea su veracidad histórica, son, en realidad, muy antiguas.
Indudablemente, el conocimiento de todo esto no ha obligado a los especialistas al abandono general de la hipótesis documentaría, pero ha permitido amplias modificaciones de esta hipótesis y una nueva apreciación de la naturaleza de las tradiciones. Hoy día está bien comprobado que todos los documentos, prescindiendo de la fecha de su composición, contienen material antiguo. Aunque los autores de los documentos elaboraron este material e imprimieron en él su propio carácter, es dudoso —aun cuando no se pueda demostrar detalladamente— que cada uno de ellos acarreara material de novo. Esto significa que, si bien los documentos pueden ser fechados con aproximación, el material no puede ser ordenado en ellos según una clara progresión cronológica. No se puede afirmar que los documentos más antiguos deban ser proferidos a los más recientes, o que el fechar un documento equivalga a pronunciar un veredicto acerca de la edad y el valor histórico de su contenido. El veredicto debe darse en cada unidad individual de tradición, estudiada por sí misma.
Apenas sorprende, por tanto, que en los últimos años haya habido un interés creciente por el examen de las más pequeñas unidades de tradición a la luz de los métodos de la crítica de las formas y de los datos comparativos. Aunque no se puede hablar de unanimidad en los resultados, tales estudios han sido voluminosos y fructíferos. Citaremos algunos de ellos en este y sucesivos capítulos [82]. El resultado ha sido demostrar con un alto grado de probabilidad que numerosos poemas, listas, leyes y narraciones aun en los documentos posteriores, son de origen muy antiguo y de gran valor histórico. Esto ha significado, a su vez, que ha llegado a ser posible una descripción mucho más positiva del primitivo Israel. Además, el hecho de que los documentos, aunque varios siglos posteriores, reflejen auténticamente el medio ambiente del tiempo de que hablan, ha conducido a un creciente aprecio del papel de la tradición oral en la transmisión del material. Es universalmente reconocido que gran parte de la literatura del mundo antiguo —relatos épicos, saber tradicional, material litúrgico y legal— han sido transmitidos oralmente. Aun en tiempos más recientes, en las sociedades donde los documentos escritos son raros y la proporción de ignorancia es alta, se sabe que secciones enteras de literatura tradicional han sido transmitidas oralmente a lo largo de generaciones, y aun de siglos. E incluso cuando el material fue transmitido en forma escrita, no fue necesariamente abandonada la tradición oral, sino que pudo continuar ejerciendo su función al lado de la tradición escrita, sirviendo esta última como control, pero no como sustituto de la primera [83]. La tenacidad con que la tradición oral actúa varía con el tiempo y las circunstancias y no debe, por tanto, ser exagerada ni minimizada. Dado que la poesía se recuerda más fácilmente que la prosa, es razonable suponer que el material en verso o condensado en fórmulas fijas, como lo fue comúnmente el material legal, sería transmitido con mayor fidelidad que cualesquiera otras formas de discurso. Deben hacerse siempre, además, concesiones a la tendencia de la tradición oral a estereotipar el material dentro de formas convencionales, a configurarlo, reagruparlo, tamizarlo y, a veces, a comunicarle un propósito didáctico. Por otro lado, la transmisión oral tiende a ser más constante cuando se conoce la escritura y ésta puede frenar los desvaríos de la imaginación, y cuando un clan organizado tiene interés en mantener vivas las tradiciones ancestrales. Se puede decir que estas condiciones habían alcanzado un favorable desarrollo entre los hebreos en la época en que sus tradiciones fueron tomando cuerpo, puesto que los hebreos sentían de un modo particularmente intenso los vínculos de clan y culto y la escritura estuvo en uso general en todos los períodos de su historia. Por tanto, podemos dar por supuesto que, entre los documentos del Pentateuco, tal como los leemos, y los sucesos que narran, existe una corriente de tradición ininterrumpida y viva, aunque compleja. Podemos afirmar también que, aun después de haber dado comienzo el proceso de fijación por escrito, la tradición oral continuó su papel modelador, tamizador e incrementador del material.
c. Más allá de los documentos: la formación de la tradición.
La historia de las tradiciones patriarcales antes de que desembocaran en los diversos documentos, puede ser trazada sólo en parte y esto por deducción. Como no hay aquí huellas del documento D, y el P, aunque suministra un armazón cronológico y genealógico, añade poco a la narración, se asigna a J y E la mayor parte del material [84]. Estos documentos poseen, a pesar de numerosas divergencias, una notable homogeneidad esquemática y narran fundamentalmente la misma historia. Es realmente probable que las actuales divergencias entre ambos sean aún menores de lo que parece, puesto que quizá cuando ambos fueron unidos (probablemente después del 721), en una narración única (JE), uno de los dos (generalmente J) sirvió de base y el otro de complemento, con el resultado de que donde ambos eran paralelos, se tendió a eliminar uno de ellos, y sólo en los puntos divergentes se conservaron ambos relatos [85]. Si esto es verdad, las diferencias que se observan representan el área máxima, no la mínima de divergencia. Es probable que J y E se remonten a un origen común [86]. Las diferencias entre ellos hacen difícil creer que E dependa de J [87] , mientras que sus semejanzas hacen igualmente difícil creerlos completamente independientes entre sí. En todo caso, es más razonable considerarlos como recensiones paralelas de un original común transmitido en diferentes regiones del país [88], aunque ambos, sin duda, contienen un material transmitido con independencia. Si bien no se puede reconstruir con seguridad este original común, dada la naturaleza fragmentaria de E, este original subyace, posiblemente, en los puntos al menos en que E y J corren paralelamente. Dado que en ambas narraciones se hallan presentes los temas fundamentales del Pentateuco, la fuente de que ellos arrancan debió haber contenido las líneas esenciales de la narración tal como conocemos. Y puesto que probablemente la mejor fecha para J es el siglo X, esto significa que las tradiciones han recibido su forma estable ya en la época de los jueces. Ciertamente, la mayoría de los temas principales están ya delineados en algunos credos cúlticos del período más primitivo de la vida de Israel en Palestina (Dt. 6, 20-25; 26, 5-10; Jos. 24, 2-13) [89]. No sabemos si la fuente de J y E fue transmitida oralmente o por escrito, o de ambas formas. Tampoco sabemos si fue estructurada en forma de poesía épica o fue una recopilación en prosa de un poema épico anterior. Pero la suposición de un original poético es admisible ya por el simple hecho de que en esta forma parece más aceptable una larga transmisión [90]. En todo caso, hubo aquí, ciertamente, una larga historia de transmisión. Pero los detalles de esta historia —las diversas tradiciones— están fuera de nuestro conocimiento, y probablemente lo estarán siempre. Los intentos para reconstruir una tradición-historia completa son demasiado especulativos y tienen demasiada poca base de prueba objetiva para dar seguridad [91]. Lo único que podemos dar por supuesto es que las tradiciones surgieron separadamente, en conexión con los sucesos que narran, en su mayor parte, sin duda, en forma de poemas heroicos (como el Cántico de Débora). Podemos suponer también que, con el transcurso del tiempo, las tradiciones que se relacionaban con diversos individuos —Abraham, Isaac, Jacob— fueron agrupados en ciclos tradicionales más amplios, que posteriormente fueron estructurados dentro de una especie de épica de los antepasados. Más tarde aún, esta épica fue unida, siguiendo el modelo de las antiguas confesiones cúlticas, a las tradiciones del Éxodo, del Sinaí y de la conquista, para formar una gran historia épica de los orígenes de Israel. A lo largo de todo este camino, las tradiciones experimentaron indudablemente un proceso de selección, refracción y estabilización. El material fue organizado según un esquema de motivos convencionales, mientras que las tradiciones inadaptables o de interés no general, fueron abandonadas y olvidadas. Y todas las tradiciones, aun las que originalmente afectaban a grupos pequeños, fueron esquematizadas dentro de un marco nacional de referencia, como tradiciones constitutivas del pueblo israelita. Al mismo tiempo, otras tradiciones que no estaban incluidas en los primitivos documentos o en su fuente, fueron transmitidas de una manera semejante, algunas para entrar en el Pentateuco por separado (por ej. Gn 14), y otras por medio de uno de los documentos posteriores. Pero los detalles del proceso no pueden ser precisados. Todo lo que se puede decir con seguridad es que la corriente de transmisión se remonta a la misma edad patriarcal y que las tradiciones, recitadas y transmitidas entre los diversos clanes, alcanzaron forma estable, como parte de la gran narración épica de los orígenes de Israel, ya en los períodos primitivos de la vida de Israel en Palestina.
2. Valoración de las tradiciones
como fuentes históricas.
Aunque
la comprobación de la antigüedad de las tradiciones patriarcales les añade
ciertamente una presunción de autenticidad, no por eso se las puede ya
establecer como fuentes fidedignas de historia. Hay que decir que muchos
especialistas contemporáneos rehúsan considerarlas como tales. ¿Cómo, pues,
hemos de valorarlas y usarlas, en orden a la reconstrucción de los orígenes de
Israel? Ciertamente no nos es lícito minimizar el problema implicado aquí. Si
rechazar las tradiciones, o seleccionar de ellas sólo lo que a cada uno le
parece razonable, no representa un modo de proceder científicamente justificable,
nadie puede negarse a aceptar la naturaleza y las limitaciones de las pruebas.
a. Limitaciones de las pruebas.
a. Limitaciones de las pruebas.
Debe admitirse la imposibilidad de escribir, en el sentido propio de la palabra, una historia de los orígenes de Israel, y esto a causa de las limitaciones de las pruebas tanto arqueológicas como bíblicas. Ni siquiera aceptando la narración bíblica tal como suena es posible reconstruir la historia de los orígenes de Israel. Quedan demasiadas cosas oscuras. La narración del Génesis está pintada en claro-oscuro, sobre un simple cañamazo, sin perspectiva de fondo. Describe algunos individuos y sus familias que se mueven en su mundo casi como si fueran los únicos habitantes de él. Si se mencionan los grandes imperios de entonces, o los pequeños pueblos de Canaán, apenas son más que voces entre bastidores. Si se concede una modesta importancia a los faraones de Egipto, no se les menciona por su nombre: no sabemos quiénes fueron. En toda la narración del Génesis no se nombra ni una sola figura histórica que pueda de alguna manera ser identificada. No se menciona a ningún antepasado hebreo que pueda ser controlado por alguna inscripción contemporánea. Y dado que eran nómadas de escasa importancia, no es probable que puedan serlo alguna vez. Como conclusión, es imposible decir en qué siglos vivieron de hecho Abraham, Isaac y Jacob. Ya sólo esto bastaría para impedir una narración histórica satisfactoria.
Tampoco podemos aportar pruebas arqueológicas. Nunca se acentuará demasiado que, a pesar de toda la luz que se ha arrojado sobre la edad patriarcal, a pesar de todo lo que se ha hecho para justificar la antigüedad y autenticidad de la tradición, no está arqueológicamente comprobado que las narraciones patriarcales sucedieran exactamente tal como la Biblia las narra. Vista la naturaleza del caso, no puede ser de otro modo. Al mismo tiempo —y esto debe afirmarse con igual énfasis— no ha habido ninguna prueba que haya puesto en evidencia contradicción alguna con los sucesos de la tradición. Uno puede creer o no, según le parezca, pero no hay pruebas evidentes en ninguno de los dos sentidos. El testimonio de la arqueología es indirecto. Ha prestado al cuadro de los orígenes de Israel, tal como está diseñado en el Génesis, un aire de probabilidad y ha proporcionado la perspectiva para entenderlo, pero no ha demostrado al detalle la verdad de las narraciones, ni lo puede hacer. No sabemos nada de la vida de Abraham, Isaac y Jacob, fuera de lo que nos dice la Biblia, quedando los detalles fuera del control de los datos arqueológicos.
b. Limitaciones inherentes a la naturaleza del material.
Toda literatura debe ser interpretada a la luz del género al que pertenece. Esto no es menos cierto tratándose de la literatura bíblica. Las narraciones patriarcales, por tanto, han de ser valoradas por lo que son. Para empezar, forman parte de una gran historia teológica que comprende la totalidad del Hexateuco y que pretende no sólo recordar los sucesos de los orígenes de Israel tal como eran recordados en la tradición sagrada, sino también iluminar, a través de ellos, los actos redentores de Dios en favor de su pueblo. ¡Lo cual no es, evidentemente, un demérito! Es, precisamente, lo que proporciona a la narración valor eterno como palabra de Dios. Los simples hechos de la historia de Israel, nos interesarían muy poco, si no fueran una historia de fe. Con todo, esto significa que no deben confundirse el hecho y su interpretación teológica. Siendo el historiador un hombre, no puede escribir una historia desde el ángulo de Dios [92]. Aunque él puede estar realmente convencido de que la historia de Israel estaba divinamente guiada, como la Biblia lo dice (¡y él puede afirmarlo así!), son hechos humanos los que debe recordar. Debe perfilarlos lo mejor que pueda, a través de documentos que interpreta teológicamente. Más aún, hay que tener presente la larga corriente de transmisión oral a través de la cual pasaron las tradiciones y la forma de estas tradiciones. Esto no quiere decir que se ponga en tela de juicio la historicidad esencial del material Poemas heroicos, épicos y prosa saga son todos ellos formas de narrar historia [93]. Quizás en aquellas épocas y lugar fueron éstas las formas más adecuadas, si no las únicas —y ciertamente, para los propósitos teológicos del Pentateuco fueron formas muchos mejores— que lo podría haber sido nuestro erudito género histórico. El tipo de material nunca puede decidir la cuestión de historicidad, el grado de la cual no debe ser, necesariamente, mínimo —ciertamente no en el caso de unas tradiciones, tan únicas como las del Pentateuco—. No obstante, la naturaleza del material debe tenerse en cuenta. Atendido el largo proceso de selección, agrupación y estructuración que experimentó la tradición, no se puede dogmatizar acerca de la concatenación o de los detalles de los sucesos, especialmente donde los relatos paralelos son divergentes. Tenemos aquí una situación en cierto modo semejante a la de los Evangelios, en los que las narraciones paralelas de la vida y enseñanzas de Jesús difieren a menudo en el orden de los sucesos y en los detalles. Aunque pueden analizarse los relatos individuales, para ordenar los sucesos y reconstruir así la biografía de Jesús, se trata de una tarea que los especialistas aún no han completado, y probablemente nunca completarán. Sin embargo, sigue siendo inigualable el puesto de los Evangelios como documentos históricos básicos de la fe cristiana. Lo mismo sucede con las narraciones patriarcales; aunque no se puede poner en duda la historicidad esencial de las tradiciones, es imposible una reconstrucción de los detalles.
Podemos, por otra parte, constatar que los sucesos fueron enormemente más complejos de lo que las narraciones bíblicas afirman. Los relatos han sido fijados como tradición nacional, pero originariamente no lo fueron, puesto que nacieron antes de que Israel fuera nación. Muestran, por otra parte, la tendencia de la épica a encerrar complejos movimientos de grupo en acciones de individuos aislados. En la simple y esquemática narración del Génesis subyacen grandes migraciones de clanes, de las que no faltan algunas insinuaciones en la narración misma. De un modo superficial se podría concluir que Abraham salió de Jarán acompañado tan solo de su mujer, de Lot y su mujer y de unos pocos criados (Gn. 12, 5). Pero pronto se hace evidente (13, 1-13) que Lot y Abraham son jefes de grandes clanes, (¡aunque Abraham no tiene hijos todavía!) El hecho de que Abraham pudiera poner en pie de guerra a trescientos dieciocho combatientes (14, 14), arguye que su clan era, verdaderamente, considerable. Y con toda seguridad, la destrucción de Siquem por Simeón y Levi (cap. 34), no fue obra de dos individuos aislados, sino de dos clanes (cf. 49, 5-7).
En todo caso, los orígenes de Israel no fueron materialmente tan simples. Teológicamente, todos eran descendientes del mismo hombre, Abraham; físicamente, procedían de diferentes estirpes. No podemos dudar que clanes de origen afín —muchos de los cuales contribuyeron más tarde a formar la raza israelita— fueron emigrando a Palestina por docenas a comienzos del segundo milenio, para mezclarse allí y multiplicarse con el tiempo. Cada clan tuvo, sin duda, su tradición de migración. Pero con la formación de la confederación israelita bajo una fe que hacía remontar sus primeros orígenes hasta Abraham, las tradiciones o quedaron establecidas como de toda la nación, o suprimidas. En modo alguno debemos simplificar los orígenes de Israel, ya que fueron sumamente complejos.
c. Método a seguir.
En la discusión sobre los orígenes de Israel haríamos bien en atenernos a un método tan rígidamente objetivo como sea posible. Repetir la narración bíblica sería un procedimiento insulso: el lector la puede revisar mejor por sí mismo. Se debe insistir en que, por lo que atañe a la historicidad de la mayor parte de sus detalles, las pruebas externas de la arqueología no ofrecen un veredicto ni en pro ni en contra. Por tanto, picotear y escoger en las tradiciones, concediendo historicidad a esto y negándosela a aquello otro, es un procedimiento muy subjetivo, que no refleja más que las propias predilecciones. Tampoco es método objetivo trazar la historia de las tradiciones y aquilatar su valor histórico mediante el examen de las mismas tradiciones. La crítica de la forma, tan indispensable para entender e interpretar las tradiciones, no puede, dada la naturaleza de este caso, pronunciar un juicio sobre la historicidad, en ausencia de pruebas externas. El único cauce seguro e idóneo consiste en un examen equilibrado de las tradiciones sobre el fondo del mundo contemporáneo, y a su luz establecer aquellas conclusiones positivas que las pruebas permitan. Las reconstrucciones hipotéticas, por plausibles que puedan parecer, han de ser evitadas. Muchas cosas quedarán oscuras. Pero puede decirse lo suficiente para asegurar que las tradiciones patriarcales están firmemente ancladas en la historia.
B. Encuadramiento historico de las
narraciones patriarcales
1. Los patriarcas en el contexto de los comienzos del segundo milenio.
1. Los patriarcas en el contexto de los comienzos del segundo milenio.
Cuando las tradiciones son examinadas a la luz de los documentos, la
primera afirmación que ha de hacerse es la ya sugerida, a saber, que las
narraciones patriarcales encuadran incuestionable y auténticamente en el
ambiente del segundo milenio, concretamente en el de los siglos apuntados en el
capítulo anterior, y no en los de un período posterior. Esto puede ser apuntado
como un hecho histórico. Las pruebas son tan abundantes que no podemos volver a
revisarlas todas [94].
a. Primitivos nombres hebreos en relación con el marco del segundo milenio.
En primer lugar, los nombres de las narraciones patriarcales encuadran perfectamente en una agrupación que sabemos fue corriente tanto en Mesopotamia como en Palestina en el segundo milenio, concretamente entre el elemento amorreo de la población [95]. Entre los nombres de los mismos patriarcas, por ejemplo, el de «Jacob» se encuentra en un texto de Chagar-bazar del siglo XVIII, en la Mesopotamia superior (Ya'qob-el), como nombre de un jefe hicso (Ya'qob-har) y como nombre de un lugar de Palestina (YaJqob-el) en una lista de Tutmosis III del siglo XV, mientras que nombres construidos con la misma raíz son hallados en una lista egipcia del siglo XVIII y en Mari. El nombre «Abraham» (Abamram) es conocido por los textos de Babilonia del siglo XVI y posiblemente por los Textos de Execración [96], y también se encuentran en Mari nombres que contienen los mismos componentes. Aunque no se encuentra el nombre «Isaac» y, al parecer, tampoco el de José, ambos tienen un tipo característico enteramente primitivo. Además, «Najor» se encuentra en los textos de Mari como una ciudad (Nahur) de las cercanías de Jarán (como en Gn. 24, 10) gobernada en el siglo XVIII por un príncipe amorreo. Los textos asirios posteriores (que conocían «Nahur» como «Til-nahiri»), conocían también «Til-turabi» (Teraj) y «Serug). De entre los nombres de los hijos de Jacob, «Benjamín» es conocido en Mari como nombre de una tribu (banu-yamina). El nombre «Zabulón» se encuentra en los Textos de Execración, mientras que nombres construidos con las mismas raíces que los de Gad y Dan son conocidos en Mari [97]. «Leví» —e «Ismael»— se encuentran en Mari [98], en tanto que nombres afines a «Aser» e «Isacar» se hallan en una lista egipcia del siglo XVIII [99]. Pero estas pruebas no pasan de la superficie. En ninguno de estos casos podemos dar por demostrado, o probable, que se haga referencia a los patriarcas bíblicos. Con todo, la profusión de tales pruebas en los documentos contemporáneos muestra con claridad que sus nombres concuerdan perfectamente con la nomenclatura de la población amorrea de principios, del segundo milenio, mejor, desde luego, que con la de ningún otro período posterior. Desde este punto de vista, las narraciones patriarcales son completamente auténticas. b. Costumbres patriarcales en relación con la situación del segundo milenio. Numerosos incidentes de la narración del Génesis encuentran explicación a la luz de las costumbres vigentes en el segundo milenio. Los textos de Nuzi, que reflejan la ley consuetudinaria de una población predominantemente hurrita del este del Tigris, en el siglo XV, son aquí particularmente provechosos. Aunque estos textos proceden de la última época de la edad patriarcal, representan indudablemente una tradición legal muy extensa y muy antigua. Los hurritas, que se encontraban en todas las partes del Creciente Fértil hacia la mitad del segundo milenio, pueden haber tomado muchas de estas costumbres de una población «amorrea» anterior. En todo caso, los textos de Nuzi iluminan un cierto número de incidentes, de otro modo inexplicable [100]. Por ejemplo, el temor de Abraham (Gn. 15 1-4) de que su esclavo Eliecer llegara a ser su heredero, se entiende a la luz de la adopción de un esclavo, tal como se practicaba en Nuzi. Los matrimonios sin hijos podían adoptar un hijo, que les debía servir durante toda su vida y heredarles a su muerte. Pero si nacía un hijo natural, el adoptado tenía que devolver el derecho de herencia. De igual modo, en el caso de Sara, que dio su esclava Agar a Abraham como concubina (16, 2-4), algunos contratos matrimoniales de Nuzi obligaban a la esposa, si no tenía hijos, a proporcionar una sustituta a su marido. Si de tal unión nacía un hijo, la ley de Nuzi prohibía la expulsión de la esclava y de su hijo, lo cual explica la repugnancia de Abraham a expulsar a Agar e Ismael (21, 10 s.) Para las narraciones de Labán-Jacob son particularmente iluminadores los textos de Nuzi. La adopción de Jacob en la familia de Labán, la condición que se le impuso de no tomar otras mujeres que las hijas de Labán (31, 50), el resentimiento de Lía y de Raquel contra Labán (31, 15) y, finalmente, el hurto que hace Raquel de los dioses de Labán (que equivalían al título a la herencia), todo tiene paralelo en las costumbres de Nuzi. Pero esto son sólo algunos casos aislados, elegidos entre otros muchos. Las costumbres patriarcales están, en efecto, mucho más cercanas a la práctica de Mesopotamia del segundo milenio que a la del Israel posterior.
Interesante a este propósito es la narración de la compra de la cueva de la Makpelá por Abraham (cap. 23), pasaje comúnmente asignado al último de todos los documentos, P. Sin embargo, la narración únicamente tiene sentido si se tiene en cuenta que la transacción tuvo lugar bajo la ley hitita que hacía estribar la obligación feudal más en el dominio efectivo de la propiedad que en la persona [101]. Aunque nosotros conocemos las leyes hititas por los textos de Boghazkóy del siglo XIV, sus orígenes deben remontarse a siglos anteriores. Cómo llegaron a ser adoptadas en Palestina por este tiempo las leyes hititas —fueran o no los hititas de Hebrón indo-arios, o hurritas con una tradición legal semejante— no lo podemos explicar. Pero la narración, que no puede ser aclarada a la luz de la ley posterior de Israel, difícilmente puede haber surgido en una fecha posterior, cuando el imperio hitita había desaparecido y los Estados feudales de Palestina habían sido absorbidos y olvidados. No tenemos espacio para más aclaraciones. Pero las pruebas de que las narraciones patriarcales reflejan auténticamente las costumbres sociales del segundo milenio, y no las del posterior Israel, son abrumadoras.
c. Los desplazamientos patriarcales y el modo de vida en el escenario del segundo milenio.
Además de lo antes dicho, es actualmente evidente que el modo de vida de los patriarcas y la naturaleza de sus desplazamientos, tal como son descritos en el Génesis, encuadran perfectamente en el medio político y cultural de comienzos del segundo milenio.
Los patriarcas son presentados como seminómadas que viven en tiendas y recorren Palestina y sus regiones limítrofes en todas direcciones, en busca de pastos para sus rebaños, haciendo, a veces, largos viajes hasta Mesopotamia o Egipto. No eran auténticos bedu', ya que nunca se adentraron profundamente en el desierto [102]. Dicho de otra forma, nunca se establecieron en ciudades (a excepción de Lot); no cultivaron la tierra, más que alguna vez y dé un modo limitado (p. e., Gn. 26, 12); no poseyeron tierra propia, a no ser pequeñas parcelas adquiridas para enterrar a sus muertos (capítulos 23; 33, 19; 50, 5). En otras palabras, los patriarcas no son descritos como nómadas camelleros, sino con asnos, que limitaban sus movimientos a las regiones sedentarias y a sus alrededores. Las pocas referencias a los camellos (p. e., 16; 24) parecen ser retoques anacrónicos introducidos para hacer las narraciones más vivas a los oyentes posteriores [103]. Auténticos nómadas camelleros no aparecen en la narración del Génesis. Y así debió suceder, efectivamente. Aunque el camello era, desde luego, conocido ya desde los primeros tiempos, y aunque pudo haber sido domesticado en algunos casos aislados en algún período, sin embargo, la domesticación efectiva, a gran escala, de este animal parece haber tenido lugar entre los siglos XV y XII, en el interior de Arabia. Ya hablaremos de la revolución que este hecho causó en la sociedad nómada posterior. Los nómadas camelleros no aparece en la Biblia hasta los días de Gedeón (Jc. caps. 6 al 8). Es por tanto erróneo juzgar que los patriarcas fueron nómadas del desierto a la manera de los nómadas de los tiempos posteriores y de hoy día. Más bien, eran pastores seminómadas tales como los que conocemos por la historia de Sinuhé (siglo XX) o los textos de Mari, en los que no se hace mención del camello y cuyos tratados eran por lo general, sellados con el sacrificio de un asno [104]. Su apariencia sería muy parecida a la de aquellos seminómadas —vestidos con ropajes multi colores, moviéndose a pie con sus bienes e hijos cargados en asnos— que vemos pintados en la pared de una tumba del siglo XIX, en Beni-Hasán de Egipto [105]. Los desplazamientos de los patriarcas concuerdan, además, perfectamente, con la situación de principios del segundo milenio. Hay desde luego algunos anacronismos: por ejemplo, la mención de Dan en Gn. 11, 14 (cf. Jc. 18, 29) y de los filisteos en Gn. 21, 32-34; 2 (los filisteos llegaron algo después de la conquista israelita). Uno esperaría que narraciones transmitidas durante siglos serían adornadas, en el transcurso del tiempo, con retoques actualizantes. No obstante, el cuadro en conjunto permanece auténtico. La facilidad con que los patriarcas se desplazan de Mesopotamia a Palestina y viceversa, concuerda bien con la situación conocida por los textos de Mari, que muestran que la libre comunicación, no impedida por ninguna sólida barrera, era posible en todas partes del Creciente Fértil. Los movimientos de los patriarcas en Palestina caen perfectamente dentro de la situación de los Textos de Execración, cuando el país, escasamente o nada ayudado por Egipto, estaba en vías de recibir una nueva población. Las pinturas de Beni-Hasán ilustran la libertad con que los grupos podían moverse de Asia a Egipto y la historia de Sinuhé muestra la facilidad de comunicación entre Egipto y Palestina-Siria. Hasta los detalles de las andanzas patriarcales tienen sabor de autenticidad. Los patriarcas son descritos como trashumantes en la región central montañosa de Palestina, desde el área sur de Siquem hasta el Negueb, en el Negueb y en el este del Jordán. Pero no anduvieron por el norte de Palestina, valle del Jordán, llanura de Esdrelón o la llanura costera (salvo en el lejano sur). Esto concuerda con la situación en Palestina bajo el Imperio medio tal como es conocido por la arqueología y por los Textos de Execración. La cordillera central estaba por este tiempo débilmente poblada; la mayor parte del interior del país estaba en manos de jefes tribales que apenas habían comenzado a establecerse y convertirse en señores feudales. Los patriarcas, pues, nomadeaban donde los nómadas de aquel tiempo lo hicieron; pero, significativamente, no allí donde hubieran nomadeado en siglos posteriores. Se puede añadir que, por cuanto se ha podido averiguar, las ciudades mencionadas en las narraciones patriarcales —Siquem, Betel, Jerusalén—, existían ya en el bronce medio. Difícilmente, pues, estamos en el caso de que las narraciones hayan sido creaciones posteriores. Todo lo dicho es sólo un ejemplo de un sólido cuerpo de documentación, a cuyo volumen los hallazgos futuros no harán, probablemente, sino añadir. Pero ya se ha dicho lo suficiente para poner en claro que las narraciones patriarcales encuadran perfectamente en el ambiente de los comienzos del segundo milenio a. C.
2. La datación de los patriarcas.
Concedido
todo lo anteriormente expuesto ¿no nos permiten estas pruebas fijar la fecha de
las migraciones patriarcales y de los mismos patriarcas con precisión exacta?
Desgraciadamente no. Lo más que se puede decir, por mucho que nos desagrade, es
que los sucesos reflejados en los caps. 1,2 al 50 del Génesis encuadran mejor
en el período que hemos descrito, es decir, más o menos entre los siglos XX al
XVII o principios del XVI. Con todo, dado que algunos especialistas quisieron
colocar la edad patriarcal considerablemente más tarde, la mayor parte de ella
en el período de Amarna (siglo XIV) —es decir, en el bronce reciente, mejor que
en el bronce medio [106] — y que otros quieren colocar su fin lo más
tarde en esta última fecha [107] , no están fuera de lugar algunas palabras
más.
a. Limitaciones de las pruebas.
Si seguimos la propia cronología bíblica, podemos suponer que los patriarcas pueden ser fijados exactamente en la fecha últimamente citada. Es interesante que el arzobispo Usher colocara el nacimiento de Abraham en 1996 y la bajada de José a Egipto en 1828, lo cual concuerda sorprendentemente con la última sentencia mencionada [108]. Pero la cuestión no es tan sencilla. Aparte el hecho de que no podemos atribuir a la cronología bíblica, en su primer período, una tal precisión (¡si así lo hiciéramos tendríamos que colocar la creación en el 4004 a. C.!) esta cronología resulta en sí misma completamente ambigua. Por ejemplo, mientras Ex. 12, 40 señala 430 años para la estancia de Israel en Egipto, los LXX, en el mismo lugar, incluyen también la estancia de los patriarcas en Palestina en estos 430 años; y puesto que la cronología del Génesis señala para esta última 230 años (cf. Gn. 12, 4; 21, 5; 25, 26; 47, 9), el tiempo pasado en Egipto queda reducido a la mitad. Aunque respecto de otras referencias, que parecen reducir la permanencia en Egipto solamente a dos o tres generaciones —p. e., Ex. 6, 16-20, donde se dice que Moisés había sido nieto de Kohaz, hijo de Leví, que entró en Egipto con Jacob (Gn. 46, 11) — puede decirse simplemente que las generaciones no han sido íntegramente conservadas [109] , es claro que no se puede establecer la datación de los patriarcas a base de cálculos tomados de la cronología bíblica.
Tampoco la documentación extra bíblica puede resolver el problema, por la sencilla razón de que es imposible relacionar alguna persona o suceso de los caps. 12 al 50 del Génesis con personas o sucesos conocidos por otras fuentes, para, de este modo, establecer un sincronismo. Largo tiempo se pensó que Gn. 14 podía ser una excepción a este estado de cosas —y quizá lo sea— pero hasta ahora es un enigma. Los intentos por identificar a Amrafel rey de Sinar, con Hammurabi —lo cual, de ser cierto, nos permitiría colocar a Abraham entre el 1728 y el 1686— deben ser abandonados. No solamente no hay pruebas de que Hammurabi hiciera campañas por el oeste, sino que tampoco se puede llevar a cabo la identificación de los nombres. La narración, ciertamente, da un sentido topográfico aceptable [110] , aparte de que los hombres mencionados en ella encuadran perfectamente con la nomenclatura de principios del segundo milenio. El nombre Aryok, por ejemplo, se encuentra en los textos de Mari; Tidal, si es el mismo que «Tudhalias», fue el nombre de varios reyes hititas, incluyendo uno del siglo XVII; y Kedorlaomer es marcadamente elamita, aunque no atestiguado por otros documentos. Además, la palabra usada para denominar a los criados de Abraham (v. 14), «kanikím» que parece ser de origen egipcio y no se halla en ningún otro lugar de la Biblia, se encuentra en una carta del siglo XV de Taanak de Palestina y probablemente en los Textos de Execración [111]. Pero el incidente, aunque auténtico, no puede ser aclarado. Todo lo que puede decirse es que se puede admitir una incursión, bajo mando elamita (cf. v. 17), bien antes o después del reinado de Hammurabi, cuando tuvieron lugar algunos breves períodos de expansión elamita (aunque no tengamos conocimientos de ninguna campaña en el oeste). Si Transjordania, la región sur del Mar Muerto y el Negueb meridional tenían por este tiempo una población sedentaria —y la narración permite suponer así— hay que acudir a una fecha alrededor de los siglos XX al XIX, antes de que fueran abandonadas las ciudades de estas regiones [112]. Pero es imposible estar seguros de ello. Además, aun cuando pudiéramos fechar el incidente, no tendríamos necesariamente una fecha fija para las migraciones hebreas, siendo probable que la narración del Génesis condense tradiciones de diversos grupos que fueron llegando durante cierto espacio de tiempo.
b. Los límites del período patriarcal:
Pero si las pruebas no permiten ninguna precisión, abogan decididamente en favor de una datación de los sucesos de Gn. 12-50 entre los siglos XX y XVI, pues encuadran perfectamente en este período, y muy escasamente en el subsiguiente bronce reciente (siglos XV al XIII). No es tan sólo que la nomenclatura como hemos dicho, tenga estrechos paralelos con los textos de principios del segundo milenio, sino que las narraciones mismas encuadran aquí, y no en un período posterior. La narración de Labán-Jacob, por ejemplo, concuerda perfectamente con la alta Mesopotamia tal como se encontraba en la vertiente del siglo XVIII, con una población predominantemente semita del noroeste (amorrea) y un elemento hurrita en aumento, cuando aún no existían grandes imperios y era posible el libre intercambio en todas las direcciones (como en los textos de Mari) [113]. Tales sucesos apenas si encuadran en el siguiente período porque, como veremos, en la primera época la alta Mespotamia fue sede del imperio Mitanni y Palestina y Siria eran partes del imperio egipcio, y posteriormente el norte de Siria fue dominado por los hititas, siendo la alta Mesopotamia un muro de contención entre ellos y la renaciente Asiría. La Palestina de las narraciones patriarcales, además, es la del bronce medio, no la del Imperio egipcio. Los patriarcas se movían por Transjordania, la cordillera central y el Negueb; fuera de los reyes de la llanura del Jordán (Gn. 14) no encontraron reyes de ciudades, excepto Melquisedec, rey de Jerusalén, y el rey de Guerar en la llanura costera (cap. 20 y 26). Aun Hebrón (caps. 14, 13 y 23) y Siquem (33, 18-20; 34) parecen estar en manos de confederados tribales [114]. Esto refleja perfectamente la situación de los Textos de Execración (de hacia el siglo XIX), cuando grupos seminómadas empezaron a infiltrarse poco a poco en el interior de Palestina, escasamente poblada, y comenzaron a sedentarizarse. Y no refleja el bronce reciente, cuando Palestina —tal como la conocemos por la arqueología, hallazgos egipcios y por la Biblia, estaba organizada en un sistema de ciudades-Estado de tipo feudal. Además, los patriarcas no encontraron nunca egipcios en Palestina; y, desde luego, no hay señales allí de ninguna clase de dominio egipcio, lo cual se acomoda a las circunstancias del Imperio medio, cuando Egipto ocupó Palestina, pero débilmente, o a las del período hicso, cuando el poder egipcio se había derrumbado por completo. Tampoco concuerda con el período del Imperio nuevo, cuando Palestina había pasado a ser provincia egipcia. Ni siquiera encuadra bien en el turbulento período de Amarna. Entonces, como veremos, dinastas locales ayudados por elementos incontrolados llamados jabirú estaban ocupados en aumentar sus intereses a costa de los de sus vecinos, o en sacudir por completo el yugo del faraón. Fue una época de continuos disturbios. Pero en la narración del Génesis se pueden apreciar pocas huellas de tales turbulencias. Ninguno de los reyes de ciudad, ni de sus dependencias, están comprobados. En Siquem está el clan de los Bené Jámor, pero no hay señales de los famosos Lab'ayu e hijos de las cartas de Amarna. Los patriarcas no encuentran a Suwardata, o a su raza, en tierras de Hebrón, sino a otro grupo tribal. No es rey en Jerusalén el adulador abdu-Jepa, sino Melquisedec [115]. El cuadro no es de una provincia revuelta; con raras excepciones (Gn. 14; 34) los patriarcas se mueven en un país en paz.
c. El ámbito de la edad patriarcal.
Todo lo anterior no quiere decir que nosotros podamos afirmar dogmáticamente que ninguno de los sucesos de los caps. 12 al 50 hayan tenido lugar después del siglo XVI. Es muy posible que hayan sucedido algunos. Por ejemplo, el cap. 24, que refleja una primera fase de la ocupación israelita de Palestina, cuando las tribus de Simeón y Leví conquistaron violentamente el área de Siquem, solamente para ser después arrojados y dispersos (Gn. 49, 5-7), puede muy bien referirse a sucesos del bronce reciente. Es posible también, que el cap. 38 que trata de asuntos internos de Judá, pertenezca asimismo a una primera fase de ocupación, cuando elementos de dicha tribu comenzaron a infiltrarse en el sur palestino. Puede haber algunos casos más. Ni siquiera podemos afirmar con certeza cuándo bajó Israel a Egipto. Tanto el faraón que favoreció a José como el que «no conoció a José», permanecen sin identificar. Y además, no estando de acuerdo la misma Biblia, como hemos 'visto, en lo que respecta al tiempo de la permanencia en Egipto, no podemos partir de la fecha probable del éxodo para decidir el problema. Aunque resulta sugestivo considerar al faraón del tiempo de José como uno de los reyes hicsos —que, siendo semitas, es probable que fueran hospitalarios con otros semitas— y buscar al faraón que «no conoció a José» entre los gobernantes del Imperio nuevo, no hay ninguna prueba de ello. Otros pasajes (p. e., 43, 32; 46, 34) tenderían a probar (si no son anacrónicos) que el faraón de los días de José era egipcio nativo, llenos de sus prejuicios característicos. No debemos olvidar que los semitas tuvieron acceso a Egipto en todos los períodos, como nos lo demuestra la Biblia y los hallazgos egipcios. Y puede ser que el preguntarse cuándo bajó Israel a Egipto sea un planteamiento equivocado de la cuestión: no existía aún el pueblo de Israel. La sencilla narración bíblica encierra sucesos de gran complejidad. No nos es necesario, por tanto, suponer que los padres de todos los que participaron en el éxodo, entraran en Egipto al mismo tiempo. La gran inconsistencia de la tradición bíblica puede ser un reflejo de esto. Es, pues, imposible establecer una fecha exacta para la entrada de Israel en Egipto, aunque se puede razonablemente relacionar a José con los hicsos. En todo caso, el núcleo de las narraciones patriarcales encuadra perfectamente entre los siglos XX y XVII a. C.
C. Los antepasados de los hebreos y
la historia
1. La migración de los patriarcas.
1. La migración de los patriarcas.
Admitido, pues, que las narraciones patriarcales tienen un gran sabor de
autenticidad, ¿qué ulteriores declaraciones positivas pueden ser hechas?
Primeramente que no se puede seguir negando la historicidad de la tradición de
que los antepasados de Israel hayan procedido originariamente de la alta
Mesopotamia, con cuya población seminómada se sentía estrechamente
emparentados. a. La tradición bíblica. La tradición bíblica es unánime en este
punto. Dos de los documentos mencionan expresamente a Jarán como punto de
partida de la migración de Abraham (Gn. 11, 32; 12, 5 (P), y, consiguientemente,
como la residencia de Labán, pariente de Abraham (p. e., 27, 43; 28, 10; 29, 4
(J). En algunos pasajes Labán es colocado en Paddan-aram (25, 20; 28, 1-7; 31,
18 (P), otro nombre para la misma región, si no para el mismo lugar [116] y en otros (24, 10 (J), en la ciudad de Najor (Nahur) —en el valle
de Balih, cerca de Jarán—, en Aram-naharaim (Mesopotamia). Solamente el
material atribuido a E deja de hacer mención específica de la tierra de Jarán
—probablemente como consecuencia de su misma naturaleza fragmentaria— pero
sabía también (31, 21) que la residencia de Labán estaba allende el Eufrates.
La tradición está, además, confirmada por Jos. 24, 2 s., pasaje generalmente
asignado a E o a D, pero mucho más antiguo que éstos. Alguno argumentará,
seguramente [117] , que la residencia de Labán, en la forma original de la tradición,
estaba situada en las fronteras de Galaad (la localidad de Gn. 31, 43-55), que
subsiguientemente fue trasladada al este de Siria —donde (cf. la historia de
Sinuhé) parece haber estado el país de Quedem (cf. 29, 1, «el pueblo del este»
(Bené Quedem)— y sólo más tarde, con el resurgimiento de Jarán como centro
arameo de caravanas, a Mesopotamia., Pero aunque desde luego, los antepasados
del futuro Israel provinieron, sin duda, de diferentes lugares, es una
explicación poco convincente de una tradición tan sólida. Es, además,
discutible que los pasajes en cuestión puedan llevarnos a semejantes
conclusiones. Tanto Labán como los Bené Quedem eran pueblos no sedentarios, de
los que cabe suponer que se moverían por todas partes, como se sabe que
lucieron los benjaminitas («pueblo del sur»), de los textos de Mari. Una
tradición que coloque a Labán cerca de Galaad no es increíble en sí misma, ni
contradice la de los orígenes mesopotámicos de Israel, que es antigua y
unánime.
b. La tradición a la luz de la documentación.
b. La tradición a la luz de la documentación.
En todo caso, una tradición tan unánime no puede ser dejada a un lado sin grave causa, y a la vista de las pruebas sería subjetivo hacerlo así. Muchas de estas pruebas acaban de ser mencionadas, y no es necesario repetirlas: p. e., las pruebas referentes al norte de Mesopotamia, de que en la primera mitad del segundo milenio existía allí una población de la misma estirpe que los hebreos; o el hecho de que las costumbres legales de los patriarcas estaban en uso (textos de Mari) especialmente entre la población hurrita aproximadamente el mismo lugar y tiempo, y otras muchas. Todos estos son hechos históricos y han de ser reconocidos como tales. A esta serie de pruebas, convincentes por sí mismas, pueden añadirse otro más. Está, por ejemplo, el conocido hecho de que la ley del Pentateuco tiene estrechos paralelos con la tradición legal de Mesopotamia conocida por los códigos de Esnunna, de Lipit-Istar y, especialmente, de Hammurabi, pero, significativamente, con ninguno de los que conocemos de Canaán. Hoy día se debería admitir, en general, que la tradición legal israelita se remonta al período de los orígenes de su vida como pueblo, a un tiempo en el que aún no había mantenido contacto alguno con Mesopotamia. Pero si esta tradición legal es tan antigua, a pesar de que mucho pudo haber sido adaptado a las condiciones de Canaán, no se puede afirmar que sea de origen cananeo o recibida a través de Canaán; la única suposición razonable es que fue transmitida a Israel por sus antepasados, que habían emigrado de un país donde pudieron conocer la tradición mesopotámica de jurisprudencia. Lo mismo puede decirse de las narraciones de la creación y el diluvio de Gn. 2 y 6-9. Como es bien sabido, estas narraciones tienen trazos —que no deben ser exagerados— semejantes al material mesopotámico sobre el mismo tema, pero por cuanto hasta ahora conocemos, estos trazos son muy escasos —y superficiales— respecto de la literatura cananea o egipcia. Pero ya que estas narraciones fueron de alguna manera conocidas por los hebreos al menos en el siglo X (fecha comúnmente asignada al J), que no hay pruebas de que las tomaron de los cananeos, y que entre su establecimiento en Palestina y el resurgimiento de la monarquía de Israel no tenemos noticias de ningún contacto con Mesopotamia, la única solución lógica es suponer que estas narraciones fueron traídas por grupos que emigraron de Mesopotamia en el segundo milenio. Que lo hicieran», los hurritas, o los «amorreos», que fueron verdaderos antepasados de Israel, es una pregunta que no podemos responder.
En todo caso, una fecha posterior para este legado parece imposible [118].
A la vista de estas pruebas, un método objetivo pide que se conceda una esencial historicidad a la tradición bíblica de que los antepasados de Israel emigraron de Mesopotamia. Hay, seguramente, quienes explican los paralelos con la documentación cíe Nuzi mediante la teoría de que una población hurrita llevó consigo estos usos al emigrar a Palestina, en el período hicso, y que los antepasados de Israel la aprendieron allí [119]. Acaso pudiera admitirse una tal explicación si no tuviéramos más documentación que la de Nuzi. Pero mientras que por un lado no necesitamos suponer que todos los diversos antepasados de Israel fueron originarios de Mesopotamia, por otro, las pruebas son demasiado múltiples y abrumadoras para poder ser explicadas como una serie de coincidencias. Cuando el testimonio unánime de la tradición y el peso de las pruebas externas concuerdan tan perfectamente, la posición más objetiva es admitirlo. Nosotros podemos, por tanto, afirmar con seguridad que la migración de los patriarcas desde Mesopotamia representa un hecho histórico.
c. Ur de los caldeos.
La otra tradición (Gn. 11, 28, 31; 15, 7) de que Téraj, padre de Abraham, había emigrado a Jarán desde Ur de los caldeos, es menos segura. Ciertamente, no hay nada intrínsecamente improbable en ello. Ur y Jarán estaban unidas por lazos de religión, siendo ambas centros del culto al dios luna. Atendido el hecho de que nombres asociados al culto de este dios no son desconocidos entre los antepasados hebreos (p. e., Téraj, Labán, Sara, Milcaj), sería temerario negar que la tradición pueda apoyarse en circunstancias históricas [120]. No es imposible que algunos clanes semíticos del noroeste, que se hubieran infiltrado en el sur de Mesopotamia, emigraran posteriormente hacia el norte, hacia Jarán, quizá en los turbulentos días de la caída de Ur III. Aunque es verdad que Babilonia no fue llamada Caldea, por cuanto sabemos, hasta el siglo XI, cuando los caldeos, pueblo arameo, irrumpieron violentamente, esto podría ser considerado como un anacronismo natural.
No obstante, es mejor ser precavidos. No solamente los LXX no hacen mención de Ur, leyendo simplemente «el país de los caldeos», sino que algunos otros pasajes (Gn. 24, 4, 7) parecen colocar el lugar de nacimiento de Abraham en la alta Mesopotamia. Mientras que la lectura de los LXX puede ser el resultado de una corrupción textual [121] , es también posible que el país de origen de los antepasados de los hebreos estuviera más hacia el norte [122]. No podemos estar seguros. En todo caso, las tradiciones patriarcales muestran pocas señales de influencia del sur mesopotámico.
d. Los antepasados hebreos y los arameos.
Los antepasados de Israel, aunque predominantemente de raza semita del noroeste, fueron, sin duda, una mezcla de muchas estirpes. El reconocimiento de este hecho está reflejado en la misma Biblia, que acentúa el parentesco de Israel no solamente con Moab, Ammón y Edom (Gn. 19, 30-38; 36) sino también (25, 1-5; 12-18) con numerosas tribus árabes, incluyendo Madián. En todo caso, los hebreos sintieron una fuerte atracción por el parentesco con los arameos. No solamente colocan en Aramnaharim, o en Paddan-aram el hogar de sus parientes mesopotámicos, sino que el mismo Labán es llamado repetidas veces un arameo: 25, 20; 28, 1-7 (P); 31, 20, 24 (JE). Cierto que este parentesco es explicado de varios modos en las genealogías. En el cap. 10, 21-31 los arameos son descendientes de Sem a través de una línea paralela a la de Eber, el tradicional antepasado de los hebreos, mientras que en 22, 20-24 arameos y caldeos son descendientes de Najor, hermano de Abraham. Pero la tradición es muy antigua; los hombres tribales del primitivo Israel tenían una confesión cúltica que comenzaba (Dt. 26, 5): «Un arameo errante fue mi padre». No hay razón para considerar anacrónica esta tradición. Aunque los arameos irrumpen con fuerza sólo hacia el siglo XI, a partir del cual comienzan a desarrollarse en el norte de Mesopotamia y en Siria los Estados arameos [123] , esto apenas puede ser una nueva irrupción de nómadas del desierto —cosa casi imposible antes de la domesticación del camello— sino más bien una presión masiva de grupos seminómadas ya desde hacía tiempo presentes en los límites de las zonas sedentarias. El nombre de «Aram» parece estar confirmado por los textos de Mari (siglo XVIII), por otros textos de hacia el 2000 a. C. y, según parece, en una inscripción de Naramsin (siglo XXIII) [124]. Posiblemente se refería primero a una localidad, luego a los pueblos en ella establecidos y posteriormente a una amplia confederación. Los arameos son identificados, algunas veces, con los ajlamu (¿«confederados»?), nombre que se encuentra frecuentemente en los textos del siglo XIV y posteriores y que ahora parece atestiguado en Mari. Los Sutu, que aparecen al lado de los ajlamu en los documentos posteriores, son asimismo confirmados por los textos egipcios y mesopotámicos (incluyendo los Textos de Execración), desde los comienzos del segundo milenio (cf. los «hijos de Set» de Nm. 24, 17). Lo probable es que el nombre de «amorreos», es decir, «occidentales», fuera entonces una designación acádica para los diversos pueblos semíticos del noroeste de la alta Mesopotamia y Siria, de los que descendieron tanto los hebreos como los arameos posteriores. El arameo fue probablemente un dialecto que se desarrolló en un ámbito local de la alta Mesopotamia y que se fue extendiendo gradualmente —junto con el nombre de «arameo»— entre los vecinos pueblos seminómadas cuando estos fueron entrando en la confederación de los que hablaban esta lengua.
Podemos suponer que los antepasados de Israel provenían de este tronco general étnico y lingüístico. Por razones desconocidas para nosotros, ellos mismos se separaron, probablemente a principios del segundo milenio, y emigraron a todo lo largo de Palestina, juntamente con otros de los que nada sabemos, para dar a esta tierra una nueva infusión de población seminómada. Quizá la descripción bíblica de continuos contactos con Mesopotamia y de nuevas emigraciones de allí procedentes (narraciones de Isaac y Jacob) nos permite suponer que los antepasados de Israel llegaron a Palestina en varias oleadas, durante cierto período de tiempo. Pero los detalles están más allá de nuestro alcance. La lengua de los patriarcas fue originalmente un dialecto arameo, como lo continuó siendo la de Labán (Gn. 31, 47), pero como se fueron debilitando los lazos con la tierra de origen, asimilaron el lenguaje cananeo, del que el hebreo (e igualmente el moabita) son más bien un dialecto. En Palestina, los antepasados de Israel estuvieron en contacto con otros grupos de origen semejante, con los que se sentían emparentados; entonces se mezclaron, se dispersaron y se multiplicaron de una manera mucho más compleja de lo que las narraciones bíblicas indican, aun cuando algunas narraciones (p. e., las historias de Lot, Ismael y Esaú) lo reflejan claramente.
2. Los Patriarcas como figuras
históricas.
Las pruebas que se pueden aducir nos dan motivos verdaderamente
suficientes para afirmar que las narraciones patriarcales están firmemente
basadas en la historia. Pero ¿debemos detenernos aquí? ¿Debemos considerar a
los patriarcas como el reflejo de los movimientos de un clan impersonal? ¡De
ninguna manera! Podemos afirmar con toda seguridad que Abraham, Isaac y Jacob
fueron verdaderos individuos históricos concretos.
a. Jefes de clanes seminómadas.
Son pocos los que hoy día ponen en duda las afirmaciones anteriores. Los primeros intentos por reducir a los patriarcas a no más que una libre creación de la leyenda, antepasados epónimos de clanes, o figuras atenuadas de dioses, han sido tan generalmente abandonados que no se requiere discusión. El sabor de autenticidad de las narraciones nos impide desechar a los patriarcas como legendarios, y la descripción que de ellos se hace no es, de modo alguno, mitológica. Hay, seguramente, motivos folklóricos en los relatos. Pero éstos pertenecen al desenvolvimiento de la narración, no a sus figuras centrales, que son presentadas de un modo más realista; estos motivos, con todo, demuestran la tendencia de toda la literatura antigua a ajustarse a formas convencionales. El intento de presentar a los patriarcas como epónimos ancestrales que fueron adorados como dioses se basó, en todo caso, en una considerable mala inteligencia de la documentación; por ejemplo, la falsa impresión de que Téraj aparece en los textos de Ras Samra como un dios lunar [125] , o la interpretación errónea de algunos nombres, como Jacob (Ya'aqob-el) como «Jacob es Dios» [126] , que de hecho significa «Protéjate El (Dios)». El esfuerzo por reducir a los patriarcas a desdibujados epónimos violenta, sobre todo, las pruebas, que van a ser aducidas, relativas a la naturaleza de su religión, pruebas que nos obligan a considerarlos como figuras históricas concretas. Ahora bien, como hemos dicho, los patriarcas no fueron tan sólo individuos aislados, sino jefes de clanes bastante numerosos. Las sencillas narraciones encierran complejos movimientos de clan, en las que el individuo se confunde con el grupo, y cuyos hechos reflejan los de este mismo grupo. Pero los patriarcas no deben resolverse en epónimos. Después de todo, Palestina estuvo ocupada, a principios del segundo milenio, por clanes seminómadas, cada uno de los cuales, evidentemente, estaba gobernado por un individuo verdadero y concreto, aunque no conozcamos su nombre. Si los patriarcas representan grupos similares, y hay razón para creerlo, es sofístico negar que los líderes de estos grupos fueran también individuos concretos, es decir, que Abraham, Isaac y Jacob fueron jefes de clanes que vivieron por este tiempo, entre los siglos XX y XVII. En realidad, y por lamentable que ello sea, esto es todo lo que la documentación externa nos permite decir. Aunque la narración de la Biblia es profundamente auténtica, no poseemos medios para controlar sus detalles. Haremos bien en recalcar que no conocemos nada de Abraham, Isaac y Jacob fuera de lo que la Biblia nos dice. Se puede investigar su historia, o parte de ella, o se pueden ordenar los hechos a gusto, pero se debe recordar que, al hacerlo, nos movemos fuera de las pruebas objetivas. Podemos estar absolutamente seguros de que los acontecimientos de aquel tiempo fueron mucho más complejos de lo que la Biblia indica: un intrincado esquema de la confederación, proliferación y división de numerosos grupos de clan. Pero la naturaleza del material es de tal índole, y tales los límites de nuestro conocimiento, que intentar una reconstrucción sería especulación inútil. Así y todo, un método legítimo nos permite, en ausencia de pruebas objetivas, trazar hipotéticamente la historia de las tradiciones y enjuiciarlas sobre esta base [127]. La narración de la Biblia refleja cuidadosamente los tiempos de que nos habla. Pero a lo que dice de las vidas de los patriarcas, no podemos añadir nada.
b. Los Jabirú (habiru).
La Biblia describe a los patriarcas como hombres pacíficos (p. e., Gn. 26), dispuestos a recorrer grandes distancias para evitar el choque con sus vecinos. Evidentemente, esto se debía a que no eran ni numerosos ni lo bastante fuertes para hacer frente a la enemistad de jefes más poderosos (p. e., 34, 30). En ocasiones, sin embargo, se les representa acudiendo a la violencia. Recuérdese el traidor asalto de Simeón y Leví contra Siquem (capítulo 34), o la tradición (48, 22) de que Jacob se apoderó de terrenos cerca de Siquem por la fuerza de las armas [128]. Pero el ejemplo clásico es el cap. 14, cuando Abraham, con sus 318 siervos, persigue a los reyes invasores para rescatar a Lot y su familia. Es interesante que sólo aquí se llame a Abraham «hebreo». De hecho, a lo largo de toda la narración del Génesis este término es usado sólo aquí y en la historia de José. Debemos tener presente que aunque estamos acostumbrados a llamar hebreos a los israelitas (y a los judíos de hoy), de ordinario ellos no se llamaban así, sino más bien Bené Yisra'el (es decir, israelitas). El nombre de «hebreos», a decir verdad, nunca aparece prácticamente en el Antiguo Testamento, salvo en las narraciones del primer período [129] y aun entonces fundamentalmente sólo en boca de algún extraño hablando de los israelitas (p. e., Gn. 39, 14, 17; Ex. 2, 6; I Sm. 4, 6, 9) o de algún israelita que quiere identificarse ante los extraños (p. e., Gn. 40, 15; Ex. 3, 18; 5, 3). Después de las guerras filisteas el término cayó en desuso, al parecer.
Esto suscita la cuestión de la relación de los hebreos con los grupos conocidos como jabirú, abiru o habiru [130] , confirmados por los textos en un espacio de tiempo que coincide vigorosamente con la aparición de los «hebreos» en la Biblia. Se trata de un problema que ha sido largamente discutido [131]. Las palabras «hebreo» (ibri) —aparentemente derivación popular del nombre del antepasado Eber (Gn. 11, 14-17) — y jabirú (habiru) son seductoramente similares. Aunque notables especialistas niegan que los dos nombres puedan identificarse etimológicamente [132] , la identificación parece al menos posible, si no probables Con todo, aunque así sea, no podemos identificar sin más a los hebreos con los jabirú. Los jabirú se encuentran demasiado lejos para permitirnos una tal afirmación. En Mesopotamia, por ejemplo, están atestiguados durante los períodos de Ur III, Babilonia I y más tarde. En los textos de Nuzi (siglo XV) juegan un papel especialmente predominante, mientras que los documentos de Mari (siglo XVIII) y Alalaj (siglos XVII XV) atestiguan su presencia en la alta Mesopotamia a lo largo de la edad patriarcal. En Anatolia los conocen los textos capadocios (siglo XIX) y también los de Boghazhóy (siglo XIV). Son igualmente mencionados en los textos de Ras Samra (siglo XIV). Los documentos egipcios del período imperial (siglos XV al XII), se refieren a ellos como a enemigos y rebeldes en Asia, y como a esclavos en Egipto. Las cartas de Amarna (siglo XIV) ofrecen la mejor documentación acerca de ellos, cuando aparecen en Palestina y regiones adyacentes como perturbadores de la paz. Evidentemente, un pueblo que se halla a todo lo largo del oeste asiático desde finales del tercer milenio hasta el siglo XI poco más o menos, no puede identificarse alegremente con los antepasados de Israel. El término «jabirú» con todo, cualquiera que sea su origen (y esta es una cuestión discutida)/parece que al principio se refería no a una unidad étnica sino a un estrato de la sociedad. Aunque la mayoría de sus nombres, por cuanto se conoce de ellos, son semíticos, hubo otros también. Hombres de cualquier raza podían ser jabirú. El término denota, al parecer, una clase de pueblo sin ciudadanía, sin lugar determinado en la estructura social de aquel tiempo. Llevando, a veces, una existencia seminómada, viviendo en paz o en razzias, aposentándose en las ciudades cuando tenía oportunidad.
Pudieron, en tiempos revueltos, asalariarse (como en las cartas de Amarna) en calidad de tropas irregulares, a cambio de cualquier ganancia que pudieran obtener. Pudieron, forzados por la necesidad, ponerse a disposición de algún jefe de guarnición, como clientes, o venderse como esclavos (así en Nuzi). En Egipto, muchos de ellos fueron empleados como obreros en varios proyectos reales. Alguna vez, sin embargo, algunos de ellos —como José— ascendieron a un puesto elevado [133]. En vista de ello, aun cuando no podemos identificar a la ligera a los antepasados de los hebreos con los jabirú (particularmente no con los de Amarna), es legítimo considerarlos como pertenecientes a esta clase. Así lo han juzgado otros y así se identifican ellos mismos en alguna ocasión, aunque nosotros no lo podemos comprobar. Apenas se puede dudar, como veremos, que entre los jabirú que trabajaron como esclavos en Egipto bajo Ramsés II no se encontraron componentes de Israel. Es interesante que los jabirú concluían un acuerdo, o un pacto, jurando, algunas veces, por «los dioses de los «jabirú» [134] , expresión que tiene paralelo exacto con «el Dios de los hebreos» que hallamos en Ex. 3, 18; 5, 3; 7, 16.
c. Los patriarcas y la historia. Resumen.
Concluimos, pues, que los patriarcas fueron figuras históricas, una parte de aquella migración de clanes seminómadas que trajeron una población nueva a Palestina en las primeras centurias del segundo milenio a. C. Se trataba de clanes como los mencionados en los Textos de Execración y en otros lugares. Muchos de ellos se establecieron pronto allí donde pudieron encontrar tierra y se organizaron en ciudades-Estado, conforme a un patrón feudal. Es probable que gran parte de la aristocracia de los hicsos fuera reclutada entre sus clase patricia. Estos clanes, aunque predominantemente semitas noroccidentales, procedían de diversos ambientes y habían llegado a Palestina desde varias direcciones, durante un cierto período de tiempo. Sin duda, todos poseían tradiciones de migración, la mayoría de las cuales fueron olvidadas con el transcurso del tiempo. Ya que muchos de estos pueblos vinieron a contribuir, definitivamente, a la mezcla de sangre de Israel, debemos hacer notar que los orígenes de Israel fueron, desde luego, extremadamente complejos. Sin embargo, las tradiciones de que los antepasados de Israel habían venido de Mesopotamia no pueden ser negadas, a la luz de las pruebas. Nosotros podemos suponer, aunque ningún texto contemporáneo los menciona, que entre estos clanes emigrantes se desplazaban un Abraham, un Isaac y un Jacob, jeques de clanes considerables, que recordaban sus orígenes en la «llanura de Aram» cerca de Jarán. El núcleo del Israel posterior iba a proceder de ellos. Pastores pacíficos, por lo general, recorrían, sin asentarse, las áreas principalmente del sur y de la cordillera central y el Negueb, en busca de pastos de estación para sus rebaños. Pero como jabirú que eran, hambrientos de tierra, faltos de ciudadanía, podían atacar, si eran suficientemente provocados, o si la ocasión les parecía propicia. Fuera por gusto, o por necesidad, continuaron este modo de vida durante generaciones, aun después de que algunos de los de su clan se habían hecho sedentarios. Probablemente a comienzos del período hicso algunos de ellos (p. e., José), se encaminaron a Egipto para ser después seguidos por otros, bajo la presión de tiempos difíciles. Y al final se encontraron esclavos del Estado.
3. La religión de los patriarcas.
Pero no nos podemos contentar solamente con demostrar que los patriarcas
fueron individuos históricos del segundo milenio a. C. Debemos preguntarnos,
además, cuál es su puesto en la historia de la religión, y especialmente en la
religión de Israel. Aquí estriba, en realidad, nuestro principal interés por
ellos. De no ser por esto no nos interesarían más que los otros seminómadas
innominados que recorrieron el mundo hace muchos siglos. La Biblia, por
supuesto, considera a Moisés como el fundador de la religión de Israel, y en
realidad lo fue. Pero también con Abraham comienza la religión y la fe de
Israel. Ciertamente, con él comienza la historia de la Redención, que es el
tema central de los dos testamentos de la Biblia. Ya hemos dicho que Abraham
dejó Jarán por mandato de su Dios, habiendo recibido la promesa de una tierra y
de una posteridad en el lugar que se le mostraría (Gn. 12, 1-3). Esta promesa,
repetidas veces renovada (caps. 15, 5; 13-16) 18, 18 s., etc.), y sellada por
una alianza (caps. 15, 7-12; 17-21, etc.) fue dada también a Isaac (caps. 26,
2-4, etc.) y a Jacob (caps. 28, 13-15; 35, 11 ss., etc.) y, condensada, a
Moisés (Ex. 3, 6-8; 6, 2-8, etc.) y comenzó a realizarse (aunque nunca se
realizó completamente) con la donación de la tierra prometida. Visto así,
Abraham aparece como el primer ascendiente de la fe de Israel. Pero ¿está todo
esto de acuerdo con los hechos, o se trata de una proyección al pasado de
creencias posteriores, como supusieron los especialistas de hace unos años?
Aunque nunca nos sea lícito minimizar el problema aquí encerrado, la respuesta
debe ser qué la religión patriarcal, tal como está descrita en el Génesis, no
es un anacronismo, sino que presenta un fenómeno histórico [135].
a. La naturaleza del problema.
No es fácil deducir de las narraciones del Génesis la naturaleza de la religión patriarcal. Según uno de los documentos (J), el Dios de los patriarcas no fue otro que Yahveh. No sólo llamó a Abraham dejarán (Gn. 12, 1), y conversó con todos los patriarcas, sino que fue adorado por los hombres desde tiempos antiquísimos (Gn. 4, 26). Pero en otras partes (Ex. 6, 2 ss.) se dice explícitamente que aunque fue realmente Yahveh quien se apareció a los patriarcas, ellos no le conocieron por su nombre. Los otros hilos de la narración (E y P), evitan por tanto cuidadosamente la mención de Yahveh hasta llegar a Moisés, y hablan de la divinidad patriarcal simplemente como «Dios» (Elohim). En todo caso, todas las narraciones concuerdan en que los patriarcas adoraron a Dios bajo diversos nombres: El Sadday (Ex. 6, 3; Gn. 17, 1; 43, 14, etc.); E.'Elyon (Gn. 14, 18-24; El 'Olam (Gn. 21, 33): El Ro'i (Gn. 16, 13; cfr. Yahveh Yir 'eh, Gn. 22, 14); El Betel (Gn. 31, 13; 35, 7). Ahora bien, teológicamente hablando no hay, en realidad, contradicción en esto. Todas las narraciones patriarcales fueron escritas desde el punto de vista de una teología yahvista, por hombres que fueron adoradores de Yahveh. Que ellos usaran o no este nombre, nunca dudaron que el Dios de los patriarcas era actualmente Yahveh, Dios de Israel, a quien los patriarcas adoraron consciente o inconscientemente. Con todo, no podemos atribuir a los patriarcas la fe del Israel posterior. Aunque pudiera ser teológicamente legítimo, históricamente no es exacto afirmar que el Dios de los patriarcas fue Yahveh. El yahvismo comienza con Moisés, como asegura explícitamente la Biblia y como lo piden todos los argumentos. Cualquiera que sea el origen del culto a Yahveh, no se han encontrado todavía indicios de él antes de Moisés [136]. No podemos, por consiguiente, hablar de un yahvismo establecido, y ni siquiera primitivo, en la época de los patriarcas. Por otra parte, es completamente erróneo despachar como un anacronismo la religión patriarcal. Los especialistas de hace unos años acostumbraron hacerlo así. Encontrando poco contenido histórico en las tradiciones patriarcales en cuanto tales, consideraron el diseño de promesa y testamento en ellas descrito como una proyección al pasado de creencias posteriores, e intentaron explicar la religión de los antepasados de Israel a la luz de los elementos preyahvistas que sobrevivieron en el Israel posterior, o a la luz de las creencias y prácticas de los árabes pre-islámicos. La religión de los ascendientes de los hebreos fue descrita, generalmente, como una forma de animismo, más concretamente como un polidemonismo [137]. Esto es, en todo caso, completamente erróneo. Aparte que el método empleado es muy discutible, es muy dudoso, además, a la luz de todo lo que ahora sabemos, que tal tipo de religión haya existido alguna vez en el antiguo Oriente, en los tiempos históricos, excepto quizá (los grandes dioses fueron adorados a lo largo de todos los siglos que podemos explorar), en forma de reminiscencias supervivientes de la edad de la piedra. Las religiones del segundo milenio no ofrecen, ciertamente, nada de esto.
La descripción de la religión patriarcal debe ser examinada, como hicimos al hablar de las tradiciones, como un todo, a la luz de lo que conocemos de la religión de comienzos del segundo milenio, especialmente la de aquellos elementos semíticos noroccidentales de que procedieron los ascendientes de Israel. La documentación, aunque no tan completa como sería de desear, es, con todo, considerable. Esto nos permite ver que la religión de los patriarcas fue de un tipo característico, completamente distinta del paganismo oficial de Mesopotamia y, a fortiori, del culto de la fertilidad de Canaán, y muy alejada del polidemonismo de los manuales. La pintura que de ella nos hace el Génesis no es ciertamente, a pesar de algunos hechos anacrónicos, una mera proyección al pasado del yahvismo posterior.
b. El Dios de los patriarcas.
En la narración del Génesis cada patriarca es presentado como emprendiendo, por una libre y personal elección, el culto de su Dios, al cual en seguida se entregaba. Que esto no es un anacronismo, está atestiguado principalmente por ciertas arcaicas apelaciones de la divinidad, encontradas en las narraciones, que indican un estrecho lazo personal entre el padre del clan y su Dios. Estas son: el Dios de Abraham ('elohe 'abraham: p. e., Gn. 28, 13; 31, 42, 53) [138] ; el Padrino de Isaac (pajad yisjaq: 31, 42, 53) [139] ; el Campeón (el Poderoso) de Jacob ('abír ya'aqob; 49, 24). El Dios era la divinidad patronal del clan. Esto está espléndidamente ilustrado en el cap. 31, 36-55, donde (v. 53) Jacob jura por el Padrino de Isaac, y Labán por el Dios de Najor, es decir, que cada uno jura por el dios del clan de su padre. Paralelos aducidos de las sociedades arameas y árabes de los primeros siglos del cristianismo [140] y también de los textos de Capadocia y otros documentos de la edad patriarcal y posteriores [141] , hacen casi cierto que el establecimiento de una relación personal y contractual entre el jefe del clan y el Dios del clan, representa un fenómeno común y antiguo entre los nómadas semitas. El relato de la alianza patriarcal parece, desde este punto de vista, auténtico en sumo grado. Que no hay, en todo caso, una mera proyección al pasado de la alianza sinaítica, queda demostrado por las desemejanzas entre ambas, que mencionaremos dentro de un instante. Hay que añadir que el peculiar idiotismo «cortar la alianza» (p. e., 15, 18), frecuentemente encontrado en las narraciones, está atestiguado ahora en un texto de Qatna de hacia el siglo XV [142].
Otra aclaración acerca de la relación personal entre el individuo y la divinidad patronal es ofrecida por ciertos nombres que aparecen tanto en el primitivo Israel como entre sus vecinos noroccidentales. Especialmente instructiva es una clase de nombres compuestos de 'ab (padre), 'aj (hermano) y 'amm (pueblo, familia) [143]. La Biblia ofrece gran número de nombres de esta índole, y dado que son muy frecuentes hasta alrededor del siglo X, pero muy raros a partir de esta fecha, son ciertamente de un tipo muy antiguo [144]. Nombres del mismo tipo están profusamente comprobados entre elementos amorreos de la población en la edad patriarcal, y debemos suponer que fueron característicos [145]. Puesto que muchos nombres semíticos tienen un significado teológico, y puesto que los elementos 'ab, aj y 'amm son intercambiables con el nombre de la divinidad (p. e., Abiezer-Eliezer, Abimélek-Elimélek, Abiram-Jehoram), tales nombres tienen importancia para esclarecer las creencias. Así, por ejemplo, Abiram/Ajiram significa «Mi (divino) Padre/Hermano es exaltado»; Abiezer/Ajiezer, «Mi (divino) Padre/Hermano es ayuda (para mí); Eliab «Mi Dios es Padre (para mí); Abimélek/Ajimélek «Mi (divino) Padre/Hemano es (mi) rey»; «Ammiel (El Dios de) mi pueblo es Dios (para mí)», y así otros. Estos nombres arrojan una brillante luz sobre la primitiva fina sensibilidad del nómada acerca de la relación entre el clan y la divinidad. El Dios era la cabeza, invisible de la casa, cuyos miembros eran sus propios miembros. Otros nombres, a la vez personales y divinos, son igualmente significativos, porque prueban abundantemente que los antepasados de los hebreos adoraron a Dios bajo el nombre de «El». No sólo tenemos nombres como Ismael: «Óigame El (Dios)», Jacob-el (así en varios textos), «Protéjame El (Dios)», sino que están, además, los nombres divinos antes mencionados: El Sadday, EP Elyon, El'Olam, El Ro'i, etc. Dado que aparecen comúnmente en conexión con santuarios antiguos (p. e., El'Olam en Beer-seba (Gn. 21, 33), EP Elyon en Jerusalén (14, 17-24) y dado que algunos de ellos están atestiguados en otras partes como apelaciones de la divinidad, hay que suponer que cuando los hebreos se establecieron en Palestina, las divinidades de su clan empezaron a ser adoradas bajo estos nombres. Los nombres, en todo caso, atestiguan la creencia en un dios que es altísimo, siempre poderoso y que vela por los asuntos de su pueblo. El nombre «Sadday»» (Montaña) muy frecuente también en nombres personales primitivos [146] , sugiere que el Dios patriarcal fue imaginado o representado con una montaña (símbolo de terrible poder). Ninguno de estos nombres, por desgracia, nos permite identificar con precisión esta divinidad. Aunque sus cultos estaban establecidos en torno a santuarios locales, difícilmente pudieron ser númenes locales, porque «El» es también el nombre del dios-padre del panteón cananeo, de quien (pero esto podría discutirse) las deidades locales serían solamente manifestaciones [147]. Por otra parte, no podemos aceptar gratuitamente que se refiera siempre y necesariamente a Él, todo-padre, ya que «El» es también una palabra general para «dios», que puede ser, sencillamente, un sustituto de algún otro nombre divino (e. d. «el dios»).
c. La naturaleza de la religión patriarcal.
Aunque es imposible describir detalladamente la religión de los patriarcas, debido a lagunas en nuestro conocimiento, era, evidentemente, de un tipo familiar en aquel mundo. Respecto de las experiencias religiosas personales que los patriarcas pudieron haber tenido no podemos, por supuesto, añadir nada a lo que la Biblia nos dice (Que los antepasados de Israel fueron algún tiempo paganos, es cierto, a priori, y está además afirmado por la misma Biblia (Jos. 24, 2-14). Acerca de los dioses que adoraron sólo tenemos conjeturas, aunque atendida la tradición de Ur-Jarán (ciudades ambas, como fue dicho más arriba, centros del culto lunar) y ciertos nombres personales tales como Téraj y Labán, etc., podemos suponer que la familia de Abraham fue algún tiempo adoradora de Sin. Con todo, no podemos saberlo y en todo caso sería peligroso generalizar, siendo tan diversos los ambientes de los diversos componentes del posterior Israel. Tampoco podemos saber qué espiritual experiencia impelió a Abraham a prestar atención a la voz de un dios «nuevo» que le hablaba, para, renunciando a los cultos de sus padres, marchar, bajo su mandato, a una tierra extraña. Sin duda existieron factores económicos, pero en vista de la naturaleza personal de la religión patriarcal, podemos estar seguros que la experiencia religiosa jugó su parte. La emigración patriarcal fue un acto de fe, condicionado por las circunstancias de aquel tiempo, pero no menos real [148].
En todo caso, cualesquiera que hubieran sido sus experiencias personales, cada patriarca proclamaba al Dios que le había hablado como su Dios personal y patrono de su clan. El cuadro que nos pinta el Génesis de una relación personal entre el individuo y su Dios, mantenida por la promesa y sellada por la alianza, tiene una gran autenticidad. La pincelada sobre la promesa difícilmente puede ser una proyección al pasado de la creencia posterior [149]. Tal como está descrita (p. e., Gn. cap. 15) es primariamente una promesa de tierra y posteridad. Nada desea tanto un seminómada. Si los patriarcas siguieron totalmente a su Dios, si creyeron que les había hecho alguna promesa —y seguramente debieron creerlo así, pues de otra suerte no le hubieran seguido—, entonces debemos suponer que tierra y posteridad constituyeron el núcleo fundamental de esa promesa. Tampoco es anacrónica la descripción de una alianza (es decir, una relación contractual entre el adorador y su Dios). Difícilmente puede ser una retro proyección de la alianza sinaítica, como a menudo se ha pensado, dado que hay diferencias importantes entre las dos. Ambas, desde luego, están descritas como partiendo de una iniciativa divina. Pero mientras que la alianza sinaítica se basaba en un acto de gracia ya realizado y estaba estructurada en unas estipulaciones rigurosas, la alianza patriarcal descansaba sólo en la promesa divina y pedía al adorador únicamente confianza (p. e., cap. 15, 6) [150]. La religión patriarcal era, pues, una religión de clan, en la que el clan era exactamente la familia del dios-patrón. Aunque debemos suponer que dentro del clan se adoraba principalmente, si no exclusivamente, al dios-patrón, sería erróneo llamar monoteísmo a esta clase de religión [151]. Tampoco podemos saber si fue una religión sin imágenes; ciertamente la de Labán no lo era (Gn. 31, 17-35). Con todo, no se parecía ni al politeísmo oficial de Mesopotamia ni al culto de la fertilidad de Canaán, de cuyas orgías no hay huellas en los relatos del Génesis. Podemos ciertamente suponer que estas últimas repugnaban a los sencillos nómadas como Abraham, Isaac y Jacob. Es probable que la narración del inminente sacrificio de Isaac (Gn. cap. 22) refleje la convicción de Israel (convicción ciertamente correcta) de que sus antepasados nunca habían tolerado la práctica de los sacrificios humanos, conocida entre sus vecinos. El culto de los patriarcas, es descrito como extremadamente simple, como se hubiera esperado que fuera. En su centro estaba el sacrificio del animal, como entre todos los semitas. Pero se realizaba sin clero jerárquico organizado, en cualquier lugar, por mano del mismo padre del clan. Como los patriarcas se movían dentro de Palestina, entraron en contacto con los diversos santuarios: Siquem, Betel, Beerscba, etc.; allí fueron, indudablemente, practicados y perpetuados sus cultos, identificándose con los cultos ya familiares en estos lugares. El culto patriarcal, sin embargo, no fue nunca un culto local sino siempre un culto a la divinidad ancestral del clan.
d. Los patriarcas y la fe de Israel.
Cuando los clanes patriarcales pasaron al torrente sanguíneo de Israel y sus cultos fueron sometidos al de Yahveh —procedimiento teológico absolutamente legítimo— podemos estar seguros de que la estructura y la fe de Israel fue modelada por este fenómeno más profundamente de lo que conocemos. Ya hemos sugerido que la tradición legal de Israel le debió ser transmitida por sus propios antepasados seminómadas, muchos de los cuales se hicieron sedentarios en Palestina ya desde principios del segundo milenio, más bien que por mediación estrictamente cananca. Lo mismo pasó, sin duda alguna, con sus tradiciones de los primeros tiempos, por no decir nada de las de las mismas emigraciones ancestrales, que configuradas en el espíritu del yahvismo, llegaron a ser vehículos de su específica teología de la historia. Sobre todo, Israel había recibido en herencia un sentido de solidaridad tribal, de solidaridad entre el pueblo y Dios, que debió haber contribuido más de lo que podemos suponer a ese fuerte sentido de pueblo tan característico de él durante todo el tiempo por venir. Además de esto, se engastó en la mentalidad israelita el esquema de promesa y alianza. Podemos suponer que cuando algunos elementos que más tarde habían de ser incorporados a Israel, se asentaron en Palestina y comenzaron a multiplicarse, la promesa de tierra y descendencia fue considerada por ellos como cumplida. Los cultos ancestrales, ahora practicados en santuarios locales, adquirieron así un prestigio enorme. Otros elementos, sin embargo, que más tarde habían de formar igualmente parte de Israel, no se hicieron sedentarios tan pronto, sino que continuaron su existencia seminómada, mientras que un tercer grupo (el verdadero núcleo del Israel posterior) se encaminó a Egipto. La promesa inherente a su tipo de religión permaneció, pues, sin cumplimiento; dado que este cumplimiento no se realizó hasta la invasión de Palestina bajo la égida del yahvismo, la fe hebrea clásica vio, con razón, este último acontecimiento como el cumplimiento de la promesa hecha a sus padres.: Así, la idea de una alianza, sostenida por la promesa incondicional de Dios, sobrevivió, en prosperidad y adversidad, en la mentalidad hebrea, modelando poderosamente la esperanza nacional, como veremos. Tenemos que poner término a nuestra discusión. Aun cuando quedan muchas dudas, se ha dicho lo bastante para asegurar la confianza de que la descripción bíblica de los patriarcas está profundamente enraizada en la historia. Abraham, Isaac y Jacob se encuentran, en el sentido más auténtico, en los orígenes de la historia y de la fe de Israel. No sólo representan el movimiento que trajo a los componentes de Israel a Palestina, sino que sus creencias peculiares ayudaron a delinear la fe de Israel, tal como sería más tarde [152]. Con ellos empieza, también, la búsqueda incansable del cumplimiento de la promesa que aunque realizada en la donación de la tierra y la descendencia, no será nunca satisfecha con esta dádiva, sino que, como un dedo indicador, debe guiar, a través de todo el Antiguo Testamento, a la ciudad cuyo constructor y creador es Dios (Hb. 11, 10) 4 Abraham estuvo muy lejos de conocer lo que inició. No carece, pues, de razón histórica que los cristianos y judíos le reconozcan unánimemente como el Padre de toda la fe (G1.15, 16; Rm. 4, 3; Hb. 11, 8-10).
Parte 2
El periodo formativo
El periodo formativo
Capítulo 3
Éxodo y conquista
La formación del pueblo de Israel
Éxodo y conquista
La formación del pueblo de Israel
Contenido:
A. Asia occidental en el bronce reciente: El imperio egipcio.
B. Las tradiciones bíblicas a la luz de los documentos.
C. La formación del pueblo de Israel.
Aunque muchos de los componentes de Israel han
estado en escena desde la primera mitad del segundo milenio, los comienzos del
pueblo israelita vinieron más tarde. En esto concuerdan la documentación
externa y la Biblia. La Biblia narra cómo los hijos de Jacob, después de haber
bajado a Egipto y haber vivido allí mucho tiempo, fueron llevados, bajo la guía
de Moisés, al Sinaí, donde recibieron la alianza y la ley, que hizo de ellos un
pueblo peculiar. Subsiguientemente, después de varias andanzas, entraron en
Palestina y se apoderaron de ella. Estas son las conocidas narraciones que
leemos desde el libro del Éxodo hasta el de Josué. Aunque hay aquí involucrados
problemas cronológicos, pruebas que se aducirán más tarde muestran claramente
que el término del proceso que narran estas historias había sido alcanzado al
final del siglo XIII. Después de esta fecha encontramos al pueblo de Israel
establecido en este país que les pertenecería durante siglos. Pero describir
cómo comenzó a existir Israel no es fácil, principalmente porque las
tradiciones bíblicas, de las que proviene el conjunto de nuestra información,
son —como las historias de los patriarcas— difíciles de evaluar. Muchos las ven
con el más profundo escepticismo. Ignorar el problema, ateniéndose meramente a
la narración bíblica, o anticipar reconstrucciones hipotéticas de los sucesos,
carecería, en ambos casos, de valor. Seguiremos, pues, el procedimiento
adoptado en la sección precedente, a saber, examinar las tradiciones bíblicas a
la luz de los documentos en cuanto sea posible, y hacer entonces las
afirmaciones positivas que parezcan justificadas con estos argumentos. Puesto
que, de cualquier modo, que se los interprete, los sucesos de la cautividad
egipcia, el éxodo y la conquista deben caer dentro del período del imperio egipcio,
esto es, en la edad del bronce reciente, o posterior (ca. 1550-1200), nuestra
primera ocupación es proveernos del fondo histórico necesario, con la mayor
brevedad posible. Podemos adelantar aquí algo sumariamente. Mientras que las
migraciones de los patriarcas nos conducen a todas las partes del Asia
occidental en la edad del bronce medio, en la edad del bronce reciente todos
los componentes del futuro Israel se mantuvieron dentro de, los confines del
imperio egipcio, ya en Palestina y países adyacentes, ya en el mismo Egipto.
1. La Dinastía XVIII y el
surgimiento del imperio
En
el bronce reciente entró Egipto en su período imperial, durante el cual fue,
sin lugar a dudas, la primera potencia del mundo [154]. Arquitectos del imperio fueron los faraones de
la Dinastía XVIII, que fue fundada cuando los hicsos fueron expulsados de
Egipto y que retuvo el poder por casi 250 años (1570-1310), proporcionando a
Egipto un poderío y un prestigio inigualado en toda su larga historia.
a. El avance egipcio en Asia.
Hemos descrito ya cómo (ca. 1550), el vigoroso Amósis expulsó a los hicsos de Egipto y, persiguiéndolos hasta Palestina, dejó abierto el camino hacia Asia. Sus sucesores, llamados todos Amenofis o Tutmosis, fueron uniformemente hombres de energía, y de habilidad militar que, más o menos, parece haber sido encendida por la resolución de que la catástrofe de los hicsos no volviera a suceder nunca más; ellos defenderían las fronteras de Egipto lo más dentro posible de Asia. El Ejército egipcio, equipado, con armas perfeccionadas tomadas a los hicsos, el carro de caballos y el arco doble, fue irresistible. Palestina experimentó su fuerza más de una vez cuando ciudad tras ciudad (p. e., Siquem, Jericó) fueron tomadas por asalto. En un tiempo sorprendentemente corto —bajo Tutmosis I (ca. 1525-1494) — las armas egipcias se extendieron por el norte hasta el Eufrates. No obstante, parte porque la resistencia fue obstinada, parte porque la reconquista llegó más allá que la organización efectiva y tenía que ser rehecha continuamente, los faraones se vieron obligados a repetir sus campañas en Asia. Tutmosis III (ca. 1490-1435), el más hábil táctico de todos ellos, hizo no menos de 16 de estas campañas, principalmente contra los restos de los odiados hicsos que, en una confederación centrada en Cades del Orontes, molestaban aún a los egipcios en el sur de Palestina [155]. Finalmente, aniquilándolos, llegó hasta el Eufrates. Tutmosis III condujo a Egipto al cénit de su poder; en su tiempo el imperio se extendió hasta una línea que llegaba aproximadamente por el norte desde el Eufrates hasta la desembocadura del Orantes y por el sur hasta la cuarta catarata del Nilo en Nubia.
b. El imperio Mitanni.
El avance egipcio hacia el norte no encontró oposición por parte de los hititas que, después de la incursión de Mursilis en Babilonia (ca. 1530), entraron en un período de inestabilidad y debilitamiento. En cambio encontró el imperio Mitanni, cuya capital estaba en Wassugani (sitio desconocido pero probablemente en la parte superior del Jabor) y que se extendía a todo lo largo de la Mesopotamia superior. Este Estado, fundado a finales del siglo XVI, tuvo una población predominantemente hurrita, pero sus gobernantes, como sus nombres lo indican (Suttarna, Saussatar, Artatama, Tusratta) fueron indo-arios. Adoraban los dioses vedas (Indra, Mitra, Varuna) y estaban fortalecidos con patricios carros de guerra, conocidos como marya (nnu). Ya hemos visto cómo en los siglos XVII al XVI, no sin conexión con la invasión de Egipto por los hicsos, hubo una gran presión hurrita, junto con elementos indoarios, sobre todo el Creciente Fértil, incluso hasta en el sur de Palestina. Estos indo-arios, según parece, introdujeron el carro de combate como arma táctica y los hicsos la aprendieron de ellos. En Mitanni, donde estaban concentradas la fuerza hurrita, éstos y los arios consiguieron un modus vivendi que llevó a una simbiosis [156]. Hubo matrimonios mixtos, con lo que también los hurritas consiguieron entrar en la clase gobernante. Mitanni parece haber alcanzado su cénit bajo Saussatar (ca. 1450), un contemporáneo de Tutmosis III, en cuyo tiempo su poder se extendió desde la región este del Tigris (Nuzi), hasta el norte de Siria, y tal vez hasta el Mediterráneo por el occidente. Asiria fue un Estado dependiente; los reyes de Mitanni llevaron de allí un rico botín a su capital. El avance egipcio llevó, naturalmente, al choque con Mitanni, cuyos reyes, probablemente, respaldaron la federación de Cades contra Egipto. Pero las victorias de Tutmosis III, que costaron a Mitanni la mayoría de sus posesiones al oeste del Éufrates, le llevó a un arreglo. Después, las relaciones entre ambos países fueron pacíficas, con generaciones de reyes Mitanni que daban una hija en matrimonio al faraón, práctica que persistió durante toda la existencia de Mitanni (desde Tutmosis IV hasta Amenofis IV). Aunque no era un tratado entre iguales (el faraón no daba una hija en cambio) fue sin duda ventajosa para ambas partes, especialmente desde que los hititas, que resurgieron bajo una nueva dinastía de reyes, comenzaron, poco antes del 1400, a presionar una vez más en el norte de Siria [157]. Ni Egipto ni Mitanni deseaban luchar en dos frentes. La alianza sirvió para contener a los hititas durante una generación más y así, en este tiempo, Egipto, con su frontera norte asegurada, pudo consolidar su imperio en Asia.
2. El período de Amarna y el fin de
la Dinastía XVIII.
El imperio egipcio se mantuvo intacto hasta el siglo XIV, cuando tuvo lugar
una sorprendente revolución que amenazó dividirlo. Este tiempo turbulento es
llamado período de Amarna, por haberse encontrado en Ajatatón (Tell el Amarna),
por breve tiempo capital del imperio, las famosas cartas de Amarna.
a. Amenofis IV (Ejnatón) y la herejía de Atón.
El héroe —o villano— de esta historia fue Amenofis IV (ca. 1370-1353), hijo de Amenofis III y de su esposa Teye. Este joven rey fue propulsor del culto de Atón (el Disco Solar) que declaró dios único, y en cuyo honor cambió su propio nombre en Ejnatón (Esplendor de Atón). Encontrándose al principio de su reino en abierto conflicto con los poderosos sacerdotes de Amón, supremo dios de Egipto, se retiró pronto de Tebas a una nueva capital (Ajatatón), que fue trazada y construida por orden suya. No podemos detenernos en los muchos problemas relativos a las causas de este conflicto. No se puede creer que Ejnatón, que murió joven y fue enfermizo, si no deforme, fuera el único responsable, especialmente desde que aparecen vestigios de las enseñanzas de Atón, y antecedentes de la crisis misma, una generación o más antes de que el joven faraón hubiera nacido. Es posible que los factores económicos, particularmente la alarma a causa de la fuerza creciente de los sacerdotes de Amón, jugaran un papel tan importante como el celo religioso [158]. Probablemente hubo fuertes personalidades al lado del trono —entre ellas la madre del rey, Teye; su esposa Nefertiti; los sacerdotes de Heliópolis que lo habían educado— que guiaron la política real. De cualquier modo, debemos recordar el hecho de que, a menos de un siglo de Moisés, apareció en Egipto una religión de carácter monoteísta. Esto fue ciertamente lo que causó la lucha [159] ; el faraón era visto como un dios y la condición de los otros dioses, su existencia o no existencia, no fue formalmente aclarada. Con todo, el hecho de que Atón fuera saludado como el único dios, creador de todas las cosas, junto al cual (o como el cual) no hay otro [160] , autoriza a decir que el culto de Atón fue, cuando menos, algo que se aproxima estrechamente al monoteísmo. En cualquier caso, estamos advertidos de que las tendencias monoteístas no fueron desconocidas en el segundo milenio a. C.
b. El imperio egipcio en el período de Amaina.
El culto de Atón nunca tuvo amplia acogida. Demasiado ratificado para las masas, fue ásperamente combatido por las clases sacerdotales establecidas, y por el núcleo de los egipcios conservadores. Como resultado, Egipto fue sacudido por una disensión de tal magnitud que su posición en el extranjero se vio gravemente comprometida. Las cartas de Amarna lo revelan con claridad. Escritas en acádico, el idioma diplomático de entonces, representan la correspondencia oficial con la corte de Ejnatón y de su padre Amenofis III. Aunque la mayor parte proviene de los vasallos del faraón en Palestina y Fenicia, se incluyen cartas incluso de las cortes de Mitanni y Babilonia [161]. Ellas nos muestran a Palestina y países adyacentes en tumulto. Los vasallos leales piden al faraón que envíe al menos refuerzos para ayudarles a mantener sus posiciones. Otras, aunque protestando externamente lealtad, disimulan la subversión, y otras, en fin, están en abierta rebelión. Entre los perturbadores sobresalen los jabirú (o SA.GAZ), que ya hemos mencionado. Aparecen como perturbadores de la paz, bandoleros, pueblo errante sin ciudadanía opuesto al orden establecido, pronto —por un precio— a hacer causa común con los rebeldes contra el faraón. Se apoderaron de extensas áreas, incluyendo terrenos en las cercanías de Siquem. Mientras que estos sucesos, por razones que aparecerán después, no tienen nada que ver con el libro de Josué [162] , es probable que representen una primera fase de la ocupación israelita de Palestina.
La situación de Egipto se hizo aún más crítica por un resurgimiento del poder hitita en el norte. Hemos visto cómo la alianza con Mitanni tuvo por finalidad, al menos en parte, una mutua protección contra la agresión por este costado. Mientras Egipto fue poderoso, se consiguió esta finalidad. Pero la debilidad de Egipto, por desgracia para él, coincidió con el surgir del imperio hitita bajo el gran Suppiluliuma (ca. 1375-1340). Aprovechándole de las dificultades de Egipto este rey presionó por el sur hasta el Líbano y apartó del control egipcio la mayor parte de Siria y el norte de Fenicia. Posiblemente estuvo detrás de algunos de los alborotos que molestaron a Palestina. Mientras tanto, Mitanni quedó abandonado en una terrible situación. Con el país desgarrado entre las facciones pro-egipcias y pro-hititas, Tusratta, el único rey independiente de Mitanni, recurrió apremiantemente a la corte egipcia en demanda de ayuda, pero en vano. Forzado a enfrentarse solo con los hititas, perdió pronto su trono y su vida. Su hijo, Matiwaza (ca. 1365), aceptó la protección hitita, asumiendo el poder en calidad de vasallo. Con él termina la historia de Mitanni. Mientras tanto, en el este, Asiría, libre ya del control de Mitanni, se elevaba a nuevas alturas de poder bajo Assurbalit I (ca. 1354-1318).
c. El fin de la Dinastía XVIII.
Ni las invocaciones religiosas de Ejnatón ni la Dinastía perduraron mucho tiempo. Después de una ruptura con la reina Nefertiti y otras maniobras más o menos oscuras, Ejnatón murió —quizás asesinado— y la Dinastía llegó pronto a su fin. Sus sucesores fueron dos yernos, uno de ellos Tut-ank-atón (ca. 1355-1344) cuya magnífica tumba fue descubierta en 1922, y un antiguo oficial llamado Aya (ca. 1344-1340 [163]. Indicios del abandono del culto de Atón pueden verse en el hecho de que Tutank-atón cambió su nombre por Tut-ank-amón. La guerra con los hititas en este tiempo se pudo mantener alejada a duras penas. A la muerte de Tut-ank-amón, la reina [164] hizo una súplica inaudita, señal del grave apuro en que se encontraba Egipto: pidió a Suppiluliuma uno de sus hijos como esposo. Suppiluliuma consintió, aunque de mala gana, pero el joven príncipe hitita fue asesinado en el camino por los egipcios del partido opuesto. El hecho de que no estallara una guerra a gran escala, pudo ser debido en parte a una plaga que azotó por este tiempo a los países hititas. Pero, sin duda, también la fuerza creciente de Asiría, capaz ahora de dominar a Babilonia y amenazar seriamente al este de Mitanni, precavió al hitita a no exponer su flanco mediante un excesivo avance por el sur. Esto fue una suerte para Egipto, puesto que, de haber estallado la guerra en este tiempo, hubiera podido ser expulsado de Asia por completo. Puede con entera razón atribuirse al general Horemheb (ca. 1340-1310), que asumió el poder a la muerte de Aya, que el imperio egipcio no terminara con el período de Amarna. Y dado que fue él quien acabó con el caos y devolvió a Egipto su poderosa condición, se le adscribe frecuentemente a la siguiente Dinastía, la XIX. Pero, por otra parte, dado que no estuvo emparentado con el faraón que le sucedió y dado que él reclamó para sí ser el legítimo sucesor de Amenofis III, sería mejor inscribirle entre sus predecesores. De cualquier modo, con él terminaron todos los vestigios de la herejía de Atón. Ya sea por una convicción personal, ya porque odiaba lo que aquella herejía había significado para Egipto, o por ambas cosas, empezó a arrancar de raíz, con una crueldad incomparable, toda huella de esta reforma que para él era anatema. Al mismo tiempo se consagró a restablecer la seguridad interna del país. Sus esfuerzos acabaron con la crisis y dispuso a Egipto para asumir de nuevo un papel activo en Asia.
3. Asia occidental en el siglo
XIII.
La
Dinastía XIX. A Horemheb le sucedió otro general, Ramsés, que procedía de
Avaris, la antigua capital de los hicsos, y cuya familia se tuvo por
descendiente de los reyes hicsos. Aunque Ramsés I, reinó poco tiempo (ca.
1310-1309), traspasó el poder a su hijo Setis I y así se convirtió en el
fundador de la Dinastía XIX. Los faraones de esta Dinastía acometieron la
empresa de recuperar las pérdidas egipcias en Asia. Esta resolución hacía
inevitable la guerra con los hititas, largo tiempo amenazante.
a. La guerra hitita: Ramsés II.
Setis I (ca. 1309-1290) emprendió pronto la tarea de restaurar el inseguro imperio asiático de Egipto. En el primer año se apoderó de Betsán, en el norte de Palestina, como lo demuestra una estela suya allí descubierta, y podemos suponer que pronto tuvo bajo su firme dominio toda Palestina. Más tarde chocó, cerca de Betsán, con los 'apiru, indudablemente uno de los muchos grupos que figuran en las cartas de Amarna [165]. Avanzó hacia el norte llegando hasta Cades, con la esperanza, sin duda, de arrancar la Siria central al control hitita.
La guerra entre las dos potencias era inevitable. Bajo el hijo y sucesor de Setis, Ramsés II (ca. 1290-1224), estalló formalmente. Ambos, Ramsés y el rey hitita Muwattalis (ca. 1306-1282) dirigían los más poderosos ejércitos de aquel tiempo (los hititas tenían quizás cerca de 30.000 hombres). Ambos emplearon gran número, tanto de mercenarios como de tropas cautivas, echando mano los egipcios de contingentes de Sardina, y los hititas de Dárdanos, Luka y otros. Más tarde diremos algo más sobre estos pueblos. El gran choque tuvo lugar en el año quinto de Ramsés, cuando su Ejército, marchando en columna extendida en dirección norte, hacia Siria, cayó en una emboscada en las cercanías de Cades y fue casi completamente deshecho. Con no excesiva modestia nos cuenta Ramsés cómo su propio valor personal salvó la jornada y convirtió la derrota en una aplastante victoria [166]. Victoria pudo haber sido, pero, si lo fue, fue una victoria pírrica. Aunque los egipcios se hicieron dueños del campo, no pudieron continuar su marcha y se vieron obligados a retirarse hacia el sur; la reconquista de Siria quedó descartada. Aunque la guerra continuó aún durante otra década, o más, no hubo al parecer, ningún golpe decisivo por ninguna de las dos partes. La paz llegó finalmente cuando Hattusilis III (ca. 1275-1250), hermano de Muwattalis, que destronó al hijo y sucesor de éste, se apoderó del trono hitita. Fue sellada con un tratado, copias del cual han sido halladas en Egipto y en Bogahzkóy, y duró tanto como el imperio hitita. Indudablemente, esto sucedió porque ambas potencias estaban exhaustas. Pero los hititas tenían razones más urgentes para desear la paz. Por el este de su país, Asiria, bajo los sucesores de Assurbalit, Adad-nidari I (ca. 1297-1266) y Salmanasar I (ca. 1265-1235), se convertía en una amenaza creciente, que trataba con insistencia de arrancar al control hitita las regiones de Mitanni. Con tal amenaza a su costado, los hititas no podían continuar la guerra con Egipto. De hecho, muy poco tiempo después, Asiria ocupó la mayor parte de Mitanni. La segunda mitad del largo reinado de Ramsés II llevó a Egipto la paz y constituyó uno de los mayores períodos de actividad constructora de su historia. Verdaderamente interesante para nosotros es la reconstrucción de Avaris, ahora de nuevo convertida en capital, comenzada por Setis I y continuada por Ramsés. Este llamó a Avaris «la casa de Ramsés». En textos de este período aparecen repetidamente los apira como esclavos estatales trabajando en los proyectos reales. Interesante también es el hecho de que en pocos períodos de su historia estuvo Egipto más abierto a la influencia asiática. Esto no es sorprendente si se consideran los intereses asiáticos de Egipto, la presencia de numerosos semitas en Egipto, la ubicación de la capital —en otro tiempo capital de los hicsos—justamente en la frontera, y el hecho de que la casa real proclamaba su linaje o ascendencia hicsa. Cientos de palabras semitas entraron en el lenguaje egipcio y los dioses cananeos fueron adoptados en el panteón egipcio e identificados con las deidades nativas. Entre éstos estaban Ba'al (identificado con Seth) Haurón (identificado con Horus), Resef, Astarté, Anat y otros. La importancia de estos sucesos como telón de fondo de la esclavitud de Israel en Egipto es asunto sobre el que volveremos.
b. El fin de la Dinastía XIX.
Al morir Ramsés II, después de un largo y glorioso reinado, le sucedió su décimo tercer hijo, Menefta, que era un hombre ya maduro. Menefta no pudo vivir en paz durante su corto reinado (ca. 1224-1216). Comenzó un tiempo de confusión que acabó sumergiendo al Asia occidental en un caos al que la Dinastía XIX no pudo sobrevivir. Como sabemos por una estela de su quinto año (ca. 1220), Menefta, como sus predecesores, emprendió una campaña en Palestina. Entre los enemigos allí derrotados enumera al pueblo de Israel. Esta es la primera referencia a Israel en una inscripción contemporánea y es muy importante, pues muestra que Israel estaba por este tiempo en Palestina, pero (puesto que es enumerado como un pueblo, no como un país) no estaba, al parecer, totalmente sedentarizado [167]. No hace falta decir que esto tiene relación con la fecha de la conquista. Aunque la Biblia no menciona esta campaña, puede encontrarse, posiblemente, una reminiscencia de ella en Jos. 15, 9; 18, 15 (¿el manantial de Menefta?) También en su quinto año tuvo que hacer frente Menefta a una invasión de libios y pueblos del mar que se movían en una gran horda sobre Egipto a lo largo de la frontera oeste. Solamente con una gran energía y en una terrible batalla pudo rechazarlos. Entre los pueblos del mar, Menefta enumera Sardina, 'Aqiwasa, Turusa, Ruka (Luka) y Sakarusa. Estos pueblos, alguno de los cuales (Luka y Sardina) hemos encontrado como mercenarios en la batalla de Cades, eran de origen egeo, como sus nombres indican, v. g., Luka son los licios, 'Aquiwasa (también los Ahhayawa del sudoeste de Asia menor) son los aqueos; Sardina daría poco tiempo después su nombre a Sardinia y los Turusi aparecen después como los tirseos (etruscos) de Italia [168]. Nos parece estar tratando de sucesos relacionados con la irrupción de la confederación micena, sucesos apenas anteriores o contemporáneos de la guerra de Troya, en una palabra, de una fase de aquellos eventos reflejados en la Ilíada y la Odisea. Aunque Menefta dominó la situación, no sobrevivió mucho tiempo a su triunfo. Después de cuatro reyes sin ninguna importancia (1215-1200) cayó la Dinastía y siguieron unos treinta años de anarquía, durante los cuales un usurpador sirio se apoderó por breve tiempo del poder. Apenas cabe duda de que durante estos años de disturbios el control egipcio de Palestina fue prácticamente abandonado, circunstancia que con seguridad ayudó a Israel a consolidar su posición en el país.
c. La caída del imperio hitita.
Mientras Egipto pasaba por una etapa turbulenta, el imperio hitita experimentó un inmenso desastre. Pocas veces ha habido una potencia en el mundo que se haya desplomado tan repentina y completamente [169]. Habiendo rivalizado con Egipto, a comienzos del siglo XIII, por el control del Asia occidental, los hititas comenzaron a tener, a mediados de este mismo siglo, crecientes dificultades para mantener su posición frente a las coaliciones de los pueblos egeos del Asia menor occidental. A pesar de sus triunfos temporales, no pudieron evitar el desastre. En las décadas siguientes al 1240 fueron absorbidos por una vorágine de migración racial que rompió las amarras de su débil estructura y los borró para siempre del mapa de la historia. Hacia finales de siglo faltan testimonios inscripcionales y es evidente que los hititas habían desaparecido. Los agentes de esta catástrofe fueron, sin duda, representantes de los numerosos grupos que los egipcios llamaban «pueblos del mar». Al principio del siglo XII, según veremos, comenzaron a lanzarse sobre la costa siria en un torrente destructor, para batir de nuevo las puertas de Egipto.
Con la caída de los hititas y el ocaso de Egipto sólo uno de los tres antiguos rivales por la supremacía permaneció en pie. Este fue Asiria que, habiendo conquistado y saqueado Babilonia y ocupado toda la alta Mesopotamia hasta el Éufrates, alcanzó el cénit de su primera expansión bajo Tukulti-ninurta I (1234-1197). Pero tampoco esto, como veremos, iba a perdurar. La lucha por el poder en el bronce reciente terminó con la desaparición o agotamiento de los contendientes.
4. Canaán en el siglo XIII a.C.
Nuestro bosquejo nos ha conducido a los comienzos del siglo XII, en cuyo
tiempo podemos suponer que Israel estaba ya asentado en Palestina. Pero sería
mejor, antes de proceder a una valoración de los relatos bíblicos echar primero
una ojeada a Canaán, tal como estaba antes de la ocupación israelita.
a. La población de Canaán.
La Biblia, normalmente, se refiere a la población pre-israelita de Palestina como a cananeos o amorreos. Estos términos, propiamente, se aplican a grupos específicos: los cananeos son el pueblo semita del noroeste que se encuentra en Palestina y Siria a lo largo de los tiempos históricos, densamente establecidos a lo largo de la costa desde la frontera egipcia hasta Ugarit (Ras Samra) y aun más allá, y menos densamente en el interior; los amorreos, a lo menos en esta perspectiva, son aquellos elementos semitas noroccidentales, a los que pertenecieron los mismos antepasados de Israel y que se infiltraron en Palestina a principios del segundo milenio y se establecieron después especialmente en las montañas del interior. Aunque en algunos pasajes parece que la Biblia conserva esta distinción (p. e., Nm. 13, 29; Dt. 1, 7), donde los cananeos son colocados en la costa y los amorreos en la montaña, las más de las veces usa estos términos en sentido amplio, si no como sinónimos. Esto se justifica por el hecho de que, en tiempo de la conquista, los «amorreos», que habían estado largo tiempo sedentarizados, tomaron el lenguaje, la organización social y mucha parte de la cultura de Canaán. La población pre-israelita predominante no fue, por tanto, diferente del mismo Israel en raza y lenguaje.
Palestina albergaba también otros elementos, particularmente indo-arios y huritas, que llegaron allí, como ya vimos, en el período hicso. Muchos de los pueblos que la Biblia enumera como habitantes pre-israelitas del país (hititas, jiveos, joritas, jebuseos, guirgaseos, perezeos, etc.), representan, sin duda, elementos no semitas de la población, aunque algunos de ellos no puedan ser identificados con certeza. Los joritas (considerados alguna vez como trogloditas a causa de que la palabra jor significa «cueva» en hebreo), eran ciertamente hurritas. Deben haber sido numerosos, puesto que los egipcios en este tiempo se refieren a Palestina como Jurru. Aunque la Biblia coloca a los joritas sólo en Edom (Gn. 14, 6; 36, 20-30), es probable que los jiveos fueran también joritas (sus nombres son muy parecidos en hebreo y los LXX los emplean de cuando en cuando —Gn. 34, 2; Jos. 9, 7— indistintamente). Si fue así, hubo enclaves hurritas en Gabaón, Siquem y en el área del Líbano (Jos. 11, 3; Je. 3, 3) [170]. Los perezeos fueron también, probablemente, hurritas (el nombre y la terminación izzi son conocidos en Mitanni) [171]. Los hititas que son colocados principalmente en los alrededores de Hebrón (Gn. 23, 10; 25, 9, etc.) difícilmente pudieron ser hititas del imperio, ya que el dominio de éste nunca llegó tan al sur [172]. Esta palabra es usada aquí, probablemente, en sentido amplio (1 R 10, 29) refiriéndose a aquellas partes del norte de Siria en alguna ocasión bajo control hitita. Si es así, los hititas fueron también probablemente hurritas, quizá con elementos indo-arios. Pero todos estos pueblos, ya con mezcla de otros orígenes, ya con elementos predominantemente semitas del noroeste, llegaron a ser esencialmente cananeos en la cultura.
b. La cultura y la religión de Canaán.
Palestina en el bronce reciente, aunque algo retrasada en comparación con Fenicia, fue sin embargo parte de una gran unidad cultural que se extendía desde la frontera egipcia hasta Ras Samra por el norte [173]. Aunque su riqueza tuvo un marcado declive durante el período de los hicsos, debido sin duda al desorden egipcio, su cultura material era aún impresionante. Las ciudades estaban bien construidas, con fuertes defensas, drenaje y, en algunos casos (p. e., Meguiddó, Jerusalén) túneles excavados con la intención de asegurar el abastecimiento de agua en caso de asedio. Elegantes casas patricias rodeadas de chozas para los siervos ilustran el carácter feudal de aquella sociedad. Los cananeos fueron un pueblo comerciante, grandes exportadores de madera de construcción y líderes en la industria textil y el teñido de la púrpura [174]. Estuvieron en contacto no sólo con Egipto y Mesopotamia, sino incluso con los países egeos, como lo demuestra concretamente la abundancia de cerámica micena en toda Palestina y Siria por los siglos XIV y XIII y también las importaciones de Minos en un primer período. El nombre «Kaftor» (Creta), conocido en Mari (siglo XVIII), se encuentra también en documentos de Ras Samra (siglo XIV). Sin embargo Canaán no alcanzó su conquista suprema en la cultura material, sino en la escritura. Antes de concluir el tercer milenio, los cananeos de Biblos desarrollaron una escritura silábica inspirada en la egipcia. En el bronce reciente, los escribas cananeos no sólo escribieron con profusión en acádico, y ocasionalmente en egipcio y en otras lenguas, sino que de la misma escritura cananea se derivaron algunas escrituras diferentes. Entre éstas estuvo el alfabeto lineal, cuya invención se ha de atribuir a los cananeos. Llevada de Fenicia a Grecia, vino a ser el antecesor de nuestro propio alfabeto [175]. Igualmente notables son los textos de Ras Samra (siglo XIV) que, junto a variados documentos en diversas lenguas, incluyen escritos cananeos en un alfabeto formado por caracteres cuneiformes. Aquí tenemos, puesto por escrito, en un espléndido estilo poético con muchos parecidos con el verso hebreo primitivo, el mito y la narración épica de Canaán. Este material, cuyo origen es varios siglos más antiguo, aporta valiosos conocimientos acerca de la religión y culto cananeos [176]. Se debe hacer hincapié, una y otra vez, en que los orígenes de Israel coincidieron con un período de abundante literatura. La religión cananea, sin embargo, no nos presenta un cuadro agradable [177]. Fue, en efecto, una forma de paganismo extraordinariamente envilecida, especialmente en lo tocante al culto de la fecundidad. La cabeza nominal del panteón, pero con un papel inoperante, era el dios padre, El. La principal divinidad activa era Ba'al (Señor) título de Hadad, antiguo dios semita de las tormentas, que reinaba como jefe de los dioses en una encumbrada montaña al norte. Entre las divinidades femeninas estaban Aserá (en la Biblia también el nombre de un objeto de culto de madera: Jc. 6, 25 s., etc.), Astarté (en la Biblia Astarot o Astoret) y Anat (en los textos de Ras Samra la esposa de Ba'al, pero conocida en la Biblia sólo para nombres de lugares, p. e., Bet-Anat). Estas diosas, aunque imprecisas en personalidad y función, representan el principio femenino en el culto de la fecundidad. Son representadas como prostitutas sagradas o madres encinta, o, con una sorprendente polaridad, como diosas sanguinarias de la guerra. Importante en el mito cananeo era la muerte y resurrección de Ba'al, que correspondía a la muerte y resurrección anual de la naturaleza. Cuando el mito era reactualizado con un ritual mimético, se creía que las fuerzas de la naturaleza eran avivadas y que la ansiada fecundidad del suelo, animales y hombres quedaba asegurada. Como en todas las religiones de esta clase, prevalecieron numerosas prácticas envilecedoras, entre las que se incluían la prostitución sagrada, la homosexualidad y diversos ritos orgiásticos. Fue la clase de religión con la que Israel, aun tomando mucho de la cultura de Canaán, nunca pudo pactar en buena conciencia.
c. Canaán políticamente.
Aunque poseía unidad cultural, Canaán estaba políticamente diferenciado. Cuando los países cananeos fueron incorporados al imperio egipcio, los diversos pequeños Estados allí existentes fueron incorporados a la corona y sus reyes se convirtieron en feudatarios del faraón. Palestina era un mosaico de tales Estados, ninguno de ellos de gran extensión. Los egipcios mantuvieron el control por medio de reyezuelos de ciudad, que eran los responsables de entregar el tributo estipulado. También distribuyeron sus propios comisarios y guarniciones militares en puntos estratégicos por todo el país. Bajo la administración egipcia, que estaba notoriamente corrompida, y no solamente esquilmaba el país sino que en ocasiones enviaba a los soldados a recoger los pagos atrasados en forma de saqueo, Palestina menguó drásticamente en riqueza, como se dijo arriba. La pobreza de la clase media en la sociedad feudal cananea aceleró indudablemente el proceso. La mayor concentración de ciudades-Estado estaba en la llanura, permaneciendo el interior de las montañas abundantemente arbolado, pero escasamente poblado. Entre el período de Amarna y la conquista israelita, sin embargo, las ciudades-Estado parecen haberse casi duplicado, con la consiguiente disminución del poder de cada una de ellas [178]. Quizá los egipcios, calculando que sería más fácil tratar con Estados pequeños que con grandes, apoyaron esto. También, según parece, el desarrollo de la industria de los ladrillos cocidos, que permitió revestir las cisternas cavadas en la roca porosa, hizo posible el establecimiento en regiones donde la falta de agua lo había impedido hasta entonces. No hay que decir que en los períodos de debilidad egipcia (y uno de ellos fue el final del siglo XIII) las ciudades-Estado quedarían desorganizadas y sin ayuda. Humanamente hablando, esto fue lo que hizo posible la conquista israelita. Al este del Jordán la situación era un tanto diferente. Como se dijo más arriba, la parte sur y central de Transjordania permaneció sin población sedentaria desde cerca del siglo XX hasta el final del bronce reciente. En el siglo XIII, sin embargo, se fueron estableciendo allí nuevos pueblos, que llegarían a ser vecinos de Israel a lo largo de su historia. Estos fueron los edomitas y los moabitas. Los primeros se establecieron en las tierras altas al este de la Araba, entre el extremo del mar Muerto y el golfo de Acaba, mientras que los segundos lo hicieron al norte de Edom, en la parte este del mar Muerto. Ambos pueblos estaban gobernados por reyes al aparecer en la historia (Gn. 36, 31-39; Nm. 20, 14; 22, 4); pero no sabemos cómo se constituyeron en Estados. Un tercer pueblo, los ammonitas, no debían estar totalmente sedentarizados cuando llegó Israel (no son mencionados en algunos de los antiguos poemas, siéndolo en cambio Edom y Moab, Ex. 15, 15; Nm. 24, 17 ss.), pero ya estaban establecidos allí en tiempo de los jueces (Jc. 11). Además existían dos Estados amorreos bastante considerables en Transjordania (Nm. 21, 35). Uno de ellos, centrado en Jesbón, controlaba gran parte del sur de Galaad y se había extendido hasta el sur del Arnón a expensas de Moab, antes de que Israel llegara. El otro estaba situado a lo largo de las fuentes del Yarmuk, en Basan; pero sus dimensiones e historia nos son desconocidas.
Este es el escenario en que Israel iba a comenzar pronto su vida como pueblo. Las narraciones bíblicas del cautiverio egipcio, éxodo y conquista, han de ser entendidas en el contexto del período aquí delineado.
B. Las tradiciones bíblicas a la
luz de los documentos
En las narraciones del éxodo y conquista, nos enfrentamos con un
problema que, en lo esencial, es el mismo que teníamos planteado en las
tradiciones patriarcales, aunque el intervalo entre el suceso y su relato
escrito es menor. Seguiremos, por tanto, sin repetir lo dicho, las directrices
adoptadas en el capítulo anterior. Examinaremos la tradición bíblica a la luz
de la documentación de que podemos disponer y expondremos entonces aquellas
conclusiones que parezcan tener justificación. De nuevo hemos de tener en
cuenta que no poseemos medios que testifiquen los detalles de la narración bíblica.
Pero, aunque podemos estar seguro de que los acontecimientos contemporáneos
fueron más complicados de lo que una ligera lectura de la Biblia podría
sugerir, podremos decir lo bastante para justificar nuestra afirmación de que
su narración está fundamentada en sucesos históricos.
1. La esclavitud egipcia y el éxodo
a la luz de los documentos.
Realmente,
apenas se puede dudar que los antepasados de Israel fueron esclavos en Egipto y
que escaparon de allí de un modo maravilloso. Casi nadie lo pone en duda
actualmente.
a. Israel en Egipto.
Aunque en las narraciones egipcias no hay testimonios directos acerca de la presencia de Israel en Egipto, la tradición bíblica exige crédito a priori; ¡no es la clase de tradición que un pueblo se inventaría! Aquí no se trata del relato heroico de una migración, sino el recuerdo de una ignominiosa servidumbre de la que sólo pudo librarles el poder de Dios. Algunos factores proporcionaban apoyo objetivo. Los nombres egipcios, que prevalecen en el primitivo Israel, especialmente en la tribu de Leví, arguyen ciertamente una conexión con Egipto. Entre estos nombres están los de Moisés mismo, Jofní, Finefás, Merarí y, posiblemente, Aarón y otros [179]. Los intentos por minusvalorar esta prueba son extraordinariamente poco convincentes [180]. Es interesante constatar que las comadronas, Sifrá y Pau (Ex. 1, 15), tienen nombres de estructura muy arcaica, aunque ello sólo prueba que la tradición es antigua; el primero se encuentra en una lista de esclavos del siglo XVIII y el segundo es conocido por los textos de Ras Samra [181]. Seguramente no es coincidencia que existen pruebas de la presencia de 'abiru (japiru) en Egipto durante el período del imperio [182]. Los 'abiru fueron llevados allí como cautivos ya en tiempos de Amenofis II (1435-1414), si no antes, puesto que en documentos de las Dinastías XIX y XX aparecen repetidamente como esclavos del Estado. Apenas podemos dudar de que entre ellos se encontraran los componentes del futuro Israel.
Se nos dice que los hebreos fueron obligados a trabajar en la construcción de Pitom y Ramsés (Ex. 1, 11). La primera ciudad se halla en Tell er-Rettábeh, al oeste del lago Timsá, en el noroeste de Egipto; la segunda no es otra que la antigua capital de los hicsos, Avaris, reconstruida y elevada de nuevo a capital por Setis y Ramsés II y denominada por este último la «casa de Ramsés». Parece cierto que Ex. 1, 11 se refiere a ésta. La autenticidad de la tradición se apoya en el hecho de que la capital fue llamada «casa de Ramsés» sólo hasta el siglo 11, después del cual se llamó Tanis. En el reinado de Horemheb (ca. 1340-1310), se celebró el cuatrocientos aniversario de la fundación de la ciudad; más tarde Ramsés II erigió allí una estela [183]. Si hay conexión entre esto y los tradicionales 430 años (Ex. 12, 40) de la estancia de Israel en Egipto (en Gn. 15, 13, 400 años) y si su llegada allí tuvo lugar en el período de los hicsos, es incierto y no se puede insistir en ello. Pero la coincidencia de las figuras, y más el hecho (Nm. 13, 22) de que se diga que Hebrón fue construida siete años antes que Zoan (Avaris), hace sospechar que los hebreos conocieron la estela. En cualquier caso, la tradición de la esclavitud en Egipto no puede ser puesta en tela de juicio.
b. El Éxodo.
No tenemos testimonios extra bíblicos del éxodo mismo. Pero el testimonio que la Biblia nos da es tan impresionante que poca duda queda de que haya ocurrido efectivamente una liberación tan notable. Israel recordó siempre el éxodo como el suceso constitutivo que dio principio a su existencia como pueblo. Fue desde el principio el centro de su confesión de fe, como lo atestiguan antiguos poemas (Ex. 15, 1-8) y credos (Dt. 6, 20-25; 26, 5-10; Jos. 24, 2-3), que se remontan al período más antiguo de su historia [184]. Una creencia tan antigua y enraizada sólo tiene explicación admitiendo que Israel salió en aquel tiempo de Egipto en medio de sucesos tan admirables que se grabaron para siempre en su memoria.
Por lo que se refiere a estos sucesos no podemos añadir nada a lo que la Biblia nos cuenta. En la narración bíblica se ve cómo los hebreos, intentando escapar, fueron acorralados entre el mar y el Ejército egipcio y se salvaron cuando un viento secó las aguas y les permitió pasar (Ex. 14, 21-27). Los perseguidores egipcios, atrapados por el flujo del mar, se ahogaron. ¡Si Israel vio en esto la mano de Dios, el historiador no tiene ciertamente pruebas para contradecirlo No es sorprendente que los relatos egipcios no lo mencionen. No solamente los faraones no acostumbraban celebrar sus fracasos, sino que un asunto que atañía tan sólo a una partida de vagabundos fugitivos debió haber sido para ellos de escasa importancia. Esperaríamos una narración de ellos en los anales egipcios con tan escasa esperanza como una descripción de la Semana Santa en los anales de César. Para César aquello no tuvo importancia. Ya que muchos de los lugares mencionados son difíciles de identificar, la localización exacta del éxodo es incierta [185]. No es probable que Israel haya cruzado la punta misma del mar Rojo (Golfo de Suez). Está tan al sur que la caballería egipcia los habría capturado con toda seguridad antes de que ellos hubieran llegado allí. No podemos suponer que el mar Rojo se extendiera entonces más al norte de sus actuales riberas hasta unirse con los lagos Amargos, pues ahora se puede demostrar que no fue así [186]. Además, el mar (yam süf) es propiamente el «mar de las Cañas», no el mar Rojo (en el mar Rojo no hay cañas). Dado que Israel se había establecido en los alrededores de Avaris, llamados Gosén, o «el país de Ramsés» (Gn. 47, 11), o en la llanura de Zoan (Sal. 78, 12, 43) y que además otros lugares relacionados con el éxodo pueden muy bien ser localizados en este área, es probable que el mar de las Cañas fuera una extensión de agua al este de Avaris —posiblemente un brazo del lago Menzaleh— y que el cruce tuviera lugar no lejos del actual el-Qántara, en el canal de Suez. Sin embargo, no podemos estar seguros, ni tiene mucha importancia en ningún sentido. La localización precisa del éxodo tiene tan poca importancia para la fe de Israel como la del Santo Sepulcro para la cristiandad.
c. La fecha del éxodo.
Esta cuestión ha ocasionado muchos debates [187]. Pero, aunque no se puede establecer una fecha exacta, podemos estar razonablemente seguros de que el éxodo tuvo lugar durante los tres primeros cuartos, probablemente en la primera mitad, del siglo XIII. Ciertamente la Biblia establece de una manera explícita que transcurrieron 480 años desde el éxodo hasta el año cuarto de Salomón (ca. 958) (I R 6, 1). Esto aparentemente colocaría el éxodo en el siglo XV, y parecería favorecer así la opinión de que la conquista tuvo lugar en el período de Amarna. Pero esta opinión ha sido ahora casi del todo abandonada, principalmente porque contradice las pruebas arqueológicas que se refieren a la conquista y que mencionaremos más adelante. Sin embargo, dado que el cuarenta es un número perfecto bien conocido, usado a menudo para designar una generación (como los cuarenta años de estancia en el desierto), podría darse que estos cuatrocientos ochenta años fueran asimismo un número perfecto para significar 12 generaciones. Es probable que una generación (desde el nacimiento del padre al nacimiento del primer hijo), alcanzara entonces unos 25 años, lo que nos daría unos 300 años, mejor que los 480, y una fecha para el éxodo hacia la mitad del siglo XIII. Aunque no hay que urgir mucho esta cifra —pues no es exacta— lo expuesto parece ser más o menos correcto. En todo caso, se requiere una fecha del siglo XIII. Si los hebreos trabajaron en Avaris, debieron haber estado en Egipto al menos durante el reinado de Setis I (ca. 1309-1290) y probablemente en el de Ramsés II (ca. 1290-1224), bajo el cual se terminó la reconstrucción de esta ciudad. Por otro lado, las pruebas arqueológicas (cf. más abajo), piden que coloquemos la conquista de Palestina hacia el final del siglo XIII; la estela de Menefta supone la presencia de Israel allí hacia el 1220; además la marcha de Israel alrededor de Edom y Moab (Nm. 20-21), a menos que sea declarada como tradición no-histórica, o se la separe de las tradiciones del éxodo, nos impide establecer una fecha anterior al siglo XIII, puesto que estos dos reinos no se constituyeron hasta entonces [188]. Todas las pruebas, por tanto, señalan una fecha en el siglo XIII. Aunque no podemos estar seguros, se puede admitir que Setis I, que inció la restauración de Avaris, fuera el faraón que comenzó la opresión de Israel y Ramsés II el faraón en cuyo reinado tuvo lugar el éxodo.
2. La marcha por el desierto a la
luz de la documentación.
No
podemos acometer la tarea de reconstruir al detalle la marcha de Israel por el
desierto, debido a que aquellos sucesos fueron sin duda mucho más complicados
de lo que la narración bíblica sugiere ya que casi ninguno de los lugares
mencionados puede ser identificado con seguridad. Pero apenas puede dudarse que
fuera en este período cuando Israel recibió su fe distintiva y llegó a
constituirse como pueblo.
a. La marcha hacia el Sinaí.
Según la Biblia, esto último tuvo lugar en el monte Sinaí (u Horeb, como también es llamado), adonde se dirigió Israel después de abandonar Egipto. Desgraciadamente, la localización del Sinaí es incierta. Se le localiza, tradicionalmente, en Yebel Musa, en la punta sur de la península del Sinaí. Algunos especialistas, sin embargo, creyendo que el lenguaje de Ex. 19, 16-19, sugiere una erupción volcánica, prefieren localizarle al este del golfo de Acaba, en el noroeste de Arabia (Madián), donde existen algunos volcanes apagados. Sin embargo esto no se ajusta a las exigencias geográficas de la narración. Además, Ex. 19 puede igualmente sugerir muy bien una violenta tormenta de montaña. El narrador probablemente echó mano de la imagen de un fenómeno tan aterrador en su intento de describir la terrible majestad de Yahveh que se aparece. El hecho de que los madianitas se encuentren cerca del Sinaí (Ex. 3, 1; 18, 1), prueba poco, puesto que era un pueblo nómada y el Sinaí era una montaña sagrada que ellos, con toda probabilidad, visitarían. No son decisivos pasajes tales como Dt. 32, 2 y Jc. 5, 4 ss., puesto que acaso estos textos no hagan sino servir de apoyo a la tradición básica de que Israel, al abandonar el Sinaí, llegó a Palestina por el sureste. También se ha sugerido una localización en la parte norte de la península del Sinaí. Esto puede apoyarse en la tradición (Ex. 17, 8-16) de que Israel combatió en estos alrededores a Amaleq, un pueblo otras veces encontrado en el Negueb y en el desierto de Sur, al oeste de Cades (Nm. 14, 43-45; I S, 15, 7; 27, 8). Además, algunos pasajes sugieren que Israel se dirigió directamente de Egipto a Cades (Ex. 15, 22; Jc. 11, 16). Pero no solamente fue Amaleq un pueblo nómada que pudo haber vagado por todas partes, sino que hay tradiciones que exigen que el Sinaí esté a una considerable distancia de Cades (Nm. 33, 2-49; Dt. 1, 2) [189]. Es perfectamente posible que la Biblia combine las tradiciones de varios grupos que huyeron de Egipto, alguno de los cuales se dirigió directamente a Cades. El incidente de las codornices (Nm. 11, 31 ss.) parece indicar una región cercana a la costa del Mediterráneo [190].
Por otra parte, la localización en el sur puede apoyarse en una tradición que se remonta a los primeros siglos del cristianismo y casi con toda certeza a tiempos anteriores. Y satisface de una manera aceptable a los datos bíblicos. En las cercanías estaban las famosas minas egipcias de cobre de Serabit el-Kadim [191]. Esto concuerda con la tradición de que los ascendientes de Moisés, llamados también kenitas (herreros) (Jc. 1, 16), se encuentran en dicho lugar. Sin duda las minas les suministraban el metal que usaban en su industria. No es necesario suponer que una marcha en esta dirección habría de llevar a los hebreos a un choque con las tropas egipcias, ya que los egipcios no tenían guarnición permanente en las minas. Los hebreos pudieron pasar sin ser molestados, excepto en los períodos intermitentes en que los equipos mineros estaban trabajando. Todo considerado, por consiguiente, nos parece preferible para el Sinaí una localización que se acerca a la tradicional. Pero debemos admitir que no lo sabemos. Tampoco el problema es de vital importancia para la historia de Israel.
b. Moisés y los orígenes del yahvismo.
Aunque la localización del Sinaí no es seguro, es tan seguro como una cosa puede serlo que fue allí donde Israel recibió la ley y la alianza que le constituyó como pueblo. Hablaremos de la naturaleza de la fe de Israel en el capítulo siguiente. Pero apenas puede dudarse que los orígenes de esta fe están en el Sinaí. Cabe demostrar que el yahvismo llegó a Palestina con Israel. Por una parte, Israel adoró a Yahveh desde los comienzos de su historia. Por otra parte, antes de esta, época no existe ningún indicio de yahvismo ni en Palestina ni en ningún otro lugar; los esfuerzos por encontrar el nombre «Yahveh» en textos de un período anterior han fracasado por igual [192]. Con esto está de acuerdo la unánime tradición bíblica, primitiva y posterior, que rememora los orígenes de Israel en el desierto. En algunos de los más antiguos poemas que poseemos, Yahveh es designado «el del Sinaí» (Jc. 5, 4 ss.; Sal. 68, 8; cf. Dt. 33, 2). Debe suponerse que una tradición tan unánime y antigua descansa sobre hechos históricos. Es verdad que algunos especialistas, observando que algunos credos antiguos (Dt. 6, 20-25; 26, 5-10 Jos. 24, 2-13) no mencionan el Sinaí, separan los sucesos del éxodo y del Sinaí, y afirman que pertenecen a grupos diferentes y a épocas distintas [193]. Esto, sin embargo, además de que despoja los sucesos del Sinaí de toda motivación, está fundado en presupuestos referentes a la historia de la tradición que son, cuando menos, subjetivos [194]. Estos credos, muy probablemente, fueron destinados a la recitación en la fiesta de la renovación de la alianza, sirviendo como de preludio a la reafirmación de esta alianza, y constituyendo al final, por sí mismos, una revalidación de los acontecimientos del Sinaí. La tradición del Sinaí es, en todo caso, tan antigua como la tradición del éxodo y no hay razón para dudar de que ambas estuviesen relacionadas desde el principio [195]. Sobre todos estos acontecimientos se alza la figura de Moisés. Aunque no conocemos nada de su vida, salvo lo que nos dice la Biblia (cuyos pormenores no aduciremos como pruebas), pudo ser, sin duda, lo que fue, tal como la Biblia lo describe: el gran fundador de la fe de Israel. Los intentos por disminuir su figura son extremadamente subjetivos [196]. Los sucesos del éxodo y del Sinaí requieren una gran personalidad tras ellos. Una fe tan única como la de Israel exige un fundador tan necesariamente como le exige el cristianismo, o el Islam, dentro de esta materia. ¡Negar este papel a Moisés nos obligaría a colocar otra persona... con el mismo nombre! Si Yahveh fue adorado o no antes de Moisés, es una cuestión a la que no se puede responder. Muchos científicos sostienen la idea de que Yahveh era conocido entre los clanes madianitas (kenitas) de la península del Sinaí, y que Moisés lo aprendió de ellos a través de su suegro Jetró [197]. No es imposible. Jetró, de quien se dice que fue sacerdote (Ex. 3, 1) no sólo ayudó a Moisés con un sabio consejo (Ex. 18, 13-27), sino que también presidió un sacrificio e incluso ofreció sacrificios pacíficos en presencia de Yahveh (Ex. 18, 10-12). Aunque la conclusión no se sigue necesariamente, se puede aceptar esto como señal de que Jetró era ya en aquel tiempo un adorador de Yahveh. Igualmente probable, sin embargo, es la teoría de que Yahveh era adorado en la misma familia de Moisés, quizás porque su madre (si es que el nombre de Yokébed es un compuesto de Yahveh, lo cual no es seguro) pudo haber tenido contactos con los madianitas (kenitas). De este modo el culto de Yahveh podría haber tenido origen kenita, pero Moisés habría conocido a Yahveh mucho antes de su encuentro con Jetró, como el Dios de su clan materno [198]. Nada imposible hay en esto. Algunos de los dioses ancestrales de clan eran adorados por este tiempo en Egipto, como lo demuestra el nombre de un modesto oficial del siglo XIV, llamado Sadd'ammi [199]. En un antiguo poema (Ex. 15, 2), Yahveh es llamado «el Dios de mi padre» (cf. Ex 3, 6; 18, 4), lo cual puede significar que era un Dios de tipo patriarcal. Pero realmente no sabemos si Yahveh era adorado antes de Moisés o no. Si lo fue, podemos estar seguros de que al pasar por Moisés, el yahvismo adquirió un nuevo contenido y se convirtió en una realidad. La fe y la historia de Israel comienzan con Moisés.
c. Muevas marchas por el desierto.
De acuerdo con el libro de los Números, Israel, después de su partida del Sinaí, tuvo durante cierto tiempo como centro focal a Cades, un gran oasis a unos 80 kilómetros al sur de Beersheva. Después del intento fracasado de atacar a Palestina por el sur, prosiguiendo su marcha dieron un gran rodeo por Transjordania, que culminó en la conquista del reino amorreo de Jesbón. La documentación arroja poca luz sobre estas tradiciones. Las correrías hebreas no pueden ser determinadas con precisión, primero porque la mayoría de los lugares mencionados son de localización desconocida, y segundo porque a veces es difícil armonizar unas tradiciones con otras. Es probable que los desplazamientos de varios grupos hayan sido mezclados en la tradición tal como nosotros la poseemos. No obstante, podemos decir que el cuadro presentado es auténtico. Las correrías de Israel son correrías de nómadas que se sirven de asnos y que no pueden vagar lejos del agua, lo cual explica la larga estancia en el oasis de Cades. Su imposibilidad de penetrar en el país por el sur, y su largo rodeo por el territorio edomita y moabita reflejan exactamente la dificultad que debió tener un grupo así para atravesar por este tiempo las franjas de tierra laborable, fuertemente defendidas en el sur por los amalecitas y otros, y en el este por Edom y Moab. El rodeo hacia el este está de acuerdo, como ya hemos dicho, con las condiciones del siglo XIII, cuando las fronteras de Edom y Moab estaban bien aseguradas por una línea de fortificaciones. Por otra parte, la tradición de la marcha a través de Transjordania es muy antigua, estando confirmada en algunos de los poemas más viejos de la Biblia (Jc. 5, 4, ss.; Dt. 33, 2; Nm. 23; 24) [200].
Aunque no podemos reconstruir detalladamente los sucesos, podemos estar seguros de que la tradición refleja exactamente acontecimientos históricos.
3. La conquista de Palestina a la
luz de las pruebas.
Por
lo que hace a las narraciones de la conquista, la documentación externa puesta
a nuestra disposición es considerable e importante. A su luz, la historicidad
de la conquista no podría ser negada mucho tiempo.
a. La tradición bíblica.
Desde luego, no queremos minimizar los problemas planteados, problemas que dimanan de la misma Biblia. Según el principal relato (Jos. 1-20), la conquista representa un esfuerzo conjunto de todo Israel y fue, además, repentina, sangrienta y total. Después del paso maravilloso del Jordán y el derrumbamiento de las murallas de Jericó, tres fulgurantes campañas, hacia el centro del país (caps. 7 al 9), hacia el norte (cap. 11) y hacia el sur (cap. 10), dieron a los israelitas el control de toda Palestina (cf. 11, 16-23). Los habitantes indígenas fueron totalmente exterminados, el país repartido entre las tribus (caps. 13 al 21). Pero junto a esto, la Biblia presenta otro cuadro de la ocupación de Palestina que prueba claramente que hubo un largo proceso, llevado a cabo por los esfuerzos de clanes individuales y, además, sólo parcialmente conseguido. Esto se ve bien en Jueces, cap. I, aunque algunos pasajes de Josué (13, 2-6; 15, 13-19, 63; 23, 7-13) revelan que conocen esta realidad. Aquí podemos ver claramente cuán lejos estuvo de ser completa la ocupación israelita de Palestina. Y lo que es más, ciudades citadas como conquistadas ya por Josué y por todo Israel (p. e., Hebrón, Debir, Jos. 10, 36-39), son conquistadas aquí por una acción individual (Jc. 1, 9-15).
Ha prevalecido durante largo tiempo la moda de creer en un cuadro posterior a expensas del anterior. Las narraciones de Josué forman parte de una gran historia de Israel, desde Moisés hasta el exilio, que comprende los libros Deuteronomio-Reyes y probablemente ha sido compuesto en fecha tardía, en el siglo VII [201] (49). Muchos piensan que el cuadro de una invasión conjunta de Palestina es una idealización del autor. Consideran éstos las narraciones como una serie de tradiciones separadas, con un carácter principalmente etiológico (e. d. desarrolladas para explicar el origen de alguna costumbre o de algún mojón) con un contenido histórico mínimo, desconectadas en sus orígenes unas de otras, o en su mayor parte sin conexión con Josué, que fue un héroe de la tribu de Efraím y que secundariamente fue puesto como jefe de la unidad de Israel [202]. Estos defienden que no hubo en absoluto ninguna invasión de conjunto, sino que las tribus israelitas ocuparon Palestina mediante un gradual y, en su mayor parte, pacífico proceso de infiltración. El cuadro presentado en Jos. 1-12 debe considerarse, pues, como desprovisto de valor histórico. No vamos a comentar ahora la complejidad de la ocupación israelita de Palestina. Volveremos sobre ello más tarde. Pero mientras que nosotros no poseemos pruebas que testifiquen con detalle la veracidad de las narraciones de Josué, hay pruebas abundantes, que de ningún modo podemos dejar de lado, de que tuvo lugar un gran asalto sobre el país en el siglo XIII a.C.
Hay que admitir que las pruebas arqueológicas no son precisas en todos los puntos. Por lo que se refiere a Jericó, mirada antes como clave de toda la discusión, recientes excavaciones han revolucionado por completo conclusiones anteriormente tomadas, y le han devuelto su antigüedad. La supuesta doble muralla tenida como la que se desplomó ante Israel, se ve ahora que es mucho más antigua y sin ninguna relación, en absoluto, con el problema. Es verdad que el bronce reciente de Jericó parece haber sido tan barrido por el viento y la lluvia que nos ha quedado muy poco de él. Parece haber sido un pequeño lugar, y aunque fechar en el siglo XIII su caída no es incompatible con las escasas pruebas de cerámica que allí se encuentran, por el momento es necesario suspender el juicio. Ay es también un problema. Generalmente identificada con etTell, cerca de Betel, las excavaciones han demostrado que fue destruida hacia finales del tercer milenio y que, en los días de la conquista israelita no estaba, de ninguna manera, habitada. Esto ha hecho que los unos se hayan preocupado del problema de la identificación, los otros hayan considerado este relato como leyenda y que otros hayan adoptado otras posiciones. La idea más aceptable es que la narración de Jos. 8 originalmente relataba la toma de Betel, de la cual ya hemos hablado en Ju. 1, 22-26 [204]. Después de todo, las dos ciudades estaban poco más o menos a kilómetro y medio de distancia, y Betel —como demuestran las excavaciones allí hechas— existió durante todo el tiempo que Ay permaneció en ruinas. Sea lo que fuere, consta al menos que Betel fue destruida en la segunda mitad del siglo XIII por un incendio terrible que dejó una capa de ceniza y restos de varios pies de profundidad. La bien construida ciudad cananea que precedió a la catástrofe fue reemplazada por otra de construcción singularmente pobre, que solamente puede ser atribuida a Israel (hay tres ciudades sucesivas, con idéntica cultura, todas de los siglos XII al XI). Junto a esto se sabe que varios lugares del sur de Palestina, de los que se nos dice que fueron tomados por Israel, fueron destruidos a finales del siglo XIII. Entre ellos están Debir, o Kiryat-séfer (Jos. 10, 38 ss.), y Lakís (vv. 31 ss.) La primera (probablemente Tell Beit Mirsim, en el suroeste de Judá) fue completamente destruida por un gran incendio; la subsiguiente ocupación es típica de los primeros tiempos de Israel. La segunda (Teel ed-Duweir) fue igualmente saqueada y según parece permaneció desierta durante dos siglos [205]. Una fuente hallada en las ruinas lleva anotaciones que datan del año cuarto de un faraón. Si este era Menefta —lo cual ajustaría espléndidamente— Lakís debió caer poco después de 1220. En todo caso, debe indicarse una fecha no muy alejada de este tiempo. Además de éstas, también fue destruida en el siglo XIII Eglón (vv. 34 ss.) —si es que se identifica con Tell el-Hesi, como parece probable—, pero en este caso es imposible una mayor precisión. También se dice que Josué destruyó Jasor (11, 10), ciudad importante de Galilea, localizada en Tell el-Qedah, al norte del lago de Galilea. Recientes excavaciones han mostrado que Jasor, que por entonces era una de las ciudades más grandes de Palestina, fue igualmente destruida en la última parte del siglo XIII, y no hacia 1400, como anteriormente se pensaba [206]. El conjunto del relato, por consiguiente, debe ser mirado como un auténtico reflejo de sucesos históricos. Las pruebas aducidas son verdaderamente notables y no es un método correcto dejarlas a un lado. Es cierto que no justifican cada detalle de la narración bíblica; tampoco nos permiten suprimir las pruebas de que la conquista fue también un proceso complicado. Tenemos que tener presentes dos descripciones de la conquista. Si no se debe armonizarlas artificialmente, tampoco deben ser rechazadas ni la una ni la otra [207]. Por complicada que la conquista israelita de Palestina pudiera ser, y por esquematizada que sea la narración de Josué, puede ser tenido como cierto que en el siglo XIII tuvo lugar una irrupción violenta en el país.
C. La formación del pueblo de
Israel
1. La complejidad de los orígenes de Israel.
1. La complejidad de los orígenes de Israel.
Aunque la documentación que se acaba de aducir sería suficiente para
demostrar que la narración bíblica, al menos en sus puntos principales, está
arraigada en la historia, no debemos simplificar el problema. Por la Biblia se
podría adquirir la impresión de que el nacimiento de Israel fue un simple
proceso genealógico: doce hijos de Jacob, con sus familias, setenta personas en
total (Gn. 46, 27), bajaron a Egipto y, habiéndose multiplicado, hasta formar
una gran multitud, salieron de allí, marcharon en grupo compacto por el
desierto, cayeron sobre Palestina y la conquistaron. Pero esto no es tan
sencillo. La Biblia también nos da pruebas de que el pueblo de Israel se formó
a través de un complicado proceso e incluyó componentes de origen sumamente
diverso.
a. Pruebas tomadas de los relatos del éxodo y del desierto.
Difícilmente pudieron participar en el éxodo todos los antepasados del futuro Israel, ya que el número de los fugitivos no pudo ser muy grande. Cierto que en Nm. (1, 46; 26, 51) se asegura que Israel, en su marcha, pudo juntar unos 600.000 hombres en edad militar, lo cual significaría dos o tres millones en total, contando las mujeres y los niños. Esta cifra, que es elevada aun para la población de Israel bajo la monarquía, está fuera de toda posibilidad para el tiempo del éxodo. No solamente es muy difícil que setenta personas hayan podido multiplicarse tanto en tan poco tiempo, sino que una hueste así, marchando en orden cerrado (y no fue así) ocuparía una extensión más de dos veces superior a la distancia que hay entre Egipto y el Sinaí [208]. No tenían por qué temer al ejército egipcio. Aunque el total quedaría drásticamente reducido entendiendo la palabra «mil» ('clef) como una unidad inferior de tribu, estas listas, con todo, representan un período tardío de la historia de Israel [209]. Hay aquí, con toda seguridad, una cierta precisión teológica, como si se dijera: ¡todos los que eran israelitas estaban allí! También se puede decir que el grupo del éxodo era Israel, porque sin el éxodo, Israel nunca hubiera existido. Pero no hay que tomar literalmente los números. La misma Biblia nos presenta un grupo mucho más reducido, cuyas necesidades son satisfechas por dos parteras (Ex. 1, 15-22), que cruza el mar Rojo en una noche y que se acobarda ante un enemigo más numeroso que ellos. El número que participó en el éxodo sería apenas superior a unos cuantos miles. Es difícil que todo el futuro Israel pudiera descender físicamente de ellos. Por otra parte, ellos mismos eran un grupo mixto, de ningún modo descendientes todos ellos de Jacob. Había allí (Ex. 12, 38; Nm. 11,4) una «compleja multitud» una «chusma»; por implicación, su número era considerable. Se trataba probablemente de esclavos fugitivos, quizá 'apiru, e incluso hasta egipcios (Lv 24, 10). Los nombres egipcios mencionados arriba pueden argüir sangre egipcia en Israel. Había también sangre madianita. El suegro de Moisés era un madianita, de cuyo clan se dice que se unió a Israel en la marcha (Nm. 10, 29-32). Más tarde encontramos a sus descendientes tanto en medio de Israel (Jc. 1, 16; 4, 11) como entre los amalecitas del Negueb (I S 15, 6). Por otra parte, Caleb, figura eminente en la tradición, y cuyo clan se estableció más tarde en el área de Hebrón (p. e., Jos. 14, 13 ss.); (Jc. 1, 10-20), lo mismo que Otniel, que ocupó Debir (p. e., Jos. 15, 16-19; Jc. 1, 11-15) es llamado kenizzita, es decir, perteneciente a un clan edomita [210]. Aunque no eran judíos, los calebitas llegaron a ser reconocidos como de aquella tribu en medio de la cual se habían establecido (Jos. 15, 13). Las pruebas no se agotan con esto. Pero bastan para mostrar que Israel, en el desierto, fue una reunión de grupos de origen diverso, alguno de los cuales, sin duda, no procedían ni de Egipto ni del Sinaí, pero que, podemos decir, se hicieron conversos.
b. Pruebas tomadas de las narraciones de la conquista.
La Biblia insinúa varias veces que la ocupación israelita de Canaán fue un asunto complicado y que Israel mismo era de composición mixta. Ya hemos mencionado el cuadro que presente Jc. 1. El material de este capítulo es diverso, describiendo, sin duda, en parte, los sucesos de la ocupación y en parte el período revuelto de los Jueces, cuando muchas ciudades de Palestina estaban en guerra unas contra otras. (Todas las ciudades hasta ahora excavadas fueron destruidas una o varias veces por este tiempo). El estado incompleto de la conquista es, en todo caso, evidente. Israel no pudo ocupar ni la llanura costera ni la planicie de Esdrelón, mientras que también en la montaña lograban mantenerse algunos enclaves cananeos, como Jerusalén (Jc. 1, 21), que no fue tomada hasta el tiempo de David (II S 5, 6-10). Y dado que la mayor parte de estas tierras fueron incorporadas a última hora a Israel, esto significa que el Israel posterior incluía gentes cuyos antepasados no sólo no tuvieron parte en la conquista, sino que se habían resistido activamente a ella. Pero pueden traerse pruebas todavía más directas acerca de la absorción de población no israelita. Existía, desde luego, el pueblo de la confederación gabaonita (Jos. 9), que habiendo hecho un hábil pacto con Israel, fue perdonado. Aunque se dice que fueron hechos esclavos, y aunque permanecieron por algún tiempo como grupo aparte en Israel (II S 21;, 1-9), al fin fueron ciertamente absorbidos. El alto de Gabaón fue muy famoso en tiempos posteriores (I R 3, 4-15); conforme a una tradición (I Cr. 16, 39), la Tienda se estableció allí definitivamente. Pero esto no es más que un ejemplo aislado. Registrados entre los clanes de Manasés (Jos. 17, 2 ss.) están Jéfer, Tirsá y Siquem. Los dos primeros están registrados (Jos. 12, 17, 24) como ciudades cananeas conquistadas por Israel, y Siquem fue también una ciudad cananea (amorrea) (Gn. 34) que incluso en el período de los Jueces tenía una población no israelita, y un templo de Baal Berit (Jc. 9). Estas ciudades cananeas fueron absorbidas por Israel, e incorporadas a la estructura tribal de Manasés. Aún hay más pruebas de que algunos componentes de Israel habían existido en Palestina antes de que tuviese lugar la conquista. En el sistema clásico de clanes, Rubén, Simeón y Leví son los hermanos mayores, lo cual significa que en algún tiempo habían sido clanes poderosos. Después de la conquista, ya no se dio este caso. Rubén, con sus posesiones de Transjordania expuestas a los saqueos de los moabitas, desapareció virtualmente de la historia hacia el siglo XI. Simeón perdió pronto la independencia, siendo absorbido por Judá (Jos. 19, 1-9). Leví cesó por completo de ser una tribu profana. Sin embargo, nosotros sabemos (Gn. 34; 49, 5-7) que Simeón y Leví habían sido en otro tiempo clanes belicosos que habían atacado alevosamente y conquistado Siquem. Es tentador asociar esto con los sucesos descritos en las cartas de Amarna, donde leemos que los jabirú (hebreos) habían conquistado la tierra de Siquem [211]. Cualesquiera que sean los hechos, los jabirú permanecieron en las cercanías, como lo muestra una estela de Setis I [212]. Esto concuerda perfectamente con la narración de Josué, que no nos relata la conquista de la Palestina central. Es claro, en todo caso, que Israel estaba en posesión de estas tierras, ya que su centro tribal estaba allí. Por otra parte las excavaciones en los terrenos de Siquem no prueban que haya habido por este tiempo una destrucción [213]. Es probable que estuviese establecida en esta tierra una población jabirú (hebrea) de la misma estirpe que los antepasados de Israel. Estos, junto con los cananeos aliados suyos, hicieron un pacto y fueron absorbidos por Israel; Jos. 24 es, probablemente, el recuerdo de este suceso. Y puede añadirse que, aunque no tenemos ningún relato de la conquista de Galilea (salvo el cap. 11), esta región era totalmente israelita hacia el siglo XII (Jc. 5). No podemos dudar, por tanto, que Israel absorbió un pueblo consanguíneo, ya presente en el país, y que no había participado ni en el éxodo ni en la conquista.
Además de esto, existen pruebas de que varios grupos penetraron en Palestina independientemente de la conquista principal, y fueron absorbidos por Israel. El sur de Palestina proporciona el mejor ejemplo. Aquí encontramos, al lado de Judá y Simeón (absorbido a su vez por Judá), kenitas, kenizzitas, yerajmaelitas (I S 27, 10; 30, 29) y otros. Es probable que en su mayor parte se hubieran infiltrado directamente por el sur. Ya hemos dicho (Nm. 14, 4 ss.), que cuando Israel intentó penetrar en el país por esta dirección, fue claramente derrotado en Jormá y obligado a retroceder. Pero otra narración (Nm. 21, 1-3) habla de una gran victoria en el mismo lugar; más tarde encontramos a los kenitas y a otros en posesión de esta área (Jc. 1, 16 ss.) Esto refleja probablemente la penetración de varios grupos procedentes directamente del desierto junto a Cades. Tales grupos fueron eventualmente absorbidos en la estructura de Judá. Hubo también absorción de sangre cananea: testigo Sélaj, hijo de Judá y de una cananea (Gn. 38, 5), y que, sin embargo, fue más tarde el nombre de un clan de Judá que habitó varias ciudades, incluida Maresa (I Cr. 4, 21) [214].
Esto no agota las pruebas. Pero ya se ha dicho lo suficiente para señalar la complejidad del problema con el que nos tenemos que enfrentar, y prevenimos contra una excesiva simplificación. Israel llegó a la existencia a través de un proceso sumamente complejo. La estructura de sus clanes se fue completando con linajes de origen diverso, y no podemos dudar que encontró su forma constitutiva solamente después de su establecimiento en Palestina.
2. La ocupación israelita de
Canaán: Resumen y reconstrucción.
En el intento de presentar las pruebas dentro de un cuadro coherente,
sería prudente evitar una reconstrucción demasiado detallada de los hechos. Han
sido propuestas muchas de estas reconstrucciones, pero, aunque algunas de ellas
se han apoyado suficientemente en las pruebas, todas son un tanto
especulativas [215]. Nosotros, por tanto, nos contentaremos con hablar en términos bastante
generales.
a. Ocupación antes de la conquista.
Ya hemos visto en el capítulo anterior aquel movimiento que trajo consigo una población «amorrea» seminómada a Palestina a comienzos del segundo milenio. Estos pueblos eran de la misma estirpe que los patriarcas hebreos; en realidad, los patriarcas eran una parte, aunque muy pequeña, de esta gran migración. Cuando estos recién llegados se asentaron, establecieron ciudades-Estado según el esquema cananeo. También adoptaron la lengua, la cultura y, en cierta medida, la religión de Canaán, aunque conservaron sus tradiciones patriarcales y perpetuaron el culto a sus dioses ancestrales, identificándolos, sin duda, con los de los altos locales. También hemos visto que los hicsos, que dominaron Egipto en el siglo XVII, pertenecían a la estirpe amorrea y cananea. Esto significa que muchos pueblos de la misma sangre que Israel estaban por aquellos tiempos en Egipto. Quizá hubiera entre ellos algunos miembros del clan de Jacob (¿historia de José?) Pero otros muchos de estos mismos pueblos permanecieron en Palestina y no estuvieron en Egipto nunca. Y con toda seguridad, muchos de los que estaban en Egipto volvieron cuando los hicsos fueron expulsados. Podemos suponer que, mientras todo esto sucedía, hubo otros grupos semejantes, los últimos en llegar y los menos afortunados, que nunca completaron enteramente la transición de la vida seminómada a la sedentaria. Desarraigados y sin puesto en una sociedad estable, se convirtieron fácilmente en saqueadores y bandidos, e. d., se hicieron jabirú. Todos éstos estuvieron en acción en el período de Amarna en toda Palestina, dondequiera que hubiera paga o esperanza de botín, y no en último lugar, actuaron en el área de Siquem. Quizá entre estos últimos estuvieron Simeón y Leví, cuyas hazañas en Siquem hemos anotado. En todo caso, los jabirú permanecieron en estas cercanías durante el período de la Dinastía XIX [216]. Hubo de este modo en Palestina un amplio elemento de la misma estirpe que Israel que no tomó parte ni en el cautiverio egipcio ni en el éxodo. Pero estarían preparados para hacer causa común con Israel, y junto con las ciudades cananeas aliadas con ellos, llegaron a ser una parte de él. Esto explica por qué mucha parte del país, sobre todo en Palestina central, no tuvo que ser conquistada.
b. Esclavitud egipcia y éxodo.
Aunque los antepasados de Israel entraron, sin duda, en Egipto en el período de los hicsos, otros hebreos (los jabirú) llegaron o fueron llevados allí en diversas épocas. Amenofis II (ca. 1435-1414) trajo entre sus prisioneros de guerra 3.600 de ellos [217] ; no sabemos cuántos fueron apresados por otros faraones en sus campañas asiáticas. Por esta razón hemos tenido que ser cautos al establecer una fecha para la bajada de Israel a Egipto. Aunque aún no existía el pueblo de Israel, llegaron, sin duda, en varias épocas, componentes de este pueblo. La historia de José, que es llevado a Egipto para ser encontrado más tarde por sus hermanos, nos da una idea de esta complejidad. Aunque la afirmación (Ex. 6, 18-20) de que el abuelo de Moisés había estado entre los que entraron en Egipto, puede ser armonizada con los 430 años de que habla el cap. 12, 40, suponiendo (¡suposición perfectamente correcta!) que algunas generaciones han sido suprimidas en la lista [218] , quizá sería mejor no intentar armonizarla. Puede ser que esto refleje el hecho de que algunos antepasados de Israel habían estado en Egipto desde la época de los hicsos, mientras que otros llegaron recientemente. Es indudable que los hebreos entraron y salieron de Egipto en distintas épocas y de modos totalmente ignorados por nosotros. La memoria de una permanencia egipcia puede haber sido sostenida por muchos del futuro Israel cuyos antecesores no habían participado en el éxodo. Pero muchos hebreos, sobrevivientes de la ocupación de los hicsos o prisioneros de los faraones del imperio nuevo, permanecían aún en Egipto bajo la Dinastía XIX y fueron empleados en trabajos forzados en los proyectos de construcción de Setis I y Ramsés II. Algunos de éstos (pero no todos, ya que los 'apiru se encuentran en Egipto también en la Dinastía XX), más una chusma mixta (Ex. 12, 38), que incluía esclavos de todas clases, algunos de ellos con tradición patriarcal, otros sin ella, formaron el grupo que efectuó el éxodo en el siglo XIII. Este grupo, guiado por Moisés, se constituyó en núcleo de Israel. En su marcha hacia el Sinaí recibieron su fe peculiar y fueron organizados en alianza como pueblo de Yahveh. En vista de lo anteriormente expuesto, es inútil preguntar cuál de las doce tribus estaba en Egipto y participó en el éxodo. Aunque no todo el futuro Israel estaba allí, nunca llegaremos a saber qué elementos fueron eliminados de esta o aquella tribu y sustituidos por otros. Realmente, no podemos hablar de tribus en Egipto, porque no había ningún sistema tribal, solamente un conglomerado de esclavos de diversas procedencias tribales. Es cierto que la Biblia atribuye los papeles más importantes a José y, de los clanes de Lía, a Leví (y nótense los nombres egipcios en la familia de Moisés, ya referidos). Sería capcioso, por tanto, negar que elementos de Lía y de Raquel estuvieran en Egipto. Podemos pensar que algunos componentes del clan de José habían estado desde hacía tiempo en Egipto, y más tarde se unieron, quizá en diversas ocasiones, con elementos de los clanes de Lía (como sucede en la historia de José y sus hermanos). Pero esto es ir más lejos de lo que las pruebas seguras permiten. Posiblemente había en Egipto elementos hallados más tarde en todas las doce tribus. Pero aún no había surgido el clásico sistema tribal. Pues aunque, como veremos, los orígenes de la estructura peculiar de Israel se sitúan en el Sinaí, esta estructura no fue definitivamente fijada hasta después del establecimiento en Canaán. No obstante, dado que el grupo que tuvo las experiencias del éxodo y del Sinaí era el verdadero núcleo y constitutivo de Israel, la Biblia tiene razón, en un sentido profundo, al insistir en que todo Israel estaba allí. Es probable también que todos los clanes posteriores tuvieran elementos que se jactaban de una ascendencia que entroncaba con estos sucesos.
c. Conquista y absorción.
Según la Biblia, el grupo formado por la alianza en el Sinaí, se movió hacia Cades, en cuyo gran oasis se estableció durante un considerable espacio de tiempo. Allí, sin duda, se puso en contacto con otros grupos que frecuentaban aquella región, incluyendo acaso algunos que habían abandonado Egipto por diversos medios, y otros que también estaban familiarizados con el culto de Yahveh en su forma pre-mosaica. Podemos suponer que tuvieron lugar numerosas conversiones a la nueva fe. Después, encontrando el camino hacia Palestina cortado por el sur, y la mayor parte de la tierra utilizable del Negueb ocupada por los amalecitas y otros, los israelitas se volvieron hacia atrás y, evitando cuidadosamente el territorio ocupado por Edom y Moab, se dirigieron, dando un gran rodeo, a las tierras altas al este del Jordán, donde cayeron sobre el reino de Jesbón, destruyéndolo (Nm. 21, 21-32). Esto les hizo dueños de la mayor parte de la tierra entre el Arnón y el Yaba (v. 24); las siguientes conquistas (vv. 33-35) les dieron la posesión de la mayor parte de la altiplanicie de Transjordania. Las narraciones y poemas de Balaán (Nm. 22-24) reflejan sin duda claramente la consternación que estas victorias producían. Aunque no tenemos conocimiento directo de ello, es probable que se hubieran convertido al yahvismo clanes enteros, completando consiguientemente la estructura tribal de Israel. El recuerdo del centro tribal al este del Jordán se conserva en los primeros poemas (especialmente en los caps. 23 y 24) y también en la tradición que subyace en la historia deuteronómica (Dt. 1-4).
En la segunda mitad del siglo XIII tuvo lugar, como lo demuestran abundantes testimonios arqueológicos, un gran asalto por el oeste de Palestina que, por incompleto que fuera, rompió la retaguardia de la resistencia organizada y permitió a Israel trasladar allí su centro tribal. No hay razón para dudar que esta conquista fue, como lo describe el libro de Josué, un hecho sangriento y brutal. Era la guerra santa de Yahveh por la que daba a su pueblo la Tierra Prometida [219]. Con todo, hay que recordar al mismo tiempo que el jerem fue aplicado sólo en algunos casos; la población cananea no fue de ningún modo exterminada. Mucha parte de la tierra ocupada por Israel estaba densamente poblada, y otra mucha habitada por elementos que hicieron causa común con él. Las victorias de Israel ocasionaron un aumento al por mayor de su número. Clanes y ciudades se adhirieron en masa y fueron incorporados a su estructura por medio de un pacto solemne (Jos. 24). Entre estos grupos, incorporados antes o después, había elementos jabirú, varias poblaciones de la Palestina central, la confederación gabaonita (cap. 9), clanes y poblaciones galileas, así como grupos (kenizzitas, kenitas, etc.), muchos de ellos ya yahvistas, que se habían infiltrado en el país por el sur y se habían mezclado con Judá. Aunque el proceso de absorción continuó durante algún tiempo, la estructura tribal de Israel se completó rápidamente y recibió su forma constitutiva. Con esto se puede decir que había comenzado la historia de Israel.
Capítulo 4
Constitución y fe del primitivo Israel
La liga tribal
Constitución y fe del primitivo Israel
La liga tribal
Contenido:
A.
La fe del primitivo Israel.
B. Constitución del primitivo Israel: la anfictionía y sus instituciones.
C. Historia de la anfictionía: época de los jueces.
En los capítulos anteriores hemos visto cómo Israel tomó posesión de su
tierra y comenzó allí su vida como pueblo. Esto, en sí mismo, no fue un suceso
excepcional y la historia apenas se habría fijado en él, si estos nuevos
llegados no hubieran traído consigo una fe completamente sin paralelo en el
mundo antiguo. No se puede hacer ninguna historia de Israel sin alguna
reflexión sobre esta fe, ya que fue lo único que hizo que Israel sobresaliera
en su medio ambiente, y le convirtió en el fenómeno distintivo y creador que él
fue. Fuera de esto, la historia de Israel ni serla explicable ni, puede
añadirse, tendría especial interés. Es necesario, por tanto, que nos detengamos
en este punto, para decir algunas palabras referentes a la naturaleza de la
primitiva religión de Israel y a las instituciones características en las que
se encuentra expresada durante el primitivo período de su historia, aunque sea
imposible hacerlo adecuadamente en breve espacio. Encontramos a Israel en
Palestina primeramente como una confederación de doce tribus (una anfictionía).
Dentro de esta anfictionía se desarrollaron las tradiciones e instituciones
sagradas de Israel y alcanzaron su forma constitutiva. Podría, por tanto,
parecer buen método describir primero la naturaleza de la organización tribal
del primitivo Israel, antes de estudiar la fe que se encuentra reflejada en
estas tradiciones e instituciones constitutivas. Esto, sin embargo, sería, en
cierto sentido, invertir los términos. Aunque es verdad que sólo conocemos la
religión del primitivo Israel a través de las tradiciones de la anfictionía, de
ningún modo fue su religión una mera añadidura a la anfictionía o algo
extrínseco a su vida. La anfictionía no creó la fe; por el contrario, fue la fe
el constitutivo de la anfictionía. La anfictionía fue una institución sagrada
basada en la fe y expresada en la fe. Si no fuera por la naturaleza distintiva
de su religión, le hubiera faltado el elemento base que la diferencia de
organizaciones semejantes del mundo antiguo. Se debe conceder, por tanto, a la
fe del primitivo Israel, la prioridad en nuestra discusión.
A. La fe del primitivo Israel
1. Problema y método.
1. Problema y método.
La naturaleza de la religión del primitivo Israel suscita problemas en
torno a los cuales apenas hay acuerdo entre los especialistas. Esto ha sucedido
principalmente a causa de que los documentos que la describen han sido
clasificados, a partir del resurgimiento del criticismo bíblico, como producto
de siglos posteriores. ¿Cómo podemos estar seguros de cuáles son los caracteres
primitivos, si hay alguno, en su descripción de la religión monoteísta y cuáles
son reflejo de creencias de épocas posteriores? El problema es verdaderamente
serio y no puede ser soslayado ligeramente.
a. La religión del primitivo Israel a la luz de los actuales conocimientos.
a. La religión del primitivo Israel a la luz de los actuales conocimientos.
Los manuales antiguos describían generalmente la religión de Israel en términos de un desarrollo evolutivo desde las formas inferiores a las más elevadas. Se dudaba que los documentos del Pentateuco pudieran ofrecer información digna de confianza en lo que respecta a las creencias de la misma época mosaica. La elevada idea de Dios y el vigoroso elemento ético de la descripción bíblica de la religión mosaica, así como la noción misma de alianza, han hecho que se la considere generalmente como una proyección al pasado de creencias posteriores. Además, puesto que se daba por supuesto que Israel alcanzó su unidad solamente con el surgir de la monarquía, y puesto que un código de ley y un culto oficial sólo pueden desarrollarse cuando existe un cierto grado de unidad externa, se afirmaba que ambas cosas reflejaban también unas condiciones posteriores. Como resultado, la religión del primitivo Israel fue vaciada de contenido. Fue descrita, convencionalmente, como un henoteísmo, es decir, la adoración exclusiva de una divinidad tribal-nacional, que no niega la realidad de las divinidades patronales de otros pueblos [220]. Se creía que el monoteísmo ético apareció sólo en el destierro y después, como resultado del esfuerzo de los profetas. Hoy día, apenas puede hallarse quien pretenda describir así la religión de Israel. Aparte el reconocimiento de la imposibilidad de considerar la historia de una religión como un simple desarrollo mono lineal, y la dificultad de clasificar cronológicamente el material bíblico de acuerdo con el refinamiento de las ideas e instituciones que en ella se encuentran, las pruebas positivas han abierto una nueva perspectiva. Por una parte, el actual conocimiento de las religiones antiguas hace muy discutible que el henoteísmo, en sentido tradicional, existiera en el antiguo Oriente. Las religiones antiguas fueron todos politeísmos desarrollados, a cuyos dioses se concedía el dominio cósmico, y eran de un tipo más elevado que el dios tribal-nacional asignado a Israel. Aparecieron tendencias de sentido monárquico e incluso monoteísta [221] , y surgió una religión que, al menos en un caso (culto de Atón) bordeó el monoteísmo. Si la fe de Israel hubiera sido henoteísta, resultaría difícil explicar por qué una religión comparativamente tan primitiva, fue la única que alcanzó tan incomparables alturas. El henoteísmo es, con toda evidencia, una descripción insuficiente de la fe del primitivo Israel.
Por otra parte, como todos los estudios sobre unidades individuales de tradición han revelado que todos los documentos contienen un material de mayor antigüedad que los mismos documentos escritos, se ha visto claramente que de ningún modo carecemos de testimonios directos de la fe del primitivo Israel, como se había supuesto formalmente. Además, el reconocimiento de la importancia de la anfictionía, sobre lo que volveremos más adelante, ha evidenciado que la unidad de Israel data de fecha anterior a la monarquía; sus tradiciones sagradas e instituciones características habían alcanzado ya su forma constitutiva en los primeros tiempos de su vida en Palestina. Se impone, pues, un cuadro más positivo de la religión del primitivo Israel.
b. Fuentes primarias de conocimiento.
No obstante, al describir la religión del primitivo Israel es necesario ponerse cuidadosamente en guardia contra los anacronismos. Nosotros, por tanto, basaremos nuestra discusión, en la medida de lo posible, sobre el material que parezca, con razonable probabilidad, remontarse a los primeros tiempos de la vida de Israel como pueblo (siglos X y anteriores). Este material no es, de ningún modo, insignificante. Hoy día es generalmente admitido que gran parte de la materia legal del Pentateuco se remonta a los primeros períodos. El Código de la Alianza (Ex. 21-23; cf. cap. 34), lejos de datar del siglo noveno, como aseguraba la crítica ortodoxa, se remonta con toda certeza, a un origen muy anterior y refleja los procedimientos legales de los días de la anfictionía [222]. El material básico de los otros códigos legales (D y H), es asimismo de origen muy antiguo [223]. En cuanto al decálogo, representa un elemento fundamental y original de la fe de Israel, como se verá después. Realmente, no hay motivo serio para pensar que no se encuentre en su forma original mosaica [224] (detrás de las versiones paralelas de Ex. 20 y Dt. 5). Además de las leyes, los documentos aportan otros muchos materiales de gran antigüedad, teniendo especial importancia algunas confesiones cúlticas insertas en la literatura deuteronómica (Dt. 6, 20-25; 26, 5-10a; Jos. 24, 1-13 [225]. Además, una comparación entre los documentos J (fijado con probabilidad en el siglo X) y E muestra que los elementos básicos de la tradición del Pentateuco y los temas principales de su teología habían sido ya fijados en el período de los jueces [226]. Añádase a esto que de las historias de los jueces y de otros relatos antiguos pueden sacarse valiosas aclaraciones relativas a la fe de Israel y a las prácticas de su período primitivo, que aunque fijadas en los libros mucho después, se remontan, por tradición oral y —o— escrita a los tiempos primeros.
Igual importancia tiene, a este respecto, un grupo de poemas que, comparados con la literatura cananea de Ras Samra (siglo XIV), parecen proceder, sustancialmente, en su forma actual, de los primeros tiempos de la historia de Israel [227]. Entre éstos se encuentran el canto de Débora (Jc. 5), que parece ser contemporáneo, al menos virtualmente, de los sucesos descritos (siglo XII); la Bendición de Jacob (Gn. 49) encuadra perfectamente, al menos en su mayor parte, en el período de los jueces [228] ; los oráculos de Balaam, Nm. 23-24) [229] ; el canto de María (Ex. 15, 1-18, 21) [230] ; la Bendición de Moisés (Dt. 23) [231] ; partes del Salmo de Habacuc (Hab. 3) [232] ; poemas tales como Sal. 68 [233] ; Sal. 290 [234] y sin duda otros más. Así pues, tenemos una impresionante abundancia de material que nos proporciona testimonios de primera mano en lo que toca a la fe de Israel entre los siglos XIII y X a.C. Desde luego, es difícil, y a veces imposible, distinguir entre la contribución propia de Moisés y de las creencias de la época del desierto y las características que se desarrollaron después del establecimiento en Palestina. Con todo, no hay razón para pensar que la fe de Israel cambiara con la sedentarización, o que adquiera su carácter esencial después de este acontecimiento. Por el contrario, las pruebas nos obligan a encuadrarla, en todos sus elementos esenciales, en la época del desierto y atribuirla a Moisés, que aparece así, de acuerdo con la Biblia, como el gran fundador de Israel.
2. La sociedad de la Alianza.
El Dios de Israel, desde el comienzo de su historia, fue Yahveh (en
nuestras antiguas traducciones españolas Jehová, el Señor, y, a veces, Dios).
Está suficientemente claro que fue Israel quien trajo consigo, del desierto,
este culto a Yahveh, pues, como hemos visto, no es posible hallar ninguna
huella de él en Palestina, ni en otros lugares, antes de su llegada. Dudar que
esta fe le fue comunicada por una gran personalidad religiosa, es decir, por
Moisés, es completamente subjetivo. La idea israelita de Dios fue única en el
mundo antiguo y un fenómeno que no admite explicación racional. No obstante,
entender su fe a base de conceptos de divinidad es un error fundamental que
lleva a una lectura equivocada de todo el Antiguo Testamento. La religión de
Israel no se apoyaba en proposiciones teológicas abstractas, sino en el
recuerdo de experiencias históricas interpretadas y respondidas en fe. Israel
creyó que Yahveh, su Dios, le rescató con mano fuerte de Egipto e hizo de él su
pueblo, por medio de una alianza.
a. El pueblo de Yahveh: elección y alianza.
Es cierto que las nociones de elección y alianza no tuvieron un concepto formal en el primitivo Israel. Pero ambas son fundamentales para entenderse a sí mismo y entender a su Dios desde los comienzos. Cuanto a la elección, no es posible hallar un solo período en la historia de Israel en el que no haya creído que era el pueblo elegido de Yahveh [235] , y que su llamamiento fue señalado por la liberación del éxodo. En los períodos posteriores el concepto es tan obvio que no es necesario insistir en ello. Baste recordar cómo los profetas y escritores deuteronómicos, para no decir nada de la unanimidad práctica de la literatura bíblica posterior, se remiten continuamente al éxodo como a inolvidable ejemplo del poder y de la gracia de Yahveh llamando a su pueblo para sí. Pero aun concediendo que sus expresiones fueron más claras y su vocabulario más característico en la literatura de los siglos VII y VI [236] , la noción de elección fue algo dominante en la fe de Israel ya desde el principio. Es central en la teología del yahvista (siglo X) que, habiendo narrado la vocación de Abraham, encuentra cumplidas las promesas en los sucesos del éxodo y de la conquista. Y el yahvista, como ya hemos dicho, encontró presentes estos temas en las tradiciones con que trabajó. La elección de Israel es, además, el tema del credo cúltico de los tiempos iniciales (Dt. 6, 20-25; 26, 5-10a; Jos. 24, 2-13) y es frecuentemente aludida en los poemas más antiguos. Israel fue rescatado de Egipto (Ex. 15, 1-18) por un acto de amor de Dios (jésed) y llevado a su «campamento santo» (v. 13); es un pueblo separado, salvado por Yahveh (Núm. 23, 9; Dt. 33, 28 ss.), seguro bajo la continua protección de su acción poderosa (Jc. 5, 11; Sal. 68, 19 ss.) De todo esto se deduce claramente que la noción de elección es verdaderamente primitiva. Y habría que añadir que en ninguno de sus escritos (hay que hacer notar cómo las más antiguas tradiciones narrativas presentan, en general, a Israel como cobarde, desgraciado y rebelde) se atribuye la elección a ningún mérito por parte de Israel, sino solamente al favor inmerecido de Yahveh. Igualmente primitivo es el concepto de alianza [237]. Debido a que la palabra «alianza» (berith) se encuentra raramente en la literatura del Antiguo Testamento antes del siglo VII, también la idea ha sido declarada, con frecuencia, como posterior. Esto es completamente erróneo. No solamente la idea de alianza se halla muy destacadamente ya en los primeros estratos del Pentateuco, para que pueda ser desechada, sino que sin ella el Antiguo Testamento sería, en su mayor parte, inexplicable. De hecho, el orden de anfictionía de los primeros tiempos de Israel fue, como veremos, una orden de alianza. Y puesto que las antiguas naciones hicieron repetidamente alianzas (es decir, tratados) sin designarlos con una palabra especial, podemos suponer que Israel hizo lo mismo. Los primeros profetas evitaron probablemente el uso de la palabra porque era tomada en un sentido que ellos no podían admitir. Apenas puede haber duda de que la verdadera existencia de Israel fue cimentada en la creencia de que sus antepasados pactaron con Yahveh en el Sinaí el ser su pueblo. La creencia en la elección y en la alianza se apoya así, en definitiva, en el recuerdo de sucesos históricos, tal como han sido transmitidos por los que tomaron parte en ellos y que fueron el núcleo de Israel. Aunque no podemos comprobar los detalles de la narración bíblica, tienen una indudable base histórica. No hay razón, por tanto, para dudar que esclavos hebreos salieron de Egipto de una manera extraordinaria (¡y bajo la dirección de Moisés!) y que ellos interpretaron su liberación como una benévola intervención de Yahveh, el «nuevo» Dios en cuyo nombre se dirigió a ellos Moisés. No hay tampoco razón objetiva para dudar que este mismo pueblo se dirigió al Sinaí, donde pactó alianza con Yahveh para ser su pueblo. Con esto, quedó fundada una nueva sociedad allí donde antes no la había, una sociedad no basada en la sangre, sino en una experiencia histórica y en una decisión moral. Como el recuerdo de estos sucesos fue llevado a Palestina por los que los experimentaron, y como la anfictionía se fundó en torno a la fe yahvista, el éxodo y el Sinaí se convirtieron en la tradición constitutiva de todo Israel: los antepasados de todos los nuestros fueron guiados por Yahveh a través del mar y hechos su pueblo en el Sinaí por medio de una alianza solemne.
b. Forma de la alianza.
Ha sido demostrado recientemente [238] que la forma de la alianza, que encuentra su mejor expresión en el decálogo, tiene estrechos paralelos en algunos pactos de soberanía (es decir, tratados entre el Gran Rey y sus vasallos) del imperio hitita. El hecho de que tratados de este tipo no estén claramente atestiguados en períodos posteriores [239] , y haya, sin embargo, evidentes ejemplos de ellos hacia la época mosaica, y aun antes, ha conducido a una consolidación de la creencia en la antigüedad de la alianza y del decálogo de Israel. Los tratados en cuestión incluyen, típicamente, un preámbulo, que trae el nombre y título del Gran Rey (cf. «Yo soy Yahveh, tu Dios», Ex. 20, 2a), y un prólogo, en el cual el rey recuerda a sus vasallos sus actos de benevolencia, que les obliga a una gratitud perpetua (cf. «que os saqué de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre», Ex. 20 ab). Como en el decálogo, se emplea la forma de discurso directo. También están incluidas las cláusulas que contienen las obligaciones impuestas a los vasallos y que éstos deben aceptar. Típicamente, estas cláusulas prohíben las relaciones con gente extraña al imperio hitita y también la hostilidad con otros vasallos suyos (cf. en general las dos partes del decálogo). Se exige respuesta cuando se las llama a las armas; el incumplimiento de este punto es considerado como ruptura del tratado (cf. Jr. 5, 14-18, 23; 21, 8-12). Los vasallos deben depositar ilimitada confianza en el Gran Rey, presentarse anualmente ante él con el tributo (cf. Ex. 23, 17; Dto. 26, 5-10a; I S 1, 21), y someter a él todas las controversias con otros vasallos (cf. la adjudicación al santuario de algunos casos de controversia (¿) Dto. 17, 8-13). Se estipula que el tratado sea depositado en el santuario local y sea periódicamente leído en público (cf. una tradición semejante en Israel, p. e., Dto. 10, 5; 31, 9-13). En los tratados hititas son invocados diversos dioses y diosas, dato que falta, naturalmente, en la Biblia (pero cf. Jhs. 24, 22, 27, donde el pueblo mismo y las piedras consagradas sirven de testigo de la alianza). Las sanciones están suplidas, típicamente, en estos tratados, por una serie de bendiciones y maldiciones invocando a los dioses (cf. fórmulas semejantes en la Biblia, p. e., Dt. caps. 27 y 28). Estas características ilustran la antigüedad de la forma de la alianza y parte de su significado: en ella los clanes israelitas aceptan la soberanía de Yahveh y, como vasallos suyos, se comprometen a vivir bajo su dominio en una tregua sagrada, unos con otros. Se notará que esta forma es marcadamente diferente de la de la alianza patriarcal, aunque ciertamente muchos rasgos de esta alianza hayan podido preparar el camino para la primera. Aquella alianza descansaba en promesas incondicionales para el futuro y en ella el creyente sólo estaba obligado a tener confianza. En ésta, por el contrario, la alianza se fundamenta en actos gratuitos ya ejecutados, y lleva consigo una grave obligación. Las dos formas llegarían, más tarde, a una cierta tensión, como veremos.
c. Las obligaciones de la alianza.
La alianza fue la aceptación por parte de Israel de la soberanía de Yahveh. Y es de aquí precisamente de donde arranca la noción del gobierno de Dios sobre su pueblo, de Reino de Dios, tan capital en el pensamiento de ambos Testamentos [240]. Aunque dicho concepto ha sufrido muchos cambios en el curso de los siglos, no es una noción tardía que presuponga la monarquía, ya que la organización tribal de Israel fue una teocracia, bajo la soberanía de Yahveh [241]. Los símbolos del culto primitivo eran símbolos de esta soberanía: el arca era el trono de Yahveh (Nm. 10, 35 ss.) [242] , la vara de Moisés era su cetro, las suertes sagradas sus tablas del destino. Los poemas primitivos le proclaman, en ocasiones dadas, rey (Ex. 15, 18; Nm. 23, 21; Sal. 29 10 ss.; 68, 24). Se debe notar que una creencia así difícilmente pudo haberse desarrollado dentro de la anfictionía; fue, más bien, el constitutivo de la anfictionía. Sus orígenes, por tanto, deben ser buscados en el desierto, y, podemos suponer, en la obra del mismo Moisés. De este modo el pacto no fue, en ningún sentido, un contrato entre iguales, sino más bien la aceptación por parte del vasallo de las proposiciones del supremo Señor. Esto permitió la imposición de condiciones en la elección e introdujo en la noción que Israel tenía de sí mismo, como pueblo elegido, una nota moral que nunca le sería permitido olvidar, aunque lo intentara. No fue un pueblo superior, favorecido porque lo mereciera, sino un pueblo desvalido, que ha recibido una gracia inmerecida. Su Dios-Rey no era un genio nacional, unido a él por lazos de sangre y culto, sino un Dios cósmico, que le ha elegido a él en medio de una aflictiva situación y a quien él ha elegido por un acto moral libre. Su sociedad estaba así fundamentada no en la naturaleza sino en la alianza. Estando basada la obligación religiosa en el favor preveniente de Yahveh, la alianza no garantizaba a Israel, de ningún modo, el beneplácito de Yahveh para el futuro como algo que le fuera debido. La alianza se mantendría solamente mientras fueran cumplidas las estipulaciones divinas; su mantenimiento requería obediencia y renovación continua, en cada generación, por medio de una elección moral libre. Las estipulaciones de la alianza consistían primariamente en que Israel aceptase el dominio de su Dios-Rey, que no tuvieran trato con ningún otro dios-rey y que obedeciera su ley en todos los tratos con los demás súbditos de su dominio (e. d., la alianza con los hermanos). Estas estipulaciones explican la dirección de las recriminaciones proféticas posteriores contra el pecado nacional y también la gran importancia de la ley en Israel durante todos los períodos de su historia.
d. Alianza y promesa.
La fe del primitivo Israel estuvo igualmente caracterizada por una confianza en las promesas divinas y una exuberante expectación de sucesos favorables en el futuro. Sería, sin duda, equivocado hablar de éste como de una escatología. No se puede hallar una doctrina de «cosas últimas» en la religión del primitivo Israel, ni siquiera, en realidad, de anticipación de algún final de sucesos dentro de la historia que pueda ser calificado, al menos en sentido amplio, como una escatología. No obstante, los orígenes de la futura esperanza de Israel, que un día habían de desembocar en una escatología completamente desarrollada, se apoyan en su fe en la antigua alianza. Aunque buena parte del lenguaje y la forma pueda haber sido tomada de los pueblos paganos vecinos de Israel, es imposible considerar la escatología del Antiguo Testamento como un préstamo de estos mismos pueblos. Dado que carecieron de todo sentido histórico, las religiones paganas no desarrollaron ni remotamente una escatología. Tampoco se originó en el culto real posterior, y menos aún fue una proyección al futuro de ambiciones nacionales frustradas, aunque estas cosas ciertamente influyeron profundamente en su desarrollo. Sus orígenes se remontan a la estructura de la misma fe primitiva de Israel [243].
Esto apenas puede sorprender. El elemento promesa fue, como ya hemos visto, una característica original de la religión patriarcal. Y puesto que el núcleo de Israel provino de esta ambiente, era de esperar que, una vez que las divinidades patriarcales fueran identificadas con Yahveh, este elemento entraría dentro de la fe constitutiva de Israel. Por otra parte, Yahveh no se presentó a Israel en Egipto como el mantenedor de un status quo, sino como un Dios que llama a su pueblo de la nada a un futuro nuevo, a una esperanza. Y la alianza, aunque pidiendo obediencia estricta a sus cláusulas, so pena de ser rechazados, llevaba también la certeza implícita de que, cumplidas sus obligaciones, el favor del supremo Señor permanecería eternamente. En todo caso, se puede ver reflejada en la primitiva literatura de Israel una exuberante confianza en el futuro. Antiguos poemas narran cómo Yahveh liberó a su pueblo, a quien pudo conducir a su «campamento santo», y después, victoriosamente, a la Tierra Prometida (Ex. 15, 13-17). Describen a Israel como un pueblo bendecido por Dios (Nm. 23, 7-10, 18-24), receptor de la promesa (v. 19), contra el cual no vale ninguna maldición ni encantamiento. Le serán dadas abundantes riquezas (Nm. 24, 3-9; Gn. 49, 22-26; Dt. 33, 13-17) y la victoria sobre todos sus enemigos (Dt. 33, 25-29); quien le bendiga será bendito, y quien le maldiga será maldito (Nm. 24, 9 s.; Jc. 5, 31; Gn. 12, 3). De este modo, sin duda, le alentaron desde los tiempos más antiguos sus poetas y videntes, prometiéndole la continua posesión de su tierra y la bendición de su Dios. Aunque esta esperanza estuvo impregnada de elementos terrenos, contiene, no obstante, los gérmenes de cosas más altas. Estas características —elección y alianza, cláusulas de la alianza y sus promesas— constituyeron la estructura de la fe de Israel desde sus orígenes, y así permanecieron a todo lo largo de su historia. Aunque el transcurso de los años trajo consigo muchas mudanzas, la fe de Israel nunca cambió esencialmente su carácter.
3. El Dios de la alianza.
Debemos aclarar de nuevo que la fe de Israel no se centró en una idea de
Dios. No obstante, su concepción de Dios fue, desde el principio, tan notable y
tan sin paralelo en el mundo antiguo que es imposible apreciar la singularidad
de su fe sin alguna discusión sobre ella.
a. El nombre de «Yahveh».
El nombre del Dios de Israel fue, como ya hemos dicho, Yahveh. La discusión sobre el significado de este nombre, acerca de lo cual hay poco acuerdo entre los especialistas, está fuera de cuestión en este lugar. Es probable, sin embargo, que Yahveh sea una forma causativa del verbo «ser». Así la enigmática expresión de Ex. 3, 14, en forma original de tercera persona (yahweh aser yihweh), significaría «el que causa el ser de todo lo que viene a la existencia», es decir, Yahveh es el creador de todo y el poder que todo lo mueve [244]. Esta explicación es razonable desde un punto de vista gramatical y tiene a su favor textos egipcios del imperio nuevo donde fórmulas semejantes son aplicadas a Amón Re' y Atón. En el transcurso del tiempo, perdida su fuerza verbal, Yahveh se convirtió meramente en un nombre propio. Si todo esto es cierto, debemos advertir que Israel adoró desde el principio no una divinidad local de la naturaleza, sino un Dios supremo, con dominio cósmico. En el contexto de Ex. cap. 3, y en los capítulos siguientes, Moisés reclama para su Dios nada menos que el título y las prerrogativas del dios principal del panteón egipcio.
b. Sólo Yahveh es Dios.
Desde sus comienzos, la fe de Israel prohibió la adoración de cualquier otro Dios que no fuera Yahveh. Esta prohibición, expresada en su forma clásica en el primer mandamiento (donde las palabras: «delante de mí» tienen el sentido de «fuera de mí», cf. RSV, mar. y también Ex. 22, 20; 34, 14), está en perfecta consonancia con la naturaleza de la alianza: el vasallo únicamente puede tener un supremo señor. Aunque los israelitas adoraron con frecuencia a otros dioses, como abundantemente lo testifica el Antiguo Testamento, nunca se le excusó o perdonó esta falta. Yahveh es un Dios celoso, que no tolera rivales (Ex. 20, 5). Ni siquiera se pensó que pudiera tener rivales. Creador de todas las cosas, sin intermediario o ayuda (Gn. 2, 4b-25, J) no tuvo panteón, ni esposa (el hebreo carece de una palabra que signifique «diosa»), ni descendencia. Consiguientemente, Israel no desarrolló ningún mito ni aceptó ninguno a no ser desvitalizándolo. Esta emancipación de poemas míticos es muy primitiva y puede observarse en la más antigua literatura de Israel. Así, por ejemplo, en Ex. 15, 1-18, el mar no es un Monstruo del Caos, Yare o Tiamat, sino solamente el mar; el enemigo con el que Yahveh tiene que luchar es el faraón de Egipto, y no algún poder cósmico. Por lo que respecta a los dioses de Egipto, no son considerados dignos de mención. Es cierto que a Yahveh se le creía rodeado de un ejército de los cielos, o una asamblea, sus ángeles, o «sus santos» (Dt. 33, 2; Sal. 29, 1; Gn. 3, 22; 11, 7, etc.) En un pasaje (Sal. 82) los dioses de las naciones son descritos como miembros de esta asamblea que por su mal comportamiento han sido degradados al estado de mortales. La noción de corte celestial fue común a Israel y a sus vecinos paganos. Pero, aunque existió repetidamente la tentación de rendir culto a estos seres, fue algo siempre censurado (p. e., Dt. 4, 19; II R 23, 4; Jr. 8, 2). Por otra parte, la corte celestial jugó, cuando podía, un papel más importante en los períodos posteriores que en los primeros (p. e., I R 22, 19-23; Is. cap. 6; Job. caps. 1 y 2; Is. 40-48 passim; Nh. 9, 6) [245]. Esto no demuestra en sí mismo la existencia de un politeísmo, sino de ángeles, demonios y santos en la teología judía o cristiana. En la fe constitutiva de Israel, Yahveh nunca estuvo rodeado de o colocado en un panteón. En realidad, el hecho de que sea llamado «Elohim» (Dios en plural), constituye probablemente una indicación de que él es el panteón [246]. Se puede añadir que las divinidades patriarcales sobrevivieron sólo identificadas con Yahveh, pero no como rivales o como dioses subordinados.
c. ¿Fue monoteísta la religión mosaica?
La cuestión es planteada con frecuencia, y probablemente es inevitable que así sea [247]. Pero es una cuestión estéril hasta que no sean bien definidos los términos. Es preciso recordar que nosotros planteamos la pregunta según nuestras propias categorías de pensamiento y colocamos en ellas a un pueblo antiguo que no pensaba según estas mismas categorías. Si se habla de monoteísmo en sentido ontológico, entendiendo por tal la afirmación explícita de que sólo existe un Dios, se puede preguntar si la fe del primitivo Israel encaja en esta concepción. Pues aunque le estaba prohibido adorar otros dioses, fuera de Yahveh, su literatura primitiva no niega explícitamente la existencia de otros dioses. Hay, además, pasajes donde la existencia de otros dioses parece ser ingenuamente supuesta (v. g., Ex. 18, 11; Jc. 11, 24; I S 26, 19) —aunque hay que notar que estos pasajes son casi tan frecuentes en períodos posteriores— cuando Israel era ciertamente monoteísta (p. e., Dt. 4, 19; Sal. 95, 3; 97, 9; II Cr. 2, 5) como en los primeros y pueden representar en buena parte una acomodación del lenguaje, como cuando nosotros hablamos de los dioses del Congo. Por otra parte, si queremos evitar la palabra «monoteísmo» nos será difícil encontrar otra más satisfactoria. Ciertamente la fe de Israel no fue politeísta. Ni siquiera un henoteísmo o una monolatría, ya que, aunque no se negaba expresamente la existencia de otros dioses, tampoco fue admitido su estado, indulgentemente, como de dioses. A causa de estas dificultades, muchos especialistas buscan un término de compromiso: monoteísmo incipiente, monoteísmo implícito, monoteísmo práctico, y otros semejantes. — Lo mejor, probablemente, es mantener la palabra «monoteísmo» para designar la fe del primitivo Israel. Pues aunque no fue un monoteísmo en sentido filosófico, lo fue, con probabilidad, en aquella única manera en que el mundo antiguo habría entendido el término. Israel no negó la existencia teórica de otros dioses, cuyas imágenes pudo ver por todas partes. Pero sí que negó el poder de estos dioses para realizar aquello que sus fieles les pedían; en definitiva, negó la realidad de la fuerza atribuida a la imagen. En la medida en que Israel reflexionaba sobre los actos poderosos de Yahveh, de los que él había sido testigo, los demás dioses desaparecían del campo; para él sólo un dios era Dios, ya que solamente él tenía el poder de obrar. A los otros dioses no se les concedía ni participación en la creación, ni función en el cosmos, ni poder sobre los acontecimientos, ni culto; fueron despojados de todo lo que les pudiera hacer dioses, y convertidos en nonadas, en una palabra, fueron «adeificados». Aunque tardaron siglos en delinearse todas las implicaciones del monoteísmo, en este sentido funcional Israel creyó en un solo Dios desde el principio.
Qué influencia, si hubo alguna, tuvo el culto de Atón en la religión mosaica es una pregunta que no se puede contestar. Puesto que floreció poco antes de Moisés, y puesto que alguno de sus rasgos sobrevivió en la religión oficial de Egipto, es posible alguna influencia. Pero, si así fue, fue indirecta y no fundamental. En su estructura esencial el yahvismo fue tan poco parecido a la religión egipcia como era posible.
d. La prohibición de imágenes.
En agudo contraste con las religiones paganas, en las que la imagen del dios representaba su presencia visible, el yahvismo fue anicónico; estaban absolutamente prohibidas las representaciones de la divinidad. Esto está establecido, en su forma clásica, en el segundo mandamiento y fue, ciertamente, un rasgo de la fe primitiva de Israel. Este aspecto está en perfecta armonía con todos los testimonios del Antiguo Testamento, los cuales, aunque acusan repetidamente a Israel de hacerse ídolos de dioses paganos, no dan ninguna clase de referencia a ninguna imagen de Yahveh [248]. Aunque no podemos afirmar que nunca fuera hecha ninguna, tal cosa debe haber sido, al menos, muy rara. En conformidad con esto está la prueba arqueológica, ya que no ha sido hallada ninguna imagen masculina en ninguna ciudad de Israel hasta ahora excavada [249]. Incluso las placas y figurines de Astarté, tan comunes en los niveles cananeos, así como en los posteriores israelitas (Hierro II), están notablemente ausentes en las primeras ciudades israelitas de la Palestina central, a pesar de que se encuentran en la periferia en todos los períodos. Esto es, ciertamente, un argumento en pro de la antigüedad y tenacidad de la tradición anicónica del yahvismo. Si esto hace estéril, en el terreno del arte, la fe de Israel, también le libró de concepciones sensibles de la divinidad, y le salvaguardó de la idea pagana de que el poder divino podía ser manipulado, para fines personales, mediante una imagen visible. El primitivo Israel no espiritualizó, desde luego, a su Dios, ni le concibió de una manera abstracta. Por el contrario, le pensó en términos intensamente personales, empleando al mismo tiempo, para describirle, antropomorfismos que para nuestro gusto son ingenuos, si no ya crudos. Aunque este elemento es más importante en la primitiva literatura que en la posterior, se le encuentra en todos los períodos. Probablemente, ninguna religión llegó a concebir su divinidad de una manera tan personificada como Israel, evitando al mismo tiempo los antropomorfismos. [250] La fe de Israel, con todo, no oscureció en ningún caso la distancia entre el hombre y Dios, el cual fue en todos los tiempos el santo y soberano Señor, al que de ninguna manera se puede acercar familiar o ligeramente.
e. Naturaleza del Dios de Israel.
Además de todo lo anteriormente dicho, Yahveh se diferenció de los dioses paganos por su naturaleza esencial. Los paganismos antiguos fueron religiones de la naturaleza, la mayoría de cuyos dioses eran identificados con los cuerpos celestes, o con las fuerzas y funciones de la naturaleza, o con la misma naturaleza, sin carácter moral particular. Sus hechos, tal como están descritos en el mito, reflejaban más bien el rítmico e inmutable orden de la naturaleza, del que dependía la vida de la sociedad terrena. Por medio de la re-actualización del mito y la ejecución de los actos rituales señalados para la renovación de los poderes cósmicos, se apelaba a éstos como a mantenedores del status quo. Aunque concebida como actuando en los sucesos, tal acción no era considerada ni como la base de una obligación de la comunidad, ni como una intencionalidad, sino más bien como algo cumplido o manifestado en perspectivas rituales. El antiguo paganismo no tuvo sentido alguno de una intencionalidad divina en la historia. Yahveh, por el contrario, era un Dios de tipo totalmente diverso. No fue identificado con ninguna fuerza natural, no fue localizado en ningún punto del cielo o de la tierra. Aunque tenía bajo su control los elementos (Jc. 5, 4s, 21) y los cuerpos celestes (Jos. 10, 12s), y guiaba las alas de la tempestad (Sal. 29), no fue nunca considerado ni como un dios-sol, ni como un dios-luna, ni como dios de las tormentas. Y aunque daba la bendición de la fecundidad (Gn. 49, 25s; Dt. 33, 13-16), no fue, en modo alguno, un dios de la fertilidad. Yahveh gozaba de poder sobre toda la naturaleza, pero sin que existiera en él un aspecto de ésta más característico que otro. La naturaleza, en la fe de Israel, aunque no era considerada como desprovista de vida, fue despersonalizada y «desmitizada».
El poder de Yahveh no fue, en efecto, asociado a las acciones constantes de la naturaleza, sino a los sucesos irrepetibles de la historia. Y en estos sucesos él obra intencionalmente. Al sacar a su pueblo de Egipto, mostró su poder salvador, mandando a todas las fuerzas de la naturaleza —plagas, agua del mar, viento, terremotos y tormenta— que sirvieran a su propósito. Además, socorre una y otra vez a su pueblo en sus peligros con sus acciones salvadoras (Jc. cap. 5). Y estas acciones poderosas de Yahveh, coleccionadas y recitadas cultualmente, constituyeron la base de la obligación de Israel para con él [251]. Aunque su culto pudo adquirir mucha importancia, y aunque pudo ser ejecutado mecánicamente, Israel no pudo nunca considerar el culto como una técnica para coaccionar la voluntad divina. Tampoco pudo dar lugar a la magia, aunque ésta sobrevivió en la práctica popular (p. e. Ex. 20, 7; 22, 18). Yahveh no fue un mantenedor benigno de un status quo a quien se pudiera aplacar mediante ritos, sino un Dios que había llamado a su pueblo del status quo del duro cautiverio a un nuevo porvenir, y que exigía de ellos obediencia a sus justas leyes. La fe de Israel, así fundamentada en sucesos históricos, fue la única en el mundo antiguo que tuvo un sentido penetrante de los designios y de la llamada divina en la historia.
B. Constitución del primitivo
Israel: la anfictionia y sus instituciones
1. La anfictionía.
1. La anfictionía.
Desde el primer momento encontramos a Israel en Palestina organizado ya
como una confederación de doce clanes. Aunque todos estos clanes se proclamaban
descendientes de su antepasado Jacob (Israel), la confederación no es la simple
descripción de realidades genealógicas, sino un aspecto de la fe de la alianza
de Israel y, en realidad, la expresión externa de ella. Puesto que esto es así,
y puesto que el sistema de confederación se mantuvo durante unos doscientos
años y proporcionó la armazón dentro de la cual adquirían forma estable las
tradiciones e instituciones características de Israel, es importante el que
adelantemos algunos conocimientos sobre su naturaleza.
a. Los doce clanes de Israel.
El esquema clásico de la filiación de las doce tribus es presentado en la historia (Gn. 29, 16-30, 24; 35, 16-20) del nacimiento de los doce hijos de Jacob, seis de los cuales son de su mujer Lía (Rubén, Simeón, Leví, Judá, Isacar y Zabulón); dos de Zilpa, esclava de Lía (Gad y Aser); dos de su segunda mujer Raquel (José y Benjamín) y dos de Bilhá, esclava de Raquel (Dan y Neftalí). Este esquema refleja, sin duda, el reconocimiento de grados diversos de parentesco entre los clanes y ha surgido, a su vez, de las experiencias mutuas de algunos de ellos en una prehistoria que ya no podemos describir. Dicho esquema no guarda ciertamente relación con las personas actuales de las doce tribus en Palestina, como nos lo demuestra una simple ojeada sobre el mapa. Conocemos estas posesiones con cierta precisión por algunas listas de límites que se encuentran en Jos. 13-19 y que reflejan condiciones del período de los jueces [252]. Estas líneas muestran claramente que los sentimientos por los grados diversos de parentesco no eran un reflejo de las posesiones de las tribus en el país, sino que debían de proceder de una prehistoria tribal anterior al definitivo establecimiento y a la constitución de la anfictionía [253]. Tampoco se apoyan, por cuanto sabemos, en el estado actual de los clanes dentro del sistema tribal. Aunque existieron rivalidades y aunque algunos clanes (p. e., Judá, José) fueron capaces de asumir una posición dominante a causa de su mayor extensión, no hay pruebas de que algún clan permaneciera en posición de inferioridad respecto de los demás: las doce tribus eran iguales. De hecho, algunos clanes de procedencia directa (Rubén, Simeón), perdieron pronto importancia, mientras que otros, procedentes de concubinas, como Neftalí y Dan (Jc. 4, 6; 12 2 ss.), dieron jefes a Israel. Es interesante un último dato. Aunque el número «doce» era rígidamente mantenido, parece que los miembros componentes pudieron fluctuar. El mejor ejemplo está en el modo cómo la pérdida de Leví, que dejó pronto de ser un clan laical, fue compensada por la bifurcación de José en Efraím y Manasés (Gn. 48). También se puede deducir del cántico de Débora que Manasés —o al menos parte de él— era conocido entonces con el nombre de «Makir» (Jc. 5, 14; cf. Jos. 17, 1, etc.), mientras que la población de las tierras altas de Galaad —una mezcla de gaditas y elementos josefitas Nm. 32, 39 s.; Jos. 13, 24-31, etc.)— era designado como el clan de Galaad (Jc. 5,17; 11,1 s.; 1 s.; etc.) Quizá esto refleje el hecho de que, cuando ya las tribus se habían sedentarizado y habían absorbido otros elementos de antiguo sedentarios, se fueron correspondiendo cada vez más las designaciones tribales y las territoriales. Pero el sistema de clan había enraizado con anterioridad —Gn. cap. 49 (cf. Dt. cap. 33) enuncia las doce clásicos— y una vez enraizado no cambió nunca. Aunque Rubén perdió pronto importancia y Simeón fue absorbido por Judá (Jos. 19, 1-9), ambos continuaron siendo reconocidos como clanes verdaderos. Por otra parte, aunque Manasés se dividió por este tiempo en dos secciones, la del este y la del oeste, siguió figurando como una sola. El número «doce» era sagrado.
El primitivo Israel no constituyó una unidad racial o nacional, sino una confederación de clanes unidos por un pacto con Yahveh. Este pacto creó su sociedad y los mantuvo unidos. Aunque las designaciones tribales adquiririeron en aquel tiempo un carácter territorial, a causa de la sedentarización y de la absorción de los pueblos ya antes sedentarios, la estructura de Israel continuó, en teoría, tribal. No fue un Estado, ni tuvo gobierno central, ni ciudad capital, ni burocracia administrativa. Las diversas tribus gozaban de completa independencia respecto de una autoridad central. La sociedad tribal era patriarcal en su organización y sin la estratificación característica del esquema feudal cananeo. Aunque los ancianos del clan, en virtud de su posición, se reservaron los litigios, de acuerdo con el proceder tradicional, y aunque eran respetados por la prudencia de sus consejos, faltaba todo aquello que pudiera parecer un Gobierno organizado. La confederación tenía su punto focal en el alto en el que residía el arca de la alianza, situada, durante la mayor parte del primer período, en Silo. Allí se reunían los componentes de las tribus en los días de fiesta para buscar la presencia de Yahveh, renovar la alianza con él y también dirimir los puntos en controversia y de mutuo interés entre los clanes. Cada tribu estaba representada, probablemente, por sus jefes, quizás los nasi', quienes, en virtud de su posición, estarían bajo una especial protección divina (Ex. 22, 28) [255].
Este sistema no fue enteramente único. Nos sugiere la liga sagrada de la época ligeramente posterior en Grecia y en Italia, y que los griegos llamaron anfictionía. Es sabido que algunas anfictionías, por ejemplo la liga de Delfos y la liga etrusca de Voltumna, tuvieron doce miembros. Posiblemente las listas de doce tribus arameas (Gn. 22, 20-24), doce tribus ismaelitas (25, 13-16), doce tribus edomitas (36, 10-14), y quizá también los seis hijos de Queturá (25, 2) y una lista de clanes joritas (36, 20-28) representan federaciones semejantes entre los pueblos vecinos de Israel [256]. El número «doce» apenas puede deberse a coincidencia; más bien, probablemente, fue dictado por el turno mensual (o bimensual) de sostenimiento del templo central. Podemos suponer que la alianza tribal israelita difería de organizaciones semejantes no en la forma externa, sino en la naturaleza del Dios bajo cuya protección se formó, lo cual hace todavía más claro que la comprensión de la fe de Israel es esencial para comprender su historia. Donde mejor se puede ver el funcionamiento de la anfictionía es en el libro de los jueces, sobre el que volveremos más adelante. Aquí vemos a los clanes manteniéndose en una existencia precaria, rodeados de enemigos y sin Gobierno organizado de ninguna clase. En tiempo de peligro, se levantaba un juez (sófet), un hombre sobre el que «caía el espíritu de Yahveh» (p. e., Jc. 3, 10; 14, 6), que reunía a los clanes y rechazaba al enemigo. Aunque Israel debió tener alguna organización militar, no había ejército permanente; el peso de la batalla recaía únicamente sobre los clanes reunidos [257]. Bien que no podían ser forzados a responder, ciertamente estaban obligados a hacerlo, y eran maldecidos si no lo hacían (Jo. 5, 15-17, 23), ya que la llamada a las armas era la llamada a la guerra santa de Yahveh [258]. Aunque los jueces gozaban de gran prestigio, no eran de ningún modo reyes. Su autoridad no era ni absoluta, ni permanente, ni en ningún caso hereditaria; se apoyaba únicamente en sus cualidades personales (el charisma) [259] , que constituía la señal de que era un hombre según el espíritu de Yahveh. Era el tipo de autoridad que respondía perfectamente a la fe y constitución del primitivo Israel: el Dios-Rey, jefe directo de su pueblo a través del representante designado por su espíritu.
c. Los orígenes de la anfictionía.
Por el canto de Débora (Jc. 5) aparece claro que la anfictionía estaba en pleno funcionamiento en el siglo XII. Así, pues, se puede suponer que fue definitivamente constituida poco después de la conquista, cuando diversos elementos sedentarios del país, que antes no habían adorado a Yahveh, adoptaron la fe de los conquistadores. Es sumamente probable que el relato del gran pacto de Siquem (Jos. 24) nos presente un cuadro de este suceso. Pero sería equivocado suponer que fue entonces cuando se originó la liga de la alianza [260]. Se puede admitir, con todo, que el sistema clásico de las doce tribus apareció únicamente en Palestina y que representó un notable perfeccionamiento de la estructura de Israel. Es probable que cada una de las tribus incluyera originalmente elementos heterogéneos, algunos de ellos participantes en la conquista, otros sedentarios, y otros más de origen diverso. No obstante, se debe dar por supuesto que existió antes de la conquista alguna especie de confederación de clanes. La violenta destrucción de las ciudades de Palestina en el siglo XIII, testificada por la arqueología, no puede ser ni explicada ni atribuida a pequeñas bandas seminómadas desorganizadas que se infiltraran en el país. Esto nos obliga a suponer, al menos, una importante confederación de clanes, haciendo causa común y penetrados de un celo fanático. Posteriormente la anfictionía tuvo conocimiento no sólo de que su Dios había venido del Sinaí (v. g. Jc. 5, 4 s.; Dt. 33, 2), sino que los verdaderos sucesos celebrados en el culto eran los del éxodo, el desierto y la conquista (Dt. 6, 20-25; 26, 5-10a; Jos. 24, 2-13). Sería completamente extraño que la constitución definitiva de Israel en aquel tiempo se hubiera originado en Palestina. Y, en verdad, si no fue el núcleo de Israel ya en alianza con Yahveh y recordador de sus actos poderosos, el que irrumpió en Palestina y obtuvo espectaculares victorias, es difícil comprender por qué, grupos de origen tan mezclado y geográficamente tan aislados, pudieron reunirse en una federación bajo el absoluto dominio de Yahveh. Y con todo, que esto sucedió casi inmediatamente después de la conquista, es cierto. Nos vemos, pues, obligados a suponer que los orígenes del sistema de anfictionía, como los del yahvismo mismo, se remontan al Sinaí. La anfictionía fue una liga sagrada formada por un pacto con Yahveh, y que expresa perfectamente la fe del primitivo yahvismo. Si el yahvismo se originó en el desierto (como así sucedió) podemos concluir lo mismo para la sociedad de la alianza, ya que yahvismo y alianza son correlativos. A menos que supongamos que el yahvismo fue traído a Palestina como una idea abstracta, o como una religión de la naturaleza que posteriormente cambió su carácter, debemos admitir que fue traído por un pueblo que estaba en alianza con Yahveh. Ciertamente, la comunidad formada en el Sinaí no fue una anfictionía israelita en su forma definitiva, sino más bien una confederación de familias más pequeñas unidas entre sí. Podemos suponer, sin embargo, que cuando este núcleo, a lo largo de sus marchas, se multiplicó y proliferó del modo descrito en el capítulo precedente, consiguió considerables adhesiones de convertidos y llegó a constituir una formidable coalición de clanes. Cuando este grupo se encaminó hacia Palestina y se estableció allí, elementos ya sedentarios fueron absorbidos dentro de su estructura y quedó constituida la anfictionía clásica en el pacto de Siquem. Este fue, en algún sentido, un nuevo pacto, que se hacía con un nueva generación y con elementos que antes no habían sido adoradores de Yahveh (Jos. 24, 14 s.) Pero fue también una reafirmación y extensión de la alianza hecha en el Sinaí, en la cual se fundamentó la existencia de Israel.
2. Las instituciones de la
anfictionía.
En el primitivo
Israel, como en todas las sociedades, la religión encontró su forma de
expresión en algunas instituciones tangibles. Las más importantes entre éstas
son el santuario central de la anfictionía, el culto con sus fiestas sagradas
y, sobre todo, la ley de la alianza. Aunque no podemos estudiar a fondo todas
estas instituciones, es necesario dar alguna noticia de ellas.
a. El santuario central.
El centro focal de la anfictionía a lo largo de toda su historia fue el santuario que contenía el arca de la alianza, el trono de Yahveh invisible. Al principio fue una tienda-santuario que tuvo, como el arca, sus orígenes en el desierto, como lo demuestra su peculiaridad de portátil y numerosos paralelos antiguos y modernos [261]. Las fuentes del Pentateuco se refieren al santuario del desierto como «la tienda de Reunión», ('ohel mo'ed) —es decir, el lugar de la asamblea de la anfictionía presidida por Yahveh— o simplemente como «la tienda, el tabernáculo» (miskam), con el peso de la presencia de Yahveh «acampando» en medio de su pueblo [262]. Nuestra descripción de este santuario (Ex. 25-31; 35-40) proviene del P y ha sido generalmente considerada como una proyección completamente idealizada del templo futuro a un lejano pasado. Es más posible, sin embargo, que la descripción se apoye en las tradiciones de la tienda-santuario erigida por David (II S 6, 17) [263] que fue, a su vez, sucesora del santuario de la anfictionía y, probablemente, copiada de él, aunque, sin duda, con retoques. Hay algunas pruebas (cf. I S 1, 9; 3, 3), de que la tienda fue reemplazada con una estructura permanente antes del fin del período de los jueces. Pero si así fue, persistió el sentimiento de que la habitación de Yahveh era propiamente una tienda (II S 7, 6 s.). No podemos dudar de que tanto la tienda-santuario portátil como el trono portátil del Dios-Rey (el arca), fueron herencia de la fe del primitivo Israel en el desierto [264]. El santuario de la anfictionía no fue, sin duda, exclusivo, ya que existieron otros santuarios que eran libremente tolerados. A causa de este hecho, y debido a que el tabernáculo es raramente mencionado en el período de los jueces, se pensó generalmente, en algún tiempo, que Israel no había tenido por entonces un culto central. Esto es ciertamente equivocado. No sólo los grandes santuarios de peregrinación fueron costumbre en la mayoría de los antiguos pueblos orientales, sino que la organización de la anfictionía de Israel —al igual que organizaciones semejantes en todas partes— exige un punto focal en un santuario central. Aunque no estaba excluida la adoración en otros lugares, el santuario del arca fue el santuario oficial de la liga tribal y el corazón de su vida social [265]. La Biblia (Jos. 18, 1; Jc. 18, 31; I S 1, 3, etc.), coloca el centro de la anfictionía, después de la conquista, en Silo, lugar céntrico situado en Efraím, y según parece, de ninguna importancia anteriormente [266]. Quizá fue elegido a causa de su carencia de asociaciones extrañas. No se sabe cuándo ocurrió esto. Las tradiciones relacionadas con Guilgal (Jos. 4, 5, etc.), así como su enorme prestigio (I S 11, 14 s.; 13, 4-15; Ám. 5, 5) hace suponer que el centro tribal debió haber estado allí alguna vez, posiblemente durante la conquista [267]. Es verosímil que el santuario de la anfictionía estuviera situado primero en Siquem y después en Betel [268] (49). Pero no podemos estar seguro de ello. Aunque la ceremonia constitutiva de la anfictionía fue celebrada en Siquem (Jos. 24), y aunque Siquem fue en todas las épocas un importante santuario, el hecho de tener antecedentes cananeos parecía hacerle menos apropiado como lugar permanente para centro de la anfictionía. Por lo que respecta a Betel fue también un santuario importante, con lazos patriarcales, y ya hemos dicho que en una ocasión (Jc. 20, 26-28) estuvo allí el arca. Pero el arca fue llevada con frecuencia al campo, y la misma narración (Jc. 21, 12) coloca el campamento israelita en Silo. Aunque es bastante posible que el centro tribal fuera cambiado más de una vez, nuestras fuentes le colocan solamente en Silo. Y allí estaba cuando se llevó a cabo la anfictionía.
b. Clero y culto
Al frente del santuario de la anfictionía había un clero, presidido por un sumo sacerdote; este oficio, fue, según parece, hereditario (I S 1-3) [269]. Esto era de esperar, ya que todas las naciones vecinas tenían clero organizado (el título de «sumo sacerdote» es conocido en Ras Samra) y dado que, en realidad, así lo pedía una eficacia práctica. De seguro la teoría posterior de que todo el personal del culto debía ser levita, y todos los sacerdotes de la casa de Aarón, no vigía en el primitivo Israel. Los santuarios locales fueron ciertamente servidos por hombres de distintas genealogías e incluso pudieron oficiar no-levitas ante el arca, como sucedió con Samuel quien a pesar de ser efraimita (I S 1, 1) ejerció los oficios sacerdotales en Silo (I S 2, 18 ss.) y en otros lugares (I S 9, 11-13; 13, 5-15). No obstante, es evidente que una rama levita adquirió un prestigio considerable. Los sacerdotes de Silo se proclamaban, según parece, descendientes de Aarón (cf. el nombre de Pinejás (I S 1, 3; Jos, 24, 33), como los de Dan se proclamaban de Moisés (Jc. 18, 30). Un cierto efraimita se alegró de encontrar a un levita extraviado para que le sirviera de capellán (Jc. 17, 7-13). Leví ganó prestigio, sin duda, por el hecho de que el mismo Moisés fue considerado como de este clan, lo cual probablemente explica la preferencia por los sacerdotes levíticos, especialmente en el santuario de la anfictionía. Por otra parte «levita» era también una denominación funcional que significaba «uno comprometido por un voto» [270] (51); y así, pudieron llegar a ser levitas hombres de cualquier clan dedicados a Yahveh. En el transcurso del tiempo, fueron, de este modo, reconocidas como levitas, a causa de su función, muchas familias sacerdotales e individuos que no pertenecían a la línea de Leví, como sucedió con Samuel (I Cr. 6, 28). En lo tocante a los sacrificios del primitivo Israel, no estamos bien informados, dado que nuestra principal fuente de conocimiento (Lv. 1-7) corresponde probablemente a la práctica posterior del templo [271]. Pero, puesto que hay pocas cosas sobre la tierra más conservadoras que las relativas al culto, y puesto que el templo fue, como veremos, el sucesor del santuario de la anfictionía, la práctica posterior fue, probablemente, un desarrollo de prácticas primitivas, aunque ciertamente enriquecidas y aumentadas. Los textos de Ras Samra y otras pruebas demuestran cómo el sistema sacrificial de Israel, aunque menos elaborado, tuvo numerosas semejanzas con el de los cananeos en lo referente a la ofrenda de animales y, en cierta medida, en la terminología y en la forma externa de diversos sacrificios [272]. Alguna relación se debe dar por supuesta. En los días del desierto, el culto de Israel fue, sin duda, muy simple, pero es difícil probar (por Amós, 5, 21-27; Jr. 7, 21-23) que no hubiera absolutamente ninguno. Con el establecimiento en Palestina y la absorción de grupos sedentarios, junto con sus santuarios y tradiciones cultuales, el culto israelita, tomando algunos de estos elementos, quedó enriquecido. Esto, desde luego, entrañaba el peligro de una infiltración de ritos paganos y de la noción pagana de los sacrificios. Pero Israel no tomó indistintamente, sino que tendió más bien a elegir solamente aquello que fuera compatible con el yahvismo y a llenarlo de un nuevo contenido. Así, el sacrificio humano y los ritos de la fertilidad no encontraron nunca acogida en el yahvismo constitutivo y la idea de sacrificio como alimento para el dios tendió a desaparecer en la penumbra. Además, la fe de Israel no permitió nunca aceptar la noción pagana de sacrificio como un opus operatum. El culto del Israel primitivo, sin embargo, no se centraba en un sistema sacrificial sino en determinadas grandes fiestas del año. El Código de la alianza enumera tres (Ex. 23, 14-17; 34, 18-24), en las cuales se esperaba que el adorador se presentase ante Yahveh: la fiesta de los ácimos (y la Pascua), de las semanas y de la recolección. Todas estas fiestas eran más antiguas que Israel y a excepción de la Pascua, tenían un origen agrícola. Israel las tomó de otros. Y no es sorprendente que así lo hiciera. Lo notable es que Israel les diese tan pronto un nuevo significado, concediéndoles un sentido histórico. Dejaron de ser meras fiestas de la naturaleza y se convirtieron en ocasión de celebrar los poderosos actos de Yahveh para con Israel. Es probable que estas fiestas, por razones prácticas, fueran celebradas tanto en santuarios locales como en Silo. Pero lo que está probado es una gran fiesta anual en Silo, a la que acudían los israelitas piadosos (Jc. 21, 19; I S 1, 3, 21). Aunque no se nos dice, se trataría probablemente, de la fiesta otoñal de la recolección, en el cambio de año. Es también sumamente probable, y muy posiblemente en conexión con esta fiesta anual, que hubiera un ceremonial normal de renovación de la alianza —cada año o cada siete años (Dt. 31, 9-13) — a la que acudirían los hombres de las tribus con sus tributos para el Dios-Rey, para escuchar el recitado de sus benévolas acciones y la lectura de la ley y renovar después, con las bendiciones y maldiciones, su juramento de alianza con él [273]. Esto, y no el sacrificio, era el corazón de la vida cultual de la anfictionía. Su culto no fue, por tanto, una simple repetición ahistórica del material recibido, como sucedía en las religiones paganas, sino precisamente un rememorador de la historia.
c. La ley de la alianza y su
desenvolvimiento.
Como sociedad fundamentada en la alianza, la ley de la alianza fue el factor central de la vida de Israel desde sus comienzos [274]. Y, desde luego, la verdadera naturaleza de la sociedad de la alianza exige algún concepto de ley. Elemento integrante de la fórmula de la alianza eran, como ya hemos visto, las cláusulas que el supremo Señor imponía a sus súbditos. Aunque estas cláusulas no constituyeron un código legal, tuvieron, no obstante, estatuto de ley; por ellas se regulaban las acciones de los miembros de la comunidad, tanto en lo referente a su Dios como entre sí. Y cuando se intentó aplicar esto a la situación diaria, se desarrolló inevitablemente una tradición legal. Es cierto, por tanto, que la ley en Israel representa, no un fenómeno tardío, sino algo cuyo origen es excepcionalmente antiguo. Siendo, de hecho, sus comienzos correlativos con los de la alianza con Yahveh, podemos creer que se apoyan en la obra del mismo Moisés. Como es bien sabido, la ley del Pentateuco muestras numerosas semejanzas con los códigos legales de Mesopotamia del segundo milenio (el código de Hammurabi y otros). Se puede admitir alguna conexión. [275] Las leyes del Pentateuco, por lo que se refiere a la forma, se encuadran en dos grandes categorías: apodíctica y casuística. Esta segunda («si un hombre —entonces—», y otras semejantes), tiene amplios paralelos en otros códigos antiguos, tanto en la forma como en el contenido, y no es, en modo alguno, peculiar de Israel. La otra («tú harás/no harás»), por el contrario, aunque no absolutamente única [276] , constituye una verdadera característica de la ley israelita, y puede admitirse que representa su contribución peculiar y distintiva. El decálogo, completamente apodíctico en la forma y expresado en su mayor parte en forma negativa, es un claro ejemplo de ello. No es propiamente un código legal, ya que ni previene todas las contingencias ni establece ninguna sanción, excepto la implícita de la ira de la divinidad. Establece, más bien, las cláusulas divinas, definiendo las áreas de conducta prohibidas (o mandadas) y dejando en camino libres otras áreas. Pero precisamente porque las cláusulas de la alianza no legislan casos particulares, podemos suponer que comenzó a desarrollar muy pronto una ley casuística (todavía en el desierto) (cf. Ex. 18, 13-27), según las circunstancias lo requerían. No se puede determinar en qué medida la legislación actual reproduce la forma original dada por Moisés y su generación. Pero no puede dudarse que Moisés fuera el gran legislador. Pues aunque ciertamente no escribió él todas las leyes del Pentateuco, como la tradición decía, fue él quien estableció las cláusulas constitutivas de la alianza, a las que todas las leyes particulares se debían ajustar y cuya finalidad debían expresar. En Palestina se encontró Israel en una situación nueva. Su ley tuvo que expresar lo que la voluntad de Yahveh quería en esta situación. Podemos suponer que a causa de esta necesidad tomaron de otros muchas tradiciones y fórmulas legales. Este préstamo no lo tomaron directamente de Mesopotamia, y aun menos de Canaán (la legislación de Israel no refleja en modo alguno la estratificación de la sociedad feudal cananea), sino probablemente de los pueblos absorbidos en su estructura y que pertenecían a la misma estirpe que la de sus propios antepasados, cuya tradición legal era, en último término, originaria de Mesopotamia. Tampoco esta aceptación de material legal fue indiscriminada. Únicamente fueron adoptadas aquellas maneras de proceder que eran compatibles con el espíritu del yahvismo (v. g., notar cómo el castigo de la mutilación cayó en desuso). Por otra parte, todo el conjunto fue sometido a la voluntad justiciera de Yahveh, que es el mantenedor de la ley (v. gr., Ex. 22, 22-24). El código de la alianza (Ex. 21-23; cf. 34), que no es un código oficial del Estado, sino una mera descripción de los procedimientos judiciales normativos de Israel en la época de los jueces, es el mejor ejemplo de este proceso. En él son propuestos la mayoría de los mandamientos del decálogo, y son provistos de sanciones, en la mayor parte de los casos la muerte (v. g., Ex. 21, 15, 15; 22, 30), aunque el hurto requiere solamente la restitución (Ex. 22, 1-4) y se hace distinción entre el homicidio y el asesinato (Ex. 21, 12-14). Pero hay también un conjunto de otras determinaciones, muchas de ellas con paralelos en otros códigos, a través de las cuales se expresaba en una situación concreta el espíritu de la alianza de Yahveh.
Considerando el procedimiento judicial de esta época, podemos suponer que la justicia era dictada normalmente por los ancianos del pueblo, en conformidad con la tradición. Los sacerdotes eran llamados a juzgar los casos más difíciles, por medio del oráculo o de la ordalía (cf. Nm. 5, 11-31; Dt. 17, 8-11), y también por poseer un mayor conocimiento de la ley. Según parece, el dar instrucciones relativas a la ley y a sus aplicaciones, fue primitivamente una función levítica. Los llamados jueces menores (Jc. 10, 1-5; 12, 7-15), también parecen haber representado un papel directivo en la administración de la ley [277]. Sin poseer el carácter carismático de los demás jueces, fueron quizá elegidos como funcionarios de la anfictionía, cuya función fue interpretar la ley de Yahveh para todo Israel y dirimir las controversias surgidas entre los clanes. De todo esto se deduce claramente que la anfictionía, aunque no debe ser confundida con la comunidad de la ley post-exílica, fue una sociedad basada, desde sus comienzos, en la ley.
C. Historia de la anfictionía:
época de los jueces
1. Situación del mundo ca. 1200-1050 a C.
1. Situación del mundo ca. 1200-1050 a C.
Podemos admitir que la ocupación israelita de Palestina se había
completado, y que la anfictionía estaba formada aproximadamente hacia el final
del siglo XIII. Como hemos visto, Egipto estaba en ese momento muy debilitado.
Después de haber logrado rechazar, bajo Menefta (ca. 12241216) a los Pueblos
del Mar, entró en el período de confusión inherente al colapso de la Dinastía
XVIII, durante el cual Egipto perdió el control efectivo sobre sus posesiones
en Asia. Esto dio a Israel la oportunidad de establecerse firmemente en su
país. Aunque Egipto se movilizó muy pronto para afirmar de nuevo su autoridad,
no lo pudo hacer de una manera permanente y el imperio llegó rápidamente a su
fin.
a. La Dinastía XX: fin del imperio egipcio.
a. La Dinastía XX: fin del imperio egipcio.
El orden fue finalmente restablecido en Egipto cuando subió al poder la Dinastía XX, bajo Set-naht y su hijo Ramsés III (cap. 1175-1144) [278]. Con este último, que trabajó vigorosamente por recuperar el prestigio egipcio en Asia, pareció iniciarse un nuevo período imperial. Habiendo asegurado la ruta militar a lo largo de la costa, Esdrelón cayó pronto bajo control egipcio y fue reconstruida la fortaleza de Bet-sam. Es de suponer que fuera recuperada con facilidad la antigua frontera del sur de Siria. Hay incluso pruebas de que Ramsés salió a campaña, sin oposición efectiva, hasta el Éufrates y aun más allá [279]. Sólo conjeturas se pueden hacer acerca de cómo hubiera sido la historia de Israel de haber tenido éxito Egipto en el restablecimiento de su imperio. Pero no sucedió esto. Egipto tuvo que soportar muy pronto una serie de fuertes ataques llevados a cabo por los Pueblos del Mar, que le dejaron exhausto. Estos pueblos, algunos de cuyos contingentes habían sido rechazados por Menefta [280] , estaban ahora en plena acción, habían sometido la costa este del Mediterráneo y sembraban la destrucción desde el sur de Ugarit hasta Ascalón. Durante seis años, comenzaron en el año quinto de Ramsés III, olas sucesivas de ellos, avanzando por Asia y Libia, y algunos por el mar, batieron las puertas de Egipto. Entre ellos, Ramsés enumera a los Peresata (Pelasata), es decir, los filisteos, así como a los Danuna (dáneos), Wasasa, Sakarusa y Tjikar (Tjikal) quizá los Sikil (¿sicilianos?) de la Odisea. No podemos narrar al detalle las diferentes batallas. Aunque Ramsés se gloría de las víctimas en cada ocasión, y aunque ciertamente logró rechazar la ola invasora, Egipto se salvó a duras penas. Falto de fuerzas para arrojar a los invasores de Palestina, el faraón se vio obligado a hacer de la necesidad virtud, permitiendo a algunos de ellos (filisteos y tsikal) establecerse allí como vasallos suyos nominales. De este modo, los filisteos —que, por una ironía del destino, darían su nombre a Palestina— aparecieron en escena aproximadamente una generación después de la llegada de Israel. El imperio egipcio no se recobró nunca. Agotado por las guerras, empobrecida cada vez más su economía por las pródigas donaciones a los templos, cuyas enormes posesiones estaban libres de impuestos, la situación interna de Egipto no era saludable. Y así, cuando Ramsés III fue asesinado, se precipitó el final. Sus sucesores, de Ramsés IV a Ramsés XI (ca. 1144-1065), se mostraron uniformemente inadecuados a la situación. Aunque los derechos egipcios en Palestina fueron mantenidos por algún tiempo (ha sido encontrada en Meguiddó una estatua con una inscripción en su base a Ramsés IV), comenzaron, poco a poco, a convertirse en mera teoría y pronto desaparecieron por completo. La historia de Wen-Amón (ca. 1060) ilustra gráficamente el colapso del prestigio egipcio [281] ; aun en Biblos, durante largo tiempo tan egipcia como el mismo Egipto, el embajador real fue recibido con burlas y grave insolencia. En el mismo Egipto la ley y el orden estaban quebrantados; las tumbas de los faraones llegaron a ser saqueadas. La Dinastía XX llegó a su fin ca. 1065 y ocupó su lugar la XXI (tanita). Pero esta Dinastía, en rivalidad con los sacerdotes de Amón, que habían llegado a ser tan poderosos como los mismos faraones, y prácticamente independientes, fue igualmente incapaz. Un Egipto tan debilitado internamente no pudo hacer nada por recuperar su posición en el extranjero. Sus días como imperio estaban contados.
b. El oeste asiático en los siglos XII y XI.
No existía ningún poder rival que heredase los despojos de las posesiones asiáticas de Egipto. El imperio hitita había desaparecido. Asiria, que en el siglo XIII estaba en la cumbre de su poderío, entró, con el asesinato de Tukultininurta I (ca. 1197) en un siglo de debilidad durante el cual llegó a ser oscurecida por la sombra de Babilonia, que por esta época (ca. 1150) estaba de nuevo regida por una dinastía nativa. Es cierto que Asiria conoció un breve resurgimiento bajo Tiglat-Piléser I (ca. 1116-1078) que conquistó Babilonia y cuyas campañas le llevaron por el norte hasta Armenia y Anatolia y por el oeste hasta el Mediterráneo en la parte norte de Fenicia. Esto, sin embargo, no fue duradero; a su muerte Asiria comenzó a vacilar de nuevo y se hundió en la decadencia durante casi doscientos años. La razón de todo esto hay que atribuirla en gran parte a los arameos que, por este tiempo, iban aumentando su presión en todas las partes del Creciente Fértil [282]. Siria y la alta Mesopotamia llegaron a tener una población predominantemente aramea. Las arameos establecieron pronto en estas regiones una serie de pequeños Estados, entre los que se encuentran Sanr'al, Karkemis, Bet-eden y Damasco. Asiria, también sometida a esta infiltración, apenas fue capaz de defender sus fronteras, y menos aún de salir a campaña fuera de su territorio. Cualesquiera que fueran los problemas a que el naciente Israel tuviera que hacer frente, estaba libre para continuar su desenvolvimiento sin amenaza de ninguna potencia mundial. Canaán, mientras tanto, falta del apoyo del poder imperial, había recibido un terrible golpe debido a la invasión e infiltración de los nuevos pueblos. Los israelitas ocuparon las tierras montañosas de Palestina y los Pueblos del Mar la mayor parte de la costa, mientras que el hinterland de Siria fue ocupado progresivamente por los arameos. Aunque sobrevivieron aquí y allá algunos enclaves cananeos, y sin duda muchas áreas tuvieron restos de población cananea, los cananeos perdieron la mayor parte de sus posesiones en el campo. Es verdad que las ciudades fenicias conocieron un asombroso resurgimiento; hacia la mitad del siglo XI Biblos y otras ciudades eran de nuevo florecientes centros de comercio. Pero el gran oeste, la expansión colonial fenicia, comenzaría algo más tarde. El centro de gravedad de los filisteos, que dominaban la costa de Palestina, era una pentápolis constituida por Gaza, Ascalón, Asdod, Eqrón y Gat, cada una de las cuales estaba gobernada por un tirano (seren). Aunque parece que se dieron al comercio marítimo a mediados del siglo XI [283] , los Pueblos del Mar perdieron pronto el contacto con su patria egea y asimilaron la religión y la cultura cananeas. Estudiaremos más tarde la crisis en que ellos sumirán a Israel. Aunque estos dos pueblos no llegaron inmediatamente a las manos, podemos suponer que cuando los filisteos presionaron a lo largo de sus fronteras, ocupando ciudades como Guézer y Bet-Semes, el choque se hizo inevitable. Los filisteos gozaban de un monopolio local de la manufactura del hierro, secreto que probablemente habían aprendido de los hititas, quienes habían retenido igual monopolio. Esto les daba una tremenda ventaja que, como veremos, supieron explotar.
2. Israel en Canaán: los dos
primeros siglos
Nuestros conocimientos sobre las vicisitudes de Israel durante la fase
inicial de su vida en Palestina provienen casi exclusivamente del libro de los
jueces. Y dado que este libro se nos presenta como una serie de episodios
independientes, la mayoría de los cuales no pueden ser relacionados con alguna
precisión con sucesos externos, se hace imposible escribir una historia
continua de este período. No obstante, la impresión que se obtiene —de una
lucha continua, aunque intermitente, alternando los períodos de paz con las
épocas de crisis tanto internas como externas— es completamente auténtica. Ello
concuerda perfectamente con las pruebas arqueológicas, que muestran que los
siglos XII y XI fueron más revueltos que ningún otro en la historia de
Palestina. La mayor parte de sus ciudades fueron destruidas, y algunas de ellas
(por ejemplo, Betel) varias veces, durante este período [284].
a. Posición de Israel en Palestina: adaptación y ajustamiento.
Las posesiones de Israel no constituyeron una perfecta unión territorial. Aunque las áreas montañosas de Palestina estaban en gran parte en sus manos, no pudo, por guerrear a pie, aventurarse en la llanura para hacer frente a los carros de guerra patricios de aquellas ciudades-Estado (v. g., Jos. 17, 16; Jc. 1, 19). Tanto la banda costera, como la llanura de Esdrelón, quedaron fuera de su control [285]. Al establecerse allí los israelitas, parte se entremezclaron con los cananeos (Jc. 1, 31 ss.), parte se les sometieron (Gn. 49, 14 ss.) Incluso en la montaña quedaron enclaves cananeos (v. g., Jerusalén). Esta situación colaboraba con los factores geográficos para poner en acción fuerzas centrífugas. Las tribus galileas estaban separadas de sus congéneres por las posesiones cananeas de Esdrelón. Entre las tribus del este y del oeste se extendía la profunda fosa del Jordán. Y aun en el mismo centro de la región montañosa, donde las comunicaciones están cortadas por innumerables valles laterales, el terreno era tal que favorecía la formación de pequeños cantones, cada cual con sus costumbres locales, tradiciones y dialectos. Podemos suponer, por tanto, que los cultos locales, muchos de ellos con tradiciones patriarcales, ejercieron un efecto localizador en la vida religiosa y tendió a considerar como menos importante el santuario del arca, especialmente en aquellos que residían lejos. Los intereses locales tendieron, naturalmente, a ser preferidos al bien común. No es sorprendente, por tanto, que la unión de los clanes estuviera generalmente en relación directa con la proximidad del peligro, ya que las contingencias a que Israel tuvo que hacer frente fueron, en su mayoría, de carácter local. Estos factores sirven, para aclarar la impresión de extrema desunión que refleja el libro de los jueces. En realidad, a no ser por el poder espiritual de la liga de la alianza con sus instituciones peculiares, Israel apenas hubiera podido mantenerse unida. La época de los jueces constituyó para Israel una etapa de adaptación, ajuste y consolidación. El mismo establecimiento representó el paso de un modo de vida seminómada a otro agrícola. Y aunque esto no se realizó de un modo uniforme, Israel, en general, se convirtió con sorprendente rapidez en una nación de pequeños granjeros. Se debe recordar, con todo, que cuando llegaron, no eran verdaderos nómadas, sino seminómadas, ya acostumbrados a labrar la tierra, aunque en escala limitada. Por otra parte, la liga tribal israelita absorbió numerosos elementos que habían sido sedentarios o semi sedentarios durante generaciones. El período de los jueces trajo consigo un gradual pero marcado progreso en el aspecto económico de Israel. Las primitivas ciudades israelitas, como se ha notado más arriba, fueron increíblemente toscas y vacías de pruebas de cultura material. Hacia el siglo XI, sin embargo, cuando los israelitas aprendieron las técnicas del cultivo y la construcción, se puede notar un decidido progreso. La introducción, por este tiempo, de caravanas camelleras para el transporte por el desierto, y la expansión del comercio por el mar, en el que parece que intervinieron algunas tribus israelitas (Jc. 5, 17), contribuyeron indudablemente a la prosperidad general [286]. El descubrimiento del barro cocido para recubrir las cisternas, de que ya hemos hablado, permitió a los terrenos montañosos soportar una creciente densidad de población; fueron construidas numerosas ciudades donde antes no había existido ninguna. Se consiguió una tierra adicional para el cultivo mediante la tala de bosques que cubrían la mayor parte de las tierras montañosas al este y al oeste del Jordán (Jos. 17, 14-18). La adaptación se realizó también en niveles más profundos, (lomo ya queda dicho, hubo una gran apropiación, principalmente, sin duda, a través de los diferentes elementos absorbidos en la estructura de Israel, en lo tocante a procedimientos legales y formas de sacrificio. Fueron adaptadas, y sirvieron de vehículo a la fe yahvista, las tradiciones ancestrales conservadas desde antiguo en el país. Mucho más serios, con todo, fueron los comienzos de tensión con la religión cananea. Esto era inevitable. Algunos de los elementos absorbidos por Israel eran cananeos y otros lo eran al menos en parte, en razón de la cultura cananea. Y aunque, como miembros de Israel, todos se convirtieron en adoradores de Yahveh, muchos de ellos, sin duda, siguieron siendo paganos en su corazón. Podemos suponer también que los santuarios locales perpetuaron prácticas pre mosaicas que, en su mayoría, estaban poco conformes con el yahvismo. Por otra parte, supuesto que Canaán superaba inmensamente a Israel en cultura material, la adaptación natural se produjo, evidentemente, en todos los órdenes. Era inevitable que algunos israelitas consideraran la religión agrícola como una parte integrante de la vida campesina y comenzaran a invocar a los dioses de la fertilidad. Otros, sin duda, acomodaron el culto de Yahveh con el de Ba'al, y aun llegaron a confundirlos. El libro de los jueces es, indudablemente, exacto al describir este período como de irregularidad teológica.
b. Carisma y gobierno.
Muy poco es lo que podemos añadir a lo que la Biblia nos narra acerca de los diversos jefes, llamados jueces, que surgieron en este período para salvar a Israel de sus enemigos. Aunque el orden en que son presentados parece ser, más o menos, cronológico, no podemos señalar fecha precisa para ninguno de ellos. Los jueces no tuvieron, en modo alguno, idéntica fisonomía. Alguno (v. g. Gedeón), se lanzó a cumplir su tarea bajo el imperativo de una profunda experiencia de vocación divina; otro (Jefté), no fue más que un bandolero que supo cómo obtener una estipulación ventajosa; otro (Sansón), fue un simpático embustero, cuya fabulosa fuerza y picarescas travesuras llegaron a ser legendarias. Ninguno, al menos por lo que sabemos, condujo a todo Israel a la batalla. Todos, sin embargo, parecen haber tenido una cosa en común; fueron hombres que, destacando en tiempo de peligro, unieron a los clanes contra el enemigo en virtud únicamente de ciertas cualidades personales (carismas) que probaban ante sus compatriotas que el espíritu de Yahveh estaba con ellos. Del primer juez Otniel (Jc. 3, 7-11), se dice que rechazó la invasión de Cusan-risathaim de Aram-naharaim. Quién sea este invasor se desconoce; incluso su nombre está retocado (Cusan de doble iniquidad). Dado que Otniel era del sur del país, algunos han supuesto que esta amenaza vino de Edom (Aram y Edom se confunden fácilmente en hebreo y en Hab. 3, 7, Cusan aparece en paralelismo con Madián) [287]. Sin embargo, dado que por una lista de Ramsés III se conoce en el norte de Siria (Aram) un distrito de Qusana-ruma (Kusánrom), la invasión pudo venir también de esta región, posiblemente a principios del siglo XII, durante la confusión que acompañó a la caída de la Dinastía XIX [288]. Pero no podemos estar seguros. Es probable que la victoria de Ehúd contra Moab (Jc. 3, 12-30), ocurriera a principios del siglo XII. La tierra moabita situada al norte del Arnón había sido, antes de la llegada de Israel, ocupada por Jesbón el amorreo (Nm. 21, 27-30), al cual, a su vez, se la arrebató Israel, siendo ocupada, en consecuencia, por Rubén (Jos. 13, 15-23). Parece que Moab no sólo recobró esta tierra, sino que atravesando el Jordán penetró en territorio benjaminita. Aunque los moabitas fueron rechazados, no sabemos si también fueron arrojados de la tierra de los rubenitas o no. Es posible que Rubén, que pronto dejó de existir como clan efectivo, fuera completamente eliminado en el curso de estos sucesos [289]. De Samgar (Jc. 3, 11), no conocemos prácticamente nada. No es llamado juez y al parecer ni siquiera era israelita [290]. Sin embargo, su mención en Jc. 5, 6 demuestra que fue una figura histórica, que surgió antes de Débora, acaso, exactamente, en la mitad del siglo XII, cuando los Pueblos del Mar comenzaban a penetrar en el país. Es probable que fuera un reyezuelo de la ciudad de Bet-Anat en Galilea, quizá jefe de una confederación que, rechazando a los filisteos, se salvó a sí mismo y a Israel. La victoria de Débora y Baraq (Jc. 4-5), aunque de datación discutida, puede colocarse muy bien, a la luz de las pruebas arqueológicas, ca. 1125 [291]. Como ya hemos indicado, Israel nunca pudo llegar a dominar la llanura de Esdrelón, que fue como una cuña que le dividía casi en dos mitades. En el siglo XII, la confederación cananca que dominaba la región, en alianza quizá con elementos egeos (a los que pudo haber pertenecido Sisara), reprimieron duramente a los vecinos clanes israelitas, reduciendo a alguno de ellos a esclavitud (Gn. 49, 14 ss.). Se hizo un llamamiento general de tropas a la que respondieron los clanes desde el norte de Benjamín hasta Galilea (Jc. 5, 14-18), aunque algunos no respondieron inmediatamente, mostrando una notable falta de entusiasmo. Se obtuvo la victoria cuando un aguacero torrencial inutilizó los carros cananeos, permitiendo a los infantes israelitas hacer una matanza entre sus ocupantes. Aunque esto no dio a los israelitas el dominio de Esdrelón (Betsan, por ejemplo, permaneció fuera de su control), pudieron ahora moverse libremente y establecerse allí sin ser molestados por algún tiempo. Gedeón (Jc. 6-8) apareció algo más tarde [292] ; de la confederación cananea de la llanura de Esdrelón a la que Débora hizo frente no hay ya más indicios. Ya hemos dicho que Esdrelón y las tierras montañosas adyacentes estaban sometidas a frecuentes correrías de nómadas camelleros procedentes del desierto: madianitas, junto con amalecitas y los Bené-Quedem (6, 1-6). Este es el primer ejemplo de tal fenómeno de que tenemos noticia. La domesticación efectiva del camello había sido efectuado algo antes, en el interior de Arabia y se había extendido ya a las confederaciones tribales del sur y este de Palestina, dándoles una movilidad tal como nunca antes habían tenido. Los israelitas, atemorizados por estas bestias terribles, fueron presa del pánico. Y puesto que las incursiones se producían, según parece, anualmente por el tiempo de la recolección, la situación se hizo pronto desesperada; de no haber sucedido algo, muy bien hubiera podido Israel ser arrojado de su tierra. Gedeón, un manasita y —a pesar de su nombre «Yerubbaal»— hombre henchido del celo por Yahveh (6, 25-32), provocó la ocasión. Juntando su propio clan y los vecinos (6, 34 ss.; 7, 23) cayó sobre los madianitas y los arrojó a la desbandada del país [293]. Las victorias de Gedeón le consiguieron una especie de anómala autoridad; su pueblo, conociendo la fragilidad de esta autoridad, quiso hacerle rey. De Gedeón se dice llanamente que rehusó, y se dice en un lenguaje que expresa enteramente el espíritu del primitivo Israel (8, 22 ss.) [294]. Es verdad que, más tarde, acaso en los últimos días de la anfictionía, Abimélek, hijo de Gedeón, habido de una concubina siquemita (8, 31), se proclamó a sí mismo como rey de la ciudad de su madre (cap. 9).
Pero esta fue una realeza local, según el esquema de las ciudades-Estado, de ningún modo típica de Israel. Y tampoco fue duradera [295]. Jefté (Jc. 11-12) y Sansón (Jc. 13-16) surgieron hacia el final de esta época. El primero fue un saqueador galadita, un japiru, que demostró cualidades carismáticas (11-29) al rechazar a los ammonitas. Este pueblo, que se había beneficiado grandemente a causa del desarrollo del comercio caravanero, anhelaba extender sus dominios sobre las posesiones israelitas de Transjordania. La historia de Jefté nos demuestra que los sacrificios humanos podían ser practicados en Israel a pesar de su incompatibilidad con el yahvismo; también nos muestra cómo fácilmente los celos tribales podían encender una guerra civil. De Sansón poco se puede decir, salvo que sus historias reflejan de un modo auténtico la situación en la frontera filistea antes de que la guerra estallase abiertamente. Y pudo muy bien suceder que esta clase de incidentes fronterizos provocara a los filisteos a una acción más ofensiva contra Israel.
c. Tenacidad de la anfictionía.
Puede parecer sorprendente que la anfictionía sobreviviese tanto tiempo, siendo como era una forma floja (por no decir débil) de gobierno. Siempre se mantuvieron a la defensiva, y con la posible excepción de la victoria de Débora, Israel no consiguió nuevos territorios. Realmente, parece que Israel tenía menos robustez al final del período que al principio. Rubén había sido prácticamente suprimido, probablemente a consecuencia de un ataque moabita. Dan, quizá, en última instancia, a causa de una presión filistea, había sido incapaz de mantener sus posiciones en el llano de Sefelá (Jc. 1, 34-36) y se había visto obligado a emigrar hacia el norte y hacerse allí con nuevos territorios (Jc. 18). Aunque es posible que algunos clanes danitas continuaran viviendo en su antiguo territorio, fueron, lo mismo que sus vecinos de Judá, severamente reprimidos por los filisteos. De hecho, todos los clanes continuaron teniendo en sus territorios enclaves cananeos de los que no pudieron apoderarse (Jc. 1). Tampoco fue capaz la anfictionía de refrenar las fuerzas centrífugas en acción. No pudo revigorizar la pureza del yahvismo, ni persuadir, en ninguna época, a Israel a una acción conjunta, ni pudo prevenir tampoco las rivalidades intertribales encendidas en la misma guerra (Jc. 12, 1-6). Por otra parte, en caso de crimen por parte de los miembros de una tribu contra los de otra (19-20), no había un remedio de última instancia para obligar al desagravio, salvo la llamada a todos los clanes contra la tribu delincuente, ya que ésta se volvía reacia a entregar a los culpables. Y aunque esto era un procedimiento completamente propio, que representaba la acción del vasallo leal de Yahveh contra el vasallo rebelde, nos ofrece el espectáculo de la anfictionía en guerra consigo misma, un método indudablemente desastroso de administrar justicia. Y con todo, la anfictionía sobrevivió durante cerca de doscientos años. Esto fue en parte porque, siendo las emergencias a las que Israel tuvo que hacer frente de carácter local, podían ser resueltas con la convocación irregular de los clanes. Pero también fue debido a que, al circunscribir la acción de los clanes a asuntos bien determinados, dejándolos en libertad para los restantes, la anfictionía expresaba perfectamente el espíritu de la alianza de Yahveh que la había creado. Fue una organización enteramente típica del primitivo Israel. En todo este período no llevó a cabo Israel ningún movimiento para crear un Estado, y, sobre todo (el caso de Abimélek es claramente atípico) no para imitar el esquema de ciudad-Estado de Canaán. En realidad, la auténtica idea de monarquía era anatema para los verdaderos israelitas, como lo demuestra la negativa a ser rey por parte de Gedeón (Jc. 8, 22 ss.) y el apólogo sarcástico de Yotam (Jc. 9, 7-21). Yahveh, el supremo Señor de su pueblo, le gobierna y le salva por medio de sus representantes carismáticos. Esta situación pudo haber continuado indefinidamente de no haber sobrevenido la crisis filistea, que, enfrentó a Israel con una emergencia que la anfictionía no pudo resolver y que la obligó a un cambio fundamental.
Parte 3
Israel bajo la monarquía
La época de la autodeterminación Social
Israel bajo la monarquía
La época de la autodeterminación Social
Capítulo 5
De la confederación tribal al estado dinástico
Nacimiento y desarrollo de la monarquía
De la confederación tribal al estado dinástico
Nacimiento y desarrollo de la monarquía
Contenido:
A. Primeros pasos hacia la monarquía: Saúl.
B. La monarquía unida en Israel: El rey David (ca. 1000-961 a C).
C. La monarquía unida en Israel: Salomón (ca. 961-922).
La crisis que provocó la caída de la organización anfictiónica de Israel
se produjo en la última parte del siglo XI. Este fenómeno puso en movimiento
una cadena de acontecimientos que, en poco menos de una centuria, transformó
totalmente a Israel y le convirtió en una de las potencias más vigorosas del
mundo contemporáneo. Este período de tiempo, más bien corto, debe ocupar
nuestra atención con algún detenimiento, porque es uno de los más
significativos de la historia israelita [296]. Tenemos a nuestra disposición, afortunadamente, fuentes que son
extraordinariamente completas (los dos libros de Samuel y el I de los Reyes,
caps. 1 al 11) y de un alto valor histórico, siendo gran parte del material
contemporáneo, o casi contemporáneo, de los sucesos descritos [297]. Para los últimos días de David tenemos en la incomparable «historia de
la sucesión del trono» (II S 9-20; I R 1-2) un documento con tal sabor de
testigo ocular que difícilmente pudo ser escrito muchos años después de haber
subido al trono Salomón. Ya que el autor de esta obra conoció y usó los relatos
del arca (I S 4, lb-7, 2; II S 6 [7] y, al menos en su mayor parte las
narraciones del Saúl y David que forman el núcleo de I S (y II S 1-4), podemos
suponer que también éstas, aun sin ser tradiciones históricas en sentido
estricto, tuvieron un origen primitivo y una forma fija a mediados del siglo X.
La restante información referente a David y las noticias más fundamentales
referentes a Salomón nos han llegado en forma de extractos de anales oficiales,
o compendios de ellos, y tienen un valor excepcional. En resumen, estamos mejor
informados acerca de este período que acerca de ningún otro de la historia de
Israel.
A. Primeros pasos hacia la
monarquía: Saúl
1. La crisis filistea y el fracaso de la anfictionía.
1. La crisis filistea y el fracaso de la anfictionía.
Después de
unos doscientos años de existencia, la anfictionía israelita sucumbió bajo la
agresión filistea. Como ya indicamos en el capítulo precedente, los filisteos
arribaron a Palestina no mucho después del mismo Israel y vivieron lado a lado
con él, en intermitente pero creciente fricción, durante la mayor parte de la
época de los jueces. Finalmente, los filisteos se embarcaron en un programa de
conquista que condujo a Israel a un desastre total.
a. Naturaleza de la amenaza filistea.
Los filisteos fueron una clase de enemigo con el que la floja organización tribal israelita no podía contender. No eran, al parecer, un pueblo especialmente numeroso, sino más bien una aristocracia militar egea, que gobernaba una población predominantemente cananea con la que, como indican los nombres de sus dioses y la mayor parte de sus nombres personales, fueron mezclándose progresivamente. Parece, con todo, que fueron formidables guerreros, con una fuerte tradición militar. Es probable que vieran en la caída del imperio egipcio una oportunidad para implantar su hegemonía sobre Palestina, que había pertenecido a los faraones hasta hacía poco. Fueron así, para Israel, la mayor amenaza con que hasta entonces había tenido que enfrentarse. A diferencia de sus anteriores enemigos, los filisteos no suponían una amenaza limitada que afectase solamente a las tribus más cercanas, ni tal que la confederación tribal pudiera habérselas con ella en una batalla; con miras a la conquista, amenazaron a Israel en su totalidad y en su misma existencia. Fueron además soldados disciplinados y mejor armados, sobre todo porque detentaban el monopolio del hierro [298]. Cuando el terreno se lo permitía, empleaban también carros de combate, que habían adoptado probablemente de los cananeos, cuando llegaron al país [299]. Y lo que es más, aunque sin un Gobierno central, los tiranos de sus ciudades tenían la habilidad de actuar concertadamente, algo así habían hecho algunas veces los reyezuelos cananeos, pero no por mucho tiempo. Los contingentes israelitas de la confederación, mal preparados y mal equipados, poca resistencia podían oponer a un enemigo tal en batalla abierta. Los orígenes de la agresión filistea son oscuros. Probablemente comenzaron por dominar las ciudades-Estado cananeas que habían quedado en la llanura costera y en Esdrelón, y asimismo a otros Pueblos del Mar que allí había. Las colindantes tribus israelitas de Judá y Dan experimentaron, igualmente, su empuje, la última, como hemos visto, hasta ser expulsada de la mayor parte de sus posesiones. Hubo, sin duda, una serie interminable de incidentes fronterizos, como lo atestiguan las historias de Sansón, que debieron contribuir a provocar a los filisteos a una actividad más agresiva.
b. Israel bajo el yugo filisteo.
El golpe decisivo fue dado algo después de 1050 a. C, cerca de Afeq, en el borde de la llanura costera (I S 4) [300]. Los israelitas, que intentaban oponerse al avance filisteo, después de ser derrotados en un primer encuentro, llevaron el arca desde Silo, con la esperanza de que la presencia de Yahveh les daría la victoria. En vez de esto, el resultado fue una completa derrota. El ejército fue desbaratado, Jofní y Pinejás, los sacerdotes que llevaban el arca, fueron muertos y el arca misma fue capturada por los filisteos que procedieron a ocupar la tierra. Como la arqueología indica (cf. 7, 12; 26, 6), Silo fue tomada y el santuario de la anfictionía destruido. Fueron colocadas guarniciones filisteas en los puntos estratégicos (I S 10, 5; 13, 3 ss.; 23). Además, los filisteos, para impedir las manufacturas de armas y proteger su propio monopolio del hierro, prohibieron a Israel la industria metalúrgica que poseía y le hizo depender, para todos servicios, de los artesanos filisteos (I S 13, 19-22). De hecho, el hierro no abundó en Israel hasta el reino de David [301]. La ocupación filistea del país israelita no fue, indudablemente, completa. Aunque dominaron el Negueb, gran parte de la montaña central y, por supuesto, la llanura de Esdrelón, no es seguro que extendieran su control sobre la totalidad de Galilea, y ciertamente no sobre el este del Jordán. Incluso en las montañas centrales hubo zonas no dominadas, como lo demuestra el hecho de que, a pesar de los esfuerzos filisteos, los israelitas fueron capaces, en lo sucesivo, de armarse por sí mismos y organizar la resistencia. No obstante, Israel estuvo de jure sujeto a los filisteos. La anfictionía, con sus fuerzas dispersas y desarmadas, su santuario central destruido y su sacerdocio muerto o disperso, estaba sin fuerzas. Aunque los filisteos devolvieron pronto el arca a suelo israelita, a causa del terror que les inspiró una plaga (I S 5-7), es probable que se reservaran un control superior sobre la misma; el arca quedó olvidada en Kiryat-yearim durante una generación [302]. El antiguo orden cayó y nunca más volvería ser creado.
c. El fin del orden antiguo:
Samuel. El espíritu conductor de Israel en estos días aciagos fue Samuel. Dedicado a Yahvéh desde antes de su nacimiento por un voto de nazareato (I S 1, 11), Samuel había pasado su juventud junto al santuario de la anfictionía, como un protegido del viejo sacerdote Eli. Cuando cayó Silo, él regresó, al parecer, a su antiguo hogar en Rama, donde gozó de fama como hombre santo y como dador de oráculos (cap. 9). Samuel no fue, sin embargo, un mero vidente de aldea, como lo indica su acción posterior. Parece que de hecho fue un sucesor de los jueces, especialmente de los «jueces menores» (Jc. 10, 1-5; 12, 7-15), cuya función se refería, en algún sentido, a la administración de la ley de la alianza entre las tribus [303]. Nosotros le vemos, dotado de este poder, residiendo no lejos de algún centro tribal moviéndose en un circuito regular entre ciertos santuarios importantes (I S 7, 15-17). Podemos estar seguros de que Samuel trabajó más que cualquier otro por conservar viva la tradición anfictiónica. Apenas sabemos nada de lo que ocurrió durante los años de la ocupación filistea, antes de cuyo fin se dice de Samuel que era un hombre viejo. La voluntad de resistir se mantenía viva, y la tradición carismática se continuaba gracias particularmente a las bandas de profetas extáticos que aparecieron por este tiempo. Más tarde diremos algo de estos profetas. Los vemos moviéndose en bandas, inflamados en frenesí de derviches, «profetizando» al son de la música (I S 10, 5-13; 19, 18-24). Representan un fenómeno con paralelos en Canaán y tierras limítrofes, aunque en Israel, al parecer, sin las características orgiásticas que se daban en otras partes [304]. Su furor extático encendía a los hombres en el celo de Yahveh y su guerra santa. Aunque Samuel no pertenecía a estas bandas, colaboró con ellas. No podemos decir cuántas veces se encendió el fervor patriótico dentro de la resistencia armada durante estos años. Es probable que hubiera choques y que, aquí y allá, contingentes filisteos fueran atacados y destruidos. Quizá el relato idealizado de I S 7, 3-14 contenga un resumen de estos choques. Pero durante mucho tiempo los clanes no tuvieron la capacidad de librar la batalla que era necesaria para arrojar del país al invasor. Fueron muchos los israelitas que debieron constatar que su caso era desesperado, mientras no se pudiera encontrar un caudillaje más fuerte.
2. El primer rey: Saúl.
En estas circunstancias fue cuando Israel eligió a Saúl, un benjaminita
de la ciudad de Guibea, para rey. No es sorprendente que lo hiciera, atendida
su desastrada situación. Pero tampoco sorprende, sin embargo, que el paso fuera
dado casi a modo de experimento y con gran resistencia de muchos ya que la
monarquía era una institución totalmente extraña a la tradición israelita.
a. La elección de Saúl.
El relato de la elección de Saúl ha llegado hasta nosotros en dos (probablemente al principio tres) narraciones paralelas, una tácitamente favorable a la monarquía, la otra ásperamente hostil. La primera (I S 9, 1-10, 16) narra cómo Saúl fue ungido privadamente por Samuel en Rama; se continúa en 13, 3b-3b-15. Unido a esta narración está el relato, originalmente separado, de la victoria de Saúl sobre Ammón y la subsiguiente aclamación popular (cap. II), en Guilgal. La otra rama presenta a Samuel (8; 10, 17-27), presidiendo la elección de Saúl en Mispá, después de ceder, con amargas protestas, a la petición del pueblo. En vista de estos relatos diversos no podemos pretender reconstruir la cadena de los hechos. Pero no sería acertado desechar la segunda de estas tradiciones como si fuera reflejo posterior de una amarga experiencia de la monarquía, como muchos han hecho [305]. Cualesquiera que fuera la época del suceso, difícilmente puede dudarse que un paso tan drástico como éste, que llevaba consigo un tal rompimiento con la tradición, provocaría oposición desde el principio. Los sentimientos personales de Samuel aparecen ambiguos. Pero podemos estar seguros de que la decisión que tomó, fue tomada, voluntaria o involuntariamente, ante la demanda popular, expresada, sin duda, por los ancianos de las tribus (I S 8, 4 ss.). Que tomó una parte principal en los procedimientos está atestiguado en todas las ramas de la narración, y atendida su posición, esto es lo que cabía esperar. Con todo, es enteramente cierto que Samuel, cualesquiera que fueran sus sentimientos iniciales, rompió pronto con Saúl y se convirtió en acerbo enemigo suyo. Es probable, en todo caso, que él viera el paso con recelo desde el principio hasta el fin, tal como acentúa la más joven de las narraciones, temiendo a dónde podría llevar, aunque actuando bajo presión, y porque él no veía otra salida.
La elección de Saúl fue por designación profética y por aclamación popular (I S 10, 1 ss.; 11, 14 ss.) El hecho de que fuese benjaminita, es decir, de una tribu situada en el centro y directamente amenazada, pero tan pequeña que los recelos quedaran reducidos a un mínimo, pudo haber influido en la elección. Pero Saúl fue aceptado primariamente porque con su victoria sobre Ammón (cap. 11) demostró poseer dones carismáticos, como tuvieron los jueces antes de él. Este fue probablemente el primer combate que entabló [306]. Los ammonitas, aprovechando la situación calamitosa de Israel, habían invadido las posesiones israelitas de Transjordania, como habían hecho antes, en los días de Jefté, y poniendo sitio a Yabésgalaad la impusieron vergonzosas e inhumanas condiciones de rendición. Cuando la noticia llegó a Saúl, se condujo como un típico carismático. «El espíritu de Yahveh cayó sobre él», y cortando en pedazos los bueyes con que estaba arando, envió los pedazos a las tribus, convocándolas a agruparse. Los clanes, o algunos de ellos, según lo permitían las circunstancias, respondieron y se consiguió una gran victoria. Ya queda dicho que el pueblo, convencido por el proceder de Saúl de que había sido designado por Yahveh, lo llevó al antiguo santuario de Guilgal y allí le proclamó rey solemnemente.
b. Nuevas victorias de Saúl.
Las primeras empresas de Saúl fueron tales que justificaron la confianza puesta en él, particularmente cuando consiguió infligir a los filisteos una importante derrota que dio a Israel respiro y nuevas esperanzas. Debido a la confusión del texto, los detalles de esta acción (I S 13-14) no están claros. Parece, con todo, que después de un encuentro preliminar, en el que fue derrotada una guarnición filistea [307] , y después de algunas represalias filisteas (I S 13, 17 ss.), se produjo un choque en el paso de Mikmas que, debido principalmente al heroico arrojo de Jonatán, hijo de Saúl, concluyó con una aplastante victoria para Israel. Los filisteos fueron puestos en fuga (I S 14, 23, 31), los hebreos que estaban a su servicio desertaron (I S 14, 21), mientras que todos los de la Montaña de Efraím cobraron ánimo y se reunieron en torno a Saúl. Esta fue su mayor victoria. Aunque no había sido destruido el ejército filisteo, y no había desaparecido en modo alguno su amenaza (es probable que, a pesar del cap. 13, 5 las fuerzas combatientes no fueran muy numerosas), las tropas de ocupación fueron desalojadas de la montaña. Saúl tendría desde entonces libertad de movimientos dentro del país. Las batallas posteriores se entablarían en los límites de la llanura. Israel se abría de nuevo a la esperanza. Todo el reinado de Saúl se consumió en combates [308] (I S 14, 47 ss., 52). Además de sus batallas con los filisteos, se describe una victoria sobre Amaleq en una narración aislada (cap. 15) que incluye un relato sobre la ruptura de Saúl con Samuel. Probablemente este pueblo, cuyo hogar estaba en el desierto de Cades, se había aprovechado, como Ammón, de la comprometida situación de Israel para hacer incursiones en el Negueb. Que Saúl pudiera arrojarlos más hacia el sur, atestigua su libertad de acción. Indica también que su autoridad y su responsabilidad tenían un alcance nacional. En algún tiempo durante su reinado Saúl tomó también duras medidas contra los restos de la confederación gabaonita (II S 21, 1, 4, 2f.) a despecho del pacto que habían hecho con Israel en los tiempos de la conquista (Jos. 9). Al parecer, muchos de ellos fueron muertos y otros obligados a huir. Ignoramos las razones que tuvo Saúl para hacer esto. Acaso porque los gabaonitas habían colaborado, o se habían hecho sospechosos de colaboración con los filisteos [309]. El hecho, como veremos, nunca fue olvidado.
c. Naturaleza del reinado de Saúl.
Una de las fuentes (I S 8, 5, 20) denuncia la monarquía como una imitación de las naciones paganas. Y así fue, en el sentido de que era una institución extraña a Israel, mientras que era común en otras partes, y por tanto sugerida a Israel por su medio ambiente. Pero la monarquía de Israel fue sin embargo única. No fue ciertamente estructurada según el sistema feudal de ciudad-Estado propio de Canaán o de los filisteos. Aunque pudo haber tomado algunos rasgos de los reinos nacionales de Edom y Moab [310] , fue siempre un fenómeno característicamente israelita modificar al principio las antiguas estructuras lo menos posible. Saúl, lo mismo que los jueces que le precedieron, había surgido al estilo antiguo, como un héroe carismático. Es realmente muy probable, que si él se hubiera continuado, se hubiera manifestado como tal. Las cualidades carismáticas de Saúl no le señalaban, ciertamente, como rey, sino como un caudillo guerrero de Yahveh, su «señalado» (naguid), y así se refiere a él constantemente la fuente más antigua (I S 9, 1-106; 13 4b-14) [311]. En el caso de Saúl, sin embargo, se añadió un nuevo aspecto cuando el pueblo, reconociendo su designación carismática, le aclamó rey (melek), propuesta rechazada por Gedeón en otras circunstancias (Jc. 8, 22 ss.). Esto significa que la autoridad de Saúl era reconocida como permanente, o al menos «mientras durase», lo cual equivale a lo mismo. Pero al mismo tiempo que esto significaba ciertamente una innovación, no representaba ningún abierto rompimiento con la tradición antigua. Saúl fue aclamado por Israel en el antiguo centro de la anfictionía de Guilgal (I S 11, 14 ss.). Que lo fuera como naguid o como melek, su tarea consistió en ejercitar la función de juez, reuniendo a su pueblo para luchar contra los enemigos de Yahveh. Aparte lo que Samuel pudiera pensar de Saúl, los sacerdotes anfictiónicos, que quedaban, se reunieron en torno a él y le acompañaron en sus campañas (I S 14, 3, 18). No tenemos noticias de que Saúl hiciera cambio alguno en la estructura interna de Israel. Acaso no tuvo oportunidad, pero tampoco lo deseó. La organización tribal quedó tal como era; no se desarrolló ninguna maquinaria burocrática administrativa. Saúl no tuvo harén ni oficiales (excepto su primo Abner que estaba al frente de las fuerzas tribales (I S 14, 50 ss.), ni corte espléndida (cf. 2025; 22, 6); su establecimiento en Guibea, tal como nos lo revela la arqueología, fue de una simplicidad rústica [312]. Seguramente se puede ver en la costumbre de Saúl de reunir jóvenes soldados junto a su persona para un servicio permanente (14, 52) los comienzos de un ejército regular, y también de una aristocracia militar [313]. Pero, para Saúl, esto no era más que una mera necesidad de la guerra: él no hubiera podido sobrevivir apoyándose únicamente en las fuerzas tribales. Pero aunque Saúl favoreció a sus partidarios, muchos de ellos pertenecientes a su misma tribu (I S 22, 7), no era un rey tribal. Como los jueces que le precedieron, había sido aclamado sobre todas las tribus. Aunque probablemente nunca guió a todo Israel a la batalla (¡tampoco lo habían hecho los jueces!), es probable que estuviera más cerca de conseguirlo que ninguno de sus predecesores, aunque no fuera más que porque la emergencia era nacional. Saúl, además, gozó de considerable popularidad en todo el país. Su liberación de Yabésgalaad le obtuvo la devoción imperecedera de esta ciudad (31, 11-13). Es posible que Saúl fuera aceptado también en Judá, a causa de su acción contra Amaleq, o quizá porque la amenaza filistea era más inminente allí. Jóvenes de esta tribu estaban a su servicio, y pudo contar allí con muchos amigos (23, 19 ss.; 26, 1 ss.) El reinado de Saúl, en una palabra, comenzó con buenos auspicios, dando a Israel un respiro en su vida y una nueva inyección de valor.
3. Declive de Saúl y surgimiento de
David.
El respiro, con todo, fue temporal. Desconocemos hasta cuándo alcanzó la
duración del reinado de Saúl y la datación es conjetural (probablemente en la
década anterior al 1000 a. C) [314]. Acabó con un triste fracaso, que dejó a Israel, si era posible, peor
que antes. Las razones de esto fueron múltiples, no siendo la menor de ellas el
mismo desafortunado Saúl.
a. Rompimiento de Saúl con Samuel: declive personal de Saúl.
a. Rompimiento de Saúl con Samuel: declive personal de Saúl.
Saúl fue un personaje de tragedia. De apariencia espléndida (I S 9, 2; 10, 23), modesto (9, 21), muy generoso y dispuesto a confesar sus faltas (11, 12 ss.; 24, 16-18), siempre fieramente valeroso, había en él, sin embargo, una inestabilidad emocional que iba a llevarle a la ruina. Siempre de temperamento veleidoso, sujeto al frenesí de la excitación (10, 9-13; 11, 6 ss.), se ve que cuando se ejercía presión en su mente, se desconcertaba enormemente, oscilando como un péndulo entre momentos de lucidez y disposiciones de ánimo oscuras en las que, incapaz de una acción inteligente, se entregaba a un comportamiento capaz de indisponerle aun con sus más allegados. Probablemente ya antes de su caída Saúl no estaba muy cuerdo. Hay que confesar, con toda honradez, que tuvo que hacer frente a una situación que hubiera puesto a prueba la capacidad del más equilibrado. Su misma posición le colocó bajo la tremenda tensión de tener que exhibir cualidades carismáticas no sólo una vez, sino continuamente, en un esfuerzo dramático. La amenaza filistea persistía; a pesar de los éxitos ocasionales, Saúl no podía dar el golpe decisivo que se requería para eliminarla. Además, la fiera independencia de las tribus obstaculizaba el ejercicio de cualquier autoridad real; salvo sus partidarios personales, Saúl no pudo levantar una fuerza guerrera digna de confianza que mantuviera el campo. Lo peor de todo fue su disputa con Samuel. Nuestros dos relatos de este hecho dejan las razones un tanto en el misterio. Acaso Samuel no estuviera por encima de la envidia personal; acaso receloso del nuevo orden, necesitó tan sólo la más simple excusa para rechazarlo. Pero existían razones más profundas, como lo testifican los dos relatos. En I S 13, 4b-15 se acusa a Saúl de usurpar la función del sacerdocio anfictiónico, mientras que el cap. 15 se dice que había violado el «jerem», un aspecto de la ley sagrada concerniente a la conducta en la guerra santa. Lo probable es que Samuel, que había esperado mantener el nuevo orden al servicio del antiguo, sospechó que Saúl pretendía alzarse con toda la autoridad, tanto religiosa como política, y así revocó públicamente la designación de Saúl. Esto, indudablemente, aceleró la desintegración personal de Saúl. ¡Era puesta en duda su propia posición ante Israel! Comenzó a asaltarle la sospecha de que se había desvanecido el carisma sobre el cual descansaba su designación. En lugar del entusiasmo carismático, vinieron sobre él hundimientos depresivos («el espíritu malo de Yahveh»), de los que sólo podían librarle los acordes de la música, y durante los que atacaba ciegamente a los que le rodeaban.
b. La aparición de David: celos de Saúl.
Lo que, sin embargo, llevó a Saúl más allá de los límites de lo racional fue la popularidad del joven héroe David. Nuestras fuentes no nos permiten decir de qué manera atrajo David por primera vez la atención de Saúl [315]. Era, ciertamente, un mozo de Belén, del que se decía que era un músico hábil (I S 16, 14-23) y estaba, probablemente, entre aquellos jóvenes de que Saúl acostumbraba rodearse (14 52). Pronto ganó fama por sus brillantes hazañas, en particular cuando mató al gigante filisteo Goliat (17, 1-18, 5). Es verdad que II S 21, 19 atribuye este hecho a Elijanán (I Cr. 20, 5 es un intento de armonización), lo que ha llevado a muchos a suponer que la acción de un soldado subalterno ha sido transferida aquí a David. Pero no solamente la tradición que atribuye el hecho a David es antigua (I S 21, 9), sino que la fama de David se basaba ciertamente en alguna o algunas hazañas espectaculares de este tipo. En realidad, no es imposible que Eljanán (propiamente Baal-janán (?) cf. Gn. 36, 38; I Cr. 1, 49) y David sean la misma persona, siendo este último, quizás, un nombre de trono [316].
En todo caso, David ganó fama y posición (I S 18, 13), la amistad imperecedera de Jonatán, hijo de Saúl, y la mano de Mikal, hija del mismo Saúl (I S 18, 20-27) (22). Pero cuando las hazañas posteriores aumentaron de tal manera su popularidad que eclipsaron la del mismo Saúl, éste no pudo soportarlo por más tiempo. Sintiendo que el pueblo consideraba a David como su héroe carismático, temía que quisieran también proclamarle rey (18, 7 ss.). Llevado de unos celos insensatos, se volvió completamente contra David y repetidas veces intentó matarle (p. e., 19, 9-17), de tal manera que David no tuvo finalmente otro recurso que huir. Ni siquiera entonces se calmaron las sospechas del rey. Le parecía que todos estaban tramando contra él, aun su propio hijo Jonatán y sus más allegados partidarios (20, 30-34; 22, 7 s.). Cuando supo que la familia sacerdotal de Silo, ahora establecida en Nob, cerca de Jerusalén, había ayudado inconscientemente a David en su huida, les dio muerte cruelmente y demolió su santuario (21, 1-9; 22, 9-19). En cuanto a Mikal, se la quitó a David y se la dio a otro (I S 25, 44) [317]. Esto no era, evidentemente obra de una mente racional. Aunque David era, sin duda, ambicioso, no hay pruebas de que estuviera entonces conspirando contra Saúl. Saúl andaba demasiado perturbado para ver las cosas con claridad. Su comportamiento debió causarle un daño irreparable e hizo que muchos pusieran en duda su competencia. La matanza de los sacerdotes provocó un particular desagrado (nótese que los mismos seguidores de Saúl rehusaron levantar la espada contra ellos) (I S 22, 17 ss.). Con este acto, rompió Saúl todos los lazos con el orden anfictiónico y, dado que el único superviviente huyó a David (I S 22, 20-23), echó el sacerdocio en brazos de su rival. Lo que era peor, Saúl se veía ahora obligado a retirar sus fuerzas de los filisteos y dedicarse a cazar a David. Había caído sobre Israel un cisma al que difícilmente podía hacer frente.
c. David fuera de la ley.
David huyó a los desiertos de su nativo Judá (I S 22, 1 ss.), donde se le unieron sus parientes, junto con los descontentos, fugitivos y oprimidos de toda clase. Con este desecho de rufianes y bandoleros, se formó pronto una vigorosa fuerza de choque de cuatrocientos hombres. Por algún tiempo llevó David una existencia precaria como jefe de bandidos (japiru), oscilando entre los dos extremos y procurando mantenerse en el justo centro, atacando a los filisteos en cuanto se le ofrecía oportunidad (23, 1-5), escabulléndose continuamente de las garras de Saúl (23, 19-24, 22; 26) y sosteniéndose mientras tanto mediante la «protección» que exigía a las ciudades ricas que podían pagarla (25, 7 ss., 15 ss.). Durante este intervalo David se casó dos veces (25, 42 ss.), en ambos casos, probablemente, con la esperanza de fortalecer su posición mediante la alianza con familias influyentes. Pero de hecho su posición era insostenible. Atrapado entre los filisteos, Saúl y una población en la que muchos —bien porque les molestaban las tasas impuestas, o porque eran leales a Saúl, o porque temían represalias— le consideraban como una molestia, o algo peor (23, 12; 25, 10; 26, 1), se encontró pronto en una situación desesperada. Tomando, pues, a sus hombres, ahora seiscientos, se pasó a Akis, rey de Gat, y le ofreció sus servicios (27, 1-4). El rey filisteo, gozoso por este cambio de acontecimientos, recibió cordialmente a David, le aceptó como vasallo y le dio la ciudad de Siquelag (lugar incierto, pero en el Negueb de Judá), como posesión feudal. Akis esperaba, naturalmente, que desde allí haría el mayor daño posible a Israel. Pero David, que no era un traidor en su corazón y no deseaba que sus paisanos le tuvieran por tal, continuó desempeñando un tortuoso papel. Mientras convencía a Akis mediante informes falsos de que hacía incursiones en Judá, se empleaba en acosar a los amalecitas y otras tribus del sur del desierto, cuyas incursiones habían molestado siempre a los vecinos clanes israelitas (I S 27, 8-12). Por estos medios, y mediante una juiciosa distribución del botín entre clanes estratégicos y ciudades del Negueb de Judá (I S 30, 26-31), pudo convencer a su pueblo de que continuaba siendo su leal protector y amigo. Es indudable que en el curso de estos sucesos la fuerza militar de David iba en aumento [318].
d. Muerte de Saúl.
El final de Saúl se produjo a los pocos años de arrojar a David de su lado [319]. En este intervalo, la guerra filistea había sido descuidada. Saúl, obsesionado por echar mano a David, no estaba en condiciones de proseguirla, mientras que los filisteos, no queriendo arriesgar sus fuerzas en una nueva invasión de las montañas, esperaban su oportunidad para el golpe decisivo. La oportunidad se presentó pronto. No mucho después de la defección de David, y quizás alentados por ella, los filisteos reunieron sus fuerzas en Afeq, escenario de su victoria sobre Israel una generación antes. Pero en lugar de avanzar hacia las colinas, o esperar el ataque desde ellas, marcharon paralelos a la costa, hacia el norte, por la llanura de Esdrelón. Saúl marchó hacia el norte a su encuentro y acampó al pie del monte Gelboé (I S 28, 4; 29, 1). La estrategia filistea era clara. La ruta de Esdrelón estaba bajo su control y a lo largo de ella podían contar con la ayuda de los Pueblos del Mar y de las ciudades-Estado cananeas aliadas con ellos [320]. Además, tenían campo donde sus carros podían maniobrar (II S 1, 6), junto con la posibilidad de separar a Saúl de las tribus galileas del norte. Es menos claro por qué Saúl se dejó arrastrar a la batalla en un lugar así. Es posible que, simplemente, hubiera llegado al culmen de la desesperación y estuviera dispuesto a jugar la última baza. La batalla estaba perdida antes de empezada. Al parecer, el trágico Saúl lo sabía; conforme a la tradición (I S 28), el espíritu de Samuel, muerto hacía tiempo, llamado por él por medio de una pitonisa en Endor, se lo había anunciado así. Pero no había retirada posible y Saúl nunca fue un hombre falto de valor. El resultado fue un desastre total (I S 31). Las fuerzas israelitas fueron aniquiladas, los tres hijos de Saúl murieron y el mismo Saúl, gravemente herido, se suicidó. Cuando los filisteos encontraron el cuerpo de Saúl, le cortaron la cabeza y la colgaron junto con los cuerpos de sus tres hijos, de la muralla de Bet-san. Posteriormente, los hombres de Yabés-galaad, movidos por una gratitud imperecedera hacia Saúl, robaron los cuerpos, con riesgo de sus vidas, y les dieron digna sepultura. Por lo que respecta a David, pudo evitar tomar parte en la batalla, porque los jefes filisteos no se fiaban de él y le enviaron a casa (I S 29). Esto fue una suerte para David. Qué habría hecho de habérsele pedido que entrara en batalla contra su propio pueblo, no lo sabremos nunca.
1. Subida de David al poder.
El desastre de Gelboé dejó a Israel a merced de los filisteos que, según
parece, aprovecharon su ventaja y ocuparon, cuando menos, la mayor parte del
país que habían poseído antes de que Saúl apareciera en escena. Aunque no se
aventuraron en Transjordania, y quizá tampoco muy al interior de Galilea,
establecieron una vez más sus guarniciones en la región central (II S 23,
14) [322]. El caso de Israel parecía desesperado. Sin embargo se levantó de nuevo
con increíble rapidez y al cabo de pocos años se había convertido en la primera
nación de Palestina y Siria. Esta fue la obra de David.
a. David e Isbaal: reyes rivales.
a. David e Isbaal: reyes rivales.
Los derechos de la casa de Saúl se continuaban en su hijo superviviente Isbaal [323] , que había sido llevado por su pariente Abner —que de algún modo había escapado a la matanza de Gelboé— a Majanaim de Transjordania y allí proclamado rey (II S 2, 8 ss.) Fue un Gobierno en el exilio, si Gobierno puede llamarse, como lo indica su ubicación fuera del alcance de los filisteos. Aunque reclamaba gobernar sobre Israel, carecía de verdadera autoridad. Aún no era reconocido el principio de herencia. Aunque muchos israelitas pudieran haber aceptado tácitamente a Isbaal el hecho de que fuera hijo de Saúl no significaba que podía contar con su lealtad. Sus exigencias, sin base real en la mentalidad de los clanes, se fundamentaban únicamente en Abner y algunos otros, leales a la casa de Saúl por razones personales. David, mientras tanto, se había convertido en rey de Judá en Hebrón (II S 2, 1-4). Que hiciera esto con consentimiento filisteo es evidente, ya que él era su vasallo y difícilmente hubiera podido dar tal paso sin su aprobación. Por otra parte, los filisteos, cuya política era «divide y gobernarás», lo deseaban. Al mismo tiempo es indudable que el pueblo de Judá recibió bien a David. Después de todo, era uno de ellos, un jefe fuerte que podía cuidar de su defensa, y que estaba en situación de poder mediar entre ellos y sus opresores filisteos. Fue, pues, aclamado rey por consentimiento popular y ungido en el antiguo santuario de Hebrón. David era, de este modo, como Saúl, un héroe militar proclamado rey. Pero este encumbramiento al poder llevaba consigo algunos aspectos nuevos. David era un soldado curtido, que debía gran parte de su reputación a sus tropas personales, era ya un señor feudal con posesiones privadas, y había tomado el trono como vasallo de una potencia extranjera. Además, al aclamarle, Judá ejecutaba un acto independientemente del resto de las tribus. ¡Un paso, verdaderamente, muy alejado del esquema antiguo! Aunque rey de Judá, David no era un gobernante tribal. Su autoridad se extendía sobre un área que incluía varios elementos tribales, además de Judá: simeonitas, calebitas, otnielitas, yerajmeelitas y kenitas (I S 27, 10; 30, 14; Jc. 1, 1-21) [324].Esta área surgió como una formación política consistente. El Estado de Judá apareció como una entidad separada dentro de aquel Israel sobre el que Isbaal hacía reclamaciones. Ambos, «Israel» y «Judá», comenzaron desde entonces a asumir nuevas connotaciones.
b. Fin de Isbaal.
La carrera de Isbaal finalizó al cabo de dos años (II S 2, 10). Durante este tiempo las relaciones entre los reyes rivales, aun siendo hostiles, no llegaron nunca a guerra abierta. El único encuentro de que tenemos noticia (II S 2, 12-32) fue una especie de escaramuza que tuvo importancia sólo porque en ella murió, a manos de Abner, un hermano de Joab, pariente y general de David, y esto tuvo serias repercusiones. Isbaal era claramente incapaz de mantener una guerra, mientras que David, no queriendo ampliar irreparablemente la brecha en Israel, prefirió obtener su propósito por vía diplomática. Con este fin, hizo ofrecimientos a los hombres de Yabés-galaad, cuya lealtad para con Saúl conocía (II S 4b-7); se casó también (II S 3, 3) con la hija del rey de Gesur, Estado arameo al noroeste del Mar de Galilea, probablemente para ganarse un aliado a espaldas de Isbaal. Asimismo —y acaso por este mismo tiempo— entró en relaciones amistosas con Ammón (II S 10, 2) con el mismo propósito sin duda. Isbaal, por otra parte, era débil e ineficaz. Es indudable que sus seguidores comenzaron a darse cada vez más cuenta de ello y pusieron sus esperanzas en David (cf. II S 3, 17). Finalmente, Isbaal se querelló contra Abner, acusándole de haber tenido relaciones con una antigua concubina de Saúl (3, 6-11), cargo que, de ser cierto, pudo haber significado que Abner tenía intenciones de apoderarse del trono. El incidente muestra quién tenía el poder. Abner, airado, dio pasos para transferir su obediencia a David y urgió a los ancianos de Israel a hacer lo mismo (3, 12-21). David recibió con agrado estas iniciativas, pidiendo solamente que le fuese devuelta Mikal, la hija de Saúl. Aun cuando Abner fue asesinado por Joab (3, 22-39), no se desmoronó la candidatura de David. El pueblo comprendió que esto era un ajuste personal de cuentas y al parecer creyó en las protestas de inocencia de David, después de todo, él no ganaba nada con el crimen. Isbaal, perdido todo apoyo, fue pronto asesinado por dos de sus oficiales (cap. 4), quienes trajeron la cabeza a David, esperando una recompensa. Pero David, ansioso de apartar de sí toda sospecha de complicidad en este para él afortunado suceso, les hizo ejecutar sumariamente. Y, una vez más, la mayor parte del pueblo le creyó, según parece.
c. David rey de todo Israel.
No quedando nadie que pudiera mantener las reclamaciones de la casa de Saúl, el pueblo consagró a David en Hebrón y allí, en solemne alianza, le proclamó rey de todo Israel (II S 5, 1-3). El incidente, en su conjunto, ilustra la tenacidad de la tradición carismática. Lo que decidió el triunfo en favor de David fue el hecho de que el pueblo viera en él al hombre sobre el que descansaba el espíritu de Yahvéh. Isbaal había perdido la partida precisamente porque, no siendo reconocido el principio de sucesión, no había dado pruebas de cualidades carismáticas. Aunque David no había aparecido en escena a la manera de Saúl o de los jueces, era no obstante un hombre de tipo carismático. Es decir, un hombre capaz de un caudillaje inspirado, cuyos continuos éxitos evidenciaban que Yahvéh le había designado [325]. David fue, de este modo, lo mismo que Saúl, un jefe (naguid), por designación divina, que había sido hecho rey (melek) en una alianza personal con el pueblo (como probablemente lo había sido Saúl) y por aclamación. Lo mismo que Saúl, fue ungido en un santuario de antiguo renombre. No obstante, el nuevo reino estaba muy alejado del orden antiguo. No solamente la ascensión de David no se produjo según la forma clásica; la base de su poder no era, en absoluto, la de la anfictionía, que no aparece como tal. Al contrario, se constituía ahora como rey, por aclamación, también sobre las tribus del norte, a un jefe militar ya rey de Judá con el consentimiento filisteo. En otras palabras, quedaban unidos en la persona de David el reino ya gobernado por él en el sur, y el área reclamada por Isbaal en el norte. La unidad del nuevo Estado fue, por tanto, bastante frágil. Los clanes del sur, aunque formaban parte de la anfictionía y del reino de Saúl, habían estado relativamente aislados y habían seguido muchas veces sus propios caminos. La rivalidad entre la casa de Saúl y David debió conducir a las dos secciones a un mayor distanciamiento. David lo advirtió, sin duda alguna, e hizo grandes esfuerzos para no aumentar la brecha. Probablemente fue por esto por lo que no rompió las hostilidades con Isbaal y por lo que en público, y podemos suponer que con sinceridad, se lavó las manos de toda complicidad en las muertes de Saúl, Abner e Isbaal. Y la razón para exigir el retorno de Mikal fue de seguro la esperanza de un hijo varón que pudiera unificar las pretensiones de su casa y la de Saúl, una esperanza que quedó fallida. Sin embargo, a pesar de los esfuerzo de David, continuaron sobreviviendo tanto las reclamaciones de l casa de Saúl como los celos regionales, por no decir nada de otra molestias. Fueron éstos, problemas que la monarquía nunca logró solucionar.
2. Aseguramiento y consolidación
del Estado.
El nuevo Estado tuvo que luchar muy pronto por su existencia. Los
filisteos comprendieron perfectamente que la proclamación de David constituía
un declaración de independencia por parte del reunificado Israel. Y esto no lo
podían tolerar. Sabían que tenían que desbaratar a David y desbaratarle pronto.
a. Lucha final con los filisteos.
La primera fase de la lucha fue decidida cerca de Jerusalén (II S 5, 17-25). El grueso de las fuerza filisteas se dirigió hacia las montañas y tomó posiciones cerca de esta ciudad, que estaba aún en manos cananeas, y probablemente bajo dependencia filistea [326]. Tenían la clara intención de separar David de las tribus del norte por su punto más vulnerable y, al mismo tiempo, socorrer a sus guarniciones de Judá, amenazada ahora por David desde su base, establecida en la fortaleza de Adullam (23, 13-17; cf. 5, 17). El acierto de la estrategia filistea se evidencia por el hecho de que aun a pesar de una derrota a manos de pequeño pero fuerte ejército de David, volvieron a plantear la batalla en el mismo lugar. Pero una vez más, se encontraron con una aplastante derrota y fueron completamente arrojados de las montañas (II S 5, 25; I Cr. 14, 16), según parece para no volver ya nunca.
El curso ulterior de la guerra no aparece claro. Podemos sospechar que David, dándose cuenta de que la amenaza sobre Israel no terminaría permaneciendo siempre a la defensiva, aprovechó su ventaja y llevó la guerra a territorio filisteo; en realidad así lo afirman II S 5, 25 y los incidentes de 21, 15-22 que en parte pueden pertenecer a este contexto. Mientras tanto, reforzó sus defensas contra posteriores agresiones [327] , como parecen indicar las murallas acasamatadas de Bet-Semes y Debir. Qué victoria final se obtuvo, no po demos saberlo. Sólo poseemos el enigmático texto de II S 8, 1, que no puede ser puesto en claro [328]. Pero no hay razón para dudar que la pentápolis filistea sucumbió al fin, haciéndose tributaria de David (cf. II S 8, 12; I R 4, 24). La amenaza filistea había desaparecido. Contingentes de soldados profesionales filisteos aparecen más tarde como mercenarios al servicio de David (II S 8, 18; 15, 18, etc.).
b. La nueva capital Jerusalén.
Libre del peligro exterior, pudo David dedicarse a la consolidación interna de su poder. Con este fin, después de algunos años de gobierno en Hebrón, conquistó la ciudad jebusea de Jerusalén, y trasladó allí su residencia permanente. Con esta maniobra no sólo eliminaba David un enclave cananeo en el centro del país, sino que obtenía también una capital desde la que podría gobernar un Estado de alcance nacional. Hebrón, ubicado muy al sur y en tierra de Judá, no hubiera sido aceptada permanentemente como capital por las tribus del norte. Pero una capital en el norte difícilmente hubiera sido aceptada por Judá. Jerusalén, colocada céntricamente entre las dos secciones, no perteneciendo territorialmente a ninguna tribu, ofrecía una excelente solución. No está claro cómo conquistó David la ciudad, ya que el texto (II S 5, 6-10) está extraordinariamente corrompido [329]. Pero ciertamente lo hizo con sus tropas personales (v. 6), no con elementos tribales. Jerusalén pasó a ser posesión personal de David («la ciudad de David»). La población jebusea no fue ni sacrificada ni desterrada (cf. II S 24, 18-25), lo que significa que la ciudad difícilmente pudo haber recibido en seguida una gran afluencia de israelitas. Aunque los israelitas afluyeron a la capital en número creciente con el transcurso de los años, es probable que al principio fueron pocos los que se trasladaron allí, aparte la propia familia de David y su séquito (ya en sí una masa considerable). La nueva capital sirvió indudablemente para poner el Gobierno por encima de los recelos tribales. Pero para Israel, ser gobernado desde una capital de atmósfera y pasado no israelita, que era posesión personal del rey, representaba ciertamente un nuevo distanciamiento de la antigua estructura.
c. Traslado del arca a Jerusalén.
Cualesquiera que fueran los cambios por él introducidos, David comprendió perfectamente la fuerza espiritual de las antiguas instituciones de Israel. Se ve esto claramente en la decisión tomada, no mucho después de haberse establecido en Jerusalén, de trasladar el arca de la alianza desde Kiryat-yearim, donde yacía abandonada desde hacía más de una generación, a la capital de la nación. Con este fin se levantó una tienda-santuario y el arca fue llevada con gran pompa y regocijo —aunque no sin contratiempo— e instalada en Jerusalén (II S 6). Como sacerdotes del nuevo santuario señaló David a Abiatar, de la familia sacerdotal de Silo (cf. I S 22, 20; 14, 3) y a Sadoq, de origen desconocido [330]. La trascendencia de esta acción nunca será demasiado ponderada. Fue una maniobra de David para hacer de Jerusalén la capital no sólo política sino también religiosa del reino. Por medio del arca trató de ligar el antiguo orden de Israel al Estado recientemente creado, como su legítimo sucesor y de hacer del Estado el patrono y protector de las instituciones sagradas del pasado. David demostró ser más avisado que Saúl. Mientras Saúl había abandonado el arca y arrojado de sí a sus sacerdotes, David estableció arca y sacerdocio en el santuario nacional oficial. Fue un golpe maestro. Para ligar los sentimientos de las tribus a Jerusalén debió hacer más de lo que nosotros podemos imaginar. Podría uno, en verdad, maravillarse de que David, que pronto construyó para sí un palacio en Jerusalén (II S 5, 11; 7, 1), nunca construyera un templo apropiado para albergar el arca. La Biblia (II S 7) nos da una explicación: David fue disuadido por un oráculo profetice Aunque parece que el arca estuvo albergada en Silo en un edificio permanentemente (I SI, 9; 3 ,3), persistía aún, especialmente entre los círculos proféticos, un tenaz recuerdo de los orígenes del yahvismo en el desierto, junto con el sentimiento de que las casas de cedro y piedra eran impropias para el Dios que «habita en tienda» en medio de su pueblo. David simpatizaba con este sentimiento, o más probablemente, le parecía prudente condescender con él. El proyecto fue, por tanto, diferido [331].
d. Consolidación ulterior del Estado.
Aunque la Biblia narra solamente la conquista de Jerusalén, David obtuvo también el control de las demás ciudades-Estado cananeas que aún existían en Palestina.
Eran éstas muy numerosas, a lo largo de la llanura costera, tanto al norte como al sur del Monte Carmelo, en Esdrelón y también en Galilea (cf. Jc. 1, 27-35). Aunque algunas de ellas tenían ya sin duda alguna población israelita, ninguna había estado nunca bajo control israelita, al menos de modo permanente. Cómo cayeron estas ciudades-Estado bajo Israel, no lo sabemos. Pero es cierto que fueron tomadas por David y es igualmente cierto que esto sucedió al principio de su reinado, ya que difícilmente se hubiera podido embarcar en guerras exteriores mientras le quedase terreno propio por conquistar. Probablemente la mayoría eran vasallos o aliados de los filisteos y, cuando el poder filisteo fue quebrantado, traspasaron su alianza a David, con poca o ninguna resistencia [332]. Con esto, el territorio israelita quedaba plenamente redondeado. Fue, en realidad, el término de la conquista de Canaán. El nombre «Israel», que propiamente había designado una confederación tribal, cuyos miembros ocupaban una parte del área de Palestina, significaba ahora una entidad geográfica que abarcaba virtualmente todo el país. Numerosos cananeos entraron dentro de la estructura de Israel. Pero no fueron integrados, a excepción quizá de casos aislados, dentro del sistema tribal. Sus ciudades-Estado fueron anexionadas, más bien, en bloque a Israel, pasando los señores de las ciudades y la población a ser súbditos de la corona. Es evidente que esto significaba un nuevo avance sobre la estructura antigua hacia un reino de las tribus. Y es igualmente evidente que el problema de ajustamiento y de fricción con la cultura y religión cananeas cobraba nuevas dimensiones.
3. Construcción del imperio.
Puesta en orden su propia casa, David quedaba en libertad para emprender
acciones ofensivas contra sus vecinos. No sabemos si él se embarcó en su
carrera victoriosa por la señal de un «destino manifiesto», o tropezó con ella
en el transcurso del tiempo. Dado que nuestras fuentes (II S caps. 8 y 10-12),
no tienen un orden cronológico, no siempre podemos estar seguros de la
concatenación de los acontecimientos. El resultado final fue que David se hizo
dueño de un imperio considerable
.
a. La guerra ammonita: intervención aramea.
a. La guerra ammonita: intervención aramea.
La primera guerra de David fue contra Ammón [333]. Que él deseara la guerra o no, un afrentoso insulto a sus embajadores provocó el conflicto (II S 10, 1-5); ultrajado, David envió un ejército, bajo el mando de Joab, contra la capital ammonita Rabbá (Rabbat-ammón). Los ammonitas, mientras tanto, cayendo en cuenta de la enormidad que habían cometido, pidieron ayuda a los Estados arameos situados al norte de ellos (v. 6-8). Probablemente estos Estados habían sido fundados hacía poco y es posible que tuvieran elementos aún no del todo sedentarios. Se trataba de los Estados de Maaka (al sur del monte Hermón), Bet-rejob (posiblemente en Celesiria, al norte de Dan) [334] , y Zobá, un gran Estado situado al norte de Damasco, y que incluía el área este de la región del Antilíbano y controlaba las tribus nómadas hasta el valle del Eufrates. Los árameos llegaron justo a tiempo de tomar por la espalda al ejército israelita, cuando éste se disponía al asalto de Rabbá. (II S 10, 8-14). Pero Joab, cambiando rápidamente el orden de sus tropas, los arrojó a la desbandada del campo. La intervención aramea, sin embargo, no cejó, ya que Hadadézer, rey de Zobá, no queriendo resignarse a perder la partida, armó una fuerza de refresco y la envió en ayuda de Ammón (vv. 15-19). Pero el ejército de David se movió hacia el norte de Transjordania, encontró a los arameos y los derrotó, dejando muerto a su jefe en el campo. No pudiendo ya los arameos resistir más, se reanudó el sitio de Rabbá (11, 1). Resultó una operación difícil. Mientras se proseguía fatigosamente, David, que había permanecido en Jerusalén, se vio envuelto en un desgraciado asunto con Betsabé (11, 2-12; 25), que enturbiaría su nombre para siempre y atraería sobre su cabeza la dilacerante repulsa del profeta Natán. Al final, con todo, Rabbá fue tomada (12, 26-31) y la población destinada a trabajos de esclavos, probablemente en proyectos reales por todo el reino. La corona ammonita fue colocada en la cabeza de David, es decir, David, rey de Judá y de Israel, gobernó también como rey de Ammón, ejerciendo probablemente su autoridad por medio de un delegado nativo (cf. 17, 27).
b. Conquista del sur de Transjordania.
David redondeó su territorio por el este con la conquista de Moab y Edom. A causa de la escasez de información (II S 8, 2, 13 ss.) no podemos decir cuándo lo llevó a efecto, ni la provocación concreta que le movió a ello. Muy posiblemente no necesitó ninguna. Tampoco conocemos los detalles de las campañas, excepto que la batalla decisiva contra Edom parece haber tenido lugar en la Araba, al sur del mar Muerto [335]. Ambos países fueron tratados con brutal severidad. El ejército moabita fue diezmado por ejecuciones en masa, a sangre fría. Moab pasó a ser Estado vasallo, tributario de David [336]. También Edom fue sometido a represalias terribles y sistemáticas (cf. I R 11, 15-18). Sus casas reales fueron exterminadas, excepto un hijo de Hadad, que fue llevado por sus servidores a un lugar seguro en Egipto. David entonces colocó guarniciones y gobernadores en Edom y le rigió como una provincia conquistada.
c. Conquistas de David en Siria.
No sabemos si antes o después de estas campañas descritas, resolvió David tomar venganza de Hadadézer, rey de Zobá (II S 8, 3-8), por su intervención en la guerra ammonita. Hadadézer se veía quizá apurado, después de sus reveses a manos de David, para mantener sometidas las tribus seminómadas de la llanura siria. De una manera que no aparece clara, David cayó sobre él, quizá por sorpresa, y obtuvo una victoria decisiva, capturando la mayor parte de los carros arameos. Por sorprendente que parezca en un estratega de su talla, David no supo usar adecuadamente este armamento: desjarretando los caballos, se quedó sólo con unos pocos carros para desplazarse. El carro no era aún un arma con la que los israelitas se sintieran familiarizados. David continuó sus victorias derrotando a los arameos de Damasco, que habían acudido en ayuda de Hadadézer. Entonces puso guarniciones en Damasco y la hizo, según parece, la cabeza administrativa de la provincia siria de su imperio. Esta campaña fue pingüe, en términos de botín, para David, particularmente en abastecimiento de cobre, que tomaba de las ciudades del reino de Hadadézer situadas al norte de Celesiria, donde se obtenía este mineral [337]. David recibió, además, pródigos presentes del rey de Jamat, cuyo territorio estaba situado al norte del de Zobá, a lo largo del Orontes (II S 8, 9 ss.) Este rey, satisfecho sin duda de ver a Zobá aplastado, e impresionado por la fuerza de David, deseó establecer relaciones amistosas con su nuevo vecino. También como resultado indirecto de sus conquistas, pero ya muy avanzado su reinado, hizo David un tratado con Jiram, rey de Tiro (II S 5, 11 ss.) [338]. Este tratado, mutuamente ventajoso, se prolongó a todo lo largo del reinado de Salomón y demostró tener un incalculable significado económico como veremos.
Con las dramáticas e inesperadas conquistas de David, se había
transformado Israel en la principal Potencia de Palestina y Siria. Es probable
que fuera, por el momento, más fuerte que ninguna otra potencia del mundo
contemporáneo. Con todo ello, tomaba parte, irrevocablemente, en un nuevo
orden.
a. Dimensiones y composición del Estado.
El imperio de David, aunque no muy grande para nuestra apreciación, era para los antiguos de unas dimensiones bastante respetables. Lo que los filisteos habían intentado hacer, lo hizo David. Su dominio era casi equivalente al que tuvo el imperio egipcio en Asia bajo la Dinastía XIX. Incluía toda Palestina, este y oeste, desde el desierto hasta el mar, con su frontera sur adentrándose en el desierto de Sinaí siguiendo una línea desde el golfo de Acaba hasta el Mediterráneo por el torrente de Egipto (Waldi el-'Aris). Los cananeos de Palestina habían sido incorporados al Estado, mientras que los filisteos, junto con Moab, Edom y Ammón, de una manera o de otra, pagaban tributo. Todo el sur de Siria estaba incluido en el imperio, según parece como una provincia. La frontera de David limitaba al norte con la de Tiro a lo largo de la región posterior del Líbano hasta un punto entre Riblá y Cades, donde torcía por el este hasta el desierto, formando frontera con Jamat [340]. David pudo haber ejercido control al igual que Hadadézer, sobre las tribus arameas situadas más lejos, hacia el noroeste; pero, si lo hizo, debió ser más bien un control nominal y no constantemente mantenido. La verdadera naturaleza de tal Estado presagiaba un cambio total respecto del orden antiguo. Israel no sería ya nunca más una confederación tribal dirigida por un nagutd que hubiera sido aclamado rey, sino un complicado imperio, organizado bajo la corona. La confederación tribal no fue ya más un término equivalente a Israel; ni siquiera comprendía la mayor parte de él; sólo con limitaciones se podía afirmar que era su centro. El centro de este nuevo Israel era, en aquel momento, el mismo David. La unión del norte de Israel con Judá, por la que el nuevo Israel había comenzado a existir, era una unión en la persona de David. La ciudad capital era posesión personal de David. La población cananea anexionada a Israel estaba sometida a la corona, no a las tribus israelitas en cuanto tales. El imperio extranjero había sido obtenido y mantenido gracias principalmente al ejército profesional de David, no a las fuerzas tribales de Israel. Aunque estas últimas fueron empleadas (al menos en la guerra ammonita), si David hubiera tenido que confiar únicamente en ellas, hubieran resultado imposibles sus conquistas. Todas las regiones sometidas, según diversos acuerdos, debían obediencia a David y habían de ser administradas por él. Israel quedaba estructurado según un nuevo diseño. Una concentración del poder en la corona se hizo, por consiguiente, inevitable.
b. La administración del Estado.
Excepto dos listas de empleados de su Gobierno (II S 8, 15-18; 20, 23-26), conocemos muy poco de la maquinaria administrativa de David. Puesto que no es nombrado ningún visir (primer ministro), podemos suponer que David presidió activamente su propio Gobierno. Los empleados mencionados son: el jefe de las fuerzas israelitas (saba') y general en jefe en el campo de batalla, que era Joab; el jefe de las tropas extranjeras mercenarias (cereteos y péleteos) [341] ; el heraldo real (mazkír); el secretario real, o secretario del Estado (sófer), los dos sumos sacerdotes, Sadoq y Abiatar (a lo cual el cap. 8, 18 añade que los propios hijos de David fueron hechos sacerdotes). La segunda lista, posterior, añade un oficial de la leva, probablemente señalado para supervisar a los extranjeros obligados a trabajos en los proyectos reales. Faltando un modelo nativo, David estructuró su burocracia, al menos en parte, sobre esquemas egipcios (uno de sus oficiales tiene nombre egipcio, y acaso fuera egipcio) [342]. Además de estos altos cargos, había, desde luego, cargos inferiores, en la corte y en otras partes del país, así como gobernadores y personal diverso en los territorios conquistados. Pero de su número, función y organización no sabemos nada. Tampoco estamos bien informados por lo que respecta a las normas administrativas que David pudo tomar. Aunque no hemos hablado de una tasación sistemática, y aunque David pudo, sin duda, sufragar en parte los gastos del Estado con los tributos de los pueblos subyugados, podemos suponer que su censo (cap. 24) fue la base de una reorganización fiscal completa y probablemente también de un reclutamiento. El hecho de que los círculos proféticos señalasen esto como un pecado contra Yahvéh, indica que estaban involucradas innovaciones drásticas. Es, en efecto, probable que la organización militar fuese revisada radicalmente por David y Salomón [343] , al mismo tiempo que existen algunas pruebas de que David dividió a Judá en distritos con miras a una tasación [344]. Si la lista de ciudades de refugio de Jos. 20 pertenece al reinado de David [345] , puede reflejar un esfuerzo para restringir las venganzas entre individuos y clanes, a las que el primitivo Israel, como todas las sociedades tribales, estaban tan frecuentemente expuesto. Sin embargo, parece que David intervino poco, o nada, en materias judiciales, dejando que fueran administradas de una manera local, como antes. Aunque a los individuos se les garantizaba el derecho de apelación al rey (II S 14, 1-24), el hecho de que hubiera descontento a este respecto (III S 15, 1-6) indica que aún no había sido establecida una maquinaria judicial eficiente. La política de David en materia religiosa fue dictada por el deseo de legitimar el Estado, a los ojos del pueblo, como sucesor verdadero del antiguo orden de Israel. Por tanto, apoyó el nuevo santuario de Jerusalén, donde había sido aposentada el arca, como institución oficial del Estado. Los asuntos religiosos eran administrados por sus dos sumos sacerdotes, que eran miembros de su Gobierno. Según la tradición del cronista, que no ha de ser rechazada a la ligera, David fue un magnánimo protector del culto, enriqueciéndole de diversas formas, particularmente en lo que se refiere a la música [346]. Si la lista de las ciudades levíticas (Jos. 21) refleja situaciones del reinado de David, como parece verosímil [347] , se aprecia algún plan (aunque probablemente nunca se llevó a cabo) para el establecimiento de los levitas por todo el reino, con la finalidad de debilitar la política levítica y contribuir, al mismo tiempo, a la difusión del culto oficial. La corte de David, aunque modesta en comparación con la de Salomón, fue, no obstante, de una considerable magnitud. Tuvo diversas mujeres y numerosos hijos (II S 3, 2-5; 5, 13-16), además de un importante harén, con los celos e intrigas que eran de esperar. Hay que añadir a esto un creciente número de clientes y pensionados «que comían a la mesa del rey» (p. e., caps. 9; 19, 31-40). Rodeando la persona de David estaba su guardia de honor, los «treinta» (23, 24-29), cuerpo selecto elegido entre las propias tropas del rey, calcado sobre una organización similar de Egipto [348]. Aunque la corte de David no era ningún cuadro de lujo sibarita, difícilmente pudo ser tan rústica como había sido la de Saúl.
5. Últimos años de David.
Al acabar las guerras de conquista se hallaba aún David en la flor de la
vida [349]. Continuó reinando hasta su vejez. Sus últimos años, sin embargo, no
fueron pacíficos, sino que estuvieron impregnados de incesantes intrigas y
violencias, y hasta hubo una rebelión armada que puso en peligro el porvenir
del Estado. Las causas de estos disturbios fueron diversas. Pero en el fondo se
agitaba la cuestión de la sucesión al trono, cuestión para la que el joven
Estado no tenía ni precedente ni respuesta preparada.
a. El problema de la sucesión al trono.
Israel por este tiempo se había resuelto en monarquía. Pero no sólo esto, sino que el nuevo Israel era un logro tan particular de David, y tan centrado en su persona, que muchos debieron pensar que sólo a un heredero de él le sería posible mantenerlo unido; uno de los hijos de David debía sucederle. Pero ¿quién? No se había dado ninguna respuesta a esta cuestión. Como era de esperar, surgieron sangrientas rivalidades y el palacio se estremeció con la intriga. El mismo David, padre indulgente que había viciado enteramente a sus hijos (I R 1, 6), fue en parte responsable. Rehusando, al parecer, definirse a sí mismo, no hizo nada por aclarar la situación y acabar con el complot. Además, no había desaparecido del todo la costumbre de Israel de seguir a un jefe carismático; si, aun en vida del mismo David, apareciera un «hombre nuevo», muchos estarían preparados para aclamarle. Hijos ambiciosos no perdonaron esfuerzos para convencer al populacho de que ellos eran el «hombre nuevo» (II S 15, 1-6; I R 1, 5). Pero, aunque es probable que la mayoría de los israelitas comprendieron que el próximo rey sería uno de los hijos de David, otros no estaban dispuestos a conformarse. Por una parte, el principio de la sucesión dinástica era una novedad que muchos no estaban preparados para aceptar. Por otra parte, las pretensiones de la casa de Saúl no se habían extinguido en modo alguno. La conducta de David hacia los descendientes de Saúl había tenido una apariencia un tanto ambigua. Había intentado por todos los medios atraerse a los seguidores de Saúl, e incluso había confiado unir su casa con la de Saúl por medio de Mikal, hija de Saúl, como ya hemos visto. Esta esperanza sin embargo quedó frustrada cuando él y Mikal riñeron y se separaron (II S 6, 20- 23) sin tener hijos. Los descendientes de Saúl, recordando cuan oportunamente se había aprovechado David de su caída, no le creían inocente de complicidad en ella. Tampoco podían olvidar que había entregado a los hijos varones supervivientes de Saúl para ser ejecutados por los gabaonitas (II S 21, 1-10), exceptuando sólo a Mefibóset, hijo paralítico de Jonatán, a quien hizo pensionado de su corte. Sean los que fueren los motivos de David [350] , los seguidores de Saúl creyeron que fue una maniobra cínica para exterminarlos (II S 16, 5-8). Se alegrarían, por tanto, de ver destruida la casa de David. Además de estas tensiones, existieron diversas quejas que hombres hábiles supieron aprovechar. Aunque no se nos dice con detalle cuáles fueron estas quejas, hubo ciertamente resentimiento por la intrusión del Estado sobre la independencia tribal, resentimiento por la corte incipiente y por la posición privilegiada de los partidarios de David. Hubo sin duda sinnúmero de pequeñas celotipias personales entre cortesanos ambiciosos, de las que nada sabemos, Existía descontento por la administración de justicia (II S 15, 1-6). Además, la conquista y mantenimiento del imperio exigía año tras año nuevas levas israelitas para servir, con poco provecho para ellos mismos y cada vez más como meros auxiliares de las tropas de David; probablemente ellos respondieron con decreciente entusiasmo y al fin tuvo que hacerse un reclutamiento necesario para incorporarlos. Y, desde luego, los recelos tribales, siempre crónicos en Israel, continuaron en ebullición. Había combustible suficiente para un incendio y la cuestión de la sucesión al trono encendió la chispa.
b. Rebelión de Absalón (US 13-19,).
La primera y más grave crisis fue provocada por Absalón, hijo de David habido de una princesa aramea de Gesur (II S 3, 3). El disturbio comenzó cuando la hermana de Absalón fue violada y humillada por su medio hermano Amnón, hijo mayor de David (v. 2). Absalón, después de esperar su hora durante dos años completos, intervalo en el que David no tomó ninguna clase de medidas, asesinó a Amnón a sangre fría (13, 20-39). Acaso seamos injustos con Absalón, si le achacamos que se aprovechó de esta excusa para eliminar a un primer pretendiente al trono... y acaso no... Absalón pasó tres años en el exilio, en el país de su madre, y sólo se le permitió volver gracias a los buenos oficios de Joab, para ser finalmente perdonado —después de dos años más— por David (cap. 14). Inmediatamente comenzó Absalón a tramar un complot para apoderarse del trono. Sin duda sentía aversión hacia David por haber dejado sin castigo a Amnón y haberle condenado a él por un acto que entonces el sentir común le habría perdonado. Indudablemente sabía que, aunque olvidado de una manera aparente, y aun viviendo probablemente el hijo mayor, su padre, con toda seguridad, le hubiera preferido. Cuatro años [351] consagró a la preparación, ganándose el favor del pueblo con ocasión de sus pleitos, mientras que establecía contactos con agentes por todo el país (cap. 15, 1-12). Después, madurado ya su plan, se trasladó a Hebrón, se hizo ungir rey y, levantando la bandera de la rebelión, marchó sobre Jerusalén con un ejército considerable. David, completamente desprevenido, se vio obligado a abandonar la ciudad y huir (vv. 13-37).
Aunque los partidarios de Saúl dieron su bienvenida a la rebelión de Absalón, pensando que había llegado la hora de su venganza (16, 1-8) [352] , no era un golpe contra la casa davídica —a la que pertenecía Absalón— ni tampoco un levantamiento tribal [353]. Parece, más bien, que se basaba en un conjunto de agravios indefinibles y que tenía partidarios en todo el país, y no en menor número en Judá, y en la misma casa de David. Ajitófel, consejero de Absalón (15, 12), era de la tribu de Judá y tenía un hijo que pertenecía a la guardia de honor de David (23, 34) [354] , mientras que el general de la rebelión, Amasa, era estrecho pariente tanto de Joab como de David (II S 17, 25; I Cr. 2, 15-17). Además, el fin de la revuelta (¡que comenzó en Hebrón!), encontró a Judá excesivamente reacio hasta para acercarse a David (II S 19, 11-15). No es probable, sin embargo, que la mayoría de los israelitas apoyasen a Absalón. Además, gran parte de la corte de David, las autoridades eclesiásticas y, sobre todo, sus tropas personales, se mantuvieron fieles (II S 15, 14-29). David huyó al este del Jordán, probablemente porque estaban estacionados allí algunos contingentes del ejército, así como vasallos y amigos en los que David podía confiar (17, 27-29), uno de los cuales, un hermano de Janún, el antiguo enemigo de David (cf. 10, 1 ss.), era probablemente su legado en Ammón. Cuando Absalón, que se había detenido imprudentemente en Jerusalén (17, 1-23), emprendió al fin la persecución, sus abigarradas fuerzas dieron poco trabajo a Joab y sus tropas, encontrando el mismo Absalón la muerte a manos del propio Joab (cap. 18). A partir de este momento cesó la rebelión. Todas las regiones de Israel se apresuraron a hacer las paces con David y restaurarle en su trono (19, 9 ss.)
c. Rebelión de Seba (II S 20).
Pero antes de que David hubiera podido regresar a Jerusalén, estalló una nueva revuelta, esta vez como resultado de un agravio tribal. David se había portado generosamente con los partidarios de Absalón, absteniéndose de represalias y garantizando la amnistía aun para aquellos que más a fondo estaban implicados (19, 11-30) [355]. Cuando los ancianos de Judá se retiraron, al parecer temerosos de acercarse a él a causa de su grave participación en la revuelta, él les llamó a su lado con palabras amistosas y con la promesa de que Amasa, el general rebelde, reemplaza ría a Joab como jefe de las tropas. David, desde luego, no podía olvidar que Joab había dado muerte a Absalón contra su expreso mandato y que después le echó en cara una lacerante lista de sus debilidades (vv. 5-7). Pero las tribus del norte considerando la determinación de David como un manifiesto favoritismo y se despecharon (II S 19, 41-43). Después de un intercambio de enconadas palabras, la rebelión estalló de nuevo. Esta rebelión, que era un intento de apartar al norte de Israel de su unión con Judá en la persona de David, es una espléndida muestra de la frágil naturaleza de esta unión y un presagio de la disolución que había de venir. Su jefe, el benjaminista Seba, hijo de Bikri, puede haber sido un pariente de Saúl (cf. Becorat I S 9, 1). Se actuó con toda rapidez. Marchando apresuradamente hacia Jerusalén, David envió en seguida a Amasa para reunir a todas las fuerzas de Judá. Pero al retrasarse Amasa más de lo esperado, David despachó sus tropas personales. Cuando al fin llegó Amasa con las fuerzas, Joab le atravesó con su propia espada y reasumió el mando. La campaña fue breve. Seba no tuvo, al parecer, mucho apoyo, puesto que al acercarse las tropas de David, él se retiró hasta el extremo norte huyendo para refugiarse allí y fue asesinado por los ciudadanos, que no tenían gran entusiasmo por su causa. Así acabó la rebelión, dejando asegurado el trono de David. Se tiene la impresión, una vez más, de que las tropas profesionales de David jugaron un papel decisivo.
d. La sucesión de Salomón al trono (I R 1).
Pero la incógnita de la sucesión al trono no estaba más despejada que antes. Según parece, David había prometido a Betsabé que Salomón le sucedería (vv. 13, 17), pero no había hecho nada por cumplirlo, y mientras tanto se había vuelto anciano y débil. La ambigüedad dio valor a Adonías, el mayor de los hijos que le quedaban a David (II S 3, 4), para tratar de obtener el deseado premio. Sabiendo sin duda que Salomón se estaba preparando para el puesto, y sintiendo que el derecho era suyo, Adonías —como antes Absalón— comenzó a ganarse el populacho, negociando mientras tanto con Joab, que ya no era persona grata para David, y con el sacerdote Abiatar. Después, reuniendo a sus hermanos y otros dignatarios para una fiesta en la fuente sagrada de En-roguel, se proclamó a sí mismo rey. El partido de Salomón, que incluía al profeta Natán, al sacerdote Sadoq y a Benaias, jefe de los mercenarios de David, actuó rápidamente. Corriendo hacia David, le informaron de lo que estaba sucediendo y le pidieron que adoptase una decisión. David, en consecuencia, ordenó que Salomón fuese hecho rey al instante. Escoltado por las tropas personales de David (vv. 33, 38), fue llevado a la fuente sagrada de Guijón, ungido allí por Sadoq y aclamado rey por la multitud. Al oír Adonías la conmoción, y sabiendo que su causa estaba perdida, huyó al altar en busca de refugio y rehusó salir de allí hasta que Salomón juró no matarle. Todo este asunto fue, claramente, una intriga palaciega. Con Adonías estaba el general Joab; con Salomón, Benaias, un oficial que sin duda deseaba llegar a general, y lo logró (I R 2, 35). A cada uno le seguía uno de los sacerdotes rivales, para suerte de uno e inmensa desgracia del otro (vv. 26 ss., 35). Es indudable que la palabra de David tuvo peso suficiente para dirimir la cuestión. Pero es interesante —y seguramente no es mera coincidencia— que la victoria esté de nuevo con la parte que cuenta con el apoyo de las tropas. Aunque el pueblo aceptó el hecho consumado, la aclamación popular fue una ficción; y Salomón no pudo ni siquiera ofrecer una ficción de dotes carismáticas. La antigua norma para elegir gobernantes había desaparecido.
FIN CAP. 1.
No hay comentarios:
Publicar un comentario