EL BIERZO
De lugares mágicos y
legendarios
JOVINO
ANDINA YANES
Pero
no por eso creas que el frío convierte a estos montañeses en hurones; antes
bien durante él (el invierno) se reúnen todas las noches en la casa mas
espaciosa del lugar, las mujeres a hilar (de lo cual viene a estas tertulias el
nombre de filandón), y los hombres que vienen mas tarde a divertir con un poco
de baile la ultima hora de la reunión. Excusado será el decirte que en estos
filandones nunca faltan historias y cuentos maravillosos narrados por las
viejas al amor de la lumbre.
ENRIQUE GIL Y CARRASCO
“Los montañeses de León”
Semanario Pintoresco Español, 14 de abril de
1839
a
modo de preámbulo
Podía haber sido cualquier otra la cita escogida para
encabezar este fascículo; sin embargo, una efeméride de obligado recuerdo para
los leoneses determinó la elección de ésta. Cúmplese este año el 150
aniversario del fallecimiento del emblemático autor villafranquino, quien
fuera, a pesar de su temprana desaparición, un nombre significado en la época
que le tocó vivir. Gil y Carrasco, como escritor romántico, va a encontrar en
el tratamiento de los temas hist6ricos y legendarios una de sus principales
fuentes de inspiración. Las novelas El Señor de Bembibre o El
Lago de Carucedo resultan claros testimonios de esa militancia y
ejercicio. Si a esto sumamos la serie de documentados artículos periodísticos
sobre viajes y costumbres, en los que se estudian diversos aspectos históricos
y etnográficos del Bierzo y del resto de la provincia de León, el porqué de tal
evocación resulta mas que justificada.
acerca
de los filandones
¿Y que
añadir –a lo ya citado– sobre los filandones,
o los ancestrales lares o lareiras donde éstos se celebraban? Resulta evidente
que tales reuniones y espacios contribuyeron, con reconocida eficacia, al
objetivo de recoger, conservar y transmitir la esencia de la cultura popular,
especialmente la parcela conocida como tradición oral; el filand6n tuvo siempre
un efecto socializador y lo que en él se decía o escuchaba era, por extensión,
voz del pueblo. Al calor de la lumbre, las abuelas hilaban, además de lana, el
hilo fino y hebroso de viejas crónicas, cuentos y leyendas. Y mientras los
hombres preparaban las mimbres para hacer un maniego o las mozas bordaban la
camisa de lino que regalarían a su prometido el día de la petición de mano, los
más pequeños, a hurtadillas, detrás del escaño, hipnotizados por la magia del
ambiente y la temática, aprendían, al dedillo, las sucesivas e interminables
lecciones. Los filandones, así de claro, creaban escuela, allí se transmitían
los mil y un saberes e historias de autóctono sabor, hasta que los aires de
modernidad acabaron con tan singulares tertulias.
Claro que no siempre lo que alrededor de aquel mundo
sucedía resultaba del agrado de todos. No faltan, en épocas concretas, repetidos
intentos, por parte principalmente de la Iglesia, de controlar tales reuniones,
so pretexto de originarse en ellas gravísimos inconvenientes e inmoralidades,
como recoge un documento que, fechado en 1751, llega a la iglesia de Toreno,
desde el obispado de Astorga, en el que textualmente se dice: “... manda su
merced que de aquí adelante no se agan semexantes junttas y filandones, ni
persona ni vecino alguno lo permitta en su casa. Y así lo cumplan, en birtud de
santa obedienzia, pena de excomunión maior y de un ducado de multa...”. Es
evidente que no se trataba de un intranscendente rifirrafe; en el fondo latían
cuestiones de mucha mayor envergadura.
de
los lares... y otros lugares mágicos
Y ya haciendo referencia al segundo termino en cuestión, lar o lareira, la consulta del Diccionario
de la Real Academia Española nos saca de dudas. “Lar. (Del latín
lar, laris) m. Mitología: Cada uno de los dioses de la casa u hogar. 2: Hogar,
sitio de la lumbre o cocina”. Y es que, desde siempre, alrededor del fuego,
los hombres han practicado ritos empapados por el misterio de
las fuerzas ocultas de la naturaleza; en la casa tradicional campesina, el lar
fue también –además de sitio donde se preparaba la comida– lugar propio para el
culto, o los cultos; porque, con mucha frecuencia, entre fe y superstición los
limites eran tan prietos, que no cabía ni un papel de fumar. Junto al hogar la
mujer daba a luz a sus hijos, costumbre que parece relacionarse (según Kruger)
con antiguas ideas supersticiosas; junto a la lumbre se rezaba diariamente el
rosario por las más diversas intenciones, y en el mismo espacio, no se dudaba
tampoco, si era preciso, en realizar prácticas curativas de tipo ritual, como
recoge Manuel Rodríguez y Rodríguez en su obra Etnografía y Folklore
del Bierzo Oeste-Suroeste, donde describe el rito practicado en la citada
zona para sanar a los afectados del mal de ojo. Nos encontramos, es notorio, a
las puertas de un mundo de referencias envolventes.
Pero si la cocina era un lugar mágico de ámbito menor,
meramente familiar, la faz de la tierra y, por ende, nuestra rugosa piel de
toro están plagadas de sitios mágicos de ámbito mayor, enclaves donde los
calificativos de misterioso, insólito, prodigioso o incomprensible van unidos,
desde siempre, a las “cosas” que allí se dice que sucedían, y cuyas claves,
según algunos, cabria buscarlas, quizá, en las energías telúricas, en el clima,
la luz, la presión o la flora, que propician un microcosmos especial; o, según
otros, en el poso de sustratos culturales varios: precristiano, cristiano,
pagano, etc.
Puestos a seleccionar cualidades o rasgos que nos
permitan localizar y definir, con cierta concreción, esos espacios considerados
tradicionalmente mágicos, se pueden enumerar, a modo de síntesis, los
siguientes:
–Para los místicos, la clave estaría en la posibilidad de
“vivir” allí su propia trascendencia.
–Para los creyentes, la “presencia de Dios” debería
manifestarse de forma especial.
–Para los supersticiosos, porque las “fuerzas ocultas” se
hacen claramente visibles por sus efectos.
–En todo caso, característica común es ser lugar donde
coinciden y se concentran circunstancias secretas, insondables.
–Los fenómenos allí vividos se escapan al análisis de la
razón.
–Estos lugares han conservado esas características a lo
largo de la historia, con diferentes culturas y religiones.
–Son puntos de encuentro que gozan de amplio
reconocimiento popular, tienen magnetismo para las masas.
Mas resulta lógico que, sobre un tema tan susceptible de
discusión, no exista unanimidad; así la escritora e investigadora, de raíces
bercianas, Isabel Álvarez de Toledo, mantiene, desde una óptica estrictamente
critica y actual: “Lo mágico –dice– está en nosotros. Si
nosotros queremos convertir fuerzas perfectamente explicables en mágico,
podemos; basta con que seamos ignorantes. La ignorancia es la que hace el
misterio”. Y si para mayor abundamiento, queremos rescatar otra alusión a
la ignorancia, nos la ofrece José Castaño Posse, en su libro Una
excursión por las Medulas (1904), cuando relata las creencias de las gentes
de entonces, quienes pensaban que los supuestos tesoros escondidos en las
entrañas de aquel monte (las Medulas), se podían adquirir fácilmente con solo
evocar al demonio por medio del celebre libro El Ciprianillo.
En fin, con los tiempos cambian las ideas, las creencias,
los valores, y lo que durante sucesivas generaciones se admitía y transmitía
con cuño de misterioso, oculto o enigmático, años después, a la luz de una
mayor información, de la reflexión critica, y de corrientes filosóficas y
culturales más actuales, pierde tales virtudes y atributos. Todo depende pues,
del tamiz por donde pasemos la mies.
Concluyendo, hora es ya de alejarnos de disquisiciones
teóricas, y tomar, a la espalda, nuestro morral de viajeros ávidos de recorrer
o rememorar mundos mágicos y legendarios, ¡que ahí es nuestra batalla!, sean
éstos cuevas, castillos, fuentes, ermitas o aquelarres, porque de nada falta en
este mosaico multicolor de gentes y credos llamado Bierzo. Nos adentraremos así
por las sendas de una singular geografía, en la cual no priman las consabidas
coordenadas de longitud, latitud, o distancia. Lo que sí resulta imprescindible
ahora es la complicidad del lector o el andarín, empapados de ciertas dosis de
curiosidad. Si llegar a cada lugar mágico es nuestro pequeño objetivo puntual
–la eclosión–, el camino, la ruta que hasta allá nos conduce esta en la leyenda
–la ensoñación–.
entrar
en el bierzo
Para entrar en El Bierzo, “un país encantado ... y
fecundo en antiguas memorias” (como lo describiera, allá por 1855, el
escritor y geógrafo menorquín J. M. Quadrado), siempre hemos de hacerlo
bajando, salvo que penetremos contracorriente, siguiendo el curso del Sil,
desde tierras de Valdeorras. El Bierzo es un anfiteatro natural, y desde la
muralla montañosa que
lo abraza, se ofrece amplio, orondo y acogedor como un regazo, y, a medida que
uno desciende y se adentra en sus valles, estos acaban embriagándole de
voluptuosidad, atrapándole. El Bierzo es un vergel, dijo algún
estudioso de la etimología, a quien esta –perdido el control por un arrebato de
enamoramiento incontrolado– le jug6 una mala pasada. Los geólogos se empeñan en
sostener que este país es, en síntesis, una cubeta tectónica conformada durante
un período que llaman terciario. Sin embargo, los bruñidores de leyendas
mantienen que el Bierzo fue uno de los últimos caprichos obrados por el
Creador, cuando en el ocaso del tercer día, se hallaba embebido separando las
aguas de las tierras, y ya a la hora de dar los últimos retoques a la
Cordillera Cantábrica y Montes de León, exhausto de tanto trabajo, descansó la
palma de su mano derecha sobre la susodicha faz; de tal suerte, que, en el
acto, conformó la hoya berciana, y sus cinco dedos arañaron al instante el
cauce por donde iban a discurrir los ríos (Boeza-Tremor, Noceda, Sil, Cúa y
Burbia-Valcarce), mientras, con el largo antebrazo, marcó el curso del Sil-Miño
hasta el Océano.
Sea como fuere, si la ruta que al vergel nos conduce
desde Castilla es la alumbrada por las estrellas de la Vía Láctea o Camino de
Santiago, sepa el viajero que allá en el limite, donde Maragatería y Bierzo
cruzan vientos y reparten aguas, allí encontrara un singular mojón que le
advierte de lo insólito del lugar. El largo mástil de madera, de unos cinco
metros, rematado por la Cruz de Ferro, se hinca sobre un enorme montón de piedras
que los incontables viajeros, peregrinos, segadores y caminantes han ido
dejando por los siglos de los siglos. Cuentan que el lugar ya fue, en tiempos
de los romanos, altar dedicado a Mercurio (la divinidad del comercio y también
protector de los caminos), si bien hay autores que incluso aventuran un origen
anterior. El hecho es que cristianizado durante el medievo con el impulso de
las peregrinaciones, allí permanece como símbolo de creencias; y hoy, como ayer
y como mañana, continua creciendo, sublime sinfonía de culturas, gratitudes y
hasta supersticiones. Y no pasa día sin que el montículo aumente con el
inseparable mensaje de gracias, promesa o deseo.
de
la tebaida a la bailía
Continuando el camino estelar, el transeúnte se
encuentra, de pronto, a las puertas de El Acebo. Uno deberá abandonar ahora la
ruta principal y perderse por el desvío que le lleva hasta Compludo, Montes y
Peñalba, en el corazón del Valle del Silencio o de la Tebaida berciana, porque
cualquiera de las denominaciones es harto significativa. Este es un marco de
atractivos imantados, que a todos cautivan y a nadie defraudan. Aquí, en las
faldas de los Aquilanos y no lejos del Teleno (dos montes sagrados desde
que los hombres tienen memoria), tuvo su cuna, hacia mediados del siglo VII, el
monacato berciano-visigodo, de tan fructífero recuerdo. San Fructuoso, San
Genadio, San Valerio y otros monjes anacoretas moraron, oraron, predicaron y
contagiaron a tantos seguidores con la fuerza irresistible de su palabra. Un
fenómeno eremítico que sembró el Bierzo de monasterios (37 según los estudios
de Mercedes Durany) y sobre el que, todavía hoy, se buscan explicaciones. En
palabras del Padre Henrique Flórez, España Sagrada, Tomo XV,
(Madrid, 1905), “... en todo el continente no conocemos otro que le iguale
en razón de Theatro, donde solo se militaba para el Cielo. Ninguno mejor puede
competir con la Tebayda...”
Puestos a señalar un lugar único o singular dentro de
este teatro, ninguno mas propio que las famosas Cuevas del Silencio, en las
cuales los monjes se recluían durante los tiempos de mayor penitencia y
mortificación (la cueva natural siempre ha sido un lugar mistérico que invita a
la meditación, a tomar contacto con lo cósmico; no en vano, fue la primera casa
del hombre primitivo). Se hallan no lejos del propio núcleo rural de Peñalba,
obradas por la misma naturaleza en la montaña, y desde la entrada, que está
protegida por una reja, se divisa el pueblo. De Fray Antonio de Yepes, en su
obra Crónica General de la Orden de San Benito, II (Madrid,
1960), tomamos lo que sigue: “Aprovechábanse de éstas los santos monjes en
adviento y cuaresma, ... se retiraban aquí con sumo silencio; con yerbas y
raíces, disciplinas, oraciones, hacían sus advientos y cuaresmas, hasta que,
llegando las Pascuas, salían a celebrarlas en los monasterios con sus hermanos.
Y es lo bueno que los naturales de estas montanas dicen que están grandes
tesoros escondidos en estas cuevas, y no son otros sino la santidad que les
quedo de los santos que dentro de ellas hicieron tales penitencias”.
También Pascual Madoz refiere la costumbre del vulgo de acudir de visita el día
de San Juan, para recoger polvo dentro, que suponían específico contra las
calenturas.
Y desde la cuna de los monjes, dejándose llevar de las
saltarinas aguas del Oza, el viajero, antes de continuar su periplo por este
mar de narraciones extrañas, puede recalar en uno de los máximos santuarios del
esoterismo, el Castillo de Ponferrada. Si bien los últimos estudios publicados
acerca de los elementos constructivos hoy visibles vienen a dar al traste con
las anteriores teorías relativas al origen templario, pareciendo más acorde una
adscripción posterior (siglo XV) las leyendas que a tan misteriosa Orden lo
emparentan sobreabundan. Son relatos relativos a la edificación de las torres
de la fortaleza según estructuras de ciertos signos del zodiaco, al tema de la
cruz de Tau, a la aparición en tal lugar de la imagen de la Virgen de la
Encina, a los ritos de tan extraños caballeros, a sus practicas alquimistas, o
también al enigmático lugar donde se halla enterrada el Arca de la Alianza.
En fin, este es un terreno harto abonado y que dará
cumplida cosecha. iAh!, y no se olvide el andarín de pasar por la cueva de la
Mora, porque allí pena, todavía, el espíritu de la infeliz Lía.
por
tierras de bene vivere
Fue G. Borrow quien, en 1837, cuando realizaba una
campana de divulgaci6n de la Biblia, impactado por los atractivos de la vega
del Boeza, escribió una de las paginas mas bellas y apasionadas: “Acaso no
se encuentre, aun buscándolo por todo el mundo, un lugar cuyas ventajas
naturales rivalicen con las de esta llanura o valle de Bembibre”. Parece
como si quisiese ratificar con su prosa las bondades descriptivas del topónimo
“Bene vivere” (1198) que los estudiosos coinciden en traducir por lugar de
tierras fecundas donde se “vive bien”.
No faltan tampoco en Bembibre crónicas subyugantes, ni
eventos curiosos, que nos hablan, allá por el siglo XIII, de una sinagoga
allanada por unos vecinos de excesivo celo; o de un Cristo, que por Rojo, se
salvo de la pira en 1934. Pero una romería, la de la salida del
Santo, concentra más atenciones que ninguna otra. Se celebra este evento
cada siete años (el siete es un numero universal y clave en la mitología, que
también pasó al cristianismo con carácter de numero mágico), y cuando esto
ocurre, la imagen del Santo Ecce Homo se baja en procesión, escoltado por
cruces y pendones, desde el santuario hasta la iglesia parroquial, donde
permanece nueve días, una costumbre que, a juicio de Alonso Ponga,
probablemente tenga reminiscencias paganas. Tal romería constituye, por su
poder de convocatoria, una particular manifestación de religiosidad popular y
certifica la atracci6n que determinados lugares, imágenes o acontecimientos
siguen ejerciendo sobre las gentes; y tanto es así, que la ultima salida
del Santo (1994) volvió a movilizar la mayor riada humana que en una
procesión recuerden las calles de Bembibre. El caso es que el Santo Ecce Homo,
como sostiene Antonio Díaz Carro en su Historia de Bembibre, es “algo
especial entre bembibrenses y bercianos, y su culto se distingue y separa del
de la iglesia parroquial. Se dan casos paradójicos. Personas que no practican
la religión y, sin embargo, no dejan de asistir por nada del mundo a las
ceremonial anuales del Santuario”.
Pero no todo es religiosidad cristiana y devoción en el
Bierzo Alto, también se conservan rastros de creencias que se remontan a los
tiempos prerromanos. La toponimia y los hallazgos arqueológicos, entre otros,
ofrecen pistas de posibles lugares consagrados a los cultos paganos. Así, en la
zona de Santibáñez del Toral, Noceda, Arlanza y Viñales, han aparecido varias
inscripciones dedicadas al dios “Cossue”
o “Coso”, quizá asimilado a Marte, e
igualmente aparecen lugares con el nombre altar, como “Altar de Bodos”. Estos
datos y referencias a la pluralidad de dioses dan razón de las aludidas
practicas politeístas. Y si ponemos tiempo por medio, y nos acercamos a
nuestros días, tampoco faltan rituales de tipo curativo, heredados de
ancestrales creencias, que refieren las virtudes mágico-curativas atribuidas a
ciertos manantiales. Así, en Tedejo, las aguas de la Fuente de la Salud o
de los Milagros se utilizaban, hasta bien entrados los años
cincuenta, para desencanillar o curar a los niños enfermizos.
Allí la señora Maria oficiaba un rito que consistía en rezar algunas oraciones
mientras bañaba al “canijo” en sus aguas, sobre las cuales previamente había
dibujado una cruz con la vela encendida aportada por la madre de la criatura.
Después lavaría las ropas sucias y le pondría otras totalmente limpias, para pasar
finalmente a repartir pan, queso y vino entre los asistentes. Así se obraba el
prodigio, bien lo remachan los testigos que rememoran tan insólitas vivencias.
de
moros y tesoros escondidos
Las leyendas son una de las fuentes mas socorridas para
aproximarnos al conocimiento de mitos y lugares preñados de misterio. Cuentan
en Colinas del Campo de Martín Moro Toledano, que allá en la Campa, cerca del
lugar donde manan las fuentes del río Boeza, ocurrió uno de los hechos más
singulares que jamás hayan protagonizado los hombres de la montaña. Eran
tiempos de la reconquista, y las huestes moras se habían parapetado, para su
mejor defensa, en el Monte Paleiro, mientras los cristianos lo
hacían el la llera –pedregal– del Monte de Fernán Peláez. Al
ser estos, los de Colinas, muy inferiores en número, y como pretendían expulsar
a los moros de allí, decidieron “pedir fuerza al rey”, pero este les respondió
que no pensasen en echar a los moros del Paleiro, pues eso era mas difícil que
coger un oso vivo. Tomáronlo ellos como una afrenta, por lo que, al día
siguiente, comparecieron, de nuevo, ante el monarca Alfonso IX, con una gran
alimaña como presente. Este, sorprendido, les animó diciendo que nada se hacia
imposible frente a su veteranía y empeño.
De vuelta ya al lugar, unidas sus fuerzas a las de los
vecinos de Los Montes y Urdiales, y gracias además a la milagrosa ayuda
recibida de Santiago Ap6stol, dieron, por fin, la gran derrota al enemigo.
Así la hazaña tomo después sones de romance:
Señor Santiago bendito
que de los cielos bajaste
veinticinco mil moros mataste
en el campo de la victoria.
Y ahora te vas a los cielos
con los santos y la gloria.
Y para espejo de escépticos, por si alguien lo dudase, se
levanto, en la Campa, la ermita del Patrón Santiago.
Si bien la leyenda que aquí se transcribe tiene un poso
épico, no deja de ser una excepción dentro de las de este grupo. Los moros que
nos rememoran tantas otras leyendas, se personan como seres pacíficos, casi
siempre ligados a hechos extraordinarios, que solían vivir bajo tierra,
trabajando frecuentemente en obras bienhechoras para el pueblo, siendo capaces
de realizar acciones mágicas. Según los estudiosos, su existencia cabe
entroncarla con la mitología indo-europea y prerromana.
Pues bien, estos legendarios habitantes aparecen, al hilo
con este principio, omnipresentes en una gran mayoría de los yacimientos
arqueológicos bercianos (castros, cuevas, castillos abandonados) donde
residían, a decir de la gente, rodeados de tesoros y toda suerte de lujos. En
“Los Castillos” de Cariseda, en “El Calvario” de Tombrio, en “El Corón” de la
Granja de San Vicente, en “El Castro” de Santa Marina de Torre, en “La Corona”
de San Andrés de las Puentes, en “El Castro” de Vega de Valcarce, en “La Torre”
de Barjas, en “El Castrín” de Viñales... en fin, una lista de difícil punto
final, que alimenta, con hartura, desde la época medieval, las paginas de
numerosos cronicones.
Y hablando de tesoros áureos, el botín de los anunciados
cargaría cumplidamente cualquier carruaje: una “olla con oro” en Viñales, una
“corza de oro” en Pieros, una “cabra de oro” en Noceda, unas “mulas de oro” en
Páramo del Sil, varios “yugos de oro” en la zona de Balboa, “cubas de oro” en
la Ribera de Folgoso, un “manto de oro” en Castropodame, o una “caja de monedas
de oro” en Albares de la Ribera. Parece como si todo el oro de las Medulas,
fundido en mágico crisol, permaneciese aquí encantado.
de pinturas rupestres
La noticia salto a las páginas de la prensa allá por los
primeros años de los ochenta. En el farallón de Peña Piñera, cerca de Sésamo,
se había denunciado la aparición de un conjunto de pinturas prehistóricas, las
primeras de la provincia. Fueron los profesores de la Universidad de León, José
Avelino Gutiérrez y José Luis Avello, quienes dieron las primeras explicaciones
autorizadas del hallazgo, calificándolas como “Pinturas rupestres
esquemáticas”, con una cronología datable en el Calcolítico y Bronce Inicial (2300
al 1500 a. C.), añadiendo que tanto estas
como las de Librán, en Toreno, descubiertas algunos años después, son “autdnticos
santuarios” y que al estar lejos de los poblados donde podían residir las
gentes que las pintaron “aún sin conocer sus significados y el que adquiere
cuando se interrelacionan entre si... tuvieron que haber sido realizadas con
fines religiosos, sociales o económicos". El caso es que estos interesantes
documentos del arte parietal (figuras humanas –antropomorfos–, de animales
–zoomorfos–, soliformes, ídolos, escenas funerarias), constituyen toda una
preciada herencia y abren otros capítulos en el brumoso álbum de curiosidades
casi inéditas.
de
lugares de brujas
No es este país, como cabria suponer por su situación de
zona limítrofe con Asturias y Galicia, una tierra especialmente fecunda en
historias brujeriles, pues, aunque existan referencias puntuales sobre las
creencias de las gentes acerca de los embrujamientos, o de los conjuros
empleados para librarse de tales males (y que tanta extrañeza causaron, a
finales del siglo XVII, al general Munárriz), sin embargo, mas bien poco se
sabe sobre los lugares donde las brujas hacían sus reuniones
El único aquellarre berciano, citado en diversas fuentes
y contrastado también por los testimonios de la tradición, es el que se
celebraba en el Campo de las Danzas (una montaña que concita cultos diversos y
que debe su nombre, según unos, a que los antiguos astures practicaban allí sus
ritos de fertilidad; o según otros, porque era el lugar donde bailaban los
romeros que peregrinaban con las Vírgenes hasta cercana ermita), no lejos de la
cumbre de La Guiana. Hasta tal campo volaban periódicamente todas las brujas
del contorno para bailar, al son de la chifla y en presencia de un macho
cabrío. Solo se habla de una excepción: la bruja de los molinos de Agadán, de
quien cuentan que desertó de su condición, porque, prendada de un joven galán,
al que no conseguía enamorar, terminó implorándole ayuda a la Virgen de la
Encina, y como gracias a Ella obtuvo su amor, acabo colgando la escoba. Este
estratégico enclave es, para los poseídos del mundo de la hechicería, su centro
de peregrinación, su particular monte del Gozo.
de
la abadía sumergida
En tomo a las Medulas y el Lago de Carucedo ha
fructificado igualmente un fértil semillero de fabulaciones. Ciñéndonos a las
que refieren la formación del lago, quizá la mas conocida sea la que hace
derivar los topónimos Borrenes, Médulas y Carucedo de los personajes de una
leyenda: Borenia (hija de Médulo, que tenía su choza en aquel paraje), y
Carucedo (nombre de la supuesta Ondina Caricia, amada del general romano
Caricio, anteriormente llamada Borenia). Pero hemos preferido rescatar la
publicada en 1952 por García de Diego, aquí resumida:
Allá por lejanos días, había una magnífica abadía
emplazada cerca del Lago de Carucedo, y los religiosos de la misma habían
recogido en ella a un joven huérfano. Van pasando los años, y el joven se
enamora de una bella muchacha vecina, a la que también persigue de amores el
conde de Cornatel. Ciego de celos, el joven busca a alguien que elimine al
feudal, y, una vez consumado el crimen, huye del lugar, dejando allí a su
amada. Pasan los años, y un día decide regresar en su búsqueda, pero al no
hallar razón suya, resuelve profesar como religioso en dicha abadía, de la que,
tiempo adelante, se convierte en prior. Pero hete aquí, que una noche los
vecinos del convento apelan a él para que acuda a exorcizar a una supuesta
bruja que ronda sus tierras. Accede gustoso a la petición, y su sorpresa
resulta suprema al encontrarse con su amada vestida de penitente. Ambos,
sedientos de amor, se entregan al fuego de su pasión, olvidándose de los votos
hechos; al momento, desde la montaña próxima brotó, como castigo, una enorme
catarata que sepulto a los amantes y a la abadía, formándose al instante el
Lago de Carucedo. Y tal es así el recuerdo, que todavía hoy no falta quien
pretenda emparentar los inencontrables restos del convento con las ruinas de la
casa de las Pedreiras, que allí se emplazo, prueba inequívoca de que la
imaginación popular aún continua fabulando.
villafranca
de los prodigios
Norte, sur, este, oeste. Tampoco Villafranca podía quedar
al margen de este recorrido. Como siempre, lo difícil es abreviar. Que si la
leyenda sobre la fundación de la Villa por los vaqueiros de Valdeprado, que si
la historia del peregrino al que robaron la capa, que si el relato de los
adúlteros amores entre
el marques don Fadrique de Toledo y la esposa del alguacil mayor, todas ellas
envolventes, o la crónica histórico legendaria sobre San Lorenzo de Brindis, al
punto, imposible de obviar. Fue este un fraile capuchino, nacido en Italia y
famoso en Europa por su ciencia y santidad, que falleció en Lisboa (1619),
siendo traídos sus restos hasta Villafranca, donde reposan en el convento de la
Anunciada. Aseveran los devotos que el poder del Santo era tal, que el día que
su cuerpo llego (10 de agosto de 1619) las campanas de las iglesias de la villa
sonaron solas, y hasta el gran ciprés de la huerta del convento se doblo en
profundidad para
venerarlo.
En fin, al recopilador, que gusta discurrir por los
regueros las antiguas memorias, le queda la sensación de haber vuelto a revivir
una inefable noche de filandón; y para epilogar este ramo encuentra una frase
de Miguel de Unamuno, que aun fuera de contexto, piensa, puede venir a cuento:
“¡Felices los pueblos soñadores! ¡Felices los pueblos que guardan en el
rescoldo de su alma alguna fe, aunque sin dogma alguno!”.
LOS TEMPLARIOS Y SUS
LABERINTOS
MIGUEL A. VARELA
Los templarios fueron los servidores de la Orden de los
Caballeros de la Milicia del Temple, fundada en 1118 por Hugo de Payens,
Geoffroy de Saint-Omer y otros siete compañeros, en Jerusalén, y desaparecida
en 1314 con la ejecución en Paris de su Gran Maestre, Jacques de Molay. El
templario sería un monje-soldado que protegería las rutas de los Santos
Lugares. Así de simple explica el termino el autorizado Diccionario del
esoterismo, de Pierre Riffard, quien sostiene que algunos elementos con
ella relacionados –el simbolismo central (defensa de Jerusalén, lucha contra el
mal), el hipotético Bafomet, los presuntos vínculos con el Grial y los
“asesinos”, la enigmática negación de Jesús escupiendo sobre la cruz, los
“graffiti” atribuidos a los templarios en los muros del castillo de Chinon–
parecen indicar el carácter esotérico de la Orden.
¿Cómo es posible que una orden que apenas sobrevivió
doscientos años haya despertado y siga despertando enorme curiosidad entre
historiadores, investigadores de la heterodoxia e incluso publico no iniciado?
¿Cuáles eran realmente los fines de los templarios? ¿Qué buscaba la orden en
lugares como el Bierzo, donde sus escasas huellas históricas han sido vueltas
del revés en centenares de publicaciones y su presencia ha dado lugar a las más
insospechadas hipótesis? Son preguntas que admiten tantas respuestas como cada
uno quiera permitir y a las que en este capitulo nos acercaremos, sin
prejuicios, desde una óptica caleidoscópica que nos avance datos sin llegar a
desvelar el misterio.
entre
oriente y occidente
Con la aprobación del monarca de Jerusalén Balduino II,
nueve caballeros franceses se constituyen en milicia, a principios del siglo
XII, con el fin de escoltar a los numerosos peregrinos europeos que se dirigían
al Santo Sepulcro. Hugo de Payens y sus ocho compañeros se plantean tal labor
como algo ligado a la religión, con votos de obediencia, pobreza y
castidad, ocupando
un espacio en el Templo de Jerusalén, construido por Salomón. En 1128, la
Hermandad del Templo solicita un concilio, celebrado en Troyes en enero de ese
mismo año, para constituirse como Orden, dotándose de una regla dictada por San
Bernardo, quien describe a sus miembros como aquellos seres a los que “nunca
veréis acicalados, rara vez lavados y siempre con las barbas enmarañadas,
cubiertos de sudor y
polvo, lacerados por los arneses bélicos y el
calor”.
El éxito de la Orden es inmediato y a ella se unen
centenares de caballeros. Los príncipes cristianos la dotan de patrimonio para
sostener sus campañas, produciéndose un rápido incremento patrimonial y una
progresiva europeización de intereses en países como Francia, Inglaterra,
España, Portugal, Alemania, etc.
Tras la caída de San Juan de Acre en 1291 y la perdida de
los Santos Lugares, la razón de ser de la Orden se venia abajo. Aunque en la
Península desarrollaron acciones militares contra los musulmanes, la principal
labor de los templarios en Europa se centró en la administración y la banca,
concediendo préstamos bajo garantía de propiedades o adelantando dinero a los
peregrinos. Los caballeros empezaron a ser desprestigiados, acusándoles el
pueblo de toda clase de vicios que “aunque nunca pudieron ser demostrados,
parece ser que existían”, según Javier Castán. En 1305 el rey francés Felipe
IV, “el Hermoso”, lanza las primeras acusaciones y, tras un largo y oscuro
proceso, en marzo de 1312 el papa Clemente V suprime oficialmente la orden.
Hasta aquí la versión “oficial” de la historia. Sin
embargo, rastreando entre los datos conocidos, algunos autores hacen una
“lectura entre líneas” de los hechos. Incluso alguien tan poco sospechoso como
Américo Castro subraya la circunstancia de que la orden nazca según modelos de
los teóricos enemigos: los árabes. Para el, los templarios “resultarían
ininteligibles sin el modelo oriental”, en cuyo mundo “se dan unidos en la
misma persona la vida de rigurosa ascesis y el combate contra el infiel”. Esta
teoría es refrendada también por autores como Roso de Luna o Julius Evola. El
equivalente árabe a los templarios cristianos, coincidente en el tiempo y el
espacio, serían los haschischins.
A finales del siglo XI, un amigo del poeta Omar Khayam,
el llamado “Viejo de la Montaña”, funda esa orden de filiación ismaelita, con
influencias sufíes, modelo para órdenes europeas como los templarios o los
caballeros teutónicos. Los haschischins –conocidos
como “fumadores de hachís” por la utilización de los derivados del cáñamo como
estímulo antes de entrar en combate también se consideraban defensores de los
Santos Lugares en el sentido esotérico y exotérico del término. Curiosamente,
usaban los mismos colores que el Temple y de su fama como crueles guerreros da
idea el hecho de que de su nombre derive la palabra “asesino”.
Estamos, pues, ante una cuestión que se dirime no entre
razas o creencias sino entre actitudes, entre maneras diferentes de acercarse a
Dios y de concebir el orden social. Asesinos y templarios fueron caras iguales
de igual moneda y ambos, en expresión de Sánchez Dragó, “abrevaban en un hontanar
común”. Para este autor, las ordenes de caballería “se calcaron sobre la
falsilla de los ribat musulmanes o monasterios fortificados en los que una
gavilla de hombres de honor se las arreglaban para practicar simultáneamente la
mística y el ejercicio de las armas”. Víctor Emile Michelet, por su parte,
señala que “las congregaciones ismaelitas y el Temple nacen de un troquel
homogéneo, se apoyan en doctrinas idénticas y reflejan un esoterismo análogo,
invariable y eterno”.
En esta versión heterodoxa de la historia, Hugo de Payens
y sus primeros templarios tenían la misión de recuperar cierto instrumento
iniciativo escondido en algún buche soterrado del Templo de Salomón –¿las
Tablas de la Ley?, ¿el Arca de la Alianza?, ¿el Grial?...–, a cuyo conocimiento
tuvieron acceso. O bien podría tratarse de “ese templo que se edifica sin ruido
de martillos ni de otras herramientas”. O de ambas tareas. En cualquier caso,
siguiendo este camino, aquellos caballeros fundadores habrían sido iniciados en
los misterios del cristianismo primitivo por los cabalistas de sectas nazarenas
refugiados en el desierto, influyendo en determinados aspectos de sus
costumbres como la del ritual de ingreso, que implicaba la renuncia a la
cristolatría.
“Los templarios –concluye Drago– no subieron al patíbulo
por empinar el codo ni escarbar con lo que cuelga en la culata de los
aprendices, sino a causa de sus falsos o reales contubernios con el Islam”. La
muerte en la hoguera del ultimo Gran Maestre, Jacques de Molay, fue vengada con
la guillotina al heredero de Felipe IV, Luis XVI, en plena Revolución Francesa,
como dicen que recordó a la multitud un anónimo espectador de la real
ejecución.
Tras el proceso, los inventarios y libros templarios
desaparecieron (algunos sostienen que incluso las actas del
juicio fueron robadas y depositadas bajo siete llaves en los sótanos del
Vaticano), echando leña a la hoguera del misterio. En su memoria de
licenciatura, Javier Castán reconoce la escasez documental sobre la orden,
incluyendo la desaparición de su cartulario, pese a la cual “la tradición
popular mantiene en la memoria de sus habitantes los lugares de asentamiento
templario, dada la importancia de la orden y las reacciones ante su
disolución”.
Masones y rosacruces mantuvieron ser legítimos sucesores
de los caballeros medievales. Desde 1760, templario es un grado masónico y
“neotemplarios” se denominan a los miembros de una sociedad profana o de una
organización iniciativa que se presenta como la supervivencia, la resurrección
o la adaptación de la Orden del Temple, como la Orden de Cristo en Portugal
(1317) o la Orden del Temple de Oriente, en Alemania (1905), relacionada por
algunos con los nazis.
No es de extrañar que ese entorno misterioso haya hecho
lamentar a Drago que “entre los chismes esparcidos por el rey de Francia, la
mala leche de Su Santidad y la hipocresía filantrópica de las sociedades
secretas contemporáneas, ya no sabemos si fueron maricones, borrachos,
comecuras, lechuguinos de comunión diaria, tragasantos o caballeretes que
gustaban de empolvarse la nariz”.
A su vez, las construcciones templarias conservadas son
muy escasas: al igual que todo lo relacionado con la orden “su arquitectura fue
sistemáticamente borrada”, dice Rafael Alarcón. Sin embargo, los edificios
–iglesias, capillas, ermitas, castillos– conservan leyendas sobre tumbas de
reinas, magos, pasadizos, cámaras ocultas, veneración de vírgenes negras,
cristos medievales singulares o Lignum crucis, que favorecen la idea de
recintos ideales para celebraciones mistéricas. Muchos de esos elementos
legendarios aparecen en los espacios templarios bercianos.
elementos
para el mito
Determinadas costumbres, reales o apócrifas, de los
templarios, contribuyeron al nacimiento del mito y a la sacralización esotérica
de la geografía templaria. Una de ellas es la referente a los ritos de entrada
en la orden. Ya se ha mencionado la posible influencia cabalística en el ritual
iniciático, magistralmente literaturizado por Gil y Carrasco en su novela El
Señor de Bembibre, que incluía el acto de escupir sobre el crucifijo. Los
catecúmenos, en un secretismo absoluto, de noche y sin personas extrañas
presentes, se sometían a un ceremonial abierto con la lectura de la regla, el
juramento de castidad, obediencia y pobreza y la imposición del manto.
Historiadores como Raymond Oursel sostienen que un
inocente beso de la paz en el pecho, en el corazón y entre los hombros por
detrás sellaba la admisión, aunque otros autores especifican otros lugares del
cuerpo –la boca, el ombligo y el culo como depositarios de los ósculos. Hasta
los mas ortodoxos de los investigadores incluyen en el ceremonial el acto de
renegar de la cruz, aunque éstos suavizan los gestos sosteniendo que se escupía
a un lado del símbolo sagrado y no, como afirman otros, sobre ella, además de
pisotearla y cubrirla de injurias, preferiblemente el día de Viernes Santo.
Para Oursel este acto era “prueba del grado de constancia del nuevo hermano
admitido en la orden”, mientras que Dragó va mas allá y ve en el sacrilegio “un
juego expiatorio para que el aspirante demostrase por la tremenda su decisión
de traspasar los aspectos exotéricos y gazmoños de la liturgia”.
Oursel cita una declaración nada menos que de Jacques de
Molay ante la Comisión Pontificia en la que el último Gran Maestre reconocía
que “la noche de mi admisión en la Orden hice, para empezar, toda clase de
promesas a cuenta de las observancias y los estatutos, después me impusieron el
manto. El hermano Humberto de Pairaud me hizo traer a continuación una cruz de
bronce y me exhorto a renegar del Cristo representado en aquella cruz. De mala
gana lo hizo. Me dijo seguidamente que escupiera sobre la cruz; yo escupí a
tierra; no creo que el ceremonial fuera para mí diferente al de los otros”.
Según parece, en el Temple existían en realidad dos
clases de recepciones: la primera, reservada a la admisión y que se desarrolla
sin ningún tipo de ceremonia reprensible y la segunda, que sólo tiene lugar
varios años después, no es aplicada más que a algunos y es muy secreta”
(Victoria Sendón de León). No falta quien sostenga que incluso existían dos
diferentes reglas: la conocida, de San Bernardo, y otra paralela, secreta,
llamada del maestre Roncelín, solo accesible a los miembros destacados. Al
igual que en otras ceremonias iniciáticas de carácter grialista, más de un
caballero poco preparado “salió de la prueba peinando canas y con definitiva
expresión de naufragio en su desencajado rostro”.
Divulgados estos aspectos tras las declaraciones
obtenidas bajo tortura durante el proceso parisino, se fomentó el odio de un
pueblo ignorante y mísero hacia una organización fuertemente jerarquizada,
destinada únicamente para la nobleza. De hecho, expresiones populares como la
de “bebes o juras como un templario”, proceden de las acusaciones publicitadas
tras el juicio y autores críticos hay, como Victoria Sendón de León, que
señalan que “frente a las herejías de los pobres, cuya ideal se resuelve con la
igualdad, los templarios representan el ansia de perfecci6n –gratuita– de
cierta nobleza”.
Otro de los aspectos que alimentan el misterio es el del
Bafomet, para algunos un demonio representado por una cabeza, en ocasiones con
tres caras, como símbolo de la fertilidad y la vida. En el siglo XIX se
identificó esta cabeza con la del “cabrón de los aquelarres y la del venerado en
Egipto, que copulaba con sus fieles como el Diablo con las brujas” (Diccionario
del erotismo).
Custodiado y utilizado por los templarios, en el
legendario origen del Bafomet se cruzan curiosos aspectos. El monje benedictino
Gerberto –que llegó a ser Papa con el nombre de Silvestre II (999-1003) aunque
posteriormente no fue incluido en la lista oficial de los padres de la
iglesia–, vino a Córdoba en el siglo X para estudiar la ciencia andalusí. En
España sedujo a la hija de un hombre sabio, a quien robó un manuscrito.
Siguiendo sus instrucciones, fundió una cabeza cuyo mecanismo, enteramente
basado en formulas donde sólo intervenían dos cifras (¿antecedente mistérico
del lenguaje binario de los ordenadores?), permitía contestar afirmativa o
negativamente a cualquier pregunta. Los templarios, al parecer, honraban la
memoria de Gerberto.
Otra historia, recogida en los interrogatorios del
proceso. Cierto noble, enamorado de una muchacha, desesperado tras la muerte de
ésta, profana la tumba de la amada y viola el cadáver. Acabado el acto, una voz
le advierte que debe regresar al lugar al cabo de nueve meses para recoger un
objeto del que nunca debe separarse pues le procurará cuanto quiera. Ese objeto
era una cabeza. La mujer se llamaba Yse, nombre relacionado con la Isis
egipcia: a quien ose levantar su veto se le confiere conocimiento y poder.
Ambas historias desvelan el origen del Bafomet, uno de
los objetos sagrados de los templarios en el que, aunque no haya coincidencia a
la hora de describirlo, parece clara su relación con un elemento de
conocimiento. Las contradicciones sobre su descripción –a veces blanco, otras
negro, gato negro, urraca, mujer-demonio–, hacen sospechar a algunos
investigadores las posibles relaciones de su visión con los efectos de determinadas
sustancias psicodelicas procedentes de la cultura arabe.
En cualquier caso, el mismísimo Pedro Rodríguez
Campomanes, en sus Disertaciones históricas del orden y cavalleria de
los templarios, aparecido en Madrid en 1747 y considerado un texto básico sobre
la orden, reconoce que los caballeros “adoraban con culto de latría una cabeza
blanca que parecía casi humana, que no había sido de santo alguno, adornada con
cabellos negros y encrespados y con adorno de oro cerca del cuello y delante de
ella rezaban ciertas oraciones y ciñéndola con unos cíngulos que ceñían después
a sí propios con ellos, como si fueran saludables”. Como en el caso del
ceremonial iniciático antes explicado, el conocimiento del Bafomet sin la
debida preparación mental podía acarrear graves consecuencias.
rostros
perdidos
Pero, ¿cuáles eran las autenticas intenciones de los
templarios?, ¿qué planteamientos defendían para justificar tanto misterio a su
alrededor? De las decenas de teorías existentes, nos detenemos en la defendida,
entre otros, por Rafael Alarcón, para quien está claro que la Orden, desde sus
inicios, mantuvo una doble doctrina: una, restringida para los dirigentes,
escasamente conocida y de marcado carácter mistérico y otra, católica y romana,
para el círculo exterior: La organización templaria funcionara a esos dos
niveles: la minoría esotérica, dirigente, y la mayoría exotérica, guerreros y
servidores”.
En función de ese sistema organizativo, de los contactos
del núcleo fundacional con grupos orientales de sabiduría primitiva y de la
trasmisión secreta de los conocimientos adquiridos,
avanza Alarcón que la gran contribución que los templarios pretendían hacer a
la humanidad era un sistema político denominado sinarquía en el que aquellos que disponen de Poder habrían de estar
auténticamente subordinados a quienes, por su saber, por su inteligencia y por
su moral trascendente, son detentadores de la Autoridad. Las funciones esenciales
de la actividad colectiva –enseñanza, justicia y economía– estarían
representadas por estamentos elegidos por sufragio universal, Los cuales, a su
vez, a través de un tipo de prueba iniciática, seleccionarían a los cuerpos
políticos encargados de aplicar las leyes.
Luchando por la implantación de este régimen sinárquico y
apoyándose en el tremendo poder adquirido, que había convertido al Temple “en
un Estado dentro del Estado y en una Iglesia dentro de la Iglesia”, los
caballeros aparecen directa o indirectamente relacionados con los mas
destacados acontecimientos que supusieran un avance histórico, económico o
político en la Edad Media: desde la aparición de la primitiva letra de cambio a
la independencia de Portugal o a las Cortes leonesas de 1188.
Al mismo tiempo que se detecta esa presencia templaria en
los acontecimientos de progreso del medievo europeo, los caballeros buscan
elementos de fusión entre las culturas cristiana y árabe, a la vez que el
sincretismo y la tolerancia entre Cristianismo, Islam y Judaísmo. No es difícil
imaginar el gran campo de cultivo que para esos intereses, resumidos en unir
las tres grandes religiones monoteístas que por entonces dominaban el mundo y a
partir de ahí crear un poder universal, ofrecía nuestra península.
Los templarios se habían instalado en España en el mismo
año de su Concilio fundacional. Dos años mas tarde, en 1130, están en Castilla,
donde les son concedidos derechos fiscales como la luctuosa, que obligaba al pago tras la muerte de un vasallo, o
económicos, como la explotación de salinas en la provincia de Zamora. Parece
que la orden tuvo, en el Reino de León, una alta cotización.
El rey Fernando II, monarca amante de la poesía y las
artes que había avanzado en la reconquista por territorios extremeños con la
ayuda de los caballeros, premia a éstos, en 1178, con la villa de Ponferrada,
una pequeña población nacida por generación espontánea al pie del puente sobre
el Sil construido por el Obispo Osmundo para facilitar el paso de los
peregrinos y que acabó dando nombre a la ciudad. Sin embargo, la amenaza
musulmana estaba lejos de las fronteras bercianas en ese momento y parece
excesiva la presencia de estos caballeros solo con el pretexto “oficial” de
defender de bandidos a los peregrinos.
Realmente, los templarios, cumpliendo con eficacia y
discreción las tareas para las que fueron oficialmente instituidos, buscan
enclaves donde se alberga una tradición mágica, tomando el término como
sinónimo de conocimiento o experiencia de lo trascendente. Allí se instalan,
viven los efluvios de la vieja sabiduría y velan.
Dice Juan García Atienza en una de sus múltiples obras
sobre el tema que “los emplazamientos clave de los templarios coincidían con
lugares en los que pueden encontrarse restos, recuerdos o manifestaciones
tardías bajo formas de costumbres o tradiciones, de enclaves de especial
importancia religiosa o mágica a través de los siglos”.
El Noroeste peninsular, junto con Portugal, Irlanda y
Bretaña, es la tierra que contenía el testimonio secreto de una civilización
portadora de la tradición arcana.
Hay otros rasgos de la actuación templaria que nos
acercan directamente al territorio berciano. En su afán
de separar el grano del conocimiento de la paja de la ortodoxia, los caballeros
seguían el rastro de las supervivencias pre-cristianas trascendentes –la
céltica, entre otras–, e investigaban las derivaciones heterodoxas cristianas,
una de las cuales había arraigado con especial fuerza entre los habitantes de
estos valles de la diócesis astorgana: el Priscilianismo.
Prisciliano, noble hispanorromano nacido en Galicia “que
había ejercido las artes mágicas desde su juventud”, según Sulpicio Severo,
había tomado contacto con las artes célticas y druídicas de su tierra e incluso
con las doctrinas arcanas de Oriente, según un autor tan poco sospechoso como
Marcelino Menéndez Pelayo. Con estos antecedentes y el éxito y la persistencia
que sus doctrinas tuvieron muchos años después de la decapitación del líder en
el 385 (dice Severo que después de su muerte “no solo no se reprimió la herejía
sino que se afirmó y propagó mas”), no es de extrañar el interés templario por
recoger los restos de aquella desviación del pensamiento ortodoxo.
A la vez, desde el primer momento los templarios se
instalaron a lo largo del Camino Jacobeo, erigiéndose en sus guardianes y
fomentando el culto tanto al Apóstol como a la Virgen Madre Negra. En el Bierzo
encontraron un punto clave del Camino donde, además, se mantenían arraigadas
las revolucionarias tesis de Prisciliano.
Los caballeros se establecían en lugares desde los cuales podían vigilar
determinados hechos insólitos. ¿Cuáles son estos hechos en el caso del Bierzo?
Nos detendremos en algunos, además de los ya citados, sobre la permanencia del Priscilianismo, y el Camino de Santiago.
Aunque no existe documento alguno que lo pruebe, prácticamente todos los especialistas
en esoterismo dan por sentado que uno de los elementos de atracción de esta
comarca para los templarios fue el oro de las Médulas, esa gigantesca y aún hoy
imponente explotación romana abandonada en el siglo III de nuestra Era. Para
Atienza, por ejemplo, no existe ninguna duda de que en mayor o menor medida se
aprovecharon e incrementaron sus riquezas con estos yacimientos, cercanos al
Lago de Carucedo, cargado de leyendas con ecos atlantes.
La presencia de una importante corriente espiritual y
eremítica desde el siglo VII seria otro hecho a destacar: San Fructuoso y sus
herederos construyeron iglesias de apariencia sencilla pero cargadas con todo
el saber que el mundo esotérico otorga a los constructores medievales. Además,
estamos en una zona donde son abundantes las ferrerías, atendidas por maestros
que dominaban los secretos de un elemento fundamental en las culturas
tecnológicas: el hierro, con su particular aire legendario.
Otros elementos a tener en cuenta son la cercanía de un
pueblo misterioso y legendario como los maragatos –con instalaciones como la de
Rabanal, cercanas también al oro– o de enclaves eminentemente sagrados desde
tiempos remotos como pueden ser los picos del Teleno, la Aquina o el cercano
Campo de las Danzas.
un
castillo con claves secretas
La administración templaria parte de una unidad mínima
que es la encomienda o bailía,
conjunto territorial al mando de un comendador, de vida monacal. En un rango
superior se encuentra la provincia, bajo el mando de un Maestre provincial. De
las doce provincias occidentales, dos eran peninsulares: la
castellano-portuguesa y la aragonesa-catalana. La bailía se formaba a partir de
donaciones, compras y aportaciones de los miembros. Las principales donaciones
fueron reales, de carácter estratégico o defensivo, caso de Ponferrada.
A lo largo del siglo XII, el Bierzo adquiere un auge
importante, mejorando la agricultura, la ganadería y creciendo la población de
los núcleos urbanos. Ya hemos visto que en 1178, por donación del rey Fernando
II, los templarios reciben Ponferrada en un momento, no lo olvidemos, en el que
el frente de batalla estaba lejos, en tierras extremeñas. Se dice que el propio
rey hubiera preferido ceder a los caballeros un punto más próximo a la línea
del frente pero que estos exigieron instalarse en Ponferrada.
La tesis de la defensa del peregrino también se tambalea
si se analiza la escasa presencia de la orden a lo largo de la Ruta, con apenas
otro par de posesiones en Castilla, Galicia y Navarra. En parte, ya hemos visto
que la orden buscaba algo más. En la villa protagonizan, además, un episodio
oscuro: en el año 1204 son expulsados de ella por un período de siete años.
¿Lucha de intereses con los monasterios cercanos con los que sostuvieron, como
veremos mas adelante, importantes pleitos? Las incógnitas son todavía muchas.
En cualquier caso, entre finales del siglo XII y
principios del XIII, los templarios estaban en Ponferrada construyendo la
fortaleza que hoy lleva su nombre. La historia ortodoxa cuestiona hoy el
alcance de lo templario en la construcción conservada hoy en ruinas. Como
ocurre con la arquitectura militar, este sector de la investigación sostiene
que tampoco se puede determinar con claridad si los edificios religiosos
atribuidos a la orden “fueron elevados por los templarios o si, por el
contrario, les fueron encomendados ya construidos”. En cualquier caso, no es la
ortodoxia lo que nos interesa ahora sino los laberintos de la leyenda y, en
este sentido, el castillo de Ponferrada es un autentico paradigma del
templarismo español.
Inmediatamente relacionado con la propia construcción del
castillo y los templarios, surge el mito de la aparición de la virgen, que algunos
autores, quizá exagerando su celo histórico, se atreven incluso a fechar en el
año 1200. Estamos, además, ante una Virgen Negra.
Otro elemento vinculado a los templarios ponferradinos es
el Lignum
Crucis, objeto formado, según algunos autores, por la superposición de
dos cruces ya conocidas: la griega de cuatro brazos iguales sobre la Tau en
forma de T mayúscula. Estamos de nuevo ante una dualidad que integra la cultura
de Oriente mediante la esotérica cruz griega y la de Occidente a través de la
esotérica tau. Pues bien, en el Museo de la Catedral de Astorga se guarda el
Lignum Crucis o relicario de la Vera Cruz que la tradición atribuye a los
templarios de Ponferrada y sobre cuyos poderes existen un par de leyendas poco
conocidas en las que merece la pena detenerse.
La primera nos presenta a un caballero templario berciano
prisionero de los musulmanes que lleva consigo como reliquia un precioso Lignum
Crucis de oro. Cuando es registrado por los infieles para buscar armas u
objetos de valor antes de ser vendido como esclavo, el templario se encomienda
a la Virgen de la Encina. Sorprendentemente, los carceleros no le encuentran la
cruz, que se hace diminuta durante el registro. Conducido como esclavo a
Alejandría, el caballero mantiene su fe en la Virgen de la Encina y, a lo largo
de siete años de cautiverio, la intercesion de la Madre impide que la preciosa
reliquia sea descubierta. El año séptimo, coincidiendo con la fiesta de la
Virgen, el templario se durmió encadenado en su celda despertándose al día siguiente.
Cargado de cadenas, ante los pies del altar de Nuestra Señora de la Encina en
Ponferrada.
La otra leyenda relaciona el tradicional milagro de la
aparición de la Virgen en una encina con el simbólico objeto. Alarcón recoge
en A la sombra de los templarios: interrogantes sobre esoterismo
medieval un romance popular que cuenta la historia:
Cubierto de sangre y gloria
un caballero templario
a Ponferrada volvía
de la batalla de Alarcos.
Pero su alma se dolía
de mas grande herida y daño,
pues la Vera Cruz perdida
quedo en la rota de Alarcos.
Y en la copa de una encina
entre celestiales cantos,
se le muestra una mujer
con un niño entre los brazos.
Pero el mismo el otro día
de muchos acompañado,
fue al bosque, busco una encina,
abrió el tronco de un lanzazo,
y dentro de el una imagen
de la Virgen encontraron;
la cual sonriente mostraba,
prendida en la diestra mano,
la divina Vera Cruz
del caballero templario;
allí mismo en breves días
se edifico un santuario.
La leyenda, efectivamente, cuenta la aventura de un
caballero templario de Ponferrada que participó en la batalla de Alarcos, en la
que Alfonso VIII fue derrotado
por los musulmanes. Tal caballero, portador de un estandarte con la vera Cruz
traído de Jerusalén, cayó en el fragor de la batalla perdiendo la preciada
reliquia. De vuelta, cabizbajo, a Ponferrada, se le apareció en un encinar una
lama luminosa exculpándolo y alabando su valor en la batalla, que le pidió que
volviera al día siguiente con sus compañeros del castillo.
De vuelta al día siguiente los caballeros al bosque,
identifico el guerrero la encina del día anterior y, al no hallar nada
destacable, golpeo el árbol con un hacha, apareciendo en su interior la imagen
morena de Nuestra Señora con el niño en un brazo y la Vera Cruz perdida en la
batalla en el otro.
Esta versión no contradice el origen legendario de la
imagen, traída de Jerusalén por Santo Toribio en el siglo V y oculta en el
tronco de una encina ante el peligro de los avances infieles. Toribio, que
llego a ser Obispo de Astorga, tiene tras de sí otras historias que lo
relacionan con el Temple y con las vírgenes negras, aunque algunos autores,
paradójicamente, lo colocan como martillo y perseguidor de la herejía
priscilianista en la diócesis.
Las vírgenes negras comienzan a aparecer alrededor de los
siglos XI-XII y en ellas los templarios hacían confluir a la Maria cristiana,
la diosa tierra céltica, la Isis egipcia y la piedra negra cósmica. Casi
siempre en la leyenda de su aparición aparece su origen oriental y el lugar
donde se hallan tienen un fuerte contenido de culto antiguo. En este sentido,
la Virgen de la Encina podría estar emparentada con la Virgen Negra de
Monsacro, en Asturias, custodiada por misteriosos frates, traída también de
Jerusalén por Santo Toribio y en cuyo pozo tomaban los peregrinos un puñado de
tierra curativa, como recuerdo del lugar de culto megalítico a la Gran Madre.
La imagen original de la Encina, sustituida por la actual del siglo XVI, hay
quien sostiene que fue robada por un sucesor del Temple y que volverá a
aparecer cuando resurja la Orden.
De entre la abundante literatura esotérica sobre el
Castillo de Ponferrada es muy de destacar, por su originalidad, la teoría
apuntada por Luis Sanjuán en un libro publicado a mediados de los años setenta,
Sanjuán recientemente fallecido, era medico de profesi6n y, además de un
enamorado de su tierra, la llevo con sus planteamientos a los territorios de la
leyenda y el mito, a la reconstrucción de un referente colectivo heterodoxo de
impresionante atractivo.
En resumen, la teoría de Luis Sanjuán es que el castillo
fue construido mediante un plan preestablecido que dejó marcado en su propia
estructura arquitectónica torreada un mensaje cifrado que ofrecería la clave
para acceder a los subterráneos de la fortaleza. El autor sostiene que descifró
la clave y halló esa entrada pero que no consiguió permiso para continuar su
investigación. En este subterráneo estaría depositado un objeto de extrema
importancia simbólica. Un objeto que bien podría ser, en su opinión, el
mismísimo Arca de la Alianza, rescatada por la orden templaria del Templo de
Jerusalén y escondida en estos valles perdidos y plenos de referencias mágicas
del noroeste peninsular. Aunque con menos argumentaciones, Antoine Nolla
prefiere pensar en el castillo como depositario del Grial.
Atienza es más cauto en sus opiniones y menciona en uno
de sus últimos trabajos, sin citar a Sanjuán, a “estudiosos que han definido
como mágica la estructura misma del recinto fortificado llegando incluso a
identificar cada una de sus torres como una estructura edificada conforme a
reglas zodiacales”. Este autor dice que “tal vez sea arriesgada esta
aseveración, ya que se sabe que la fortaleza fue profundamente modificada
durante los siglos posteriores a la estancia templaria en aquellos
andurriales”. No cede, sin embargo, Atienza y acaba subrayando que “incluso las
mas recientes catas arqueológicas llevadas a cabo en el recinto fortificado dan
cuenta de hallazgos, como medallas y piezas de cerámica de los siglos XII y
XIII, en las que surgen los símbolos ocultistas y las señales de reconocimiento
del Temple y de sus allegados, los constructores de las logias”.
más
puntos de vigilancia
Aunque el castillo ponferradino es sin duda el enclave
templario más importante de la comarca, no es el único. La Orden tejió una red
a lo largo de toda esta tierra que es más o menos amplia en función de quien
interprete los signos.
Pocas dudas ofrece que el castillo de Cornatel fue
templario. Su vinculación con la orden ha quedado reflejada para siempre en el
episodio bélico de El Señor de Bembibre. Rebautizado por los
templarios como Ulver, que Atienza hace derivar de Ullw=fuego, la fortaleza,
fechada en torno al siglo XI, es adjudicada a los caballeros por autores como
Madoz, Luengo y Quintana, quien sostiene que perteneció a ese grupo hasta la
extinción de la orden. Tiene forma de pentágono irregular y la leyenda dice que
la construcción esta asentada sobre una gran cueva cuya entrada es difícil de
encontrar pero que permitía bajar hasta el río en caso de asedio. También
circula la historia de que de él parte un largo túnel de unos diez kilómetros
que lo comunicarían con el castillo de Ponferrada.
Aunque con mas titubeos, autores hay que hacen templarios
los castillos de Balboa y Vega de Valcarce, a los que se le atribuyen labores
de vigilancia sobre el espacio griálico cercano del Cebrero, e incluso al de
Bembibre, prácticamente desaparecido, que Atienza califica como pequeña
sucursal o avanzadilla de Ponferrada.
Templaria fue también la iglesia de San Miguel de
Corullón (citada como tal por Quadrado y Luengo), que en plena Edad Media no
aparece entre las posesiones del Obispado ni del Monasterio de Carracedo.
Construida antes de la llegada de los caballeros, según Atienza “fue convento
de templarios cuando estos entraron en posesión de los territorios bercianos
que comprendía Ponferrada”. Como dato que corrobora esta tesis, aunque más de
la mitad de las iglesias templarias localizadas en Castilla y León están bajo
la advocación de la Virgen, es frecuente también la de San Miguel, santo de
carácter militar.
Muy cerca de este lugar, la iglesia de San Juan, en San
Fiz de Corullón, podría haber pertenecido a la orden. Este espacio sagrado pasó
a los Hospitalarios, herederos de muchas propiedades templarias. San Martin de
Pieros, consagrada por Osmundo en 1086, les perteneció también al menos desde
1224. Un documento citado por Quintana menciona a un tal Domingo Fernández como
comendador. Atienza, que ubica en este lugar un castillo, lo señala como uno de
los puntos que formaba parte del cinturón en torno a las Médulas. Aunque fuera
de las fronteras estrictamente bercianas, en las cercanías y en pleno Camino de
Santiago, aparece el espacio templario de Rabanal del Camino, cuyo convento
dependía de la encomienda de Ponferrada y se dedicaba a labores de vigilancia
de las cercanas minas de oro.
Asimismo, parece claro que hacia el año 1300 los
templarios tenían propiedades en la zona de Valdueza, chocando sus intereses
con los de los monjes de San Pedro de Montes, con quienes mantuvieron largos
pleitos. Reivindicando una heredad en Villabuena, el Temple se ampara en el
privilegio otorgado por Alfonso XI en 1211 pero la sentencia real apoyará al
monasterio.
Otros autores amplían la nomina de influencia templaria a
puntos como Puente de Domingo Flórez, Priaranza,
Borrenes, Espinoso de Compludo, Tremor... Mezclando literatura con historia, no
falta quien incluya entre las posesiones templarias la derruida y recientemente
semireconstruida ermita de la Aquiana, donde Don Alvaro Yáñez, el enamorado
Señor de Bembibre de Gil y Carrasco, paso sus últimos días como eremita.
Frente a los excesos interpretativos de algunos autores y
la racionalidad histórica de otros, de lo que no cabe ninguna duda es que en el
Bierzo la presencia templaria ha dejado huellas que permanecen, más o menos
visibles, casi setecientos años después de la desaparición de la orden. Aunque
se ha especulado mucho sobre los templarios quizá, como señala Victoria Sendón
de León, por el reto mismo que ello supone, lo cierto es que no existe nada
definitivo cuando de lo que se trata es de explotar no los signos visibles,
sino las claves que hicieron nacer esas mismas señales. Huellas que hacen de
esta tierra una región mágica que a veces desaparece sin que nos demos cuenta,
como tan bien definió el escritor Manuel Vázquez Montalbán al Bierzo,
regalándonos algo mas que un hermoso eslogan turístico publicitario.
ALQUIMIAS Y MILAGRERÍAS
JUSTO MAGAZ
una
ciencia oculta
Las artes de la Alquimia tienen una larga tradición que
se remonta a los tiempos oscuros; durante la Antigüedad tuvo un gran
desarrollo, llegando a Europa en la Edad Media a través de los árabes
españoles. La Alquimia es un saber oculto y secreto; para algunos, una parte de
la Filosofía natural cuyas operaciones y conocimientos solo son transmitidos a
los hijos de la luz. Es ciencia que enseña a transmutar las sustancias y a
transformar los metales bajos en verdadero oro y plata. Su finalidad es la
búsqueda de la piedra filosofal o elixir.
Las descripciones que de la piedra filosofal hacen los tratadistas nunca son
precisas, dado su deliberado hermetismo; unas veces hablan de ella como de
piedra sólido, capaz de transformar los metales como el plomo, estaño o cobre,
hierro y mercurio en metales preciosos; otras veces afirman que es polvo sutil,
que sirve para proyectarlo sobre los metales innobles y transmutarlos en oro.
Tampoco aclaran si la piedra filosofal y el elixir son la
misma sustancia, pero a una y a otro le atribuyen propiedades y funciones
distintas: la piedra actúa sobre los minerales y el elixir sobre los
individuos. Para unos el elixir es la misma piedra filosofal reducida a agua
mercurial. En cuánto materia inanimada, la piedra filosofal es la sustancia
excelsa de todos los filósofos, que posee naturaleza sutil y noble, oculta a
los ignorantes y a los indignos.
El elixir es
el elemento purificador de los cuerpos, y tiene virtudes más eficaces que todas
las medicinas de los médicos, porque es capaz de sanar toda enfermedad que
proceda del calor o del frío, mantiene intacta la salud, ayuda a conservar la
fuerza y la eficacia. Se trata de una
medicina que a través de operaciones manuales secretas y mediante el empleo del
calor del fuego confiere a los cuerpos la salud plena. Es la medicina que ha de
ser buscada antes que todas las otras medicinas, y que todas las riquezas del
mundo, porque quien la posee tiene un tesoro incomparable. Por eso mismo es
también de naturaleza oculta.
De cualquier modo, bien bajo la modalidad de materia
inanimada o de materia orgánica, la piedra filosofal y
el elixir de los alquimistas entroncan con el sentir popular
acerca de numerosas creencias sobre los efectos benéficos de materiales, a
veces fabulosos –como puede ser el cuerno del alicornio–, o de
líquidos, aunque sean modestos brevajes, pócimas y ungüentos que utiliza la
medicina popular.
El carácter secreto de esta sabiduría es una nota
característica que destacan todos los alquimistas. La obtención de oro
artificial podía ocasionarles graves peligros, y hasta la mera sospecha de
haber descubierto el secreto para su elaboraci6n resultaba extremadamente
peligroso, porque quedaban expuestos a la avaricia de príncipes y personas de
mala voluntad. Por eso los alquimistas no deseaban compartir con otros sus
conocimientos, que podían ser de incalculable valor, y los rodeaban de un
absoluto misterio. Acostumbraban a expresar sus teorías mediante un lenguaje
enigmático, mezclándolo con toda clase de alegorías, metáforas, alusiones y
analogías. Debido a tales expresiones crípticas nunca existe certeza absoluta
de saber silos textos alquímicos describen experimentos prácticos o si solo
expresan alegorías en un lenguaje simb6lico.
tratados
de la alquimia hispánica
En torno al Toledo de los siglos XI y XII, abigarrada
síntesis de culturas, surgió una floreciente alquimia hispánica, cultivada por
importantes tratadistas y traductores, nacionales y extranjeros, que se dieron
cita en la ciudad del Tajo. Este foco floreciente, desarrollado en torno a
alquimistas de origen árabe y judío, irradió a los territorios del norte y se
extendió por Europa. Eran los tiempos de Hugo de Santalla, ese medico medieval,
mitad científico y mitad mago, cuya adscripción al Bierzo no ha sido todavía
probada, como bien quisiera Ramón Camicer. Hugo de Santalla reunió en sus
escritos toda una síntesis de la renovada alquimia medieval, ocupándose de las
predicciones meteorológicas, o del arte de adivinar por puntos y rayas. A el se
debe una versión de La Tabla
Esmeralda o Tabula Smaragdina que, hasta 1923 en
que se descubrió el texto árabe, era prácticamente la única conocida por la
tradición occidental.
La Tabla Esmeralda constituye
un texto fundamental de la tradición alquímica, ampliamente comentado a través
de los siglos por todos los estudiosos de las ciencias ocultas. La tradición
atribuye la autoría de la obra a Hermes. Su descubrimiento se atribuye a Sara,
la mujer de Abraham, y dice la leyenda que en su forma original se encontró en
una cueva, escrita en caracteres fenicios, sobre una lámina de esmeralda. Está
escrita en un lenguaje alegórico, con profusa utilización de expresiones
herméticas, difíciles de comprender. Quienes se han ocupado de interpretar el
texto consideran que en la Tabla se expresa la idea de que los poderes del alma
cósmica se pueden concentrar en la piedra filosofal, poderes que
capacitarían las transmutaciones.
Sin embargo, el texto más antiguo de la alquimia
occidental es la Schedula
diversarum artium, atribuida a un monje llamado Teófilo, en la cual se
diferencia el procedimiento árabe del procedimiento hispánico para la obtención
de oro. Según el modo árabe el oro se acrecentaba añadiendo a este metal noble
cobre rojizo; el procedimiento hispánico resultaba mas complejo, porque, además
de cobre rojo, requería vinagre, sangre humana y polvo de basilisco. El
basilisco era un reptil de extrañas características, con un poderosísimo
veneno, y que en algunas iconografías medievales se representaba en forma de
pájaro reptil con cresta de gallo y cuernos. Según creencia de los alquimistas,
este animal mataba a los metales y los convertía en plata y oro.
Otro texto de gran interés, estrechamente relacionado con
la tradición alquímica, es el titulado Doce Experimentos con piel de serpiente pulverizada, obra de
Johannes Paulinus, también conocido
como Juan Hispano. Trata de los secretos para curar las enfermedades y
preservar a las gentes de ciertos peligros. La serpiente constituye el símbolo
más significativo de la renovaci6n cíclica de la existencia, porque, según
creencia popular, a través de los sucesivos cambios de piel, se rejuvenece
constantemente. Por eso mismo, se consideraba que los polvos de serpiente
tenían propiedades maravillosas, virtudes preventivas y curativas; permitían
adivinar el futuro, vislumbrar los secretos ocultos, preservar de venenos, y
además asegurar el amor de las mujeres.
Está todavía por realizar el estudio sobre la alquimia en
el Bierzo. Quiero decir con ello que nada se ha hecho aun por estudiar la
influencia que los tratados alquimistas han ejercido en el pensamiento,
creencias y convicciones de las gentes bercianas. Estoy convencido que un
estudio de la obra de los escritores bercianos, religiosos o laicos, eruditos o
legos, revelaría ideas y opiniones tomadas o relacionadas con la tradición
alquímica. Tales ideas y creencias se pueden apreciar todavía en la tradición
cultural de nuestros pueblos en forma de sortilegios, leyendas, remedios
caseros, exorcismos, etc. Todavía muchos ancianos hablan de la sabiduría
contenida en un misterioso Libro, que muy pocos han visto, siendo más los que
han oído hablar de él. Se trata del Libro
de San Cipriano, también conocido en el noroeste como Ciprianillo,
y que ha sido muy estimado entre buscadores de tesoros, coutadores y
curanderos. Constituye el tratado más reciente que ha llegado hasta nuestros
días, cuya vinculación con la alquimia es innegable, y cuya influencia ha sido
enorme en aquellos lugares y poblaciones donde perviven los restos de creencias
populares, supersticiones, mitologías, especialmente en las zonas lindantes con
Galicia.
los
aparatos y las operaciones alquímicas
Todo alquimista precisa un laboratorio donde reunir diversidad de
aparatos con los que practicar experimentos, ensayos y pruebas tendentes a
reducir los metales a oro y plata y a obtener una sustancia benéfica para la
salud. Entre los aparatos que no pueden faltar en un laboratorio de alquimista
se hallan hornos de varios tipos, sublimatorios, crisoles y alambiques.
Los hornos los utilizaban en operaciones de distinto tipo, pero sobre todo para
la calcinación. La calcinación consiste en obtener
polvo fino por medio de la combustión de un material sólido. El polvo puede
obtenerse también a través de maceración, pero en este caso el polvo continúa
manteniendo su estado mineral; como no implica cambio de sustancia, el polvo
así obtenido no es valido para el alquimista, porque lo que mueve su ánimo es
el cambio de estado de los metales. Era creencia común entre los alquimistas
considerar que disponiendo de una temperatura suficientemente elevada
alcanzarían más fácilmente la transformación de los metales; para conseguirlo
insuflaban aire en la combustión mediante soplillos; de ahí les viene a los
alquimistas el apodo despectivo de soufleurs (sopladores).
Un horno distinto es el athanor; éste se
construye para mantener siempre continuo el fuego, e introducir en él, llegado
el momento, la piedra filosofal o el elixir. Su
interior posee un recipiente lleno de cenizas, y en medio se coloca la vasija
con la sustancia que se desea mantener permanentemente caliente.
Para la sublimación de los metales se utiliza un horno
diferente, denominado sublimatorio. La sublimación consiste
en calentar una sustancia hasta evaporarla, y a continuación, por enfriamiento,
en condensar el
vapor hasta dejarlo en estado sólido. El horno de sublimación tiene de
particular una barra de hierro en sentido transversal, situada a unas cinco
pulgadas del fondo; en el interior del horno se introduce una vasija de
cristal, redoma, con la sustancia que va a ser sublimada, colocada
sobre un soporte de hierro, pero sin tocarlo. Por la parte superior se cierra
con un disco de hierro preparado para que pueda sobresalir el cuello de
la redoma y expulsar los gases de la combustión. Sobre la boca
de la redoma se ajusta un receptáculo cónico que recoge la sustancia sublimada.
El crisol de los alquimistas es un
recipiente de arcilla empleado en la fusión de metales; ha de estar hecho de
arcilla muy resistente para soportar el fuego de la combustión; podía ser de
una pieza o de dos. El crisol compuesto consistía en una vasija inferior sobre
la que se colocaba la superior con el fondo perforado; en este se introducía la
ganga (metal con impurezas) y el fundente; calentando el horno, el metal se
derretía descendiendo al crisol inferior y dejando arriba la escoria.
Los alambiques eran especialmente
utilizados para la destilación, pero también para la sublimación.
El alambique consiste en dos recipientes unidos entre sí por un tubo de
liberación. En el primer recipiente, llamado redoma o cucúrbita,
introducían el líquido de la destilación; el segundo recogía el producto, una
vez condensado. Las diferentes uniones del alambique se sellaban con una pasta
especial hecha de harina o arcilla, y que con el tiempo se llamó, en el
lenguaje pomposo de los alquimistas, arcilla
de filósofo o arcilla de la sabiduría. La destilación
por medio de alambiques la practicaban los alquimistas para la obtención de
ungüentos, aceites y esencias. Un alambique especial de doble reflujo lo llamaban pelícano por
la semejanza con este animal; estaba formado por cucúrbita y crisol,
unidos ambos por dos asas, y se empleaba para destilar una sustancia repetidas
veces. El resultado más espectacular de la destilación en alambiques fue la
obtención del alcohol, hecho que tuvo lugar en el siglo XII. Como resultado de
múltiples destilaciones del alcohol los alquimistas hablaban de obtener
el aqua ardens, sustancia próxima al elixir, que según creencia
curaba todos los males.
prácticas
alquímicas en el bierzo
La búsqueda de oro en el Bierzo tiene una larga historia, que se
remonta, por lo menos, al tiempo de los romanos, y continúa hasta tiempos
cercanos con las aureanas del Sil. Sin embargo, no se tiene
constancia de prácticas alquímicas en el Bierzo para
obtener oro artificial. Sí existe, en cambio, una larga tradición en la
transformación de los metales. El origen de la actividad metalúrgica en el
Bierzo puede rastrearse en la Edad Media a través de los tumbos y cartularios
monásticos. Pero
las noticias fidedignas mas antiguas son del siglo XV, con la confirmación de
las herrerías de Ponte Petri y San Vitor en la merindad de Aguiar. La historia
de las ferrerías bercianas puede seguirse en la obra de J. A. Balboa. Aquí solo
nos interesa resaltar las similitudes del saber de los ferrones con el arte de
la alquimia.
El elemento más importante de las ferrerías era el horno
–que ya hemos visto entre los aparatos de laboratorio de los alquimistas–, en
el cual se producía la reducción de los óxidos de hierro a metal. Este proceso
se llevaba a cabo utilizando carbón vegetal como combustible, que se mezclaba
con la mena o vena, así llamado el mineral de hierro. Con el fin de
facilitar la reducción se provocaba monóxido de carbono insuflando un chorro de
aire mediante barquines, aparatos que recuerdan a los soplillos del
alquimista. Solo en el siglo XIX esos aparatos fueron sustituidos en el Bierzo
por trompas de aire. Durante tres o cuatro horas seguidas se
añadía al homo encendido carbón y mineral, al tiempo que se eliminaba la
escoria. Por efecto del calor, las partículas de hierro se adherían unas a
otras, separándose de la escoria, y formándose una masa sólida y porosa que en
el Bierzo llamaban goa, aunque fuera de él es más conocida con el
nombre de zamarra. Esta masa irregular estaba formada por metal de
hierro con impurezas de escoria, que solo se eliminaban bajo el golpeteo
insistente del mazo.
Otra operación practicada por los ferrones bercianos
recuerda también los experimentos alquímicos. Se trataba de la calcinación de
la vena. Una vez transportado el mineral a la ferrería, se extendía
en un descampado denominado ragua, donde lo trituraban. A
continuación, en el mismo lugar, reunían
el mineral y formaban una gran pila con él, añadiéndole madera gruesa de roble
o castaño. Seguidamente procedían a su calcinación, prendiéndole fuego.
La pila permanecía ardiendo durante varios días, en el transcurso de los cuales
la limonita o el oligisto utilizado se transformaba en oxido férrico, sólido y
muy poroso. Los ferrones del Bierzo se referían a toda esta operación hablando
de raguar la vena. Era un procedimiento directo, mas lento y
primitivo que el que se realizaba en el horno, aunque ambos resultaban
complementarios; tan primitivo era que recuerda los procedimientos empleados
por ciertas tribus de África central, que hasta hace poco llenaban con mineral
de hierro pozos abiertos en el suelo y avivaban su combustión con carbón
vegetal y soplando con la boca. Ninguno de los dos procedimientos utilizados en
las ferrerías bercianas alcanzaban la temperatura de fusión (1.535
grados Celsius). Mientras en los hornos se podían alcanzar hasta los 1.200
grados Celsius, en la ragua se obtenía una temperatura
inferior.
Como el saber de los alquimistas, los conocimientos que
los ferrones poseían sobre la obtención del hierro constituía una sabiduría esotérica,
mantenida en secreto dentro del grupo. Las historias conservadas sobre estos
personajes hablan de seres huraños, esquivos y poco sociables, quizá de origen
foráneo (vascos en algún caso). Es cierto que las ferrerías estaban alejadas de
los núcleos de población, y quienes trabajaban en ellas constituían un grupo
humano cerrado, lo que debió acentuar su aislamiento. Pero también se dice de
ellos que se rodeaban de cierto misterio y rehuían el contacto con los
semejantes. De ellos se habla aun con asombro por la riqueza que un día
llegaron a acumular. Tampoco puede resultar extraño, porque los habitantes de
los pueblos de los contornos, al llegar las épocas del año en que las labores
agrícolas menguaban, acudían como venagueros a las escarpadas
cumbres del Formigueiros –arriba de La Seara (Lugo)– a transportar el mineral
de hierro hasta las ferrerías. Transitaban con sus carros en jornadas
interminablemente duras y penosas por caminos angostos a cambio de una módica
paga. Se cuenta en Lusío de uno de estos ferrones que llego a acumular en su
domicilio tanta riqueza en monedas de oro y plata, que, suscitando la envidia
de algunas personas, le asaltaron una noche la vivienda y se la incendiaron.
Causaba fascinación y estupor, dicen, contemplar el fulgor del oro y de la
plata cayendo derretida por entre los muros y maderas del edificio. Leyendas de
este tipo son bastante frecuentes, y nos devuelven al objeto de nuestro asunto,
la obtención oscura de los preciados metales.
En nuestra comarca la aplicación más frecuente de la
destilación ha consistido en la elaboración del aguardiente para orujo, actividad
que se viene realizando, más antes que ahora, en los días próximos a la
Navidad. Para ello se utiliza la alquitara, compuesta de pota y capacete.
La pota es el recipiente inferior, en el que se introduce el bagazo. Sobre la
pota se coloca el capacete lleno de agua fría. La unión de ambos recipientes se
cubre con masa de harina, que recuerda en alguna manera la arcilla del
filósofo. El fuego que se enciende bajo la pota hace que el bagazo emita
vapores, que al paso por el capacete se condensan y salen al exterior en forma
de gotas. La destilación de aguardiente ha sido una práctica habitual en estas
tierras. Por las zonas lindantes con Galicia era frecuente que poteiros de
Orense, provistos de alquitara, se desplazaran por los pueblos destilando
orujo. Como al aqua ardens de los alquimistas, al orujo
siempre se le han atribuido propiedades medicinales: se sigue utilizando
todavía como eficaz remedio contra males y dolores, convirtiéndose en algunos
casos en misterioso elixir que alarga la vida.
milagros
y prodigios
Existe un conjunto de fenómenos y acontecimientos
extraordinarios a los que, en el transcurso de los siglos, se les ha venido
atribuyendo naturaleza sobrehumana o sobrenatural, habiendo sido interpretados
como producto de fuerzas no controladas por el hombre. Se trata de acciones
prodigiosas que operan donde existe fe religiosa, y, por tanto, constituyen
para los creyentes una realidad llena de simbolismo. Sin duda, existen
condicionamientos culturales y predisposición
sicológica según Los cuales las personas creen percibir lo sobrenatural a
través de lo extraordinario. El cristianismo en esto no ha sido distinto a
otras concepciones religiosas; difundió la idea de milagro como una acción de
la Providencia, aunque estableció una separación rigurosa entre lo que
considera milagro y lo que es prodigio. Milagro es toda intervención divina en
los asuntos de cada día. Esta intervención puede resultar de una acción
directa, o puede realizarse por mediación de personas investidas del favor
divino. Con el cristianismo los prodigios pasaron a ser considerados el
resultado de acciones relacionadas con la magia, y fruto de la intervención de
fuerzas diabólicas. Las proezas de los magos, las revelaciones de los adivinos
y los resultados de los exorcistas paganos fueron declarados perversos y obra
de Satán. Milagros y prodigios, sin embargo, solo parecen separados por el
poder en nombre del cual se realizan.
El Santoral esta lleno de acciones maravillosas, que,
realizadas en nombre de Dios, atestiguan sobre la santidad de las personas que
las realizaron. En la religión popular los santos son vistos como
intermediarios e intercesores, y son mejor apreciados por su proximidad a los
hombres. De los santos se espera que en vida realicen hechos prodigiosos. Tras
su muerte se espera que su santidad quede confirmada con la realización de
milagros. Tocar un objeto que ha pertenecido al santo, o el instrumento de su
suplicio, permite garantizar su protección frente a las calamidades naturales o
frente a las perversidades de los hombres o de los demonios. Las reliquias, por
tanto, cumplen la triple función de proteger de los peligros, de otorgar
prosperidad a la comunidad, y de proporcionar una identidad colectiva bajo la
figura del santo patrón.
Un repaso a la hagiografía berciana demuestra que la vida
de los santos que habitaron en el Bierzo esta llena de sucesos y fenómenos que
escapan de lo habitual. Siendo el Bierzo tierra donde se asentaron tantos
monjes y anacoretas no podían faltar aquí acciones atribuidas a la naturaleza
divina o a la santidad de sus gentes. Valerio del Bierzo dejo constancia en sus
escritos de diversos monjes y gentes piadosas que en aquellos lejanos tiempos
destacaron por su religiosidad, y se vieron favorecidos con la realización de
hechos maravillosos. No se trata de hechos extraordinarios por su grandeza o
trascendencia, sino de sucesos que llaman la atención por su sencillez,
simplicidad y la simpatía con que se realizaron. De Fructuoso cuenta el autor
de su biografía que, habiendo salvado de morir a una cervatilla, esta se había
tornado domestica y había seguido al santo durante mucho tiempo en señal de
agradecimiento. En otra ocasión en que el santo estaba recibiendo una tanda de
duros golpes de parte de un desconocido, con solo hacer el santo la señal de la
cruz, el impertinente atacante había caído fulminado al suelo arrojando espuma
y sangre por la boca. Se cuenta también de el una leyenda según la cual habría
liberado al pueblo de Montes de una gigantesca serpiente que asolaba el valle
devorando a hombres y animales. Otras muchas anécdotas relata el cronista de
Fructuoso, y que están recogidas entre los escritos de Valerio.
De entre los eremitas y monjes que menciona Valerio se
encuentran algunos otros que también se vieron favorecidos con el poder de
obrar prodigios. Uno de ellos, Saturnino, era un santo varón, piadoso y muy
milagrero, que, cegado por el orgullo, acabo en el camino de la perdición. Dos
monjes, Bonelo y Baldario, tenían visiones extraordinarias, según las cuales
accedían a ver el cielo en toda su belleza y beatitud, o contemplaban el
infierno con su espanto.
Cuenta un monje de Carracedo, llamado Herberto, que en
Corullón el ermitaño Domingo mantuvo numerosas batallas contra el demonio, el
cual se le presentaba en abyectas y repugnantes apariciones. En su retiro se
vio obligado a soportar persecuciones, tratos violentos que por la noche le
impedían conciliar el sueño, y que terminaron por quebrantar su salud. La
firmeza y decisión con que supo defenderse de tantas iniquidades le granjearon
el favor del Altísimo, recibiendo el consuelo inefable de visiones
sobrenaturales. Cada día recibía del cielo la ración de comida necesaria para
su sustento, y, animado de espíritu profético, desfase que podía prever los
acontecimientos futuros.
Genadio fue otro penitente de aquellos pasados tiempos,
que llegó a ser abad de San Pedro de Montes y obispo de Astorga. No se cuentan
de él prodigios que hubiera realizado en vida, pero sí tras la muerte. Junto al
nacimiento del río Silencio había mandado hacer unas cuevas, cuenta Madoz en su
Diccionario, para llevar vida eremítica en aquel apartado lugar. Una vez que
había muerto, las gentes de los alrededores acudían el día de la natividad de
san Juan Bautista a colocar coronas de flores en las cruces que existían en la
entrada de las cuevas, y recogían allí bolsas de polvo, porque atribuyan a
aquella tierra propiedades salutíferas para los enfermos.
La noticia, así transmitida por Madoz, parece el relato
de alguna romería anual con elementos de supersticiones populares. La versión
de los cronistas monásticos recoge una tradición que se remonta a los días de
la muerte de Genadio. Según esta tradición, al morir el Santo, la devoción por
el prendió con rapidez entre los pueblos de los contornos, de manera que su
tumba se convirtió pronto en lugar de peregrinación para muy diversas gentes;
de ella emergía una dulce fragancia, y la tierra que cubría su cuerpo, en
contacto con las reliquias, se había transformado en elemento de salud. Según
la creencia popular, la tierra recogida en ese lugar tenía efectos milagrosos y
proporcionaba la salud a los enfermos.
En este muestrario de hombres no esta de más proporcionar
algunos ejemplos de mujeres piadosas que igualmente se vieron favorecidas con
mercedes divinas. Sor Ángela Francisca de la Cruz fue una monja, dominica
primero y cisterciense después, que nació en Cubillos del Sil en 1664. Desde
pequeña se dio
a penitencias y devociones, alcanzando éxtasis frecuentes. Afirmábase de ella
que tenía visiones religiosas, durante las cuales recibía revelaciones y otros
favores divinos. Entrando en sospechas la Inquisición, fue examinada en
Valladolid por teólogos experimentados, aunque finalmente salio absuelta por el
Tribunal. Otra monja visionaria fue Ana Maria Gavilanes. Nacida en Bembibre,
llego a abadesa del convento de Sancti Spiritus de Astorga. Se le atribuyen
sucesos extraordinarios, como la salvación de diversas personas. De cuando en
vez se le aparecía el diablo en formas muy diversas, llegando a verlo en alguna
ocasión bajo la figura de un pavo real.
Milagros y prodigios se atribuyen en todos los pueblos a
sus santos preferidos; es el caso de santo Tirso en Villafranca, Librán o
Cabarcos, y san Juan en Carucedo. Otro tanto ocurre con la devoción mariana. La
Virgen de la Encina tiene una larga tradición en intervenciones milagrosas,
especialmente en casos producidos por incendios, guerras, partos difíciles, o
caídas a pozos de agua; muchos de estos casos han sido recogidos por sus
glosadores. Lo mismo puede decirse de la Virgen de las Nieves en Páramo del
Sil. Los exvotos que todavía pueden verse por numerosas iglesias y ermitas son
muestra evidente del agradecimiento popular ante las mercedes recibidas de
parte de sus santos patronos. Hasta el siglo pasado fue practica habitual en el
Bierzo vestir, durante la procesión celebrada en honor del santo protector,
la mortaja, cuando habiéndose hallado in articulo mortis,
los interesados creían haber vuelto a la vida por intercesión del santo patrón.
Otra forma de reconocer la acción sobrenatural en los sucesos cotidianos la
encontramos en el caso de los ofrecidos.
Otra práctica que atestigua la fe con que el pueblo vive
determinados acontecimientos es la ofrenda
del ramo. En la tradición de nuestros pueblos el ramo abarca un amplio
campo semántico, aunque en los últimos treinta años la pérdida del contexto ha
hecho de el una costumbre en la que perviven solo algunos aspectos, los más
significativos desde el punto de vista religioso. Desde el punto de vista
estrictamente religioso el ramo es una composición popular que narra la
superación de una adversidad extrema por parte de alguna persona, debido a la
intervención del patrono. En reconocimiento a esta ayuda divina, el día de la
fiesta patronal, ante la imagen del Santo, un grupo de jóvenes canta o recita
el ramo durante la misa mayor. Son muchos los ramos que se han ido recogiendo
en el Bierzo durante los últimos años, pero son más los que todavía perviven en
la memoria de las gentes devotas. En todos ellos se expresa la creencia en una
intervención sobrenatural, y describen la fe con que son vividos
acontecimientos que escapan a su comprensión racional.
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