LA IMAGEN DEL SANTO
COMENTARIOS AL APOCALIPSIS - PG 191V
, la bestia y el dragón hijo adorados. Autor: Beato de Liébana (c. 730-c. 798).
Ubicación: BIBLIOTECA NACIONAL-COLECCION, Madrid, España.
Símbolo de las
creencias, necesidades y formas de vida de una sociedad, el santo acerca lo
sagrado a lo humano, suscitando en el devoto la esperanza de la resolución de
cuestiones de orden diverso.
Cada sociedad, en su contexto
histórico-temporal, estructura su particular modelo del mundo, determinando,
durante largo tiempo, las acciones humanas y la forma de percibir la realidad.
El hombre se halla inmerso en un marco social, cultural y temporal de cuyo
patrón extrae sus propias categorías, y con ellas configura su esquema de
pensamiento y el marco ideológico que dirige su vida en uno u otro sentido.
Desde esta perspectiva hay que señalar que en la sociedad medieval Dios es el
principio regulador, y la religión impregna todas las estructuras sobre las que
se articula el mundo. El modelo humano está también mediatizado y definido por
ella y las diferentes formas de expresión artística lo confirman. Así, por
ejemplo, el género literario más difundido es la hagiografía; en arquitectura,
el edificio más importante es la iglesia; en pintura, destaca el icono, y la escultura
representa a los personajes de la historia sagrada.
DE LA TIERRA AL
CIELO
En este universo
que gira en torno a un Dios Todopoderoso y alejado del hombre, el esquema
espiritual de los fieles impone la presencia y la acción de personajes
intermedios, capaces de configurar modelos que encarnan los anhelos
espirituales del hombre común, que sumergido en una masa anónima, busca fuera
de sí mismo la posibilidad de realizar sus aspiraciones. La figura por
excelencia que va a encarnar estos anhelos del hombre medieval es el santo. Su
función se entiende desde diferentes causas que nos permiten comprender los
cambios en el modelo medieval.
Más allá de las distinciones de
carácter litúrgico o jurídico establecidas por la Iglesia, es importante captar
en toda su amplitud el proceso por el que la comunidad cristiana elige en cada
momento una serie de intercesores de carácter divino que, en su papel de
intermediarios, se reconocen por el poder y la fuerza que derivan de su
santidad, es decir, por su capacidad para propiciar milagros.
El
Milagro de la Hoz, fresco, 1388, Sacristía San Miniato al Monte Florencia
En
la escena 10 en el muro norte, se representa la recuperación milagrosa de la
cuchilla de la hoz. Benedicto le ordena a cierto Goth, que desea ser admitido
en el monasterio, que retire la maleza del borde de un lago con una
hoz. La cuchilla de la hoz se afloja y cae del mango de la hoz en el
agua; la cuchilla de la hoz se vuelve a unir a su mango, como por voluntad
propia.
El
martirio de San Sebastián de Luca Signorelli. Pinacoteca
Comunale, Citta di Castello, Italy / bridgemanimages.com
VALORAR LA SANTIDAD
La Edad Media
vive un largo proceso de consenso entre las inquietudes populares y las
exigencias oficiales para concretar los signos y manifestaciones de la
santidad. Ambos cauces responden a expectativas diversas, dada la convivencia
de mentalidades estructuradas por distintos esquemas sociales, económicos,
políticos e ideológicos.
Hay que tener en cuenta que las
condiciones a partir de las que se generan en la mentalidad colectiva de los
modelos de santidad varían de una regiones a otras; no podemos considerar la
cristiandad como un conjunto homogéneo, ya que cada área socio-cultural y cada
tiempo conforma un tipo de santo que responde a causas diversas y con rasgos
propios de los valores éticos y morales vigentes, legitimados por un grupo
social que normalmente suele ser la clase dominante del momento que termina por
imponer su modelo del mundo.
El perfil de la santidad también
está condicionado por las estructuras sociales y políticas del país o la
región. En Europa podemos señalar dos áreas en las que encontramos diferentes
modelos que responden a condiciones sociales diversas y a ideologías
subyacentes también diversas que tienen su proyección en lo religioso y en la
percepción del mundo sobrenatural. Pero, más allá de toda diferencia, el culto
a los santos durante la Edad Media se convirtió en el cauce de las inquietudes
y aspiraciones religiosas de las masas, en quienes la superstición convivía con
otro tipo de necesidades que incluían lo espiritual y lo contingente.
Triunfo de Santo Tomás de
Aquino, de Francesco Traini, siglo XIV. Pisa, S. Caterina
ORIGEN DE LA
SANTIDAD
El origen de
la santidad ha sido un tema muy debatido en el que la propuesta más defendida
argumenta que lo santos son los sucesores de los dioses antiguos, y que el
cristianismo utilizaba los elementos mágicos para difundir su fe. Más allá de
toda discusión, y al margen de los dogmas, lo cierto es que la devoción
popular, cristiana o de cualquier religión, presenta una serie de rasgos
comunes. En el caso de los santos, confluyen aspectos cultos y populares,
perfiles diseñados por la Iglesia y modelos que responden a las inquietudes del
pueblo.
En la Antigüedad pagana el término
santo hacía referencia a quien ejercía funciones sacerdotales y estaba, por
tanto, en estrecho contacto con el mundo sobrenatural. Hasta el siglo VII es un
epíteto de función que se empleaba para designar a los prelados que estaban a
la cabeza de la Iglesia y no tenía ningún juicio de valor sobre la persona.
En los primeros tiempos del
cristianismo, los únicos santos venerados por la Iglesia, con excepción de los
apóstoles, eran los mártires. Éstos no tuvieron un proceso de santificación en
el sentido jurídico del término, sino que fueron reconocidos como tales por su
muerte y perseverancia en la fe, reconocida y proclamada por la Iglesia.
Progresivamente, la autoridad
eclesiástica determinó las condiciones de la santidad. Así, en el año 993, el
papa Juan XV redactó la primera bula de canonización, proclamando santo a un
obispo. En el Sínodo de Letrán (1078) se atribuyó a los sucesores de San Pedro
una santidad de función independiente de sus méritos. Este reconocimiento de
una divina potestas en el obispo de
Roma le convirtió en la autoridad más importante para pronunciarse sobre la
santidad. En el siglo XII, se clarifica que el papa debe ser consultado en los
procesos de canonización, y la jerarquía eclesiástica se muestra más precavida
con las manifestaciones espontáneas del fervor popular.
EVOLUCIÓN DE
MODELOS
La santidad
sufrió un proceso de evolución a lo largo de la Edad Media, y al socaire de las
transformaciones que se produjeron en todos los aspectos de la vida del hombre.
Por ello, surgieron diversos modelos de santos que representaban diferentes
valores espirituales. Un grupo de santos eran los hombres y mujeres que fueron
asesinados en forma inmerecida, y cuya inocencia sólo fue reconocida después de
su muerte. Hay dos elementos comunes en estos casos: la efusión de sangre y la
injusticia que provoca su muerte. Ambos aspectos producen un profundo choque
emocional en la mentalidad popular que provoca un sentimiento de piedad que
contribuye a convertir las víctimas en mártires.
A partir del siglo VI, los eremitas
encarnan un ideal de santidad, el del hombre de Dios, que elige la soledad,
rechaza los valores del mundo y lleva una vida consagrada a la penitencia y a
la mortificación en el desierto o en un paraje inhóspito en el que resiste todo
tipo de tentaciones y alcanza poderes que ejerce en beneficio de la humanidad.
Este tipo de vida despertó la admiración de las gentes de la Edad Media, que
atribuían a estos hombres una especie de maestría sobre la naturaleza que se
manifestaba de formas diversas, sobre todo a través de la curación de las
enfermedades.
Las estructuras sociales y políticas
condicionaron también los tipos de santos, produciéndose, entonces, diferencias
regionales en el ámbito europeo. En la zona no mediterránea, la mayor parte de
los santos venerados entre los siglos XII y XV son personajes de alta cuna:
reyes, príncipes o señores que manifiestan la sacralización del jefe sufriente,
que actúa como mediador entre el mundo celestial y el terrenal. Su santidad no
deriva de un conjunto de cualidades o virtudes, sino que se identifica con el
halo de sacralidad que rodea a quienes ostentan el poder. Otro modelo de santo,
también a partir del siglo XII, fue el obispo, influenciado por la muerte y
rápida canonización de Tomás Becket y relacionado con los conflictos que
enfrentaron a Iglesia y poder monárquico.
Al lado de reyes y obispos se
desarrolla otro modelo que alimenta el ideal de la vida monástica y el retiro
al claustro. Los monjes se convierten en candidatos a la santidad porque rezan
y son castos. Este radicalismo de austeridad y pobreza, se convierte en un
referente crítico para los estamentos privilegiados, tanto laicos como
eclesiásticos, para quienes el poder, el bienestar, la riqueza y el lujo tienen
gran importancia.
EL SANTO
MEDITERRÁNEO
En el ámbito
mediterráneo el modelo de santidad tiene características propias. Su origen
social en general es más modesto –artesanos, burgueses, comerciantes y pueblo
en general-. Muchas veces son personas que destacaron por una vida sencilla,
piadosa y caritativa. Son los santos de la caridad y el trabajo que contrastan
con la tradición clerical medieval. La mayor parte de ellos han contribuido de
algún modo a transformar la sociedad de su tiempo. . Predomina, entonces, el
santo que aparece como un homo novus
que sólo debe su santidad a Dios y a sus propios méritos, aparte de la
renuncia, el desprecio por lo material y el abandono en la voluntad divina
sumida con humildad.
INFLUENCIA
MENDICANTE
Entre los
siglos XII y XIV el desarrollo de las órdenes mendicantes influyó en el modelo
de santidad, aportando nuevos matices y enriqueciendo su contenido. En la
génesis de este fenómeno hay un hombre de excepción: Francisco de Asís, cuya
vida fue un ejemplo de renuncia radical. San Francisco creó un estilo
totalmente nuevo, que será referente para otros fundadores de órdenes
religiosas. Franciscanos y dominicos aportaron dos elementos importantes al
perfil de la santidad: un mayor clericalismo y un incremento del factor
femenino, al promover el culto de santas mujeres relacionadas con hermandades
de penitentes vinculadas a las grandes órdenes religiosas. El prototipo
femenino de la santidad tiene como rasgos más característicos el origen modesto
y el abandono, en la adolescencia, de la vida activa para elegir otra forma
vinculada a alguna de las grandes órdenes mendicantes.
San
Miguel Arcángel, San Guillermo de Vercelli y un monje cistercense.
Por Bernardino Zenale, 1490. Galería de los Uffizi, Florencia
Por Bernardino Zenale, 1490. Galería de los Uffizi, Florencia
LA SANTIDAD
POPULAR
En tanto que
el concepto de santidad es definido por la Iglesia, el carisma del santo surge
de la iniciativa popular, y su dimensión taumatúrgica es fundamental para
comprender aspectos importantes de la mentalidad medieval.
Al
pueblo le interesan los santos sobre todo por sus poderes, entre ellos, quizás el más importante era el de curar las
enfermedades. Este interés resulta fácil de comprender en esta época si tenemos
en cuenta la impotencia que experimenta el hombre medieval ante la escasez de
medios para hacer frente a las pestes y enfermedades infecciosas que acuciaban
a la sociedad. Esta situación propiciaba la búsqueda de recursos en lo
sobrenatural y en lo mágico.
El león de San Jerónimo, por Pietro
Lianori 1428-1460 del siglo XV, Italia,
En
la mentalidad popular, la santidad se consideraba ante todo como una especie de
fuerza virtus que se manifestaba a
través del cuerpo y se percibía mediante signos de orden fisiológico. El
primero era el carácter incorruptible del cuerpo de los santos: en su caso, el
cuerpo permanecía inalterado durante días y una vez inhumado el cadáver no se
descomponía. Este signo tenía un papel fundamental en el origen de la fama sanctitatis y constituía un
fenómeno en el que podemos encontrar rasgos de la superstición popular. Así,
por ejemplo, el mero hecho de encontrar un cadáver en buen estado podía
provocar una devoción que incluso el clero apoyaba, proporcionando, para ello,
una identidad y una biografía apropiada para convertir al difunto en un modelo
de virtudes para el pueblo. Otro signo fisiológico importante era el buen olor
que desprendía el candidato a la santidad después de su muerte, aunque algunos
lo tenían en vida.
La Iglesia toma en consideración
estos aspectos extraordinarios de los santos en la medida en que testimonian y
corroboran una vida interior intensa. Pero lo extraordinario está subordinado a
una vida de méritos, ya que las manifestaciones sobrenaturales pueden tener un
carácter ambiguo, pueden ser obra de Dios o del demonio, y por sí mismas no son
prueba suficiente de santidad.
MILAGROS Y
SANTIDAD
Igual que nos
encontramos con una evolución en el modelo de santo, también hay un proceso de
cambio en las manifestaciones de los milagros. La mayor parte se producía en el
entorno donde reposaban los restos de los santos, y su acción se podía recibir
durmiendo en las inmediaciones de la tumba, ya que se creía que su poder
terapéutico actuaba, sobre todo, durante el sueño. La desaparición de la
enfermedad iba precedida, en ocasiones, de una transpiración profusa, y en
algunos casos el beneficiado tenía una visión en su sueño en la que se le
aparecía el intercesor invocado. La necesidad de proximidad a la tumba del
santo para recibir el beneficio de sus milagros fue cambiando, aumentando las
curaciones a distancia, ya que es posible hacer uso de otros medios para
recibir su acción benéfica, como la figuración iconográfica, que a partir del
siglo XI adquirió una mayor irradiación: frescos en las Iglesias que relataban
la vida de tal o cual santo, retablos, polípticos e imágenes que se convierten
en instrumento de culto y devoción.
Hubo también un cambio en el tipo de
enfermedades sobre las que el santo actuaba en calidad de taumaturgo. En el
siglo XIII, sobresalen las curaciones de enfermos llamados contracti, por padecer afecciones del sistema nervioso y/o
locomotor que se traducían en fenómenos de parálisis total o parcial. Pero a
medida que la intercesión se podía obtener a distancia, la variedad de los
milagros se amplía notablemente a otro tipo de enfermedades y necesidades.
A modo de ejemplos de milagros de
carácter terapéutico, tomamos de la España Sagrada las actas
correspondientes al beato Pedro, confesor de la Orden de los Hermanos
Predicadores, canonizado el 23 de junio de 1740, por Benedicto XIV. Se
presentaron un total de 126 milagros que podemos desglosar así: 22 referidos a
problemas de locomoción, 21 afecciones oculares que incluyen cegueras totales o
parciales, 14 problemas auditivos, 9 que se definen como posesiones por
demonios, 5 son calificados de leprosos, 2 se refieren a problemas mentales, y
el resto son un grupo de afecciones diversas que no se pueden tipificar en un
diagnóstico determinado.
La lectura pormenorizada del breve
relato de estos milagros nos permite destacar algunos hechos que resultan
sugerentes: en la práctica totalidad de los casos nos encontramos con
afecciones recientes. Los enfermos que acuden a la tumba del santo son: tres de
los denominados leprosos, uno con inflamación de los ojos desde hace más de un
año, un sordo de nacimiento, uno que llevaba un año sin oír y cinco que no
caminaban desde su nacimiento. En el resto de los casos nos encontramos con
procesos de duración variable, de cinco días a varios meses, en su mayoría
afecciones de tipo inflamatorio e infeccioso, en algunos casos acompañados de
fiebre.
CASOS CURIOSOS
Algunos casos
resultan especialmente curiosos, tales como implorar la acción del santo por
tener una espina clavada en la garganta. Todos los casos fueron resueltos
favorablemente y se nombran los testigos que pueden certificar la acción del
santo a favor del demandante.
A la luz de los conocimientos de
hoy, es posible plantear dudas razonables respecto a las curaciones de algunos
de ellos que fueron calificadas como milagros, ya que la naturaleza de la
afección permite suponer una resolución natural sin necesidad de una
intervención divina. En este campo de los milagros se plantean dificultades de
interpretación que derivan de las limitaciones de la medicina de la época y la
tendencia popular a dejarse impactar por todo aquello para lo que no tiene una explicación inmediata. Hay una necesidad
en el hombre común de alimentar lo extraordinario para huir de lo contingente.
La dificultad para interpretar
correctamente los hechos considerados como milagros motivó que a partir del
siglo XIII la Iglesia propusiera como santos únicamente a aquellos que
consideraba auténticos, no tanto por los hechos extraordinarios, sino por los
méritos de vida convenientemente probados. Se valoran las virtudes ascéticas y
morales, pero la Iglesia aprecia también la vida de los servidores de Dios en
la medida en que proporciona muestras de poseer las mencionadas virtudes en alto
grado, ya que la fuerza divina se manifiesta a través de hechos sobrehumanos.
De este modo, la Iglesia define la
santidad en último término por lo sobrenatural y, en primer lugar, por una vida
heroica. Un hecho importante que se deriva de esto es que, al no negar la
importancia de lo extraordinario, la Iglesia respalda la piedad popular en un
sentido que permanecerá inalterado durante siglos: lo antinatural como carácter
de identidad del santo, tanto en lo que concierne a su propia vida como la
necesidad de que a través suyo sucedan fenómenos sobrenaturales.
PODER LEER Y
PREDECIR
Un nuevo
elemento introduce la Iglesia, a partir del siglo XIII, para la definición de
la santidad: el poder de leer en los corazones y de predecir el porvenir en
función de la acción del Espíritu Santo.
Los siervos de Dios denuncian las
faltas e intervienen en los problemas de la Iglesia y la sociedad, anunciando a
sus contemporáneos la inminencia de algunas catástrofes y la manifestación del
castigo divino si no se enmiendan. Este aspecto carismático de la santidad está
respaldado por la Iglesia, y se desarrolla conforme a las tendencias dominantes
en una época en la que el Cisma pone en crisis la estructura pontifical.
EL SANTO Y SU
FUNCIÓN
El santo es un
hombre que establece un contacto entre el cielo y la tierra. Socialmente es
como un “anfibio”, por sus capacidades de adaptación a todas las condiciones
humanas. Por su idiosincrasia y elección de vida no tiene clase social, y debe
amar a todos sin diferencias. El santo tiene un carácter universal y es objeto
de la admiración desde cualquier clase social.
Esta cualidad del santo nos
proporciona elementos de su función social. En una sociedad plena de
contradicciones y marcada por los conflictos que derivan de sus tensiones
internas, el santo es un ser libre e independiente, que representa para sus
contemporáneos el aspecto más accesible de lo sagrado. Tiene una función de
mediador que le lleva a poner al servicio del prójimo sus poderes
sobrenaturales: restituir la paz de espíritu a los poseídos por los demonios,
hacer caminar a los cojos, devolver la vista a los ciegos y curar todo tipo de
males. El mal físico, al igual que el pecado, es obra del diablo, por tanto, la
curación milagrosa sólo puede venir de Dios, lo que permite demostrar que el
santo pertenecía a ese grupo de privilegiados que estaban más cerca de Dios y
que por tanto eran considerados servidores suyos.
Los santos, sus vidas y sus
milagros, forman en conjunto una serie de modelos que corresponden a categorías
reconocidas de perfección cristiana, y a lo largo de la Edad Media sufren un
proceso de cambio que no es ajeno a otro tipo de transformaciones de la
sociedad medieval en su totalidad, ya que la vida espiritual está también
condicionada por las estructuras económicas y políticas vigentes, y se inscribe
en un marco de relaciones sociales que determina como referente el concepto y
las representaciones de la divinidad, a la vez que mediatiza la relación que se
establece con la divinidad.
San Ambrosio flagela a los herejes,
fresco de autor anónimo del siglo XIV, conservado en la Pinacoteca de Brera, en
Milán.
CERCANÍA DE LO SAGRADO
A medio camino entre lo humano
y lo divino, el santo es un mediador que aproxima lo sagrado a la Humanidad. La
devoción a los santos es un fenómeno que implica a todas las clases sociales,
sin excepción, por lo que no debe extrañarnos que en la otorgación de esta
categoría espiritual intervengan factores procedentes, por una parte, de
estamentos oficiales eclesiásticos,, y por otra, de ineludibles aspectos
nacidos del fervor y de la creencia popular, que necesita encontrar respuestas
a cuestiones y problemas que las limitaciones propias de la época no permitían
obtener. A partir del consenso entre lo oficial y lo popular se va conformando
el perfil de la santidad a fines de la Edad Media.
Cabe señalar que los santos no representan a la humanidad
media. El pueblo en masa no puede personalizar los mitos y en todos los tiempos
es necesaria una figura que reúna en sí misma las aspiraciones colectivas y
actúe a modo de catalizador de las mismas; en este sentido, el santo cumple una
función fundamental, ya que personaliza en cada momento los valores
espirituales imperantes en una etapa teocentrista, en la que la religión tiene
un papel dominante. El santo suscita la esperanza de que, mediante su
intercesión, algún aspecto calamitoso de la vida del devoto pueda cambiar.
Santos Isabel de Hungría, Clara
de Asís y Luis de Francia, por Simone Martini, siglo XIV, basílica de Asís.
González-Carbajal
García, Inmaculada, “La Imagen del Santo”, en El Mundo Medieval, Barcelona, julio 2003, núm. 14, pp. 68-77.
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