PALACIO REAL DE ARANJUEZ
Uno de los Reales
Sitios de la monarquía española desde que Felipe II lo nombrara en 1560, al
igual, tiene el título de Villa de 1899. Por ello que se conoce como Real Sitio
y Villa de Aranjuez. Declarada Paisaje Cultural Patrimonio de la Humanidad por
la Unesco en el año 2001.
INTRODUCCIÓN
El nombre de
Aranjuez es en sí mismo una evocación, y del mismo modo que al mencionar
Chartres surge ante nosotros, como por hechizo, la imagen de su imponente
catedral, al nombrar Aranjuez corren al unísono la Historia, el Arte y la
Naturaleza, sin saber qué precede a qué. Es cierto que, inicialmente, Aranjuez
es un don del Tajo y del Jarama que, como el Nilo en Egipto, hacen feraces las
tierras que bañan, pero no lo es menos que la Historia sembró allí ubérrimos
frutos al injertar el Arte en la Naturaleza. De este modo se creó un equilibrio
que tuvo siempre mucho de romántica experiencia en el encuentro, en definitiva,
del hombre con su medio natural que, en Aranjuez, resultaba paradisíaco por las
bondades del Sitio.
En efecto, Aranjuez es, en primer
lugar, una dulce brisa que atempera los rigores de las estaciones; es, desde
luego, un paisaje amable cuyo horizonte se enciende y apaga con luces de
pintor; es, sí, una fértil tierra doblemente regada; pero también es,
finalmente, el escenario elegido por los dioses para contar la historia de la
construcción de un Palacio Real con sus jardines. Y por este camino Aranjuez va
más allá de la evocación para convertirse en un mito.
Los antecedentes del
primer acto, antes de que aparezca el Rey Felipe II como protagonista, nos
advierten de la pertenencia de estas tierras a la militar Orden de Santiago,
cuya propiedad parece arrancar de los días mismos de la Reconquista. Pero los
datos más certeros se refieren al otoño de la Edad Media, entre 1387 y 1409,
cuando la Orden construyó aquí su Casa Maestral, justo en el solar del actual
Palacio, dándole ya un uso de recreo. Del mismo modo, datan de entonces las
primeras obras hidráulicas sobre el Tajo para asegurar el riego a las tierras
de labor, no descartándose la idea de la existencia de algún jardín en las
inmediaciones de la Casa-Palacio, con lo cual tendríamos el esquema del futuro
Aranjuez real. Este hecho es tan fuerte, en la historia física de Aranjuez como
Real Sitio, que la Casa Maestral estuvo en pie y comunicada con la parte del
Palacio hecha por Felipe II hasta su demolición en el siglo XVIII, una vez que
Felipe V decidió continuar las obras para terminar el Palacio.
Felipe II
Carlos V
Carlos III
En grandes líneas, el episodio
siguiente correspondería al reinado de los Reyes Católicos, cuando la política
de sujeción de las órdenes militares convierte a Fernando el Católico en
administrador vitalicio de las mismas, entre ellas la de Santiago y, por tanto,
la posesión de Aranjuez. La certeza de la estancia de los Reyes Católicos en
Aranjuez, alojados en la Casa Maestral, y gozando de los jardines que desde muy
pronto debió haber en la lsla inmediata sobre el Tajo, quiere verse recordada
en el Salón plantado de plátanos que lleva el nombre de aquellos Monarcas.
Bajo Carlos V de acuerdo con la bula pontificia de
1523 dada por Adriano VI, se produjo la agregación perpetua a la Corona de
Castilla de la Orden de Santiago, con lo que Aranjuez quedó para siempre
vinculada a los bienes de la Corona. El Emperador visitó en varias ocasiones la
antigua Casa Maestral y mucho debió satisfacerle el lugar cuando, en 1534, creó
el Real Bosque y Casa de Aranjuez, procediendo a la compra de varias tierras
limítrofes, al tiempo que daba instrucciones en 1543 para nuevos plantíos: «Se
ordena que en el Soto de Siruela se planten nísperos entre los espinos; en el
Orzagal, Matalonguilla e Isla de la Huerta se deben plantar sauces, mimbreras,
chopos y otros árboles silvestres que sean apropiados. Se establece que las
moreras que están en la Huerta se trasplanten...». Como prueba de que en
tiempos de Carlos V ya se había consolidado un cierto ambiente cortesano en
Aranjuez, tenemos noticia de la boda celebrada aquí, en 1548, entre María, hija
del Emperador, y su primo Maximiliano, Rey de Bohemia, representándose entonces
una obra de Ariosto en los jardines.
Estos antecedentes hacen
más comprensible y natural la predilección del Rey Felipe Il por Aranjuez, pues,
en la línea de lo que había hecho su padre, siguió aumentando la extensión del
Real Bosque y Casa de Aranjuez, iniciando una obra de gran alcance como es toda
la infraestructura hidráulica de presas, canales y acequias, que permitiría
regar las tierras y plantíos, alimentar los juegos de agua de las fuentes y, en
definitiva, convertir aquello en un prodigioso vergel. Así, las tomas de agua
del Tajo, tanto por su margen izquierdo, como por la derecha, llevaron el agua
por el caz de 12 Azuda en dirección AL Picotajo, o bien por el caz del
Embocador, que coge el agua en la presa de este mismo nombre para regar la
margen izquierda del río, sin olvidar la traída de aguas desde el Mar o
Estanque de Ontígola para alimentar las fuentes del jardín de la Isla. En toda
esta inteligente obra de ingeniería se verían involucrados los nombres propios
de Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera, a los que luego se citará come
artífices del Palacio, pero a su vez, esto no era sino un, parte del más
ambicioso plan de Felipe II para hacer navegable el río Tajo, bien hasta
Toledo, bien hasta la misma Lisboa, es decir, dando a Aranjuez salida al
Atlántico Esta parte del sueño no pudo cumplirse, pero en cambio, sí llegó a
ser una hermosa realidad el conjunto de Palacio y jardines, con sus puentes,
paseos y acceso, desde Madrid, Toledo y Ocaña que, como mágica en crucijada,
plasmó Jean L'Hermite en la primera vista de Aranjuez conocida y celosamente
guardada en la Biblioteca Real de Bruselas.
EL PALACIO
DE FELIPE II
Decidido Felipe II a
construir el nuevo Palacio, después de las vicisitudes señaladas en la
Introducción, se sirvió el Monarca del nuevo arquitecto contratado en Italia,
Juan Bautista de Toledo. Su nombre va unido, como es de justicia, al proyecto
del Monasterio de El Escorial, pero no es menos cierto que antes de trazar una
sola línea para la gran empresa escurialense, Juan Bautista de Toledo ya estaba
trabajando en diversos cometidos en Aranjuez, desde 1559, año en que llega a
España, y concretamente en el Palacio, cuya simbólica primera piedra no se
colocaría hasta el primer día del año de 1565; eso sí, después de haber oído
misa. Pero para entonces ya se habían hecho todos los tanteos previos, las
trazas y los modelos del nuevo Palacio, el replanteo del edificio sobre el
terreno e incluso se había terminado una parte de la cimentación del conjunto.
La primera piedra
del Monasterio de El Escorial se había colocado, también simbólicamente, en la
cimentación del refectorio, en 1563, después de todas las labores de
preparación del terreno, de tal modo que Aranjuez y El Escorial son obras
hermanas de unos mismos años e hijas de un mismo padre, Juan Bautista de
Toledo, y resultado de una misma voluntad real: la de Felipe II. Todo lo cual
explica de modo natural la semejanza que existe entre el Palacio Real de
Aranjuez y la Casa del Rey en la cabecera del Monasterio de El Escorial, como
se verá más adelante.
Se la llama Cascada de las Castañuelas
por sus resaltes con forma de castañuela en todas las gradas de la cascada,
estas formas redondeadas y los tres pisos que tiene la cascada, hacen que
cuando cae el agua se generen sonidos relajantes y agradables, este era el
efecto que quería conseguir Carlos III con su construcción, poder pasear por el
jardín de la isla escuchando el suave sonido del agua correr por la cascada.
En este punto no puede olvidarse
que Juan Bautista de Toledo fue llamado a Italia «para que ahora y de
aquí adelante, para en toda vuestra vida, seáis
nuestro Arquitecto y como tal nos hayáis de servir y sirváis en hacer las
trazas y los modelos que os mandáremos y en todas nuestras obras, edificios y
otras cosas dependientes del dicho oficio de Arquitecto», es decir, Felipe II
tiene en proyecto no sólo El Escorial, sino otras muchas obras reales nuevas en
Aranjuez o Madrid, además de terminar las iniciadas en Toledo o en El Pardo por
su padre, Carlos V De toda esta actividad, ciertamente, El Escorial es la obra
más comprometida y de mayor envergadura, que servirá de telón de fondo a los
pocos años de vida que las Parcas le dieron a Juan Bautista de Toledo en
nuestro suelo, pues llegado a España en 1559, el arquitecto falleció en 1567.
Hasta ese momento, Juan Bautista
de Toledo no dejó de asistir a la obra del Palacio de Aranjuez, pues el Rey
tenía gran empeño en avanzar los trabajos, si bien los menguados recursos
financieros no le dejaron adelantar estos al ritmo que el Monarca hubiera querido.
La estrecha vinculación biográfica del arquitecto con la obra de Aranjuez es
tal que queda de manifiesto al revisar la actividad de Juan Bautista de Toledo
en los días finales de su vida. Así, sabemos que después de haber visitado las
obras en febrero de 1567, y deseoso el Monarca iniciar las obras de la Capilla
del Palacio, el arquitecto estuvo unas semanas del mes de marzo en Aranjuez,
dando ya muestras evidentes de falta de salud.
Con todo, fue un tiempo fructífero para la obra y
para el proyecto en general, pues dejó nuevas trazas, definió los detalles de
la cantería y, de alguna forma, se es pecificaron pormenores de acabado, sin
duda no resueltos hasta entonces, dando instrucciones para la organización de
la obra a sus ayudantes que, en ese momento, eran los aparejadores Gaspar de
Landeras, para la cantería, y Domingo Sánchez y Gaspar Hernández, para la parte
de albañilería. Sobre estos, tenía a su cargo la dirección de la obra un
italiano, muy afín a Juan Bautista de Toledo, que fue Gerónimo Gili. Con estos
hombres, y dadas las instrucciones pertinentes, el arquitecto se volvió a
Madrid, pero en mayo de aquel mismo año de 1567 le notificaron la necesidad de
sustituir al aparejador de cantería Gaspar de Landeras, que había fallecido
tras unas cuartanas. El 12 de mayo Toledo señaló como sustituto a un cantero
vizcaíno que ya estaba en la obra, y una semana más tarde el propio arquitecto
entregaba su alma a Dios en Madrid. De este modo, bien puede afirmarse que la
preocupación por Aranjuez y su Palacio, efectivamente, le acompañó hasta su
lecho de muerte, habiendo sido providencial para el futuro de las obras su
estancia en aquella primavera de 1567.
La sustitución de Juan Bautista al frente de las
obras reales era un problema aún mayor, y en Aranjuez la confianza del Monarca
en el más cercano colaborador de Toledo, el mencionado Gerónimo Gili, hizo que
éste se hiciese cargo de la obra. Su nombre lo habría sugerido el propio Toledo
en un Memorial dirigido al Monarca que dejó preparado antes de morir y que se
menciona en el codicilo firmado el mismo día de su fallecimiento. Allí «se
trata de las personas que son suficientes [apropiadas] para servir a S.M. en
las obras y edificios» que el arquitecto dejaba en construcción, donde aparecería
el nombre de Gili, colaborador y amigo muy próximo a Toledo, pues no en vano
firmó como testigo en la apertura de su testamento.
Sin embargo, Gili tuvo muchos
problemas con los aparejadores de la obra, y si bien da nuevas instrucciones y
trazas sobre el modelo de Juan Bautista de Toledo, Felipe II introdujo poco a
poco en la obra a Juan de Herrera hasta que éste quedó como máximo y único
responsable del Palacio de Aranjuez en 1575. Sin embargo, una vez más, la
escasez de recursos económicos paralizó las obras definitivamente, entre 1584 y
1585, hasta que en el siglo XVIII se reiniciaron bajo los Borbones.
¿Cuál y cómo era el Palacio de
Felipe II, proyectado por Toledo y construido por Gili y Herrera? La respuesta
no es sencilla, pues de una parte, en el incendio del Alcázar de Madrid, en
1734, se debieron de perder los proyectos originales y los modelos que, nos
consta, se conservaban allí, y, por otro lado, la formidable obra llevada a
cabo en el siglo XVIII oculta la vieja fábrica de Felipe II. Sin embargo,
contamos con otras fuentes que permiten tener una idea muy precisa de lo que
fue el Palacio filipino y, diríamos más, sin conocerlas difícilmente puede
entenderse la génesis del Palacio que hoy visitamos.
El Gabinete Árabe, construido entre 1848 y
1850. Está inspirado en la Alhambra de Granada, y fue obra de Rafael Contreras, que dirigió la restauración
de La Alhambra.
Cuadro anónimo con el palacio
de Aranjuez a principios del s. XVII, antes de las obras de ampliación,
mostrando el edificio de JB de Toledo y de Juan de Herrera. 2 de enero de
1600. Autor anónimo, siglo XVI 954 Palacio de Aranjuez en el siglo XVII
Afortunadamente, el Palacio que dejó inconcluso
Felipe II fue utilizado y reformado por los Austrias menores, especialmente por
Felipe IV lo que generó nuevos planos e informes que son, para nosotros,
fuentes exquisitas de información. Así, en 1626, el arquitecto Juan Gómez de
Mora copió los planos originales de Juan Bautista de Toledo, proponiendo nuevos
usos y distribuciones, según puede comprobarse en el Memorial manuscrito
guardado en la Biblioteca Vaticana. A su vez, se conserva en El Escorial una
bellísima vista del Palacio de Aranjuez, hecha sin duda sobre el modelo en
madera original, donde puede medirse el interés de este proyecto no acabado en
sus días y retomado ahora, pues no en vano el anónimo autor de esta obra, que
durante algún tiempo se atribuyó a Jusepe Leonardo, escribió los nombres de
Felipe II y Felipe IV en la fachada. El pintor, sin duda, tuvo ante sí los
suficientes datos como para dar una idea cabal del desarrollo tridimensional
del Palacio y de su entorno, dejándonos ver con fidelidad fotográfica el comienzo
de las Casas de Oficios, arboledas, huertas y plantíos, viejas construcciones
en la parte posterior del Palacio y el puente de madera que lleva a la margen
derecha del río, así como el jardín de la Isla, con sus correspondientes
parterres y cenadores.
Esta vista ideal del Palacio, muy conocida y
reproducida, se complementa con la conservada en el Museo del Prado, igualmente
anónima, de hacia 1630, donde además de verse el enclave general del Sitio deja
ver mento, eran los aparejadores Gaspar de Landeras, para la cantería, y
Domingo Sánchez y Gaspar Hernández, para la parte de albañilería. Sobre estos,
tenía a su cargo la dirección de la obra un italiano, muy afín a Juan Bautista
de Toledo, que fue Gerónimo Gili. Con estos hombres, y dadas las instrucciones
pertinentes, el arquitecto se volvió a Madrid, pero en mayo de aquel mismo año
de 1567 le notificaron la necesidad de sustituir al aparejador de cantería
Gaspar de Landeras, que había fallecido tras unas cuartanas. El 12 de mayo
Toledo señaló como sustituto a un cantero vizcaíno que ya estaba en la obra, y
una semana más tarde el propio arquitecto entregaba su alma a Dios en Madrid.
De este modo, bien puede afirmarse que la preocupación por Aranjuez y su
Palacio, efectivamente, le acompañó hasta su lecho de muerte, habiendo sido
providencial para el futuro de las obras su estancia en aquella primavera de
1567.
La sustitución de Juan Bautista
al frente de las obras reales era un problema aún mayor, y en Aranjuez la
confianza del Monarca en el más cercano colaborador de Toledo, el mencionado
Gerónimo Gili, hizo que éste se hiciese cargo de la obra. Su nombre lo habría
sugerido el propio Toledo en un Memorial dirigido al Monarca que dejó preparado
antes de morir y que se menciona en el codicilo firmado el mismo día de su
fallecimiento. Allí «se trata de las personas que son suficientes [apropiadas]
para servir a S.M. en las obras y edificios» que el arquitecto dejaba en
construcción, donde aparecería el nombre de Gil¡, colaborador y amigo muy próximo
a Toledo, pues no en vano firmó como testigo en la apertura de su testamento.
Sin embargo, Gili tuvo muchos
problemas con los aparejadores de la obra, y si bien da nuevas instrucciones y
trazas sobre el modelo de Juan Bautista de Toledo, Felipe II introdujo poco a
poco en la obra a Juan de Herrera hasta que éste quedó como máximo y único
responsable del Palacio de Aranjuez en 1575. Sin embargo, una vez más, la
escasez de recursos económicos paralizó las obras definitivamente, entre 1584 y
1585, hasta que en el siglo XVIII se reiniciaron bajo los Borbones.
Toledo había pensado en un
Palacio de amplia fachada y torres en los extremos, disponiendo a su espalda y
en torno a un patio central los apartamentos del Rey, al Sur, y de la Reina, al
Norte, en dos alturas, para ocupar la baja en verano y la alta en invierno. La
simetría de la composición y la presencia de unos jardines privados de
acompañamiento, como parte integrante del proyecto arquitectónico, completarían
la semejanza que Aranjuez tiene con el Palacio de Felipe II en la cabecera del
Monasterio de El Escorial, tal y como advirtiera Fernando Chueca en su día.
¿Qué es lo que, en realidad, se llegó a
construir del proyecto de Felipe II? Cuantitativamente, algo menos de la mitad,
y cualitativamente, lo más importante, es decir, la Capilla palatina que
alberga la única torre construida, al Sur, la llamada Torre de la Capilla, y
las estancias del Rey abiertas al jardín que lleva su nombre. De la fachada
sólo se hizo el paño entre la mencionada Torre de la Capilla, rematada por una
sencilla cúpula, y el primer eje de los cinco que tendría el cuerpo central,
algo más elevado, con sus tres alturas en lugar de las dos plantas que tiene el
resto del Palacio. Piedra caliza blanca para basas, pilastras, cornisas,
remates, así como para la embocadura de los huecos, y paramentos de ladrillo
«cocido a la manera de Flandes», harían que el Palacio se asemejara a la
intervención de Herrera en el Alcázar de Toledo y, más aún, a la Casa de Contratación
de Sevilla. Estilísticamente hablando la obra es muy sobria, acusando las
fachadas unos disciplinados órdenes apilastrados, con tableros de piedra que
cubren las superficies más amplias y desnudas de ladrillo, en la idea de
alcanzar un cálido equilibrio cromático, como convenía al carácter del
edificio, todo muy lejos del granítico rigor escurialense.
Curiosamente, todos estos aspectos se pueden
reconocer todavía no sólo en las partes construidas bajo Felipe II sino en el
resto, añadido en el siglo XVIII. En efecto, a pesar de ser de origen francés e
italiano, los arquitectos que continuaron las obras dos siglos después, y bajo
una dinastía distinta, la obra de terminación y ampliación del Palacio parece
una consecuencia natural del primitivo, sin estridencia alguna, conservando el
espíritu filipino, la idea básica de Juan Bautista de Toledo y el carácter
añadido por Herrera. Todavía distinguimos muy bien la Torre de la Capilla,
aunque en el interior desapareciera su uso religioso para acomodar allí unas
habitaciones en la reforma de Sabatini. Es evidente que la piedra blanca y el
ladrillo siguen dando color y textura al Palacio, en la misma proporción que en
el siglo XVI. El recuerdo de Herrera, tópicamente asimilado a las esféricas
bolas vistas en El Escorial, corona igualmente toda la obra nueva como lo hacía
en la antigua, y así, sucesivamente, podríamos ir desgranando todo cuanto los
nuevos constructores tomaron de la obra vieja como punto de partida, en una
lección de arquitectura bien trabada por encima del tiempo y de los posibles
personalismos de sus autores o de sus comitentes.
Entre las muchas cosas que se
conservaron del Palacio del siglo XVI, se encuentra el jardín del Rey, al Sur
del Palacio, jardín privado y cerrado, al que se abría el pórtico que, luego,
en el siglo XVIII, acabaría cegándose para convertirlo en piezas de otro uso.
Con todo, allí está el jardín, arquitectónicamente definido en el siglo XVI,
dentro del proyecto de Toledo, modificado en el siglo XVII, alterado más tarde
y recuperado en nuestros días. Hay que decir que este jardín del Rey tenía su
homólogo en el de la Reina, en el lado norte, que nunca se llegó a hacer, y que
ambos, a su vez, estaban comunicados por detrás del Palacio, por un jardín
común, igualmente cerrado, donde hoy crece el llamado del Parterre, que ha
conocido muchos cambios hasta su forma actual, alcanzada a lo largo del siglo
XIX.
Pero volviendo al proyecto
original, diremos que el Palacio veía a sus pies jardines cerrados, secretos,
con caminos de baldosas de cerámica y unas fuentes, de las que podemos
formarnos una idea por la que centraba el jardín del Rey, de la que sólo
conocemos que fue labrada en jaspe por Roque Solario. Unas hornacinas con
asientos, abiertas en los muros de cerramiento, ofrecían la comodidad del
descanso en la posición más favorable respecto al sol.
En los años de Felipe IV se
alteró el aspecto del jardín, cuyos antiguos paseos de cerámica se vieron
sustituidos por andenes de piedra y cuadros de guijo, tal y como se recuperaron
en las recientes obras de restauración (1986). El propio Felipe IV envió, en
1622, una importante colección de esculturas que estaban en el Alcázar de
Madrid, para decorar el Palacio de Aranjuez, colocándose algunas de ellas en el
jardín del Rey. En concreto, se distribuyeron en los nichos referidos una
docena de bustos en mármol de emperadores romanos -hoy en la Casa de Labrador-
y se colocó, presidiendo desde el lado occidental del jardín, una escultura en
mármol de Felipe II, firmada por Pompeo Leoni en 1568. En su pedestal se puso
la siguiente inscripción: «El Rey Nuestro Señor Don Felipe IV mandó adornar
este jardín con las estatuas que en él hay, siendo gobernador Don Francisco de
Brizuela. Año de MDCXXIII».
Desde entonces fue frecuente
referirse a este jardín como «el de las estatuas». A uno y otro lado del
retrato real, se colocaron entonces los formidables relieves, también en mármol
y de los Leoni, de Carlos V y la Emperatriz Isabel de Portugal, que actualmente
podemos admirar en el Museo del Prado. Con aquel programa iconográfico quedaba
clara la estirpe imperial de este Jardín del Rey, en el que Felipe IV recuerda
a su abuelo y bisabuelos, sin omitir la referencia al poder imperial encarnada
por los césares romanos.
El jardín, comunicado con el
Parterre desde el siglo XVIII, tras la eliminación de su cerramiento occiden-
tal, ha perdido el primitivo carácter de jardín reservado y secreto, si bien
aún es posible rehacer por lo dicho 1 imagen original de este bello rincón del
Palacio de Felipe II. El jardín de la Reina no pasó nunca de su fase de
proyecto, pero, lógicamente, hubiera sido una réplica del descrito, comunicando
ambos por sendas puerta con el jardín común, a Oriente del Palacio, que sí se
llegó a definir en una parte, según se desprende de 1 mencionada vista conservada
en el Museo del Prado.
En este lienzo de nuestra
primera pinacoteca puede verse, igualmente, la Casa de Oficios en pleno proceso
de construcción, formando parte del conjunto palacial. En efecto, la Casa de
Oficios se une al Palacio a través de un brazo porticado que, en escuadra,
comunicaba bajo el pórtico o por encima de la terraza ambos edificios, siendo
la solución porticada el elemento de lineal, sutura entre uno y otro. La Casa
de Oficios se contemplaba ya en el proyecto inicial de Juan Bautista de Toledo,
siendo objeto de una nueva consideración por parte de Juan de Herrera, quien,
en 1584 y a instancias del Rey, hace los «apuntamientos» o memoria, con las
condiciones de obra, entregando unas plantas a Lucas de Escalante y Antonio de
Segura, para iniciar la obra. La Casa de Oficios se situaría entre la llamada
Plaza de la Parejas, al Sur del Palacio Real, y la futura Plaza de San Antonio,
viéndose recrecida y alargada con la adición, e el siglo XVIII, de la Casa de
Caballeros.
LA
ÉPOCA DE LOS BORBONES
Tanto el Palacio
como los jardines de la Isla no conocieron nada importante hasta la llegada de
la nueva dinastía de los Borbones, siendo el nombre del nuevo Monarca, Felipe V
el que muy pronto aparece interesado en la terminación del Palacio, además de
impulsar el ambicioso proyecto de Aranjuez no sólo como Palacio y Jardín, sino
como Real Sitio. El Palacio presentaba entonces un aspecto modesto, pero que
cumplía a satisfacción y ocasionalmente su cometido de grata residencia en las
jornadas estivales. Esto es lo que viene a decirnos Juan Álvarez de Colmenar en
sus ya citadas Délices de l' Espagne, cuando en 1707, esto es, antes de que se
emprendan las nuevas campañas de obras, escribe: «La casa real, aunque es
bastante hermosa, es lo que actualmente está más descuidado. Sólo está
amueblada cuando el Rey acude; hay algunos cuadros de calidad, y un salón muy
agradable en verano a causa del frescor, todo de mármol, y sustentado por columnas
del mismo material». A continuación nos proporciona alguna información que nos
retrotrae a los años del Felipe IV pues de entonces debe datar el traslado de
la estatua en bronce de Carlos V y el Furor, de Leoni, actualmente en la rnda
del Museo del Prado, al Palacio de Aranjuez, dónde Álvarez de Colmenar la vio
«en el gran patio, cuadrado y pavimentado de mármol», junto a una fuente.
Lo cierto es que, en
1715, Felipe V encargó a Pedro Caro Idrogo, del que Ceán dice que era
«carabinero de los reales ejércitos y ayuda de Furriera de Felipe V» -sirviendo
en la plaza de maestro mayor y aparejador de las obras reales del Palacio de
Madrid, desde su nombramiento como tal en 1712- que estudiara la continuación
de las obras del Palacio, teniendo muy probablemente ante sí todavía los planos
antiguos del proyecto original y, desde luego, los citados proyectos de Mora.
El hecho es que en 1719 Idrogo ya había comenzado a mover la obra, lo cual
requería el derribo previo de la Casa Maestral que hasta entonces había estado
unida al Palacio de Felipe II, haciendo avanzar la construcción en la zona
norte, por Real Orden de 2 de mayo de 1727, de acuerdo con los planos y fechas
que se recogen en los proyectos conservados, tanto en el Archivo General de
Palacio como en el Servicio General del Ejército (1728). Idrogo recuperó la
idea inicial de la fachada torreada, cuyos cimientos se abrieron en 1728,
llegando a proponer soluciones nuevas para la escalera principal, así como una
distinta distribución de usos y espacios, de acuerdo no sólo con la nueva
etiqueta cortesana de los Borbones, sino con la ocupación de parte del Palacio
por las oficinas y despachos de algunos ramos de la Administración como las
Secretarías de Hacienda, Guerra e Indias, todo ello en torno al patio central
de Palacio. Esto coincide con el comentario que sobre el Palacio hace el
viajero Étienne de Silhouette cuando, al visitar España en 1729-1730, dice que
«la casa real es bastante bella, y cuando pasé por allí estaban trabajando en
una ampliación».
Idrogo debió tener
algunas diferencias de criterio con el Gobernador y Superintendente de la obra,
Juan Antonio Samaniego, que presentó en 1731 unos pliegos contra la obra del
arquitecto. Éste no pudo replicar puesto, que falleció al año siguiente, en 1732,
y a Caro Idrogo, al que Bottineau llama «ingeniero militan», le sucedieron
otros dos ingenieros militares franceses: Étienne Marchand y Léandre Bachelieu,
de los cuales el primero murió también enseguida, en 1733, por lo que muy poco
pudo hacer. Bachelieu, en cambio, adelantó mucho la obra, llegando a terminar
la fachada principal en 1739, sobre la que se puso, según Ceán, una inscripción
latina que este autor transcribe, recordando que aquella opus magnum se había
hecho merced a Felipe V y se había terminado en la fecha indicada.
Pero a esta etapa
protagonizada por los ingenieros franceses sucedió la de los arquitectos
italianos, y así nos encontramos con Giacomo Bonavía, de Piacenza, y más
adelante, con Francesco Sabatini, de Palermo, a quienes se debe el aspecto
general y dominante del edificio, tanto interior como exteriormente, desde su
fachada principal hasta la gran escalera o la nueva Capilla. Bonavía entró
primero como ayudante de Bachelieu, luego siguió como tracista, en 1744, de la
gran escalera de honor, y, finalmente, tras su nombramiento el 29 de septiembre
de 1745, como director principal al frente de las obras del Palacio de
Aranjuez, hasta su fallecimiento en 1759. Esto por no referirnos a su
responsabilidad en la obra más amplia del Real Sitio, desde los aspectos
estrictamente urbanos hasta los arquitectónicos, como pudiera ser la deliciosa
Capilla de San Antonio presidiendo desde el fondo la gran Plaza que lleva su
nombre en Aranjuez, en la que arquitectura y ciudad se solapan de modo
ejemplar. En efecto, si bien estos cometidos de gran responsabilidad no son
ahora el objeto de las presentes líneas, no se puede olvidar la febril
actividad desplegada por Bonavía durante estos años, a la vez que se ocupaba
del Palacio de Aranjuez.
La intervención de
Bonavía en el Palacio tiene, además, un largo alcance, pues de un lado, a falta
de culminar la obra gruesa del proyecto de 1715 -que no vería su fin hasta
1752-, él se dedicó a los interiores, de los que resulta pieza excepcional la gran
escalera de honor con su espectacular desarrollo, así como la cuidada
decoración de los apartamentos reales de Felipe V e Isabel de Farnesio. Pero es
que, por otra parte, Bonavía hubo de hacer frente a los daños causados por el
incendio fortuito que se produjo en 1747, en una labor de reconstrucción muy
importante.
Las noticias
documentadas desde su nombramiento en 1745 se refieren, en efecto, a los
acabados de pavimentos y mobiliario, donde los pagos a tallistas, adornistas y
doradores, como Juan Arranz, Matías Pérez, Manuel Corrales y Próspero de
Mórtola, entre otros, ponen de manifiesto que la obra de amueblamiento se
estaba finalizando, y quedaba constancia de que en los meses de noviembre y
diciembre se hacían los últimos trabajos en el Gabinete de la Reina.
Precisamente, por las habitaciones de
la Reina se inició el terrible incendio que asoló el Palacio en la madrugada
del 16 de junio de 1748, lo cual forzaría a Bonavía a desempeñar un nuevo
protagonismo en el edificio real, pues además de intentar terminarlo de una
vez, tenía que hacer frente a la reconstrucción de buena parte de la zona
norte. En aquella fecha los Monarcas residían en Palacio, si bien ya no eran
Felipe V fallecido en 1746, e Isabel de Farnesio, que se encontraba en el Palacio
de La Granja, sino Fernando VI y Bárbara de Braganza, la hija de Juan V de
Portugal, que no sufrieron daños, pero que se trasladaron inmediatamente a
Madrid, al Palacio del Buen Retiro.
El que sí quedó muy
dañado fue el Palacio de Aranjuez, tanto por el fuego como por la precipitación
con que se le quiso atajar. Nuevos proyectos afectaron, en lo arquitectónico, a
la fachada principal, a la que se le dio definitivamente el aspecto que hoy
tiene, en sus tres alturas y ático de remate, donde se resume la agitada
historia del edificio mediante la representación y nombre de sus Monarcas.
En efecto, rematando el hastial central
aparecen las esculturas labradas por Pedro Martinengo, según modelos de
Olivieri, que representan, de derecha a izquierda a Felipe II, Fernando VI
-algo más elevada- y a Felipe V. El formidable escudo con las armas reales,
dibujado por Bonavía y ejecutado por Arranz, se terminó también en 1752, cuando
se pueden dar por finalizadas las obras, según recuerda la inscripción que,
sobre dos cartelas, se incluye también en este ático:
PHILIPPUS II. INSTITUIT FERDINANDUS VI. PIUS FELIX
PHILIPPUS V PROVEXIT CONSUMMAVIT AN. MDCC1,ll
Esta fachada principal, muy respetuosa en su
arquitectura con el espíritu de la obra de Felipe II en cuanto a contención
formal, materiales y color, añadió, como todo, licencia, el pórtico avanzado de
la planta baja y unos sencillos frontones curvos y triangulares sobre los
balcones: y ventanas de las plantas principal y alta, dando lugar, un noble y
palaciego frontis. Sin embargo, y frente a la interpretación lógica que del
interior se pudiera hacer, a contemplar esta hermosa fachada desde fuera, no
existe detrás de aquel plano estancias reales; no se encuentra e Salón del
Trono, ni siquiera una sala de aparato, sino que en realidad, todos aquellos
numerosos balcones y venta mas iluminan la gran escalera que, diseñada por
Bonavía, en 1744, había sido uno de los elementos de más lente definición a lo
largo de la historia constructiva del Palacio Así como en el proyecto de
Toledo, por lo que conocemos, no existe una gran escalera de aparato, única,
abierta, sino excusadas entre muros, y la pensada por Gómez de Mora tiende a
vincularla con el patio central, de donde recibe sus luces, al igual que haría
Idrogo sacrificando la cuarta crujía del patio central, Bonavía convierte en
une caja monumental todo el espacio entre la fachada y el patio. Asegura así
una generosa iluminación natural por su, dos frentes, y desarrolla una escalera
colosal, de múltiple, accesos en su arranque, que se encuentran en una meseta
desde la que, por un único tiro, se alcanza el rellano siguiente, bifurcándose
en dos desde aquí para acceder a la planta alta. Todo este movimiento se ve
acompañado de una excelente baranda en hierro forjado y toques dorados, de un
bello estilo rococó, mientras que unos magníficos bustos, debidos a Antoine
Coysevox y firmados en 1683, observan al recién llegado desde sus pedestales.
Sin duda, la nueva dinastía borbónica quiso recordar aquí los suyos, al igual
que Felipe IV lo había hecho en el Jardín de las Estatuas, pues en la escalera
se ven los retratos de Luis XIV de María Teresa de Austria, y del hijo de
ambos, el Delfín de Francia y padre de Felipe V a quien se debe la decisión de
terminar el Palacio de Aranjuez. Sin embargo, en esta escalera tan solemne y
teatral, digna del mejor Palacio europeo de su tiempo, se echa en falta el
apoyo cromático de unas pinturas murales que dieran color a su bóveda,
desprovista hoy de este inexcusable aliento.
Todavía se ha de mencionar la
campaña final del edificio, pues muerto Fernando VI en 1759, el mismo año del
fallecimiento de su arquitecto Bonavía, el nuevo Monarca, Carlos III, estimó
muy reducida la capacidad del Palacio, y pequeñas algunas de sus piezas, bien
fuera la vieja capilla de Felipe II, bien el teatro bajo la torre norte. Para
ello dio una Real Orden, el 13 de junio de 1770, por la que se comunicaba a
través del Marqués de Grimaldi, Primer Secretario de Estado y del Despacho, su
deseo de que en « el Palacio de este Sitio [Aranjuez] se añadiesen dos cuerpos
de edificio a los ángulos de la principal hacia poniente, bajo los planos
diseñados y dirección de Sabatini», mandando sacar a subasta las obras de
acuerdo con las condiciones fijadas por el mencionado arquitecto, adjudicándose
la obra a Kearney y Compañía por presentar la oferta más ventajosa para la Real
Hacienda.
Sabatini concibió este
«aumento», con cuyo nombre se conocía la obra nueva, con dos alas
perpendiculares a la fachada principal del Palacio, dando lugar a una plaza de
armas o cour d'honneur, de tal forma que al tiempo que la población del Real
Sitio iba creciendo a sus espaldas hacia Oriente, el Palacio miraba cada vez
más fijamente en dirección contraria, a través de la localidad que forzadamente
le proporcionaban los dos brazos paralelos de Sabatini. Éste prolongó el
carácter dominante del Palacio existente, haciendo un ejercicio de natural
injerto en el viejo cuerpo y reservando para el interior los cambios y novedades.
Entre ellas, son de gran entidad la inclusión de una nueva Capilla palatina en
el extremo del ala Sur, en sustitución de la antigua, así como el proyecto
-luego desvirtuado- del teatro cortesano en el ala norte, sin que desde el
exterior se pueda percibir la singularidad de estos dos espacios. Las obras se
llevaron a buen ritmo, de tal manera que, como nos recuerdan sendas
inscripciones sobre las fachadas que miran a la nueva plaza de armas, entre
1772 y 1777, se hizo lo principal de esta ampliación bajo el reinado de Carlos
III.
Por último, añadiremos que no
sólo el Palacio, sino que, tanto el jardín de la Isla como los más inmediatos
alrededores del Palacio, en una operación de sutura con el entorno, conocieron
mejoras, reformas y adiciones bajo los Borbones en el siglo XVIII. De forma muy
abreviada cabe recordar que el propio Bonavía realizó obras en los muros de
protección de la Isla, pensó nuevos puentes de exclusivo uso real y proyectó
algunas arquitecturas para el jardín de la Isla, como el conocido cenador de
1755 que acompañaría o sustituiría a otros preexistentes, algunos de los cuales
aparecen en las más conocidas vistas de Aranjuez. Al mismo tiempo, los nuevos
jardineros franceses al servicio del Rey habían incorporado el novedoso gusto
de las broderies, como hizo Esteban Boutelou en el jardín de flores proyectado
en 1748 para la isla, del que apenas queda nada sino el lugar que ocupó,
presidido hoy por una Fuente de Diana.
Probablemente el cambio más
notable producido en los alrededores del Palacio fue la incorporación del
Parterre, bajo su fachada Sur, tal y como se ve de modo perfecto en la vista
del Palacio Real pintada por Antonio Joli, que se conserva en el Palacio Real
de Nápoles, en los dos excelentes lienzos de Francesco Battaglioli, hoy en el
Museo del Prado, y que muestran dos aspectos de la fiesta de San Fernando en
1756, en los que el Parterre es elemento capital de los cuadros, o en la amplia
vista grabada en 1773 por Domingo de Aguirre. El recordar estas bellas
imágenes, ejecutadas por pintores y grabadores, no tiene más finalidad que
recordar, al mismo tiempo, el aspecto original que en su día tuvo el Parterre,
proyectado por Marchand en 1728, y muy distinto del que hoy ofrece.
El hecho de plantear este jardín
en la parte posterior del Palacio deriva, seguramente, del hecho de situar
sobre esta fachada los dormitorios del Rey y de la Reina, después de los
cambios producidos en la nueva distribución interior del Palacio. De este modo,
a los pies de sus balcones se vería un jardín a la francesa, diseñado por un
francés para el nieto de Luis XIV de Francia, a la vez que, más allá del
cerramiento del Parterre, se vería el frondoso arbolado de la calle de la
Reina, así como la del Príncipe y futura de las infantas, formando un tridente
convergente hacia el Parterre y Palacio. Es decir, más allá de su esencia como
mero jardín, el Parterre fue una charnela múltiple en un lugar clave en la
ordenación del Real Sitio, en relación con el Palacio, población y acceso desde
Madrid a través del Puente de Barcas.
El Parterre fue concebido como
una composición muy plana, sin apenas relieve, dominado por las broderies y el
gazon, con leves filas de tilos, y animado con sencillos juegos de agua, todo
muy leve, como conviene a la concepción de un parterre. Sin embargo, esta misma
fragilidad fue su peor enemigo, pues todo cuanto después se hizo, especialmente
en el siglo XIX, alteró profundamente aquel jardín, cuando se cambió el diseño
de los caminos, se plantaron poderosas especies como coníferas y magnolios, que
dieron porte y sombra a un jardín que se alejaba para siempre de lo pensado por
Marchand. Obras notables que ya contribuyeron a las primeras alteraciones del
tranquilo Parterre fueron el foso o canal de agua que lo bordea, debido al
arquitecto francés Marquet y realizado bajo Carlos III, según aparece ya en el
conocido cuadro de Paret, así como la incorporación, en 1827, de la Fuente de
los Trabajos de Hércules o de Hércules y Anteo, diseñada por Isidro Velázquez,
ya en época de Fernando VII, con esculturas de Juan Adán, entre otros artistas.
Asimismo, hay otra serie de fuentes notables y
esculturas, de procedencia diversa, como la de Ceres y los grupos de niños con
canastillos de flores, debidos a Robert Michel, o las más pequeñas de las
Nereidas, en plomo, obra de Joaquín Dumandre, y que llegarían hasta aquí
procedentes del Palacio de Valsaín. Unas magníficas copas o jarrones en mármol
de Carrara, labrados en el siglo xviii, se suman a los elementos escultóricos
de este Parterre dieciochesco de romántico aroma.
DE PALACIO A
MUSEO
Después de
doscientos años de obras y proyectos, de cuatro siglos de uso y de dos
dinastías reinantes, el Palacio de los Austrias y Borbones ha encontrado un
nuevo destino como museo de sí mismo. El recorrido por sus estancias
palaciegas, que en este largo tiempo han ido cambiando de nombre y de función,
es el mejor modo de adentrarnos en un pasado que nos retrotrae, especialmente,
al siglo xviii, sin menoscabo de todo aquello que el siglo xix incorporó al
mobiliario y decoración de sus salas, que no fue poco. Perdidos los ambientes
interiores de los Austrias, la visita al Palacio de Aranjuez hoy es, sobre
todo, una amable introducción al arte de la Corte de los Borbones en España,
donde lo italiano y lo francés logran un cierto equilibrio, pues si bien la
gran pieza de porcelana o los techos llevan sello italiano, lo francés, a
través del estilo Imperio, manda sobre gran parte del mobiliario.
Las estancias con
mayor interés y personalidad se encuentran en la planta alta, haciendo aquí una
breve mención de las más importantes que componían los apartamentos de la
Reina, ocupando, aproximadamente, la mitad norte del Palacio, y las del Rey
situadas en la zona Sur. Una y otra zona tenían, en el comienzo de su
recorrido, una sala o cuerpo de guardia interior, a cargo de la Guardia de
Corps. La de la Reina, con entrada desde la escalera principal, conserva una
buena colección de cuadros de Lucas Jordán con episodios de la vida del Rey
Salomón, además de porcelana y relojes de procedencia francesa. A esta sencilla
pieza sigue la Saleta de la Reina que, igualmente, cuenta con lienzos de
Jordán, y mobiliario de estilo Imperio, con tres excelentes consolas de estilo
Luis XVI.
Así como todos los
estamentos tenían acceso hasta la Saleta de la Reina para ser recibidos por el
Monarca, el protocolo sólo permitía acceder a la siguiente sala, llama da
Antecámara de la Reina, a la jerarquía eclesiástica, embajadores, autoridades y
personas de una determinada condición social. Inmediatamente después, y
completando las tres piezas que la etiqueta del siglo XVIII contemplaba, se
encuentra la Cámara de la Reina, con luces sobre el jardín de la Isla, en la
que se guarda el piano inglés regalado por la Emperatriz Eugenia de Montijo a
Isabel II.
El Anteoratorio y Oratorio, por
el contrario, se abren al patio central, y siendo muy notables las pinturas,
como, la que representa a San Antonio de Padua, de Giaquinto el reloj de
Hoffmeyer y las bellísimas composiciones en mosaico ejecutadas en los talleres
de piedras duras del Vaticano, nuestro interés busca en el Oratorio la
intervención de Villanueva. En efecto, esta pieza nos lleva a recordar las
pequeñas intervenciones de Carlos IV en Aranjuez en esta ocasión encargando a
Juan de Villanueva, el arquitecto del Museo del Prado, la transformación de
esta estancia en Oratorio, con nobles materiales y habilísimos artífices.
Mármol, estuco y bronce dorado, bien trabajado por los hermanos Ferroni, y los
frescos del pintor de Cámara, Francisco Bayeu, firmados en 1790, garantizan el
interés del Oratorio que, como tal, cuenta con un retablo en el que Mariano
Salvador Maella pintó una Inmaculada.
El Salón del Trono está situado en la crujía norte.
Sus tres balcones dan al jardín de la Isla. El ambiente y su mobiliario denotan
su pertenencia a la época de Isabel II, cuando se pinta la bóveda por Vicente
Camarón (1851) y se amuebla con formidables consolas y espejos
característicamente isabelinos. La sillería, arrimada a los zócalos de
apariencia marmórea, pero que son de excelente estuco imitando serpentina,
pertenece igualmente a esta época, siendo los sitiales del trono de estilo Luis
XVI. Como conviene al Salón del Trono, en su bóveda se exalta a la Monarquía,
acompañada por las Virtudes, las Artes y la Industria.
Entre el Salón del Trono y la
excepcional Saleta de Porcelana se encuentra el llamado Despacho o Cámara
Oficial de la Reina, pieza reservada para el recibo de la más alta nobleza y
jerarquía civil y religiosa. Cuenta con una excelente sillería neoclásica, de
la época de Carlos IV en caoba y limoncillo con incrustaciones de ébano, cuyo
diseño se ha atribuido a Dougourc. La decoración de la bóveda se debe a Mariano
Salvador Maella.
La Saleta o Gabinete de
Porcelana es, sin duda, la obra más singular de todo el Palacio, y un ejemplo
de aquel interés del siglo XVIII por lo oriental, por lo exótico y pintoresco;
en una palabra, por lo que se ha definido como la «chinoiserie», en el sentido
de extravagante y llamativo, como contraste con la cultura y gusto
occidentales. Todo esto es lo que, en efecto, despierta la contemplación de
semejante pieza, después de haber pasado por las anteriores. Sin duda el efecto
sorpresa y estupor se apoderan, hoy como ayer, de todos cuantos visitan
Aranjuez, al llegar a este rincón del Palacio. Su incorporación se debe a las
reformas emprendidas por Carlos III, quien tuvo aquí su sala preferida para las
reuniones más íntimas.
Se trata de una intervención
temprana en el Palacio, mucho antes de pensar en su ampliación con Sabatini,
pues el encargo de la obra data de 1760. Ésta se hizo en la Real Fábrica de
Porcelana que el Rey, nada más llegar a la Corte, mandó establecer en 1759 en
el Buen Retiro de Madrid, a imitación de la que había dejado en Capodimonte, en
el reino de Nápoles. Carlos III se trajo a modeladores y técnicos que, como
Giuseppe Gricci y Scheppers, dieron feliz término a esta obra en 1765, para
iniciar, a continuación, la Sala de Porcelana que el mismo Carlos III introdujo
en el Palacio Real de Madrid, si bien ésta es considerablemente más pequeña que
la de Aranjuez. Sobre grandes placas de cerámica, sujetas a un armazón de
madera, se recogen motivos tópicos orientales de China y Japón, donde
vendedores de papagayos, samurais, músicos, mandarines y escenas familiares de
padres e hijos prestan un argumento al fondo general, compuesto por una malla
de guirnaldas, frutos y pájaros que recorren muros y bóveda. De ésta pende una
lámpara con los mismos elementos formales, igualmente en porcelana, como en
porcelana son los marcos de los espejos que reflejan y multiplican todos estos
motivos en una imagen de ensueño, donde el espacio no tiene límites reales. El
color, en sus ricas tonalidades cerámicas, contribuye a realzar esta joya del
arte rococó europeo del siglo XVIII.
Las dos últimas salas vinculadas
a la Reina son su Dormitorio y el Tocador, ambos con balcones sobre el
Parterre. El primero tiene la singularidad de conservar el mobiliario ofrecido
por Barcelona a Isabel II con motivo de su boda con Don Francisco de Asís de
Borbón, hecho en todas sus piezas en aquella ciudad con excelentes maderas y
aplicaciones de bronce y taracea. Aquel estilo recargado, con acentos rococó,
especialmente visible en los copetes y remates de la cama, del reclinatorio, o
en las galerías del cortinaje, parece aletear bajo la bóveda pintada por
Zacarías González Velázquez, donde se desarrolla una nueva alegoría de la
Monarquía, acompañada por la justicia, las Ciencias, las Virtudes y la Ley.
De Don Vicente Camarón es, en
cambio, la pintura de la bóveda del Tocador de la Reina, con la representación
de las Cuatro Estaciones. Su más desenfadado carácter acompaña bien a este
caprichoso espacio, vestido en seda talaverana, donde el mobiliario y aderezo
general revelan el gusto de los años de Isabel II.
Los apartamentos de la Reina y
del Rey están separados hoy por el Salón de Baile, situado en el centro de la
fachada sobre el Parterre, en el eje del Palacio. Su ambiente responde al siglo
XIX, presidido por los retratos de Alfonso XII y Alfonso XIII, pintados por
Ojeda y Garnelo, respectivamente.
Gran parte de estas salas, que actualmente
conocemos con determinado nombre, tuvieron en otro tiempo un uso diferente.
Así, el que llamamos Comedor de Gala, inmediato al Salón de Baile pero abierto
al interior, al patio central, fue Sala de conversación bajo Fernando VI hasta
que Carlos III le dio el nuevo destino. Es la pieza que mejor conserva lo que
pudo haber sido la imagen del Palacio rococó, pues desde el piso hasta la
bóveda, pasando por los cuadros pintados expresamente para esta estancia por
Giaquinto, con la Historia de José, todo, obedece a un programa decorativo y a
un mismo espíritu tardobarroco. El suelo es de un excelente estuco debido a
Carlos Antonio Bernasconi. Representa en su centro un apretado grupo de trofeos
militares, acompañado de amplias bandas de formas abiertas, muy expresivamente
rococó. Con análogo espíritu, la bóveda de la Sala está enmarcada por unos
estucos blancos, en cuyos ángulos se ven las cuatro partes del mundo. En el
paño central del techo aparece una alegoría que exalta las Virtudes de la
Monarquía, acompañada por la justicia, la Religión, la Abundancia, la
Munificencia y la Paz. Su autor fue el pintor de Cámara de Fernando VI,
Santiago Amiconi, que la ejecutó entre 1750 y 1752.
En la parte más antigua del Palacio, aunque muchas
veces alterada, se encuentran las estancias del Rey, a las que se tiene acceso
desde la escalera principal, después de pasar por la amplia y desnuda Sala de
Guardias del Rey. Pequeñas estancias, resultado de divisiones posteriores,
alojan las que se llaman Habitación de pinturas chinas, el Antedespacho o Sala
de trabajo del Rey, el Despacho del Rey, y el Salón de espejos, las cuatro con
sus balcones hacia el jardín del Rey, mirando al Sur. La primera habitación
recibe aquel exótico nombre por el hecho de decorar ordenadamente sus muros una
colección de doscientos pequeños cuadros, de apenas veinte centímetros de alto,
con escenas chinas pintadas a la acuarela sobre papel de arroz, muy
probablemente a finales del siglo XVIII. Su técnica es de gran preciosismo
descriptivo, con un dibujo y una paleta de color de gran finura que revelan una
maestría excepcional por parte de su anónimo autor. Parece que se trata de un
obsequio del Emperador de China a la Reina Isabel II, y de entonces debe datar
la lámpara que busca un elemental aspecto orientalizante a tono con la
decoración de los cuadros. En esa misma línea encontramos en el centro de la
Sala el velador de gusto oriental, bien acompañado por la excelente sillería
barroca y dieciochesca, lacada en blanco y tapizada en seda, que probablemente
procede de la Sala de Porcelana antes mencionada. Zacarías González Velázquez
fue el pintor que hizo las escenas campestres bajo los medios puntos de la
bóveda.
El Antedespacho del Rey cuenta
con una buena colección de pinturas, desde la tela de Mayno, en la que se
representa al evangelista San Mateo, pasando por las dos vistas de Mazo, hasta
llegar a la serie grande del Hijo pródigo, por Romanelli. El mobiliario mezcla
piezas de Carlos III y Carlos IV La lámpara de cristal que pende de la bóveda,
cuya decoración en estilo pompeyano se viene atribuyendo al pintor Juan Duque,
procede de la Real Fábrica de La Granja. Este mismo artista pintó la alegoría
de las Artes Liberales en la bóveda del contiguo Despacho del Rey, pequeña
habitación que contiene notables pinturas atribuidas a Furini, Solimena, Magadán
y Laguna, si bien la serie de muebles es la que llama más la atención por su
calidad y belleza. Siendo magníficas la sillería y la mesa de trabajo del
Monarca, de la época de Fernando VII, nuestra atención se centra en el
excepcional escritorio arrimado a la pared que, en raíz de olivo y placas de
mármol sobre las que se recortan aplicaciones de bronce dorado, hizo el
ebanista francés Jacob Desmalter. Sobre él van colocados dos jarrones de
porcelana, en el mismo estilo Imperio, flanqueando un biscuit del Buen Retiro
con el célebre grupo del Toro Farnesio. Entre otras muchas piezas singulares
cabe recordar el reloj de dos esferas sobre la chimenea, firmado por Fernández
de la Peña; o el reloj de pie, inglés, firmado por John Shelton, de la segunda
mitad del siglo XVIII.
El Salón de los espejos, llamado
también Salón de vestirse, está situado en el ángulo formado por la facha da al
jardín del Rey y la que mira al Parterre, por lo que los espejos, fabricados en
La Granja y cubriendo todo: los muros, multiplican las luces procedentes de dos
planos en ángulo, creando la esperada imagen que se refleja y repite de modo
infinito. La Sala se concibió, en si estado actual, en la época de Carlos IV
sirviéndose pare ello de su arquitecto Juan de Villanueva, quien dio modelos y
dirigió la obra entre 1790 y 1795. En el mobiliario trabajó el ebanista de
Cámara José López, y la pintura de la bóveda, como las anteriores, es de Juan
Duque, alquier las terminaba en 1803.
Al llegar al Dormitorio del Rey
vemos el espíritu neo clásico y equilibrado que le proporciona su mobiliario es
tilo Imperio, pero que no concuerda bien con el carácter espectacular de la
bóveda pintada por Amiconi dentro de la tradición barroca de fingidas
arquitectura: en perspectiva, dotando a la estancia de una monumentalidad sólo
aparente pero muy efectista. El rompimiento central permite ver las alegorías
de la Paz y de la justicia pintadas por Bartolomé Rusca, sobrevolando la
estancia Uno de los mejores cuadros del Palacio de Aranjuez permanece colgado
aquí, sobre la cabecera de la cama, esto es, el Cristo en la cruz, pintado
expresamente entre 1761 y 1769 para el Dormitorio Real por Antonio Rafael
Mengs, pintor que fue de Cámara de Carlos III. Mengs inició otras pinturas en
la ampliación del Palacio llevada cabo por Sabatini, como el techo del que iba
a ser salón de fiestas, pieza que desapareció como tal salón grande al quedar
dividido por las reformas llevadas a cabo por Villanueva para alojar al
Príncipe de Parma.
Inmediato al Dormitorio Real se
encuentra una de las salas más sorprendentes del Palacio. Nos referimos a
Gabinete árabe o Salón de fumar, pieza característicamente romántica de la
época de Isabel II, iniciada en 1855 por Rafael Contreras, restaurador entonces
del Patio de los Leones de la Alhambra de Granada, con cuyos interiores quiere,
presuntamente, enlazar. De la vistosa cúpula de mocárabes pende una lámpara de
calamina, y bajo ella un velador, de bronce, cristal y tablero de porcelana, en
el que se representa la escena del abandono de la Alhambra por Boabdil el
Chico, obra de Robert y obsequio del Rey de Francia, Luis Felipe, a la Reina
María Cristina durante la minoría de edad de la futura Isabel II.
El Anteoratorio, el reducido
Oratorio privado del Rey y la Cámara del Rey, abiertas hacia el patio central,
cierran esta breve exposición de las estancias más significativas del Palacio,
desde donde se puede rememorar la existencia de otros Reales Sitios a través de
las bellísimas vistas pintadas por Fernando Brambilla, sobre El Escorial y La
Granja.
Si bien tanto el Rey como la Reina contaron con sus
oratorios privados, carecían, sin embargo, de una capilla pública, después de
la transformación sufrida por la de Felipe II. Para compensar esta carencia, se
concibió una excelente Capilla en el brazo Sur de la ampliación de Sabatini,
con acceso desde el exterior y que se consagró en 1799. Su interior es de un
moderado clasicismo, con un orden apilastrado toscano y una bella cúpula,
pintada por Francisco Bayeu. Sobre la cornisa cabe ver angelotes sosteniendo
pesadas guirnaldas y un grupo escultórico sobre el altar mayor, todos ellos
debidos al escultor francés Robert Michel. Desde el altar mayor una Inmaculada
de Mariano Salvador Maella preside esta regia Capilla, tocada de dorados
bronces labrados por Fabio Vendetti.
JARDÍN
DEL PRÍNCIPE
Creado por Carlos IV, quien lo inició siendo
todavía Príncipe de Asturias y lo concluyó siendo Rey, entre 1789 y 1808.
Contrapuesto al de la Isla, es un Jardín paisajista que sigue la moda inglesa y
francesa de fines del XVIII, pero conviene no olvidar que en él se integran
elementos anteriores, como la huerta de la Primavera y el embarcadero de
Fernando VI, y lo hecho por Carlos IV no es uno sino varios jardines.
Se accede al Jardín por la
primera de las entradas monumentales, la puerta del embarcadero, y avanzando
por la calle del mismo nombre queda a la derecha la antigua huerta de la
Primavera, y a la izquierda el Tajo, que hace una curva con la que se encuentra
el final de esta avenida: allí está el embarcadero que da nombre a la calle,
precedido por una glorieta con cinco pintorescos pabellones. El más grande o
pabellón real fue levantado por Bonavía en 1754, mientras que los otros cuatro
se edificaron durante el reinado de Carlos III, para que el príncipe y la
princesa de Asturias, Carlos y María Luisa, los utilizasen como casino de
recreo; entonces se dispuso también, entre ellos, el pequeño jardín ochavado,
que a modo de patio de honor separaba la calle del Embarcadero y el pabellón
principal. Un casino semejante tenía el infante don Gabriel al otro lado del
río.
Estos pabellones dispuestos a partir del
embarcadero de Fernando Vi dieron lugar al gusto del futuro Carlos IV por este
lugar, donde pasaba las mañanas primaverales, y por tanto al Jardín del
Príncipe, que fue surgiendo por adiciones sucesivas desde 1772.
El proyecto, o mejor dicho
la sucesión de ampliaciones, se debe al jardinero Pablo Boutelou, que primero
organizó una serie de pequeños jardines paisajistas, de acuerdo con la moda, en
los espacios residuales entre el río y otros elementos ya creados: los
pabellones, la calle del Embarcadero y la Huerta de la Primavera. A este
principio responden los cinco primeros "jardines" o compartimentos
más antiguos, que se llevaron a cabo entre 1775 y 1784; el plano entonces
dibujado por Boutelou permite imaginar su estado original; pero en la
actualidad difieren mucho de aquel aspecto a causa de las numerosas
modificaciones que han experimentado, algunas ya bajo Carlos IV.
Dentro del área de los cinco primeros jardines se
encuentran dos obras de arquitectura típicas de las "fábricas de
jardín" paisajistas, que datan del reinado de Carlos IV y pretendían dar
al vergel, visto desde el río, un aspecto pintoresco; ambas fueron dirigidas
por el ingeniero Domingo de Aguirre: el Fortín, inmediato al embarcadero,
albergaba una batería de cañoncitos, con la que se hacía la salva a las
embarcaciones donde los Reyes surcaban el Tajo. Más arriba, el Castillo, que no
llegó a ser revestido de piedra de Colmenar, como estaba pensado, a causa de
las dificultades económicas derivadas de la guerra contra Francia, serviría
como mirador sobre el río, el jardín y el Soto; en sus grandes salas
abovedadas, unidas por escaleras de caracol de piedra, se reserva un espacio
para restaurante.
Frente al Castillo se
encuentra el Museo de Falúas, construido en 1963 según proyecto de Ramón
Andrada, donde se exhiben las embarcaciones en las que los Reyes paseaban por
el Tajo. Antes las falúas reales se conservaban en la antigua Casa de Marinos,
mandada construir por Carlos IV y restaurada por Amadeo de Saboya. Parte de
este edificio aún existe, al otro lado del Tajo.
No se conserva ninguna de
las delirantes piezas de la "Escuadra del Tajo" de Farinelli, pero
sin embargo se puede ver aquí una pieza tan barroca y espectacular y aún más
antigua: la góndola llamada 'de Felipe V", pero que en realidad data del
reinado de Carlos II y es anterior a 1668. Probablemente se realizaría en
Nápoles. En el siglo XVII bogaba por el estanque del Buen Retiro, en Madrid, de
donde Luis I la mandó llevar en 1725 a La Granja para que Felipe V, entonces
allí retirado, la utilizase, y donde se conservó hasta su reciente instalación
en este lugar. El resto de las falúas reales aquí conservadas sí son de
Aranjuez. Destaca la de Carlos IV, la de Fernando VII y la regalada a Isabel II
por la ciudad de Mahón.
Volviendo al Jardín, se
recorre el área entre la antigua Huerta de la Primavera y el río: la Fuente de
Narciso se construyó en tiempo de Carlos IV, pero, dañada durante la ocupación
francesa, hubo de ser rehecha en 1827 por Joaquín Dumandre, que se inspiró en
la fuente de los sátiros que adornaba el parterre principal de Villa Albani, en
Roma, muy conocida ya desde 1761. En torno a esta Fuente se situaba el
"tercer jardín". El centro del "cuarto jardín" estaba
ocupado por una plaza oval donde, antes de 1804, se instaló la Fuente de Ceres,
destruida también y rehecha en 1828; ahora sólo queda en su lugar el pilón,
porque los grupos escultóricos fueron trasladados al Parterre a principios del
siglo XX.
Se llega así a la calle de
Apolo, llamada de Isabel II. Durante el reinado de Carlos III acababan aquí los
cinco trozos que por entonces estaban hechos del Jardín del Príncipe, limitados
por este lado mediante un foso o hâ-hâ, sustituido en época de Carlos IV por la
calle actual.
FUENTE
DE APOLO
La Fuente de Apolo, que cierra de modo escenográfico
la perspectiva de esta calle, es la única que tiene carácter arquitectónico
entre las que adornaban el Jardín del Príncipe, pues las demás eran puramente
escultóricas, si bien hay que tener en cuenta que el programa pensado por
Carlos IV hubo de ser recortado por razones económicas. En 1789-1790 se pensaba
colocar esta estatua en el peñasco del manantial del estanque chinesco, pero
poco después se desechó esta idea y se eligió el emplazamiento actual. La
Fuente se inició en 1803, pero no se concluyó hasta el reinado de Fernando Vil,
según "nueva invención y diseño" de Isidro González Velázquez, hacia
1828.
La escultura, "obra
antigua y muy buena", según Quindás, no es de la época de Carlos IV, sino
que estaba en el Palacio de La Granja de San Ildefonso, de donde se trajo a
finales de 1789. Se encontraba en la pieza central de la planta baja, en el
nicho de la fuente que hay sobre el testero de aquella sala- allí la vio Ponz
en 1787, y la atribuyó a Fremin o a Thierry, pero posiblemente sea obra francesa
o italiana del XVII.
FUENTE
DE NARCISO
Las obras del Jardín al otro lado de esta calle no
se emprendieron hasta 1785, y por tanto no aparecen reflejadas en el plano de
Boutelou, que es del año anterior. Este sexto tramo del Jardín era llamado
anglo-chino y sus elementos más destacados se encuentran en torno al estanque
chinesco. Aquí Boutelou podía trabajar ya a gran escala, sin limitaciones de
espacio y función que le obligasen a hacer minucias, y también disponía de
mayor riqueza de fábrica y esculturas. No está claro si la ordenación
paisajística se debe a Boutelou o a Villanueva, pero éste es sin duda el autor
de los elementos arquitectónicos que le sirven de ornato.
FUENTE
DE LAS CABEZAS
LOS
CHINESCOS
El cenador chinesco construido por Villanueva -cuya
imagen se ha conservado en una colgadura bordada de la Casa del Labrador
desapareció a consecuencia de la invasión francesa. El actual data del reinado
de Fernando VII y se debe a Isidro González Velázquez, que se atuvo a la misma
planta, pero varió mucho el alzado. Recientemente se ha vuelto a pintar con los
colores originales tal y como aparecen en el cuadro de Brambilia. El templete
monóptero de orden jónico sí es, en cambio, el levantado por Villanueva, que
hubo de acomodarse aquí a un pie forzado determinante: las diez columnas de
mármol verde de Italia, que se trajeron de La Granja, donde las había hecho
llevar Felipe V. También de la colección de este Monarca eran los ídolos
egipcios que había sobre los pedestales de los intercolumnios, comprados a los
herederos de la reina Cristina de Suecia, y que ahora se hallan en el Museo del
Prado.
Completan el adorno
arquitectónico del estanque los dos "escollos" o rocas artificiales:
el primero, de donde salía el agua que alimentaba el estanque, iba a estar
coronado en principio con la estatua de Apolo, que finalmente se colocó en la
fuente del mismo nombre; el otro constituye la base de un obelisco cuya piedra
se eligió con la intención de que se asemejase al granito oriental avellana,
según los diseños de Villanueva. Todo esto se llevó a cabo hacia 179l. Se
construyó también un "barco chinesco", a modo de pequeña góndola,
para navegar en el estanque.
Este sexto jardín acaba en
la calle de las Islas Americanas, y Asiáticas (o de Carlos III), donde empieza
el séptimo, que se extiende hasta la calle del Blanco (o de Francisco de Asís),
dividido en dos por la calle del Malecón. El muy notable tratamiento paisajista
de esta parte del Jardín, que se empezó hacia 1793, está muy desfigurado.
CASA
DEL LABRADOR
Esta Real Casa, a diferencia de las
"casitas" hechas para el mismo Carlos IV siendo Príncipe, no obedeció
a un proyecto arquitectónico coherente y preconcebido, sino que es el resultado
de un proceso constructivo de más de diez años. La delicadeza de su diseño no
se corresponde con la endeblez de los cimientos y materiales, y con la
despreocupación con que se levantaron las partes nuevas sin trabarlas bien con
las ya levantadas. Colaboraron en su creación el arquitecto mayor Juan de
Villanueva, sus ayudantes Antonio López Aguado y -sobre todo- Isidro González
Velázquez, y también el decorador francés J. D. Dugourc. Es difícil definir
hasta qué punto la segunda fase constructiva de la Casa es responsabilidad de
Velázquez solo o vinculado al maestro, y si Villanueva tiene alguna parte en la
decoración de los interiores.
La construcción de la
Casa, iniciada antes de 1791 y concluida en 1803, presenta dos fases claramente
diferenciadas. La primera, de la que Villanueva es único autor indiscutible,
consistió en levantar un edificio de planta rectangular, el actual cuerpo
principal con planta baja principal y ático, sin decoración exterior y con el
aparejo de ladrillo y cajas de mampostería visto. Así aparece en las dos vistas
de la Casa "tal como se encontraba en 1 798", obra de Isidro González
Velázquez. La segunda fase, que se llevó a cabo entre 1799-1800 y se remató con
la reforma general de toda la articulación exterior de las superficies en 1803,
supuso la construcción de dos alas, formando un patio de honor con dos pórticos
de arcos rebajados, en granito, y sendas terrazas sobre ellos. Por el pórtico de
la derecha los coches podían salir al otro lado de la Casa, atravesando un
zaguán inmediato a la escalera de servicio.
En esta segunda fase constructiva parece clara la
atribución a Villanueva de todo el contenedor arquitectónico, pero no la de la
decoración interior, donde, como veremos, debe concederse un papel importante a
Dugourc. Por último, la tercera fase constructiva, o colofón de toda la obra,
consistió en la remodelación de todo el exterior con rica decoración arquitectónica
en escayola aplicada sobre la lisa fábrica de ladrillo y mampostería. El
espíritu decorativo del exterior e incluso su fragilidad material aleja esta
obra del estilo de Villanueva para aproximarla al de Isidro González Velázquez,
quien al año siguiente fue ya nombrado Teniente de Arquitecto Mayor de los
Reales Palacios y Casas de Campo. La decoración interior se conserva intacta,
pero la deficiente estructura del edificio y la endeblez de su decoración
exterior obligaron a dos profundas restauraciones, una en 1903, cuando se
recalzaron los cimientos, y otra en 1964-1968, por Ramón Andrada, que sustituyó
todas las armaduras de cubierta por armazones metálicos.
En el Patio de Honor, cuyos
pórticos de cantería se estaban construyendo de acuerdo con los diseños de
Villanueva en julio de 1800, podemos observar todo el preciosismo decorativo de
la ornamentación exterior, llevada a cabo en 1803 como atestigua la inscripción
del frontis: almohadillado a base de bandas horizontales en el piso bajo, hornacinas
con esculturas y guardapolvos sobre los balcones en el principal y guirnaldas
de flores con "putti" en el ático. Pero las superficies que vemos
ahora no son ya las originales, pues los yesos llegaron muy maltratados al
siglo XX, y fueron sustituidos en piedra falsa chapada por R. Martín Gamo
durante la restauración de 1964-1968.
El Gabinete
de Platino de la Casa del Labrador.
La escalera Real
Las salas de la planta
baja fueron pintadas por Japelli durante el reinado de Carlos IV, pero las
crecidas del Tajo a finales del siglo XIX y principios del XX motivaron la
pérdida de estas decoraciones, y su aspecto actual responde a la restauración
de Andrada. Pero las de la planta principal conservan en todo su esplendor y
fastuosidad la ornamentación de Carlos IV, a cuya época corresponden todos los
elementos, salvo cuando se especifica lo contrario. Las magníficas colgaduras
de seda son, en su mejor parte, de Lyon, pero también se colocaron sedas
valencianas labradas por la familia Bodoy. Para esta Casa se tejieron en la
Real Fábrica riquísimas alfombras, que se conservan en el Palacio Real de
Madrid, con motivos "pompeyanos" según diseños de Manuel Pérez.
En el vestíbulo se conserva
una copia dieciochesca en escayola del Cástor y Pólux que estaba en el Palacio
de San Ildefonso, y dos bustos de Marte y Minerva procedentes de aquel Palacio,
obras romanas del siglo XVII.
La escalera principal, que
se realizó en 1799, es una obra riquísima de mármoles, bronce y caoba.
Villanueva hubo de seguir aquí los diseños de Dugourc, que se inspiró en la que
Brogniart había realizado en l 787 para el hotel parisino del Príncipe de
Masserano, embajador de Carlos IV. El encanto del movimiento que sugieren sus
dos tiros semicirculares se disfruta al llegar al rellano principal, cuyos
elementos escultóricos se deben a Hermenegildo Silici. Destaca el relieve con
los retratos de Carlos y María Luisa sobre la puerta de ingresó a las
habitaciones. Los dos bustos de Juno y Amazona proceden también de La Granja.
De aquí se sale a una de
las terrazas que dominan el patio, adornadas con bustos italianos de los siglos
XVII y XVIII que siguen modelos clásicos.
El Salón del Rey, o Sala
de Billar, cuya mesa parece ser ya fernandina, tiene la bóveda pintada al
fresco por Maella en 1799, con Los cuatro elementos. Destaca la espléndida
colgadura tejida en Lyon con vistas de Madrid y los Sitios Reales,
curiosísimas, enmarcadas en ornamentación que se inspira en las logge di
Raffaello vaticanas, y característica del sutil paso del gusto
"etrusco" al Imperio, al igual que la chimenea, de mármol blanco y
adornos de cristal pintado y dorado. Todo ello fue diseñado por Dugourc. El
gran reloj de caoba, bronces, talla dorada y cristales grabados es obra de
Manuel de Rivas, 1804. Él friso, bellamente pintado al temple, es de Manuel
Muñoz dé Ugena, como los de todas las demás salas.
La Galería de Estatuas,
diseñada por Dugourc, es una pieza magistral del gusto neoclásico; la completa
articulación de sus paredes con orden corintio está realizada en escayola
imitando con perfección el mármol. Los relieves escultóricos del friso y las
sobrepuertas son de José Ginés. Carlos IV encargó a Cánova unas esculturas que
nunca llegaron a ocupar su lugar, en los nichos de las paredes largas. Los
bustos de filósofos y escritores griegos fueron de la colección del embajador
en Roma, y amigo de Mengs, José Nicolás de Azara, que la legó a Carlos IV. Casi
todos proceden de la Villa Adriana en Tívoli, y son en su mayor parte copias
romanas de originales griegos. Se colocaron aquí ya en el reinado de Fernando
VII, y recargan la decoración y la espaciosidad original de la Sala, al igual
que el colosal Reloj de la columna Trajana, obra francesa comprada por Carlos
IV a la viuda de Godon en 1803. Las pinturas de la bóveda son de Zacarías
González Velázquez y han de fecharse entre 1800 y 1806. Representan la Noche,
el Día, el Lucero Matutino, la Vía Láctea, alegorías de la Agricultura, las
Artes y la Industria, y en los testeros a Flora y Baco.
El pavimento de esta
habitación ofrece una combinación riquísima de mármoles españoles, obra de los
marmolistas del taller de Palacio, bajo la dirección de Lorenzo Poggetti; pero
en este caso está enriquecido con seis fragmentos de mosaico romano,
procedentes de Mérida.
La Saleta de la Reina está
adornada con una riquísima colgadura de seda realizada en 1803 por el bordador
de Cámara del Rey, Juan López de Robredo, con camafeos ovalados, pájaros,
grecas, guirnaldas y otros motivos del repertorio herculanense sobre fondo
crema. El techo, con Orfeo y Eurídice entre adornos pompeyanos, es de Manuel
Pérez.
La saleta de la terraza
hay que limitarse a verla desde la puerta: la colgadura valenciana es de seda
lisa con flores pintadas; el techo, por Juan Duque, representa La Agricultura.
El tablero de la mesa, de finales del XVIII, constituye un muestrario de
mármoles que no parecen españoles.
La saleta del ángulo, con
colgadura de seda lionesa tejida por Pernon, zócalo con mariposas pintadas y
techo de Juan Duque, con pájaros orientales y las armas de España, está
amueblada con un conjunto de consolas y rinconeras, sobre las cuales hay
relojes y jarrones franceses del primer tercio del siglo XIX.
Saleta de entrada. El
techo, de Zacarías González Velázquez, representa en sus tres compartimentos:
Apolo y las Musas y los respectivos raptos de Ganímedes y Elena. Colgadura
lionesa, de Pernon. Los relojes y jarrones son franceses del primer tercio del
XIX.
Salón de la reina María
Luisa. La pintura al fresco en la bóveda, por Maella, representa La Paz y sus
beneficios sobre los trabajos humanos en cada una de las cuatro estaciones y
data de 1798. El friso tiene paisajes pintados en tondos y medallones sobre
lienzo. La fastuosa colgadura tejida en Lyon por Pernon sobre diseños de
Dugourc, como la de la Sala de Billar, contiene noventa y tres vistas de
Aranjuez, El Escorial y otros lugares de España e Italia; son especialmente
curiosas, por lo que se refiere a este Real Sitio, las dos del estanque del
Jardín del Príncipe, con el templete chinesco de Villanueva, antes de su
destrucción durante la invasión napoleónica. Las cuatro sobrepuertas son
composiciones mayores, animadas también por el gusto por la antigüedad clásica.
Sobre la chimenea, de mármol de Carrara, el reloj con Ceres es una obra
destacada de Godon, relojero de Cámara de Carlos IV, mientras que los demás son
ya del primer tercio del XIX. El pavimento, de la época de construcción de la
Casa, es de porcelana. Las tres consolas y las doce sillas, según diseños de
Dugourc, constituyen su mobiliario original.
Salón Principal o de
Baile, Es el mayor de la Casa, y su suelo tampoco es de mármoles, sino entarimado.
La bóveda empezó a pintarla Bayeu pero la acabó Maella, que la firmó en 1792,
con El poder de la Monarquía Española en las Cuatro Partes del Mundo, con
varias alegorías del Comercio, la Agricultura, la Industria, las Ciencias y las
Artes en torno a la figura de España. El mobiliario, con ricas consolas y
asientos poblados de leones, es ya del reinado de Fernando VII, salvo el
monumental reloj con música de órgano y timbales, realizado entre 1798 y 1804
según diseños de J.B. Ferroni, que es de la época de Carlos IV, como el resto
del suntuoso conjunto decorativo. La colgadura de seda tejida en Lyon por
Pernon, siempre según los diseños de Dugourc, representa, en color "rojo
etrusco" sobre fondo amarillo, motivos pompeyanos tomados de las
Antigüedades de Herculano -bailarinas, sátiros danzantes, Júpiter y Juno-
alternados de modo que produzcan variedad. Al mismo repertorio corresponden los
adornos de la delicada chimenea de mármol con incrustaciones. Los temas
clásicos y naturalistas representados en el friso pintado sobre lienzo son de
una gran variedad y delicadeza. Las grandes arañas de bronce y cristal, así
como los jarrones y relojes son, como es usual, franceses de la época de
Fernando VII. Destacan las grandes ánforas de Sévres, con paisajes, que están
colocadas sobre pedestales en los ángulos de la Sala. Choca con la unidad
decorativa del conjunto el sillón y la mesa de malaquita rusos, de estilo
seudobarroco, regalo de boda del zar Alejandro III a Isabel II en 1846.
El ala oriental de la Casa
contiene ocho habitaciones, entre ellas los dos gabinetes más preciosos. Los
relojes y las porcelanas adquiridos por Fernando VII son parisinos.
Primera saleta. Techo
pintado por Zacarías González Velázquez: Neptuno, Cupido, Venus y las Gracias,
sobre lienzo que figura ser un tapiz. Parte de la serie de Vistas de los Sitios
Reales por Fernando Brambilia, relativas a La Granja, Valsaín y Riofrío.
Colgadura lionesa de la época de Carlos IV, y mobiliario fernandino.
Segunda saleta. Bóveda con
pinturas de estilo pompeyano por Manuel Pérez.
Tercera saleta. Bóveda pintada al óleo por Manuel
Pérez, con paisajes pastorales con ruinas de acento romántico en las tarjetas
octogonales, enmarcados por roleos y otros motivos pompeyanos inspirados en las
logge. Estas tres saletas tienen colgaduras valencianas y muebles de la época
de Carlos IV.
Cuarta saleta. Bóveda
decorada por Japelli con escenas variopintas: El rapto de las sabanas,
Astrónomos, Campesinos Italianos, Vuelo de un globo y Descenso de Lunardi en
paracaídas. Los adornos que las enmarcan no son menos heterogéneos, pues en su
mayor parte son pompeyanos, pero también hay rasgos goticistas.
Quinta saleta, o del
Cristo. Son de Japelli las pinturas del techo, con temas diversos, de
sensibilidad prerromántica y novelesca, enmarcados en ornatos inspirados en las
bóvedas romanas de la Domus Aurea. Los cuadros de la serie de Vistas de los
Reales Sitios de Brambilla representan fuentes y otros aspectos de La Granja.
Colgadura lionesa de Pernon, y muebles según diseños de Dugourc.
Gabinete de Platino. Es el
espacio más rico e importante desde el punto de vista artístico, pues se debe a
los arquitectos y decoradores de Napoleón, Percier y Fontaine, que lo
publicaron luego en su Recueil de décorations interieures. El encargo se hizo
en 1800, estaba en marcha durante 1801-1807, y no se concluyó de montar por
completo hasta después de 1808. La boiseríe de caoba, con incrustaciones de
bronce dorado y platino, y los espejos intentan crear la ilusión de que este
pequeño espacio cuadrado fuese una galería, efecto especialmente logrado en los
arcos de los testeros semicirculares, cuyos espejos reduplican la bóveda de
cañón. Aquí brilla en toda su pureza y lujo el estilo Imperio. Las pinturas son
dignas de su marco, pues las grandes Alegorías de las Cuatro Estaciones y las
pequeñas Alegorías del Amor, la Ciencia, la Música, en tondos, son de Girodet.
Bajo los espejos, los cuatro paisajes son de Bidaut; y las vistas del Louvre, de
Florencia y de Nápoles, de Chébeat.
El retrete es una obra
maestra del estuquista Antonio Marzal, que imitó e incluso superó las obras
semejantes de los hermanos Brilli en el Palacio Real de Madrid, siguiendo la
maqueta en que Isidro González Velázquez parece atenerse a diseños de J.D.
Dugourc. Las pilastras jónicas encuadran paneles ornamentados con tan extremado
refinamiento que resulta casi excesivo el carácter preciosista de esta pieza.
Quizá su destino como retiro fuese la causa de esta diferencia de tono respecto
a la Galería de Estatuas y la escalera, más sobrias y monumentales en sus
dimensiones también reducidas. Las pinturas de la bóveda, por Zacarías González
Velázquez, contienen obvias alusiones al Aire, la Vigilancia, la Fuerza y el Descanso.
El magnífico suelo marmóreo integra fragmentos de mosaico romano. La consola,
con fasces y guerreros, es en realidad el modelo de la definitiva, que no llegó
a hacerse, en bronce, pero sí las banquetas con cabezas egipcias.
Sala de Corina, que debe su nombre a la figura de
la poetisa griega sobre el reloj francés que hay en el centro. Techo pompeyano,
el más digno de atención de los realizados aquí por Manuel Pérez. Los cuadros
de la serie Vistas de los Reales Sitios, de Brambilia, representan fuentes y
otros aspectos de La Granja. Mobiliario Carlos IV.
Última saleta, con techo
de Juan Duque inspirado en las pinturas romanas de la Domus Aurea, y más
cuadros de la misma serie de Brambilia- el friso, como el de la sala anterior,
es de estuco, y la colgadura lionesa dé Pernon. A continuación 3e pasa por la
primera saleta y el Salón de Baile.
Sala de la Yeguada, con
lienzos de Zacarías González Velázquez que recubren el techo y las paredes, con
idéntico sentido de horror al vacío que dictaba la colocación de los tapices en
los palacios infernales de El Pardo y El Escorial. Representan paisajes de
Aranjuez, con Carlos IV y Godoy cazando, caballos de la Real Yeguada -entre
ellos de la extinguida raza "acarnerada"- y otras escenas campestres.
El mobiliario sigue diseños de Dugourc.
La escalera 'de servicio'
es la primitiva de la Casa. Las graciosas pinturas murales ilusionistas, con
personajes a la moda de la primera década del XIX, son de Zacarías González
Velázquez.
La planta alta tiene cuatro habitaciones pequeñas
no visitables con decoración de la época de Carlos IV y Fernando VII, con
techos de Juana Duque.
MUSEO
DE FALÚAS
La casa-museo de marinos fue levantada en las
cercanías del embarcadero del jardín del Príncipe en recuerdo a las actividades
realizadas a lo largo del siglo XVIII y como albergue y conservación de las
falúas que compusieron la flota del Tajo, y de las embarcaciones regaladas a
los reyes en diversas ocasiones. Destacamos las más interesantes siguiendo un
orden cronológico.
En primer lugar, la falúa que perteneció a Carlos
IV, construida en Cartagena, y decorada por Maella en toda la línea de
flotación con los escudos de todas las provincias españolas. En la proa hay una
figura de titán pisando una ostra, y en popa el escudo de España coronado. En
cada una de las esquinas está representada una fama con trompeta, que sostiene
parte del toldo de la cámara regia. La falúa de Fernando VII tiene una graciosa
forma de cuna con la figura de San Fernando, y fue también una realización
cartagenera.
El Retiro era en el siglo
XVII un extenso jardín navegable. Por sus canales y estanques circulaban
góndolas bañadas en oro para entretenimiento de la Corte. Milagrosamente, una
de esas falúas reales de Retiro se conserva en todo su esplendor. Fue
traída a Madrid desde Nápoles para disfrute del malogrado Carlos II, el
último rey español de los Habsburgo. Hoy la podemos admirar en
Aranjuez.
La cuarta esposa de
Fernando VII, María Cristina, tiene una embarcación en forma de templete con la
parte más alta tallada y dorada. Es posible que sea obra de artistas
valencianos. En su popa se puede contemplar el escudo de España. Se conserva
también la gran falúa de Isabel II, obsequio de la ciudad de Mahón en 1861, y
la que perteneció a Alfonso XII, regalo de, la ciudad de El Ferrol en 1879.
Finalmente hay una enorme góndola con la cabina central en forma de templete en
tonos oro verde, regalada posiblemente por un veneciano a Felipe V. Fue
restaurada por Amadeo de Saboya, que hizo de ella una boya fija en el centro de
un estanque, el mismo uso parece que le dio Alfonso XII.
El museo se completa con
pinturas, que hacen referencia a la escuadra española en 1879, un juego de
cañones de bronce procedentes del reinado de Fernando VI, aparejos y útiles de
navegación que adornan las paredes, y testimonios de flora y fauna que existió
en los primeros tiempos del jardín del Príncipe.
JARDÍN
DE ISABEL II
El Jardín de Isabel II ocupa al pequeño terreno que
se dejó para construir una manzana de casas paralela à la Infante en la Plaza
de San Antonio. Teniendo el cargo de administrador en 1830, Don Miguel del
Pino, dispuso una plantación de un cuadrado de árboles en aquel solar que
ofrecía poco atractivo desde los balcones del Palacio Real.
Más adelante para
conmemorar los acontecimientos políticos de 1834, se construyó en el centro
rodeado de calada y alta verja de hierro, un pedestal de mármol blanco sobre el
que se colocó una buena estatua de bronce de pequeña altura, representando a la
Reina Doña Isabel II, regalo que con este objeto hizo el embajador francés Mr,
Juan Luis Brúñete.
Se colocaron ocho bancos de piedra con respaldos
perfectamente laboreados y ocho marmóreos jarrones sobre altos pedestales,
suprimiendo todo encomio con decir son hermanos y aun mejores que los del
Jardín de Parterre.
Se cerró el cuadro con una
sencilla verja de madera para conservar los arbustos y varias flores que se
plantaron, sustituyéndola con la actual de hierro y machones de cantería, en
virtud de la Real Orden de 14 de septiembre de 1844.
Habiendo crecido
considerablemente los robustos plátanos que le rodean, presenta una deliciosa
perspectiva en aquel punto este reducido vergel, cuyo interior se puede
examinar acercándose al enverjado, el que tiene por base un cómodo y prolongado
canapé de piedra por la plaza de San Antonio con dos estradas igualadas a la de
la portería por la calle de la Gobernación donde hay dos pequeñas casetas.
PAISAJE NATURAL
PATRIMONIO DE LA
HUMANIDAD
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