domingo, 26 de abril de 2020

CAPITULO 2

SAN FRANCISCO DE ASIS

Libro IV
El solitario

Corpus est cella nostra, et anima est eremita qui moratur intus in cella,
ad orandum Dominum et meditandum de ipso.
El hermano cuerpo es nuestra celda y el alma es el ermitaño
que vive dentro de ella para orar al Señor y meditar en Él.
(San Francisco, EP 65).


Capítulo I – Las cartas de Francisco


Sólo dos objetos preocupaban ya la mente de Francisco: poner en práctica, hasta sus menores detalles, su ideal de vida evangélica, para provecho espiritual propio y edificación de sus hermanos; y llenar con nuevos escritos los vacíos que aún notaba en la Regla y que ya no podía remediar en la Regla misma. Eran idos ya aquellos tiempos en que Francisco, primero solo, después en compañía de sus hermanos, recorría el mundo, como cantor inspirado del Evangelio; en los años que le restan de vida se va a limitar a hablar a los hombres por medio de cartas y del espectáculo de su vida privada.
Gran parte de este período de la vida de Francisco tuvo por teatro el valle de Rieti, donde el Santo había predicado una de sus primeras misiones. Este valle se extiende, atravesado por el torrente del Velino, desde Terni hasta Aquila, ceñido de un lado por los montes Sabinos y del otro por la gran cadena de los Abruzzos coronados de nieve y envueltos en perpetuas nubes. Cada una de las villas y lugares que cuelgan de la montaña o rematan sus cimas tenía para Francisco recuerdos de los felices años en que ninguna de sus doradas divinas ilusiones se había desecho ni frustrado, y en que soñaba verdaderamente con llegar a unir la tierra con en el cielo para segura salvación de todos los hombres. Andando los años vino a conocer a fondo el humano corazón, convenciéndose de que nunca faltarán, como en la parábola evangélica, quiénes pretexten el cuidado de sus bueyes, quiénes el de su granja, para excusarse de asistir al banquete divino. Pero sabía también lo que a renglón seguido dice la mencionada parábola, es a saber, que, irritado el padre de familia por el desdén de sus convidados, mandó a sus siervos salir por calles y plazas, por caminos y encrucijadas y que a cuantos pobres y débiles, cojos y ciegos encontrasen, los compeliesen a entrar hasta que se llenase de convidados la sala del banquete. Con más gozo que nunca repetía Francisco las divinas promesas del sermón de la Montaña: «¡Bienaventurados los pobres! ¡Bienaventurados los pacíficos! ¡Bienaventurados los limpios de corazón!»
Ya no hablará más a sus frailes como quien tiene sobre ellos autoridad, pero se indignará contra los ministros y prelados que pretendan inducirlos a desdeñar sus enseñanzas. «¿Quiénes son esos -exclamó una vez en un repentino y pasajero arranque- que arrebataron de mis manos mi Religión y mis hermanos?» (EP 41). Por punto general, a tales contradictores los remitía a Dios y a sus guastaldi o gendarmes.
Si los hermanos menores se apartan del ideal que les ha propuesto, él confía en que los mismos seglares los traerán al buen camino a fuerza de desprecios y recriminaciones (EP 71). En cuanto a él, sólo se cree ya obligado a ayudarles con la oración y el buen ejemplo, para que no tengan por donde excusar su negligencia. Y a la verdad, ¿qué más se podía exigir de un hombre agobiado por la enfermedad? (EP 71).
Porque es ya hora de hablar de la enfermedad, o mejor dicho, de las varias enfermedades que padeció Francisco, principalmente en los últimos años de su vida. Su salud nunca fue muy robusta, y desde joven le vemos continuamente atacado de la fiebre. Más tarde, sus rigurosos y prolongados ayunos acabaron de arruinar su organismo; de donde tomaba pie el demonio para inducirle a la desesperación, diciéndole a menudo: «No hay en el mundo ni un pecador a quien, si se convierte, no perdone el Señor; pero el que se mata a fuerza de penitencias, nunca jamás hallará misericordia» (2 Cel 116). Raras veces tomaba alimentos preparados y, cuando lo hacía, acostumbraba mezclarlos con ceniza, «porque la hermana ceniza es casta». Dormía muy pocas horas, y casi siempre sentado, o reclinada la cabeza sobre una piedra o sobre un tronco de leño por toda almohada (1 Cel 51-52; LM 5,1). En el eremitorio de las Cárceles y en el Alverna no tenía más cama que una roca desnuda. Bien se comprende que veinte años de vida semejante bastaban y sobraban para destruir la salud más férrea, cuánto más la endeble de Francisco. Padecía frecuentes hemorragias, y a veces éstas eran tales, que los hermanos llegaban a creer que se les moría (1 Cel 105).
Añádase a esto que en Oriente contrajo una enfermedad de la vista, muy común en el clima egipcio, y pasaba temporadas enteras casi ciego. Por todo esto, acaso, solía apellidarse a sí mismo homo caducus, «hombre caduco» (CtaO 3). Vióse, pues, Francisco obligado a continuar su obra de evangelización evangelización por escrito, en la que, por lo demás, no brilla menos su ardoroso celo por arrastrar a los hombres al camino que lleva a la eterna bienaventuranza.
Cinco cartas o circulares poseemos escritas por el Santo en este período de su vida, a saber: Carta a todos los fieles[en dos redacciones]; Carta a toda la Orden, un tiempo considerada como Carta al Capítulo de Pentecostés de 1224, al que Francisco no pudo asistir; Carta a los clérigos; Carta a los custodios, y Carta a las Autoridades de los pueblos. A todas las cuales hay que agregar su Testamento, la Última voluntad a Santa Clara, y sus poemas religiosos, entre los que descuella su Cántico del hermano Sol. Al mismo período corresponde, de seguro, otro escrito breve o billete dirigido a Fray León, cuyo autógrafo se conserva todavía.
No hay que buscar en estas cartas de Francisco pensamientos muy nuevos y sorprendentes; son las mismas antiguas sentencias, sus sentencias de siempre las que pretende inculcar y grabar hondamente en el espíritu de todos. Además, dirigiéndose en sus cartas a diferentes grupos de lectores, ningún motivo tenía para cuidarse de evitar repeticiones. A un lector distraído e indiferente, estas cinco cartas, con sus dos o tres asuntos principales que se repiten a la continua, le parecerán pobres de conceptos y de recursos; pero, como observa con mucha razón Boehmer, «si se atiende a la vigorosa personalidad que se revela en cada palabra de estas cartas, al loco del Amor en toda su candorosa sencillez, en toda la plenitud de su sublime amor, se verá luego cómo cobran vida intensa y se truecan en carne palpitante las palabras muertas, y la pobreza de espíritu se torna inagotable riqueza. Porque lo poco que Francisco poseía no era para él accesorio, sino que lo que él poseía le llenaba, le poseía por entero; de donde que sus discursos, lo mismo que su persona, que a ojos poco atentos nada tienen de notable, hacían a todos los hombres el efecto de una revelación».
Al leer por entero las cartas de Francisco, nada se encuentra que no se haya leído en sus Admoniciones, en la Regla Primera y en la Carta a Fray Elías (o Carta a un Ministro). Siempre unas mismas advertencias, de amar y servir a Dios, de vivir vida de conversión, de ayunar (comprendiendo en esta palabra tanto la abstinencia corporal como «la abstinencia moral de los vicios y pecados»), de amar y socorrer a los enemigos, de no buscar la sabiduría terrena ni ambicionar altos puestos, de confesarse y comulgar, de reparar el mal que se haya podido hacer. Esta última advertencia da motivo al Santo para trazarnos un como cuadro moral en que nos pinta la muerte de un pecador:
«Enferma el cuerpo -escribe Francisco-, se aproxima la muerte, vienen los parientes y amigos diciendo:
--Dispón de tus bienes.
He aquí que su mujer y sus hijos y los parientes y amigos fingen llorar. Y mirando alrededor los ve llorando, se mueve por un mal movimiento, y pensandolo dentro de sí dice:
--He aquí mi alma y mi cuerpo y todas mis cosas, que pongo en vuestras manos.
Verdaderamente es maldito este hombre, que confía y expone su alma y su cuerpo y todas sus cosas en tales manos; por eso el Señor dice por el profeta: Maldito el hombre que confía en el hombre.
Y al punto hacen venir al sacerdote. El sacerdote le dice:
--¿Quieres recibir la penitencia de todos tus pecados?
Responde:
--Quiero.
--¿Quieres satisfacer según puedes, con tus bienes, por tus pecados y por aquello en que defraudaste y engañaste a la gente?
Responde:
--No.
Y el sacerdote le dice:
--¿Por qué no?
--Porque lo he dejado todo en manos de los parientes y amigos.
Y comienza a perder el habla, y así muere aquel miserable.
Y sepan todos que dondequiera y como quiera que muera el hombre en pecado mortal sin satisfacción -si podía satisfacer y no satisfizo-, el diablo arrebata su alma de su cuerpo con tanta angustia y tribulación, cuanta ninguno puede saberlo, sino el que las sufre. Y todos los talentos y poder y ciencia que pensaba tener, se le quitará. Y lo deja a parientes y amigos, y ellos tomarán y dividirán su hacienda, y luego dirán:
--Maldita sea su alma, porque pudo darnos más y adquirir más de lo que adquirió.
Los gusanos comen el cuerpo; y así aquél pierde el cuerpo y el alma en este breve siglo, e irá al infierno, donde será atormentado sin fin» (2CtaF 72-85).
Este cuadro nos hace ver, en la concepción de la naturaleza humana que descubrimos en el mismo, una amargura tan profunda cual no la encontramos en ningún otro escrito de Francisco. Poco tiene de sentimental el retrato en que aparecen esos «domésticos» egoístas y feroces que rodean impasibles el lecho del moribundo y tienen alma para dejarle bajar a los infiernos, con tal que haga el testamento en su favor. Y cuando con sus lágrimas hipócritas le han hecho creer que le aman y le han inducido a terminar su vida culpable con una nueva e irreparable falta, todavía, en presencia de su cadáver caliente, le lanzan horrendas maldiciones por no haber allegado más oro para dejarles. Toda su vida le miraron como un esclavo del trabajo, condenado a atesorar para ellos, sin que ni un ardite les importara por qué medios, si honestos o criminales. A ninguno se le ocurrió nunca pensar que este desgraciado, mientras vivió, trabajaba para ellos a costa de su propia eterna salvación: ¿por qué se iban a preocupar con semejante escrúpulo en su última hora?
Cualquiera imaginaría estar leyendo la más espeluznante novela de León Tolstoi, por ejemplo, aquella en que nos cuenta cómo Iván Ilitch, tendido en su lecho de muerte, se imagina que nadie le ha amado jamás en el mundo, que su mujer no ha visto en él otra cosa que un medio para lograr sus particulares fines, que sus hijos, educados con los mismos sentimientos, le han mirado como simple bestia de servicio, que era fácil de cargar, pero que ahora se les escapa, desgraciadamente. Pero más miserable todavía que este desdichado Iván Ilitch es el moribundo pintado por Francisco, que viene a abrir los ojos demasiado tarde, ¡y demasiado tarde por toda la eternidad!
En la Carta a toda la Orden, dirigida a los hermanos reunidos en el Capítulo de 1224, lo mismo que en las que dirige a los Clérigos y a los Custodios (o superiores de conventos), se esfuerza Francisco por recordar y precisar los encargos que no hallaron cabida en la Regla definitiva. Así, recomienda a los frailes que tengan más respeto por el sacramento del altar; advierte que, cuando se junten varios sacerdotes, basta que uno de ellos diga la misa y los demás la oigan; les encarga que cuiden de recoger y poner en lugar decente todo papel que hallen y que contenga palabras santas; que recen el Oficio divino atendiendo más al recogimiento interior que a la material harmonía del canto; repite a la continua, tanto a los sacerdotes como a los superiores de conventos, la obligación de cuidar siempre de la decencia de los vasos sagrados y de la limpieza de los lienzos del altar, como también de prodigar toda suerte de piadosos respetos al Santísimo Sacramento. En la misa, mientras está en el altar la hostia consagrada, todos deben estar de rodillas, dando gracias a Dios, y entre tanto se han de echar a vuelo las campanas de la iglesia, a fin de que toda la gente de los alrededores tome parte en dicho acto de adoración y piadosas alabanzas.
«Y yo, el hermano Francisco, vuestro menor siervo, os ruego y os conjuro, en la caridad que es Dios y con la voluntad de besaros los pies, que recibáis con humildad y caridad éstas y las demás palabras de nuestro Señor Jesucristo, y que las pongáis por obra y las observéis». «Y los que no saben leer, hagan que se las lean muchas veces; y reténganlas consigo junto con obras santas hasta el fin, porque son espíritu y vida. Y los que no hagan esto, tendrán que dar cuenta en el día del juicio, ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo». «Y a todos aquellos y aquellas que las reciban benignamente, las entiendan y envíen copia de las mismas a otros, y si en ellas perseveran hasta el fin, bendígalos el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Amén» (2CtaF 87-88; 1CtaF 19-22).
Es verosímil que por este mismo tiempo fue cuando Francisco tuvo la idea de enviar hermanos por todas las provincias con abundantes copones preciosos, encargándoles que diesen uno de ellos a todo sacerdote en cuya iglesia hallasen el Cuerpo del Señor tenido en condiciones menos dignas. Quería también enviar a todas partes hermosos moldes de hierro para hacer hostias limpias y perfectas (EP 65; 2 Cel 201). Ninguno de estos deseos vio Francisco realizado de un nodo general; pero algo lograría hacer, cuando todavía se conserva en el convento de Greccio uno de esos moldes, regalado por el mismo Santo.
La Carta a las Autoridades de los pueblos, y señaladamente a los podestà y cónsules, jueces y regidores, es un testimonio elocuente del celo de San Francisco por dilatar su acción fuera de la Iglesia a toda la cristiandad. La religión no era para él un asunto de interés privado, sino social; por eso recomienda a todos los que ocupan altos puestos que no se dejen absorber de tal manera por los negocios temporales, que vengan a descuidar el único indispensable; porque, como diría Verlaine setecientos años después: «Cuando venga la muerte, ¿qué nos va a quedar?» Francisco exhorta a los grandes a acercarse a la santa Comunión con la misma humildad que el menor de sus súbditos; les recuerda que tienen el poder prestado por Dios y que, si quieren hacer buen uso de tal préstamo, deben llamar al pueblo todos los días a la oración y a las divinas alabanzas por medio del heraldo o de alguna otra manera. Tal vez se relacione esto con el origen de la oración del Ángelus, instituida más tarde por los franciscanos. El Capítulo general de Pisa, de 1263, ordenó que los frailes rezasen un Avemaría al sonar la campana de la tarde (AF III, p. 329).
A la misma época, sin duda, se remonta la carta dirigida a Fray León en circunstancias en que éste andaba padeciendo las mismas penas que su maestro por causa de las correcciones y supresiones hechas en la Regla. No hay en esta carta el estilo cuidadoso y trabajado que se observa en las circulares, en las que tal vez colaboró Fray Cesáreo de Espira, que había llegado de Alemania el 11 de junio de 1223 (Giano, Crónica). He aquí dicha carta:
«Hermano León, tu hermano Francisco te desea salud y paz. Así te digo, hijo mío, como una madre, que todo lo que hemos hablado en el camino, brevemente lo resumo y aconsejo en estas palabras, y si después tú necesitas venir a mí por consejo, pues así te aconsejo: Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo [orig. faciatis, hacedlo] con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia. Y si te es necesario en cuanto a tu alma, para mayor consuelo tuyo, y quieres, León, venir a mí, ven». El original de esta carta se halla desde 1902 en la catedral de Espoleto.
Evidentemente, Francisco da aquí a León un permiso idéntico al que había dado a Cesáreo de Espira. El plural faciatis parece indicar (según Sabatier sospecha) que dicho permiso se daba no sólo a Fray León, sino también a otros hermanos que participaban de sus mismas ideas. Hablando en rigor, Francisco no podía dar tal licencia, puesto que ya no estaba en sus manos el poder legal, o al menos, sólo en sus manos. Pero parece que nunca se formó Francisco una idea bien clara de su situación a este respecto; y así, refiere Eccleston que, después de confirmada y promulgada la Regla, dio Francisco una orden en virtud de la cual, cuando los hermanos fuesen invitados a comer a mesas de seglares, no debían tomar más de tres bocados, para no escandalizar a los laicos con su demasiado apetito (AF I, p. 227). Por otra parte, para más de un fraile, Francisco siguió siendo siempre el verdadero jefe de la Orden; lo cual explica que inmediatamente después de su muerte estallara la lucha, que duró tres siglos, entre los que querían observar literalmente la Regla, para lo que tenían permiso del Santo, y los que se acogían a las mitigaciones concedidas por la Curia de Roma.

Capítulo II – El ejemplo cristiano


Pero el gran ideal de Francisco era siempre instruir a los hombres con el ejemplo más que con la palabra. «Todos los hermanos prediquen con las obras», dice en la Regla (1 R 17,3), y él fue siempre el primero en cumplir esta prescripción. Por eso dice Tomás de Celano con mucha razón que Francisco fue siempre «idéntico de palabra y de vida» (2 Cel 130).
De esta profunda necesidad de edificar con el ejemplo, hallamos muchas pruebas en las estancias de Francisco en el valle de Rieti durante los últimos años de su vida. Así, en el Adviento de 1223 ó 1224 se retiró al eremitorio de Poggio Bustone, a unos 16 Km al norte de Rieti, donde, no permitiéndole la debilidad del estómago tomar alimentos preparados con aceite, tuvo que hacérselos preparar con grasa, y esta infracción del ayuno de Adviento le produjo tales escrúpulos y remordimientos, que acabó por confesarla delante del pueblo reunido en la plaza pública: «Vosotros habéis venido a mí con gran devoción, pensando que soy un varón santo; pero tengo que confesar ante Dios y ante vosotros que en esta cuaresma [de San Martín] he tomado alimento condimentado con tocino» (EP 62).
Algo parecido le había pasado antes durante el invierno de 1220-1221, en que, obligado por una de las frecuentes recrudescencias de su enfermedad, se había permitido comer carne cocida. Tan pronto como se sintió algo restablecido, ordenó a su vicario Pedro Cattani que lo arrastrase medio desnudo, tirándole del cuello por una cuerda, por las calles de la ciudad de Asís, al terminar su predicación en la catedral. Llegando a la plaza principal y al sitio donde ajusticiaban a los criminales, confesó en voz alta y delante de gran muchedumbre de gente, el pecado de gula que había cometido (EP 61; LM 6,2).
Otra vez, sus hermanos le obligaban, en vista de su estado enfermizo, a llevar un pedazo de paño cosido al hábito por la parte de adentro, con que se resguardase el estómago del frío. Pero el Santo exigió que se le cosiese otro pedazo igual por la parte de afuera, «para que sepan todos lo que llevo por dentro» (EP 62).
Solía decir: «No quiero ser en lo que no se ve otra cosa de lo que soy en lo que se ve». «Y casi siempre que comía en casas de seglares o los hermanos le proporcionaban algún alivio corporal por sus enfermedades, luego lo manifestaba claramente en casa o fuera de ella delante de los hermanos y de los seglares que no lo sabían, diciendo: "Tales alimentos he tomado". No quería ocultar a los hombres lo que estaba de manifiesto ante el Señor» (EP 62). Si andando por las calles de Asís, hacía alguna limosna y sentía por ello algún secreto contentamiento, al punto se acusaba al hermano que le acompañaba (EP 62). En el retrato que hizo del modelo de Ministro general de la Orden, incluyó este rasgo: «Si alguna vez, por debilidad o por cansancio, necesitase más dieta, no la tome en lugar escondido, sino a la vista de todos, para que los demás no tengan reparo de atender al cuerpo en su flaqueza» (2 Cel 186).
Pero su mayor celo lo empleaba en la guarda de la pobreza. Decía que, si era una felicidad dar limosna, no lo era menos recibirla, y al pan obtenido por mendicación lo llamaba «pan de los ángeles». Quería que, cuando sus hermanos volvían de la cuestación, viniesen cantando himnos de alabanzas a Dios por todo el camino. Los versículos de la Biblia en que se ensalza la pobreza no se le caían nunca de los labios. Una vez le dijo uno de los hermanos en cierto eremitorio: «Vengo de tu celda», y desde aquel momento no quiso entrar más en tal estancia. Una casa con vigas cepilladas le parecía un lujo excesivo, bastándole para habitación una simple cabaña de ramas cubiertas de barro, y por lo regular prefería morar en las cavidades de las peñas, como las raposas del Evangelio (Mt 8,20). La casa de piedra que los ciudadanos de Asís habían construido junto a la Porciúncula, le disgustó tanto, que al punto se puso a demolerla, y había destruido ya el techo cuando llegó el podestà y le prohibió continuar la demolición, en vista de que aquella casa era propiedad del municipio, que había que respetar, y sólo así desistió Francisco. Tenía para sí que el cuidarse del pan de mañana es propio de personas que viven en el lujo; por eso prohibía a sus frailes que preparasen comida de un día para otro; como también recibir limosna de provisiones que no pudiesen consumir inmediatamente. Para desfigurar su hábito acostumbraba coserle piezas extrañas acá y allá sin orden ni concierto; y cuando llegaba el tiempo de reemplazarlo por otro nuevo, esperaba que alguna persona caritativa se lo ofreciese. Al fraile que rehusaba salir a mendigar lo llamaba «hermano mosca» o «hermano zángano», amigo de comer la miel en el panal, pero enemigo de trabajarla (EP 5, 14, 16, 7, 8, 9, 19; 2 Cel 56, 57, 59, 69, 70, 75; LM 7,2.8).
Ningún grado de pobreza le parecía demasiado en sí y en sus hermanos, y solía decirles al ver pasar a algún mendigo harapiento: «Deberíamos avergonzarnos, porque pretendemos ser pobres, que todo el mundo nos llame pobres y nos distinga por nuestra pobreza, y ahí va un hombre que es más pobre que nosotros y de quien nadie hace caso». Para él los mendigos eran personas sagradas, y no toleraba que ninguno de sus frailes se expresase mal de ellos, ni los despreciase, y de buen grado les daba todo lo que poseía: el manto, la túnica y hasta los paños menores, declarando que todo eso era de ellos y que él no quería despojarlos de su propiedad. Otra de sus frases favoritas era ésta: «Yo no quiero ser ladrón, y por hurto se nos imputaría si no diésemos la capa al más necesitado». Cualquiera cosa que recibía la reservaba para otro pobre más necesitado que él. Trabajo les costaba a los hermanos conseguir que anduviese regularmente vestido por algún tiempo, porque ninguna ropa, y menos la nueva, le duraba, y la que admitía para sí tenía que ser ya usada por otro. Más de una vez le ocurrió tener que cubrirse parte con la ropa de un hermano, parte con la de otro. De cuando en cuando se veían los frailes constreñidos a recuperar la ropa de Francisco de las manos de aquellos a quienes él la había dado, y si se percataba de ello, aconsejaba al mendigo que no soltara la ropa a menos que se la pagasen; tal aconteció en Colle, pequeño poblado cerca de Ponte San Giovanni, entre Asís y Perusa, con una mujer a quien el Santo había regalado su manto (EP 29-37; 2 Cel 83-90 y 196; LM 8,5).
A menudo llevaba, al hacer estas limosnas, alguna intención particular. Tal aconteció también en Colle con un hombre a quien había conocido antes y que ahora se encontraba en la situación más deplorable. En la conversación que tuvieron le refirió éste los insultos que continuamente recibía de su amo, a quien, por ende, había cobrado un odio atroz. Respondióle Francisco: «Mira, te doy esta capa y te pido que, por amor del Señor Dios, perdones a tu amo». Estas solas palabras bastaron para apaciguar a aquel infeliz, el cual consintió en el acto en la propuesta de Francisco, depuso su rencor y se sintió lleno de la dulcedumbre del espíritu divino (EP 32; 2 Cel 89).
En Rieti encontró a una pobre mujer que padecía la misma enfermedad de los ojos que él, y le dio no solamente ropa, sino una docena de panes (EP 33; 2 Cel 92). Otra pobre, cuyos dos únicos hijos eran frailes de la Orden, vino a la Porciúncula a quejarse a Francisco de sus apuros y angustias; y el Santo, no hallando otra cosa que darle, le dio el ejemplar del Nuevo Testamento que servía para los oficios divinos, a fin de que, vendiéndolo, remediase su necesidad: «Da a nuestra madre -dijo Francisco a su vicario- el Nuevo Testamento para que lo venda y remedie su necesidad. Creo firmemente que con esto agradaremos más al Señor y a la Santísima Virgen que leyendo de él». Con el nombre de «nuestras madres» designaba el Santo a todas las que habían dado algún hijo a la Orden (EP 38; 2 Cel 91).
En cierta ocasión estuvo la Porciúncula a punto de perder sus ornamentos de altar; y fue que, habiendo propuesto Pedro Cattani que los nuevos novicios no dieran todos sus bienes a los pobres, sino que reservasen parte de ellos para las necesidades de la Orden, que se hacía de día en día más numerosa, se le opuso tenazmente Francisco «por ser tal medida contraria a la Regla». Y consultado por el vicario sobre cómo alimentaría a tantos hermanos que ingresaban a la Orden, le contestó el Santo: «Si no puedes atender de otro modo a los que vienen, quita los atavíos y las variadas galas de la Virgen y véndelos. Créeme: la Virgen verá más a gusto observado el Evangelio de su Hijo y despojado su altar, que adornado su altar y despreciado su Hijo. El Señor enviará quien restituya a la Madre lo que ella nos ha prestado» (2 Cel 67; LM 7,4).
Procuraba, pues, el Santo por todos los medios conservar la pureza de su vida y que ésta fuese un trasunto perfecto del Evangelio, no ya en la apariencia sino en realidad de verdad. Por tal razón no podía sufrir que sus hermanos abusasen de las limosnas que mendigaban por amor de Dios, dándoles otro empleo del que cumplía a verdaderos pobres. Kétteler, el célebre obispo de Maguncia, encontró una vez a los pobres que vivían a costa de su caridad, refocilándose bonitamente con un pato asado y una botija de buen vino, y se felicitó de que sus dones hubiesen servido a sus favorecidos para pasar un tan alegre rato. Francisco, en análogas circunstancias, se mostraba mucho menos indulgente con sus frailes.
Y así sucedió que, un lunes de pascua, queriendo los frailes del convento Greccio celebrar tanto la fiesta del día como la presencia de un ministro que había venido a visitarlos, cubrieron la mesa con elegante mantel y pusieron sobre ella vasos de vidrio en vez de los groseros cubiletes de que habitualmente se servían. Poco antes del mediodía llegó Francisco y, sabedor de lo que pasaba, salió de nuevo, recogió un sombrero viejo que un mendigo había botado en la calle y con él puesto y apoyado en un bastón, se presentó a la puerta del refectorio cuando los demás hermanos estaban ya sentados a la mesa. Golpeó, le abrieron sin reconocerle, y dijo con voz quejumbrosa imitando la de los pordioseros: Per l'amor di misser Domeneddio, faciate elimosina a questo povero ed infirmo peregrino!, «¡por amor del Señor Dios, dad limosna a este peregrino pobre y enfermo!»
Invitado generosamente por los comensales, entró al refectorio, y entonces todos lo conocieron, pero ninguno se atrevió a nombrarlo; se sentó humildemente en tierra junto al fuego y empezó a comer la sopa y una rebanada de pan que uno de ellos le sirvió: nadie osó hablar palabra ni probar bocado, viendo a su maestro sentado en el suelo, en oscuro rincón, como una cenicienta, con su plato de sopa sobre las rodillas, y ellos muy acomodados a la elegante mesa. De pronto Francisco dejó la cuchara y comenzó a decir como quien habla consigo a solas: «Siquiera ahora me hallo sentado como verdadero hermano menor, mientras que, cuando entré, al ver tan suntuosa mesa, no podía persuadirme de que los a ella sentados fuesen esos mismos pobres frailes que van por las calles mendigando de puerta en puerta el pan de cada día». Al oír esto, se levantaron todos y se arrojaron a los pies de su maestro a pedirle perdón, algunos sin poder contener las lágrimas (EP 20; 2 Cel 61).
Esta escena trae a la memoria otro episodio no menos característico. Eran los días de Navidad, y Francisco se hallaba sentado a la mesa con sus hermanos, uno de los cuales se puso luego a hablar de las míseras circunstancias en que nació el Niño Jesús, ponderando cuánto habría tenido que sufrir la Virgen al dar a luz a su Hijo en un establo, sin más cama ni almohada que unas pajas de heno, sin más abrigo que el rigor del frío invernal y el hálito del buey y del asno. Francisco escuchaba silencioso, cuando he aquí que de repente se levanta, rompe a llorar y se baja a sentarse en la desnuda y fría tierra, con el pan en la mano, todo avergonzado de estar allí más cómodo que lo estuviera Jesús y María en el pesebre (2 Cel 200).
Francisco había llegado a habituarse a carecer de todo bienestar de tal manera, que ya la comodidad le causaba verdadero tormento. A causa de su enfermedad de los ojos, tuvo que someterse a una dolorosa operación en que le quemaron las sienes con un hierro candente para curarle. Después, los hermanos de Greccio le obligaron a aceptar y usar una almohada blanda durante la noche. A la mañana siguiente Francisco les dijo: «Sabed que vuestra maldita almohada me ha quitado el sueño. Todo daba vueltas a mi alrededor y las piernas me temblaban; creo que, cuando menos, estaba el diablo en esa almohada». Acto continuo mandó a un fraile que se la llevara con toda precaución y la arrojara por encima del hombro sin volverse a mirarla (EP 98; 2 Cel 64).
No era ésta la primera vez que el Santo se creía perseguido por los poderes infernales. Con frecuencia, estando él durante la noche orando en alguna iglesia abandonada o en la soledad de alguna ermita, le parecía como que alguien le espiaba por detrás, o atravesaba junto a él con paso rápido, o asomaba una horrible cabeza por encima de su hombro como leyendo en el libro que él tenía abierto (EP 59-60; 2 Cel 115; LM 10,3). Otras veces, en medio del fragor de la tempestad que azotaba los árboles del bosque, oía voces que le llamaban; otras, el grito desapacible de la lechuza le parecía burla grosera del demonio. Pero nada le producía más intolerable espanto que cierto murmullo, apenas sensible, que a la continua percibía en el silencio mortal de sus vigilias nocturnas, como si unos labios infames y burlones musitaran a su oído: «¡Todo es inútil, Francisco! Ruega e implora cuanto quieras; siempre serás mío». Entonces el pobre Francisco luchaba desesperadamente por su salvación eterna. Cuando a la mañana siguiente los frailes se acercaban a él, lo hallaban pálido y descompuesto, agotado por el combate sostenido con los poderes infernales. Una de aquellas mañanas dijo a Fray Pacífico, explicándole sus angustias de la noche anterior: «Es que siempre me parece que soy el más grande pecador que ha habido en el mundo». Pero, en aquel mismo instante, el que fuera rey de los versos, tuvo una visión en que divisó el cielo abierto y en él un trono desocupado, rodeado de ángeles, y oyó una voz que le advirtió que aquel trono era el que había dejado Lucifer al salir del cielo para caer en el infierno, y se reservaba a Francisco en premio a su humildad maravillosa (cf LM 6,6).

Capítulo III – Las lecciones cristianas


Con la experiencia que, según hemos visto, tenía Francisco de la vida espiritual, no podía menos que ser un excelente director de sus discípulos.
Les enseñaba, sobre todo, a no temer las tentaciones. «Te digo en verdad -explicó a un hermano tentado- que nadie ha de creerse servidor de Dios hasta haber pasado por tentaciones y tribulaciones. La tentación vencida -añadió aún- es, en cierto modo, el anillo con que el Señor desposa consigo el alma de su siervo» (2 Cel 118). Otras veces tornaba a su imagen favorita del papel de guastaldi o gendarmes de Dios que desempeñan los demonios. Refiriéndose a Fray Bernardo de Quintaval, habló así: «Os digo que para probar al hermano Bernardo han sido asignados demonios muy astutos y los más malos entre los malos; pero, por más que se empeñen incansables en hacer caer del cielo la estrella, el resultado, sin embargo, será muy otro. Cierto que será atribulado, aguijoneado, congojado, pero al fin triunfará de todo. Al acercársele la muerte, calmada toda tempestad, ya vencida toda tentación, disfrutará de admirable serenidad y paz, y al término de la carrera de la vida volará felizmente a Cristo» (2 Cel 48). Y, en efecto, así sucedió. En los últimos años de su vida se halló el alma de Bernardo completamente libre de lo terreno y, según la expresión de Fray Gil, «se alimentaba volando, como hacen las golondrinas». A veces se iba a los montes y durante veinte días y hasta un mes, según cuentan las Florecillas, andaba errando por las más altas cimas, absorto en le contemplación de las cosas del cielo. Al momento de morir dijo a los hermanos que le rodeaban: «Ni por mil mundos como éste que dejo consentiría yo en servir a otro amo que a mi Señor Jesucristo», y radiante de sobrehumana alegría voló a la patria de los santos (Flor 28 y 6).
Otro de los discípulos de San Francisco que era también muy molestado de graves tentaciones fue Fray Rufino, a quien, como a su maestro, andaba siempre soplando al oído el enemigo antiguo que perdía su tiempo y sus penitencias, porque no era del número de los predestinados. Un día se imaginó ver al mismo Jesucristo en persona que le decía: «¡Oh hermano Rufino! ¿A qué viene macerarse con penitencias y rezos, si tú no estás predestinado a ir a la vida eterna? Créeme, yo sé muy bien a quiénes he elegido y predestinado, y no creas a ese hijo de Pedro Bernardone si te dice lo contrario. Y no le preguntes sobre esto, porque ni él ni ningún otro lo sabe, sino yo, que soy el Hijo de Dios. Créeme, pues, si te digo que tú eres del número de los condenados; y el hijo de Pedro Bernardone, tu padre, como también su padre, están condenados, y todos los que le siguen están engañados». Desde aquel mismo instante, densas tinieblas envolvieron el alma del mísero Rufino, y perdió toda la confianza y cariño que tenía por su maestro, y permanecía encerrado en su celda, sentado, cariacontecido, sin querer orar ni acudir a los oficios con los demás frailes. ¿A qué venía ya todo eso, si su destino era el fuego eterno en compañía del demonio y demás ángeles malos, y era el mismo Jesucristo quien se lo había asegurado?
En vano Francisco mandaba al hermano Maseo a buscarlo. Desazonado y furioso, respondía Rufino con brusquedad: «¿Qué tengo que ver yo con el hermano Francisco?» Por fin, fue éste en persona a sacar de las tinieblas a su pobre Rufino. Desde lejos ya empezó a gritarle: «¡Rufino, tontuelo!, ¿a quién has dado crédito?» Y acercándosele comenzó a demostrarle cómo era el diablo y no Cristo quien le había dicho que estaba condenado. Y le añadió Francisco: «Si vuelve otra vez el demonio a decirte: "Estás condenado", no tienes más que decirle: "¡Abre la boca, y te la llenaré de estiércol!", y verás cómo huye en cuanto tú le digas esto; señal de que es el diablo. Y debías haber conocido que era del demonio al ver cómo endurecía tu corazón para todo bien; éste, en efecto, es su oficio. En cambio, Cristo bendito jamás endurece el corazón del hombre fiel, antes, al contrario, lo ablanda, como dice por la boca del profeta: Yo os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne».
Con esto comprendió Rufino el engaño, le saltó el corazón dentro del pecho y, llorando amargamente, se arrojó a los pies de Francisco, entregándose de nuevo a su dirección. En seguida se levantó lloroso, pero feliz, esforzado y consolado. No tardó el demonio en aparecérsele otra vez en forma de Cristo; pero Rufino lo recibió intrépidamente y le dijo lo que Francisco le había enseñado. «El demonio, enfurecido, se fue inmediatamente, causando tal tempestad y cataclismo de piedras que caían del monte Subasio a una y otra parte, que por largo espacio de tiempo siguieron cayendo piedras hasta abajo; y era tan grande el ruido de las piedras chocando las unas con las otras al rodar, que se llenaba el valle del resplandor de las chispas. Al ruido tan espantoso que producían, salieron del eremitorio de las Cárceles, alarmados, San Francisco y sus compañeros para ver lo que ocurría, y pudieron ver aquel torbellino de piedras. Entonces, el hermano Rufino se convenció claramente de que había sido el demonio quien le había engañado. Volvió a San Francisco y se postró otra vez en tierra, reconociendo su pecado. San Francisco le animó con dulces palabras y lo mandó totalmente consolado a su celda. Estando en ella devotamente en oración, se le apareció Cristo bendito, le enardeció el alma en el amor divino y (...) lo dejó lleno de tal alegría y dulzura de espíritu y elevación del alma, que día y noche estaba absorto y arrobado en Dios. Desde entonces fue de tal manera confirmado en gracia y en la seguridad de su salvación, que se halló cambiado en otro hombre, y hubiera estado día y noche en oración contemplando las cosas divinas si los demás le hubieran dejado. Por eso decía de él San Francisco que el hermano Rufino había sido ya canonizado en vida por Jesucristo y que él no dudaría, excepto delante de él, en llamarlo "San Rufino" aun estando vivo en la tierra» (Flor 29; cf. 2 Cel 124 y 32-33).

* * *

En la convivencia feliz de sus compañeros fieles, en medio de los encantos de la vida común y de las dulces conversaciones que con ellos mantenía durante su estancia en el valle de Rieti, lejos del mundanal ruido, Francisco se olvidaba de todo cuanto se hacía más allá de las montañas, se olvidaba de sus hermanos de Bolonia y de París, de los frailes palaciegos, de los estudiantes universitarios, de todos aquellos frailes, en suma, que vivían y obraban muy de otra manera de la que él habría deseado que obrasen y viviesen. Queriendo como contrarrestar la tristeza que le causaba el espectáculo de la vida de estos frailes, se puso a trazar una especie de modelo de hermano menor ideal, y en este quehacer empleaba sus ocios en aquella bendita soledad: «Sería buen hermano menor -decía- aquel que conjuntara la vida y cualidades de estos santos hermanos, a saber, la fe del hermano Bernardo, que con el amor a la pobreza la poseyó en grado perfecto; la sencillez y pureza del hermano León, que fue varón de altísima pureza; la cortesía del hermano Ángel, que fue el primer caballero que vino a la Orden y estuvo adornado de toda cortesía y benignidad; la presencia agradable y el porte natural, junto con la conversación elegante y devota, del hermano Maseo; la elevación de alma por la contemplación, que el hermano Gil tuvo en sumo grado; la virtuosa y continua oración del hermano Rufino, que oraba siempre sin interrupción, pues, aun durmiendo o haciendo algo, estaba siempre con su mente fija en el Señor; la paciencia del hermano Junípero, que llegó al grado perfecto de paciencia por el perfecto conocimiento de su propia vileza, que tenía siempre ante sus ojos, y por el supremo deseo de imitar a Cristo en el camino de cruz; la fortaleza corporal y espiritual del hermano Juan de Lodi, que en su tiempo fue el más fuerte de todos los hombres; la caridad del hermano Rogerio, cuya vida toda y comportamiento estaban saturados en fervor de caridad; la solicitud del hermano Lúcido, que fue en ella incansable; no quería estar ni por un mes en el mismo lugar, pues, cuando le iba gustando estar en él, luego salía, diciendo: "No tenemos aquí la morada, sino en el cielo"» (EP 85).
Francisco experimentaba un gozo inmenso cuando encontraba, fuera del círculo de sus más íntimos compañeros, otros hermanos dignos de pertenecer a este pequeño grupo de fieles. Así sucedió el día en que un clérigo español le describió la vida penitente que hacían sus frailes en España: «Tus hermanos, que viven en un eremitorio pobrecillo de nuestra tierra -le dijo el viajero-, se habían reglamentado su forma de vida de tal modo, que la mitad de ellos atendía a los quehaceres de casa, y la otra mitad a la contemplación. Así, cada semana la vida activa se tornaba contemplativa, y la quietud de los contemplativos activa. Un día, puesta la mesa y hecha la señal de llamada, acuden todos menos uno de los contemplativos de turno. Después de alguna espera se van a la celda para llamarlo a la mesa, a tiempo en que él, en una mesa más espléndida, era alimentado por el Señor. Y así es como le encuentran postrado rostro en tierra, tendido en forma de cruz, sin respiración ni movimiento que diera señales de vida. A su cabeza y a sus pies ardían dos candelabros, que con su resplandor alumbraban maravillosamente la celda. Le dejan en paz para no estorbar la unción, para no despertar a la amada hasta que ella quiera... De pronto el hermano vuelve en sí, se levanta luego y, acudiendo a la mesa, pide perdón por la tardanza». Semejante relato llenó de gozo el corazón de Francisco, que no pudo contenerse y exclamó: «Gracias te doy, Señor, santificador y guía de los pobres, que me has regocijado con tales noticias de mis hermanos. Bendice, te ruego, a aquellos hermanos con amplísima bendición y santifica con gracias especiales a cuantos por los buenos ejemplos hacen que su profesión sea fragante» (2 Cel 178).
Del mismo linaje de verdaderos franciscanos eran aquellos otros dos hermanos que, de muy lejos, llegaron una vez a Greccio a visitar a Francisco. El único motivo del viaje era ver al Santo y recibir de él la bendición hacía tiempo deseada. La vida del Santo en sus últimos años había venido a tal apartamiento del mundo, que ninguno de sus frailes osaba hablarle cuando le veían retirado orando en la soledad, y durante esas temporadas ellos se arreglaban sus asuntos como podían. Precisamente tal cosa pasaba el día en que llegaron nuestros peregrinos: Francisco acababa de partir para su retiro, y no se sabía cuándo volvería. Los extranjeros, que no podían esperar por mucho tiempo, quedaron desolados al ver la inutilidad de su viaje, y se decían el uno al otro: «He aquí el castigo de nuestros pecados: evidentemente somos indignos de recibir la bendición de nuestro padre». Y emprendieron el descenso de la montaña, con el corazón lleno de tristeza, no obstante los fraternales consuelos que les prodigaron los otros hermanos que se ofrecieron a acompañarlos hasta el llano. De repente oyen una voz que los llama desde lo alto del monte; se vuelven y ven a Francisco de pie en el umbral de su celda. Ambos peregrinos caen de rodillas con el rostro vuelto hacia su padre y reciben, con intenso júbilo de sus almas, la bendición que él les imparte desde arriba, haciendo lentamente y con muchísimo afecto la señal de la cruz. Con esto, los dos peregrinos, doblemente contentos, porque habían logrado con ventaja su intento y un milagro, se volvieron alabando y bendiciendo al Señor (2 Cel 45).
Las diversas biografías nos han conservado muchos otros rasgos reveladores de la delicada y profunda ternura de Francisco para con sus hijos, así como de su maravilloso conocimiento de las almas. Conociéndose a sí mismo como se conocía, era natural que conociese también perfectamente a los demás, y ellos tenían la íntima convicción de que él penetraba hasta lo más secreto de sus corazones. Es la impresión que tuvo un día, por ejemplo, uno de los compañeros de Francisco, Fray Leonardo de Asís. Al volver de ultramar, el Santo, por la fatiga del camino y por su debilidad, tuvo que montar por algún tiempo sobre un asno. Fray Leonardo que le seguía, fatigado también él, y no poco, comenzó a decir para sí, víctima de la condición humana: «Los padres de él y los míos no se divertían juntos. ¿Por qué razón el hijo de Pedro Bernardone viaja en asno, y yo, que soy de más noble familia que él, voy a pie?» Iba pensando esto el hermano, cuando de pronto se desmontó el Santo y le dijo: «No, hermano, no está bien que yo vaya montado y tú a pie, pues en el siglo tú eras más noble y poderoso que yo», y lo invitó a subir en el jumento. Leonardo quedó sorprendido y todo ruborizado al reconocerse descubierto por el Santo. Se le postró a los pies, y, bañado en lágrimas, confesó su pensamiento, ya patente, y pidió perdón al tiempo que le suplicaba que volviese a montar (2 Cel 31). Celano refiere también cómo Francisco descubrió los ocultos sentimientos de un hermano que, so pretexto de observar la ley del silencio, rehusaba confesarse (2 Cel 28). Por su parte, las Florecillas refieren que el Santo leyó en el corazón de Fray Maseo su enojo y murmuración por tener que partir de Siena sin despedirse del obispo (Flor 11).
Para todo género de tentaciones Francisco recomendaba siempre tres remedios: el primero era la oración; el segundo, la obediencia, con que uno se habitúa a cumplir la voluntad ajena; y el tercero, la alegría en el Señor, que ahuyenta siempre todos los pensamientos sombríos y perversos. Y al mismo tiempo que daba estos remedios, los tomaba él mismo, y era maestro aventajado en cuanto a usarlos. Desde que dejó el gobierno de la Orden tuvo siempre consigo un hermano a quien obedecía como superior suyo, importándole poco saber quién era este compañero: obedecía con igual rendimiento al último de los novicios de la Orden que a Bernardo o a Pedro Cattani. Siempre se mostraba satisfecho de los que le rodeaban, y si alguno de ellos decía o hacía algo que le disgustase, se retiraba callado a orar hasta que lograba vencer el mal humor, y nunca lo mencionaba a nadie.
Un día le pidieron los hermanos que les enseñara cómo era la perfecta obediencia, y él, describiendo al verdadero obediente con la imagen de un cadáver, respondió: «Toma un cadáver y colócalo donde quieras. Verás que, movido, no resiste; puesto en un lugar, no murmura; removido, no protesta. Y, si se le hace estar en una cátedra, no mira arriba, sino abajo; si se le viste de púrpura, dobla la palidez. Este es -añadió- el verdadero obediente: no juzga por qué se le cambia, no se ocupa del lugar en que lo ponen, no insiste en que se le traslade. Promovido a un cargo, conserva la humildad de antes; cuanto es más honrado, se tiene por menos digno» (2 Cel 152).
Francisco procuraba, por su parte, imitar al cadáver en la sumisión, y quería que sus verdaderos hermanos lo siguiesen en esto, como en todo lo demás. Per lo merito della santa ubbedienza, «por el mérito de la santa obediencia» mandó una vez Francisco a Fray Bernardo que le pisase en la boca en castigo de cierto mal pensamiento que había tenido contra él (Flor 3).
Hay incluso en los escritos de Francisco un pasaje en que la concepción de la obediencia reviste un carácter casi budista. Dice así: «La santa obediencia confunde a todas las voluntades corporales y carnales, y tiene mortificado su cuerpo para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano, y lo sujeta y somete a todos los hombres que hay en el mundo, y no únicamente a los hombres, sino también a todas las bestias y fieras, para que puedan hacer de él todo lo que quieran, en la medida en que les fuere dado desde arriba por el Señor» (SalVir 14-18).
Esto nos recuerda a los discípulos de Sakiamuni que se dejaban despedazar por los tigres antes que oponer resistencia al mal. Que tal modo de pensar no era en Francisco el resultado de un humor pasajero, lo prueba el caso que se cuenta, de que una vez se le pegó fuego al hábito; él tiró a apagarlo al principio, pero en seguida lo dejó, arrepentido de haber querido quitar «al hermano fuego» la carne que él deseaba devorar (EP 116-117).
Uno de los medios más eficaces para obtener la paz del alma era para Francisco la obediencia, entendida ésta en el sentido de renuncia completa a toda voluntad personal, de absoluta sumisión a todo mandamiento y a toda violencia. Tal era, por lo demás, la lección que Francisco había aprendido de su divino Maestro: «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames... Si alguno viene donde mí y no odia... hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío... Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará» (Lc 6,29-30; 14,26; 9,24).
Otro de los medios recomendados por Francisco como indispensables para llegar a la perfecta paz interior, era la oración, pero la oración constante, «no interrumpida». Tomas de Celano describe a Francisco como «hecho todo él no ya sólo orante, sino oración», totus non tam orans quam oratio factus. Era como si no estuviera separado de la eternidad más que por un delgado tabique; con frecuencia se le otorgaba el favor singularísimo de oír las harmonías de los ángeles a través de aquel tabique. En esos instantes bienaventurados se quedaba en profundo silencio, interrumpía toda conversación con las criaturas, y los frailes que lo observaban, le veían cubrirse el rostro con el manto o con las manos; después le oían lanzar hondos suspiros o murmurar entre dientes palabras misteriosas; otras veces le veían menear la cabeza, como quien conversa con alguien. Cuando esto notaban, se salían sin meter ruido, pues bien sabían que él no gustaba de que le viesen cuando estaba en oración. Se dice que una vez el obispo iba a turbarle en su retiro, y al instante perdió el habla, y sin ella permaneció largo tiempo. Francisco, por su parte, celaba con gran esmero su devoción; para lo cual se levantaba muy temprano y sin hacer el menor ruido, a fin de no ser de nadie sentido; después se iba al bosque en busca de mayor tranquilidad para sus ejercicios. Más de una vez, sin embargo, un fraile que, llevado de la curiosidad, solía seguirle al bosque le vio rodeado de una gran luz y acompañado de Cristo, de la Virgen y de muchedumbre de ángeles y santos que conversaban con él. Terminada su oración, se volvía a casa, pero prohibía que nadie le hablase sobre lo que había pasado en su retiro. Con frecuencia decía a sus discípulos: «Cuando el siervo de Dios es visitado por el Señor en la oración con alguna nueva consolación, antes de terminarla debe levantar los ojos al cielo y, juntas las manos, decir al Señor: "Señor, a mí, pecador e indigno, me has enviado del cielo esta consolación y dulcedumbre; te las devuelvo a ti para que me las reserves, pues yo soy un ladrón de tu tesoro". Y más: "Señor, arrebátame tu bien en este siglo y resérvamelo para el futuro". Así debe ser -añadía-; que, cuando sale de la oración, se presente a los demás tan pobrecillo y pecador como si no hubiera obtenido una gracia nueva» (2 Cel 94-100).
Además de la oración privada en el retiro, recomendaba Francisco la oración en común. Las Florecillas nos lo muestran orando en compañía de Fray León. En su Carta a toda la Orden da normas a sus hermanos para la recitación del breviario. A pesar de la extrema debilidad que siempre le aquejaba, nunca consentía en apoyarse al rezar el salterio con los frailes. En sus viajes siempre rezaba sus oraciones de pie y con la cabeza descubierta, y si iba a caballo, se apeaba para hacer sus rezos. Un día del mes de diciembre de 1223 venía de Roma, y por el camino le sorprendió una lluvia torrencial, la que, sin embargo, no le impidió rezar su breviario, ni continuó el viaje hasta después que terminó su rezo; y, como el compañero le riñese por semejante imprudencia, Francisco le respondió: «¿Por ventura no debe el alma tomar su alimento con igual reposo que el cuerpo?» (2 Cel 96). Otra vez, aprovechando sus ratos de ocio, había tallado un vaso de madera; una mañana sintió tocar a tercia a las 9, y acudió para rezarla; pero estando en su rezo se le vino al pensamiento el trabajo que había ejecutado, y de tal manera le ocupó la mente, que vino a distraerle por completo de los salmos, que iba recitando sólo con los labios. Pronto cayó en la cuenta de su distracción y de la causa que la producía. Y lo echó al fuego para que se quemase (2 Cel 97).
En verdad que Francisco tomaba en serio el acto de la oración. Hay costumbre entre los cristianos de prometerse los unos a los otros encomendarse a Dios mutuamente en la oración, y no siempre se cumplen tales promesas. Pero Francisco no lo entendía así. Una vez el abad del convento del San Justino, en Perusa, le pidió, acaso por pura fórmula, que rogase a Dios por él: apenas se había éste marchado, dijo el Santo a su compañero: «Hermano, espérame un poco, que quiero pagar la deuda contraída» (2 Cel 101).
Pero lo que sobre todo anhelaba Francisco era oír diariamente la santa misa, cosa que le era fácil, por cierto, cuando se hallaba en una ciudad o aldea, mas no en la montaña, en la soledad de los eremitorios, pues el camino de las Cárceles a Asís, o de las Celdas a Cortona era muy largo. Inestimable fue, por lo tanto, el favor que, en diciembre de 1224, hizo Honorio III a los frailes concediéndoles que pudiesen celebrar misa en sus eremitorios sobre un altar portátil. Desde aquel día nunca dejó Francisco de rogar a León o a Benito de Piratro, ambos sacerdotes, que le dijesen la misa; y si eso no era posible por no haber sacerdote a mano, pedía que, al menos, le leyesen el Evangelio, lo que hacía siempre uno de los hermanos hacia la hora del mediodía (EP 117).
En el breviario de San Francisco que, antes de 1260, Fray Ángel y Fray León entregaron a la abadesa del monasterio de Santa Clara en Asís, donde aún se conserva, hay una nota manuscrita de Fray León que dice así: «El bienaventurado Francisco adquirió este breviario para sus compañeros los hermanos Ángel y León, y quiso servirse de él para decir el oficio divino cuando gozaba de buena salud, como se contiene en la Regla. Y, cuando estaba enfermo y no podía recitar el oficio, quería, al menos, escucharlo. Y así lo vino haciendo mientras vivió. También hizo escribir este evangeliario. Y el día que no podía oír misa, por motivo de enfermedad o por cualquier otro notorio impedimento, se hacía leer el evangelio que aquel mismo día se leía en la iglesia durante la misa. Mantuvo esta práctica hasta su muerte. Pues solía decir: "Cuando no oigo misa, adoro el cuerpo de Cristo con los ojos de la mente en la oración, como lo adoro cuando lo veo en la misa". Y, una vez oído o leído el evangelio, el bienaventurado Francisco besaba siempre el evangelio con grandísima reverencia hacia el Señor» (BAC, p. 974).
El tercer medio para obtener la paz interna era, según la enseñanza de Francisco, la continua alegría. «Al demonio y a su comparsa -decía- toca estar tristes; a nosotros, en cambio, alegrarnos y gozarnos en el Señor». Decía también que la tristeza es el «mal babilónico», porque lleva de nuevo, en este mundo, a la ciudad de Babel, ya abandonada. Cuando el alma anda triste, sola y atribulada, más fácilmente se vuelve hacia los consuelos exteriores y los placeres vanos del mundo. Por eso no se cansaba de inculcar las palabras del Apóstol: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres» (Flp 4,4). No quería ver en torno a sí rostros abatidos ni caras mustias; trataba de que sus hermanos no fuesen unos soñadores melancólicos, sino hijos de la luz. Y a los que le preguntaban cómo era posible conseguir semejante continuo gozo, respondía que «la alegría espiritual trae su origen de la pureza del corazón y se adquiere por la devota oración». Sólo el pecado y la tibieza son capaces de extinguir u oscurecer la luz espiritual que debe brillar en los corazones. Si el espíritu se enfría y poco a poco se hace infiel a la divina gracia, entonces se levantan la carne y la sangre pretendiendo dominarlo y apropiárselo todo (2 Cel 125-128; EP 95-96).
Pero es condición indispensable para disfrutar de esta divina alegría, permanecer libres no sólo de todo pecado mortal, sino de toda falta, aun la más leve. Basta la presencia de la más pequeña mota de polvo en el ojo para perturbar o impedir la vista corporal. Y Francisco enseñaba a sus discípulos a evitar cuidadosamente todas las motas de polvo de ese género, y en particular les advertía que evitasen las familiaridades con mujeres. Él mismo, en presencia de una mujer, tenía siempre los ojos fijos en el suelo o elevados al cielo; y cuando la conversación con ella llevaba camino de prolongarse más de lo justo, la cortaba en seco. Una vez, cerca de Bevaña, le atendieron a él y a su compañero dos piadosas mujeres, madre e hija, llevándoles lo que necesitaban; el Santo, en agradecimiento, las confortó con todo género de sabios consejos y piadosas conversaciones, pero sin mirarlas al rostro. Cuando ellas se fueron, el compañero le preguntó: «Hermano, ¿por qué no has mirado a esa virgen santa, consagrada a Dios, que ha venido a ti con tanta devoción?» Y Francisco le respondió: «¿Quién no tendrá reparo en mirar a una esposa de Cristo?». Para Francisco, toda mujer piadosa era una prometida de Cristo; por eso, considerándose a sí mismo como el menor de los siervos del Señor, nunca osaba mirar a tales personas (2 Cel 114). Es la misma lección que se deduce de la parábola que solía repetir el Santo contra la falta de modestia en mirar a las mujeres: uno de los mensajeros del rey fue despedido del palacio por haberse atrevido a poner los ojos en la esposa del monarca (2 Cel 113).
Se comprende, pues, que el divino Maestro recompensara tan completa y absoluta renuncia de todo lo terreno con una alegría igualmente completa y perfecta. Había momentos, y aun horas enteras, en que esta alegría tomaba forma de canto íntimo, y él lo entonaba con la voz externa, frecuentemente en francés, como en otro tiempo cuando, en compañía de Fray Gil, iba por las calles de Asís anunciando el Evangelio. Y mientras más dulce era la interior melodía, más alto levantaba él la voz para traducirla. A veces tomaba dos trozos de leño, apoyaba el uno debajo de la barba, como se hace con la viola, y le frotaba con el otro, a guisa de arco, y seguía cantando cada vez más alto, cada vez con más entusiasmo al son de aquella música que sólo él oía, y que acompañaba hasta con rítmicos movimientos del cuerpo. Por fin, la emoción le dominaba por completo, y entonces arrojaba la viola y el arco, y, deshecho en lágrimas abrasadoras, se arrobaba en sublime y delicioso éxtasis (EP 93; 2 Cel 127).

Capítulo IV – El gran milagro


Corría el verano de 1224, y la salud de Francisco parecía haber mejorado notablemente. En el mes de agosto dejó el Santo su querido valle de Rieti para trasladarse al monte Alverna, en el Casentino, que en 1213 le regalara el generoso conde Orlando. Lo acompañaban sus fieles amigos León, Ángel, Maseo e Iluminado, con quienes se proponía celebrar sobre dicho monte la fiesta de la Asunción de la Sma. Virgen y prepararse con un ayuno de cuarenta días para la de San Miguel Arcángel (29 de septiembre); porque Francisco, como todos sus contemporáneos y la Edad Media toda, tenía gran devoción al «gonfaloniero» o abanderado de los ejércitos celestiales, Signifer Sanctus Michael, que al son de su trompeta hará surgir a los muertos de sus tumbas en el día del juicio. En el mismo pergamino en que Francisco, después de su estigmatización, escribió las Alabanzas del Dios Altísimo y la Bendición al hermano León, éste nos describió las circunstancias en que se escribieron estos textos. En efecto, en el margen superior de la cara en que se encuentra la Bendición, se lee así: «El bienaventurado Francisco, dos años antes de su muerte, hizo una cuaresma en el monte Alverna, en honor de la bienaventurada Virgen, Madre de Dios, y del bienaventurado Miguel Arcángel, desde la fiesta de la Asunción de Santa María Virgen hasta la fiesta de San Miguel de septiembre».
Acto seguido de recibir la donación del monte Alverna, Francisco envió a dos de sus hermanos a tomar posesión de él, los cuales, ayudados por conde Orlando, se instalaron en una planicie rocosa situada en la cumbre de la montaña, construyendo allí unas chozas de cañas cubiertas con barro a la manera que le gustaban a Francisco. Más tarde les hizo construir Orlando una pequeña iglesia, que se llamó, como la de la Porciúncula, «Santa María de los Angeles».
El viaje al Alverna era demasiado largo para ser hecho a pie, por lo que a Francisco hubieron de fallarle las fuerzas a tal punto, que sus compañeros se vieron forzados a pasar donde un campesino a pedirle que les prestase un jumento para poder conducir a su padre. Enterado el campesino del objeto de la demanda, corrió hacia el Santo y le preguntó con vivo interés si era él el hermano Francisco. Y como el varón de Dios respondiera con humildad que era el mismo por quien preguntaba, le dijo el campesino: «Procura ser tan bueno como dicen todos que eres, pues son muchos los que tienen puesta su confianza en ti. Por lo cual te aconsejo que nunca te comportes contrariamente a lo que se dice de ti». Tan candoroso consejo le llegó a Francisco al fondo del corazón, y cayó de rodillas a los pies del campesino, dándole las gracias (2 Cel 142). Cuenta Celano que el guía que condujo a nuestros caminantes al fin de su viaje, fatigado por el calor y la subida que empieza a orillas del Corzalone y termina en la cima del Alverna, empezó a desfallecer de pura sed; compadecido el Santo, se postró en tierra en oración por breves instantes, al fin de los cuales se alzó mostrando al hombre una fuente de agua cristalina junto a él (2 Cel 46). Hay quien piensa que este guía fue el mismo campesino dueño del jumento en que Francisco hizo su ascensión al monte.
Trepando la montaña iban todavía los hermanos cuando, sentados a reposar al pie de una encina, vieron llegar, dicen las Florecillas (Consideraciones sobre las Llagas, I-II), una enorme bandada de pájaros que parecían saludarlos con alegres cantos y sonoro batir de alas: unos venían a posarse sobre la cabeza del Santo, otros sobre sus hombros, otros en sus rodillas y hasta en sus manos. Maravillado Francisco de tanta fiesta, dijo a sus compañeros: «Yo creo que a nuestro Señor Jesucristo le agrada que moremos en este monte solitario, ya que tanta alegría muestran por nuestra llegada nuestros hermanos los pájaros».
Cuando llegó la noticia al conde Orlando, también se alegró en gran manera, y al día siguiente salió de su castillo camino del monte, seguido de numeroso cortejo y llevando a Francisco y sus compañeros pan, vino y otras cosas. Al llegar los encontró puestos en oración, pero avanzó a saludarlos. Francisco se levantó al momento y recibió al conde con las mayores demostraciones de gozo y cariño, y en seguida se sentaron ambos a conversar. Terminado el coloquio, en que Francisco dio las gracias a su amigo por el inestimable regalo de aquel sitio tan apropiado para el recogimiento, le suplicó que le hiciese construir una pobre celdilla al pie de una haya distante de las chozas de los hermanos como un tiro de piedra, lugar que le pareció en extremo propicio para la meditación. Orlando hizo al punto lo que Francisco le pedía, y antes de caída la noche la fabrica estuvo terminada, y Francisco, al tomar posesión de ella, predicó a los circunstantes. Acabado el sermón, dada por Francisco la bendición a la gente, y estando ya para partir el conde, éste llamó aparte a aquél y a los otros frailes y les dijo: «Hermanos míos muy amados, no es mi intención que en este monte agreste tengáis que pasar necesidad alguna corporal, con menoscabo de la atención que debéis poner a las cosas espirituales. Quiero, pues, y os lo digo una vez por todas, que enviéis confiadamente a mi casa para todo lo que necesitéis; y, si no lo hacéis así, lo llevaré muy a mal». Dicho esto, partió con todo su acompañamiento y se volvió a su castillo.
«Entonces, San Francisco hizo sentar a sus compañeros y les dio instrucciones sobre el estilo de vida que habían de llevar ellos y cuantos quisieran morar religiosamente en los eremitorios. Entre otras cosas, les inculcó de manera especial la guarda de la santa pobreza, diciéndoles: "No toméis tan en consideración el caritativo ofrecimiento de messer Orlando, que ofendáis en cosa alguna a nuestra señora madonna Pobreza". Y, después de muchas, bellas y devotas palabras e instrucciones sobre esta materia, concluyó: "Este es el modo de vivir que he determinado para mí y para vosotros. Y, puesto que me voy acercando a la muerte, es mi intención estar a solas y recogido en Dios, llorando ante Él mis pecados. El hermano León, cuando le parezca bien, me traerá un poco de pan y un poco de agua; y por ningún motivo habéis de permitir que se acerque ningún seglar, sino que vosotros responderéis de mi parte". Dichas estas palabras, les dio la bendición y se fue a la celda del haya; y sus compañeros se quedaron en el eremitorio con el firme propósito de poner en práctica las instrucciones de San Francisco» (Consideraciones, II).
Todavía se muestran hoy en el monte Alverna los diferentes lugares habitados por Francisco: la gran peña cortada (sasso masso o spicco), debajo de la cual tenía costumbre de ponerse orar; la caverna sombría y baja, donde se acostaba sobre una gran piedra; la gruta de Fray León, suspendida en lo más alto de la montaña, a donde acudía el Santo muy temprano a oír la misa de su amigo, a adorar el cuerpo y la sangre de Dios en la hostia blanca y en el cáliz dorado que la mano de León elevaba sobre el altar para consuelo y alivio de los pobres peregrinos de este valle de lágrimas.
También Francisco tenía necesidad de este consuelo, pues nunca como ahora se había sentido tan inquieto y lleno de cuidados y temores por el porvenir de su Orden. ¿Qué sería de ella? ¡Le habían arrebatado a sus hermanos, a sus hijos!, ¿para llevarlos adónde? ¡Ay!, a donde él no quería que fuesen, y él no podía estorbarlo y se veía constreñido a presenciarlo bien a su pesar... En vano evocaba y reconstruía en la mente sus acariciados ideales del perfecto hermano menor, del perfecto ministro, del perfecto general de la Orden; bien sabía él que la realidad era muy otra. Fray Elías y los otros frailes de su misma tendencia no se allanaban a contentarse, como era el deseo de Francisco, con ser hombres «de un solo libro y de una sola pluma»; allegaban libros y estudiaban derecho eclesiástico, y era tiempo perdido el que se empleaba en persuadirlos a observar, en sus relaciones con los demás hermanos, el verdadero espíritu del Evangelio. Francisco suspiraba y clamaba a Dios con acento cada vez más dolorido: «Señor, a ti te encomiendo la familia que me diste» (EP 81). Y luego volvía a su halagüeña ilusión de que todo era todavía como en otros tiempos, de que ningún obstáculo había entre él y sus hijos, de que todos vivían en santa unión y nadie nunca sería capaz de desunirlos.
Cierto día despertó Francisco de este hermoso sueño, se percató de la triste realidad, y entonces concibió el deseo de recurrir a un medio que ya había empleado antes para levantar siquiera una punta del velo que le ocultaba el secreto de lo porvenir. Ordenó a Fray León que tomase el libro de los Evangelios y lo abriese por tres veces al azar en nombre de la santísima Trinidad. Obedeció León y todas las tres veces abrió el Evangelio por la parte donde se narra la pasión de Jesucristo, con lo que entendió Francisco que ya no le restaba otra cosa que padecer hasta el fin y que en la tierra no tenía que esperar ningún momento de felicidad. Entonces se entregó rendido, dulcemente abandonado a la voluntad del Señor.
Pero a la noche siguiente estuvo largo tiempo sin poderse dormir; en vano daba vueltas y más vueltas sobre su duro lecho, en vano aguardaba que los halcones del monte Alverna le advirtiesen con sus graznidos que ya era hora de levantarse al rezo de los maitines. «En el cielo -se decía como para consolarse- todo será como debe ser. Allá a lo menos habrá paz y gozo por toda una eternidad». Con estos pensamientos se quedó por fin dormido. Es Celano quien nos refiere que un halcón, que había anidado en el lugar, avisaba de antemano, cantando y haciendo ruido, la hora en que el Santo solía levantarse a la noche para la alabanza divina. Y esto gustaba muchísimo al santo de Dios, pues con la solicitud tan puntual que mostraba para con él le hacía sacudir toda negligencia. En cambio, cuando al Santo le aquejaba algún malestar más de lo habitual, el halcón le dispensaba y no le llamaba a la hora acostumbrada de las vigilias; y así, cual si Dios lo hubiere amaestrado, hacia la aurora pulsaba levemente la campana de su voz (2 Cel 168; LM 8,10).
Aquella noche se le apareció a Francisco un ángel radiante de luz inmortal que, con una viola en la mano izquierda y el arco en la derecha, se le acercó y le dijo: «Francisco, yo vengo a hacerte oír un poco de la música que nosotros gozamos allá arriba delante del trono de Dios». Dicho esto, apoyó la viola en su mejilla e hizo con el arco una sola pasada por las cuerdas, y fue tal la suavidad de la melodía, que llenó de dulcedumbre el alma de San Francisco y le hizo desfallecer, hasta el punto que, como lo refirió después a sus compañeros, le parecía que, si el ángel hubiera continuado moviendo el arco hasta abajo, se le hubiera separado el alma del cuerpo no pudiendo soportar tanta dulzura (Consideraciones, II).
Después de la fiesta de la Asunción, Francisco se separó de sus hermanos y se fue a morar en una gruta todavía más lejana, situada del otro lado de un profundo tajo hecho en la roca viva, adonde sólo se podía llegar por un árbol o tronco atravesado a guisa de puente, por debajo del cual se veía el abismo. Allí se estableció Francisco después de convenir con Fray León que iría a verle dos veces cada veinticuatro horas, la una para llevarle pan y agua, la otra para el rezo de los maitines. Antes de pasar el puente, debía León decir en voz alta las palabras Domine, labia mea aperies, «Señor, ábreme los labios»; si Francisco respondía Et os meum annuntiabit landem tuam, «Y mi boca proclamará tu alabanza», entonces podía León pasar el puente e ir a su maestro; si no se le respondía, debía volverse tranquilamente donde los demás hermanos. «Decía esto San Francisco -indica la Consideración II sobre las Llagas- porque algunas veces estaba tan arrobado en Dios, que no oía ni sentía nada con los sentidos del cuerpo».
Durante varios días León cumplió religiosamente la orden de Francisco; pero una noche se paró como de costumbre antes de pasar el puente, dijo las consabidas palabras, esperó un rato y no obtuvo respuesta. Era una noche de luna, esplendorosa y fresca, como aquellas con que el mes de septiembre suele regalar a los montes Apeninos: la tibia y silenciosa claridad bañaba en muchas leguas a la redonda el desierto y sinuoso valle, envolviendo como en nube luminosa los negros troncos de los abetos. León vaciló un buen rato; por fin se decidió a franquear el puente. Se deslizó con toda precaución a través de la espesura sin hallar ningún vestigio de su maestro; al cabo de cierto tiempo percibió un murmullo como gemido de plegaria; siguió en su dirección y no tardó en descubrir a Francisco que, arrodillado, los brazos en cruz y el rostro vuelto al cielo, oraba en voz alta. León se mantuvo inmóvil, protegido por la sombra de un árbol, pero tan cerca que podía entender perfectamente todas las palabras que pronunciaba el Santo y que, a través del aire diáfano y limpio de la noche, llegaban a él admirablemente netas y distintas:
--¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? Y ¿quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?, -decía Francisco mirando al cielo.
Y repitió muchas veces esta misma pregunta, hasta que León puso distraídamente el pie sobre una rama e hizo un ruido que despertó de su meditación a Francisco, que al instante dejó de orar y se levantó.
--¡En nombre de Jesús -clamó el Santo-, quienquiera que seas, no te muevas de donde estás!
Y se fue acercando a donde estaba Fray León. Éste contó después a los otros hermanos que en aquel instante se sintió presa de tan extraordinario pavor, que, si la tierra se hubiese abierto delante de él, se habría arrojado en la sima para ocultarse de Francisco, porque ya le parecía que éste lo iba a despedir de sí en castigo de su desobediencia, y el amor que él le tenía era tan grande, que bien sabía que no podría vivir sin su compañía y dirección. Llegado Francisco al pie del árbol, preguntó:
--¿Quién eres tú?
--Yo soy el hermano León, Padre mío -respondió temblando de pies a cabeza.
--Y ¿por qué has venido aquí, hermano ovejuela? -prosiguió San Francisco-. ¿No te tengo dicho que no andes observándome? Te mando, por santa obediencia, que me digas si has visto u oído algo.
El hermano León respondió:
--Padre, yo te he oído hablar y decir varias veces: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?» y «¿Quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?»
Cayendo entonces de rodillas el hermano León a los pies de San Francisco, se reconoció culpable de desobediencia contra la orden recibida y le pidió perdón con muchas lágrimas. Y en seguida le rogó devotamente que le explicara aquellas palabras que él había oído y le dijera las otras que no había entendido.
Entonces, San Francisco, en vista de que Dios había revelado o concedido al humilde hermano León, por su sencillez y candor, ver algunas cosas, condescendió en manifestarle y explicarle lo que pedía, y le habló así:
--Has de saber, hermano ovejuela de Jesucristo, que, cuando yo decía las palabras que tú escuchaste, mi alma era iluminada con dos luces: una me daba la noticia y el conocimiento del Creador, la otra me daba el conocimiento de mí mismo. Cuando yo decía: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?», me hallaba invadido por una luz de contemplación, en la cual yo veía el abismo de la infinita bondad, sabiduría y omnipotencia de Dios. Y cuando yo decía: «¿Quién soy yo», etc.?, la otra luz de contemplación me hacía ver el fondo deplorable de mi vileza y miseria. Por eso decía: «¿Quién eres tú, Señor de infinita bondad, sabiduría y omnipotencia, que te dignas visitarme a mí, que soy un gusano vil y abominable?» Estas son las palabras que has oído y aquel elevar las manos por tres veces que has visto. Pero guárdate bien, hermano ovejuela, de seguir espiándome; vuélvete a tu celda con la bendición de Dios (Consideraciones, III).
Pasaban los días y las noches, y pronto llegó la fiesta de la Exaltación de la Cruz, 14 de septiembre, aniversario del rescate de la verdadera Cruz por el emperador Heraclio de manos de Cosroa, rey de Persia, que se la había llevado de Jerusalén como botín de guerra y trofeo de victoria.
La cruz y el crucifijo fueron siempre para nuestro Santo objeto de íntima, profundísima devoción, desde el día en que la misteriosa voz salida del crucifijo bizantino de San Damián en 1207 le alejó del mundo y le señaló el camino de la pobreza de Cristo. «Desde aquel momento -dice la Leyenda de los Tres Compañeros- quedó su corazón llagado y derretido de amor ante el recuerdo de la pasión del Señor Jesús, de modo que mientras vivió llevó en su corazón las llagas del Señor Jesús, como después apareció con toda claridad en la renovación de las mismas llagas admirablemente impresas en su cuerpo y comprobadas con absoluta certeza» (TC 14).
Cuando en los días de su juventud frecuentaba el bosque vecino de la Porciúncula, sólo pensaba en los padecimientos del Crucificado, y este pensamiento le traía anegado en continuo llanto. Un día le encontró en tal guisa un campesino, que le preguntó la causa de su dolor, y Francisco le contestó: «Lloro la pasión de mi Señor Jesucristo». Y era tan verdadero y tan intenso este dolor y de tal modo lo expresó Francisco, que no pudo menos de comunicárselo a su interlocutor, el cual rompió también a llorar (TC 14).
Francisco había enseñado a sus hermanos esta oración en honra de la Cruz: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5). Y no toleraba que sus frailes pisasen dos pajas o dos ramitas que estuviesen en el suelo formando la cruz.
En las visiones que algunos hermanos tuvieron de Francisco, éste aparecía acompañado del símbolo de la cruz. Silvestre, por ejemplo, vio salir de la boca de su maestro una gran cruz de oro que abarcaba el mundo entero; Pacífico lo vio atravesado por dos espadas cruzadas, una que iba de la cabeza a los pies, y otra del brazo derecho al izquierdo, pasando por el pecho; León vio una gran cruz dorada que avanzaba delante de San Francisco sin que nadie la trasportase.
En la liturgia de la fiesta de la Exaltación de la Cruz parece como si se encontraran reunidas las palabras más fuertes del Evangelio y de la Iglesia. «Esta señal de la cruz -se dice allí- brillará en el cielo cuando venga el Señor a juzgar». O bien las palabras de San Pablo: «Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, que es nuestra salvación, vida y resurrección». Y también leemos en la antífona de Tercia de esa liturgia: «Cristo Redentor, sálvanos por la fuerza de la cruz; tú que salvaste a Pedro en el mar, ten compasión de nosotros». Y en el himno de laudes: «¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza!» Y una y otra vez, a cada momento vuelve la idea de la cruz: «¡Tú eres más hermosa que los cedros del Líbano; tú eres el árbol de la vida, plantado en medio del jardín del Paraíso! ¡Ved la cruz del Señor! ¡Que huyan todos sus enemigos! Ha vencido el león de Judá. ¡Aleluya!»
Profundamente penetrado de estos sentimientos, estaba Francisco de rodillas delante de su celda la mañana del día 14 de septiembre, fiesta de la Cruz. No amanecía aún y el Santo, con el rostro vuelto hacia el oriente, los brazos extendidos y ambas manos levantadas, oraba en esta forma:
«Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido me concedas antes de mi muerte: la primera, que yo experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida posible, aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores».
«Y, permaneciendo por largo tiempo en esta plegaria, entendió que Dios le escucharía y que, en cuanto es posible a una pura creatura, le sería concedido en breve experimentar dichas cosas.
»Animado con esta promesa, comenzó San Francisco a contemplar con gran devoción la pasión de Cristo y su infinita caridad. Y crecía tanto en él el fervor de la devoción, que se transformaba totalmente en Jesús por el amor y por la compasión.
»Estando así inflamado en esta contemplación, aquella misma mañana vio bajar del cielo un serafín con seis alas de fuego resplandecientes. El serafín se acercó a San Francisco en raudo vuelo tan próximo, que él podía observarlo bien: vio claramente que presentaba la imagen de un hombre crucificado y que las alas estaban dispuestas de tal manera, que dos de ellas se extendían sobre la cabeza, dos se desplegaban para volar y las otras dos cubrían todo el cuerpo.
»Ante tal visión, San Francisco quedó fuertemente turbado, al mismo tiempo que lleno de alegría, mezclada de dolor y de admiración. Sentía grandísima alegría ante el gracioso aspecto de Cristo, que se le aparecía con tanta familiaridad y que le miraba tan amorosamente; pero, por otro lado, al verlo clavado en la cruz, experimentaba desmedido dolor de compasión. Luego, no cabía de admiración ante una visión tan estupenda e insólita, pues sabía muy bien que la debilidad de la pasión no dice bien con la inmortalidad de un espíritu seráfico. Absorto en esta admiración, le reveló el que se le aparecía que, por disposición divina, le era mostrada la visión en aquella forma para que entendiese que no por martirio corporal, sino por incendio espiritual, había de quedar él totalmente transformado en expresa semejanza de Cristo crucificado».
(...)
«Cuando desapareció esta visión admirable, después de largo espacio de tiempo y de secreto coloquio, dejó en el corazón de San Francisco un ardor desbordante y una llama de amor divino, y en su carne, la maravillosa imagen y huella de la pasión de Cristo. Porque al punto comenzaron a aparecer en las manos y en los pies de San Francisco las señales de los clavos, de la misma manera que él las había visto en el cuerpo de Jesús crucificado, que se le apareció bajo la figura de un serafín. Sus manos y sus pies aparecían, en efecto, clavados en la mitad con clavos, cuyas cabezas, sobresaliendo de la piel, se hallaban en las palmas de las manos y en los empeines de los pies, y cuyas puntas asomaban en el dorso de las manos y en las plantas de los pies, retorcidas y remachadas de tal forma, que por debajo del remache, que sobresalía todo de la carne, se hubiera podido introducir fácilmente el dedo de la mano, como en un anillo. Las cabezas de los clavos eran redondas y negras. Asimismo, en el costado derecho aparecía una herida de lanza, sin cicatrizar, roja y ensangrentada, que más tarde echaba con frecuencia sangre del santo pecho de San Francisco, ensangrentándole la túnica y los calzones.
»Lo advirtieron los compañeros antes de saberlo de él mismo, observando cómo no descubría las manos ni los pies y que no podía asentar en tierra las plantas de los pies, y cuando, al lavarle la túnica y los calzones, los hallaban ensangrentados; llegaron, pues, a convencerse de que en las manos, en los pies y en el costado llevaba claramente impresa la imagen y la semejanza de Cristo crucificado» (Consideraciones, III).
Me he servido aquí de una fuente tardía, Florecillas - Consideraciones sobre las Llagas, porque estoy convencido de que el relato de las Florecillas procede, al menos en sus partes esenciales, de los relatos escritos o verbales de León, de Maseo, de Ángel, y de otros hermanos. Sabemos, en efecto, por Eccleston que Fray León se complacía en contar a los hermanos jóvenes las circunstancias de la estigmatización (AF I, p. 245). Sin duda alguna, muchos de sus "rollos" se referían a su estancia en el monte Alverna, y algunos pasajes de esos "rollos" están incluidos en el texto de los caps. 9 y 21 de los Actus. Por lo demás, tenemos de puño y letra del propio Fray León el testimonio auténtico de la estigmatización de San Francisco: la nota que él escribió en el pergamino que Francisco le dio con su Bendición y con las Alabanzas del Dios Altísimo, y que ya hemos reproducido en parte: «El bienaventurado Francisco, dos años antes de su muerte, hizo una cuaresma en el monte Alverna, en honor de la bienaventurada Virgen, Madre de Dios, y del bienaventurado Miguel Arcángel, desde la fiesta de la Asunción de Santa María Virgen hasta la fiesta de San Miguel de septiembre. Y se posó sobre él la mano del Señor. Después de la visión y de la alocución del Serafín y de la impresión de las llagas de Cristo en su cuerpo, compuso estas Alabanzas, escritas en el otro lado del papel, y las escribió de su propia mano, dando gracias a Dios por el beneficio que le había concedido. El bienaventurado Francisco escribió de su propia mano esta bendición a mí, fray León». Añadamos que la descripción del milagro en la Vida Primera (1 Cel 94-96) y en el Tratado de los milagros de Tomás de Celano, aunque es más compendiosa, tiene una semejanza indudable con la de las Florecillas, lo que no es de admirar si se tiene en cuenta que Celano trabajó mucho en colaboración con León y con los otros compañeros íntimos de San Francisco. Y por último digamos que en el relato que hace San Buenaventura en su Leyenda Mayor (LM 13,3), encontramos los mismos elementos esenciales que antes hemos reproducido.

Capítulo V – La bendición a fray León y el adiós al Alverna


Imposible fue a Francisco ocultar por mucho tiempo el milagro obrado en su cuerpo. En primer lugar, vivía rodeado de amigos entusiastas y abnegados, que estaban siempre pendientes de él y cuya vida toda giraba en torno a la suya. En segundo lugar, las llagas le producían tan vivos dolores hasta en sus más mínimos movimientos, que necesariamente se veía forzado a recurrir al auxilio de los otros. Con toda probabilidad, Fray León fue el primero que tuvo el consuelo de conocer el secreto. Para que Francisco pudiese mover las manos y los pies, alguien tenía que encargarse de aplicarle vendas en la parte saliente de los clavos, y esta tarea fue confiada a la solicitud de dicho hermano, que la desempeñaba diariamente, salvo, según se dice, desde el jueves hasta el sábado, espacio en el cual quería el Santo padecer íntegramente los dolores de la pasión de Cristo. Poco después se enteró del secreto Fray Rufino, que estaba encargado de lavar la ropa de Francisco, y no tardó en advertir que los paños menores salían manchados de sangre al lado derecho de la cintura, lo que no podía ser sino efecto de la hemorragia de la llaga del costado; incluso se cuenta que, andando el tiempo, valiéndose de un ardid logró ver y tocar esta llaga. Celano dice expresamente que, en vida del Santo, si bien las llagas de las manos y de los pies las vieron algunos hermanos, nadie vio la del costado sino Rufino (2 Cel 135-138). Basado sin duda en una falsa información de Fray Elías, el mismo Celano escribió antes que también este hermano la vio mientras Francisco vivía (1 Cel 95).
Es difícil imaginarse el estado en que quedó el alma de Francisco después de la recepción de las llagas. Desde aquel instante vivía el Santo tan por encima de las condiciones ordinarias de la humanidad, que todos al verle o tratarle se veían impelidos a prosternarse en su presencia, besando el suelo que hollaban sus benditas plantas. León le sorprendía continuamente elevado en los aires a la altura de las copas más altas de los árboles, y entonces exclamaba espontáneamente el fiel discípulo: «Dios mío, muéstrate propicio a este indigno pecador que soy yo, y por los méritos de este hombre santísimo, dispénsame tu santa misericordia» (Actus, 38).
Parece ser, sin embargo, que el efecto inmediato de la estigmatización fue para Francisco una inmensa alegría, un acabarse en él por completo todo abatimiento, todo cuidado de la tierra. Expresión elocuente de este sentimiento de inefable felicidad es el cántico de alabanzas que el Santo compuso muy poco después de haber recibido los estigmas, en acción de gracias por tan incomparable favor. He aquí la traducción de esta laude llamada Alabanzas del Dios altísimo (AlD):
«Tú eres santo, Señor Dios único, que haces maravillas.
»Tú eres fuerte, tú eres grande, tú eres altísimo, tú eres rey omnipotente, tú, Padre santo, rey del cielo y de la tierra.
»Tú eres trino y uno, Señor Dios de dioses, tú eres el bien, todo el bien, el sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero.
»Tú eres amor, caridad; tú eres sabiduría, tú eres humildad, tú eres paciencia, tú eres belleza, tú eres mansedumbre, tú eres seguridad, tú eres quietud, tú eres gozo, tú eres nuestra esperanza y alegría, tú eres justicia, tú eres templanza, tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción.
»Tú eres belleza, tú eres mansedumbre; tú eres protector, tú eres custodio y defensor nuestro; tú eres fortaleza, tú eres refrigerio.
»Tú eres esperanza nuestra, tú eres fe nuestra, tú eres caridad nuestra, tú eres toda dulzura nuestra, tú eres vida eterna nuestra: Grande y admirable Señor, Dios omnipotente, misericordioso Salvador».
Al mismo tiempo que Francisco se sentía en toda la plenitud de la alegría cristiana, colocado, como otro Moisés, en la cumbre del monte Nebo enfrente y a la vista de la Tierra Prometida, su mejor y más íntimo amigo padecía cruelísima tentación, no corporal, sino espiritual, según las fuentes, que, por lo demás, no dan de ello explicación precisa. ¿Sentiría León, por ventura, alguna envidia de su maestro? ¿Sería acaso un secreto sentimiento de inquietud celosa por ver a su amigo y padre andar por regiones adonde no le era dado seguirle? Sea de esto lo que fuere, parece indudable que León deseaba vehementemente tener una prueba de que él no era echado en olvido por Francisco a pesar de los grandes favores que éste había recibido, de que las relaciones entre uno y otro eran las mismas de antes y de siempre. León traía a la memoria aquel tiempo en que Francisco le escribía cartas afectuosas, y todo el que sepa la impresión que produce la vista de una letra querida trazada en la cubierta de un sobre de correos, convendrá en que lo que Fray León deseaba ardientemente era recibir una vez más algún papel escrito de mano de su maestro; pero, ¿cómo obtenerlo si, según le parecía, las relaciones entre ambos no eran ya las mismas de antes?
Francisco, con su habitual delicada penetración, parece haberse dado cuenta de lo que pasaba en la conciencia de su amigo, pues un día de aquellos lo llamó para pedirle que le trajera un pedazo de pergamino, pluma y tinta; en seguida, mientras León aguardaba de pie, presa de intensa emoción, Francisco se puso a escribir el poema que hemos trascrito más arriba y, al terminarlo, volvió la hoja y en el dorso y con letra de grueso perfil copió la bendición del antiguo patriarca Aarón:
«El Señor te bendiga y te guarde; te muestre su faz y tenga misericordia de ti. Vuelva su rostro a ti y te dé la paz».
Esto escrito, Francisco se recogió un momento y luego terminó así la escritura: «El Señor te bendiga, hermano León».
Por fin, puso la firma, pero no escribiendo su nombre, sino estampando la letra T, símbolo de la cruz en el Antiguo Testamento, debajo de la cual dibujó una calavera sobre un monte, imagen de la victoria reportada por Jesucristo sobre la muerte. Acto seguido cogió el pergamino escrito y, radiante de sonrisa y de bondad, lo alargó a León, diciéndole: «Toma para ti este pliego y consérvalo cuidadosamente hasta el día de tu muerte». Recibir León el papel, prorrumpir en dulces lágrimas y disiparse sus siniestros pensamientos, todo fue obra de un solo instante. León guardó conforme al encargo de su maestro el precioso pergamino, prenda de una amistad maravillosa, llevándolo siempre junto a su corazón hasta el último día de su vida, que fue en el año 1271; aún ahora se conserva en el Sacro Convento de Asís (2 Cel 49; LM 11,9). (67)
El día 30 de septiembre, Francisco y León dejaron el monte Alverna. El Santo bajó montado en un jumento que le había enviado el conde Orlando, porque el dolor de las llagas no le permitía ya caminar a pie. Francisco oyó misa muy de mañana, y en ella dirigió una última admonición a sus hermanos. A continuación se despidió Maseo, Ángel, Silvestre e Iluminado, diciéndoles: «Quedad en paz, amadísimos hijos. Dios os bendiga, amadísimos hijos. ¡Adiós! Me separo de vosotros corporalmente, pero os dejo mi corazón. Parto con fray Ovejuela de Dios y voy a Santa María de los Ángeles, y aquí ya no volveré. Me voy, adiós, adiós a todos. Adiós Monte, adiós Monte Alverna, adiós Monte de los Ángeles. Adiós amadísimo, adiós amadísimo hermano halcón, te agradezco la caridad que conmigo tuviste. Adiós; adiós "Sasso Spico", ya no volveré jamás a visitarte. Adiós roca, adiós, adiós, adiós roca, que dentro de tus entrañas me recibiste quedando el demonio burlado; ya no nos volveremos a ver. Adiós Santa María de los Ángeles, te recomiendo éstos mis hijos, Madre del eterno Verbo». Mientras que así decía el Santo, lloraban sus hermanos lágrimas de intensa ternura; mas él los abrazó de nuevo y se puso en marcha, abandonando definitivamente aquella montaña, teatro de sus más íntimas comunicaciones con el cielo. (68)
Francisco tomó el camino de Borgo San Sepolcro, no sin pasar antes por el castillo de Chiusi a despedirse de su amigo y bienhechor el conde Orlando. Siempre acompañado de su «ovejuela de Cristo», atravesó el torrente del Rasina, franqueó los montes Arcoppe y Foresto y llegó a la cumbre del monte Casella, donde hizo alto para contemplar la última vez, por entre los nubarrones otoñales que lo envolvían, su querido Alverna; se apeó de su asno, se arrodilló y, vuelto a la santa montaña, junto con describir con su llagada diestra una gran cruz en el espacio, exclamó, dándole su último adiós, sus últimas gracias, su última bendición: «¡Adiós, monte del Señor, monte santo, monte excelso, monte escarpado, monte en que Dios tuvo a bien habitar! ¡Adiós, monte Alverna! ¡Que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo te bendigan! ¡Que su paz sea contigo! Ya no te veré más. ¡Adiós!» (69)
Acto seguido volvió a subir en su jumentillo, y prosiguió su marcha, tan profundamente absorto en sí, que atravesó la ciudad de Borgo San Sepolcro y no lo advirtió. Habían salido ya de ella cuando volvió de su éxtasis, y entonces preguntó a Fray León cuánto faltaría para llegar a Borgo (2 Cel 98).
Por lo demás, aquel viaje revistió cada vez más el carácter de una verdadera marcha triunfal: los pueblos del camino salían en masa al encuentro de Francisco, agitando ramos de olivos y exclamando a voz en cuello: Ecco il Santo!, ¡Aquí viene el Santo! A cada instante le pedían la mano para besársela; con su sola presencia iba sembrando milagros: una mujer aquejada de grave enfermedad quedó repentinamente sana con solo tocar la cuerda con que el Santo iba gobernando su asno (Consideraciones, IV; 1 Cel 63-64).
Desde Cittá di Castello, donde Francisco se detuvo un mes entero y donde, entre otros milagros, sanó con sólo pronunciar una palabra a otra pobre mujer atacada de horrendo delirio, prosiguió el camino hacia la Porciúncula. Era entonces el mes de noviembre, y ya la nieve cubría los Apeninos. Una de aquellas noches le tocó a Francisco tener que pasarla en medio de la nieve en compañía de León y del campesino que le había prestado el asno; no les fue posible llegar a tiempo a ninguna vivienda humana, y hubieron de contentarse con el hueco de una peña. Semejante lecho nada tenía de extraño para Francisco y su secretario; pero sí y mucho para el otro acompañante, que pasaba la noche lamentándose y maldiciendo su suerte sin conciliar el sueño. Notando el Santo que aquel hombre se revolvía de una parte a otra murmurando quedamente con quejumbrosos gemidos, como quien mal abrigado no podía estar quieto a causa de la atrocidad del frío, encendido en el fervor del amor divino, extendió su mano y le tocó con ella, y, al contacto de aquella mano sagrada, huyó todo frío del cuerpo del labriego y se vio envuelto en tanto calor, dentro y fuera, como si lo hubiese invadido una bocanada salida del respiradero de un horno. Así, confortado al instante en el alma y en el cuerpo, durmió hasta el amanecer tan suavemente entre piedras y nieve como jamás había descansado en su propio lecho, según el mismo declaró más tarde (LM 13,7; Consideraciones, IV).
A poco de llegar a la Porciúncula emprendió Francisco una nueva misión apostólica por los alrededores, porque sentía renacer en su pecho el celo de sus años juveniles, y no cesaba de hablar de grandes cosas que tenía que realizar. Sin duda, le ocurrió el pensamiento de comenzar nueva vida, con nuevos alientos y con mayor perfección, pues solía decir: «Comencemos, hermanos, a servir al Señor Dios, pues escaso es o poco lo que hemos adelantado». No pensaba haber llegado aún a la meta, y, permaneciendo firme en el propósito de santa renovación, estaba siempre dispuesto a comenzar nuevamente. Le hubiera gustado volver a servir a los leprosos y padecer desprecios, como en tiempos pasados (1 Cel 103).
Cabalgando siempre en un jumentillo, solía visitar en un solo día hasta cuatro o cinco castillos y aun villas, predicando en cada una (1 Cel 97) y sirviendo y acariciando a los leprosos que encontraba a su paso.
A este período de su vida pertenece seguramente un relato que traen las Florecillas. En un hospital en que los hermanos servían a los leprosos, había uno malhumorado e insolente que, juzgándose desatendido de los frailes, los maltrataba sin cesar de palabra y de obra, y no contento con tratar mal a sus enfermeros, la emprendía contra los santos y la Virgen y contra el mismo Dios con horribles blasfemias, y no se podía estar con él. Por más que los hermanos se esforzaban por sobrellevar con paciencia sus villanías e insultos, tuvieron que optar por dejar abandonado al leproso, porque su conciencia no les permitía soportar las injurias contra Cristo y su Madre. Pero no quisieron hacerlo sin haber informado antes a San Francisco, que se hallaba en un eremitorio próximo.
Cuando se lo hicieron saber, fue San Francisco a ver al leproso. Acercándose a él, le saludó diciendo:
--Dios te dé la paz, hermano mío carísimo.
--Y ¿qué paz puedo yo esperar de Dios -respondió el leproso enfurecido-, si Él me ha quitado la paz y todo bien y me ha vuelto podrido y hediondo?
--Ten paciencia, hijo -le dijo San Francisco-; las enfermedades del cuerpo nos las da Dios en este mundo para salud del alma; son de gran mérito cuando se sobrellevan con paciencia.
--Y ¿cómo puedo yo llevar con paciencia -respondió el leproso- este mal que me atormenta noche y día sin parar? Y no es sólo mi enfermedad lo que me atormenta, sino que todavía me hacen sufrir esos hermanos que tú me diste para que me sirvieran, y que no lo hacen como deben.
Entonces, San Francisco, conociendo por luz divina que el leproso estaba poseído del espíritu maligno, fue a ponerse en oración y oró devotamente por él. Terminada la oración, volvió y le dijo:
--Hijo, te voy a servir yo personalmente, ya que no estás contento de los otros.
--Está bien -dijo el enfermo-; pero ¿qué me podrás hacer tú más que los otros?
--Haré todo lo que tú quieras -respondió San Francisco.
--Quiero -dijo el leproso- que me laves todo de arriba abajo, porque despido tal hedor, que no puedo aguantarme yo mismo.
San Francisco hizo en seguida calentar agua con muchas hierbas olorosas; luego desnudó al leproso y comenzó a lavarlo con sus propias manos, echándole agua un hermano. Y, por milagro divino, donde San Francisco tocaba con sus santas manos desaparecía la lepra y la carne quedaba perfectamente sana. Y según iba sanando el cuerpo, iba también curándose el alma; por lo que el leproso, al ver que empezaba a curarse, comenzó a sentir gran compunción de sus pecados y a llorar amarguísimamente; y así, a medida que se iba curando el cuerpo, limpiándose de la lepra por el lavado del agua, por dentro quedaba el alma limpia del pecado por la contrición y las lágrimas.
Cuando se vio completamente sano de cuerpo y alma, manifestó humildemente su culpa y decía llorando en alta voz:
--¡Ay de mí, que soy digno del infierno por las villanías e injurias que yo he hecho a los hermanos y por mis impaciencias y blasfemias contra Dios!
Estuvo así quince días, llorando amargamente sus pecados y pidiendo misericordia a Dios, e hizo entera confesión con el sacerdote.
San Francisco, al ver el milagro tan evidente que Dios había obrado por sus manos, dio gracias a Dios y se fue de aquel eremitorio a tierras muy distantes; debido a su humildad, en efecto, trataba de huir siempre de toda gloria mundana y en todas sus acciones buscaba el honor y la gloria de Dios y no la propia (Flor 25).

Capítulo VI – El Cántico del Sol



Esta renovación del celo apostólico de Francisco era como la última llamarada de una luz próxima a extinguirse. El espíritu del Santo se mantenía siempre vivo y apasionado; pero su cuerpo, cuando se veía al Santo caballero en su asno, más parecía un cadáver que no un cuerpo vivo; y Fray Elías, que pasó algún tiempo con él en Foligno, pudo conocer claramente que la vida de su maestro no podía durar mucho tiempo más (1 Cel 109). Además, la enfermedad de los ojos que había contraído en Egipto, y de la que nunca se había cuidado Francisco, ahora iba aumentando por instantes, de manera que no sólo Elías, sino muchos otros hermanos insistían en convencerlo de que recurriese al cuidado de los médicos.
Ahora bien, un tal recurso no agradaba a Francisco. En otro tiempo, él mismo, en una de sus exhortaciones, había aconsejado a sus hermanos enfermos que no se afanasen tanto por la salud del cuerpo, sino, al revés, por dar gracias a Dios por todas las cosas que les sucedían, no deseando más que lo que fuera de la voluntad de Dios, porque a los que Dios ama, a ésos precisamente prueba y atribula (1 R 10,3-4; EP 42). En consecuencia, por lo que a él hacía, en vez de consultar a doctores gustaba de recogerse en la soledad, y así esta vez resolvió retirarse a San Damián. Allí, junto al convento de las hermanas, Santa Clara había hecho construir una pequeña celda de ramas y cañas para que sirviese de morada a San Francisco (EP 100). (70)
Era el verano de 1225, y la claridad brillante y deslumbradora del sol italiano no podía naturalmente hacer bien a los ojos de San Francisco. Por un tiempo estuvo ciego del todo, y además molestado, luego que llegó a San Damián, por una verdadera invasión de ratones que se habían asilado en las paredes de paja de la celducha y que, saliendo de allí, llevaban su insolencia hasta pasar corriendo por la cara de Francisco, no dejándolo en paz ni de día ni de noche. Nunca antes de ahora había tenido el Santo que vivir una vida más incómoda y miserable, y no obstante allí, en aquella lastimosa mosa yacija de enfermo, envuelto en las tinieblas de su ceguera y entre el tormento de los ratones, compuso Francisco su esplendorosa obra maestra, el Canticum fratris solis, «el Cántico del hermano Sol».
Para apreciar debidamente esta obra maestra, es menester comprender bien las relaciones de Francisco con la naturaleza. Nada sería más falso que considerar al Santo como un panteísta: nunca jamás le vino en mientes confundir ni a Dios ni a sí mismo con la naturaleza, y la alternativa de embriaguez desenfrenada y de dolor pesimista, efecto del sentimiento panteísta, estuvo siempre lejos, muy lejos de su ánimo. Nunca Francisco deseó, como más tarde Shelley, llegar a ser una cosa con la naturaleza; nunca tampoco, como el Werther de Goethe o como Tourguénef, cayó en la tentación de abandonarse temblando a la ciega fatalidad de las cosas ni de entregarse como víctima al «monstruo eternamente ávido» de la naturaleza. Su actitud ante la naturaleza fue pura y simplemente la del primer artículo del Credo de la Iglesia: Francisco creía en un Padre que es al mismo tiempo un Creador.
Y porque en todas las cosas ve una relación con su padre común, por eso ve también en todos los vivientes y aun en todos los seres creados, otros tantos hermanos y hermanas verdaderos. En el reino del Padre celestial hay muchas mansiones, pero la familia es una sola. Este concepto no es por nada ni griego ni germánico; es genuinamente bíblico y, por ende, genuinamente cristiano. En el canto de alabanzas que entonaron Ananías, Azarías y Misael entre las ardientes llamas del horno del tirano babilonio (Dn 3,57-88), y que de la Sinagoga ha pasado a la Iglesia, leemos:
Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
Ángeles del Señor, bendecid al Señor;
cielos, bendecid al Señor.
Aguas del espacio, bendecid al Señor;
ejércitos del Señor, bendecid al Señor.
Sol y luna, bendecid al Señor;
astros del cielo, bendecid al Señor.
Lluvia y rocío, bendecid al Señor;
vientos todos, bendecid al Señor.
Fuego y calor, bendecid al Señor;
fríos y heladas, bendecid al Señor.
Rocíos y nevadas, bendecid al Señor;
témpanos y hielos, bendecid al Señor.
Escarchas y nieves, bendecid al Señor;
noche y día, bendecid al Señor.
Luz y tinieblas, bendecid al Señor;
rayos y nubes, bendecid al Señor.
Bendiga la tierra al Señor,
ensálcelo con himnos por los siglos.
Montes y cumbres, bendecid al Señor;
cuanto germina en la tierra, bendiga al Señor.
Manantiales, bendecid al Señor;
mares y ríos, bendecid al Señor.
Cetáceos y peces, bendecid al Señor;
aves del cielo, bendecid al Señor.
Fieras y ganados, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
Hijos de los hombres, bendecid al Señor;
bendiga Israel al Señor.
Sacerdotes del Señor, bendecid al Señor;
siervos del Señor, bendecid al Señor.
Almas y espíritus justos, bendecid al Señor;
santos y humildes de corazón, bendecid al Señor.
Bendito el Señor en la bóveda del cielo,
alabado y glorioso y ensalzado por los siglos.
Ninguna nota es olvidada en esta sinfonía de la creación, en que todos los seres, desde el querubín hasta el átomo, cantan concordes el gran cántico de alabanzas. Ahora bien, día tras día, año tras año, San Francisco, solo o acompañado de sus hermanos, había repetido, en el cotidiano rezo del breviario, este himno de todas las criaturas al Creador. La poesía de este himno lo había conmovido profundamente desde muy temprano. Habiendo construido en 1213 una pequeña capilla entre San Gemini y Porcaria, hizo pintar en el frontal del altar las frases siguientes: «Todos los que temen al Señor deben bendecirlo. Cielo y tierra, bendecid al Señor. Ríos, bendecid al Señor. Criaturas todas, bendecid al Señor. Aves del cielo, bendecid al Señor» (Waddingo, 1213, 17). En el mismo pensamiento se inspira su predicación a los pájaros cerca de Bevagna: los pájaros, según él, están obligados a alabar y ensalzar a su bondadoso creador que vela amorosamente por ellos y provee a las necesidades de su vida (Flor 16). Aquí no hay ni la más mínima huella del pesimismo moderno: según Francisco, la existencia es para los seres creados una dicha infinita, de donde les nace el deber de dar gracias, a fuer de hijos, a su padre, por el don de la vida.
San Francisco amaba a la naturaleza toda; pero con preferencia amaba aquellas cosas que más podían justificar este su optimismo. Y así, siempre se dirigía con particular amor a todo lo que en la tierra hay de más claro y hermoso: a la luz y al fuego, al agua limpia y que corre, a las flores y a los pájaros. Su contemplación de la naturaleza tenía mucho de simbólica: amaba el agua, porque era símbolo de la santa penitencia, por cuyo medio el hombre llega a purificarse, y porque el agua es el medio o instrumento del bautismo. De aquí que tuviera una veneración tal por el agua que, cuando se iba a lavar las manos, buscaba siempre un lugar donde las gotas que de ellas caían no pudiesen ser holladas. Al asentar el pie sobre las piedras y las rocas, lo hacía siempre con infinita cautela, porque luego al punto se le iba el pensamiento a Aquel que simbólicamente es llamado piedra angular. Al hermano encargado de preparar la leña para la lumbre le decía que nunca cortase el árbol entero, sino que dejara algunas ramas íntegras, por amor del que quiso salvarnos en el árbol de la cruz. Igualmente, decía al hermano encargado de cultivar el huerto que no destinase toda la tierra para hortalizas comestibles, sino que dejara un trozo de tierra para plantas frondosas, que a su tiempo produjeran flores para los hermanos, por amor de quien se llama Flor del campo y lirio de los valles (Ct 21,1). Decía incluso que el hermano hortelano debería cultivar en algún rincón de la huerta un bonito jardincillo donde poner y plantar toda clase de hierbas olorosas y de plantas que produzcan hermosas flores, para que a su tiempo inviten a cuantos las vean a alabar a Dios (EP 118).
Mas a este simbolismo se juntaba en él un amor puro y directo a la naturaleza. El fuego y la luz le parecían tan hermosos, que nunca veía con gusto apagar una vela o una lámpara. Amén de la hortaliza que sirve para la cocina, le agradaba que en los huertos de los conventos hubiese también hierbas olorosas y que no faltasen en ellos «nuestras hermanas las flores», a fin de que todos, admirando su belleza, se levantasen a un mayor reconocimiento y gratitud al Creador. En Greccio acostumbraba acariciar, inclinándose, los hijuelos de «nuestros hermanos los petirrojos»; en Siena, él mismo hacía nidos para las tortolitas. Cuando veía por el camino los gusanillos arrastrarse miserablemente y expuestos a ser a lo mejor aplastados, los recogía cuidadosamente y los colocaba a un lado de la vía para impedir que fuesen pisados por los transeúntes. Y en invierno nunca dejaba de poner miel en los panales de las abejas.
Toda criatura era para él, absoluta y directamente, una viva palabra de Dios, pues toda criatura pregona y clama: «¡Dios me ha hecho por ti, oh hombre!» (EP 118). Como todas las personas piadosas, Francisco sentía en alto grado el valor de todas las cosas y las veneraba como algo muy precioso. La criatura le servía para comprender al Creador; la fuerza y solidez inquebrantable de las peñas lo llevaba al punto a considerar la fortaleza de Dios y cuán potente escudo tenemos en Él. La vista de una flor en su frescura matinal, o la de los tiernos picos de las avecillas cuando los abren en el nido con ingenua confianza, todo esto le descubría la cándida pureza y hermosura de Dios al par que la infinita ternura del divino corazón. En el Espejo de Perfección se nos dice: «Y nosotros que estuvimos con él veíamos que era tan grande su gozo interior y exterior en casi todas las creaturas, que, cuando las palpaba o contemplaba, más parecía que moraba en espíritu en el cielo que en la tierra. E, impelido por los muchos consuelos que experimentó y experimentaba en la consideración de las creaturas, poco antes de morir compuso unas alabanzas al Señor por las creaturas para excitar a los que las oyeran a alabar a Dios y para que el mismo Señor fuera alabado en sus creaturas por los hombres» (EP 118; 2 Cel 165).
Y este sentimiento llenaba a Francisco de una perenne alegría ante la vista o el pensamiento de Dios, lo mismo que de un incesante anhelo de rendirle gracias. En esta acción de gracias deseaba que todos los seres participasen, y le parecía que todos de hecho tomaban parte en ella con placer. «Querido hermano faisán, alabado sea nuestro Creador», decía a un ave con que uno de sus bienhechores lo había obsequiado, y el faisán nunca se apartaba de Francisco y rehusaba toda otra compañía. «Canta, hermana mía cigarra, y alaba jubilosa al Señor, tu Creador», solía exclamar bajo los olivos de la Porciúncula, y al instante la hermana cigarra rompía a cantar hasta que el Santo le mandaba callarse. Muchas veces los animales silvestres le hacían compañía: por ejemplo, la liebre aquella que no quería abandonarlo un punto mientras moró en la isla del lago Trasimeno, o el conejo silvestre de Greccio. Un día, en los suburbios de Siena, se vio de repente rodeado de un hato de ovejuelas. Los mansos animalitos fueron poniéndose en torno de él hasta formar un círculo y después comenzaron a balar, cual si quisiesen decirle alguna cosa. Navegando una vez por el lago de Rieti, le regalaron un pez vivo recién pescado; Francisco lo arrojó de nuevo al agua, y el animalito por largo espacio fue siguiendo la barca. Un pájaro, cogido aquel mismo día y que había sido dado al Santo, no quiso separarse de su lado hasta que Francisco le dio orden formal de hacerlo (2 Cel 167-171; LM 8,7-10).
Pero lo que sobre todo movía a Francisco a dar gracias a Dios era la creación del sol y del fuego. Solía decir: «Por la mañana, cuando nace el sol, todos deberían alabar a Dios, porque ha creado el sol para nuestra utilidad: por él nuestros ojos ven la luz del día. Y por la tarde, al anochecer, todo hombre debería alabar a Dios por el hermano fuego; por él ven nuestros ojos de noche. Todos, en efecto, somos como ciegos, y el Señor da luz a nuestros ojos por estos dos hermanos nuestros. Por eso, debemos alabar especialmente al Creador por el don de estas y de otras creaturas de las que nos servimos todos los días» (EP 119).
El Cántico del hermano Sol brotó al calor de este sentimiento. En su tugurio de San Damián Francisco vivía como un ciego, sin poder aguantar ni la luz del sol ni el brillo del fuego. Una noche sus padecimientos arreciaron tanto, que no pudo menos de exhalar para Dios este grito: «¡Señor, ven en mi auxilio y socórreme en mis flaquezas para que pueda sobrellevarlas con paciencia!»
Entonces oyó en espíritu una voz que le decía: «Dime, hermano; si alguno te diera por tus enfermedades y tribulaciones un tesoro grande y precioso en cuya comparación estimaras en nada la tierra convertida en oro puro, todas las piedras convertidas en piedras preciosas, y toda el agua en bálsamo, ¿no te alegrarías de verdad?»
Respondió el bienaventurado Francisco: «Señor, grande y precioso sería ese tesoro, apetecible y muy codiciable».
Y oyó de nuevo en su interior: «Pues regocíjate, hermano, y salta de júbilo por tus enfermedades y tribulaciones, y condúcete en adelante con tanta seguridad como si estuvieras en mi reino».
Al otro día se levantó por la mañana y dijo a sus compañeros que sentados lo rodeaban: «Si el emperador diera a un criado suyo todo un reino, ¿no debería estar repleto de alegría aquel criado? Y si le diera todo su imperio, ¿no debería regocijarse más todavía?» Y añadió: «Pues yo tengo que gozarme muchísimo en mis enfermedades y tribulaciones, y fortalecerme en el Señor, y dar gracias a Dios Padre, y a su único Hijo, el Señor Jesucristo, y al Espíritu Santo por la inmensa gracia que el Señor me ha hecho; quiero decir, por haberse dignado certificar en vida a este indigno siervo suyo que gozaré de su reino. Por eso, para alabanza de Dios, para nuestro consuelo y para edificación del prójimo, quiero componer una nueva alabanza de las creaturas del Señor, de las cuales nos servimos todos los días, sin las cuales no podemos vivir y en las cuales el género humano tantas veces ofende a su Creador. Y continuamente somos ingratos a tantas gracias y beneficios que nos da; no alabamos al Señor, creador y dador de todos los bienes, como es nuestra obligación».
Y, sentándose, se puso Francisco a meditar. Corto espacio había meditado, cuando los hermanos oyeron que entonaba los primeros versos del Cántico del hermano Sol: «Altissimu, onnipotente, bon signore», «Altísimo, omnipotente, buen Señor», etc. Aplicó una música a esta letra y enseñó a sus compañeros a recitarla y cantarla.
Su espíritu gozaba ya entonces de consuelo y dulzura tan hondos, que quería mandar que llamasen al hermano Pacífico, que en el mundo era llamado el «rey de los versos» y fue muy cortesano maestro de cantores; tenía intención de darle algunos compañeros, buenos y espirituales, que fueran con él por el mundo predicando y cantando las alabanzas del Señor. Deseaba que quien mejor pudiera predicar entre ellos, predicase primero al pueblo y después cantaran todos juntos las alabanzas del Señor, como juglares de Dios.
Quería que, después de cantar las alabanzas, el predicador dijera al pueblo: «Nosotros somos juglares del Señor, y esperamos vuestra remuneración, es decir, que permanezcáis en verdadera penitencia» (EP 100 y 119; 2 Cel 213).
Y he aquí el Cántico, primero en su versión original y después traducido. No doy ahora más que el texto primitivo; de las dos estrofas que añadió Francisco más tarde, hablaré en el capítulo próximo. El texto original del Cántico suena así:
Altissimu onnipotente bon signore,
tue so le laude, la gloria e l'onore et onne benedictione.
Ad te solo, altissimo, se konfano,
et nullu homo ene dignu te mentovare.
Laudato sie, mi signore, cun tucte le tue creature,
spetialmente messor lo frate sole,
lo qual'è iorno, et allumini noi per loi.
Et ellu è bellu e radiante con grande splendore,
de te, altissimo, porta significatione.
Laudato si, mi signore, per sora luna e le stelle,
in celu l'ài formate clarite et pretiose et belle.
Laudato si, mi signore, per frate vento,
et per aere et nubilo et sereno et onne tempo,
per lo quale a le tue creature dai sustentamento.
Laudato si, mi signore, per sor aqua,
la quale è multo utile et humile et pretiosa et casta.
Laudato si, mi signore, per frate focu,
per lo quale enn'allumini la nocte,
ed ello è bello et iocundo et robustoso et forte.
Laudato si, mi signore, per sora nostra matre terra,
la quale ne sustenta et governa,
et produce diversi fructi con coloriti flori et herba.
Laudate et benedicete mi signore,
et rengratiate et serviateli cun grande humilitate.
Altísimo, omnipotente, buen Señor,
tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.
A ti solo, Altísimo, corresponden,
y ningún hombre es digno de hacer de ti mención.
Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas,
especialmente el señor hermano sol,
el cual es día, y por el cual nos alumbras.
Y él es bello y radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.
Loado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las has formado luminosas y preciosas y bellas.
Loado seas, mi Señor, por el hermano viento,
y por el aire y el nublado y el sereno y todo tiempo,
por el cual a tus criaturas das sustento.
Loado seas, mi Señor, por la hermana agua,
la cual es muy útil y humilde y preciosa y casta.
Loado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual alumbras la noche,
y él es bello y alegre y robusto y fuerte.
Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la madre tierra,
la cual nos sustenta y gobierna,
y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba.
Load y bendecid a mi Señor,
y dadle gracias y servidle con gran humildad.



Capítulo VII – El Testamento y la muerte


Obligado Honorio III a salir de Roma a fines de abril de 1225 por haberse levantado en ella una sediciosa conspiración, se dirigió primeramente a Tívoli y, tras corta permanencia en esta ciudad, fue a establecerse definitivamente en Rieti, donde permaneció hasta principios del año siguiente. Fray Elías, apoyado por el Cardenal Hugolino, aprovechó esta espléndida ocasión para redoblar sus instancias a fin de conseguir de Francisco que se trasladase a la corte pontificia y consintiese en que los hábiles médicos de ella procurasen curarle de los ojos (1 Cel 98-99). Lo consiguió finalmente, y al declinar el verano de 1225, Francisco abandonaba el retiro de San Damián, no sin antes despedirse de Clara y sus hermanas. Todo induce a creer que entonces precisamente les dio su Última voluntad. Santa Clara dice en el capítulo 6 de su Regla que Francisco, «poco antes de su muerte, nos volvió a escribir su última voluntad» en la forma siguiente:
«Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os doy el consejo de que siempre viváis en esta santísima vida y pobreza. Y protegeos mucho, para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de alguien».
Cabe suponer que Francisco hiciese a pie este viaje porque, durante su estancia en San Damián, Clara le había fabricado unas sandalias de tal forma y hechura que, a pesar de los estigmas, podía posar los pies en tierra. De Terni para adelante siguió el antiguo camino que se extiende y alarga por el valle y que le era tan querido y familiar. Detúvose en casa del párroco de la pequeña iglesia de San Fabián (hoy convento de la Foresta), sita entre Poggio Bustone y Rieti. No bien se hubo divulgado la nueva de su arribo, cuando comenzaron a acudir en masa y de todas partes las gentes del pueblo, deseosas de verlo. Pero quiso la mala suerte que, para llegar a donde estaba el Santo, hubiesen de atravesar la viña del párroco, y los habitantes de Rieti, con la inconsideración propia de gente lugareña y sin cultura, no dudaron en ponerse a coger los racimos para apagar la sed. El párroco, molestado por tal despojo, se quejó a Francisco de esta manera: «Aunque es pequeña la viña, de ella recogía lo suficiente para mis necesidades, y este año todo lo he perdido». Francisco procuró consolarlo como mejor pudo, prometiéndole que la cosecha de vino de aquel año no sería menor que la de los años anteriores. Y es fama que, efectivamente, cosechó mucho más de lo que solía y pudo llenar hasta veinte cántaros, siendo así que nunca había cosechado más de trece (EP 104).
Según refiere Waddingo, la morada de Francisco en Rieti fue, por algún tiempo, la casa de Teobaldo el Sarraceno. Estando allí, una tarde llamó a Fray Pacífico y le rogó que se procurase una cítara para que, acompañándose con ella, le cantase el Cántico del Hermano Sol. Pero Pacífico temió escandalizar con ello a los señores de la casa y así se lo significó al Santo. «Dejémoslo entonces, hermano -replicó Francisco-, que es conveniente renunciar a muchas cosas para que no se resienta el buen nombre».
La noche siguiente, de tal modo se agudizaron sus dolores, que no le fue dado conciliar el sueño; tendido en el lecho del dolor, sentía pasar los últimos viandantes que a deshora se recogían a sus casas. Después sobrevino un silencio profundo, turbado solamente por las campanas de la iglesia, que de hora en hora derramaban al aire su argentino acento. Más he aquí que de repente Francisco comienza a oír los dulces acordes de una cítara que alguien pulsaba delicadamente junto a su ventana. Se queda embelesado; ora le parece que aquel grato sonido viene hacia él, ora que se aleja suavemente, cual si el músico se fuera y volviera de nuevo a la ventana. Tan maravillosa harmonía, regalando sus oídos en aquella fría y silenciosa noche de otoño, le había reanimado las abatidas fuerzas; por eso, apenas comenzó a brillar la luz del naciente día, habló así a Fr. Pacífico: «El Señor, que consuela a los afligidos, no me ha dejado nunca sin consuelo. Mira: ya que no he podido oír la cítara tocada por los hombres, he oído otra más agradable» (2 Cel 126).
A principios del invierno, Francisco se retiró al eremitorio de San Eleuterio, frente a Rieti, donde, no obstante el frío y sus dolorosos achaques, no quiso por nada que reforzasen por dentro con nuevos paños su túnica (EP 16). De aquí marchó a Fonte Colombo, probablemente para la fiesta de Navidad.
Entre tanto, los médicos pontificios habían ensayado sobre Francisco todos los recursos de su ciencia: emplastos, ungüentos, cataplasmas, y no habían logrado resultado alguno favorable. Intentaron, además, modificar del todo la forma de vivir del Santo, y en parte lo habían conseguido. Un hermano le preguntó: «Dime, Padre, si tienes a bien, con cuánta diligencia te obedeció el cuerpo mientras pudo». Y Francisco no pudo menos de dar buen testimonio de «su hermano asno». Entonces le volvió a preguntar el hermano cómo lo había tratado él en recompensa de sus servicios. Y Francisco hubo de reconocer que el tratamiento que le había dado no siempre había sido muy caritativo. Por lo cual, habiéndose recogido un momento dentro de sí, como si estuviese muy arrepentido, comenzó luego a hablar con alegría al cuerpo: «Alégrate, hermano cuerpo, y perdóname, que ya desde ahora condesciendo de buena gana a tus deseos y me apresuro a atender placentero tus quejas» (2 Cel 211). Pero, como sucede con tantos otros arrepentimientos, esta vez llegó demasiado tarde.
Desesperados, decidieron entonces los médicos recurrir a remedios heroicos, y determinaron quemarle las sienes con un hierro candente. Según la terapéutica de la época, tales cauterizaciones tenían particular eficacia y solían emplearlas, entre otras cosas, como remedio a los locos furiosos. Cuando aparecieron los médicos con sus asistentes, trayendo en las pinzas el terrible hierro incandescente, Francisco hizo sobre él la señal de la cruz y le dijo: «Hermano mío fuego, el Altísimo te ha creado dotado de maravilloso esplendor sobre las demás creaturas, vigoroso, hermoso y útil. Sé ahora benigno conmigo, sé cortés, porque hace mucho que te amo en el Señor. Pido al gran Señor que te ha creado que temple tu ardor en esta hora para que pueda soportarlo mientras me cauterizas suavemente». Comenzó la aplicación, y al oír el chirrido de las carnes tocadas por el hierro ardiente, todos los hermanos huyeron de allí. Cuando hubo terminado, Francisco dijo a los hermanos que habían huido y volvían: «Pusilánimes, de corazón encogido, ¿por qué habéis huido? Os digo en verdad que no he experimentado ni ardor de fuego ni dolor alguno en la carne». Y, dirigiéndose al medico, le dijo aún: «Si la carne no está todavía bien cauterizada, cauterízala de nuevo» (2 Cel 166; EP 115).
En otra ocasión, como la visita del médico se había prolongado más que de costumbre, quiso Francisco convidarlo a comer; pero los hermanos le hicieron saber que las viandas apenas si alcanzaban para ellos y que ciertamente ninguna de ellas era tal que pudiesen ofrecerla a un huésped. El Santo les replicó: «¿Qué queréis, que os lo repita? Id a disponer lo que tenemos». Y apenas se habían sentado a la mesa, oyeron que alguien tocaba a la puerta; fueron a abrir, y he aquí que aparece una señora desconocida trayendo en una cesta los manjares más exquisitos: pan blanco, vino generoso, pescado, ricos pasteles, miel y racimos de uvas (2 Cel 44).
Probablemente este mismo médico persuadió a Francisco a que cambiase el clima áspero y frío de Fonte Colombo por el templado y suave ambiente de Siena, que ya en la Edad Media comenzaba a ser famosa por esta causa. Yendo de camino Francisco y sus hermanos, se encontraron, en la llanura entre San Quirico y Campiglia, con tres damas, todas iguales en el vestido, las cuales, luego que los vieron junto a sí, los saludaron con reverente inclinación y exclamaron a una: «¡Bienvenida sea la dama Pobreza!» Encuentro y saludo tan peregrino que, por largo espacio, dieron que pensar a Francisco y a sus compañeros (2 Cel 93).
El tratamiento seguido en Siena no fue de mayor provecho que la cura de Rieti. Con todo, los aires de la apacible ciudad no dejaron de hacer bien a la salud del enfermo. Estableció su morada en el eremitorio de Alberino (hoy Ravacciano), un poco al norte de la ciudad, y allí, entre otras visitas, recibió la de un fraile dominico, que tal vez aludiendo al carácter de la obra del Santo, le rogó que le explicara estas palabras de Ezequiel: «Si tú no denuncias al impío su impiedad, a ti te pediré cuenta de su alma». Y añadía el dominico: «Conozco a muchos, bondadoso Padre, que están en pecado mortal, y a los que no advierto de su impiedad. ¿Tendré que responder ante Dios de su alma?» Francisco con su habitual serenidad de juicio le respondió que una vida enteramente consagrada al bien valía a los pecadores por la mejor predicación, y que tal predicación era bastante para cumplir enteramente lo que el Señor exigía de nosotros por su profeta (EP 53; 2 Cel 103).
Con todo, la cuestión que le planteó el dominico produjo en su alma más mella de lo que él mismo había pensado. Por Porque algún tiempo después despertó una noche a los religiosos y les dijo: «He suplicado al Señor que se digne manifestarme cuándo soy su siervo y cuándo no. Pues no querría otra cosa que ser su siervo. Y el Señor, benignísimo, se ha dignado responderme: "Conocerás que eres en verdad mi siervo si piensas, hablas y obras santamente". Os he reunido, hermanos, y os he confesado esto para que, cuando veáis que falto en todo o en algo de lo que he dicho, pueda avergonzarme ante vosotros» (EP 74; 2 Cel 159).
De este mismo orden de ideas le nacía evidentemente el empeño con que en Siena procuraba animar a sus hermanos al fiel cumplimiento de los deberes que impone la pobreza. Cierto caballero, por nombre Buenaventura, les había hecho donación de terreno para un nuevo convento, ocasión que aprovechó Francisco para establecer las reglas siguientes: Primeramente, los hermanos no deben aceptar mayor extensión que la estrictamente necesaria. Lo segundo, no levanten ningún edificio sin el previo permiso del obispo del lugar, porque «Dios nos ha llamado para ayuda de los clérigos y prelados de la santa Iglesia romana» y no para obrar contra su voluntad. Francisco había dado brillante ejemplo de esta sumisión, recibiendo con ánimo humilde y tranquilo la repulsa que le diera el Obispo de Imola, quien, cuando el Santo le pidió licencia para predicar en la ciudad, le respondió: «Me basto yo, hermano, para predicar a mi pueblo». (71) En tercer lugar, recabado el permiso de la autoridad eclesiástica, abran una zanja larga por los límites del terreno que reciben para edificar, y planten allí un buen seto, en vez de pared, en señal de pobreza y humildad. Luego hagan construir casas pobres, de ramas y de barro, y algunas celdas donde los hermanos puedan orar y dedicarse al trabajo. Y no deben construir iglesias grandes, sino una capilla pequeña y pobre (EP 10).
La mejoría de Francisco fue, por desgracia, de corta duración. Una noche le sobrevino una hemorragia tan violenta, que los hermanos llegaron a creer que se moría. Tristes y llorosos cayeron de rodillas en torno a su lecho, pidiéndole su última bendición. Francisco, reanimándose un tanto, pidió a su confesor, Fr. Benito de Piratro, que trajese pergamino, pluma y tinta, y después le dijo: «Escribe cómo bendigo a todos mis hermanos, los que están en nuestra religión y los que vendrán a ella hasta el fin del siglo... Puesto que, a causa de la debilidad y dolores de la enfermedad, no tengo fuerzas para hablar, brevemente declaro a mis hermanos mi voluntad en estas tres palabras, a saber: que, en señal del recuerdo de mi bendición y de mi testamento, siempre se amen mutuamente, siempre amen y guarden la santa pobreza, nuestra señora, y que siempre se muestren fieles y sumisos a los prelados y todos los clérigos de la santa madre Iglesia». Dicho esto, Francisco bendijo a todos, presentes y futuros, como acostumbraba hacerlo al final de los capítulos, y mientras los hermanos traían a la memoria con dolor y abundantes lágrimas este recuerdo, el enfermo, agotado por el esfuerzo, entornó los ojos (EP 87; 1 Cel 105).
Pero aún no era llegada la hora final; pasarían todavía seis meses antes que Francisco pudiese dar verdaderamente la bienvenida a «su hermana la muerte». En el ínterin seguiría tratando con «su hermana la enfermedad». Siguiendo el consejo de Fr. Elías, se le trasladó a Celle, cerca de Cortona, donde, según parece, le sobrevino una hidropesía, pues sabemos que se le hincharon mucho el vientre, las piernas y los pies; su estómago no retenía cosa alguna y, además, sufría vivísimos dolores en el bazo y en el hígado (1 Cel 105). Francisco no deseaba ya sino uno cosa en este mundo: ver por última vez a su querido Asís. Fray Elías se dio prisa a hacerlo transportar a la ciudad; pero, temeroso de que los habitantes de Perusa quisieran apoderarse por la fuerza de Francisco, a quien todo el mundo consideraba ya como un verdadero santo, hizo conducir al enfermo, que más parecía una reliquia que cuerpo vivo, por largos y penosos rodeos. Dejados atrás Gubbio y Nocera, el cortejo llegó, cerca de Bagni di Nocera, al lugar que hoy ocupa el convento de la Ermita, donde se encontraron con un cuerpo de hombres armados que venían de Asís con el encargo de custodiar al Santo en el resto del camino hasta su ciudad natal. Hacia el medio día entró Francisco con sus compañeros en el territorio de Asís, y se detuvo en Satriano, que es hoy una granja abandonada, al pie del Sasso Rosso, en las cercanías de Gabbiano. Se le hizo amable acogida en una casa particular, en tanto que los soldados se derramaban por el lugar en busca de alimentos; como no hallasen dónde comprarlos, se volvieron a Francisco, hambrientos y descorazonados por el hambre. Entonces el Santo les dijo: «En verdad que no habéis encontrado nada, porque habéis ido confiados en vuestras "moscas" (esto es, en el dinero) y no en Dios. Volved por las mismas casas en donde habéis querido comprar comida y, sin rubor ninguno, pedid limosna por amor del Señor Dios, y veréis cómo, movidos por el Espíritu Santo, os dan en abundancia» (EP 22). Hiciéronlo así, y la predicción de Francisco tuvo perfecto cumplimiento.
Al caer de la tarde entró en Asís la comitiva. Para que allí pudiera reposar holgadamente, condujeron al enfermo al palacio del obispo, que luego se vio rodeado de gente armada para impedir todo conato, de parte de los perusinos, de apoderarse del Santo de Asís.
A pesar de que cuando se trataba de asegurar la preciada persona de Francisco, la autoridad eclesiástica y la civil obraban con perfecto acuerdo, había, sin embargo, muchísimos otros puntos en que las relaciones entre ellas distaban mucho de ser cordiales y bien avenidas. Lo primero que llegó a oídos de Francisco fue que el podestá y el obispo estaban en abierta lucha; que el obispo había excomulgado al podestá y que éste, por su parte, había prohibido a los ciudadanos todo trato con aquél. «Es para nosotros, siervos de Dios -dijo Francisco a sus hermanos-, profunda vergüenza que el obispo y el podestá se odien mutuamente y que ninguno intente crear la paz entre ellos». Y para hacer cuanto estaba en él, inmediatamente se puso a componer dos nuevas estrofas para añadirlas al Cántico del Hermano Sol. Acto seguido mandó decir al podestá que viniese al palacio del obispo, al cual rogó que no se ausentase. Se reunieron los invitados en aquella parte de la mansión episcopal en que, diecinueve años atrás, Francisco se había despojado del vestido que llevaba para devolverlo a su padre. Cuando estuvieron todos juntos, aparecieron dos frailes menores que ante la concurrencia entonaron el Cántico en su forma primitiva, y en seguida agregaron las nuevas estrofas:
«Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor,
y soportan enfermedad y tribulación.
Bienaventurados aquellos que las soporten en paz,
porque por ti, Altísimo, coronados serán».
Y mientras los dos frailes cantaban, todos los otros hermanos se estuvieron de pie, juntas las manos, como si estuvieran en la iglesia oyendo leer el Evangelio. Terminado el canto, y cuando los últimos ecos del Loado seas se hubieron perdido en los aires, el podestá dirigió sus pasos hacia el obispo Guido y cayó de rodillas ante él diciéndole: «Señor, os digo que estoy dispuesto a daros completa satisfacción, como mejor os agradare, por amor a nuestro Señor Jesucristo y a su siervo el bienaventurado Francisco». El obispo, a su vez, levantando con sus manos al podestá, le dijo: «Por mi cargo debo ser humilde, pero mi natural es propenso y pronto a la ira; perdóname». Y, con sorprendente afabilidad y amor, se abrazaron y se besaron mutuamente. Los hermanos se apresuraron a contar a Francisco la victoria que, con su Cántico, había obtenido contra el maligno espíritu de la discordia (EP 101). Esta escena sucedió con seguridad entre mayo y septiembre de 1226.
Así y todo, el enfermo iba conociendo cada vez con más claridad que el término de su vida se acercaba. Uno de aquellos días lo visitó en el mismo palacio un médico de Arezzo llamado Buen Juan, muy íntimo del bienaventurado Francisco. Éste le preguntó: «¿Qué te parece, Finiato, de mi mal de hidropesía?» No quiso llamarlo por su nombre propio, porque no quería llamar bueno a ninguno que se llamara así, por reverencia al Señor, que dice: Ninguno es bueno, sino sólo Dios (Lc 18,19). Asimismo, no llamaba a ninguno «padre» o «maestro», ni lo escribía en sus cartas, por la misma reverencia al Señor, que dice: Y a nadie llaméis padre vuestro sobre la tierra, ni os llaméis maestros, etc. (Mt 23,9-10). El médico le dijo: «Hermano, por la gracia de Dios, te irá bien». De nuevo el bienaventurado Francisco: «Dime la verdad: ¿qué te parece? No te dé pena, pues, gracias a Dios, no soy un asustadizo que tema la muerte. Confortado con la gracia del Espíritu Santo, estoy tan unido con mi Señor, que estoy contento con morir como con vivir». Entonces le dijo abiertamente el médico: «Padre, según los conocimientos de nuestra ciencia médica, tu enfermedad no tiene cura, y creo que a fines del mes de septiembre o a principios de octubre morirás». Al oír esto el bienaventurado Francisco, que yacía en el lecho, extendió con toda devoción y reverencia sus manos al Señor y dijo con íntima alegría de alma y cuerpo: «Bienvenida sea mi hermana muerte». Y cual si estas palabras hubiesen tenido virtud para despertar en su alma el estro poético, añadió al Cántico del Hermano Sol esta última estrofa:
«Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.
¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!:
bienaventurados aquellos a quienes encuentre en tu santísima voluntad,
porque la muerte segunda no les hará mal».
En seguida mandó que Fr. León y Fr. Ángel permaneciesen cerca de su lecho, para cantarle, cuando él lo deseara, las alabanzas de la «hermana muerte». En balde intentaba Fr. Elías convencerle de que esos cantos podían causar turbación en la gente. «Los hombres de esta ciudad -le decía- te tienen por santo; sin embargo, como están persuadidos de que tu enfermedad es incurable y que pronto morirás, al oír que estas alabanzas se cantan de día y de noche, podrían decirse para sí: "¿Cómo manifiesta tanta alegría el que está próximo a morir? Debería pensar en ello"». Harto tiempo Francisco se había inclinado y cedido al parecer ajeno; ahora que se le acercaba la muerte, quería que a lo menos le fuese dado morir como a él le acomodase. «Déjame, hermano -exclamó-, gozarme en el Señor y en sus alabanzas mientras padezco, pues, por la gracia recibida del Espíritu Santo, estoy tan adherido y unido a mi Señor que, por su gran misericordia, bien puedo regocijarme en el Altísimo» (EP 121-123)
Pero no era tiempo de cantar solamente. Había llegado para Francisco el momento de pensar en ordenar su casa. Dos temas, sobre todo, parecían haberse apoderado de su espíritu las últimas semanas: el recuerdo de sus fieles hijos de la Verna y del valle de Rieti, de la Porciúncula y de las Cárceles; y el recuerdo de Clara y sus hermanas que estaban allá abajo en San Damián.
Entre el palacio episcopal y San Damián no había larga distancia; pero a Francisco no le sería dado volver a recorrerla. Nada valieron todos los recados y súplicas de Clara para conseguir que fuera a decirles adiós; ya no le era posible hacerlo y se limitó a enviarle por escrito su última bendición: «Dirás a la hermana Clara -encargó al portador- que yo la absuelvo de todas las faltas que pueda haber cometido contra los mandamientos del Hijo de Dios y contra los míos, y que deponga toda tristeza y dolor porque ahora no podamos vernos; que yo le doy palabra de que, antes de su muerte, ella y sus hermanas me tornarán a ver con gran consuelo de sus almas» (EP 108). De donde se infiere muy verosímilmente que fue el mismo Francisco quien ordenó que después de muerto lo llevasen a San Damián.
No le faltaba ya sino dar el último adiós a sus queridos hermanos, y esto lo hizo en su Testamento, escrito de verdad admirable, redactado en su lecho de muerte, y donde le vemos volver la vista hacia atrás sobre su vida entera, recordar, con mezcla de tristeza y alegría, la frescura matinal de los primeros años de su conversión, pero pensando al mismo tiempo con inquietud y dolor en lo que acaecería a sus fieles discípulos en los tiempos que estaban por venir. Por última vez recuerda y resume aquí en cortas y ardientes frases todas las "admoniciones" contenidas en sus discursos y en sus cartas:
«El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: porque, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después me detuve un poco, y salí del siglo.
»Y el Señor me dio una tal fe en las iglesias, que así sencillamente oraba y decía: "Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo".
»Después, el Señor me dio y me da tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia Romana, por el orden de los mismos, que, si me persiguieran, quiero recurrir a ellos. Y si tuviera tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo, y hallara a los pobrecillos sacerdotes de este siglo en las parroquias en que moran, no quiero predicar más allá de su voluntad. Y a éstos y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero en ellos considerar pecado, porque discierno en ellos al Hijo de Dios, y son señores míos. Y lo hago por esto, porque nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben y ellos solos administran a los otros. Y quiero que estos santísimos misterios sean sobre todas las cosas honrados, venerados y colocados en lugares preciosos. Los santísimos nombres y sus palabras escritas, dondequiera que los encuentre en lugares indebidos, quiero recogerlos y ruego que se recojan y se coloquen en lugar honroso. Y a todos los teólogos y a los que nos administran las santísimas palabras divinas, debemos honrar y venerar como a quienes nos administran espíritu y vida.
»Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo hice que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa me lo confirmó. Y aquellos que venían a tomar esta vida, daban a los pobres todo lo que podían tener; y estaban contentos con una túnica, forrada por dentro y por fuera, el cordón y los paños menores. Y no queríamos tener más. Los clérigos decíamos el oficio como los otros clérigos; los laicos decían los Padrenuestros; y muy gustosamente permanecíamos en las iglesias. Y éramos iletrados y súbditos de todos.
»Y yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en trabajo que conviene al decoro. Los que no saben, que aprendan, no por la codicia de recibir el precio del trabajo, sino por el ejemplo y para rechazar la ociosidad. Y cuando no se nos dé el precio del trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta.
»El Señor me reveló que dijésemos el saludo: "El Señor te dé la paz".
»Guárdense los hermanos de recibir en absoluto iglesias, moradas pobrecillas y todo lo que para ellos se construya, si no fueran como conviene a la santa pobreza que hemos prometido en la Regla, hospedándose allí siempre como forasteros y peregrinos.
»Mando firmemente por obediencia a todos los hermanos que, dondequiera que estén, no se atrevan a pedir documento alguno en la Curia romana, ni por sí mismos ni por interpuesta persona, ni para la iglesia ni para otro lugar, ni con miras a la predicación, ni por persecución de sus cuerpos; sino que, cuando en algún lugar no sean recibidos, huyan a otra tierra para hacer penitencia con la bendición de Dios.
»Y firmemente quiero obedecer al ministro general de esta fraternidad y al guardián que le plazca darme. Y del tal modo quiero estar cautivo en sus manos, que no pueda ir o hacer más allá de la obediencia y de su voluntad, porque es mi señor. Y aunque sea simple y esté enfermo, quiero, sin embargo, tener siempre un clérigo que me rece el oficio como se contiene en la Regla.
»Y todos los otros hermanos estén obligados a obedecer de este modo a sus guardianes y a rezar el oficio según la Regla. Y los que fuesen hallados que no rezaran el oficio según la Regla y quisieran variarlo de otro modo, o que no fuesen católicos, todos los hermanos, dondequiera que estén, por obediencia están obligados, dondequiera que hallaren a alguno de éstos, a presentarlo al custodio más cercano del lugar donde lo hallaren. (72) Y el custodio esté firmemente obligado por obediencia a custodiarlo fuertemente día y noche como a hombre en prisión, de tal manera que no pueda ser arrebatado de sus manos, hasta que personalmente lo ponga en manos de su ministro. Y el ministro esté firmemente obligado por obediencia a enviarlo con algunos hermanos que día y noche lo custodien como a hombre en prisión, hasta que lo presenten ante el señor de Ostia, que es señor, protector y corrector de toda la fraternidad.
»Y no digan los hermanos: "Esta es otra Regla"; porque ésta es una recordación, amonestación, exhortación y mi testamento que yo, hermano Francisco, pequeñuelo, os hago a vosotros, mis hermanos benditos, por esto, para que guardemos más católicamente la Regla que hemos prometido al Señor.
»Y el ministro general y todos los otros ministros y custodios estén obligados por obediencia a no añadir ni quitar en estas palabras. Y tengan siempre este escrito consigo junto a la Regla. Y en todos los capítulos que hacen, cuando leen la Regla, lean también estas palabras. Y a todos mis hermanos, clérigos y laicos, mando firmemente por obediencia que no introduzcan glosas en la Regla ni en estas palabras diciendo: "Así han de entenderse". Sino que así como el Señor me dio el decir y escribir sencilla y puramente la Regla y estas palabras, así sencillamente y sin glosa las entendáis y con santas obras las guardéis hasta el fin.
»Y todo el que guarde estas cosas, en el cielo sea colmado de la bendición del altísimo Padre y en la tierra sea colmado de la bendición de su amado Hijo con el santísimo Espíritu Paráclito y con todas las virtudes de los cielos y con todos los santos. Y yo, hermano Francisco, pequeñuelo, vuestro siervo, os confirmo, todo cuanto puedo, por dentro y por fuera, esta santísima bendición».
Con esto, Francisco había provisto para el futuro cuanto estaba de su parte. En la Edad Media, aun las órdenes de los papas quedaban frecuentemente sin efecto; fácilmente, pues, podemos imaginarnos que el Santo casi ninguna esperanza fundó en la obediencia que sus frailes habían de prestar a sus últimas voluntades. Pero, a lo menos, su conciencia estaba por de pronto tranquila: había hecho todo lo que era humanamente posible.
Hasta el fin profesó a sus hijos un tierno amor. Tendido en el lecho del dolor, tenía frecuentemente, como todos los enfermos, deseos o caprichos imprevistos. Una vez, por ejemplo, imposibilitado para tragar nada, dijo: «Si tuviera un poco de pescado, creo que podría comerlo». En otra ocasión, a media noche le vino el deseo de comer algunas hojas de perejil, que él se imaginaba le harían bien. De mal talante salió un hermano, a quien las había pedido, a buscar, entre las tinieblas de la noche, aquellas hojas, cuyo encuentro le parecía tan difícil como inútil. De modo que, más de una vez, quizá, percibiría Francisco una sombra de impaciencia en el rostro de sus hermanos, por lo que de repente le vino un escrúpulo. ¿Quién sabe -se diría el Santo-, quién sabe si no seré yo causa de que mi hermano cometa un pecado de ira? ¿Quién sabe si no pensará que si no tuviera que ocuparse de mí, podría orar más largo y vivir de manera mucho más conforme a la Regla? Reunió, pues, un día en torno suyo a todos los hermanos y les suplicó que no se enfadasen por los trabajos y molestias que les causaba, advirtiéndoles, al mismo tiempo, que las fatigas que por él se imponían no se encaminaban a sólo su bien particular, sino también al de la Orden entera. Y les añadió: «Carísimos hermanos, no os pese atenderme en la enfermedad, porque el Señor, mirando a este pequeñuelo siervo suyo, os galardonará en esta vida y en la otra con el fruto de las obras que ahora os veis precisados a omitir por cuidarme en la enfermedad» (EP 89).
Finalmente, resolvió Francisco hacerse trasladar a la Porciúncula, para imponer así menos trabajo a sus frailes. El obispo Guido se hallaba a la sazón ausente: había salido en peregrinación al monte Gargano, en penitencia, tal vez, de su contienda con el podestá, y estaba a punto de regresar cuando murió Francisco. En cuanto a los habitantes de Asís, no se opusieron a la traslación, pero exigieron que los centinelas siguieran a Francisco a la Porciúncula.
Y así, escoltados por inmensa muchedumbre, sacaron los frailes fuera de la ciudad al enfermo. Desde el palacio del Obispo, el cortejo pasó por debajo de la Portaccia, la gran puerta principal de Asís, hoy día tapiada, entre la Puerta Mojano y la Puerta San Pedro. Después, siguiendo el camino que circunda las fortificaciones, llegó a San Salvador de los Muros (hoy, Casa Gualdi), hospital de leprosos, sito más o menos a medio camino entre Asís y la Porciúncula. Aquí, en este paraje inmensamente rico en memorias para la historia de la conversión de San Francisco, pidió el enfermo que pusiesen en tierra la camilla en que era conducido. «Ponedme ahora -agregó- de cara hacia Asís».
Reinó un momento de profundísimo silencio, mientras el enfermo, ayudado de sus hermanos, se enderezaba en el lecho. Por encima de él, sobre la falda de la montaña, se extendían las fortificaciones y las puertas de Asís, y las hileras ascendentes de casas, que rodean las torres de San Rufino y de Santa María de la Minerva. Más arriba todavía, se alzaba, como hoy en día, dominando la ciudad, el abrupto peñón de Sasso-Rosso, en cuya cima se veían las ruinas de un castillo alemán. Se distinguían a lo lejos las azuladas cumbres del monte Subasio, donde estaba el eremitorio de las Cárceles, y San Damián medio escondido a los pies de la montaña. En fin, entre Francisco y la ciudad se desplegaba la gran llanura, a donde gustara el Santo, cuando joven, dirigir sus paseos solitarios, meditando heroicas hazañas. De este país y de esta ciudad partió un día y a este país y a esta ciudad volvía ahora para morir en ella.
Largo rato contempló Francisco, con los ojos casi ciegos, la ciudad; por encima de ella, las montañas, y a sus pies el valle. Después alzó lentamente la mano, trazando con ella una gran señal de cruz sobre Asís, y exclamó: «¡Bendita seas tú del Señor, porque él te ha escogido para ser la patria y la morada de los que le reconocen y glorifican en verdad, y quieren honrar su santo nombre!» (Actus; EP 124). Acto seguido, fatigado por el esfuerzo que acababa de hacer, se dejó caer en el lecho, y los frailes continuaron descendiendo por el camino que conducía a la Porciúncula.
El enfermo fue trasladado a una cabaña que había a unos cuantos pasos, detrás de la capilla. Aquí fue donde tuvo el consuelo de recibir la visita de «su Fray Jacoba», la noble dama romana Jacoba de Settesoli, que llegó justamente cuando Francisco se disponía a dictar una carta para rogarle que viniera. El rumor de que el Santo estaba enfermo incurable había llegado a Roma, y Jacoba se había apresurado a tomar el camino de Asís, llevando la túnica por ella tejida para Francisco y que había de servirle de mortaja, lo mismo que cirios e incienso para los funerales. Estaba severamente prohibida a las mujeres la entrada en la Porciúncula; mas se hizo una excepción para Fr. Jacoba, que, toda llorosa, se arrojó sobre el lecho de su muy amado maestro, «lo mismo que en otro tiempo Magdalena a los pies de Jesús», se decían al oído los discípulos. Esta visita reconfortó a Francisco, y, a fin de hacérsela más agradable aún, Jacoba se puso a prepararle su plato romano favorito, de que el Santo había hecho memoria frecuentemente durante su enfermedad, expresando deseos de comerlo. Pero Francisco no estaba ya en estado de comer nada; quiso, con todo, probar tan siquiera la obra de su amiga, y, llamando a Fr. Bernardo, le pidió que tomará también él una porción del precioso regalo.
La llegada de Jacoba tuvo lugar en la última semana de la vida de Francisco. El jueves siguiente, que era el día primero de octubre, el moribundo volvió a juntar en derredor suyo a sus hermanos y los bendijo a todos, uno a uno. Con singular ternura puso la mano sobre la cabeza de Bernardo de Quintaval. «Escribe lo que te voy a decir -mandó a Fray León-: "El primer hermano que me dio el Señor fue Bernardo; el primero que empezó a cumplir y cumplió con toda diligencia la perfección del Evangelio distribuyendo todos sus bienes a los pobres. Por esto y por otras muchas prerrogativas suyas, estoy obligado a amarlo más que a ningún hermano en toda la Orden. Así que, en cuanto está de mi parte, quiero y mando que, cualquiera que fuese el ministro general, lo ame y reverencie como a mí mismo. Y que los ministros y todos los hermanos de toda la Religión lo miren como si de mí se tratara"». (73)
Después hizo todavía una última exhortación a sus hermanos, recomendándoles que amasen siempre y sobre todo la santa pobreza y pidiéndoles que, en prenda de este amor, no abandonasen jamás la pobre y pequeña Porciúncula: «Mirad, hijos míos -les dijo-, que nunca abandonéis este lugar. Si os expulsan por un lado, volved a entrar por el otro, porque este lugar es verdaderamente santo y morada de Dios» (1 Cel 106).
Por último, con el corazón henchido de ternura, bendijo a los hermanos presentes y, en ellos, también a todos los que vivían en cualquier parte del mundo y a los que habían de venir después de ellos hasta el fin de los siglos. «Yo los bendigo -dijo- cuanto puedo y más de lo que yo puedo». Nunca, quizá, había dicho nada que revelara mejor lo íntimo de su naturaleza que este pus quam possum, «más de lo que yo puedo», porque, efectivamente, el espíritu que le animaba no había quedado nunca satisfecho, antes de haber hecho más de lo que podía. Y aún ahora, en su lecho de moribundo, este espíritu no le dejaba un punto de reposo. Después de haber bendecido a sus discípulos, hizo que lo pusieran desnudo sobre la desnuda tierra, y así, tendido en el suelo de su celdilla, recibió de su Guardián, como postrera limosna, el hábito en que había de morir; y, no pareciéndole bastante pobre, pidió que le pusiesen un remiendo. Del mismo modo, recibió un pantalón, una cuerda y también una capucha, porque solía llevar siempre una calada para ocultar las cicatrices de sus sienes. De esta manera se mantuvo fiel hasta el postrer instante a su Dama Pobreza, hasta el punto de morir sin poseer sobre la tierra nada más de lo que él poseía cuando llegó a este mundo (1 Cel 106-109; 2 Cel 214-215; LM 14,3-4).
Agotado el enfermo, se durmió en seguida; mas, el viernes por la mañana, temprano, se despertó atormentado de crueles dolores. Los hermanos permanecían ahora constantemente reunidos en torno a su lecho, y el amor de San Francisco hacia ellos iba a manifestarse aún de una forma nueva. Creyendo que era todavía jueves, día en que el Señor celebró la última cena con sus discípulos, pidió un pedazo de pan, lo bendijo, lo partió y dio a comer un pedacito a cada uno. «Y ahora -añadió-, traedme la Escritura y leedme el evangelio del jueves santo». Alguien le hizo observar que ya no era jueves. «No importa -replicó-, yo creía que estábamos todavía en jueves». Le trajeron, pues, el libro y, mientras el día corría a su ocaso, se oyeron sobre el lecho de muerte de San Francisco aquellas palabras de la Sagrada Escritura (Jn 13,1-15) en las que se encontraban verdaderamente resumidos a la vez todo el sueño de su vida y toda su doctrina:
«Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.
»Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido.
»Llega a Simón Pedro y éste le dice: --Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?
»Jesús le respondió: --Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde.
»Le dice Pedro: --No me lavarás los pies jamás.
»Jesús le respondió: --Si no te lavo, no tienes parte conmigo.
»Le dice Simón Pedro: --Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza.
»Jesús le dice: --El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos.
»Sabía quién le iba a entregar, y por eso dijo: "No estáis limpios todos".
»Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: --¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros».
Durante las veinticuatro horas que Francisco vivió aún, ninguno de los frailes se alejó de su lecho. Los hermanos Ángel y León tuvieron que cantarle de nuevo el Cántico del Hermano Sol, e incesantemente salían de los labios del Santo los últimos versos del himno: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal». Rogó, asimismo, a su guardián que, cuando se aproximase su último instante, le desnudaran otra vez, a fin de morir desnudo sobre la desnuda tierra.
Pasó el viernes y amaneció el sábado (3 de octubre). Llegó el médico y Francisco lo recibió preguntándole cuándo, por fin, se abrirían para él las puertas de la eternidad. Suplicó, además, a los hermanos que esparcieran cenizas sobre él: «Porque muy presto no seré ya más que polvo y ceniza».
Hacia el atardecer, empezó a cantar con fuerza extraordinaria. Mas no era ya el Cántico del Hermano Sol lo que cantaba, sino el salmo 141 de David, que en la Vulgata comienza así: Voce mea ad Dominum clamavi. La tarde de octubre caía presurosa, y mientras la oscuridad invadía la pequeña cabaña en medio del bosque cerca de la Porciúncula, los discípulos, atentos a su maestro y conteniendo el aliento, escuchaban a Francisco cantar el salmo con el rostro vuelto al cielo:
«A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor; desahogo ante él mis afanes, expongo ante él mi angustia, mientras me va faltando el aliento.
»Pero tú conoces mis senderos, y que en el camino por donde avanzo me han escondido una trampa.
»Mira a la derecha, fíjate: nadie me hace caso; no tengo adónde huir, nadie mira por mi vida.
»A ti grito, Señor; te digo: "Tú eres mi refugio y mi lote en el país de la vida".
»Atiende a mis clamores, que estoy agotado; líbrame de mis perseguidores, que son más fuertes que yo.
»Sácame de la prisión, y daré gracias a tu nombre: me rodearán los justos cuando me devuelvas tu favor».
Mientras así oraba Francisco, las tinieblas habían ido ocupando poco a poco la celdilla. Finalmente, su voz se calló, y se esparció por la celda un silencio de muerte, un silencio que esta voz, en adelante, ya nunca más interrumpiría. Se habían cerrado para siempre los labios de Francisco de Asís; cantando había entrado en la eternidad (2 Cel 214).
Con todo, quiso Dios que por encima y en derredor de la casa, se oyese un último saludo a su juglar divino. Porque, apenas calló la voz del Santo, «una bandada de las avecillas llamadas alondras se vino sobre el techo de la celda donde yacía y, volando un poco, giraban, describiendo círculos en torno al techo, y cantando dulcemente parecían alabar al Señor». Eran las fieles amigas de San Francisco, las alondras que le daban el último adiós (EP 113).

Capítulo VIII – Las lágrimas de «fray Jacoba»


La primera persona admitida junto al cadáver de Francisco fue Jacoba. Anegada en llanto, se arrojó otra vez sobre los mortales despojos de su maestro, besando mil y mil veces las llagas de las manos y de los pies. Después, en compañía de los hermanos, veló toda la noche junto al cadáver de su maestro, y, al despuntar la aurora del día siguiente (domingo), la amiga de Francisco tenía ya tomada su resolución: en adelante no se alejaría nunca de Asís, pasaría el resto de su vida en los lugares donde Francisco había vivido y realizado su obra. De este modo la casa de Jacoba en Asís se convirtió muy presto en un lugar de encuentro para los discípulos fieles del Pobrecillo, lo mismo que el convento de San Damián; y muchas fueron las limosnas que de sus manos pasaron a las de Fray León, Fray Gil o Fray Rufino. Sabatier, apoyándose en argumentos muy probables, afirma que ella fue la que cerró los ojos a Fray León. Jacoba murió a edad muy avanzada, hacia el año 1274, y sus restos reposan aún hoy en la basílica de Asís; un fresco la representa en traje de terciaria, llevando sobre el brazo la túnica por ella tejida en otro tiempo para San Francisco, con la siguiente inscripción: Hic requiescit Jacoba, sancta nobilisque romana, «Aquí reposa Jacoba, santa y noble romana» (3 Cel 37-39).
Desde las primeras horas del domingo, el pueblo acudió en masa a venerar los despojos del santo que acababa de morir. La noticia de los estigmas de San Francisco había corrido de boca en boca, por lo que la afluencia de los que querían verlos fue enorme. No tardó en descender de Asís, en solemne procesión, también el clero para el levantamiento del cadáver. Después de lo cual, el imponente cortejo fúnebre emprendió el camino de la ciudad, al son de trompetas y entre himnos de alabanza, llevando ramos de olivo y cirios encendidos. Para cumplir la promesa que Francisco había hecho a Clara, el cortejo tomó el camino que pasa por delante de San Damián, donde las monjas, entre ardorosas lágrimas, dieron el postrer adiós a su amado maestro y director. Luego se dirigió la comitiva a la iglesia de San Jorge, que ocupaba el lugar en que se eleva hoy la basílica de Santa Clara, y allí fueron depositados de modo provisional los despojos mortales de San Francisco, hasta que, el 25 de mayo de 1230, pudieron ser trasladados a la magnífica basílica de San Francisco, construida por Fray Elías.
Ninguno de los antiguos biógrafos nos dice dónde se encontraba Jacoba de Settesoli durante esta ceremonia fúnebre. No es probable que tomara parte en la procesión, compuesta en su totalidad de clérigos, frailes y gente armada. Por lo cual, nos es lícito imaginar que se quedaría allá abajo, en la Porciúncula. Y que, cuando el imponente cortejo, con todo su esplendor, hubiera desaparecido entre los árboles, tal vez la amiga del Santo entraría, una vez más, en la celdilla donde Francisco pocas horas antes vivía y respiraba. Allí la abrumaría, sin duda, el horrible vacío, ese vacío que deja siempre una muerte, y ¡cuánto más grande y más cruel el de una muerte como aquélla! Sólo entonces comprendería en toda su realidad lo inmensa que era la pérdida que acababa de sufrir; y, de rodillas en la capillita de la Porciúncula, que bruscamente tuvo que parecerle muy oscura y desierta, pensaría, llorando, en aquel cuyo cuerpo era llevado en triunfo, pero a quien ya nunca más oiría llamarla dulcemente «su Fray Jacoba».

NOTAS
 - El autor, J. Joergensen, a veces menciona las "leyendas" o "leyendas antiguas" al referirse a episodios de la vida de San Francisco. Téngase en cuenta que en tales ocasiones el autor usa el término "leyendas" no en el sentido de «Relación de sucesos que tienen más de tradicionales o maravillosos que de históricos o verdaderos», sino en el sentido de «Historia o relación de la vida de uno o más santos»; concretamente se refiere al grupo de las mejores fuentes biográficas primitivas de San Francisco, entre las que se encuentran la Leyenda Mayor de San Buenaventura (LM), la Leyenda de los Tres Compañeros (TC), la Leyenda de Perusa (LP), la Leyenda (o vida) de Santa Clara (LCl), etc.
2- Octavio, obispo de Asís, refiere en sus Lumi sulla Portiuncula (1701) que el año 1689, hallándose él en Lucca, tuvo en sus manos un manuscrito antiguo del cual copió lo siguiente: «Había en Lucca dos hermanos comerciantes llamados los Moriconi. El uno de ellos se quedó en Lucca y el otro, de sobrenombre Bernardone, se trasladó a la Umbría y fijó su residencia en Asís, donde se casó y tuvo un hijo a quien puso el nombre de Pedro, quien, heredero de fortuna cuantiosa, se casó a su vez con una joven de noble familia llamada Pica, y de este matrimonio nació San Francisco». Wadingo (Annales, I, p. 17) trae un árbol genealógico de los Moriconi, que llega hasta la cuarta generación después de S. Francisco. El propio analista refiere (ibid. p. 18) que los superiores de Asís certificaron el año 1534 que en esa época vivían allí mismo dos descendientes de Pedro Bernardone, los hermanos Antonio y Bernardone, y que ambos vivían de la caridad pública. Véase Acta Sanctorum, Oct. II, pp. 556-557, y Cristofani, Storie d'Assisi, I, pp. 70 y sig.
3- Acta Sanctorum, Oct. II, págs. 556-558-
4- Por estas palabras venimos en conocimiento de que Francisco solía prestar dinero a sus camaradas.
5- Evidentemente, los biógrafos de Francisco no conocieron el nombre de Gualterio de Briena, puesto que dicen simplemente que nuestro joven se preparaba a partir para la Apulia bajo las órdenes de cierto Gentil (TC 5), sin que sepamos a punto fijo si con esa palabra nos dan un nombre propio, o la calidad de gentilhombre. San Buenaventura trae liberalem comitem por gentil (LM 1,3). Gualterio sucumbió en el sitio de Sarno en junio de 1205, pero su ejército continuo la batalla.
6-Magnus inter ceteros [ediciones modernas leen: magis inter ceteros] (1 Cel 6). Sabatier cree descubrir en este confidente del joven Francisco al futuro Fray Elías de Cortona; pero tal hipótesis dista mucho de ser admisible. Mal podría Elías formar parte del séquito elegante y aristocrático de Francisco, cuando, según atestigua Salimbene de Parma, no pasaba de ser un sillero, maestro de escuela. Francisco mismo debió su ascendiente más a su dinero que a su nobleza. No pueden referirse a un pobre artesano de una aldea vecina a Asís las citadas palabras del biógrafo: magnus inter ceteros.
7- In gradibus ecclesiae (TC 10). Celano (2 Cel 8), dice que Francisco fue a colocarse in paradiso ante ecclesiam, palabras que designan el pórtico abovedado de la basílica.
8- Así, al menos, creo que se puede interpretar un episodio que relatan los Tres Compañeros en los siguientes oscuros términos: «Había en Asís una mujer jorobada y deforme que el demonio traía a la memoria de Francisco en frecuentes apariciones, amenazándole con tocarle de la misma enfermedad que padecía esta mujer, como no renunciase a sus piadosos proyectos. Pero Francisco, como valiente soldado de Cristo, despreciaba las amenazas del diablo, penetraba en su gruta y se entregaba a la oración» (TC 12).
9- Una tradición de origen posterior asegura que, cuando llegó el mercader a San Damián, su hijo estaba allí escondido, y que, al abrir una puerta, ésta estrechó al joven contra la pared, que se hundió milagrosamente a su contacto, ocultándole detrás de la puerta, de modo que su padre no lo notó al pasar. Dicha hendidura, en cuyo fondo hay pintada una imagen del Santo, se muestra aún a los viajeros que visitan San Damián, con la añadidura del relato de la susodicha escapada milagrosa. Pero los documentos están en contra. Baste citar a Wadingo, quien dice que fue Santa Clara quien mandó practicar el hueco en la pared y pintar en él la imagen del Santo, después de medir su estatura (Annal. vol. I, pág. 31).
10- Expresión citada por Wadingo, I, p. 17.
11- Guido II ocupó la silla episcopal de Asís desde 1204. Véase Cristofani, Storie, I, p. 169 y sigs.
12- San Buenaventura es el único biógrafo que trae este pasaje (LM 2,4), tomándolo, con muchos otros detalles, del relato de Fray Iluminado de Rieti.
13- Esta fecha nos parece claramente indicada en el siguiente pasaje del Anónimo de Perusa (AP 3): «Cumplidos 1207 años desde la Encarnación del Señor, en el mes de abril, el 16 de las calendas de mayo, viendo Dios que su pueblo había olvidado sus preceptos..., movido por su clementísima misericordia, acordó enviar obreros a su mies, e iluminó a un varón que vivía en la ciudad de Asís, de nombre Francisco, de oficio mercader, derrochador vanísimo de las riquezas de este mundo». El 16 de las calendas de mayo de 1208 corresponde, en nuestra cronología actual, al 16 de abril de 1207.
14- 1 Cel 16; LM 2,5. Según la Guida di Gubbio de Lucarelli (1880), el encuentro del Santo con los salteadores fue en las cercanías de Caprignone, donde una antigua iglesia conventual conserva todavía ciertos frescos pintados entre los siglos XIV y XVI, uno de los cuales representa a Francisco vestido de andrajos.
15- Una tradición local no destituida de fundamento coloca este episodio en el convento de Santa María de la Roca (la Rocchicuola), entre Asís y Valfabbrica.
16- «Cuando acabó de reparar dicha iglesia, se encontraba ya en el tercer año de su conversión. En este período de su vida vestía un hábito como de ermitaño, sujeto con una correa; llevaba un bastón en la mano, y los pies calzados» (1 Cel 21).- José Mazzatinti asienta (en Miscelanea Francescana, vol. V, págs 76-78) que el amigo que Francisco tenía en Gubbio era Federico Spadalunga, el mayor de tres hermanos. En tiempo de Aroldi se veían aún, en el palacio de los Cónsules de Gubbio, frescos que representaban el regalo hecho a Francisco por Spadalunga (Epitome Annalium Ord. Min., Roma 1662, volumen I, pág. 29).
17- El nombre de este hermano de Francisco se ha conservado en documentos antiguos reproducidos por Cristofani. Véase el cuadro genealógico que trae el bollandista Suysken, y lo saca de un manuscrito de 1381, en los Acta Sanctorum, octubre, II, pág. 556.
18- Al decir de Cristofani (Storia di S. Damiano, Asís, 1882), Francisco no emprendió ninguna nueva construcción en la iglesia antigua. Henry Thode, por su parte, cree que construyó la parte anterior con la bóveda ojival y que la parte posterior, la bóveda romana y el ábside se remontan a más antigua fecha. El crítico alemán observa que el estilo particular de bóvedas ojivales que campea en todas las iglesias edificadas por Francisco (San Damián, la Porciúncula, la chiesina del Alverna y también una de sus celdas del convento de Cortona) no se encuentra en esa época sino en monumentos del mediodía de la Francia.
19- San Buenaventura (LM 2,7) dice que esta iglesia «estaba distante de la ciudad»; pero hay que tener presente que el santo Doctor no había hecho a Asís más que una sola y corta visita. San Pedro estaba muy cerca de la ciudad. Según H. Thode, esta iglesia se nombra por primera vez en el año 1029; su fachada actual data del año 1268. De 1250 a 1277 perteneció a los cistercienses; hoy la sirven los benedictinos.
20- Wadingo, año 1213, n. 17.
21- Lipsin, Compendiosa Historia, Asís, 1756. Véase también en Miscel. Franc., II, págs. 33-37 el estudio de Mons. Faloci sobre la antiquísima descripción que hay en el muro del ábside de esta iglesia.
22 - Más tarde ha sido cambiado el evangelio de les misa de S. Matías; pero el que cito en el texto formaba parte del oficio de dicha fiesta aún en el siglo XV. Véase Analecta Franciscana, vol. III, pág. 2, n. 5.- Wadingo es quien refiere, siguiendo a Mariano de Florencia, que el sacerdote de San Damián iba, por dar gusto a Francisco, a celebrar en la Porciúncula.
 23- «Predicaba el reino de Dios y la penitencia alentado siempre con el gozo del divino espíritu» (1 Celano). «Desempeñaba misión de paz y penitencia» (TC).
24- 1 Cel 24; TC 27-29; LM 3,3.- Bernardo de Besa añadió, el primero, en su libro De laudibus b. Francisci, al nombre de Bernardo, el apellido «de Quintaval» (Analecta Franciscana, III, p. 667).
25- 1 Cel 24.- Véase también la Vita Fr. Bernardi en Analecta Franciscana, III, pág. 35 y sigs.- Allí se lee también que Francisco pasó dos años tenido comúnmente por imbécil y loco (stultus et phantasticus) y que Bernardo le invitó a su casa «a fin de averiguar su fatuidad o su santidad». En el solar que ocupaba la casa de Bernardo de Quintaval, en Asís, se alza ahora el Palazzo Sparaglini, que da a la plaza del Obispado.-
26- «Cuando Gil era todavía seglar, oyó a sus padres contar la aventura de la conversión de Bernardo, ocho días después de aquel en que había tenido lugar» (Vita fr. Aegidii, en Analecta Franciscana, III, p. 75.
27- La fuente principal para la vida de Gil es su biografía escrita, según Salimbene, por Fray León. Desgraciadamente no poseemos más que fragmentos de ella, esparcidos por otras obras; el más extenso es el que trae la Chronica XXIV Generalium (l. cit., págs. 74-75), cuya traducción italiana se puede leer en la mayor parte de las ediciones de los Fioretti. Otros más breves se citan en Acta sanctorum, abril III, pp. 118 y sigs., según un manuscrito de Perusa, y han sido reproducidos por Lemmens en sus Docum. ant. franc., I (Quaracchi, 1901). Finalmente, otros cuatro han sido recosidos en los Actus b. Francisci. Hay también una colección de Dicta b. Aegidii, reunidos por sus discípulos y publicados por los bollandistas, y recientemente por los PP. de Quaracchi en 1905. Véase la obra alemana del P. Gisbert Menge, Der Selige Aegidius vom Assisi (Paderborn, 1906). TC 32-33 y 44; 1 Cel 25 y 30; LM 3,4; EP 36.-
28- 1 Cel 40; TC 37-40.- En la Vida de Fray Gil, cap. II, leemos que «este hermano fue un día llamado por cierto hombre; acudió él inmediatamente, creyendo que le iba a dar limosna; pero lo que le puso en la mano que le tendía suplicante no fue sino un par de dados, con que le invitaba a jugar con él; a lo que Gil respondió humildemente: "Dios te perdone, hijo mío"». Asimismo en las Florecillas, cap. V, se cuenta que hubo gentes que «acercándose a Fray Bernardo, en Bolonia, le tiraban de la capucha hacia atrás o hacia adelante, mientras otros le arrojaban puñados de tierra y aún guijarros...; pero a todas estas injurias él respondía con la más alegre paciencia». El Anónimo de Perusa cuenta que a veces los hermanos pasaban la noche en iglesias abandonadas.
29- Cf. 1 Cel 26; LM 3,6. Véase el siguiente pasaje de las Revelaciones de Santa Brígida: «Francisco alcanzó la verdadera contrición de todos sus pecados y la sincera voluntad de corregirse, diciendo: Nada hay en el mundo a que yo no renuncie de buen grado por amor y en honra de mi Señor Jesucristo; ninguna dureza hay en esta vida que yo no abrace y sufra gustoso por amor de mi Señor, por cuya gloria yo quiero hacer todo lo que pueden mis fuerzas de cuerpo y alma, y quiero procurar que hagan todos los demás hasta donde me será posible, animándolos a amar a Dios con todo el corazón y sobre todas las cosas». Este pasaje nos demuestra cuán claramente veía la estática de Suecia en el perdón de los pecados la inspiración de una vida nueva y la consecución de una voluntad perfecta de ejecutar el bien: inspiratio amoris.
30- Waddingo, Ann., 1210, p. 80.- Debo agregar que la fuente de donde ha tomado Waddingo este relato es bien poco segura. Cfr. Acta SS., oct. II, p. 589, n 231.
31- San Buenaventura cuenta que, habiendo Morico enfermado gravemente en su convento de San Salvador, le sanó Francisco con sólo darle a comer un pedazo de pan empapado en el aceite de la lámpara que ardía ante el altar de la Virgen de la Porciúncula, y que, en reconocimiento de tan milagrosa curación, se agregó a la nueva orden, donde se señaló siempre por la austeridad de su vida ascética, no comiendo más que hierbas, legumbres y frutas crudas, y absteniéndose del pan, del vino, etc. (LM 4,8). Del antiguo establecimiento de los Crucígeros en Rivotorto quedan aún dos vestigios, que son las dos capillitas de San Rufinello de Arce y Santa María Magdalena, ambas más parecidas a la Porciúncula que la gran iglesia franciscana edificada mucho más tarde con el antiguo nombre de Rivotorto.
32- 1 Cel 39-41; TC 41-45; AP 25-29. Cf. las Florecillas, cap. III, que refiere cómo Francisco se castigó un mal pensamiento que había tenido contra Fray Bernardo, mandándole que le pusiese el pie en la boca por tres veces. Más severa pena se impuso a sí mismo Fray Bárbaro por unas palabras malas que se le escaparon (2 Cel 155).
33- Algunos biógrafos modernos deducen equivocadamente, por el orden en que se desarrollan los hechos en la narración de Celano, que este episodio relativo al emperador Otón tuvo lugar después del viaje de Francisco y sus hermanos a Roma, viaje que, por este motivo, adelantan a 1209. Ahora bien, Fray Gil se unió a Francisco y a sus hermanos el 23 de abril de 1209, por lo que las dos misiones, la de las Marcas y la del valle de Rieti, fueron posteriores a esa fecha. Esas misiones duraron ciertamente algunos meses, y sabemos que, desde finales de mayo de 1209, Inocencio III dejó Roma para ir a Viterbo, de donde no regresó a Roma hasta octubre, para coronar a Otón. Por todo ello, el viaje de los frailes a Roma tuvo que ser después de la coronación del emperador. En conclusión, la fecha más probable para este viaje es el verano de 1210. Cf. Waddingo, Ann., 1210. AF III, p. 5, n. 8; y Sabatier, Vie de Saint François, p. 100, n. 1.
34- TC 43; AP 27. Francisco fue el primero en sustituir en el Breviario Romano la invocación general de «todos los Apóstoles» por la particular de «los dos Apóstoles romanos Pedro y Pablo». Véase Bernardo de Besa en Analecta, III, p. 672.
35- Este prelado, vástago de la ilustre familia de los Colonna, había sido creado Cardenal por Celestino III (Waddingo, Ann., 1210, n. 7).
36- Ep. 103, n. 7; Ep. 141, n. 2; Serm. In Adv., IV, n. 1.
37- TC 50.- El AP 35 refiere este caso de una manera algo diversa. Cf. 2 Cel 16.
38- TC 51-52; LM 3,10; AP 36.- El P. Hilarino Felder es del sentir que esta autorización miraba sólo a la predicación moral, no a la dogmática para la cual se requería cierta formación teológica.
39- EP 56-57; 2 Cel 190.- El villorrio en que Francisco encontró a Juan se llama Nottiano, a tres horas de camino de Asís en dirección al Este. Los habitantes de aquella aldea conservan todavía vivo el recuerdo de la aventura que acabamos de contar. No lejos de allí hay un lugar llamado Le Coste, donde se ve una gruta en que, según la tradición, moró Francisco por algún tiempo.
40- Fray Rufino, de familia noble, era primo hermano de Santa Clara, y entró en la fraternidad probablemente en 1210. Tomo estas informaciones de la obra titulada Santa Clara de Asís, de Locatelli, publicada en Asís el año 1882.
41- Según Critofani (Historia de San Damián, cap. X), este monasterio se hallaba en el sitio donde hoy día está el Seminarium Seraphicum de Asís. Locatelli, empero, cree que el Santo Ángel distaba como un kilómetro de la ciudad. En cuanto al monasterio de San Pablo, el propio autor lo identifica con una parte del actual convento de San Apolinar, en Asís mismo.
42- Bula Solet annuere de 9 de agosto de 1253. Clara murió dos días después, el 11 de agosto del mismo año.- En capítulo aparte estudiaré la cuestión interesante, aunque todavía oscura, de la elaboración de la Regla de las Clarisas.
43- Sabatier habla extensamente del contraste entre quien sirve a Dios por puro amor y quien le sirve por interés de la recompensa, y pretende que el primero es el espíritu franciscano, y el segundo el que anima a los príncipes de la iglesia. Pero tal oposición es pura fantasía. Francisco, en su predicación, se apoyaba sin cesar en la consideración del premio y del castigo. En el Capítulo de las Esteras pronunció estas palabras, cuyo sentido es bien claro: «Hijos míos, grandes cosas hemos prometido, pero mucho mayores son las que Dios nos ha prometido a nosotros; mantengamos lo que nosotros hemos prometido y esperemos con certeza lo que nos ha sido prometido. Breve es el deleite del mundo, pero la pena que le sigue después es perpetua. Pequeño es el padecer de esta vida, pero la gloria de la otra vida es infinita» (Flor 18; 2 Cel 191). Su Carta a todos los fieles está basada toda ella en la idea de la recompensa, y en el cap. IX de la Regla de 1223 recomienda a sus frailes, como tema de predicación, «los vicios y las virtudes, la pena y la gloria» (2 R 9,4). Abundando en la mima idea, el Beato Juan de Parma pone en boca de «Dama Pobreza» estas palabras que dirige a sus fieles: «No os acobarde la magnitud de la lucha, que mayor ha de ser la recompensa» (Sacrum Commercium). Toda esta obra de Juan de Parma, que pertenece al campo franciscano más riguroso e intransigente, está saturada del pensamiento de una «recompensa» que extrañamente parece disgustar a Sabatier, quien igualmente debería lamentarla también en Cristo (Mt 6,1) y en San Pablo (Rm 8,18).
44- Cf. la Primera consideración sobre la Llagas, en el apéndice de las Florecillas.- El Casentino es el valle superior del Arno.- Nunca consintió Francisco en que se le diese documento que le asegurase derecho alguno sobre el Alverna. Sólo después de su muerte, en 1274, los hijos de Orlando hicieron formal donación de aquel monte a la Orden, donación cuyo texto puede verse en el Bullarium Franciscanum de Sbaralea (Roma 1768, t. IV, p. 156, nota h), y es copia del original existente en el archivo de Borgo San Sepolcro. Allí leemos que los hijos del conde ratifican, por orden expresa de éste, una donación que hasta entonces no se había hecho más que de viva voz y sin escrito alguno. Al mismo tiempo los hijos de Orlando de Chiusi hacen al convento del Alverna formal donación de algunas reliquias de S. Francisco y del cordón de cuero que éste ciñera a su padre cuando le admitió en la Tercera Orden.
45- Celano dice que este segundo viaje lo emprendió Francisco poco tiempo después de su vuelta de Eslavonia (1 Cel 56). Sabatier coloca la fecha de este viaje en 1214-1215.
46- 1 Cel 57.- Los biógrafos posteriores hacen llegar esta vez a Francisco hasta Santiago de Compostela, atribuyéndole una multitud de fundaciones de conventos en España, Piamonte y el Mediodía de Francia (AF III, p. 9); pero los Bolandistas rechazan abiertamente todas estas tradiciones. Lo que sí es cierto es lo que dice Lucas de Tuy en su Hist. univ., el año 1217: «Por esta fecha los frailes menores construyeron conventos en toda España» (Acta SS., oct. II, p. 603, n. 303).
47- Puede que esta asociación de ideas entre Tierra Santa y la Porciúncula deba también su origen a una tradición local que desde antiguo corría en Italia y según la cual ésta última iglesia fue construida por cuatro peregrinos provenientes de Tierra Santa a imitación del santuario de Nuestra Señora del Valle de Josafat, en la Palestina. De este modo la Virgen, arrojada de Tierra Santa por los infieles, halló su segunda patria en la Umbría. Ya, en un sentido diferente y meramente poético, Tomás de Celano había llamado a Greccio «una nueva Belén» (1 Cel 85); y, de manera semejante, se veía un nuevo Sinaí en Fonte Colombo, donde Francisco había escrito la Regla de su Orden, y un nuevo Gólgota en monte Alverna, donde recibió los estigmas de la Pasión de Cristo. Todo esto obedece a la idea de la «conformidad» entre Francisco y el divino Maestro, que Bartolomé de Pisa desenvolvió después sistemáticamente. En cuanto a las leyendas poéticas que después vinieron a juntarse a la de la indulgencia y de las cuales la más célebre es la del «Milagro de las rosas», hay que decir que sólo comenzaron en el primer tercio del siglo XIV. Se hallan por primera vez en el diploma de Conrado, Obispo de Asís, en favor de la autenticidad de la indulgencia, diploma que lleva fecha de 1335 (Sabatier). El milagro de las rosas, en particular, está tomado evidentemente de la leyenda de San Benito de Nursia. Sabemos que Francisco visitó en 1222 Subiaco y el Sacro Speco, donde están las zarzas que la sangre de San Benito cambió en rosal florido. El retrato de Francisco que Fray Otón pintó en el muro de la capilla de Gregorio IX en Subiaco, parece tomado del natural durante la estancia del Santo en aquel sitio (Thode). No es imposible que Maseo o León acompañaran a Francisco a Subiaco y que después hayan mezclado en su imaginación las impresiones que de allá trajeron con los recuerdos de la vida real de su maestro. Subiaco recuerda las Cárceles o Greccio, y Francisco debió sentir profunda emoción al ver en sí el vivo retrato de su célebre predecesor.
48- 2 Cel 148; EP 43. Según Sohnürer, este episodio debió tener lugar en el invierno de 1219-1220, porque en el invierno siguiente Francisco había renunciado ya al generalato, lo que hacía imposible la proposición de Hugolino.
49- Bula Cum dilecti, en Sbaralea, I, p. 2.- El 29 de mayo del año siguiente Honorio dirigió otra a los prelados franceses, especialmente a los de las regiones infestadas por la herejía (Ibid., p. 3).
50- Analecta Franciscana III, pp. 581-582, según un manuscrito del siglo XIV.
51- Los escritos de Jacobo de Vitry pueden verse en el volumen de la BAC que contiene los escritos y biografías de San Francisco.- Flor 24; 2 Cel 57; LM 9,8.- De este hecho y de otros análogos concluye el orientalista Riant que Francisco debió de obtener para sí y sus frailes algún salvoconducto por el estilo de los firmanes que después se concedieron a los franciscanos; el primero fue concedido por Zahler Bibars I (1260-1277). Así se explica también la preferencia de los Papas en escoger siempre entre los frailes menores su legado cerca de los jefes mahometanos como también, por la inversa, el que fuese un franciscano el encargado por el sultán de Egipto, en 1244, de una misión cerca del Pontífice Inocencio IV.
52- «Cuando el bienaventurado Francisco cruzó el mar con Pedro Cattani, dejó dos vicarios, fray Mateo de Narni y fray Gregorio de Nápoles... Ahora bien, puesto que según la primitiva Regla, los hermanos ayunaban miércoles y viernes y, con el permiso de Francisco, también lunes y sábados, mientras que los otros días comían carne, estos dos vicarios, con algunos hermanos más ancianos de Italia, tuvieron un Capítulo, en el que establecieron que los hermanos no adquirieran carne en los días permitidos, sino que la comiesen solamente en el caso de que los fieles la ofrecieran espontáneamente. Además, establecieron el ayuno obligatorio los lunes y los otros dos días, añadiendo que los lunes y sábados no debían procurarse lacticinios, sino que se debían abstener de ellos, a menos que los fieles devotos los ofrecieran de modo espontáneo. Un hermano laico... tomó consigo las constituciones y cruzó el mar sin licencia de los vicarios... Leídas las constituciones en el preciso momento en que el bienaventurado Francisco estaba sentado a la mesa y se disponía a comer la carne que le habían preparado, preguntó a fray Pedro: "¿Señor Pedro, qué hacemos?" Y él respondió: "¡Ah, señor Francisco!, lo que os parezca ya que vos tenéis la autoridad". Dado que fray Pedro era docto y noble, el bienaventurado Francisco, por cortesía, le honraba llamándole "señor"... Por fin, concluyó el bienaventurado Francisco: "Comamos, pues, como dice el Evangelio, la comida que nos han preparado"» (Jordán de Giano, Crónica, nn. 11-12).
53- Lempp, en su Elías de Cortona, hace a este propósito una observación de lo más extraña. Afirma que Honorio quiso con esta bula hacer imposibles «las adhesiones libres, es decir, las que hasta entonces habían sido posibles a los casados». Evidentemente Lempp se refiere a los miembros de la Orden Tercera. Pero ¿cómo se puede imaginar que el Papa haya querido llamar vagabundos a ciudadanos honrados, casados y padres de familia? Salta a la vista que con tal epíteto se refería a los giróvagos, a los frailes vagabundos, contra los cuales Francisco se pronunció repetidamente, y a veces con términos que concuerdan del todo con los de la bula de Honorio. En su carta a la Orden escribe: «Y a cualesquiera de los hermanos que no quieran observar estas cosas, no los tengo por católicos ni por hermanos míos; tampoco quiero verlos ni hablarles, hasta que hagan penitencia. Esto lo digo también de todos los otros que andan vagando, pospuesta la disciplina de la Regla». Y en la Regla se expresa en términos equivalentes: «Y sepan todos los hermanos que, como dice el profeta, cuantas veces se aparten de los mandatos del Señor y vagueen fuera de la obediencia, son malditos fuera de la obediencia mientras permanezcan en tal pecado a sabiendas» (1 R 5). También en este punto Honorio y Francisco estaban completamente de acuerdo.
54- La inscripción sepulcral de Pedro Cattani se ve todavía en la parte exterior de una de las paredes de la Porciúncula.
55- Flor 16; 1 Cel 59; LM 12,4. Los Actus y las Florecillas colocan esta escena en Cannara, entre Foligno y Bevagna; Celano y San Buenaventura en Alviano, que debe ser el villorrio de Laviano en el valle de Chiana, o, como cree Waddingo, el de Alviano en las cercanías de Todi.
56- Bernardo de Bessa, en Analecta Franciscana, III, pp. 686-687.
57- Carta de Gregorio IX a Inés de Bohemia, fechada el 9 de mayo de 1238 (Sbaralea, I, p. 241).
58- En toda esta relación no hago más que seguir a Karl Müller y a Le Mounier. La Regula et Vita fratrum vel sororum poenitentium, descubierta por Sabatier en el convento franciscano de Capistrano en los Abruzos y publicada por él en los Opuscules (1, pp. 16-30), contiene verosímilmente una parte importante de la regla escrita por Francisco y Hugolino para los hermanos penitentes. En todo caso este documento data, salvo algunas adiciones posteriores, del año 1228.
59- Breve Significatum est, en Sbaralea, I, p. 8.
60- El propio Gregorio IX, en un Breve del 28 de marzo de 1230 (Sbaralea, I, p. 39), cita la bula de su predecesor. Los demás Breves de Gregorio en favor de la Tercera Orden pueden verse en Sbaralea, I, pp. 30 y 65.
61- El mismo pensamiento se revela en estas palabras de Celano: Obedientiis cunctis Franciscum omnino propono, «En suma, propongo de modo absoluto a Francisco por modelo para todas las obediencias» (2 Cel 120).
62- Confróntense ambos textos: Texto de Francisco: «Que los hermanos deban y puedan recurrir a sus ministros, y que los ministros estén obligados por obediencia a conceder a dichos hermanos con toda benevolencia y liberalidad las cosas que les pidan; y si los ministros rehusaren concedérselas, los hermanos podrán observar literalmente la Regla, porque todos, ministros y súbditos, están por igual sometidos a la Regla» (Sabatier, Opúsculos, I, p. 94). Texto de Hugolino: «Por lo que firmemente les mando que obedezcan a sus ministros en todo lo que al Señor prometieron guardar y no es contrario al alma y a nuestra Regla. Y dondequiera que haya hermanos que sepan y conozcan que no pueden guardar espiritualmente la Regla, a sus ministros puedan y deban recurrir. Y los ministros recíbanlos caritativa y benignamente, y tengan tanta familiaridad para con ellos, que los hermanos puedan hablar y obrar con ellos como los señores con sus siervos; pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los hermanos» (2 R 10,3-6).
63- «Quiso también que en la Regla constaran muchas cosas que con asidua oración y meditación pedía al Señor para utilidad de la Religión; y afirmaba que todo ello era absolutamente según la voluntad de Dios. Pero, cuando lo comunicaba a los hermanos, les parecía a éstos carga pesada e imposible de soportar... Francisco no quiso entrar en lucha con los hermanos...» (EP 2). También Celano nos recuerda: «Solía decir: "En Dios no hay acepción de personas, y el ministro general de la Religión -que es el Espíritu Santo- se posa igual sobre el pobre y sobre el rico". Hasta quiso incluir estas palabras en la Regla; pero no le fue posible, por estar ya bulada» (2 Cel 193).
64- LM 4,11.- Lo mismo refiere el Espejo de Perfección, tomándolo tal vez de Fray Iluminado, o acaso de Fray León. Ahí leemos también que la segunda Regla redactada por Francisco se perdió: «Después que se perdió la segunda Regla compuesta por el bienaventurado Francisco, subió éste a un monte con el hermano León de Asís y con el hermano Bonicio de Bolonia para redactar otra Regla (cf. LP 17). La hizo escribir según Cristo se lo iba mostrando» (EP 1). Muchas son las pruebas que muestran cuán poco escrupuloso era Elías en la elección de sus medios. Así, en el Capítulo general de 1239, pretendió justificarse con falsedades evidentes, diciendo, por ejemplo, que él fue admitido en una Orden cuya regla, la no bulada de Inocencio, no exigía el voto de pobreza, lo que le había permitido recibir dinero (AF III, p. 231).
65- Guastaldi, palabra lombarda que significa gendarmes y con la que el Santo designaba a los demonios.
66- Las palabras de la bendición están tomadas de la Biblia, libro de los Números 6,24-26. Sobre la T simbólica, véase Ezequiel 9,4. Sobre el empleo de este símbolo por San Francisco, véase LM 4,9 y 3 Cel 3.
67- Se cree que este Adiós al Alverna lo puso por escrito Fray Maseo, y todo hace creer que el texto del documento reproduce bien el sentido general de las palabras de Francisco. Pero la copia del Adiós, que se conserva actualmente en el convento del Alverna, y que es la única copia antigua que poseemos, no se remonta más allá del siglo XVI. Es una hoja grande de pergamino, de 27 por 13 centímetros, y el texto empieza así: «Pax XPI. Giesu Mâ speranza mia, fra Masseo peccatore indegno servo di Giesu XPO Compagno di fra Francesco da Assisi huomo a Dio gratissimo». Y termina diciendo: «Io, fra Masseo, ho scritto tutto. Dio ci benedica», Yo, fray Maseo, lo he escrito todo. Dios nos bendiga. Sabatier, que no llegó a conocer este documento, oyó hablar de él como de un documento original; el texto que él reproduce y que está tomado de la edición impresa más antigua, que es de 1710, no difiere de la copia del Alverna más que en detalles sin importancia, pero tiene un final conmovedor: «Io, fra Masseo, ho scritto con lacrime», Yo, fray Maseo, lo he escrito con lágrimas en los ojos, lo que indicaría que aún era muy reciente la despedida de Francisco en el Alverna cuando su discípulo dejaba constancia por escrito de la misma.
68- Palabras citadas en la traducción italiana de la Vita Secunda de Celano, publicada por Amoni (Roma, 1880), pág. 315. Se encuentran también en un manuscrito del convento del Alverna, fechado el 31 de septiembre de 1818, aniversario de la salida de Francisco del sacro monte.
69- Boehmer pone equivocadamente en octubre de 1224 esta postrer estancia del Santo en San Damián. Francisco dejó el Alverna sólo el 30 de septiembre del dicho año; después se dirigió, parándose aquí y allí, hacia Cittá di Castello, donde permaneció un mes entero, y los Apeninos no los pasó sino después del primero de noviembre. En este mes, el clima de Asís no es todavía tal que se pueda vivir al aire libre en una choza construida de ramaje.
70- 2 Cel 147; LM 6,8. El texto de San Buenaventura continúa así la narración: «Inclinó la cabeza el Santo y salió afuera; mas al poco tiempo volvió a entrar. Al verlo de nuevo en su presencia, el obispo le preguntó, algo turbado, qué es lo que quería; a lo que respondió Francisco con un corazón y un tono de voz que rezumaban humildad: "Señor, si un padre despide por una puerta a su hijo, éste debe volver a entrar por otra". Vencido por semejante humildad, el obispo, con una gran alegría que se reflejaba en su rostro, le dio un abrazo, diciéndole: "Tú y todos tus hermanos tenéis en adelante licencia general para predicar en mi diócesis, pues bien se merece esta concesión tu santa humildad"».
71- Francisco considera este punto de tal importancia, que los frailes no han de ceñirse a las demarcaciones de las custodias, sino que deben dirigirse al custodio más próximo sin pararse a averiguar si su convento está o no dentro de su jurisdicción.
72- EP 107. Según los Actus y las Florecillas (Flor 6), Francisco bendijo a Elías con la mano izquierda, mientras que a Fray Bernardo lo bendijo con la derecha, designándolo expresamente primogénito y jefe de los hermanos. En la Vida Primera de Celano (1 Cel 108), el único que recibe una bendición particular es Fray Elías. En la Vida Segunda (2 Cel 216), Francisco bendice a todos y cada uno de sus hermanos, «comenzando por su vicario».
73- Francisco considera este punto de tal importancia, que los frailes no han de ceñirse a las demarcaciones de las custodias, sino que deben dirigirse al custodio más próximo sin pararse a averiguar si su convento está o no dentro de su jurisdicción.
74- EP 107. Según los Actus y las Florecillas (Flor 6), Francisco bendijo a Elías con la mano izquierda, mientras que a Fray Bernardo lo bendijo con la derecha, designándolo expresamente primogénito y jefe de los hermanos. En la Vida Primera de Celano (1 Cel 108), el único que recibe una bendición particular es Fray Elías. En la Vida Segunda (2 Cel 216), Francisco bendice a todos y cada uno de sus hermanos, «comenzando por su vicario».

No hay comentarios:

Publicar un comentario

  ¿Quiénes son los fascistas? Entrevista a Emilio Gentile   En un contexto político internacional en el que emergen extremas der...