Los visigodos
Una
larga migración
De Escandinavia a Mesia
Desde que abandonaron las heladas llanuras de
Gothia en la península Escandinava, durante la segunda y tercera centuria del
primer milenio cristiano, los godos emprendieron un largo éxodo que habría de
llevarlos finalmente al Mediodía de Europa.
Entre los siglos II y III d. C., sucesivas
oleadas de guerreros nórdicos cruzaron el Báltico para asentarse en una fértil
franja entre las desembocaduras de los ríos Oder y Vístula. Habían franqueado
el mar para no volver. Aquellos godos de cultura germánica buscaban tierras
ubérrimas y ciudades a las que someter, pero también querían aprovechar los
avances de la civilización romana de la que se contaban maravillas. La frontera
norte del Imperio, el limes por excelencia que seguía las cuencas del Rin y el
Danubio donde se estaba produciendo la síntesis de lo germánico y lo latino,
ejercía una poderosa atracción sobre ellos. Pero había ya demasiados pueblos
“bárbaros” queriendo traspasar sus límites: francos, burgundios, alanos,
suevos, alamanes y vándalos hacían la guerra a las legiones romanas. También
había más espacio hacia el este, en las mismas fronteras con Oriente.
Poco después del 200, la nación goda ocupaba
las estepas septentrionales del mar Negro. En este amplio territorio las tribus
formadas por clanes que se sustentaban sobre lazos de fortísima lealtad se
convirtieron en uno de los principales enemigos del Imperio romano, alternando
victorias y derrotas. Así, mientras que en el 251 lograron arrasar los Balcanes
y derrotar a Decio, en el 269 Claudio II el Gótico obtuvo sobre ellos una importante
victoria cerca de Nish1.
Aunque el problema bárbaro es ya importante
en tiempos de Marco Aurelio, es en el periodo de cincuenta años conocido como
“la anarquía militar” (235-285) cuando la presión de las tribus germánicas se
hace permanente: hacia el 260, francos y alamanes traspasan las fronteras de la
Galia; en el 263 los godos toman Éfeso y en el 267 los hérulos atacan Atenas. Sólo
Diocleciano (284-305) habría de poner orden en aquella situación. La
posibilidad de cooperar con Roma en las fronteras y la presión que ya venían
ejerciendo los hunos desde el este causaron entre los godos una profunda
división de orden táctico. Como consecuencia, a principios de la tercera
centuria el numeroso contingente se separó en dos grandes ramas étnicas de
carácter autónomo. Los greutungos
fueron hacia el este hasta ocupar las estepas entre los ríos Dniester y Don,
tomando el nombre de “godos brillantes” u
ostrogodos. Los tervingios se
establecieron más al oeste, entre el Danubio y el Dniester, y fueron conocidos
como “godos sabios” o visigodos2.
Mientras que los primeros conservaban su independencia de manera más acusada,
los segundos comenzaron a colaborar con Roma como auxilio en su complicada
política de mantener sujetos a los bárbaros con pactos, guerras y concesiones
de tierras. Finalmente, el emperador Aureliano concedió la Dacia a los
visigodos.
En
todo este territorio del este continental, estos godos “sabios” se convirtieron
en la fuerza hegemónica, gracias a su férrea disciplina, notable inteligencia y
a la maestría que habían adquirido en la metalurgía para obtener sus admirables
armas. Durante décadas convivieron y se hicieron respetar por otros pueblos
germánicos como los gépidos asentados
en Transilvania, los hérulos
establecidos alrededor del mar de Azov y los recién llegados vándalos asdingos que ocupaban la margen
oriental del Danubio inferior3 .
Establecido
el cristianismo como religión del Imperio, los visigodos llegaron a ser una de
las más peligrosas amenazas. La zona del Ilírico se convirtió en objeto de
saqueo constante, mientras que sus incursiones dentro del territorio imperial
se hacían cada vez más contundentes, como la que Constantino consiguió repeler
en Mesia (331-332). En esos años los ostrogodos crearon un gran estado que se
extendía hacia el Báltico, bajo el famoso rey Ermanarico. Los visigodos, muy
divididos en banderías, se convirtieron en federados del Imperio y a cambio de
un subsidio anual suministraban tropas al ejército imperial, bajo jefes
propios.
Es
en esta época cuando abandonan sus antiguos dioses para convertirse al
cristianismo, según el dogma arriano. El artífice de este cambio fue el obispo
Wulfila (Ulfilas), un hombre de origen capadocio que capturado por los godos
aprendió su lengua y fue ordenado sacerdote en Constantinopla por el obispo
arriano Eusebio de Nicomedia. Durante siete años Ulfilas predicó el Evangelio
entre los godos, tradujo la Biblia a su lengua y su tenacidad se vio
recompensada con creces pues aunque hubo importantes resistencias paganas como
la liderada por Atanarico, finalmente todo el pueblo godo se convirtió en masa
al arrianismo.
En
la segunda mitad del siglo IV, el Imperio está repartido ya entre Oriente y
Occidente. Débil y fragmentado por sucesivas usurpaciones y revueltas, sufre el
desgaste que la expansión del cristianismo produce en la disolución de los
antiguos vínculos religiosos y políticos. Aprovechando las frecuentes sacudidas
a que es sometida la autoridad imperial, los bárbaros incrementan su acoso
hasta hacerse piezas imprescindibles del juego de equilibrio. En el 332
Constantino firma un pacto general con los bárbaros, dentro de su política de
tolerancia religiosa y política, con el que logra regular sus movimientos
migratorios y emplearlos en la defensa de las fronteras, a menudo unos contra
otros.
En
el 364 es proclamado Valentiniano I, con su hermano Valente como césar de la
parte oriental del Imperio. El momento es tan grave que le hace decir a Amiano
Marcelino, el más importante historiador del período: “En este tiempo, como si
las trompetas cantasen sones de guerra por todo el orbe romano, los pueblos más
salvajes desbordaban en furiosa excitación las fronteras que les eran
próximas”. Valentiniano y Valente se reparten la defensa del Imperio, pero las
diferencias ideológicas y culturales entre el Oriente griego y el Occidente
latino se radicalizan creando una brecha que los godos aprovechan en beneficio
propio.
Políticamente,
los visigodos seguían divididos entre quienes buscaban mayor o menor cercanía a
Roma. En el 367 la facción más beligerante rompió el pacto sellado con
Constantino y reanudó la guerra. Su jefe, Atanarico, comenzó las hostilidades
pero Valente lo persiguió más allá del Danubio hasta que en el 369 le obligó a
pedir la paz. Esta derrota debilitó irremediablemente la posición de Atanarico
y propició el ascenso de Fritigerno, un devoto arriano seguidor de Ulfillas que
impuso el cristianismo como religión de la nación visigoda4 .
La
presión de los hunos
Replegados,
los visigodos esperan mejor ocasión. Pero un nuevo factor, largamente
presentido, les obligará a ponerse en marcha. Desde las estepas eslavas se oye
ya el bramido de los terribles hunos, que en ejército numerosísimo aspiran a
conquistar las prometedoras tierras de la Europa central. Su llegada habría de
marcar el destino de los pueblos germánicos de la zona, pero muy especialmente
de los visigodos.
Llamados
hiung-nu en las fuentes chinas y funni por Plinio el Viejo, los hunos
eran una enorme masa de velocísimos jinetes de condición trashumante, raza
mongol y lengua uraloaltaica, que formaban un pueblo unido bajo un férreo
caudillaje. Oriundos de las estepas de Asia, en el siglo III iniciaron una
lenta pero persistente emigración hacia Occidente que los llevó desde el norte
de China hasta las fértiles tierras de la Putsza magiar y la misma cuenca del
Danubio.
Los
nuevos invasores derrotaron de forma contundente a alanos y ostrogodos y poco
después a los propios visigodos (375), que no tuvieron más remedio que huir
hacia Occidente y buscar su salvación en el Imperio romano. El emperador
Valente aceptó acogerlos en las despobladas tierras de Mesia, a cambio de que
sirvieran como federados a Roma, pero los abusos de los agentes imperiales
crearon un clima de desconfianza y discordia que los llevó de nuevo a la
sublevación. Entonces se dedicaron a saquear los Balcanes y provocar a las
legiones romanas cada vez más cerca de Bizancio, hasta que consiguieron
infligir en el 378 una grave derrota al ejército de los imperiales en la
batalla de Adrianópolis, donde el propio Valente halló la muerte.
Teodosio,
un brillante general que había vencido a los sármatas, fue proclamado emperador y reunió en su persona los
tronos de Oriente y Occidente, aunque habría de ser el último. La victoria de
Adrianópolis llevó al jefe visigodo Fritigerno a la cumbre de su poder, por lo
que pudo tratar con Teodosio en plano de igualdad y reclamar un nuevo pacto que
otorgaba al pueblo visigodo tierras en propiedad y su asentamiento como
federados en Mesia (382), con las mismas condiciones que los ostrogodos en
Panonia. Allí se les concedió total autonomía, exención de impuestos y altas
soldadas a cambio de enrolarse en el ejército imperial.
Los
hunos, por su parte, se establecieron en la llanura magiar. Los caudillos
Mundziuh y Rugila, padre y tío de Atila respectivamente, reunieron todos los
clanes en una sola tribu y establecieron una corte permanente que comenzó a
recibir tributos de Roma. Luego les sucedieron en el trono Bleda y su hermano
Atila. Éste último, que entró en la escena europea con todo el brío de su raza
y el carisma de un héroe legendario, se deshizo del estorbo de su hermano y
consiguió reunir un reino casi tan extenso como el propio Imperio romano, al
otro lado del Danubio. Pero no era suficiente para sus ambiciones ecuménicas.
Deseaba ser el nuevo emperador y someter tanto a germanos como romanos, incluso
al mismo papado.
Mientras
tanto, los sucesores de Teodosio siguieron la política de tolerancia y
compromisos con los bárbaros. Además de su importante presencia en el ejército,
los germanos fueron ocupando puestos de mayor importancia, llegando a
emparentar con la casa imperial. El general vándalo Estilicón casó con Serena,
sobrina de Teodosio; Arcadio y Honorio, hijos del emperador y futuros
emperadores de Oriente y Occidente, se unieron en matrimonio con hijas de jefes
bárbaros; el primero con Eudoxia, hija del rey franco Bauto, y el segundo con
dos hijas de Estilicón, sucesivamente.
De
Mesia a Aquitania
Cuando
se puso el sol sobre el campo de batalla de Adrianópolis, el 9 de agosto del
378, el espectáculo no pudo ser más desolador para las armas romanas.
Esparcidos en la llanura de Anatolia, yacían los cadáveres de más de veinte mil
legionarios con sus jefes, muertos a manos de los visigodos y entre ellos el
cuerpo del emperador Valente, que no pudo ser recuperado. Nunca, desde que las
tropas de Publio Quintilio Varo fueran aplastadas también por tribus germanas
en Teutoburgo casi trescientos años antes, las águilas romanas habían sufrido
tal descalabro5 .
Esta
victoria dejó patente la superioridad de la caballería visigoda frente a la
infantería romana. Con su inmensa reserva de caballos, la capacidad que poseían
para producir armas de excelente factura y la preparación para la guerra que
aprendían todos los varones desde niños, los visigodos pasaron de enemigos a
aliados estratégicos en la lucha por el poder dinástico durante el convulso
período que termina la tercera centuria. La muerte de Teodosio el Grande supuso
el fin de la unidad imperial creada por Octavio Augusto. En el año 395 el
Imperio se dividió entre sus hijos Honorio y Arcadio y éste, césar de Oriente,
llamó a los visigodos, situados en la misma frontera ilírica que pretendía
invadir, para provocar la caída militar de su hermano.
Las
rencillas e intrigas entre las cortes de Oriente y Occidente provocaron un
aluvión de luchas intestinas y la relajación en la frontera del Rin.
Aparecieron nuevos hombres fuertes que aspiraban a ocupar el trono de los
emperadores. Rufino y Eutropio en Oriente, Estilicón en Occidente, despertaron
de nuevo la iniciativa de las federaciones germánicas que, de modo casi
sistemático, tuvieron como meta el Imperio de Occidente.
Diversas
razones explican esta voluntad selectiva que hace de Europa occidental el
objetivo por excelencia, mientras el Imperio de Oriente se ve libre de las
oleadas germánicas y sus devastadoras consecuencias. En primer lugar el clima,
más propicio para las condiciones de vida de la trashumancia; también la
existencia de grandes extensiones en Galia e Hispania donde cultivar los
cereales que eran la base de su alimentación. Desde el punto de vista militar,
la condición determinante fue la relajación de la frontera del Rin, otrora la
más vigilada y que en el siglo IV había pasado a ser de muro inexpugnable a
mercado de alianzas estratégicas y ámbito de encuentro cultural. En esta amplia
zona, muchos de estos pueblos aprendieron a “romanizarse” con la adopción de la
lengua latina y los usos de la administración del Imperio.
Pero
en el rumbo de las invasiones germánicas durante finales del siglo IV y
principios del siguiente, también hay que tener en cuenta la diplomacia de la
Corte de Constantinopla, que logró desviar hábilmente las migraciones hacia el
oeste, gracias tanto a su mayor cohesión política, militar y económica, como al
hecho de que su capital constituía un bastión inexpugnable. De esta manera,
cuando los visigodos conquistaron en el 397 Atenas y Corinto, ocupando el
Peloponeso, Arcadio les otorgó también la condición de federados, con el
derecho a asentarse en el Epiro (en la actual Grecia), con costas al Adriático,
lejos del centro oriental y enfrente del occidental.
El
camino a Occidente quedaba así abierto a los visigodos que, de acuerdo con la
política de Constantinopla, se lanzaron sobre la misma península Itálica al
mando de su jefe Alarico, de la estirpe de los Baltos, convertido ya en rey.
Este hábil dirigente, que fue el primer monarca visigodo, ya se había aliado
con los hunos en el 390 para devastar Tracia. Tras la muerte de Teodosio se
dedicó a saquear los Balcanes hasta que el Imperio, definitivamente dividido en
Oriente y Occidente, quiso apaciguarlo nombrándole magister militum para el Ilírico. Este cargo le envalentonó y desde
entonces su objetivo fue pasar a Italia para ocupar el trono imperial. En el
401 puso sitio a la propia sede imperial, Milán. El emperador Honorio trasladó
la corte a Rávena, una bella ciudad costera prácticamente inexpugnable por
tierra que habría de ser el escenario fantasmal de los últimos días del Imperio
de Occidente.
El
general Estilicón, al servicio de Honorio y con parecidas ambiciones de mando,
impidió el avance visigodo con la contundente derrota en Pollenza (402). Pero
este revés no detuvo los planes de los visigodos, que en el 403 atacaron
Verona, siendo de nuevo rechazados. Alarico cambió de estrategia y pactó con
Estilicón, ocupando el Nórico y exigiendo al Imperio enormes sumas de oro por
sus servicios. La tensa partida parecía estar en tablas cuando la ejecución de
su aliado por traición en el 408 abrió de nuevo Italia para Alarico, quien casi
sin resistencia consiguió llegar hasta Roma e incluso hizo elegir un año
después a un emperador títere, Atalo, que le nombró comandante en jefe de los
ejércitos imperiales.
No
contento con su nueva posición, el mismo Alarico depuso meses después a Atalo.
Tras dos años de haber tenido a su merced a la capital imperial, cedió en el
deseo irrefrenable por hacerse con sus riquezas. El 23 de agosto del 410 entró
con sus huestes en la Ciudad Eterna, sometiendo durante tres días a la Urbe a
un saqueo de varios días que habría de ser el primero de su historia y origen
del legendario tesoro de los visigodos. El saqueo de Roma fue un hecho que
conmovió muchas conciencias y está presente en los escritos de San Jerónino y
San Agustín como un signo de que los tiempos que se avecinaban eran anuncio del
fin de una época. Entre el botín que se llevaron los visigodos figuraba la
propia hermana del emperador, Gala Placidia, una maniobra dinástica del hábil
Alarico para reforzar su propio linaje y que habría de materializarse con el
matrimonio posterior en Barcelona de su cuñado Ataúlfo con esta inteligente
princesa.
Sin
embargo, y a pesar de sus magníficas conquistas en Grecia, Dalmacia e Italia,
no era el continente europeo lo que interesaba a Alarico sino las amplias
llanuras de la costa africana, donde había menos enemigos y podía cosecharse
varias veces al año. El mito del edén africano vino a formarse por entonces,
siguiendo la estela de las grandes conquistas de los emperadores hispanos e
instalándose también en la conciencia de otros pueblos germánicos como los
vándalos. Pero el plan de pasar a África fracasó porque los visigodos no
conocían las artes de la navegación. Alarico se retiró, muriendo poco después
en Cosenza (410). Fue enterrado en el lecho del río Buseto, lo que demuestra
que a pesar del arrianismo, aquellos godos romanizados aún conservaban usos paganos7.
Para
suceder a Alarico los clanes visigodos eligieron a su cuñado Ataúlfo, quien
decidió dar la vuelta en Italia y llevar a su pueblo hacia la Galia, hasta
apoderarse de toda la franja pirenaica desde Narbona a las costas cantábricas
(412). Una vez asentado en la antigua Narbonense romana, quiso pactar con el
Imperio (413) y establecerse como federado con vínculos familiares con Honorio,
por lo que decidió casarse en el 414 con Gala Placidia.
Este
matrimonio fue considerado una afrenta en la Corte de Rávena, que aunque
amenazada de continuo por las usurpaciones y las correrías de otros pueblos
bárbaros, aún tuvo fuerzas para movilizar un ejército al mando del general
Constancio. Derrotados, los visigodos pasaron a Hispania, con la intención de ocupar
la Tarraconense, única provincia libre de las sucesivas oleadas de suevos, alanos y vándalos silingos que habían penetrado en la península Ibérica
desde el 405.
Ataúlfo
fue finalmente asesinado en el año 415 en Barcelona. Le sucedió durante siete
días Sigerico, miembro del poderoso linaje Rosomón, rival de los Baltos, quien
también pereció asesinado. El poder pasó a Walia (415-418), un monarca que de
nuevo trató de llevar a su pueblo a África, llegando hasta Gibraltar para luego
tener que retroceder.
La
situación de inferioridad obligó a Walia a pactar en el 414 con Constancio,
para convertirse en aliado definitivo de Roma a cambio de suministros de
provisiones y con la misión de acabar con los suevos, vándalos y alanos que se
encontraban en Hispania. Como muestra de buena voluntad y con el fin de
reforzar el pacto, los visigodos devolvieron a Gala Placidia, que se casó con
Constancio en el 417 y fue madre del emperador Valentiniano III. Las victorias
visigodas en la península Ibérica mejoraron el pacto con Constancio, que les
permitió asentarse de forma definitiva y con total autonomía interna en las
provincias de Novempopulania y Aquitania Secunda (418), es decir la
zona comprendida entre el Loira y Burdeos. Para su avituallamiento se les
autorizaba a confiscar las dos terceras partes de las tierras de cultivo y se
les otorgaba el derecho a compartir, como copropietarios, los bosques y baldíos
anexos a las fincas confiscadas.
La
situación hispánica en el siglo V
Hispania
quedaba cada vez más prendida a los designios de los visigodos del reino
aquitano con su capital en Tolosa. Conocemos bien el proceso que hará del solar
hispano el destino final de aquellos godos que atravesaron el este, sur y
centro de Europa, gracias a dos historiadores de primer orden, uno en pos de
otro: Orosio e Idacio.
Como
escribió el insigne historiador español Ramón Menéndez Pidal: “Ambos proceden
de la Lusitania y se glorian de haber visto al gran erudito San Jerónimo en su
retiro de Belem durante sus últimos y longevos años. Pero uno y otro siguen
distinta dirección: Orosio redactó en su juventud una obra más personal,
complemento de la obra filosófica de San Agustín; Idacio escribió, cincuenta
años después y ya en su vejez, una breve continuación de la crónica de San
Jerónimo”8. Orosio es optimista, mira a los bárbaros como sostén providencial
del Imperio, como la savia que habrá de regenerar la decadente sociedad romana;
Idacio escribe cuando ha sucedido el saqueo de Roma y las tribus se están
adueñando de Europa: en su crónica no hay lugar sino para el pesimismo.
Las
primeras noticias que da Idacio sobre su patria componen un negro cuadro. Las
desolaciones de suevos, vándalos y alanos producen cuatro mortales plagas: el
hierro de los soldados que mata la población; el fuego que arrasa las ciudades;
los exactores de tributos que consumen lo poco que queda; y el hambre, que
acarrea la antropofagia, la peste y manadas de bestias salvajes atacando el
ganado. Al fin los bárbaros cambian la espada por el arado y someten a los hispanorromanos
por feudos de vasallaje (411). El país queda irreconocible. ¡Qué ha sido de la
próspera Hispania, tierra de los Antoninos, madre del propio emperador
Teodosio! Orosio, sin embargo, ve las cosas de otro modo, cuando afirma que los
hispanos, al fin, prefieren una pobre libertad entre bárbaros a soportar el
apremio tributario de Roma. Mejor era entenderse con los bárbaros propios a
contribuir en la lucha contra los de otras provincias. Como sostiene Menéndez
Pidal, “he ahí la causa principal de la fragmentación del Imperio”9.
El
reino arriano de Tolosa
Con
Walia, el reino visigodo se estabiliza hasta formar una verdadera potencia en
el Occidente europeo con sede en Toulouse (habitualmente transcrita al
castellano como Tolosa). A su muerte le sucede Teodoredo (419-451), miembro de
la familia de los Baltos y probable nieto de Alarico. Bajo su mando, los
visigodos participan en la expedición romana que tenía como objetivo acabar con
los vándalos, pero tras la muerte de Constancio III (421) deciden no luchar.
Esto provoca en el 422 la derrota romana y que los vándalos dominen los puertos
hispanos que les abrirán siete años más tarde el camino hacia África.
Angustiado,
pero al mismo tiempo esperanzado, el obispo Idacio se dirige a Galia en el año
431 para solicitar el auxilio del general romano Aecio contra los suevos
opresores de la Galecia. Pero Aecio, último amparo del poder imperial, no
teniendo otro recurso sino servirse de unos bárbaros contra otros o contra las
propias intrigas de la Corte, no pudo socorrer Hispania y fue el mismo Idacio,
junto con otros obispos, quien tuvo que negociar las paces tantas veces rotas y
reanudadas.
Entretanto
Teodoredo, no contento con la Aquitania, rompe el foedus o pacto de Walia para
apoderarse de la Narbonense y hace la guerra a Aecio, quien tampoco puede
impedir que finalmente el rey de los suevos, Requila, se apodere de las
provincias hispanas Bética y Cartaginense, ahora que los vándalos de Genserico
han atravesado el Estrecho para establecerse en el norte africano.
Todo
ya en Occidente es obra de los huéspedes o invasores germánicos. El proceso de
transfusión de sangre goda que se empieza a dar en Hispania comienza su
doloroso modelo, seguido paso a paso en todos los reinos europeos. Primero, los
germanos saquean la provincia invadida; cuando la ven agotarse, dejan la espada
por el arado y se ponen a bien con el Imperio en calidad de federados. Por el
foedus, los germanos contraen una obligación militar a cambio de alojamiento
(hospitalitas), que consiste en ceder el propietario romano un tercio de su
casa, de su campo y hasta de sus siervos. Al principio, las cesiones son
transitorias, hechas para un pueblo nómada que en teoría iba a seguir su curso
migratorio. Pero en el caso hispano lo transitorio adquiere pronto carácter
permanente, como sucede en la Galia con el reino de Walia o en la propia
Hispania con las reparticiones que hicieron por su cuenta alanos, suevos y
vándalos. Finalmente, los pactos se hacen más onerosos para los invadidos y la
proporción inicial se invierte: la mitad o los dos tercios de los bienes pasan
a los invasores10.
Pero
no eran sólo el Imperio o las poblaciones autóctonas los enemigos a batir. La
campaña hacia el este galo de los visigodos se encontró con un inesperado
contrincante, Atila, que impulsado por el rey vándalo de África, aspiraba a
conquistar el territorio gobernado por Teodoredo. La ambición por poseer el
oeste europeo del rey de los hunos estaba espoleada también por la intrigante
Honoria, quien no dudó en conspirar contra su hermano el emperador Valentiniano
III, enviando por un eunuco a Atila un anillo nupcial y ofreciéndole en dote la
mitad de Occidente.
En
el 451, queriendo batir por separado a visigodos y romanos, Atila invade la
Galia con un inmenso ejército formado por contingentes de ostrogodos, gépidos, turingios y alamanes. A duras penas Aecio pudo
reunir una amalgama de francos,
burgundios, sajones y celtas para hacerles frente. Es entonces cuando
Teodoredo, acompañado por su hijo Turismundo, decide apoyar a su antiguo
enemigo romano, convirtiéndose en una poderosa fuerza auxiliar. En la colosal
batalla que se libró en los Campos Cataláunicos (20 de junio del 451), la honra
de la victoria correspondió a Teodoredo que atacó al grueso del ejército huno,
haciendo huir al propio Atila en la confusión de la noche. Cuando amaneció,
Turismundo y sus jefes visigodos encontraron entre un espeso montón de
cadáveres el de Teodoredo, cuyo sacrificio señalaba el final del invencible
huno. Aecio dejó escapar a Atila con el descarado objetivo de reservarlo para
una futura lucha contra los propios visigodos y con esta maniobra a dos bandas,
clásica de la diplomacia romana, certificó la próxima muerte del Imperio.
Aunque
los romanos tomaron parte en la batalla, apenas contaban ya; la lucha era sobre
todo entre bárbaros: visigodos contra ostrogodos y hunos, burgundios contra
gépidos. La victoria sobre Atila ya no suscitó poemas épicos a la manera de
Claudiano o Prudencio, tan sólo los viriles cantos guerreros de los godos, que
en las exequias de Teodoredo entrechocaban sus armas mientras el cadáver regio
se consumía en la pira funeraria.
Engañado
por Aecio sobre sus verdaderas intenciones, el nuevo rey Turismundo (451-453)
se apresuró a regresar a Tolosa para ser proclamado en la Corte, pero su
reinado fue breve pues fue asesinado por su hermano Teodorico (453-466). De
esta manera contundente tomaba carta de naturaleza el “morbo gótico”, es decir
el continuo recurso al asesinato del monarca entre los visigodos que comenzó
con Ataúlfo y habría de prolongarse durante dos centurias y media en el reino
hispano.
La
península Ibérica en las postrimerías del Imperio
El
débil e incapaz Valentiniano III aún pudo mantener una sombra de autoridad
imperial en Hispania. Los suevos hicieron la paz con él devolviéndole la
Cartaginense (453); los visigodos, siempre imperiales, pacificaban la
Tarraconense en nombre de Roma (454). Pero muerto Valentiniano, los suevos
vuelven a devastar la Cartaginense e incluso la Tarraconense, sin hacer caso
del rey visigodo Teodorico, ni del nuevo emperador, un senador galo de nombre
Avito, buen amigo y protector de la dinastía de los Baltos, nombrado por el
propio Teodorico con la ayuda de los francos.
La
ficción del Imperio parece funcionar cuando Avito encarga a Teodorico que
someta a los suevos en Hispania, reduciéndolos a la Galecia. La realidad era
que el monarca visigodo quería intervenir más en Hispania y frenar el
expansionismo de los suevos.
Durante
los años de su gobierno animó a parte de su pueblo a asentarse en diversas
zonas peninsulares, e incluso pasó a ejercer una importante influencia sobre el
reino suevo de Galicia11, después de desbaratar en el 456 su ejército junto al
río Órbigo, cerca de Astorga.
Ya
está Hispania entregada a esos godos cuyos cristianizados ejércitos había
evocado con fervor San Isidoro glosando sus mesnadas “de espléndidas y rubias
cabelleras” (Getarum rutilus et flavus
exercitus). Pero este pueblo practica un arrianismo que con el poder se ha
hecho intolerante. Idacio lamenta la dureza con que los visigodos saquean
Braga, Astorga y Palencia: las iglesias católicas convertidas en establos, las
monjas exclaustradas, los monjes afrentosamente desnudados y expuestos a la
vergüenza pública12.
Teodorico,
a la mitad de la campaña contra los suevos, recibe la noticia del asesinato de
su emperador Avito y regresa a Tolosa, dejando en Hispania a parte del
contingente visigodo. De esta manera sutil y en apariencia accidental comienzan
a instalarse los visigodos en la Spania que pronto habrán de fecundar con su
sangre.
Surge
entonces la datación del tiempo hispano. Lo hace el cronista Idacio quien, a
pesar de seguir la cronología de San Jerónimo por los años de las olimpiadas y
los de cada emperador de Oriente y Occidente, al referir algunos sucesos de la
Península los fecha separándolos de los demás por la aera, una magnitud
temporal que se refiere a la era hispana del año 38 antes de Cristo, año del
tributo impuesto por Octavio.
Eurico
El
reinado de Teodorico acabó cuando fue asesinado por su hermano Eurico
(466-484), quien acabaría convirtiéndose en uno de los más importantes reyes de
la dinastía visigoda. Durante los casi veinte años de su gobierno, la sede
occidental del Imperio tuvo un constante trasiego de ocupantes ya que a Valentianiano
III le sucedieron nueve emperadores. Cuando Eurico vio tal mudanza de augustos,
tan pronto proclamados como asesinados, dio por definitivamente roto el pacto
federal de Walia con Honorio y aumentó la extensión de su reino galo hacia el
norte y el este, pactando primero con Julio Nepote para conseguir que se le
reconocieran como frontera los ríos Loira y Ródano (475), y luego ocupando la
zona de Provenza al sur del río Durance hasta Arles y Marsella (476). Al mismo
tiempo empezó la ocupación efectiva de Hispania, primero con la Lusitania,
luego con la Tarraconense y finalmente la Cartaginense, llegando las
guarniciones godas hasta localidades tan alejadas como Mérida.
Era
la conclusión del ansia de independencia, el triunfo del espíritu de libertad
germano. De Eurico dice el cronista Jordanes: “Tenía por suyas todas las
Españas y las Galias”. El Imperio, mientras tanto, se extinguió por consunción.
El general Odoacro se hace señor de toda Italia con su ejército de hérulos,
depone al último emperador Rómulo Augústulo, toma las insignias imperiales en
Rávena y se las envía a Zenón, emperador de Oriente, pretendiendo así
recomponer la unidad perdida desde Diocleciano.
Odoacro
pensaba aún en la unidad romana. Eurico, no. El rey germano más poderoso de su
tiempo, poseedor de un enorme estado en el Occidente europeo, no pensaba en
absoluto restaurar la universalidad romana ni creía, como su antecesor Ataúlfo,
que los godos eran un pueblo rudo e incapaz de obedecer leyes. Lejos de eso, se
propuso ser él mismo el primer legislador germano. Nace así el valioso Código de Eurico (470-480), la primera
compilación legislativa que habría de ser el núcleo primigenio de las leyes
visigodas.
Asentamiento
definitivo
Tras
la pacífica muerte de Eurico en Arlés, le sucedió su hijo Alarico II (484-507).
Durante su reinado continuó la expansión por Hispania y muchas familias
trasladaron su hogar de Aquitania al otro lado de los Pirineos. Por el norte
del reino, la presión de los francos fue incrementándose. Alarico se alió con
el poderoso rey de los ostrogodos de Italia, Teodorico el Grande, casándose con
su hija Tiudigoto, pero ni así pudo evitar el avance del católico rey Clodoveo,
que en el 507 derrotó a los visigodos en la decisiva batalla de Vouillé, donde
perdió la vida el propio Alarico a manos del monarca franco.
Esta
derrota supuso la desaparición del llamado reino de Tolosa, ya que los francos
lo ocuparon en su totalidad, excepto la zona de Provenza que quedaba defendida
por los ostrogodos. La fecha marca también la primera gran oleada de visigodos
que huyen de las Galias y el aislamiento del reino de Hispania, que se
convirtió en un “protectorado ostrogodo”, según palabras del medievalista
español Julio Valdeón.
Pero
aunque perdían terreno, el Estado no se desmoronaba. La soberanía del pueblo
visigodo quedaba intacta, preservada en un nuevo código legal promulgado por
Alarico II, el llamado Breviario de
Alarico o Lex Romana Visigothorum (506), donde se reflejaba la plena
independencia de la estructura estatal visigoda.
El
asentamiento de los visigodos en la península Ibérica sucede al mismo tiempo
que el de los ostrogodos en la Itálica. Libres del yugo huno a la muerte de
Atila, los ostrogodos se dirigen a Italia dirigidos por Teodorico, quien vence
al hérulo Odoacro y se proclama rey de Italia. La antigua alianza de los dos
pueblos hermanos vuelve a retomarse a raíz de la derrota de Vouillé. Con la
muerte de Alarico, queda como sucesor su hijo Amalarico, de corta edad.
Entonces asume la regencia el rey ostrogodo Teodorico, su abuelo, quien como
tutor gobernará Hispania durante quince años (511-526).
En
su traslado masivo de la Galia a Hispania, el pueblo visigodo lleva consigo su
estructura de Estado y ésa es la razón por la que un número tan poco numeroso
(Menéndez Pidal calcula el contingente en un número no mayor de 200.000,
mientras que los hispanorromanos sumarían más de ocho millones) pudiera
imponerse a la población local. Su asentamiento no fue homogéneo, pues no podía
serlo dado su escaso número. La mayor densidad se da en la Cartaginense, en la
Meseta Norte, en un triángulo delimitado aproximadamente por las ciudades de
Palencia, Sigüenza y Toledo, cambiando el núcleo de poder peninsular de la
periferia al centro y anticipando lo que será Castilla, un concepto neogótico
europeísta y unitario que nacerá proyectándose sobre el modelo político y
cultural de la Patria Goda13.
Los
siguientes asentamientos en número se dan en la Tarraconense, desde la costa
hasta la tierra fronteriza occidental llamada Bardulia y que será el núcleo de
la futura Corona de Aragón. Según se remontaba el curso del Ebro la densidad de
población visigoda disminuía. Gallaecia era todavía sueva con un sustrato
formado por bretones de origen y cultura célticos. La cornisa cantábrica
permanecía independiente a la influencia visigoda y a causa del retroceso de la
romanización en la zona, más bárbara aún que la antigua Gothia.
Éste
es el escenario étnico sobre el que a principios del siglo VI se trasladan las
formas de gobierno que los visigodos habían desarrollado en la Galia: una
monarquía electiva basada en la aristocracia visigoda, organizada conforme a la
legalidad del Código de Eurico y el Breviario de Alarico. En ningún momento los
visigodos se consideraron a sí mismos invasores ya que su asentamiento en
Hispania había sido legalizado por el fenecido Imperio de Occidente. La
población hispanorromana tampoco los vio como invasores, sino como vecinos
molestos, gente con la que había que acostumbrarse a vivir aunque nunca de
rodillas, y que les libraba de otros germanos más feroces.
Es
importante subrayar que los visigodos no cambian en modo alguno las formas de
gobierno de los hispanos. Los gobernantes godos se superponen a los
funcionarios de la administración romana sin que haya demasiada interferencia,
pues ambas poblaciones estaban segregadas desde el punto de vista legal. Los
visigodos tenían sus propios jefes militares, que ejercían de jueces. La máxima
autoridad civil de los hispanorromanos era el obispo de la ciudad o el rector
nombrado a efectos de gobernarlos. Tenían jueces (iudices) propios y la
administración económica estaba en sus manos, aunque sometida al tesoro
visigodo14.
La
situación de la monarquía visigoda en la primera mitad del siglo VI es bastante
peculiar: con el ostrogodo Teodorico como protector del reino y actuando en su
nombre el general Teudis, se suceden en el trono primero Gesalico (507-511),
hijo de Eurico, luego su hermano Amalarico (511-531) y finalmente el propio
Teudis (531-548) por elección de los nobles. Teodorico el Grande parece
que no ejerció el poder sobre los visigodos simplemente como regente y tutor de
su nieto, sino más bien como rey por derecho propio. Como tal, a través de
poderes delegados y con la corona afianzada en sus descendientes, gobernó hasta
su muerte en el 526 intentando unir las dos ramas del pueblo godo bajo la
dinastía de los Amalos.
Cuando
el gran Teodorico murió, el reino ostrogodo pasó a su nieto Atanarico (bajo la
regencia de su madre Amalasunta), mientras el visigodo quedaba en manos de
Amalarico (cuyo reinado sin regente comenzó en ese año 526), siendo la frontera
entre ambos el brazo más occidental del Ródano. El tesoro real visigodo fue
devuelto desde Rávena mientras que la gran mayoría de las tropas ostrogodas
volvieron a Italia, aunque se permitió a los que hubieran fundado familias en
Hispania permanecer en el reino y convertirse en naturales por derecho
adquirido.
La
corte visigoda se mantenía en Narbona, pero el centro de poder se desplazaba a
la Península según lo hacía el contingente humano. Teudis dio un giro a las
relaciones de los visigodos con los hispanorromanos y practicó una política de
tolerancia con la Iglesia católica. Él mismo se casó con una noble local de
estirpe romana y credo católico, mientras arreglaba el matrimonio de Amalarico
con una princesa franca fiel a los papas. De este modo, los visigodos
comenzaron a buscar alianzas con la nobleza local y consiguieron cierta
estabilidad hasta el 530.
En
este intervalo pacífico, Teudis puso un poco de orden en Hispania nombrando
condes (comes) como gobernadores políticos y jueces (iudex) para dirimir las
disputas. Además, organizó varios concilios eclesiásticos en Tarragona, Gerona
y Toledo, lo que prueba que políticamente la Iglesia católica estaba
subordinada al trono visigodo y que además no era hostil al acercamiento de
Teudis.
En
el 526, Amalarico llegó a la mayoría de edad y tomó posesión de su reino.
Entonces cometió el error de tratar de llegar a una alianza con los francos.
Estos interpretaron la oferta como una señal de debilidad de los visigodos y no
sólo la rechazaron sino que buscaron un casus belli apropiado asegurando que
Amalarico intentaba convertir a su esposa al arrianismo.
Enarbolando
este pretexto, los francos del rey Childeberto atacaron a los visigodos y los
derrotaron en las cercanías de Narbona (531). Los francos se hicieron con el
control de la ciudad y obligaron a la Corte a emigrar a Barcelona con el tesoro
real. Nada más llegar a la ciudad, Amalarico fue asesinado, un precio que los
monarcas pagaban a menudo tras sufrir un revés militar. El crimen fue
propiciado probablemente por los partidarios de Teudis, que veían en él a un
caudillo más hábil, capaz de dirigir el gobierno en tiempos difíciles.
Con
Amalarico terminó el gran linaje real de los Baltos y la sucesión ya no se
haría en el futuro entre padres e hijos salvo en contadas ocasiones, como el
caso de Leovigildo. La monarquía selectiva, heredada de la costumbre germánica
de elegir sus jefes en asambleas de guerreros, debilitó la autoridad de los
reyes, fomentó las banderías y los asesinatos y llegó a causar el fin de la
monarquía visigoda cuando los partidarios y familiares de Witiza llamaron en su
ayuda a los musulmanes.
Teudis
estableció su sede provisionalmente en Barcelona. Nunca más la Corte tendría
asentamiento permanente fuera de Hispania, sujetándose en las fronteras que
habían trazado la antigua división romana como ya lo había hecho el rey
Clodoveo en la Galia. El cambio del centro de gravedad visigodo fue deliberado,
pues Teudis buscaba la amistad hispanorromana para asentar el reino en la
Península, ya que más allá de los Pirineos francos y ostrogodos se lo impedían.
Otra buena razón era imposibilitar que la aristocracia ibérica terminara
aliándose con los poderosos bizantinos, tratando de encontrar en ellos el
Imperio perdido.
Entre
el 534 y el 536 tropas bizantinas al mando del general Belisario destruyeron
por completo el reino vándalo en el norte de África, haciéndose también con el
control de las Baleares y Pitiusas, además de Tánger y Ceuta. Teudis se sintió
amenazado y destacó guarniciones en la costa levantina y la Bética, levantando
fortificaciones y obras de carácter defensivo. Con esta operación de largo
alcance los godos se establecían en la zona más romanizada de Hispania, que en
los últimos decenios había vivido en un estado de práctica independencia. Los
bizantinos, sin embargo, prefirieron atacar Italia, por lo que la mayor amenaza
para los visigodos siguieron siendo los francos.
En
el 541 se reanudaron las hostilidades entre éstos y los visigodos. Tras atacar
Septimania, los francos cruzaron los Pirineos hasta alcanzar Zaragoza, que
resistió un asedio de más de un mes. Finalmente, Teudis pudo rechazar a los
invasores, gracias a certeras acciones bélicas y hábiles negociaciones. Tal vez
este éxito le hiciera sentirse lo bastante fuerte como para intentar tomar
Ceuta, en un momento en que las conquistas bizantinas parecía que se alejaban
del horizonte. Pero Ceuta resistió a los visigodos y, como consecuencia de este
fracaso militar, Teudis fue asesinado en Sevilla en el año 548.
A
la prudencia de Teudis le sucedió la violencia arbitraria del duque Teudiselo
(548-549), otro ostrogodo de origen cuya política fue también fortalecer el
poder monárquico así como el control efectivo sobre la complicada zona sur
peninsular. Pero apenas tuvo tiempo de gobernar. Su comportamiento privado le
traicionó. Atraído sexualmente por los hombres, no reparaba en medios para
conseguirlos incluido el asesinato de sus celosas esposas. Murió en Sevilla 19
meses después de ser proclamado, cuando celebraba un banquete con sus privados,
a manos de un grupo de rencorosos favoritos.
El
siguiente rey elegido fue Ágila (549-555), un visigodo del partido
“nacionalista”, es decir representante de la facción que sostenía la
segregación entre romanos y visigodos y era partidaria de la Iglesia arriana,
considerada como iglesia “nacional” de los godos, frente a la Iglesia católica.
Tuvo su principal lugar de residencia en Sevilla, desde donde hubo de
enfrentarse a la rebelión de la aristocracia hispanorromana de Córdoba, que le
derrotó consiguiendo hacerse con gran parte del tesoro real, lo que obligó a
Ágila a retirarse a Mérida.
La
anarquía se instaló en el poder y el caos fue aprovechado por los bizantinos,
que se instalaron en Levante, movidos por al afán de Justiniano de recuperar
las antiguas tierras del Imperio y llamados por Atanagildo, un noble godo que
se rebeló contra Ágila y se proclamó rey con el apoyo de las guarniciones
cercanas a Sevilla, lo que provocó una gran revuelta civil. Fueron 20 años de
pugnas sangrientas entre las facciones rivales del inicuo rey Ágila y el fiero
Atanagildo, quien encontrándose al principio en inferioridad de condiciones
pidió ayuda a los bizantinos15. La alianza incluía un tratado firmado por el
propio Atanagildo en el que les cedía una franja costera entre Cádiz y Valencia
a cambio de la ayuda militar. Ésta empezó a llegar en el 552 y fue tal su
efectividad que tres años más tarde los partidarios de Ágila decidieron
asesinarle y pasarse al bando de Atanagildo, con el fin de acabar con la guerra
civil e intentar frenar la expansión bizantina.
Justiniano,
emperador de Oriente en una Constantinopla que trataba de recuperar la gloria
augusta, quería asimismo hacer regresar la universalidad romana por los
confines del Occidente perdidos a manos de los bárbaros. El norte de África, el
sur de Italia y el Levante de España eran los escenarios de sus conquistas
incuestionables. Parecía que iba a detener el curso de los reinos godos, igual
que lo había hecho con los vándalos y otros pueblos germánicos, pero los reyes
visigodos no se dejaron suprimir como los ostrogodos. Su sentido de la
independencia, unido ya por el destino al fiero sentido de libertad de los
pobladores ibéricos, no habría de permitirlo16.
Viéndose
con todo el poder, y apoyado por el total de la nobleza visigoda, Atanagildo
(555-567) trató de afianzar el fortalecimiento del Estado, única vía para su
supervivencia. Comenzó por frenar el avance de sus antiguos aliados bizantinos
y más tarde fue sometiendo a las ciudades hispanorromanas rebeldes. Tras
detener a los bizantinos llegó a un acuerdo por el que éstos mantendrían una
zona del sudeste bajo su control, la llamada provincia de Spania, cuya capital volvía
a ser la Cartagena púnica.
La
debilidad de su monarquía llevó a Atanagildo a buscar nuevas alianzas, nada
menos que con los tradicionales enemigos francos. Jugando a fondo sus bazas,
casó a sus dos hijas Brunequilda y Gelesvinta con los hermanos Sigiberto de
Austrasia y Chilperico de Neustria, dos reyes merovingios con los que pretendía
hacer frente común contra los enemigos bizantinos. Menéndez Pidal revela la
inutilidad de estas bodas: “Los reyes visigodos y francos buscaban frecuentes
enlaces matrimoniales, aunque tales uniones no solían ser felices por la
diversa condición de los dos pueblos: los visigodos, más cultos y romanizados,
pero arrianos; los francos, más rudos aunque católicos. El matrimonio
arriano-católico del rey Amalarico con Clotilde, la hija del rey franco
Clodoveo, había sido famosamente desdichado, hasta producir la guerra
franco-visigoda en la que Amalarico perdió la vida, y ese trágico atractivo
entre las dos familias reales vuelve a manifestarse en las hijas de Atanagildo.
Aquellos reyes merovingios de Austrasia y Neustria vivían entregados a
concubinas y siervas; cristianos desde hacía poco, no comprendían aún la
monogamia. Pero Sigeberto sueña con una verdadera reina y consiente en casarse
con Brunequilda, la hija del poderoso y rico rey Atanagildo. Gregorio de Tours
describe a la novia recién llegada y la admiración que causan tanto los tesoros
con que su padre la envía desde Toledo, como la hermosura y elegancia de la
joven, su grata conversación y prudente razonar”17.
El
éxito de Brunequilda hizo que Chilperico, rey de Neustria y hermano de
Sigeberto, enviase enseguida embajadores a Toledo prometiendo que dejaría todas
sus concubinas a fin de obtener a Gelesvinta, la hermana mayor. Fortunato
refiere la invencible repugnancia de esta princesa al dejar los muros de Toledo
y cómo prorrumpe en llanto con todo su séquito. Estas “dos torres gemelas con
que Toledo ornaba la Galia”, según palabras de Fortunato, fueron más bien
cumbres de desventura. Convertidas del arrianismo a la fe de la Trinidad
unitaria, las dos hermanas nunca fueron aceptadas en su nueva patria.
Gelesvinta, en plena luna de miel, murió asesinada por su marido, quien volvió
al amor de su antigua concubina Fredegunda. Brunequilda sí gozó del amor de
Sigeberto, hasta que éste pereció a manos de los partidarios de Fredegunda. Su
vida se convirtió en una denodada lucha contra las costumbres bárbaras de los
merovingios.
Atanagildo,
en un intento por recuperar el control del valle del Guadalquivir, consiguió
tomar Sevilla poco antes de morir pero fracasó siempre ante Córdoba. Su más
importante decisión política fue fijar la sede real y la capitalidad del reino
en Toledo, un burgo muy bien defendido por la hoz del Tajo que se hallaba a
medio camino en la calzada que llevaba a los otros centros de poder visigodo,
Mérida y Zaragoza. Desde el primero se debía avanzar hacia el Guadalquivir, y
desde el segundo hacia la Narbonense.
A
mediados del 567 murió el rey en Toledo, siendo uno de los pocos monarcas
visigodos que falleció de muerte natural. Con su desaparición se abrió un
período de interregno de casi cinco meses por la falta de acuerdo entre los
distintos grupos de poder dentro de la oligarquía visigoda. Esta situación
fortaleció el poder de la reina viuda, Gosvinta.
Al
mismo tiempo, los nobles de Septimania eligieron como monarca al duque Liuva
(567-573), en un territorio donde el vacío de poder no podía prolongarse debido
a su carácter de frontera militar con el reino franco. Esta elección
periférica, sin embargo, mostraba la situación de debilidad del reino visigodo
que podía provocar otra guerra civil si los grupos dirigentes que estaban en
Toledo no aceptaban la designación. Para atajar posibles disensiones, Liuva
asoció al poder en total igualdad de condiciones a su hermano Leovigildo
(568-586), un brillante general a quien se encomendaba la sumisión de las
tierras del sur. Mientras Liuva permanecía en Septimania, su hermano debía
dirigirse a Toledo para gobernar desde la sede regia los territorios
propiamente hispanos. Allí Leovigildo casó con la reina viuda Gosvinta, una
inteligente mujer que habría de aportar el apoyo de la facción nobiliaria que
había sostenido a Atanagildo. Con los clanes más poderosos de su parte,
Leovigildo comenzó una política de acercamiento a las distintas comunidades
religiosas y étnicas, siempre con la amenaza militar y su autoridad regia como
factores de disuasión. De esta manera lograría una posición de dominio que
ningún otro rey visigodo había alcanzado hasta la fecha. Con Leovigildo, la
nación goda se habría de identificar definitivamente con el solar hispano,
haciendo de la península Ibérica su asiento definitivo y fusionándose con la
sociedad más romanizada entre todas las antiguas provincias del Imperio.
Apogeo
visigodo
Una
nueva era se anuncia en el último tercio del siglo VI. Tanto el gran monarca
que llega a ser Leovigildo, como sus hijos, el rebelde Hermenegildo y el
converso Recaredo, además de las importantes figuras intelectuales que son San
Leandro y San Isidoro, van a protagonizar el pase de una sociedad “bárbara” a
un Estado fuertemente organizado. Ellos son el gozne sobre el que la historia
de la Hispania visigoda va a dar un giro espectacular hacia una nueva época.
Como
se ha dicho, Leovigildo llegó al trono apoyado por los fieles de su hermano
Liuva más los antiguos clientes de Atanagildo, que veían en él a un
“nacionalista” convencido en quien poder confiar sus intereses18. Y es cierto
que el perfil ideológico y militar del nuevo monarca, antes de llegar al trono,
lo confirmaba. Sin embargo, Leovigildo trazó una política novedosa basada en
una intuición genial que le puso por encima de estos criterios sectarios. No
gobernaría sólo con el apoyo de los nobles visigodos más apegados a la
tradición germánica, ni tampoco con el ánimo de conformar sobre todo a la
importante población de los hispanorromanos. Tanto unos como otros se aferraban
a tradiciones ya caducas: los visigodos a las antiguas costumbres de su
condición nómada y asamblearia; los hispanos a un recuerdo imperial que
habitaba sólo el desván de la Historia.
Conscientemente,
Leovigildo decide comenzar una política de fusión de ambos sustratos para dar
lugar al nacimiento de una nueva sociedad, hija por igual de visigodos y
romanos19. Reforzado por sus victorias militares tomó los símbolos de la
realeza y asimiló las formas del trono de los césares llegando a acuñar en las
monedas su propia efigie, otra revolución más de su reinado. Tendió puentes
entre unos y otros y admitió hispanos entre los oficios palatinos, haciendo que
su presencia en la Corte fuera efectiva.
Al
comenzar su reinado Leovigildo reanuda la guerra con los bizantinos que él
mismo había iniciado hacia el 570, antes de llegar al trono. En el 571 toma
Baza y más tarde Medina Sidonia, para despejar las amenazas contra Sevilla
desde el sur. Al año siguiente conquista Córdoba, la ansiada capital que
siempre se había resistido a los godos. Este hecho fue crucial. El prestigio de
Leovigildo subió tanto que por primera vez un rey visigodo se atreve a usar con
toda pompa los símbolos de la realeza: cetro, corona y manto. Es entonces
cuando acuña moneda con su efigie coronada de perfil, al modo de los césares.
Cambia igualmente los usos de la Corte creando una nobleza palatina en la que
además de parientes, jefes militares y hombres de su séquito, entran los altos
funcionarios del aparato estatal. Entre éstos están ya los primeros hispanos.
De
este práctico modo, el reino visigodo se organiza de facto en una comunidad
mixta, mucho más amplia, basada en un gran pacto de convivencia que le hace
capaz de resistir la fuerte presión de los bizantinos, deseosos de establecer
su hegemonía en la rica Bética. La estructura se basaba en que los cargos de la
administración civil y económica eran de origen hispano (los herederos del
antiguo orden ecuestre que a través de los iudices urbanos habían sobrevivido a
la caída del Imperio) mientras que la militar y palatina era competencia
exclusiva de los godos.
En
el 573 Leovigildo organiza una campaña contra los suevos, a los que derrota
varias veces consiguiendo que el rey Miro acepte la supremacía visigoda y se
convierta en un federado de su corona. Funda Villa Gothorum (actual Toro,
en la provincia de Zamora) como baluarte contra los suevos y polo de
repoblación de los futuros Campi Gothorum
(Tierra de Campos). Tras la muerte en
Septimania de su hermano Liuva I unifica el territorio bajo su mando y dedica
sus esfuerzos a la zona norte, donde organiza una campaña contra los díscolos
cántabros fundando la fortaleza de Amaya.
En
este punto retoma la línea diplomática de Atanagildo de alianza con los
francos. Casa a su hijo mayor Hermenegildo con una princesa franca y establece
nuevos pactos con las tres cortes galas. De este modo evitaba, además, que los
suevos los ganaran como aliados. Afianzado el panorama político,
Leovigildo entra definitivamente en Gallaecia, haciéndose con el control de la
región de Orense y obligando al rey suevo Miro a rendirle sumisión. Corría el
año 576 y sólo la porción controlada por los bizantinos se resistía a su mando.
Cuando
un monarca godo veía su poder acrecentarse, trataba de establecer su linaje
como dinastía reinante. Leovigildo, con más razón que ningún otro, quiso hacer
lo mismo y por esa razón asoció al trono a los dos hijos habidos antes de su
matrimonio con Gosvinta, Hermenegildo y Recaredo, aunque siempre en una
posición subordinada con respecto a él y con la intención de que algún día
ciñeran la corona en solitario.
En
el 577 el rey volvió al sur, a la Oróspeda, territorio fronterizo a los
bizantinos cerca de las fuentes del Guadalquivir, creando poco a poco una
especie de limes fortificado alrededor del territorio bizantino. En el 578
Leovigildo reprimió una sublevación en Sierra Morena y poco después nombraba a
su hijo Hermenegildo duque de la Bética, con sede en Sevilla. A Recaredo le
concedió el gobierno de una ciudad de nueva fundación, Recópolis, cuyos restos
pueden verse hoy día en la localidad alcarria de Zorita de los Canes, con un
territorio adscrito que abarcaba la mayor parte de las actuales provincias de
Madrid y Guadalajara.
En
el año 580 Leovigildo estaba en el cenit de su poder. Había derrotado a sus
enemigos en todos los frentes, la autoridad real era incuestionable y hasta se
adivinaba el nacimiento de una dinastía basada en su linaje. El efectivo
control sobre el territorio se unía al reforzamiento de una monarquía renovada
que tenía como modelo la de Justiniano. Además de adoptar los símbolos externos
de la realeza, Leovigildo comenzó a recibir en audiencia delegaciones y
embajadores con toda la Corte desplegada en el conjunto palaciego de la urbe
regia, en donde no faltaba salón del trono y capilla propia. Gracias al
considerable aumento del tesoro y patrimonio de la Corona, pudo sostener una
creciente pompa de gran rey que apreciaban por igual tanto sus súbditos
visigodos como los hispanos ganados para la causa.
Sólo
quedaba la cuestión religiosa. Leovigildo se mostró muy tolerante en principio
con los católicos y como cabeza de la iglesia arriana ordenó eliminar las trabas
de procedimiento y las exigencias rituales impuestas a los que abandonaban el
catolicismo para hacerse arrianos. En el 580 organizó en Toledo un concilio
arriano, el más importante de los celebrados en Hispania, para tratar de limar
las diferencias religiosas entre los dos pueblos y buscar la unidad espiritual
sobre una base común cercana al arrianismo20. Pero a pesar de la buena
voluntad, el éxito de la medida fue escaso. El arrianismo era una religión con
implicaciones étnicas, tradicionalmente vinculada al pueblo godo, mientras que
el catolicismo era el credo de las masas populares, pero también de grandes
intelectuales como San Isidoro y San Leandro, además de la nobleza hispana que
no veía ventaja en convertirse.
Leovigildo
no forzó la situación ni prestó demasiada atención a los rumores que hablaban
de un acercamiento de su hijo Hermenegildo a la Iglesia católica. El
primogénito se había casado el año anterior con Ingunda, hija del rey Sigiberto
de Austrasia y nieta de Atanagildo aunque católica. El matrimonio residía en
Sevilla como duques de la Bética, una posición que les confería una
consideración casi regia por los habitantes de la ciudad.
El
Concilio de Toledo marca perfectamente dos partes bien diferenciadas en el
reinado de Leovigildo, el inteligente monarca que supo adaptarse a la situación
política pero no fue capaz de asimilar el catolicismo que ya se estaba
convirtiendo en una fuerza de primer orden que heredaba simbólicamente el poder
de los césares. Los años posteriores al concilio representan la lucha del rey,
a veces desmañada y como si no quisiera prestarle demasiada atención, por
mantener el antiguo dogma arriano como ideología religiosa de la nación
visigoda. De esta época data el nuevo ordenamiento legal conocido como Codex Revisus, un código que suprimía la
antigua prohibición de matrimonios mixtos entre godos y provinciales y
pretendía la integración jurídica de todos los habitantes del reino.
La
segunda parte del reinado comienza cuando los problemas con su hijo mayor se
recrudecen. No sabemos la fecha exacta de la conversión de Hermenegildo, pero
lo cierto es que ya a finales del 580 Hermenegildo acuñaba moneda en Sevilla en
su nombre y no en el de su padre, lo que aun estando dentro de su potestad como
duque de la Bética significa una clara demostración de independencia. En el 581
vuelven a aparecer monedas de Hermenegildo con leyendas que hacen fácil suponer
que ya es católico y que usa su catolicismo para afirmar su voluntad de
emanciparse del trono toledano.
La
influencia de San Isidoro, San Leandro y la mujer de Hermenegildo no debió ser
menor. Además, era más que probable que el hijo de la pareja fuera educado en
el catolicismo, lo que le descartaría a ojos de los visigodos como sucesor al
trono. Hermenegildo, por otra parte, gobernaba en la ciudad más católica y
romana de Hispania, por lo que es improbable que su corte personal y él mismo
no acusaran alguna influencia.
El
rey Leovigildo no debió ver peligro inminente o prefirió dejar que su hijo
recapacitara21. El caso es que en el 581, en vez de combatirle organizó una
campaña contra los vascones, que fue
un gran éxito, e igual que había hecho con suevos
y cántabros, fundó una ciudadela como cabeza del territorio fronterizo:
Victoriacum, la actual Vitoria. Tras esta corta guerra llamó a Toledo a
su hijo, para discutir con él las diferencias y llegar a un acuerdo, pero
Hermenegildo se negó a ir y organizó sediciones de hispanorromanos en varias
ciudades que se rebelaron contra Leovigildo. No se trataba de ciudades sin importancia:
Talavera, Mérida, Córdoba y la propia Sevilla estaban con él. Con su apoyo,
Hermenegildo controlaba la Bética, el valle del Guadiana y amenazaba Toledo. Su
padre ya no podía fingir que no pasaba nada.
En
el 582 Leovigildo reconquistó Mérida. Al año siguiente reunió más tropas
procedentes del norte y se lanzó al ataque de Sevilla, que fue tomada. Poco
después caería Córdoba. Allí estaba refugiado su hijo, que fue capturado. La
guerra acabó a principios del 584 con la victoria total de Leovigildo. Tanto
francos como bizantinos, a quienes Hermenegildo había pedido ayuda sin
conseguirlo, vieron en la victoria del padre una prueba de su poder y no
hicieron nada por rescatar a su aliado católico.
Hermenegildo
pasó varios meses en prisión, primero en Toledo, luego en Valencia y Tarragona.
Durante todo este tiempo su padre intentó convencerle de que abjurara del
catolicismo, a lo que él se negó tajante. Convencido de que no tenía otra
salida, Leovigildo ordenó decapitar al heredero en abril del 585.
Entre
las interpretaciones que se han hecho de esta guerra civil, la más común es que
se trató de una pugna de religión entre arrianos y católicos. Sin embargo la
versión que en su día recogió San Isidoro, que es la fuente más cercana a los
hechos, parece la más probable: Hermenegildo era un rebelde que quería usurpar
el trono a su padre y usó para ello su condición de católico (de cuya
conversión sincera ni San Leandro ni San Isidoro dudaban), intentando ganarse
el apoyo de los suevos, bizantinos y francos, por un lado, y a la población
hispanorromana, por otro. El hecho de convertirse al catolicismo no era por sí
solo suficiente para ganarse la enemistad de Leovigildo o para quedar excluido
de la sucesión al trono (aunque sin duda el partido “nacionalista” de los godos
lo hubiera tenido muy presente), y desde luego no era razón para que su padre
le declarara la guerra. Pero la rebeldía y la sedición, evidentemente sí. La
ejecución fue por traición política, no religiosa.
Finalizada
la guerra, Leovigildo siguió firme en su política de amistad con los católicos
y no les persiguió. Pero aunque hubiera triunfado la ortodoxia arriana, quedaba
patente su debilidad pues sólo se sostenía como religión de una minoría, los
godos, frente a la inmensa mayoría de hispanos y frente a los vecinos suevos,
bizantinos y francos, todos ellos católicos. Factores combinados que
debieron pesar en el ánimo de Recaredo, ahora que se convertía en el único
heredero de Leovigildo.
Tras
acabar con la rebelión de su primogénito, Leovigildo casó a Recaredo con
Rigunda, hija del rey Chilperico de Neustria, consolidando así su posición
internacional. Un nuevo éxito, la anexión del reino suevo, vendría a completar
su largo reinado. Sucedió que tras la muerte de Miro en el 583 la sucesión se complicó.
Primero el trono pasó a su hijo Eborico, pero al año siguiente el cuñado del
joven rey, Audeca, se rebeló y consiguió hacerse con el reino, lo que permitió
a Leovigildo intervenir militarmente, derrotar al usurpador y anexionarse todo
el reino suevo en el 585. Para dejar sujeto el territorio, colocó importantes
guarniciones militares y creó nuevos obispados arrianos que aseguraran el
dominio religioso. En lo sucesivo, los reyes visigodos se titularían reyes de
Hispania y de Gallaecia.
Poco
después, en la primavera de 586, murió pacíficamente el rey Leovigildo, padre
de la Spania unificada.
El
reino católico de Toledo
Recaredo
(586-601) sucedió a su padre sin oposición y continuó su política de
fortalecimiento de la monarquía buscando la integración de todos los poderes
del reino, para lo que tuvo que tomar decisiones importantes. Ya que la unidad
religiosa no había podido realizarse desde el arrianismo, el rey la impulsó
desde el catolicismo.
Una
vez que tuvo lugar su conversión personal (enero-marzo del 587), Recaredo
convocó un concilio conjunto de obispos arrianos y católicos en el que comenzó
una campaña de proselitismo entre la jerarquía arriana y los nobles visigodos.
El acercamiento doctrinal entre los dos credos resultaba imposible dado que el
lado católico se mantenía inquebrantablemente fiel a la ortodoxia papal. Por
otra parte, Recaredo sabía que el apoyo del papa resultaría muy eficaz para las
alianzas con los vecinos y la difícil cohabitación con los bizantinos22.
Durante
los dos primeros años de su gobierno, el monarca dejó pasar el tiempo para que
la nueva mentalidad se consolidara. Mientras tanto, sellaba nuevos acuerdos con
los reyes francos y lograba el apoyo de los fieles a Gosvinta, el núcleo de
linajes godos más reacio a los cambios. Y así, con todo a su favor, convocó en
el 589 el III Concilio de Toledo, durante el cual tanto el monarca como su
familia anunciaban su conversión y tras ellos el grueso de los nobles visigodos
y la inmensa mayoría de los obispos arrianos. Todos ellos abjuraron de su
antigua fe y firmaron un documento en el que declaraban profesar la católica.
No hubo cesión doctrinal o teológica: la Iglesia católica se mantuvo firme en
todos sus dogmas y su unidad doctrinal con Roma prosiguió intacta.
Es
importante resaltar que no se trató de una unión de las dos iglesias, sino de
la incorporación de los fieles arrianos a las filas católicas, aunque de forma
pactada y tutelada desde el trono para evitar humillaciones o jactancias que
hubieran dado al traste con la unidad religiosa. La jerarquía católica
entró en el gobierno del reino colaborando activamente en la política del
monarca, cuya figura fue sacralizada y ungida. A partir de entonces, los
concilios que el rey convocaba y presidía a imitación de lo que ocurría en el
Imperio bizantino se convirtieron en grandes asambleas político-religiosas
donde además de las cuestiones religiosas que discutía la jerarquía
eclesiástica había cabida para que los magnates laicos, tanto godos como
hispanorromanos, expresaran su opinión y aprobaran medidas para el gobierno
general del reino.
Recaredo
siguió intentando controlar los núcleos de resistencia bizantino y vascón, pero
sobre todo tuvo que enfrentarse en Septimania contra Gutram de Borgoña, a quien
derrotó en varias ocasiones, creando una red de fortificaciones para poder
resistir las incursiones francas. El monarca murió pacíficamente en diciembre
del 601, legando a su hijo Liuva un reino en que la aristocracia goda e
hispanorromana debían colaborar por fin en plano de igualdad.
A
pesar de que los cimientos de la monarquía quedaban reforzados, el trono de
Liuva II (601-603) no resistió los ataques de los magnates que pretendían
volver a la monarquía electiva. Dos cuestiones impidieron al joven monarca
ejercer su condición de soberano: era bastardo y sólo contaba 16 años. Su
escasa autoridad provocó que los antiguos linajes aprovecharan para recuperar
el poder perdido. Dos años después de ser coronado, fue depuesto fácilmente en
un golpe de Estado de los “nacionalistas” dirigido por el lusitano Witerico.
Terminaba así el intento de crear una auténtica dinastía real de sucesión
hereditaria sobre la sangre de Leovigildo. Desde entonces, la Corona quedó a
merced de los intereses de los poderosos clanes nobiliarios que la tomarían
mediante consenso (elección), asesinato del monarca de turno o golpe de Estado
militar.
El
reinado de Witerico (603-610) sufrió una inestabilidad constante, tanto en el
exterior, donde proliferaron las escaramuzas de escaso valor contra francos y
bizantinos, como en el interior, con los sucesivos enfrentamientos contra los
magnates. El nuevo rey no abjuró del catolicismo (fue uno de los nobles que en
el 589 firmó la profesión de fe católica) ni hizo volver a los godos al
arrianismo (lo que prueba la solidez del III Concilio de Toledo) pero permitió
que parte de la nobleza retornara en secreto a profesar la antigua fe, como
prueba de gratitud a los antiguos clanes más apegados a la tradición goda23.
En
política internacional, lo más señalado fue el intento de pactar con los
burgundios para que sirvieran de contrapeso a la amenaza de los francos,
alianza que no llegó a concluirse. Contrariado, Witerico trató de empujar a los
lombardos que ocupaban el norte de Italia a una guerra contra los burgundios,
pero este plan tampoco resultó, así como el intento de mezclar en estas
conjuras a los reyes francos. Su falta de inteligencia en los asuntos
diplomáticos le fue restando credibilidad. Al descrédito se unió la constante
sangría de caudales que exigían sus planes políticos por los pagos a los
aliados que rápidamente dejaban de serlo.
Witerico,
inevitablemente, pasó a ser un obstáculo por su desgobierno. Los mismos clanes
que propiciaron su encumbramiento planeaban ya su liquidación. El morbo godo
hizo de nuevo su aparición y el rey fue asesinado durante un banquete en abril
del 610. Fue el último rey godo que pereció a manos de sus enemigos por medio
de un crimen y el último de los diez que fue depuesto por regicidio.
Los
conjurados llevaron al trono a otro de los suyos, Gundemaro (610-612), quien en
su corto reinado tomó la importante decisión de convertir Toledo en sede
eclesiástica de toda la provincia Cartaginense (octubre del 610). El nuevo rey
inició dos campañas, una contra los vascones, a los que derrotó y sometió, y
otra contra los bizantinos con éxito escaso. También trató de recomponer la
política externa enviando embajadores a los reyes francos, pero las
circunstancias externas la malograron pues el reino de Austrasia fue destruido
por el de Neustria, que lo absorbió.
Fue
entonces cuando Brunequilda, aquella princesa goda hija de Atanagildo que
dejamos luchando en solitario entre los rudos francos, perdió la influencia que
había tenido hasta ese momento en la corte franca como aglutinante de los
elementos pro-godos. Brunequilda se afanó en mantener la autoridad real contra
las pretensiones de la nobleza franca, tratando de salvar los restos de la
equitativa administración imperial frente al egoísmo tributario de los ricos.
Aplicó los recursos del erario público a incesantes obras públicas que le
dieron fama de benefactora y trató de mantener la unidad del reino en el
heredero primogénito contra la arraigada costumbre de los repartos merovingios.
Combatida en vida por unos y otros, sólo pudo ser vencida cuando, ya
septuagenaria, trataba de emplear sus últimas fuerzas en mantener unidas para
su bisnieto Austrasia y Borgoña contra los habituales repartos. El hijo de
Fredegunda y sus secuaces torturaron a la anciana durante tres días y
finalmente la asesinaron. En respuesta, Gundemaro inició una guerra contra los
francos a los que tomó varios emplazamientos en la Septimania24.
La
muerte de Brunequilda por la aversión de su pueblo adoptivo es un claro ejemplo
de la lucha entre germanismo y romanismo que se estaba viviendo en lo que
consideramos ya Alta Edad Media. En aquella tensión de culturas, los visigodos
y los francos seguían direcciones diferentes. Mientras la monarquía visigoda
transitaba con paso firme hacia la unidad legislativa, a pesar de los continuos
asaltos al poder monárquico, los francos mantenían la divergencia de los
ordenamientos entre burgundios, salios, ripuarios o galorromanos. Los reyes
visigodos trataban de acabar con las viejas costumbres germánicas que sus
vecinos aún mantenían y el Derecho romano execraba como bárbaras, tales como el
derecho de venganza y la guerra privada.
Tras
la temprana muerte natural, en marzo del 612, de Gundemaro, los magnates
eligieron para sucederle al culto y piadoso Sisebuto (612-621), amigo personal
de San Isidoro de Sevilla. Al periodo germanizante de los anteriores monarcas
posteriores a Recaredo, le sucede una nueva etapa adicta a la romanidad. Así,
entre vaivenes, va decantándose el Estado visigodo hispano hacia las raíces de
una cultura romana que no había dejado de tener presencia en la Península y que
ahora se afianzaba por el creciente peso de la Iglesia católica.
Convencido
de tener deberes eclesiales hacia la sede romana de la Iglesia, Sisebuto
realizó una intensa política intervencionista que buscaba el nombramiento de
candidatos idóneos para los obispados. Fue el primero de los reyes godos que
promovió la cultura entre sus súbditos. Él mismo escribió epístolas y vidas de
santos en latín. San Isidoro le dedica el tratado de física y cosmografía De Natura Rerum, en el que aparece el
propio rey entablando diversos coloquios con sabios como Suetonio, Lucano o San
Agustín sobre las cuestiones más arduas. Como estratega militar, Sisebuto fue
también una excepción entre los visigodos pues fue el primero en dotar al reino
con una escuadra naval como la que habían tenido los vándalos25.
Sisebuto
inauguró, por otra parte, una política de persecución hacia los judíos que se
mantendría hasta el final del reino visigodo. Durante su reinado se rebelaron
los astures y también los roccones (o runcones) de Cantabria, que
fueron aplastados por el general Riquila. Pero el éxito mayor fue reducir el
dominio bizantino a su mínima expresión en los enclaves de Cartagena, Baleares
y Ceuta, durante las campañas que dirigió el propio rey, ayudado por el duque
Suintila. Para asegurarse de que los bizantinos no se harían fuertes, Sisebuto
destruyó las defensas de Cartagena y creó una circunscripción militar con sede
en Orihuela con el fin de vigilar el Levante frente a nuevos ataques del
Imperio de Oriente.
El
prestigio que le otorgaron sus éxitos militares permitió al rey asociar al
trono a su hijo Recaredo, una decisión que habría de traerle complicaciones.
Aunque no está suficientemente documentado, el final del reinado de Sisebuto
resulta oscuro. Parece que el empeño en crear su propia dinastía, alentado por
San Isidoro según el modelo de Leovigildo, pudo llevar a la nobleza a recelar
de su poder. En cualquier caso el rey murió a principios del año 621, unos
dicen que por enfermedad y otros creen que envenenado, sucediéndole su hijo
Recaredo II, que murió a los pocos días sin que sepamos las razones. El
interregno de casi tres meses tras la muerte del joven monarca demuestra las
disensiones de la nobleza y la pugna de los magnates. Finalmente ocupó el trono
el poderoso duque Suintila, cuya fama de conquistador venía bien avalada por
los hechos.
Entre
la ilusión y el desencanto
Con
Suintila (621-631), el reino visigodo llegó a su máxima extensión peninsular.
El nuevo rey no perdió el tiempo y quiso demostrar a quienes lo habían apoyado
que era el candidato idóneo. Nada más obtener la corona atacó a los rebeldes
vascones y, tras vencerlos de forma contundente en el 622, dirigió una gran
expedición contra los bizantinos (623-625) que concluyó con su expulsión
definitiva de la península Ibérica y la destrucción de Cartagena.
El
Estado godo, que fue el primero en independizarse de Roma, conseguía al fin la
cohesión territorial que le imponían sus fronteras naturales. Los visigodos alcanzaban
de esta manera la integridad de la Patria, un concepto que nace entonces de la
admirable fusión lingüística de lo femenino, en la idea latina de tierra madre
acogedora, con lo masculino germánico, es decir el vaterland o ‘tierra padre’
de origen. Una noción política que tiene además su expresión jurídica en la
comunión de los diferentes enfoques del Derecho latino y el germánico: en la
Spania goda, también por vez primera, el ius
soli o derecho sobre la tierra de origen germano se superponía al ius sanguinis o derecho de la sangre
latino en las herencias, los contratos matrimoniales o la adquisición de
tierras. A partir de este momento, las leyes y los cánones indican con claridad
la nueva situación: Gothorum gens ac
patria se convierte en un término común en la redacción de documentos. ‘Los
godos y la patria’ son la misma cosa, como ‘Roma y el pueblo romano’, una
expresión de la soberanía basada en la sangre pero también en el territorio26.
El
gran significado de las victorias de Suintila queda destacado en las dos obras
históricas de Isidoro de Sevilla. En la Crónica general, que fue guía histórica
en toda Europa durante muchos siglos, los asuntos de Spania cierran la obra.
Las victorias de Sisebuto y Suintila, que logran expulsar a los romanos del
emperador de Oriente Heraclio, dan pie al sabio sevillano a establecer un
paralelismo con la crónica del Biclarense, resumiendo la historia de Europa de
ese momento (626) en el destino de sus dos países extremos: Bizancio en
decadencia y la floreciente Spania.
De
todas formas, la obra cumbre de Isidoro es la Historia gothorum, un alegato entusiasta de la formación del Estado
godo que ya su autor califica en el prólogo como De laude Spaniae (‘En loor de España’). Aunque el ferviente
arzobispo no era de estirpe goda, estaba identificado con el vigor, tamizado
por el catolicismo romano, del pueblo que gobernaba los destinos de España. La
historia isidoriana del “pueblo glorioso temido de Alejandro, Pirro y César”,
computada según la era que introdujo Idacio, termina en el año 624 con las
victorias de Suintila en la Bética. Y como colofón, añade: “Suintila fue el
primero que tuvo la monarquía de toda Spania”.
Pero
Suintila tiene dos etapas muy distintas en su reinado. En la primera es
admirado por sus éxitos militares; hasta San Isidoro, que termina su crónica en
el 626, se deshace en elogios sobre su magnanimidad y buen juicio. A partir de
esa fecha, el panorama cambia y la ambición creciente del monarca, que le lleva
a asociar al trono a su hijo Recimiro, su hermano Geila y su mujer Teodora,
provoca recelos entre los magnates. Los temores se ven confirmados cuando
Suintila comienza a hacer importantes confiscaciones de tierras para asegurar
su poder y el de sus fieles. La fama de déspota crece y entre el 630 y el 631
tiene que hacer frente a varios levantamientos contra su persona.
El
más importante de los conspiradores fue Sisenando, quien se alzó en la
Tarraconense con las fuerzas que debían atacar a los vascones y pidió ayuda al
rey Dagoberto de Neustria. Los francos accedieron a invadir Hispania para
apoyar a quienes querían destronar a Suintila, pero exigieron a cambio que se
les entregara el famoso missorium del
tesoro real visigodo, una silla
gestatoria de oro de 500 libras de peso que había regalado Aecio a
Turismundo a modo de trono germánico.
Sisenando
y sus aliados francos avanzaron hasta Zaragoza y Suintila marchó desde Toledo
para hacerles frente, pero antes de la batalla muchos de los partidarios del
rey desertaron y cambiaron de bando. El rebelde fue aclamado como rey por la
parte más numerosa del ejército mientras Suintila era hecho prisionero, pero
una nueva guerra civil se desató entre los fieles de Sisenando y una facción
leal al clan de Suintila que probablemente encabezó Iudila, pues la documentación
numismática existente (dos monedas) demuestra la existencia de este magnate
coronado muy probablemente en la guerra civil que se desató entre el 631 y el
633.
La
disputa no terminó hasta la celebración del IV Concilio de Toledo en diciembre
del 633. La magna asamblea política desterró a Suintila, su mujer e hijos y
también a su hermano Geila, otro pretendiente que intentó el trono. El concilio
igualmente ordenaba confiscar sus bienes y lo declaraba indigno para reinar,
según cuenta la crónica del franco Fredegario, la única de la que disponemos a
partir de San Isidoro aparte de las actas de los concilios de Toledo y de la
relación desvaída y casi sin datos que ofrece el cronista anónimo que continuó
la crónica isidoriana hasta la subida al trono de Égica en el 657.
Suintila
murió años más tarde sin recobrar la libertad, parece que hacia el 641 y de
muerte natural. La dignidad regia, definida por San Isidoro conforme al modelo
bíblico mediante la mística unción del monarca a la utilidad de su pueblo,
quedó maltrecha. Suintila fue el primer rey godo depuesto sin ser asesinado,
como lo serían luego Tulga y Wamba. Incluso Isidoro tuvo que corregir los
últimos párrafos de su crónica, para borrar las alabanzas y trocarlas por el
descrédito en que cayó el otrora victorioso general.
El
antiguo prócer Sisenando (631-636) tuvo un corto pero intenso reinado. Primero
debió satisfacer a sus aliados francos entregándoles 200.000 sueldos, ya que
los nobles visigodos no aceptaron ceder el missorium. Luego se dedicó a
consolidar su poder durante dos años ya que su autoridad no había sido
unánimemente reconocida, como sabemos. Para ganar el apoyo de la Iglesia,
convocó el IV Concilio de Toledo (633), en el que se asentaron las bases del
gobierno del reino. Cuando los sesenta y seis obispos de la Spania goda tomaron
asiento en la basílica de Santa Leocadia en Toledo, presididos por Isidoro,
entró Sisenando con los magnates y se postró ante los santos padres, rogando
con lágrimas en los ojos su protección. El concilio isidoriano premió
sobradamente la humildad del rey. En el último de sus cánones, el sínodo
episcopal anatemizaba a todo aquel que intentase escalar el trono por medio de
la fuerza. El rey era un ungido de Dios y por tanto inviolable: Nollite tangere Christos meos.
De
esta manera, el cuarto concilio toledano daba carta de naturaleza política a la
teoría expuesta por Isidoro acerca de la mística unción que confería carácter
sacerdotal al monarca. Al mismo tiempo, la asamblea episcopal se constituía en
tribunal supremo como garante entre el rey y su pueblo. Se sancionaba así el
acercamiento entre el Trono y el Altar iniciado por Recaredo. El rey era
sagrado y su persona inviolable, pero como recuerda Menéndez Pidal, el Estado
visigodo no era ciertamente teocrático. En la monarquía católica ideada por
Isidoro de Sevilla y su hermano Leandro, el soberano era más bien un sumo
sacerdote que debía procurar, en nombre de la autoridad suprema del Altísimo,
el bienestar de su pueblo.
El
interés de Sisenando por legitimar su ascensión al trono sirvió de apoyo al
metropolitano de Sevilla para hacer de la institución conciliar una instancia
política de primer orden. Aquellas asambleas de los más ancianos o del pueblo
en armas celebradas en tiempos de Eurico no se reunían ya. Sólo el Aula Regia,
o junta de nobles, asistía al rey en el gobierno. Desde Sisenando, los
concilios se reunieron mucho más a menudo, con intervalos entre uno y ocho
años. Tuvieron una enorme importancia canónica y su influencia como órganos de
gobierno llegó hasta el Estado carolingio.
El
IV Concilio de Toledo no sólo fortaleció la autoridad regia a través de la
sacralización del rey, sino que al mismo tiempo le exigía que huyera de todo
despotismo y gobernara en consonancia con su fe cristiana. San Isidoro lo
resumió en la frase rex eris si recte
facias, si non facias non eris (‘serás rey si obras rectamente, si no lo
haces no lo serás’). También reguló la espinosa cuestión de la sucesión al
trono, que habría de seguir siendo electiva, encargándose de la designación los
próceres y los obispos. Por último, se estipularon las garantías procesales
para los acusados que comparecían ante el tribunal real, con el fin de que no
quedaran al arbitrio del monarca en las causas que acarrearan pérdida de la
vida o los bienes.
Sisenando
murió pacíficamente en Toledo el 12 de marzo del 636. A su muerte se puso por
primera vez en marcha el mecanismo sucesorio aprobado en el IV Concilio, siendo
elegido rey Chintila (636- 639), de cuyo reinado queda escasa noticia salvo las
actas de los concilios toledanos quinto y sexto, donde se reforzaron los
mecanismos para proteger al monarca y su familia y se fijó el status de los fideles regis, de manera que su cargo y
propiedades pasasen a ser permanentes, más allá de los cambios de reinado. Con
esto se buscaba mantener el equilibrio de poder entre la nobleza y el rey. Tras
la muerte natural de Chintila el 20 de noviembre del 639, le sucedió su joven y
débil hijo Tulga (639-642). El anatema isidoriano fue incapaz de sujetar la ambición
de los magnates que dirigidos por Chindasvinto depusieron al joven rey. Para
evitar atentar contra su persona le tonsuraron y encerraron en un monasterio,
una expeditiva forma de privarle de su condición real pues estaba prohibido a
los clérigos ceñir la corona.
Chindasvinto
(642-653) tenía cerca de ochenta años al subir al trono, pero eso no impidió
que desarrollara una gran actividad. Ya como duque había participado en varias
rebeliones y una vez que tuvo la autoridad real, aplicó una política de extrema
dureza contra los clanes nobiliarios, a los que purgó con penas de destierro,
muerte y, naturalmente, la confiscación de los bienes que utilizó para
recompensar a sus fieles. Además aprobó leyes que castigaban las maquinaciones
de los rebeldes contra el príncipe o la patria, avaladas y respaldadas por
severas penas canónicas en el VII Concilio de Toledo (646). Poco después,
algunos magnates laicos y eclesiásticos pidieron al rey que garantizara la
continuidad de su obra asociando al trono a su hijo Recesvinto. La medida,
contraria a la legislación vigente, fue aprobada finalmente en enero del 649 y
desde entonces padre e hijo gobernaron conjuntamente hasta la muerte del viejo
rey, ocurrida el 30 de septiembre del 653. El obispo Eugenio II de Toledo dedicó
este epitafio al difunto monarca: “Yo, Chindasvinto, siempre amigo de las
maldades. Yo, Chindasvinto, autor de crímenes, impío, obsceno, infame, torpe e
inicuo, enemigo de todo bien, amigo de todo mal. Cuanto es capaz de obrar quien
pretende lo malo, el que desea lo pésimo, todo eso yo lo cometí y fui todavía
peor”.
Recesvinto
(649/653-672) sucedió a su padre tras vencer la revuelta encabezada por Froyla
en el valle del Ebro, pero decidió no proseguir su política autoritaria y de
enfrentamiento con gran parte de la nobleza, así que buscó un acuerdo con los
damnificados para que olvidaran las persecuciones sufridas. El nuevo monarca
consiguió sus propósitos en el VIII Concilio de Toledo (653), donde se aprobó
una amplia amnistía para los perseguidos por el anterior monarca, e incluso se
trató el problema de los bienes confiscados a los condenados, lo que provocó un
gran enriquecimiento del patrimonio personal del monarca.
Tras
conseguir apaciguar el reino, Recesvinto promulgó en el 654 el Liber Iudiciorum, un nuevo ordenamiento
legal con vocación de síntesis, donde se recogían las leyes antiguas de Eurico
y Leovigildo, otras de monarcas posteriores y las nuevas de Chindasvinto y
Recesvinto. La gran novedad está definida en el primer libro, dedicado a definir
la naturaleza de la Ley y las obligaciones del legislador, en la que se afirma
taxativamente que el rey queda sometido sin cortapisas al imperio de la Ley.
También quedan superadas las antiguas diferencias entre nativos y godos,
permitiéndose los matrimonios mixtos sin cortapisas. El único privilegio que
conserva la etnia visigoda es la titularidad del trono. Este código, reformado
más tarde por Ervigio, Égica y Witiza, sirvió de ley durante siglos a toda
Spania, desde Santiago a Barcelona y Cádiz.
Poco
se sabe de los últimos años del reinado de este monarca, salvo la inestabilidad
en la zona cántabra y las medidas para militarizar la administración que
otorgaron a los duques el control civil supremo en las provincias. Recesvinto
murió pacíficamente el 1 de septiembre del 672 en su feudo de Gérticos, situado
en el valle del Jerte.
En
esa misma localidad los magnates, en cumplimiento de la ley, eligieron como
monarca a Wamba (672-680). El escogido tuvo que ser amenazado con una espada
por un duque palatino para que aceptase la corona, pues le repugnaba “el mar de
sangre” hecho por Chindasvinto cuando trataba de asegurar el trono para su
familia. Pero inmediatamente después de ser ungido en Toledo por el
metropolitano Quirico, sus familiares entraron en pugna con los de Chindasvinto
para lograr cargos y prebendas.
EL
propio Wamba habría de naufragar en aquel mar de traiciones y muertes, a pesar
de que tras el débil Recesvinto supo robustecer el reino y sortear con éxito
los muchos peligros que lo amenazaban. Un año después de su designación tuvo
que hacer frente a una incursión vascona y en esos parajes le sorprendió la
rebelión de los magnates de la Narbonense, contra los que envió al duque Paulo.
Éste, emparentado con la familia de Chindasvinto, en vez de acabar con la
rebelión se unió a ella y se convirtió en su líder.
Con
el apoyo de los francos y del duque Ranosindo de la Tarraconense, Paulo llegó a
proclamarse rey. Inmediatamente Wamba marchó contra los rebeldes, los persiguió
hasta Nîmes y allí les derrotó en septiembre del 673. Aprovechando su victoria,
el rey promulgó una ley sobre la obligación de prestar ayuda militar ya fuera
en caso de agresión externa o por rebeldía interna. En ella se establecían
duras penas para los que no acudieran en defensa del rey y el reino, incluidos
los eclesiásticos, lo que provocó un agravamiento de las relaciones de Wamba
con la Iglesia, ya deterioradas por la intención del rey de crear nuevos
obispados.
Como
en otros muchos casos, el final de su reinado es fruto de una conjura
palaciega. El 14 de octubre del 680 una mano traidora administraba al rey una
bebida hipnótica que simulaba colocarlo en trance de muerte. Aprovechando su
estado, el metropolitano Julián de Toledo le administró la penitencia pública y
le impuso la tonsura eclesiástica con el fin de que le inhabilitara para
reinar. A continuación se le obligó a firmar unos documentos donde nombraba
como sucesor al conde Ervigio, miembro del clan de Chindasvinto y gran amigo
del metropolitano Julián. Poco después Wamba se recuperó y se encontró que como
penitente no podía reinar, algo que le confirmaron los eclesiásticos. Tras una
inicial resistencia se retiró a un monasterio, donde aún viviría siete años.
Con
el ascenso de Ervigio (680-687), las luchas entre las facciones rivales de
Wamba y Chindasvinto se recrudecieron, pero el nuevo rey supo ganarse el apoyo
de la jerarquía católica al suprimir los obispados creados por Wamba. Trató de
legitimar su posición en el XII Concilio de Toledo (681) presentando documentos
que la justificaban. También reactivó la política antijudía, además de suavizar
la ley militar de Wamba y declarar un indulto sobre muchas de las penas en las
que incurrieron los que no pudieron cumplirla. En el XIII Concilio de Toledo
(683) se aprobó una amnistía para los que participaron en la rebelión del duque
Paulo, así como el llamado “habeas corpus” visigodo donde se garantizaba a los
acusados de alto rango un juicio público ante un tribunal competente compuesto
por obispos y magnates27. Por último, se aprobaron leyes para la protección de
la familia del rey y su descendencia, ya que Ervigio pensaba que los miembros
del clan de Wamba no le habían perdonado el modo de subir al trono. De hecho,
para asegurar el porvenir, casó a su hija Cixilona con Egica, al parecer
sobrino de Wamba, obligándole a jurar que daría protección a sus hijos.
El
final del reinado está marcado por una importante crisis económica y las
noticias del avance musulmán por el norte de África, que podría haber llevado a
crear un distrito militar en el Estrecho y a la ocupación de Ceuta. Ervigio
enfermó mortalmente el 14 de noviembre del 687 y designó como sucesor a su
yerno Égica, por entonces duque provincial. Al día siguiente, el rey tomaba la
penitencia pública y el día 24 el designado recibía la unción real.
Égica
(687-702) tuvo un reinado complicado aunque ciertamente duradero, pues quince
años suponían un periodo considerable para los expeditivos godos. Las tensiones
económicas y sociales se agudizaron y el rey respondió con nuevas purgas en el
seno de la nobleza. A instancias del viejo Wamba, que aún vivía retirado en su
monasterio, consiguió del XV Concilio de Toledo (688) que le absolviera del
juramento de proteger a la familia de Ervigio, que perdió gran parte de su patrimonio.
Pero
las conjuras nobiliarias continuaron. La más importante parece ser la que
encabezó el metropolitano de Toledo Sisberto en el 692, quien finalmente fue
depuesto y condenado a excomunión y destierro perpetuos por un tribunal de
obispos reunido con ocasión del XVI Concilio de Toledo (693). Consultando las
diversas fuentes de que disponemos, nuestra hipótesis es que en esa revuelta
Sisberto llegó a ungir a su candidato Sunifredo, aunque éste lograra escapar de
la sentencia del concilio y continuara acosando el trono de Égica e incluso
pudiera llegar a ocupar la capital toledana en algún momento, pues no hay que
olvidar la acuñación hecha a su nombre en esta ciudad.
Égica
aprovechó la asamblea para intervenir en el nombramiento de los obispos y afianzar
su posición, consiguiendo que la autoridad conciliar reforzara el carácter
sagrado de la realeza con normas más estrictas sobre la protección de la
persona del rey y su familia. En este Concilio, además, el rey denunció una
conspiración judía y dictó un conjunto de prohibiciones y leyes represivas que
se endurecieron en el XVII Concilio (694)28. Esta vez, la denuncia contra la
comunidad hebrea era muy grave. Ya no se trataba de prestar dinero a intereses
desorbitantes, sino de asociarse con los bereberes de Mauritania, recién
convertidos al islam, para tratar de expulsar del trono a los godos. Los judíos
habían sido oprimidos hacía setenta años por Sisebuto, con una conversión en
masa que el mismo San Isidoro reprobó. Su descontento se unió a las facciones
más desfavorecidas y fueron utilizados continuamente por quienes pretendían
usurpar el trono. Pasados diecisiete años desde las severas leyes de Égica, no
es aventurado sostener como hacen distintos autores (los historiadores
españoles Abilio Barbero de Aguilera, Claudio Sánchez-Albornoz y Ramón Menéndez
Pidal; así como el británico Edward Arthur Thompson) que los judíos se
convertirán en todas las urbes hispanas en los grandes adversarios que
facilitarán la conquista musulmana.
Ese
mismo año Égica asoció al trono a su hijo Witiza (694/695), mientras el reino
entraba en franca decadencia económica y social, aumentada por el feroz
partidismo que ocasionaba continuas guerras y varios brotes de peste bubónica
que asolaron la población. Ante la debilidad política del monarca, el joven
Witiza recibió la unción regia el 15 de octubre del 700, pero no tuvo
oportunidad de asegurar su posición ya que en la propia corte hubo una revuelta
que obligó a los reyes a dejar Toledo. La capital quedó en manos de un usurpador
(probablemente Sunifredo29), que sólo fue derrotado poco antes de la muerte de
Égica, ocurrida a finales del 702.
Según
la Crónica mozárabe, los enemigos del clan de Wamba pensaban entronizar a
Teodofredo, un hijo que había dejado aún niño Chindasvinto y formaba parte del
Aula Regia30. Pero Witiza se lo quitó de en medio haciéndole sacar los ojos.
Teodofredo se refugió en Córdoba con su hijo Rodrigo, el futuro rey que habría
de perder Spania. Otro futuro rey, esta vez el que iniciará la recuperación, Pelayo,
aparece también como enemigo de Witiza, pues cuando el joven príncipe fue
asociado al trono recibió el reino de Galicia y allí hirió mortalmente al duque
Favila, padre de Pelayo, por querer arrebatarle su mujer. Temeroso de venganza,
cuando Witiza ciñó la corona, desterró a Pelayo de Toledo hacia las tierras del
norte.
Witiza
(702-710) hereda un reino muy debilitado y busca de nuevo la paz interna
congraciándose con la nobleza, que asumiría un papel decisivo en el gobierno.
Incluso perdona a Teodofredo, haciendo a Rodrigo duque de la Bética. La
situación estaba en plena crisis social, la hambruna del 708-709 se unió a los
asaltos protagonizados por bandas de esclavos fugitivos y al cada vez mayor
peligro musulmán. El joven rey, de apenas 30 años, murió a principios del 710.
Había asociado al trono en la Septimania y la Tarraconense a su hijo Aquila,
pero la facción hostil al clan de Wamba recabó su derecho a la sucesión y
eligió al duque de la Bética, Rodrigo, que tenía fama de buen guerrero, pero
que pertenecía al clan de Chindasvinto. Algo que no gustó a los hermanos del
monarca difunto, Oppas y Sisberto, que en vez de rebelarse de forma inmediata
esperaron su oportunidad. Con el beneplácito de sus tíos, Aquila envió un
mensajero a Tánger, pidiendo a Tarik ibn Ziyad -el islamizado general bereber
que gobernaba Tánger a las órdenes de los árabes en expansión- ayuda para
recuperar el reino, especialmente las tres mil sesenta villas y cortijos que
fueron del patrimonio real de su padre.
Por
tercera vez en la historia visigoda, una facción buscaba ayuda exterior para
intentar hacerse con el trono y el tesoro. La llamada de Atanagildo a
Justiniano costó la ocupación bizantina de Levante; el apoyo que Sisenando
recibió de Dagoberto comprometió la pieza de más valor del tesoro de Toledo; la
intervención de Tarik se contrataría con seguridad bajo una oferta de pago
sobre las riquezas que habrían de recuperarse. Pero el clan de Witiza no podía
imaginar que una vez que los musulmanes pusieran el pie en la Península, iban a
quedarse con todo.
Rodrigo
(710-711) tuvo que hacer frente a una complicada situación, con la rebelión de
los vascones en el norte y la amenaza árabe en el sur. En la franja africana
que dependía del reino visigodo, el caudillo Olián, bereber católico que
controlaba la Mauritania Tingitana y se declaraba súbdito del trono de Toledo,
cambió de bando. Se trata del “conde don Julián” de los cantares épicos
españoles. Julián había desviado la primera invasión del caudillo árabe Ocba,
en el año 682; pero una nueva acometida de Musa ibn Nusayr, gobernador del
África islámica, le arrebató Tánger en el 708 y lo sitió en Ceuta. El imperio
mahometano avanzaba inexorable y buscaba cabezas de puente en su intento por
extender hasta Europa la nueva doctrina que con tanto fervor había nacido en
las arenas del desierto de Arabia.
Sin
que hasta hoy se hayan podido dilucidar con claridad los motivos que motivaron
la traición del conde don Julián (¿cese de los socorros a Ceuta?, ¿falta de
entendimiento con Witiza?), el hecho es que en octubre del 709 Julián hizo acto
de sumisión a Musa reconociéndose su tributario e invitándole, además, a
invadir el reino de Spania. La leyenda afirma que el conde buscó la venganza
porque su hija había sido violada por el duque de la Bética, Rodrigo31.
El
desembarco musulmán se produjo mientras el rey Rodrigo luchaba contra los
vascones. Durante los últimos meses del 710 y primeros del 711, Tarik había
reunido un ejército de bereberes que el conde don Julián fue pasando desde
Ceuta a la Península en barcos mercantes y a ritmo de pequeñas cantidades. El
28 de abril pasó el mismo Tarik, se fortificó en lo que a partir de entonces se
llamó Gebel-al-Tarik (Gibraltar) y recibió refuerzos de Musa, a quien
acompañaba el conde don Julián con mesnadas propias.
Rodrigo
se dirigió a Córdoba para reunir su ejército. A su llamamiento acudieron los
hijos y demás parientes de Witiza, acampando en las afueras por no querer
entrar en la ciudad patria de Rodrigo, pues desconfiaban de él. El rey, por el contrario,
estaba tan confiado en ellos, que cuando llegó cerca de Sidonia a presentar
batalla a Tarik, dio el mando de ambas alas del ejército a los hermanos de
Witiza, Sisberto y Oppas. Antes de entrar en combate, los witizianos propalaron
entre las tropas su animadversión a Rodrigo y prendieron la semilla del
derrotismo. “El usurpador nos ha robado el reino –decían– y los africanos
vienen a devolvérnoslo. Huyamos en el combate, dejad que muera el rey. Luego
los musulmanes se retirarán”. La traición de los hermanos de Witiza se consumó
hasta sus últimas consecuencias. Rodrigo fue completamente derrotado en la
célebre batalla de Guadalete (19-26 de julio del 711) y la historia cambió de
rumbo.
Sin
atender las órdenes de Musa, que sólo le autorizaban para una correría, Tarik
aprovechó su victoria y tomó Toledo con gran rapidez, impidiendo así que se
formara una eficaz resistencia en torno al trono. En el reparto del patrimonio
real, las poblaciones de oriente tocaron a Achila II, que fijó su residencia en
Toledo como sus antepasados reales; los cortijos y villas de occidente fueron
para Olmundo, que vivió en Sevilla y murió joven; los del centro se entregaron
a Ardabasto, el otro hijo, el menor de los de Witiza. Los conquistadores les
dieron cargos de condes y jueces de los cristianos y parece que, durante los
primeros diez años, algún trato de rey. Algunas fuentes numismáticas muestran
acuñaciones a nombre de Achila II en la Tarraconense y la Septimania,
realizadas probablemente entre el 711 y el 714.
En
aquellos primeros años de dominio musulmán, los jefes witizanos colaboraron
activamente con los invasores para acabar con los nobles de la facción opuesta,
pudiendo mantener de esta forma una posición de privilegio en el nuevo régimen.
Algunas fuentes catalanas refieren que tras Achila II hubo un último rey
visigodo, Ardo (también transcrito como Ardón), que se mantendría en el poder
durante siete años más32. En cualquier caso, las fuerzas musulmanas ocuparon la
zona catalana entre el 716 y el 719. A partir del año 20 la resistencia más
allá de los Pirineos estará liderada por nobles locales que se encierran en
ciudades fortificadas como Nîmes, Narbona o Carcasona.
Lo
que había costado 300 años en fraguarse, cayó en menos de dos. El fin del reino
visigodo fue una conjunción de condiciones adversas, pero no todas ellas se
deben al azar. A la crisis económica y a la inestabilidad política se unió el
sectarismo suicida de un clan dispuesto a mantenerse en el poder a cualquier
precio. Los musulmanes, contagiados del ímpetu de su reciente doctrina y en
plena euforia conquistadora, se encontraron con un pueblo profundamente
descontento que en muchos casos los vio como sus salvadores. El morbo godo se
volvió en contra de los clanes nobiliarios rivales. Pero las mismas ofensas
pasadas provocaron su reacción. Pelayo, aquel noble desterrado que no tardó en
reclamar el liderazgo de la nación goda en Spania, se atrincheró en los
farallones astures, logrando que una población que nunca había estado del todo
con los invasores germánicos lo apoyara sin reservas. En el 721, prácticamente
toda la Península estaba bajo dominio musulmán, pero la Reconquista ya estaba
en marcha. Había comenzado el sueño neogótico de recuperar la patria que habría
de formar los reinos cristianos de la Baja Edad Media.
NOTAS
1 Ver Musset,
L.: Las invasiones. Las oleadas germánicas. Labor. Barcelona, 1967.
2 James, E.: Visigotic Spain. New Approaches.
Clarendon Press, Oxford, 1980.
3 Ibid., p.67.
4 Barbero de
Aguilera, A.: El reino visigodo. Planeta. 1997.
5 Rouche, M.:
L’Aquitaine des Wisigoths aux Arabes, Paris, 1979.
6
Sánchez-Albornoz, C.: España, un enigma histórico. Buenos Aires, 1956.
7 Barbero de
Aguilar, A.: op. cit., pp. 416-417.
8 Menéndez
Pidal, R.: Historia de España, tomo III, vol. I, “Introducción”, p XIII.
9 Menéndez
Pidal R.: op. cit. p. XIV.
10 Orlandis,
J.: Historia de la España visigoda. Madrid, 1977.
11 Thompson, E.
A.: Los godos en España. Alianza Editorial, Madrid, 1977.
12 Menéndez
Pidal R.: op. cit. p. XXI.
13 García
Moreno L. A.: “Las invasiones, la ocupación de la Península y las etapas
hacia la unificación territorial”, en Historia de España Menéndez Pidal, Tomo
III, vol. I, pp. 144-150.
14 Sánchez-
Albornoz C.: op. cit. p. 54.
15 Menéndez
Pidal, R.: op. cit., p. XXII.
16 Ver la obra
de Vicens Vives, J.: Aproximación a la Historia de España. Madrid, 1952.
17 Menéndez
Pidal, R.: op. cit. pp, XXXVII-VIII.
18 Barbero de
Aguilera, A.: op. cit. pp. 446-447.
19 Ibid., p.
448.
20 Orlandis,
J.: Historia de los concilios de la España romana y visigoda. Eunsa, Pamplona, 1986.
21 Thompson, E. A.: op. cit., p. 125.
22 Thompson, E. A.: Ibid. p. 142.
23 James, E.: op. cit.
24 Menéndez
Pidal, R.: Ibid
25 Thompson, E.
A.: Ibid.
26 Menéndez
Pidal, R.: Ibid. p. XL.
27 Orlandis,
J.: Historia de los concilios de la España romana y visigoda. op. cit.
28 Orlandis J.:
Ibid.
29 Menéndez
Pidal R.: Ibid. p. LVIII.
30 Ibid.
31 Thompson E.
A.: Los godos en España. Madrid, 1971.
32 Barbero de
Aguilera A.: op. cit. p. 496.
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