J. Joergensen:
San
Francisco de Asís
Índice
Libro
primero
Libro
segundo
Libro
tercero
Libro
cuarto
Prólogo:
Johannes Joergensen, historiador y poeta de San Francisco
por Teodoro de Wyzewa y
Francesc Gamissans, o.f.m.
Entre las más
prestigiosas biografías de san Francisco de Asís escritas a finales del siglo
XIX y principios del XX -cuando se produce un renacer del estudio de las
fuentes franciscanas, propiciado por Paul Sabatier y el centro franciscano de
Quaracchi (Italia)-, destaca la que escribió el danés Johannes Joergensen. Aquí
vamos a ofrecer un perfil de la vida y personalidad del autor, tomado
mayormente del P. Pavez, y, tomada del P. Gamissans, una breve presentación de
la excelente biografía: San Francisco de Asís. Su vida y su obra.
I. Perfil biográfico
Johannes
Joergensen nació de una familia protestante de marinos en Svendborg, isla de
Fionía (Dinamarca), el 6 de noviembre de 1866.
A la edad de 16
años se trasladó a Copenhague con objeto de dar comienzo a sus estudios
universitarios. En el mundo del pensamiento ardía por entonces la fiebre del
positivismo y el darwinismo que invadieron el saber humano en el último tercio
del siglo XIX. Surgieron del poderoso avance de las ciencias experimentales y
empíricas, y llevan en su esencia la negación de todo lo no verificable o de
sentido trascendente.
Después de
cursar, con extraordinario lucimiento, las Humanidades en la Universidad de
Copenhague, a los veinte años de su edad se entregó con ardor al estudio de las
ciencias naturales y al examen de los más recientes problemas de la zoología
comparada, adquiriendo cuantioso caudal de doctrina positivista que muy pronto
hizo servir a la causa materialista, darwinista y anticristiana, cuyas huestes
dirigía en los países escandinavos el profesor Georges Brandes. Poco tardó en
llegar a ser uno de los jefes principales de este movimiento, agrupándose en
torno suyo una verdadera falange de universitarios que saludaban con férvido entusiasmo
cada escrito del joven maestro. El mismo Dr. Brandes le felicitó muchas veces
por el valioso contingente que le aportaba, consagrándose todo entero al
triunfo de sus ideales.
Sin embargo, no
fue mucho el tiempo que el ardoroso polemista duró en la brecha. Su
inteligencia era demasiado clara, y bastante sano su corazón para que no viera
lo falso y peligroso del sistema a que había empezado a servir con tan
generosas convicciones, dignas de más noble objeto y empleo. Al cabo de un año
de rudo combatir comenzó a cejar en la demanda y acabó por condenarse al
silencio y entregarse a nuevos y más profundos estudios, emprendiendo viaje
científico y artístico por Alemania e Italia y dejando a sus compañeros de
lucha en la más ansiosa expectación.
Cuando regresó a
su patria anunció que iba a publicar sus impresiones de turista en un
libro, que apareció en los primeros meses de 1895 con el título de El libro
de viaje, y en el que, a vueltas de algunas descripciones pintorescas en
que daba libre vuelo a su fantasía de poeta, el entusiasta defensor de las
teorías brandesianas se deshacía en alabanzas de la hermosura, grandeza y
santidad de la religión católica.
Empezaba por
describir las principales etapas de su excursión. Entrando en Alemania, en vez
de irse a las grandes capitales de estilo moderno, de costumbres refinadas,
prefirió visitar las pequeñas ciudades, donde más intacta y virgen se conserva
el alma alemana de otros tiempos. Detúvose en Nuremberg, admirando las obras
artísticas medievales en que abundan los monumentos de aquella ciudad,
especialmente las iglesias y el museo Germánico. Las imágenes de la Virgen
sobre todo le cautivaron el alma, haciéndole concebir vehementes sospechas
contra el valer y excelencia de aquella «cultura» que él tanto se había afanado
por elogiar y propagar. Luego llamó su atención la dulzura y cristiana
ingenuidad de las costumbres bávaras, tan opuestas a las del mundo materialista
en que él se había educado y de que iba hastiándose cada día más.
De Nuremberg pasó
a Rothemburgo, la más castiza de las ciudades alemanas, donde recibió análogas
impresiones estéticas y morales que en la estación precedente, pareciéndole
cada vez más cierto que aquella vida, a un tiempo mismo intensa y modesta, en
todo conforme con la tradición antigua, era el verdadero ideal de su propia
vida. Saliendo de Rothemburgo se fue a visitar a un pintor amigo suyo, que se
ocupaba en decorar los muros de la famosa abadía benedictina de Beuron, donde
se le ofreció por primera vez ocasión de contemplar de cerca la vida monacal,
que no conocía más que de oídas y al través de relatos de enemigos apasionados.
Allí le embistió tenazmente la idea de que esa vida monástica, contra la cual
había alimentado tan siniestros prejuicios, no era menos noble y digna de respeto
que la que hacía la dorada juventud de Copenhague alrededor de la cátedra del
Dr. Brandes, y de que la decantada «cultura moderna» no era ya condición tan
indispensable, como él se había figurado, al bienestar de los individuos y de
los pueblos.
Por fin salió de
Alemania y entró en Italia y, consecuente con su sistema de evitar el bullicio
de las grandes ciudades, se dirigió a Asís, la ciudad de los recuerdos santos,
de las tradiciones sencillas y puras, donde hasta las piedras hablan al viajero
de alma ingenua y soñadora el lenguaje de la poesía y del heroísmo cristiano en
su más alto grado. Poco a poco la asidua lectura de los Fioretti
(Florecillas) y de la Leyenda dorada, el grandioso espectáculo de las
ceremonias del culto católico, el trato constante y fraternal de los religiosos
franciscanos le fueron revelando y ratificando la pureza y legitimidad del
ideal moral por él entrevisto en Nuremberg y en Rothemburgo.
Hallóse un 1 de
agosto en el «perdón» de Santa María de los Ángeles (Indulgencia de la
Porciúncula), donde le sucedió un caso extraño, y fue que, mientras una
muchedumbre de peregrinos oraba y entonaba cánticos piadosos ante el ara del
perdón, observó que un grupo de extranjeros que ocupaban una de las tribunas de
la gran basílica estaban riéndose despreciativamente de la devoción de aquellas
buenas gentes y glosándola a simples efectos de la ignorancia y del atraso. El
joven viajero miró con repugnancia el acto incivil de aquellos civilizados,
y todas sus simpatías se fueron tras los devotos ganadores de «la indulgencia»,
y él mismo acabó por acompañarlos, cayendo de rodillas, casi sin advertirlo,
ante el altar de la capilla de la Porciúncula, de donde a poco se levantó
avergonzado y salió de la Iglesia. «Pero -son sus propias palabras- salió
llevándose la íntima persuasión de que también él acababa de recibir allí algo
así como un perdón de San Francisco».
Se volvió a la
ciudad y, a medida que iba divisando las torres y techos, y la imponente arcada
que circunda el sacro convento, y el campanario que se yergue sobre la
triple iglesia de Cimabue y de Giotto, más claro iba viendo que nunca en su
vida había entrado en su alma tamaño caudal de gozo y de pura felicidad.
Así y todo, no
creía aún. Con todas las emociones católicas de Asís y las emociones
poético-históricas de Nuremberg y Rothemburgo, no lograba aún triunfar de su
pertinaz escepticismo. Su imaginación era presa de las nuevas maravillas que
ante ella se desplegaban; su razón se inclinaba ante la evidencia de la
inanidad de sus dudas y de sus certidumbres; pero el reacio era su corazón, que
persistía negándose a abrazar las nuevas ideas religiosas: extraño drama
interno, que él describía con absoluta sinceridad y con manifiesta e
irresistible simpatía hacia las cosas y personas que había tratado en su viaje,
pero que él no veía sino como a través de misterioso velo, pugnando inútilmente
por acercarse a ellas y entrar en su dichosa compañía.
Por fin, un día
de 1898, su propia continua reflexión sobre su conciencia le reveló la
verdadera causa que le separaba de la fe cristiana: su aversión al milagro, que
él mismo se esforzaba por mantener y fomentar. Observó que había en él una
formal voluntad de no creer y de apoyar con positivos argumentos su propia
incredulidad. No había tal lucha entre la luz y la justicia de una parte, y de
otra los dogmas absurdos y opresores de la religión. No. Todo esto vio claro
que no era más que un montón informe de fútiles pretextos a que él recurría
para cohonestar su aversión a las verdades eternas. El paso al catolicismo tuvo
lugar en Copenhague a finales del año 1898, cumplidos sus 30 años. Viviría
luego algo más de otros sesenta.
J. Joergensen
estaba verdadera y definitivamente convertido al catolicismo. Al año siguiente
creyó que debía explicar a sus antiguos compañeros de lucha antirreligiosa los
motivos de su conversión, lo que hizo en forma de respuesta a los reproches de
un amigo, en un breve escrito que intituló La mentira de la vida y la verdad
de la vida. «Vosotros creéis -decía a los materialistas daneses- que vais
buscando la verdad, la felicidad, la libertad; pero esos no son más que
pretextos para excusaros de examinar con seriedad el problema de vuestra vida.
Yo también he corrido tras estos objetos con más febril ansiedad y
perseverancia que vosotros, sin parar un momento hasta encontrarlos, y no los
encontré nunca hasta el día en que me arrojé en los brazos de la fe cristiana».
De más está
advertir que no por haber renunciado Joergensen a sus antiguas ideas, dio
también de mano a su profesión de hombre de letras: la prosiguió con más ardor
que antes. Apenas convertido publicó un interesante estudio histórico-estético
sobre la abadía de Beuron y una colección de Parábolas, que es acaso su
obra poética más pura y acabada. Otras son: El último día, Los enemigos del
infierno, El fuego eterno, Eva (novela), etc., etc.; pero ninguna de estas
iguala en bellezas literarias ni en tesoros de descripción pintoresca a su
hermoso libro de las Peregrinaciones franciscanas, superior, por la
delicadeza y profundidad del sentimiento religioso, al Libro de viaje.
El ex-compañero
de luchas de Mr. Brandes, traído a la fe cristiana por el espectáculo de las
ceremonias franciscanas de Asís y la lectura de los antiguos biógrafos de san
Francisco, volvió de nuevo a Italia a visitar todos los lugares que conservan
vestigios y memorias del gran Patriarca, el santo favorito de su devoción y
amor; y las impresiones de este viaje son las que nos describe en sus Peregrinaciones
con ese estilo suyo sobrio, delicado, lleno de unción a la vez científica y
piadosa.
Pero este libro
de las Peregrinaciones no era más que una introducción a otro de más
aliento y de mayores proporciones, en que el joven converso iba a derramar a
manos llenas los tesoros de su erudición, discernimiento histórico, exquisita
poesía y, más que todo eso, de su devoción filial al Santo bendito de sus más
íntimos amores, el Seráfico Patriarca de los pobres, a cuya especial
intercesión él atribuía el haber dado con la luz y la felicidad después de
larga noche de dudas y de falsa cultura. Este libro es: San Francisco de
Asís. Su vida y su obra.
Johannes
Joergensen murió en su ciudad natal, Svendborg, el 29 de mayo de 1956. Fue
voluntad suya morir donde nació; que sus huesos volviesen a Dinamarca; que
reposaran en la tierra de su linaje. El nonagenario escritor y poeta, si tuvo
cuna protestante, vida azarosa luego y conversión sincera después, descansa
ahora en paz en tumba católica.
II. La biografía «San Francisco de Asís»
Pensador,
historiador, escritor y periodista, J. Joergensen era de natural romántico y
sentimental, poeta inspirado y muy leído. En todas sus obras hagiográficas
armoniza la poesía con la verdad histórica. Así lo lleva a cabo en las
biografías de santa Catalina de Siena, Don Bosco, Charles de Foucauld, santa
Brígida y otras. Por lo que se refiere a San Francisco de Asís, hay que
añadir su especial devoción al santo, quien, a su juicio, «fue también un poeta
y un converso».
1.
Características de la obra
El libro sobre el
Pobrecillo de Asís de J. Joergensen salió en original danés y en
Copenhague el año 1907. Fue inmediatamente traducido a varias lenguas; en
castellano gozamos de dos versiones distintas: la de R. M. Tenreiro (Madrid
1925, 3.ª ed.), y la de A. Pavez (Santiago de Chile 1913; Buenos Aires 1945);
en nuestro trabajo citamos esta última por considerarla más lograda. Precede
una larga introducción y una concienzuda investigación (no incluida en las
traducciones al castellano) sobre las fuentes franciscanas como habían
hecho ya Paul Sabatier y los acreditados historiadores franciscanos de
Quaracchi, con quienes mantuvo una sincera amistad. Estudia con suma detención
el enorme cuerpo documental, compulsado en archivos y bibliotecas. En estas
fuentes de información apoya su relato histórico, que lleva a cabo mediante los
métodos modernos de crítica interna y externa, como quien aspira a que se le dé
fe en lo que afirma y sostiene.
Raoul Manselli,
investigador de primera fila, escribe: «La prueba más álgida de amor a
Francisco y a Asís la dio Johannes Joergensen, uno de los líricos más grandes
de la literatura danesa, cuando quiso dedicarse a historias del Medievo, a
fuentes, a herejes y estudiosos, para aproximarse más al santo, al que le
acercó sobre todo su condición de cristiano y alma de poeta». Se entregó con
tesón y humildad a la elaboración de la biografía del Pobrecillo de Asís
con plena conciencia de la dificultad que entrañaba.
En la
Introducción del libro sitúa a san Francisco en el marco de su tiempo,
describiendo el escenario y entorno político, civil y religioso de la época y
los pueblos en los cuales el santo desenvolvió su fecunda acción apostólica. Lo
que sin duda hace más amable su obra es el caudal de sentido poético de que se
halla impregnado su espíritu cuando narra hechos concretos. No podía ser de
otro modo tratándose del Pobrecillo de Asís que, si no fue un poeta
académico, lo fue en los actos de su vida y en aquel simpático y penetrante
amor a la naturaleza. Joergensen articula armónicamente los hechos en doble
clave, histórica rigurosa y estilo lírico, dado que de otra manera sería
mutilar dos veces al Creador. «Lo bello es el resplandor de lo verdadero»,
filosofaba Platón, y Joergensen lo entiende así cuando lo describe en su San
Francisco, y lo siente incluso en sí mismo y en todos sus libros.
2. Parangón entre
Johannes Joergensen y Paul Sabatier
Es interesante
hilvanar un parangón entre Johannes Joergensen, católico, y Paul Sabatier,
protestante. Sabatier
conquistó fama mundial por su Vie de Saint François d'Assise. Se le considera como uno de los pioneros
en el descubrimiento y estudio crítico-interpretativo de las fuentes
franciscanas durante aquella época. Incrementó sus estudios con otras obras
y trabajos, especialmente con la edición de textos franciscanos primitivos e inéditos.
Joergensen fue
contemporáneo de Sabatier y ambos fueron amigos personales. Son considerados
como dos polos de atracción, con influjos diversos. Manselli asevera que la
mayoría de los biógrafos posteriores a Sabatier y Joergensen, «no pueden
sustraerse del círculo mágico de los dos».
Si bien eran
amigos, difieren substancialmente en la interpretación de hechos importantes de
la vida de san Francisco. Veamos algunos.
El biógrafo danés
acentúa la humanidad del Pobrecillo de Asís. Quizás no se detiene del
todo en la experiencia mística del santo, debido a que no poseía una
preparación teológica cabal. Se concentra más en valorar el alma poética del
que fue trovador de Asís. Cierto que algunas páginas llegan al límite extremo,
más allá del cual la historia corre el riesgo de convertirse en novela, pero
cabe no señalar lagunas de calibre ni una predisposición intencionada cuando
distingue la simple leyenda de la rigurosa historia. Por otra parte, como
alguien ha escrito, la leyenda es la quinta esencia de la historia porque nos
da su espíritu...
Sabatier, por el
contrario, influido por el positivista Renán, del cual recibió el encargo de
escribir una biografía de san Francisco, se ciñe estrictamente a los textos
primitivos, algunos descubiertos por él mismo. Este método le induce a negar el
ámbito sobrenatural inverificable; al mantener vivo el escrúpulo de una
investigación erudita, se ciñe a testimonios críticamente discutibles por unos,
pero avalados por otros.
Otra divergencia
de opinión: J. Joergensen presenta un Francisco con una incondicional adhesión
al papa de Roma y a la Santa Sede. Fundamenta su argumentación en las palabras
del santo fundador contenidas en la Regla: «El hermano Francisco promete
obediencia y reverencia al señor Papa Honorio y a sus sucesores canónicamente
elegidos y a la Iglesia romana» (2 R 1,2).
Sabatier, por el
contrario, en su célebre biografía franciscana, presenta al santo como un
hombre liberal y liberado de la tiranía de Roma, víctima del poder absolutista
-tanto en lo temporal como en lo espiritual- representado por los pontífices
Inocencio III y Honorio IV. Fundamenta su tesis en el Testamento del santo
cuando dice: «Nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me
reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). El
historiador protestante da a estas palabras un sentido restrictivo de reproche
a la jerarquía eclesiástica, tanto de Asís como de Roma. Esta visión indignó a
la Curia vaticana, que incluyó su obra en el Índice de libros prohibidos.
Hay que reconocer, sin embargo, que Paul Sabatier rectificó en parte sus
criterios en ediciones posteriores de su libro.
Otro aspecto
discrepante entre los dos historiadores es la interpretación que dan de la
experiencia religiosa de Francisco. Joergensen, que se considera fiel a los
biógrafos contemporáneos del santo, revela a Francisco como el hombre que
descubre a Cristo y se esfuerza en imitarle incluso en los más mínimos detalles
hasta ser llamado otro Cristo en la tierra ("alter Christus").
Sabatier, por el
contrario, describe al santo como un simple profeta laico, denunciador, como
hemos dicho, de los abusos del poder civil y religioso. Volviendo a su
escepticismo, niega la estigmatización del santo, un evento místico no dado en
anteriores siervos de Dios, avalado por algunos contemporáneos, como san
Buenaventura, Doctor de la Iglesia, digno de toda reputación. Asimismo no
admite el hecho de la indulgencia de la Porciúncula o del "perdón de
Asís".
Por lo que se
refiere a este último acontecimiento, Joergensen, al principio, tampoco lo
reconocía como un hecho histórico, pero luego se retractó, convencido de los
serios argumentos de los historiadores franciscanos de Quaracchi y en
particular del prestigioso investigador alemán, E. Holzapfel, especialista en
historia franciscana y amigo de Joergensen. Lo expresó éste con suma humildad
en la Presentación de la edición italiana de su libro: «Mi primera idea
ha cambiado en esta edición, inducido y convencido por los argumentos de mi
estimadísimo padre Eriberto Holzapfel». Según los mejores críticos modernos el
hecho de los estigmas en san Francisco es históricamente uno de los más
demostrados; negándolo se renunciaría a prestar fe a cualquier otro documento
de valor indiscutible.
Finalmente, por
lo que a los escritos de san Francisco se refiere, Joergensen y Sabatier son
unánimes en darles valor histórico, pero difieren en su interpretación: el
primero pone el acento en textos poéticos y de más calor humano; el segundo se
ciñe a resaltar la influencia e intromisión de la Curia romana en los mismos,
especialmente en la Regla.
En resumen: no es
excesivo afirmar que J. Joergensen percibió en Francisco de Asís un convertido
frente a las inquietudes juveniles del siglo XIII, un trovador en busca de la
verdad y del bien, y un cantor de las maravillas de la creación. En su vida,
Joergensen, como Francisco, aceptó con humildad la llamada divina a la
conversión; los dos, más o menos a la misma edad.
3. Estilo
literario de Joergensen
Johannes
Joergensen no se cansa de afirmar que, desde siempre, Francisco amaba la poesía
y el canto, incluso antes de su conversión. Después, su lirismo místico se
inspira en la naturaleza toda. «Para apreciar este fenómeno debidamente, es
menester comprender las relaciones del santo con las maravillas de la creación.
Todo ser era para él una viva palabra de Dios. La creatura le servía para
comprender al Creador y este sentimiento lo llenaba de una perenne alegría y de
un incesante anhelo de rendirle gracias». Para sostener esta opinión, Joergensen
cita un texto de las fuentes franciscanas: «Nosotros que estuvimos con
él veíamos que era tan grande su gozo interior y exterior en casi todas las
criaturas, que, cuando las palpaba o contemplaba, más parecía que moraba en
espíritu en el cielo que en la tierra» (EP 118).
Joergensen, poeta
como el santo, se detiene con predilección en el estudio del famoso poema de
Francisco: Cántico de las criaturas o del Hermano Sol, «la primera flor
de la poesía italiana, escrito en su idioma nativo». Le dedica un capítulo
entero en el que comenta primero las verdaderas relaciones de Francisco con el
mundo creado, que difieren absolutamente del panteísmo. «Su actitud ante la
naturaleza fue pura y simplemente la del primer artículo del Credo de la
Iglesia». Luego compara este Cántico con el bíblico que entonaron
Ananías, Azarías y Misael, con la diferencia de que Francisco añade la bondad y
utilidad de cada cosa. Después de transcribir el texto original italiano del
Cántico, termina con una breve consideración sobre el hecho de que algunos de
los compañeros del Pobrecillo de Asís anduvieran por el mundo -como
verdaderos juglares de Dios- entonando la nueva canción.
Los mejores
críticos aseveran el carácter poético de la Vida de san Francisco de
Joergensen, no apartándose un ápice sin embargo de los datos rigurosamente
históricos. Lo constata Manselli: «Joergensen, uno de los líricos más grandes
de la literatura danesa, llegó a san Francisco no por sugerencia de un Renán
como Sabatier o por estudios de teología o de derecho, sino a partir de la
poesía y de la inquietud espiritual. Ha consagrado páginas densas de poesía, en
las que se palpa la viveza del recuerdo y la nostalgia». En resumen, el libro
refleja la nostalgia e inquietudes interiores que el autor experimentó en su
propia vida.
Quizás este
último fenómeno ha contribuido a la gran difusión de su obra, vertida a la
mayoría de las lenguas europeas. Todavía hoy ocupa un lugar importante entre
las múltiples biografías que se han escrito del santo de Asís.
[Teodoro de
Wyzewa, Juan Joergensen, en J. Joergensen, San Francisco de Asís,
Santiago de Chile 1913, pp. XVI-XXIII.- F. Gamissans, Johannes Joergensen.
Historiador y poeta de S. Francisco, en Verdad y Vida 60 (2002)
159-168]
Libro I (1)
El
restaurador de iglesias
Nunc latebat
in eremis, nunc ecclesiarum reparationibus insistebat devotus.
Pasábalo ya
escondido en las ermitas, ya ocupado devotamente en restaurar iglesias.
(San Antonino de
Florencia).
Capítulo
I – El joven convalesciente
Hace de esto
setecientos años, una mañana cierto joven de la ciudad de Asís, que empezaba a
convalecer de larga y penosa enfermedad, despertó de su nocturno sueño. Los
postigos de la ventana de su pieza estaban aún cerrados; sin embargo, afuera, a
pesar de que era muy temprano, brillaba la luz de la madrugada, y la campana de
la vecina iglesia de Ntra. Sra. del Obispado había dado ya la señal para la
primera misa. Por la rendija del postigo penetraba hasta la cerrada alcoba un
poderoso rayo de sol. El joven conocía bien este rayo matinal, pues hacía ya
varias semanas que le veía llegar a su lecho de convaleciente.
Muy luego
llegaría su madre a abrir los postigos, y la luz penetraría en la pieza con
toda su deslumbradora intensidad. Después le traerían el desayuno y se le
arreglaría la cama (ésta era bastante ancha y él tenía costumbre de mudarse al
otro lado mientras se componía aquél en que había dormido). Ya podía tenderse
sobre ella, fatigado aún, pero feliz, a contemplar el hermoso cielo de otoño,
azul y despejado, y a escuchar el ruido que hacían, al caer sobre el pavimento
de la calle, las aguas sucias arrojadas por los moradores de las casas vecinas.
Más tarde entraría ya directamente el sol a iluminar primero el muro de la
derecha, después el centro de la enlosada cámara, y cuando la plena luz diera
en el lecho, sería llegada la hora del almuerzo; después del cual vendrían de
nuevo a cerrar los postigos, y nuestro joven tomaría su siesta al abrigo de la
dulce y silenciosa semi-oscuridad de su pieza. Terminado este reposo volvería
de nuevo la luz, aunque el sol ya se habría retirado de la ventana; nuestro
convaleciente vería allá a lo lejos, hacia el confín del inmenso valle, las
montañas veladas por sombras azules, que bien pronto se cambiarían en ese manto
rojizo, sanguíneo, con que se cubre el horizonte en las tardes de otoño. Al
caer con toda rapidez la noche, oiría el ruidoso balar de los ganados,
conducidos a los establos, entre canciones y risas, por los sencillos pastores.
¡Con qué íntimo placer había escuchado esas cantinelas populares de la Umbría,
acompasadas, extrañamente expresivas, exquisitamente tiernas, que hoy día mismo
ensayan y modulan a la continua aquellos modestos campesinos, llenando el alma
de quien los oye de cierta misteriosa mezcla de tristeza y melancólica
dulcedumbre! Por fin, se extinguirían los cantares y vendría la noche. Por
encima de los lejanos montes surgiría, de repente, una sola y grande estrella,
cuya aparición indicaría el momento de cerrar los postigos y de encender la
lamparilla, que el enfermo se había acostumbrado a dejar arder hasta el rayar
del alba durante las interminables noches de fiebre en que temerosas pesadillas
le turbaban el dulce sueño.
La mañana
aquella, sin embargo (bien se lo acordó el joven inmediatamente), las cosas no iban
a ser de la manera que queda descrita; porque ése era precisamente el día en
que él iba a dejar por primera vez el lecho del dolor. ¡Cuánto gozaba con la
idea de que, al fin, iba a volver a andar por los demás sitios de la casa,
viendo y tocando objetos cuya privación había sufrido por tan largo tiempo y de
los cuales había estado a punto de despedirse para siempre! Resuelto estaba a
bajar hasta el entresuelo y penetrar en la tienda de su padre a ver entrar y
salir los clientes, y acaso también a dar una palmada a los empleados ocupados
en desenvolver y medir las grandes piezas de terciopelo, de brocado, o de
hermosos tejidos de lana etrusca.
Ocupada su mente
con tan dulces ensueños, se abre de pronto la puerta: es su madre, que viene a
hacerle la acostumbrada visita; entra y abre los postigos; el enfermo observa
con júbilo que, además del desayuno, trae un lío de ropa.
«Te he mandado
hacer un traje nuevo, mi querido Francisco», dijo ella, al mismo tiempo que
depositaba el paquete al pie del lecho. Terminada la refección, el joven empezó
a vestirse, mientras la madre, inclinada sobre el umbral de la ventana, miraba
la campiña. De repente exclamó: «¡Qué hermosa mañana!, ¡qué cielo más
espléndido! Allá diviso todas las casas de Bettona, cual si el valle que nos
separa se hubiese abreviado; a medio camino, rodeada de viñedos, Isola
Romanesca, semeja una isla verdadera acariciada por las ondas de un
río. De todas las chimeneas se levantan al cielo, rectas y trasparentes,
columnas de humo: así sube hacia el techo de la iglesia el humo fragante de los
incensarios. ¡Oh Francisco mío!, en mañanas como ésta la tierra y el cielo se
me figuran un templo engalanado para una fiesta solemne, en que toda la
creación acude a alabar y dar gracias a su Hacedor».
Francisco seguía
silencioso, pero una vez aderezado, murmuró: «¡Dios mío!, ¡cuán débil estoy!».
-- Consecuencias
de la enfermedad -se apresuró ella a contestar-. Mientras uno permanece en cama
se imagina poderlo hacer todo; pero apenas se ponen los pies fuera del lecho,
se advierte la debilidad; lo sé bien por experiencia propia, hijo mío; por eso
he cuidado de traerte bastón.
Toma, en efecto,
de sobre la mesa un hermoso bastón barnizado, con empuñadura de marfil, y lo da
al joven, quien, apoyado en él y en el brazo de su madre, abandona el triste
aposento.
En media hora la
madre y el hijo anduvieron todas las habitaciones de la casa. Al entrar en la
tienda, los saludaron llenos de cordial regocijo los dependientes: «¡Buenos
días, señora Pica! ¡Bienvenido el señor don Francisco!» Pero luego sintió éste
la necesidad de ir más lejos, a saludar los campos y las viñas, el cielo
abierto y el panorama todo del extenso y fértil valle.
Detúvose fuera de
la puerta de Asís, junto al camino que, por el pie del monte Subasio, conduce a
Foligno. Afirmado en su bastón tendió por el valle la cansada vista. Todo era
un inmenso campo de viñas; los vástagos trepaban de un árbol a otro; los
granados y azules racimos doblaban con su peso los sarmientos bajo el
exuberante follaje. Cercanos estaban los días de la ruidosa vendimia y de la
recogida del vino en las bodegas. Más abajo, pero aún sobre la pendiente
ladera, empiezan los olivares que se despliegan por todo el valle, cubriéndolo
como de un tapiz de seda de color de plata. De trecho en trecho, sombreadas por
pardas nubes, brillan blancas casitas, y las más lejanas parecen apenas
pequeñas piedras.
Francisco tenía
la vista fija en este grandioso panorama, y sin embargo, ¡fenómeno singular!,
no lo veía. Aquel desbordado gozo que antes experimentaba ante el espectáculo
de los risueños colores del paisaje, de las aristas de los montes, que parecen
penetrar en el cielo azul, ya no existe para él. Diríase que su corazón, poco
antes tan joven y vigoroso, había envejecido por arte de encantamiento; llegó a
asaltarle la idea de que nunca más iba a gozar con la vista de ninguna cosa de
este mundo. Parecióle demasiado ardiente el sol, y fue a refugiarse a la sombra
de un muro; pero un momento después esta sombra se le antojó demasiado fresca,
y tornó a buscar el calor del sol. La bajada le había fatigado mucho; sintió
hambre, y aun deseo de saciarla con una buena cena y un buen vaso de vino... Se
aterrorizó con la idea de que su juventud terminaba; de que ya no le alegrarían
más tantas cosas que habían sido y él se imaginaba que serían siempre todo su
encanto y su tesoro: el esplendor del día, el azul del cielo, la verdura de las
campiñas, todos los primores de la naturaleza, por que tanto él había suspirado
durante los días y las noches de su convalecencia, como suspira un rey
proscrito por tornar a sus antiguos dominios; todo esto se le devolvía ahora y,
al recibirlo en toda su real belleza, se desvanecía en sus manos, se reducía a
fragmentos, a polvo y ceniza; como de las palmas triunfales que se distribuyen
el domingo de Ramos se saca la ceniza que el sacerdote pone en la frente de los
fieles el primer día de cuaresma, añadiendo estas palabras tan tristemente
verdaderas: «Acuérdate, hombre, de que eres polvo». ¡Polvo!, ¡polvo!,
Todo no es más
que mísero polvo y ceniza, corrupción y muerte, vanidad de vanidades.
Largo rato estuvo
allí de pie Francisco ocupado con tales pensamientos, fija la mirada en la
inmensidad, viendo cómo todo lo existente se marchitaba ante su vista. Por fin,
se volvió a la ciudad a pasos lentos y apoyado en su bastón.
Sin duda alguna
ha lucido para él el día en que dice el Señor que «sembrará de espinas el
camino»; la hora aquella en que mano misteriosa escribió en el muro de una sala
de festín palabras de muerte.
Sin embargo, como
todo el que se halla en los comienzos de su conversión, nuestro joven no piensa
sólo en sus propias faltas, sino también en las ajenas. Acto seguido de
percatarse del cambio que se ha obrado en su ser, se le va el pensamiento a los
amigos en cuya compañía ha estado ahí mismo tantas veces, gozando de la
hermosura del grandioso panorama. «¡Qué insensatez la de ellos, poner el
corazón en cosas tan deleznables!», se dijo con cierto aire de superioridad,
mientras tomaba resueltamente el camino de la casa paterna.
Capítulo
II – Infancia y juventud
Francisco tenía
entonces veintidós años. Era el mayor de los hijos de uno de los hombres más
opulentos de Asís, el comerciante Pedro Bernardone.
No era esta
familia originaria de Asís; porque Bernardone, el padre de Pedro, procedía de
Lucca, donde era miembro de una boyante familia de tejedores y mercaderes de
géneros, los Moriconi. La madre, doña Pica, era aún de más lejano origen; su
cuna se había mecido en la hermosa Provenza, la región de las poéticas
leyendas. Allá la había conocido don Pedro, probablemente en uno de sus viajes
mercantiles; de allá la trajo, en calidad de prometida, a la pequeña ciudad
italiana asentada sobre la falda del monte Subasio. (2)
Asís es una de
las ciudades más antiguas de Italia. Tolomeo la menciona con el nombre de Assision;
en ella nació el poeta Propercio, 46 años antes de Jesucristo. Le llevó la luz
del cristianismo S. Crispólito, o Crispoldo, discípulo inmediato, según la
leyenda, del apóstol S. Pedro, lo mismo que S. Bricio, obispo de Espoleto, de
quien se dice que, por orden del príncipe de los apóstoles, consagró a
Crispoldo obispo de Vettona (hoy Bettona) el año 58 de nuestra era, confiándole
la dirección espiritual de todo el distrito comprendido entre Foligno al sur y
Nocera al norte. Sea de esto lo que fuere, parece cierto que Crispoldo padeció
martirio en la persecución de Domiciano. Igual suerte corrieron más tarde otros
tres misioneros de la Umbría: los santos Victorino (240), Sabino (303) y
Rufino, que fue el principal apóstol de Asís (AF III, p. 226, n. 1).
En honor de este
último santo se construyó en Asís, hacia la mitad del siglo XII y según diseño
de Juan de Gubbio, la hermosa basílica, de estilo romano, de San Rufino,
y, luego de terminada su fábrica, la hicieron catedral de la ciudad en
reemplazo de la antigua llamada Santa María del Vescovato, situada un
poco más abajo de la residencia episcopal.
En esta antigua
iglesia catedral de San Rufino existe aún hoy la fuente bautismal, de estilo
también romano, donde, un día (quieren decir que el 26) de septiembre del año
1182, el hijo primogénito de D. Pedro y Da Pica recibió el santo bautismo.
Una tradición que
no se remonta más allá del siglo XV nos cuenta que, habiendo llegado Pica a
sentir los primeros síntomas del embarazo, fue presa de agudos dolores que se
prolongaron por mucho tiempo, sin que ningún cuidado ni remedio fuera parte a
facilitar el anhelado alumbramiento; hasta que un día llamó a la puerta de su
casa un peregrino, quien dijo a la sirvienta que salió a recibirle que la
señora no se vería libre de su aprieto mientras no la trasladasen de su cómodo
aposento al establo de la casa, reemplazando el mullido lecho en que yacía por
las pajas destinadas a los animales. Puesto en práctica sin tardanza el
consejo, la enferma exhaló el angustiado grito del parto, dando a luz con toda
felicidad un hijo, cuya primera cuna fue, por consiguiente, lo mismo que la del
Salvador, un haz de pajas en humilde establo.
Bartolomé de Pisa
escribió a fines del siglo XIV su Liber Conformitatum (Libro de las
Conformidades), encaminado todo a consignar las semejanzas entre San Francisco
y Jesucristo; en el cual libro no hace la menor mención de esta historia,
siendo así que entraba tan de lleno en el plan y objeto de su obra. Pero Benozzo
Gozzoli pintó, en el muro de la iglesia de San Francisco de Montefalco el año
1452, el nacimiento del Santo en el referido establo. Sedulio, autor de una Historia
Seraphica impresa en Amberes en 1613 cuenta que él mismo vio en Asís dicho
establo transformado definitivamente en capilla.
Esta capilla
existe aún con el nombre de San Francesco il Piccolo (el pequeño San
Francisco), y sobre el dintel de su puerta de entrada se lee esta inscripción:
Hoc oratorium
fuit bovis et asini stabulum,
In quo natus
est Franciscus, mundi speculum.
«Este oratorio
fue establo de bueyes y asnos, donde nació Francisco, espejo del mundo».
Dicha capilla
está a corta distancia del solar que ocupaba la casa paterna de San Francisco y
en el que se levantó en el siglo XVII la llamada Chiesa Nuova, modelo
perfecto del estilo barroco. Los Bolandistas suponen que la capilla fuese parte
de la casa de Pedro Bernardone; que Francisco nació allí en efecto, pero que en
seguida, durante la infancia del santo, la familia dejó de ocupar aquel sitio. (3) Posible es también que la leyenda deba su origen
sencillamente al origen de la capilla: «el pequeño San Francisco».
Tan legendaria
como esta tradición del nacimiento en el establo, es otra que nos ha conservado
Wadingo, según la cual el mismo peregrino que aconsejó la traslación de la
enferma a las pajas se presentó en la catedral en el momento del bautismo del
infante y le tuvo en la pila. En la iglesia de San Rufino se conserva aún hoy
día una piedra en que se ven grabadas dos huellas como de pies, y el sacristán
no se descuida en advertir al visitante, mostrándole dicha piedra, que allí fue
donde, durante el bautizo de Francisco, estuvo de pie el peregrino, o más bien
dicho, el ángel que, bajo forma de tal, asistió a la ceremonia.
El núcleo alrededor
del cual se formaron estas leyendas es, sin género de duda, cierto relato que
se encuentra ya en un manuscrito antiguo de la Leyenda de los Tres Compañeros.
Refiere el
manuscrito que, verificado el bautismo del recién nacido, al volver de la
iglesia la comitiva, un peregrino llegó a tocar a la puerta de la casa,
manifestando deseos de ver al infante. La criada que acudió al llamado se negó,
naturalmente, a satisfacer tal deseo; pero el desconocido replicó que no se
marcharía sin ver al niño. Don Pedro no estaba a la sazón en casa, y la
sirvienta tuvo que llevar a la señora misma el recado del extranjero, y de ella
recibió, con gran estupefacción, la orden de llevar el niño a la puerta, donde
aguardaba el extraño personaje, quien al recibirle en sus brazos, como en otro
tiempo hiciera con el infante Jesús el anciano Simeón, exclamó: «Hoy han nacido
dos niños en esta misma calle; el uno, que es éste que tengo en mis brazos,
será uno de los mejores hombres del mundo; y el otro, uno de los más perversos»
(TC 2, nota).
Bartolomé de Pisa
añade que el peregrino estampó la señal de la cruz en la espalda izquierda del
infante y en seguida recomendó a la nodriza que le cuidase con sumo esmero,
porque el diablo pondría a contribución todas sus artes para adueñarse de él.
Dicho esto, desapareció, y nadie volvió a verle jamás.
El primogénito de
D. Pedro Bernardone recibió en el bautizo el nombre de Juan. Bernardone se
hallaba a la sazón en Francia, y a la vuelta plúgole cambiar de nombre a su
hijo, llamándole Francisco. Este sobrenombre, si raro, no era entonces
absolutamente inusitado; que tal se llamaba (Via Francesca) un camino
que, arrancando de la iglesia de San Salvador de los muros (hoy casa Gualdi),
conducía hacia la parte occidental de la ciudad y remataba cerca de San Damián.
Este camino se menciona con dicho nombre en una bula firmada por el Papa
Inocencio III el 26 de mayo de 1198, es decir cuando Francisco tenía 15 años de
edad y no era aún posible que hubiese hecho méritos bastantes para que su
nombre se pusiese a una vía pública.
Varias hipótesis
se han excogitado para explicar el susodicho cambio introducido por Bernardone
en el nombre de su hijo. Unos le asignan por causa el afecto que el comerciante
profesaba a Francia, patria de su mujer y teatro de sus excursiones
mercantiles; deseaba naturalmente que su hijo saliese todo un francés; que lo
fuese de nombre ya que lo era de origen. Pudo ser también que Pedro, como
desaprobando la elección de nombre hecha por su mujer, quisiese enmendarla de
esa manera, por cuanto S. Buenaventura dice expresamente que fue doña Pica
quien escogió el nombre de Juan. «Y fue no un Juan Bautista vestido de lana de
camello, sino un elegante, discreto y amable francés». Nada tiene de
inaceptable esta suposición si se da por cierto que fue el padre quien hizo el
cambio.
Pero otros
aseguran que el hijo de Bernardone no recibió el nombre de Francisco sino mucho
después, siendo ya adolescente, a causa del uso que hacía de la lengua
francesa, aunque, por otra parte, consta que nunca llegó a hablar francés con
entera corrección.
En todo caso,
nuestro joven debe haberse familiarizado con esta lengua desde su infancia. En
edad temprana aprendió también el latín. Esta parte de su educación fue
confiada a los sacerdotes de la iglesia de San Jorge, vecina a la casa del
mercader. (La iglesia de San Jorge estaba donde hoy está Santa Clara. De ésta a
la Chiesa Nuova, edificada sobre el solar que ocupaba la casa de
Francisco, hay muy corta distancia).
El primer
biógrafo del santo, Tomás de Celano, pinta un cuadro harto poco edificante, de
la educación de los niños en aquella época; porque dice que apenas dejaban el
regazo materno, daban en manos de compañeros de más edad, que les enseñaban no
sólo a hablar, sino a hacer cosas inconvenientes, y añade que, por puro respeto
humano, ninguno se atrevía a conducirse honestamente. Dicho se está con esto
que de tan malos principios no se podían esperar buenos resultados; a una
infancia corrompida tenía, por fuerza, que suceder una juventud envuelta en desórdenes.
Para semejantes mancebos el cristianismo tenía que reducirse a un puro nombre,
y toda su ambición se cifraba en aparecer peores de lo que eran en realidad (1
Cel 1).
Pero Tomás de
Celano era poeta y retórico, y no sabemos a punto fijo qué valor atribuir a
estas afirmaciones suyas. Acaso ellas no se refieren más que a lo que él había
visto en el país donde pasó su infancia, Celano, pequeña ciudad de los Abruzos.
Por lo demás, de los otros biógrafos antiguos, el único que trae semejante cosa
es Julián de Espira, y no hace más que copiar a Celano.
Como aún hoy día
es costumbre en Italia, Francisco empezó muy temprano a ayudar a su padre en
los quehaceres de su tienda. Bien pronto descubrió maravillosas aptitudes para
el comercio, mostrándose, al decir del citado Espira, «más ducho y ávido que su
padre». Era, pues, todo un comerciante hecho y derecho. Faltábale, sin embargo,
una cualidad esencial a todo individuo de su oficio: la economía. Francisco era
extremadamente pródigo.
Para penetrar las
causas de esta prodigalidad es menester hacerse cargo del tiempo en que se
desarrolló la adolescencia del hijo del mercader de Asís.
Eran los fines
del siglo XII y principios del XIII, o en otros términos, la edad de oro de la
caballería. La Europa entera soñaba entonces con la vida caballeresca de las
cortes provenzales y de los reyes normandos de Sicilia. En Italia las pequeñas
cortes de Este, de Verona y de Montferrato rivalizaban con las repúblicas de
Milán y de Florencia a ver quien organizaba más espléndidos torneos y justas.
Los más ilustres trovadores franceses, Raimbaud de Vaqueiras, Pedro Vidal,
Bernardo de Ventadour, Peirol d'Auvergne, recorrían la península en incesantes
torneos, de corte en corte, de fiesta en fiesta. Por todas partes repercutían
los ecos de los cantares de gesta, de los romances y serventesios provenzales,
y se escuchaban con avidez los relatos de las expediciones del rey Arturo y de
los caballeros de la Tabla Redonda. Hasta las más insignificantes aldeas tenían
sus corti, consagradas al cultivo de la gaya ciencia.
El hijo francés
de Pedro Bernardone estaba, pues, fatalmente destinado a recibir su influencia
de este movimiento. Para su padre, italiano económico y parco en deseos, no
había más ideal que el dinero y el lucro; pero por las venas de Francisco
corría también sangre provenzal, que le impulsaba a derrochar los caudales
paternos en el lujo, en continuos ruidosos banquetes y fiestas.
Su propio
carácter y sus riquezas le colocaron naturalmente a la cabeza de la juventud
alegre de su pueblo natal. Tomás de Celano afirma que su destreza en ganar
dinero corría pareja con la vanidad febril que gastaba en dilapidarlo. No es
extraño, pues, que bien pronto se rodease de muchedumbre de amigos, no sólo
asisienses, sino de las ciudades vecinas, como que luego le veremos ir a
visitar a un camarada suyo en Gubbio, separada de Asís por distancia
considerable.
La juventud
regocijada de Asís era entonces lo que ha sido la de todos los tiempos y
países: se entregaban a menudo a comidas opíparas, en que se ahitaban de
viandas y menudeaban las copas, y salían después a recorrer de noche y en
grupos las calles de la ciudad, cantando a voz en cuello y molestando a los
pacíficos vecinos de Asís. El austero fraile menor de Celano delata sin
miramientos los pecados de aquella loca juventud: «Vestidos de blanda seda,
iban por las calles chanceando, cantando y declamando sandeces».
Hace algunos
años, me hallaba yo en Subiaco, en los montes Sabinos. Acababa de visitar el Sacro
Speco o sea la célebre gruta de San Benito y el convento de Santa
Escolástica. Hacia el mediodía entré en una hostería a almorzar, antes de tomar
el tren que debía llevarme a Roma por Mandela. Sirviéronme el almuerzo bajo una
enramada dispuesta sobre abrupta roca, desde donde, por entre las cañas del
pajizo comedor, se divisaban las copas de unas higueras de anchas hojas doradas
por el sol; más lejos, el valle por donde el Anio dilata su argentada espuma
entre rocas de un gris amarillento; y más allá todavía, la ciudad de Subiaco
con sus orgullosas torres de atrevidas flechas, como soberbia fortaleza en la
cima de escarpada montaña.
A este paraje tan
ameno como imponente, ceñido de belleza y majestad, había llegado una turba de
jóvenes con el mismo objeto que yo, a almorzar. A cielo descubierto y en un
sitio desde el cual se dominaba el magnífico valle, se les había preparado la
mesa, con blanquísimas servilletas, bien abastecidos fiaschi y copas
llenas de rojo vino. Era de ver la agitación de los camareros, que se cruzaban
acá y acullá con enormes platos de macarrones en ambas manos. Menudeaban las
risas y los cantos de los alegres comensales, aunque sin degenerar en gritos
descompasados; los brindis no se hicieron esperar; cada uno pronunció el suyo,
a cual más entusiasta y regocijado; cada brindis era saludado con unánimes
estruendosas carcajadas y aplausos...
Tal me figuro que
serían los banquetes que presidía el hijo de Pedro Bernardone: rebosantes de
gozo, pero conformes con las leyes de la decencia y de la cortesanía. Si el
venerable franciscano celanense hubiese conocido las groseras y prosaicas
orgías de los jóvenes septentrionales, que se jactan de ser hijos de las musas,
y no son más que hijos de Baco, tengo para mí que se habría guardado de
pronunciar tan severa sentencia contra los festines de la juventud de Asís,
animados por una alegría franca, genial, delicada como el vino generoso que se
cosecha en las laderas de los montes umbrianos... Pero no; Celano ignoraba todo
aquello, y por eso no vacila en contarnos que, de todos aquellos disipados
jóvenes, Francisco era el peor, el que gobernaba y perdía a los demás. Aquella
«dorada juventud» se lo pasaba de fiesta en fiesta. Por la noche recorrían las
calles cantando al son del laúd o de la viola, hechos otros tantos trovadores o
juglares desocupados y vagabundos. Francisco había llegado, en su admiración
por la gaya ciencia provenzal, hasta procurarse un traje de juglar, que lucía
en las reuniones de sus camaradas. Según los Tres Compañeros, «estaba tan lleno
del vano deseo de atraer a sí la atención de los demás, que solía presentarse a
veces con vestidos mitad de tela fina, mitad de vil y grosera» (TC 2).
Es probable que
Bernardone admitiera desde muy temprano a Francisco en calidad de socio
comercial. Lo cierto es que el joven disponía siempre de sumas considerables de
dinero, las mismas que derrochaba en sus placeres, sin que le hicieran mella
alguna las amonestaciones que de cuando en cuando le dirigía su padre,
quejándosele de que «más parecía el hijo de un gentilhombre que de un mercader».
Por lo demás, estos reproches no parecían muy sinceros, puesto que no iban
acompañados de diligencia alguna para enmendar al delincuente. Ni se mostraba
más severa doña Pica, quien, cuando alguna comedida vecina le afeaba los
extravíos de su hijo, se limitaba a contestarle: «Abrigo la esperanza de que
será un día hijo de Dios».
Sin embargo,
mucho se engañaría quien pensase que las diversiones de Francisco eran
inmorales en el sentido propio y vitando de la palabra. En sus relaciones con
el otro sexo era ejemplar, y bien lo sabían y tenían en cuenta sus amigos, pues
harto se guardaban de soltar en su presencia palabra menos honesta, y si tal
vez alguno lo hacía, él al punto se tornaba serio y aun mostraba enojo. Como
todo joven de corazón puro, Francisco miraba con gran respeto el misterio de la
generación (TC 3).
En términos
generales, la conducta de Francisco era decente y compuesta. Lo único que en él
lamentaban sus padres era su demasiada afición a los amigos. Con frecuencia
acontecía venir donde él algún compañero, y aunque estuviera sentado a la mesa,
se levantaba al instante a recibirle y con él se iba fuera de casa. Su misma
prodigalidad tenía su lado hermoso y laudable, pues se extendía por igual a los
camaradas y a los pobres. Francisco no era del número de esos sibaritas
vulgares que nunca tienen dos centavos para un pobre, pero tienen siempre
centenares de pesos para banquetes en que abundan exquisitos licores. «Si soy
generoso y pródigo -gustaba decirse a sí mismo- con mis amigos por la prontitud
con que veo que ellos corresponden a mis obsequios, ¿con cuánta mayor razón no
deberé serlo con los pobres, cuando Dios ha prometido pagar centuplicado lo que
por ellos se haga?» Estas palabras resumen el pensamiento capital que informa
la Edad Media, traducción a un mismo tiempo candorosa y profunda del gran
principio evangélico: «Lo que hiciereis con el menor de mis hermanos, los
pobres, conmigo lo hacéis».
Cierto día en
que, atareado en la tienda de su padre, casi sin advertirlo despidió
bruscamente sin socorro a un mendigo que llegó a pedirle limosna, sintió su
corazón como traspasado por agudo puñal. «Si este hombre -se dijo- hubiese
venido a mí de parte de alguno de mis nobles amigos, de un conde o de un barón,
yo, sin duda, le habría alargado el dinero que me pedía (4); pero he aquí que ha venido en nombre del Rey de
los reyes, del Señor de los señores, y yo no sólo le he despedido con las manos
vacías, sino con la vergüenza en el rostro». Resolvió, pues, no negar en
adelante cosa alguna que se le pidiese por amor de Dios; per amor di Dio,
como dicen aún hoy los mendigos en Italia. Dos de sus biógrafos, el Anónimo de
Perusa y S. Buenaventura, agregan a este episodio la circunstancia de que
Francisco echó a correr tras el mendigo y, alcanzándole, le dio la limosna que
acababa de negarle (cf. LM 1,1; AP 4; TC 3; 1 Cel 17).
Acaso esta
caridad suya para con los pobres fue lo que le granjeó el extraño homenaje que
nos refiere S. Buenaventura: había a la sazón en Asís un hombre por extremo
original, casi un loco, sino un loco rematado, quien, cada vez que topaba con
Francisco por la calle, se quitaba la capa y, extendiéndola en el suelo, le
rogaba que pasara sobre ella. Otro raro personaje (si no es el mismo anterior)
dio en recorrer la ciudad gritando sin descanso: «¡Pax et bonum!»:
¡Paz y bien! Y esta voz se apagó luego después de la conversión de Francisco;
por donde la leyenda ha creído ver en ella algo así como un presagio de la
aparición del gran Santo, que pronto iba a presentarse anunciando a los hombres
la paz con todos sus bienes (LM 1,1; TC 26).
Finalmente,
nuestro joven parece haber tenido siempre un profundo sentimiento de la
naturaleza; sentimiento que debía tardar un siglo aún en hallar, por primera
vez desde los días de la antigüedad clásica, su verdadera expresión literaria
en las obras de Petrarca, y alcanzar el pleno y exuberante desarrollo que
ostenta en la vida y en la literatura modernas. De tal sentimiento, pues,
estuvo siempre animada el alma semi-provenzal de Francisco, de quien cuenta
Celano que se deleitaba en la belleza de los campos, en el encanto de los
viñedos, en todo cuanto la naturaleza encierra de más grato a la vista (1 Cel
3). Ni es aventurado tener este sentimiento como una parte de la herencia
materna de nuestro joven, como que constituye un elemento esencial de su
personalidad, y si iba a sufrir menoscabo con la crisis moral determinante de
la conversión de Francisco, ese menoscabo debía ser transitorio. Toda buena
planta ha menester de poda para obtener su pleno desarrollo; la planta generosa
del temperamento de Francisco también debía cortarse hasta la raíz, para surgir
con toda su savia, en toda su pujante lozanía. Un místico alemán ha dicho que
«ningún hombre puede cobrar verdadero amor por la creación a menos de comenzar
por la renuncia de ese amor en aras del amor de Dios, en términos que la
creación parezca muerta para él, y él muerto para la creación».
Capítulo
III – La prisión de Perusa
A nuestro joven
le tocó vivir en época de guerras. El emperador guerreaba contra el Papa, los
príncipes contra los reyes, los burgueses contra los nobles, ciudades contra
ciudades. Acababa de nacer Francisco cuando Federico Barbarroja se vio obligado
por la paz de Constanza (25 de junio de 1183) a otorgar a las ciudades
lombardas todas las libertades porque habían luchado victoriosamente en Legnano
(1176). Pero el sucesor de Barbarroja, Enrique II (1183-1196), reforzó
nuevamente el poder imperial en Italia, y Asís (que, tomada en 1174 por el
arzobispo Cristián de Maguncia, canciller del imperio alemán, reconquistó más
tarde, en 1177, sus franquicias comunales y el derecho a tener cónsules
propios) se vio obligada a renunciar a sus derechos municipales y a someterse a
Conrado de Urslingen, duque imperial de Espoleto y conde de Asís.
Un año después de
la muerte de Enrique, fue elevado al trono pontificio Inocencio III y acto
continuo emprendió resuelta y vigorosamente la defensa de las ciudades
italianas. El duque Conrado tuvo que acudir a Narni a rendir homenaje al Papa,
y los burgueses de la ciudad de Asís aprovecharon su ausencia para atacar la
fortaleza germánica, que desde la cima de Sasso Rosso (roca roja)
amenazaba a la ciudad. La fortaleza fue invadida y destruida completamente, de
suerte que cuando llegaron los enviados del papa a posesionarse de ella a
nombre de su señor, no hallaron más que informes ruinas, que son las que ahora
se ven en la parte más alta de Asís. Después de este hecho los asisienses
resolvieron, para ponerse a cubierto de toda invasión extraña, rodear de muros la
ciudad. Todos pusieron manos a la obra con tal ardor y entusiasmo, que antes de
mucho lograron levantar esas murallas, cortadas a trechos por soberbias puertas
y protegidas por formidables torres, que aún hoy día infunden respeto al
viajero que las contempla. Francisco tendría entonces unos 17 años, y no es
aventurado sospechar con Sabatier que «fuese uno de los más activos
colaboradores de aquella empresa patriótica y que en ella adquiriese el hábito
de acarrear piedras y de manejar la plana, que tan útil le iba a ser muy pocos
años después».
Por cierto, la
parte más penosa y ruda del trabajo, tanto de demolición como de edificación,
tocó a la gente del bajo pueblo, a los minores, como se les solía
llamar. En esta obra adquirió el pueblo de Asís conciencia de su fuerza; por
donde, después de vencer al enemigo exterior, al tiránico tudesco, se
volvió contra los tiranos domésticos, cuyas fortalezas, que eran sus propias
moradas, estaban esparcidas por la ciudad. La guerra civil no tardó en
estallar; las casas de los nobles fueron sitiadas por la burguesía; varias de
ellas, incendiadas: la derrota de la nobleza era inminente. Por fin, apeló ésta
a un recurso extremo: llamó en su auxilio a la poderosa república de Perusa,
vecina y antigua rival de Asís, prometiéndole, si le ayudaba en aquel apurado
trance, reconocerle soberanía sobre su patria.
Perusa se hallaba
entonces en el apogeo de su grandeza y poder, y se apresuró a aprovechar la
ocasión que se le ofrecía de adueñarse de Asís; envió, pues, sus ejércitos a
favorecer a los sitiados nobles. Por su parte, los burgueses de Asís, lejos de
cobardear, se aliaron con los pocos nobles que habían permanecido fieles a su
ciudad natal y salieron al encuentro de los invasores. Ambos ejércitos trabaron
combate en el valle que separa las dos ciudades, cerca del puente San Juan (Ponte
San Giovanni). El éxito favoreció a los perusinos, y numerosos asisienses
cayeron prisioneros, entre ellos nuestro Francisco, quien, por su posición
social y sus maneras distinguidas, logró ser tratado como noble en la prisión.
Idéntico tratamiento ordenaban muchas antiguas leyes comunales francesas que se
diera a los «burgueses honorables».
La batalla del
puente San Juan fue en 1202, y el cautiverio de Perusa duró un año entero,
durante el cual Francisco mostró un ánimo tan alegre y regocijado, que era la
admiración de sus compañeros; mientras éstos penaban, él no hacía más que
cantar y decir donaires, y si alguien le echaba en cara tan extraña actitud, él
contestaba: «¿No sabéis que me aguarda un grandioso porvenir y que vendrá un
día en que todo el mundo me rendirá homenajes?» Empezaba ya a apuntar en él esa
segura confianza en sus destinos, esa convicción serena del magnífico porvenir
que le estaba reservado, en que todos sus biógrafos creen ver uno de los rasgos
más sobresalientes del carácter de Francisco en los años de su juventud.
Por fin, en
noviembre de 1203 se firmó la paz entre los dos partidos beligerantes. Los
burgueses de Asís prometieron resarcir los daños que habían causado en las
propiedades de los nobles, y éstos se comprometieron a no pactar en lo sucesivo
alianza alguna con otros pueblos sin autorización de sus conciudadanos. En
consecuencia, Francisco y sus compañeros fueron puestos en libertad.
Hermoso papel
había desempeñado en la prisión nuestro cautivo: no fue sólo, como queda dicho,
el apóstol de la alegría y del buen humor, sino también un ángel de paz.
Porque había en
la cárcel un caballero que, con su trato intemperante y soberbio, se había
atraído el odio de todos los camaradas, excepto el de Francisco, quien, al
contrario, le trató siempre con tanta benignidad y tan ingeniosa paciencia, que
llegó a conseguir que el grosero y orgulloso personaje reconociera sus faltas y
buscase la compañía de los demás, de quienes se obstinara en permanecer
alejado.
Pero esa larga y
forzada convivencia con los nobles le comunicó también cierto gusto por la vida
y las ocupaciones aristocráticas, como lo demostró durante los tres años
siguientes a su cautiverio (1203-1206). En este lapso de tiempo Francisco no
fue ni quiso ser otra cosa que un asiduo cultivador de la gaya ciencia
provenzal; entonces fue cuando se lanzó al torbellino de las fiestas y de los
placeres, de donde sólo una mortal enfermedad vino a sacarle, aunque no
definitivamente todavía.
Capítulo IV - La visión de Espoleto
La verdad era, en
efecto, que nuestro joven estaba aún lejos de ser lo que se llama un
convertido; llevaba en su corazón el vacío, pero no podía ni sabía llenarle. A
medida que iba adelantando en su convalecencia y recobrando las perdidas
fuerzas, más se iba engolfando de nuevo en la vida mundana, como antes de caer
enfermo, si bien con una diferencia asaz notable: que ahora no gustaba
los goces que se procuraba; una vaga inquietud le perseguía por doquiera,
robándole el reposo; sentía en lo más hondo del alma un aguijón que sin cesar
le impelía hacia adelante; lo pasado no tenía para él ningún interés; lo
porvenir sí que encerraba heroicas hazañas, raras y maravillosas aventuras.
La vida del
caballero vino a presentársele de nuevo cual la única bastante a satisfacer sus
vagos anhelos de grandeza y gloria. Excitada desde la infancia su fantasía con
los relatos del rey Arturo y de los compañeros de la Tabla Redonda, quiso ser
él también un caballero del Santo Grial, recorrer el mundo, derramar su sangre
en aras de las nobles causas y volver después a su patria cubierto de gloria
inmortal.
Por aquel
entonces la eterna lucha entre el emperador y el Papa había entrado en una
nueva fase. La viuda de Enrique II había confiado a Inocencio III la tutela del
heredero del trono, del que había de ser Federico II. Pero uno de los generales
del difunto emperador, llamado Marcoaldo, pretendía que, según el testamento de
Enrique, sólo él debía ser el tutor del joven príncipe y el regente del reino.
Inocencio no era hombre que abandonase fácilmente lo que una vez emprendía, y
recurrió a las armas para mantener la causa. La contienda tuvo por teatro el
mediodía de Italia, por cuanto Constancia, la emperatriz viuda, como heredera
de los reyes normandos, era también reina de Sicilia. Inocencio sufrió derrota
tras derrota durante largo tiempo, hasta que tuvo la feliz idea de confiar el
mando de sus tropas al conde Gualterio III de Briena, que también pretendía
tener derechos sobre Tarento por la princesa normanda que había tomado por
esposa. Este aguerrido capitán venció a los alemanes en una serie de combates
en Capua, Lecce y Barletta; por donde la fama de su nombre invadió pronto
Italia, llevando a todas partes el entusiasmo más fervoroso por las cosas
italianas y la más honda detestación por todo lo alemán. En Sicilia la palabra alemán
era sinónimo de pesado, torpe, grosero. El trovador Pedro Vidal iba
por Lombardía entonando contra los alemanes sátiras como ésta: «No quisiera yo
ser gentilhombre entre los frisones, por no verme obligado a escuchar siempre
esa lengua, que más parece ladrido de perros que no lenguaje humano». No había
en toda Italia pecho joven, noble y altivo que no ardiese en deseos de sacudir
la dominación extranjera, y el nombre de Gualterio de Briena flotaba como
estandarte bendecido por el Papa sobre los guerreros italianos, ebrios de
coraje.
No tardó en
llegar a Asís la ola de entusiasmo nacional. Un noble de la ciudad se armó y,
juntando buen número de compañeros, fue a reunirse con las tropas de Gualterio
en la Apulia; sabedor de lo cual Francisco, presa de febril exaltación, sintió
sonar la hora por él tan ardientemente anhelada. ¡Ahora, o nunca! se dijo, y
corrió a tomar puesto al lado del noble asisiense bajo las órdenes del conde
Gualterio.
(5)
Nuestro joven se
entregó, pues, a la realización de su plan con aquel apasionamiento que le era
tan natural, con esa alegría desbordada que experimenta todo el que se halla en
los preparativos de un nuevo cambio en la vida. Una fiebre insaciable de viajar
le devoraba; en vez de andar corría desalado por las calles de Asís; no cabía
en sí de contento, y a los que le preguntaban la causa de tan no usado gozo,
contestaba con el rostro encendido y los ojos centelleantes: «Yo sé que voy a
ser un gran príncipe» (TC 5). El mismo sentimiento había revelado ya en la
prisión de Perusa: «Todavía seré venerado en todo el mundo» (2 Cel 3).
Como era de
suponer, ningún gasto se ahorró en el aparejo de nuestro joven guerrero. Uno de
sus biógrafos dice que sus vestidos eran a la vez «elegantes y costosos» (TC
6); cosa natural en un joven rico, pródigo y amigo del lujo. Pero sobre el lujo
estaba en él el sentimiento de la compasión generosa. Días antes de la partida
topó Francisco por la calle con uno de los que iban a ir con él en la
expedición, joven pobre, a vueltas de su nobleza, que distaba mucho de poder
ostentar los mismos lujosos arreos que él; al instante Francisco regala sus
vestidos al camarada y él se queda con los de éste.
Preocupado como
está con la brillante carrera que le aguarda, sueña a la continua con guerras y
empresas de armas. Uno de esos sueños, el más significativo, le advino la noche
siguiente a la acción generosa que queda narrada. Le pareció estar en la tienda
de su padre, probablemente despidiéndose de sus domésticos; pero en vez de las
piezas de paño apiladas en los armazones, no veía más que escudos brillantes,
lanzas y ricas monturas. Atónito ante semejante espectáculo, oyó una voz que le
dijo: «Todo eso será tuyo y de tus soldados». Así, al menos, cuentan el sueño
Celano (1 Cel 5) y Julián de Espira. Pero en los Tres Compañeros (TC 5), en la
Vida Segunda de Celano (2 Cel 6) y en San Buenaventura (LM 1,3) la escena pasa,
no en la tienda paterna, sino en un palacio, y la aparición va acompañada de
muchas otras circunstancias; así, por ejemplo, las armas llevan emblemas de la
cruz, hermosa novia espera a Francisco en una de las salas del palacio, etc.
Francisco hubo de
tomar aquel sueño por presagio favorable. Pocos días después, en una hermosa
mañana, montó a caballo y, unido a sus entusiastas compañeros, tomó el camino
de Apulia por la puerta Nueva, que conducía a Foligno y a Espoleto,
donde debían tomar la Vía Flaminia, que llevaba a Roma y al sur de Italia. ¡Ay!
En Espoleto era precisamente donde nuestro joven iba a poner término a sus
empresas guerreras. Aquella misma mano que antes le había puesto en el lecho
del dolor, obligándole a entrar en sí mismo, vino ahora de nuevo a tocarle con
maligna calentura que le obligó a guardar cama, apenas llegado a Espoleto.
Tendido estaba en
su forzado lecho, medio despierto, medio dormido, cuando de repente oyó una voz
que le preguntaba a dónde se dirigía.
-- A la Apulia
-contestó el enfermo-, para ser allí armado caballero.
-- Dime,
Francisco, ¿a quién vale más servir, al amo o al siervo?
-- Al amo,
ciertamente.
-- ¿Cómo, pues,
vas tú buscando al siervo y dejas al amo?, ¿cómo abandonas al príncipe por su
vasallo?
Francisco
entendió, por fin, quién era su invisible interlocutor y exclamó como en otro
tiempo S. Pablo:
-- Señor, ¿qué
quieres que haga?
A lo que contestó
la voz misteriosa:
-- Vuélvete a tu
patria; allá se te dirá lo que debes hacer. La aparición que has visto debe
entenderse muy de otro modo que la has entendido tú.
Calló la voz;
Francisco despertó y pasó el resto de la noche revolviéndose en la cama y
pugnando en balde por conciliar el sueño. Llegada la mañana, se levantó,
ensilló su caballo y, vistiéndose los arreos guerreros, de cuya vanidad acababa
de convencerse de manera tan repentina, emprendió la vuelta a Asís (TC 6; 2 Cel
6). Celano, en la Vida Primera, no tiene noticia de este segundo sueño de
Francisco, pues dice solamente que «el joven, mudando de consejo, renunció al
viaje a la Apulia». Sólo después de leer el relato de los Tres Compañeros vino
a darse cuenta Celano de la causa que originó tan inesperada resolución. El
Anónimo de Perusa agrega que Francisco, al pasar por Foligno en su viaje de
regreso, vendió su caballo, como también su equipo, y compró otros vestidos (AP
7).
Nada sabemos
acerca del recibimiento que se le hizo en su patria aquella vez; pero podemos
fácilmente imaginarlo. Lo primero sería perdonarle este nuevo rasgo de
excentricidad, como se le habían perdonado todos los precedentes, y luego
entraría a ocupar su puesto de rey de la juventud alegre de Asís, presidiendo,
como antes, sus fiestas y diversiones, y recobrando su título de flos
juvenum (Wadingo), flor de los jóvenes. Y si alguien se permitía hablarle
de su fracasada expedición, al punto contestaba, en tono de absoluta seguridad,
que había renunciado a aquella aventura lejana para llevar a cabo grandes cosas
en su propia patria (1 Cel 7; TC 13).
Sin embargo, en
el fondo de su corazón de nada estaba más lejos que de experimentar semejante
seguridad. Su conciencia era teatro continuo de los más contrarios afectos: ora
se volvía por entero al mundo; ora se abrasaba en ansias de servir a aquel dueño
de que le hablara con tan vivas instancias la voz misteriosa de Espoleto. La
necesidad de retirarse por algún tiempo a la soledad a meditar seriamente en su
suerte futura, crecía en él por momentos. Cada día ponía menos empeño en buscar
a sus amigos, aunque éstos no cesaban de buscarle a él, y él, temeroso de que
le tildaran de tacaño, continuaba como siempre en su loca prodigalidad.
Una tarde,
probablemente del verano de 1205, el joven comerciante hizo preparar un
banquete más suntuoso y espléndido que de ordinario. Como siempre, él fue el
rey de la fiesta, al cabo de la cual todos los invitados le colmaron de elogios
y de agradecimientos. En seguida, abandonando la casa, se lanzaron, según su
costumbre, por calles y plazas cantando y chanceando, todos, excepto Francisco,
que se quedó rezagado y silencioso, hasta que perdiéndolos de vista, se halló
solo en una estrecha callejuela de ésas que todavía se ven en Asís.
Aquí vino a
visitarle de nuevo el Señor. Y fue que, de repente, el corazón de Francisco,
harto ya y cansado del mundo y sus vanidades, fue invadido de inefable gozo que
le sacó fuera de sí, privándole de toda sensibilidad y de toda conciencia, en
términos que, según él mismo aseguró después, bien habrían podido herirle y aun
despedazarle sin que él lo hubiese advertido ni tratado de impedir.
Cuánto tiempo
permaneció en aquel éxtasis, envuelto en celestial dulcedumbre, cosa fue que
jamás pudo averiguar; sólo vino a volver en sí cuando uno de sus amigos vuelto
atrás en su busca le gritó:
-- ¡Ea!
Francisco, ¿qué ideas son las que te tienen ahí clavado? ¿O es algún noviazgo?
A lo que nuestro
joven contestó, levantando los ojos al cielo tachonado de estrellas, brillante
y maravilloso, como suele verse en el cielo de Asís en las noches de agosto:
-- Sí, yo pienso
en casarme; pero habéis de saber que mi prometida es mil veces más noble, rica
y hermosa que cuantas doncellas habéis visto y conocido vosotros.
Una carcajada
estrepitosa fue la respuesta a tan franca y resuelta confesión; porque en ese
momento ya le rodeaban también los otros amigos, entusiasmados, sin duda, bajo
la acción de los licores del reciente banquete.
-- Entonces -es
más que seguro que le replicó algunos de ellos- tu sastre va a tener de nuevo
harto que hacer, como lo tuvo antes de tu partida para la Apulia.
Semejantes risas
le hirieron en lo más vivo y le encendieron en cólera, mas no contra ellos,
sino contra sí mismo; súbitamente iluminado, vio el cuadro de toda la vida que
hasta entonces había hecho, con sus desórdenes, futilidades y vanidades
pueriles; se vio a sí mismo en toda su lastimera realidad; frente al deplorable
papel que había desempeñado, vio surgir en toda su radiante belleza esa otra
vida que él no había vivido, la vida verdadera, la buena, la bella, la
noble y rica vida que se vive en Cristo Jesús. A esta luz Francisco no pudo
sentir enojo sino contra sí mismo; y en efecto, la antigua leyenda se cuida de
advertirnos que «desde ese punto y hora Francisco empezó a despreciarse» (TC
7ss; 2 Cel 7).
Capítulo V - El beso al leproso
San Antonino de
Florencia (1389-1459), en su Crónica Eclesiástica, resume en dos
palabras la ocupación de Francisco en los primeros años que siguieron a su
separación de los amigos y a su renuncia a la vida de los placeres: «Vivía ora
escondido en la soledad de las grutas, ora trabajando en reconstruir iglesias».
La oración en la soledad y el trabajo personal por la gloria de Dios, he ahí el
doble medio de que Francisco echó mano, después de abandonar el mundo, para
conocer con toda claridad los designios de Dios acerca de él. A corta distancia
de la ciudad y en una de las rocas de la montaña había una gruta, adonde
Francisco acostumbraba retirarse a orar, a veces sólo, las más de las veces
acompañado de un amigo, el único que parece haberle permanecido fiel después de
su conversión. Por desgracia, ninguno de los biógrafos nos ha conservado el
nombre de este amigo; Celano se limita a decir que era un personaje importante,
«grande entre los demás». (6)
Francisco
experimentaba, por naturaleza, una gran necesidad de expansión; sus biógrafos
refieren que a veces se veía constreñido, contra su voluntad, a hablar de las
cosas de que abundaba su alma.
Es, pues, natural
que tuviese íntimas confidencias con dicho amigo, ponderándole, en el lenguaje
pintoresco del Evangelio, el alto precio del tesoro por él encontrado en la
referida gruta y cuya explotación había empezado con tan lisonjero éxito.
Añadía, sin embargo, que él debía emplearse solo en aquel negocio, y por eso,
tan pronto como llegaban a la puerta de la gruta, despedía a su amigo y en
seguida penetraba.
En aquella
caverna sombría y solitaria encontró Francisco su oratorio, donde, con toda
libertad, y a toda hora, podía interrogar al Padre celestial. El deseo de
cumplir la divina voluntad crecía en él de día en día, y no tardó en entender
claramente que, mientras no llegase a saber a punto fijo los designios de Dios
acerca de él, no tendría paz en su corazón. A cada momento acudían a sus labios
estas palabras del Salmista, que expresan la esencia de la verdadera adoración:
«Señor, muéstrame tus caminos; enséñame la verdad de tus senderos».
Mientras más
avanzaba en su nuevo tenor de vida, más se esclarecía su mente, más tétrica y
detestable le parecía su pasada juventud, más amargamente lamentaba el empleo
que había hecho de sus años floridos; el recuerdo de sus diversiones y locuras
le llenaban el alma de desazón y saludable espanto. Porque ¿qué seguridad podía
abrigar de no recaer? ¡Había recibido ya tantos avisos y de ninguno se había
querido aprovechar! Ya vendrían sus amigos a sacarle de su retiro; tornarían a
halagar sus sentidos el perfume de los banquetes y las armonías de la viola y
del laúd, y entonces ¿de dónde iba a sacar fuerzas para resistir y no
precipitarse, como antes, en ese mundo regocijado de fiestas y dorados
ensueños, que se presentaba a su fantasía cual lisonjero contraste con esa otra
vida que él llevaba tan llena de sinsabores y cotidianos trabajos?
Francisco no
tenía confianza alguna en sí mismo, y Dios parecía negarse a otorgarle el
socorro que con tantas ansias le pedía. Llena el alma de angustia y desolación,
luchaba en la obscuridad de su retiro por llegar cuanto antes a puerto de
salud, y cuando, al rayar el alba, tornaba a él su fiel amigo, trabajo le
costaba reconocerle al través de las torturas y ruinas que ostentaba su rostro
lloroso y demacrado (1 Cel 10s).
Así fue como
llegó Francisco a ser hombre de oración. Desde entonces empezó a experimentar
la inefable dulzura que produce el trato íntimo del alma con Dios, en tales
términos que, cuando se le acercaban en las calles o en las plazas sus
compañeros, luego los dejaba y corría a la iglesia más vecina a ponerse en
oración arrodillado delante del altar (TC 8).
Mientras estos
cambios se verificaban en el corazón de Francisco, su padre se ausentaba
frecuentemente de Asís, y durante estas ausencias, su madre, que según dicen
todos los biógrafos le amaba más que a los otros hijos, le daba toda libertad
para que hiciera todo lo que le viniese en gana. Por lo demás, parece que por
aquel tiempo todavía vivía la misma vida de familia que antes; sólo que en sus
festines los pobres habían reemplazado a los amigos: a los pobres buscaba, con
ellos tenía sus diversiones y banquetes, para ellos eran todos sus cuidados y
regalos. Un día, al ir con él su madre a sentarse a la mesa, observó ella que
su hijo había puesto tanta cantidad de pan, que bastaba para numerosa familia;
preguntóle qué significaba semejante inusitado lujo, y Francisco le respondió
que aquel pan se destinaba a los pobres. Si le acontecía topar por la calle con
un mendigo pidiendo limosna, le daba todo el dinero que llevaba consigo; si no
tenía dinero a mano, daba el sombrero, el cinto y, en casos extremos y con los
debidos miramientos, hasta la ropa interior (TC 8-9). También le preocuparon
desde entonces las necesidades de los sacerdotes y de las iglesias pobres, y a
menudo compraba vasos sagrados que enviaba secretamente a las iglesias que los
habían menester, dando así las primeras muestras de esa ferviente solicitud de
toda su vida por el decoro de las iglesias y que, andando los años, le
impulsaría a enviar «a todas las provincias de la orden hermosos moldes
hostieros, para que en todas partes pudiesen hacer lindas hostias para el santo
sacrificio» (EP 65).
Sin embargo,
ahora eran los pobres el objeto de todos sus pensamientos y desvelos; su
ocupación continua era visitarlos, escuchar sus lamentos, aliviar su mísera
condición; deseaba ardientemente estar en lugar de ellos, siquiera una vez,
para saber por experiencia propia lo que es ser pobre, lo que pasa en el
interior de un pobre cuando, sucio y harapiento, humilde y abatido, sombrero en
mano, demanda socorro. Muchas veces, a buen seguro, trató de satisfacer esta
curiosidad, quedándose horas enteras a las puertas de los templos, mezclado con
los pordioseros. Pero una cosa es ver a los mendigos y otras serlo, practicar
la mendicidad, verse forzado a detener a los transeúntes e implorar su
compasión. Francisco llegó, pues, a convencerse de que no comprendería nunca la
pobreza, a menos de hacerse pobre y ponerse a mendigar, y este convencimiento
le causaba honda congoja al ver que en Asís, donde todo el mundo le conocía, no
le era posible poner en práctica tan acariciado ideal.
Entonces surgió
en su mente la idea de emprender una peregrinación a Roma, donde, extranjero y
desconocido, podría sin obstáculo sentar plaza entre los mendigos.
Puede ser que
este propósito de la peregrinación a la tumba de los Apóstoles se lo inspirasen
también otras circunstancias particulares. Consta, en efecto, que desde el 14
de septiembre de 1204 hasta el 26 de marzo de 1206, y desde el 4 de abril hasta
el 11 de mayo de este mismo año, Inocencio III residió en Roma, y sin duda una
permanencia tan prolongada en las insalubres orillas del Tíber tuvo que estar
motivada por ceremonias especiales en la basílica de San Pedro, tal vez acompañadas
de la concesión de una indulgencia solemne. El hecho es que también el obispo
de Asís se trasladó en tal ocasión a la Ciudad Eterna.
Sea de esto lo
que fuere, lo cierto es que Francisco fue a Roma por aquel tiempo, aunque de
tal visita tenemos pocas noticias. Entrando por la vía Flaminia, es
verosímil que al punto se dirigiera a San Pedro, donde es seguro que halló gran
número de peregrinos que, conforme a las costumbres observadas en casos tales,
echaban monedas, a guisa de ofrendas, por la fenestella o ventanilla
enrejada de la tumba del Apóstol. Los más, naturalmente, no echarían sino
pequeñas monedas de vellón; pero nuestro peregrino, no del todo curado todavía
de su antiguo espíritu de ostentación, como llevaba la bolsa bien abastecida,
gracias a la solicitud de su madre, arrojó todo un puñado de piezas de oro por
entre los barrotes de la ventana; y fue de manera que los circunstantes, al
percibir el sonoro choque de las monedas contra el pavimento, se maravillaron,
pensando quién podría ser aquel peregrino tan locamente pródigo de su dinero.
Mientras ellos
cavilaban, Francisco, saliendo de la iglesia, llamó con cierto signo de cabeza
a uno de los mendigos, le pidió sus harapos y, vestido de ellos, se volvió a
donde estaban los demás a realizar, por fin, el objeto principal de su viaje a
Roma, implorando, a las puertas del templo, (7) la caridad de los que entraban y salían. Sobre el
estado de ánimo en que él se encontraba a la sazón, habla bien claro uno de sus
biógrafos, quien nos dice que «pedía limosna en francés, lengua que él gustaba
mucho de emplear, aunque no la poseía con perfección». El francés era para él
la lengua de la poesía y de la religión, la lengua de sus más dulces recuerdos
y de sus momentos más solemnes, pues a ella recurría cuando su corazón rebozaba
de júbilo y entusiasmo, desdeñando entones su lengua vernácula por manoseada y
vulgar; el francés era por excelencia la lengua nativa de su alma; siempre que
hablaba en ella, todos sabían que estaba lleno de contento.
Ignoramos cuanto
duró su estancia en Roma. Tal vez sólo un día. Los biógrafos se limitan a decir
que, tan pronto como cumplió su deseo de participar del pan de los mendigos,
depuso los harapos y, volviendo a tomar sus propios vestidos, se volvió a su
patria. Ya había probado personalmente la pobreza, llevando andrajos sobre sus
carnes y comido el pan de limosna. Cierto, al volver a vestir sus ricos hábitos
ordinarios y al sentarse de nuevo en la opuesta mesa de su hogar paterno, no
pudo menos que sentirse cómodo y aliviado; pero, en cambio, le quedaba el
placer inefable de haber saboreado el encanto espiritual que produce la falta
de lo necesario y la ausencia de todo bien temporal, como no fuese un sorbo de
agua de la fuente, un pedazo de pan de la caridad y, por todo lecho, la tierra
desnuda bajo el azul del cielo al resplandor de las estrellas. ¿A qué afanarse
tanto por las cosas de este mundo, por acumular riquezas, poseer casas y
jardines, muchedumbre de siervos y ganados, si con tan poco basta para vivir?
¿No ha dicho el Evangelio «bienaventurados los pobres»? ¿No ha enseñado que «es
más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el
reino de los cielos»?
Tales
pensamientos bullían en la mente de Francisco a su vuelta de Roma, obligándole
a recurrir a Dios, con más fervor que antes, en demanda de luz y dirección. De
los hombres bien sabía que nada podía esperar, pues hasta el amigo que solía
acompañarle a la gruta había ido poco a poco retirándosele en vista de que el
decantado tesoro de cuyo hallazgo tanto se jactaba Francisco, no aparecía. La
única persona a quien, de cuando en cuando, descubría su corazón era el obispo
de Asís, Guido, que parece haber sido su confesor ordinario ya desde los
primeros pasos de su nueva vida. Así lo indica la Leyenda de los Tres
Compañeros: «El obispo de la ciudad de Asís, a quien Francisco acudía con
frecuencia para aconsejarse de él...» (TC 35; 10). Según el Espejo de
Perfección, Francisco dijo, poco antes de su muerte, a cierto «señor
Buenaventura» de Siena: «Desde el comienzo de mi conversión puso el Señor en
boca del obispo de Asís sus palabras para que me aconsejara y confortara en el
servicio de Cristo» (EP 10). Leemos asimismo en el Anónimo de Perusa: «Grandes
y pequeños, hombres y mujeres, todos despreciaban y escarnecían a los nuevos
penitentes. La única excepción era el obispo de Asís, a quien acudía con
frecuencia Francisco en demanda de consejo» (AP 17). Todos estos pasajes, y
otros, demuestran que Francisco mantuvo, desde los comienzos de su vida religiosa,
muy íntimas y cordiales relaciones con su obispo.
Pero los
biógrafos del Santo no nos dicen nada sobre este período de meditación callada
y solitaria; en cambio él mismo nos ha dejado en su Testamento, escrito pocos
años antes de morir, preciosas confesiones, por ejemplo ésta: «El Señor me dio
la gracia de que así comenzase a hacer penitencia; porque, como yo estuviese
entonces envuelto en pecados, me era muy amargo ver a los leprosos; pero el
Señor me trajo a ellos, y usé de misericordia con ellos». La condición de los
leprosos en la Edad Media era mucho mejor que la de todos los demás enfermos y
pobres; porque, en vista de cierto pasaje de Isaías (53,4), se les consideraba
como símbolos vivos del divino Salvador más que a todo el resto de la humanidad
paciente. Gregorio el Grande cuenta la historia del monje Martirio, quien,
habiendo encontrado por el camino a un leproso agobiado de dolores y falto de
fuerzas para continuar su viaje, le envolvió en su propio manto y, tomándole en
brazos, se lo llevaba a su convento, cuando he aquí que de repente el leproso
se trueca en Jesucristo, quien, antes de desaparecer, da su bendición al monje,
añadiendo: «Martirio, tú no te has avergonzado de mí en la tierra; yo tampoco
me avergonzaré de ti en el cielo». Análogos casos se cuentan de S. Julián el hospitalario,
del Papa IX, del bienaventurado Columbino, etc.
Eran, pues, los
leprosos de la Edad Media objeto de una solicitud de todo en todo particular;
eran los pobres preferidos por la caridad tanto privada como pública. Había
toda una orden de caballería, la de San Lázaro, fundada especialmente para
cuidar de ellos. La Europa entera estaba sembrada de lazaretos; a fines del
siglo XIII ascendía a 19.000 el número de estos benditos asilos, donde los
leprosos vivían en una especie de comunidad conventual. Así y todo, aquellos
infelices arrastraban una vida llena de miseria y de tristeza, excluidos como
estaban de la sociedad en todos los países, en virtud de leyes severas que les
vedaban tener relación alguna con las demás gentes.
Como en toda
Italia, había también en Asís un hospital de leprosos, instalado fuera y a
cierta distancia de las murallas, sobre el camino que va a la Porciúncula, más
o menos en el mismo sitio que hoy ocupa el grandioso edificio denominado Casa
Gualdi. Dicho hospital se llamaba de «San Salvador de los Muros» y estaba
a cargo de una orden recién fundada, bajo Alejandro III, expresamente para el
cuidado de los leprosos; la orden de los Crucíferos.
Muchas veces
había pasado Francisco por delante de esta casa; pero siempre, sólo al verla,
experimentaba profundo disgusto. De buen grado daba limosna para los leprosos,
pero a condición de que otro se encargara de llevársela. Cuando el viento
soplaba del lado del hospital y llegaba hasta San Francisco el hedor repugnante
de la fatal enfermedad, él al punto volvía el rostro y echaba a correr,
tapándose las narices (TC 11).
Aquí estaba,
pues, su mayor debilidad; aquí era donde iba a librar más recia batalla y a
obtener más espléndida victoria.
Un día, estando
en su acostumbrada oración, oyó, por fin, la anhelada respuesta, y fue la
siguiente: «Francisco, si quieres conocer mi voluntad, has de despreciar y
aborrecer cuanto aman y apetecen tus sentidos. Cuando esto hayas logrado,
entonces te será amargo e insufrible lo que antes te era dulce y deleitoso, y
hallarás gozo y contentamiento en lo que antes detestabas». Francisco entendió
el programa que estas palabras encerraban para él, el tenor de vida que le
indicaban con toda claridad.
Sin duda alguna,
en estas palabras iba meditando en uno de esos paseos que solía hacer por el
valle de la Umbría, cuando de repente se le espanta el caballo y descubre
delante de sí, como a veinte pasos de distancia, a un leproso en el traje que
usaban los de su condición y que era muy fácil reconocer. Su primer impulso fue
volver grupas y huir más que ligero; pero al instante tornaron a resonar en su
conciencia distintas y netas las referidas palabras: «Lo que te era odioso te
será en adelante dulce y amable». ¿Y qué cosa más horrible para él en el mundo
que un leproso? Llegado era, pues, el momento de que se cumpliera en él la
palabra del Señor. Haciendo un extraordinario esfuerzo de reflexión, se apea
del caballo, avanza hasta el leproso a despecho del hedor nauseabundo que ya le
invade el olfato, le da limosna y le besa la mano cubierta de asquerosas
llagas.
Un momento
después se halló sobre su caballo sin saber cómo: tan honda emoción había
experimentado. El corazón le latía de modo extraordinario; temblaba de pies a
cabeza y no supo el camino que tomó. Pero el Señor había cumplido su palabra:
el bienestar y el gozo más inefable inundaba todo su ser; no hallaba cómo
contener en su pecho la alegría; iba nadando en un mar de felicidad nunca
soñada; linfas y auras de paraíso refrescaban la tierra sedienta de su corazón.
Al día siguiente
tomó muy de agrado el camino de «Salvador de los muros», que antes miraba con
tan vivo horror; llegado a la puerta golpeó, le abrieron, y entró por primera
vez en su vida en el hospital de los leprosos. De todas las celdas acudieron a
él los míseros enfermos con sus rostros carcomidos, cegados y sanguinolentos
los ojos, los pies hinchados y torcidos, las manos sin dedos... Toda aquella
espantable muchedumbre se agrupó en torno del hijo del mercader, exhalando de
sus enfermas gargantas tan insufrible fetidez, que Francisco, a pesar de su
heroísmo, no pudo menos de taparse un momento las narices para defenderse de la
infección. Pero en seguida logró reponerse, metió la mano en el bolsillo, que
llevaba repleto de dinero, y se puso a repartir limosna, cubriendo las manos de
los enfermos a un mismo tiempo de dinero y de tiernos besos, como había hecho
la víspera con el leproso del camino. Sin duda alguna, Francisco había obtenido
la victoria más grande a que puede aspirar el hombre: la victoria sobre sí
mismo. Ya era dueño, y no (¡ay! como tantos de nosotros) esclavo de sí propio.
Pero en esta
lucha interna no hay triunfo tan completo que ahorre toda ulterior vigilancia;
porque el enemigo, vencido y todo, siempre queda al acecho del momento oportuno
para la represalia. Francisco había ganado una gran batalla; pero debía
prepararse para las pequeñas escaramuzas en que aún podía sucumbir. Continuó,
pues, frecuentando diariamente su gruta y sus ejercicios de oración.
A menudo le
acontecía encontrar en el camino a cierta vieja jorobada, de esas miserables
criaturas que, en los países del sur, acostumbran refugiarse en la
semi-oscuridad protectora de los templos, donde se lo pasan manoseando el
rosario, o dormitando; pero apenas ven que se acerca un extranjero, se arreglan
el pañuelo en la cabeza y salen de su escondite cojeando y extendiendo la mano
sucia en demanda de limosna: ¡Un soldo, signore! ¡Un soldo, signorino mío!.
Una vieja tal era la de nuestra historia. Apenas veía venir a nuestro joven, se
le atravesaba pidiéndole la limosna, y tanto llegó a molestarle que, al fin,
acabó por despertar en él, con su desaliño y feo talante, la antigua adversión
a la suciedad y a la miseria. A medida que avanzaba en su camino, y el sol le
bañaba con sus fulgores, y las campiñas verdegueaban, y el velo azul se
desplegaba por el horizonte cubriendo los montes y los valles, más claramente
resonaba en sus oídos la voz insidiosa de la tentación: «¿Conque es verdad que
quieres abandonar todo eso? ¿Es verdad que quieres dar el adiós eterno a la luz
del sol, a la vida y al placer, a los festines alegres, a las sabrosas
canciones, y encerrarte en esa sombría caverna, malbaratando así lo más florido
de tu juventud en inútiles oraciones, para llegar a ser después un viejo loco y
miserable, que se arrastre de iglesia en iglesia, suspirando desolado y acaso
maldiciendo en secreto la malgastada vida?»
Así murmuraba el
enemigo malo al alma de nuestro joven, y, a buen seguro, hubo momentos en que
éste, aguijoneado por la juventud, por su natural amor a la luz y a la alegría,
por sus nativas aspiraciones caballerescas, llegó a vacilar, a bambolearse bajo
el peso de la tentación. Pero no bien penetraba en su gruta, recordaba la
calma, el dominio sobre sí mismo, y cuanto más recio había sido el combate,
tanto más profunda era la paz y más dulce el consuelo con que Dios le regalaba
en la intimidad de la oración. (8)
Así, al menos,
creo que se puede interpretar un episodio que relatan los Tres Compañeros en
los siguientes oscuros términos: «Había en Asís una mujer jorobada y deforme
que el demonio traía a la memoria de Francisco en frecuentes apariciones,
amenazándole con tocarle de la misma enfermedad que padecía esta mujer, como no
renunciase a sus piadosos proyectos. Pero Francisco, como valiente soldado de
Cristo, despreciaba las amenazas del diablo, penetraba en su gruta y se
entregaba a la oración» (TC 12).
Capítulo
VI – El crucifijo de San Damián
En un pasaje de
su Testamento, Francisco habla de su juventud, y dice:
«Y el Señor me
dio una tal fe en las iglesias, que así sencillamente oraba y decía: "Te
adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo
entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo".»
Después, el Señor
me dio y me da tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la santa
Iglesia Romana, por el orden de los mismos, que, si me persiguieran, quiero
recurrir a ellos. Y si tuviera tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo, y hallara a
los pobrecillos sacerdotes de este siglo en las parroquias en que moran, no
quiero predicar más allá de su voluntad. Y a éstos y a todos los otros quiero
temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero en ellos considerar
pecado, porque discierno en ellos al Hijo de Dios, y son señores míos. Y lo
hago por esto, porque nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo
Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben
y ellos solos administran a los otros. Y quiero que estos santísimos misterios
sean sobre todas las cosas honrados, venerados y colocados en lugares
preciosos». "Lugares preciosos": estas palabras designan no
sólo las iglesias, sino también los tabernáculos, en que se reserva el
Santísimo, y aun los vasos sagrados del altar, como los copones, píxides, etc.-
(1 Cel 45; TC 37).
Por este
documento, que data de los últimos años de su vida, sabemos auténticamente
cuáles fueron siempre los sentimientos de nuestro personaje para con la Iglesia
y el clero; y este autotestimonio ha sido plenamente confirmado por todos sus
biógrafos.
Referido queda
más arriba cómo Francisco demostraba gran interés por las iglesias,
contribuyendo con sus propias manos a restaurarlas y embellecerlas.
Hoy día mismo,
los alrededores de Asís están sembrados de santuarios casi en ruinas, iglesias
o capillas edificadas a la vera de los caminos, que se mantienen siempre
cerradas con candado y donde rarísimas veces se celebran oficios divinos.
Mirando hacia el interior, se ve un altar con manteles todos arrugados y
rasgados, floreros con flores de papel cubiertas de polvo, candeleros de madera
que nunca han sido dorados y ahora están cenicientos y carcomidos. Sin embargo,
abandonadas y todo, la visita de estas iglesias deja en el ánimo del viajero no
sé que extraña impresión de piadoso recogimiento, que se aumenta todavía
cuando, al penetrar en ellas, se encuentra uno con frescos borrosos pintados en
los muros por aquellos discípulos de Giotto o de Simón Martini que, en el siglo
XIV, visitaron hasta las más apartadas ciudades y los más ignorados ángulos de
los Apeninos. La pila de agua bendita está vacía y polvorienta. La única música
que allí escucha el visitante cuando se arrodilla para rezar, es el susurro de
los castaños agitados por el viento, o el murmurar de los arroyos saltadores
que, desde la cima de las montañas, bajan presurosos en busca de su lecho de
piedras.
En tiempo de la
juventud de Francisco había cerca de Asís, a poca distancia de las murallas,
uno de esos santuarios medio arruinados: la vetusta iglesia de San Damián (que
según Thode se mencionaba ya a principios del siglo XI, en 1030), a la cual se
llega por un camino que parece no haber cambiado gran cosa desde entonces acá,
asaz inclinado, que, pasando por delante de grandes casas blanqueadas con cal y
esparcidas aquí y allá, atraviesa después algunos olivares, por debajo de cuyas
torcidas ramas amarillea el trigo en el verano. El trayecto desde la ciudad a
esta iglesia, que es hoy un gran convento, se hace, más o menos, en un cuarto
de hora.
San Damián no era
entonces más que una capilla rústica, cuyo único adorno consistía en un
crucifijo bizantino que había en el altar mayor, y ante el cual tenía Francisco
costumbre de venir a postrarse en oración. Un día, poco después de la visita
que hizo a los leprosos, vino a venerar la devota imagen del Crucificado.
Habituado, como estaba, a crucificarse a sí mismo, la crucifixión había llegado
a ser su pensamiento favorito. Fijos los ojos en el divino rostro coronado de
espinas, rezaba la siguiente oración que la tradición nos ha conservado:
«Sumo, glorioso
Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y
caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y
verdadero mandamiento» (OrSD).
Desde el día
aquel en que, apoyado en su bastón junto a la puerta de Asís, viera al mundo
vacío y su alma desierta, todo su esfuerzo interior se había concretado y
traducido en dicha sencilla oración. Todo lo que pedía a Dios, todo lo que
desde entonces había constantemente deseado y buscado, no obstante sus errores
y caídas, era luz para ver la voluntad de Dios y fuerza para obrar según esa
misma voluntad. Toda su vida, desde aquel decisivo momento hasta ahora, puede
decirse que se redujo a una continua repetición, bajo formas diversas, pero
siempre fervientes y apasionadas, de estas palabras del niño Samuel: «Habla,
Señor, que tu siervo escucha».
Y llegó el día en
que el Señor juzgó a su siervo Francisco digno de escucharle, y le habló desde
el crucifijo, con voz que sólo en el corazón de nuestro joven se dejó percibir:
«¡Francisco, ve y repara mi casa, que se derrumba!».
Como antes en
Espoleto cuando se le intimara la prohibición de seguir su viaje a la Apulia,
así ahora también se mostró pronto a obedecer la orden divina. Francisco tenía
alma cándida y propendía a tomarlo todo al pie de la letra. Apenas oída la voz
misteriosa del crucifijo, examinó de una mirada toda la capilla, y vio que, en
efecto, amenazaba ruina, y sin poder contener la emoción que le embargaba,
respondió al crucifijo: «¡Señor, con el mayor gusto cumpliré tu deseo!».
Dios, había por
fin, escuchado su oración; le había impuesto una tarea que él, siempre activo
por naturaleza, se apresuró a realizar. Al salir encontró al rector de la
iglesia, sacerdote anciano, que estaba calentándose al sol, sentado sobre una
piedra; le saludó besándole la mano y en seguida, metiendo la suya en el
bolsillo, sacó una valiosa moneda de oro y la dio al asombrado sacerdote,
diciéndole: «Os ruego que empleéis este dinero en aceite para la lámpara del
Santísimo, y cuando se os haya acabado, os suplico que me lo aviséis; porque
deseo que no falte jamás».
Antes que el
anciano sacerdote volviese de su estupor, Francisco había ya partido, llevando
el corazón henchido de gozo por el favor que acababa de recibir. Mientras
caminaba, casi maquinalmente, iba haciendo a menudo la señal de la cruz, y cada
vez que repetía ese acto, sentía como que la imagen del crucificado se grababa
más hondamente en su corazón. La antigua leyenda nos dice, con frase de
incomparable verdad y de belleza intraducible, que, desde aquella hora, el
recuerdo de los padecimientos del Salvador «derritió el corazón de Francisco»,
de modo que, desde entonces, «llevó el santo en su corazón las llagas del Señor
Jesús» (TC 14; LM 1,5 y 2,1).
La reparación de
la iglesia de San Damián iba a demandar mucho más dinero que el que Francisco
podía erogar por el momento, pero él no tuvo ni un minuto de vacilación acerca
de la manera cómo debía procurarse los fondos necesarios: corrió, pues, a casa
tan aprisa como se lo permitieron sus piernas, cogió de la tienda de su padre
varias piezas de género, las puso sobre un caballo y se fue con ellas a Foligno
para venderlas en el mercado de aquella ciudad, operación que estaba
acostumbrado a hacer. Realizada en poquísimo tiempo la venta, así de los
géneros como del caballo, dio Francisco la vuelta a San Damián con los
bolsillos repletos de dinero.
Es probable que
encontrara al anciano sacerdote sentado aún en su piedra calentándose al sol;
pero lo cierto es que, tan pronto como se llegó a él, le saludó de nuevo
respetuosamente, le entregó la gruesa suma que había sacado de la venta,
advirtiéndole que aquel dinero era para la reconstrucción de la iglesia (TC 16;
1 Cel 9). El sacerdote había recibido de buena gana la primera limosna; pero al
ver esta otra tan considerable, rehusó aceptarla, temiendo que fuese una de
tantas locuras del original joven. Por otra parte, aquel negocio podía muy bien
concitar en su contra las iras de Bernardone; contestó, pues, al joven de la
manera más resuelta que no quería ocuparse en semejante reparación. Francisco
se sentó a su lado para persuadirle a retirar su negativa, empleando en ello
toda su elocuencia; vano empeño; el anciano estuvo inflexible, y lo más que de
él pudo obtener Francisco fue el derecho de permanecer allí cerca por algún
tiempo para poder entregarse con mayor sosiego a la oración y a las prácticas
devotas en la querida iglesia de San Damián.
Porque desde
entonces determinó nuestro joven adoptar lo que en la Edad Media se llamaba la
«vida religiosa», es decir, la vida del monje o del solitario. Y no era que
tuviese ya el propósito de encerrarse en un convento; él mismo nos asegura en
su Testamento que «nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el Altísimo
mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio»; lo que
prueba que en lo que él pensó en un principio no fue en hacerse monje, por más
que, para definir el cambio que se acababa de operar en su vida, emplea la
misma expresión que entonces se usaba para significar que se abrazaba a la vida
monacal: exivi de saeculo: salí del siglo. El tiempo que pasó en
compañía del sacerdote de San Damián puede razonablemente considerarse como su
noviciado, durante el cual no tuvo más guía, director y maestro, que el
espíritu de Dios.
Vecina a la casa
del sacerdote había una gruta de piedra, donde Francisco, que la visitaba con
frecuencia, estableció su habitación secreta; allí pasaba los días y las
noches, entregado a la oración y al ayuno, vertiendo lágrimas y exhalando
«gemidos inenarrables» (Rm 8,26).
Entre tanto,
Pedro Bernardone volvió de su viaje, y ¡cuál no sería su asombro al entrar en
su casa y no hallar en ella a su primogénito! Pica o no sabía el paradero de
Francisco o, si lo sabía, se resistía a descubrirlo a su marido; pero éste no
tardó mucho en averiguarlo, y en el acto fue a verse con el sacerdote de San
Damián; más no encontró allí a Francisco, que a la sazón se hallaba en la
gruta. Esta ocasión la aprovechó el anciano cura para devolver a Bernardone el
dinero que su hijo le trajera de Foligno y que había depositado en el hueco de
una de las ventanas de la iglesia. Parece ser que esta recuperación fue uno de
los principales fines que determinaron la visita de Pedro Bernardone al
sacerdote, pues, obtenido el dinero, pasó más de un mes sin hacer diligencia
alguna para dar con el joven ermitaño, quien, sin embargo, es cierto que,
entretanto, recibía alimentos de su casa, sin duda enviados por su madre,
aunque, según parece, a escondidas de Bernardone (TC 16; 1 Cel 10). (9)
Por lo que
respecta a la vida que durante aquel mes hizo nuestro joven, podemos decir con
razón que empleó todo ese tiempo en ahondar en este gran pensamiento, que desde
entonces tuvo él por la esencia del cristianismo: «La vida de Cristo debe
reproducirse en cada cristiano». Uno de los escritos bíblicos que Francisco
cita más a menudo en los suyos es la epístola a los Romanos, en la cual San
Pablo se muestra no tan sólo un gran doctor, sino sobre todo el más grande de
los místicos cristianos. Por eso creo yo que, sin temor de que nadie lo
interprete como hipótesis histórica o fantasía literaria, se puede describir la
vida de Francisco en aquel período de su noviciado religioso con las siguientes
palabras del capítulo VIII de la referida epístola paulina: «Por consiguiente,
ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley
del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de
la muerte... a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que
seguimos una conducta, no según la carne, sino según el espíritu... Pues, si
vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras
del cuerpo, viviréis. En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de
Dios son hijos de Dios... Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y
coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él
glorificados... Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a
reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos
hermanos» (Rm 8,1-29).
Además, durante
aquel mes que Francisco pasó en San Damián fue cuando, sin duda, debió
producirse un acontecimiento que narran las leyendas, pero sin indicar la
fecha. Un día iba Francisco solo por los alrededores de la antigua capillita
llamada de la Porciúncula o de Santa María de los Ángeles, que se encuentra en
la llanura a los pies de Asís. Iba llorando y sollozando en alta voz, como
acongojado por una grave desgracia. Ocurrió que pasó por allí un buen hombre
que, al oírlo, se le acercó, movido de piedad, y le preguntó por qué lloraba.
Nuestro joven le respondió: «Lloro la pasión de mi Señor Jesucristo, por quien
no debería avergonzarme de ir gimiendo en alta voz por todo el mundo».
Profundamente impresionado aquel hombre, se puso también él a derramar
lágrimas, y estuvieron los dos largo tiempo llorando en alta voz (TC 14; 2 Cel
11).
Así fue como
Francisco de Asís comenzó la nueva vida, no ya según la carne, sino según el
espíritu, que en adelante le iría conduciendo a cimas cada vez más elevadas,
hasta el momento en que le permitiría alcanzar la que para el hombre es la
máxima conformidad posible con la imagen de Jesucristo crucificado.
Capítulo
VII – Francisco renuncia a su padre
Un día de abril
de 1207, Pedro Bernardone estaba en su tienda detrás del mostrador. De repente
llega a sus oídos una extraña algazara, voces de auxilio, gritos y carcajadas
ruidosas; el estrépito crece y se acerca por instantes, hasta repercutir en la
tienda; el mercader ordena a uno de sus dependientes que se asome para ver qué
pasa; vuelve éste diciendo: «Es un loco, señor don Pedro; un loco perseguido
por pilluelos y rapaces»; pero se detiene el empleado un poco a la puerta y,
mejor informado, palidece: ¡acaba de reconocer al loco! Sale don Pedro
de inmediato; se para en el umbral, mira hacia la turba azorado y ansioso y
descubre entre la multitud alborotada a su propio hijo, a su caro Francisco, a
su gentil primogénito, al objeto de sus más halagadores ensueños, de sus más
hermosas y magníficas esperanzas. ¡Ahí viene Francisco vestido de andrajos,
lívido, demacrado, desgreñado el cabello, marchitos los ojos, todo
ensangrentado y sucio por las pedradas e inmundicias que le han arrojado en el
camino los implacables pilletes que le acompañan! ¡Pobre Pedro, ahí viene tu
Francisco, tu tesoro y orgullo, el báculo de tu vejez, el gozo y consuelo de tu
vida! ¡Hele ahí, adonde le han traído esas malditas ideas que se le han metido
en el cerebro!
Pedro Bernardone
se siente desfallecer bajo el peso del dolor, de la vergüenza y de la cólera;
porque los gritos y burlas, lejos de mermar, ahora se dirigen a él
personalmente: «¡Oh Bernardone! ¡Aquí te traemos a tu hijo, tu lindo mozo, tu
apuesto y famoso caballero! ¡Mírale como vuelve de la guerra de Apulia cubierto
de gloria, desposado con una princesa y señor de la mitad de un reino!»
Don Pedro no
puede más; entre la rabia y el dolor, que riñen tremenda batalla en el fondo de
su pecho, opta por la primera y se lanza a la calle hecho un tigre de la selva,
y para abrirse camino reparte a diestro y siniestro mojicones y puntapiés con
tan desatada y poderosa furia, que el corro de maleantes que rodea a Francisco
no tiene más remedio que retroceder, romperse y darle paso; él, sin proferir
palabra, se apodera de su hijo, le levanta en sus robustos brazos y, jadeante y
rabioso, vuela con él para adentro, le arroja en lóbrego aposento, cierra con
llave la puerta y se vuelve a la tienda a reanudar la tarea. (Aquí, como en los
capítulos I y V, he procurado desarrollar y completar escenas que los biógrafos
narran con extremado laconismo. En general, hay que guardarse de tomar muy a la
letra el retrato que ellos nos han legado del carácter de Pedro Bernardone, en
que han andado severos en demasía: es lo que pasa siempre que se colocan
enfrente dos tipos opuestos, de los cuales el uno encarna la perfección del
idealismo, y el otro la vida común y prosaica, aunque legítima, de este bajo mundo).
El bueno de D.
Pedro esperaba que con aquel encierro lograría poner término a las nuevas
locuras de su hijo, y para más asegurar el éxito añadió al encierro un riguroso
ayuno a pan y agua, que no podía menos que doblar la obstinación del preso,
dada su antigua intemperancia y gula. En efecto, el mismo Francisco confesó
años después muchas veces que, de joven, comía con frecuencia manjares
exquisitos y bien condimentados, y se abstenía de los malos y sosos (TC 22).
Pero los tiempos
habían cambiado, y los gustos de Francisco también, y pronto iba a llegar éste
hasta el extremo de mezclar ceniza a los manjares sabrosos, alegando, para
disimular su penitencia, que «la hermana ceniza es casta» (TC 15).
Salió, pues,
fallido D. Pedro en su esperanza. Pocos días después del suceso antes narrado,
tuvo que hacer un nuevo viaje, y Pica, aprovechando su ausencia, bajó a la
prisión a ver si obtenía de su hijo con ruegos y lágrimas lo que su marido no
había logrado con castigos y rigores; pero halló al joven penitente tan firme
como antes en su resolución, y aun gozoso de haber, por causa de ella, padecido
aquel martirio. Francisco declaró terminantemente a su madre que por nada del
mundo renunciaría a su nuevo método de vida, con lo que Pica abandonó su
empresa y, además, dio libertad al inocente prisionero, quien al punto la
aprovechó para correr a refugiarse a su querido retiro de San Damián, como
vuela a su nido el pajarillo al desatarse el lazo con que le amarró la astucia
del cazador.
Cuando Bernardone
volvió de su viaje, halló desierta la prisión; pero, en vez de acudir a San
Damián en busca del delincuente, resolvió perseguirle por la vía judicial; en
consecuencia, pidió a los cónsules de la ciudad el desheredamiento y
expatriación del hijo pródigo y, además, que se le obligase a entregarle todo
el dinero que tuviera en su poder; porque para él era seguro que Pica, al darle
la libertad, le había llenado de oro la bolsa, y, quizá, el dinero entregado al
sacerdote de San Damián para la reparación de la iglesia no era todo el que
había producido la venta de Foligno.
Pedro Bernardone
era, al decir del cronista Mariano, reipublicae benefactor et previsor,
uno de los principales bienhechores de la ciudad, (10) y los cónsules no podían menos de acoger
favorablemente su solicitud; y en efecto, despacharon a San Damián el heraldo
de la ciudad con orden de traer a Francisco a la presencia del tribunal; a lo
que nuestro joven se negó resueltamente, alegando que «por la gracia de Dios
era ya un hombre libre y no estaba bajo la jurisdicción de los cónsules, porque
era siervo del solo altísimo Dios» (TC 19), respuesta que Sabatier juzga
inexplicable a menos de suponer que Francisco había recibido ya las órdenes
menores, entrando de lleno en la vida religiosa, lo que le habría puesto en
todo a disposición de la autoridad eclesiástica, eximiéndole de la acción del
brazo secular.
Seguramente
Bernardone se quedó en el palacio comunal esperando la vuelta del mensajero;
pero pronto hubo de convencerse de que los cónsules se veían, bien a su pesar,
obligados a inhibirse en aquel asunto. Él, sin embargo, lejos de cejar ante el
fracaso con los cónsules, resolvió recurrir al jefe espiritual de la ciudad, y
acto seguido se fue al palacio episcopal a interponer su demanda ante el
Obispo, quien le dio lugar en el acto, citando a su presencia, para día y hora
determinados, al padre y al hijo. (11)
No era difícil prever de parte de quién estarían las simpatías del Prelado, el
cual ordenó a Francisco entregar a su padre todo el dinero que tuviese consigo;
pero se dijo en términos que necesariamente hubieron de desplacer al
comerciante, y fueron éstos: «Si tu intención irrevocable es consagrarte al
servicio de Dios, debes comenzar por restituir a tu padre su dinero, que tal
vez ha ganado por medios injustos y, en tal caso, no estaría bien emplearle en
provecho de la Iglesia» (TC 19).
Semejantes
palabras, que escucharon numerosas personas venidas allí a presenciar el
extraño proceso, no eran, por cierto, muy aptas para apaciguar al airado
mercader, objeto de las escrutadoras miradas de los circunstantes. Francisco,
sentado al lado del Obispo enfrente de su padre, ostentaba el más rico de sus
trajes. Entonces acaeció uno de los hechos más admirables que registran los
anales eclesiásticos, un suceso nunca visto antes ni después y que durante
siglos ha sido tema inagotable de inspiración para la pintura, la poesía y la
elocuencia cristiana. Francisco se levanta, tranquilo al parecer, pero en
realidad presa de intensa emoción que se revela en el brillo juvenil de su
mirada, y dirigiéndose al Obispo, le dice: «Señor, yo voy a entregar a mi
padre, no sólo el dinero suyo que tengo, sino todos los vestidos que me ha
dado». Dicho esto, y antes que ninguno de los circunstantes se diese cuenta de
su intención, se entró en la pieza contigua, de donde volvió un momento después
completamente desnudo, ceñidos los lomos con un cinto de pelo, y trayendo en el
brazo los vestidos que había llevado puestos. Todos los asistentes, como
movidos por un mismo invisible resorte, se pusieron de pie. Bernardone y su
hijo se miraron un instante sin hablarse. De pronto Francisco rompe el silencio
y, con voz trémula pero segura, fijos los ojos en un objeto lejano, exclamó:
«¡Oíd todos lo que voy a decir! Hasta hoy he llamado padre mío a Pedro
Bernardone; ahora le devuelvo todo su dinero y hasta los vestidos que me
cubren, y, en adelante, en vez de ¡mi padre Bernardone!, diré: ¡Padre
nuestro que estás en los cielos!».
Acto continuo se
inclinó para depositar a los pies de su padre sus vestidos junto con una
pequeña cantidad de oro que aún conservaba. Todos los presentes lloraban
dominados de profunda emoción, incluso el Obispo; sólo Bernardone estuvo
impasible; y en acabando de hablar su hijo, se inclinó también fríamente a
recoger las prendas que éste le entregaba, y rugiendo de cólera se marchó sin
articular palabra. Entonces el Obispo se adelantó hacia el joven y, extendiendo
su manteo, le cubrió la desnudez, no sin apretarle cariñosamente contra su
pecho. Desde aquel momento quedaron ampliamente satisfechos los anhelos de
Francisco de ser hijo de la Iglesia y verdadero siervo de Dios.
Terminada la
conmovedora escena, solo ya Francisco con el Obispo, pensó éste en buscarle
otros vestidos; había por allí un manto viejo, propiedad del hortelano, y se lo
dio; lo aceptó Francisco rebosando gozo, y antes de vestírselo dibujó en él con
tiza una gran cruz, (12) para cumplir más a
la letra el consejo evangélico de dejarlo todo, tomar la cruz y seguir a
Jesucristo. Era el mes de abril de 1207. (13)
El mes de abril
es en Umbría lo que en nuestros países, más fríos [el autor es danés], el mes
de mayo, y aun como el de junio. Los días son claros y brillantes, el cielo
azul y alegre, la atmósfera fresca y salubre, purificada como está por los
chubascos del invierno; todavía no hay mucha tierra en los caminos y se puede
transitar por ellos a pie sin el menor inconveniente; las campiñas se muestran
plateadas por los olivares y, en los trechos que éstos dejan libres, cubiertas
de verdes y lozanos trigales, bastante crecidos ya y esmaltados de innumerables
encendidas amapolas. Abril es, sin disputa, la estación más hermosa en toda
Italia, y nada tiene que ver con ella el abrasado y malsano otoño.
En una de esas
doradas mañanas de abril fue, pues, cuando el hijo de Pedro Bernardone salió
del palacio episcopal de su ciudad, vestido con deshechos de jardinero, a
recorrer el mundo, hecho uno de esos «extranjeros y peregrinos» de que nos
habla la santa Escritura.
La vida del
hombre no es más que el producto de sus íntimos anhelos. Francisco es una
prueba de esta verdad: a despecho de tantos y tan poderosos obstáculos, vino a
alcanzar lo que por tanto tiempo había deseado, lo que había buscado en Roma,
lo que con tan vivas ansias había pedido a Dios en la soledad de las grutas
umbrianas: la facultad de seguir, en desnudez y dolor, a Jesucristo desnudo y
dolorido. Alejóse, pues, de la patria de su infancia y de su juventud, de sus
padres, de sus amigos y compañeros, volviendo las espaldas al pasado, a todos
sus halagüeños recuerdos, y se marchó de Asís, mas no ya, como antes, a la
iglesia de San Damián ni a la capilla de la Porciúncula.
Hay instantes en
la vida en que el hombre anhela los más grandiosos espectáculos de la
naturaleza, y sólo le satisfacen el mar y las montañas. Francisco salió de Asís
por la puerta que da a la falda del Subasio y tomó el camino que sube a la
montaña y no paró ni miró hacia atrás hasta que perdió de vista los techos y
torres de la ciudad y se halló en la cumbre bajo el bosque de encinas que la
sombrea, aun inexplorado, o entre las abruptas rocas que le sirven de salvaje
corona: sin duda, iba revolviendo en su mente la sentencia evangélica que
prohíbe levantar la mano del arado en que se ha puesto y mirar hacia atrás, so
pena de no merecer el reino de los cielos.
Dilatado,
grandioso horizonte se domina desde aquella altura, como desde la navecilla de
un globo aerostático: el valle de Espoleto con sus sendas blanquecinas, sus
caprichosos arroyos como cintas de bruñida plata, sus extensos campos
invariablemente sembrados de olivares, sus iglesias y casas que semejan
juguetes de niños; los montes que, mirados desde el valle y aún desde Asís, se
ven limitar el horizonte, desde allá arriba se abaten y dejan pasar la mirada
hacia otros más altos, de un azul pálido y lejano, que son los Apeninos.
Francisco se encaminó hacia la parte de Gubbio, ciudad que, en línea recta, no
dista de Asís más de cuatro o cinco leguas, y donde moraba un amigo de su
primera juventud, el mismo tal vez que en otro tiempo solía acompañarle a la
gruta en que había encontrado su tesoro. No poco trabajo le costó, como era
natural, trepar la montaña, y así fue como, antes que él franqueara la
escarpada y montañosa cresta que separa Asís de Valfabbrica, ya el sol
declinaba al ocaso. Así y todo, Francisco iba en extremo alegre y entonando, en
rimas francesas, como solía hacer en sus momentos felices, jubilosos cantares a
la gloria de Dios.
De repente oye un
extraño rumor, como de ramaje que se quiebra, entre los árboles del bosque: era
una horda de bandidos que, saliendo de su escondite, se echaron sobre el joven
peregrino y, profiriendo amenazas, le preguntaron quién era; a lo que Francisco
contestó sin intimidarse: «Soy el heraldo del gran Rey». Raro debió de parecer
a los malhechores este heraldo real cubierto de haraposo manto y con una cruz
hecha con tiza en las espaldas; pero resolvieron dejarle sin hacerle daño;
aunque luego modificaron un tanto su propósito y, para probarle que sólo al
favor de ellos debía su libertad, le agarraron de brazos y piernas y le
arrojaron en un bajo lleno de nieve, diciéndole: «Tente ahí, imbécil rústico,
heraldo famoso». Francisco logró con gran dificultad levantarse de la nieve,
pero, tan pronto como lo consiguió, tornó a sus alegres y devotos cantares y
emprendió de nuevo su camino a través de la montaña. (14)
A poco dio con un
pequeño convento de benedictinos, donde le dieron hospedaje a condición de que
se ocupara en ayudar al hermano cocinero, lo que aceptó gustoso, y desempeñó
tan humilde oficio por algún tiempo con la esperanza de merecer por este medio
un hábito de monje, auque fuera raído y jubilado. Empero, todo lo más que se
granjeó con su servicio fue la comida, y muy pronto hubo de continuar su viaje
a Gubbio, «impelido no por la cólera -dice su primer biógrafo-, sino por la
necesidad». Es más que probable que, andando los años y cuando Francisco se
hizo ya célebre, el superior de dicho convento vino donde él a darle
satisfacciones por aquel desaire; pero también es seguro que jamás habría
pensado en dárselas si Francisco no hubiera sido el personaje que fue, no
obstante que la regla de San Benito ordena «que se trate a los huéspedes como
al mismo Jesucristo». (15)
Llegando a
Gubbio, encontró a su amigo, quien le proporcionó el vestido que deseaba, que
no era otro que el que usaban entonces los ermitaños, con un cinturón para los
lomos, sandalias y un bastón. (16)
Su amigo, por lo demás, no debió de hacerle ningún otro servicio, puesto que,
según refieren los biógrafos, Francisco pasó su estancia en Gubbio sirviendo en
un hospital de leprosos, a quienes lavaba los pies, curaba las llagas y
limpiaba las úlceras, besándoles a menudo los miembros putrefactos (LM 2,6).
Pero Francisco no
podía olvidar un solo instante su compromiso contraído con Dios de reparar la
iglesia de San Damián, y se apresuró a cumplirlo. Es creíble que durante su
ausencia se esparcieran por la vecindad de Asís graves rumores acerca de su
persona, pues el sacerdote de San Damián no parece haberse alegrado gran cosa
al verle tornar, y Francisco tuvo que probar que tenía autorización del Obispo
para la obra que iba a acometer.
Una dificultad se
le presentó en la cual acaso no había reparado aún: ¿de dónde iba a sacar
dinero para la reparación de la iglesia? Porque las piedras, la cal y otras
cosas que necesitaba no era fácil hallarlas gratuitamente.
Afortunadamente,
no había olvidado las únicas cualidades que había adquirido en sus tiempos de
juglar y trovador, y resolvió ponerlas ahora a contribución. Un buen día se fue
al mercado de Asís, donde, trepado sobre una piedra, se puso a cantar delante
de la multitud agrupada en torno suyo, haciendo el papel de músico vagabundo.
Terminado su canto, se bajó de la piedra y empezó a pedir limosna a los
circunstantes, diciendo en voz alta: «El que me dé una piedra recibirá del
cielo una recompensa; el que me dé dos piedras recibirá dos recompensas, y el
que me dé tres piedras, tres recompensas recibirá». Unos se mofaron de su
talante y mendicación, sin que él se agraviara por ello; otros, al ver la
prístina vanidad mundana de Francisco trocada en tan ferviente amor de Dios,
derramaban lágrimas de ternura y edificación.
Lo cierto es que,
gracias a este ingenioso ardid, Francisco logró reunir una buena cantidad de
piedras, que después transportó él mismo sobre sus hombros a San Damián. Él
solo quiso también ejecutar el trabajo de albañilería. Cuando alguien pasaba
por el camino y, al verle trabajar cantando en francés, se paraba a
contemplarle, él le decía: «Mejor será que vengas a ayudarme a reconstruir la
iglesia del glorioso San Damián».
Tan generoso
espíritu de sacrificio y de celo no pudo menos de captarle la voluntad del
anciano sacerdote, quien, para demostrar a Francisco su reconocimiento, empezó
a agasajarle y regalarle hasta donde se lo permitía su pobreza. Durante algún
tiempo no se le planteó a Francisco dificultad alguna notable; pero luego le
asaltó la idea de preguntarse a sí mismo si siempre y en todas partes iría a
encontrar tan benévola hospitalidad, como la que le dispensaba el anciano cura
de San Damián. «Esto -se dijo en son de reproche- no es vivir como pobre, que
es todo mi deseo; no, un verdadero pobre va de puerta en puerta mendigando,
escudilla en mano, su cotidiano sustento y recibiendo lo que las gentes se
dignan alargarle; y eso tengo yo que hacer en adelante».
Al día siguiente,
tan pronto como sonó en la ciudad la campana del mediodía y la hora en que
todos los ciudadanos se sentaban a la mesa, salió Francisco con su escudilla a
pedir limosna por las calles. Llamó a todas las puertas del trayecto; ninguna
pasó por alto; en casi todas las casas le dieron algo: aquí dos o tres
cucharadas de sopa, allí un hueso no enteramente despojado aún de su carne, más
allá un pedazo de pan o un poco de ensalada, etc. Terminada la excursión, se
encaminó Francisco a su residencia con la escudilla llena de una mezcla informe
de viandas varias, más propia para provocar náuseas que para excitar el
apetito. Sentóse al pie de una escalera y allí se estuvo largo rato luchando
con la repugnancia que le causaba la sola vista de aquella nauseabunda
mezcolanza, hasta que, por fin, triunfó del asco y, cerrando los ojos, tomó
valientemente el primer bocado.
Esta aventura fue
una repetición de la del leproso. No bien hubo Francisco gustado la repugnante
vianda, sintió que el gozo del Espíritu Santo le henchía el corazón,
pareciéndole que nunca en su vida había saboreado manjares más exquisitos. En
vista de lo cual se volvió a San Damián y anunció al sacerdote que en adelante
correría de su cuenta su propia alimentación.
Desde aquel
momento el hijo de Pedro Bernardone entró de lleno a formar parte del gremio de
los mendigos, asestando así el último y más terrible golpe al amor propio del
irascible mercader, quien ya no pudo nunca más ver a su hijo sin encenderse en
cólera y estallar en desaforadas imprecaciones, que el santo joven, con todo su
heroísmo, no debió de escuchar con la indiferencia que acaso deseara, cuando se
vio obligado a buscar la compañía de otro pordiosero, llamado Alberto. Cuando
ambos topaban con Bernardone, Francisco se arrodillaba delante de su amigo y le
decía: «Bendíceme padre mío», y luego vuelto a aquél: «Ya ves cómo Dios me ha
dado un padre que me bendiga cuando tú me maldices» (TC 23).
Francisco tenía
un hermano menor llamado Ángel, el cual quiso también hacer coro con los
burladores del heroico mendigo. Porque fue así que, estando éste una fría
mañana de invierno oyendo misa en una iglesia de Asís, dijo aquél a un amigo
que le acompañaba, y en tono que su hermano pudiese oír: «Pregúntale a
Francisco si quiere vendernos un poco de sudor». A lo que nuestro joven
contestó al punto en la lengua francesa: «Mis sudores los tengo ya vendidos, y
a buen precio, a mi Maestro y Señor». (17)
Entre tanto, el
trabajo en San Damián avanzaba rápidamente, porque la verdad era que se trataba
de una simple reparación más que de una reconstrucción propiamente dicha. (18) Cuando la obra estuvo terminada,
Francisco quiso coronarla obsequiando al sacerdote con una cantidad
considerable de aceite para las lámparas de la pequeña iglesia, sobre todo para
la que ardía delante del Santísimo Sacramento. A fin de procurarse dicho aceite
recurrió de nuevo a la caridad pública, saliendo a pedirlo de puerta en puerta.
Esta vez le
sucedió un caso que estuvo a punto de echar al través su conversión; y fue que,
pasando frente a la casa de uno de sus antiguos amigos, donde se celebraba
entonces un suntuoso festín, súbitamente acudieron a su memoria las alegrías de
su juventud, poniendo a espantosa prueba toda la firmeza y sinceridad de sus
nuevas convicciones: él, que con tanta valentía triunfara de la rabiosa
oposición de su padre y de la crueldad de los bandidos del monte Subasio, se
halló aquí a un paso de la derrota, corrido de vergüenza en presencia de su
antiguo compañero.
Probablemente
Francisco se hallaba entonces en uno de esos momentos de crisis, fugaces pero
terribles, que bien conocen los convertidos y en los cuales reviven en formas
seductoras todas las ventajas y goces que se han abandonado, presentándose como
cosas muy naturales y legítimas y como las más dignas de ocupar el corazón
humano, en tanto que las nuevas pierden su brillo y su bondad y aparecen viles
y sosas, puro artificio y convencionalismo, refractarias a toda asimilación
racional, por mucho empeño que se gaste en practicarlas. ¿Tal vez el hábito del
ermitaño que, desde hacía tiempo llevaba, y de ordinario con tanta resolución y
alegría, le pareció ahora mero antojo veleidoso y ridículo, más propio de un
miserable histrión que de un hombre de bien? ¿Acaso experimentó como un vago
sentimiento de su presente vileza y le pareció ser ahora más despreciable que
antes cuando se entregaba a los transportes de juvenil entusiasmo, lujosamente
vestido, en medio de tantos regocijados juglares?
Afortunadamente
aquella lucha duró sólo breves instantes. Dice la leyenda que Francisco alcanzó
a dar algunos pasos atrás, huyendo de la casa del festín; pero luego,
avergonzado de su cobardía, volvió donde sus amigos a confesarla franca y
humildemente, y en seguida les pidió, por amor de Dios, una limosna de aceite
para las lámparas de San Damián.
Terminada aquella
obra, Francisco, que no quería estar un momento ocioso, emprendió otra
reparación: la de la iglesia de San Pedro, que se halla ahora como incrustada
en los muros de Asís, y en aquel entonces estaba algo distante de ellos. (19)
Finalmente, el
joven albañil emprendió la reconstrucción de otra capilla de campo, llamada
Porciúncula o Santa María de los Angeles, a la que solía también retirarse a
llorar los padecimientos de Jesucristo y en cuyas cercanías fijó por mucho
tiempo su habitación. Según la leyenda, esta pequeña iglesia había sido
edificada el año 352 por unos peregrinos que venían de vuelta de Tierra Santa.
En tiempo de Francisco, pertenecía, lo mismo que San Damián, a la abadía
benedictina del monte Subasio.
Sin duda alguna,
Francisco seguía aún en la creencia de que su ocupación iba a consistir sólo en
edificar iglesias. Más tarde, el año 1213, construyó otra entre Sangemini y
Porcaria, dedicada a la Santísima Virgen, (20) y en 1216 cooperó eficazmente a la restauración de Santa María del
Obispado de Asís. (21) Como todas las
almas verdaderamente humildes, sabía bien que lo importante en el camino de la
santidad no es lo que se hace, sino la manera como se hace. Sentíase
grandemente atraído hacia lo que, siglos después, cantó el poeta Verlaine: la
vida humilde empleada en trabajos engorrosos engorrosos, aunque fáciles; vida
que, en fuerza de su misma insignificancia, mezquindad y deslucimiento,
requiere, para ser llevada, un grande amor a Dios y una extraordinaria aptitud
para hacer en todo su voluntad.
Francisco era de
esos caracteres enérgicos al par que alegres, que son los únicos capaces de
arrostrar el género de vida que a él se le antojaba que le iba a absorber toda
la existencia terrena: durante el día, el trabajo manual; por la noche, la
oración en la paz de las soledades; por la mañana, la misa y la comunión en
alguna de las capillas o iglesias de que estaban sembrados los caminos y aun
los recodos de las montañas.
Porque, sin duda
alguna, la misa, ese sacrificio litúrgico, renovación y memoria de los
padecimientos y de la muerte de Jesucristo, era ya para Francisco uno de los
puntos esenciales de la vida que había abrazado. Lo prueban las siguientes
palabras de su Testamento, que no pueden menos de referirse a los primeros años
de su conversión: «Nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo Hijo
de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre... Y quiero que estos
santísimos misterios sean sobre todas las cosas honrados y venerados». En una
de sus más antiguas Amonestaciones a los frailes de su Orden leemos también:
«De donde todos los que vieron al Señor Jesús según la humanidad, y no vieron y
creyeron según el espíritu y la divinidad que él era el verdadero Hijo de Dios,
se condenaron. Así también ahora, todos los que ven el sacramento, que se
consagra por las palabras del Señor sobre el altar por mano del sacerdote en
forma de pan y vino, y no ven y creen, según el espíritu y la divinidad, que
sea verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, se
condenan» (Adm 1). En la Carta a los fieles (2CtaF 34) dice también: «Y sepamos
todos firmemente que nadie puede salvarse sino por las santas palabras y por la
sangre de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos dicen», a saber, las de la
consagración. Y en otro lugar de la misma Carta (v. 63), la fe en el sacramento
de la Eucaristía y su recepción se declaran signos distintivos del hombre de
bien.
En los comienzos
del siglo XIII no era costumbre general que cada sacerdote católico dijese misa
todos los días, sino los domingos y fiestas y cuando alguien lo pedía
expresamente. Pero nuestro joven gastaba suma diligencia en buscar ocasiones de
poder asistir al santo sacrificio; por lo cual el sacerdote de San Damián,
deseando complacerle, solía bajar a menudo al rayar el alba a la capilla de la
Porciúncula, recién restaurada, a celebrar con él los divinos oficios.
Todo el que ha
vivido algún tiempo en Italia, participando de la vida religiosa del pueblo,
sabe bien cuán santo atractivo tienen estas misas matinales. ¡Cuán honda y
dulce impresión experimenta uno a esa hora, en que apunta el crepúsculo,
mezclado al resplandor de la luna en su ocaso, o al de una que otra grande estrella
visible todavía por encima de los lejanos montes, al penetrar en la campesina
iglesia, donde los cirios proyectan ya su modesta lumbre sobre el retablo del
altar, y el sacerdote, envuelto en su blanca vestidura, de pie cabe las gradas,
santiguándose grave y devotamente, con voz baja, pero distinta y clara, empieza
las oraciones de la misa con el rezo del admirable salmo 42 del Real Profeta! Y
el monaguillo acude luego con sus respuestas, y el sacerdote prosigue rápido,
aunque no precipitado, sus lecturas y movimientos litúrgicos en medio del
silencio y de la majestuosa obscuridad de la iglesia, hasta que llega al
instante supremo en que salen de sus labios las misteriosas palabras: Hoc
est enim corpus meum... Hic est enim calix sanguinis mei: «Porque esto es
mi Cuerpo... Porque éste es el cáliz de mi Sangre»; y mientras la campanilla
redobla sus tañidos, he aquí que se levantan, por encima de las inclinadas
cabezas de los fieles, la blanca hostia y el cáliz de oro, en que va ya el
cuerpo y la sangre de Cristo, del Cordero de Dios que borra todos los pecados
del mundo, traído allí por la palabra omnipotente de su ungido. ¡Momento
solemne, en que nos sentimos levantar sobre nuestra propia miseria, en alas de
la fe, de la esperanza y del deseo de amar a Dios eternamente, de cumplir
siempre su voluntad, de servir sólo a Él, de no adorar nunca más los dioses
falsos!...
En una de esas
misas matutinas de su capillita de la Porciúncula fue donde, un día de febrero
de 1209, oyó Francisco recitar un pasaje del Evangelio que le pareció nueva
orden intimada a él por el Señor, más explícita que las palabras que dos años
antes había escuchado en la iglesia de San Damián. Era la fiesta del apóstol S.
Matías (24 de febrero), en cuya misa el anciano sacerdote, amigo de Francisco,
leyó el siguiente evangelio:
«Id y proclamad
que el Reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos,
limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis.
No llevéis en la faja oro, ni plata, ni calderilla; ni tampoco alforja para el
camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su
sustento. Cuando entréis en un pueblo o aldea, averiguad quién hay allí de
confianza y quedaos en su casa hasta que os vayáis. Al entrar en una casa, saludad
primero diciendo: ¡Paz a esta casa! Y si la casa se lo merece, la paz que le
deseáis vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros». (22)
Siempre que
Francisco recordaba esta misa de S. Matías en la iglesia de la Porciúncula, si
se hallaba también oyendo misa, tomaba la lectura del evangelio por verdadera
revelación de lo alto. Por eso vino a decir en su Testamento: «El Altísimo
mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio... El
Señor me reveló que dijésemos el saludo: El Señor te dé la paz».
Los biógrafos
cuentan que, cuando Francisco oyó las referidas palabras evangélicas, en
acabando de explicárselas el sacerdote, exclamó entusiasmado: «Esto es lo que
yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón
anhelo poner en práctica» (1 Cel 22; TC 25; LM 3,1). Por medio de una verdadera
revelación acababa de aprender lo que Dios exige de los que entran de lleno en
su escuela, decididos a pertenecerle íntegramente, a sacrificarse por Él, a no
servir a otro que a Él; en una palabra, Francisco comprendió que debía ser apóstol,
es decir, un varón despojado de todo lo superfluo, libre de todo cuidado
temporal, ajeno a todo humano interés y pronto a recorrer el mundo llevando a
las gentes el soberano mensaje: «Convertíos, porque se acerca el Reino de los
cielos».
Así, en adelante,
el Francisco restaurador de iglesias, el Francisco ermitaño se va a convertir
en apóstol y evangelista, en nuncio del Evangelio de la conversión y de la paz (23). Al salir, pues, de la iglesia, se quitó
los zapatos, arrojó el bastón y se despojó del manto que aún llevaba para
defenderse del frío, reemplazó el cinturón por una tosca cuerda, se vistió un
saco de sayal gris, semejante al que usaban los campesinos de la región y que remataba
en una como capucha que cubría la cabeza, así se encontró listo y apercibido
para recorrer el mundo a pie desnudo, como hicieron los apóstoles, llevando la
paz del Señor a todos los que la desearan.
Libro II
El
evangelista
Pacis et poenitentiae legationem amplectens...
Bernardo de Quintaval fue el primero que,
acogiendo
el mensaje de paz y penitencia, vendido cuanto tenía
y entregado
a los pobres según el consejo de perfección evangélica,
corrió tras el santo de Dios,
perseverando hasta el fin en la santísima
pobreza
(TC 39).
Capítulo
I – Los primeros discípulos
La respuesta que
Francisco dio a los ladrones del monte Subasio en abril de 1207: Praeco sum
magni regis!, «¡Soy el heraldo del gran Rey!», constituyó desde entonces
su única divisa y bandera, su lema y grito guerrero para toda la vida; pero, a
decir verdad, nunca se dio cuenta cabal de su significado y alcance hasta el
día de la misa referida en el capítulo anterior. Desde ese momento ya no tuvo
ninguna vacilación y se consagró de lleno al desempeño de su misión de heraldo.
Durante los meses
que siguieron a la misa de S. Matías, los habitantes de Asís presenciaron un
curioso, nunca visto espectáculo: un extraño tipo de penitente vagabundo
recorría descalzo las calles y plazas, deteniendo a los transeúntes para darles
«la paz del Señor»; dondequiera que veía algún grupo de personas, allá se iba
y, subiendo sobre alguna piedra o desde el umbral de la puerta más cercana, se
ponía a predicarles.
Este singular
personaje no era otro que el hijo de Pedro Bernardone, que empezaba ya su obra
evangelizadora. Su palabra no podía ser más sencilla y ajena al artificio; no
hablaba más que de una cosa: del bien supremo de la paz; paz con Dios por la
observancia de sus preceptos; paz con los hombres por la rectitud de los
procederes; paz consigo mismo por el testimonio de la buena conciencia (1 Cel
23; TC 25-26; LM 3,2).
Las ruidosas
carcajadas con que, un año antes, acogiera el pueblo de Asís las exhibiciones
del joven convertido, a partir de la escena del palacio episcopal se trocaron
en respetuoso silencio; ya nadie se mofaba de él, sino que le escuchaban con
atención y hasta con cierta reverencia; sus palabras no se extinguían en las
ondas del aire, sino, cual granos fecundos, iban derecho a muchos corazones
bien dispuestos para recibirlas y deseosos de estrechar sus relaciones con
Dios.
Bien pronto se
vio Francisco rodeado de compañeros e imitadores. El primero fue, según Celano,
un varón sencillo y piadoso de Asís (1 Cel 24), cuyo nombre y vida posterior no
nos han sido conservados por los biógrafos, por lo que el honor de haber sido
históricamente el primer discípulo de Francisco pertenecerá siempre a Fray
Bernardo de Quintaval. (24)
Este Bernardo era
también mercader como Francisco, y verosímilmente de su misma edad, aunque no
había sido de sus mismos gustos, pues no había pertenecido al grupo de jóvenes
alegres que presidía el hijo de Bernardone, cuyas memorables aventuras le
habían interesado bien poco. Sin duda, en un principio tuvo, al igual que otros
muchos, por fantásticas y transitorias la conversión y las tareas constructoras
de Francisco; pero viendo después que el tiempo corría sin que él cambiara de
conducta, se trocaron sus sospechas en respeto, sus risas y burlas en sincera
admiración.
Probablemente
había llevado hasta entonces una vida arreglada y socialmente honorable. Lo que
le tocó el corazón y le impulsó a seguir a Francisco fue lo que Sabatier define
atinadamente con el nombre de «nostalgia de la santidad». El fuego sagrado
prendió en su pecho, es decir, ese anhelo vehemente de abandonar el mundo, que
es la esencia íntima del cristianismo, de volver las espaldas a cuanto el alma
aprecia y busca inquieta y en vano, de no preocuparse más que de la única cosa
verdaderamente necesaria. Poco a poco sintió que dentro de su corazón iba
madurando la resolución de seguir materialmente a Francisco, así como le seguía
ya moralmente, de hacerse pobre como él, de vestir como él, de compartir la
vida que él llevaba. Su anhelo de privaciones y de renuncia de las cosas
temporales aumentaba de día en día, sin que, sin embargo, se decidiera a
comunicarselo a Francisco; el confidente de sus santos secretos era otro
espíritu muy parecido al suyo, canónigo de la catedral de San Rufino, llamado
Pedro Catáneo (o Cattani), quien, laico y todo, desempeñaba el oficio de
consejero legal del cabildo de Asís. (El primer sacerdote que entró en la Orden
fue Fray Silvestre, undécimo o duodécimo de los discípulos de Francisco en el
oren cronológico. La noticia de que Pedro Catáneo era jurisperito et canónigo
de la iglesia de San Rufino, pertenece a Glassberger: Analecta Franc.,
II, p. 6).
Cuentan las
leyendas posteriores que Bernardo, antes de asociarse definitivamente a
Francisco, quiso cerciorarse, por medio de un ardid arriesgado, de la santidad
del joven predicador. Le invitó varias veces a alojarse en su casa, lo que
Francisco aceptaba de buena gana (probando con esto que no tenía aún domicilio
fijo). En cierta ocasión Bernardo hizo preparar para su huésped una cama en su
propia alcoba, donde, como era costumbre entre las familias de su clase, ardía
una lámpara durante toda la noche. (25)
Entonces sucedió el caso siguiente, que narran la Crónica de los XXIV
Generales y las Florecillas:
«Francisco, con
el fin de ocultar su santidad, en cuanto entró en el cuarto, se echó en la cama
e hizo como que dormía; poco después se acostó también messer Bernardo y
comenzó a roncar fuertemente como si estuviera profundamente dormido. Entonces,
Francisco, convencido de que dormía messer Bernardo, dejó la cama al primer
sueño y se puso en oración, levantando los ojos y las manos al cielo, y decía
con grandísima devoción y fervor: "¡Dios mío, Dios mío!" (Deus
meus et omnia: Mi Dios y mi todo). Y así estuvo hasta el amanecer,
diciendo siempre entre copiosas lágrimas: "¡Dios mío!", sin añadir
más» (Flor 2).
Tomás de Celano
trae un relato más breve, pero que concuerda con el anterior en lo sustancial:
«Bernardo -dice- lo había visto que, sin apenas dormir, estaba en oración
durante toda la noche, alabando al Señor y a la gloriosísima Virgen, su madre»
(1 Cel 24). Lo cierto es que al día siguiente Bernardo tomó la resolución
irrevocable de seguir a Francisco; pero se lo comunicó indirectamente en forma
de demanda de consejo en un caso de conciencia:
-- Cuando alguno
ha recibido de su señor, en calidad de depósito, algún bien grande o pequeño,
y, después de tenerlo muchos años, no quiere retenerlo más, en tal
circunstancia, ¿cuál será para él la mejor manera de obrar?
-- Debe restituir
el depósito a aquel de quien lo recibió -dijo Francisco sencillamente.
-- Hermano mío,
pues todo lo que yo poseo en punto a bienes temporales lo he recibido de mi
Señor y Maestro Jesucristo, y ahora quiero devolvérselo: ¿cómo me aconsejas tú
que haga?
-- Lo que me decís,
messer Bernardo, es algo tan grande y de tal importancia, que conviene que
pidamos consejo al mismo Señor Jesucristo, rogándole que se digne indicarnos la
mejor manera de realizar tan grave negocio; conque vamos ahora a la iglesia a
leer en el libro de los Evangelios lo que el Señor ordena a sus discípulos.
Es probable que,
mientras ambos jóvenes tenían tal razonamiento, llegase por allí el canónigo
Pedro Catáneo. Como quiera que fuese, lo cierto es que todos tres se
encaminaron luego, por la plaza del mercado, a la iglesia de San Nicolás,
situada entonces en el sitio donde ahora hay un cuartel de carabineros. Así que
entraron e hicieron un poco de oración en común, Francisco se acercó al altar
y, tomando el misal, lo abrió a la suerte, la cual cayó en estas palabras de S.
Mateo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los
pobres, y tendrás un tesoro en el cielo» (Mt 19,21). Abrió segunda vez, también
al azar, el libro santo, y leyó: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese
a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). Hizo una tercera consulta y
obtuvo por respuesta: «No llevéis nada para el camino» (Mc 6,8). En seguida
Francisco cerró el libro y, volviéndose a los dos amigos, les dijo: «Hermanos,
ésta es nuestra vida y regla, y también la vida y regla de todos los que deseen
vivir con nosotros. Id, pues, hermanos míos, y haced lo que habéis escuchado»
(TC 29).
Bernardo se
apresuró a poner en ejecución el consejo evangélico: se fue a la plaza que
había delante de la iglesia de San Jorge, hoy plaza de Santa Clara, donde
empezó a repartir sus bienes a los pobres. Francisco estaba presente a este
espectáculo, alabando a Dios con un gozo que apenas podía contener. Porque,
además de tener por padre a un mendigo en lugar de Bernardone, Dios le enviaba
ahora un hermano que suplía con creces al que había dejado en el hogar.
Mientras Bernardo
y Francisco hacían la distribución en la plaza de San Jorge y Pedro Catáneo
andaba también reuniendo sus bienes para darles igual cobro, acertó a pasar
cerca de allí un sacerdote llamado Silvestre, quien suministrara piedras a
Francisco para la reconstrucción de San Damián, vendiéndoselas a bajo precio,
sin duda en vista del piadoso objeto a que las destinaba; pero ahora, viéndole
derramar tan sin medida el oro, se acercó a Francisco y le dijo: «Las piedras
que te vendí me las pagaste tú harto miserablemente». Indignado Francisco al
ver tanta codicia en un siervo de Dios, tomó un puñado de monedas en el pliegue
del vestido de Bernardo y se lo dio al sacerdote, añadiendo: «Resarcíos ahora,
señor sacerdote».
Silvestre recibió
fríamente su dinero, dio las gracias y se marchó. Pero cuentan las leyendas que
aquel incidente fue para él el comienzo de una vida nueva, porque, entrando en
sí y comparando su apego a los bienes terrenos con el desinterés heroico de
aquellos dos jóvenes seglares, empezó a sentir en su corazón, cada vez más
clara y apremiante, la triunfadora voz del Evangelio: «Nadie puede servir a dos
señores». Poco tiempo después Silvestre se presentó a Francisco, suplicándole
que le admitiese en el número de sus hermanos.
Unidos en un
mismo deseo de seguir a Jesucristo, los tres compañeros, Francisco, Bernardo y
Pedro, ordenados todos sus asuntos en Asís, se trasladaron a la Porciúncula y
al punto construyeron, no lejos de la pequeña iglesia, una choza de ramas
embarradas donde poder descansar durante la noche y orar durante el día.
Allí vino, ocho
días después de la conversión de Bernardo, otro joven de Asís llamado Gil (o
Egidio), a pedir que se le admitiese también en la santa compañía. La manera
como el opulento Bernardo y el sabio jurista Pedro Catáneo habían dispuesto de
sus bienes en beneficio de los pobres, no pudo menos de excitar la admiración y
ser en la ciudad el tema obligado de todas las conversaciones de plazas y
calles y casas particulares. Y en una de esas pláticas domésticas pasadas a la
lumbre del hogar, entre el chisporroteo de los tizones de olivo o de castaño
(porque las noches de abril son más que frescas en Asís), fue donde Gil oyó a
sus padres hablar de Francisco y sus amigos. (26)
Al día siguiente
se levantó muy de mañana, «con el alma preocupada por el negocio de su
salvación», dicen las antiguas leyendas. Era el 23 de abril, día del santo
mártir Jorge, y Gil se fue a la iglesia de San Jorge a oír misa, después de la
cual tomó el camino que baja de Asís a la Porciúncula, donde sabía que se
hallaba Francisco.
Enfrente del
hospital de San Salvador de los Muros, el camino se partía en dos, y Gil,
ignorando el que debía tomar, rogó a Dios que se lo inspirase, y Dios le oyó,
porque, tomando una de las sendas, a poco de andar por ella divisó a Francisco
que salía de un pequeño bosque. Verle, arrodillarse ante él y pedirle que le
recibiese en su compañía, todo fue uno. Francisco, observando el piadoso
continente del nuevo candidato, le levantó con cariño y le dijo: «Mi querido
hermano, grande es la merced que te hace Dios. Si el emperador viniese a Asís y
escogiese para caballero o chambelán suyo a uno de los ciudadanos, ¿no es
verdad que éste se consideraría muy feliz? ¡Cuánto más te debes regocijar tú, a
quien Dios ha elegido para caballero y servidor suyo, llamándote a practicar la
santa perfección evangélica!»
En seguida
condujo Francisco a Gil a donde estaban los otros dos hermanos y se lo
presentó, diciéndoles: «Dios nuestro Señor nos envía un hermano más; gocémonos,
pues, en el Señor y comamos ahora juntos en la santa caridad».
Terminada la
refección, Francisco y Gil subieron a Asís a procurarse el paño para el hábito
del nuevo hermano. Por el camino se encontraron con una pobre anciana que les
pidió limosna, y Francisco, volviéndose a Gil, le dijo con semblante angelical:
«Mi querido hermano, es preciso que, por amor de Dios, des tu manto a esta
pobre mujer».
Acto seguido Gil
obedeció y dio su manto a la pobre, pareciéndole, según contó más tarde, que su
limosna subía al cielo, y experimentando en su corazón un placer de todo en
todo inefable. (27)
Con Gil eran ya
cuatro los hermanos reunidos en la cabaña de la Porciúncula. A la verdad no hubieron
menester de otra morada fija en los primeros años, misionando como pasaban
continuamente, ya los cuatro juntos, ya de dos en dos. Una vez, salió Francisco
acompañado de Gil, que le era particularmente caro y a quien él llamaba
(reminiscencia de sus lecturas románticas) «su caballero de la Tabla Redonda»,
y pasando las fronteras de la Umbría, llegó hasta la Marca de Ancona, región
comprendida entre los Apeninos y el mar Adriático. A su vuelta tuvo la
felicidad de hallar tres nuevos discípulos: Sabatino, Morico y aquel Juan que
recibió después el sobrenombre de Capella, porque, contra la regla de
la Orden, fue el primer discípulo que usó sombrero en vez de capucha para
cubrirse la cabeza. Todos siete se pusieron de nuevo en marcha, eligiendo
Francisco para su misión el valle de Rieti en los montes Sabinos.
Los discursos de
Francisco y sus amigos contrastaban, por su extrema sencillez y carencia de
ornato, con la oratoria oficial de las gentes de iglesia, y más que sermones
elaborados eran exhortaciones ajenas a todo artificio, que salían del corazón e
iban derecho al corazón. Tres eran sus temas favoritos: temer a Dios, amar a
Dios y convertirse del mal al bien. Cuando Francisco acababa de hablar, siempre
añadía Gil con gran ingenuidad: «Amigos míos, lo que él os ha dicho es la
verdad; escuchadle y haced como él os ha enseñado».
Nuestros
predicadores, vestidos a la campesina, iban por todas partes suscitando la más
viva admiración y curiosidad: quiénes los tomaban por «hombres salvajes»,
quiénes, sobre todo las mujeres, huían al verlos acercarse, quiénes se
avistaban con ellos para preguntarles de qué orden eran, a lo que ellos
respondían que no eran de ninguna, sino sólo «hombres de la ciudad de Asís que
hacían penitencia» (TC 37; AP 19). Pero en todo caso, penitentes o no, su porte
nada tenía de triste y melancólico; iban siempre gozosos, alabando a Dios por
su bondad para con ellos, y Francisco les daba el ejemplo con sus cantos en
francés. «Habiéndolo dejado todo -dice uno de sus biógrafos-, no tenían por qué
no regocijarse en gran manera». Cuando, a semejanza de las aves del cielo,
cruzaban los viñedos de la Marca de Ancona a los dulces rayos del sol de la
primavera, no cesaban de dar gracias al Creador, que los librara de tantos
lazos y trabas que aprisionan y atormentan Antes de despachar para la misión a
sus seis discípulos, Francisco los reunió en un bosque vecino a la Porciúncula,
donde solían todos tener su oración (AP 18), y allí les habló, en su lenguaje
tan lleno de dulzura como vivo y penetrante, del reino de Dios que iban a
anunciar a los hombres, enseñándoles el desprecio del mundo, la renuncia de los
bienes terrenos y la mortificación continua del cuerpo y de todas las pasiones.
Les dijo: «Marchad, carísimos, de dos en dos por las diversas partes de la
tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los
pecados. Y permaneced pacientes en la tribulación, seguros, porque el Señor
cumplirá su designio y su promesa. A los que os pregunten, responded con
humildad; bendecid a los que os persigan; dad gracias a los que os injurien y
calumnien, pues por esto se nos prepara un reino eterno... No temáis porque
aparezcáis pequeños e ignorantes; más bien anunciad con firmeza y sencillamente
la penitencia, confiando en que el Señor, que venció al mundo, habla con su
espíritu por vosotros y en vosotros para exhortar a todos a que se conviertan y
observen sus mandamientos. Encontraréis hombres fieles, mansos y benignos, que
os recibirán con alegría y acogerán vuestras palabras; y otros muchos infieles,
soberbios y blasfemos, que con sarcasmo os resistirán, como también a vuestras
palabras. Formad en lo más hondo del corazón el propósito de soportarlo todo
con paciencia y humildad» (1 Cel 29; TC 36; LM 3,7).
Así dijo
Francisco, y en seguida los abrazó a todos, uno por uno, como hacer pudiera con
sus hijos la más cariñosa madre; les dio su bendición y, a guisa de viático,
este consejo de la santa Escritura: «Pon tu confianza en el Señor, que Él te
sostendrá» (Sal 54,23).
Con esto salieron
los discípulos de dos en dos a recorrer el mundo. Al pasar por delante de una
iglesia o de un crucifijo, al oír sólo un tañido de campana, aunque fuera
distante, al punto se arrodillaban sobre el polvo del camino y recitaban esta
breve oración que Francisco les enseñara: «Te adoramos, Señor Jesucristo,
también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos,
porque por tu santa cruz redimiste al mundo». Tan pronto como entraban en una
de esas pequeñas ciudades que, entonces como ahora, se alzaban con sus muros y
torres en la cima de los montes, se dirigían a la plaza del mercado, donde,
parándose, entonaban el himno de divinas alabanzas que también les había
dictado Francisco:
«Temed y honrad,
alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente en Trinidad y
Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas.
»Haced
penitencia, haced frutos dignos de penitencia, porque pronto moriremos.
»Dad y se os
dará. Perdonad y se os perdonará.
»Y, si no
perdonáis a los hombres sus pecados, el Señor no os perdonará vuestros pecados;
confesad todos vuestros pecados.
»Bienaventurados
los que mueren en penitencia, porque estarán en el reino de los cielos.
»¡Ay de aquellos
que no mueren en penitencia, porque serán hijos del diablo, cuyas obras hacen,
e irán al fuego eterno!
»Guardaos y
absteneos de todo mal y perseverad hasta el fin en el bien» (1 R 21).
Poco tardaron los
misioneros en experimentar la verdad de las previsoras advertencias de
Francisco y en sentir la necesidad de atenerse a ellas; pues muchas gentes los
tomaron por insensatos, colmándolos de injurias y vilipendios y arrojándoles al
rostro el barro de los caminos; otros los despojaban de sus vestiduras, y ellos
ningún amago hacían para defenderse, sino proseguían su camino desnudos y
modestos; otros los agarraban por la capucha y se los echaban al hombro, como
si fuesen fardos; otros les ponían por fuerza dados en las manos
constriñéndolos a jugar; otros, por fin, los tomaban por ladrones, negándose a
darles asilo durante la noche y obligándolos así a dormir en húmedas covachas,
o sobre las gradas de las escaleras, o bajo los pórticos de las casas y de los
templos. (28)
Bernardo de
Quintaval, acompañado de otro condiscípulo (Fray Gil, según Celano), se dirigió
al norte y llegó hasta Florencia, ciudad que recorrieron toda en busca de
alojamiento, pero en vano. Por fin llegaron a una casa cuya dueña consintió en
alojarlos debajo de un cobertizo que había a la entrada; empero, no bien habían
obtenido esta autorización cuando llegó el marido y la desaprobó acremente,
aunque después acabó por concederla también, en vista de la seguridad que le
dio su mujer de que nada había en el cobertizo que los mendigos pudieran
sustraer, sino algunos trozos de leña. La buena mujer, sin embargo, hubo de
renunciar al propósito que al principio concibiera de proporcionarles algún
abrigo con que se defendiesen del intenso frío que reinaba, pues era pleno
invierno.
Al día siguiente,
muy temprano, Bernardo y su compañero, transidos de frío y muertos de hambre,
se despidieron de sus descorteses hospedadores y se fueron a la iglesia más
cercana, donde habían oído que llamaban a misa. Momentos después llegó también
la dueña de casa, y al verlos orar recogida y piadosamente, dijo para sus
adentros: «Si estos hombres fueran maleantes y ladrones, como decía mi marido,
no estarían aquí a esta hora, ni asistirían tan atentos a la celebración de los
divinos oficios». Mientras tales cosas revolvía en su mente la señora, llegó
también un caballero llamado Guido, quien acostumbraba ir allí todas las
mañanas en busca de mendigos a quienes repartir limosna. Pasando la cuotidiana
revista, llegó a donde estaban Bernardo y su hermano, los cuales rehusaron
recibir la limosna que les ofrecía el generoso Guido, de lo que éste quedó no
poco maravillado, en términos que hubo de preguntarles: «¿Por ventura, no sois
pobres como los otros? ¿Por qué, pues, no queréis aceptarme nada?» A lo que
respondió Bernardo: «Pobres somos; pero nuestra pobreza no es para nosotros
fardo insoportable, pues la hemos abrazado voluntariamente por seguir el
consejo evangélico». A tal respuesta subió de punto la estupefacción de Guido,
que continuó sus preguntas indagatorias, y así vino a saber que Bernardo había
sido hasta poco antes un hombre rico, pero que había distribuido a los pobres
sus riquezas a fin de poder predicar libremente el Evangelio de la conversión y
de la paz.
Mientras Guido y
Bernardo sostenían su diálogo, se llegó a ellos la señora que había dado
alojamiento a los dos hermanos, persuadida ya de que los había juzgado mal,
puesto que ahora rehusaban tan firmemente recibir la limosna que Guido les
alargaba. «Cristianos -les dijo, llamándolos con un apelativo entonces y ahora
muy usado en Italia-, si queréis volver a mi casa, os hospedaré con el mayor
gusto». Pero ya Guido, sabiendo su mala ventura de la víspera, les había
ofrecido hospitalidad en su propia casa. Dieron, pues, las debidas gracias a la
buena señora, que tan felizmente había cambiado de opinión respecto de ellos
(TC 38-39; AP 20). Todos los datos convencen de que nuestros dos peregrinos
llegaron esta vez hasta el célebre santuario español de Santiago de Compostela
(1 Cel 30; Flor 4).
En cuanto a
Francisco, queda dicho que esta vez eligió para teatro de su misión el valle
del Rieti. Desde Terni, siguiendo el curso del Velino, fue visitando toda una
serie de grandes y pequeñas aldeas: Estroncone, Cantalicio, Poggio Bustone,
Greccio, encontrando en todas partes, dice la leyenda, el temor y el amor de
Dios casi extinguidos, desierto, o poco menos, el camino de la penitencia, y,
al contrario, atestado de pasajeros el camino ancho, el camino del mundo, por
donde los hombres corren desalados tras la satisfacción de sus deseos; fue,
pues, su principal tarea «cegar esos caminos erróneos e interminables». Y a la
verdad, aún hoy día es considerada aquella predicación de Francisco por el
valle de Rieti en los comienzos de su apostolado como una verdadera
evangelización en el sentido literal del vocablo, una conversión de paganos al cristianismo.a
los amadores del mundo (AP 15).
Durante el
desempeño de esta misión fue, según sus biógrafos, cuando adquirió Francisco la
dichosa certidumbre de que le habían sido perdonados sus pecados, certidumbre
sin la cual le habría sido de todo en todo imposible la obra que había
emprendido. A 500 metros sobre la villa de Poggio Bustone y a 1000 sobre el
nivel del valle se hace una gruta a la que Francisco, fiel a su costumbre
contraída ya en Asís, solía retirarse para orar más a sus anchas. Allá en la cima
de la montaña, en plena soledad y silencio, donde no había más señales de vida
que el fugitivo canto de algún pájaro silvestre, o la bulliciosa caída de algún
torrente lejano, pasaba Francisco largas horas arrodillado sobre desnuda
piedra. Si hemos de comprender plenamente a Francisco de Asís, es menester
seguirle hasta aquella escarpada cumbre, hasta la cavidad de aquella roca
solitaria y abrupta.
Porque siempre
había y hay en él, al lado del evangelista y del misionero, el ermitaño
contemplativo; donde quiera que él puso su planta, quedaron rocas y cavernas,
ermitas y retiros, testigos y recuerdos de sus penitencias y oraciones. Las
Cárceles cerca de Asís, San Urbano cerca de Narni, Fonte-Colombo
cerca de Rieti, Monte Casale cerca de Borgo-San-Sepolcro, las Celdas
cerca de Cortona, las Cuestas cerca de Nottiano, Sarteano
cerca de Chiusi, el Alverna en el valle del Casentino, todos estos
lugares prueban que el espíritu que animaba a Francisco de Asís era exactamente
el mismo que había animado a Benito de Nursia en la antigüedad y debía animar a
Ignacio de Loyola en los comienzos de la edad moderna. Francisco en Poggio
Bustone y en Fonte-Colombo corresponde a Benito en el Sacro Speco cerca de
Subiaco y a Ignacio en la cueva de Manresa. A todos los tres se les impuso una
misma e invariable divisa: ora et labora. Todos los tres
experimentaron la necesidad de robar a los quehaceres de Marta las horas que
reclama el ejercicio de María.
En una de estas
horas de María fue cuando Francisco buscó y encontró la gruta de Poggio
Bustone. Puede que por aquel entonces hubiese compuesto ya la siguiente hermosa
oración, tan profundamente concentrada como rica de sentidos y afectos, que,
sin embargo, nadie oyó de sus labios, sino algún tiempo después: «¿Quién eres
tú, Señor y Dios mío? ¿Quién soy yo, el más humilde gusano de la tierra entre
tus siervos? ¡Oh, Señor mío, cuánto quisiera yo amarte! ¡Oh, mi Señor y mi
Dios, yo te doy mi corazón y mi cuerpo, pero cuán gustoso haría yo más por ti
si pudiera!»
Como quiera que
sea, de una cosa podemos estar ciertos, y es que en aquellas horas de solitaria
oración vio Francisco abierto delante de sí lo que Ángela de Foligno llamó «el
doble abismo»: de un lado, el abismo de la esencia, de la luz y de la hermosura
divinas, y del otro, el abismo de su propia humana naturaleza con sus tinieblas
y pecados. ¿Quién era él para osar constituirse en guía de los hombres, en
maestro de sus hermanos, él que, pocos años antes no más, había sido un
verdadero hijo del mundo, pecador entre los más pecadores? ¿Quién era para
atreverse a predicar, amonestar y dirigir a los demás, él, indigno de proferir
con sus labios impuros de hombre carnal el sacrosanto nombre de Jesucristo? Al
pensar en lo que había sido y en lo que podía tornar a convertirse (porque
siempre llevaba escondido en lo más profundo de su ser un residuo de su antigua
naturaleza), y por otra parte en la idea que tenían de él los que le honraban y
seguían, entonces le embestía un sentimiento de angustia y de vergüenza tan
hondo, que resonaban en sus oídos las desoladas palabras del Apóstol: «¡Ay de
mí, que predico a los demás, que no venga yo a ser reprobado!»
La humildad se
había apoderado de todo su ser como un león de su presa, triturando en él hasta
los últimos residuos del amor propio. Deshecho, triturado, anonadado, se
prosternaba en la presencia de Dios, verdad suma, santidad infinita, en cuyo
acatamiento sólo puede estar lo que es verdadero y santo. Francisco miraba
hacia el fondo de su corazón y en él hallaba que no había en todo el mundo
criatura más miserable que él, alma más extraviada y sumergida en el mal que la
suya; y desde el abismo de la angustia en que esta consideración le hundía
clamaba a Dios: «¡Señor, ten compasión de mí, que soy pecador!» (Lc 18,13).
Entonces fue
cuando la gruta desierta de Poggio Bustone presenció el milagro que se opera en
toda alma que, desconfiando de sí misma, se levanta hasta Dios en alas de la
fe, de la esperanza y del amor: el milagro de la justificación.
«De mi nativa maldad lo temo todo; de la bondad de Dios todo lo espero»,
repetía Francisco en su oración continua; y la respuesta fue la que Dios estila
en casos semejantes: «Nada temas, hijo mío; tus pecados te son perdonados».
Desde aquel
momento Francisco se sintió plenamente apercibido para la obra que le esperaba;
ya había logrado penetrar en la esencia del espíritu cristiano y, precisamente
por haber renunciado a todo, podía aspirar a la posesión de todo; porque no
eran ya sólo su padre y su madre, su hogar y su patria, sus riquezas y comodidades
lo que él había abandonado, sino también lo que el hombre tiene de más preciado
y estimable, lo que debía abandonar como condición precisa para llegar a poseer
a Dios: a sí mismo, su propio ser. A partir de ese momento toda su justicia fue
la que, según doctrina del Apóstol, opera Cristo por medio de la fe y sobre la
cual se irguió el majestuoso edificio de su heroica santidad; lo cual nos
descubre una verdad más honda y más preciosa que la meramente histórica en
aquel ingenuo relato del capítulo décimo de las Florecillas:
«Se hallaba
Francisco en el lugar de la Porciúncula con el hermano Maseo de Marignano,
hombre de gran santidad y discreción y dotado de gracia para hablar de Dios;
por ello lo amaba mucho Francisco. Un día, al volver Francisco del bosque,
donde había ido a orar, el hermano Maseo quiso probar hasta dónde llegaba su
humildad; le salió al encuentro y le dijo en tono de reproche:
-- ¿Por qué a ti?
¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?
-- ¿Qué quieres
decir con eso? -repuso San Francisco.
Y el hermano
Maseo:
-- Me pregunto
¿por qué todo el mundo va detrás de ti y no parece sino que todos pugnan por
verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la
ciencia, no eres noble, y entonces, ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?
Al oír esto,
Francisco sintió una grande alegría de espíritu, y estuvo por largo espacio
vuelto el rostro al cielo y elevada la mente en Dios; después, con gran fervor
de espíritu, se dirigió al hermano Maseo y le dijo:
-- ¿Quieres saber
por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene
todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo, que miran en todas
partes a buenos y malos, y esos ojos santísimos no han visto, entre los
pecadores, ninguno más vil ni más inútil, ni más grande pecador que yo. Y como
no ha hallado sobre la tierra otra criatura más vil para realizar la obra
maravillosa que se había propuesto, me ha escogido a mí para confundir la
nobleza, la grandeza, y la fortaleza, y la belleza, y la sabiduría del mundo, a
fin de que quede patente que de Él, y no de creatura alguna, proviene toda
virtud y todo bien, y nadie puede gloriarse en presencia de Él, sino que quien
se gloría, ha de gloriarse en el Señor (1 Cor 27-31), a quien pertenece todo
honor y toda gloria por siempre.
El hermano Maseo,
ante una respuesta tan humilde y dicha con tanto fervor, quedó lleno de asombro
y comprobó con certeza que San Francisco estaba bien cimentado en la verdadera
humildad». (29)
Capítulo
II – El derecho de predicar
Un día se hallaba
Francisco en Asís, en casa del Obispo Guido. Sin duda había ido, según
costumbre suya, a demandar consejo al que él miraba como «padre y señor de las
almas» (TC 19); pero también es probable que fuera en busca de alguna limosna;
porque en verdad las circunstancias por las que atravesaban los hermanos eran
asaz penosas. A su vuelta de las misiones encontraron cuatro nuevos compañeros:
Felipe Longo, Juan de San Constancio, Bárbaro y Bernardo de Vigilancio, a los
cuales se agregó otro que Francisco llevaba de Rieti, llamado Ángel Tancredi,
joven caballero a quien el Santo había conquistado en una calle de dicha
ciudad, dirigiéndole el siguiente amoroso reproche: «Tancredi, bastante tiempo
has llevado ya esa espada y esas espuelas; es menester que trueques el cinturón
por la cuerda, la espada por la cruz y las espuelas por el polvo y el barro de
los caminos; sígueme y te armaré caballero del ejército de Cristo». (30)
No se trataba,
pues, de alimentar a tres o cuatro, como antes, sino a un grupo ya numeroso de
compañeros. En un principio los habitantes de Asís, llevados de la admiración
respetuosa que la vista de los hermanos les causaba, suministraban lo necesario
a su manutención; pero ahora empezaban a cansarse, instigados sobre todo por
los propios parientes de los hermanos, que no cesaban de perseguirlos,
haciéndoles severos cargos de que «habían abandonado los bienes que poseían
para abrazar un estado en que tenían que subsistir y regalarse a costa de lo
ajeno».
Duplicado el
número de ellos, se vieron forzados a abandonar la cabaña de la Porciúncula y a
trasladarse a una casucha arruinada, distante de aquélla camino como de veinte
minutos, sita en un lugar llamado Rivotorto (por la vuelta que allí
daba cierto arroyuelo) y perteneciente, como otras del mismo género que había
en dicho sitio, a los Crucígeros de San Salvador de los Muros. De esta Orden
había sido miembro Fray Morico; por donde se supone que a su influencia se
debió el que Francisco obtuviese la necesaria autorización para instalarse allí
con su cofradía. (31)
Esta cabaña, o tugurium,
de Rivotorto era de tan estrechas dimensiones, que Francisco se vio obligado,
para evitar toda confusión y desorden, a escribir el nombre de cada uno en la
muralla frente al respectivo lugar (1 Cel 44; TC 55). De iglesia ni de capilla
no había que hablar; todos oraban delante de una gran cruz de madera que habían
puesto a la entrada del tugurio (LM 4,3). Por descontado, Francisco no veía mal
alguno en tan extrema pobreza, antes le agradaba sobremanera, entre otras razones
porque de allí tenía camino expedito para ir, siguiendo el curso del torrente,
a unas cuevas de la falda del Subasio, que se dirían hechas para la oración y
que Francisco llamaba, a causa de su estrechez, sus «cárceles», carceri.
De todo esto,
como era natural, se hablaba mucho en Asís y estaba bien enterado el Obispo.
Muchas veces este varón excelente trató de disuadir a Francisco de aquella
manera de vida que a sus ojos era demasiado rigurosa, pareciéndole de estricta
necesidad que los hermanos poseyeran algunos bienes, al menos los
indispensables para proveer a su cuotidiano sustento: sin duda, la mendicidad
voluntaria le chocaba, como le acontece a todo hombre que mira las cosas por su
lado natural y ordinario.
Pero Francisco
era en este punto intransigente, sabiendo, como sabía (y el conde León Tolstoi
ha venido a corroborarlo), que la posesión de una propiedad personal, por
pequeña que sea, constituye siempre un obstáculo para la realización de la
perfecta vida cristiana. El día aquel se trataba este punto entre ambos amigos,
y Francisco vino a declarar resueltamente al Obispo: «Señor, si tuviéramos
algunas posesiones, necesitaríamos armas para defendernos. Y de ahí nacen las
disputas y los pleitos, que suelen impedir de múltiples formas el amor de Dios
y del prójimo; por eso no queremos tener cosa alguna temporal en este mundo»
(TC 35).
El propio Obispo
estaba a la sazón dando buena prueba de cuán verdaderas eran las palabras de
Francisco, porque se hallaba en pleito con los Crucígeros y con la abadía
benedictina del monte Subasio; y así fue que no tuvo nada que replicar a la
terminante respuesta de Francisco. Ya que no podía levantarse hasta la
sublimidad del ideal de su joven protegido, comprendió, al menos, que carecía
del derecho de estorbar por ningún medio su realización.
Por lo demás, no
era cierto tampoco que la mendicidad fuese para los hermanos la única fuente de
entradas, y si no, abramos el Testamento de Francisco por aquella parte donde
narra los comienzos de la Orden:
«Después que el
Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el
Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio.
Y yo hice que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa
me lo confirmó. Y aquellos que venían a tomar esta vida, daban a los pobres
todo lo que podían tener; y estaban contentos con una túnica, forrada por
dentro y por fuera, el cordón y los paños menores. Y no queríamos tener más.
»Los clérigos
decíamos el oficio como los otros clérigos; los laicos decían los Padrenuestros;
y muy gustosamente permanecíamos en las iglesias pobrecillas y desamparadas. Y
éramos iletrados y súbditos de todos. Y yo trabajaba con mis manos, y quiero
trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en trabajo
que conviene al decoro. Los que no saben, que aprendan, no por la codicia de
recibir el precio del trabajo, sino por el buen ejemplo y para rechazar la
ociosidad. Y cuando no se nos dé el precio del trabajo, recurramos a la mesa
del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta. El Señor me reveló que
dijésemos el saludo: El Señor te dé la paz» (Test 14-23).
Estas palabras,
escritas por la propia mano del Santo, contienen todo el programa de vida que
observaban los hermanos en la Porciúncula y en Rivotorto. Francisco no quería
otra cosa que lo que había querido antes el mismo Jesucristo, es a saber, que
sus seguidores poseyeran las menos cosas posibles, que se ganaran el sustento
con el trabajo de sus manos y que, éste no bastando, recurrieran a ajeno
auxilio; que evitasen cuidados inútiles, absteniéndose de allegar bienes
superfluos; que fuesen como las aves del cielo, libres de los lazos que atan a
la tierra; que, en fin, ocupasen la vida entera en dar a Dios continuas gracias
por sus favores y alabanzas continuas por las maravillas de su poder. «Como
peregrinos y forasteros en este mundo»: he ahí el ideal de Francisco de Asís y
la expresión que nunca se le caía de la boca. Quería, dice Celano, que todas
las cosas de este mundo cantaran la peregrinación y el destierro: «Este hombre
odiaba no sólo la ostentación de las casas, sino que detestaba profundamente
que hubiese muchos y exquisitos enseres. Nada quería, en las mesas y en las
vasijas que recordase el mundo, para que todas las cosas que se usaban hablaran
de peregrinación, de destierro» (2 Cel 60).
Tales máximas
concuerdan de todo en todo con las prescripciones que Francisco escribió para
sus frailes en la primera Regla:
«Todos los
hermanos, en cualquier lugar en que se encuentren en casa de otros para servir
o trabajar, no sean mayordomos ni cancilleres, ni estén al frente de las casas
en que sirven; ni acepten ningún oficio que engendre escándalo o cause
detrimento a su alma; sino que sean menores y súbditos de todos los que están
en la misma casa. Y los hermanos que saben trabajar, trabajen y ejerzan el
mismo oficio que conocen, si no es contrario a la salud del alma y puede
realizarse con decoro... Pues dice el apóstol: "El que no quiere trabajar,
no coma"; y en otra parte: "Cada uno permanezca en el arte y oficio
en que fue llamado". Y por el trabajo podrán recibir todas las cosas
necesarias, excepto dinero. Y cuando sea necesario, vayan por limosna como los
otros pobres. Y séales permitido tener las herramientas e instrumentos convenientes
para sus oficios» (1 R 7,1-9).
«El Señor manda
en el Evangelio: "Mirad, guardaos de toda malicia y avaricia"; y
también: "Guardaos de la solicitud de este siglo y de las preocupaciones
de esta vida". Por eso, ninguno de los hermanos, donde quiera que esté y
adondequiera que vaya, en modo alguno tome ni reciba ni haga que se reciba
pecunia o dinero, ni con ocasión del vestido ni de libros, ni como precio de
algún trabajo, más aún, con ninguna ocasión, a no ser por manifiesta necesidad
de los hermanos enfermos; porque no debemos estimar y reputar de mayor utilidad
la pecunia y el dinero que los guijarros... Guardémonos, por tanto, los que lo
dejamos todo, de perder por tan poca cosa el reino de los cielos. Y si en algún
lugar encontramos dinero, no nos preocupemos de él más que del polvo que
hollamos con los pies... Con todo, en caso de manifiesta necesidad de los
leprosos, los hermanos pueden pedir limosna para ellos. Guárdense mucho, no
obstante, de la pecunia para provecho propio» (1 R 8).
«Todos los hermanos
empéñense en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo, y
recuerden que ninguna otra cosa del mundo entero debemos tener, sino que, como
dice el Apóstol: "Teniendo alimentos y con qué cubrirnos, estamos
contentos con eso". Y deben gozarse cuando conviven con personas de baja
condición y despreciadas, con pobres y débiles y enfermos y leprosos y los
mendigos de los caminos. Y cuando sea necesario, vayan por limosna. Y no se
avergüencen, sino más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de
Dios vivo omnipotente..., no se avergonzó. Y fue pobre y huésped y vivió de
limosna él y la bienaventurada Virgen y sus discípulos. Y cuando la gente les
ultraje y no quiera darles limosna, den gracias de ello a Dios; porque a causa
de los ultrajes recibirán gran honor ante el tribunal de nuestro Señor
Jesucristo. Y sepan que el ultraje no se imputa a los que lo sufren, sino a los
que lo infieren. Y la limosna es herencia y justicia que se debe a los pobres y
que nos adquirió nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,1-8).
Con tales y otras
semejantes palabras exhortaba Francisco a sus amigos a perseverar en la vida
pobre y rigurosa que habían abrazado. A veces servían en los hospitales, otras
ayudaban a los campesinos en sus cosechas, y nunca su salario era otra cosa que
el pan cuotidiano con algunos sorbos de agua de la fuente vecina. «Durante el
día iban a las casas de los leprosos o a otros lugares decorosos y quienes
sabían hacerlo trabajaban manualmente, sirviendo a todos humilde y devotamente.
Rehusaban cualquier oficio del que pudiera originarse escándalo; más bien,
ocupados siempre en obras santas y justas, honestas y útiles, estimulaban a la
paciencia y humildad a cuantos trataban con ellos» (1 Cel 39). Estas palabras
de Celano nos dan la práctica de las citadas prescripciones de la primera
Regla. Lo mismo trae Bartolomé de Pisa en su libro de las Conformidades,
donde leemos: «Francisco exigía de sus hermanos que, a su ejemplo, se dedicasen
al servicio de los leprosos y demás enfermos cuya vista causa horror al mundo».
Las Florecillas citan asimismo muchos ejemplos que manifiestan la caridad de
los frailes con los enfermos y leprosos. Por la Crónica de los XXIV
Generales sabemos también que algunos frailes llegaron a quejarse de que
el Santo «los distrajese de la oración por ocuparlos en cuidar leprosos».
Finalmente, la Crónica de Eccleston habla de cierto fraile que «moraba
con San Francisco en un hospital».
Pero a menudo les
faltaba el trabajo, y entonces todas las puertas se les cerraban en Asís, poniendo
a durísima prueba su esperanza y afligiendo por honda manera el corazón de
Francisco. ¡Cuántas veces estos extremos de penuria estarían a punto de vencer
la constancia de nuestros penitentes en el tugurio de Rivotorto, sobre todo en
las tristes horas de lluvia, en que el agujereado techo que medio los cubría se
llovía todo y, sin embargo, se veían obligados a permanecer debajo de él,
porque los caminos se cubrían de barro y escarcha, haciéndose intransitables; y
no tenían un pedazo de pan que comer, ni certidumbre alguna de que los hermanos
que habían salido a pedirlo se lo trajeran; ni tenían fuego con que fomentar
los ateridos miembros, ni menos libros para distraerse con su lectura! ¿Quién
nos podrá asegurar que en esas horas sombrías y glaciales del invierno umbriano
(que es corto, pero recio y penoso) ninguno de los compañeros de Francisco
sintiera en su pecho la voz de la rebelión contra aquella, a ojos mundanos,
descabellada aventura, resolviendo volver las espaldas a aquella cueva
siniestra y a la compañía de aquellos insensatos y tornar a Asís, donde, ¡ay!,
en otro tiempo tenían casa, y huerto, y dinero, y posesiones y comodidades que
habían abandonado en favor de los pobres? No hay duda de que para más de alguno
sonaría la hora del desaliento y de la final derrota. Sin embargo, la verdad es
que los biógrafos no nos hablan sino de una sola defección, la de Juan Capella;
todos los demás, refiere la leyenda, se mantuvieron firmes en su propósito,
comiendo raíces de nabos en cuenta de pan: y al fin triunfaron. Porque la
opinión pública, tan largo tiempo adversa, se rindió, por fin, y empezó a
mirarlos con cierta admiración, que no tardó en trocarse en absoluta confianza
y estima en vista de su perseverancia y piedad no desmentidas. Los viajeros que
de noche pasaban por frente al tugurio de Rivotorto, oían sus rezos y
plegarias; durante el día trabajaban en el hospital, o dondequiera que se les
ofrecía decente ocupación. «Para evitar la ociosidad, ayudaban en las faenas
del campo a pobres labradores, y éstos les daban pan por amor de Dios», dice el
Espejo de Perfección (EP 55h). No obstante su extremada pobreza, siempre tenían
alguna cosa que dar a los que les pedían; a veces les tocaba tener que dar el
capucho o una manga de su hábito. En cuanto al dinero, persistían en la
inquebrantable voluntad de no tocarlo. Un hombre les dejó cierta considerable
cantidad sobre el altar de la Porciúncula, y algún tiempo después la encontró
intacta a la orilla del camino en un montón de basuras.
Pero lo que sobre
todo llamaba la atención era el amor más que de madre con que se trataban. Una
vez dos de ellos, yendo de viaje, dieron con un loco furioso que, al verlos, se
puso a tirarles piedras, sin vagar y sin compasión: entonces empezaron ellos a
cambiar de lugar a cada instante, porfiando ambos por recibir las pedradas y
librar de ellas el uno al otro. Si algún hermano ofendía de palabra a otro, no
quedaba contento mientras no se reconciliaba con él y mientras no conseguía que
le pusiese el pie sobre la boca que había osado pronunciar una palabra no
envuelta en caridad cristiana. Jamás se les sorprendía gastando el tiempo en
pláticas inconvenientes, mundanas o superfluas. Cuando por el camino se
encontraban con una mujer, nunca la miraban a la cara, sino fijaban en el suelo
los ojos y al cielo levantaban el corazón. (32)
Con cuánto desdén
miraban las pompas del mundo, se vio claro en septiembre de 1209, cuando el
emperador Otón de Brunswick atravesó el valle de Espoleto, camino de Roma,
adonde iba a recibir la corona imperial de manos del Papa Inocencio III. De
Asís, de Bettona, de Spello, de Isola Romanesca y otras ciudades y villas del
llano y de la montaña acudieron en tropel las gentes a presenciar el espléndido
cortejo; sólo los ermitaños de Rivotorto se mantuvieron en su retiro, excepto
uno a quien Francisco ordenó presentarse ante el emperador para advertirle que
los honores de este mundo eran transitorios e inseguros; palabras cuya verdad
no tardó en experimentar el mismo emperador. (33)
También Francisco
tenía el propósito de ir a Roma. Habiendo escrito o dictado en Rivotorto la
regla de los hermanos, «con palabras breves y sencillas», como dice en su
Testamento, deseaba obtener la confirmación de la Iglesia para esta regla, o forma
de vida, como él gustaba de llamarla.
Tal confirmación
no era todavía indispensable, porque el decreto que prohíbe fundar ninguna
orden religiosa sin expresa autorización de la Santa Sede, data del concilio de
Letrán, celebrado en 1215. Pero otra práctica había empezado a introducirse
hacía poco: la de otorgar a los seglares el derecho de predicar, derecho antes
reservado exclusivamente a Obispos y sacerdotes. Tal concesión la había
alcanzado Pedro Valdo, bajo condición de someterse siempre y en todas partes a
la dirección del respectivo clero. Análogo permiso habían obtenido en 1201 los
hermanos Humillados, y en 1207 Durando de Huesca y sus valdenses
católicos. Razón tenía, pues, Francisco para alimentar la esperanza de que
Inocencio III le acogería benignamente.
Por otra parte,
Francisco tenía por los Apóstoles profunda devoción, que le impulsaba
irresistiblemente a visitar su tumba y la sede del sucesor de su príncipe. El
ideal constantemente acariciado por el santo de Asís era restaurar la vida
apostólica tal cual se describe en los Evangelios; todo debía ser del uso común
entre los hermanos, «según la norma transmitida y observada por los Apóstoles»;
el argumento decisivo a los ojos de Francisco era en cada caso que «así se
acostumbraba en la Iglesia apostólica». (34) Leyendas posteriores afirman que los santos Apóstoles Pedro y Pablo se le
aparecieron mientras oraba en la iglesia de San Pedro en Roma, asegurándole en
la posesión de «todo el tesoro de la pobreza».
Un día del verano
de 1210 la pequeña comunidad de penitentes dejó Rivotorto y tomó el camino de
Roma. Pocas noticias se han conservado de este viaje: todo lo que se sabe es
que Bernardo de Quintaval, y no Francisco, hizo de superior de la comitiva
durante el trayecto, y a él obedecían todos; que los santos viajeros hallaron
corto el camino, porque por todo él fueron piadosamente entretenidos en devotas
plegarias, cantos y pláticas espirituales; que al llegar la noche encontraban
siempre, merced del Señor, oportuno asilo y todo lo necesario a su subsistencia
(TC 46).
Llegados a Roma,
lo primero que hicieron fue visitar a su Obispo Guido, que también había ido a
la Ciudad Eterna y prometido probablemente a Francisco interceder en su favor.
Es cierto que los presentó al Cardenal Juan de San Pablo, (35) amigo suyo, y que por este medio se les facilitó
el acceso al Papa, aunque otros historiadores pretenden que Francisco trató de
llegar hasta Inocencio directamente y sin intermediario, pero que no se le
permitió. Lo único históricamente cierto, al menos para nosotros, es que el
Cardenal Juan, después de alojar por algunos días en su casa a los hermanos,
tomó a su cargo el recomendarlos al Papa Inocencio (TC 47-49). El Obispo de
Asís conocía no sólo a Francisco sino también a los otros hermanos, como afirma
expresamente la Leyenda de los Tres Compañeros (n. 47). Llevado de su
partidismo, Sabatier no ha querido prestar atención a este testimonio ni a
otros parecidos como, por ejemplo, el de Celano, que nos dice que el obispo
«honraba en todo a San Francisco y a sus hermanos y los veneraba con especial afecto»
(1 Cel 32). Es cierto que, según Celano, Guido no conocía con exactitud el
motivo del viaje de los frailes a Roma; pero eso no excluye en absoluto la
hipótesis de un acuerdo previo, más o menos preciso, entre el Obispo y
Francisco. En cualquier caso, lo cierto es que el Obispo no veía con buenos
ojos la posibilidad de que los frailes tuviesen la intención de dejar la
Umbría. Por tanto, no tiene ni siquiera sombra de similitud la acusación de
Sabatier de que Guido puso poco empeño en ocuparse de Francisco y de su causa.
El mismo Francisco nos dice, según el Espejo de Perfección: «En los
primeros tiempos de mi conversión, Dios inspiró al Obispo de Asís a fin de que
me aconsejara y me animara en el servicio de Cristo». En la Leyenda Mayor
de San Buenaventura (3,9), cuando relata la visita de San Francisco a la curia
romana, Jerónimo de Áscoli, ministro general y después papa con el nombre de
Nicolás IV, intercaló un texto según el cual Inocencio III despachó indignado
al siervo de Dios como si le fuera desconocido. Pero a la noche siguiente el
Pontífice tuvo en sueños la visión de un arbusto que se transformaba en
grandioso árbol, representando al pobre Francisco. Llegada la mañana, Inocencio
ordenó que buscaran a aquel pobre, que se encontraba en el hospital de San
Antonio, junto a Letrán, y dispuso que lo trajeran de inmediato a su presencia.
Sabatier reprocha
al Cardenal Juan el haberse aprovechado de la estancia en su casa de Francisco
y sus compañeros para informarse minuciosamente, en su calidad de representante
de la Curia pontificia, de las ideas y proyectos de los nuevos cofrades. Pero,
dado que el hecho fuera cierto, el reproche carece en absoluto de fundamento,
porque la Iglesia atravesaba en aquel entonces por tan graves y difíciles
circunstancias, que toda medida prudente venía a ser para sus jefes de todo
punto obligatoria.
Es dar de la Edad
Media una idea absolutamente falsa, hablar, como suele hacerse a menudo, «del
poder de la Iglesia» en aquel período; y semejante expresión es todavía más inadmisible
tratándose del pontificado de Inocencio III; porque, a la verdad, ni el siglo
de la Reforma ni el de la Revolución han sido tan hostiles al Papa y a la
Iglesia como lo fueron los primeros años del siglo XIII. Hoy día nadie se
atrevería a cometer contra la persona del Papa los desacatos que tantas veces
tuvo que soportar Inocencio. Él mismo refiere que el sábado santo 8 de abril de
1203, mientras iba de la iglesia de San Pedro a la de Letrán, se vio, no
obstante la corona papal que llevaba sobre su cabeza, acometido del pueblo, que
le llenó de ultrajes tan groseros, que su pluma se resiste a consignarlos.
Ya en 1188 el
pueblo de Roma, adelantándose a los futuros terroristas franceses, había
suprimido la cronología cristiana, reemplazándola por la nueva era que empezaba
en la restauración del Senado romano en 1143. Repetidas veces fue Inocencio
expulsado de Roma, tomada y declarada propiedad comunal la torre que él y sus
hermanos construyeran para su refugio y cuyos restos imponentes llevan todavía
el nombre de familia de Inocencio, Torre dei Conti. El año 1204, en
los meses de mayo a octubre, presenció el Papa, encerrado en San Juan de
Letrán, la horrenda devastación de Roma perpetrada por sus enemigos los
Capocci, que se habían apoderado de ella.
Igual suerte
corrían el poder y la autoridad de Inocencio en los escasos restos de los
antiguos Estados pontificios que los Hohenstaufen se habían dignado dejar al
trono de San Pedro. Para escapar al dominio temporal del Papa, las ciudades de
la Italia central se rebelaban a la continua contra su supremacía espiritual,
rompiendo formalmente la unidad de la Iglesia. En Orvieto, por ejemplo, los
partidarios de la independencia eligieron por jefe al albigense Pedro Parenzi,
que había dado muerte al podestá enviado por Inocencio. Viterbo nombró cónsules
a unos herejes declarados, a despecho de todas las amenazas y prohibiciones del
Papa. Narni, que había destruido la pequeña ciudad de Otrícoli, permaneció
excomulgada cinco años, y no le importó un ardite tan tremendo castigo. Con la
misma sangre fría la república de Orvieto desestimó las intimaciones del Papa
cuando en 1209 saqueó e incendió a su vecina Acquapendente. El clero y los
Obispos de Cerdeña mostraban tal hostilidad contra el Papa y su legado Blas,
que en 1202 se vio éste materialmente sitiado por hambre, y poco después la
gibelina Pisa arrebató al Papa la posesión de la isla.
Hasta el fruto de
sus victorias se le disputaba a Inocencio sin sombra de respeto. Cuando Conrado
de Ürslingen vino a Narni para hacer donación al Papa de la ciudadela de Asís,
los habitantes de esta ciudad destruyeron el fuerte antes que Inocencio pudiese
posesionare de él, y el Papa, lejos de pensar en castigar semejante desacato,
no quiso ni entrar en Asís cuando en 1198 fue a recibir los homenajes de las
ciudades umbrianas.
En los momentos
precisos en que Francisco se hallaba en Roma, todo el mundo estaba en abierta
rebelión política y espiritual contra la autoridad pontificia, ni más ni menos
que ha acontecido tantas veces en siglos posteriores. En aquellas sectas, más o
menos contagiadas de política, que pululaban entonces a través de Europa,
encontramos a cada paso tipos acabados de puritanos, independientes,
iluminados, radicales y francmasones. Incontables son los fundadores de sectas
nuevas y heréticas que nos presenta la historia de la Iglesia en los comienzos
del siglo XIII: ahí el asceta Pedro Valdo con sus «pobres de Lyon»; ahí
panteístas de orgía, como David de Dinand y Orliebo de Estrasburgo; ahí los
satanistas de la «familia de amor», cuyos miembros celebraban conventículos y
misas negras en la misma Roma.
De todas estas
sectas la de los albigenses era la más peligrosa. Por los años de 1200 la
encontramos ya esparcida por toda la Europa, desde Roma hasta Londres, desde España
hasta el Mar Negro, pero principalmente en las regiones que riega el Danubio en
su curso inferior, en el norte de Italia, en el mediodía de Francia y en
ciertos lugares de la cuenca del Rin. Estos herejes penetraban en los diversos
países con distintos nombres: en las riberas del bajo Danubio se apellidaban búlgaros
o publicanos; en Lombardía, patarenos o gazarenos; y
en el sur de Francia, cátaros o albigenses (de la ciudad de
Albi). Pero en todas partes enseñaban una misma y sola doctrina, que venía a
reducirse a la resurrección del antiguo dualismo maniqueo. Los bogomiles
y paulicianos búlgaros se emparentaban directamente con los sectarios
de Manes.
La doctrina
filosófica de los albigenses se basaba en el antiguo principio pagano de la
dualidad de dioses: el dios bueno, creador de las almas, y el dios malo,
creador del mundo corpóreo. Enseñaban que el hombre debía preservarse de todo
lo corpóreo y rechazaban, en teoría, el matrimonio, la vida de familia y todo
lo que les parecía inconciliable con la espiritualidad pura; de donde el nombre
de cátaros o limpios, con que ellos mismos se llamaban,
llegando algunos, en su celo fanático, hasta buscar la muerte con ciego
apasionamiento. Pero la práctica del mayor número era muy otra, pues
autorizaban el matrimonio, y algunos hubo como los luciferianos
alemanes, cuya rigurosa continencia teórica degeneró en monstruosa carnal
licencia.
Semejantes
herejes tenían que ser, tanto por su doctrina filosófica como por su vida
práctica, enemigos natos de la Iglesia católica, que luchaba a brazo partido
por conservar firme y entera una de las bases de la civilización cristiana, es
a saber, el monismo teológico, aunque por mucho tiempo no echó mano en
su defensa más que de las armas espirituales. La unidad de Dios: he ahí el
principio por cuyo triunfo combatía la Iglesia, y en verdad que logró salir
airosa del empeño. Entre el maniqueo y el cristiano mediaba todo un abismo;
porque mientras a aquél se le antojaba impura y maldita la vida, obra de un
demonio la naturaleza, y el deseo de vivir detestable crimen, para éste la
creación era una verdadera obra de arte, pura y santa, efecto de la voluntad
creadora del supremo Amor, no siendo las manchas que la afean, sino obra
exclusiva de la miseria y del pecado del hombre. Por donde se ve con cuánta
razón quería Roma saber de cual lado del abismo se inclinaban Francisco y sus
hermanos, y si su riguroso ascetismo provenía del orgullo cátaro o de la
humildad evangélica. Esto sin contar con que los nuevos penitentes venían de
Asís, circunstancia que debía necesariamente suscitar desconfianza en los
ánimos católicos, por cuanto Asís era una de las comunidades italianas donde
los cátaros se habían adueñado del poder público, eligiendo en 1203 a un
albigense por su podestá.
Sobraban, pues,
motivos para temer que fuese Francisco del mismo linaje y cepa que Pedro Valdo,
cuyo ideal de vida había sido también, como el suyo, la pobreza evangélica.
Aquel famoso comerciante lionés obtuvo en 1179, de Alejandro III, el permiso de
predicar al pueblo la conversión y de vivir en pobreza apostólica; pero muy
luego, en 1184, Lucio III se vio obligado a excomulgarle con sus compañeros,
por rebeldes con la autoridad eclesiástica y renovadores del donatismo,
permaneciendo dentro de la iglesia sólo unos cuantos valdenses acaudillados por
el español Durando de Huesca.
No fue larga,
empero, la inquisición que tuvo que hacer el Cardenal Juan para descubrir con
toda evidencia que Francisco no adolecía de ninguno de los errores valdenses.
Porque la existencia de un Dios único era el fundamento de la piedad de
Francisco, así como lo es de toda la teología católica. Precisamente en el
Concilio de Letrán de 1215 se afirmó la doctrina de la unidad de Dios contra la
herejía de los cátaros.
No hay más que un
solo Dios, el Dios de la creación y de la redención, el Dios de la cruz y de la
gloria, el Dios de la naturaleza y de la gracia; Dios no es más que uno, como
es uno el universo, como es uno el cielo; un solo Dios es alabado y bendecido
en todos los dominios de la vida y del movimiento, desde el gusano de la tierra
hasta el serafín glorioso, al través de las eternidades. Francisco sentía con toda
la intensidad de su ser este principio esencial; lejos de ser un maniqueo
renegador de la vida, la amaba entrañablemente como cristiano, no sólo en su
manifestación natural con su pureza, sus bondades y encantos, su íntima
dulzura, sino en toda la plenitud de la divina esencia; por donde venía a
diferenciarse toto coelo de aquellos otros caracteres soberbios que se
daban los nombres de puros, perfectos y elegidos, mientras en
la realidad, como sucede con todos los soberbios, fluctuaban entre los dos
extremos del sacrificio inútil y de la más horrenda degradación. Los cátaros
que habían recibido el que llamaban «bautismo del espíritu», consolamentum,
se intitulaban perfectos o elegidos. San Francisco nos da una
idea muy neta de su doctrina religiosa sobre la unidad de Dios en el capítulo
último de su primera Regla.
El espíritu de
Francisco nada tenía de negativo ni de crítico; la única crítica que ejercía
era la de sí mismo. Por este lado también difería radicalmente de Valdo y sus
secuaces. Un historiador moderno ha dicho hermosamente que «Francisco predicaba
la bienaventuranza; Valdo, la ley; Francisco, el amor de Cristo; Valdo, sus
prohibiciones; Francisco rebosaba gozo de Dios; Valdo castigaba los pecados del
mundo; Francisco reunía en torno suyo a los que anhelaban salvarse, dejando a
los demás que siguiesen su camino; Valdo no hacía otra cosa que condenar a los
impíos y atacar las costumbres del clero» (Schmieder).
La actitud a que
se refieren las líneas que he citado es absolutamente propia y particular de
Francisco de Asís y constituye su esencial diferencia de todos los otros
reformadores de su tiempo, aun de aquellos que mostraban sentimientos
respetuosos para con la iglesia, quienes, como Roberto de Arbrissel, por
ejemplo, cedían siempre a la tentación de emplear su crítica contra los vicios
ajenos, en vez de hacerla servir a extirpar los propios. Francisco advirtió
desde un principio, con un tacto maravillosamente certero, que todas las
reformas generales serían vanas y estériles mientras no se empezase por la
reforma del individuo, y esta clara visión de las cosas le permitió llevar a
cabo la renovación universal de las costumbres, que inútilmente habían
intentado las excomuniones de los Papas y las acérrimas invectivas de los otros
predicadores laicos; y así el mundo pudo palpar una vez más la exactitud de
aquella sentencia inspirada: que Dios no se manifiesta en el fragor de la
tempestad, sino en la calma del silencio y del recogimiento.
Este carácter
profundamente individual de Francisco no podía escaparse a la penetración del
Cardenal Juan, quien adivinó en seguida que tenía delante de sí a un hombre
absolutamente despojado de sí mismo que, no por vana palabrería ni muchos menos
por vana jactancia, sino con toda sencillez, decía de sí mismo y de sus
proyectos: «Hemos sido enviados en ayuda de los clérigos para la salvación de
las almas». E inculcaba a sus hermanos: «Así que estad sumisos a los prelados y
evitad, en cuanto de vosotros dependa, un celo desordenado. Si sois hijos de la
paz, ganaréis al clero y al pueblo, y esto es más agradable a Dios que ganar al
pueblo sólo con escándalo del clero» (EP 54).
En consecuencia, pocos
días después, el Cardenal se presentó al Papa y le habló en estos términos: «He
encontrado a un varón perfectísimo que quiere vivir según la forma del santo
Evangelio y guardar en todo la perfección evangélica, y creo que el Señor
quiere reformar por su medio la fe de la santa Iglesia en todo el mundo» (TC
48). Acto seguido, los hermanos de Asís tuvieron acceso al Papa, quien mandó a
Francisco exponer su programa, y cuando le hubo escuchado, contestó: «Hijo mío,
la vida que tú y tus hermanos lleváis es demasiado dura. Yo no dudo que,
llevados de vuestro primer entusiasmo, podáis continuar en ella; pero es
menester que penséis en los que os sucederán, que acaso no tendrán el mismo
celo ni la misma exaltación entusiasta que vosotros».
A esto respondió
Francisco: «Señor Papa, yo me remito en todo a mi Señor Jesucristo. Él, que nos
ha prometido la vida eterna y la celeste bienaventuranza, ¿cómo nos va a negar
una cosa tan insignificante cual es lo poco que necesitamos para vivir sobre la
tierra?»
Inocencio replicó
entonces con estas palabras, en que nos parece descubrir cierta sombra de
sonrisa: «Hijo mío, lo que tú dices es muy verdadero; pero no olvides que la
naturaleza humana es débil y raras veces se mantiene por mucho tiempo en un
mismo estado; ve, pues, hijo mío, a pedir a Dios que te revele hasta qué punto
tus deseos están conformes con su voluntad».
Francisco y sus
hermanos se despidieron de Inocencio y éste expuso el negocio a los Cardenales
en el próximo consistorio. Muchos de aquellos experimentados varones
manifestaron, como era de esperarse, vehementes dudas y opusieron objeciones
contra la nueva Orden, cuyos principios les parecían fuera del alcance de las
fuerzas humanas. Porque, en verdad, la Orden que Francisco quería fundar no era
meramente contemplativa, es decir, no perseguía un ideal solitario, con el cual
sí podía, en opinión de dichos Cardenales, conciliarse la práctica de la
absoluta pobreza: el ideal de San Francisco era la vida apostólica, y
señaladamente el ministerio de la predicación; y ¿cómo iban a desempeñar tan
ardua tarea unos hombres que no contaban para vivir más que con un escaso e
inconstante salario, o con la limosna que pedían de puerta en puerta? También
los valdenses habían escrito en su programa la pobreza evangélica; pero entre
ellos había legos que proveían con un trabajo a las necesidades de los
predicadores. Los miembros de la secta de los Humillados, afines de los
valdenses por su espíritu y aspiraciones, traían su origen de una compañía de
tejedores lombardos; trabajaban según el sistema comunista: reservaban para sí
lo estrictamente necesario y el resto lo distribuían entre los pobres. Tenían
más semejanza con las ideas de Francisco los «Pobres Católicos», miembros de
una comunidad fundada por el cátaro alemán, convertido, Bernardo Primus. Estos
vivían del trabajo de sus manos, por el cual no recibían ningún dinero, sino
sólo víveres y vestidos. En rigor todo esto podría practicarse en tanto que las
obligaciones de la orden o de la comunidad fueran solamente la oración y el
trabajo.
Pero Francisco
había venido a Roma a solicitar del Papa la facultad de predicar, y si esta
predicación franciscana había de ser algo más que la de los predicadores legos,
era menester que se basase en estudios preparatorios, los cuales, a su vez, por
someros y elementales que se les supusiese, exigían habitaciones fijas, vida
común y claustral. Ahora bien, ¿cómo habría sido posible edificar claustros y
mantener en ellos religiosos, fundando la orden sobre la base de una pobreza
absoluta?
Las reglas de las
órdenes fundadas antes imponían también a sus profesores la pobreza, mas no era
en el mismo grado en que la quería profesar Francisco. Es cierto que la regla
benedictina ordenaba que el que había de abrazarla «diese antes a los pobres los
bienes que poseyera» (cap. 58); que San Bernardo de Claraval habla en varias de
sus epístolas en términos netamente franciscanos «de la santa pobreza» y
desprecia «el oro y la plata, ese pedazo de tierra blanca o roja que no debe su
valor más que a la humana insensatez». (36) Todo eso es verdad, pero también lo es que la existencia de un convento
cisterciense como la de una abadía benedictina se funda sobre la existencia
comunista del principio de la propiedad territorial. El monje no posee
individualmente sino lo que el abad le concede; pero su voto de pobreza no
quita que su convento posea bienes en común, antes al contrario, la propiedad
material le es indispensable para que sus moradores puedan entregarse
libremente a sus tareas espirituales sin cuidarse ni mucho ni poco de su
corporal subsistencia.
Francisco pensaba
de un modo totalmente diverso, porque estimaba que lo que Pedro y Pablo habían
podido practicar y recomendar a sus respectivos discípulos era todavía posible,
es a saber, anunciar al mundo el Evangelio y vivir del propio trabajo y, si
éste no da, de los dones de Ia caridad pública. Los Apóstoles nunca buscaron
asilo seguro y quieto entre las cuatro paredes de un claustro, y Francisco
quería imitar su ejemplo, renunciando a las ventajas de que aquellos
incomparables maestros carecieron.
Si bien es cierto
que tales deseos de Francisco suscitaron la más fuerte oposición en el Colegio
de los Cardenales, todas las objeciones se deshicieron ante la siguiente
sencilla observación del Cardenal Juan Colonna: «Este hombre no pide más sino
que se le permita vivir conforme al Evangelio; si nosotros damos en declarar
que tal conformidad es imposible a las fuerzas humanas, por el mismo caso
vendremos a establecer que la vida evangélica es impracticable, con lo que
haremos gran ofensa al mismo Jesucristo, primero y único inspirador del libro
sagrado». Estas palabras decidieron el triunfo en favor de Francisco, quien fue
otra vez llamado a San Juan de Letrán.
En la noche que
precedió a esta segunda entrevista del Santo con el Papa, fue cuando éste tuvo
aquel sueño misterioso en que le pareció que, estando él en su palacio de
Letrán en el ángulo llamado Speculum (por la amplia vista que se goza
desde ese punto), contemplando la soberbia basílica, «cabeza y madre de todas
las iglesias», consagrada a los dos Juanes, Bautista y Evangelista, he aquí que
de repente observó con asombro que el enorme edificio vacilaba, que se
inclinaba de un lado la torre, que los muros empezaban a crujir y que la
antigua basílica de Constantino amenazaba convertirse en una informe masa de
escombros. Embargado por el espanto, incapacitado para mover las manos, el
Pontífice no hacía más que mirar desde su palacio el espantoso peligro; quería
gritar para pedir auxilio y no podía; tiraba a juntar las manos para orar y...
¡vano empeño!
De súbito aparece
en la plaza de Letrán un hombrecillo de humilde continente, vestido a la
campesina, desnudos los pies y ceñida de tosca cuerda la cintura, quien al
punto se dirige con toda resolución hacia el bamboleante edificio y, sin parar
mientes en el riesgo que corre de ser aplastado por la gigantesca mole, aplica
el hombro a una de las murallas que ya se venía al suelo. ¡Caso extraordinario!
Fue aquello como si el raquítico y desmedrado auxiliador cobrase estatura y
fuerzas equivalentes a la del muro desplomado; le aplicó las espaldas por la
parte vecina al techo; hizo un enérgico movimiento hacia arriba y enderezó el
muro, dejando toda la iglesia más firme y esbelta sobre su base que antes
estaba.
Profunda
sensación de alivio sintió el Papa al ver tan oportuno y eficaz remedio. Pero
en el mismo instante el hombrecillo se volvió hacia él. Inocencio pudo ver que
el que por modo tan maravilloso había impedido la ruina de la cabeza y madre de
las iglesias no era otro que Francisco, el penitente de Asís (LM 3,10).
Cuando éste, al
día siguiente, se presentó al pontífice, le hizo un discurso cuidadosamente
preparado con antelación:
«Señor Papa -le
dijo-, voy a contaros una alegoría. Érase una doncella muy hermosa, pero muy
pobre, que moraba en lo más apartado del desierto. Un día fue a verla el rey de
la comarca y, prendado de su belleza la tomó por esposa con la esperanza de que
ella le daría una hermosa descendencia. Verificado el casamiento se realizaron
plenamente los anhelos del rey, pues la pobre esposa le hizo padre de numerosos
hijos en que ella reprodujo con creces su hermosura. Cierto día se puso a
razonar consigo misma: "¿Qué voy a hacer yo con estos hijos que he dado a
luz? ¿Cómo los mantendré, siendo tan pobre como soy?" Pero luego se le
ocurrió una idea y llamó a sus hijos y se la comunicó, diciéndoles: "No
temáis, sois hijos de un gran rey. Id, pues, a su corte que él os dará todo que
habéis menester". Ellos obedecieron, y cuando llegaron a la presencia del
rey, éste quedó maravillado de su belleza, y viendo que se le parecían mucho,
les pregunté: "¿De quién sois hijos?". A lo que ellos respondieron
que eran hijos de la pobre mujer que habitaba en medio del desierto. Entonces
el rey los abrazó con gozo grande de su corazón y les dijo: "No temáis,
sois mis hijos. Yo siento cada día a mi mesa una muchedumbre de forasteros:
¡con cuánto mayor gusto os acogeré a vosotros, que sois mis hijos
legítimos!" Y en seguida mandó decir a la mujer del desierto que le enviase
todos los niños, que él desde ese momento se encargaba de su crianza y
educación». (37)
«Señor Papa
-continuó Francisco-, yo soy esa mujer del desierto. Dios en su misericordia
infinita se dignó bajarse hasta mí, y yo le he engendrado hijos en Cristo. El
Rey de los reyes me ha asegurado que la vida de todos mis descendientes corre
de su cuenta; porque si alimenta con tanto cuidado a los extraños, ¿con cuánto
más esmero no cuidará de los de su casa? Dios concede abundancia de bienes
temporales a los hombres del mundo en vista del amor que ellos tienen por sus
hijos: ¡con cuánta más largueza no derramará sus dones sobre aquellos que sigan
y practiquen su Evangelio y con quienes por ende El se ha comprometido a
mostrarse siempre paternal!»
Tales fueron las
razones de Francisco, e Inocencio comprendió que no las dictaba la sabiduría de
este mundo, sino el espíritu de Dios. Volviéndose, pues, a los Cardenales que
estaban presentes, dijo en tono solemne e inspirado: «En verdad, este hombre es
el escogido por Dios para restaurar su Iglesia». En seguida se levantó, abrazó
a Francisco y le dijo a él y a sus compañeros: «Hermanos, id con Dios y
predicad a todas las gentes el Evangelio de la conversión según que Él os
inspire. Cuando por la virtud del Altísimo os hayáis multiplicado, venid a mí
sin temor alguno y me hallaréis dispuesto a favoreceros todavía más y a
confiaros más altas empresas» (1 Cel 33; TC 51).
A estas palabras
del Pontífice todos los hermanos cayeron de rodillas a sus pies y le juraron
obediencia; en seguida los once la prestaron a Francisco como a su jefe. A él
sólo le otorgó el Papa la licencia de predicar, pero con facultad de
trasmitirla a los demás. Antes de retirarse los autorizó Inocencio para recibir
la tonsura clerical, que después les confirió el Cardenal Juan y que debía ser
el signo externo del permiso de predicar la palabra de Dios. (38)
Hecha otra visita
a la tumba de San Pedro y San Pablo, Francisco y sus hermanos dejaron Roma y
emprendieron la vuelta a su patria a través de la campiña romana y de las
cumbres azuladas del monte Soracte. Caminaban con paso apresurado, llenos de
gozo, anhelando hallarse otra vez en su medio habitual practicando de nuevo la
vida y trabajos cuya consagración eclesiástica acababan de impetrar del Vicario
de Jesucristo en la tierra.
Capítulo
III - Rivotorto
Después de
atravesar la campiña romana en medio de los ardores de la canícula meridional,
Francisco y sus compañeros llegaron a las cercanías de Orte, al punto donde hoy
se reúnen las dos líneas férreas que, por uno y otro costado de los Apeninos,
bajan del monte a Roma. Allí, en un paraje montuoso, regado por las aguas
rápidas, medio grises, medio verdosas del Nera, tomaron nuestros viajeros un
descanso de quince días. Era tan bello este lugar, dice Celano, que los
hermanos estuvieron a punto de renunciar al tenor de vida cuya aprobación
pontificia acababan de obtener. Se procuraban el pan cotidiano mendigándolo de
puerta en puerta por las calles de Orte, y varias veces les aconteció recoger
tan abundante limosna que les sobró para el día siguiente, cosa contraria a los
planes de Francisco. Pero en aquel desierto, antiguo sepulcro etrusco, no había
nadie con quien compartir las sobras, y por eso se vieron forzados a
aprovecharlas ellos.
Era, pues, muy
natural que les encantase aquella vida solitaria, apartada del bullicio
mundano, en medio del silencio de los bosques; y así fue que entraron en serias
dudas de si no les convendría más quedarse allí, entregados totalmente a la
contemplación ascética, que no volver de nuevo al trato de los hombres, a
comunicar con el mundo (1 Cel 34-35). Todo el que haya visitado alguna vez
aquella región montañosa de Italia comprenderá sin esfuerzo cuán vehemente
sería semejante tentación. Porque es cierto que aquella naturaleza agreste
tiene en sí algo que convida poderosamente al retiro y a la meditación: en sus
cóncavas rocas encuentra el asceta ermitas naturales; el clima no es nunca
demasiado fuerte, aunque el invierno suele arreciar a veces más de lo que se
cree; escaso alimento basta al cuerpo para sustentar sus fuerzas. Aún hoy día
la gran masa del pueblo italiano vive casi exclusivamente de pan y vino, y el
solitario, que no tiene vino o lo rehúsa, tiene por doquiera para apagar su sed
dulces fuentes, límpidos y risueños arroyuelos. Por eso causa una impresión de
todo en todo italiana la lectura de aquel capítulo de las Florecillas en que
Francisco y Maseo comen su mendigado pan sentados a una gran piedra, junto a
una fuente cristalina, dando gracias a Dios desde el fondo de sus corazones por
el don de la vida, por la dicha que les otorga de poder gozar del sol bajo el
azul del cielo transparente y saciar el hambre y apagar la sed servidos por la Señora
Pobreza, con alimentos sencillos y sanos (Flor 13).
Así se explica el
hecho de que la historia de los santos italianos esté llena de biografías de
solitarios. En una gruta vecina al monte Subiaco empezó San Benito su carrera,
orando, ayunando y reduciendo su cuerpo a tal extremo, que los pastores que lo
descubrieron lo tomaron en un principio por animal salvaje. Un siglo después de
San Francisco, la ciudad de Sena vio también a tres de sus más nobles e
ilustrados jóvenes trepar las alturas, cubiertas de cipreses, del Monte Oliveto
para vestir el hábito blanco de los ermitaños benedictinos.
Cualquiera
comprende, pues, cuán mágico atractivo tendría para Francisco y sus compañeros
semejante vida, entregada toda a la oración y a la penitencia en aquel apartado
valle de los montes Sabinos, donde no se oía más rumor que el canto de los pájaros
y el murmullo de los torrentes. Pero aquello era simple tentación, y quedó
vencida. Francisco, dice su primer biógrafo, no se fiaba nunca de su propio y
personal parecer, sino que recurría siempre a Dios en la oración, y así lo hizo
ahora también, y Dios se dignó otra vez revelarle que no debía vivir para sí
solo, sino consagrare a redimir las almas del poder de Satanás y conducirlas al
rebaño de Cristo. Dejaron, pues, los hermanos aquel encantador paraje,
siguieron su camino y bien pronto se hallaron en su nativo valle de Espoleto,
instalados de nuevo en su cabaña de Rivotorto, a la sombra del bosque que rodea
la capilla de la Porciúncula.
Allí tuvieron,
poco tiempo después, el gozo inefable de recibir en su compañía al avaro
sacerdote de Asís, Silvestre, a quien, según queda apuntado más atrás, había
hecho honda impresión la generosidad de Francisco y de Bernardo en la plaza de
San Jorge. Desde entonces empezó a reflexionar y cambió de opinión respecto del
objeto de la vida terrena. Una noche vio en sueño una gigantesca cruz, cuyos
brazos abarcaban el mundo entero y cuyo tronco salía de la boca de Francisco:
misteriosa visión que le hizo comprender cómo la hermandad por éste fundada era
de inspiración divina e iba a extenderse por todo el orbe. Después vaciló
todavía algún tiempo y, al fin, acabó por decidirse a solicitar ser admitido en
el seno de la santa sociedad; por donde vino ésta a contar entre sus miembros
el primer sacerdote (TC 31; LM 3,5).
De regreso en
Asís, con el corazón más libre gracias a la autorización apostólica que había
alcanzado, Francisco se entregó de nuevo a la tarea de las misiones que ya
había emprendido antes de su viaje a Roma. A tenor de la facultad obtenida, su
predicación se limitaba estrictamente a las cuestiones morales y sociales:
predicaba al pueblo la conversión, el abandono del mal, la práctica del bien,
la paz con Dios y con el prójimo. A la intervención de su Obispo Guido debía el
derecho de predicar en la catedral de Asís; por lo cual escogió este sitio para
empezar la exposición del ideal cristiano, haciéndolo sin temor y sin ambages;
porque, como dicen sus biógrafos, nada aconsejaba a los demás que no practicase
él primero (1 Cel 36; TC 54).
Sería injusto
aplicar a Francisco el trillado proverbio de que «nadie es profeta en su
tierra»; que él lo fue en la suya, demasiado lo prueba el aumento prodigioso
del número de hermanos a partir de aquella fecha. «Muchos hombres de la ciudad,
nobles y plebeyos, clérigos y laicos, impulsados del espíritu de Dios,
renunciaron al mundo y sus cuidados y entraron por la senda que el Santo
acababa de abrirles» (TC 54). Y la mayor parte de estos discípulos eran de Asís
y sus alrededores. Francisco fue, pues, profeta en su patria.
La influencia de
las predicaciones de Francisco en la iglesia de San Rufino llegó hasta los
corazones más refractarios. Fue aquello, según las poéticas comparaciones de
Celano, como cuando surge en el horizonte esplendorosa estrella, como una
espléndida mañana después de tenebrosa noche, como el risueño despertar de la
naturaleza al soplo fecundador de la primavera. Aquella región, añade este
biógrafo, experimentó un cambio radical bajo la acción de Francisco, que pasó
por ella como un río benéfico, derramando por todas partes la fertilidad y la
abundancia moral, haciendo germinar virtudes allí donde no había más que vicios
y pasiones.
No hay duda de
que estas metáforas cuidadosamente elaboradas se le ocurrieron a Celano con
ocasión de un suceso que cambió profundamente la situación social de Asís, y
que, a todas luces, se debió a las predicaciones de Francisco. Me refiero a la
reconciliación entre la clase alta y la clase baja, los majores y los minores
de la sociedad asisiense, que se realizó en noviembre de 1210 en la sala mayor
del palacio comunal. Aún se conserva el documento que entonces se redactó y que
empieza así:
«En el nombre de
Dios. Amén.
»Que la gracia
del Espíritu Santo sea con vosotros.
»Para la gloria
de nuestro Señor Jesucristo, de la bienaventurada Virgen María, del emperador
Otón y del duque Leopoldo».
A esta
introducción sigue una larga serie de artículos, el más importante de los
cuales reza así:
«Entre los majores
y los minores de Asís se pacta una alianza perpetua sobre las
siguientes bases: Ninguna otra alianza se podrá llevar a cabo sin el mutuo
consentimiento de las dos partes que suscriben la presente, ni con el Papa, sus
nuncios o legados, ni con el Emperador o el rey, sus nuncios o legados, ni con
ninguna ciudad o fortaleza, ni con gran señor alguno; sino que majores
y minores andarán siempre de acuerdo en todo lo que mira al honor,
bienestar y progreso de la ciudad».
Esta especie de Carta
Magna de Asís declara en seguida que todos los habitantes de la ciudad que
hasta entonces estaban sujetos a servidumbre, quedaban en libertad mediante el
pago de cierta suma que debía entregarse a los cónsules, en caso de rehusar
recibirla el dueño legal del manumitido. Además, los habitantes de las
cercanías de Asís gozarían de los mismos derechos que los ciudadanos
propiamente dichos; se aseguraba protección a los extranjeros, se fijaba
definitivamente el trato que se daría a los funcionarios, se concedía amnistía
plena a los cómplices de la traición de 1202, y finalmente se exhortaba a los
cónsules a procurar por todos los medios posibles la terminación de la
catedral, que estaba en perpetua construcción desde hacía setenta años.
Recuérdese por un
momento cómo se despedazaban en discordias civiles las repúblicas italianas del
siglo XIII y aún de siglos posteriores, y se comprenderá la importancia que el
referido pacto asisiense entrañaba para la prosperidad y bienestar pacífico de
la ciudad.
En otras ciudades
italianas, como Arezzo, Sena, Perusa, restableció también Francisco el reinado
de la paz, y la misma célebre historia del lobo de Gubbio acaso no es
más que la transformación legendaria de la paz firmada entre aquella pequeña
república y algún sanguinario gentilhombre, verdadera alimaña de las selvas, de
ésos que tanto abundaban entonces en las montañas de Italia, donde tenían sus
castillos a guisa de guaridas; todos ellos podían llevar en sus escudos esta
inscripción que ostentaba en el suyo el caballero Werner de Ürslingen: «Enemigo
de Dios, de la compasión y de la caridad». La escena de Francisco y del lobo de
Gubbio tiene su paralelo histórico en la entrevista de San Antonio de Padua con
el tirano Ezelino.
A este carácter
pacificador de Francisco se refiere asimismo la leyenda de la expulsión de los
demonios de la ciudad de Arezzo, que representa uno de los frescos de Giotto en
la iglesia superior de Asís: allí se ve a los diablos salir, en infinita
variedad de horribles formas y en confuso tropel, por las chimeneas de las
casas aretinas escapando y huyendo más que de prisa ante la bendición que
imparte Francisco a toda la ciudad. Para nosotros, hijos del siglo XX, es cosa difícil
de imaginar un espíritu malo revestido de cuerpo visible y material, como los
representaban los artistas y autores de leyendas de la Edad Media; pero no por
eso dejamos de sentir en determinados decisivos instantes de nuestra vida, la
existencia y la presencia funesta de esos malos espíritus. Horas hay en que
vemos con toda claridad cuán grande es «el poder de las tinieblas», que
sentimos, no sólo en nuestro interior, sino también en derredor nuestro; hay
horas en que no parece sino que una voz incorpórea murmurase en nuestro oído;
que una mano hercúlea, encallecida en los yunques del infierno, se apoderase de
la nuestra; que oyésemos una orden terminante, imperiosa, irresistible, que nos
dice sin cesar: «¡Di esto, haz aquello!» ¡Ay! ¡Cuántos hogares no se ven por
este mundo, donde se anhela con ansias vehementes la aparición de un amigo de
Dios que, desde el umbral de la casa, imparta con voz de soberano imperio la
misma orden que el compañero de Francisco impartió desde las puertas de la
ciudad de Arezzo!: «¡En nombre de Dios todopoderoso, y de su siervo Francisco,
os conjuro, malignos espíritus, a que huyáis lejos de aquí!» (LM 6,9).
Hacia el mismo
tiempo aconteció que un día Francisco escuchaba la lectura de la Regla de su
Orden; llegado el lector al capítulo VII, a las palabras et sint minores,
«sean menores», el santo le intimó pausa. Largo tiempo hacía que Francisco
andaba buscando un nombre apropiado a su cofradía; porque el que hasta entonces
llevaba de Viri poenitentes de Assisio, «varones penitentes de Asís»,
no era más que provisional, escogido para ahorrar a los hermanos el tener que
dar largas explicaciones sobre el objeto de su Orden. La lectura del susodicho
pasaje de la Regla le sugirió la solución que iba buscando: Sint minores,
sean menores, pequeñuelos, los más pequeños de los hombres: ¡he aquí, se dijo,
el nombre que me viene a mí y a los míos! Y quedó establecida la Ordo
fratrum Minorum, la «Orden de los frailes menores», de los últimos, de los
pequeñuelos (1 Cel 38).
Tomás de Celano,
en su primera biografía, describiendo la vida que hacían los hermanos en la
cabaña de Rivotorto, traza un cuadro que, en limpieza de líneas y en viveza y
claridad de colores, rivaliza con los más afamados de Fray Angélico. Hele aquí
resumido:
«Cuando por la
tarde volvían del trabajo los hermanos y tornaban a reunirse, o cuando a lo
largo de la jornada les acontecía encontrarse en el camino, les brillaban los
ojos de pura alegría, se daban castos abrazos, se decían palabras llenas de
santa dulzura, con sonrisas modestas, con miradas afectuosas y tiernamente
recogidas. Habiendo dejado todo linaje de amor propio, sólo pensaban en
prestarse mutuo auxilio y consuelo; no había para ellos gozo más intenso que
volverse a ver, ni mayor amargura que tener que separarse. No se conocían entre
ellos ni las disputas, ni la envidia, ni la desconfianza, ni el mal humor; todo
era allí paz, unión, cánticos de loor y agradecimiento a la divina bondad.
Nunca o muy raras veces interrumpían la alabanza de Dios y la oración, ni
cesaban de dar gracias a Dios por todo el bien que les permitía hacer; se
afligían por todo el mal que obraban o por las imperfecciones que cometían.
Cuando a sus corazones faltaba la dulcedumbre del Espíritu Santo, se creían abandonados
de Dios. A fin de no dormirse durante la oración nocturna, se ceñían con
cinturones erizados de puntas, que al menor movimiento los clavaban y
despertaban. Henchidos del espíritu de Dios, no se contentaban con el rezo del
oficio divino, como los demás clérigos, sino que a la continua prorrumpían en
tiernas plegarias: "¡Padre nuestro, que estás en los cielos!",
repetían con toda la armonía de un cántico espiritual.
»El centro y el
alma de aquella comunidad era naturalmente Francisco. Nada había oculto para él
entre los hermanos: él leía en lo más secreto de sus corazones; todos le
obedecían con una obediencia tan alta, perfecta y amorosa, que no sólo cumplían
con toda puntualidad sus más insignificantes mandatos, sino que se esforzaban
por adivinar sus deseos, espiando sus menores gestos, la más fugitiva expresión
de su fisonomía.
»El poder
irresistible que el Santo ejercía sobre ellos era efecto, ante todo, de su
carácter personal: era Francisco un verdadero maestro; los adoctrinaba no sólo
con la palabra, sino sobre todo con el ejemplo. Cuando les advertía, por
ejemplo, el pecado que había en complacerse en la comida, cuando les enseñaba
el deber de percatarse de la tentación que les esperaba en cada refección, le
entendían sin dificultad alguna, porque junto con oírle le veían mezclar con
ceniza los alimentos, o echarles agua para hacerlos aún más desabridos. Cuando
los exhortaba a luchar valerosamente contra las tentaciones, a las palabras
añadía la obra, arrojándose en el agua helada de un torrente en lo más crudo
del invierno, para aniquilar así su molicie y deseo de bienestar.
»Un hermano
joven, llamado Ricerio, tenía tan alta idea de la santidad de Francisco, que
siempre que éste daba su aprobación a alguna persona o cosa, él lo consideraba
como signo infalible de la aprobación divina, conducta que no extrañará a quien
haya tenido la buena fortuna de pasar su primera juventud al lado de una
persona de relevantes cualidades morales. Pero este mismo concepto que el joven
tenía de su maestro, estuvo a punto de precipitarle en el abismo de la
desesperación, porque, luego de entrar en la Orden, creyó advertir que
Francisco le desestimaba y le negaba las pruebas de afecto de que tan prodigo
era para con los demás hermanos. Preocupado por esta falsa idea, interpretaba
en su contra los menores detalles de la conducta del Santo y de sus compañeros.
Si por casualidad Ricerio entraba en una pieza en el momento en que Francisco
salía, al punto se figuraba que Francisco había salido para no encontrarse con
él. Si Francisco conversaba con sus hermanos en el otro extremo de la mesa, y
el Santo o alguno de sus compañeros, por casualidad, volvían los ojos hacia
Ricerio, luego éste concluía que sus hermanos estaban arrepentidos de haberle
recibido y que buscaban medios de hacerle salir de la Orden. Firme en su
funesto error, no oía ni veía cosa que no se le antojaba maquinada en su
contra, y por este camino fue a parar al borde mismo de la desesperación,
convencido como estaba de que, siendo para Francisco objeto de malquerencia y
horror, había de serlo también por necesaria consecuencia para Dios.
»Tan desastroso
estado de ánimo no podía ocultarse por mucho tiempo a la penetración del Santo,
y así fue que un día, viendo la zozobra y la angustia pintadas en el rostro de
Ricerio, le llamó aparte y le dijo con dulce y bondadoso acento: "Mi
querido hijo, mira que no te dejes dominar por esos siniestros pensamientos;
has de saber que me eres muy caro, que te llevo en lugar privilegiado de mi
corazón y que te considero digno de todo mi amor y confianza. Ven, pues, a mí
cada día y cada vez que lo desees; siempre que sientas algún pesar en el alma
ven, que serás cariñosamente acogido". Estas palabras produjeron tan
intensa alegría en el pecho atribulado de Ricerio, que, fuera de sí, se
despidió prontamente de Francisco y se fue al sitio más espeso de la floresta,
donde cayendo de rodillas empezó a dar fervientes gracias a Dios por la dicha
infinita que acababa de otorgarle con el aprecio y amor de Francisco» (cf. 1
Cel 38-50).
La misma
afectuosa comprensión de los deseos, necesidades y sentimientos particulares de
cada uno de sus hermanos se manifiesta en otros dos relatos, pertenecientes
también al período de la estancia en Rivotorto.
Cierta noche,
leemos en el Espejo de Perfección, uno de los hermanos despertó a los
compañeros, clamando con voz gemebunda: «¡Me muero!, ¡me muero!» Una vez todos
despiertos, les dijo Francisco: «Levantémonos y encendamos la lámpara»; hecho
esto, preguntó quién era el que había gritado que se moría. Uno de ellos
respondió: «Soy yo». Francisco le preguntó: «¿Pero que te pasaba mi querido
hermano, que hablabas de morir?» «Me muero de hambre»,
contestó el cuitado.
El caso pasaba,
por descontado, en los primeros tiempos de la Orden, en que los hermanos castigaban
su cuerpo con penitencias y privaciones superiores a toda medida. Pero
Francisco hizo al instante preparar la mesa y ordenó al hermano que se sentase
a comer, dándole él mismo ejemplo y ordenando a los demás que hicieran otro
tanto para evitarle al pobre la vergüenza de tener que comer solo. Terminada la
refección, les dijo Francisco: «Hermanos míos, os recomiendo que cada uno
considere sus fuerzas; y, aunque alguno de vosotros vea que se puede sustentar
con menos alimento que otro, no quiero que quien necesita de más alimentación
se empeñe en imitar al que necesite de menos; antes bien, teniendo en cuenta la
propia complexión, dé a su cuerpo lo necesario para que pueda servir al
espíritu. Pues así como nos debemos guardar del exceso de la comida, que daña
al cuerpo y al alma, así también hemos de huir de la inmoderada abstinencia, y
con tanta mayor razón cuanto que el Señor quiere misericordia y no sacrificios»
(EP 27; 2 Cel 22).
El otro caso es
muy parecido al anterior, y fue que, levantándose Francisco una mañana muy
temprano, tomó a un hermano enfermo y lo llevó a una viña vecina, juzgando que
le haría bien tomar en ayunas uno o dos racimos de uva, y, a fin de quitarle
todo empacho y cortedad, se sentó él en el suelo y empezó a darle el ejemplo. Añade
el Espejo de Perfección que dicho hermano conservó toda su vida el más grato
recuerdo de aquel rasgo de maternal solicitud de su santo padre, y que siempre
que le tocaba referirlo a los hermanos, se le llenaban de lágrimas los ojos (EP
28; 2 Cel 176).
La dulce y
encantadora morada de los hermanos en Rivotorto, acabó de una manera tan
repentina como extraña. Un buen día, estando ellos en su tugurio orando cada
cual en su respectivo sitio, entró de rondón un campesino arreando su asno y
gritándole a voz en cuello: «¡Ea, Rucio, entra, que aquí vamos a instalarnos
bien cómodamente!» Estas palabras que, en son de azuzar al jumento, iban
dirigidas a los hermanos, significaban bien a las claras que la intención del
rústico era convertir en establo la casa de oración. Francisco, por su parte,
después de contemplar un momento tan descomedida conducta, dijo a los hermanos:
«En verdad que Dios no nos ha llamado a cuidar establos ni asnos, sino a orar y
mostrar a los hombres el camino de la eterna salvación» (TC 55; 1 Cel 44).
Acto seguido se
levantaron todos y abandonaron para siempre Rivotorto. A partir de ese día la
Porciúncula fue el punto céntrico de todo el movimiento franciscano, eclipsando
por completo la modesta mansión primitiva de la Orden.
No obstante, siempre
será cierto que Francisco y su noble Señora Pobreza, la dueña de su corazón,
pasaron allí, en aquella tranquila soledad de Rivotorto, los primeros y acaso
más felices días de su santa unión.
Capítulo
IV – La Porciúncula y los nuevos discípulos
La antiquísima
capilla de la Porciúncula, tal cual se conserva hasta hoy día, es un edificio
de forma alongada, con bóveda gótica, ábside semicircular y dos puertas, la una
al frente y la otra en uno de los costados. Según una tradición, mencionada por
primera vez en el Paradisus Seraphicus de Salvador Vitali (Milán,
1645), esta capilla fue edificada en el siglo IV, bajo el pontificado del Papa
Liberio (352-366), por cuatro ermitaños que venían de Tierra Santa trayendo una
reliquia del sepulcro de la Santísima Virgen, que les había regalado San
Cirilo. Sea de esto lo que fuere, el nombre de la capilla, Santa María de
los Angeles, antiquísimo también, viene de un cuadro que había en el altar
y que representaba la Asunción de María en medio de multitud innumerable de
ángeles. Por lo que respecta al nombre de Porciúncula, «pequeña
porción» o «porcioncilla», lo emplearon primero los benedictinos del monte
Subasio, a quienes perteneció siempre la capilla a contar del año 576. El
edificio vino arruinándose con los años, hasta que, en el de 1075, los monjes
que la habitaban se vieron forzados a abandonarla y se refugiaron en su abadía
de la cima de la montaña. Cuenta la leyenda que Pica solía acudir a orar en
esta capilla abandonada y que en ella obtuvo la seguridad de que daría a luz un
hijo que restauraría el derruido santuario. Después de la reconstrucción,
Francisco y sus hermanos frecuentaron mucho el bosque que rodeaba la iglesia,
por donde puede conjeturarse el gozo que experimentaron cuando en 1211 la
abadía del Subasio, propiedad entonces de los Camaldulenses, les otorgó a
perpetuidad el permiso de disponer del venerado santuario. De buen grado les
hubieran cedido también la propiedad a no haberse Francisco negado tenazmente a
recibirla, exigiendo rigurosamente que se estipulase que sus frailes darían
cada año a los monjes propietarios un canastillo de peces a guisa de canon de
arrendamiento (EP 55).
Arrojados de
Rivotorto, Francisco y sus hermanos edificaron junto a la capilla una cabaña
con ramas de árboles que cubrieron de hojas y revocaron con barro. Por camas
tenían sacos de paja tendidos en el suelo, y la desnuda tierra les servía
también de mesa y de silla. Un simple seto era toda la muralla del convento.
Tal fue el primer lugar franciscano, el que, según voluntad expresa de
Francisco, debía servir de modelo para todas las demás moradas de la naciente
comunidad. Cuando más tarde el ideal de la Orden franciscana empezó a
modificarse, una de las señales de esta modificación fue sustituir la palabra lugar
por la de convento, expresión que implicaba ya cierto elemento de
bienestar y riqueza, por donde vino a dar el nombre a los conventuales,
es decir, a los miembros de la Orden representantes de la tendencia menos
estricta.
Pero volvamos a
la historia de los primeros franciscanos. Una vez establecidos en la
Porciúncula, se les agregó una verdadera falange de hermanos nuevos, que viene
a ser como la segunda generación de la Orden franciscana; al lado de Bernardo,
Gil, Ángel y Silvestre, la tradición y la leyenda nos han trasmitido los
nombres de Rufino, Maseo, Junípero, León y otros que, aunque llegados a segunda
hora, poco faltó para que eclipsaran a los primeros. Y en verdad, éstos se
distinguieron por cierta marcada inclinación al aislamiento, dando más
importancia a la soledad que a la vida común. Así, Silvestre gustaba de
retirare a las grutas dei Carceri para entregarse al ejercicio de la
meditación; Bernardo se entraba por el bosque y allí se absorbía de tal modo en
Dios, que no oía ni la voz de Francisco si éste le iba a llamar, y otras veces
erraba veinte o treinta días solo por las cimas de las más altas montañas todo
absorto en la contemplación de las cosas del cielo (Flor 3, 16 y 28); Gil, por
su parte, se lo pasaba viajando, ora a Tierra Santa, ora a España, ya a Roma,
ya a Bari a visitar el santuario de San Nicolás.
Así y todo, de
injustos pecaríamos si, imitando a la leyenda, sólo tomáramos en cuenta a los
obreros de la segunda generación, y sepultáramos en el olvido a los de la
primera. Tal preterición sería singularmente inexcusable con Fray Gil, que
mereció que Francisco le llamase «su caballero de la tabla Redonda», y en quien
pareció tomar carne el primitivo espíritu franciscano en toda su pureza. Hasta
el día de su muerte, acaecida en la fiesta de San Jorge del año 1262,
aniversario de su entrada en la Orden, Gil fue constantemente un caballero de
Dios, un fiel San Jorge de la noble dama Pobreza. Su vida entera es una prueba
palpable del amor al trabajo que caracterizó a Francisco y a sus primeros discípulos.
Su biografía, escrita por su amigo Fray León, más joven que él, abunda en
rasgos geniales de esta naturaleza. Llegado a Brindis de paso para Tierra Santa
y, no hallando bajel en que continuar luego su viaje, se vio forzado a
detenerse allí por espacio de muchos días; obtuvo de limosna un cántaro viejo y
bastante capaz, fue a un pozo y lo llenó de agua y en seguida se puso a
recorrer las calles de la ciudad gritando a la manera de los vendedores
ambulantes: Chi vuole dell'aqua? «¿Quién quiere agua?» Y en cambio del
agua recibía pan y otros objetos necesarios para sí y su compañero. De vuelta
de su viaje desembarcó en las cercanías de Ancona, y allí también se procuró
trabajo, que fue cortar cañas y fabricar canastos y forros de botellas, que
vendía por pan y otras cosas, menos dinero; se empleó también en sepultar
cadáveres, con que se ganó un hábito nuevo para sí y otro para su compañero de
viaje, y solía decir que este hábito recibido de limosna, rogaba por él
mientras dormía.
Es probable que
en esta su estancia en Ancona sea cuando le avino un extraño caso con un
sacerdote, y fue que, viéndole éste pasar por la calle ofreciendo su modesta
mercancía, se acercó a él y le llamó «holgazán», palabra que hizo al pobre Fray
Gil tan penosa impresión, que no hacía más que llorar, y preguntándole el
compañero por qué lloraba tanto, él contestó:
-- ¿Cómo quieres,
hermano, que no llore, si soy un miserable holgazán, según me ha dicho hoy un
sacerdote?
-- ¿Y por eso no
más te crees holgazán?
-- Es claro,
puesto que un sacerdote no puede mentir.
El compañero se
esforzó entonces para explicarle la diferencia que mediaba entre un sacerdote
en cuanto tal y en cuanto mero hombre, y cómo en este segundo carácter podía
muy bien equivocarse; con lo que se consoló algún tanto el atribulado Fray Gil.
En Roma
distribuía su tiempo de manera que por la mañana oía misa muy temprano, y en
seguida se iba a un bosque bastante apartado de la ciudad, donde recogía leña
que luego llevaba a Roma y cambiaba por pan. Un día una dama, haciéndose cargo
de que compraba a un religioso, quiso darle doblado el precio que él le había
pedido, a lo que Gil se negó rotundamente y acabó por no aceptar sino la mitad
de dicho precio, añadiendo que lo hacía así a fin de no caer en las redes de la
codicia.
En tiempo de
vendimia ayudaba a recoger la uva; lo mismo hacía con las aceitunas cuando
estaban en sazón. Con frecuencia iba a espigar en las sementeras a una con los
demás pobres, a quienes siempre daba lo que recogía, alegando que él no tenía
graneros donde guardar su trigo. Solía también ir a la fuente de San Sixto,
situada fuera de los muros de Roma, a traer agua para los monjes del convento
de los Cuatro Coronados; o bien trabajaba de cocinero en el convento, o se
ocupaba en moler trigo o hacer pan. En general, aceptaba cualquier trabajo que
se le ofreciera para ganarse el sustento, siempre, empero, que le dejase libre
el tiempo necesario para rezar el oficio y hacer la meditación.
En medio de esta
vida activa y laboriosa Gil conservaba siempre su profunda bondad franciscana.
Un día, yendo de camino al santuario de Santiago de Compostela, se encontró con
un pobre que le pidió limosna, y él, no teniendo más, se cortó la capucha del
hábito y se la dio, y tuvo que ir sin capucha por espacio de veinte días.
Andando por la Lombardía, encontró a un hombre que le llamo haciéndole una
señal con la cabeza; se acercó a él, creyendo que se le llamaba para hacerle
alguna limosna; pero en vez de eso, el hombre le puso en la mano un par de
dados, burlándose socarronamente. Gil prosiguió su camino, no sin decir antes
al liviano burlador: «¡Que Dios te perdone, hijo mío!» Otra vez iba por la vía
Apia llevando el agua para los monjes de los Cuatro Coronados, y se le acercó
un vagabundo a pedirle un trago de lo que llevaba en su cántaro. Gil se lo
negó, por lo que el hombre se irritó tanto, que le colmó de injurias. Llegando
al convento, dejó el cántaro, tomó otro, corrió a la fuente, lo llenó de agua y
se volvió a buscar al enojado vagabundo, a quien no tardó en encontrar, y le
rogó que bebiese ahora del agua que le ofrecía, añadiendo: «No te enojes así
conmigo, que si no te di agua antes fue porque me pareció inconveniente
llevarla a los monjes usada ya por otro».
No porque se
hallase hospedado en casa de grandes personajes, como el Cardenal Nicolás,
Obispo de Túsculo, dejaba de ganarse el pan que comía en la mesa de aquel alto
príncipe. Un día llovió torrencialmente, con gran contentamiento del Cardenal,
que esperaba que por tal circunstancia Gil se vería obligado, siquiera una vez,
a participar de su comida; pero el santo fraile bajó a la cocina y propuso al
cocinero limpiarle la cocina por dos panes; la propuesta fue aceptada, y el
Cardenal quedó burlado en su esperanza. Al día siguiente la lluvia continuó y
Gil se ganó los dos panes afilando los cuchillos de la casa de Nicolás.
Con el título de Dichos
de Fray Gil se ha reunido y publicado buen número de rasgos y sentencias,
que verosímilmente datan en su mayor parte de la vejez del hermano. Allí se
cuenta que una vez fueron a ver a Gil dos Cardenales, quienes, al despedirse de
él, le rogaron con todo respeto que orase por ellos, a lo que él respondió: «En
verdad, señores míos, que es inútil que yo ruegue por vosotros, que tenéis
mucha más fe y esperanza que yo». «Cómo es eso?», preguntaron ellos asombrados,
y acaso un tanto desazonados, pues conocían bien el carácter incisivo de Fray
Gil. El cual repuso al punto: «¿Que cómo es esto? Digo que vuestra fe es mayor
que la mía, pues con poseer tal abundancia de riquezas y gozar de tantos
honores, esperáis, sin embargo, salvaros, mientras yo, pobre y despojado de
todo, temo, no obstante, condenarme».
Fray Gil
permaneció hasta su muerte fiel a los tres ideales franciscanos: pobreza,
castidad y alegría. Se ha conservado un soneto compuesto por él en loor de la
castidad, así como otros fragmentos de poesías suyas. En el huertecillo del
convento de Monte-Rípido, cerca de Perusa, se recreaba mirando y escuchando
arrullar las tortolillas y hablándoles cual si fueran sus hermanas, y en las
blandas mañanas de estío se iba a las eras, donde se ponía a cantar las
alabanzas de Dios frotando dos cañas y forjándose la ilusión de que se
acompañaba de una viola; esta manera de acompañar su canto la había aprendido
Gil de Francisco.
Al revés de los
discípulos de la primera generación, amantes de la soledad y del apartamiento,
los de la segunda propendían más bien al consorcio y a la convivencia con su
maestro; sobre todo, Fray Maseo, natural de Mariñano (aldea cercana a Asís),
que acompañó a Francisco en varias de sus más importantes excursiones; era de
esbelta y hermosa figura, dotado del don de la palabra y, por ende, hecho para
tratar con las gentes, al revés de Francisco, de humilde apariencia y
desmedrada talla y a primera vista despreciable para quien no le conociera. Por
donde siempre que ambos salían juntos a mendigar, Francisco no conseguía más
que escasos mendrugos de sentado pan, mientras que Maseo los obtenía grandes y
abundantes, y a menudo le daban panes enteros.
Este mismo
apuesto y elegante y bien hablado Maseo corría en el convento de las Cárceles
con la recepción de las limosnas, con la portería, con la cocina, en una
palabra, con todos los quehaceres domésticos, mientras los demás hermanos se
entregaban libremente a la oración y contemplación.
Un día iba de
viaje en compañía de Francisco. Llegados a una encrucijada en que se juntaban
tres caminos, uno que llevaba a Florencia, otro a Sena y el otro a Arezzo,
Maseo preguntó a Francisco cual de los tres había que tomar. Francisco le contestó:
-- El que Dios
quiera.
-- Pero, ¿cómo
sabremos qué camino quiere Dios? -volvió a preguntar Maseo.
-Yo te lo voy a
decir -repuso Francisco-: en nombre de la santa obediencia te ordeno darte
vueltas bien ligero en círculo, como hacen los niños, allí en medio de la
carretera, y no pararte hasta que yo te diga.
Maseo obedeció al
instante y se puso a dar vueltas como un trompo; empero, a los pocos minutos le
falló la cabeza, le vino un vértigo, y cayó en tierra; mas, como Francisco no
le daba todavía orden de parar, se levantó y continuó dando vueltas. Por fin,
cuando ya apenas podía volverse, le dijo Francisco:
-- Detente. ¿De
qué lado estás vuelto?
-- Del lado de
Sena -contestó Maseo.
-- Entonces -dijo
Francisco-, la voluntad de Dios es que a Sena vayamos por ahora.
Con éstas y otras
humillaciones enseñaba Francisco a su gentil discípulo a tenerse por pequeño y
miserable, y a fe que consiguió su objetivo, pues Maseo llegó a tan alto grado
de humildad, que se juzgaba el mayor pecador del mundo, digno sólo del
infierno, no obstante que de día en día iba creciendo en todo linaje de
virtudes. Esta profunda humildad le valió el don de una luz interior
extraordinaria, que se desbordaba al exterior en forma de una perpetua
envidiable alegría. A menudo, durante la oración prorrumpía en gritos de
intenso gozo, a que seguía cierta especie de murmullo monótono semejante al de
la paloma: a pesar de tenerse por el más despreciado de los hombres, andaba
siempre con el corazón lleno de contento y el rostro bañado en risa, absorto en
la contemplación de Dios. Y así llegó a la vejez, de suerte que, habiéndole
preguntado un fraile joven llamado Jacobo de Fallerone, por qué no modificaba
su manera de alegrarse, por qué no ensayaba otra canción, Maseo contestó:
«Porque quien encuentra su felicidad en una sola cosa, no debe entonar más que
una sola canción».
De los nuevos
discípulos, el que más se parecía a Bernardo de Quintaval era Fray Rufino de
Asís, nacido como él de familia respetable y perteneciente a la noble raza de
los Scifi o Scefi. Se parecía a Bernardo en su tendencia a la vida solitaria,
tendencia tan marcada, que en una ocasión estuvo a punto de separarle de
Francisco, cuyo cristianismo práctico le seducía mucho menos que la vida
puramente ascética de los antiguos ermitaños del desierto. Con frecuencia
andaba tan absorto en la contemplación, que costaba trabajo hacerle volver en
sí, y cuando esto se lograba, solía pronunciar palabras incoherentes. Murió en
Asís en 1270.
Muy de otra laya
era el espíritu de Fray Junípero, conforme en todo con el de Francisco, quien
solía repetir graciosamente: «¡Quién me diera todo un bosque de juníperos
(enebros) como éste!» Un día, estando en la Porciúncula, oyó a un hermano
enfermo decir murmurando que tenía ganas de comer patas de cerdo cocidas; no se
hizo repetir la indicación, ni entendió sino irse a una piara que estaba cerca
de allí, comiendo bellotas, le cortó una pata a uno de los cerdos, la coció en
seguida y se la sirvió al enfermo. Pero luego llegó el campesino, dueño de la
piara de cerdos, y entabló amarga queja ante Francisco; éste sospechó al punto
que Junípero habría hecho alguna de las suyas y le hizo llamar; Junípero
confesó lisa y llanamente su hecho, pero lo explicó diciendo: «Esa pata de
cerdo cocida le ha hecho tanto bien a nuestro hermano, que nunca me arrepentiré
de haberla cortado, y si cien patas hubiese cortado, habría sido igual».
Francisco se esforzó entonces por afear a Junípero su atentado a la propiedad
ajena; pero el sencillo hermano no pudo comprender por dónde habría hecho mal,
y acabó por decir al Santo: «Bien, si ese hombre está tan enojado contra mí, yo
iré a desenojarle», y sin más, se fue corriendo para el furibundo campesino y
le expuso cómo el hermano enfermo tenía ganas de un guiso de patas de cerdo,
que los cerdos habían sido creados por Dios para uso del hombre, que todo lo
que existe pertenecía a todos los hombres, pues ninguno de ellos era capaz de
hacer ni siquiera una hoja de hierba, que sólo Dios lo podía todo, y que, por
estas razones, él había cortado la pata al cerdo para satisfacer los deseos de
su hermano enfermo.
Junípero expuso
todos estos argumentos con lujo de detalles y con festiva sonrisa al irritado
campesino, teniendo por cierto y averiguado que éste los comprendería y
aprobaría la amputación que él había practicado en el cerdo. Pero nuestro
hombre se encargó de probarle cuán equivocado estaba, echándole encima una
andanada de insultos y vilipendios, en que le llamó ladrón, malhechor, idiota,
cabeza de burro, con otros mil denuestos, que el hermano escuchaba con toda
serenidad. Por fin, se dijo: «Este buen hombre no me ha entendido», y empezó de
nuevo a explicarle la cosa con más prolijidad de detalles que antes; y acabó
por echársele al cuello abrazándole candorosamente y diciéndole: «Vea usted, mi
buen señor: yo hice eso para que mi pobre enfermo recobrase la salud, y usted
me ha ayudado a ello con su cerdo; por consiguiente, no hay que estar tristes;
no sea malo conmigo; alegrémonos juntos y demos gracias a Dios, que nos regala con
los frutos de la tierra y los animales del campo; que quiere que todos seamos
sus hijos y nos socorramos los unos a los otros como buenos hermanos y
hermanas. ¿Tengo o no tengo razón?, dilo, mi querido hermano». Y así diciendo,
le abrazó de nuevo y le estrechó fuertemente contra su corazón, con lo que el
campesino se conmovió, por fin, a tal extremo, que se puso a llorar
amargamente, pidiendo perdón a Dios y a los frailes de la dureza con que los
había tratado, y no contento con esto, se fue y mató al marrano, lo asó y llevó
de regalo a los frailes de la Porciúncula.
Otro día llegó
Fray Junípero a un pequeño convento cuando los frailes tenían que salir a su
trabajo. Antes de partir le dijo el guardián que cuidase la casa y procurase
tenerles preparado algo de comer para cuando volviesen, a lo que Junípero
contestó que descuidasen, que cumpliría sus encargos con toda fidelidad.
Una vez solo en
el convento, se puso a deliberar cómo haría para salir airoso en su empeño.
Mientras partía leña para hacer fuego, iba razonando consigo mismo: «¿No es una
torpeza que un fraile esté ocupado todo el día en la cocina sin dejar un
momento de tiempo para la oración? Yo voy a hacer ahora tanta comida que baste
para muchos más frailes que éstos son, y no para hoy solamente, sino para toda
una quincena». Como lo pensó lo hizo. Se fue a una aldea vecina, compró varias
enormes cacerolas, carne, aves, huevos y legumbres en grande abundancia; hecho
esto encendió una fogata, puso agua a las ollas y metió adentro en confusa mezcolanza
todos los materiales que había traído de la aldea, y todo tal como estaba: las
aves sin desplumar, las legumbres sin lavar, los huevos con cáscara y todo, y
así del resto.
Cuando volvieron
los frailes hallaron al buen Junípero hecho todo un consumado cocinero, y era
un contento verle cómo iba de una olla en otra revolviendo el guiso con un palo
largo, porque el calor de la fogata no le permitía aproximarse mucho. Cuando
juzgó que la vianda estaba ya en sazón, tocó la campana para la cena, y una vez
que todos los frailes estuvieron reunidos, les sirvió, lleno de gozo y
satisfacción, el guiso, ponderándoselo calurosamente y diciéndoles: «Coman,
hermanos, regálense, que después iremos a la oración. Vean cómo les he hecho
comida para más de quince días». Pero ninguno de los frailes quiso probarla, a
pesar de las instancias con que los convidaba el buen cocinero, hasta que, por
fin, cayó en la cuenta del desaguisado que había cometido, y entonces se echó a
los pies de sus hermanos, golpeándose el pecho de modo lastimero y pidiéndoles
perdón por tanto y tan inútil derroche de provisiones.
Cumple advertir
aquí, que éstas y otras humoradas de Junípero no siempre obedecían a mera
simplicidad; que a veces las hacía por corregir, de este modo indirecto y
burlesco, a sus hermanos cuando éstos se dejaban ir a la relajación del
espíritu de la Orden. Por ejemplo, en el caso que acabamos de referir, es
probable que aquellos frailes acostumbraban consagrar demasiado tiempo,
demasiada atención a la cocina.
Otra vez era la media
noche, y Fray Junípero se presentó a su superior llevándole un plato de sopa y
un trozo de manteca; el superior le había reprendido la víspera por demasiado
pródigo de limosnas. «Padre mío -le dijo desde el umbral de la puerta con el
plato de sopa en una mano y el candil en la otra-, tan pronto como tú me
echaste aquella reprimenda, creí notarte muy acalorado y afiebrado, y en el
acto me puse a prepararte esta sopa, que te ruego que tomes; que nada hay mejor
para suavizar la garganta y el pecho». El superior penetró en seguida la
intención del comedido Junípero y le dijo secamente que se fuera con sus
bromas; más éste replicó: «Bien está eso; pero la sopa está hecha y debe ser
comida; ya que tú no la quieres, tenme la candela, que yo me la comeré». El superior
tenía alma franciscana, y no sólo se prestó a lo que le pedía Junípero, sino
que le ayudó a despachar la sopa.
Aventuras como
las referidas no tardaron en hacer famoso el nombre de Fray Junípero, y así
donde quiera que se presentaba acudían muchedumbres de gentes a verle. En una
ocasión hizo un viaje a Roma, enviado por sus superiores, y cuando estaba ya
cerca de la ciudad, salieron a recibirle fuera de los muros muchas personas de
alta posición, elegantemente vestidas y perfumadas, como las que suelen verse
hoy en día en las catacumbas examinando, a través de sus gemelos, los sepulcros
de los mártires. Pero él, una vez que advirtió la presencia de aquellos
curiosos, se propuso jugarles una de las que acostumbraba, para castigar su
tontería disfrazada de devoción. Había por allí, junto al camino, dos muchachos
jugando a la balanza, que consistía en una viga cruzada sobre otra; el uno
sentado en un extremo y el otro en el extremo opuesto, se alzaban y suspendían
alternativamente. Junípero pidió a uno de ellos que le cediese su puesto, lo
que le fue otorgado sin dificultad, de modo que, cuando llegó la elegante
comitiva, él estaba ya balanceándose de lo lindo. Grande fue la admiración de
aquellas gentes al ver al varón de Dios ocupado en cosa tan baladí; sin
embargo, le saludaron respetuosamente, esperando, para hablarle, que él se
desocupase; pero Junípero no hizo caso alguno, ni del saludo ni de la espera, y
continuó con su balanceo con más entusiasmo que antes; hasta que los romanos,
cansados de aguardarle, y viendo que no daba señales de querer abandonar el
juego, se marcharon furiosos y declarando por unanimidad que aquel fraile, que
pasaba por un santo, no era más que un palurdo vulgar sin pizca de educación.
Cuando ya se hubieron alejado, Junípero se apeó de la viga y, solo y contento,
siguió camino a Roma.
Junípero fue uno
de los tres discípulos de Francisco que se hallaron presentes a la muerte de
Santa Clara (los otros dos fueron León y Ángel Tancredi), después de haberla
acompañado y asistido por muchos años desde la muerte del Santo. Cuando
Junípero se acercó a la cabecera del lecho de Clara, le preguntó ésta llena de
gozo: «¿Qué nuevas me traes de Dios?» Y abriendo su boca el varón santo, empezó
a decirle palabras que eran verdaderas llamas de amor divino que salían del
horno ardiente de su corazón. Fray Junípero murió en 1258.
Hermana gemela
del alma de Junípero era la de Fray Juan, apellidado el Simple, cuya vocación a
la Orden cuentan las crónicas de la manera siguiente:
«En cierta
ocasión, cuando vivía en Santa María de la Porciúncula, siendo todavía pocos
los hermanos, iba el bienaventurado Francisco por los pueblos y las iglesias de
los alrededores de Asís predicando y exhortando a los hombres a la penitencia.
En estas salidas iba provisto de una escoba para barrer las iglesias sucias. Al
bienaventurado Francisco le dolía profundamente el ver alguna iglesia menos
limpia de lo que deseara. Por eso, luego que acababa la predicación, reunía a
los sacerdotes presentes en un lugar apartado, para que no escucharan los
seglares, y les predicaba acerca de la salvación de las almas, y, sobre todo,
les exhortaba a ser cuidadosos en mantener limpias las iglesias y altares y
todo lo que se necesita para la celebración de los divinos misterios.
»Uno de aquellos
días fue a la iglesia de una villa de la ciudad de Asís y empezó a barrerla y
limpiarla humildemente. Luego corrió el rumor por todo el pueblo, y todos veían
el hecho con buenos ojos y se complacían en oírlo. Tan pronto como se enteró un
campesino de admirable sencillez, llamado Juan, que estaba arando su tierra, se
dirigió deprisa a donde estaba Francisco, y lo encontró barriendo la iglesia
con devota humildad. Al verlo, le dijo: "Hermano, déjame la escoba, que
quiero ayudarte". Y, cogiendo la escoba de sus manos, barrió lo que
faltaba. Sentados los dos, dijo el rústico labrador al bienaventurado
Francisco: "Hace ya mucho tiempo, hermano, que quiero servir a Dios, y más
aún desde que me han llegado noticias de ti y de tus hermanos; pero no sabía
cómo venir a ti. Ahora que el Señor ha querido que te vea, quiero hacer lo que
te agrade".
»Viendo el
bienaventurado Francisco el fervor del campesino, se alegró en el Señor,
particularmente porque entonces tenía pocos hermanos, y esperaba que por su
sencillez y pureza había de ser buen religioso. Así, le dijo: "Si quieres
vivir con nosotros y alistarte en nuestra familia, es preciso que te desprendas
de todo cuanto justamente puedas poseer y lo des a los pobres, para seguir el
consejo del santo Evangelio, pues así lo han hecho todos mis hermanos que han
podido hacerlo".
»Oído esto,
marchó inmediatamente al campo, donde había dejado los bueyes uncidos, y los
desunció. Llevó uno al bienaventurado Francisco y le dijo: "Hermano, he
servido muchos años a mi padre y a todos los de mi casa; y, aunque valga poco
esta partija de mi herencia, quiero tomar este buey por la parte que me
corresponde para darlo a los pobres como mejor te parezca a ti".
»Cuando supieron
sus padres y hermanos, todavía pequeños, que Juan quería dejarlos, rompieron a
llorar amargamente y a dar tales gritos de dolor, que el bienaventurado
Francisco se movió a compasión. Era familia numerosa e incapaz de valerse. Les
dijo: "Preparad comida para todos y comamos juntos. No lloréis, porque os
voy a dejar muy contentos". Prepararon en seguida la comida, y todos
comieron con mucha alegría. Después de comer dijo el bienaventurado Francisco:
"Este hijo vuestro quiere servir a Dios, y no debéis por esto
entristeceros, sino alegraros inmensamente. Pues no solamente según Dios, mas
también según la estima del mundo, redundará para vosotros en gran honor y bien
espiritual y temporal, porque en vuestra propia carne será honrado Dios, y
todos nuestros hermanos serán vuestros hijos y vuestros hermanos. Él es creatura
de Dios, y quiere consagrarse al servicio de su Creador; servirle a Él es
reinar, y yo no puedo ni debo dejároslo. Mas para que recibáis de él un
consuelo, quiero que se desprenda de este buey y os lo dé a vosotros como
pobres, si bien debería darlo a otros pobres según el Evangelio". Quedaron
muy consolados con las palabras del bienaventurado Francisco y se alegraron en
gran manera, porque les había entregado el buey, pues eran muy pobres.
»El
bienaventurado Francisco, que amaba tanto en sí como en los demás la santa
sencillez, le vistió sin tardar el hábito de la Religión y lo llevaba como
compañero con toda humildad. Era tan simple, que se creía obligado a imitar al
bienaventurado Francisco en todo lo que hacía. Así, cuando el bienaventurado
Francisco estaba en alguna iglesia o en otro lugar para orar, lo observaba con
atención para imitarlo exactamente en todas sus acciones y gestos. Si el
bienaventurado Francisco se arrodillaba, o levantaba las manos hacia el cielo,
o escupía, o tosía, o suspiraba, también él lo hacía de igual manera. Cuando el
bienaventurado Francisco se dio cuenta de esto, le comenzó a corregir
cariñosamente estas simplicidades. A lo que respondió: "Hermano, yo he
prometido hacer todo lo que tú haces; por eso, he de ajustarme a ti en
todo". El bienaventurado Francisco se admiraba y maravillosamente se
alegraba al ver en él tal sencillez y pureza de alma». (39)
Pero el amigo y
confidente más íntimo de Francisco, entre los hermanos de la segunda
generación, y aún de todos, era Fray León de Asís, a un mismo tiempo confesor y
secretario del Santo, a quien gustaba llamarle, sin duda aludiendo a su nombre,
«hermano ovejuela de Dios», Frate pecorella di Dio.
Cuenta el
capítulo IX de las Florecillas que una vez se encontraron Francisco y León en un
eremitorio sin tener breviario en que rezar el Oficio divino. Como había que
rezarlo, porque ninguno de los dos se resignaba a faltar a tan sagrada
obligación, Francisco dijo a su compañero:
-- Carísimo, no
tenemos breviario para rezar los maitines; pero vamos a emplear el tiempo en la
alabanza de Dios. A lo que yo diga, tú responderás tal como yo te enseñaré; y
ten cuidado de no cambiar las palabras en forma diversa de como yo te las digo.
Yo diré así: «¡Oh hermano Francisco!, tú cometiste tantas maldades y tantos
pecados en el siglo, que eres digno del infierno». Y tú, hermano León,
responderás: «Así es verdad: mereces estar en lo más profundo del infierno».
-- De muy buena
gana, Padre. Comienza en nombre de Dios -respondió el hermano León con
sencillez colombina.
Entonces, San
Francisco comenzó a decir:
-- ¡Oh hermano
Francisco!: tú cometiste tantos pecados en el mundo, que eres digno del
infierno.
Y el hermano León
respondió:
-- Dios hará por
medio de ti tantos bienes, que irás al paraíso.
-- No digas eso,
hermano León -repuso San Francisco-, sino cuando yo diga: «¡Oh hermano
Francisco!, tú has cometido tantas cosas inicuas contra Dios, que eres digno de
ser arrojado por Dios como maldito», tú responderás así: «Así es verdad:
mereces estar con los malditos».
-- De muy buena
gana, Padre -respondió el hermano León.
Entonces, San
Francisco, entre muchas lágrimas y suspiros y golpes de pecho dijo en voz alta:
-- ¡Oh Señor mío,
Dios del cielo y de la tierra!: yo he cometido contra ti tantas iniquidades y
tantos pecados, que ciertamente he merecido ser arrojado de ti como maldito.
Y el hermano León
respondió:
-- ¡Oh hermano
Francisco!; Dios te hará ser tal, que, entre los benditos, tu serás
singularmente bendecido.
San Francisco,
sorprendido al ver que el hermano León respondía siempre lo contrario de lo que
él le había mandado, le reprendió, diciéndole:
-- ¿Por qué no
respondes como yo te indico? Te mando, por santa obediencia, que respondas como
yo te digo. Yo diré así: «¡Oh hermano Francisco granuja! ¿Crees que Dios tendrá
misericordia de ti? Porque tú has cometido tantos pecados contra el Padre de
las misericordias y el Dios de toda consolación, que no mereces hallar
misericordia». Y tú, hermano León, ovejuela de Dios, responderás: «De ninguna
manera eres digno de hallar misericordia».
Pero luego, al
decir San Francisco: «¡Oh hermano Francisco granuja!...», etc., el hermano León
respondió:
-- Dios Padre,
cuya misericordia es infinita más que tu pecado, usará contigo de gran
misericordia, y todavía añadirá muchas otras gracias.
A esta respuesta,
San Francisco, dulcemente enojado y molesto sin impacientarse, dijo al hermano
León:
-- ¿Cómo tienes
la presunción de obrar contra la obediencia, y tantas veces has respondido lo
contrario de lo que yo te he mandado?
-- Dios sabe,
Padre mío -respondió el hermano León con mucha humildad y reverencia-, que cada
vez me disponía a responder como tú me lo mandabas; pero Dios me hace hablar
como a Él le agrada y no como yo quiero.
San Francisco se
maravilló de esto y dijo al hermano León:
-- Te ruego, por
caridad, que esta vez me respondas como te he dicho.
-- Habla en
nombre de Dios, y te aseguro que esta vez responderé tal como quieres -replicó
el hermano León.
Y San Francisco
dijo entre lágrimas:
-- ¡Oh hermano
Francisco granuja! ¿Crees que Dios tendrá misericordia de ti?
-- Muy al
contrario -respondió el hermano León-, recibirás grandes gracias de Dios, y Él
te ensalzará y te glorificará eternamente, porque el que se humilla será
ensalzado. Y yo no puedo decir otra cosa, porque es Dios quien habla por mi
boca.
Otra vez iba San
Francisco (es el relato del capítulo VIII de las Florecillas) con el hermano
León de Perusa a Santa María de los Angeles en tiempo de invierno. Sintiéndose
atormentado por la intensidad del frío, llamó al hermano León, que caminaba un
poco delante, y le habló así:
-- ¡Oh hermano
León!: aun cuando los hermanos menores dieran en todo el mundo grande ejemplo
de santidad y de buena edificación, escribe y toma nota diligentemente que no
está en eso la perfecta alegría.
Siguiendo más
adelante, le llamó San Francisco segunda vez:
-- ¡Oh hermano
León!: aunque el hermano menor devuelva la vista a los ciegos, enderece a los
tullidos, expulse a los demonios, haga oír a los sordos, andar a los cojos,
hablar a los mudos y, lo que aún es más, resucite a un muerto de cuatro días,
escribe que no está en eso la perfecta alegría.
Caminando luego
un poco más, San Francisco gritó con fuerza:
-- ¡Oh hermano
León!: aunque el hermano menor llegara a saber todas las lenguas, y todas las
ciencias, y todas las Escrituras, hasta poder profetizar y revelar no sólo las
cosas futuras, sino aun los secretos de las conciencias y de las almas, escribe
que no es ésa la perfecta alegría.
Yendo un poco más
adelante, San Francisco volvió a llamarle fuerte:
-- ¡Oh hermano
León, ovejuela de Dios!: aunque el hermano menor hablara la lengua de los
ángeles, y conociera el curso de las estrellas y las virtudes de las hierbas, y
le fueran descubiertos todos los tesoros de la tierra, y conociera todas las
propiedades de las aves y de los peces y de todos los animales, y de los
hombres, y de los árboles, y de las piedras, y de las raíces, y de las aguas,
escribe que no está en eso la perfecta alegría.
Y, caminando
todavía otro poco, San Francisco gritó fuerte:
-- ¡Oh hermano
León!: aunque el hermano menor supiera predicar tan bien que llegase a
convertir a todos los infieles a la fe de Jesucristo, escribe que ésa no es la
perfecta alegría.
Así fue
continuando por espacio de dos millas. Por fin, el hermano León, lleno de
asombro, le preguntó:
-- Padre, te
pido, de parte de Dios, que me digas en que está la perfecta alegría.
Y San Francisco
le respondió:
-- Si, cuando
lleguemos a Santa María de los Angeles, mojados como estamos por la lluvia y
pasmados de frío, cubiertos de lodo y desfallecidos de hambre, llamamos a la
puerta del lugar y llega malhumorado el portero y grita: «¿Quiénes sois
vosotros?» Y nosotros le decimos: «Somos dos de vuestros hermanos». Y él dice:
«¡Mentira! Sois dos bribones que vais engañando al mundo y robando las limosnas
de los pobres. ¡Fuera de aquí!» Y no nos abre y nos tiene allí fuera aguantando
la nieve y la lluvia, el frío y el hambre hasta la noche. Si sabemos soportar
con paciencia, sin alterarnos y sin murmurar contra él, todas esas injurias,
esa crueldad y ese rechazo, y si, más bien, pensamos, con humildad y caridad,
que el portero nos conoce bien y que es Dios quien le hace hablar así contra
nosotros, escribe, ¡oh hermano León!, que aquí hay alegría perfecta. Y si nosotros
seguimos llamando, y él sale fuera furioso y nos echa, entre insultos y golpes,
como a indeseables importunos, diciendo: «¡Fuera de aquí, ladronzuelos
miserables; id al hospital, porque aquí no hay comida ni hospedaje para
vosotros!» Si lo sobrellevamos con paciencia y alegría y en buena caridad, ¡oh
hermano León!, escribe que aquí hay perfecta alegría. Y si nosotros, obligados
por el hambre y el frío de la noche, volvemos todavía a llamar, gritando y
suplicando entre llantos por el amor de Dios, que nos abra y nos permita
entrar, y él más enfurecido dice: «¡Vaya con estos pesados indeseables! Yo les
voy a dar su merecido». Y sale fuera con un palo nudoso y nos coge por el
capucho, y nos tira a tierra, y nos arrastra por la nieve, y nos apalea con todos
los nudos de aquel palo; si todo esto lo soportamos con paciencia y con gozo,
acordándonos de los padecimientos de Cristo bendito, que nosotros hemos de
sobrellevar por su amor, ¡oh hermano León!, escribe que aquí hay perfecta
alegría.
-- Y ahora escucha
la conclusión, hermano León: por encima de todas las gracias y de todos los
dones del Espíritu Santo que Cristo concede a sus amigos, está el de vencerse a
sí mismo y de sobrellevar gustosamente, por amor de Cristo Jesús, penas,
injurias, oprobios e incomodidades. Porque en todos los demás dones de Dios no
podemos gloriarnos, ya que no son nuestros, sino de Dios; por eso dice el
Apóstol: ¿Qué tienes que no hayas recibido de Dios? Y si lo has recibido de
Él, ¿por qué te glorías como si lo tuvieras de ti mismo?. Pero en la cruz
de la tribulación y de la aflicción podemos gloriarnos, ya que esto es nuestro;
por lo cual dice también el Apóstol: No me quiero gloriar sino en la cruz
de Cristo.
Con sobrada razón
dijo Renán que, desde los tiempos de los Apóstoles hasta el presente, nadie ha
sabido poner en práctica la doctrina evangélica con la resolución y eficacia
que lo hicieron Francisco y sus discípulos de todos los siglos. Después de esto
a nadie causará maravilla la visión que cierto piadoso varón tuvo una noche, en
que vio a todos los hombres heridos de incurable ceguera, reunidos en torno de
la Porciúncula, de pie, juntas las manos y con el rostro levantado al cielo
pidiendo a Dios el don de la vista; y he aquí que de repente se abren los
cielos, y una inmensa claridad envuelve la pequeña iglesia, y toda aquella
incontable muchedumbre de ciegos recobra la vista y contempla la lumbre de la
salvación (TC 56).
Capítulo
V – Santa Clara de Asís
Mientras que los
hombres, con demasiada frecuencia, se contentan con un ideal del todo teórico,
bien se puede afirmar que la práctica, incluso despojada con frecuencia de toda
teoría, es el dominio propio de la mujer; y nadie realiza más plenamente el
ideal concebido por un hombre, que la mujer cuyo corazón se ha conquistado ese
hombre.
Lejos de mí
afirmar que Francisco de Asís no haya puesto en práctica el Evangelio que él
predicaba. Cabalmente la originalidad de su genio consiste en haber seguido de
cerca al Maestro divino. Pero si buscamos la vida franciscana en su especial y
característica perfección, despojada de agregados extraños, buenos o malos, en
nadie encontraremos una imagen más perfecta de ella que en la ilustre discípula
e hija espiritual de Francisco, Santa Clara de Asís. Justamente, Clara se
preciaba de llamarse «plantita del bienaventurado padre Francisco» (RCl 1).
Ella, en efecto, fue y es aún la flor del jardín franciscano, flor cuyo
perfume, de exquisita fragancia y pureza, sigue manando del huertecillo donde
fue plantada.
Clara nació en
Asís en 1194, probablemente el 11 de julio. Su padre se llamaba Favarone de
Scifi, y Ortolana, su madre, era descendiente de una ilustre familia de
Sterpeto, los Fiumi. Ambos eran igualmente nobles, y en especial los Scifi
pertenecían a la más encopetada aristocracia de Asís. Favarone tenía el título
de Conde de Sasso-Rosso, nombre de una montaña roqueña que se levanta sobre la
ciudad de Asís. Aún se ve en el día de hoy el palacio fortificado que le servía
de mansión en Asís, muy cerca de Puerta-Vieja y no lejos de la iglesia de Santa
Clara. (40)
Cinco hijos le
nacieron de Ortolana: un hombre, Boson, y cuatro mujeres, Renenda, Clara, Inés
y Beatriz. Era Ortolana mujer de mucha virtud y piedad, como lo manifestó
llevando a cabo varias peregrinaciones, que en aquel entonces eran muy
peligrosas, señaladamente a Bari y a Tierra Santa. Se cuenta que, poco antes de
nacer Clara, el Señor le prometió en la oración que la hija que iba a alumbrar
sería una brillante luz que alumbraría al mundo entero, y es fama que por esto
la niña recibió en el bautismo el nombre de Clara, el cual significa a
la vez luminosa y famosa.
Creció la niña en
su casa de Asís en medio de aquel orden y bienestar que tan benéfico influjo
suele tener en la formación de una piedad sólida. Desde su más corta edad sobresalió
Clara en virtud entre niñas de su clase. Sin duda desde entonces conocería las
leyendas de los Padres del Desierto, las que, antes de aparecer la Leyenda
Dorada, eran la lectura predilecta de aquellos tiempos. Como quiera que fuese,
se cuenta que de muy niña se mortificaba duramente usando a raíz de su delicado
cuerpo ásperos cilicios de cerdas, y que (como se refiere del ermitaño Pablo de
Fermo en la Historia Lausiaca), rezaba todos los días tan gran número
de oraciones, que tenía que valerse de muchas piedrecillas para contarlas.
Dicho se está que, a imitación de todas las personas piadosas de la Edad Media,
juntaba Clara la práctica de la caridad a las mortificaciones.
Así pasaron los
primeros años de Clara hasta la edad en que fue una gallarda y hermosa joven.
Tuvo muchos pretendientes de su mano; pero uno entre todos fue del agrado de
sus padres. Hablaron de esto a su hija; más con no poca sorpresa encontraron en
ella una tenaz resistencia: ni siquiera oír hablar de matrimonio quería, y como
su madre la importunaba preguntándole el porqué, ella le contestó que se había
consagrado a Dios y había resuelto no conocer jamás a hombre alguno.
Este nivel de
virtud era incomprensible para Favarone y Ortolana. En aquellos tiempos, como
en los presentes, el cristianismo mediocre tenía viva preocupación en contra de
todo lo que llamaban «exceso de celo». Muchas veces en el curso de la historia
de aquella época se nos ofrecen dolorosas luchas entre padres e hijos o hijas,
cuando éstos, movidos del temor de Dios, querían salirse del camino trillado.
Tal aconteció a
la joven Clara Scifi a la edad de dieciséis años. Dios empero no la dejó sola
en el combate. Casi por este mismo tiempo había vuelto de Roma, con autoridad
pontificia para predicar, el joven Francisco, cuya conversión tan hondamente
había conmovido a la ciudad entera; de modo que muy fácilmente pudo oírle
Clara, como en efecto le oyó predicar en la iglesia de San Rufino, sita muy
cerca del palacio de los Scifi, y en la de San Jorge. Desde el primer momento
que le vio, Clara comprendió que la forma de vida observada por el Santo era la
que a ella le señalaba el Señor. Entre los discípulos de Francisco había dos,
Rufino y Silvestre, que eran parientes cercanos de Clara, y éstos facilitaron
el camino a sus piadosos deseos. Cierto día, acompañada de una de sus
parientas, a quien la tradición le da el nombre de Bona de Guelfuccio, fue a
ver a Francisco. Este había ya oído hablar de ella y desde que la vio tomó la
resolución, como nos dice la leyenda, de «quitar al malvado mundo tan precioso
botín para enriquecer con él a su divino Maestro». Le aconsejó, pues, que,
despreciando los vanos y caducos bienes del mundo, resistiese a las instancias
que sus padres le hacían para casarla, que guardase su cuerpo como un templo
para sólo Dios y no tuviese otro esposo que Jesucristo.
Desde entonces
Francisco fue el guía espiritual de Clara, la cual, bajo la dirección de tan
calificado maestro, se sentía cada día más fuertemente inclinada a dar el paso
decisivo, sin consideración alguna a todo lo que fuera ajeno a su deber para
con Dios. Porque ella comprendía que este deber se oponía a que ella siguiera
los deseos de sus padres, los cuales sólo pensaban en darle un marido terreno.
En esta disposición se encontraba su alma en la Cuaresma de 1212. Predicaba
Francisco, y entre sus oyentes estaba Clara. Tan «maravillosamente habló el
predicador del menosprecio del mundo, de la penitencia, de la pobreza
voluntaria, del cielo, de la pobreza, humillaciones y dolores de Jesús sacrificado»,
que el corazón de la joven ardió en vivas ansias de despojarse inmediatamente
de sus vestidos preciosos y de vivir en adelante como Jesús y Francisco, en el
desasimiento, en el trabajo, en la oración, en la paz y en la alegría.
Tanto la apretó
este deseo, que no pudiendo ya contenerlo dentro de sí, resolvió poner término
al género de vida que había llevado hasta entonces. Al saberlo Francisco, le
señaló la noche del Domingo de Ramos, como plazo en que debía «trocar los
placeres de este mundo por el luto de las penas del Salvador».
Todo aquel
domingo (18 de marzo de 1212) lo ocupó Clara en despedirse del siglo del modo
más solemne. Aderezada de sus más preciosos vestidos, «campeando entre las
matronas y doncellas de Asís por su gracia y hermosura, se encaminó a la
iglesia en compañía de su madre y de sus hermanas».
La Iglesia
celebra en este domingo de Ramos el recuerdo de la entrada de Cristo en
Jerusalén. El sacerdote bendice ramos de palma, de olivo o de boj, y los
distribuye a los fieles, que van en seguida en procesión por la iglesia, en
tanto que el coro canta la hermosa antífona: Pueri Hebraeorum, portantes
ramos olivarum obviaverunt Domino clamantes et dicentes: Hosanna in excelsis!
«Los hijos de los Hebreos salieron al encuentro del Señor con ramos de olivos,
clamando y diciendo: ¡Gloria a Dios en los cielos!»
Al comenzar la
distribución de los ramos y cuando todas las personas que estaban en la iglesia
avanzaban hacia la reja de la comunión a recibir una palma de manos del Obispo
Guido, sólo Clara Scifi permaneció inmóvil en su puesto. Sin duda la joven se
debió de sentir confundida y agobiada por el pensamiento de la grave
determinación que estaba a punto de tomar. ¡Cuántas veces Clara en años
anteriores se arrodilló en la misma iglesia y asistió al santo sacrificio al
lado de su madre y de sus hermanas sin pensar tal vez que algún día pudiera
terminar para ella tan santa práctica! ¡Y aquél era el último! En pocas horas
más tenía que despedirse de los suyos, o por mejor decir, abandonarlos para
siempre, sin poder despedirse de ninguno, en aquella tarde que iba a ser la
última que pasara en la tierra donde habían transcurrido los serenos días de su
infancia y de su juventud. El recuerdo de las amorosas ternuras de su madre y
de la cariñosa confianza de sus queridas hermanas se apoderaría sin duda del
alma de la joven, y en aquellos solemnes momentos experimentaría todo el poder
de los fuertes y a la vez suaves lazos que, sin advertirlo, forman los años
entre los que viven al calor de un mismo hogar. Sin duda entonces, mujer como
era, derramaría lágrimas, como las que derrama la desposada cuando ve llegar el
momento de separarse de sus padres.
En cualquier
caso, lo cierto es que Guido vio que había permanecido inmóvil, la cabeza
inclinada y con muestras de haber llorado, y, como probablemente Francisco lo
había prevenido, comprendió el estado de aquella alma. Con paternal solicitud
asió el ramo que Clara no se había acercado a recibir y fue en persona a
dárselo en el fondo de la iglesia.
La noche siguiente
Clara llevó a cabo su fuga. Saliendo de su casa por una puerta falsa, que
estaba obstruida por pesados maderos y piedras y que ella abrió fácilmente con
sus propias manos, se encontró en la calle, donde la esperaba Bona de
Guelfuccio, y acompañada de ella, se encaminó a la Porciúncula. Allí la
aguardaban los religiosos Menores con antorchas encendidas. De inmediato,
habiendo entrado a la capilla, se arrodilló ante la imagen de María y ratificó
la renuncia hecha al mundo «por amor del santísimo y amadísimo Niño, envuelto
en pobrísimos pañales y recostado sobre el pesebre» (RCl 2). Puso en manos de
los religiosos las relumbrantes vestiduras, y recibió en cambio una anguarina
tosca, semejante a la que usaban ellos; trocó el cinturón de ricas joyas adornado,
por una sencilla y nudosa cuerda, y cuando Francisco, tijera en mano, derribó
la blonda cabellera, en vez de adornar la cabeza con el primoroso bonetillo que
había traído, la cubrió con un espeso velo negro, y descalzándose los
borceguíes de seda, los mudó por sandalias de madera bajo los pies desnudos.
Hizo en seguida los tres votos monásticos y, como lo habían hecho los
religiosos, prometió obedecer a Francisco en todo. Así, transformada la noble
dama Clara Scifi en la humilde hermana Clara, la condujo Francisco aquella
misma noche al convento de las benedictinas de San Pablo, villaje cercano a
Isola Romanesca (hoy Bastia), donde con anticipación le tenía preparado un
albergue.
Como es natural,
el retiro de Clara no tardó en ser descubierto. Favarone y sus demás parientes
fueron a buscarla en el convento con el propósito de inducirla a que volviese a
su casa; mas la joven permaneció inquebrantable en su resolución: de nada
sirvieron ni los ruegos ni las promesas. Intentaron por fin su padre y sus tíos
emplear la violencia. Entonces Clara, encerrándose detrás de la reja del altar
de la iglesia, les mostró la cabeza rapada en señal de su adiós al mundo. Como
la familia prosiguiese luego en la pretensión de hacerla desistir de sus
propósitos, juzgó prudente Francisco trasladarla a otro convento más seguro, y
ese fue el del Santo Ángel de Panzo, que también pertenecía a las benedictinas. (41)
Mas la
indignación y enojo de Favarone subió de punto cuando dieciséis días después de
la huida de Clara, otra de sus hermanas, Inés, huyó también al convento del
Santo Ángel a compartir con su hermana el mismo género de vida. De Inés se
había forjado Favarone una de las más halagüeñas esperanzas; estaba ya
comprometida en matrimonio y fijo el día de las bodas; mas, ¡hétela aquí tocada
también de la misma locura! Irritado Favarone, pidió a su hermano Monaldo que
con doce hombres armados se apoderase de Inés a viva fuerza.
Las religiosas
del Santo Ángel se aterrorizaron en presencia de tal aparato y, cediendo a la
violencia de las armas, prometieron entregar a la fugitiva. Esta, empero,
aunque apenas había salido de la infancia, se apercibió a resistir con denuedo.
La golpearon inhumanamente con pies y manos; la asieron de los cabellos,
esforzándose por sacarla del convento. «¡Clara, Clara, ven en mi socorro!»,
exclamó entonces la desgraciada Inés, en tanto que los rizos de su cabellera y
los jirones de sus vestidos iban quedando enredados en las zarzas del camino.
Viéndose Clara impotente para socorrer a su hermana, se retiró a su aposento a
invocar el auxilio del Señor. El auxilio vino al punto: los doce robustos
hombres quedaron de repente sin poder avanzar una pulgada con el leve cuerpo de
Inés, que se tornó tan pesado como si fuera una roca. «No parece sino que esta
rapaza hubiera comido plomo toda la noche», dijo riendo uno de los hombres. «Sí
-dijo otro-, estas monjas saben lo que son buenos bocados». Aquel hecho,
empero, de tal modo encolerizó a Monaldo, que, alzando la mano enguantada de
hierro, intentó de un solo golpe aplastar la cabeza de aquella, para él, mal
aconsejada niña. Mas le cupo la misma suerte que a sus doce hombres: quedó sin
movimiento, como petrificado, la mano levantada y paralizada. En el ínterin
llegó Clara, y quieras que no, Monaldo tuvo que entregarle a Inés casi muerta.
Desde entonces,
la familia de Clara renunció a la pretensión de impedir a las dos jóvenes que
siguieran el género de vida que habían elegido. Más tarde fue a unírseles otra
hermana, Beatriz, y en pos de todas ellas, su madre, la piadosa Ortolana,
después de la muerte de Favarone.
El convento del
Santo Ángel no fue más que una morada provisional para Clara e Inés. Al no
vestir el hábito de San Benito ni observar su Regla, las dos jóvenes no
pertenecían a la Orden benedictina. Por esto Francisco trató de buscarles otro
convento, para lo cual se dirigió a sus antiguos bienhechores, los
Camaldulenses del monte Subasio. Grande tuvo que ser el regocijo del Santo
cuando estos monjes, que ya le habían cedido la Porciúncula y acababan de donar
a la ciudad de Asís el antiguo templo de Minerva, transformado en la iglesia de
la Santísima Virgen, le comunicaron que estaban dispuestos a cederle la iglesia
de San Damián con el conventito anexo. Acompañada de un reducido número de
hermanas, Clara fue a vivir en aquel convento. Encerrada dentro de sus muros
por espacio de cuarenta y dos años, iba Clara, según nos refiere su biógrafo,
«a quebrar con los golpes de la disciplina el alabastro de su cuerpo, para
llenar la Iglesia con el suave perfume de su alma» (LCl 10).
Y en verdad,
allí, en aquel convento de San Damián, germinó y se desenvolvió la vida de
oración y de trabajo, de pobreza y de alegría, que es como la flor del
movimiento franciscano, y los ejemplos dados por aquellas santas mujeres
hicieron eco a larga distancia.
Además, parece
que un gran número de mujeres de aquel tiempo habían experimentado en su
corazón, más o menos conscientemente, la aspiración a una vida superior a la de
los sentidos, muy bien simbolizada en las blancas paredes de una celda
claustral. Y así Clara no tuvo más que transformar esa latente aspiración en un
querer consciente. Muchas doncellas que aún estaban libres de lazos que podían
detenerlas en el mundo, corrieron a San Damián a vivir en su compañía; y muchas
otras a quienes las obligaciones de familia les impedían imitar su ejemplo,
vivían en sus casas esforzándose por seguir cuanto les era posible la vida
claustral. Matronas nobilísimas gastaban sus caudales en edificar monasterios,
a los cuales entraban ellas mismas en seguida para hacer penitencia de su vida
pasada. Fueron muchos los que, estando ligados por el matrimonio, abrazaron
voluntariamente la continencia y pasaron los maridos a encerrarse en un
convento franciscano y las mujeres en algún monasterio de clarisas (LCl 1).
La condición
exigida para que una postulante fuera admitida en San Damián era la misma que
exigía Francisco en la Porciúncula: repartir entre los pobres todos los bienes.
El convento no podía recibir donación alguna, sino que debía permanecer siendo siempre
«la torre fortificada de la altísima pobreza», según frase de Clara, en que se
nota el espíritu guerrero de aquel tiempo (LCl 13). Los medios de vida que
tenían las monjas, como los religiosos, eran el trabajo y la limosna. Mientras
unas hermanas trabajaban dentro del claustro, las otras iban a mendigar de
puerta en puerta. Celano refiere como Clara recibía a las hermanas que llegaban
de fuera. Siguiendo puntualmente lo que Francisco hacía con los religiosos
cuando volvían al convento después de mendigar, la santa abrazaba a las
hermanas y les besaba los pies. Más tarde, cuando la Orden se redujo a rigurosa
clausura, los monasterios se valieron de limosneros para mendigar (LCl 12 y
37).
Estas pocas
normas constituyeron, más o menos, los párrafos de la forma vivendi o
regla de vida que Francisco escribió poco después para las hermanas, regla cuyo
principal mandato era la obligación de guardar la pobreza evangélica (TestCl).
Sin duda las hermanas, por medio de Francisco, obtuvieron del Papa Inocencio III
la confirmación de esta regla, confirmación más formal que la que antes había
concedido a la de los religiosos. Suponen algunos que dicha confirmación no
tuvo lugar hasta 1215, porque solamente aquel año fue cuando por orden expresa
de Francisco aceptó Clara el título de abadesa de San Damián, y esta suposición
es muy verosímil. Hasta entonces Francisco había sido jefe y director de las
dos órdenes; mas después que el Papa les aprobó su regla, las monjas debían
tener una superiora que las gobernase, así como Francisco gobernaba a los
religiosos. Se cuenta también que Inocencio escribió con su propia mano las
primeras líneas de aquel singular y memorable privilegium paupertatis,
«privilegio de pobreza» (tan diferente de los que suelen solicitarse a la corte
romana), que aseguraba a Clara y a sus hijas el derecho de ser y permanecer
pobres (LCl 12.14).
Clara no sólo
participaba de la idea que tenía Francisco acerca de la pobreza, considerándola
como el fundamento de la perfección cristiana, conforme a las palabras del
Evangelio: «No podéis servir a Dios y a Mammón», sino que también estimaba
singularmente, como él, la utilidad del trabajo para la vida religiosa. A pesar
de ser Superiora, tenía costumbre de servir la mesa y de suministrar el agua a
las religiosas para que se lavasen las manos, y cuidaba solícitamente de todas
ellas. Más que echar cargas sobre las otras, le gustaba llevarlas sobre sí
misma. Cuidaba especialmente de las enfermas, a las que no rehusaba prestar
cualquier servicio por repugnante que fuese. Cuando las hermanas limosneras
regresaban al convento, se apresuraba ella a lavarles los pies. Sin atender a
la salud propia, se levantaba todas las noches por si acaso alguna religiosa
estuviera destapada. Francisco muchas veces le envió enfermos a San Damián, y
Clara los sanaba con sus prudentes y solícitos cuidados.
Ni siquiera
estando enferma, lo que era frecuente, omitía el trabajo manual. Así que se
sentía un poco aliviada, se dedicaba en la misma cama a bordar corporales, que
mandaba en seguida en cajas de seda a las iglesias pobres de las montañas del
valle. El corporal es el lienzo que se extiende en el altar, encima
del ara, para poner sobre él la hostia y el cáliz. Veremos más adelante como,
después de la estigmatización de Francisco, la Santa le hacía calzas para los
pies llagados, y le preparaba paños y vendas con que se cubriese las llagas.
Así como en el
trabajo era ejemplo para sus religiosas, lo era también en la vida de oración.
Después de las completas, que es la última parte del Oficio divino del día,
permanecía largos ratos sola en la iglesia ante aquel Crucifijo que habló a
Francisco en otro tiempo y a la luz de la lamparilla solitaria que en todas las
iglesias arde y brilla día y noche ante el altar del Smo. Sacramento. Allí se daba
a la quieta meditación de los dolores de Cristo y rezaba el «Oficio de la Cruz»
que había compuesto Francisco, de quien ella lo había aprendido. Estas
prácticas no le impedían levantarse por la mañana muy temprano, la primera de
todas; despertaba a las demás, encendía las lámparas y tocaba la campana para
la misa primera.
De su cuerpo,
naturalmente sano y robusto, no se cuidaba mucho ni poco. Su cama en los
principios eran haces de sarmiento con un tronco de madera por almohada;
después la cambió en un pedazo de cuero y por almohada un áspero cojín; por
orden de Francisco se redujo después a dormir en un jergón de paja. En los
ayunos de Adviento, de Cuaresma y de San Martín, Clara no se alimentaba sino
tres días en la semana, y eso con sólo pan y agua. Francisco y el obispo Guido
le mandaron que comiera todos los días por lo menos onza y media de pan. Tal
vez para reemplazar esta mortificación observó por largo tiempo la práctica de
usar a raíz del cuerpo una camisa de cuero de cerdo con la parte velluda hacia
adentro. Después consintió en mudar este vestido por un cinturón lleno de
ásperos nudos.
Al volver de la
iglesia después de haber orado allí por largo rato, su rostro irradiaba
felicidad y sus palabras estaban henchidas de alegría. Un día, habiendo oído
decir que el agua bendita era símbolo de la sangre de Jesús, quedó tan
impresionada, que no cesó hasta la noche de rociar con agua bendita a todas las
religiosas, exhortándolas a no olvidar jamás el saludable raudal que mana de
las llagas del Salvador. En la tarde de un Jueves Santo fue transportada en
éxtasis, del cual no volvió sino pasadas veinticuatro horas. Al volver en sí el
viernes por la noche y ver la candela que había encendido una hermana preguntó:
«¿Qué necesidad hay de luz? ¿No es de día?» (LCl 31). Una noche de Navidad,
estando enferma en cama y no pudiendo por este motivo acompañar en la iglesia a
las demás religiosas, oyó todo el Oficio divino que se cantaba en la iglesia
del nuevo convento de San Francisco y vio al Niño Jesús reclinado en el pesebre
que se había hecho en el fondo de la iglesia (LCl 29).
Francisco, a
pesar de su humildad, no podía dejar de reconocer cuán grande era la estima en
que le tenían Clara y las demás religiosas, y que una parte de sus sentimientos
religiosos estaba más o menos vinculada a ese afecto hacia su persona. Con el
fin, pues, de ir deshabituando a las Hermanas de esa afección hacia él y para
apartar su corazón de todo lo que no era Dios, determinó alejarse de ellas poco
a poco e insensiblemente. Sus visitas a San Damián, que al principio habían
sido frecuentes, fueron siendo cada vez más raras. Tal proceder chocó a los
mismos religiosos, quienes parece que vieron en esto una falta de caridad para
con las Hermanas. Francisco entonces les manifestó las razones que a esto le
movían y cómo deseaba que de allí en adelante no hubiera intermediario alguno
entre Dios y las religiosas. Toda su vida y por todos los medios trató de
evitar que en el corazón de la mujer se mezclase alguna afición personal hacia
el sacerdote con el puro amor de Dios. «Carísimos -les dijo-, no creáis que no
las amo de veras. Pues si fuera culpa cultivarlas en Cristo, ¿no hubiese sido
culpa mayor el haberlas unido a Cristo? Y si es cierto que el no haber sido
llamadas, para nadie es injuria, digo que es suma crueldad el no ocuparse de
ellas una vez que han sido llamadas. Pero os doy ejemplo para que vosotros
hagáis también como yo hago» (2 Cel 205).
Con todo, un día
les prometió que iría a predicar a San Damián. Le gustaba mucho a Clara oír la
palabra divina. Sucedió que andando el tiempo el Papa Gregorio IX prohibió a
los franciscanos que predicaran en San Damián. A tal prohibición respondió
Clara despidiendo a los religiosos que, desde la clausura definitiva prescrita
a las clarisas en 1219, se ocupaban en mendigar de puerta en puerta para ellas.
«Si podemos privarnos -dijo Clara- del pan espiritual, podemos también vivir
sin sustento del cuerpo». Con lo cual el Papa se vio forzado a retirar la
prohibición (LCl 37).
Así pues, el día
en que Francisco, cumpliendo su promesa, iba a predicar a San Damián, las
Hermanas estuvieron muy contentas, «no sólo porque iban a tener la dicha de oír
la palabra de Dios, sino también porque volvían a ver a su Padre y guía
espiritual». Francisco entró a la iglesia y se mantuvo de pie algunos instantes
en oración con los ojos elevados al cielo. En seguida, dirigiéndose a la
hermana sacristana, le pidió un poco de ceniza. Después, con la misma ceniza
trazó un círculo a su alrededor y derramó sobre su cabeza el resto. Sólo
entonces rompió el silencio, mas no para predicar, sino para rezar el salmo 50,
el Miserere, el salmo de la penitencia. Terminado el rezo, salió de la
iglesia y abandonó el monasterio, feliz por haber podido enseñar a las
religiosas que él no era más que un miserable pecador vestido de saco y
cubierto de ceniza (2 Cel 207).
En este mismo
orden de ideas se debe contar quizá la escena siguiente que refieren las
Florecillas, en la cual aparece como Santa Clara comió con San Francisco y
sus compañeros:
«Cuando estaba en
Asís San Francisco, visitaba con frecuencia a Santa Clara y le daba santas
instrucciones. Ella tenía grandísimo deseo de comer una vez con él; se lo había
pedido muchas veces, pero él no quiso concederle ese consuelo. Viendo, pues,
sus compañeros el deseo de Santa Clara, dijeron a San Francisco:
-- Padre, nos
parece que no es conforme a la caridad de Dios esa actitud de no dar gusto a la
hermana Clara, una virgen tan santa y amada del Señor, en una cosa tan pequeña
como es comer contigo; y más teniendo en cuenta que por tu predicación abandonó
ella las riquezas y las pompas del mundo. Aunque te pidiera otro favor mayor
que éste, deberías condescender con esa tu planta espiritual.
-- Entonces, ¿os
parece que la debo complacer? -respondió San Francisco.
-- Sí, Padre -le
dijeron los compañeros-; se merece recibir de ti este consuelo.
Dijo entonces San
Francisco:
-- Puesto que así
os parece a vosotros, también me lo parece a mí. Mas, para que le sirva a ella
de mayor consuelo, quiero que tengamos esta comida en Santa María de los
Angeles, ya que lleva mucho tiempo encerrada en San Damián, y tendrá gusto en
volver a ver este lugar de Santa María, donde le fue cortado el cabello y donde
fue hecha esposa de Jesucristo. Aquí comeremos juntos en el nombre de Dios.
El día convenido
salió Santa Clara del monasterio con una compañera y, escoltada de los
compañeros de San Francisco, se encaminó a Santa María de los Angeles. Saludó
devotamente a la Virgen María en aquel mismo altar ante el cual le había sido
cortado el cabello y había recibido el velo, y luego la llevaron a ver el
convento hasta que llegó la hora de comer. Entre tanto, San Francisco hizo
preparar la mesa sobre el suelo, como era en él costumbre. Y, llegada la hora
de comer, se sentaron a la mesa juntos San Francisco y Santa Clara, y uno de
los compañeros de San Francisco al lado de la compañera de Santa Clara; y
después se acercaron humildemente a la mesa todos los demás compañeros.
Como primera
vianda, San Francisco comenzó a hablar de Dios con tal suavidad, con tal
elevación y tan maravillosamente, que, viniendo sobre ellos la abundancia de la
divina gracia, todos quedaron arrebatados en Dios. Y, estando así arrobados,
elevados los ojos y las manos al cielo, las gentes de Asís y de Bettona y las
de todo el contorno vieron que Santa María de los Angeles y todo el convento y
el bosque que había entonces al lado del convento ardían violentamente, como si
fueran pasto de las llamas la iglesia, el convento y el bosque al mismo tiempo;
por lo que los habitantes de Asís bajaron a todo correr para apagar el fuego,
persuadidos de que todo estaba ardiendo. Al llegar y ver que no había tal
fuego, entraron al interior y encontraron a San Francisco con Santa Clara y con
todos los compañeros arrebatados en Dios por la fuerza de la contemplación,
sentados en torno a aquella humilde mesa. Con lo cual se convencieron de que se
trataba de un fuego divino y no material, encendido milagrosamente por Dios
para manifestar y significar el fuego del amor divino en que se abrasaban las
almas de aquellos santos hermanos y de aquellas santas monjas. Y se volvieron
con el corazón lleno de consuelo y santamente edificados.
Al volver en sí,
después de un largo rato, San Francisco y Santa Clara, junto con los demás,
bien refocilados con el alimento espiritual, no se cuidaron mucho del manjar
corporal. Y, terminado que hubieron la bendita refección, Santa Clara volvió
bien acompañada a San Damián» (Flor 15).
Empero, si Clara,
en presencia de Francisco, manifestaba la debilidad propia de la mujer, que
necesita consuelo y aliento, ante sus hijas era la madre revestida de fortaleza
para defenderlas y protegerlas. La sangre de los antiguos guerreros que corría
por sus venas quizá influía no poco en el temperamento de Clara.
De esta
invencible fortaleza dio pruebas las dos veces que San Damián fue sitiado por
el ejército de Federico II. Como este malicioso y astuto príncipe mantuviese
guerra con el Papa, lanzó a los Estados de la Iglesia sus arqueros mahometanos,
sobre los cuales no tenían ningún poder las excomuniones del Papa. Desde la
cima de la fortaleza de Nocera, a corta distancia de Asís, aquellos sarracenos
cayeron sobre el valle de Espoleto como «un enjambre de abejas» y fueron a
embestir contra el convento de San Damián. La entrada de los musulmanes en el
monasterio significaba para las Hermanas no sólo la muerte, sino también la más
vergonzosa de las ignominias. Afligidas en extremo se acogieron en torno de
Clara, quien en aquellos momentos se hallaba (lo que ocurría con frecuencia en
sus últimos años) en cama postrada por gravísima enfermedad. Mas ella, sin
perder un momento la calma y el valor, se hizo trasladar a la puerta del
convento, ofreciéndose la primera al peligro; mandó que le trajesen la cápsula
de plata, encerrada en una caja de marfil, donde se reservaba el Santísimo, y
cayó de rodillas delante de él, pidiendo amparo al cielo para sí y sus hijas.
De repente oye que desde dentro del sagrado vaso sale una voz «como de niño»
que le dice: «Yo os guardaré siempre», y en seguida, llena de fe y confianza,
se alzó de la oración. El evento confirmó en el acto la promesa divina, porque
en el mimo instante los sarracenos levantaron el sitio del monasterio y se
fueron a otra parte a continuar su vandálica obra (LCl 21-22). En recuerdo de
este suceso, acaecido en 1230, se representa con frecuencia a Clara con una
custodia en la mano. Más tarde la leyenda exornó considerablemente el primitivo
relato, según se ve aún hoy día en un fresco medio borrado que se venera en San
Damián y que representa a Clara con el Santísimo avanzando resuelta al
encuentro de los sarracenos, y a estos bajando precipitadamente las escalas y
huyendo despavoridos. Cuatro años más tarde (junio de 1234), un milagro
parecido impidió que las tropas de Federico, capitaneadas por Vital de Aversa,
se apoderasen, no ya sólo de San Damián, sino de toda Asís, acontecimiento cuyo
aniversario han celebrado siempre los asisienses como fiesta nacional.
También en otra
circunstancia demostró Clara su ánimo resuelto y varonil. Cuando en 1220 llegó
a Italia, procedente de Marruecos, la noticia de la muerte de los cinco
primeros mártires franciscanos, la Santa quedó tan impresionada que resolvió ir
ella también entre los infieles y recibir allí con sus hermanas la palma del
martirio; y fue necesaria la prohibición expresa de Francisco para impedirle
que llevara a cabo ese proyecto.
Pero en lo que se
manifestó más enérgica e inflexible fue en la lucha que sostuvo durante años,
incluso con el Papa mismo, para poder permanecer fiel a su voto de pobreza.
Constantemente, su devoto amigo Hugolino, que llegó a ser papa en 1227 con el
nombre de Gregorio IX, animado ciertamente de los mejores propósitos, se
esforzaba en convencerla de que debía aceptar, para sí y su convento, algunos
bienes temporales que les permitiesen vivir en calma y en paz, como lo hacían
las religiosas de otras órdenes. Pero ella se opuso obstinadamente a todos esos
esfuerzos. Por fin, cuando Gregorio IX llegó a decirle: «Si temes por el voto,
Nos te desligamos del voto», ella replicó con santa intrepidez: «Santísimo
padre, absolvedme de mis pecados, pero no de la obligación de seguir a nuestro
Señor Jesucristo» (LCl 14). Sólo dos días antes de morir tuvo Clara la gran
alegría de obtener de Inocencio IV y a perpetuidad, para sí misma y para sus
hermanas, el derecho de ser y permanecer siempre pobre. (42)
Al revés de
Francisco, y a pesar del extremado rigor de su vida, Clara estaba destinada a
vivir larga vida: murió a los sesenta años, después de cuarenta y dos de vida
monacal, la mayoría de los cuales estuvo afligida por el triste recuerdo,
siempre fresco en su memoria, de la muerte de su seráfico maestro, acaecida en
1226. Cuando Francisco estaba ya para morir, tendido en su lecho, en su pobre
celda de la Porciúncula, adonde acababa de hacerse trasladar presintiendo su
fin, envió Clara un mensajero a decirle que deseaba mucho verle, ya que iba a
ser la última vez, al cual contestó Francisco: «Ve a decirle a la hermana Clara
que, por el momento, no es posible que ella venga acá; pero que se alegre,
porque ni ella ni sus hijas morirán antes de haberme visto otra vez, y que tal
vista las consolará en gran manera». Pocos días después voló al cielo
Francisco, y los habitantes de Asís bajaron a la Porciúncula para llevarse el
sagrado cadáver, lo que hicieron en compañía de los frailes, en solemne
procesión, en medio de himnos y cánticos de alabanza, con palmas y antorchas
encendidas y al son de trompetas. Era una de esas mañanas en que el sol de
octubre dibuja una neblina en el valle de Umbría con colores de violeta que se
extienden por todo él como un mar sosegado y sin orillas. El devoto cortejo no
tardó mucho en llegar al monasterio de San Damián, a cuyo frente se paró. Los
portadores de la preciosa carga penetraron con ella en la iglesia, la colocaron
junto a la reja de las hermanas y éstas pudieron así contemplar por última vez
el rostro ya inanimado de su padre y maestro. Dice el Espejo de Perfección:
«Removida la reja de hierro por donde las monjas solían comulgar y escuchar la
palabra de Dios, los hermanos levantaron del ataúd el santo cuerpo y lo
sostuvieron en sus brazos ante la ventanilla por buen espacio de tiempo,
mientras la señora Clara y sus hermanas se consolaban con verlo, aunque llenas
de pena y de lágrimas al verse privadas de los consuelos y exhortaciones de tan
gran padre» (EP 108). Al contemplarlo, añade Celano, rompieron en continuos
suspiros, en profundos gemidos del corazón y copiosas lágrimas, que inundaban
todos los ámbitos de la pequeña iglesia y se contagiaron a todos los presentes,
pues «era casi imposible que pudiera cesar el llanto cuando aquellos ángeles de
paz tan amargamente lloraban» (1 Cel 117).
Muchos años
sobrevivió Clara a Francisco, durante los cuales nunca dejaron de visitarla los
más íntimos amigos del Santo. León, Ángel, Junípero, iban a la continua donde
ella a recrearse con su conversación y con los dulces recuerdos de su común
maestro. Lo mismo hacía, aunque con menor frecuencia, Fray Gil, de quien solía
decir Bernardo de Quintaval que permanecía constantemente encerrado en su celda
como una virgen en su cámara. En una de esas visitas pasó en San Damián un caso
que merece mencionarse por el espíritu franciscano que lo informa.
Coincidieron en
San Damián el maestro Fray Alejandro de Hales y Fray Gil. Clara, a quien le
gustaban los sermones doctos y bien hablados, le pidió a Alejandro que hablara
para sus hermanas. Llevaba ya algún tiempo el doctor inglés predicando un
sermón que, sin duda, rebosaba ciencia y erudición, y distaba, por ende, toto
coelo de las sencillas pláticas que tantas veces había predicado Francisco
desde aquella misma cátedra. De repente se levanta Fray Gil en medio de la
iglesia y, con extrañeza de todos, exclama dirigiéndose al orador:
-- Cállate,
maestro, que quiero predicar yo.
Y el maestro
Alejandro se calló. Y el hermano Gil, sin cultura y sin complejos, pronunció
unas cuantas frases férvidas y sabrosas. Luego le dijo al teólogo:
-- Hermano,
completa ahora tu sermón.
Y el hermano
teólogo retomó el hilo de su prédica hasta el fin. Y la hermana Clara, que
había presenciado la inesperada escena con sus hermosos ojos abiertos por el
gozo del asombro, dijo al final:
-- Ahora he visto
cumplido el deseo de nuestro muy santo padre Francisco, el cual me dijo una
vez: «Deseo ardientemente que mis hermanos clérigos lleguen a tanta humildad,
que un maestro en teología interrumpa su sermón si un hermano sin letras le
dice que quiere predicar». Os digo, hermanos y hermanas, que me ha causado este
maestro más admiración que si le hubiera visto resucitar a un muerto.
Pero volvamos a
nuestra historia. Por fin llegó para Clara el término de la mortal carrera.
Veintiocho largos años había pasado entre los tormentos de crueles
enfermedades, que en el otoño de 1252 pareció que iban a acabar con su santa
existencia, no sin alguna pena de parte suya, por cuanto no había logrado aún
el cumplimiento de su más íntimo anhelo: la confirmación decisiva y completa de
su «privilegio de pobreza».
Por aquel tiempo
volvió Inocencio IV a Italia procedente de Lyón en Francia, donde se había
visto obligado a refugiarse huyendo de los ejércitos de Federico II. Muerto
este emperador en Fiorenzuola en 1250, en septiembre de 1252 pudo ya el Papa
establecerse tranquilamente en Perusa, y el Cardenal Rainaldo, sostén y
defensor de las clarisas y futuro Alejandro IV, trasladarse a San Damián a
administrar la comunión a la santa enferma, que aprovechó la ocasión para
suplicarle con las más vivas instancias que le obtuviese del Papa dicho ansiado
privilegio.
En el verano del
año siguiente, 1253, vino a Asís el Papa en persona acompañado de toda su
corte, y su primer cuidado fue visitar a Clara, que yacía postrada en el lecho
del dolor. Ella al punto le pidió la bendición apostólica y la absolución de
todos sus pecados, a lo que contestó suspirando el Pontífice: «¡Ojalá no
tuviera yo más necesidad que tú de la indulgencia de Dios!» Cuando Inocencio se
retiró, como aquel día había recibido la comunión, dijo Clara a sus hermanas,
reunidas sobre su lecho: «Hijitas mías, alabad al Señor, ya que Cristo se ha
dignado concederme hoy tales beneficios, que cielo y tierra no se bastarían
para pagarlos. Hoy -prosiguió- he recibido al Altísimo y he merecido ver a su
Vicario» (LCl 42).
Desde aquel
instante ya las monjas no se separaron más de la presencia de su madre. Su
hermana Inés, que por treinta años rigiera el monasterio de Monticelli, cerca
de Florencia, estaba también allí, arrodillada, sollozante, solícita. Pasaron
días, y la enferma en el mismo estado. En dos semanas no pudo tomar ningún
alimento, pero las fuerzas no le faltaban. El confesor la exhortaba a la
paciencia, y ella respondía: «Desde que conocí la gracia de mi Señor Jesucristo
por medio de aquel su siervo Francisco, ninguna pena me resultó molesta,
ninguna penitencia gravosa, ninguna enfermedad difícil de soportar».
Después mandó
rogar a sus amigos de la Porciúncula: León, Ángel y Junípero, que viniesen a
leerle la historia de la Pasión del Señor; ellos acudieron en seguida. Y
entonces fue cuando Fray Junípero le ofreció aquella mística provisión de
«saetas de Dios», mientras León, arrodillado junto a su lecho, besaba lloroso
el saco de pajas que le servía de colchón, y Ángel se esforzaba por consolar a
las tristes y gemebundas hermanas.
De repente los
interrumpió la enferma, diciendo quedamente a su alma: «¡Ve segura, porque
llevas buena escolta para el viaje. Ve, porque aquel que te creó te santificó;
y guardándote siempre, como la madre al hijo, te ha amado con amor tierno. Tú,
Señor, seas bendito porque me creaste» (LCl 46). Dicho esto, se calló y quedó
inmóvil, con los ojos abiertos, como quien espera una respuesta. «¿Con quién
hablas?», le pregunta una de las hermanas. «Con mi alma», contesta Clara en
tono solemne, y luego añade: «¿Ves tú, ¡oh hija!, al Rey de la gloria, a quien
estoy yo contemplando?»
Todos los ojos,
arrasados en lágrimas, se fijan en la moribunda; pero ésta ya no ve a nadie;
sólo mira hacia la puerta de la celda, y he aquí que de repente la puerta se
abre, y Clara ve entrar por ella muchedumbre de vírgenes vestidas todas de
blanco, ceñida de franjas doradas la frente luminosa; vienen a llevarse a su
hermana a la nueva patria. Una de ellas sobresale entre todas por su hermosura
y gentileza, y esparce por la modesta estancia tal resplandor, que con él fuera
sombra el brillo del más claro día. La soberana Señora avanza radiante de
belleza por entre las filas de sus compañeras hacia el lecho de la moribunda,
se inclina hacia ella y la cubre con su manto de luz. En el mismo instante y en
los brazos maternales de la Reina del cielo vuela Clara hacia las moradas
eternas. Los circunstantes no lo advirtieron sino cuando notaron el santo
cuerpo yerto sobre el lecho, pero flexible y hermoso, y en sus manos la bula,
fechada dos días antes, en que el Sumo
Pontífice le concedía a ella y a sus hijas formal y definitivamente el derecho
de vivir de todo en todo conforme al ideal franciscano (LCl 46).
El convento de
San Damián se conserva aún casi en el mismo estado en que lo habitaron Clara y
sus compañeras: allí está el mismo estrecho coro en que ellas rezaban el divino
oficio, con sus asientos de primitiva y tosca hechura, y en medio el apolillado
facistol con su vetusto antifonario abierto en la fiesta del día. En otra parte
se exhibe la campana de que Clara se servía para llamar a sus monjas a la
oración; el cáliz en que bebía después de recibir el Santísimo Sacramento; el
breviario de su uso, escrito de su puño y letra de Fray León, y un relicario
que le había regalado el Papa Inocencio IV. Allí está también el mismo
refectorio donde Gregorio IX fue comensal de Clara, y donde aquél mandó a ésta
que bendijese los panes, y, como ella los iba bendiciendo, se dibujaba sobre
ellos milagrosa cruz. Allí, por fin, después de visitar la pequeña y baja
estancia donde habitó y murió la santa virgen, se pasa al que aún se llama «su
jardín», que no es más que un estrecho terrazo plantado de flores y cercado de
altos parapetos; pero a vueltas de su estrechez es un magnífico mirador, desde
el cual se domina y contempla todo el opulento valle umbriano con sus ciudades
y viñedos y olivares, con sus torcidos arroyuelos y blanquecinos senderos;
desde allí se divisan perfectamente Rivotorto, Bettona y la Porciúncula. El
jardincito semeja un canastillo de flores. Cuenta la tradición que Clara no
cultivaba en él sino tres clases de plantas: la azucena, símbolo de la pureza,
la violeta, de la humildad, y la rosa, del amor a Dios y al prójimo.
Libro III
El cantor
de Dios
Quid enim sunt servi Dei, nisi quidam joculatores ejus,
qui corda hominum erigere
debent et movere ad laetitiam spiritualen?
¿Pues
qué son los siervos de Dios sino unos juglares
que deben levantar y mover los
corazones de los hombres hacia la alegría espiritual?
(San Francisco, EP 100).
Capítulo
I – El sermón a los pájaros
Parece ser que
Francisco, al contemplar la vida tranquila, dichosa, de todo en todo interior
en que vivían Clara y sus primeras discípulas en la bendita soledad de San
Damián, sintió renacer en su conciencia las antiguas dudas sobre la verdad de su
vocación: si no le estaría mejor consagrarse, como los anacoretas de otros
tiempos, al silencio y retiro de la vida contemplativa, ajeno a toda relación
con el mundo, entregado todo a los intereses de su propia alma. Y a la verdad,
algunos de sus discípulos, como Silvestre, Rufino y algo también Gil, habían
entrado por ese camino. Francisco, por su parte, no dejaba de ver los peligros
que llevaba consigo la vida del solitario (egoísmo espiritual y orgullo
ascético), como se ve por un pasaje harto característico de las Florecillas
(Flor 29); pero tampoco se le ocultaba que la vida errante del predicador no
podía menos de estar continuamente expuesta a lo que él llamaba «el
empolvoramiento de los pies del espíritu» (LM 12,1), palabras cuyo cabal
significado sólo podremos alcanzar siguiendo al Santo en sus viajes misioneros
de los años 1211 y 1212.
Referido queda ya
cómo, yendo Francisco camino de Toscana en compañía de Silvestre, le tocó
restablecer la paz entre los diversos partidos en que estaba dividida la ciudad
de Perusa. En Cortona convirtió y llevó consigo a Guido Vagnotelli, a quien se
refiere sin duda el capítulo 37 de las Florecillas, y también, si hemos de
atenernos a Waddingo, a aquel Elías Bombarone, que tan célebre y temeroso papel
había de desempeñar en la Orden. Después de fundar en las cercanías de Cortona
el ermitorio de le Celle, siguió viaje a Arezzo y Florencia. En esta
última ciudad se agregó a su escuela un gran jurisconsulto llamada Juan
Parenti, doctor de la Universidad de Bolonia, que a la sazón desempeñaba las
funciones de juez en Civitá Castellana, y cuya vocación a la Orden ligan
Waddingo y Rodulfo a extraña y curiosa anécdota. Paseando un día nuestro
magistrado por los alrededores de la ciudad, vio a un porquero afanado en hacer
entrar al corral su indócil piara al grito de «¡Entrad como entran los jueces
en el infierno!», grito que concuerda con esta otra sentencia entonces
corriente y popular: que jurista y mal cristiano van de la mano.
El hecho es que,
en llegando Francisco a Florencia, Parenti renunció a su empleo y se hizo
franciscano; por aquel mismo tiempo, otro sabio jurista de Bolonia, Nicolás de
Pepoli, tomaba sobre sí el cargo de servir los intereses de la misión
franciscana de la misma ciudad. Parente fue General de la Orden de 1227 a 1232.
De Florencia pasó
el Santo a Pisa, donde se le juntó otro futuro general de la Orden, Fray
Alberto de Pisa (1239-1240), y también Fray Agnelo de Pisa, el futuro jefe de
la primera misión franciscana de Inglaterra. Después, pasando por San Geminiano
en el valle de Elsa, por Chiusi y por Cortona, volvió a Asís después de más de
un año de ausencia, y entonces fue cuando predicó en la catedral aquellos
memorables sermones cuaresmales de que ya hemos hecho mención.
Esta última parte
del viaje de Francisco asumió las proporciones de una marcha triunfal: en todas
las ciudades se echaban a vuelo las campanas al anuncio de su arribo; el pueblo
acudía en masa a vitorearle con palmas en las manos, llevándole en solemne
procesión hacia la casa parroquial, donde él tenía costumbre de alojarse y
adonde le llevaban panes para que él los bendijese, y las gentes los guardaba
como reliquias. El grito: Ecco il Santo!, «¡He aquí el Santo!», tan
espontáneo en boca del pueblo italiano, resonaba a la continua por todas partes
(1 Cel 62-63). La Leyenda de los Tres Compañeros dice de los antiguos hermanos
que, «cuando llegaba la hora de hospedarse, de mejor gana se quedaban en casa
de sacerdotes que de seglares» (TC 59).
No faltaban entre
sus discípulos quienes hallaban un tanto excesivos tales honores, y muchas
veces fueron a su maestro, como los Apóstoles al suyo, con éstas o parecidas
preguntas: «¿No oyes lo que dicen de ti esos hombres?» A lo que contestaba
Francisco que tales loores no le afectaban a él más que a las estatuas y
pinturas los que se les tributa en las iglesias; esas representaciones no son
para los cristianos otra cosa que imágenes de Dios, y sólo en tal carácter se
las venera; y añadía Francisco que ni su carne ni su sangre ni su persona
individual participaban de los honores de que era objeto más que la madera o la
piedra de que estaban hechas las mencionadas imágenes.
Pero a la larga a
Francisco le pareció insuficiente semejante respuesta y comenzó a turbarse con
las aclamaciones de la multitud, de modo que se esforzó cuanto pudo por
rebajarse a sí mismo. «No queráis alabarme como a quien está seguro -decía al
pueblo-; todavía puedo tener hijos e hijas. No hay que alabar a ninguno cuyo
fin es incierto». Y a sí mismo se decía: «Francisco, si un ladrón hubiera
recibido del Altísimo tan grandes dones como tú, sería más agradecido que tú»(2
Cel 133). Un día debía Francisco predicar al pueblo de Terni en presencia del
Obispo; pero antes que él empezara, quiso éste presentarle a la gente y dijo,
entre otras cosas, cómo era gran maravilla que un hombre tan simple y sin
letras como Francisco obtuviese tan señalados éxitos en la predicación; oyendo
lo cual Francisco se gozó en gran manera y dio al prelado las más rendidas
gracias (2 Cel 141). A los que le encomiaban por su riguroso tenor de vida,
solía responder: «Nadie debe complacerse con los falsos aplausos que le
tributan por cosas que puede realizar también un pecador. Éste -decía- puede
ayunar, hacer oración, llorar sus pecados y macerar la propia carne. Una sola
cosa está fuera de su alcance: permanecer fiel a su Señor. Por tanto, hemos de
cifrar nuestra gloria en devolver al Señor su honor y en atribuirle a Él
-sirviéndole con fidelidad- los dones que nos regala» (LM 6,3).
Francisco se
reprochaba a sí mismo muchas infidelidades contra Dios, y eso sin curarse de si
otros le escuchaban o no. En cierta ocasión cayó enfermo y consintió en comer
guiso de ave durante la enfermedad. Una vez restablecido, ordenó a uno de los
hermanos que le sacase desnudo por las calles, tirándole del cuello por una
cuerda y gritando: «Aquí lo tenéis; mirad a este glotón, que está bien cebado
de carne de gallina sin que vosotros lo supierais» (1 Cel 52). Y como esta
medida no lograse más que nuevas entusiastas alabanzas por su humildad, mandó a
otro hermano que le fuese insultando continuamente, a fin de que hubiese
siquiera una boca que le dijese la verdad, aunque fuera por su propia cuenta.
Así lo hizo el hermano, arrastrado por la obediencia y violentando atrozmente
su corazón, y se puso a injuriar a su maestro llamándole grosero, holgazán,
siervo inútil, con otros denuestos; todo lo cual escuchaba Francisco bañado el
rostro en plácido contentamiento, y al fin respondió: «El Señor te bendiga,
porque dices la verdad; esto es lo que necesita oír el hijo de Pedro
Bernardone» (1 Cel 53).
Otras veces
Francisco procuraba sustraerse a las alabanzas del pueblo retirándose a la
soledad. Por tal motivo se refiere que pasó toda la cuaresma de 1219 en una
isla inhabitada del lago Trasimeno (Flor 7), y gran parte del invierno del
mismo año la pasó enterrado en el eremitorio montuoso de Sarteano, cerca de
Chiusi, cuyas chozas, hechas de ramas, parecían más guaridas de alimañas que no
moradas de seres racionales; pero a Francisco le placían en gran manera, «en
parte por su misma salvajez, en parte por su soledad, en parte, en fin, porque
desde allí podía divisar en lontananza a su querida Asís».
En este retiro de
Sarteano fue precisamente donde le acometieron las más fieras tentaciones, que
estuvieron a punto de arrojarle en el abismo de la desesperación: «No hay en el
mundo -le decía una voz interior- ni un pecador a quien, si se convierte, no
perdone el Señor; pero el que se mata a fuerza de penitencias, como tú, nunca
jamás hallará misericordia». La más recia de tales tentaciones era la que le
incitaba a renunciar al celibato y a casarse. Al principio la resistió por los
mismos medios que los antiguos anacoretas, azotándose y desgarrándose
cruelmente los lomos con la cuerda que llevaba ceñida a la cintura; pero viendo
que tal castigo no bastaba para sosegar «al hermano asno», como él llamaba a su
cuerpo, imaginó otro, que fue arrojarse una noche medio desnudo en la gruesa
capa de nieve que se había hecho delante de su celda. Allí se puso a fabricar,
con trozos de nieve, figuras humanas de diferentes tamaños, y cuando ya tuvo
siete forjadas, empezó a decirse a sí mismo: «Mira, Francisco, esta mayor es tu
mujer; estas otras cuatro son tus dos hijos y tus dos hijas; las otras dos el
criado y la criada que se necesitan para el servicio. Pero date prisa en vestir
a todos, porque se mueren de frío. Y, si te molesta la multiplicada atención
que hay que prestarles, sirve con solicitud al Señor sólo» (2 Cel 116-117). San
Buenaventura, que también refiere el hecho, añade: «Un hermano, que entonces
estaba haciendo oración, fue testigo ocular de todo lo sucedido gracias al
resplandor de la luna, en fase creciente» (LM 5,4).
Todo esto no
hacía sino reavivar más y más en el corazón de Francisco el deseo de retirarse
del mundo de un modo definitivo y completo. Continuamente iba confiriendo el
caso con los otros compañeros y pensando las razones que, a su juicio, abonaban
el pro y el contra. De las segundas sólo una hallaba que le retraía
imperiosamente de abrazar la vida eremítica, y era el ejemplo del Salvador.
Jesús habría podido quedarse a la diestra del Padre, gozando eternamente de los
esplendores de su gloria; pero no, prefirió bajar a la tierra a someterse a
todas las asperezas de la condición humana, a arrostrar una muerte llena de
todo linaje de afrentas y dolores; y esta muerte de cruz era precisamente para
Francisco, desde el día de su conversión, el objeto de todos sus anhelos, el
tema obligado de sus meditaciones, el dechado a que procuraba ajustar su vida
toda (LM 12,1-2).
La amargura de
esta duda tomaba cuerpo y era cada vez más vehemente y premiosa. Por fin,
Francisco resolvió salir de ella de una vez por todas y acudir al juicio de
Dios, prometiendo al mismo tiempo acatar y poner en práctica a ojos cerrados lo
que Dios fuera servido de sentenciar. En otras perplejidades había recurrido al
expediente de abrir al azar el libro de los Evangelios, tomando por respuesta
escrita para él el pasaje que el acaso le presentara; mas ahora determinó
someterse a lo que juzgasen dos almas escogidas, de extraordinaria santidad. En
consecuencia, envió a Fray Maseo primero donde Clara, y en seguida donde Fray
Silvestre, quien hacía vida solitaria en una de las grutas del monte Subasio,
en el sitio donde después se edificó el convento de las Cárceles, cuyo
bosque está sembrado de celdillas, testigos de la primitiva piedad franciscana.
Al juicio, pues, de Silvestre y de Clara resolvió Francisco atenerse
absolutamente, abandonando todo escrúpulo e indecisión, seguro de que lo que
ambos dijesen sería la expresión neta de la voluntad de Dios. El resultado de
la consulta lo refieren los Actus Beati Francisci de la siguiente
manera:
«Marchó el
hermano Maseo, y, conforme al mandato de San Francisco, llevó la embajada
primero a Santa Clara y después al hermano Silvestre. Éste, no bien la recibió,
se puso al punto en oración; mientras oraba tuvo la respuesta divina, y volvió
donde el hermano Maseo y le habló así:
-- Esto es lo que
has de decir al hermano Francisco de parte de Dios: que Dios no lo ha llamado a
ese estado solamente para él, sino para que coseche fruto de almas y se salven
muchos por él.
Recibida esta
respuesta, el hermano Maseo volvió donde Santa Clara para saber qué es lo que
Dios le había hecho conocer. Y Clara respondió que ella y sus compañeras habían
tenido de Dios aquella misma respuesta recibida por el hermano Silvestre.
Con esto volvió
el hermano Maseo donde San Francisco, y San Francisco lo recibió con gran
caridad, le lavó los pies y le sirvió de comer. Cuando hubo comido el hermano
Maseo, San Francisco lo llevó consigo al bosque, se arrodilló ante él, se quitó
la capucha y, cruzando los brazos, le preguntó:
-- ¿Qué es lo que
quiere de mí mi Señor Jesucristo?
El hermano Maseo
respondió:
-- Tanto al
hermano Silvestre como a sor Clara y sus hermanas ha respondido y revelado
Cristo que su voluntad es que vayas por el mundo predicando, ya que no te ha
elegido para ti solo, sino también para la salvación de los demás.
Oída esta
respuesta, que le manifestaba la voluntad de Cristo, se levantó al punto lleno
de fervor y dijo:
-- ¡Vamos en el
nombre de Dios!
Tomó como
compañeros a los hermanos Maseo y Ángel, dos hombres santos, y se lanzó con
ellos a campo traviesa, a impulsos del espíritu.
Y llegaron a un
lugar situado entre Cannara y Bevagna.
En este lugar
observó Francisco algunos árboles a la orilla del camino, cubiertos de
innumerable muchedumbre de variados y nunca vistos pajarillos, que no cabiendo
en las ramas, se esparcían también por el campo y cubrían el suelo debajo de
los árboles. Con tal espectáculo Francisco se sintió de nuevo levantado en
espíritu y dijo a sus dos compañeros:
-- Esperad un
momento, que voy a predicar a los hermanos pájaros.
Y así diciendo,
se entró por el campo en dirección al terreno ocupado por las aves, las cuales,
cuando le vieron venir, le salieron también al encuentro, tanto las que estaban
en el suelo como las que poblaban las ramas de los árboles; luego se quedaron
todas quietas y tan vecinas a él, que muchas le tocaban el hábito.
Y Francisco habló
así a los pájaros:
-- ¡Carísimos
hermanos pájaros! Mucho debéis vosotros a Dios, y es menester que siempre y en
todas partes les alabéis y bendigáis: he aquí que os ha dado esas alas, con que
medís y cruzáis en todas direcciones el espacio. Él os ha adornado con ese
manto de mil y mil colores lindos y delicados. Él cuida solícito de vuestro
sustento, sin que vosotros tengáis que sembrar ni cosechar, y apaga vuestra sed
con las límpidas aguas de los arroyuelos del bosque, y puso en vuestras
gargantas argentinas voces con que llenáis los aires de dulcísimas armonías. Y
para vosotros, para vuestro abrigo y recreo, levantó las colinas y los montes,
y aventó y suspendió las abruptas rocas. Y para que tuviéseis donde fabricar
vuestros nidos, creó y riega y mantiene la enmarañada floresta. Y para que no
tengáis que afanaros en hilar ni en tejer, cuida de vuestro vestido y del de
vuestros hijuelos. ¡Oh!, mucho os ama vuestro soberano Creador, cuando os colma
de tantos beneficios. Guardaos, pues, oh mis amados hermanitos, de serle
ingratos, y pagadle siempre el tributo de alabanzas que le debéis.
No bien calló
Francisco cuando los pajarillos empezaron a abrir sus picos y, batiendo las
alas, tendiendo el cuello, inclinando al suelo la cabeza y haciendo mil otros
graciosos meneos, prorrumpieron en alegres trinos, con que demostraban entero
asentimiento a las palabras del santo predicador. Éste, por su parte, lleno de
contento y gozo, no se hartaba de contemplar tanta multitud y variedad de
pájaros, tan mansos y dóciles. Y alabó también él al Señor y les encargó a
ellos que nunca se cansasen de alabarle.
Y habiendo
Francisco terminado su predicación y exhortación, hizo sobre sus alados oyentes
la señal de la cruz para bendecirlos, y ellos al punto se lanzaron a los aires
exhalando cantos maravillosos, y pronto se separaron y dispersaron en todas
direcciones» (Actus 17; Flor 16; 1 Cel 58; LM 12,3).
Capítulo
II – Las misiones de Italia
No era la
intención de Francisco limitar sus nuevas misiones a sólo el territorio de
Italia. Mucho más vastos eran sus proyectos, sobre todo después de la consulta
referida en el capítulo anterior. Por otra parte, frisaba ya en los treinta
años, la edad del entusiasmo, de los anhelos generosos, de las empresas
heroicas. Además, reinaba por aquel entonces una verdadera fiebre de cruzadas.
Poco tiempo faltaba para que Juan de Briena, hermano de aquel Gualterio que
había sido el héroe favorito del joven Francisco, se encaminase a Damieta a la
cabeza de un numeroso ejército cristiano. También Francisco deseaba organizar
una cruzada, pero sin más armas que la cruz y el Evangelio: toda su ambición
era ir a predicar a los Sarracenos la fe cristiana y la conversión (1 Cel 55).
Pero antes quería obtener la autorización del Papa para su nueva empresa. Se ha
dicho de Santo Domingo que «siempre se le encuentra viajando a Roma a recibir
instrucciones» (Sabatier). Otro tanto pudiéramos afirmar de San Francisco.
Dos años después
que Inocencio III confirmó de viva voz las reglas de su Orden, le hallamos de
nuevo en Roma, adonde fue a recabar del Papa el cumplimiento de la promesa que
éste le hiciera en 1210, porque ya estaba en condición de poder afirmar a
Inocencio que «Dios había multiplicado el número de sus hermanos» y, en
consecuencia, de pedir que se le confiase «una misión de mayor empeño».
Por desgracia,
son pocas las noticias que tenemos de este tercer viaje de Francisco a Roma. De
pasada visitó Alviano, aldea vecina a Todi, y cuentan los biógrafos que allí
impuso silencio a una bandada de golondrinas que con sus gorjeos les estorbaban
la predicación (1 Cel 59; LM 12,4). Probablemente pasó también por Narni y por
Toscanella.
En Roma continuó
su costumbre de predicar en las calles y encrucijadas, y dicen que en una de
estas predicaciones conquistó dos nuevos discípulos: Zacarías, futuro misionero
en España, y Guillermo, que fue el primer inglés que abrazó la Orden. Mucho más
importante para el destino futuro de la Orden fue la amistad que entonces trabó
con una señora a la que luego llamó, por cortesía y por su carácter varonil,
«Fray Jacoba»: era la dama Jacoba de Settesoli, esposa del noble romano
Graciano de Frangipani, la cual tendría entonces unos veinticinco años de edad.
La familia de los
Frangipani es una de las más antiguas de Roma, como que se la hace descender de
aquella Gens Anitia, que en el curso de los siglos ha contado entre
sus vástagos a un Benito de Nursia, a un Paulino de Nola, y a un Gregorio
Magno. El año 717 fue cuando el jefe de esta familia, que entonces lo era Flavio
Anicio, se granjeó el honroso sobrenombre de Frangipani, «partidor del
pan», por una copiosa distribución de panes que hizo en una hambre que afligió
a la Ciudad Eterna en dicho año. A principios del siglo XIII los Frangipani
poseían en Roma extensas propiedades en el barrio del Transtévere y sobre el
monte Esquilino, donde, entre otras cosas, les pertenecían los restos
imponentes del famoso Septizonium de Septimio Severo, nombre que aún
subsiste en Roma, aunque un poco alterado, en la Via delle Sette Sale,
que es de donde le venía a la esposa de Graciano Frangipani el apellido de
Settesoli.
Por lo que
respecta a Jacoba, afirman que descendía de una familia normanda de Sicilia. Su
nacimiento puede colocarse por los años de 1190, puesto que ya en 1210 estaba
casada y era madre de un hijo, llamado Juan. En 1217, pocas semanas después de
la muerte de su marido, dio a luz otro hijo, a quien puso el nombre de
Graciano. Pero sus relaciones con Francisco datan de 1212, relaciones que las
ulteriores visitas del apóstol umbriano trocaron en la más piadosa y fiel
amistad.
Poco trabajo le
costó, por cierto, a Francisco obtener de Inocencio III la bendición apostólica
para su empresa. Y poco tiempo después, sin que sepamos en qué puerto, embarcó
para llevar a cabo su viaje. Pero violentas tempestades desviaron el navío que
le transportaba, arrojándolo hacia las costas de Eslavonia, donde se vio
forzado a permanecer algún tiempo, sin encontrar medio alguno para continuar el
viaje a Oriente. Como el tiempo pasaba, haciéndose cada día más desfavorable
para la navegación, resolvió, por fin, embarcarse con su compañero en un bajel
que se hacía a la vela para Ancona. Pero resultó estar ya la embarcación tan
repleta de carga, que los marineros se negaron a transportar a nuestros
cruzados, viendo lo cual, éstos se metieron furtivamente en la bodega del
buque, de donde no salieron a cubierta sino cuando éste iba en alta mar.
Protestaron los marineros al verlos; pero, prolongándose la travesía a causa
del mal tiempo y agotándose los víveres de la tripulación, sacó el Santo los
que había acopiado para su frustrado viaje y los distribuyó entre todos, con lo
que se captó la benevolencia y el perdón de la gente del navío (1 Cel 55).
Tan pronto como
Francisco volvió a pisar tierra italiana, empezó de nuevo a predicar de ciudad
en ciudad, y fueron tales los frutos de su predicación, que en sólo Ascoli se
le presentaron treinta sujetos, entre clérigos y laicos, a pedirle que los
admitiese en la Orden (1 Cel 62). Por donde pasaba le salían al encuentro
muchedumbres de gentes, aclamándole con desmedido entusiasmo y pugnando por
tocar siquiera la fimbria de su hábito. Sólo los cátaros, asaz numerosos y
esparcidos por toda la Marca de Ancora, rehusaban acercarse a él. Demasiado
sabían aquellos herejes que la base de la predicación de Francisco, como
también de toda su vida religiosa, era la sumisión absoluta y sin reserva a la
Iglesia Romana, la indulgencia y caridad con que miraba las faltas ajenas con
tal que no dañasen a la comunidad, y, como consecuencia de aquella sumisión, un
respeto profundo por los sacerdotes de la misma Iglesia, en quienes no quería
ver otra cosa que su sagrado carácter, nunca sus personas. Esta misión y otras
del mismo estilo, tuvo, sin duda, en vista cuando habló en su Testamento de
«los pobrecillos sacerdotes de este siglo que moran en sus parroquias», a
quienes siempre y a pesar de todo «quiere temer, amar y honrar como a sus
señores, sin considerar en ellos pecado alguno, porque discierne en ellos al
Hijo de Dios, y son señores suyos» (Test 7-9).
Ahora bien, en
esto último era precisamente en lo que más diferían de Francisco los
predicadores cátaros, a quienes gustaba ensañarse contra los pecados de los
sacerdotes, con lo que arrebataban a la Iglesia multitud de fieles. No era así Francisco.
Su mente sana y lúcida sabía distinguir bien entre las cosas y las personas, y
procuraba infundir iguales sentimientos en sus hermanos. Un día preguntó
ingenuamente Fray Gil (como queda ya referido) si por ventura un sacerdote podía
mentir, cosa que él rechazaba en absoluto (1 Cel 46).
Durante esta su
estancia en la Marca de Ancona fue cuando Francisco tuvo la felicidad de
convertir a uno de los hombres más famosos de su tiempo, el trovador Guillermo
Divini, poeta laureado en el Capitolio de Roma y proclamado por el pueblo «rey
de los versos». Hallábase éste de visita en la aldea de San Severino, donde
tenía una pariente religiosa, que moraba en el convento donde había ido a
predicar Francisco. Allí oyó Divini al Santo y se convirtió.
Todos los
testigos afirman que en la manera de hablar de Francisco había un no sé qué de
enérgico y penetrante que arrastraba a la persuasión. Tomás de Spalato refiere
que sus discursos eran, más que predicaciones, conciones, alocuciones
o conferencias sobre asuntos puramente prácticos relativos a la reforma de las
costumbres. Francisco era un moralista implacable. Lo que le parecía malo, lo
atacaba y lo condenaba con toda franqueza y sin apelación. Así se explica como,
a pesar de su continente poco garboso y poco apuesto, había logrado inspirar en
sus oyentes, no sólo admiración, sino saludable temor. Tenía en sí un poco del
alma terrible de un Juan Bautista. Sus escritos abundan en severas invectivas
contra los pecadores, condenados al fuego eterno; su voz dijérase hecha para
intimar los juicios de Dios. Con razón se ha dicho que sus discursos eran como
una espada, que traspasaba los corazones.
Guillermo Divini
había ido a escucharle al convento de San Severino, guiado de sola curiosidad,
lo mismo que otros alegres compañeros suyos; y, sin duda, el predicador de
penitencia no labró al principio gran cosa en sus ánimos; pero luego comenzó
«el rey de los versos» a prestarle mayor atención, y entonces le pareció que el
pobre de Asís no se dirigía sino a él solo; cada palabra del discurso le venía
a él directamente y se clavaba en su corazón, como saeta disparada por mano
certera.
¿Y de qué habló
Francisco? Pues de su tema favorito: de la necesidad de despreciar y abandonar
el mundo y convertirse a Dios para escapar a la justa cólera, próxima a
desatarse sobre los ciegos amadores del mundo. Acabado el sermón, se produjo
una sencilla pero grandiosa escena: Guillermo Divini se levanta y va a
arrojarse a los pies de Francisco, exclamando: «Hermano, sácame de entre los
hombres y devuélveme al gran Emperador». Al día siguiente, Francisco le vistió
el hábito gris de los Frailes Menores, le ciñó a la cintura una ruda cuerda y
le impuso el nombre de Pacífico en señal de que lo sacaba del tumulto del siglo
y lo devolvía a la paz de Dios (2 Cel 106). Fray Pacífico fue enviado a Francia
en 1217 en calidad de superior de la misión franciscana.
Cien años más
tarde, otro poeta muy superior a Divini acudió también en busca de paz a los
hijos de San Francisco de Asís. Canoso y encorvado por la edad y los
desengaños, llegó una tarde Dante a la puerta de un convento solitario de los
Apeninos. Llamó a la puerta y, cuando el portero le preguntó qué buscaba, el
gran florentino contestó con una palabra sola, pero de inmenso sentido, que
encerraba todo un mundo: ¡Pace!, ¡la paz!
Aunque Francisco
recibía inmediatamente a todo el que venía a él con corazón arrepentido,
vistiéndole el hábito de la Orden sin más indagación ni prueba (el año de
prueba o de noviciado sólo vino a ser obligatorio en 1220), sabía, sin embargo,
distinguir perfectamente y escoger entre los numerosos candidatos que, año tras
año, se le presentaban solicitando ser admitidos en su compañía. Poco tiempo
después de la conversación de Fray Pacífico, vino a encontrarse con el Santo
cierto joven noble de Lucca, y prosternándose en su presencia le pidió con
lágrimas en los ojos que lo admitiera entre sus hijos. Francisco le contestó
con dureza en él desacostumbrada: «Tu llanto es carnal y tu corazón no está en
Dios. ¿Cómo pretendes engañar al Espíritu Santo y a mí, su humilde siervo?». No
obstante, lo admitió; pero el efecto se encargó bien pronto de probar que
aquella vocación no era sincera, sino pasajero capricho, fruto acaso de alguna
accidental desazón en sus relaciones domésticas, porque el hecho fue que,
apenas vinieron sus parientes a rogarle que se volviese con ellos a casa, los
siguió sin la menor dificultad (2 Cel 40).
En la recepción
de los hombres instruidos, de los viri litterati, era cuando Francisco
se portaba con más circunspección. «La ciencia -observaba- hace indóciles a
muchos, impidiendo que cierto engolamiento que se da en ellos se pliegue a
enseñanzas humildes. Por eso -continuó- quisiera que el hombre de letras me
hiciese esta demanda de admisión: "Hermano, mira que he vivido por mucho
tiempo en el siglo y no he conocido bien a mi Dios. Te pido que me señales un
lugar separado del estrépito del mundo donde pueda pensar con dolor en mis años
pasados y, recogiéndome de las disipaciones del corazón, enderece mi espíritu
hacia cosas mejores"» (2 Cel 194).
Por el contrario,
con los desheredados del mundo, con los pobres, oprimidos, humillados y
vejados, con los leprosos y hasta con los ladrones y bandidos, el corazón de
Francisco se expandía y brindaba todo y sin reservas. La Regla de San Benito
estatuía ya, es cierto, que «los huéspedes fueran recibidos y tratados como el
mismo Cristo»; pero Francisco había tenido en su juventud ocasión de comprobar
que ese estatuto no era practicado siempre a la letra, o más bien que lo era
según los huéspedes; que mientras, por excepción, merecían a1gunos recepción
atenta y cortés, para los más necesitados de alimento y abrigo, para los
pordioseros y vagabundos no había asilo en dichos monasterios. Seguramente
Francisco recordaba la aventura de Santa María de la Roca cuando estampaba, al
principio de su primera Regla, estas hermosas palabras: «Todo el que venga
donde los frailes, sea amigo o adversario, ladrón o bandolero, sea recibido
benignamente» (1 R 7,14).
Sus discípulos, sin
embargo, aun los más allegados a él, encontraban difícil seguirle en este
punto. El Espejo de Perfección cuenta a este propósito un caso harto
característico, que se refiere a los primeros tiempos de la Orden, y es como
sigue:
«Había un
eremitorio de los hermanos encima de Borgo San Sepolcro (se trata del convento
de Monte Casale), y unos bandoleros que se ocultaban en los bosques y se
dedicaban a robar a los transeúntes venían a veces a él en busca de pan.
Algunos hermanos decían que no estaba bien darles limosna, y otros se la daban
por compasión, exhortándolos a la penitencia.
Entre tanto, el
bienaventurado Francisco vino allí, y le preguntaron los hermanos si estaba
bien darles limosna. El bienaventurado Francisco les dio la lección: "Si
hiciereis lo que os dijere, tengo confianza en el Señor de que ganaríais sus
almas. Mirad: haceos con buen pan y buen vino y llevádselo al bosque donde
viven; y gritad, diciendo: 'Hermanos ladrones, venid hasta nosotros, pues somos
hermanos y os traemos buen pan y mejor vino'. Ellos vendrán al instante.
Vosotros entonces extended un mantel en el suelo y colocad sobre él el pan y el
vino, y servidles con humildad y alegría mientras comen. Después de la comida
les comunicaréis algo de la palabra del Señor y, finalmente, les haréis, por el
amor de Dios, una primera petición: que os prometan que no maltratarán ni harán
mal a ninguna persona. Porque, si les pidieseis todo de una vez, no os harían
caso; pero ellos, en atención a vuestra humildad y caridad, os lo prometerán. Otro
día, como recompensa a su promesa, les llevaréis, con el pan y el vino, huevos
y queso, y les serviréis mientras comen. Después de la comida les diréis: '¿Por
qué estáis por aquí todo el día muriéndoos de hambre y soportando tantas
adversidades? Además, cometéis tantos males de deseo y de obra, que vais a
perder vuestras almas si no os convertís al Señor. Mejor es que empleéis
vuestras fuerzas en el servicio del Señor, y Él os dará en este mundo lo
necesario para el cuerpo y, finalmente, salvará vuestras almas'. Entonces, el
Señor les inspirará que se conviertan en virtud de la humildad y caridad que
les habéis demostrado".
Los hermanos lo
hicieron tal como les había ordenado el bienaventurado Francisco, y los
ladrones, por la gracia y misericordia de Dios, escucharon y cumplieron literal
y puntualmente cuanto los hermanos les pidieron con tanta humildad. Es más: por
la humildad y afabilidad con que los hermanos los habían tratado, comenzaron
ellos también a servir humildemente a los hermanos, llevando sobre sus hombros
haces de leña al eremitorio; y algunos, por fin, entraron en la Religión.
Otros, habiendo confesado sus pecados, hicieron penitencia de su mala vida y
prometieron en manos de los hermanos que en adelante querían vivir del trabajo
de sus manos y que no volverían a las andadas» (EP 66). Las Florecillas, cap.
26, cuentan el caso con más detalles, porque dicen que fue el Guardián quien
despidió a los bandidos con palabras injuriosas; pero después llegó Francisco,
trayendo pan y una botella de vino en su alforja, y, sabedor de lo que había
ocurrido, reprendió al Guardián, mandándole, a guisa de penitencia, que fuese
tras los bandidos por montes y valles y no parase hasta encontrarlos, y que se
les arrodillase pidiéndoles con toda humildad perdón por el mal recibimiento
que les había hecho.
Este relato, tal
cual nos lo han conservado las más antiguas tradiciones, nos da una alta idea
tanto de la admirable penetración psicológica de Francisco (que harto sabía que
es inútil predicar a un hambriento y que Roma no se construyó en un día), como
de su caridad para con todo linaje de menesterosos: pocos hombres ha habido en
el mundo tan libres del espíritu farisaico como nuestro Santo. Con él asistimos
a un momento de la historia de la cristiandad en que las palabras del Evangelio
son comprendidas y practicadas exactamente como fueron dichas: «Si sólo amáis a
los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los
publicanos? Vosotros haced el bien sin esperar nada a cambio. Entonces vuestra
recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los
ingratos y los perversos» (Mt 5,46; Lc 6,35). Estas palabras del Evangelio
hicieron siempre honda impresión en el ánimo de Francisco, como lo prueban
estas palabras suyas: «Has de saber, hermano carísimo, que la cortesía es una
de las propiedades de Dios, que por cortesía da el sol y la lluvia a buenos y
malos» (Flor 37).
Pero si Francisco
se portaba tan indulgente con los grandes pecadores, a las almas escogidas
solía someterlas a rigurosas pruebas, conforme al Evangelio, que dice: «A quien
mucho se le ha dado, mucho se le exigirá». Las Florecillas traen muchos relatos
que comprueban este rasgo del carácter de Francisco. Así cuentan que a Rufino,
que pertenecía a una de las principales familias de Asís, le ordenó una vez que
fuera desnudo de la Porciúncula a la ciudad y que desnudo predicara en la
catedral (Flor 30). Igual mandato impuso, cerca de Borgo San Sepolcro, a Fray
Ángel, natural de aquella ciudad y, como Rufino, proveniente de familia noble.
También a él lo obligó a adelantarse a la ciudad desnudo, para anunciar que
Francisco llegaría al día siguiente y tenía la intención de predicar. Fray
Ángel obedeció de inmediato, pero antes de que llegase a la puerta de la ciudad,
le llamó para prometerle el paraíso por la prontitud con que había ejecutado
aquel acto de humillación (Waddingo, 1213, n. 24).
Pocas noticias
ciertas tenemos acerca de la vida de Francisco en los dos o tres años
siguientes. Toda la exquisita diligencia de Waddingo no ha bastado para arrojar
luz sobre este período, a pesar del cuidado que ha puesto el grande analista en
reunir, como en un primoroso mosaico, todo el material hagiográfico que logró
allegar. El fracaso es evidente, y cuando nos cuenta la enfermedad de Francisco
en el invierno de 1212-1213, y nos representa al Santo dictando desde el lecho
su Carta todos los fieles, confunde Waddingo circunstancias de fecha
muy posterior.
En cualquier
caso, podemos suponer, sin temor de errar, que Francisco prosiguió la serie de
sus misiones a través de la Italia. En la primavera de 1213 le hallamos ocupado
en una misión nueva en la provincia de Romaña. En esta región, no lejos de la
pequeña república de San Marino, se elevaba una fortaleza señorial llamada
Montefeltro (hoy día Sasso Feltrio, en las cercanías del pueblo de San León).
Un buen día Francisco y su compañero llegaron a la puerta de este castillo; las
banderas flameaban gallardamente en la torre, y el sonido de las trompetas
llenaba los aires, anunciando que una fiesta solemne se celebraba adentro; los
pajes y criados, vistosamente aderezados, iban y venían afanosos por los
puentes levadizos; los caballeros se apeaban de sus cabalgaduras; gran cantidad
de carros llegaban, conduciendo por el abrupto sendero a damas y doncellas
lujosamente vestidas. Todo indicaba que un torneo solemne iba a celebrarse en
Montefeltro con asistencia de toda la nobleza de los alrededores.
A pesar de tanto
aparato y esplendidez, Francisco no se escandalizó, que no era él como tantas
personas piadosas demasiado propensas, por desgracia, a ofenderse de los
espectáculos que presencian. Francisco ponía gran esmero en prevenir a sus
discípulos contra semejante propensión, exhortándolos a no juzgar ni
menospreciar «a los que viven con regalo y se visten con lujo y vanidad, porque
Dios es Señor nuestro y de ellos, y los puede llamar hacia sí, y, una vez
llamados, justificarlos» (TC 58), que era precisamente lo que había hecho con
él mismo. En su Regla definitiva Francisco repetirá: «Amonesto y exhorto a mis
hermanos que no desprecien ni juzguen a los hombres que ven vestidos de telas
suaves y de colores, usar manjares y bebidas delicadas, sino más bien que cada
uno se juzgue y desprecie a sí mismo» (2 R 2,17).
Llegado que hubo
Francisco al castillo, se detuvo un instante y, contemplando el pendón que,
agitado por el viento, ostentaba, por sobre la puerta, las armas del castellano
de Montefeltro, vuelto a su compañero le dijo sonriéndose: «Y bien, hermano,
¿qué piensas tú?, ¿crees que conviene que entremos también nosotros a tomar
parte en la fiesta? ¿Quién nos asegura que no tendremos la suerte de ganar aquí
algún caballero para la causa de Dios?»
Como lo pensó lo
hizo. La fiesta tenía por objeto celebrar la mayor edad de un joven paje que
iba a ser armado caballero. Todos los invitados asistieron primero a una misa,
en que el joven festejado pronunció sus votos de caballería. Después de esta
ceremonia, subió Francisco a las gradas de una escalera que había en el patio
del castillo y empezó a predicar a la concurrencia, tomando por tema este
dístico rimado:
Tanto è quel bene ch'io aspetto, che ogni
pena m'é diletto.
Tanto es el bien
que espero, que el penar me es placentero.
Sin duda,
Francisco, que tenía aún frescos en la memoria los relatos del rey Arturo y de
los caballeros de la Tabla Redonda, desarrolló este texto poco más o menos en
los siguientes términos:
«El caballero que
quiere ganarse el amor una dama, debe estar dispuesto a pasar por numerosas y
difíciles pruebas. Tal vez le exigirá ella que emprenda una cruzada contra el
Sultán, tal vez que le traiga el cuerno del Unicornio o un huevo del ave Fénix,
que libre a una doncella cautiva, o que armado de pesadas armas y montado sobre
brioso corcel atraviese un puente tan angosto, que apenas se pueda pasar por él
a pie y por debajo del cual ruja un torrente furioso. Y el noble caballero
arrostrará todos estos peligros y acometerá todas estas empresas sólo porque se
lo manda su dama, alentando y sosteniendo y multiplicando sus fuerzas y bríos
el recuerdo de la mano alabastrina donde espera posar sus labios cuando vuelva
del teatro de sus hazañas.
»Ahora bien, hay
una caballería muy otra de la del mundo, y mucho más alta y noble que ella, a
la cual son llamados no solamente los hombres de señoril linaje, sino todos
cuantos hay en el mundo. También en ésta hay que acometer combates, pero no ya
para complacer a beldad terrena alguna, sino para cumplir el mandato de la
suprema y eterna Belleza, que es Dios. Porque, a la verdad, ¿no es Dios, por
ventura, mucho más hermoso que las damas más bellas, que no son sino obra de
sus manos, por Él amasadas del limo de la tierra? ¿Es que quien ha creado
tantas y tan seductoras bellezas, no ha de ser más hermoso que todas sus
criaturas? Sí, ciertamente lo es, y merece, por ende, que nosotros acometamos
por su nombre toda clase de empresas heroicas, y que luchemos varonilmente en
su honor contra sus enemigos, que son la carne, el mundo y el demonio. ¿Y qué
recompensa nos promete para el día en que hayamos soportado todas las pruebas,
como el caballero por su dama, sin haber desmayado en su servicio ni
retrocedido ante ninguna aspereza ni dificultad? La recompensa que nos tiene
aparejada es infinitamente mayor y más preciosa que cuantas pueden otorgar a sus
galanes las más bellas y generosas damas del mundo. Porque una dama terrena no
tiene más que ofrecer que su mano y su corazón; pero esa mano va a perder muy
en breve su hermosura, y ese corazón pronto tiene que cesar en sus latidos,
mientras que Dios, dándosenos a sí mismo como recompensa del torneo a que nos
lanzamos por Él, nos da por el mismo hecho la vida, la luz, la dicha en una
eternidad que jamás se marchita ni perece». (43)
Así fue, sin
duda, como habló el hermano Francisco, y sin duda sus palabras hicieron honda
impresión en el ánimo de más de un joven y noble corazón. Lo cierto es que uno
de ellos, el joven conde Orlando de Cattani, señor del castillo de Chiusi, en
el Casentino, se acercó a Francisco y le dijo:
-- Padre, yo
quisiera tratar contigo sobre los asuntos de mi alma.
Francisco
acostumbraba dar tiempo al espíritu de Dios para que arraigase en las almas, y
así, sin apresurarse, contestó a Orlando:
-- Me parece muy
bien; pero ahora vete y cumple esta mañana con los amigos que te han invitado a
la fiesta, come con ellos, y después de la comida y fiesta hablaremos todo lo
que tú quieras.
Después del
torneo volvió el joven donde Francisco y tuvo con él larga conversación. Antes
de despedirse le dijo:
-- Tengo en
Toscana un monte muy a propósito para la devoción, que se llama monte Alverna;
es muy solitario y está poblado de bosque, muy apropiado para quien quisiera
hacer penitencia en un lugar retirado de la gente o llevar vida solitaria. Si
lo hallaras de tu agrado, de buen grado te lo donaría a ti y a tus compañeros
por la salud de mi alma.
Al escuchar San
Francisco tan generoso ofrecimiento de algo que él deseaba mucho, sintió
grandísima alegría, y, alabando y dando gracias, ante todo, a Dios y después a
messer Orlando, le habló en estos términos:
-- Messer, cuando
estéis de vuelta en vuestra casa, os enviaré a algunos de mis compañeros y les
mostraréis ese monte. Si a ellos les parece apto para la oración y para hacer
penitencia, ya desde ahora acepto vuestro caritativo ofrecimiento. (44)
Nótese que
Francisco no fue en persona a examinar el sitio ofrecido por el conde Orlando.
Y es que, en aquel momento de su vida, él entreveía en su horizonte la corona
del martirio. Ya que hasta entonces no había podido ir a Tierra Santa, se
proponía ahora ir a anunciar el Evangelio a los musulmanes en las lejanas
riberas del Mediterráneo marroquí. El sultán Mahomed ben Nasser (Miramolín,
como le llamaban los cristianos deformando el nombre árabe Emir el Munenin, «el
comendador de los creyentes»), derrotado en las Navas de Tolosa por los
españoles en 1212, se había visto forzado a retirarse a la costa africana, y
allá había Francisco formado el propósito de ir a convertirle.
Se puso en camino
verosímilmente en el invierno de 1213-1214, (45) y llegó a España, donde cayó enfermo antes de
alcanzar la meta de su viaje, y se vio obligado, una vez más, a regresar a
Italia, después de haber fracasado en su intento. De vuelta en la Porciúncula,
tuvo el consuelo de recibir en la Orden, entre varios otros candidatos, a su
futuro biógrafo Tomás de Celano. (46)
Es muy probable
que el año siguiente a este desgraciado viaje fue cuando Francisco asistió al
IV Concilio de Letrán, y sin duda aprovechó esta ocasión para obtener el
privilegio de la pobreza para Santa Clara y sus monjas.
Por este mismo
tiempo, el sabio prelado francés Jacobo de Vitry, de vuelta de Tierra Santa,
atravesó Italia y trabó relaciones con los primeros frailes menores. En una
carta dirigida, desde Génova, a sus amigos franceses en octubre de 1216, se
expresaba el sabio canónigo en los términos siguientes:
«Durante mi
permanencia en la Corte pontificia (que estaba entonces en Perusa), vi muchas
cosas que me causaron profunda tristeza: todo el mundo estaba tan ocupado en
cuestiones temporales y mundanas, de política y de derecho, que apenas si me
fue posible decir u oír una sola palabra sobre asuntos espirituales.
»Sin embargo, por
aquellas tierras hallé, al menos, un consuelo, pues pude ver que muchos
seglares ricos de ambos sexos huían del siglo, abandonándolo todo por Cristo.
Les llamaban Hermanos Menores y Hermanas Menores. Son tenidos en gran honor por
el señor Papa y los cardenales. No se ocupan para nada de las cosas temporales,
sino que, llenos de un fervoroso anhelo y de un vehemente empeño, se dedican
diariamente a rescatar de las vanidades del siglo a las almas... y han ganado a
muchos, pues sucede que el que escucha dice "ven" y un grupo atrae a
otro grupo.
»Viven según la
forma de la primitiva Iglesia, conforme de ella se escribió: La multitud de
los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma. Durante el día van a
las ciudades y a las aldeas para conquistar a los que puedan, dedicados así a
la acción; y durante la noche, retornando al despoblado o a lugares solitarios,
se dedican a la contemplación. Las mujeres, por su parte, viven juntas en
algunos hospicios cerca de las ciudades, y no reciben nada, sino que viven del
trabajo de sus manos... Los hombres de esta Religión, una vez al año, y por
cierto para gran provecho suyo, se reúnen en un lugar determinado para
alegrarse en el Señor y comer juntos, y con el consejo de santos varones
redactan y promulgan algunas santas constituciones, que son confirmadas por el
señor Papa. Después de esto, durante todo el año se dispersan por Lombardía,
Toscana, la Pulla y Sicilia. Hace algún tiempo, el hermano Nicolás, coterráneo
del señor Papa, varón santo y religioso, abandonó la curia y se retiró con
estos hombres; pero el señor Papa, como le era muy necesario junto a sí, lo
hizo volver» (BAC p. 963-4).
En el verano de
1216 se trasladó a Perusa la Corte pontificia, y ya, según las últimas líneas
citadas de Jacobo de Vitry, el movimiento iniciado por Francisco empezaba a
invadir hasta los más altos grados de la jerarquía eclesiástica. El Nicolás
aludido por el canónigo francés no es otro que el obispo de Túsculum y futuro
Cardenal Chiaramonti, de quien sabemos que fue celoso defensor de los
franciscanos y gustaba de tener consigo a uno de ellos. A la misma fecha
conviene acaso referir la visita que hizo a los Menores otro gran dignatario de
la Iglesia, es a saber, Hugolino, Cardenal ostiense. Cuenta el Espejo de
Perfección que este prelado, que pronto se iba a constituir en el más
infatigable defensor y protector de la Orden, llegó, acompañado de numerosa
multitud de clérigos y hombres de armas, a la Porciúncula, donde los frailes se
hallaban reunidos, y al verlos vivir tan pobremente y dormir sobre la desnuda
tierra, se sintió tan conmovido, que exclamó derramando lágrimas: «¿Qué nos
aguarda en la otra vida a nosotros, que pasamos la presente en el lujo y el
placer?»
En cualquier
caso, es cosa cierta que desde este período se estrecharon más y más las
relaciones entre Francisco y la Corte pontificia.
Poca distancia
media entre la Porciúncula y Perusa, donde, como queda dicho, pasó la Curia
romana la mayor parte del estío de 1216, y las visitas de una y otra parte
parecen haber sido frecuentes. De todos los escritores, sólo Eccleston afirma
que Francisco se halló presente a la muerte de Inocencio III, que ocurrió en
Perusa el 16 de julio de 1216. Y en este verano, según refiere la mayor parte
de los biógrafos, se produjo uno de los acontecimientos más discutidos de la
vida de Francisco: en los muy primeros días del pontificado de Honorio III, el
Pobrecillo de Asís habría ido a arrodillarse ante el Vicario de Cristo, y le
habría pedido y habría obtenido de él la famosa «indulgencia de la
Porciúncula».
Capítulo
III – La Indulgencia de la Porciúncula
Empezaremos por
advertir que, antes de la institución de la Indulgencia de la Porciúncula, no
se reconocía en la Iglesia otra indulgencia plenaria que la otorgada a los que
tomaban la cruz e iban a combatir por la Tierra Santa. Todo cruzado, con sólo
confesarse, obtenía remisión completa, no sólo de todas las penas
eclesiásticas, sino también de todas las del purgatorio, de modo que su alma
podía pasar inmediatamente de su envoltura corporal a la gloria del paraíso.
Esta indulgencia
de la cruzada, que se llamaba indulgencia de Tierra Santa, fue después
extendida a los que, impedidos por alguna causa grave, no podían ir a la guerra
santa, pero contribuían a ella con dinero o con tropas armadas; y es digno de
notarse que los encargados de dispensar esta indulgencia así ampliada, fueron
precisamente los frailes franciscanos.
En todos los demás
casos en que la Iglesia concedía una indulgencia, por ejemplo, con motivo de la
consagración de una iglesia, la cosa se hacía de forma mucho más restringida.
El Concilio de Letrán de 1215 acababa de hacer aún más excepcional esta
práctica. Según este Concilio, la indulgencia otorgada con ocasión de la
consagración misma de una iglesia no podía consistir más que en la remisión de
las penas eclesiásticas por un año; por cuarenta días, si sólo se trataba del
aniversario de la consagración. Por excepción rarísima concedió Gregorio IX,
cuando la consagración de la iglesia de San Francisco en Asís, indulgencia de
tres años a los que, para asistir a la fiesta, hubiesen tenido que atravesar
mares; de dos, a los peregrinos del otro lado de los Alpes, y la ordinaria de
un año a los de dentro de Italia.
Esto supuesto,
¿en qué consiste lo que Francisco fue a pedir al Papa y lo que se asegura que
éste le otorgó? Si nos atenemos a las fuentes (cuyo valor examinaremos más
adelante), el Santo se presentó un día, acompañado de Fray Maseo de Mariñano,
delante de Honorio III pidiendo para su iglesia de la Porciúncula la misma
remisión plenaria que se concedía a los cruzados de Tierra Santa. «Deseo
-habría dicho al Papa- que todo el que entre en esta iglesia arrepentido de sus
pecados, y se confiese y haya obtenido la absolución, quede libre de todas las
faltas que hubiera cometido y de todas las penas que hubiera merecido desde el
día de su bautismo hasta en el día y hora en que haya entrado en dicha
iglesia». En vano el Papa le hizo presente que la Curia romana no tenía
costumbre de conceder tan amplia indulgencia a ninguna iglesia; en vano se
esforzó por persuadir a Francisco de que debía contentarse con una de las
indulgencias ordinarias, de las que hemos hablado antes. Francisco se mantuvo
inflexible y declaró al Papa que era Dios quien le había enviado allí a pedir
esta indulgencia. Entonces Honorio cedió de repente, como alumbrado por divina
inspiración; pero a continuación tomaron la palabra los Cardenales para hacer
presente a Honorio el gran perjuicio que semejante excesivo favor acarrearía a
la indulgencia de Tierra Santa, con lo que lograron restringir la nueva
indulgencia de manera que no fuese permanente, sino que se pudiese ganar un
solo día al año, desde las vísperas de la vigilia hasta la medianoche del día
siguiente, es decir, treinta y seis horas. Francisco entonces se retiró todo
satisfecho. Preguntado luego por el Papa si no deseaba alguna confirmación por
escrito, respondió que tal documento era superfluo, porque «Dios mismo se
encargaría de propagar y recomendar su propia obra».
Tal es el relato
esencial de la Indulgencia de la Porciúncula, que las leyendas han recargado de
una multitud de circunstancias prodigiosas, como la «leyenda de las rosas» que Overbeck
representó sobre la fachada de la capilla de la Porciúncula. Pero todos estos
ornatos agregados a la primitiva relación aparecen por primera vez en obras del
siglo siguiente, mientras los hechos que acabamos de resumir se hallan en
fuentes mucho más antiguas.
Yo añadiría que
los referidos hechos se presentan a primera vista con muchos caracteres de
verosimilitud. En efecto, todos los biógrafos nos hablan del especial cariño
con que miraba Francisco a la Porciúncula, y conocemos su ardoroso celo por la
conversión de los pecadores. Según Tomás de Celano, tuvo el Santo cierto día
una extraña visión en que vio gran multitud de hombres de todas las razas y
pueblos afluir a la pequeña iglesia de la Porciúncula (1 Cel 27). Idéntica
visión tuvo también otro de sus discípulos (TC 56).
El primitivo
relato contiene, además, un detalle de todo en todo característico de
Francisco: su negativa a la oferta del Papal de concederle por escrito la
indulgencia. El Santo miró siempre con marcada repugnancia los documentos escritos.
En 1210 se contentó de buen grado con la aprobación de su Orden por Inocencio
III, y si del Concilio lateranense solicitó y obtuvo algún apoyo, fue éste
puramente moral. Cuando Orlando de Cattani le donó el monte Alverna, la
donación se hizo «sin ninguna escritura», como dice expresamente el texto de la
donación oficial hecha por los hijos del conde en 1274. Finalmente, en su
Testamento, prohíbe a sus frailes de la manera más terminante que acudan a la
Curia romana en demanda de privilegios escritos, ni para iglesia ni para lugar
alguno. Nadie, pues, se extrañará de que el antiguo relato diga que Francisco
se negó a aceptar el documento que Honorio le ofrecía. Por el contrario, la
actitud y el tono imperioso que allí se atribuye al Santo no concuerda bien con
lo que sabemos de la profunda humildad que siempre usaba al hablar con Honorio,
como se desprende de las siguientes palabras que le dijo en una ocasión en que,
por intermedio del Cardenal Hugolino, obtuvo audiencia del Papa: «Cuando hay
tantos nobles y ricos y tantos religiosos que no pueden tener audiencia con
vos, nosotros, que somos los más pobres y despreciables entre todos los
religiosos, deberíamos estar sobrecogidos de temor y avergonzados viendo que no
sólo se nos permite llegar hasta vos, sino estar ante vuestra puerta y presumir
pulsar el tabernáculo que encierra el poder de los cristianos» (TC 65; cf. 1
Cel 73).
Pero la cuestión
sigue siendo saber si en realidad, de verdad, el Santo dio esa respuesta a
Honorio, o, en otros términos, si un suceso como el que nos cuentan los autores
del antiguo relato tuvo lugar verdaderamente.
Lo primero que
cumple advertir es que ninguna de las fuentes auténticas e indubitables del
siglo XIII contiene ni una sola palabra relativa a la Indulgencia de la Porciúncula.
Tomás de Celano sabe de las indulgencias concedidas a la basílica de Asís por
Gregorio IX; pero ni él, ni los Tres Compañeros, ni Julián de Espira, ni el
Anónimo de Perusa, ni San Buenaventura tienen la menor noticia de tal
indulgencia de la Porciúncula. Y, sin embargo, los autores del relato de esta
Indulgencia afirman que a partir de 1216, todos los años, en la fecha fijada
por Honorio III, es decir, desde la tarde del 1 de agosto hasta la noche del 2,
la indulgencia se ganaba por numerosos peregrinos. Se ha querido explicar el
silencio de los biógrafos atribuyéndolo a la falta de todo documento escrito, o
bien a la oposición de Elías de Cortona y su partido contra «los hombres de la
Porciúncula», representantes de la tendencia estricta en la Orden francisana,
lo cual supondría que dichos biógrafos se habían puesto del lado de esa
oposición.
Pero, si esta
última explicación valiese, sería de esperar que, por el contrario, mencionaran
la indulgencia de la Porciúncula, poniéndola en un lugar de honor, las leyendas
provenientes del partido rigorista, como el Espejo de Perfección, los Actus
Beati Francisci y las Florecillas. Mas la verdad es que también éstas
guardan total silenció sobre el particular. Si la leyenda italiana de
Melchiorri (s. XIV) fuese copia fiel y libre de toda interpolación de la
primitiva Leyenda de los Tres Compañeros, esa sería el único vestigio, el único
testimonio franciscano de la indulgencia de la Porciúncula, por cuanto sólo ahí
se halla el relato que ya he citado. Pero hasta ahora nadie, ni el mismo
Sabatier (por más que esté convencido de la autenticidad de la famosa
indulgencia), se ha atrevido a prestar entera fe a este texto del siglo XIV.
La tradición de
esta indulgencia descansa, indirectamente si no en primer lugar, en el
testimonio de Fray León y de otros amigos íntimos de San Francisco. La primera
mención auténtica que de ella conocemos es un atestado hecho el 31 de octubre
de 1277, delante de numerosos testigos y firmado por el notarius publicus
de Arezzo. Los que testifican son dos franciscanos, Fray Benito de Arezzo, «que
estuvo un tiempo con San Francisco cuando éste vivía aún», y Fray Rainerio de
Arezzo, que declara haber sido amigo íntimo de Fray Maseo de Mariñano. En este
documento afirman ambos frailes haber oído a Fray Maseo, «que era la verdad
misma», contar que Francisco y él habían ido juntos a Perusa e impetrado del
Papa Honorio la susodicha indulgencia, «si bien el Papa le dijo que la Sede
apostólica no tenía costumbre de otorgar semejantes favores».
La relación de
los hechos es aquí breve, y hay que reconocer que el documento tiene fecha
cierta y presenta todos los caracteres de la autenticidad. «En el año 1277, no
siendo nadie emperador, vacante la Sede pontificia», dice. En efecto, Rodolfo
de Habsburgo, elegido en 1273, en 1277 no estaba aún coronado. La Sede
pontificia estuvo vacante desde el 20 de mayo hasta el 25 de noviembre de 1277,
y el documento está fechado el 31 de octubre.
Pero el original
de este documento ha perecido, y a lo más podemos admitir con Sabatier que la
copia de él que se conserva en Asís se remonte a los últimos años del siglo
XIII; otra, muy abreviada, que forma parte de un manuscrito de Volaterra, es
incontestablemente del siglo XIV.
Varias otras
relaciones del mismo tiempo se apoyan también en el testimonio de Fray Maseo,
siempre por intermedio de Benito de Arezzo. Sabatier las ha reproducido en su
edición del libro de Francisco Bartoli sobre la Indulgencia de la
Porciúncula, libro que fue escrito por los años de 1335; pero ningún
detalle nuevo contienen, sea que tengan por autor a Fray Juan de Alverna o a
Fray Otón de Aquasparta. Siempre aparece una sola y misma fuente: Maseo-Benito.
La única adición, por lo demás de poca importancia, que merece destacarse es la
afirmación de que el anciano Pedro Zalfani asistió en su juventud a la
consagración de la iglesia de la Porciúncula, y cree haber visto allí a
Francisco «de pie con un papel en la mano», papel que, según sospecha el buen
viejo, sería la bula del Papa, mientras se nos afirma, por otra parte, que
Francisco rehusó obstinadamente aceptar confirmación alguna por escrito.
Zalfani afirma también que Francisco proclamó la indulgencia en presencia de
siete obispos, afirmación que adoptan las leyendas posteriores, imaginando que
el Papa encomendó la promulgación de la indulgencia a los Obispos de Asís,
Perusa, Todi, Espoleto, Nocera y Gubbio. A esta tradición se atuvo Tiberio de
Asís al pintar su fresco de Capilla de las Rosas, cerca de Asís.
Otro grupo de
testigos, más o menos del mismo tiempo, se apoya no en Fray Maseo, sino en Fray
León. Un noble de Perusa, Jacobo Coppoli, que el 11 de febrero de 1276 dio a
los franciscanos de su patria el monte donde se levanta el antiguo convento de
Monte Rípido, asegura, con la misma fecha y en los mismos términos que Benito
de Arezzo, haber oído contar la historia de la indulgencia de la Porciúncula a
Fray León. Según este relato, el Papa llega a ofrecer a Francisco una
indulgencia de siete años, sin lograr satisfacer al Santo; por fin, le concede
la de Tierra Santa, pero en seguida los Cardenales le persuaden a
restringirla. Habiendo referido todo esto Francisco a León, le ordenó que,
mientras le durase la vida, nada hablase de esta indulgencia, porque «debía
estar oculta por algún tiempo; pero luego el Señor la revelaría al mundo». Todo
esto está en abierta contradicción con el relato de Zalfani, según el cual la
indulgencia fue proclamada por Francisco «delante de siete Obispos», lo que
está muy lejos de implicar deseo de guardarla en secreto.
Waddingo
establece de manera indubitable que este testimonio data igualmente del año
1277. Se ve claramente que por aquel tiempo, es decir, dos generaciones después
de la presunta fecha de la consecución de la indulgencia, la Orden Franciscana,
o mejor dicho, los representantes de la tendencia de la estricta observancia de
la Orden, entre los cuales se cuenta Benito de Arezzo, se esforzaban, de una
parte, por establecer a todo trance la efectividad de la indulgencia, y de
otra, por explicar de forma verosímil el prolongado misterio que acerca de ella
se había guardado. Por tal motivo prestó Benito de Arezzo su declaración
delante de notario, y Jacobo Coppoli la suya en presencia de numerosos testigos
y de Fray Ángel, ministro Provincial de la Umbría por aquel entonces
(1274-1280). Por idéntico motivo, según el relato de Coppoli, Francisco impone
a su secretario la extraña prohibición de revelar hasta su muerte, que ocurrió
en 1273, cosa alguna de tal indulgencia, prohibición que León no respetó,
puesto que refirió dos veces, con corto intervalo, la historia, la segunda de
las veces para satisfacer (detalle harto significativo) las dudas que a Coppoli
le asaltaban sobre la autenticidad de dicha historia (Sabatier).
Por el mismo
tiempo, o poco antes, Fray Francisco de Fabriano asegura haber oído él mismo de
boca de Fray León el relato de la indulgencia de la Porciúncula. Pero este
testigo no escribió su relación sino en los últimos años de su vida, porque
cita un documento que no puede haber sido escrito antes de 1310 cuando él,
nacido en 1251, debía tener cerca de 70 años de edad, y cuando la leyenda de la
indulgencia corría ya por toda Italia con una notoriedad y una abundancia de
detalles que él no podía haber conocido en su juventud.
¿Cómo no suponer
que el anciano religioso escribía influido, sin saberlo, por la opinión
corriente, tanto más que él, como Coppoli, nos presenta a Fray León hablando
francamente sobre lo que Francisco le había prohibido revelar?
Que Francisco de
Fabriano fuese a la Porciúncula el año que él dice que fue, no tenemos por qué
dudarlo. Pero nadie nos negará la posibilidad de que él se haya figurado sin
suficiente razón que el objeto de esa peregrinación fuese ganar la indulgencia,
pues esta idea le vino a él en su extrema vejez. Desde un principio acudían los
franciscanos en numerosas peregrinaciones a la tumba de su Padre y a la
Porciúncula, y Kirsch hace constar, a este propósito, que el Papa Nicolás IV
(franciscano también), en un Breve de 14 de mayo de 1284, habla de «la
muchedumbre de frailes» que afluyen a Asís, pero sin decir palabra de la
indulgencia de la Porciúncula, que debería ser el principal motivo de tal
afluencia. Estos peregrinos, según el Papa Nicolás, visitan la tumba del Santo
y la capilla de la Porciúncula, pero sólo «para honrar a San Francisco», no
para ganar indulgencias.
La conclusión que
acabamos de sacar del Breve de Nicolás se confirma también por otro hecho.
Angela de Foliño (1248-1309) fue a Asís en peregrinación poco después de
ingresar en la Orden Tercera; ella misma relata el viaje, pero nada dice de la
Porciúncula, mencionando solamente las dos veces que estuvo en la «iglesia del
sepulcro», no obstante pertenecer ella a la categoría de los franciscanos de la
observancia rigurosa. El principal jefe de este partido, Hubertino de Casale,
vino a visitarla poco antes que muriese y de ella nos habla con gran respeto en
el prólogo de su Arbor Vitae. Cierto es que Angela pudo haber hecho el
viaje en tiempo diferente del tiempo en que se ganaba la indulgencia. Pero no
por eso deja de llamar la atención que guardase tan profundo silencio sobre la
Porciúncula. Eso sin contar con que, si ya existía la indulgencia, era natural
que dispusiera su viaje para el tiempo en que correspondía ganarla, como lo
hizo una amiga de Margarita de Cortona cuando ya la tradición de la indulgencia
estaba en boga. Margarita, fallecida el 22 de febrero de 1297, sobrevivió a su
amiga.
Los hechos
referidos indican que sólo en el último cuarto del siglo XIII (o si admitimos
el testimonio de Fabriano, en el último tercio) la indulgencia de la
Porciúncula empezó a ser conocida. Y, si nos fuera permitido aplicar nuestros
criterios modernos a las circunstancias de aquellos tiempos, nos sentiríamos
tentados a colocar el origen de la indulgencia en la fecha del quincuagésimo
aniversario de la adquisición de la Porciúncula (1212-1262). En cualquier caso,
lo cierto es que la indulgencia, desde el día en que salió a luz, encontró una
viva oposición, y para probarlo bastan las atestaciones oficiales, ante de
notario, de Benito de Arezzo, de Rainerio de Arezzo, de Coppoli y de Zalfani.
Hasta la llegada del jefe de los franciscanos estrictos, Pedro Juan Olivi,
todos se sentían obligados a tratar activamente la cuestión de la indulgencia.
Olivi, en un opúsculo desgraciadamente de fecha incierta, se esfuerza por
demostrar la autenticidad de la indulgencia recurriendo primeramente a
argumentos dogmáticos, y después a motivos históricos. La mala fortuna ha
querido que precisamente esta segunda parte de su escrito, que es la histórica,
se haya perdido (Acta Minorum XIV).
El testigo
principal de la autenticidad de la indulgencia es, pues, Fray Benito de Arezzo,
a quien Tomás de Celano dedicó, con fecha posterior a 1230, su Leyenda de San
Francisco (Legenda ad usum chori), que escribió expresamente para uso
de los conventos. En muchos lugares de este opúsculo habla Celano de las
gracias otorgadas por Gregorio IX a la basílica de Asís, pero ni la menor
mención hace de la indulgencia de la Porciúncula, que no podía menos de
registrarse en una biografía del Santo, por sucinta y compendiosa que se la
suponga.
De Benito de
Arezzo sabemos por Salimbene que fue enviado a Oriente por San Francisco en
calidad de jefe de la misión oriental, y que él fue quien admitió en la Orden franciscana
al Rey de Jerusalén Juan de Briena. La única biografía contemporánea que
poseemos de Fray Benito, escrita en 1302 por Juan de Arezzo, coloca su muerte
en 1242, mientras otros documentos prueban que en 1268 vivía aún (Golubovich),
y de hecho en 1277 prestó su atestación de la autenticidad de la famosa
indulgencia.
El trabajo de
Juan de Arezzo nos pinta a Fray Benito como un carácter sumamente raro y
antojadizo. Esta biografía está llena de aventuras que sólo el mismo Benito
podía relatar. Así, durante su permanencia en Oriente, le acometió un dragón y,
arrebatándole en el aire, le llevó a Babilonia para que visitase la tumba del
profeta Daniel. Otra vez fue transportado en una nube al Paraíso, donde
conversó con Enoch y Elías, recibió su bendición y les dio el ósculo de paz.
¿Quién no percibe el sabor oriental de estos relatos? No en balde pasó Benito
en Oriente la mayor parte de su vida. Por eso cree Kirsch que la atestación de
1277 es toda fantástica. Y aunque no se llegue a compartir ese parecer, está
claro que no se puede prestar mucha fe al testimonio de un hombre tan inclinado
a la exageración, por no decir otra cosa.
El segundo
testigo, Fr. Rainerio de Arezzo, entró en la Orden en 1258, y pudo muy bien,
por consiguiente, haber conocido a Fray Maseo, que vivió hasta el año 1280.
Pero nos creemos con derecho a preguntar: ¿por ventura todo lo que contó Fray
Maseo debe tenerse por absolutamente verídico? Es indudable que sus recuerdos
relativos a la vida de su maestro se han tenido que ir borrado y mezclando con
ficciones a medida que avanzaba en años, como aconteció a otros franciscanos de
las primeras generaciones, cuyos relatos nos cuesta a veces harto trabajo
recibir si no es a beneficio de inventario, por ejemplo, las anécdotas sobre
San Francisco que refiere Fray Conrado de Offida como aprendidas de boca de
Fray León (Sabatier).
Si se quiere
comprender cómo pudo nacer realmente la indulgencia de la Porciúncula hacia
finales del siglo XIII, sólo una explicación nos parece posible. El capítulo primero
del libro de Francisco Bartoli sobre esta indulgencia, escrito en 1335,
contiene el siguiente relato, muy poco atendido hasta ahora y que reza así:
«Fray Hugo de
Castello dijo haber oído contar a Fray Juan Morico de Asís que había un
campesino que moraba muy cerca de Santa María de la Porciúncula, y que durante
mucho tiempo había estado oyendo por la noche cantos de ángeles en la iglesia.
Se lo hizo saber al capellán de la iglesia, que era de la familia de los
Mazancolli de Asís, y al propio tiempo le dijo:
-- ¿Por qué no
vas a buscar a Francisco, que vive con algunos hermanos en Rivotorto, y lo
traes aquí?
El sacerdote fue
a buscar a Francisco. Y estando éste en la Porciúncula, tuvo una visión: por la
noche, mientras dormía, vio a Cristo y a su Madre María, de pie, junto al
lecho. Y Francisco les preguntó:
-- ¿Quiénes sois?
Jesús respondió:
-- Yo soy Cristo,
y mi madre es la que está conmigo.
Francisco repuso:
--¿De dónde
venís?
-- De Tierra
Santa.
-- ¿Y a qué
habéis venido aquí?
-- A consagrar
este lugar a mi Madre.
Dicho esto,
desaparecieron. Pero Francisco se levantó lleno de gozo y dijo:
-- No quiero irme
más de aquí. Id a traer acá a los otros hermanos» (Sabatier).
Esta relación,
que ciertamente no ha sido inventada por Bartoli, tiene para nosotros un
sentido tan claro o más que cualquiera de las otras leyendas simbólicas del
tiempo. Significa que, cuando la Tierra Santa podía considerarse ya como
perdida (la última ciudadela de los cristianos, San Juan de Acre, cayó en
1291), la indulgencia de Tierra Santa, cuya concesión había sido confiada por
el Papa a las franciscanos, se trasladó a la iglesia de la Porciúncula. La
hipótesis puede parecer atrevida, pero, en verdad, no hay otra explicación
posible. El hecho mismo de que Bartoli coloque el relato antes citado al
principio de su libro sobre la indulgencia, prueba indirectamente que el origen
de ésta fue en realidad una sustitución de Tierra Santa por la Porciúncula.
Después que Nicolás IV, en 1289, concedió una indulgencia a la nueva iglesia
donde estaba la tumba del Santo (lo que significaba necesariamente cierta
depreciación de la Porciúncula en beneficio de esta iglesia), los franciscanos
de la estricta observancia se creyeron obligados a hacer nuevos esfuerzos para
mantener la primacía de la suya aun en el terreno de las indulgencias, ya que
había sido la preferida de San Francisco. No obstante, me parece que Kirsch va
demasiado lejos cuando pretende ver en esta oposición de los celantes al
privilegio de la nueva basílica el único y entero origen de la indulgencia de
la Porciúncula.
En todo caso, la
indulgencia era universalmente admitida cuando en 1295 el general de los
franciscanos, Raimundo Godofredo, publicó un reglamento para las
peregrinaciones de los frailes que deseasen ir «a ganar la indulgencia»
(Ehrle). La fecha elegida para tal objeto era el 2 de agosto, probablemente por
ser el aniversario de la consagración de la iglesia. Esta elección por lo demás
era muy conforme al espíritu franciscano, pues en ese día se celebra la fiesta
de San Pedro ad Víncula, y es sabida la gran devoción de San Francisco al
príncipe de los Apóstoles. En la colecta de la misa de ese día se lee: «Señor,
tú que sacaste a Pedro incólume de la prisión, líbranos también a nosotros de
las cadenas de nuestros pecados».
Así fue como la
capilla de la Porciúncula vino a convertirse en una nueva Tierra Santa,
donde los franciscanos siguieron distribuyendo, en virtud de la autorización
que para ello tenían, la indulgencia de los Cruzados y librando a multitud de
peregrinos penitentes de las cadenas del pecado y del castigo para devolverlos
a la sagrada región de la inocencia. (47)
* * *
Tal era mi
opinión respecto del origen de la indulgencia de la Porciúncula cuando apareció
por primera vez mi libro sobre San Francisco de Asís. Pero desde
entonces acá la cuestión ha entrado en una fase enteramente nueva. El sabio
franciscano Dr. Heriberto Holzapfel publicó en Archivium Franciscanum
Historicum (1908) un estudio asaz nutrido de documentos inéditos, el cual
refuerza considerablemente la tesis de la autenticidad de la indulgencia.
El P. Holzapfel
admite sin reparos que la indulgencia fue poco conocida del gran público y aun
dentro de la Orden en vida de San Francisco y durante los primeros 50 años que
siguieron a su muerte. Pero veamos de qué manera tan ingeniosa nos explica él
dicha ignorancia singular, que tenía por fuerza que ocasionar graves dudas
sobre la autenticidad de la tradición franciscana.
Principia por
recordar cuán a disgusto Honorio III concedió al Poverello tan grande
y desacostumbrado favor para la Porciúncula. Sobre este punto están acordes
todas las leyendas. Igual resistencia opusieron a la concesión del privilegio
los Cardenales y, nótese bien, los Obispos de Asís, Foliño, Perusa y Gubbio
(Sabatier).
Ahora bien, argumenta
el Dr. Holzapfel, estaba en la índole y en los principios religiosos de
Francisco inclinarse sumiso y reverente ante una oposición como aquella. Sabida
es la extraordinaria reverencia que él guardaba y recomendaba guardar a toda
autoridad eclesiástica. Era, pues, naturalísimo que en este punto hiciera lo
que en tantos otros, respetar y acatar a los Prelados.
Pero guardémonos
de imaginar que él hiciera con alegría aquellos sacrificios. Este sacrificio,
en particular, debió serle profundamente doloroso, y en las últimas pláticas
con sus fieles amigos, debió siempre traerlo a la memoria con amarga pena, como
lo hacía con otros incidentes en que él se había dado por vencido, pero no por
convencido. De tal manera fue cómo la indulgencia, no obstante haberse obtenido
de la Curia romana, vino a aumentar el que podemos llamar tesoro de los
secretos de la Orden, y continuó siendo objeto de las conversaciones de
los frailes en el retiro de sus eremitorios, mientras tardaba en lucir el día
en que les fuera dado lanzarlos a la publicidad.
Los años corrían
y, entre tanto, el grupo de los iniciados que habían oído hablar de la
indulgencia se ampliaba, al mismo tiempo que se multiplicaban los enemigos del
insigne privilegio, negando obstinada e implacablemente su autenticidad. Así se
explica muy bien cómo los partidarios de la indulgencia se decidieron a última
hora a aprovechar los testigos autorizados que aún quedaban y levantaron
aquella información notarial para establecer la efectividad del privilegio. Tal
es el tardío documento de 1277, que muchas veces me sentí inclinado a creer
falso, y que ahora comprendo sin dificultad alguna.
Esta interesante
hipótesis es más que suficiente para justificar el extraño silencio de los
primeros biógrafos. Además, tiene el gran mérito de apoyar su argumentación en
uno de los rasgos más sobresalientes e indiscutibles del carácter de Francisco:
su obediencia a la autoridad, aun en los casos en que él creía tener razón
contra ella.
Por lo que
respecta al silencio del Espejo de Perfección y de los Actus, invocado
por mí contra la autenticidad de la indulgencia, me veo forzado a confesar que
no es convincente, pues en cualquier caso queda en pie el hecho indiscutible de
que la indulgencia era oficialmente reconocida mucho antes de la fecha en que
aparecieron aquellos dos escritos (1318-1322).
Por último, es
evidente que la animosidad de los obispos locales contra la indulgencia de la
Porciúncula dejó de existir, y por tanto de impedir su divulgación, desde la
segunda mitad del siglo XIII, cuando las sillas episcopales, sobre todo la de
Asís, empezaron a ser ocupadas por franciscanos.
Capítulo
IV – Los Capítulos de Pentecostés
La fraternidad
fundada por Francisco fue desde sus comienzos una orden de penitentes,
a la vez que de apóstoles; cuando las gentes les preguntaban quiénes
eran, los primeros hermanos respondían que eran «varones penitentes oriundos de
la ciudad de Asís» (TC 37). Y Francisco en persona había sido siempre el jefe
de esta orden. Él fue quien escribió la Regla, quien juró obediencia al Papa,
quien obtuvo el derecho de predicar juntamente con la facultad de comunicarla a
los demás. Es verdad que los seis primeros hermanos participaban con Francisco
el privilegio de admitir en la Orden a los nuevos candidatos; pero éstos eran
siempre llevados a la Porciúncula a recibir el hábito de penitencia de manos de
Francisco (TC 41). Esta admisión entre los frailes equivalía a la conversión
de los antiguos monjes, e implicaba la renuncia del mundo y todas sus obras, en
prueba de lo cual el nuevo hermano distribuía todos sus bienes a los pobres. La
Leyenda de los Tres Compañeros dice de uno de los antiguos hermanos que,
«abandonando este mundo malvado con todas sus vanidades, entró en la Religión,
en la que se consagró humilde y devotamente al servicio de Dios» (TC 56). Esta
afirmación expresa de los Tres Compañeros contradice formalmente las teorías de
W. Muller, Sabatier y Mandonet, quienes pretenden que la primera fraternidad
franciscana era una asociación de todo en todo diferente de las órdenes
religiosas, y que la Tercera Orden es un vestigio de este carácter inicial de
la obra de Francisco.
Al principio
quería Francisco retener consigo a los hermanos todo lo más que le era posible.
Por eso cuando enviaba a algunos a misionar, siempre, al despedirlos,
les prefijaba el tiempo, statuto término, el máximum de lo que debía
durar el viaje, terminado el cual debían todos los misioneros hallarse de nuevo
en la Porciúncula (TC 41). Más tarde se fijaron dos fechas del año para dicha
vuelta: la fiesta de Pentecostés y la de San Miguel Arcángel (29 de
septiembre). Jacobo de Vitry habla, es cierto, de un solo Capítulo anual; pero
su error se explica fácilmente teniendo en cuenta que este canónigo conocía la
Orden desde hacía poco tiempo y de un modo muy incompleto, y que el capitulo de
Pentecostés excedía con mucho en importancia al de San Miguel.
De estas dos
reuniones anuales o, como se las llamaba con palabra tomada de la antigua vida
monástica, «capítulos», la de Pentecostés era la más importante. «En tal día se
congregaban los hermanos y discutían la mejor manera de aplicar y practicar su
Regla. Tomaban juntos y alegres su frugal alimento, y en seguida Francisco les
predicaba». Es seguro que con motivo de estos Capítulos anuales pronunció el Santo
sus admonitiones o avisos, de que luego hablaré. De ordinario, sus
discursos versaban sobre un texto del Sermón de la Montaña, u otros pasajes
evangélicos como éstos: «El que quiera salvar su vida, la perderá»; «No he
venido a ser servido, sino a servir»; «El que no renuncia a todo lo que posee,
no puede ser discípulo mío». Pero el más socorrido y favorito tema de Francisco
en sus prédicas de Capítulo era «el respeto debido al Smo. Sacramento del altar
y, en consecuencia, la veneración debida a los sacerdotes». A veces llegaba
hasta exigir a sus frailes que besasen el casco de la cabalgadura en que
hubiese montado un sacerdote. Todo el afán de Francisco era que los hermanos
estuvieran tan enriquecidos de buenas obras, que el Señor fuera alabado por ellas;
y así les decía: «Que la paz que anunciáis de palabra, la tengáis, y en mayor
medida, en vuestros corazones. Que ninguno se vea provocado por vosotros a ira
o escándalo, sino que por vuestra mansedumbre todos sean inducidos a la paz, a
la benignidad y a la concordia. Pues para esto hemos sido llamados: para curar
a los heridos, para vendar a los quebrados y para corregir a los equivocados»
(TC 58). Por eso, cuando alguno de sus discípulos perdía la paz por obra de las
tentaciones, recurría a él en el Capítulo y le abría su corazón; y ninguno se
retiraba de él sin irse plenamente consolado.
En estos
capítulos era también cuando Francisco elegía los predicadores que debía enviar
a las diversas regiones o provincias, como entonces se decía. En esta
elección se guiaba por las aptitudes de cada cual, y tan de grado enviaba legos
como sacerdotes. Por fin, los bendecía con sentimientos de ternura paternal, y
de dos en dos se dispersaban gozosos por el mundo «como peregrinos y
advenedizos», sin más equipaje que los libros que habían menester para el rezo
del oficio divino (TC 57-60).
La elocuencia
coloreada y original de Francisco se tornaba a menudo, en estos capítulos, en
una maravillosa poesía. Así se dice en una de sus Admoniciones (Adm 27),
aludiendo al himno litúrgico del Jueves Santo: Ubi cháritas et amor, Deus
ibi est, «donde hay caridad y amor, allí está Dios»:
«Donde hay
caridad y sabiduría,
allí no hay temor ni ignorancia.
Donde hay
paciencia y humildad,
allí no hay ira
ni perturbación.
Donde hay pobreza
con alegría,
allí no hay
codicia ni avaricia.
Donde hay quietud
y meditación,
allí no hay
preocupación ni vagancia.
Donde está el
temor de Dios para custodiar su atrio,
allí el enemigo
no puede tener un lugar para entrar.
Donde hay
misericordia y discreción,
allí no hay
superfluidad ni endurecimiento del corazón».
Francisco gustaba
de proponer como modelo para todos los cristianos a la Sma. Virgen y Madre
María. Como buen trovador, consagró una de sus más bellas laudes a
celebrar las virtudes que adornaron el alma de María, y que deben resplandecer
también en todas las almas cristianas. Es su Saludo a las Virtudes
(SalVir):
«¡Salve, reina
Sabiduría!,
el Señor te salve
con tu hermana la santa pura Sencillez.
¡Señora santa
Pobreza!,
el Señor te salve
con tu hermana la santa Humildad.
¡Señora santa
Caridad!,
el Señor te salve
con tu hermana la santa Obediencia.
¡Santísimas
virtudes!,
a todas os salve
el Señor, de quien venís y procedéis. (...)
La santa
Sabiduría confunde a Satanás y todas sus malicias.
La pura santa
Sencillez confunde a toda la sabiduría de este mundo y a la sabiduría del
cuerpo.
La santa Pobreza
confunde a la codicia y avaricia y cuidados de este siglo.
La santa Humildad
confunde a la soberbia y a todos los hombres que hay en el mundo, e igualmente
a todas las cosas que hay en el mundo.
La santa Caridad
confunde a todas las tentaciones diabólicas y carnales y a todos los temores
carnales.
La santa
Obediencia confunde a todas las voluntades corporales y carnales, y tiene
mortificado su cuerpo para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano, y
está sujeto y sometido a todos los hombres que hay en el mundo, y no únicamente
a solos los hombres, sino también a todas las bestias y fieras, para que puedan
hacer de él todo lo que quieran, en la medida en que les fuere dado desde
arriba por el Señor».
Después de este
ditirambo en loor de las virtudes, que trae en seguida a la memoria los frescos
de las Alegorías de la Santa Obediencia, la Santa Castidad y
la Santa Pobreza, que Giotto pintó en la Basílica Inferior de San
Francisco, construida sobre la tumba del Santo, el poeta se remonta hasta el
trono de la más pura de las vírgenes, a quien habla de esta manera en su Saludo
a la Bienaventurada Virgen María (SalVM):
«Salve, Señora,
santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres Virgen hecha iglesia y
elegida por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su
santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está
toda la plenitud de la gracia y todo bien.
»Salve, palacio
suyo; salve, tabernáculo suyo; salve, casa suya. Salve, vestidura suya; salve,
esclava suya; salve, Madre suya y todas vosotras, santas virtudes, que sois
infundidas por la gracia e iluminación del Espíritu Santo en los corazones de
los fieles, para que de infieles hagáis fieles a Dios».
Después de
entonar este cántico de alabanza a María, considerándola como el ideal de la
vida cristiana, fue, sin duda, cuando San Francisco prorrumpió en las
expresiones que pone en boca suya el Espejo de Perfección. En efecto, el Santo
quería que, después de cantar los frailes por él enviados las alabanzas de
Dios, el hermano predicador dijera al pueblo: «Nosotros somos juglares del
Señor, y esperamos vuestra remuneración, es decir, que permanezcáis en
verdadera penitencia». Y añadía el bienaventurado Francisco: «¿Pues qué son los
siervos de Dios sino unos juglares que deben levantar y mover los corazones de
los hombres hacia la alegría espiritual?» (EP 100). Elevar las almas al cielo
con el canto y las imágenes, ir de puerta en puerta cantando la hermosura y el
gozo que se encierra en el servicio del Señor, he ahí lo que Francisco mismo
había hecho ya de joven en Asís, y he ahí también la tarea poética que
encomendó a sus frailes. «¿No sabes tú, mi querido hermano -solía decir Fray
Gil-, que son la santa Penitencia, la santa Humildad, la santa Caridad, la
santa Piedad y la santa Alegría, las que hacen al alma perfectamente buena y
feliz?» Innumerables eran en tiempo de Francisco los que ignoraban esto, y he
ahí por qué los juglares de Dios, joculatores Dei, se derramaron por
el mundo a cantar estas verdades esforzándose por inculcarlas en todos los
corazones.
Desde un
principio la reunión de los Capítulos tuvo también por objeto la edificación
recíproca los hermanos. La Orden no tenía aún ninguna organización regular y,
por lo demás, ¿qué habría tenido que organizar? «Estos pobres de Cristo
-escribía Jacobo de Vitry en su Historia Oriental- no llevan ni bolsa
para el camino, ni alforjas, ni pan, ni dinero en sus cintos; no poseen oro o
plata ni llevan calzado en sus pies.
A ningún hermano
de esta Orden le está permitido poseer nada. No tienen monasterios ni iglesias;
ni campos, ni viñas, ni ganado; ni casas, ni otras posesiones; ni dónde
reclinar su cabeza. No usan pieles ni lienzos de lino, sino únicamente
túnicas de lana con capucha; no tienen capas, ni palios, ni cogullas, ni
ninguna otra clase de vestiduras. Si se les invita a la mesa, comen y beben de
lo que se les pone. Si se les da por misericordia una limosna, no la andan
reservando para más adelante... Después del Capítulo, su superior les vuelve a
enviar, en grupos de dos o más, a las distintas regiones, provincias y
ciudades. Por su predicación, y también por el ejemplo de su santa vida y de su
irreprochable conducta, animan al desprecio del mundo a un gran número de
hombres; no sólo a los de clases humildes, sino también a los hidalgos y
nobles, los cuales abandonan sus palacios, sus villas, sus extensísimas
posesiones; truecan así sus riquezas temporales, como en un afortunado
comercio, por las riquezas espirituales y toman el hábito de los hermanos
menores: una túnica de ínfima calidad para cubrirse y una cuerda para ceñirse».
Los hombres que
vivían así, ¿qué necesidad tenían de leyes ni reglamentos? ¿Qué más necesitan
las alondras que un sorbo de agua de la fuente, y un frugal alimento que ellas
mismas recogen en los campos, para entonar gozosas las divinas alabanzas, con
que encantan y maravillan a los hombres? A todas las avecillas amaba Francisco,
pero de un modo particular a la alondra moñuda, de la cual solía decir: «La
hermana alondra tiene capucho como los religiosos y es humilde, pues va
contenta por los caminos buscando granos que comer. Y, aunque los encuentre en
el estiércol, los saca y los come. Cuando vuela, alaba a Dios con dulce canto,
como los buenos religiosos, que desprecian todo lo de la tierra y tienen su
corazón puesto en el cielo, y su mira constante en la alabanza del Señor. El
vestido, es decir, su plumaje, es de color de tierra, y da ejemplo a los
religiosos para que no se vistan de telas elegantes y de colores, sino viles
por el valor y el color, así como la tierra es más vil que otros elementos» (EP
113).
Por desgracia,
esta vida feliz y libre de alondras que vivían los hermanos no podía
prolongarse indefinidamente. El número de ellos se aumentaba prodigiosamente de
día en día. Y no venían a Francisco sólo hombres y jóvenes, sino mujeres
casadas y solteras, y hombres casados también. A las doncellas era siempre
fácil colocarlas, se las orientaba a conventos que estaban bajo la dirección y
vigilancia de los hermanos. Pero llegaban también hombres provectos y aun
ancianos diciendo al Santo que tenían mujer y no podían separarse de ella. El
Anónimo de Perusa narra así estas situaciones: «Muchas mujeres, doncellas y
viudas, conmovido el corazón por la predicación de los hermanos, acudían a
preguntarles a los hermanos: "¿Y nosotras, qué hemos de hacer, ya que no
podemos seguiros? Decidnos cómo podemos alcanzar la salvación de nuestras almas".
Para darles satisfacción, en cada ciudad donde les fue factible, los hermanos
fundaron monasterios cerrados para en ellos hacer penitencia. Y se nombró a uno
de los hermanos para que los visitase y corrigiese. También hombres casados les
decían: "Tenemos esposas que no nos permiten dejarlas. Enseñadnos, pues,
un camino que podamos tomar para llegar a la salvación"» (AP 41). También
de estos tenía que ocuparse Francisco, también a ellos tenía que darles una
respuesta, pero ¿cómo?
El movimiento
iniciado por Francisco estaba a punto de desbordarse. Y no todo era del agrado
del Santo. No le gustaba, en particular, que sus frailes se encargaran de
visitar y asistir a las monjas, por lo que decía: «Mucho me temo que, habiendo
nosotros renunciado a las mujeres por amor de Dios, el diablo nos haya dado
hermanas» (cf. 2 R 11). Por otra parte, a menudo se repetía el caso de Cannara
en que el Santo mismo se vio obligado a moderar el fervor de sus oyentes, los
cuales todos, hombres y mujeres, casados y solteros, la población en masa
quería seguirle; entonces él tuvo que decirles: «No tengáis prisa, no os vayáis
de aquí; ya os indicaré lo que debéis hacer para la salvación de vuestras
almas» (Flor 16).
Los progresos del
movimiento franciscano provocaban cada día serias dificultades. Ciertamente
Francisco podía, por una parte, estar contento con la abundancia de la cosecha;
pero, por otra, los graneros venían estrechos para contenerla. Las redes se le
rompían, como en otro tiempo sucediera a los Apóstoles con la pesca milagrosa.
La regla que
había escrito Francisco, «en pocas y sencillas palabras» como dice él mismo,
podía bastar para evangelistas y juglares errantes, pero en manera alguna era
conveniente para las monjas, y mucho menos para los casados. Gobernar y guiar
una bandada de alondras era para Francisco empresa hacedera: los pájaros de la
selva le obedecían siempre con toda prontitud. Pero ahora se le presentaban
hombres que ocupaban puestos importantes, personas casadas, muchachas jóvenes,
y ¿cómo iba a poder él, simple e iletrado, dar una regla de vida y un
sistema de leyes a estas avecillas amansadas, de una especie que él no había
previsto en absoluto?
Como por instinto
buscaba Francisco a su alrededor una mano amiga que pudiera ayudarle. Y esta
mano la tenía más cerca de lo que él se imaginaba. Era una mano blanca,
delicada, elegante, ornada de amatista, pero robusta y enérgica: la mano del
cardenal Hugolino, ministro y consejero de Inocencio III, obispo de Ostia y de
Velletri.
Capítulo
V – El cardenal Hugolino
Hugo o Hugolino,
conde de Anagni, nacido hacia 1170, era, cuando Francisco trabó con él
relaciones, un hombre maduro, de figura por extremo simpática y venerable.
Educado en Bolonia y en París, atesoraba la más alta ilustración que era
posible adquirir en su tiempo; sin embargo, aún más que sabio, era piadoso con
piedad sincera y profunda. Dos cosas eran objeto constante de sus
preocupaciones: la libertad de la Iglesia y el desarrollo de la vida monacal.
En 1199 había puesto en peligro su vida al defender los derechos de la Iglesia
contra el usurpador Markwald. Cultivaba profundas y constantes relaciones con
los camaldulense, los monjes de Cluny y la congregación de Santa Flora (para la
que había hecho edificar dos nuevos conventos), así como las tuvo después con
franciscanos y dominicos. En Anagni, su patria, acababa de fundar un hospital
con iglesia anexa, que confió en octubre de 1216 a los hermanos hospitalarios
de Altopascio, en Toscana. En 1198 fue nombrado capellán pontificio y creado
Cardenal del título de San Eustaquio. Finalmente, en mayo de 1206 fue nombrado
obispo de Ostia y Velletri, que era entonces el más alto puesto eclesiástico
después del papado. Poco espíritu de profecía se necesitaba, pues, para
predecir, como se cuenta que lo hizo Francisco (1 Cel 100), que aquel hombre
iba a ascender un día a la silla de San Pedro. De Papa continuó siendo el mismo
fiel amigo de las Ordenes religiosas, y señaladamente de los franciscanos, para
quienes construyó, con sus propias rentas, un convento en Viterbo, y otro en
Roma para las clarisas (el monasterio de San Cosme). Muchos de los conventos de
Lombardía y Toscana son también obra suya. A este hombre, pues, tocó en suerte,
según leemos en su biografía, la tarea de «sacar a la Orden de los frailes
menores de la inseguridad y falta de organización y de darle forma definitiva»
(Vita Greg. IX).
Dicho queda que
Francisco conoció a Hugolino por primera vez en 1216, hallándose en Perusa la
Corte pontificia; pero este conocimiento tardó todavía en tornarse amistad estrecha,
lo que no vino a acontecer sino dos años más tarde.
En 1217,
Francisco se sintió especialmente triste e inquieto cuando, el 14 de mayo,
asistió al Capítulo de Pentecostés en la Porciúncula. Camino del Capítulo
Francisco había abierto su corazón a un amigo: «Suponte que los hermanos, una
vez reunidos, me instan a que les anuncie la palabra de Dios y les predique.
Yo, poniéndome en pie, les dirijo la palabra según me inspire el Espíritu
Santo. Luego, acabada la predicación, supongamos que todos gritan contra mí:
"No queremos que tengas mando sobre nosotros, pues no tienes la elocuencia
conveniente; eres, en cambio, demasiado simple e ignorante, y nos avergonzamos
de tener por prelado a un hombre tan simple y despreciable. Así que no te
llames en adelante prelado nuestro". Y, con esto, me echan entre
vituperios y denuestos» (EP 64). El pobre Francisco estaba todo asustado por el
gran número de hombres inteligentes y sabios que, poco a poco, habían ido
ingresando en la Orden. Sin embargo, cuando llegó la hora del sermón, predicó
con su acostumbrada manera, sencilla y sin artificio; pero, en vez de recibir
los reproches y vilipendios que esperaba, vio que todos sus oyentes quedaban
satisfechos y sumamente edificados, por lo cual cobró ánimo y les expuso el
gran proyecto que, desde tiempo atrás, andaba meditando: que sus frailes, ya
que se habían hecho tan numerosos, saliesen de Italia en sus excursiones
misioneras, yendo a predicar a Alemania, Hungría, Francia, España y aun a
Tierra Santa. La propuesta fue acogida con alborozo, y todos al punto se
dispusieron a partir a donde se les enviara; el mundo entero quedó dividido en
distritos o provincias de misiones franciscanas. La Tierra Santa quedó
constituida en provincia aparte, y la misión que a ella se envió fue encargada
a Fray Elías Bombarone, en quien Francisco tenía plena confianza. El Santo
pidió para sí la misión de Francia, alegando «que la gente es allí católica y,
sobre todo, tiene una gran reverencia al santísimo cuerpo de Cristo». Antes de
separarse, pronunció Francisco una de sus ordinarias admoniciones, en
que exhortó a sus frailes a ir por el mundo silenciosos y recogidos en continua
oración, ni más ni menos que si cada cual estuviera en su eremitorio o en su
celda, añadiendo: «Porque, dondequiera que estemos o caminemos, tenemos la
celda con nosotros, ya que el hermano cuerpo es nuestra celda y el alma es el
ermitaño que vive dentro de ella para orar al Señor y meditar en Él» (EP 65).
En las
Florecillas (Flor 13) se habla de este viaje como si realmente se hubiese
efectuado, relatándolo con lujo de detalles milagrosos. Pero lo único de que
tenemos pruebas seguras es que Francisco, en la segunda mitad de mayo de 1217,
fue a Florencia a hablar con el cardenal Hugolino.
Tomás de Celano
tiene sin duda razón cuando dice que las relaciones entre Francisco y Hugolino
no eran todavía muy íntimas por aquel tiempo. Ambos habían oído hablar
elogiosamente el uno del otro, cada uno de ellos conocía la piedad del otro y
su temor de Dios, y estaban, por consiguiente, en aptitud para estrechar
amistad tan pronto como se hablaran. Hugolino había sido enviado a Toscana por
Honorio III en calidad de delegado pontificio, con el doble encargo de poner
paz entre las repúblicas etruscas, siempre en guerra unas contra otras, y de
predicar una nueva cruzada. Tan pronto como Francisco llegó a Florencia y supo
que el Cardenal estaba allí, fue a verle, fiel a su costumbre de alojarse
siempre en casa de eclesiásticos más bien que de seglares. La acogida fue muy
afectuosa, y en la conversación que tuvieron abrió Francisco su atribulado
corazón con la misma confianza con que en otro tiempo lo hiciera ante el obispo
Guido de Asís. Por fin, se echó a los pies del venerable prelado, suplicándole
con instancias se dignase proteger su causa y la de sus hermanos, a lo que
Hugolino accedió gustoso. Desde aquel momento nunca dejó el Santo de
considerarle como su padre espiritual, rindiéndole siempre veneración profunda
y filial obediencia.
El primer
resultado de esta nueva amistad fue que Francisco renunciara a ir (o a tornar)
a Francia, porque le dijo el Cardenal: «Hermano, no quiero que vayas a
provincias ultramontanas, porque hay prelados que impedirán el bien de tu
Religión en la curia romana. Yo y otros cardenales conmigo, que la amamos, de
buen grado la protegeremos y le prestaremos nuestra ayuda si os quedáis en los
contornos de esta provincia». El antiguo amigo de Francisco en el Sacro
Colegio, el cardenal Juan de San Pablo, había muerto el año anterior; pero el
Santo tenía ahora otros nuevos valedores, entre los cuales sobresalía, al lado
de Hugolino, León Brancaleone, Card. presbítero, del título de Santa Cruz de
Jerusalén; después, en 1219, fue creado cardenal Nicolás Chiaramonti, de quien
ya hemos hecho mención, y que vino a aumentar el número de los amigos de
Francisco en la Curia romana. Pues bien, Francisco quiso insistir ante
Hugolino, alegando no ser justo despachar a sus frailes a misionar en regiones
lejanas y sembradas de peligros, quedándose él muy tranquilo y seguro en su
casa. Pero el Cardenal se mantuvo firme en su exigencia, y Francisco se vio
obligado a enviar a Francia en su lugar al antiguo «rey de los versos», Fray
Pacifico, con varios otros hermanos (EP 65).
Lo primero que
atrajo la atención de Hugolino y ocupó su genio organizador, fue el movimiento
provocado por la predicación de los frailes menores entre las mujeres. En
cuanto a Clara y sus hermanas, Francisco mismo había provisto, fundándoles el
convento de San Damián y prometiéndoles cuidar de ellas, mientras viviese,
tanto en lo corporal como en lo espiritual. Pero, ¿cómo hacer extensiva esta
promesa a las demás mujeres que en tan crecido número seguían acudiendo a los
frailes en demanda de asilo para atender a su salvación?
La forma
vivendi, o «regla de vida», que Francisco había dado a Clara y a sus
monjas les obligaba sencillamente «a vivir conforme al Evangelio», es decir, en
pobreza, trabajo y oración. Habiendo distribuido sus bienes a los pobres, las
hermanas de San Damián no tenían derecho a aceptar ninguna propiedad, ni por sí
ni por interpuesta persona, excepción hecha tan sólo del convento mismo, con un
pedazo de terreno circundante, condición indispensable para el aislamiento del
mundo. Ese terreno debía destinarse sólo a huerta para el uso particular de las
hermanas (RCl 6). Este fue el «privilegio de la pobreza» que Inocencio III
confirmó a Clara en 1215 sin duda por empeño de San Francisco.
A esto se
reducía, pues, todo lo que había como regla para Clara y sus hermanas, y nótese
que esta regla no valía sino para San Damián, puesto que Francisco no había
pensado en la posibilidad de que se establecieran otros conventos de la misma
clase. Por consiguiente, libres tenía las manos Hugolino ahora que se trataba
de regular la situación de las numerosas doncellas que, de todas las ciudades
de la región, recurrían a los frailes pidiendo ser admitidas a la vida
religiosa. Esto va directamente contra las afirmaciones de Lempp en su estudio
sobre los orígenes de la Orden de las Clarisas. Hablar, como hace este autor,
de procedimientos violentos de parte de Hugolino contra las disposiciones
tomadas por San Francisco, es desnaturalizar de un modo extraño la verdad
histórica. San Damián y las hermanas de Santa Clara se hallaban, respecto de
Francisco, en situación excepcional, y nada tenían que ver con los nuevos
conventos de cuya fundación se trataba ahora. Es evidente que los cuidados del
Santo se limitaban a las hermanas de San Damián. En su Regla, Santa Clara
recuerda estas palabras de San Francisco: «Quiero y prometo tener siempre, por
mí mismo y por mis hermanos, un cuidado amoroso y una solicitud especial de
vosotras como de ellos» (RCl 6). De manera semejante Waddingo nos dice que
Francisco «no se encargó de cuidar más que del convento de Santa Clara» (Ann. 1219,
n. 44).
Por eso vemos a
Hugolino ocupado por los años de 1217 a 1219, en fundar y organizar la Orden
que, andando el tiempo, iba a llamarse de las Clarisas y que en los documentos
de aquel tiempo se llama con otros nombres, los más diversos. Documento muy
importante para la historia del desarrollo de esta Orden es un Breve dirigido
con fecha 27 de agosto de 1218 por Honorio III al Cardenal Hugolino, en
contestación a una carta en que éste hablaba a aquél del gran número de
doncellas y otras mujeres que anhelaban huir del mundo y construirse moradas
dentro de las cuales poder vivir sin poseer otra cosa que las moradas mismas,
con la iglesia o capilla contigua. Añade Hugolino que, con este objeto, se le
habían ofrecido varios terrenos, y pide autorización para aceptarlos en nombre
de la Iglesia Romana, de manera que los conventos que en ellos se edifiquen se
sustraigan a la autoridad de los Obispos locales y dependan directamente de
Roma. Por dicho breve le otorga Honorio esta autorización, estableciendo que
ninguna otra autoridad, ni espiritual ni temporal, fuera de la suya, podrá nada
sobre los mencionados conventos, y que este privilegio de excepción les durará
mientras las hermanas que los habiten permanezcan fieles a su voto de pobreza
(Bull. Fran. I, p. 1).
Antes que
Hugolino recibiese este breve ya el obispo Juan de Perusa había dado su
consentimiento, el 31 de julio de 1218, para la construcción de un claustro de
monjas de la misma a Orden, exigiendo como única compensación del privilegio de
eximirse de su autoridad, el que las monjas le hiciesen anualmente, el día 15
de agosto, el regalo de una libra de cera. Hacia el mismo tiempo hallamos a
Hugolino haciendo gestiones para el establecimiento de otros tres conventos de
la misma naturaleza que los anteriores: uno en Sena, ante la puerta Camollia,
otro en Lucca (Sta. María de Cattajola) y el tercero en Monticelli, cerca de
Florencia.
El fundamento
único de la vida religiosa en estos monasterios era siempre la pobreza, la
ausencia de toda posesión. Como eran la predicación franciscana y la vida
franciscana las que habían sacado del mundo y encerrado en el claustro a todas
aquellas mujeres.
Al querer
Hugolino redactar una verdadera regla para estos nuevos monasterios, tropezó
desde luego con la decisión del Concilio de Letrán de 1215, que prohibía la
redacción de nuevas reglas para órdenes religiosas. Dio ocasión a este decreto
la multitud de órdenes que, hacia los comienzos del siglo XIII, se habían
fundado, originando una gran confusión en el gobierno de la Iglesia. El
Concilio establecía que, en adelante, no se diera autorización para fundar
nuevas órdenes, y que, si alguien pretendía fundar una orden o construir un
convento, fuese obligado a optar por alguna de las reglas ya aprobadas por la
Santa Sede.
Uno de los
primeros fundadores a quien afectó este decreto fue Santo Domingo. Según Jordán
de Sajonia, el Concilio de Letrán aprobó ambas Ordenes, dominicana y
franciscana, pero ninguna de las dos obtuvo por entonces la confirmación
pontificia de su regla. A Domingo se le exhortó expresamente a que se volviese
a deliberar con sus frailes sobre aquella de las reglas ya existentes que le
conviniese adoptar. Es sabido que Domingo escogió la de los premonstratenses, y
Honorio confirmó esta elección, proclamando de la manera más explícita que los
dominicos eran «una Orden de Canónigos según la Regla de San Agustín».
Así pues, el
Cardenal se vio constreñido a entrar por el mismo camino que Domingo, y escogió
para sus monjas franciscanas la más antigua y venerada de todas las
legislaciones de Occidente: la Regla benedictina. Con esto, Hugolino se
conformó estrictamente al principio esencial de la pobreza evangélica,
proclamado por Francisco. El suelo mismo en que se edificaban los conventos,
lejos de ser propiedad de las hermanas, pertenecía a Hugolino a nombre de la
Iglesia romana: era exactamente la forma en que Francisco había aceptado la
Porciúncula, rehusando su propiedad y conviniendo con los monjes en que éstos
seguirían siendo los dueños del santuario, en prenda de lo cual sus frailes les
pagarían arriendo cada año (EP 55). Dicho queda que Francisco no quería que sus
frailes habitasen sino en lugares sujetos a dominio ajeno, subtus dominio
aliquorum. En un documento del año 1244 se menciona todavía la Porciúncula
como perteneciente a la abadía del monte Subasio. Ni fue Hugolino, como cree
Lempp, sino el propio Francisco quien estableció la distinción entre el derecho
de propiedad (domnium) y el de uso (usus). Lempp parece
atribuir una significación particular al hecho de que Hugolino adjudicase
también a las monjas de Cottajola cierto bosque, y cree ver en este acto una
infracción del voto de pobreza de las hermanas. Pero de la bula respectiva
resulta claramente que el único motivo de mencionarse en ella el bosque era que
éste ocupaba todo el terreno donde se iba a construir el convento, de modo que
para hacer la construcción hubo que desmontar el pedazo necesario. De hecho,
Honorio III escribe en su bula: «El Obispo de Ostia ha recibido de un ciudadano
de Lucca, en nombre nuestro, un bosque que este ciudadano poseía en el lugar
llamado Cottajola, y ahí se ha edificado el monasterio» (Sbaralea I, p. 10).
Las clarisas se vieron obligadas a tener convento y capilla, pero sin perjuicio
alguno de su voto de pobreza, pues el terreno pertenecía legalmente a otro que
a ellas (en el caso presente a la Santa Sede). Todo esto estaba en perfecta
armonía con el espíritu de San Francisco, y Lempp se engaña lastimosamente al
pretender que esta disposición era contraria a la voluntad de Francisco y de
Clara. Y Lempp se equivoca también cuando, para probar que los conventos de
clarisas fundados bajo la dirección de Hugolino eran realmente propietarios,
interpreta en un sentido del todo antifranciscano las siguientes palabras de una
bula dirigida por Honorio el 8 de diciembre de 1219 a las clarisas de
Monticelli: «Por tanto os confirmamos vuestro lugar (locum) y todo lo
que poseéis justa y canónicamente en su circuito y os declaramos exentas del
diezmo de vuestra clausura y de los frutos de vuestro huerto» (Sbar., I, p. 4).
Expresiones análogas se encuentran en las bulas dirigidas a las monjas de Lucca
y de Monteluce. Importa observar aquí dos cosas en que Lempp parece no haber
parado mientes: 1.ª que la palabra locus (lugar) en la antigua
terminología franciscana tiene siempre el significado de «convento», y así las
palabras «todo lo que se encierra en su circuito», en manera alguna significan
los terrenos, sino más bien los edificios pertenecientes al convento; 2.ª que
en cada una de sus tres bulas el Papa emplea la expresión juste et cononice.
Ahora bien, «justa y canónicamente» las clarisas no podían poseer otra cosa que
su domicilia et oratoria (domicilios y oratorios). Finalmente, en
cuanto a la exención del diezmo de los frutos del huerto, en que Lempp cree
descubrir señales de posesión territorial, recuérdese que la plantación de
huertos para las necesidades del monasterio era lo único que Clara permitía en
los terrenos concedidos a las hermanas, como estableció en su Regla: «No reciban
o tengan posesión o propiedad por sí mismas ni por interpuesta persona, ni
tampoco nada que pueda razonablemente llamarse propiedad, a no ser aquel tanto
de tierra que necesariamente se requiere para el decoro y el aislamiento del
monasterio; y esa tierra no se cultive sino como huerto para las necesidades de
las mismas hermanas» (RCl 6).
Pero volvamos a
nuestra historia. Las monjas quedaron, pues, sometidas a la Regla de San
Benito, aunque reforzada en cuanto a la pobreza. No estaban, sin embargo, obligadas
a la letra de esta Regla, según lo declaró más tarde formalmente Inocencio IV;
estaban solamente obligadas, de manera general, a llevar, enclaustradas, una
vida de obediencia, pobreza y castidad. A eso se añadían normas de una clausura
muy rigurosa. Ningún extraño podía penetrar en el claustro, y las hermanas
debían renunciar en adelante al oficio de cuidar enfermos, tarea que Jacobo de
Vitry afirma que desempeñaban en un principio. Y no hay duda de que fue
Francisco mismo quien eligió esta clausura estricta para impedir toda relación
entre sus frailes y las monjas. Cuéntase que Hugolino lloró de pura compasión
cuando redactaba en compañía de Francisco tan severos artículos. El hecho es
que, después de la muerte del Santo, Hugolino trató de mitigar algunas de las
prescripciones más duras de su reglamento.
Desde el año 1219
vivieron las clarisas bajo la Regla benedictina, pero con el aditamento de lo
que se llamaba «observancias de San Damián». Estas últimas son evidentemente la
antigua forma de vida que Francisco había dado a Clara y que ahora
pasaba a un segundo plano, aunque sin perder nada de su vigor. Tal es el
sentido de un pasaje de la carta escrita por Gregorio IX el 11 de mayo de 1238,
en que declara a la priora Inés de Bohemia que la Formula vitae de San
Francisco «pasó a segundo rango» (post posita) cuando las clarisas
recibieron la Regla benedictina (Sbar., p. 243). Por lo demás, Francisco no
redactó de una sola vez esta regla, sino que, como atestigua la misma Santa
Clara, «nos dio otros muchos escritos». No hace falta decir que la esencia de
esas observancias es siempre el privilegio de pobreza, cuya
confirmación pidió Clara después, acomodándose al uso del tiempo, a todos y
cada uno de los Pontífices que iban ocupando la silla de San Pedro.
La Regla de 1219
permaneció en todo su vigor mientras vivió San Francisco, no sólo para San
Damián, sino para todas las demás clarisas. Sólo después de la muerte del
Santo, procuró Gregorio IX, como queda dicho, introducir mitigaciones en dicha
Regla, señaladamente en el capítulo de la pobreza. Creía el Papa que,
«considerada la penuria de los tiempos», era bueno que las hermanas poseyesen
su poco de tierra que asegurase al monasterio alguna renta fija, y no hacer
depender la subsistencia de las religiosas sólo de la mendicidad. Había
comunicado éste su parecer a Clara, con negativo resultado, según queda
referido. El 17 de septiembre de 1228 solicitó Clara de Gregorio, como lo había
hecho con sus predecesores, la confirmación del privilegio de pobreza (el
original de esta confirmación de Gregorio IX se conserva todavía en Asís). Otro
tanto hicieron las clarisas de Perusa el 16 de junio de 1229, y la hermana de
Clara, Inés, lo obtuvo igualmente para su monasterio de Monticelli, cerca de
Florencia, como afirma en la carta que escribió hacia 1232 a Clara y a sus
monjas: «Sabed, pues, que el señor Papa ha accedido en todo y por todo a lo que
yo había expuesto y querido, según la intención vuestra y mía, en el asunto que
ya sabéis, es decir, en la cuestión de las propiedades» (BAC p. 371).
Otros conventos,
por el contrario, se mostraron menos estrictos. Varios de ellos recibieron, por
aquel mismo tiempo, importantes propiedades, no sólo en uso, sino en verdadera
posesión, con derecho de dominio. Estas infracciones del espíritu franciscano
angustiaban sobremanera el corazón de Clara, la cual se consolaba pensando que,
al menos, mientras ella viviera San Damián seguiría siendo «la torre de la
altísima pobreza». Pero ¿qué pasaría cuando ella ya no estuviera?
Se comprende
ahora el ardiente anhelo de la Santa por reemplazar la Regla benedictina,
incluso el privilegio de pobreza, con otra regla nueva, que ciertamente había
concebido y redactado ella misma, y es la que confirmó Inocencio IV dos días
antes de la muerte de la Santa, como queda referido (cf. más arriba, cap. V).
Esta Regla nueva
de las clarisas está inspirada, en cuanto era posible, en la de los
franciscanos: al igual de ésta, consta de doce capítulos que en su mayor parte
reproducen los de la regla dictada por Hugolino y Francisco en 1219; pero a
simple vista se nota que el único punto que preocupa el corazón de Clara es la
obligación de la pobreza; y en efecto, apenas empieza ella a tratar de su
querido privilegio, abandona el tono impersonal del legislador y habla en
primera persona con toda el alma:
«Después que el
altísimo Padre celestial se dignó iluminar con su gracia mi corazón para que,
siguiendo el ejemplo y la enseñanza de nuestro muy bienaventurado padre san
Francisco, yo hiciera penitencia, poco después de su conversión, junto con mis
hermanas le prometí voluntariamente obediencia» (RCl 6).
Y pensando en
aquellos tiempos felices, ya tan lejanos, en que ella había vuelto al mundo las
espaldas, se agolpan en su memoria mil otros dulces recuerdos. Recuerda las
inflamadas sentencias que oyó de labios de su amado maestro y director en honor
de su Dama, la noble dama Pobreza, y se apresura a ponerlas por escrito. Y con
pulso firme escribe el párrafo en que se encuentra expuesto, en todo su
inexorable rigor, el ideal mandamiento: «Las hermanas nada se apropien, ni
casa, ni lugar, ni cosa alguna. Y como peregrinas y forasteras en este siglo,
sirvan al Señor en pobreza y humildad» (RCl 8). Debajo de estas palabras fue
donde el papa Inocencio IV, la antevíspera de la muerte de Clara, puso solemnemente
el sello de Roma. Debo añadir que no todos los monasterios de clarisas, ni
mucho menos, adoptaron la Regla del 9 de agosto de 1253. La mayoría continuaron
viviendo según la Regla de Hugolino, confirmada y algo modificada por Inocencio
IV.
Capítulo
VI – Las misiones extranjeras
Mientras
Francisco y Hugolino entendían en la organización interna de la Orden,
proseguían su obra los misioneros enviados a las diversas regiones por el
capítulo de 1217, aunque, a decir verdad, con poco halagüeños resultados. A los
misioneros enviados a Francia les preguntaron si eran albigenses, y como los
frailes, sin acabar de entender la pregunta, dieron una respuesta que parecía
más bien afirmativa, los trataron como herejes. No les fue mejor a los de la
misión alemana, compuesta de sesenta hermanos bajo la dirección de Fray Juan de
Penna. Ignoraban por completo la lengua del país y no llegaron a aprender más
palabras que Ja, «sí», que les fue fatal, porque habiendo notado que,
cuando al ser interpelados, la decían, obtenían pan y alojamiento, dieron en
repetirla a todo propósito; pero no tardaron en ser interrogados sobre si eran
herejes, y respondiendo ellos con su aprendido Ja, fueron al punto
reducidos a prisión, puestos en picota y maltratados bárbaramente. La misma
suerte corrieron los enviados a Hungría. Los campesinos les azuzaron los
perros, y los pastores los pinchaban con sus bastones largos y puntiagudos.
Admirados se preguntaban los pobres misioneros «por qué motivos los tratarían
así aquellas gentes». A uno de ellos se le ocurrió que tal vez querrían los
húngaros apoderarse de sus mantos, y se los dieron, pero sin mejorar de
situación gran cosa. Entonces se acordaron del consejo evangélico, y pasaron a
darles también los hábitos; lo que tampoco amansó a los salvajes campesinos.
Añadieron después los pacientes misioneros sus paños menores, quedándose
completamente desnudos. Jordán de Giano cuenta en su Crónica que uno
de ellos tuvo que repetir hasta seis veces esta operación por ver si así
lograba desenojar a aquellos descomedidos rústicos. Por fin, hubieron de
recurrir, para librar sus ropas, al expediente extremo de embadurnarlas con
estiércol de vaca, y eso apagó la codicia de los campesinos.
Todos estos
fracasos tuvieron por fuerza que sumir el alma de Francisco en cierta mezcla de
tristeza y desasosiego, y, sin duda alguna, por ese mismo tiempo fue cuando,
según cuentan sus biógrafos, tuvo un extraño sueño en que vio una gallina chica
y negra rodeada de muchedumbre de polluelos que pugnaban por cobijarse bajo sus
alas, pero inútilmente, porque éstas no bastaban a cubrirlos a todos. «Yo soy
esa gallina -dijo para sí al despertar-: pequeño de estatura y moreno... Pero
el Señor, por su gran misericordia, me ha dado y me dará muchos hijos, a
quienes por mis solas fuerzas no podré proteger» (TC 63). Y tuvo más que nunca
el sentimiento de que su deber era transmitir a la Iglesia la tarea de velar
sobre su Orden. Lo cual sirvió a Hugolino para conseguir de él que le
acompañase a Roma a hablar con el Soberano Pontífice. Este viaje debió
verificarse durante el invierno de 1217-1218, pues sabemos que el Cardenal
permaneció en Roma desde el 5 de diciembre de 1217 hasta el 7 de abril del año
siguiente. Comparando las fuentes, resulta que ésta fue la primera audiencia
que Francisco obtuvo de Honorio III. Celano hace constar que Hugolino, durante
la predicación de Francisco ante Honorio y los Cardenales, estaba «sobrecogido
de temor y oraba al Señor de todo corazón a fin de que la simplicidad del
bienaventurado varón no fuese menospreciada» (1 Cel 73).
Hugolino iba
temiendo que Francisco se cortase, por la emoción y el respeto, en presencia
del nuevo Papa y su Corte, y así le aconsejó que preparase y aprendiese de
memoria el discurso que iba a pronunciar. Obedeció Francisco, pero una vez
delante del Pontífice, le sucedió lo que había previsto el Cardenal: turbóse
todo y se le olvidó por completo el discurso preparado. Estos olvidos eran en
él frecuentes; pero salía del paso confesando el hecho lisa y llanamente e
improvisando otro discurso que, por punto general, le resultaba mejor que el
que había preparado, aunque tampoco faltaba vez en que la inspiración le
fallaba del todo, y entonces se limitaba a bendecir a su auditorio,
despachándolo sin predicar palabra (1 Cel 73; LM 12,7).
En nuestro caso
la situación era grave por demás; pero Francisco, pasada la primera emoción,
pidiendo a Honorio la bendición hincado de rodillas, empezó a hablar, y lo hizo
de manera que poco a poco fue cobrando bríos y entusiasmo tales, que los
oyentes le vieron agitar los pies con movimiento rítmico, como David delante
del arca, según frase de Celano. Lejos de reírse de él, el Papa y los
Cardenales quedaron profundamente conmovidos con sus palabras, y cuando el orador
acabó por pedir que el Cardenal Hugolino fuese nombrado protector particular de
su Orden, la gracia le fue otorgada en el acto.
En esta estancia
en Roma fue también cuando Francisco se encontró con Santo Domingo, mediante el
propio Hugolino, que los puso en relaciones. Fue tal la admiración que el gran
fundador español sintió en su ánimo por el pobrecillo de Asís, que llegó hasta
proponerle la fusión de ambas Ordenes en una sola, y como Francisco rechazase
la propuesta, Domingo le pidió que le diese como recuerdo el cordón que llevaba
ceñido a la cintura. Poco tiempo después se volvieron a ver, tal vez en la
Porciúncula, y por tercera vez en Roma un año antes de la muerte de Domingo, es
decir, en el invierno de 1220-1221. Cuéntase que en esta ocasión, meditando
Hugolino una reforma general del clero, propuso a Domingo y Francisco escoger
en ambas Ordenes los sujetos que debían ocupar las más altas dignidades
eclesiásticas; pero uno y otro rechazaron la oferta con igual humildad.
Francisco dijo que sus frailes eran menores, y no era bien que se
tornasen mayores. (48)
Él fue, sin duda, quien influyó en el ánimo de Domingo para que, en su Capítulo
de Pentecostés celebrado en Bolonia en 1220, hiciese votar la prohibición de
que sus frailes poseyesen cosa alguna, mientras el mismo Domingo había
solicitado dos años antes confirmación pontificia para las posesiones donadas a
la Orden; además, se sabe que en su lecho de muerte pronunció Domingo solemne
maldición contra los que trataran de apartar a sus frailes de la pobreza
evangélica. Domingo murió el 6 de agosto de 1221.
En 1218 tuvo
lugar el primer Capítulo franciscano de Pentecostés a que asistió Hugolino en
calidad de protector de la Orden. Los frailes le salieron a recibir en solemne
procesión. Apeóse Hugolino de su caballo, despojóse de sus ricas vestiduras y
siguió a la Porciúncula a pie descalzo y vestido de franciscano; cantó la misa,
en que Francisco ofició de diácono y de lector, terminada la cual, Hugolino
ayudó a los frailes en la tarea de lavar los pies a algunos pobres, tarea que
era para los frailes algo más que una simple formalidad, pues en ella le
aconteció a Hugolino tan extraño caso como el siguiente: el mendigo a quien le
tocó lavar los pies, viendo su impericia en el arte y tomándolo por fraile franciscano,
se irritó contra él y lo despidió con toda brusquedad, añadiendo: «Mira, mejor
será que te vayas a tus quehaceres y cedas el puesto a otros que lo harán mejor
que tú».
Como queda dicho,
en este Capítulo se volvió a encontrar Francisco con Domingo que había venido
en la comitiva del Cardenal. Lo que el fundador de los predicadores vio en la
Porciúncula no pudo menos que dejarle una impresión imborrable. En medio de
aquella innumerable multitud de hombres no se oía ni una palabra inútil o de
pura charla; dondequiera que había un grupo de frailes, allí se oraba, o se
rezaba el oficio, o se lloraban los pecados propios y ajenos... Su cama era la
desnuda tierra y, a lo más, algunas pajas, con una piedra o un haz de leña por
toda almohada. Francisco dijo a sus frailes: «Os mando, por el mérito de la
santa obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de vosotros se
preocupe ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de cosa alguna
necesaria al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios; y dejadle a
Él el cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de vosotros de manera
especial». Asombrado quedó Domingo, que estaba presente, al escuchar tal
mandato de Francisco, y pensó que era una imprudencia soberana prohibir a tan
grande asamblea preocuparse de las cosas necesarias a la vida del cuerpo. «Pero
el Pastor supremo, Cristo bendito, para demostrar que él tiene cuidado de sus
ovejas y rodea de amor singular a sus pobres, movió al punto a los habitantes
de Perusa, de Espoleto, de Foligno, de Spello, de Asís y de toda la comarca a
llevar de beber y de comer a aquella santa asamblea. Y se vio de pronto venir
de aquellas poblaciones gente con jumentos, caballos y carros cargados de pan y
de vino, de habas y de otros alimentos, a la medida de la necesidad de los
pobres de Cristo. Además de esto, traían servilletas, jarras, vasos y demás
utensilios necesarios para tal muchedumbre. Y se consideraba feliz el que podía
llevar más cosas o servirles con mayor diligencia, hasta el punto que aun los
caballeros, barones y otros gentileshombres, que habían venido por curiosidad,
se ponían a servirles con grande humildad y devoción» (Flor 18).
En suma, la
generosidad de los habitantes de todas las ciudades vecinas para con los
frailes fue extraordinaria. Jordán de Giano cuenta que él mismo asistió a otro
Capítulo cuyos miembros tuvieron que quedarse en la Porciúncula dos días más de
los prefijados, a fin de consumir todas las provisiones que se les había traído
(Crónica).
En el Capítulo de
Pentecostés del año siguiente se tomó la resolución de reparar el fracaso de
las misiones. Dos años había pasado el Cardenal preparando el camino a los
nuevos misioneros, enviando cartas de recomendación a los diversos países
adonde debían ir, interesando a los Obispos en favor de los frailes, de cuyas
excelentes dotes y aptitud para la predicación, así como del favor que les
dispensaba la Curia romana salía él garante (TC 66).
Además, justo en
el momento más oportuno, el 11 de junio de 1219, tuvo la dicha de obtener para
los frailes un escrito oficial de la suprema autoridad eclesiástica: un breve
de Honorio III recomendando los frailes a todos Arzobispos, Obispos, Abades,
Deanes, Arcedianos y demás prelados de los lugares adonde fueren. Este mismo
breve declara que los frailes son católicos, que se ocupan de esparcir la
simiente evangélica según la norma de los Apóstoles y que su tenor de vida
cuenta con la aprobación de la Silla Apostólica. (49) Y así, provistos de ejemplares de este precioso
documento y habiendo obtenido de San Francisco la facultad de recibir nuevos
candidatos a la Orden, los jefes de misión, llamados desde entonces «ministros
provinciales», se pusieron en camino al frente de sus respectivos grupos de
hermanos. Esta vez no se envió ninguna nueva misión a Alemania, por lo mucho
que aún amedrentaba a los frailes el recuerdo de las cárceles y picotas de los
teutones. Los hermanos Gil y Electo fueron enviados a Túnez, el hermano Benito
de Arezzo a Grecia, Fray Pacífico tornó a Francia, y un pequeño grupo, cuidadosamente
elegido, recibió el encargo de realizar el antiguo proyecto de San Francisco,
ir a tratar de convertir al Miramamolín de Marruecos.
La misión de
Túnez se malogró casi de inmediato a causa de los cristianos mismos de aquella
región, quienes, temiendo que la presencia de los misioneros les acarreara
dificultades con los musulmanes, tomaron por la fuerza a Gil y a sus
compañeros, los metieron en un bajel y los despacharon para Italia. Sólo el
hermano Electo, que se había separado del resto de la expedición, quedó en
Túnez, donde poco después padeció el martirio, recibiendo la muerte de
rodillas, las manos juntas y entre ellas la Regla de su Orden, y confesando
públicamente todas las faltas que hubiese podido cometer durante su vida
religiosa (EP 77; 2 Cel 208).
Con muestras de
particular afecto y ternura abrazó Francisco a los misioneros de Marruecos, que
fueron Vidal, Berardo, Pedro, Adyuto, Acursio y Otón. Al despedirlos, dice una
antigua relación que les habló de esta manera:
-- «Hijitos míos:
Dios me ha mandado que os envíe a tierra de sarracenos a predicar y confesar su
fe, y a combatir la ley de Mahoma. También yo iré a tierra de infieles en otra
dirección y enviaré a otros hermanos hacia las cuatro partes del mundo.
Preparaos, hijos, a cumplir la voluntad del Señor.
Los seis
inclinaron reverentes la cabeza y respondieron:
-- Estamos
dispuestos a obedecerte en todo.
A Francisco le
invadió el júbilo, al comprobar una sumisión tan pronta, y, con el tono más
dulce de su voz, les añadió:
-- Hijos muy amados,
para que podáis mejor cumplir la orden de Dios, cuidad de permanecer siempre
unidos en santa e indestructible paz y caridad fraterna; guardaos de la
envidia, que es la madre del pecado original; sed pacientes en los casos
adversos y humildes en los prósperos; imitad a Cristo en la pobreza, obediencia
y castidad. Porque nuestro Señor Jesucristo nació pobre, vivió pobre, enseñó
pobreza y en pobreza murió. Para demostrar cuánto amaba la castidad, quiso
nacer de una madre virgen, vivió en estado virginal, murió rodeado de vírgenes
y en todo enseñó y recomendó la santa virginidad. Obediente lo fue desde su
nacimiento hasta su muerte de cruz. Esperad sólo en Dios, que es quien os guía
y socorre. Llevad siempre con vosotros la Regla y el breviario y no dejéis
nunca de rezar el oficio del día. Obedeced en todo al hermano Vidal, como a
vuestro hermano mayor. Hijos míos: me gozo en vuestra buena voluntad, y el amor
que os tengo me hace amarga la separación. Pero hemos de preferir el mandato de
Dios a nuestra voluntad propia. Os suplico que tengáis siempre ante los ojos la
Pasión del Señor, y ella os fortalecerá y animará a sufrir vigorosamente por
Él.
Contestaron los
hermanos:
-- Padre,
envíanos a donde quieras que estamos prontos a ejecutar tu voluntad; pero ayúdanos
tú con tus oraciones a cumplir tus mandatos, porque somos aún jóvenes y nunca
hemos salido de nuestra patria. Ese pueblo adonde vamos nos es desconocido, y
es enemigo jurado del hombre cristiano, y nosotros somos ignorantes y no
sabemos su lengua. Cuando nos vean tan pobremente vestidos, ceñidos de tosca
cuerda, nos despreciarán como a insensatos, se burlarán de nosotros y rehusarán
escucharnos; por eso, ya ves cuánta necesidad tenemos de tus oraciones. ¡Oh padre bondadoso!, ¿es preciso
que nos separemos de ti? ¿Y
cómo podremos, sin ti, cumplir la voluntad de Dios?
Estas palabras de
los misioneros conmovieron profundamente el corazón de Francisco, que les dijo
con gran vehemencia:
-- Poneos en las
manos de Dios, hijos míos; Él, que os envía, os dará fuerzas y será vuestra
ayuda en tiempo oportuno.
Entonces los seis
cayeron de rodillas, besando las manos y pidiendo la bendición de su padre.
Francisco clavó en el cielo los ojos arrasados en lágrimas y los bendijo,
exclamando:
-- Que la
bendición del Eterno Padre descienda a vosotros, como descendió a los
Apóstoles. Que Dios os fortalezca, guíe y consuele en las pruebas y
tribulaciones. No temáis, que yo os prometo que el Señor siempre estará y
combatirá con vosotros». (50)
Esta relación
puede ser más o menos histórica en los detalles; pero en el conjunto es
perfectamente verdadera, y nos da una idea tierna por extremo de las relaciones
del Santo con sus hermanos.
Marcháronse los
misioneros sin llevar, conforme al Evangelio, ni bastón, ni alforjas, ni
calzados, ni oro, ni plata en el cinto. Pasaron por los reinos de Aragón, donde
cayó enfermo Vidal y tuvieron que dejarle, Castilla y Portugal. A esta última
región habían venido ya otros hermanos dos años antes, y la piadosa hermana del
rey Alfonso II, doña Sancha, los había recibido muy afectuosamente, dándoles la
capilla de Alenquer y una casa habitación. Poco después, la reina doña Urraca
les dio también a los franciscanos un convento cerca de Coimbra.
De Portugal los
cinco misioneros se encaminaron a Sevilla, sometida entonces a la dominación
mahometana, y en llegando, se pusieron a predicar en la mezquita principal de
la ciudad. Al punto los infieles los aprehendieron y llevaron ante las
autoridades, las cuales resolvieron remitirlos al Miramamolín para que éste
decidiera el tratamiento que había que darles.
Este Miramamolín,
que tenía en Marruecos su residencia, era Abu-Jacoub. Después de la derrota
sufrida en las Navas de Tolosa en 1212 por su padre Mohamed-el-Nazir, y perdida
toda esperanza de batir a los cristianos, había resuelto halagarlos, poniendo a
uno de ellos a la cabeza de su ejército, que fue el infante don Pedro de
Portugal, quien, por agravios con su hermano el rey, se había ido a servir a
los mahometanos. Abu-Jacoub parece haber sido un príncipe de índole mansa,
cuando su mayor placer consistía en hacer de pastor, apacentando en persona sus
propias ovejas. Por eso, cuando le fueron presentados los cinco prisioneros
franciscanos, su primer pensamiento fue darles libertad; pero, no pudiendo
hacerlo de manera oficial, hubo de limitarse a perdonarles la cárcel,
entregándolos en manos del infante don Pedro, su correligionario.
Pero los frailes
se aprovecharon de la libertad para comenzar de nuevo sus predicaciones por
calles y plazas, pues en el camino habían logrado aprender un poco de árabe,
especialmente Berardo, que era el jefe de la expedición desde la enfermedad de
Vidal. Cierto día tornaba el Miramamolín de una peregrinación a la tumba de sus
padres y acertó a pasar por el sitio donde Berardo estaba predicando las
verdades cristianas montado sobre una carreta. Al momento ordenó que los cinco
hermanos fuesen llevados a tierra de cristianos, pero sin infligirles castigo
alguno. El encargado de cumplir esta orden fue don Pedro, quien embarcó a los misioneros
para Ceuta, recomendándoles que de allí se fueran a Italia; mas ellos, en vez
de resignarse a semejante vuelta, apenas se vieron libres, volvieron a
Marruecos y se pusieron otra vez a predicar. Entonces el Miramamolín los redujo
a prisión, de la que pronto los mandó sacar y conducir de nuevo a Ceuta.
Escapados de allá por segunda vez y vueltos a Marruecos, se apoderó de ellos el
infante don Pedro y los hizo llevar al interior del país bajo custodia, porque
tanto él como los demás cristianos que moraban en la capital temían que la
conducta de los hermanos fuese a suscitar alguna persecución contra ellos por
parte de los musulmanes. Una vez de vuelta, encargó don Pedro a sus hombres que
velasen sobre los misioneros y no les permitiesen hacer ninguna demostración
demasiado pública.
Pero un viernes,
que es para los mahometanos el equivalente de lo que es el domingo para
nosotros, lograron evadir la vigilancia de sus guardias y empezaron a predicar
en una plaza por donde sabían que tenía que pasar el Miramamolín. Esta vez la
medida se colmó y no hubo manera de salvar a los intrépidos predicadores:
fueron sometidos primero a horrendas torturas, una de las cuales fue hacerlos
rodar toda una noche sobre una cama de pedazos de vidrio, después a un
interrogatorio, en que dieron respuestas idénticas a las que daban los
primitivos mártires en presencia de los jueces romanos, con las cuales lograron
por fin concitar la rabia de Abu-Jacoub, que se arrojó ciego sobre ellos y los
decapitó a todos con su propia cimitarra. Don Pedro hizo que los cuerpos de los
gloriosos mártires fuesen recogidos y llevados a Coimbra, donde la reina doña
Urraca salió a recibirlos seguida de inmensa multitud, que acompañó las santas
reliquias hasta la iglesia de la Santa Cruz, donde fueron solemnemente
depositadas (AF III, 583ss). [En aquellos momentos era monje agustino del
monasterio de Santa Cruz de Coimbra el que luego sería conocido como Antonio de
Padua, quien ya conoció a los misioneros franciscanos cuando pasaron por
Coimbra camino de Marruecos. En la vocación franciscana de San Antonio tuvo
gran importancia el ejemplo de nuestros frailes].
La relación de la
muerte de los cinco mártires, acaecida el 16 de enero de 1220, fue leída en el
Capítulo de Pentecostés del año siguiente, y cuéntase que Francisco exclamó
terminada la lectura: «¡Ahora puedo decir que tengo cinco verdaderos frailes
menores!» (AF III, p. 21). Palabras que nada tienen de inverosímil, dada la
veneración en que Francisco tuvo siempre la corona del martirio, como recuerda
Celano: «Consideraba máxima obediencia, y en la que nada tendrían la carne y la
sangre, aquella en la que por divina inspiración se va entre los infieles, sea
para ganar al prójimo, sea por deseo de martirio. Estimaba muy acepto a Dios
pedir esta obediencia» (2 Cel 152). Otros, por el contrario, refieren que el
Santo no permitió que la lectura de la relación se terminara, diciendo: «Cada
uno gloríese de su propio martirio, y no del ajeno». Porque todos los frailes
estaban orgullosos de tener ya cinco hermanos mártires, y Jordán de Giano
refiere que él era uno de los que se gloriaban de las pruebas sufridas por
otros (Crónica n. 8). En cualquier caso, de lo que no cabe duda es de
que Francisco enseña en una de sus Admoniciones: «Es una gran vergüenza para nosotros,
siervos de Dios, que los santos hicieron las obras, y nosotros, recitándolas,
queremos recibir gloria y honor» (Adm 6).
Además, es cierto
que por este mismo tiempo se preparó Francisco para ir a conquistar por sí
mismo la palma del martirio. Ya en 1218 había enviado a Tierra Santa una misión
a cargo de Fray Elías, quien había admitido allí en la Orden al primer alemán,
Cesáreo de Espira, gran sabio e infatigable viajador. En el verano de 1219, el
ejército de los cruzados cristianos había intentado, por iniciativa de Honorio
III, un ataque contra Egipto, y Francisco resolvió agregarse a esta guerra
santa, pero de una manera muy otra. Después de encargar a Fray Mateo de Narni
que fuera su vicario en la Porciúncula, para permanecer allí y para vestir el
hábito de la Orden a los nuevos hermanos, y después de confiar a Fray Gregorio
de Nápoles la tarea de suplirle en la dirección de la Orden en el resto de
Italia, el Santo se puso en camino hacia Egipto y Palestina en compañía de su
antiguo amigo Fray Pedro Cattani.
Capítulo
VII – La Cruzada de San Francisco
«Los hermanos que
van entre sarracenos y otros infieles -dice Francisco en su Regla no bulada-,
pueden conducirse espiritualmente entre ellos de dos modos. Un modo consiste en
que no entablen litigios ni contiendas, sino que estén sometidos a toda humana
criatura por Dios, y confiesen que son cristianos. El otro modo consiste en
que, cuando vean que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios, para que
crean en Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las
cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para que se bauticen y hagan
cristianos, porque el que no vuelva a nacer del agua y del Espíritu Santo, no
puede entrar en el reino de Dios... Y todos los hermanos, dondequiera que
estén, recuerden que ellos se dieron y que cedieron sus cuerpos al Señor
Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos, tanto visibles como
invisibles; porque dice el Señor: El que pierda su alma por mi causa, la
salvará para la vida eterna» (1 R 16).
Animados sin duda
de tales sentimientos, Francisco y su compañero Pedro Cattani dejaron, el día
de San Juan Bautista de 1219 (24-VI), el puerto de Ancona embarcándose en la
flota de los cruzados. La travesía hasta Tierra Santa duraba entonces un mes
entero, de modo que nuestros misioneros llegaron a fines de julio a San Juan de
Acre, donde fueron recibidos por Fray Elías. Tal vez Francisco llevó entonces
consigo otros hermanos más, como parece indicarlo un relato sobre Fray Bárbaro,
cuya acción se sitúa en Chipre (2 Cel 155). O bien se le juntaron en San Juan
de Acre los hermanos que ya estaban en Palestina con Fray Elías. Lo cierto es
que Francisco se encaminó de allí, con una partida de hermanos, al campamento
de los cruzados, que habían puesto sitio a la ciudad egipcia de Damieta.
Dicho sitio
duraba ya desde mayo de 1218, y no llevaba trazas de concluir, no obstante que
cada día se empeñaban nuevos combates. Algunos días antes de la llegada de
Francisco había habido una gran batalla en la que habían muerto más de dos mil
sarracenos (20 de julio). El día 31 del propio mes los cruzados intentaron un
ataque general a Damieta, pero fueron rechazados por los musulmanes dirigidos
por dos expertos y valientes jefes, el sultán de Egipto Mélek-el-Kamel y su hermano
el sultán de Damasco, Mélek-el-Moadden, llamado Conradino por los cristianos.
Mientras
Francisco aguardaba el tiempo de poder continuar su misión entre los paganos,
tuvo bastante que hacer en el campo de los cruzados, cuyo ejército se hallaba
en el estado más deplorable desde el punto de vista moral. Sin embargo, después
de la nueva gran derrota que sufrieron el 19 de agosto, en la que quedaron en
el campo de batalla unos cinco mil cristianos, los corazones de los
supervivientes se hallaron mejor dispuestos para escuchar las palabras de
conversión que les predicaba el Santo. Sobre los resultados de esta
predicación, véase cómo se expresa Jacobo de Vitry en carta fechada en Damieta
en 1219 ó 1220 y dirigida a sus amigos de Francia:
«El señor
Rainero, prior de San Miguel (iglesia de San Juan de Acre), ha ingresado en la
Religión de los hermanos menores. Esta Religión se está multiplicando mucho por
todo el mundo, porque busca expresamente imitar la forma de la primitiva
Iglesia y llevar en todo la vida de los apóstoles... En esta misma Orden ha
ingresado también Colino, el inglés, clérigo nuestro, y además otros dos de
nuestros compañeros: el maestro Miguel y el señor Mateo, al que había
encomendado la iglesia de Santa Cruz (en San Juan de Acre); y me veo en
aprietos para retener junto a mí al chantre Juan de Cambrai, a Enrique y a
otros más».
Pero el objeto
del viaje de Francisco era sobre todo procurarse la ocasión de realizar su
viejo sueño: predicar la palabra divina a los infieles. Después de la mencionada
derrota, que Francisco había anunciado a los cruzados intentando disuadirles de
la batalla (2 Cel 30), entraron ambas partes beligerantes en los preliminares
para ajustar la paz, y tal vez Francisco se valió de este pretexto para
presentarse a Mélek-el-Kamel juntamente con otro hermano que, según San
Buenaventura, fue Fray Iluminado. Al llegar a las avanzadas de los sarracenos,
fueron ambos aprehendidos y tratados duramente; pero Francisco se puso a
clamar: «¡Sultán! ¡Sultán!», con lo que, por fin, obtuvo ser llevado a la
presencia del jefe de los Creyentes. Éste parece que no se enojó por su
predicación, sino que se limitó a despedir con benignidad al intrépido
evangelista, encomendándose a sus oraciones. Jacobo de Vitry relata así los
acontecimientos en su Historia Oriental: «Hemos sido testigos de cómo
el primer fundador y maestro de esta Orden, al que todos obedecen como a su
principal prior, varón sencillo e iletrado, amado de Dios y de los hombres,
llamado hermano Francisco, se hallaba tan penetrado de embriagueces y fervores
de espíritu, que, cuando vino al ejército de los cristianos, que se hallaba
ante los muros de Damieta, en Egipto, se dirigió intrépidamente a los
campamentos del sultán de Egipto, defendido únicamente con el escudo de la fe. Cuando
le arrestaron los sarracenos en el camino, les dijo: "Soy cristiano;
llevadme a vuestro señor". Y, una vez puesto en presencia del sultán, al
verlo aquella bestia cruel, se volvió todo mansedumbre ante el varón de Dios, y
durante varios días él y los suyos le escucharon con mucha atención la
predicación de la fe de Cristo. Pero, finalmente, el sultán, temeroso de que
algunos de su ejército se convirtiesen al Señor por la eficacia de las palabras
del santo varón y se pasasen al ejército de los cristianos, mandó que lo
devolviesen a nuestros campamentos con muestras de honor y garantías de
seguridad, y al despedirse le dijo: "Ruega por mí, para que Dios se digne
revelarme la ley y la fe que más le agrada"». Según las Florecillas, el
Sultán «concedió a Francisco y a sus compañeros que pudiesen predicar
libremente donde quisieran. Y les dio una contraseña a fin de que no fuesen
molestados de nadie». (51)
No sabemos cuánto
tiempo permaneció Francisco en el campamento de los cruzados. El 5 de noviembre
Damieta cayó en poder de éstos, que la entraron a saco de un modo tan
desenfrenado y feroz, que no pudo menos que horrorizar al compasivo y dulce
misionero. Bien podemos imaginar que, ante tales escenas, Francisco se sintió
obligado a sacudir el polvo de sus sandalias y, dejando la compañía de aquellas
bestias salvajes, marcharse a Tierra Santa, que estaba allí vecina y hacia la
cual se sentía irresistiblemente arrastrado. Nada impide suponer que celebró la
Natividad de 1219 en Belén, la Anunciación de 1220 en Nazaret, la Semana Santa
y la Resurrección en el huerto de Getsemaní y en el Calvario. Sus biógrafos, a
la verdad, guardan alto silencio sobre este período de su vida; pero al verle
organizar y celebrar tan a lo vivo la fiesta de Navidad en Greccio, no podemos menos
de pensar que reproducía alguna otra celebración que había antes presenciado en
Belén; y el gran milagro de la impresión de las llagas en el monte Alverna, ¿no
podemos, acaso, considerarlo como una simple manifestación externa de íntimos
sentimientos experimentados cuatro años antes, el viernes santo, en el sitio
mismo de la crucifixión del Salvador?
Durante esta
peregrinación Francisco recibió de Italia desconsoladoras noticias que le llevó
un hermano lego llamado Esteban, quien, sin que nadie se lo mandara, partió
para Tierra Santa a comunicar a Francisco lo que pasaba en su patria durante su
ausencia. Y la verdad es que las noticias que llevaba eran por demás
inquietantes y bastantes, por sí solas, a demostrar una vez más a Francisco lo
difícil que era gobernar una comunidad tan numerosa, en la que, como observa
con razón Jacobo de Vitry en su carta de 1219-1220, «se enviaban a través del
mundo de dos en dos, no solamente a los religiosos ya formados, sino también a
los jóvenes todavía imperfectamente formados, quienes más bien debieran ser
probados y sometidos durante algún tiempo a la disciplina conventual».
En primer lugar,
los dos vicarios de Francisco, Gregorio de Nápoles y Mateo de Narni, habían
aprobado y decretado, probablemente en el Capítulo de San Miguel de 1219, con
el apoyo de otros frailes más antiguos (fratres seniores), un nuevo
reglamento sobre los ayunos, que hacía significativamente más estrictas las
prescripciones de la regla primitiva sobre este punto. La regla no ordenaba más
ayunos, fuera de los prescriptos para la Iglesia universal, que el del
miércoles y viernes, pudiendo, sin embargo, los frailes, si lo deseaban, añadir
el del lunes y sábado, con tal que Francisco se lo permitiera (Jordán de Giano,
Crónica n. 11). Además, Fray Felipe, en su calidad de visitador de
clarisas, había ido a Roma a recabar un decreto de excomunión contra todos
aquellos que osasen molestar a sus protegidas. Por último, Juan de Capella,
seguido de un grupo de disidentes, había intentado separarse de la Orden y
fundar otra nueva con nueva regla, cuya aprobación había ya solicitado de la
Sede Apostólica.
Francisco se
hallaba sentado a la mesa con Pedro Cattani cuando llegó Esteban con las malas
noticias, y precisamente se preparaban a comer carne, y era uno de los días en
que, según disposición de sus vicarios, los frailes no podían comer tal vianda.
Entonces, echando una mirada al plato que tenía delante, dijo a su compañero:
-- «¿Señor Pedro,
qué hacemos?
Y él respondió:
-- ¡Ah, señor
Francisco!, lo que os parezca, ya que vos tenéis la autoridad.
Por fin, concluyó
el bienaventurado Francisco:
-- Comamos, pues,
como dice el Evangelio, la comida que nos han preparado».
Jordán de Giano,
en su Crónica, narra estas escenas con más detalles. (52)
Las nuevas disposiciones
sobre el ayuno desagradaban a Francisco, no sólo por contrarias al espíritu
evangélico y duras de observar en una Orden de predicadores errantes, sino
porque, para hacerlas valederas, habían recurrido dos de sus discípulos a la
Silla Apostólica en demanda de privilegios, y era, acaso, lo que más hondamente
le disgustaba; más tarde estableció en su Testamento: «Mando firmemente por
obediencia a todos los hermanos que, dondequiera que estén, no se atrevan a
pedir documento alguno en la Curia romana, ni por sí mismos ni por interpuesta
persona». Por otra parte, Francisco, que obligaba a sus frailes a evacuar los
conventos que habitaban tan pronto como alguien les disputara la posesión de
ellos: «Guárdense los hermanos -había escrito en la Regla primera-, dondequiera
que estén, en eremitorios o en otros lugares, de apropiarse ningún lugar ni de
defenderlo contra nadie» (1 R 7), se veía ahora en trance de tener que admitir
que las clarisas estuvieran protegidas con bulas de excomunión contra quienes
las molestaran. A Francisco debió de disgustarle también la noticia de que un
fraile suyo, Fray Felipe, había sido constituido visitador de las clarisas. Es
cierto que antes el mismo Francisco se había encargado de velar sobre las
hermanas de San Damián; pero esto era un caso excepcional. Para visitador de
los nuevos conventos de clarisas, Francisco había pedido a Hugolino que se
eligiera al monje cisterciense llamado Ambrosio. Éste falleció durante la
ausencia de Francisco, y Fray Felipe lo sustituyó a instancias del mismo
Cardenal. Por ello el fraile recibió del Santo una severa reprimenda. Y más
severo castigo se llevó un cierto Fray Esteban que, con licencia de Felipe,
había entrado en un monasterio de clarisas (cf. 2 Cel 206). Después de la
muerte de S Francisco, Gregorio IX volvió a entregar el gobierno de las
clarisas al general de los franciscanos, e Inocencio IV introdujo esta
disposición en la Regla de Hugolino cuando la confirmó en 1247. La Regla propia
de Santa Clara, de 1253, establece en su cap. XII: «Nuestro visitador sea
siempre de la Orden de los Hermanos Menores según la voluntad y el mandato de
nuestro cardenal», extendiendo así a todas las clarisas la práctica exclusiva
de San Damián.
Pero volvamos a
nuestra historia. Enterado, pues, por Fray Esteban, de todos estos abusos,
resolvió Francisco poner pronto y eficaz remedio, y, en consecuencia, emprendió
la vuelta a Italia sin pérdida de tiempo, acompañado de Pedro Cattani, Elías de
Cortona, Cesáreo de Espira y algunos otros hermanos.
4) Los escritos
de Jacobo de Vitry pueden verse en el volumen de la BAC que contiene los
escritos y biografías de San Francisco.- Flor 24; 2 Cel 57; LM 9,8.- De este
hecho y de otros análogos concluye el orientalista Riant que Francisco debió de
obtener para sí y sus frailes algún salvoconducto por el estilo de los firmanes
que después se concedieron a los franciscanos; el primero fue concedido por
Zahler Bibars I (1260-1277). Así se explica también la preferencia de los Papas
en escoger siempre entre los frailes menores su legado cerca de los jefes
mahometanos como también, por la inversa, el que fuese un franciscano el
encargado por el sultán de Egipto, en 1244, de una misión cerca del Pontífice
Inocencio IV.
Capítulo
VIII – Los primeros disgustos. Capítulo de las esteras
Francisco llegó a
Italia probablemente a fines del verano, y al momento se fue a ver con el
Cardenal Hugolino, a cuya mediación se había debido el que la Santa Sede
desoyese las peticiones de Felipe y Juan Capella. Acto seguido convocó Capítulo
general en la Porciúncula para la fiesta de Pentecostés de 1221.
Ya no le cabía a
Francisco la menor duda sobre la necesidad de reorganizar a fundamentis
la Orden entera, y no hace falta advertir que en esta reorganización tenía que
tomar parte muy principal Hugolino, como de hecho la tomó, y lo consigna
expresamente Bernardo de Bessa cuando escribe: «En la composición de las reglas
de la Orden, el Papa Gregorio, unido a Francisco por vínculos de íntima
amistad, suplía con gran celo y solicitud lo que, en punto a ciencia de
legislación, faltaba al Santo» (AF III, p. 686). «Nos hemos asistido a
Francisco en la composición de dicha regla», diría textualmente después
Hugolino, siendo ya Papa, en la bula Quo elongati de 28 de septiembre
de 1230.
La primera
piedra, o más bien dicho, la piedra fundamental de esta reconstrucción fue, sin
duda, la bula de Honorio III de 22 de septiembre de 1220, la cual prescribe que
todo el que desee ingresar en la Orden de los frailes menores debe pasar
primero un año entero de probación (Sbar. I, 6). La bula está dirigida a los priores
o custodios de los hermanos menores, y es la primera vez que la palabra
franciscana custodio figura en un documento oficial. Semejante medida
cerraba las puertas a todos aquellos espíritus frívolos y ligeros que Francisco
acostumbraba llamar «frailes moscas» (2 Cel 75), como también a todos los
vagabundos, clase entonces muy numerosa, que no aspiraban más que a comer y
dormir bien, y que, enemigos de la oración y del trabajo, apenas pasaban corto
espacio en compañía de los frailes, se iban a otra parte con su apetito y su
pereza. Además, ninguna persona ya recibida en la Orden tenía derecho para
salirse sin formal autorización; y agregaba la bula que se iban a tomar medidas
de severo castigo contra las numerosas personas que, vestidas de hábito
franciscano, vivían a su antojo, sin relación alguna verdadera con la Orden (extra
obedientiam). (54) Porque la libertad
otorgada en un principio a Gil y a Rufino, no era ya posible concederla a los
nuevos frailes, siendo éstos tan numerosos. Se han conservado unas palabras de
Francisco que manifiestan la tremenda inquietud que le causaba la vista de
aquel inmenso rebaño de que él era pastor: «Jefe de un ejército tan numeroso y
tan vario, pastor de un rebaño tan amplio y extendido...» (EP). Amén de eso, la
estancia en Oriente le había ocasionado una grave enfermedad de la vista. Todos
estos motivos le indujeron a tomar, el año siguiente al de su llegada, una
determinación de capital importancia: en el Capítulo de San Miguel de 1220
dimitió del cargo de jefe y director de la Orden, nombrando en su lugar a Pedro
Cattani, y luego, por muerte de éste (10 de marzo de 1221), a su otro
confidente Fray Elías Bombarone. (55)
Pensaba
evidentemente que tal dimisión le permitiría dedicarse con más libertad a la
tarea de reorganización que se había impuesto. Porque, en verdad, si bien era
cierto que ya no sería más el director de la Orden, no por eso dejaba de ser su
legislador y, a los ojos de la Curia romana, también su verdadero jefe, como lo
prueba el hecho de que la Regla aprobada por Roma en 1223 diga en su capítulo
primero: «El hermano Francisco [y no el hermano Elías] promete
obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente
elegidos y a la Iglesia Romana. Y los otros hermanos estén obligados a obedecer
al hermano Francisco y a sus sucesores».
En compañía del
sabio hermano Cesáreo de Espira, que parece haberse ganado su confianza con la
colaboración que le prestó en Oriente, puso Francisco manos a la obra que, en
su concepto, era de capital importancia, es a saber, reemplazar la breve y
sencilla Regla de Rivotorto aprobada por Inocencio III, por otra regla nueva y
más detallada, que en seguida tendría que someterse a la aprobación solemne y
definitivamente la Curia romana. La colaboración de Francisco y Cesáreo la
menciona Jordán de Giano en su Crónica.
Pero antes de dar
comienzo a este trabajo, Francisco tuvo el gozo de ver reunidos en torno suyo a
sus frailes en número más crecido que nunca. Durante su ausencia se habían
esparcido acerca de él en Italia los rumores más siniestros: unos decían que
había sido tomado preso por los musulmanes; otros, que había muerto ahogado;
otros, que padecido martirio. Pero tan pronto como se supo que vivía y que
estaba en Italia y de vuelta, corría todo el mundo hacia él, sacerdotes y
legos, frailes antiguos y novicios recién entrados; todos ansiosos de ver al
maestro, de oírle, de recibir su bendición. Deseos que se cumplieron en el
Capítulo celebrado en la Porciúncula y en la fiesta de Pentecostés de 1221.
Este Capítulo se conoce en la historia de la Orden con el nombre de Capítulo
de las Esteras, a causa de que, no habiendo cabido los tres mil (o tal vez
cinco mil) frailes que a él asistieron en la casa que la ciudad de Asís les
había preparado cerca de la Porciúncula, se vieron forzados a alojarse esparcidos
por la campiña que rodea la ciudad, en casuchas improvisadas de ramaje o de
paja tejida (stuoie, esteras), o bien al aire libre, sin más techo que
la bóveda del cielo. Pentecostés cayó aquel año el 30 de mayo, de modo que a
los capitulares les fue muy fácil el alojamiento al aire libre.
Hugolino estaba a
la sazón ocupado en el desempeño de una nueva legación en la Alta Italia, donde
el Papa le había encargado de predicar una cruzada. En los días del Capítulo se
encontraba en Brescia y no pudo, por consiguiente, asistir a él, pero envió en
representación suya a otro Cardenal, Rainerio Cappoccio de Viterbo, con otros
varios altos dignatarios eclesiásticos. Un obispo cantó la misa solemne de
Pentecostés, con su maravillosa secuencia: Veni, Creator Spiritus.
Francisco leyó el evangelio y otro fraile la epístola. Después de la misa el
Santo predicó, dirigiéndose primero a sus hermanos, sobre estas palabras:
«Bendito el Señor, mi Dios, que prepara mis manos para la lucha» (Sal 18,35). Y
en seguida se dirigió a todo el pueblo. Las Florecillas nos relatan así el
suceso: «San Francisco, a impulsos del ardor del espíritu, expuso la palabra de
Dios y les predicó en alta voz lo que el Espíritu Santo le hacía decir. Escogió
por tema de la plática estas palabras: "Hijos míos, grandes cosas hemos
prometido, pero mucho mayores son las que Dios nos ha prometido a nosotros;
mantengamos lo que nosotros hemos prometido y esperemos con certeza lo que nos
ha sido prometido. Breve es el deleite del mundo, pero la pena que le sigue
después es perpetua. Pequeño es el padecer de esta vida, pero la gloria de la
otra vida es infinita". Y, glosando devotísimamente estas palabras,
alentaba y animaba a los hermanos a la obediencia y reverencia de la santa
madre Iglesia, a la caridad fraterna, a orar por todo el pueblo de Dios, a
tener paciencia en las contrariedades y templanza en la prosperidad, a mantener
pureza y castidad angélicas, a permanecer en paz y concordia con Dios, y con
los hombres, y con la propia conciencia; a amar y a observar la santísima
pobreza. Y al llegar aquí dijo: "Os mando, por el mérito de la santa
obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de vosotros se preocupe
ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de cosa alguna necesaria
al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios; y dejadle a Él el
cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de vosotros de manera
especial"» (Flor 18).
Fue aquello para
Francisco una verdadera fiesta de encuentro no sólo con sus frailes, sino con
el pueblo cristiano. Terminado el Capítulo, que duró ocho días, los frailes
fueron obligados a demorar otros dos en la Porciúncula a fin de consumir las
provisiones con que se les había obsequiado.
Jordán de Giano,
que estuvo presente, recuerda en su Crónica estos hechos: «Cuando estaba a
punto de terminar el Capítulo, le vino a la memoria al bienaventurado Francisco
que la Orden no había conseguido todavía implantarse en Alemania; encontrándose
entonces Francisco delicado de salud, todo lo que tenía que comunicar al
Capítulo lo decía por medio de fray Elías. El bienaventurado Francisco, sentado
a los pies de éste, tiró de su hábito, quien, inclinándose hasta él y
escuchando lo que quería, se irguió y dijo: "Hermanos, el Hermano
-entendiendo por tal al bienaventurado Francisco, que entre ellos era llamado
el hermano por excelencia- dice que existe un país, Alemania, donde viven
hombres cristianos y devotos; como bien sabéis, éstos pasan muchas veces por
nuestra tierra con sus largos bastones y grandes botas, cantando alabanzas a
Dios y a sus santos, y aguantando, sudorosos, los ardientes rayos del sol, y
visitan los sepulcros de los santos. Pero como los hermanos que fueron antes
entre ellos volvieron maltratados, el Hermano no obliga a nadie a que vaya.
Pero si algunos, inspirados por el celo de Dios y de las almas, quieren ir, les
dará la misma obediencia, o mandato, e incluso más amplia que la que
daría a cuantos van a ultramar. Y si hay algunos que tienen intención de ir,
que se levanten y se pongan en un grupo aparte". Inflamados por el deseo,
se levantaron cerca de 90 hermanos, dispuestos a ofrecerse a la muerte» (Crónica,
17).
A la cabeza de
esta misión Francisco puso, como era natural, al hermano alemán Cesáreo de
Espira, dándole por compañeros, entre otros, a Fray Juan de Pian Carpino, que
sabía predicar en latín y en lombardo, a Fray Bernabé, que conocía a la vez el
lombardo y el alemán, a su futuro biógrafo Tomás de Celano, y a Jordán de
Giano, que en su Crónica cuenta, de manera harto divertida, cómo él se
encontró enrolado en esta misión, que era como ir a enfrentarse a la muerte, en
castigo de su vanagloria por conocer a quienes iban a ser importantes por su
martirio. A Fray Cesáreo se le concedió la facultad de escogerse de entre los
90 a los que quisiese. En total la misión comprendió doce sacerdotes y trece
hermanos laicos. Fácil es imaginar la tierna solicitud con que Francisco
bendijo, tanto cuanto podía, a los misioneros y a todos aquellos que su
predicación iba a ganar para la Orden. Hay que recordar que los escritos de
Francisco abundan en expresiones de exquisita ternura, que el Santo solía usar
para con sus hermanos.
Los nuevos
misioneros esperaron el verano para partir, y no tardaron en convencerse de que
no les aguardaba ningún género de martirio. Tal vez no haya en toda la historia
del movimiento franciscano páginas más encantadoras que las de Jordán de Giano
cuando en su Crónica nos refiere su viaje y el de sus compañeros desde
Trento a Bolzano, de Bolzano a Brixen, de Brixen a Stertzing, de Stertzing a
Mittenwald. A esta última ciudad llegaron entrada ya la noche; desde la mañana
hasta esa hora habían caminado siete millas sin comer nada, y para no dormir
con el estómago completamente vacío, resolvieron llenarlo con agua, pues pasaba
por allí un arroyo; al día siguiente continuaron su viaje; pero a las pocas
horas varios de ellos se sintieron tan débiles y extenuados que no podían dar
un paso más; afortunadamente, hallaron luego unas manzanas silvestres, que
comieron; y como era el tiempo de la cosecha del nabo, lograron alimentarse
mendigando esta legumbre.
En general, los
misioneros obtuvieron excelente acogida, y pronto se les vio establecerse en
Estrasburgo, Espira, Worms, Maguncia, Colonia, Wurtzburgo, Ratisbona y
Salzburgo. Conformándose con la antigua costumbre franciscana, se alojaban
donde les tocaba, ya con los leprosos, ya en alguna covacha o iglesia
abandonada. En Erfurt unos burgueses le preguntaron a Jordán, que acababa de
llegar allí con otros compañeros, si querían que se les edificase un convento
en forma de claustro; a lo que él, que no había visto nunca conventos en su
Orden, respondió: «No sé lo que es un claustro. Construidnos simplemente una
casa cerca del río para que podamos bajar a lavarnos los pies»; y así se hizo.
Característico es también lo que pasó con los frailes de Salzburgo, a quienes
Cesáreo escribió invitándolos a concurrir a un Capítulo que se iba a celebrar
en Espira, pero advirtiéndoles al mismo tiempo que, si no les parecía
conveniente, no asistiesen; no queriendo ellos hacer cosa alguna por propia
iniciativa, fueron a Espira a preguntar a Cesáreo por qué les había enviado una
orden tan ambigua.
Pero volvamos a
la Porciúncula. Disuelto el Capítulo de las Esteras y diseminados los frailes,
unos por las provincias de Italia, otros por las misiones extranjeras, quedó
uno a quien nadie conocía y de quien nadie parecía preocuparse. Había ido al
Capítulo con los frailes de Mesina, quienes tampoco sabían de él más, sino que
estaba recién entrado en la Orden, que se llamaba Antonio, que había nacido en
Portugal y que, volviendo de Marruecos para su patria, había sido arrojado a
Sicilia por la fuerza de una tempestad. El desconocido se acercó al superior de
la provincia de Romaña, Fray Graciano, y le pidió que le permitiese ir en su
compañía. Preguntóle Graciano si era sacerdote, y respondiéndole él que sí lo
era, solicitó de Fray Elías el permiso necesario y se lo llevó consigo, porque
los sacerdotes, en ese tiempo, eran todavía muy escasos en la Orden.
Antonio se fue,
pues, con su nuevo superior a la Romaña, donde poco después se retiró al
eremitorio de Monte Paolo, cerca de Forlí. Pasado cierto tiempo, interrumpió su
vida solitaria de oraciones y penitencias para convertirse en el gran orador
popular que la Iglesia tiene en sus altares con el nombre de San Antonio de
Padua. Este fraile menor, acaso el más famoso de los discípulos de San
Francisco en los tiempos modernos, había nacido en Lisboa en 1195. A los quince
años de edad, ingresó en el convento de agustinos de San Vicente de Fora, en su
ciudad natal, de donde pronto fue trasladado al célebre monasterio de Santa
Cruz en la universitaria Coimbra. Estudió allí y recibió las órdenes sagradas. En
1220, probablemente a causa de lo que vio y oyó contar de los cinco mártires de
Marruecos de que ya hemos hablado, se llenó de entusiasmo por la Orden
franciscana. Se pasó a ella con licencia de sus superiores y fue recibido en el
convento de San Antonio de Olivares de Coimbra. Partió para Marruecos, ansioso
del martirio, martirio que no pudo alcanzar, pues Abu-Jacoub parece que había
vuelto a recobrar su natural indiferencia. Antonio cayó enfermo. Quiso volver a
su patria, pero en lugar de eso se encontró en Sicilia, de donde fue al
Capítulo de Pentecostés de 1221. De su significación en la
Orden trataremos más adelante.
Capítulo
IX – Las admoniciones y las Reglas
Cesáreo de Espira
no partió inmediatamente con sus compañeros para su misión de Alemania, porque
Francisco lo retuvo consigo algún tiempo para que le ayudase en la redacción de
la nueva regla. Cesáreo, por su parte, se quedó de buen grado por
gozar un poco más de la compañía de su maestro, a quien temía no volver a ver
en la tierra. Esta permanencia fue de unos tres meses, que Cesáreo pasó todavía
en el valle de Espoleto, parte en la Porciúncula, parte en la soledad del
convento de las Cárceles. Así lo afirma Jordán de Giano en dos pasajes de su Crónica:
«Y viendo el bienaventurado Francisco que fray Cesáreo era docto en Sagrada
Escritura, le confió el trabajo de adornar con palabras del Evangelio la Regla
redactada por él con palabras sencillas. Y él lo hizo». También: «Después que
hubo escogido a los hermanos para la misión de Alemania, fray Cesáreo, que era
un hombre piadoso y abandonaba de mala gana al bienaventurado Francisco y a los
otros santos hermanos, con la autorización del bienaventurado Francisco
distribuyó a los compañeros asignados por las distintas casas de Lombardía para
que esperasen allí sus instrucciones. Él mismo se entretuvo durante tres meses
en el valle de Espoleto» (Crónica, 15 y 19). Estos pasajes no nos
permiten aceptar la afirmación de Lempp y otros, según la cual Francisco habría
leído en el Capítulo de Pentecostés de 1221 la redacción primitiva de su regla,
tal como acababa de elaborarla con la ayuda de Cesáreo de Espira. Si las cosas
hubieran ocurrido así, Jordán, sin duda, habría dejado constancia de ello; en
cambio, es evidente que la colaboración entre Francisco y Cesáreo no comenzó
hasta después del mencionado Capítulo.
La primera regla
que Francisco había escrito en Rivotorto era muy breve y sencilla, según él
mismo lo dice en su Testamento y lo confirman todos los biógrafos: «Y yo hice
que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa me la
confirmó». En su mayor parte esta regla primitiva se componía de pasajes
sacados de la Biblia, principalmente del Evangelio de San Mateo (10,9-10;
19,21; 16,24) y de San Lucas (9,3). Por eso solía llamarla Francisco forma
sancti Evangelii, «forma de vida evangélica». En suma, lo que él quería
era indicar a los hermanos la mejor manera de «seguir el Evangelio».
No poseemos hoy
esta primera regla franciscana, y todos los esfuerzos que se han hecho para
reconstituirla, aunque sutiles y numerosos, han resultado fallidos. Sin
embargo, hay que convenir en que todas esas tentativas han partido de un
principio verdadero, es a saber, que eso que se designa con el nombre de Regula
Prima, Regla de 1221 o Regla no bulada, nos presenta incontestablemente la
regla primitiva de la Orden, desfigurada, eso sí, con una muchedumbre de
adiciones, modificaciones y ampliaciones posteriores.
La descripción
que hace Jacobo de Vitry de los Capítulos franciscanos, nos deja entrever el modo
cómo se operó el desarrollo de la regla. Cuenta el prelado francés en una carta
suya de 1216: «Los hombres de esta Religión, una vez al año, y por cierto para
gran provecho suyo, se reúnen en un lugar determinado para alegrarse en el
Señor y comer juntos, y con el consejo de santos varones redactan y promulgan
algunas santas constituciones, que son confirmadas por el señor papa». Estos
«santos varones» que asistían a los frailes son, sin duda alguna, los
Cardenales protectores de la Orden, pues cuando Francisco hizo amistad con
ellos, que fue en el verano de 1212, Jacobo de Vitry moraba en la corte
pontificia. Por lo demás, la relación de éste concuerda perfectamente con lo
que sabemos por otras fuentes, por ejemplo, la Leyenda de los Tres Compañeros que
dice: «En Pentecostés se reunían todos los hermanos en Santa María y trataban
de cómo observar con mayor perfección la Regla» (TC 57). El mismo Francisco, en
su carta a un ministro, dice: «De todos los capítulos de la Regla que hablan de
los pecados mortales, con la ayuda del Señor, en el capítulo de Pentecostés,
con el consejo de los hermanos, haremos un capítulo de este tenor...» (CtaM);
sigue en la carta lo que Francisco quería proponer al Capítulo y que es, en
sustancia, lo que encontramos en el capítulo VII de la Regla aprobada por el
Papa en 1223.
Como era natural,
la autoridad de Francisco preponderaba en estas deliberaciones. «San Francisco
-sigue diciendo la Leyenda de los Tres Compañeros- amonestaba, reprendía y daba
órdenes» (TC 57), o como dicen más precisamente las palabras latinas: faciebat
admonitiones, reprehensiones et praecepta. Y en efecto, entre los escritos
de San Francisco hay toda una colección que lleva por título Admonitiones,
«Admoniciones», entre las cuales se hallan las primeras adiciones a la regla
primitiva, como lo indica la inscripción misma puesta al principio de la serie
en muchos códices: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Éstas son las palabras de santa admonición de nuestro venerable padre san Francisco
a todos los frailes».
Ahora bien, estas
admoniciones contienen exactamente lo que refiere Tomás de Celano,
después de hablar de la redacción de la regla: «Añadió, con todo, algunas pocas
cosas más, absolutamente necesarias para poder vivir santamente» (1 Cel 32).
Hélas aquí con indicación del título y resumen de su contenido:
Cap. I: Del
cuerpo del Señor.- La primera cosa que Francisco deseaba enseñar a sus
discípulos y grabarles en lo más hondo del corazón, era una gran veneración y
un grande amor al Dios revelado a los ojos de la fe en la santa Hostia.
Cap. II: Del
mal de la propia voluntad.- La propia voluntad fue la que produjo el
pecado original.
Cap. III: De
la perfecta obediencia.- El que no renuncia a todo, principiando por su
propia voluntad, no puede ser discípulo de Jesús.
Cap. IV: Que
nadie se apropie la prelacía.- Porque es cosa mucho más útil para la salud
del hombre lavar los pies a los hermanos, que no mandar.
Cap. V: Que
nadie se ensoberbezca, sino que se gloríe en la cruz del Señor.- Esta idea
está largamente desarrollada en ocho célebres capítulos de las Florecillas.
Cap. VI: De
la imitación del Señor.- «Consideremos todos los hermanos al buen pastor,
que por salvar a sus ovejas sufrió la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor
le siguieron en la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el hambre,
en la enfermedad y la tentación, y en las demás cosas; y por esto recibieron
del Señor la vida sempiterna. De donde es una gran vergüenza para nosotros,
siervos de Dios, que los santos hicieron las obras y nosotros, recitándolas,
queremos recibir gloria y honor».
Cap. VII: Que
el buen obrar siga a la ciencia.- No hay ciencia verdadera y digna de ser
investigada, sino aquella que conduce directamente a buenas acciones: sobre
esta idea Francisco insistía de continuo.
Cap. VIII: Del
pecado de envidia, que se ha de evitar.- Sobre todo no hay que envidiar el
bien que Dios realiza en los demás.
Cap. IX: Del
amor.- Solo ama a sus enemigos aquel que, cuando padece alguna injusticia,
piensa ante todo y únicamente en el daño que el injusto se infiere a sí mismo
al cometer la injusticia.
Cap. X: Del
castigo del cuerpo.- Hay un enemigo al que no estamos en absoluto
obligados a amar, y es nuestro cuerpo. Si le combatimos enérgicamente y sin
tregua, ningún otro enemigo, visible o invisible, nos podrá dañar en lo más
mínimo.
Cap. XI: Que
nadie se altere por el pecado de otro.- De cualquier modo que una persona
peque, si por esto el siervo de Dios se turba y se encoleriza, y no por
caridad, atesora para sí una culpa, carga sobre sí el daño del pecado ajeno.
Cap. XII: De
cómo conocer el espíritu del Señor.- Cuanto mejor se vuelve uno, tanto
peor se considera a sí mismo.
Cap. XIII: De
la paciencia.- Los puntos de paciencia que uno calza se conocen cuando
llega la ocasión de impacientarse.
Cap. XIV: De
la pobreza de espíritu.- La pobreza de espíritu prescrita en el Evangelio
no consiste en grandes ayunos y mortificaciones, sino en que, cuando uno reciba
una bofetada en la mejilla derecha, ofrezca también la izquierda.
Cap. XV: De
la paz.- Bienaventurados los pacíficos.
Cap. XVI: De
la limpieza del corazón.- Limpios de corazón son los que desprecian las
cosas terrenas, buscan las del cielo y tienen siempre a Dios ante los ojos.
Cap. XVII: Del
humilde siervo de Dios.- El siervo de Dios no se exalta más del bien que
el Señor dice y obra por medio de él, que del que dice y obra por medio de
otro, y no exige de su prójimo más de lo que él mismo está dispuesto a dar al
Señor.
Cap. XVIII: De
la compasión del prójimo.- Bienaventurado el hombre que soporta con tanta
indulgencia y compasión las fragilidades de su prójimo como querría que los
demás soportaran las suyas.
Cap. XIX: Del
humilde siervo de Dios.- Bienaventurado el que no se tiene por mejor
cuando es engrandecido y exaltado por los hombres, que cuando es tenido por
vil, simple y despreciado, porque cuanto es el hombre delante de Dios, tanto es
y no más.
Cap. XX: Del
religioso bueno y del religioso vano.- Bienaventurado el religioso que no
encuentra placer y alegría sino en las santísimas palabras y obras del Señor, y
con ellas conduce a los hombres al amor de Dios con gozo y alegría. ¡Ay del
religioso que se deleita en las palabras ociosas y vanas y con ellas conduce a
los hombres a la risa!
Cap. XXI: Del
religioso frívolo y locuaz.- Bienaventurado el que, cuando habla, no
manifiesta todas sus cosas con miras a la recompensa, y no es ligero para
hablar, sino que prevé sabiamente lo que debe hablar y responder.
Cap. XXII: De
la corrección.- Bienaventurado el que soporta tan pacientemente la
advertencia, acusación y reprensión que procede de otro, como si procediera de
sí mismo, y no es ligero para excusarse, sino que humildemente soporta la
vergüenza y la reprensión de un pecado, aun cuando no incurrió en culpa.
Cap. XXIII: De
la humildad.- Bienaventurado el hermano a quien se encuentra tan humilde
entre sus súbditos, como si estuviera entre sus señores.
Cap. XXIV: Del
verdadero amor.- Bienaventurado el siervo de Dios que ama tanto a su
hermano cuando está enfermo, que no puede recompensarle, como cuando está sano,
que puede recompensarle.
Cap. XXV: De
nuevo sobre lo mismo.- Bienaventurado el siervo de Dios que ama y respeta
tanto a su hermano cuando está lejos de él, como cuando está con él, y no dice
nada detrás de él, que no pueda decir con caridad delante de él.
Cap. XXVI: Que
los siervos de Dios honren a los sacerdotes.- Bienaventurado el siervo de
Dios que tiene fe en los sacerdotes que viven rectamente según la forma de la
Iglesia Romana. Y ¡ay de aquellos que los desprecian! Pues, aunque sean
pecadores, nadie, sin embargo, debe juzgarlos, porque solo el Señor en persona
se reserva el juzgarlos, pues sólo ellos tienen el maravilloso privilegio de
disponer del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo.
Cap. XXVII: De
la virtud que ahuyenta al vicio.- Esta admonición es la laude
en honor de todas las virtudes, que hemos reproducido más arriba en el cap. IV.
Cap. XXVIII: Hay
que esconder el bien para que no se pierda.- Dios ve en las tinieblas.
Para Él solo debemos obrar, y así atesoramos en el cielo.
Haec sunt
documenta pii Patris,
«éstas son las enseñanzas del piadoso Padre, con las que formaba a los nuevos
hijos», podemos decir con palabras de Tomás de Celano, después de haber
examinado esos veintiocho textos breves (1 Cel 41; LM 4,3). Ciertamente,
Francisco era un maravilloso «maestro de novicios», para usar la frase
consagrada en los claustros. Pero también es cierto que estos aforismos, de tan
profunda psicología religiosa, no pueden considerarse como regla de
una Orden.
Por la inversa,
en un pequeño fragmento de reglamentación que se nos ha conservado y que
incontestablemente es obra de Francisco, descubrimos bien el verdadero estilo
que él usaba cuando escribía reglas: «En los comienzos de la fundación de la
Orden, cuando aún eran pocos los hermanos y no habían sido establecidos los
conventos» (Flor 4), los frailes gastaban la mayor parte del tiempo en viajes
de misiones, y se alojaban donde y como les tocaba y podían. Pero de cuando en
cuando gustaban de retirarse a la soledad y a la oración y fortificar sus almas
para nuevas empresas apostólicas, a ejemplo de su maestro, quien cuando
predicaba a los otros la conversión de costumbres y de corazones, lo hacía con
firmeza y resolución «ya que antes se había convencido a sí mismo viviendo lo
que recomendaba con las palabras» (1 Cel 36). Tal fue el origen de los primeros
conventos franciscanos, si es que tal nombre merecían, porque el de la
Porciúncula no era más que un grupo de cabañas, rodeadas de un seto o cerca; el
de las Cárceles se reducía a unas cuantas grutas formadas en la roca; dígase
otro tanto de los de Fonte Colombo y el Alverna. En las Florecillas se
encuentran a cada paso alusiones a estos pequeños conventos, donde los frailes
dormían en el suelo o sobre lechos de hojas o pajas. Tampoco se empleaba la
palabra claustrum para designar estas residencias franciscanas, y ya
hemos visto cómo el pobre hermano Jordán de Giano quedó estupefacto cuando en
Erfurt se les ofreció edificarles «un convento con claustro». Para tales
residencias no había más palabras que las de locus, «lugar», eremo,
eremitorium, «eremitorio», o también «retiro». Y precisamente para los
frailes que deseaban refugiarse en estos eremitorios escribió
Francisco la regla, o más bien dicho, reglamento que leeremos a continuación,
tanto más precioso para nosotros cuanto que sabemos a ciencia cierta que fue
escrito sólo por el Santo, sin el auxilio de ningún colaborador, ni de
Hugolino, ni de Cesáreo. He aquí el texto completo, al que con mucha frecuencia
se le ha dado el título «De religiosa habitatione in eremo»:
Regla
para los eremitorios
«Aquellos que
quieren vivir como religiosos en los eremitorios, sean tres hermanos o cuatro a
lo más; dos de ellos sean madres, y tengan dos hijos o uno por lo menos. Los
dos que son madres lleven la vida de Marta, y los dos hijos lleven la vida de
María; y tengan un cercado en el que cada uno tenga su celdilla, en la cual ore
y duerma. Y digan siempre las completas del día inmediatamente después de la puesta
del sol; y esfuércense por mantener el silencio; y digan sus horas; y
levántense a maitines y busquen primeramente el reino de Dios y su justicia. Y
digan prima a la hora que conviene, y después de tercia se concluye el
silencio; y pueden hablar e ir a sus madres. Y cuando les plazca, pueden
pedirles limosna a ellas como pobres pequeñuelos por amor del Señor Dios. Y
después digan sexta y nona; y digan vísperas a la hora que conviene.
»Y en el cercado
donde moran, no permitan entrar a persona alguna, ni coman allí. Los hermanos
que son madres esfuércense por permanecer lejos de toda persona; y por
obediencia a su ministro guarden a sus hijos de toda persona, para que nadie
pueda hablar con ellos. Y los hijos no hablen con persona alguna, sino con sus madres
y con su ministro y su custodio, cuando a éstos les plazca visitarlos con la
bendición del Señor Dios. Y los hijos asuman de vez en cuando el oficio de
madres, alternativamente, por el tiempo que les hubiera parecido conveniente
establecer, para que solícita y esforzadamente se esfuercen en guardar todo lo
sobredicho».
He aquí una regla
tal cual Francisco era capaz de escribirla. ¡Y qué cosa más encantadora que
este ideal de vida de cuatro ermitaños retirados allá en la cima soledosa y
montaraz de Fonte Colombo o de las Cárceles, dos de los cuales, como la Marta
del Evangelio, cuidan de las cosas temporales, mientras los otros dos, como
María, permanecen sentados a los pies del Salvador! Y después, a la hora del
mediodía, van donde los otros dos, y humilde y tímidamente les piden de comer,
como los niños buenos a su buena madre. Son los sentimientos y el lenguaje de
Francisco: «Te digo, hijo mío, como una madre...», escribía a su discípulo
favorito, Fray León, en cuya compañía había permanecido muchas veces en los
eremitorios. De manera parecida, Celano dice que Francisco había escogido para
sí como madre a Fray Elías (1 Cel 98); y también que Fray Pacífico dijo al
Santo: «Bendícenos, madre amadísima» (2 Cel 137). Con todo, el mismo Celano,
más adelante tiene que lamentar que «son muchos los que convierten el lugar de
contemplación en lugar de ocio» (2 Cel 179).
Al lado de la
breve regla primitiva de 1210 y de este reglamento para los eremitorios hay que
citar otra regla hecha exclusivamente para la Porciúncula, y que se nos ha
conservado en el número 55 del Espejo de Perfección. Esta regla se parece mucho
al reglamento de los eremitorios: también ella prohíbe que los extraños
penetren en los loci o lugares de los frailes. Ninguna conversación de
cosas temporales, ninguna palabra superflua debe oírse en la Porciúncula; los
frailes que han de habitar en este «lugar» se escogerán entre los mejores y más
piadosos de toda la Orden, y deberán edificar a los demás en la manera de rezar
el oficio divino. «Quiero que en este lugar -decía Francisco- nada en absoluto
se diga ni se haga inútilmente, sino que el lugar todo entero sea mantenido
puro y santo en himnos y alabanzas al Señor» (EP 55). El número 82 del mismo
Espejo recoge el celo con que Francisco cuidó la santidad de vida en la
Porciúncula y las normas que estableció contra las conversaciones ociosas en
aquel lugar.
Como se ve por lo
que antecede, la obra legislativa de Francisco está compuesta toda ella de
trabajos de circunstancias. Por ejemplo, se le decía en un Capítulo que había
muchos frailes que se mortificaban el cuerpo con cilicios y cintos de hierro
sobre la desnuda carne, y hacían otras penitencias por el estilo; y al punto el
Santo promulgaba una norma que prohibía a los frailes el uso de estos medios
ascéticos. En otro Capítulo general hizo escribir, para enseñanza de todos,
esta amonestación: «Guárdense los hermanos de mostrarse ceñudos exteriormente e
hipócritamente tristes; muéstrense, más bien, gozosos en el Señor, alegres y
jocundos y debidamente agradables» (2 Cel 128). Este pasaje se transcribió
luego en el capítulo VII de la Regla primera (1 R 7,16). Otra exhortación,
que se conserva en el n. 96 del Espejo de Perfección, es exactamente una de las
admoniciones que conocemos (Adm 20). El capítulo XXII de la Regla
primera lleva esta inscripción: De la amonestación de los hermanos.
Así como la regla
de Rivotorto nos da los fundamentos de todo el edificio de la regla futura, así
también las prescripciones circunstanciales y las admoniciones emitidas en los
diferentes Capítulos pueden ser consideradas como el primer piso de ese mismo
edificio. Sobre el piso así formado, la construcción prosigue bajo la
influencia de los tiempos y los acontecimientos. En 1217 se inauguran las
grandes misiones franciscanas, y ciertamente en vista de ellas se escribieron
los capítulos XIV y XVI de la Regla Primera, que llevan por título «Cómo han de
ir los hermanos por el mundo» y «De los que van entre sarracenos y otros
infieles». Los biógrafos de San Francisco nos han conservado varios ejemplos de
las exhortaciones de despedida, y así en el Espejo de Perfección puede verse en
particular el discurso dirigido por Francisco a los hermanos que se van: «En el
nombre del Señor, id de dos en dos por el camino con humildad y dignidad, y,
sobre todo, en riguroso silencio desde la mañana hasta pasada la hora de
tercia, orando al Señor en vuestros corazones y sin que salgan de vuestra boca
palabras ociosas e inútiles. Aunque vayáis de viaje, sea vuestro hablar tan
humilde y mirado como si estuvieseis en el eremitorio o en la celda...» (EP
65). Asimismo, son varios los pasajes de la Regla primera en que el discurso
empieza con las palabras In nomine Domini, «En el nombre del Señor»,
fórmula con que se acostumbraba entonces encabezar todos los documentos
oficiales (1 R 4 y 24).
Por lo demás,
podemos admitir sin temor de errar que estas admoniciones, que se iban
esparciendo a medida del desarrollo de la Orden, fueron luego puestas por
escrito. Su objeto era eminentemente práctico, es a saber, indicar la manera
como quería Francisco que se portasen sus frailes, y los preceptos que deseaba
que pusiesen en práctica. Sus cartas posteriores demuestran asimismo cuánto
deseaba el Santo que los frailes copiasen dichas reglas y que llevasen siempre
consigo un ejemplar de ellas, a fin de que mejor pudiesen observar sus
prescripciones.
Para precisar,
pues, en qué consistió la colaboración de Francisco y Cesáreo en el verano de
1221 para la redacción de la regla nueva, hay que convenir primero en que ambos
redactores tuvieron presente, no sólo la regla primitiva de 1210, sino también
toda la serie de admoniciones y prescripciones de los años
posteriores, y que de todos estos materiales echaron mano para su nueva
redacción. Esto nos viene confirmado por una visión que Francisco tuvo por
aquel mismo tiempo: vio que todos sus frailes se reunían en torno suyo acosados
por el hambre, pidiéndole de comer; Francisco no tenía más que unas migajas de
pan que se le caían por entre los dedos; pero luego oyó una voz que le dijo:
«Francisco, con todas las migajas haz una hostia y da de comer a los que
quieran». Al día siguiente comprendió el Santo que las migajas eran las Verba
evangélica, y que la hostia significaba la regla que debía formar con las palabras
del Evangelio (LM 4,11; 2 Cel 209). El hecho es que los dos redactores,
Francisco y Cesáreo, se contentaron con poner íntegro, a menudo sin orden
alguno, lo antiguo y lo nuevo, y así fue como resultó esa colección o reunión
de preceptos que los historiadores antiguos llamaban Regla primera, y
los modernos Regla de 1221 o Regla no bulada, pero que, en
realidad, nunca llegó a ser la verdadera Regla de la Orden.
Sin pretender
nosotros distinguir detalladamente, como hacen Karl Muller y Boehmer, lo que en
esta gran colección de materiales proviene de la regla primitiva y lo que son
añadiduras posteriores, podemos, sin embargo, formarnos una idea general
suficientemente clara de la distinción entre ambos orígenes. Así, a la regla de
Rivotorto se remontan incontestablemente, además de la introducción en que
Francisco promete obediencia al Papa Inocencio, los capítulos: I,
sobre los tres votos de pobreza, obediencia y castidad; II,
sobre la admisión y vestido de los hermanos; III, sobre el
rezo del oficio divino y los ayunos; VII, sobre la obligación
de servir y trabajar; IX, sobre la facultad para mendigar en
caso de necesidad y la prohibición de recibir dinero; XII,
sobre la obligación de evitar el consorcio con mujeres; XIV,
sobre la obligación de no llevar nada para el camino, y de no oponer
resistencia a los malos; XIX, sobre el respeto debido a los
sacerdotes. Tal vez estos capítulos no pasaron de la regla primitiva a la nueva
al pie de la letra; pero es seguro que pasaron en cuanto a la sustancia y al
sentido. Sólo la obligación del ayuno parece haber sido más rigurosa en la
regla antigua que en la nueva: la Regla primera (1 R 3) no prescribe sino un
día de ayuno en la semana, el viernes, mientras que la de 1210 prescribía
también, según Jordán de Giano, el miércoles.
Por otra parte,
podemos considerar con certeza como adición a la regla primitiva el capítulo
IV, con el encabezamiento típico de los documentos públicos: In nomine
Domini!, «¡En el nombre del Señor!» Este capítulo trata de las relaciones
entre los ministros franciscanos y los otros hermanos, y por tanto debió
redactarse en la asamblea franciscana en que fueron instituidos los primeros
ministros. Otros capítulos de la Regla concuerdan casi literalmente con admoniciones
que han llegado hasta nosotros; así, por ejemplo, puede compararse el capítulo
V de la Regla con las admoniciones 4 y 11, o el capítulo XXII con las admoniciones
9 y 10. Tomás de Celano menciona otra admonición (2 Cel 68) que no se
encuentra en la colección de las que han llegado hasta nosotros, pero que se
recogió en la Regla primera y forma parte de su capítulo VIII. Compárese 2 Cel
128 con 1 R 7. De igual manera, el n. 42 del Espejo de Perfección trae una admonición
a los enfermos que aparece también en el cap. X de la Regla primera.
En fin, la Regla
primera contiene un tercer elemento, formado por lo que podríamos llamar la
poesía religiosa de San Francisco. En esta categoría debe colocarse en primer
lugar la Laude de que queda hecha mención más arriba y que constituye
el capítulo XXI de la Regla. Francisco ordena a sus hermanos que, como buenos
juglares de Dios, vayan proclamando este canto de alabanza por las ciudades por
donde pasan, y en el mismo aparecen ya algunas imágenes y acentos que hacen
pensar en el famoso Cántico del Hermano Sol: «¡Ay de aquellos que no
mueren en penitencia, porque serán hijos del diablo, cuyas obras hacen, e irán
al fuego eterno!», dice la Regla, y el Cántico: «¡Ay de aquellos que mueran en
pecado mortal! Bienaventurados aquellos a quienes encuentre en tu santísima
voluntad, porque la muerte segunda no les hará mal». El gran objeto de la obra
de Francisco era, en efecto, inspirar a los hombres el entusiasmo por Dios. Y
así, después de un nuevo capítulo, el XXII, que es una última Amonestación
de los hermanos, y nótese que Francisco y Cesáreo han transcrito incluso
el viejo título De admonitione fratrum, he aquí que el escrito común
de ambos legisladores se trueca en un himno magnífico y triunfal de alabanza,
que va por grados elevándose y derramándose como la voz de un órgano
maravilloso, hasta llegar a un punto en que toda voz humana se apaga, en que
todo pensamiento humano desfallece, y sólo se escucha el eterno Santo,
Santo, Santo de los ángeles, el infinito Aleluya de los
bienaventurados. Este último capítulo de la Regla primera, el XXIII, aunque muy
difícil de traducir, debe transcribirse íntegro:
Oración,
canto de alabanza y acción de gracias
«Omnipotente,
santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey del cielo y de
la tierra, por ti mismo te damos gracias, porque, por tu santa voluntad y por
tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y
corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y semejanza, nos pusiste en el
paraíso. Y nosotros caímos por nuestra culpa. Y te damos gracias porque, así
como por tu Hijo nos creaste, así, por tu santo amor con el que nos amaste,
hiciste que él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa
siempre Virgen la beatísima santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos
redimidos por su cruz y sangre y muerte. Y te damos gracias porque ese mismo
Hijo tuyo vendrá en la gloria de su majestad a enviar al fuego eterno a los
malditos, que no hicieron penitencia y no te conocieron, y a decir a todos los
que te conocieron y adoraron y te sirvieron en penitencia: Venid, benditos
de mi Padre, recibid el reino que os está preparado desde el origen del mundo
(Mt 25,34).
»Y porque todos
nosotros, miserables y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos
suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien bien te
complaciste, junto con el Espíritu Santo Paráclito, te dé gracias por todos
como a ti y a él os place, él que te basta siempre para todo y por quien tantas
cosas nos hiciste. Aleluya.
»Y a la gloriosa madre,
la beatísima María siempre Virgen, a los bienaventurados Miguel, Gabriel y
Rafael, y a todos los coros de los bienaventurados serafines, querubines,
tronos, dominaciones, principados, potestades, virtudes, ángeles, arcángeles, a
los bienaventurados Juan Bautista, Juan Evangelista, Pedro, Pablo, y a los
bienaventurados patriarcas, profetas, Inocentes, apóstoles, evangelistas,
discípulos, mártires, confesores, vírgenes, a los bienaventurados Elías y Enoc,
y a todos los santos que fueron y que serán y que son, humildemente les
suplicamos por tu amor que te den gracias por estas cosas como te place, a ti,
sumo y verdadero Dios, eterno y vivo, con tu Hijo carísimo, nuestro Señor
Jesucristo, y el Espíritu Santo Paráclito, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.
»Y a todos los
que quieren servir al Señor Dios dentro de la santa Iglesia católica y
apostólica, y a todos los órdenes siguientes: sacerdotes, diáconos,
subdiáconos, acólitos, exorcistas, lectores, ostiarios y todos los clérigos,
todos los religiosos y religiosas, todos los donados y postulantes, pobres y
necesitados, reyes y príncipes, trabajadores y agricultores, siervos y señores,
todas las vírgenes y continentes y casadas, laicos, varones y mujeres, todos
los niños, adolescentes, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos, todos los
pequeños y grandes, y todos los pueblos, gentes, tribus y lenguas, y todas las
naciones y todos los hombres en cualquier lugar de la tierra, que son y que
serán, humildemente les rogamos y suplicamos todos nosotros, los hermanos
menores, siervos inútiles, que todos perseveremos en la verdadera fe y
penitencia, porque de otra manera ninguno puede salvarse.
»Amemos todos con
todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y
fortaleza, con todo el entendimiento, con todas las fuerzas, con todo el
esfuerzo, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y
voluntades al Señor Dios, que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo,
toda el alma y toda la vida, que nos creó, nos redimió y por sola su
misericordia nos salvará, que a nosotros, miserables y míseros, pútridos y
hediondos, ingratos y malos, nos hizo y nos hace todo bien.
»Por
consiguiente, ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra
nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo
verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo
bien, que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce, que es el solo
santo, justo, verdadero, santo y recto, que es el solo benigno, inocente, puro,
de quien y por quien y en quien es todo el perdón, toda la gracia, toda la
gloria de todos los penitentes y de todos justos, de todos los bienaventurados
que gozan juntos en los cielos. Por consiguiente, que nada impida, que nada
separe, que nada se interponga. En todas partes, en todo lugar, a toda hora y
en todo tiempo, diariamente y de continuo, todos nosotros creamos verdadera y
humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos,
alabemos y bendigamos, glorifiquemos y ensalcemos sobremanera, magnifiquemos y
demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y
Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen y
esperan en él y lo aman a él, que es sin principio y sin fin, inmutable,
invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable, bendito,
laudable, glorioso, ensalzado sobremanera, sublime, excelso, suave, amable,
deleitable y todo entero sobre todas las cosas deseable por los siglos. Amén».
Capítulo
X – La lucha por el espíritu de pobreza
Dos años pasaron
todavía antes que la Orden tuviera su regla definitiva. En septiembre de 1221
partió Cesáreo para Alemania con sus compañeros de misión, y la bula Solet
annuere, en que Honorio III confirmó la regla, es del 29 de noviembre de
1223. En este intervalo de dos años pasó toda una serie de negociaciones de
que, desgraciadamente, no se nos ha conservado ningún testimonio, aunque, por
otra parte, sabemos de cierto que se desarrolló la más viva oposición entre
Francisco de un lado, y Elías Bombarone y sus parciales, por el otro. En esta
oposición, que llegó a asumir las proporciones de un verdadero conflicto, el
Cardenal Hugolino tuvo que desempeñar el difícil papel de mediador y tratar de
satisfacer a ambas partes, en cuanto era posible.
Para dar con el
punto capital de dicha diferencia es preciso no perder de vista el
desenvolvimiento de la nueva Orden en los años anteriores.
Como hemos visto,
Francisco, al dimitir de su cargo, conservó cierta situación preponderante;
así, por ejemplo, él fue quien en el Capítulo de 1221 eligió y envió a los
misioneros de Alemania; sin mencionar otros hechos que prueban que el Santo
nunca dejó de tener en la Orden y de ejercer a tenor de las circunstancias una
considerable autoridad. «Vos tenéis la autoridad», potestatem habetis vos,
le dijo su vicario Pedro Cattani, estando en Tierra Santa (Jordán de Giano, Crónica,
n. 12). Y el mismo Fray Jordán tiene más adelante, en su misma Crónica,
otras expresiones que indican la autoridad efectiva que siempre tuvo Francisco.
Desde un
principio manifestó Francisco que no le gustaban en absoluto las medidas
violentas. Jordán de Giano atestigua que de siempre Francisco «prefería superar
todos los conflictos con la humildad más que con la potestad judicial» (Crónica,
13), y que, cuando no lograba hacer valer su voluntad, se abstenía de mandar a
guisa de los poderes del mundo. Si no obtenía que sus hermanos cumpliesen sus
deberes, se desquitaba redoblando la solicitud por cumplir él los suyos
propios. Un carácter semejante era natural que diera ocasión para que otras
voluntades más enérgicas se soliviantaran y camparan por sus respetos.
Sobresalía entre éstos un hombre de voluntad por todo extremo dominante, Fray
Elías Bombarone, más conocido después y famoso con el nombre de Elías de
Cortona. Le seguían otros, prestándole apoyo en su oposición contra Francisco.
De uno solo de estos secuaces sabemos el nombre: Fray Pedro de Staccia, de
Bolonia. A los demás los designan los biógrafos con el nombre colectivo de
«ministros», apelativo que se aplicaba especialmente a los frailes que
presidían las provincias italianas de la Orden, para indicar con este nombre, ministri,
que eran «siervos» o «servidores» de los frailes a quienes gobernaban, pues en
latín minister significa en primer lugar, criado, siervo, fámulo.
Aunque sea de
pasada, hay que recordar que en 1223 se dividió en provincias el inmenso campo
de actividad de la Orden, y el superior de cada provincia se llamó «siervo o
servidor de la provincia», minister provincialis (cf. Mt 20,26), a
causa de la repugnancia con que Francisco miraba el nombre de «prior». Cada
provincia se subdividía en cierto número de distritos (custodias),
gobernado cada cual por un «custodio» o «guardián». Este mismo nombre de
guardián se daba también al superior de cada «lugar» o convento. La Orden toda
estaba a cargo del «ministro general», título que después se abrevió, quedando
reducido al de «general» solamente, lo mismo que el «ministro provincial» al de
«ministro». Por último, hay que tener en cuenta que tanto el nombre de
«hermanos menores», fratres minores, como el de «ministros» lo tomó
Francisco del Evangelio (cf. LM 6,5; LP 101).
Bolonia venía a
ser en realidad como el centro del movimiento opositor iniciado por Fray Elías
dentro de la Orden. Relaciones estrechas ligaban, desde hacía tiempo, a los
franciscanos con la célebre ciudad universitaria: en 1211 predicó en ella
Bernardo de Quintaval; en 1213 se establecieron allí los frailes menores, en una
casa denominada «le Pugliole», sita a corta distancia de la puerta
Galliera. En Bolonia habían estudiado muchos de los miembros más respetables de
la nueva Orden, como los dos vicarios de Francisco, Pedro Cattani y Elías, y
también la mayor parte de los futuros generales: Juan Parente, Haymón de
Faversham, Crescencio de Jesi, Juan de Parma. Referido queda que uno de los
juristas más famosos de Bolonia, Nicolás Pepoli, se constituyó desde un
principio en defensor de la Orden, y después acabó por ingresar en ella. Más o
menos por el mismo tiempo, el más célebre de todos los juristas de Bolonia,
Acurcio, apellidado «el Grande», entregó a los hermanos menores su casa de la
Ricardina, en las afueras de la ciudad, porque el susodicho primer convento se
había hecho luego demasiado pequeño. Finalmente, Pedro de Staccia inauguró en
esta ciudad una casa de estudios para los franciscanos, por el estilo de la
escuela de teología fundada allí mismo en 1219 por los dominicos.
La noticia de
esta inauguración indignó profundamente a Francisco, que durante toda su vida
había gustado de llamarse y de ser un idiota, es decir, un hombre
sencillo e iletrado. Hablando en general, Francisco no era enemigo de los
estudios, diga lo que quiera Sabatier, que le atribuye cierta mal disimulada
ojeriza contra toda ciencia. Al contrario, véase lo que una vez escribió en
forma de admonición: «A todos los teólogos y a los que nos administran las
palabras divinas debemos honrar y tener en veneración, como a quienes nos
administran espíritu y vida», palabras estas que repitió literalmente en su
Testamento (Test 13). Pero entendía que los estudios debían tener un objeto
práctico y servir al fin de la proclamación de la palabra de Dios. Por eso
creía que no había para qué tener muchos libros; que era en la oración donde
mejor se aprendía a tocar y mover los corazones. Él mismo, según lo manifiestan
sus escritos, leía mucho las Santas Escrituras; sin embargo, a medida que
avanzaba en edad, se iba persuadiendo de que las había leído hasta demasiado y
de que lo mejor era dedicarse a meditar y poner en práctica las cosas que había
leído. A un hermano que le recomendaba que le leyeran un pasaje de la Escritura
para su consuelo, le dijo Francisco, que estaba muy enfermo: «Es bueno recurrir
a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellas al Señor Dios
nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con
mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a
Cristo pobre y crucificado» (2 Cel 105). Un pensamiento le perseguía siempre:
la mejor predicación consiste en el buen ejemplo personal.
En su Regla
Francisco distingue tres clases de miembros de la Orden: predicatores,
oratores, laboratores, «predicadores, orantes, trabajadores», y llegaba
incluso a poner a los predicadores por encima de los que oran y los que
trabajan. «Sin embargo -añadía-, todos los hermanos prediquen con las obras» (1
R 17). Luego, los ponía en guardia contra la sabiduría de este mundo, contra
aquellos para quienes las palabras son todo y las obras nada o poca cosa,
contra los que sólo aspiraban a brillar por la ciencia y no a ser perfectos. En
cuanto a él mismo decía, como acabamos de ver: «No necesito de muchas cosas,
hijo; sé a Cristo pobre y crucificado».
El Espejo de
Perfección (EP 4) nos ha conservado un relato que se refiere precisamente a
esta misma época de la vida del Santo y que explica perfectamente el sentir de
Francisco acerca de una ciencia libresca, «no sólo inútil, sino
perjudicial»:
En cierta otra
ocasión, un novicio que malamente sabía leer el salterio, obtuvo licencia de
Fray Elías para tener uno. Mas, como oía decir a los hermanos que el
bienaventurado Francisco no quería a sus hijos ansiosos ni de ciencia ni de
libros, no estaba tranquilo, y quería obtener su consentimiento. Como pasara
Francisco por el lugar donde estaba el novicio, éste le dijo:
-- Padre, me
serviría de gran consuelo tener mi salterio. Tengo ya el permiso del ministro
general, pero quisiera también tu consentimiento.
El bienaventurado
Francisco le respondió:
-- El emperador
Carlos, Rolando y Oliverio y todos los capitanes y esforzados caballeros que
lucharon de firme contra los infieles, sin perdonarse fatigas y grandes
trabajos, hasta exponerse a la muerte, consiguieron resonantes victorias,
dignas de perpetuarse para siempre. Igualmente, los santos mártires dieron su
vida luchando por la fe de Cristo. En cambio, ahora hay muchos que pretenden
honra y gloria con sólo contar las hazañas que aquellos hicieron. Así, también
entre nosotros hay muchos que sólo por contar y pregonar las maravillas que
hicieron los santos quieren recibir honra y gloria (cf. Adm 6).
Que es como si
dijera: No hay por qué desvivirse por adquirir libros y ciencia, sino por hacer
obras virtuosas, porque la ciencia hincha y la caridad edifica (1 Cor
8,1).
Pocos días
después, estando el bienaventurado Francisco sentado al amor de la lumbre,
volvió el novicio a hablarle del salterio. Francisco le dio por respuesta:
-- Después que
tengas el salterio, ansiarás tener y querrás el breviario; y, cuando tengas el
breviario, te sentarás en el sillón como gran prelado, y mandarás a tu hermano,
diciendo: ¡Tráeme el breviario!
Mientras esto
decía con gran fervor de espíritu, el bienaventurado Francisco, en vista de lo
que tales novedades presagiaban para la Orden, tomó ceniza, y, esparciéndola
sobre su propia cabeza, movía la mano en circulo como quien se lava la cabeza,
y decía:
-- ¡Yo el
breviario! ¡Yo el breviario!
Y lo repitió
muchas veces girando la mano sobre su cabeza. El novicio quedó estupefacto y
avergonzado. Luego, el bienaventurado Francisco, vuelto a la calma, le dijo:
-- Hermano,
también yo he tenido tentaciones de tener libros; mas para conocer la voluntad
de Dios acerca de esto tomé el libro de los evangelios del Señor y le rogué
que, al abrirlo por primera vez, me manifestara su voluntad. Hecha mi súplica y
abierto el libro, me salió este pasaje del santo Evangelio: A vosotros os
ha sido dado conocer los misterios del reino de Dios; a los demás sólo en
parábolas (Lc 8,9-10).
Dicho esto, calló
Francisco un breve rato; después añadió:
-- Hay muchos que
se afanan de buen grado por adquirir ciencia, pero feliz el que se hace estéril
por amor del Señor Dios (EP 69; 2 Cel 195).
Meses después,
Francisco, de rodillas ante el novicio, le dijo:
-- Hermano, has
de saber que cualquiera que desea ser hermano menor, no debe tener más que la
túnica, el cordón y los calzones, según en la Regla se concede; y, en caso de
verdadera necesidad, calzado.
En adelante, a
cuantos hermanos le venían a consultar sobre esto, les daba la misma respuesta.
Y repetía muchas veces: «Tanto sabe el hombre cuanto obra, y en tanto el
religioso ora bien en cuanto practica, pues sólo por el fruto se conoce al
árbol» (cf. Mt 12,13).
No menos
significativa es otra página del mismo Espejo de Perfección:
«Le dolía mucho
al bienaventurado Francisco que, pospuesta la virtud, se buscase la ciencia que
hincha, máxime si cada cual no permanecía en la vocación en que había sido
llamado desde el principio. Y decía: "Los hermanos que se dejan arrastrar
por la curiosidad del saber, se encontrarán con las manos vacías en tiempo de
tribulaciones. Por eso, los quiero muy fuertes en la virtud, para que, cuando
venga el día de la tribulación, tengan al Señor durante la prueba. Porque la
tribulación ha de venir, y entonces los libros para nada servirán, y los
tirarán a las ventanas y a rincones ocultos". No hablaba así porque le
desagradara el estudio de la Sagrada Escritura, sino por apartar a todos del
superfluo afán de saber. Quería que fueran virtuosos por la caridad, más bien
que sabios por la curiosidad de la ciencia» (EP 69).
Tenía razón
Francisco al pensar que su siglo estaba ansioso de ciencia acaso más que todos
los anteriores. Hacia la mitad del siglo XIII se habían fundado diecisiete
universidades, ocho de las cuales eran italianas, a saber: Reggio, Vicenza,
Padua, Nápoles, Vercellis, Roma, Plasencia y Arezzo. Al mismo tiempo las tres
grandes escuelas de más antigua fundación, París, Bolonia y Oxford, tomaban un
desarrollo extraordinario; por todas partes se notaba el esfuerzo científico
que iba a ser la característica del último período de la Edad Media. En este
movimiento tomaron parte muy notable desde un principio los dominicos, por
prescripción de sus estatutos mismos, heredados de los canónigos de San
Agustín. También los frailes menores se vieron envueltos en esta ola siempre
creciente, lo que ocasionó la oposición resuelta de Francisco, a quien vio Fray
León, en una visión que tuvo, con las alas extendidas para defender y proteger
a sus hijos (AF III, 75).
Al principio toda
su cólera se desató contra Fray Pedro de Stacia y su casa de estudio de
Bolonia. Es cosa cierta que Fray Pedro no procedió a dicha fundación sin previa
consulta con el Cardenal Hugolino, que en 1220 se encontraba en Bolonia y se
hizo inscribir como dueño del edificio donde iba a funcionar la nueva
institución. Pero Francisco corrió a Bolonia e impuso a los frailes precepto de
obediencia de evacuar inmediatamente la casa. Uno de los frailes estaba enfermo
en cama y así y todo tuvo que seguir a los demás en el éxodo (EP 6). Francisco
se alojó en el convento de los dominicos, y allá fueron los frailes a pedirle
perdón, prometiéndole corregirse y enmendarse, todos menos Pedro de Staccia; y
se afirma que Francisco, siempre tan dulce y compasivo, maldijo a Pedro en
vista de su contumacia.
Pero es que Fray
Pedro, a los ojos de Francisco, había faltado no sólo a la sencillez
evangélica, sino (y esto era lo que volvía al Santo inexorable) contra la
pobreza evangélica, porque, ¿cómo podían continuar siendo frailes menores los
que en aquella casa tendrían que reunir y mantener gruesos libros costosos y
proporcionarse grandes comodidades a fin de atender al estudio? ¿No estaba
escrito en el Evangelio y, por consiguiente, también en la regla, que el
verdadero discípulo de Cristo no debía llevar nada para el camino? Por eso
añadía Francisco, como hemos visto, «que cualquiera que desea ser hermano
menor, no debe tener más que la túnica, el cordón y los calzones, según en la
Regla se concede; y, en caso de verdadera necesidad, calzado». «Por eso, un
ministro que deseaba con ansia -y con su permiso- tener algunos libros de lujo
y muy costosos, tuvo que oír que le decía: "No quiero perder, por tus
libros, el libro del Evangelio que he prometido observar. Sí, tú harás lo que
quieras; pero no te pondré un lazo con mi permiso"» (2 Cel 62). Cuando
Francisco señaló las condiciones necesarias en el ministro general, incluyó
ésta: «No sea amontonador de libros ni muy dado a la lectura, no sea que robe
al oficio lo que consagra al estudio» (EP 80); o como refiere Celano: «No sea
coleccionista de libros ni muy dado a la lectura, a fin de no sustraer al cargo
lo que da de más al estudio» (2 Cel 185).
Desgraciadamente,
para salir airoso de semejante lucha se necesitaba una voluntad más enérgica
que la de Francisco. Los otros, que no se resignaban a honrar la ciencia desde
lejos, sino que querían también cultivarla, eran más fuertes que él y
reportaron la victoria. Si nos atenemos a lo que refiere Fray León, llevaron
Elías y sus secuaces su audacia hasta pretender abolir la regla de San
Francisco y reemplazarla por la de los dominicos, que daba lugar preferente al
estudio de la ciencia, y en un Capítulo, probablemente el de 1222 ó 1223, atrajeron
a su partido al Cardenal Hugolino, quien se esforzó con hábiles y discretas
razones, por hacer ceder a Francisco; pero éste, después de haberle escuchado
con toda reverencia, tomó por la mano al Cardenal, y llevándole al medio de la
asamblea, se puso a decir en voz alta: «Hermanos míos, hermanos míos: Dios me
ha llamado por el camino de sencillez y de humildad y me ha manifestado que
éste es el verdadero camino para mí y para cuantos quieren creer en mi palabra
e imitarme. Por eso, no quiero que me mentéis regla alguna, ni de San Benito,
ni de San Agustín, ni de San Bernardo, ni otro camino o forma de vida fuera de
aquella que el Señor misericordiosamente me mostró y me dio. Y me dijo el Señor
que quería que fuera yo un nuevo loco en este mundo; y no quiso conducirnos por
otro camino que el de esta ciencia. Mas, por vuestra ciencia y sabiduría, Dios
os confundirá. Y yo espero que el Señor, por medio de sus verdugos, os dará su
castigo, y entonces, queráis o no, retornaréis con afrenta a vuestro estado»
(EP 68).
¿Tenía razón
Francisco al abrigar esos temores? Verdad es que, como dice el Apóstol, la
ciencia hincha y la caridad edifica (1 Cor 8,1). Pero también es verdad
que estas palabras han servido muchas veces para encubrir cosas que nada tienen
que ver con la virtud y la santidad. Buscar la verdad pura y entera es también
servir a Dios; el amor desinteresado y sincero a la verdad ejerce sobre toda la
vida moral del individuo un influjo depurador y saludable; todo corazón amigo
del bien lo es también de la verdad. El mismo Apóstol habla en otro pasaje de
la «santidad de la verdad» y es que la santidad de la voluntad no es más que un
fruto espontáneo de la santidad del pensamiento, y que para amar eficazmente el
bien es menester amar primero con igual eficacia la verdad.
Pero es evidente
que lo que de modo tan amargo desazonaba a Francisco no era el amor a la
verdad, sino el orgullo de la inteligencia, el egoísmo que se vale de la
ciencia sólo para satisfacer la propia vanidad. El Santo quería evitar a toda
costa que sus hijos fuesen ávidos de fama y gloria mundanas. Bien sabía él que
más vale, infinitamente más, postrarse en oración delante de Dios, en la
soledad de una gruta o de una ermita, allá arriba en la montaña, que no subir a
una cátedra con el alma llena de vanidad ante la idea de la fama de sí mismo.
Acostumbrado
desde su juventud a usar el lenguaje caballeresco, solía decir Francisco:
«Estos son mis hermanos, caballeros de la Tabla Redonda, que viven ocultos en
los desiertos y en lugares apartados con el fin de dedicarse con más ahínco a
la oración y meditación, que lloran los pecados propios y ajenos, que viven con
humildad y sencillez; cuya santidad Dios conoce, pero es a veces ignorada por
los hermanos y por los hombres. Cuando sus almas sean presentadas por los
ángeles ante el Señor, entonces les mostrará el Señor el fruto y recompensa de
sus trabajos, es decir, multitud de almas que se han salvado por sus ejemplos,
oraciones y lágrimas, y merecerán escuchar: "Mirad, amados hijos míos, que
tantas y tales almas se han salvado por vuestras oraciones, lágrimas y
ejemplos; y porque habéis sido fieles en lo poco, os constituiré sobre lo
mucho. Otros han trabajado y predicado con discursos de su propia sabiduría y
ciencia, y yo, por vuestros merecimientos, he producido el fruto de la
salvación. Recibid, pues, la recompensa del trabajo de ellos y el fruto de
vuestros méritos, el reino de los cielos que habéis conquistado con la
violencia de vuestra humildad y sencillez, de vuestras oraciones y lágrimas".
Así, éstos, llevando sus gavillas, esto es, el fruto y los méritos de
su santa humildad y sencillez, entrarán en el gozo del Señor con alegría y
regocijo. Pero los otros que no se han afanado sino por adquirir conocimientos
y mostrar a los demás el camino de la salvación, sin obrar nada para sí, se
presentarán ante el tribunal de Cristo desnudos y con las manos vacías, sin
llevar otras gavillas que las de su propia confusión, vergüenza y amargura» (EP
72).
A Francisco le
gustaba repetir estas consideraciones en los Capítulos generales, y a menudo
añadía la siguiente sentencia del primer libro de Samuel: «Parió la estéril
siete hijos y se marchitó la que muchos tenía» (1 Sam 2,5)
La oración y, de
una manera más general, la vida, y no la palabra ni la teoría, eran, pues, para
Francisco, lo esencial, lo más importante para él y para sus hermanos. Los
otros podían seguir el camino que les pareciera mejor: Francisco no los juzgaba
ni los condenaba, como tampoco juzgaba ni condenaba a los que vestían y vivían
con lujo, y en su Regla dejó esta exhortación a sus frailes: «Amonesto y
exhorto a todos mis hermanos que no desprecien ni juzguen a los hombres que ven
vestidos de telas suaves y de colores, usar manjares y bebidas delicadas, sino
más bien que cada uno se juzgue y desprecie a sí mismo» (2 R 2). A él sólo le
importaba la razón por la que él y sus hermanos habían sido llamados de este
mundo. Y así Francisco acabó por conceder a San Antonio de Padua (cuya
formación universitaria acababa de descubrirse, y parecía obligado utilizarla)
el permiso para enseñar teología a los frailes de Bolonia, pero en los términos
que constan en la carta que le dirigió: «A fray Antonio, mi obispo, el hermano
Francisco, salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con
tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y
devoción, como se contiene en la Regla» (CtaAnt).
La Regla a que
alude aquí Francisco es la definitiva o bulada, la de 1223, en cuyo capítulo
quinto se halla, en efecto, la condición que aquí se pone: «Los hermanos a
quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de
tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el
espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales
deben servir» (2 R 5). Esto prueba que dicho capítulo estaba ya elaborado a la
sazón, pero no que la regla toda estuviese ya admitida y confirmada, y de hecho
no lo estuvo hasta el 29 de noviembre de 1223. Ahora bien, Antonio se trasladó
de Bolonia a Montpellier en 1224; por consiguiente, sus lecciones comenzaron
antes de noviembre de 1223, a menos de suponer que no duraron sino muy pocos
meses. En verdad, hay motivos para concluir que el permiso de Francisco fue
concedido durante el verano de 1222, ya que sabemos que Francisco se encontraba
entonces en Bolonia. Antonio, por su parte, se encontraba a la sazón en Forlí,
es decir, en la Romaña, de la que también formaba parte de sabia ciudad
universitaria.
Por lo demás,
Francisco continuaba, a despecho de las divisiones intestinas de su Orden,
gozando del mismo entusiasta aprecio popular que antes, aun en Bolonia, donde
sus predicaciones sencillas y ajenas a todo aparato de ciencia y arte, eran
escuchadas siempre con suma devoción y labraban hondamente en todo linaje de
auditorios. Y es un testigo ocular quien nos lo asegura. En efecto, Tomás de
Spalato, en su Historia Pontificum Salonitanorum, escrita antes de
1268, nos dice lo siguiente: «Este mismo año [el de 1222] residía yo en la casa
de estudios de Bolonia, y el día de la Asunción de la Madre de Dios vi a San
Francisco cuando predicaba en la plaza, delante del palacio público; habían
acudido allí casi todos los habitantes de la ciudad. El exordio del sermón
versó sobre "los ángeles, los hombres y los demonios". Y habló tan
bien y con tanta discreción sobre estas tres clases de espíritus racionales,
que muchas personas cultas que estaban presentes quedaron muy admiradas del
sermón que predicaba un hombre iletrado, y que por cierto no se atenía a los recursos
de la oratoria, sino que predicaba en forma de exhortación. Todo el contenido
de sus palabras iba encaminado a extinguir las enemistades entre los ciudadanos
y a restablecer entre ellos los convenios de paz. Desaliñado en el vestido, su
presencia personal era irrelevante, y su rostro nada atrayente. Pero con todo,
por la mucha eficacia que, sin duda, otorgó Dios a sus palabras, muchas
familias de la nobleza, que desde antiguo se habían tenido entre sí un odio tan
feroz que les había llevado muchas veces a mancillarse con el derramamiento de
sangre, hicieron entonces las paces. Era tal la reverencia y la devoción hacia
el Santo, que hombres y mujeres se le precipitaban en tropel, tratando de
tocar, al menos, el borde de su hábito o de arrebatarle algún trocito de su
pobre indumentaria» (BAC, Escritos, p. 970). Cuentan las Florecillas,
en su capítulo 27, que durante esta estancia en Bolonia, Francisco convirtió a
dos estudiantes de la Marca de Ancona llamados el uno Peregrino y el otro
Ricerio, y que uno y otro se hicieron frailes menores. El primero era gran
canonista y, sin embargo, prefirió el estado de lego, cosa muy en armonía con
el espíritu franciscano.
No es posible
leer sin profunda emoción el pasaje transcrito de Tomás de Spalato, como obra
que es de quien oyó personalmente lo que relata. Probablemente Francisco quiso
principiar por captarse la benevolencia de la parte ilustrada de su auditorio;
por eso escogió un tema algo académico, a saber, la distinción de las tres
categorías de seres inteligentes: los ángeles, los hombres y los demonios. Pero
luego abandonó el tono de la especulación, y apareció el Francisco natural,
espontáneo, sencillo y popular; y entonces fue el mover e inflamar y ganarse
los corazones, reproduciendo las antiguas escenas de Asís, de Arezzo y de
Gubbio; allí fue el olvidarse los antiguos atroces agravios, y también los
recientes, el reconciliarse los enemigos más encarnizados, el echarse
mutuamente los brazos al cuello, jurándose cristiana amistad y paz
indestructible. Francisco está ya vecino al término de su carrera, pero es el
mismo que era cuando la comenzó, cuando desde las gradas de una escalera de la
plaza mayor de Asís predicaba e imponía la paz a sus amotinados compatriotas;
siempre es el «heraldo del gran Rey», y continúa trasmitiendo a los súbditos de
este Rey el mismo mensaje que desde hace quince años: Dominus det tibi
pacem!, «El Señor te dé la paz».
Capítulo
XI – La Tercera Orden
Entre tanto, las
nuevas ideas, a las que Francisco había opuesto tan tenaz resistencia,
continuaban su curso: los frailes menores se trocaban en Orden estudiosa y
sabia, ni más ni menos que la de los predicadores.
Después del
Capítulo de Pentecostés de 1219, Fray Pacífico y sus compañeros volvieron a
Francia premunidos de una carta de recomendación pontificia, fechada el 11 de
junio de aquel mismo año. Su intento era ahora establecerse en París, adonde,
sin duda, no pudieron llegar en su viaje de 1217. Parece ser que el clero
francés no se dio por satisfecho con la carta comendaticia que le presentaron
los hermanos, y resolvió pedir nuevos informes a Roma; a esta consulta
respondió el Papa con una nueva recomendación datada el 29 de mayo de 1220 (Pro
dilectis filiis, en Sbaralea, I, 5), merced a la cual obtuvieron los
frailes licencia para habitar en una casa del barrio de San Dionisio, en las
afueras de París. Al principio no tuvieron capilla, sino que hacían sus oficios
divinos en la iglesia de la vecina parroquia; pero, en cambio, a los pocos años
se les hizo donación de un gran convento, especialmente destinado a su uso en
San Germán del Prado, donde luego se fundó un colegio universitario con
capacidad para 214 estudiantes, número que pronto se llenó de tal manera que
los nuevos candidatos se veían constreñidos a contentarse con quedar
matriculados, esperando las vacantes por años enteros.
Los franciscanos
de las primeras generaciones miraban esta nueva tendencia con muy malos ojos.
Fray Gil, en particular, la combatió con tesón, infatigable, mofándose a la
continua, con sarcasmos por extremo picantes, de aquellos frailes menores
sabios, que le parecían hijos falsos del padre San Francisco. «Hay gran
diferencia -solía decir- entre la oveja que bala y la que pace: la misma que
entre el que predica y el que obra. La una, balando, no sirve a nadie; la otra,
con pacer, se beneficia a sí mismo por lo menos. Igual diferencia media entre
un fraile menor que predica y otro que ora y trabaja. Mil y mil veces más vale
instruirse uno a sí mismo en el ejercicio de una vida santa, que no pretender ilustrar
al mundo entero».
Y en otra
ocasión: «¿Quién es más rico, el que posee pequeño huerto que cultiva y hace
fructificar, u otro que, poseyendo la tierra toda, ningún provecho saca de
ella? La mucha ciencia de nada sirve para la salvación; el que desee ser
verdaderamente sabio debe trabajar mucho y traer la cabeza profundamente
gacha».
Un fraile
predicador vino donde el Beato Gil a pedirle su bendición para ir a pronunciar
un gran discurso en plena plaza de Perusa, y Gil le contestó: «Sí, te doy mi
bendición, pero con tal que digas: ¡Bo, bo, multo dico e poco fo!»,
mucho digo y poco hago.
Otro día estaba
Gil en el huerto del eremitorio de Monte Rípido, cerca de Perusa, donde habitó
más de treinta años después de la muerte de San Francisco. De repente oyó una
extraña bulla en la parte baja del monte: era un viñero que airado reñía a sus
trabajadores, porque, en vez de trabajar, se llevaban charlando alegremente, y
les gritaba: ¡Fate, fate, e non parlate! De perlas pareció a Fray Gil
la sentencia del viñero, y al momento se propuso aprovecharla y, saliendo de su
celda, se puso a gritar a los demás frailes: «Escuchad el consejo que nos da
este hombre: ¡Haced, haced, y no charléis!».
Otra vez oyó Gil
a una tortolilla gemir en uno de los árboles de su huerto, y la apostrofó de
esta manera: «¡Hermana tortolilla, tú me enseñas a servir al Señor, pues me
repites siempre ¡qua, qua! y no ¡la, la!, es decir, que es
aquí en la tierra donde nos hemos de emplear en su servicio, no en el cielo.
¡Oh, hermana tortolilla, qué bien que arrullas! ¡Y que los hombres se hagan
sordos a la sabiduría de tus lecciones!». Y el santo fraile se ponía a imaginar
que habían vuelto aquellos tiempos felices en que él y Francisco erraban por
los caminos, como juglares de Dios, entonando férvidos cantares a la reina
Pobreza y a su noble hermana la dama Castidad; y arrobado con semejantes dulces
memorias se paseaba por los floridos senderos frotando dos varillas y cantando,
como quien se acompaña de una viola (AF III, 86 y 101).
Pero pronto volvía
de su éxtasis, desaparecían los recuerdos, y venía la triste realidad a
advertirle que aquellos hermosos tiempos eran irremisiblemente pasados, que
Francisco había muerto y que él no era ya más que un pobre viejo de cuya
opinión y autoridad nadie se curaba. Y entonces le parecía que el sol perdía
sus resplandores, que las flores no tenían ya fragancia y que las tortolillas
del bosque se quedaban mudas; y lanzaba profundos y largos suspiros,
exclamando: «¡Nuestro bajel hace agua; vamos al naufragio; sálvese quien pueda!
¡París, París, tú arruinas la Orden de San Francisco!». Tan lastimeras quejas
hallaron eco más tarde en los versos inflamados del poeta Jacopone de Todi, uno
de los más genuinos hijos del santo: «¡Maldito París, que has destruido Asís!».
Una vez, siendo
ya muy anciano, fue el hermano Gil donde se hallaba Fray Buenaventura, entonces
Ministro General de la Orden, y le dijo:
-- Padre mío: a
ti, el Señor te ha enriquecido con muchos dones y gracias. Pero nosotros,
ignorantes y sin letras, ¿qué podemos hacer para salvarnos?
El hermano
Buenaventura le contestó:
-- Aunque Dios le
diera al hombre una sola gracia, la de poder amarle, con eso le bastaría.
Gil, con un poco
de atrevimiento en su agudeza natural, volvió a preguntarle:
-- ¿Puede un
analfabeto amar a Dios tanto como un letrado?
Y el perspicaz
Buenaventura enhebró el mismo hilo del lenguaje figurado:
-- Una viejecita
puede amarle más que un maestro en teología.
Entonces el
hermano Gil, inconteniblemente jubiloso, salió a la huerta conventual, que era
como un balcón sobre la ciudad, y, de cara a ella, se puso a gritar:
-- ¡Tú, vieja
pobrecilla, simple y analfabeta, ama a Dios, y podrás ser mayor que el hermano
Buenaventura! (AF III, 101).
San Buenaventura
menciona a Fray Gil muchas veces en sus obras, citándole al par de San Agustín
y de Ricardo de San Víctor, y parece haber conservado siempre fresco el
recuerdo de esta aventura, pues leemos en sus Collationes: «Una pobre
viejecita que no posee sino un pequeño huerto recoge de él más pingüe fruto que
no recoge del suyo el dueño de un huerto muy extenso; aquella, cierto, no
cultiva sino un solo árbol, pero este árbol es la caridad; el otro conoce todos
los misterios y esencias de las cosas, pero ese conocimiento por sí solo poco o
nada aprovecha» (Opera omnia, V, 418).
Poco tiempo
después, el 22 de abril de 1262, este verdadero y fiel discípulo de Francisco
de Asís fue a juntarse en el cielo con su maestro y sus demás compañeros
muertos antes que él. Era la víspera del día de San Jorge, aniversario de aquel
día memorable en que, hacía más de medio siglo, sentado a la lumbre del hogar
paterno en compañía de su familia, oyendo contar a sus padres las maravillas
que obraba Francisco, concibió el propósito de seguir sus huellas y abrazar su
mismo género de vida. Desde aquel día hasta el último de su carrera conservó en
su corazón intacto e inmaculado el amor primero de su inocente juventud.
Pero volvamos al
desarrollo científico de la Orden, el cual dio un paso extraordinario cuando en
septiembre de 1224 se establecieron los frailes en Inglaterra, viniendo de
Francia bajo las órdenes de Fray Agnello, que había sido custodio en París. Al
principio fijaron su residencia en Cantorbery; pero el 1 de noviembre de aquel
mismo año se establecieron ya en Oxford, donde no tardaron en ir a juntárseles
gran número de estudiantes y candidatos de la célebre universidad. En parte
alguna del mundo hubo jamás tan vivo entusiasmo por el estudio como en esta
colonia de frailes ingleses. Refiere Eccleston que los frailes atravesaban
considerables distancias, hollando nieve y escarchas y desafiando furiosas
tempestades, por acudir a las lecciones de Oxford. Sin embargo, aquellos
frailes tan apasionados por el estudio eran los más celosos guardadores de la
pobreza franciscana; y no brillaba menos en ellos la alegría franciscana, que
siempre que se encontraban se saludaban con demostraciones de intenso júbilo, y
en las iglesias los embargaba el gozo de tal suerte, que se arrobaban en
éxtasis y no podían seguir el canto de los oficios divinos (AF I, 217-218 y
226-230).
Así pues, el
estudio no impidió a los frailes ingleses el permanecer fieles al espíritu
franciscano, y uno de ellos, Adán de Marsh, vino a ser el martillo más
implacable de las infracciones de la Regla cometidas durante el generalato de
Fray Elías de Cortona. Aunque, por otra parte, un general inglés, Haymón de
Faversham, fue quien decretó que sólo los frailes ilustrados pudiesen
desempeñar los cargos altos y de superioridad en la Orden (AF I, 251).
¡Ay!, el tipo de
frailes como Gil y Junípero habían irremisiblemente pasado a la historia, y no
era dable resucitarlo. ¿Cómo podía esperar Francisco que los tres mil y tantos
discípulos reunidos en el Capitulo de las Esteras en 1221 fuesen todos de la
misma cepa que sus doce primeros «caballeros de la Tabla Redonda»? Jordán de
Giano refiere ingenuamente las perplejidades porque tuvo que pasar él mismo
antes de decidirse a formar parte de la misión de Alemania. En frailes así no
veía ya Francisco a sus alondras, señoras del espacio, sino tímidos polluelos,
perpetuamente necesitados del abrigo de las maternas alas. Y tenía razón el Santo.
Igual tendencia
que en la primera Orden empezó luego a dominar en la tercera Orden fundada por
Francisco, en la cual se admitía a hombres y mujeres casados.
Tomás de Celano
refiere que, después de su predicación a los pájaros en Bevagna, se trasladó
Francisco, acompañado de Maseo, a la ciudad de Alviano, sita entre Orte y
Orvieto, no lejos de Todi, y en llegando se fue derecho a la plaza principal
con ánimo de predicar al pueblo. Ya atardecía, y una banda de golondrinas,
salidas en tropel de los tejados y torres de Alviano, empezaron a revolotear
piando sin descanso por la plaza y cruzando el aire en todas direcciones.
Francisco y Maseo entonaron su acostumbrado canto de alabanza: Timete et
honorate (1 R 21), que la multitud escuchó todo entero con religioso
silencio. No así las golondrinas, que, en bandadas cada vez más numerosas,
seguían hendiendo los aires con ruidosos gorjeos hasta hacer punto menos que
imposible entender lo que decía el santo predicador. Entonces éste se volvió a
ellas y, con acento grave y cariñoso a la vez, les dijo: «Hermanas mías
golondrinas: ha llegado la hora de que hable yo; vosotras ya habéis hablado lo
suficiente hasta ahora. Oíd la palabra de Dios y guardad silencio y estad
quietecitas mientras predico la palabra de Dios». Al instante los pajarillos se
quedaron quietos y en silencio profundo, y así se estuvieron todo el tiempo que
duró la predicación de Francisco.
«A la vista de
semejante prodigio y de las inflamadas palabras que el Santo había pronunciado,
todos los habitantes del pueblo, hombres y mujeres, querían irse tras él
movidos de devoción, abandonando el pueblo. Pero San Francisco no se lo
consintió, sino que les dijo:
-- No tengáis
prisa, no os vayáis de aquí; ya os indicaré lo que debéis hacer para la
salvación de vuestras almas».
Y añaden las
Florecillas: «Entonces le vino la idea de fundar la Orden Tercera para la
salvación universal de todos». (56)
No era ésta, sin
embargo, la primera vez que el Santo había tenido que dar respuesta semejante.
En otra ocasión se le acercó después de oírle un sacerdote, pidiéndole que le
admitiese a llevar su mismo género de vida, pero sin abandonar el empleo que
tenía en la parroquia. Condescendió Francisco, exigiéndole solamente que todos
los años, al cobrar los diezmos, repartiese a los pobres lo que le hubiera
sobrado del año anterior. (57)
Fue esto una como transacción del espíritu franciscano con las exigencias de
las circunstancias.
Otra vez, estando
Francisco en su retiro de las Celle, cerca de Cortona, vino a él,
desde lugar lejano, una mujer que tenía un marido cruel a consultarle sobre
puntos de vida espiritual. Preguntóle el Santo si era casada, y respondiendo
ella que sí lo era, le ordenó que volviese a juntarse con su marido, el cual se
convirtió luego y ambos acordaron vivir en continencia (2 Cel 38).
En uno de sus
viajes por la Toscana encontró Francisco en la ciudad de Poggibonsi, entre
Florencia y Siena, un mercader llamado Luquesio, a quien había conocido en su
primera juventud y que, al igual del senense Juan Colombini, de duro y
avaricioso habíase trocado de repente en bueno y compasivo para con los pobres,
peregrinos, viudas y huérfanos, a quienes no sólo socorría cuando se le
presentaban, sino que los iba buscando con gran diligencia para hacerlos
partícipes de sus bienes de fortuna. Francisco no tuvo, pues, parte en la
conversión de este hombre, verificada ya antes del encuentro de ambos en
Poggibonsi; pero le dio a él y a su mujer un vestido de penitencia, y desde ese
día se consagró Luquesio con más fervor que antes al ejercicio de las obras de
misericordia, sirviendo a los enfermos en los hospitales y llevando verdaderos
cargamentos de medicinas a muchos lugares infestados de la fiebre. En estas
obras empleó toda su hacienda, reservándose tan sólo un pequeño lote de
terreno, que cultivaba con sus propias manos, y cuando el producto de éste no
alcanzaba para su manutención, salía a pedir limosna de puerta en puerta.
Parece que su consorte, como la de Juan Colombini, fue por mucho tiempo
contraria a semejante prodigalidad y le reñía por ello continuamente; pero Dios
la convirtió también, por medio de un milagro con que quiso premiar la caridad
de su marido, y desde entonces marcharon en perfecto acuerdo. Murieron ambos en
un mismo día y con intervalo de breves momentos, el 28 de abril de 1260.
Alrededor de
Luquesio se formó en Poggibonsi un círculo de hombres animados de sus mismas
ideas y sentimientos, y otros grupos más se fueron formando poco a poco por
todas las ciudades de Italia, grupos que Gregorio IX llamó más tarde paenitentium
collegia, «Comunidades de penitentes» (58) Todo induce a admitir que fue Francisco mismo
quien dio a estas comunidades su norma de vida, pues acostumbraba siempre
dictar reglas y preceptos a cuantos acudían a él en demanda de dirección
espiritual. Desgraciadamente, ninguna de estas reglas locales se nos ha
conservado, y tenemos que contentarnos con rastrear su contenido esencial al través
de reglas posteriores. (59)
Por lo general,
el rasgo característico de la vida de estos hermanos penitentes, pues la
expresión «miembros de la Tercera Orden» no se empleó sino más tarde, consistía
en esforzarse, cada cual dentro de las condiciones especiales de su existencia
ordinaria, por llevar el mismo tipo de vida que llevaban Francisco y sus
compañeros. Debían vivir en el mundo, pero sin pertenecer al
mundo. Desde su entrada en la hermandad se comprometían a restituir todo bien
injustamente adquirido (lo que equivalía en muchos casos a la renuncia completa
de todos los bienes), a pagar puntualmente los diezmos a la Iglesia, a hacer su
testamento sin aguardar la hora de la muerte, para quitar todo motivo de
división entre los herederos, a abstenerse de todo juramento, si no era en
circunstancias excepcionales, a no llevar armas, a no aceptar ningún empleo
público. Usaban un traje especial, pobre y sencillo, y distribuían su tiempo
entre la oración y las obras de caridad. Los más vivían con su familia; pero
los había también que preferían retirarse a la soledad, ni más ni menos que los
frailes menores.
Instituidas del
modo dicho en los diversos lugares, estas comunidades no tardaron en verse
envueltas en serios conflictos con las autoridades civiles a causa de los
principios de su regla. Tal aconteció particularmente, y por manera asaz digna
de notarse, en 1221 en la ciudad de Faenza, cerca de Rímini, donde un gran
número de ciudadanos se había afiliado en la hermandad. Un día quiso el Podestá
obligarlos a comprometerse con juramento a llevar armas cada vez y cuando él se
lo exigiese; se negaron los hermanos, en vista de que su regla les prohibía
ambas cosas: el juramento y las armas. Insistió el Podestá, recurriendo a toda
clase de medios para doblar la resistencia de los penitentes, hasta que, por
fin, éstos, por zafarse del enojoso embarazo, recurrieron al grande amigo de
todos los franciscanos, el Cardenal Hugolino, por donde venimos nosotros a
explicarnos un Breve dirigido por Honorio III al Obispo de Rímini, en que le
encarga que tome bajo su protección a los «hermanos penitentes» de Faenza. (60)
Pero esta lucha
entre los penitentes y las autoridades temporales no se circunscribió a
determinados lugares, sino que se extendió a toda Italia. En multitud de ciudades
se impusieron a los hermanos, a guisa de castigos, contribuciones especiales y
se les prohibió distribuir sus bienes a los pobres, lo que obligó a Honorio a
enviar una circular, hoy desgraciadamente perdida, al clero italiano,
ordenándole amparar y sostener la causa de los «hermanos penitentes» y velar
cuidadosamente porque no se les irrogase ningún daño. Otro tanto hizo después
Gregorio IX desde el comienzo de su pontificado, amenazando repetidas veces a
los enemigos de la hermandad con «la ira del Todopoderoso y de los
bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo». (61) Así fue cómo los hermanos penitentes pudieron con mayor facilidad que los
Cuákeros y Adventistas de los siglos posteriores, introducir en las repúblicas
italianas, siempre ávidas de lucha, cierto relativo desarme y preparar el
advenimiento de tiempos más pacíficos: nuevo triunfo de Francisco, o si se
quiere, del movimiento iniciado por él, sobre los rencorosos y sanguinarios
«lobos» de la Edad Media.
Por otra parte,
el conflicto de Rímini sugirió naturalmente a Hugolino la idea de reunir a las
distintas hermandades locales en un todo compacto y orgánico, que fuese más
capaz de defenderse de los ataques de sus poderosos enemigos, y precisamente en
el verano de 1221 el Cardenal estaba en Bolonia y podía, por consiguiente,
mantener continua correspondencia con los habitantes de Faenza. Y en tal
ocasión fue, sin duda, cuando Hugolino y Francisco redactaron juntos la regla
para los «hermanos penitentes» franciscanos, a quienes Bernardo de Bessa llamó poco
más tarde Tercera Orden (los frailes menores componen la
Orden Primera, y la Segunda las clarisas). «Esta Tercera Orden
-escribe el secretario de San Buenaventura- abre sus puertas indistintamente a
sacerdotes y laicos, a vírgenes, viudas y personas casadas. La obligación
constante de hermanos y hermanas es ser y vivir honestamente cada cual en sus
respectivos hogares, ocuparse en obras piadosas y evitar el contagio mundano».
Se ve entre ellos a nobles caballeros y grandes del mundo vestir humildemente y
conducirse de tan hermosa manera con pobres y ricos, que a la legua se advierte
cuán verdadero es el temor de Dios que los guía y anima.
No poseemos la
regla primitiva de la Orden Tercera tal cual Francisco y Hugolino la
escribieron. Pero no hay duda alguna de que, basándose en ella, se redactó la
otra de 1228, que Sabatier ha tenido la fortuna de hallar y que debió tener
vigencia en alguna de las ciudades donde era de uso corriente la moneda de
Ravena, acaso en Faenza misma. He aquí en qué consiste dicha regla:
Los capítulos I y
V contienen prescripciones sobre el vestido, los ayunos y las oraciones. El
párrafo 1.º del capítulo IV trata de las confesiones y comuniones de los
hermanos, que deben ser tres veces al año, a saber: por Navidad, Pascua de
Resurrección y Pentecostés. El párrafo 2.º insiste sobre la obligación de pagar
los diezmos en conciencia; él 3.º prohíbe llevar armas; el 4.º prohíbe el
juramento, como no sea el de fidelidad y el que se exige en los tribunales; el
5.º va contra el juramento vano y las malas palabras. El capítulo VI ordena las
reuniones de los hermanos, que deben tenerse una vez al mes y consistir en una
misa, sermón y deliberación de los asociados. El capítulo VIII se dedica a los
enfermos, que han de ser visitados al menos una vez por semana, debiéndoseles
socorrer tanto corporal como espiritualmente. El capítulo IX establece la
obligación de orar por los hermanos difuntos y de asistir a sus exequias. El
párrafo 1.º del capítulo X obliga a todo miembro de la Orden a hacer testamento
dentro de los tres primeros meses después de su ingreso; el párrafo 2.º obliga
al terciario a reconciliarse con sus enemigos; el 3.º prescribe las medidas que
hay que tomar contra los atropellos de las autoridades civiles; en tales casos
el superior de la cofradía debe dirigirse al Obispo; el 5.º especifica las
condiciones necesarias para entrar en la Orden: reconciliación con los
enemigos, restitución de les bienes mal adquiridos, pago anticipado de los
diezmos. El párrafo 1.º del capítulo XI prohíbe admitir a los herejes; el 2.º
prohíbe admitir a las mujeres sin consentimiento de sus maridos. Los capítulos
XII y XIII tratan de la disciplina interna de la Orden. Son dignos de notarse
particularmente los párrafos 8.º y 9.º del capítulo XIII, por los que se manda
que el hermano que diere algún escándalo público, manchando, por ende, el honor
de la Orden, sea obligado a confesar su falta en plena asamblea de los hermanos
y a pagar una multa; y si la falta es muy grave, el hermano podrá ser expulsado
de la Orden. Los párrafos 13.º y 15.º prohíben entablar querellas ante la
justicia civil contra algún hermano o hermana; todas las contiendas deben
dirimirse dentro de la Orden. Por último, en el párrafo 12.º del mismo capítulo
se explica más el susodicho mandamiento de restituir los bienes mal adquiridos,
y se ordena que, cuando el candidato no pudiere encontrar la persona a quien
debe restituir ni a su heredero, procure que un heraldo público, o el sacerdote
desde el púlpito, obligue a los acreedores a presentarse reclamando sus bienes.
La regla de otra
Comunidad de la Orden Tercera, tal cono la trae Mariano en el manuscrito de
Florencia, parece diferir sensiblemente de la que Sabatier encontró en el
manuscrito de Capistrano. Pero, como la Tercera Orden se formó de la fusión de
diversas confraternidades, al principio independientes unas de otras, es lógico
admitir que se hayan conservado esas particularidades locales al par de la
reglamentación común. Sobre el desarrollo ulterior de la Tercera Orden, véase
la obra de Karl Müller, advirtiendo, sin embargo, que en ella se contienen no
pocas afirmaciones inaceptables. Su Santidad León XIII reorganizó la Tercera
Orden franciscana en 1883 por su breve Misericors Dei Filius. [Por
último, el papa Pablo VI, mediante el breve apostólico Seraphicus
Patriarcha, de fecha 24 de junio de 1978, aprobó y confirmó la nueva Regla
de la Orden Franciscana Seglar.
Capítulo
XII – La Regla de 1223
Con toda
verosimilitud, la colaboración de Francisco y Hugolino en la Regla de los
frailes menores tuvo el mismo carácter que el trabajo común en la Regla de la
Tercera Orden. «San Francisco -dice Mariano de Florencia- comunicaba al
Cardenal lo que el Espíritu le inspiraba, y el Cardenal lo ponía por escrito,
añadiendo lo que le parecía necesario». Un relato de la Leyenda Antigua o
Leyenda de Perusa nos revela el género de la contribución prestada por Hugolino
a Francisco en la obra de la redacción de la Regla. Quería Francisco introducir
en ésta el artículo siguiente: «Cuando los ministros no se cuidaren de que los
hermanos observen la Regla en todo su rigor, podrán éstos observarla, aun
contra la voluntad de los ministros». Semejante libertad la había ya dado antes
Francisco a Cesáreo de Espira y a los que se le unieran, caso de que los otros frailes
rehusaran permanecer fieles a la letra de la Regla y pretendieran adulterarla
con torcidas interpretaciones. Se ve que el Santo quería dejar una salida para
los hermanos que se resistieran a ir con la mayoría en las cuestiones relativas
al estudio y a la pobreza. Pero Hugolino veía en ello una fuente segura de
conflictos y divisiones que podían llevar la Orden a completa ruina; por eso
dijo a Francisco: «Pues bien, yo lo arreglaré de manera que lo que tú deseas
quede en la Regla en cuanto a la sustancia, aunque variando la expresión». El
Santo consintió en esta fórmula; pero es lo cierto que su artículo no se
insertó sino con notables atenuaciones.
Según la idea
primera de Francisco se permitía y aun se mandaba por obediencia a los frailes
desobedecer a sus superiores siempre que ello fuere necesario para la
observancia literal de la Regla, pues, en el concepto de Francisco, la Regla
estaba sobre los ministros, y el voto de obediencia se refería, no a los
ministros, sino a la Regla. (62)
En la redacción de Hugolino, por el contrario, estos hermanos, en quienes
Francisco reconocía a sus verdaderos hijos y a quienes había bendecido en la
persona de Cesáreo de Espira, aparecían como celantes demasiado escrupulosos, y
el artículo de la Regla exhortaba a los ministros a usar de precauciones con respecto
a ellos y a procurar persuadirlos. Los que para Francisco eran campeones de la
buena causa, en la regla de Hugolino aparecían como enfermos dignos de
compasión. (63)
Además de
Hugolino, también Fray Elías, como vicario general de la Orden, ejerció gran
influencia en la redacción definitiva de la Regla, según lo testifica una carta
a él dirigida por Francisco en el invierno de 1222-1223. Sin duda, Elías se
había quejado ante Francisco de la conducta de los frailes, rogándole que le
ayudara a reducirlos a mejores sentimientos. He aquí la contestación del Santo:
«Acerca del caso
de tu alma, te digo, como puedo, que todo aquello que te impide amar al Señor
Dios, y quienquiera que sea para ti un impedimento, trátese de frailes o de
otros, aun cuando te azotaran, debes tenerlo todo por gracia. Y así lo quieras
y no otra cosa. Y tenlo esto por verdadera obediencia al Señor Dios y a mí,
porque sé firmemente que ésta es verdadera obediencia. Y ama a aquellos que te
hacen esto. Y no quieras de ellos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé. Y
ámalos en esto; y no quieras que sean mejores cristianos» (Carta a un Ministro,
2-7).
Con el mismo
espíritu de amor, que todo lo acepta como venido de la mano de Dios, que no
hurta el cuerpo a los lances desagradables y llega hasta abstenerse de desear
la mejora del prójimo cuando ésta ha de ceder en provecho suyo, toca Francisco
en su carta a Elías otra cuestión: la manera cómo deben los ministros portarse
con los frailes que pecan. Seguramente, era éste un punto ya por ambos
repetidas veces dilucidado, mostrándose Elías partidario de las medidas
rigurosas, conducentes al mejoramiento del prójimo. Francisco, por el
contrario, le escribe:
«En esto quiero
conocer si tú amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si hicieras esto, a
saber, que no haya hermano alguno en el mundo que haya pecado todo cuanto haya
podido pecar, que, después que haya visto tus ojos, no se marche jamás sin tu
misericordia, si pide misericordia. Y si él no pidiera misericordia, que tú le
preguntes si quiere misericordia. Y si mil veces pecara después delante de tus
ojos, ámalo más que a mí para esto, para que lo atraigas al Señor; y ten
siempre misericordia de tales hermanos. Y, cuando puedas, haz saber a los
guardianes que, por tu parte, estás resuelto a obrar así.
»Y de todos los
capítulos de la Regla que hablan de los pecados mortales, con la ayuda del
Señor, en el capítulo de Pentecostés, con el consejo de los hermanos, haremos
un capítulo de este tenor: "Si alguno de los hermanos, por instigación del
enemigo, pecara mortalmente, esté obligado por obediencia a recurrir a su
guardián. Y todos los hermanos que sepan que ha pecado, no lo avergüencen ni lo
difamen, sino tengan gran misericordia de él, y mantengan muy oculto el pecado
de su hermano; porque no necesitan médico los sanos sino los que están mal. De
igual modo, estén obligados por obediencia a enviarlo a su custodio con un
compañero. Y el custodio mismo que lo atienda con misericordia, como él querría
que se le atendiera, si estuviese en un caso semejante. Y si cayera en un
pecado venial, confiéselo a un hermano suyo sacerdote. Y si no hubiera allí
sacerdote, confiéselo a un hermano suyo, hasta que tenga un sacerdote que lo
absuelva canónicamente, como se ha dicho. Y éstos no tengan en absoluto
potestad de imponer otra penitencia sino ésta: Vete, y no quieras pecar
más".
»Para que este
escrito sea mejor observado, tenlo contigo hasta Pentecostés; allí [en la
Porciúncula, evidentemente] estarás con tus hermanos. Y, con la ayuda del Señor
Dios, procuraréis completar estas cosas y todas las otras que se echan de menos
en la Regla» (Carta a un Ministro, 9-22).
Pocos pasajes
hablan tan alto como éste de la inagotable indulgencia y ternura de que
rebosaba el corazón de Francisco. ¡Cuán lejos estaba el Santo de soplar a la
llama próxima a extinguirse ni de golpear la caña ya doblada! ¡Y cuánto dista
de este incendio de caridad paternal el frío y lacónico artículo a que vino a
quedar reducido el proyecto de Francisco en la Regla redactada y votada en el
Capítulo de Pentecostés de 1223, a que se alude en la citada carta! Véase si
no:
«Si algunos de
los hermanos, por instigación del enemigo, pecaran mortalmente, para aquellos
pecados acerca de los cuales estuviera ordenado entre los hermanos que se
recurra a solos los ministros provinciales, estén obligados dichos hermanos a
recurrir a ellos cuanto antes puedan, sin tardanza. Y los ministros mismos, si
son presbíteros, con misericordia impónganles penitencia; y si no son
presbíteros, hagan que se les imponga por otros sacerdotes de la orden, como
mejor les parezca que conviene según Dios. Y deben guardarse de airarse y
conturbarse por el pecado de alguno, porque la ira y la conturbación impiden en
sí mismos y en los otros la caridad» (2 R 7).
Este artículo es
una norma perfectamente ajustada a la ley canónica y contiene muy poco más de
lo que debe hacer en tales casos todo superior que quiera proceder en
justicia; hay, es cierto, alguna que otra palabra puesta allí, sin duda, para
contentar a Francisco; pero ¿qué queda del inmenso amor evangélico que respira
la carta a Fray Elías, de aquel amor que se entrega todo entero y sin reservas
aun al pecador más empedernido, se arroja en sus brazos y le dice al oído con
infinita ternura: «¿Es verdad, hermano muy amado, que no quieres pedir perdón?»
¿Qué se ha hecho del mandato de Francisco de que ningún fraile ose burlar al
pecador, de que todos guarden en secreto su falta y de que le den la mano, como
desearían se hiciera con ellos si se hallaran en idénticas circunstancias? ¿Y
dónde está aquello otro de que al que cometiere pecado venial no se le diga más
sino la palabra del Señor a la pecadora del Evangelio: «Vete y no peques más»?
Cada vez se
convencía más Francisco de que tenía que resignarse a ver inexorablemente
suprimido o radicalmente modificado lo que él redactaba. Llevado de su profunda
veneración hacia el Sacramento del altar, había querido decretar que todo el
que encontrara en sitio menos conveniente un papel que contuviera las sagradas
palabras de la consagración, o simplemente las palabras «Dios», «el Señor», u
otras así, recogiera dicho papel con todo respeto y lo colocara en lugar más
decente. Pero los nuevos superiores de la Orden se negaron a comunicar a los
frailes en forma de precepto tan delicados sentimientos, tan exquisita piedad
para con las palabras santas, so pretexto de que tal mandato pondría en
demasiados aprietos las conciencias de los hermanos.
Otra pena grande
que afligía el corazón de Francisco era no ver entre los preceptos de la Regla
definitiva las memorables palabras evangélicas que tan fuerte impresión habían
causado en él y en sus primeros amigos el día de San Matías cuando las oyeron
en la misa de la Porciúncula, y que igualmente había encontrado en el Libro
Sagrado al consultarlo con Bernardo de Quintaval: «No llevéis nada para el
camino: ni bastón, ni alforjas, ni pan, ni dinero», palabras que desaparecieron
completamente de la Regla, imponiendo al Santo, a pesar de toda su humildad,
acaso el mayor y más doloroso de todos los sacrificios. Fue aquello como si le
hubiesen desgarrado el corazón: ¡desechar por baladí y quimérico el consejo a
cuya práctica él había consagrado su vida entera! ¡Y desecharlo precisamente
aquellos mismos que debían ser sus más celosos guardadores! Desde ese momento
Francisco no tuvo día bueno; un profundo desfallecimiento invadió todo su ser;
estaba herido de muerte; erat prope mortem et graviter infirmabatur,
atestigua su fiel compañero Fray León (EP 11). Es el mismo Espejo de Perfección
el que nos recuerda: «A pesar de saber los ministros que los hermanos estaban
obligados a guardar el santo Evangelio según el tenor de la Regla, lograron
quitar de ella el capítulo donde se escribía: Nada llevéis para el camino, etc.,
pensando que con esto quedaban desligados de la obligación de observar la
perfección del Evangelio» (EP 3). E igualmente: «Quiso también que se
escribiera en la Regla que, dondequiera que los hermanos encontraran los
nombres del Señor y las palabras por las que se confecciona el cuerpo de Cristo
en lugares indecorosos o menos decentes, los recogieran y los guardaran
reverentemente, honrando así al Señor en sus palabras. Y, aunque no llegó a
escribir esto en la Regla, porque a los ministros no les parecía bien que los
hermanos lo tuvieran como precepto, sin embargo, en su Testamento y en otros
escritos dejó claramente consignada su voluntad acerca de este punto» (EP 65). (64)
Las Leyendas
posteriores nos han conservado un como cuadro sinóptico de todos los lances de
la lucha de Francisco con los novadores. Cuentan el Espejo de Perfección y
Conrado de Offida cómo Francisco se retiró a su ermita de Fonte Colombo, a fin
de poder dar, en la oración y el ayuno, la última mano a la Regla de la Orden,
haciéndose acompañar de Fray León y Fray Bonicio.
«Francisco se
encerraba en una gruta que había en la falda del monte, distante como un tiro
de piedra de la gruta de sus dos compañeros; y lo que el Señor le inspiraba en
la meditación lo comunicaba a ellos; Bonicio lo dictaba y León lo escribía...».
«Pero muchos
ministros se reunieron con el hermano Elías, que era vicario del bienaventurado
Francisco, y le dijeron: "Nos hemos enterado de que el hermano Francisco
está componiendo una nueva Regla, y tememos que sea tan severa, que no podamos
observarla. Queremos, por tanto, que vayas a decirle que no nos queremos
obligar a esa Regla. Que la haga para él, no para nosotros".
»El hermano Elías
les respondió que no se atrevía a ir, porque temía la reprensión del
bienaventurado Francisco. Mas como los ministros insistieran, repuso que no
iría solo, sino acompañado de ellos. Entonces fueron todos juntos. Cuando el
hermano Elías llegó cerca del lugar donde se hallaba el bienaventurado
Francisco, lo llamó. El Santo acudió a la llamada, y, viendo ante sí a los
ministros, preguntó: "¿Qué quieren estos hermanos?" El hermano Elías
respondió: "Estos son ministros que se han enterado de que estás haciendo
una nueva Regla, y, temiendo que sea demasiado austera, dicen y protestan que
no quieren someterse a la misma; que la hagas para ti, no para ellos".
»Entonces, el
bienaventurado Francisco, con el rostro vuelto al cielo, habló así con Cristo:
"Señor, ¡bien te decía que no me harían caso!"
Y al momento
oyeron todos la voz de Cristo, que respondía desde lo alto: "Francisco, en
la Regla nada hay tuyo, sino que todo lo que hay en ella es mío; y quiero que
la Regla sea observada así: a la letra, a la letra, a la letra; sin glosa,
sin glosa, sin glosa". Y añadió: "Yo sé de cuánto es capaz la
flaqueza humana y cuánto les quiero ayudar. Por tanto, los que no quieren
guardarla, salgan de la Orden".
»Entonces, el
bienaventurado Francisco, volviéndose a los hermanos, les dijo: "¡Lo
habéis oído! ¡Lo habéis oído! ¿Queréis que os lo haga repetir de nuevo?"
»Y los ministros,
reconociendo su culpa, se marcharon confusos y aterrados» (EP 1; Verba Fr.
Conradi).
En un principio
había yo creído que este relato (que también trae Hubertino de Casale) se
refería a la Regla confirmada por el Papa en 1223; pero después de mi visita a
Fonte Colombo me he convencido de que no puede referirse sino a la regla
anterior, de la cual dice San Buenaventura que Fray Elías la recibió de manos
de Francisco y en seguida, para librarse de observarla, pretextó que se le
había perdido: «Queriendo Francisco redactar la Regla que iba a someter a la
aprobación definitiva en forma más compendioso que la vigente, que era bastante
profusa a causa de numerosas citas del Evangelio, subió a un monte [Fonte
Colombo] con dos de sus compañeros [León y Bonicio] y allí, entregado al ayuno,
hizo escribir la Regla tal como el Espíritu divino se lo sugería en la oración.
Cuando bajó del monte, entregó dicha Regla a su vicario [Fr. Elías] para que la
guardase; y al decirle éste, después de pocos días, que se había perdido por
descuido la Regla, el Santo volvió nuevamente al mencionado lugar solitario y
la recompuso en seguida de forma tan idéntica a la primera como si el Señor le
hubiera ido sugiriendo cada una de sus palabras. Después, de acuerdo con sus
deseos, obtuvo que la confirmara el susodicho señor papa Honorio en el octavo
año de su pontificado». (65)
Por lo demás, es
indudable que la Regla que aprobó Honorio III el 29 de noviembre de 1223 se
redactó en Fonte Colombo en una nueva estadía del Santo. Francisco la escribió,
dice el Espejo de Perfección, porque «no quiso entrar en lucha con los
hermanos, ya que temía mucho el escándalo en sí como en los hermanos, y
condescendía, mal de su grado, con ellos, excusándose de esto ante el Señor.
Mas para que la palabra que el Señor había puesto en sus labios para bien de
los hermanos no volviera a Él vacía, se afanaba por cumplirla en sí mismo con
la esperanza de alcanzar del Señor la recompensa. Y al fin su espíritu quedaba
sosegado y consolado» (EP 2).
No se vaya a
creer por lo que antecede que yo piense que la Regla aprobada por Roma carezca
de todo espíritu franciscano. Tan lejos estoy de pensar eso, que, antes al
contrario, tengo por cierto que, a no conocer más que ésta, y a no saber, como
sabemos por otros caminos, las modificaciones que debió sufrir hasta su
redacción definitiva, trabajo nos costaría descubrir en ella otra mano que la
de Francisco. Allí están, en efecto, todos los principios esenciales de la
doctrina franciscana. A renglón seguido del prólogo, impone la Regla la
obligación de «guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo
en obediencia, sin propio y en castidad» (2 R 1). En toda la serie de los doce
capítulos que forman la Regla (y en cuyo número creemos ver un signo de la
veneración del Santo hacia los doce Apóstoles) se encuentran a cada paso
prescripciones hijas del más genuino espíritu franciscano. Tal es, por ejemplo,
la prohibición de recibir dinero (cap. IV); la de apropiarse cosa alguna (cap.
VI); el mandamiento de trabajar (cap. V); el de pedir limosna sin avergonzarse
(cap. VI); el de usar vestidos viles, sin que por eso se crean los frailes
facultados, por orgullo de pobreza, para despreciar a los demás hombres que
vieren comer y vestir delicadamente (cap. II). Para su vida itinerante
establece Francisco: «Aconsejo de veras, amonesto y exhorto a mis hermanos en
el Señor Jesucristo que, cuando van por el mundo, no litiguen ni contiendan con
palabras, ni juzguen a los otros; sino sean apacibles, pacíficos y moderados,
mansos y humildes, hablando a todos honestamente, como conviene... En cualquier
casa en que entren, primero digan: Paz a esta casa (cf. Lc 10,5). Y, según el
santo Evangelio, séales lícito comer de todos los manjares que les ofrezcan
(cf. Lc 10,8)» (cap. III). No deben predicar donde el Obispo se lo prohíba
(cap. IX); no podrán entrar en los monasterios de monjas (cap. XI); el oficio
divino deben rezarlo conforme al rito de la Iglesia romana; en cuanto a los
hermanos laicos, lo reemplazarán con el rezo de padrenuestros (cap.
III); los que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas: «Amonesto de veras
y exhorto en el Señor Jesucristo que se guarden los hermanos de toda soberbia,
vanagloria, envidia, avaricia, cuidado y solicitud de este siglo, detracción y
murmuración, y los que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas; sino que
atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y
su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad,
paciencia en la persecución y en la enfermedad, y amar a esos que nos
persiguen, nos reprenden y nos acusan, porque dice el Señor: Amad a vuestros
enemigos y orad por los que os persiguen y os calumnian (cf. Mt 5,44).
Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es
el reino de los cielos (Mt 5,10). Mas el que persevere hasta el fin, éste será
salvo (Mt 10,22)» (cap. X).
Por toda la Regla
de los Hermanos Menores pasa aún hoy día una llama de aquel fuego que Francisco
vino a encender en el mundo, llama que todos los verdaderos hijos del Patriarca
se han esforzado por mantener a través de los siglos, siempre viva y pura, sine
glossa, sine glossa, como intimó Cristo a Fray Elías en la ermita de Fonte
Colombo. «La Regla sin interpretaciones», ved ahí la eterna divisa de todos los
franciscanos, la llave con que abren las puertas del Paraíso, y aun llave del
Paraíso y anticipo de la vida eterna (cf. EP 76).
Y, en efecto,
andando los siglos, vemos aparecer sucesiva y constantemente nuevos Franciscos,
tales como Juan de Parma, Hubertino de Casale, Pedro Juan Olivi, Ángel Clareno,
Gentil de Espoleto, Pablo Trinci, y San Bernardino de Siena, y Mateo de Basci,
y Esteban Molina. Todos estos grandes hombres han reunido en torno suyo a
muchedumbres de frailes descalzos, vestidos de grosera túnica, ceñidos de tosca
cuerda, que retirados en los mismos eremitorios que habitaron Francisco y sus
primitivos discípulos, entonaban, como un cántico nuevo nunca oído hasta
entonces, este capitulo semi-olvidado de su Regla: Los hermanos deben ir por el
mundo como peregrinos y advenedizos, sin poseer sobre la tierra otra cosa que
el tesoro inalienable de la altísima pobreza (cf. 2 R 6). Son ecos de las
armonías de la Porciúncula y de Rivotorto, que de edad en edad vuelven a
resonar con nuevo seductor hechizo. Semejantes al soldado suizo que, desde las
murallas de Estrasburgo, oía mugir del otro lado del Rin las vacas de su
infancia y se lanza al río, los frailes menores arrojan de sí cuanto les puede
impedir echarse a nado a través de la impetuosa corriente y ganar la nativa
ribera.
Capítulo
XIII – El Pesebre de Greccio
Hacia fines del
año 1223 se hallaba Francisco en Roma solicitando la confirmación de su Regla,
empresa en la que le ayudaba eficazmente Hugolino, según el mismo Cardenal lo
asegura después siendo ya Papa: «Cuando aún ocupábamos un oficio menor ayudamos
a Francisco a escribir la Regla y a obtener su confirmación pontificia» (Bula Quo
elongati, del 28 de septiembre de 1230).
Seguramente,
durante esta permanencia en la Ciudad Eterna Francisco volvió a visitar a «su
Fray Jacoba» de Settesoli, ya viuda desde 1217. Era esta señora una de las
únicas dos mujeres que el Santo conocía por el rostro; la otra era Sta. Clara
(2 Cel 112). En ninguna parte, tal vez, se sentía Francisco tan a sus anchas
como en este noble hogar, donde tenía su Betania, siendo Jacoba para él a la
vez Marta y María. Ella le preparaba los alimentos de que gustaba, entre otros
cierta pasta o crema de almendras de que se acordó y deseó comer en su ultima
enfermedad (LP 8). Él le pagó una vez haciéndole un regalo muy en armonía con
su espíritu.
Al Santo se le
desgarraban las entrañas cada vez que veía llevar un corderillo al matadero,
porque al momento se le representaba el sacrificio del Cordero divino sobre el
Calvario; y así, siempre que podía, los rescataba y ponía en libertad. Tal hizo
un día yendo de camino por la Marca de Ancona, y en seguida se presentó con su
rescatada oveja ante el Obispo de Ósimo, a quien tuvo que explicar
detenidamente la causa por la que venía con semejante compañera; después, la
oveja fue entregada a las monjas de San Severino, las cuales tejieron de su
lana una túnica que enviaron de regalo a Francisco mientras se celebraba un
Capítulo de Pentecostés en la Porciúncula (1 Cel 78). Otra vez dio su manto en
cambio de dos corderillos que llevaba un campesino: «En otra ocasión, pasando
de nuevo por la Marca, se encontró en el camino con un hombre que iba al
mercado, llevando atados y colgados al hombro dos corderillos para venderlos.
Al oírlos balar el bienaventurado Francisco, conmoviéronse sus entrañas y,
acercándose, los acarició como madre que muestra sus sentimientos de compasión
con su hijo que llora. Y le preguntó al hombre aquel: "¿Por qué haces
sufrir a mis hermanos llevándolos así atados y colgados?" "Porque los
llevo al mercado -le respondió- para venderlos, pues ando mal de dinero".
A esto le dijo el Santo: "¿Qué será luego de ellos?" "Pues los
compradores -replicó- los matarán y se los comerán". "No lo quiera
Dios -reaccionó el Santo-. No se haga tal; toma este manto que llevo a cambio
de los corderos". Al punto le dio el hombre los corderos y muy contento
recibió el manto, ya que éste valía mucho más. El Santo lo había recibido
prestado aquel mismo día, de manos de un amigo suyo, para defenderse del frío.
Una vez con los corderillos, se puso a pensar qué haría con ellos y, aconsejado
del hermano que le acompañaba, resolvió dárselos al mismo hombre para que los
cuidara, con la orden de que jamás los vendiera ni les causara daño alguno,
sino que los conservara, los alimentara y los pastoreara con todo cuidado» (1
Cel 79). También en la Porciúncula tuvo mucho tiempo una oveja domesticada, que
le seguía a todas partes, incluso a la iglesia, donde mezclaba sus balidos con
los cánticos de los frailes (LM 8,7).
De manera
semejante, Francisco tuvo consigo en Roma un corderillo, y éste fue el presente
que regaló a su Fray Jacoba al despedirse de ella. Largo tiempo le vivió a la
dama el animalito, y cuéntase que por la mañana la acompañaba a la misa y,
cuando ella se quedaba dormida, iba a la cama a despertarla balándole y aun
moviéndola con suaves y afectuosos topetones de cabeza (LM 8,7). Con la lana de
este cordero hiló y tejió Jacoba el hábito que llevó a la Porciúncula el otoño
de 1226, cuando Francisco estaba para morir, y con él fue amortajado el Santo
(cf. LP 8; Ed. D'Alençon).
Pero no era sólo
en casa de Jacoba donde Francisco hallaba hospitalidad: a menudo se hospedaba
también en la de los Cardenales, como hacían por lo regular los demás frailes,
porque en los comienzos de la Orden era cosa corriente tener los Cardenales
consigo algún hermano menor, «no para que les prestaran servicios, sino debido
a su santidad y por la devoción que les habían cobrado» (TC 61). Así, Fray Gil
estuvo bastante tiempo en casa del Cardenal Nicolás Chiaramonti, y Fray Ángel
en la de León Brancaleone. Era ya casi una moda entre los personajes de la
Curia romana tener en su compañía un fraile menor, lo que mereció después
amargos reproches de parte de Tomás de Celano, que tronó contra la pereza y
vida regalona de aquellos «frailes palaciegos» (2 Cel 120-121).
Francisco no
tenía madera de «fraile palaciego» (frater palatinus); por eso, ni aun
cuando se hospedaba con Hugolino, olvidaba su obligación de mendigar de puerta
en puerta el pan de cada día, y este pan obtenido de caridad era el que comía
en la mesa del Cardenal (EP 23; 2 Cel 73). Cuando Francisco se instaló con Fray
Ángel Tancredi en la casa del Cardenal Brancaleone y éste le cedió para su
habitación una torre solitaria que había en el huerto, donde a Francisco le
pareció estar como en una ermita, la primera noche de su estancia en ella,
vinieron los guastaldi ("gendarmes") (66) del Señor y se arrojaron sobre él. Al día
siguiente preguntó a Fray Ángel: «¿Por qué me habrán azotado así los demonios y
con qué designios les habrá dado poder el Señor para hacerme daño? Y continuó:
Los demonios son los verdugos mandados por nuestro Señor: como la autoridad
envía su verdugo para castigar al que peca, así el Señor, por medio de sus
verdugos -esto es, por los demonios, que en esto son sus ministros-, corrige y
castiga a quienes ama. Porque muchas veces aun el buen religioso peca por
ignorancia, y, cuando no conoce su falta, es castigado por el diablo, para que
interior y exteriormente se examine en qué ha faltado. Dios no deja nada impune
en esta vida a quienes ama con un amor tierno. Yo, por la misericordia y gracia
de Dios, no conozco que en algo le haya ofendido y no me haya enmendado por la
confesión y la satisfacción. Es más: por su gran misericordia, me ha concedido
Dios la gracia de conocer en la oración todo lo que le agrada o desagrada en
mí. Pero puede suceder que el Señor me haya castigado ahora por sus verdugos
porque, si bien el señor cardenal me trata con bondad y de buen grado y mi
cuerpo tiene necesidad de este descanso, sin embargo, cuando mis hermanos que
van por el mundo soportando hambre y otras penurias o viven en eremitorios y
casas pobrecitas, se enteren de que yo me hospedo en la casa del señor
cardenal, pueden tomar de ello ocasión para murmurar de mí, diciendo:
"Mira: nosotros toleramos tantas calamidades y él se permite sus
desahogos". Yo estoy obligado a darles siempre buen ejemplo, y para esto
les he sido dado. Siempre será de mayor edificación para los hermanos que viva
con ellos en lugares muy pobres, que no en otros; y con mayor paciencia
sobrellevarán sus tribulaciones si saben que yo paso por las mismas» (EP 67).
El resultado fue
que aquel mismo día Francisco dejó el palacio y la torre del Cardenal y se
marchó, sin que ni los ruegos de éste ni las torrenciales lluvias que en el mes
de diciembre caen sobre Roma, consiguieran detenerle. Pronto pasó la puerta
Salara y, a pesar del intenso frío que reinaba, y del viento que soplaba
furioso y del barro que cubría los caminos, tomó resueltamente el camino del
norte. Iba contento y gozoso, marchando, aunque sin percatarse de ello, con
mayor rapidez que solía, con la idea de verse pronto en su querido valle de
Rieti y otra vez en compañía de sus hermanos de Fonte Colombo.
Allá, en medio
del silencio majestuoso de los montes Sabinos, le esperaba una nueva
consolación.
Desde su viaje a
Tierra Santa y su visita a Belén había quedado Francisco con el corazón
henchido de una devoción particular por la fiesta de Navidad. Uno de esos años
cayó dicha fiesta en viernes, y Fray Morico propuso a los hermanos, por tal
motivo, guardar abstinencia, pero Francisco le replicó: «Hermano, pecas al
llamar día de Venus (etimología del viernes) al día en que nos ha nacido el
Niño. Quiero -añadió- que en ese día hasta las paredes coman carne; y ya que no
pueden, que a lo menos sean untadas por fuera» (2 Cel 199). A este propósito
solía decir también con frecuencia: «Si llego a hablar con el emperador, le
rogaré que dicte una disposición general por la que todos los pudientes estén
obligados a arrojar trigo y grano por los caminos, para que en tan gran
solemnidad las avecillas, sobre todo las hermanas alondras, tengan en
abundancia» (2 Cel 200). «Y también que, por reverencia al Hijo de Dios, a
quien esa noche la Santísima Virgen María acostó en un pesebre entre el buey y
el asno, todos aquellos que tuvieran alguno de estos animales les dieran esa
noche abundante y buen pienso; igualmente, que todos los ricos dieran en ese
día sabrosa y abundante comida a los pobres» (EP 114).
El año 1223 le
fue dado a Francisco celebrar la Natividad de una manera hasta entonces nunca
usada en el mundo. Había en Greccio un amigo y bienhechor suyo llamado Juan
Vellita, quien le había hecho donación de una peña rodeada de árboles que
poseía frente a la ciudad, a fin de que habitasen allí sus frailes. A este
gentil hombre mandó, pues, llamar desde Fonte Colombo y le habló de esta
manera: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa
en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la
memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con
mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el
pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno» (1 Cel 84).
Juan Vellita
corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le había indicado.
A la mitad de la Noche Buena llegaron los hermanos de Fonte Colombo,
acompañados de gran multitud de gente de la región, todos con hachas encendidas
en las manos. Los frailes se colocaron en torno a la gruta; el bosque estaba
alumbrado como en pleno día. Se celebró una misa sobre el pesebre, que servía
de altar, a fin de que el divino Niño estuviese allí realmente presente, como
lo estuvo en la gruta de Belén. En medio de la fiesta tuvo Vellita
extraordinaria visión, en que vio distintamente sobre el pesebre un niño
verdadero, pero dormido y como muerto, y he aquí que Francisco se acerca, toma
al niño en sus brazos, éste despierta y comienza a acariciar al Santo,
pasándole suavemente la mano por la barba y por el burdo vestido. Ninguna
maravilla causó, por lo demás, al piadoso Juan semejante aparición, pues estaba
acostumbrado a ver resucitar a Jesús, por obra de Francisco, en tantos
corazones donde antes dormía o estaba muerto.
Cantado el
Evangelio, avanzó Francisco revestido de diácono y vino a ponerse junto al
pesebre. Según la expresión de Celano, «el santo de Dios está de pie ante el
pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable
gozo», y «su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos
a los premios supremos» (1 Cel 85-86).
«Luego predica al
pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la
pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel. Muchas veces, al querer
mencionar a Cristo Jesús, encendido en amor, le dice "el Niño de
Bethleem", y, pronunciando "Bethleem" como oveja que bala, su
boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba "niño
de Bethleem" o "Jesús", se pasaba la lengua por los labios como
si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras... Terminada
la solemne vigilia, todos retornaron a su casa colmados de alegría» (1 Cel 86).
«El lugar del
pesebre fue luego consagrado en templo del Señor: en honor del beatísimo padre
Francisco se construyó sobre el pesebre un altar y se dedicó una iglesia, para
que, donde en otro tiempo los animales pacieron el pienso de paja, allí coman
los hombres de continuo, para salud de su alma y de su cuerpo, la carne del
Cordero inmaculado e incontaminado, Jesucristo, Señor nuestro, quien se nos dio
a sí mismo con sumo e inefable amor y que vive y reina con el Padre y el
Espíritu Santo y es Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los
siglos. Amén» (1 Cel 87).
FIN CAPITULO 1
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