Vida
de Flavio Josefo
Por
Flavio
Josefo
Genealogía
No es la mía
una familia carente de distinción, sino que desciende de los sacerdotes. Cada
pueblo tiene un signo de nobleza, y así, entre nosotros, la participación en el
sacerdocio es prueba de un linaje ilustre. Y mi familia no sólo proviene de
sacerdotes sino también de la primera de las veinticuatro clases (y en esto la
diferencia es grande) y de la más noble de sus tribus. Soy, además, de estirpe
real por mi madre, pues los descendientes de Asmoneo, sus antepasados, fueron
sumos sacerdotes y reyes de nuestro pueblo durante muchísimo tiempo. Relataré
la sucesión: fue nuestro tatarabuelo Simón, apodado el Tartamudo, que vivió en
la época en que era sumo sacerdote el hijo de Simón, el primero de los sumos
sacerdotes que ostentó el nombre de Hircano. Simón el Tartamudo tuvo nueve
hijos, entre ellos Matías, llamado hijo de Efeo. Éste se casó con una hija del
sumo sacerdote Jonatán, el primer hijo de Asmoneo que alcanzó el sumo sacerdocio,
hermano del también sumo sacerdote Simón. Tuvo un hijo, Matías, apodado el
Jorobado, cuando Hircano cumplía el primer año de su reinado. Matías a su vez
tuvo un hijo, Josefo, en el noveno año del reinado de Alejandría, de Josefo
nació Matías, en el décimo año del reinado de Arquelao, y de Matías nací yo, en
el primer año del principado de Gayo César. Tengo tres hijos: Hircano, el
mayor, nació en el cuarto año del principado de Vespasiano César; Justo, en el
séptimo y Agripa, en el noveno. Cito la sucesión cronológica de nuestra familia
tal como la he encontrado registrada en los archivos públicos, sin preocuparme
de los que intentan calumniarnos.
Educación
Matías, mi
padre, era insigne por su noble linaje, aunque era más reconocido por su
rectitud, gozando de gran prestigio en Jerusalén, nuestra ciudad más
importante. Yo fui educado con un hermano de nombre Matías (mi hermano de padre
y madre) y hacía grandes progresos en mi educación, teniendo fama de una
memoria y una inteligencia excepcionales. Apenas salido de la niñez, sobre los
catorce años, todos elogiaban mí dedicación al estudio, y sacerdotes y hombres
notables de la ciudad me frecuentaban para recibir de mí alguna aclaración
sobre las leyes. Cuando tenía unos dieciséis años, decidí obtener experiencia
de las sectas que existen entre nosotros. Son tres: la primera, la de los
fariseos, la segunda, la de los saduceos, y la tercera, la de los esenios, como
he repetido en tantas ocasiones. Creía que, si las conocía bien todas, podría
elegir la mejor. Con una dura disciplina y mucho esfuerzo pasé por las tres;
pero después de comprobar que la experiencia obtenida en ellas era insuficiente
para mí, oí hablar de un tal Banus, que vivía en el desierto usando como
vestido lo que le proporcionaban los árboles y como alimento lo que producía la
tierra espontáneamente, que se bañaba varias veces, de día y de noche, en agua
fría para purificarse, y me convertí en su discípulo. Viví con él tres años y,
una vez cumplido mi propósito, regresé a la ciudad. A los diecinueve años
empecé a participar en la vida pública siguiendo los principios de la secta de
los fariseos, que presenta semejanzas con la que entre los griegos se denomina
estoica.
Viaje a Roma
Después de
haber cumplido los veintiséis años, acaeció que fui a Roma por la razón que voy
a referir: en la época en que Félix era procurador de Judea, por un motivo
nimio y fortuito, encarceló a unos sacerdotes amigos míos, hombres honorables,
y los envió a Roma para que dieran explicaciones al César. Yo deseaba encontrar
el modo de salvarlos, sobre todo sabiendo que, ni siquiera en la desgracia, en
ningún momento habían olvidado su piedad hacia Dios y se alimentaban de higos y
nueces, y llegué a Roma después de una travesía plagada de peligros. Resulta
que nuestra nave naufragó en medio del Adriático; éramos unos seiscientos y
nadamos toda la noche. Al amanecer, gracias a la providencia divina, apareció
ante nosotros una nave de Cirene. A mí y a algunos más, en total unos ochenta,
que nos adelantamos al resto, nos subieron a bordo. Ya a salvo en Dicearquía, a
la que los Ítalos llaman Puteoli, entablé amistad con Alítiro, un actor de
familia judía muy estimado por Nerón. Por medio de él fui presentado a Popea,
la mujer del César, y sin demora me ocupé de solicitarle la liberación de los
sacerdotes. Cuando hube obtenido de Popea, además de ese favor, considerables
obsequios, regresé a mi patria.
Intentos de
rebelión
Allí me
encontré ya las primeras revueltas y a muchos que estaban exaltados con la idea
de rebelarse contra Roma. Entonces intenté calmar a los agitadores y
convencerlos de que cambiaran de actitud, haciéndoles ver contra quiénes se
iban a enfrentar: ellos no sólo eran inferiores a los romanos en experiencia
bélica, sino también en buena fortuna; les aconsejaba que no expusieran
precipitadamente y con absoluta irreflexión a su patria, a su familia y a sí
mismos a los peores peligros. Les hablaba así e insistía abiertamente para
disuadirlos, pues preveía que el desenlace de la guerra sería desastroso para
nosotros; pero no logré convencerlos: fue mucho más fuerte la locura de los
insensatos. Pero temiendo que, si insistía en estos razonamientos, acabaría por
despertar en ellos el odio y la sospecha de estar de parte del enemigo, y para
no arriesgarme a que me apresaran y me mataran, como la fortaleza Antonia
estaba ya ocupada, me retiré al atrio interior del Templo. Cuando Menahén y los
jefes de la partida de bandidos fueron ejecutados, salí del templo y me reuní
con los sumos sacerdotes y los principales de los fariseos. Estábamos muy
alarmados viendo al pueblo en armas, y, por lo demás, nosotros no sabíamos qué
hacer y éramos incapaces de controlar a los rebeldes. Ante un peligro tan
evidente, les decíamos que estábamos de acuerdo con sus planes, pero les
aconsejábamos que mantuvieran la calma y dejaran que fuera el enemigo quien
atacara, a fin de que se nos pudiera reconocer que tomábamos las armas en
legítima defensa. Actuábamos de esta manera esperando que Cestio llegara pronto
con un gran ejército y pusiera fin a la insurrección.
Derrota de
Cestio.
Matanza de
judíos en Siria Cestio, efectivamente, entró en combate en cuanto llegó, pero
fue vencido y cayeron muchos de los suyos. Su derrota fue una desgracia para
todo nuestro pueblo, pues con ella los partidarios de la guerra se sintieron
más seguros; habiendo vencido a los romanos una vez, concibieron la esperanza
de continuar así hasta el final. A esto se añadía otro motivo: los habitantes
de las ciudades próximas a Siria habían apresado a los judíos que residían
entre ellos y los habían matado, incluidos mujeres y niños, sin que tuvieran
ningún cargo contra ellos, pues ni habían hecho intento alguno de rebelarse
contra los romanos ni nada hostil o insidioso contra los sirios. Fueron los de
Escitópolis los autores de las acciones más abominables y criminales: al ser
atacados por enemigos judíos de otros lugares, obligaron a los judíos que
vivían con ellos a tomar las armas contra sus compatriotas —lo que nos está
prohibido— y con su ayuda vencieron a los invasores. Pero después de la
victoria se olvidaron del compromiso con sus conciudadanos y aliados y los
mataron a todos, que contaban muchos miles. Otro tanto les ocurrió a los judíos
residentes en Damasco. Pero de todo esto ya he hablado con toda precisión en mi
obra sobre la Guerra de los judíos. Si lo he recordado ahora, ha sido para
demostrar a los lectores que la guerra contra los romanos se debió más a la
fatalidad que a la iniciativa de los judíos.
Misión de Josefo
en Galilea
Al ser
derrotado Cestio, como acabo de referir, las autoridades de Jerusalén, viendo
que los bandidos y los sediciosos estaban bien provistos de armas y temiendo
que, al estar ellos desarmados, pudieran caer en manos de los enemigos —lo que
ocurrió más tarde— y como, además, se enteraron de que Galilea no se había
sublevado contra los romanos en su totalidad, sino que una parte se mantenía
aún tranquila, me enviaron a mí y a otros dos sacerdotes distinguidos, Joazar y
Judas, para convencer a esos malvados de que depusieran las armas y hacerles
comprender que lo mejor era confiárselas a los notables del pueblo. Se acordó
que ellos mantendrían las armas listas para cualquier eventualidad y esperarían
a conocer las intenciones de los romanos.
Situación de
Galilea: Séforis
Con esas
instrucciones llegué a Galilea. Encontré a los seforitas muy preocupados por la
suerte de su ciudad, ya que los galileos habían decidido saquearla debido a su
amistad con los romanos y porque habían ofrecido apoyo y fidelidad a Cestio
Galo, prefecto de Siria. Pero yo los libré de todo temor, poniendo al pueblo a
su favor, y les permití relacionarse con la frecuencia que quisieran con sus
conciudadanos retenidos como rehenes por Cestio en Dora, una ciudad de Fenicia.
Por otro lado, a los habitantes de Tiberíade los encontré ya en armas por el
motivo siguiente:
Tiberíade
En esta ciudad
había tres facciones: la primera, la de los ciudadanos distinguidos, estaba
dirigida por Julio Capelo. Él y los suyos, Herodes, hijo de Miaro, Herodes,
hijo de Gamalo, y Compso, hijo de Compso (pues su hermano Crispo, prefecto en
otro tiempo del gran Rey, se encontraba en sus propiedades, al otro lado del
Jordán), todos ellos aconsejaban en aquel momento mantenerse fieles a los
romanos y al Rey. Pero esa opinión no era compartida por Pisto, quien, además
de estar influido por su hijo Justo, era por naturaleza algo desequilibrado. La
segunda facción, formada por gentes poco significativas, se mostraba a favor de
la guerra. Justo, el hijo de Pisto, que era el jefe de la tercera facción, aparentaba
estar indeciso, pero deseaba ardientemente la revolución, porque pensaba que un
cambio de gobierno le daría ocasión de obtener el poder. Así pues, se presentó
en público e intentó hacer creer al pueblo que su ciudad había sido siempre la
capital de Galilea, al menos en la época de su fundador Herodes el Tetrarca,
quien quería que la ciudad de Séforis dependiera de la de Tiberíade; ni
siquiera en tiempos del rey Agripa, el padre, habían perdido la primacía, sino
que la conservaron hasta que Félix fue nombrado procurador de Judea. Sin
embargo ahora, les decía, tenían la desgracia de haber sido entregados como
regalo por Nerón a Agripa el joven. Séforis, por su sumisión a los romanos, se
había convertido inmediatamente en la capital de Galilea y se habían instalado
en ella la banca real y los archivos. Decía éstas y otras muchas cosas contra
el rey Agripa con el fin de incitar al pueblo a la sedición y añadía que había
llegado el momento de empuñar las armas y aliarse con los galileos, quienes se
dejarían llevar de buen grado por el odio que sentían hacia los seforitas, los
cuales todavía guardaban fidelidad a los romanos; era el momento de llevar a
cabo la venganza con un gran ejército. Con esta arenga se ganó a la
muchedumbre, pues era un hábil demagogo que, con el encanto y la perfidia de
sus palabras, triunfaba sobre sus oponentes aunque propusieran mejores planes;
y no era desconocedor de la cultura griega, lo que le dio ánimos para escribir
la historia de estos sucesos con el propósito de confundir la verdad con su
fácil discurso. Pero en el curso del relato iré demostrando la vida indigna que
llevó este hombre y cómo, junto con su hermano, fue prácticamente el
responsable de nuestra ruina. En esa ocasión, Justo, después de convencer a sus
conciudadanos de que tomaran las armas, forzando incluso a muchos que no
querían, salió con todos ellos y quemó las aldeas de Gadara e Hipo que se
encuentran en los límites de Tiberiade y del territorio de Escitópolis.
Giscala
Así estaban
las cosas en Tiberíade. La situación de Giscala era la siguiente: Juan, hijo de
Leví, al ver que algunas gentes estaban muy ufanas con la rebelión contra los
romanos, intentaba contenerlos y les pedía que se mantuvieran leales. Pero a
pesar de sus esfuerzos no lo consiguió, pues los pueblos vecinos, gadarenos,
gabarenos, soganeos y tirios, reunieron un gran ejército y cayeron sobre
Giscala tomándola por la fuerza. Después de haberla incendiado y asolado,
regresaron a sus casas. Entonces Juan, irritado por ello, armó a todos sus partidarios
y, enfrentándose a los pueblos mencionados, los venció. A Giscala la
reconstruyó fortificándola y dotándola de murallas para su seguridad futura.
Gamala.
Matanza de los
judíos babilonios
Gamala, en
cambio, se mantenía fiel a los romanos por el siguiente motivo: Filipo, hijo de
Jácimo, lugarteniente del rey Agripa, que había escapado milagrosamente con
vida del asedio del palacio real de Jerusalén, vino a caer en otro peligro, el
de morir a manos de Menahén y sus bandidos; pero unos babilonios parientes
suyos, que se encontraban en Jerusalén, impidieron que los bandidos cometieran
el crimen. Filipo esperó allí cuatro días y, al quinto, con una peluca postiza
para no ser reconocido, escapó. Al llegar a una de las aldeas de su
jurisdicción, situada en los límites de la fortaleza de Gamala, mandó llamar a
algunos de sus hombres para que se reunieran con él. Pero afortunadamente la
providencia obstaculizó su plan, ya que, de no haber sido así, él, sin duda
alguna, hubiera perecido. Aquejado de un repentino acceso de fiebre, escribió
una carta a los jóvenes Agripa y Berenice y por medio de uno de sus libertos se
la envió a Varo. Éste era, en aquella época, administrador del reino; había
sido nombrado por los reyes, que se habían marchado a Beritos para encontrarse
con Cestio. Varo, al recibir la carta y enterarse de que Filipo había escapado
con vida, lo llevó muy a mal, pensando que los reyes prescindirían de sus
servicios cuando Filipo regresara. Entonces hizo comparecer ante el pueblo al
portador de la carta y le acusó de haberla falsificado; dijo que mentía al
afirmar que Filipo estaba en Jerusalén luchando al lado de los judíos contra
los romanos y lo hizo matar. Como el liberto no regresaba, Filipo, que no
alcanzaba a comprender el motivo, envió a un segundo mensajero con otra carta y
para que le informara de lo que había sucedido con el primero, ya que tardaba
tanto. Pero también a este liberto, en cuanto llegó, Varo le acusó falsamente y
lo mandó asimismo matar. A Varo le hacían concebir ilusiones los sirios de
Cesárea, quienes le aseguraban que Agripa moriría a manos de los romanos por
las acusaciones de los judíos y que él, por ser descendiente de reyes, ocuparía
el trono. La estirpe real de Varo era, efectivamente, reconocida por todos,
como descendiente de Soemo, tetrarca del Líbano. Envanecido con estas
pretensiones, Varo guardó las cartas, procurando que el Rey no llegara a
conocerlas, y puso vigilantes en todas las salidas de la ciudad para que nadie
pudiera escapar e informar al Rey; además, para agradar a los sirios de
Cesárea, mandó matar a muchos judíos. Con la ayuda de los habitantes de
Traconítide de Batanea decidió también alzarse en armas contra los judíos
babilonios —así los llaman— de Ecbatana, Convocó a los doce judíos más
reputados de Cesárea y les ordenó que fueran a Ecbatana y dijeran a sus
compatriotas de allí: «Varo ha oído que tenéis intención de levantaros contra
el Rey; aunque él no lo cree, nos ha enviado para convenceros de que depongáis
las armas; esto sería para él la prueba de que tiene razón, al no creer lo que
dicen de vosotros». Les ordenaba también que enviaran a setenta personas
importantes para que respondieran de la acusación que se les imputaba. Los
doce, al llegar a Ecbatana y ver que sus compatriotas no planeaban ninguna
insurrección, los persuadieron para que enviaran a los setenta hombres. Ellos,
sin la menor sospecha de lo que iba a ocurrir, los enviaron; éstos llegaron a
Cesárea con los doce delegados. Varo les salió al encuentro con el ejército
real, los mató a todos, incluidos los delegados, y se dirigió contra los judíos
de Ecbatana. Pero uno de los setenta, que había logrado escapar con vida, se
adelantó a comunicárselo a los de Ecbatana, los cuales, cogiendo las armas, se
retiraron a la fortaleza de Gamala con sus mujeres e hijos, abandonando sus
aldeas llenas de provisiones y de muchos miles de cabezas de ganado. Cuando
Filipo lo supo, se dirigió también a la fortaleza de Gamala. A su llegada, la
multitud le gritaba pidiéndole que tomara el mando y declarara la guerra a Varo
y a los sirios de Cesárea, pues se había difundido el rumor de que éstos habían
matado al Rey. Filipo trató de contener sus ímpetus recordándoles
detalladamente el beneficio que el Rey les había dispensado y el enorme poder
de los romanos y diciéndoles que no era conveniente provocar una guerra contra
ellos; al Final, logró convencerlos. El Rey a su vez, al enterarse de que Varo
se disponía a acabar en un solo día con los judíos de Cesárea —muchos miles,
incluidos mujeres y niños—, le mandó llamar y envió a Ecuo Modio para que le
sustituyera, como he referido en otro lugar. Filipo conservó la fortaleza de
Gamala y mantuvo el territorio circundante fiel a los romanos.
Demolición del
templo de Herodes el Tetrarca
Cuando llegué
a Galilea y me enteré de estos acontecimientos por medio de mensajeros, escribí
al Sanedrín de Jerusalén pidiendo instrucciones sobre lo que debía hacer. Me
aconsejaron que me quedara allí y me ocupara de Galilea, junto con mis
compañeros de embajada si querían. Éstos, que disponían de mucho dinero
procedente de los diezmos que recibían por su condición de sacerdotes,
consideraron preferible regresar a casa. Sin embargo, cuando les pedí que
esperasen hasta poner en orden las cosas, accedieron. Así pues, salí con ellos
de la ciudad de Séforis y vine a parar a una aldea llamada Betmaus, que dista
de Tiberíade cuatro estadios. Desde allí envié un mensaje al Consejo de
Jerusalén y a los notables de la ciudad pidiendo que se reunieran conmigo.
Cuando se presentaron —Justo había venido con ellos— les expliqué que mis
colegas y yo habíamos sido comisionados por la comunidad de Jerusalén para
convencerles de la necesidad de demoler el palacio, construido por Herodes el
Tetrarca, donde había representaciones de seres vivos, pues nuestras leyes
prohíben este tipo de decoración, y les pedí que nos permitieran poner manos a
la obra lo antes posible. Durante mucho tiempo, Capela y los jefes del grupo no
parecían dispuestos a dar su consentimiento, pero, presionados por nosotros,
acabaron por ceder. Jesús, hijo de Safias, quien, como dije al principio,
dirigía el partido de los marineros y de las gentes más pobres, se nos adelantó
con un grupo de galileos y prendió fuego al palacio, esperando sacar de allí
grandes riquezas, pues había visto que algunos techos estaban revestidos de
oro. Contra nuestra voluntad, hicieron un considerable saqueo. Después de
nuestra entrevista con Capela y las autoridades de Tiberíade, salimos de
Betmaus con dirección a la Alta Galilea. Jesús y los suyos mataron a todos los
residentes griegos que antes de la guerra habían sido sus enemigos. Al tener
noticia de ello, me indigné mucho y, bajando hasta Tiberíade, me esforcé en
rescatar de manos de los asaltantes cuanto pude del mobiliario del palacio, a
saber: candelabros corintios, mesas reales y una cantidad considerable de plata
sin acuñar. Decidí guardar para el Rey todo lo recuperado. Mandé llamar a los
diez principales del Consejo y a Capela, hijo de Antilo, y les confié los
objetos recuperados con la advertencia de no entregarlos a nadie excepto a mí.
Las trapacerías
de Juan de Giscala
Desde allí, me
dirigí con mis compañeros a Giscala para encontrarme con Juan, pues quería
averiguar cuál era su postura; enseguida descubrí sus ansias revolucionarias y
sus ambiciones de poder. Me pidió autorización para llevarse el trigo del
César, que estaba depositado en las aldeas de la Alta Galilea; decía que quería
emplear el producto de su venta para reconstruir los muros de su ciudad natal.
Pero yo, al darme cuenta de su maniobra y de lo que intentaba hacer, le dije
que no era posible; y puesto que la comunidad de Jerusalén me había confiado la
responsabilidad de los asuntos de aquel lugar, tenía intención de guardar el
trigo para los romanos o para mí mismo. Como no pudo convencerme a mí, se
dirigió a los otros embajadores; éstos, que no tenían ninguna sospecha de lo
que podía ocurrir y estaban harto dispuestos a recibir dinero, se dejaron
sobornar por Juan y votaron que le fuera entregado todo el trigo almacenado en
su región; entonces yo, al quedarme en minoría frente a dos votos, no hice
nada. Todavía añadió Juan otra trapacería más: dijo que los judíos asentados en
Cesárea de Filipo, cuando fueron hechos prisioneros por su lugarteniente Modio,
obedeciendo órdenes del Rey, al no disponer del aceite puro que usaban, le
habían enviado a él un mensaje pidiéndole que se ocupara de suministrarles una
partida, para no verse obligados a usar el aceite griego y transgredir así las
leyes. Juan no decía esto por religiosidad, sino por una evidente codicia:
sabía que allí, en Cesárea, los dos sextarios se vendían por una dracma
mientras que en Giscala, los ochenta sextarios, por cuatro; envió pues a
Cesárea toda la provisión de aceite, dando a entender que lo hacía con mi
autorización. Yo le había dado permiso, no por mi gusto, sino por miedo a que
me lapidase el pueblo si lo impedía. El caso es que yo consentí y gracias a ese
engaño, Juan consiguió una suma considerable de dinero.
Medidas de
Josefo para apaciguar Galilea
Dejé que mis
compañeros regresaran de Giscala a Jerusalén y yo me ocupé de las armas, los
suministros y las fortificaciones de las ciudades. Hice venir a los bandidos
más arrojados y, como vi que no había modo de quitarles las armas, convencí al
pueblo de que les pagara un sueldo como mercenarios, con el argumento de que
era mejor darles voluntariamente un poco de dinero que ver las posesiones
sometidas al pillaje sin poder remediarlo. Hice jurar a los bandidos que no
entrarían en nuestro territorio salvo que fueran llamados o no recibiesen su
paga y los despedí ordenándoles que no atacaran ni a los romanos ni a sus
vecinos. Me preocupaba ante todo mantener la paz en Galilea. A los magistrados
de Galilea, setenta en total, quise mantenerlos, bajo pretexto de amistad, como
garantía de fidelidad y los convertí en mis camaradas y compañeros de viaje.
Contaba con ellos en los juicios y pronunciaba las sentencias con su
aprobación, procurando no violar las leyes con decisiones precipitadas y
manteniéndome alejado de cualquier corrupción en esos asuntos.
Declaración de
integridad
Aproximadamente
a los treinta años, una edad en la que, aunque uno se mantenga alejado de las
malas pasiones, es difícil sustraerse a las calumnias de la envidia, sobre todo
cuando se ocupa un puesto que confiere gran autoridad, yo había respetado
siempre a las mujeres y había rechazado toda clase de regalos porque me
parecían superfluos; es más, ni siquiera aceptaba de quienes me los traían los
diezmos que se me debían como sacerdote. Sin embargo, cuando vencí a los sirios
que habitaban las ciudades circundantes, tomé parte del botín, que admito haber
enviado a mis parientes de Jerusalén. Pero cuando conquisté dos veces Séforis,
cuatro veces Tiberíade y una Garaba, y aunque tuve a mi merced a Juan, que
había conspirado tanto contra mí, no me vengué de él ni de ninguno de los
pueblos que he citado, como se demostrará en el curso del relato. Por eso, creo
yo que Dios, para el que no pasan inadvertidos quienes obran bien, me libró de
las manos de mis enemigos y me preservó de numerosos peligros, como referiré
más tarde.
Envidia de Juan
por la popularidad de Josefo
El afecto y la
fidelidad que el pueblo de Galilea me profesaba eran tales que, cuando sus
ciudades fueron tomadas por la fuerza y sus mujeres e hijos esclavizados, no
eran tantas las lamentaciones por su propio infortunio como su preocupación por
mi seguridad. Esto provocó la envidia de Juan. Me escribió pidiéndome
autorización para hacer una cura de salud en los baños termales de Tiberíade, y
yo, sin sospechar ninguna mala intención por su parte, no me opuse, sino que,
es más, escribí personalmente una carta a mis delegados en la administración de
Tiberíade para que dispusieran alojamiento para Juan y sus acompañantes y le
procuraran generosamente todo lo necesario. En aquel momento yo me encontraba
en una aldea de Galilea llamada Caná.
Motín de
Tiberíade
Cuando Juan
llegó a Tiberíade intentó persuadir a la población de que se apartara de mí y
se pusiera de su parte. Muchos aceptaron gustosamente su invitación: gentes
siempre deseosas de revoluciones, inclinadas por su naturaleza a los cambios y
que disfrutan con las disensiones. Sobre todo Justo y su padre Pisto estaban
deseando abandonarme y ponerse del lado de Juan; pero con mi rápida actuación
desbaraté sus planes. Llegó a mí, enviado por Silas, a quien, como ya he dicho,
había yo nombrado gobernador de Tiberíade, un mensajero que me puso al
corriente de las intenciones de los tiberienses, aconsejándome que me diera
prisa, pues si tardaba, la ciudad podía caer en otras manos. En cuanto leí la
carta de Silas, tomé doscientos hombres y viajé durante toda la noche, tras
haber despachado un correo para advertir a los tiberienses de mi llegada. Al
alba, cerca ya de la ciudad, el pueblo me salió al encuentro y Juan iba con
ellos. Me saludó muy confundido y temiendo que peligrara su vida si se
desvelaba su proceder, se retiró rápidamente a su alojamiento. Al llegar al
estadio, despedí a mis guardias personales, excepto a uno, y retuve a diez
soldados. Luego, subido en un elevado montón de tierra, me dirigí al pueblo de
Tiberíade; les aconsejé que no se sublevasen tan precipitadamente, pues eso
podría acarrearles algún perjuicio, porque el nuevo gobernador podría
sospechar, con razón, que tampoco a él le iban a guardar fidelidad.
Huida de Josefo
a Tariquea
No había aún
terminado de hablar, cuando oí a uno de mis hombres gritar que bajara, pues no
era el momento de ocuparme en ganar la amistad de las gentes de Tiberíade, sino
de salvar mi vida e intentar escapar de mis enemigos: Juan había escogido entre
sus mil soldados a los más fieles y les había ordenado matarme, pues se había
enterado de que yo me encontraba solo con mis familiares. Llegaron, pues, las
gentes enviadas por Juan y hubieran cumplido su objetivo si yo no hubiese
saltado rápidamente del montículo con Jacob, mi guardia personal, y no hubiera
recibido la ayuda de un tal Herodes de Tiberíade que me condujo hasta el lago,
donde encontré una barca; subí a ella y en contra de lo previsible, escapé de
mis enemigos y llegué a Tariquea.
Adhesión de los
galileos a Josefo
Los habitantes
de esta ciudad, al conocer la perfidia de los tiberienses, se indignaron
muchísimo y, tomando las armas, me rogaban que les condujera contra ellos,
manifestando su deseo de vengar a su general. Divulgaron lo sucedido por toda
Galilea haciendo todo lo posible para excitar a estas gentes contra los
tiberienses, y los exhortaban a unirse a ellos en masa para llevar a cabo su
propósito con la aprobación de su general. En efecto, llegaron muchos galileos
de todas partes con sus armas y me pedían que atacase Tiberíade, la tomase por
la fuerza, la arrasara hasta los cimientos y redujera a la esclavitud a sus
habitantes, incluidos mujeres y niños. Eso mismo me aconsejaban algunos amigos
míos que habían escapado de Tiberíade. Pero yo no podía dar mi aprobación, pues
me parecía espantoso iniciar una guerra fratricida; pensaba que la disputa no
debía ir más allá de las palabras. Por otra parte, les decía, actuar así
tampoco les convenía a ellos, ya que los romanos estaban esperando sus
disensiones internas para destruirlos. Con estos argumentos logré calmar la
indignación de los galileos. Juan, al ver fracasado su golpe, temió por su vida
y salió de Tiberíade con sus soldados en dirección a Giscala y me escribió
sobre lo sucedido justificándose: según él, todo había sucedido contra su
voluntad, y me rogaba que no abrigara ninguna sospecha contra él; añadía
juramentos y algunas terribles imprecaciones, en la idea de que así yo daría crédito
a su carta. Los galileos (pues otra vez se había levantado en armas un gran
número de ellos en todo el país), sabiendo cuán malvado y perjuro era aquel
hombre, me pedían que los condujera contra él, y me prometían acabar con él y
con Giscala al mismo tiempo. Les expresé mi gratitud por sus buenas intenciones
prometiéndoles que pagaría con creces su favorable disposición, pero al mismo
tiempo les exhortaba a que se dominaran y me perdonaran si prefería calmar los
desórdenes sin derramamiento de sangre. Una vez que hube convencido al pueblo
de Galilea, me dirigí a Séforis.
Conspiración
frustrada en Séforis
Los habitantes
de esta ciudad habían decidido mantenerse fieles a los romanos, pero, alarmados
por mi llegada, trataron de conservar su seguridad desviando mi atención hacia
otra parte. Así pues, enviaron un mensaje a Jesús, el jefe de los bandidos de
la frontera de Ptolemaida, ofreciéndole una gran suma de dinero si aceptaba
luchar contra nosotros con toda su tropa, ochocientos hombres en total. Cediendo
a sus promesas, Jesús quiso cogernos desprevenidos antes de que sospechásemos
nada. Envió un mensajero pidiéndome autorización para venir a saludarme; una
vez concedida —pues yo ignoraba la conspiración— tomó a su cuadrilla de
bandidos y se apresuró a atacarme. Pero no pudo llevar a término su perversa
acción, pues cuando estaban ya cerca, uno de sus hombres desertó y vino a
prevenirme de su propósito. Así advertido, me dirigí a la plaza fingiendo
ignorar el complot, pero llevé conmigo a muchos soldados galileos y algunos
tiberienses. Después, ordené vigilar cuidadosamente todos los caminos y advertí
a los centinelas de las puertas que, en cuanto llegase Jesús, le dejasen entrar
sólo a él y a los jefes, e impidiesen el paso a los demás, y si intentaban
entrar por la fuerza, los golpeasen. Se cumplieron mis órdenes y sólo entró
Jesús con unos pocos más. Le pedí que arrojara las armas inmediatamente bajo
pena de muerte y él, atemorizado al verse rodeado por mis soldados, obedeció.
Los miembros de su escolta que habían sido retenidos fuera de la ciudad huyeron
al enterarse de la detención de su jefe. Entonces llamé aparte a Jesús y le
dije que no ignoraba la conspiración urdida contra mí ni quiénes la habían
organizado, pero que le perdonaría lo que había hecho si se arrepentía y estaba
dispuesto a serme fiel en adelante. Así lo prometió y le dejé marchar,
autorizándole a reunirse de nuevo con sus hombres. A los seforitas los amenacé
con castigarlos si no abandonaban su conducta insensata.
Josefo impide la
circuncisión obligatoria de los refugiados
Por ese mismo
tiempo llegaron ante mí, procedentes de la región de Traconítide dos magnates,
súbditos del rey trayendo caballos, armas y dinero que habían sacado
clandestinamente de su país. Como los judíos les obligaban a circuncidarse si
querían vivir entre ellos, traté de impedirlo, manifestando que cada hombre
debe honrar a Dios según su propia creencia y no por la fuerza y que estos
hombres no debían arrepentirse de haber acudido a nosotros buscando la seguridad.
Cuando el pueblo quedó convencido, facilité a los huéspedes con liberalidad
todo lo necesario para su habitual forma de vida.
Primer encuentro
con las tropas romanas
El rey Agripa
envió un ejército al mando de Ecuo Modio para destruir la fortaleza de Gamala.
Pero como el destacamento no era suficiente para rodear la fortaleza, pusieron
sitio a Gamala, apostándose a campo abierto. El decurión Ebucio, encargado de
la defensa de la Gran Llanura; al oír que yo me encontraba en Simoniade, aldea
situada en la frontera de Galilea, a sesenta estadios de donde él estaba, tomó
a los cien jinetes que tenía con él y a unos doscientos infantes
aproximadamente, y, además, como tropa auxiliar a los habitantes de la ciudad
de Gaba; y, haciendo el trayecto de noche, llegó a la aldea en que yo me
encontraba. Me enfrenté a él con un ejército numeroso. Ebucio intentaba
atraernos hacia la llanura porque confiaba mucho en su caballería, pero no
caímos en la trampa, pues yo me daba cuenta de que la caballería estaría en ventaja
si bajábamos a la llanura, dado que nosotros éramos todos de infantería, así
que decidí presentar combate allí mismo. Durante un tiempo, Ebucio y los suyos
nos hicieron frente valerosamente, pero al ver que en aquel lugar la caballería
no servía de nada, fracasado, se retiró a la ciudad de Gaba, después de haber
perdido tres hombres en la lucha. Le seguí los pasos con dos mil soldados, y
cerca de la ciudad de Besara, en la frontera de Ptolemaida, a veinte estadios
de Gaba, donde residía Ebucio, situé a los soldados fuera de la ciudad, con la
orden de vigilar estrechamente los caminos para que los enemigos no nos
perturbaran mientras transportábamos el trigo. Era una cantidad grande,
propiedad de la reina Berenice, que, procedente de las aldeas circundantes,
había sido almacenada en Besara. Cuando hube cargado los numerosos camellos y
asnos que había llevado, envié el trigo a Galilea. Hecho esto, desafié a Ebucio
a combate, y como rehusara, pues estaba asombrado de nuestra rapidez de acción
y de nuestro valor, me dirigí contra Neapolitano que, según había sabido,
acababa de saquear la región de Tiberíade. Neapolitano era comandante de un
escuadrón de caballería y estaba encargado de la defensa de Escitópolis.
Después de impedir que siguiera causando daños en el territorio de Tiberíade,
dediqué mi atención a Galilea.
Juan intenta
apartar Galilea de Josefo
Juan, hijo de
Leví, que, como ya he dicho, residía en Giscala, al saber que todo se
desarrollaba conforme a mis deseos y que yo contaba con el favor de mis
súbditos y el temor de mis enemigos, no se sintió muy satisfecho; y pensando
que mi éxito acarrearía su ruina, sintió una envidia desmedida. Con la
esperanza de que, si suscitaba el odio entre mis súbditos, cesaría mi buena
suerte, intentó convencer a los habitantes de Tiberíade, Séforis y Garaba —las
ciudades más importantes de Galilea— de que me abandonasen y se pusieran a su
lado, asegurándoles que él los gobernaría mejor que yo. Los seforitas, como
habían optado por el sometimiento a los romanos, no se inclinaban de un lado ni
de otro y rechazaron la propuesta; los tiberienses se negaron a abandonarme
pero prometieron a Juan su amistad; los habitantes de Garaba, en cambio, se
pasaron al partido de éste, animados por Simón, personaje importante en la ciudad
y amigo y partidario de Juan. Sin embargo, éstos no confesaban abiertamente su
defección por miedo a los galileos, cuya devoción hacia mí habían podido
comprobar en repetidas ocasiones, aunque esperaban en secreto el momento
oportuno para tenderme una trampa. En efecto, corrí un gran peligro por lo
siguiente:
Los rufianes de
Dabarita
Unos audaces
jóvenes de Dabarita estaban al acecho de la mujer de Ptolomeo, el intendente
del Rey, la cual, con gran aparato y protegida por una escolta de caballería,
atravesaba la Gran Llanura, desde territorio sometido al Rey hacia la región
dominada por los romanos. Los jóvenes se lanzaron de repente sobre la comitiva,
obligaron a la mujer a huir y le robaron cuanto llevaba; luego vinieron a verme
a Tariquea, con cuatro mulos cargados de vestidos y enseres y, además, una
cantidad importante de plata, más quinientas piezas de oro. Mi propósito era
guardarlo todo para Ptolomeo, pues era de nuestra misma raza y nuestras leyes
nos prohíben robar, incluso al enemigo; pero dije a los que habían traído el
botín que convenía guardar lo que se obtuviese de su venta para reconstruir los
muros de Jerusalén. Los jóvenes, decepcionados por no recibir una parte del
botín como esperaban, recorrieron las aldeas cercanas a Tiberíade propalando
que yo me disponía a entregar su territorio a los romanos y que les había
engañado al decirles que guardaba el producto del robo para la reconstrucción
de los muros de Jerusalén, cuando en realidad había decidido devolver lo robado
a su dueño. En esto al menos no se equivocaban, pues en cuanto se marcharon,
mandé llamar a dos personas notables, Dasión y Janeo, hijo de Leví, que se
contaban entre los mejores amigos del Rey, y les ordené que tomaran los objetos
robados y se los enviaran a éste, amenazándolos con la muerte si se lo decían a
alguien más.
Complot para
asesinar a Josefo en Tariquea
Se había
difundido por toda Galilea el rumor de que yo iba a entregar la región a los
romanos, y la población entera, exaltada, exigía mi castigo. Los habitantes de
Tariquea también creían que los jóvenes decían la verdad y convencieron a mi
guardia personal y a mis soldados de que me abandonasen mientras dormía y se
presentaran inmediatamente en el hipódromo para discutir allí con todos la
suerte de su general. Se dejaron convencer y acudieron al lugar, donde ya se
había congregado una gran multitud; todos, unánimemente, gritaban que se
castigase a quien tan vilmente les había traicionado. El que más les incitaba
era Jesús, hijo de Safias, entonces arconte de Tiberíade, un hombre perverso y
capaz de provocar graves desórdenes, agitador y revolucionario sin igual. Pues
bien, con las Leyes de Moisés en sus manos, avanzó entonces hacia el centro y
dijo: «Ciudadanos, si no sois capaces de odiar a Josefo por vuestro propio
interés, mirad las leyes ancestrales que vuestro general estaba dispuesto a
traicionar, y por respeto a ellas, manifestad vuestra aversión al crimen y
castigad al autor de semejante audacia». Después de pronunciar estas palabras,
aplaudidas por la multitud, Jesús, con algunos soldados, corrió hacia la casa
donde me alojaba con intención de matarme. Yo, ajeno a todo, me había quedado
dormido antes del tumulto a causa de la fatiga. Simón, el encargado de mi
seguridad personal y el único que se había quedado conmigo, al ver cómo venía
la gente hacia nosotros, me despertó y me advirtió del inminente peligro; me
pedía que muriera a sus manos, honrosamente, como corresponde a un general,
antes de que llegasen los enemigos y me obligasen a suicidarme o me mataran
ellos mismos. Eso decía él, pero yo, encomendándome a Dios, me dispuse a
comparecer ante el pueblo. Cambié mi vestido por uno negro y, con la espada
colgada al cuello, me dirigí al hipódromo por un camino por donde pensaba que
no tropezaría con ningún enemigo. Aparecí de repente, me postré en tierra y,
humedeciéndola con mis lágrimas, conseguí suscitar la compasión de todos. Al
darme cuenta del cambio producido en la gente, traté de dividir sus opiniones
antes de que los soldados regresaran de mi casa. Reconocía que, desde su punto
de vista, yo era culpable, pero les pedía que primero me permitieran explicar
con qué fin había guardado el dinero obtenido de la venta de lo robado, y me
dejaría matar después, si así lo ordenaban. Mientras la multitud me pedía que
hablara, llegaron los soldados, quienes, al verme, corrieron para matarme; el
pueblo les ordenó que se detuvieran y ellos obedecieron con la esperanza de
que, en cuanto reconociese que había guardado el dinero para el Rey, me
matarían como confeso de traición. Se hizo un silencio total, y entonces les
hablé así: «Compatriotas, estoy dispuesto a morir, si la justicia lo exige,
pero antes de mi muerte, quiero deciros la verdad. Conociendo la hospitalidad
de esta ciudad que va incrementando su población con el número de personas que,
dejando su patria, viene a compartir nuestra suerte, quise reconstruir las
murallas con ese dinero que, a pesar de estar destinado a este fin, os ha
provocado tanta ira contra mí». Tras estas palabras se levantó un rumor entre
los tariqueos y los extranjeros que me expresaban su gratitud y me daban
ánimos; en cambio los galileos y los tiberienses mantenían su resentimiento.
Hubo discusión entre ellos: unos me amenazaban con castigos, y otros a que no
hiciera caso. Después de haberles prometido que construiría murallas en
Tiberíade y en las demás ciudades que las necesitaran, se retiraron confiados a
sus casas. Contra toda previsión, pude escapar del peligro que acabo de referir
y con mis amigos y veinte soldados regresé a mi casa.
Complot para
quemar la casa de Josefo
De nuevo, los
bandidos y los promotores de la revuelta, temiendo que yo les hiciese pagar por
sus actos, se dirigieron con seiscientos soldados a la casa donde residía para
incendiarla. A pesar de haber sido advertido de que se acercaban, consideré
poco digno escapar y decidí arriesgarme con un golpe de audacia: ordené cerrar
las puertas de la casa y luego subí al piso superior y les invité a que
enviaran algunos hombres por el dinero; así se aplacaría su cólera, les decía
yo. Enviaron al más valiente de sus hombres; yo le hice azotar, ordené cortarle
una mano y colgársela al cuello y lo devolví así a los que lo habían enviado.
El espanto y un gran terror se apoderaron de ellos, por miedo a correr la misma
suerte si permanecían allí, pues se figuraban que yo tenía en el interior más
hombres que ellos. Huyeron rápidamente. Gracias a esta estratagema pude escapar
de este nuevo complot.
Nueva
persecución a los refugiados
Pero, otra
vez, excitaban algunas personas a la multitud contra mí, diciendo que los
magnates de la corte que habían venido a mí no bebían seguir con vida, ya que
se negaban a adoptar las costumbres de sus huéspedes; los acusaban también de
hechiceros y de ser un obstáculo para poder liberarse de los romanos. El pueblo
se dejó convencer enseguida, engañado por las palabras destinadas a ganar su
confianza. Al enterarme, insistí una vez más ante el pueblo en que no había que
perseguir a los refugiados y ridiculizaba lo absurdo de la acusación de brujería,
señalando que si los romanos pudiesen vencer a sus enemigos mediante
hechiceros, no mantendrían tantos miles de soldados. Durante algún tiempo,
hicieron caso de mis palabras, pero inducidos por los malos consejeros,
volvieron a encolerizarse contra los magnates; incluso en una ocasión, entraron
armados en su casa de Tariquea con ánimo de matarlos. Cuando lo supe tuve
miedo, porque si se hubiera llegado a cometer el crimen, la ciudad se haría
imposible para quienes quisiesen refugiarse en ella. Así pues, me presenté en
casa de los magnates con algunas personas más y, después de cerrar las puertas,
construí una galería que llevase hasta el lago, mandé luego traer una nave y,
embarcando con ellos, los pasé hasta la frontera de Hipo, les pagué el precio
de sus caballos ya que no había podido embarcarlos al tener que huir en tales
circunstancias, y los despedí rogándoles encarecidamente que soportaran con
valor su infortunio. Me afligía mucho verme obligado a dejar de nuevo
abandonados a los refugiados en territorio enemigo, aunque pensaba que, si
tenía que suceder, era preferible que murieran entre los romanos que en mi
territorio. Sin embargo se salvaron, pues el rey Agripa les perdonó, y así
terminó su aventura.
Tiberíade a
favor de Herodes
Los habitantes
de Tiberíade escribieron al Rey pidiéndole que enviara tropas para proteger su
territorio porque querían aliarse con él. Eso fue lo que escribieron al Rey.
Pero en cuanto llegué, me pidieron que construyese los muros que les había
prometido, pues habían oído que Tariquea ya estaba fortificada. Accedí a ello,
y después de hacer todos los preparativos para la construcción, ordené a los
arquitectos que la llevaran a cabo. Tres días después de mi partida hacia
Tariquea, que dista de Tiberíade treinta estadios, fueron vistos casualmente
unos jinetes romanos que pasaban cerca de la ciudad, lo que les hizo creer que
se acercaba el ejército del Rey. Se pusieron inmediatamente a lanzar gritos de
alabanza al Rey y maldiciones contra mí. Alguien vino corriendo a informarme de
sus planes: habían decidido abandonarme. La noticia me alarmó enormemente, pues
había dado permiso a mis soldados de Tariquea para marchar a sus casas, ya que
el día siguiente era sábado y no quería que los judíos de Tariquea se vieran
perturbados por la presencia de la tropa. En realidad, siempre que me alojaba
allí, prescindía incluso de mi guardia personal, por haber recibido repetidas
pruebas de la lealtad de sus habitantes. Pero esta vez, encontrándome con sólo
siete de mis soldados además de mis amigos, no sabía qué hacer; mandar llamar a
mis tropas no me parecía oportuno, dado que el día estaba tocando a su fin y,
aunque acudieran, tampoco podrían tomar las armas al día siguiente porque lo
prohibían nuestras leyes, por urgente que pareciese la necesidad. Por otro
lado, aunque permitiera a los tariqueos y a los residentes extranjeros saquear
Tiberíade, veía que no eran suficientes para ello y que además eso retrasaría
mi partida, ya que —pensaba yo— llegarían antes las tropas del Rey y me expulsarían
de la ciudad. Entonces decidí emplear una estratagema contra aquéllos. Al
instante, puse a mis amigos más fieles a las puertas de Tariquea con la misión
de controlar estrictamente a quien intentase salir; mandé llamar a los jefes de
las familias y les ordené que cada uno botara un barco con su piloto y me
siguiera hasta Tiberíade. Yo mismo, con mis amigos y los soldados que, como he
dicho, eran siete, embarqué con rumbo a Tiberíade.
Estratagema de
Josefo contra Tiberíade
Cuando los
tiberienses comprobaron que el ejército del Rey no llegaba y vieron todo el
lago lleno de naves, temieron por su ciudad y, espantados ante la idea de que
los barcos llevasen un gran número de soldados, cambiaron sus planes. Arrojaron
las armas y, con mujeres y niños, salieron a mi encuentro aclamándome con
grandes alabanzas (no imaginaban que yo estuviera enterado de sus intenciones).
Me rogaban que tuviera compasión de su ciudad. Cuando estuve cerca, ordené a
los pilotos echar las anclas lejos aún de la orilla para evitar que los
tiberienses pudiesen comprobar que en los barcos no iban soldados; entonces,
acercándome en una de las naves, les reproché su insensatez y la facilidad con
que, sin ninguna razón justa, habían sido desleales conmigo. No obstante me
mostré decidido a garantizarles el perdón si me enviaban a diez notables del
pueblo. Obedecieron inmediatamente y enviaron a los hombres que acabo de decir.
Los embarqué hacia Tariquea para que fueran encarcelados.
Castigo del
agitador Clito
Gracias a esta
estratagema conseguí apoderarme, poco a poco, de todo el Consejo, y trasladé a
los consejeros a la ciudad antes mencionada, junto con la mayoría de los
ciudadanos importantes, que eran casi otros tantos. Cuando el pueblo vio la
desdichada situación a que habían llegado, me pidió que castigara al
responsable de la sedición. Se trataba de un joven audaz e impetuoso llamado
Clito. Yo consideraba un crimen dar muerte a un compatriota, pero, obligado a
castigarle, encargué a Leví, miembro de mi guardia personal, que le cortara una
mano. El hombre que había recibido la orden tuvo miedo de enfrentarse él solo a
la multitud, y para que los tiberienses no vieran la cobardía de este soldado,
llamé a Clito y le dije: «Puesto que mereces perder las dos manos por haber
sido tan ingrato conmigo, sé tu propio verdugo; si no obedeces, sufrirás un
castigo mayor». Como me suplicara insistentemente que le dejara al menos una
mano, accedí haciéndome de rogar. Entonces, contento de no perder las dos
manos, cogió una espada y se cortó la izquierda. Eso puso fin a la sedición.
Liberación de
los prisioneros de Tiberíade
A mi llegada a
Tariquea, los tiberienses conocieron la estratagema que había empleado contra
ellos y se sorprendieron de que hubiera reprimido su insolencia sin
derramamiento de sangre. Hice traer a mi presencia a los prisioneros del pueblo
de Tiberíade, entre ellos Justo y su padre Pisto, y los invité a mi mesa.
Durante la comida les decía que yo tampoco ignoraba que la potencia militar de
los romanos era superior a cualquier otra, pero que no hablaba de ello a causa
de los bandidos. Les aconsejé que hicieran lo mismo, a la espera del momento
propicio, y sin rebelarse contra mí, su general, pues difícilmente podrían
encontrar otro mejor. A Justo le recordé también que antes de mi venida desde
Jerusalén, los galileos habían cortado las manos a su hermano, antes de la
guerra, ya que le culpaban de falsificar cartas, y que, después de la retirada
de Filipo, los gamalitas, sublevados contra los babilonios, habían matado a
Cares, pariente de Filipo, y habían torturado salvajemente a su hermano Jesús,
el marido de la hermana de Justo. Hablé de todo esto con Justo y sus amigos en
el transcurso de la cena, y al romper el día, ordené que fueran puestos en
libertad todos los prisioneros.
Encuentro de
Filipo con Agripa
Poco antes de
estos sucesos, Filipo, hijo de Jácimo, había salido de la fortaleza de Gamala
por la siguiente razón: Al enterarse de que Varo había sido depuesto por el rey
Agripa y que había ido a sustituirle Ecuo Modio, un viejo amigo y allegado
suyo, Filipo escribió a éste una carta contándole sus propias experiencias y
rogándole que hiciera llegar a los reyes la carta que le había enviado. Modio,
al recibir las cartas y enterarse por ellas de que Filipo se encontraba a
salvo, se alegró mucho, y envió la carta a los reyes, que estaban en Beritos.
Cuando el rey Agripa supo que los rumores que circulaban sobre Filipo eran
falsos (se decía que había tomado el mando de los judíos para declarar la
guerra a los romanos), envió una escolta de jinetes a buscarlo. A su llegada,
le dispensó una calurosa acogida y lo presentó a los oficiales romanos como el
mismo Filipo de quien se rumoreaba que se había levantado contra Roma. Luego le
ordenó que volviera inmediatamente a la fortaleza de Gamala con algunos jinetes
para sacar de allí a todos sus amigos, y restablecer a los babilonios en
Batanea. Le encargó también que tomara las medidas necesarias para prevenir
cualquier revuelta entre sus subordinados. Filipo se apresuró a cumplir las
órdenes del Rey.
Gamala se rebela
contra el Rey
Josefo, el
hijo de la comadrona, animaba a muchos jóvenes audaces a unirse a él y,
enfrentándose a los magistrados de Gamala, trataba de persuadirlos a que se
apartaran del Rey y tomaran las armas para recuperar su independencia.
Obligaron a algunos y mataron a los que no estaban de acuerdo. Mataron a Cares
y con él a Jesús, uno de sus parientes, y a un hermano de Justo de Tiberíade,
como ya hemos dicho antes. A mí me escribieron pidiéndome que les enviase un
destacamento de soldados y obreros para levantar los muros de su ciudad. No les
negué ninguna de sus dos peticiones. También se levantó contra el Rey la región
de Gaulanítide, hasta la aldea de Solime.
Fortificación de
algunas ciudades
Amurallé las
aldeas de Seleucia y Sogane, dotadas de fuertes defensas naturales, e
igualmente otras aldeas, también muy rocosas, de la Alta Galilea, las llamadas
Jamnia, Amerot y Acarabe. Construí también fortificaciones en la Baja Galilea,
en las ciudades de Tariquea, Tiberíade, Séforis y las aldeas de la Cueva de
Arbel, Bersubé, Selame, Jotapata, Cafarat, Como, Sogane, Pafa y el monte Tabor.
A estas poblaciones les suministré también trigo en abundancia y armas para su
seguridad futura.
Juan de Giscala
intenta suplantar a Josefo
El odio de
Juan, hijo de Leví, contra mí era cada vez más intenso, pues no soportaba mi
éxito. Dispuesto a librarse de mí a toda costa, reconstruyó la muralla de
Giscala, su ciudad natal, y envió a Jerusalén a su hermano Simón y a Jonatán,
hijo de Sisena, con un centenar de soldados para pedir a Simón, hijo de
Gamaliel, que convenciese a la comunidad de Jerusalén de que me destituyeran
del gobierno de Galilea y le otorgaran por votación el puesto a él. Este Simón
era natural de Jerusalén, de familia muy ilustre y perteneciente a la secta de
los fariseos, que tiene fama de distinguirse de las demás en la exacta
interpretación de las leyes patrias. Era un hombre de gran inteligencia y buen
juicio, capaz de solucionar con su sabiduría cualquier situación comprometida;
además era amigo íntimo de Juan desde hacía tiempo, y en cambio estaba por
entonces enemistado conmigo. Así pues, atendiendo a su petición, persuadió a
los sumos sacerdotes Anás y Jesús, hijo de Gamalas, y a otros más de su grupo,
a que cortaran en flor mi carrera sin permitirme alcanzar la cima de la gloria;
les decía que saldrían ganando si me retiraban el mando de Galilea. Pedía
también a Anás y a los suyos que no se demorasen, no fuera que, prevenido yo,
me presentara en la ciudad con un ejército numeroso. Ésas eran las sugerencias
de Simón; pero el sumo sacerdote Anás opinaba que el asunto no era tan fácil,
pues muchos de los sumos sacerdotes y de los notables del pueblo podían
atestiguar que yo desempeñaba bien mis funciones de gobernador militar y acusar
a un hombre a quien, en justicia, no podían imputar nada sería una iniquidad.
Cuando Simón escuchó las objeciones de Anás, pidió a todos que guardaran
silencio y no divulgaran la conversación; pues él se ocuparía personalmente de
que yo fuese relevado de Galilea lo más pronto posible. Mandó llamar al hermano
de Juan y le pidió que enviara regalos a los simpatizantes de Anás, pues era el
medio, decía, de hacerles cambiar rápidamente de opinión. Finalmente Simón
consiguió su propósito; Anás y los suyos, corrompidos por el dinero, acordaron
expulsarme de Galilea, sin que ninguna otra persona de la ciudad lo supiese.
Decidieron enviar una delegación formada por personas de distinta condición
social, pero con el mismo nivel cultural. Dos de ellos, Jonatán y Ananías, eran
plebeyos y de la secta de los fariseos; el tercero, Joazar, de familia de
sacerdotes, también fariseo, y Simón, el más joven, era descendiente de sumos
sacerdotes. Les ordenaron que, en cuanto entrasen en contacto con los galileos,
tratasen de averiguar la razón por la que me eran adictos. Si decían que por
ser de Jerusalén, les dirían que los cuatro eran de allí; si era por mi
experiencia en las leyes, que tampoco ellos ignoraban las tradiciones patrias,
y si su afecto hacia mí se debía a mi condición sacerdotal, les respondieran
que dos de ellos también eran sacerdotes. Siguiendo estas instrucciones, dieron
a Jonatán y a sus compañeros cuarenta mil piezas de plata del tesoro público.
Al tener noticia de que un galileo llamado Jesús se encontraba entonces en
Jerusalén con una compañía de seiscientos soldados, le mandaron llamar. Le
entregaron la soldada de tres meses, con orden de seguir a Jonatán y a sus
hombres como subordinado suyo; reclutaron también a trescientos ciudadanos para
que acompañaran a los delegados entregándoles dinero para su manutención. Los
reclutados se mostraron de acuerdo y se prepararon para el viaje; Jonatán y los
suyos se pusieron en camino con ellos, haciéndose acompañar también del hermano
de Juan y cien soldados. Les habían encargado que si yo deponía voluntariamente
las armas, me enviaran sano y salvo a Jerusalén, pero si oponía resistencia, me
mataran sin el menor temor, puesto que ellos eran quienes habían dado las
órdenes. Además, habían enviado una carta a Juan para que preparara la guerra
contra mí, y a los habitantes de Séforis, de Garaba y de Tiberíade les
ordenaron enviar refuerzos a Juan.
Josefo decide
abandonar Galilea
Tuve noticias
de todo eso por una carta de mi padre; a él se lo había contado en detalle
Jesús, hijo de Gamalas, un íntimo amigo mío, que había asistido a aquella
reunión. Sentí un gran dolor ante la ingratitud de mis conciudadanos,
comprendiendo que habían ordenado mi muerte por envidia; además, mi padre
insistía en su carta en que fuese a su lado, pues decía que anhelaba ver a su
hijo antes de morir. Todo esto se lo comuniqué a mis amigos, y también que
tenía intención de dejar la región al cabo de tres días y regresar a mi ciudad
natal. La tristeza invadió a todos los que me escucharon; me suplicaban
llorando que no los abandonase, pues privarles de mi mando suponía su
perdición. Como yo no cedía a sus ruegos porque estaba preocupado por mi propia
seguridad, los galileos, temiendo que, a mi partida, pudieran convertirse en
presa fácil para los bandidos, enviaron mensajeros por toda Galilea para hacer
saber mi resolución de partir. Al enterarse de ello, acudieron muchos y de
todas partes con mujeres y niños; hacían esto no tanto por amor hacia mí, creo
yo, como por el miedo que sentían por ellos mismos, pues suponían que, si me
quedaba, nada malo les sucedería. Se reunieron, pues, en masa, en la gran
llanura llamada Asoquis, donde yo me encontraba.
Sueño de Josefo
Aquella noche
tuve un sueño maravilloso. Cuando me acosté, disgustado e inquieto por la carta
que había recibido, me pareció que alguien a mi lado me decía: «Deja de
atormentar tu espíritu y aleja todo temor, pues estos sufrimientos te
engrandecerán y serás muy afortunado en todo. Tendrás éxito no sólo en esta
empresa, sino en otras muchas. No desfallezcas; recuerda que tendrás que luchar
incluso contra los romanos». Después de esa visión me levanté, impaciente por
bajar a la llanura. Al verme, todo el pueblo de Galilea —incluso mujeres y
niños— se postraron con el rostro por tierra y me suplicaron llorando que no
los dejase a merced de los enemigos y que no me marchase, exponiendo el país a
los ultrajes de sus adversarios. Como yo no cedía a sus ruegos, intentaron
obligarme con juramentos a quedarme con ellos y lanzaban múltiples injurias
contra el pueblo de Jerusalén, por no permitir que su tierra viviese en paz.
Josefo acepta
quedarse en Galilea
Cuando escuché
sus palabras y vi el desaliento de la multitud, cedí a la piedad, pensando que
valía la pena incluso correr peligros seguros por un pueblo tan numeroso.
Consentí finalmente en quedarme y ordené que se presentaran cinco mil soldados
provistos de víveres, y a los demás los envié a sus casas. Cuando llegaron los
cinco mil, con ellos y con tres mil soldados de mi ejército y ochenta jinetes
me puse en camino hacia Cabul una aldea situada en la frontera de Ptolemaida.
Mantuve reunidas allí a todas mis fuerzas, fingiendo prepararme para la guerra
contra Plácido. Éste, enviado por Cestio Galo, había llegado con dos cohortes de
infantería y un escuadrón de caballería para incendiar las aldeas de Galilea,
vecinas de Ptolemaida. Como él levantara una empalizada delante de Ptolemaida,
yo instalé el campamento a una distancia de sesenta estadios aproximadamente de
la aldea de Cabul. Muchas veces hicimos avanzar nuestras tropas para entablar
batalla, pero sólo llegamos a algunas escaramuzas, pues Plácido, en cuanto se
daba cuenta de que yo estaba resuelto al combate, retrocedía espantado. Sin
embargo no se alejaba de Ptolemaida.
Llegada a
Galilea de la delegación de Jerusalén
Por ese mismo
tiempo, llegó Jonatán con los compañeros de embajada que, como dije, habían
sido enviados desde Jerusalén por el partido de Simón y del sumo sacerdote
Anás, con la malvada intención de prenderme con engaños, ya que no se atrevían
a intentarlo abiertamente. Me envió una carta en los siguientes términos:
«Jonatán y los que con él han sido enviados por la comunidad de Jerusalén
saludan a Josefo. Las autoridades de Jerusalén han sabido que Juan de Giscala
ha conspirado contra ti en numerosas ocasiones y nos han enviado para
reprenderle y advertirle que, en lo sucesivo, debe obedecerte. Como queremos
contrastar opiniones contigo sobre planes en común, te invitamos a reunirte con
nosotros lo antes posible, pero sin una gran escolta, pues esta aldea no podría
albergar a muchos soldados». Me escribían eso considerando dos posibilidades: o
que llegase sin armas, y entonces me tendrían a su merced, o que me presentase
con muchos hombres y así podrían considerarme un enemigo. La carta me la trajo
un jinete, un joven valiente que en otro tiempo había servido en el ejército
del Rey. Era ya la segunda hora de la noche y estaba cenando con mis amigos y
con las autoridades de Galilea. Mi criado me anunció la llegada de un jinete
judío; le dije que le hiciera entrar. Entonces él, sin saludarme, me tendió la
carta diciendo: «Los que han llegado de Jerusalén te envían esta carta. Escribe
inmediatamente la respuesta porque tengo que regresar enseguida». Mis huéspedes
se quedaron atónitos ante el atrevimiento del soldado. Le invité a sentarse y a
cenar con nosotros, pero él rehusó. Yo mantenía la carta en la mano tal como la
había recibido y continuaba hablando con mis amigos de otros asuntos. Poco
después me levanté y, permitiendo que los demás se fueran a descansar, pedí tan
sólo a cuatro amigos íntimos que se quedaran conmigo y mandé a un criado que
preparara vino. Luego, sin que nadie me viera, abrí la carta. De un vistazo
comprendí las intenciones de los que la habían escrito y la volví a sellar. Con
ella en la mano, como si no la hubiera leído todavía, ordené que dieran al
soldado veinte dracmas para los gastos del viaje: él tomó el dinero y me dio
las gracias. Me di cuenta de su codicia y de que por ahí se le podía coger
fácilmente; entonces le dije: «Si quisieras beber con nosotros, recibirías una
dracma por cada copa». Aceptó encantado, y para conseguir más dinero, bebió
mucho vino. Cuando estuvo ebrio, ya no pudo guardar sus secretos, y sin que
nadie le preguntara, contó el complot que habían preparado y cómo me habían
sentenciado a muerte. Después de oírlo, escribí la siguiente respuesta: «Josefo
saluda a Jonatán y a sus compañeros. Me alegra saber que habéis llegado bien a
Galilea, sobre todo porque podré dejar en vuestras manos el cuidado de los
asuntos de la región y regresar a mi ciudad natal, lo que deseaba hacer desde
hace tiempo. Sin duda debería ir a vuestro encuentro, no a Jalot, sino más
lejos incluso, sin que me lo pidierais; os ruego que me perdonéis que no pueda
hacerlo, pero debo permanecer en Cabul vigilando a Plácido que ha proyectado
llegar hasta Galilea. Venid, pues, vosotros a verme en cuanto leáis esta carta.
Deseo que sigáis bien». Después de escribir la carta, se la entregué al soldado
para que la llevase; envié con él a treinta galileos de los más respetables,
con el encargo de trasmitir mis saludos a aquellos hombres, sin decirles nada
más. Puse también junto a cada uno de ellos un soldado de confianza para que le
vigilase y para evitar así cualquier conversación entre mis enviados y los
amigos de Jonatán. Y se pusieron en camino. Jonatán y sus compañeros, al
fracasar su primer intento, me enviaron otra carta que decía así: «Jonatán y
sus compañeros saludan a Josefo. Te exhortamos a reunirte con nosotros, sin
escolta, dentro de tres días, en la aldea de Garabot, para que podamos oír las
acusaciones que has formulado contra Juan».
Manifestaciones
populares en favor de Josefo
Cuando
hubieron redactado la carta y saludado a los galileos que yo había enviado, se
retiraron a Jafa, la aldea más importante de Galilea, que está sólidamente
fortificada y muy poblada. Todo el pueblo, con mujeres y niños, salió a su
encuentro gritando que se marcharan y que no les quitaran, por envidia, a su
magnífico general. Jonatán y los suyos se enfurecieron con los gritos, pero no
se atrevieron a manifestar su cólera y, sin dignarse responder, se dirigieron a
otras aldeas; pero en todas partes eran recibidos por la multitud con las
mismas voces; les gritaban que nadie les haría renunciar a tener a Josefo como
general. Jonatán y sus compañeros abandonaron estos lugares sin haber
conseguido nada y se dirigieron a Séforis, la ciudad más importante de Galilea.
Las gentes de allí, que veían con admiración a los romanos, les salieron a
recibir, pero de mí no hablaban ni bien ni mal. Desde Séforis bajaron hasta
Asoquis y en este lugar, lo mismo que en Jafa, los recibieron también con
gritos. Entonces ellos, no pudiendo reprimir ya su cólera, ordenaron a los
soldados que les acompañaban que apalearan a los vociferantes. Al llegar a
Garaba, los recibió Juan con tres mil soldados. Por mi parte, como me había
dado cuenta por su carta de que estaban decididos a atacarme, salí de Cabul con
tres mil soldados, dejando en el campamento al más fiel de mis amigos, y con el
propósito de estar cerca de ellos, llegué hasta Jotapata, a cuarenta estadios
aproximadamente, y les escribí lo siguiente: «Si de todas maneras queréis que
vaya a reunirme con vosotros, de las doscientas cuatro ciudades y aldeas que
hay en Galilea, iré a la que queráis, excepto a Garaba y a Giscala, pues ésta
es la ciudad natal de Juan, y la otra su aliada y amiga».
Medidas de
Josefo contra los delegados de Jerusalén
Cuando Jonatán
y sus compañeros recibieron esta carta, ya no volvieron a escribirme;
convocaron un conciliábulo de amigos, al que invitaron a Juan, y deliberaron
sobre la forma de atacarme. Juan opinaba que debían mandar mensajes a todas las
ciudades y aldeas de Galilea, pues en cada una había por lo menos una o dos
personas en desacuerdo conmigo, y convocarlos como para ir contra un enemigo;
pedía también que esta resolución fuera enviada a Jerusalén para que cuando se
supiera allí que los galileos me habían declarado enemigo, votaran ellos lo
mismo, y si así ocurría, decía, incluso los galileos que estuvieran a mi favor
me abandonarían por miedo. Las propuestas de Juan fueron totalmente del agrado
de los restantes miembros de la reunión. Tuve conocimiento de esto hacia la
tercera hora de la noche, por Saqueo, uno de los suyos que se pasó a mi bando y
me informó de lo que tramaban. Ya no había un instante que perder. Escogí a
Jacob, uno de mis fieles soldados, y le ordené que, con doscientos soldados,
vigilase los caminos que van desde Garaba a Galilea, y que detuviese a todos
los que pasaran y me los enviara, sobre todo a los que llevaran cartas. A
Jeremías, otro de mis amigos, le envié con seiscientos soldados a la frontera
de Galilea para vigilar los caminos que conducen a Jerusalén; también a él le
ordené detener a los caminantes que llevasen cartas y que apresara allí mismo a
los hombres y me transmitiera las cartas.
Encuentro de
Josefo con la delegación de Jerusalén
Después de dar
estas instrucciones a los emisarios, envié un mensaje a los galileos
ordenándoles que, al día siguiente, cogieran las armas y víveres para tres días
y se reunieran conmigo en la aldea de Garabot. Dividí mis tropas en cuatro
compañías, organicé mi guardia personal con los soldados más fieles, puse
oficiales al frente de ellos y les aconsejé que vigilasen para que ningún
soldado desconocido se introdujera en sus filas. Al día siguiente llegué a
Garabot hacia la hora quinta y encontré toda la llanura que está delante de la
aldea llena de soldados que habían venido de Galilea para ayudarme, como yo les
había pedido. Había acudido también muchísima gente de distintas aldeas.
Cuando, puesto en pie, empecé a hablarles, todos me aclamaron llamándome
benefactor y salvador de su provincia. Les expresé mi agradecimiento y les
aconsejé que no atacaran a nadie ni se ensuciaran las manos con el pillaje,
sino que acamparan en la llanura y se contentaran con sus propias provisiones,
pues, les decía, mi deseo era reprimir las revueltas sin derramamiento de
sangre. Ocurrió que, ese mismo día, los hombres enviados por Jonatán con sus
cartas cayeron en manos de los guardias que yo había puesto para vigilar los
caminos. Los hombres fueron apresados en el mismo lugar, según mis
instrucciones, y me encontré con unas cartas llenas de calumnias y mentiras y,
sin decir nada a nadie, pensaba en la forma de atacarlos. Cuando se enteraron
de mi llegada, Jonatán y sus amigos, incluido Juan, se retiraron a la casa de
Jesús, una gran fortaleza en nada inferior a una acrópolis. Ocultaron allí una
compañía de soldados, cerraron todas las puertas excepto una que quedó abierta
y esperaban que yo, después del viaje, me acercara a saludarles. Dieron órdenes
a los soldados de que, cuando llegase, me dejaran entrar a mí solo y se lo
impidiesen a los demás; creían que así me tendrían más fácilmente en sus manos.
Pero sus esperanzas quedaron frustradas, pues yo, enterado previamente de la
trampa, al llegar del viaje, acampé enfrente de ellos y simulé que me retiraba
a dormir. Los hombres de Jonatán, creyendo que yo reposaba y que estaba
realmente dormido, se apresuraron a bajar a la llanura para tratar de convencer
a la gente de que yo era un mal general. Pero resultó lo contrario: en cuanto
aparecieron se produjo un griterío por parte de los galileos como muestra de su
fervor hacia mí, su general, mientras que a Jonatán y sus hombres les
reprochaban que se hubieran presentado allí, sin la menor provocación, a
alterar el orden de su provincia. Les pedían que se marchasen, manifestando su
resolución de no aceptar otro general que no fuera yo. Cuando me informaron de
todo esto, ya no dudé en presentarme en público. Bajé inmediatamente hacia
ellos para escuchar lo que decían las gentes de Jonatán. En cuanto aparecí, el
pueblo entero se puso a aplaudir y con expresiones de agradecimiento y
aclamaciones reconocían mi generalato.
Discurso de
Josefo ante los delegados de Jerusalén
Jonatán y sus
compañeros, al oír eso, temían que su vida peligrase si los galileos, por
afecto hacia mí, se lanzaban contra ellos. Pensaron escapar, pero no pudieron,
porque yo les pedí que esperasen, y asistieron cabizbajos a mi discurso.
Después de ordenar a la multitud que interrumpiera las aclamaciones, puse a los
soldados más fieles en los caminos para asegurarnos de que Juan no nos atacara
por sorpresa, y aconsejé a los galileos que tomasen las armas para evitar el
desorden si se producía algún ataque imprevisto de los enemigos. Entonces
comencé por recordar a Jonatán y a los suyos la carta en la que decían que
habían sido enviados por la Comunidad de Jerusalén para resolver mis
diferencias con Juan, y en la que me pedían que me reuniera con ellos. Mientras
relataba detalladamente esto, extendí la carta delante de todos para que, ante
la prueba del documento, no pudiesen negar nada. «Veamos pues, dije, Jonatán y vosotros,
sus compañeros de embajada: si estuviera inculpado por un delito contra Juan
que comprometiera mi propia vida y pudiese presentar dos o tres hombres
honrados que diesen testimonio de mi proceder, es evidente que una vez
examinada su conducta moral, os veríais obligados a absolverme de las
acusaciones. Pues bien, para que sepáis que mi gestión en Galilea ha sido
excelente, me parecen pocos tres testigos para quien ha vivido honorablemente
y, por tanto, os presento a todos éstos. Preguntadles cómo he vivido y si he
gobernado aquí con toda dignidad y honradez. Y a vosotros, galileos, os ruego
encarecidamente que no ocultéis la verdad y que declaréis ante estas personas,
igual que ante los jueces, si no he actuado con rectitud». Todavía estaba
hablando, cuando se elevaron unánimemente sus voces proclamándome bienhechor y
salvador; daban así testimonio de mi conducta pasada y me exhortaban a
continuar en el futuro. Todos juraban que sus mujeres nunca habían sido
ultrajadas, y que jamás habían recibido el menor daño de mí. A continuación, di
lectura ante los galileos a dos de las cartas enviadas por los hombres de
Jonatán que habían sido interceptadas y enviadas a mí por los guardias que
había puesto en los caminos; estaban llenas de calumnias, y en ellas me
acusaban falsamente de actuar más como tirano que como general. Contenían otras
muchas cosas que no eran sino calumnias vergonzosas. Expliqué al pueblo que
tenía en mi poder las cartas porque sus portadores me las habían entregado
voluntariamente, pues no quería que mis adversarios conocieran la existencia de
los puestos de vigilancia y dejaran de escribir.
El pueblo se
enfurece contra los delegados de Jerusalén
Cuando los
galileos escucharon esto, muy excitados, se dispusieron a lanzarse contra Jonatán
y sus compañeros para matarlos. Y lo habrían hecho si yo no hubiese calmado su
cólera. A Jonatán y los suyos prometí perdonarles lo sucedido a condición de
que cambiaran su actitud y, de regreso a su patria, dijeran a los que los
habían enviado la verdad sobre mi conducta en los asuntos de gobierno. Luego
les dejé partir, aunque sabía que no cumplirían ninguna de sus promesas. El
pueblo ardía de rabia contra ellos y me pedía que les permitiese castigar a
quienes se habían atrevido a semejantes cosas. Intenté por todos los medios
convencerlos de que perdonaran a esos hombres, sabiendo que toda sedición es
funesta para el bien común; pero el pueblo mantenía invariable su furia y se
lanzó en masa hacia la casa donde se alojaban Jonatán y sus compañeros. Cuando
comprendí que no podía controlar su cólera, salté al caballo y ordené a la
multitud que me siguiera a la aldea de Sogane, que dista de Garaba veinte
estadios. Con esta estratagema conseguí que no pareciera que yo iniciaba una
guerra civil.
Josefo envía una
delegación a Jerusalén
Cerca ya de
Sogane, hice que la multitud se detuviera y les exhorté a que no se dejasen
llevar impetuosamente por su cólera, cuando las consecuencias podían ser
fatales; luego, ordené que cien hombres de edad avanzada y, además, notables,
se prepararan para viajar a Jerusalén a presentar ante el pueblo las quejas
contra los que sembraban la división en el país. «Si se dejan ablandar por
vuestras palabras, les dije, pedid a la Comunidad que dé por escrito la orden
de que yo permanezca en Galilea, y que Jonatán y los suyos se vayan de aquí».
Cuando les hube dado esas instrucciones, hicieron inmediatamente los
preparativos y, tres días después de la asamblea, les hice emprender la marcha
con una escolta de quinientos soldados. También escribí a mis amigos de Samaria
para que cuidasen de su seguridad durante el trayecto a través de su
territorio, pues Samaria estaba ya bajo dominación romana y era necesario pasar
por allí si se quería ir deprisa; de esta manera, desde Galilea se puede llegar
a Jerusalén en tres días. Yo mismo acompañé a los delegados hasta las fronteras
de Galilea, después de poner vigilantes en los caminos para que nadie pudiera
enterarse fácilmente de su partida. Una vez hecho esto, establecí mi residencia
en Jafa.
Intento de
insurrección en Tiberíade
Los hombres de
Jonatán, al fracasar su acción contra mí, dejaron que Juan regresara a Giscala
y ellos se dirigieron a Tiberíade esperando tenerla pronto en sus manos; pues
Jesús, que entonces era su arconte, les había escrito que estaba influyendo en
el pueblo para que, cuando ellos llegaran, los acogieran y se pusieran de su
parte. Con esa esperanza se pusieron en camino. Silas, a quien, como he dicho,
había dejado al cuidado de Tiberíade, me notificó todo esto en una carta y me
pedía que acudiera rápidamente. Yo le hice caso y acudí enseguida, aunque al
hacerlo puse en peligro mi vida por el motivo siguiente: Las gentes de Jonatán,
que habían llegado ya a Tiberíade, habían convencido a muchos que estaban en
desacuerdo conmigo de que me abandonasen; pero al enterarse de mi llegada,
temiendo por sus vidas, acudieron a mí, me saludaron y me felicitaron por la
forma en que había restablecido la situación en Galilea; se alegraban conmigo
por el honor que se me dispensaba. Decían que mi gloria era para ellos motivo
de orgullo, pues habían sido mis maestros y eran mis conciudadanos. Me
aseguraban que mi amistad hacia ellos era más legítima que la de Juan y que a
pesar de estar deseosos de volver a su patria, esperarían hasta haber puesto a
Juan en mis manos. Y como lo afirmaban con los juramentos más terribles que se
conocen entre nosotros, no me parecía lícito dudar de ellos. Finalmente, me
pidieron que me alojara en otra parte, pues al día siguiente era sábado y no
era conveniente, decían, causar molestias a la ciudad de Tiberíade.
Reunión en la
sinagoga de Tiberíade
Yo me dirigí a
Tariquea sin ninguna sospecha, dejando, no obstante, en la ciudad algunos
hombres encargados de averiguar lo que se decía de mí. Aposté otros muchos en
todo el trayecto entre Tariquea y Tiberíade, para que me transmitieran las
noticias que les fueran llegando de los que había dejado en la ciudad. Al día
siguiente hubo asamblea general en la sinagoga, un gran edificio capaz de
albergar a una gran multitud. Entró Jonatán, pero no se atrevió a hablar
claramente de rebelión; dijo solamente que la ciudad necesitaba un general más
capacitado. El arconte Jesús, sin embargo, dijo abiertamente y sin rodeos:
«Ciudadanos, es preferible que nosotros obedezcamos a cuatro hombres y no a uno
solo, tratándose además de hombres de linaje ilustre y de inteligencia poco
común», y señalaba a Jonatán y a sus compañeros. Justo, adelantándose, alabó la
propuesta de Jesús, y convenció a algunos hombres del pueblo. Sin embargo, la
mayoría no encontraba de su agrado estos discursos e inevitablemente se hubiera
producido una revuelta si no se hubiera disuelto la reunión al llegar la hora
sexta, pues los sábados solemos cenar a esa hora. Así, Jonatán y los suyos,
obligados a aplazar la sesión hasta el día siguiente, se retiraron sin haber
conseguido nada.
Llegada
inesperada de Josefo a Tiberíade
Me comunicaron
todo eso enseguida y decidí presentarme en la ciudad al rayar el alba. Llegué,
pues, de Tariquea al día siguiente hacia la primera hora y me encontré al
pueblo reunido ya en la sinagoga, aunque sin saber para qué había sido
convocado. Al verme aparecer de improviso, Jonatán y sus compañeros se quedaron
desconcertados; luego decidieron difundir el rumor de que habían sido vistos
algunos jinetes romanos en la frontera, en el lugar llamado Homonea, a una
distancia de treinta estadios de la ciudad. Cuando se extendió esa noticia
inventada por ellos, Jonatán y los suyos me suplicaban que no permitiera que su
país fuera saqueado por los enemigos; hablaban así porque, con el pretexto de
una ayuda urgente, se proponían alejarme y hacer cambiar de opinión a la
ciudad, poniéndola en contra mía. Aunque conocía sus intenciones, consentí en
ello para que los tiberienses no pensaran que no me preocupaba de su seguridad.
Así pues, me puse en camino y como no encontré ningún rastro de los enemigos en
el lugar indicado, regresé a marchas forzadas y me encontré con que se habían
reunido la asamblea en pleno y la gente del pueblo, y que los hombres de
Jonatán estaban haciendo campaña contra mí, acusándome de llevar una vida
licenciosa y de no hacer nada para aliviarles el peso de la guerra. Para apoyar
sus palabras, presentaban cuatro cartas que, según ellos, habían recibido de
las gentes de los confines de Galilea, en las cuales solicitaban ayuda, porque
en un plazo de tres días tropas romanas de infantería y de caballería iban a
saquear su región; insistían en que no dejasen de lado el asunto y acudieran
rápidamente. Al oír esto, los habitantes de Tiberíade, pensando que les decían
la verdad, empezaron a gritarme que, en vez de quedarme sentado, debía ir en
ayuda de sus compatriotas. Entonces yo, que había comprendido la mala intención
de Jonatán y los suyos, dije que estaba dispuesto a cumplir sus deseos y les
prometí marchar sin dilación al lugar del combate; no obstante, puesto que las
cartas decían que los romanos habían atacado en cuatro sitios diferentes,
propuse dividir el ejército en cinco partes, y poner al frente de cada una a
Jonatán y a sus compañeros. Pues los hombres valientes no sólo deben dar
consejos sino asumir el mando ante una necesidad urgente, y yo solamente podía
mandar una división. Mi proposición agradó mucho al pueblo, y aquéllos se
vieron obligados a ir a la guerra. Sus planes fracasaron estrepitosamente; no
pudieron conseguir lo que habían planeado pues con mi estratagema había
desbaratado sus proyectos.
Otra
conspiración para apresar a Josefo
Uno de ellos,
llamado Ananías, hombre malvado y ruin, propuso a la asamblea que se fijara
para el día siguiente un ayuno general en honor de Dios y pidió a todos que se
presentaran desarmados en el mismo lugar y a la misma hora para manifestar ante
Dios que, si no obtenían ayuda de Él, consideraban inútiles todas las armas.
Hablaba de esa manera, no por religiosidad, sino para cogernos a mí y a los
míos desarmados. Me vi obligado a aceptar para que no pareciera que desdeñaba
una sugerencia dictada por la piedad. Cuando nos retiramos a nuestras casas,
los partidarios de Jonatán escribieron a Juan pidiéndole que se reuniese con
ellos al alba con cuantos soldados pudiese, pues así podría apresarme
fácilmente y hacer conmigo lo que quisiera. Juan, en cuanto recibió la carta,
se apresuró a obedecer. Por mi parte, al día siguiente, ordené a dos hombres de
mi guardia personal, los que tenían fama de ser más valientes y leales, que me
acompañasen llevando puñales escondidos bajo la ropa, para poder defendernos en
caso de un ataque de los enemigos; yo mismo me puse una coraza, me ceñí una
espada disimulándola lo mejor posible y me dirigí a la sinagoga. Jesús, el
arconte, había ordenado que no dejaran entrar a todos mis hombres. Él mismo se
había situado en la puerta y sólo nos permitió la entrada a mis amigos y a mí.
Estábamos ya celebrando los ritos y nos disponíamos a recitar las plegarias,
cuando Jesús se puso en pie y me preguntó en casa de quién estaban depositados
los objetos y los lingotes de plata sin acuñar robados en el incendio del
palacio real. Hablaba de esto para ganar tiempo hasta que llegara Juan. Le
respondí que estaban bajo la custodia de Capela y los diez principales de
Tiberíade. «Pregúntales tú mismo, le dije, no te miento». Ellos lo confirmaron;
«y las veinte piezas de oro que recibiste por la venta de un lingote ¿qué ha
sido de ellas?», dijo. Le contesté que se las había entregado a los delegados
enviados por ellos a Jerusalén para gastos de viaje. A eso, Jonatán y los suyos
manifestaron que no había actuado correctamente pagando a los delegados con
dinero del tesoro público. Estas palabras exasperaron al pueblo que se dio
cuenta de la falta de honradez de aquellos hombres; entonces yo, advirtiendo
que estaba a punto de producirse un motín, para excitar aún más al pueblo
contra esas gentes, dije: «Si no he actuado correctamente pagando vuestra
embajada con dinero público, calmad vuestro enojo; pagaré con mi propio dinero
las veinte piezas de oro». Ante esta contestación, Jonatán y los suyos se
quedaron callados, pero el pueblo se enfureció todavía más contra ellos, pues
con su proceder, habían demostrado claramente su injustificada hostilidad hacia
mí. Jesús, al ver el cambio producido, pidió que se retirara el pueblo y
quedara solo el Consejo, con el pretexto de que con tal alboroto era imposible
examinar asuntos tan importantes. Mientras el pueblo gritaba que no me dejaría
solo con ellos, llegó un mensajero que comunicó discretamente a las gentes de
Jesús que ya se acercaba Juan con sus soldados; entonces Jonatán y sus
compañeros ya no pudieron contenerse; tal vez Dios velaba por mi seguridad,
pues sin esta circunstancia, sin duda habría muerto a manos de Juan.
«Ciudadanos de Tiberíade, exclamó, dejad el asunto de las veinte piezas de oro,
pues ésa no es la causa por la que Josefo merece la muerte, sino por haber
intentado erigirse en tirano y haberse adueñado del poder engañando al pueblo
de Galilea con su palabrería». Mientras hablaba, sus amigos se lanzaron
inmediatamente contra mí e intentaron matarme. Cuando mis compañeros vieron lo
que pasaba, sacaron sus espadas y les amenazaron con usarlas si me causaban
algún daño; el pueblo, a su vez, cogió piedras para lanzárselas a Jonatán, y
así me salvó de la violencia de mis enemigos. No me había alejado mucho, cuando
estuve a punto de encontrarme con Juan que llegaba con sus tropas. Tuve miedo y
cambié de dirección, huyendo por un camino estrecho que conduce al lago; subí a
una barca y crucé a Tariquea, escapando de este peligro de manera inesperada.
Allí, convoqué inmediatamente a los notables de Galilea y les referí cómo había
sido traicionado por Jonatán y sus compañeros y había estado a punto de morir a
sus manos. El pueblo de Galilea se enfureció contra ellos y me instaba a que
les declarara la guerra sin dudarlo, y que a ellos, los galileos, les
permitiera ir contra Juan para acabar con él y, al mismo tiempo, con Jonatán y
sus hombres. Aunque estaban muy indignados pude contenerlos, pidiéndoles que
esperaran hasta conocer el informe de la delegación que habían enviado a
Jerusalén, pues era necesaria su conformidad para actuar, les decía yo. De esa
manera logré convencerlos. Por su parte Juan, al ver fracasada su maniobra,
regresó a Giscala.
Confirmación de
Josefo en su cargo
A los pocos
días, regresaron nuestros enviados y comunicaron que el pueblo estaba muy
indignado contra Anás y Simón, hijo de Gamaliel, porque, sin contar con la
opinión de la Comunidad, habían enviado embajadores a Galilea para tratar de
conseguir mi destitución; añadieron que el pueblo se había lanzado a sus casas
para quemarlas. Traían también cartas en las que las autoridades de Jerusalén,
ante la insistencia del pueblo, me confirmaban a mí en el gobierno de Galilea y
ordenaban que Jonatán y sus compañeros regresaran rápidamente a sus casas. Me
encontré con estas cartas cuando llegué a la aldea de Arbel; allí convoqué a
los galileos a una asamblea y pedí a los emisarios que refiriesen la cólera y
el odio que había provocado la conducta de las gentes de Jonatán y cómo me
habían ratificado en el mando de la provincia; les pedí también que mostraran
el documento que contenía la expulsión de Jonatán y los suyos. Me apresuré a
hacer llegar a éstos la carta por un mensajero al que encargué que averiguase
qué pensaban hacer.
Reacción de los
delegados de Jerusalén
Estos hombres,
profundamente alterados por el contenido de la carta, mandaron llamar a Juan, a
los miembros del Consejo de Tiberíade y a las autoridades de Garaba, y se
reunieron para examinar lo que debían hacer. Los tiberienses opinaban que era
mejor que ellos siguieran en el gobierno y no abandonaran la ciudad que les
habían confiado, sobre todo no estando yo dispuesto a dejarlos tranquilos, y
mentían imputándome esa amenaza. Juan no sólo era de su misma opinión, sino que
además les aconsejaba que dos de ellos se presentasen ante el pueblo para
acusarme por mi mala administración de la provincia de Galilea y añadía que
podría convencerles fácilmente por su buena reputación y porque la multitud es
versátil. Consideraron la proposición de Juan la mejor y acordaron enviar a
Jerusalén a Jonatán y a Ananías, y dejar a los otros dos en Tiberíade. Para su
seguridad los acompañó una escolta de cien soldados.
Josefo
intercepta a los emisarios
Los
tiberienses tomaron la precaución de fortificar los muros y dieron orden a los
ciudadanos de tomar las armas; pidieron a Juan que enviara gran número de
soldados por si tenían necesidad de refuerzos contra mí. Juan se encontraba
entonces en Giscala. Jonatán y los suyos, que regresaban de Tiberíade, al
llegar hacia la media noche a la aldea de Dabarita, situada en los confines de
Galilea, en la Gran Llanura, cayeron en manos de mis centinelas, que les
obligaron a dejar las armas y los apresaron allí mismo de acuerdo con mis
instrucciones. Leví, que estaba encargado de la vigilancia, me informó de ello.
Esperé dos días como si no supiera nada y luego envié un mensaje a las gentes
de Tiberíade aconsejándoles que dejaran las armas y permitieran a los hombres
regresar a sus casas. Pero como creían que Jonatán y los suyos habrían llegado
ya a Jerusalén, me contestaron con insultos; yo, sin inmutarme, buscaba el modo
de engañarlos. Iniciar una guerra contra conciudadanos no me parecía piadoso;
quise entonces alejarlos de los tiberienses y escogí a los diez mil mejores
soldados, los dividí en tres batallones y les ordené que se mantuvieran
emboscados en Adama; puse mil hombres en otra aldea igualmente montañosa,
situada a cuatro estadios de Tiberíade, con orden de que bajaran en cuanto
recibiesen la señal, y yo, saliendo de la aldea, me situé en un lugar bien
visible. Los tiberienses, al verlo, salían continuamente y me cubrían de
insultos; su locura llegó a tal extremo que colocaron un magnífico lecho
fúnebre, y de pie alrededor de él lloraban por mí entre bromas y risas; yo me
divertía con el espectáculo de su locura.
Josefo ataca a la
ciudad de Tiberíade
Con la
intención de coger en una trampa a Simón y con él a Joazar, les envié un
mensaje invitándoles a ir a un lugar cercano a la ciudad bajo la protección de
numerosos amigos; quería, les dije, bajar allí para pactar con ellos el reparto
del gobierno de Galilea. Simón, llevado por su juventud y su codicia, no dudó
en acudir, pero Joazar, que sospechaba la trampa, no se movió. Llegó, pues,
Simón escoltado por sus amigos y yo le salí al encuentro; le saludé
amistosamente y le di las gracias por haber venido. Al poco rato, dimos un
paseo como si quisiera hablar a solas con él, y cuando estábamos lejos de sus
amigos, cogiéndole por la cintura, lo llevé hasta la aldea y lo entregué a mis
amigos; luego ordené a los soldados que bajaran y con ellos procedí al asalto
de Tiberíade. Fue un combate encarnizado por ambas partes y los tiberienses
estuvieron a punto de alcanzar la victoria, ya que nuestros soldados habían
emprendido la huida; pero yo, al darme cuenta de lo que pasaba, hice una llamada
a las tropas y con ellas perseguí a los tiberienses, que iban ganando, hasta la
ciudad. Despaché otras tropas hacia el lago con orden de incendiar la primera
casa que tomasen. Cuando se produjo el incendio, los tiberienses, creyendo que
su ciudad había sido tomada por asalto, atemorizados, arrojaron las armas y
vinieron con mujeres y niños a suplicarme que me apiadase de su ciudad. Ante
sus ruegos, contuve el furor de los soldados y, como era ya de noche, abandoné
el asedio junto con mis tropas y me dediqué a los cuidados del cuerpo. Invité a
cenar a Simón, le consolé por lo sucedido y le prometí que les daría lo
necesario para el viaje y que les dejaría a él y a los suyos regresar a
Jerusalén con toda clase de seguridades.
La comisión de
Jerusalén regresa a su ciudad
Al día
siguiente me presenté en Tiberíade con diez mil soldados; hice acudir al
estadio a los notables del pueblo y les pedí que me señalasen a los causantes
del levantamiento. Cuando lo hubieron hecho, envié a los culpables,
encadenados, a la ciudad de Jotapata; luego, puse en libertad a Jonatán, a
Ananías y a sus compañeros y junto con Simón y Joazar los envié a Jerusalén con
quinientos soldados para su protección y lo necesario para el viaje. Los
tiberienses vinieron de nuevo a implorar perdón por sus actos, prometiendo
reparar sus errores y guardarme lealtad en el futuro; me pedían que salvara lo
que quedaba del pillaje para dárselo a los que habían perdido sus pertenencias.
Mandé a los que las tenían que las entregasen delante de todos, pero se
mostraban remisos a obedecer; al ver a uno de mis soldados con un vestido más
lujoso que lo acostumbrado, le pregunté de dónde lo había sacado. Me respondió
que procedía del saqueo de la ciudad; entonces le hice azotar y amenacé a todos
los demás con castigos mayores si no dejaban a la vista de todos lo que habían
cogido. Se recuperaron muchas cosas y devolví a los habitantes de Tiberíade lo
que cada uno reconoció como suyo.
Digresión sobre
el historiador Justo de Tiberíade
Llegados a
este punto de mi relato, quiero hacer unas breves aclaraciones sobre Justo,
quien también ha escrito acerca de estos mismos sucesos, y sobre los demás que,
aunque aseguran que escriben historia, se preocupan poco de la verdad y por
odio o parcialidad no dudan en mentir. Actúan de modo parecido a los
falsificadores de contratos, pero, como no temen castigos semejantes a los de
aquéllos, desprecian la verdad. Así Justo, al disponerse a escribir la historia
de esta guerra, para aparecer como un hombre laborioso, me ha calumniado a mí y
tampoco ha dicho la verdad sobre su ciudad natal. Por ello, viéndome obligado a
defenderme de sus falsos testimonios, voy a decir lo que hasta ahora he
callado. Y que nadie se extrañe de que haya esperado tanto tiempo para hablar,
pues, aunque el historiador debe decir la verdad, también tiene el derecho a no
mostrarse cruel evidenciando las maldades de algunos individuos, y no por
benevolencia hacia ellos, sino para mantener su propia moderación. Pues bien,
¿cómo, Justo —si se me permite dirigirme a él como si estuviera presente—, el
más genial de los escritores (tú presumes de ello), cómo es que nos haces a los
galileos y a mí responsables de la insurrección de tu ciudad natal contra Roma
y contra el Rey? Antes de que yo fuese nombrado gobernador de Galilea por la
comunidad de Jerusalén, tú y todos los habitantes de Tiberíade no sólo habíais
tomado las armas sino que estabais ya en guerra contra la Decápolis de Siria.
En todo caso, tú incendiaste sus aldeas y tu criado cayó en aquella empresa. Y
no soy el único que dice esto, está mencionado así en las Memorias del
emperador Vespasiano y también cómo en Ptolemaida los habitantes de la
Decápolis pedían a gritos a Vespasiano que te castigara como responsable de
todo. Y habrías sufrido el castigo ordenado por Vespasiano si el rey Agripa,
que había obtenido el poder de darte muerte, no te hubiera conmutado la
sentencia por un largo período de prisión, atendiendo a los insistentes ruegos
de su hermana Berenice. Después, tus intervenciones en la vida pública
demostraron claramente tu dudosa conducta y sobre todo tu culpabilidad en el
levantamiento de tu ciudad natal contra los romanos. De ello presentaré pruebas
enseguida. Quiero también dirigir unas breves palabras a los demás habitantes
de Tiberíade y mostrar a los futuros lectores de esta historia que no fuisteis
amigos ni de Roma ni del Rey. Las ciudades más importantes de Galilea son
Séforis y Tiberíade, tu ciudad natal, Justo. Ahora bien, Séforis, al estar
situada en el centro de Galilea y rodeada de numerosas aldeas, hubiera podido
emprender fácilmente alguna acción contra los romanos si hubiera querido; sin
embargo, como había optado por mantenerse fiel a sus señores, incluso a mí me
cerró sus puertas y no permitió que ninguno de sus ciudadanos militara en las
filas de los judíos. Con el fin de mantener su seguridad también respecto a
nosotros, me engañaron encargándome la fortificación de su ciudad con muros y
recibieron de buen grado una guarnición de Cestio Galo, jefe de las legiones
romanas de Siria. Fue un desprecio para mí, que gozaba entonces de gran poder y
era respetado por todos. Y cuando Jerusalén, nuestra capital, fue sitiada y
nuestro templo común corría el peligro de caer en manos de los enemigos, no
enviaron ayuda por miedo a parecer que tomaban las armas contra los romanos. En
cambio tu ciudad natal, Justo, situada junto al lago de Genesaret, a una
distancia de treinta estadios de Hipo, a sesenta de Gadara y a ciento veinte de
Escitópolis, ciudad bajo la jurisdicción del Rey, sin ninguna otra ciudad judía
cerca, hubiera podido mantenerse fiel a Roma sin dificultad, si hubiera
querido; además erais una población numerosa y disponíais de armas en
abundancia. Sin embargo, según dices tú, el único responsable en aquel momento
era yo; y después ¿quién fue el responsable, Justo? Pues sabes bien que antes
del sitio de Jerusalén fui apresado por los romanos, que Jotapata y otras
muchas fortalezas fueron tomadas al asalto y que un gran número de galileos
cayó en el combate. En ese momento, puesto que ya nada teníais que temer de mí,
deberíais haber entregado las armas y haberos presentado al Rey y a los
romanos, ya que no habíais entrado en guerra con ellos por propia voluntad sino
obligados. Sin embargo esperasteis la llegada de Vespasiano, y cuando ya estaba
cerca de los muros con todo su ejército, entonces, espantados, dejasteis las
armas. Y con toda seguridad vuestra ciudad habría sido tomada por la fuerza si
Vespasiano no hubiera escuchado los ruegos del Rey que pedía perdón por vuestra
locura. Por tanto, no soy yo el responsable, sino vosotros que decidisteis la
guerra. ¿Olvidas acaso que, a pesar de haber estado tantas veces a mi merced,
no os he dado muerte a ninguno, mientras que vosotros en vuestras luchas
internas matasteis a ciento ochenta y cinco conciudadanos, y no por lealtad a
los romanos ni al Rey, sino por vuestra propia maldad? Entonces yo me
encontraba en Jotapata sitiado por los romanos. Y más aún ¿no se encontraban en
el sitio de Jerusalén dos mil tiberienses de los cuales unos murieron y otros
fueron capturados? Pero tú dirás que no eras enemigo de Roma, porque en aquel
momento te refugiaste junto al Rey; pero afirmo que actuaste así porque tenías
miedo de mí. En tu opinión, yo soy un miserable; pero el rey Agripa que te salvó
la vida cuando fuiste condenado a muerte por Vespasiano y que te regaló tanto
dinero ¿por qué te encarceló después dos veces y te expulsó otras tantas de tu
ciudad natal, e incluso una vez te condenó a muerte, aunque luego te perdonó la
vida por los insistentes ruegos de su hermana Berenice? Y cuando después de
todas tus malas acciones te confió el cargo de secretario y se dio cuenta de
que lo desempeñabas deshonestamente, te alejó de su vista. Pero voy a dejar de
dar pruebas detalladas de todo eso. Sin embargo, lo que más me asombra de tu
desvergüenza es que te atrevas a decir que de todos los que han escrito sobre
estos acontecimientos eres tú el que mejor los ha contado, cuando ni conoces lo
que ocurrió en Galilea —pues en esa época te encontrabas en Beritos con el Rey—
ni lo que tuvieron que soportar los romanos o lo que nos infligieron a nosotros
en el sitio de Jotapata. Tampoco has podido averiguar el papel que yo desempeñé
durante el sitio, pues todos los que hubieran podido informarte de ello murieron
en aquella batalla. Tal vez digas que has relatado con exactitud lo sucedido en
Jerusalén. ¿Cómo es posible, si ni tomaste parte en la guerra ni has leído las
Memorias del César? La mejor prueba es que en ellas está escrito lo contrario.
Y si te atreves a decir que tu obra es la mejor de todas, ¿por qué no la
publicaste cuando aún vivían los emperadores Vespasiano y Tito que habían
dirigido la guerra, y cuando todavía estaban con nosotros el rey Agripa y toda
su familia, personas imbuidas de cultura griega? Pues hace veinte años ya la
tenías escrita y entonces hubieras podido obtener el testimonio de veracidad de
los testigos oculares. En cambio te atreves a publicarlo ahora, cuando esas
personas ya no están entre nosotros y sabes que no te van a desmentir. Yo no he
tenido miedo por mi obra como tú, pues entregué los libros a los propios
emperadores cuando los sucesos estaban casi a la vista. Consciente de haber
conservado la verdad en mi obra, no me decepcionaron los testimonios que recibí
sobre ella. También presenté enseguida mi Historia a otras muchas personas, de
las que algunas habían participado en la guerra, como el rey Agripa y algunos
de sus allegados. Y el emperador Tito mostró tanto deseo de que el público
conociera estos sucesos sólo por mis libros, que los firmó con su propia mano y
ordenó su publicación. En cuanto al rey Agripa, tiene escritas sesenta y dos
cartas testimoniando la autenticidad de mi relato. Presento aquí dos de ellas
que, si lo deseas, te permitirán hacerte una idea de la naturaleza de su
contenido. «El rey Agripa saluda a su queridísimo amigo Josefo. He leído tu
libro con sumo placer y me parece que has escrito con mucha más exactitud que
otros que han tratado el tema. Envíame los demás volúmenes. Te deseo buena
salud.» «El rey Agripa saluda a su queridísimo amigo Josefo. En tu obra se
observa que no necesitas ningún tipo de aclaración para darnos a conocer la
totalidad de los hechos desde sus comienzos. No obstante, cuando nos
encontremos, podré informarte de muchos detalles ignorados.» Una vez terminada
mi Historia, Agripa, sinceramente y no con ánimo de adularme (cosa impropia de
él), ni tampoco por ironizar, como dirías tú (pues estaba muy lejos de esas
malas costumbres), seguía dando testimonio de su veracidad, como todos los
lectores de mis obras de historia. Pero cese aquí esta digresión sobre Justo
que me parecía obligada.
Juan de Giscala
es abandonado por sus partidarios
Después de
atender los asuntos de Tiberíade, convoqué a mis amigos a una reunión para
decidir qué medidas íbamos a tomar contra Juan. La opinión unánime de los
galileos era que les diera armas a todos ellos para ir contra Juan y castigarle
como responsable del levantamiento. Pero yo no estaba de acuerdo con sus
planes, pues deseaba acabar con los disturbios sin derramamiento de sangre; por
tanto les aconsejé que hicieran todo lo posible por averiguar los nombres de
los partidarios de Juan. Así lo hicieron, y cuando supe quiénes eran, proclamé
un bando ofreciendo seguridad y ayuda a los hombres de Juan que estuviesen
dispuestos a cambiar de actitud, dándoles un plazo de veinte días para
reflexionar sobre sus propias conveniencias. En el caso de que no dejasen las
armas, les amenazaba con quemar sus casas y confiscar sus bienes. Al oír eso,
los hombres se alarmaron mucho y, deponiendo las armas, abandonaron a Juan y se
unieron a mí; eran cuatro mil. Sólo se quedaron con Juan sus conciudadanos y
algunos extranjeros de la capital de los tirios, unos mil quinientos
aproximadamente. Juan, al ser vencido por mí de esta manera, se quedó en su
ciudad natal lleno de miedo.
Ataque a la
ciudad de Séforis
Por ese
tiempo, los seforitas, que se sentían seguros por la solidez de sus muros y
porque me veían a mí ocupado en otros asuntos, se atrevieron a coger las armas.
Enviaron un mensaje a Cestio Galo, gobernador de Siria, pidiéndole que viniera
enseguida personalmente a hacerse cargo de la ciudad, o que enviara una
guarnición. Galo prometió que iría, pero sin precisar cuándo. Al enterarme de
esas negociaciones, me dirigí con mis tropas contra los seforitas y tomé la
ciudad al asalto. Con este pretexto, los galileos, que no querían desaprovechar
la oportunidad de saciar su odio contra una ciudad a la que detestaban, se
lanzaron a exterminar a la totalidad de la población, incluidos los
extranjeros. Irrumpieron en la ciudad y, encontrando las casas vacías, las
quemaron, pues sus habitantes, llenos de miedo, se habían refugiado en la
acrópolis. Lo saquearon todo sin ahorrar a sus compatriotas ninguna forma de
pillaje. Este espectáculo me apenó profundamente y les ordené que cesaran,
recordándoles que no era piadoso proceder así contra hombres de la misma raza.
Como no escuchaban ni mis exhortaciones ni mis mandatos y su odio era superior
a mis consejos, ordené a mis amigos más fieles que difundieran el rumor de que
los romanos habían irrumpido por la otra parte de la ciudad con un gran
ejército. Procedí así para que, al difundirse esta noticia, se aplacara el
ímpetu de los galileos y se salvara la ciudad de los seforitas. Finalmente la
estratagema dio resultado. Pues al oír esta noticia, temiendo por sus vidas,
abandonaron el botín y huyeron, sobre todo al ver que yo, su general, hacía
otro tanto, pues para dar credibilidad al rumor que circulaba, fingí
encontrarme en la misma situación que ellos. Los seforitas se salvaron contra
lo esperado gracias a mi astucia.
Josefo salva
Tiberíade de la furia de los galileos
Tiberíade
también estuvo a punto de ser saqueada Por los galileos. El motivo fue el
siguiente: los miembros más importantes del Consejo escribieron al Rey
pidiéndole que viniese a hacerse cargo de la ciudad. El Rey prometió que iría,
dando la respuesta en una carta que confió a uno de sus criados de raza judía
llamado Crispo para que la llevase a los tiberienses. Los galileos, al
reconocer al correo, lo detuvieron y lo trajeron a mi presencia; la noticia
provocó la indignación general y todos recurrieron a las armas. Al día
siguiente, un gran número de personas procedentes de distintos lugares acudió a
la ciudad de Asoquis, donde yo residía, acusando a gritos a Tiberíade de
traición y de ser aliada del Rey, y pidiéndome que les permitiera bajar para
destruirla por completo, pues odiaban a los tiberienses tanto como a los
seforitas. Al oírlos, me preguntaba cómo podría librar a Tiberíade de la furia
de los galileos, ya que no podía negar que los tiberienses habían escrito al
Rey pidiéndole que fuera, y su respuesta era la verdadera prueba de ello. Tras
larga reflexión les dije: «Sé muy bien que los tiberienses han cometido una
falta, y no os voy a impedir saquear su ciudad. No obstante, en asuntos tan
graves es necesario actuar con juicio. Los tiberienses no han sido los únicos
que han traicionado nuestra libertad; otros muchos hombres, incluso de los más
considerados de Galilea, también lo han hecho. Esperad, pues, hasta que yo
descubra exactamente quiénes han sido los culpables y entonces tendréis a todos
en vuestras manos, a éstos y a cuantos podáis añadir por vuestra cuenta». Con
estas palabras logré convencer al pueblo, y cuando se aplacó su cólera se
dispersaron. Ordené que encarcelaran al mensajero del Rey, pero pocos días
después, con el pretexto de que un asunto personal urgente me obligaba a salir
del territorio del Rey, mandé llamar a Crispo y, en secreto, le ordené que
emborrachara al soldado encargado de la guardia y huyera junto al Rey, pues
nadie le perseguiría. Éste, siguiendo mis instrucciones, logró escapar.
Tiberíade, que había estado a punto de ser destruida por segunda vez, gracias a
mi habilidad y a mi preocupación por ella, se salvó de tan grave peligro.
Josefo se pone
al lado del Rey Agripa
Por ese
tiempo, Justo, hijo de Pisto, huyó al lado del Rey sin que yo me enterara.
Explicaré por qué lo hizo: al estallar la guerra entre los judíos y los
romanos, los tiberienses habían acordado someterse al Rey y no rebelarse contra
los romanos. Pero Justo los animaba a coger las armas, pues deseaba una
insurrección y esperaba obtener el mando de Galilea y de su ciudad natal. Pero
no consiguió sus propósitos, pues los galileos, resentidos por el daño que
Justo les había infligido antes de la guerra, estaban enemistados con los
tiberienses y no le aceptaban como general. Yo mismo, a quien la Comunidad de
Jerusalén había encomendado el mando de Galilea, más de una vez llegué a tal
grado de indignación, que estuve a punto de matar a Justo, pues no podía
soportar su falta de honestidad. Y él, temiendo que mi deseo se realizase
alguna vez, envió a Crispo a entrevistarse con el Rey, pensando que junto a él
viviría más seguro.
Josefo es
derrotado por los seforitas
En cuanto a
los seforitas que, contra lo que se podía esperar, habían escapado del primer
peligro, enviaron un mensaje a Cestio Galo pidiéndole que viniera rápidamente a
hacerse cargo de la ciudad, o que les enviara tropas para rechazar los ataques
de los enemigos. Finalmente consiguieron que Galo les enviase un numeroso
ejército de infantería y de caballería que aunque llegó de noche fue muy bien
acogido. Cuando las tropas romanas causaron daños en la región vecina, me
dirigí con mis soldados a la aldea de Garis; allí levanté una empalizada a
veinte estadios de distancia de la ciudad de Séforis. Por la noche me acerqué a
la ciudad y asalté sus muros. Con la ayuda de escalas hice entrar a un gran
número de mis soldados y me apoderé de la mayor parte de la ciudad. Por nuestro
desconocimiento del lugar, pronto nos vimos obligados a retroceder, después de
haber dado muerte a doce soldados de infantería y a algunos seforitas; nosotros
sólo perdimos un hombre. Luego, en un combate contra la caballería que tuvo
lugar en la llanura, después de una larga y tenaz resistencia fuimos
derrotados; pues mis soldados, al hacer los romanos un movimiento envolvente,
emprendieron la retirada aterrados. En esa batalla perdió la vida un miembro de
mi guardia personal llamado Justo, que en otro tiempo había desempeñado el
mismo cargo al servicio del Rey. En aquel momento llegaron las tropas del Rey,
de caballería y de infantería, al mando de Sylas, jefe de la guardia personal.
Instaló su campamento a cinco estadios de Julias, y estableció puestos de
guardia en los caminos, en el que conduce a Seleucia y en el que lleva a la
fortaleza de Gamala, con el fin de interceptar los auxilios que pudieran
recibir los habitantes de Julias de los galileos.
Encuentro de
Josefo con las tropas del Rey
Cuando me
enteré de ello, envié dos mil soldados al mando de Jeremías, los cuales
levantaron una empalizada cerca del río Jordán, a un estadio de Julias, y sólo
libraron algunas escaramuzas hasta que yo me uní a ellos con tres mil soldados
más. Al día siguiente, tras haber dejado en emboscada a un pelotón de soldados
en un barranco cercano a la empalizada, desafié a combate a las tropas del Rey,
después de advertir a mis soldados que retrocedieran hasta conseguir que los
enemigos se movieran hacia adelante, como en realidad ocurrió. En efecto,
Sylas, creyendo que los nuestros huían de verdad, avanzó dispuesto a
perseguirlos; entonces los que estaban emboscados le alcanzaron por detrás y
provocaron un gran desorden. Yo, inmediatamente, dando un rápido giro, me lancé
con mis tropas al encuentro del ejército del Rey y lo puse en fuga. Aquel día
mi éxito hubiera sido completo si no se hubiera atravesado algún espíritu
maligno: el caballo que yo montaba durante el combate cayó en un lugar
pantanoso y me tiró al suelo; como me había fracturado las articulaciones de la
muñeca, fui llevado a una aldea llamada Cafarnaún. Cuando mis hombres se
enteraron, temiendo que me hubiera sucedido algo más grave, dejaron de perseguir
al enemigo y volvieron a mi lado muy preocupados. Mandé llamar a los médicos y,
después que me curaron, estuve todo ese día con fiebre; luego por la noche, por
consejo de los médicos, fui trasladado a Tariquea. Sylas y los suyos, al
enterarse de mi accidente, cobraron nuevos ánimos y, dándose cuenta de que la
vigilancia de nuestro campamento estaba desatendida, por la noche pusieron en
emboscada un escuadrón de caballería en la otra orilla del Jordán, y al llegar
el día nos retaron a combate. Mis tropas respondieron y avanzaron hasta la
llanura, pero los jinetes salieron de la emboscada provocando el desorden y
haciéndoles huir; mataron a seis de los nuestros. Pero no culminaron su
victoria porque al oír que algunos soldados habían atravesado el lago desde Tariquea
hasta Julias, se retiraron atemorizados
Llegada de
Vespasiano
Al poco tiempo
llegó a Tiro Vespasiano acompañado del Rey Agripa. Los tirios empezaron a
maldecir al Rey, acusándole de ser enemigo suyo y de los romanos, porque
—decían— Filipo, el jefe de su campamento, había entregado el palacio real y
las tropas romanas que estaban en Jerusalén por orden suya. Al oírlos,
Vespasiano reprendió a los tirios por ofender a un hombre que además de ser
Rey, era amigo de Roma, pero aconsejó al Rey que enviara a Filipo a Roma donde
daría cuenta de los hechos a Nerón. Filipo fue enviado, pero al encontrar a
Nerón en una situación desesperada por los desórdenes que se habían producido y
por la guerra civil, no pudo entrevistarse con él y regresó junto al Rey. Cuando
Vespasiano se presentó en Ptolemaida, las autoridades de la Decápolis de Siria
acusaban a gritos a Justo de Tiberíade por haber incendiado sus aldeas.
Entonces Vespasiano lo entregó al Rey para que fuera castigado por los
funcionarios reales. Pero el Rey le hizo encarcelar ocultándoselo a Vespasiano,
como he referido más arriba. Los seforitas que salieron al encuentro de
Vespasiano para saludarle recibieron una guarnición mandada por Plácido, y
avanzando con ellos hacia el interior del país ***, yo les seguía de cerca
hasta la llegada de Vespasiano a Galilea. Las circunstancias de su llegada, de
qué modo libró conmigo su primer combate en las cercanías de la aldea de Garis,
cómo me retiré desde allí a Jotapata, mi conducta durante el sitio de esta plaza,
cómo fui capturado, apresado y posteriormente liberado y todo lo que aconteció
en la Guerra Judía y en el sitio de Jerusalén lo he contado con exactitud en
mis libros sobre la guerra de los judíos. Pero considero imprescindible añadir
ahora los hechos de mi vida que no están consignados en la Guerra de los
judíos. Datos de la vida de Josefo después de la guerra Cuando acabó el asedio
de Jotapa, caí en poder de los romanos, que me tuvieron en prisión tratado con
toda clase de atenciones, pues Vespasiano me demostraba su estima de muchas
maneras. Por indicación suya, me casé con una doncella de las que habían sido
capturadas en Cesárea, natural del país. Pero ésta no permaneció mucho tiempo
conmigo, pues murió cuando, ya en libertad, me dirigía hacia Alejandría con
Vespasiano. Allí me casé de nuevo. Desde allí fui enviado con Tito al sitio de
Jerusalén, donde mi vida estuvo en peligro en repetidas ocasiones, pues los
judíos trataban de apoderarse de mí para vengarse y los romanos, por su parte,
cada vez que tenían un fracaso, pensaban que se debía a una traición mía, y
presentaban continuas quejas al Emperador pidiendo que me castigara por
haberles traicionado también a ellos. Pero Tito César, que no ignoraba los
avatares de la guerra, con su silencio hacía que cesaran los ataques de sus
soldados hacia mí. Cuando la ciudad de Jerusalén había sido ya tomada por la
fuerza, Tito César me ofreció repetidas veces que tomara todo lo que quisiera
de las ruinas de mi patria, y repetía que él daba su autorización. Pero yo, una
vez perdida mi ciudad natal, no encontrando nada más preciado que pudiera
conservar para consuelo de mis desgracias, pedí a Tito la libertad de los
prisioneros; también recibí de él de libros sagrados. Poco después, pedí la
liberación de mi hermano y de cincuenta amigos míos, y mi petición fue
atendida. Con el permiso de Tito entré en el templo donde estaban encerrados un
gran número de prisioneros, mujeres y niños, y rescaté a cuantos amigos y
familiares pude reconocer, alrededor de ciento noventa; los liberé sin que
pagaran rescate, devolviéndolos a su primitiva suerte. Cuando Tito César me
envió con Cerealio y mil jinetes a una aldea llamada Técoa para comprobar si el
lugar era apropiado para construir una trinchera, de regreso vi a muchos prisioneros
que habían sido crucificados, y entre ellos reconocí a tres familiares míos;
sentí un gran dolor, y acercándome a Tito le hablé de ello llorando.
Inmediatamente ordenó que los descolgasen y les dispensaran toda clase de
cuidados. Dos murieron mientras los curaban, pero el tercero sobrevivió.
Josefo,
ciudadano romano
Después que
Tito hubo reprimido los disturbios de Judea, sospechando que las tierras que yo
poseía en Jerusalén no iban a serme rentables, puesto que iba a instalarse allí
una guarnición romana, me concedió otro terreno en la llanura; y cuando me
disponía a partir hacia Roma, me aceptó como compañero de travesía, tratándome
con gran consideración. A nuestra llegada a Roma, recibí toda clase de
atenciones de Vespasiano. Me alojó en la casa que había sido suya antes de
subir al poder, me honró con la ciudadanía romana, y me asignó una pensión; no
cesó de honrarme sin que disminuyera su bondad hacia mí hasta el fin de sus
días, lo cual puso en peligro mi vida por causa de la envidia. En efecto, un
judío llamado Jonatán, que había provocado una insurrección en Cirene
ocasionando la muerte de dos mil personas de esa región a las que había
arrastrado, fue encarcelado por el gobernador de la provincia, y cuando fue
conducido ante el Emperador, le aseguró que yo le había proporcionado armas y
dinero. Pero Vespasiano no se dejó engañar por sus mentiras, sino que le
condenó a muerte, y aquél fue ejecutado. También, en otras muchas ocasiones,
gentes que envidiaban mi buena suerte inventaron acusaciones contra mí, pero
escapé de ellas gracias a la divina providencia. También recibí de Vespasiano
como regalo una importante propiedad en Judea. Por ese tiempo, descontento de
la conducta de mi mujer, me divorcié de ella; me había dado tres hijos; dos de
ellos han muerto, y el otro, al que llamé Hircano, vive. Más tarde me casé con
una mujer de raza judía que había vivido en Creta; sus padres eran de linaje
noble y muy conocidos en su país. Por su carácter era superior a las demás
mujeres, como demostró a lo largo de su vida. Con ella tuve dos hijos, Justo,
el mayor, y Simónides, el siguiente, llamado también Agripa. Ésta ha sido mi
vida familiar. Mi situación con los emperadores se ha mantenido sin cambios.
Así, a la muerte de Vespasiano, Tito, que le sucedió en el Imperio, me tuvo en
la misma estima que su padre y en numerosas ocasiones se ha negado a creer las
acusaciones de que he sido objeto. El sucesor de Tito, Domiciano, aumentó
todavía las consideraciones hacia mí: castigó a los judíos que me habían acusado
y ordenó que fuera castigado un esclavo eunuco, el pedagogo de mi propio hijo,
que también me había acusado. Me concedió la exención de impuestos por mi finca
de Judea, lo cual representa una ventaja considerable para el beneficiario.
Domicia, la mujer del César, también fue siempre para mí una gran benefactora.
Esto es lo que he hecho a lo largo de toda mi vida. Que los demás juzguen por
ello mi conducta como les parezca.
A ti,
Epafrodito, el más excelente de los hombres, te dedico el texto completo de mis
Antigüedades, y por el momento, pongo fin en este punto a mi relato.
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