jueves, 27 de agosto de 2020

 

APUNTES DE HISTORIA DEL CATOLICISMO

 

Orizaba y Roma en el siglo XVIII

A lo largo del siglo XVIII, los fieles de la parroquia de San Miguel Orizaba, como la mayor parte sin duda de los católicos del mundo hispánico, tuvieron poco contacto con la Capital de la Cristiandad, con Roma. Conviene sin duda tenerlo presente, de manera general, la Santa Sede se relacionaba con los reinos americanos por intermediación del rey católico, en su calidad de Patrono de la Iglesia y otros títulos. Según las leyes, los documentos pontificios debían previamente obtener el permiso del Consejo de Indias para solicitarse a la Santa Sede, y una vez expedidos, obtener el pase del propio Consejo. Asimismo, contrario al rey, tan presente en las celebraciones litúrgicas hasta de las más pequeñas parroquias americanas, era más bien excepcional o propio de las grandes catedrales la celebración de los eventos de la Casa Pontificia. Así, en principio, Roma estaba ausente del ceremonial y muy mediatizada en sus documentos. Sin embargo, éstos existen: a lo largo del siglo XVIII al menos cuatro corporaciones religiosas orizabeñas obtuvieron diversos documentos romanos, tanto más significativos pues nos permiten ver qué se esperaba de la Ciudad Eterna en una villa novohispana de la época.


La primera ocasión de la que tenemos noticia de la llegada a Orizaba de un documento romano data de 1732, y es ya de hacerse notar que no se trata de un documento papal sino de una patente del ministro general de la Orden de Predicadores, es decir, de los dominicos, fechada en Roma desde el 26 de noviembre de 1727. En ella, fray Tomás Ripoll, concedía a los fieles orizabeños la licencia para fundar la cofradía de Nuestra Señora del Rosario de Orizaba, con la participación de todas las indulgencias concedidas a dichas cofradías fundadas por los padres dominicos en todo el orbe católico. Cabe decir, la del rezo del Rosario es una devoción tradicionalmente atribuida a Santo Domingo de Guzmán, el fundador de la orden (a quien vemos aquí en la imagen de la capilla que le está dedicada en la Basílica de Santa María sopra Minerva de Roma), de ahí que se recurriera a la más alta autoridad de los religiosos para legitimar la fundación de esta nueva corporación. Devoción de especial relevancia en la Reforma católica, se destaca por varias razones: es una práctica de meditación, ahí donde ese movimiento religioso había impulsado precisamente prácticas espirituales e interiores; es también la difusión de una serie de imágenes y de una ornamentación de los espacios sagrados, pues en la capilla de la cofradía debían tenerse presentes las de los 15 misterios y la de Santo Domingo; es en fin, y lo recordaba bien el general dominicano, la integración en una celebración del mundo católico en su conjunto, la del 30 de octubre, en conmemoración de la victoria de Lepanto contra los turcos, obtenida según la tradición por intermediación de los rezos del Rosario.  Por supuesto, es también la integración en las indulgencias de los cofrades, esto es, en los diversos perdones generales y parciales de los pecados de los devotos. La patente así, es de alguna forma una evidencia clara de la legitimación en Roma de la construcción del espacio sagrado orizabeño que tiene lugar a lo largo de la primera mitad del siglo XVIII y de la consolidación de sus corporaciones de seglares.


Más no sólo los seglares obtuvieron su validación en Roma: las dos corporaciones de clérigos de la villa de Orizaba, la Congregación de San Pedro y el Oratorio de San Felipe Neri, recurrieron al Papa para obtener su confirmación. De hecho, en el primer caso, los sacerdotes congregantes obtuvieron el breve pontificio del 24 de septiembre de 1751 del Papa Benedicto XIV, pero nunca (hasta donde sabemos al menos) una real cédula que validara la fundación por parte de la Corona. El breve pontificio era en realidad su único documento fundacional, y no era sin duda un asunto menor: el clero local, el “cabildo eclesiástico de la villa” como se le denominó en alguna ocasión, entendía así que su legitimación le venía en principio de la Tiara y no tanto de la Corona.

Por su parte, los padres oratorenses, que sí que contaron con la licencia del rey para su fundación, obtuvieron asimismo un breve de confirmación del Papa Pío VI del 2 de junio de 1775. Es posible que actuaran entonces en comunicación con otros Oratorios novohispanos, pues los de México y Guanajuato obtienen también breves pontificios en 1776 y 1777. Acaso contarían allá también con la colaboración de la casa original de este tipo de congregaciones, la de la Iglesia Nueva de Roma (cuyo interior actual vemos en la imagen). Sea como fuere, los oratorenses obtienen también dos breves de indulgencias perpetuas para ellos, uno para su santuario, el de Nuestra Señora de Guadalupe, para los fieles que acudieran ante sus altares en sus fiestas.


Mas en ese sentido, la corporación que mayor número de breves pontificios obtuvo, ya casi al final del siglo, es nuevamente una corporación de seglares, la cofradía de las Benditas Ánimas del Purgatorio y Santos Ángeles. Ésta, acude a Roma a solicitar del Papa Pío VI un amplio y diverso número de indulgencias. Muestra de que ese proceso de consolidación de corporaciones de seglares devotos continuaba, los cofrades obtienen al menos siete breves entre 1795 y 1796, de los que conocemos los cinco fechados en la Basílica de Santa María la Mayor (que vemos en la imagen) el 1o de septiembre de 1795. Ellos nos informan de las prácticas religiosas de los cofrades y fieles orizabeños en general: exposición del Santísimo Sacramento el día de San Camilo Lelis, patrono de los agonizantes; octava de los Fieles Difuntos; fiesta de los Ángeles Custodios, en todas las cuales los breves conceden indulgencias perpetuas para todos los fieles. Desde luego, hay beneficios pedidos exclusivamente para los hermanos: indulgencia plenaria para el día de la comunión general mensual, e indulgencia extendida para todos los hermanos ausentes y difuntos.

Cierto, la naturaleza misma de los documentos nos impide conocer a detalle si quienes los tramitaron buscaron acaso hacer un peregrinaje, para besar el pie del Papa, por ejemplo, cuál era la costumbre en la época de los peregrinos en Roma, para adquirir reliquias suyas o de los mártires de las catacumbas (aunque si así fue, no llegaron a Orizaba que sepamos). En ese sentido, si nos atenemos a estos indicios, uno diría que, más que una devoción al Papa, la idea de los fieles orizabeños tenían de Roma es ante todo la de una fuente de indulgencias y privilegios, legitimación al más alto nivel de las corporaciones locales que dominaban por entonces el espacio público de la villa.

Un clero ejemplar: el de Orizaba del siglo XVIII

En el siglo XVIII la villa de Orizaba contó con un clero secular relativamente abundante. Eran 45 en 1757 y 50 en 1762, y aunque fueron disminuyendo en las décadas siguientes, 23 en 1777 y 20 en 1791, esa falta fue compensada por el aumento en el número de frailes que residían en la villa en los últimos años de ese siglo. Ahora bien, sin duda el más importante de este contingente de sacerdotes era el cura y juez eclesiástico de la parroquia de San Miguel Orizaba, quien además ostentaba el cargo de vicario foráneo del obispo de Puebla. El párroco se hacía notar por su calidad de juez, que podía ostentar visiblemente en el bastón que le correspondía como tal. Asimismo, se hacía notar por sus ingresos: el curato de Orizaba se estimaba por una parroquia pingüe en el siglo XVIII, que rendía más de cinco mil pesos, tres mil todavía después de la separación de algunos de los pueblos más alejados en 1770. Además, al menos nueve párrocos ostentaron títulos universitarios en teología o cánones, cuatro de licenciado y cinco de doctorado. En fin, la parroquia contó con personalidades notables en la carrera eclesiástica a lo largo del siglo: el promotor de la construcción del templo parroquial, Melchor Álvarez Carvallo, terminó su carrera como canónigo de la Catedral de Puebla, mientras que uno de sus sucesores, Francisco Antonio Illueca recibió una parroquia principal en la misma ciudad a finales del siglo.

Al lado de un párroco de distinción entre sus congéneres, se hallaba un clero secular organizado en dos corporaciones: la Venerable Congregación de San Pedro y el Oratorio de San Felipe Neri. La primera se fundó en 1746, aunque sus constituciones datan de 1754, mientras que el Oratorio lo fundaron los capellanes del Santuario de Nuestra de Guadalupe de la villa en 1767. La Congregación de San Pedro reunía a la mayor parte de los sacerdotes y diáconos de la villa, por lo que en su momento llegó incluso a ser tratada como “cabildo eclesiástico” de la misma. Una y otra corporación constituyen la prueba más fehaciente de que el clero de la época no era un estamento aislado, sino estrechamente vinculado con los notables locales, o incluso él mismo, en particular en el caso de los oratorenses, estabado formado por propietarios importantes. En efecto, los padres del Oratorio, comenzando por su primer prepósito el padre Manuel José Ansermo, así como uno de sus principales colaboradores, el padre Francisco Ávalos, eran propietarios de haciendas, y ellos y sus compañeros disfrutaban de una o varias rentas de capellanías con capitales importantes. Mas sobre todo, se distinguían por la confianza que los notables locales (cosecheros de tabaco, comerciantes, miembros del ayuntamiento español, oficiales milicianos, funcionarios de la Renta de Tabaco) depositaban en ellos como albaceas testamentarios, fiadores, apoderados, etcétera.

Aunque los otros clérigos de Orizaba eran algo más modestos en sus propiedades, los hubo también que fueron cosecheros de tabaco y comerciantes, como el padre Antonio Joaquín Iznardo, que además fue en su día apoderado de la república de indios de Orizaba. En la segunda mitad del siglo, dieciocho familias de notables contaban con familiares entre los clérigos orizabeños, incluyendo a seis familias de los regidores del ayuntamiento: los Cora, De la Llave, Rocha, Couto, Gutiérrez de Cubas y Bringas de Manzaneda, consagraron a Dios, literalmente, al primogénito de sus hijos y en algunos casos a más de uno de ellos. Al igual que los oratorenses, los congregantes de San Pedro se vinculaban a los notables como apoderados, albaceas, garantes, tutores de sus hijos e incluso como herederos suyos a falta de otros descendientes.

Como los párrocos, los clérigos orizabeños contaron con estudios universitarios, aunque la mayoría de ellos sólo alcanzó el más elemental de la época, el de bachiller en Artes. Así era cuando menos desde mediados del siglo, pues en el registro de los clérigos de la parroquia de 1757 todos eran bachilleres, salvo un licenciado, y en 1794 un documento notarial de la Congregación de San Pedro firmado por todos los congregantes presenta a todos los presbíteros con el título de bachilleres. En los registros correspondientes a ese grado de la Universidad de México aparece un contingente de orizabeños relativamente constante en cada década del siglo desde 1740, aumentando de manera significativa a partir de 1780, si bien es cierto que no todos siguieron la carrera sacerdotal. Raros eran en cambio los que obtenían un bachillerato en las facultades mayores (Teología y Derecho), sumando apenas quince entre 1740 y 1790. Mas en el último tramo del siglo XVIII los orizabeños pasaron finalmente a las facultades de teología y cánones donde 28 obtuvieron el grado de bachiller entre 1790 y 1810, y cinco el grado de doctor, cuatro de ellos miembros de la misma familia: José Manuel, José María, José Ignacio y Antonio Manuel Couto.

Habría que decir también que el clero orizabeño contaba con espacios ad hoc para reflejar su jerarquía. La iglesia principal de la villa, la parroquial de San Miguel, construida en las primeras décadas del siglo XVIII, era tal vez el edificio mejor acondicionado para ello. En efecto, la parroquial tenía bien marcado su presbiterio, espacio reservado a los sacerdotes para el culto; su sacristía, donde los celebrantes se revestían de sus ornamentos, o cuando menos de la sobrepelliz; el púlpito, al cual subían los clérigos para predicar; su tribuna, la de la Venerable Congregación de San Pedro, para las ocasiones de asistencia en tanto corporación, y por supuesto, la bóveda para el entierro de los sacerdotes. Aunque más discretos, sabemos que la parroquial contaba con otro objeto íntimamente asociado a la labor sacerdotal: el confesionario. Sede del “tribunal de la penitencia”, entre el sacerdote como juez y los fieles como acusados, el confesionario sin embargo no tenía la misma visibilidad que los otros espacios citados. Por último, aunque no eran en forma alguna exclusivas del clero, las campanas de la iglesia parroquial (como las de las otras iglesias) también podían hacer oír la dignidad de los sacerdotes, especialmente la campana mayor, que era uno de los principales motivos de interés de la Congregación de San Pedro, cuyas constituciones normaban con detalle los repiques y dobles que les correspondían. Algunos de estos marcadores del espacio tuvieron renovaciones a lo largo del siglo, muestra de la preocupación por mantenerlos en la dignidad propia del estado sacerdotal: en 1764 fue el párroco Illueca quien sugirió al mayordomo de la cofradía de San Miguel la necesidad de hacer “un nuevo y lucido presbiterio” y en 1797, fueron los cosecheros de tabaco de la villa quienes organizaron la colocación de una baranda de plata como separación.

En fin, el de Orizaba del siglo XVIII era también un clero preocupado por el buen orden de la parroquia obligó a veces a los clérigos a intervenir en los conflictos de las corporaciones civiles. En Orizaba, donde la rivalidad de indios contra españoles caracterizó la segunda mitad del siglo XVIII, ciertos párrocos tomaron partido: Melchor Álvarez Carvallo sostuvo a los indios, mientras su sucesor, Francisco Antonio de Illueca hizo lo propio con los españoles. Más tarde, en 1784, “solícitos de la honra de Dios y del bienestar del prójimo”, el párroco José Demetrio Moreno, el padre Antonio Joaquín Iznardo y el oratorense Manuel José Ansermo, intervinieron para poner fin a las querellas del ayuntamiento español con la república de indios. Con intervención del juez real, los tres eclesiásticos lograron negociar un acuerdo de “buena armonía” entre las dos repúblicas. Así pues, fuera por su riqueza personal, por sus orígenes familiares, por la confianza de los notables, por sus estudios, por la dignidad de sus espacios y por el respeto que imponían a españoles e indios, el clero secular orizabeño cumplía bien con los criterios de distinción que la Reforma católica había impuesto a propósito de los sacerdotes.

Unos frailes profanos: los juaninos de Orizaba

El 18 de enero de 1771, el párroco de Orizaba D. Francisco Antonio de Illueca mandó revisar el archivo de su curia eclesiástica para buscar los documentos fundacionales de una de las corporaciones religiosas más antiguas de la villa: el convento hospital de la Inmaculada Concepción de los frailes de San Juan de Dios, los juaninos. Su notario presentó una escritura que databa de 1618 en la cual se establecía la fundación del hospital y las obligaciones de los frailes. Examinado todo, el párroco mandó se abriera un proceso sumario para recabar la información sobre las faltas de los religiosos a dicho compromiso. Y en efecto, entre el 18 y el 28 de enero declararon ante el párroco cinco testigos, todos confirmando la mala conducta de los juaninos. De hecho, leyendo atentamente las declaraciones, uno diría que prácticamente se perfila un auténtico “contramodelo” de la vida religiosa del siglo XVIII.

Cabe sin duda recordarlo, en esta época se exigía de los clérigos y religiosos ciertos criterios de separación. Tal había sido, ya en el siglo XVI, uno de los puntos principales de la reforma de la Iglesia emprendida en particular por el Concilio de Trento. El clero debía tener cierta distinción por su estado, que tenía múltiples aspectos, que se irían consolidando en el curso de los siglos siguientes. Ambos cleros eran distintos al resto de la sociedad, a los seglares, por las actividades que podían ejercer, la más notoria, la administración de los sacramentos, en particular la Eucaristía, y la predicación en el caso de los religiosos. Desde luego, lo eran también por las virtudes que debía caracterizar a su estado, la castidad sin duda la más conocida de ellas, propia del celibato eclesiástico. Pero la lista es mucho más extensa e incluye oficios que, en principio les estaban vedados (el comercio, la minería), espacios que les estaban reservados (los templos, en particular el presbiterio, los claustros conventuales, las sacristías), diversiones que les estaban prohibidas (el juego), vestimentas que debían portar (la sotana o al menos el traje talar, los hábitos de los religiosos), entre muchos otros.

Ilustrativas a contrario de esos criterios de separación, las declaraciones denunciaban constantemente en los juaninos las peligrosas mezclas a las que se prestaban voluntaria y culpablemente. Los frailes mezclaban los símbolos sagrados con ambientes profanos: se acusaba por ejemplo a uno de los enfermeros de haber llevado la imagen procesional de San Juan de Dios a las peleas de gallos “con grande indecencia”, pidiendo limosnas con ella al final de las peleas dando la vuelta al palenque. Mezclaban también los objetos destinados al culto: así era con las propias limosnas recolectadas, destinadas en principio al culto del santo patrono y al mantenimiento del hospital, y que habían sido apostadas por los religiosos en las propias peleas de gallos. Asimismo, mezclaban los destinos de lo recaudado para la que era su vocación principal, es decir, lo que recibían para atender a los enfermos, “defraudando a los bienhechores”. Según los declarantes, la comida enviada al hospital “se la comen los frailes”, o las enviaban a otras personas, al igual que otros donativos en especie, desde sábanas hasta las tejas de la enfermería, e incluso habrían revendido los medicamentos donados por los boticarios de la villa. Más grave aún que todo lo anterior, “hasta la plata de la iglesia” del convento hospital, incluyendo una custodia, había sido empeñada en las tiendas, lo que escandalizó al párroco lo suficiente como para que éste acudiera en rescate de tan preciosos objetos. Mezcla en fin, que no respetaba la dignidad de su propio convento hospital, donde se habrían celebrado no sólo juegos de azar sino también fandangos, “con concurrencia de mujeres”.

Sobre todo, estaba la mezcla de las personas de los propios frailes con diversas formas de ambientes profanos. En principio, estaba la falta de atención a su regla, la hospitalidad, mezclándose en asuntos no propios de ella. Habrían dejado incluso completamente abandonado su convento, para salir a recolectar limosnas, un acto que si bien los propios religiosos en su momento defenderán como propio también de su instituto, estaba bastante lejos de ser apreciado así por los declarantes. Algo semejante era su ejercicio como médicos particulares, careciendo de título para ello, que los llevaba a las casas de enfermos que no eran de su responsabilidad, dejando solo el hospital hasta en las noches, por éste y otros motivos. Los declarantes insistieron en pintar con los más negros colores el cuadro de la desatención de los juaninos, capaces incluso de rechazar los enfermos que se les enviaban y de dejar cerrada la enfermería.

En segundo lugar, estaban sus faltas al “honor del hábito”, por las que se mezclaban con los seglares. Tema especialmente grave, sobre todo por ser motivo de “escándalos públicos” entre los habitantes de la villa, siendo que ellos como frailes tenían que haber sido buen ejemplo de virtudes. Ellos que debían mantenerse alejados de diversiones mundanas, asistían, ya lo hemos dicho, a las peleas de gallos, pero también a las “comedias de noche” y a los fandangos. Se esperaba que fueran ejemplos de paz, mas habían caído en graves “embriagueces” y se “habían ido a los golpes”, o bien al perder en las apuestas las habían pagado “con pedradas y con palos”.

Lo peor, debiendo ser ejemplos de castidad, habían caído en sucesivos “amancebamientos”. Éstos se agravaban por todo lo que traían consigo. En principio, los declarantes denunciaban constantemente su mezcla con mujeres de “baja calidad” a las que citaban más que por sus nombres, por sus apodos: “la Carrizala”, “la Ventera”, “la Juilitos”, “la Sesanta”, “la Maromera”, “la Platilla”, no omitiendo en ciertos casos indicar que se trataba de “mulatillas”. Citado normalmente al lado de la embriaguez, se diría que el “amancebamiento” entraba también en la categoría de los vicios, pues algunos de los frailes fueron denunciados por tener sucesivas “madamas”, e incluso un antiguo prior era recordado porque “estuvo en incontinencia con hija y madre”. Todo ello no traía sino nuevos escándalos: nuevas violencias, como la de fray José Salvatierra desenfundando la espada “en defensa de su dama”, y nuevas mezclas en oficios mundanos: un fraile habría abierto una tocinería con una “mulatilla”, y “él se estaba metido en ella con el hábito arremangado vendiendo”. Asimismo, nuevas faltas a la imagen de los frailes, por la galantería en hombres que debían ser ejemplos de humildad, como la de fray Juan Guzmán, a quien se le recordaba usando “capas de vueltas de terciopelo”; o en un caso absolutamente opuesto, el de fray Nicolás Carrera, quien fue sorprendido por la ronda nocturna del alcalde escapando de una casa “con solo la capilla puesta”.

Por todo ello, los frailes afrontaron un juicio particularmente severo en el tribunal de la mitra de Puebla, que entonces era gobernada por uno de los obispos reformadores del siglo XVIII: Francisco Fabián y Fuero. Por un auto del 25 de abril de 1771, el juez del obispado (el provisor) mandó que el párroco de Orizaba tomara el control del convento hospital y nombrara un administrador, ejerciendo en adelante la tutela de los frailes juaninos para disciplinarlos. Y en efecto, en los meses siguientes el párroco Francisco Antonio de Illueca y el nuevo administrador, el padre Antonio Joaquín Iznardo, emprendieron una profunda reforma del hospital, reorganizándolo, reparando sus enfermerías, aprovisionando medicinas y utensilios, cubriendo el déficit en las cuentas y sobre todo tratando de hacer de unos juaninos siempre dispuestos a “sacudir el yugo del curato”, unos verdaderos religiosos. En ese esfuerzo, que es comparable a otros proyectos de los obispos de la época para reforzar la dimensión religiosa y la separación de lo profano de los frailes y monjas, tuvo paradójicamente un gran obstáculo: la Corona. En los años siguientes los juaninos se valieron de la jurisdicción del rey, alegando que el obispo había actuado sin tomar en cuenta que el hospital era de patronato real. Y aunque el proceso tardó más de una década, concluyó con éxito para ellos, pues el hospital les fue devuelto hacia 1783.

Por documentos posteriores sabemos que los frailes volvieron a recolectar limosnas en la villa y sus alrededores, y a ser ocasional más infructíferamente denunciados por algún ligero escándalo, o por las faltas a la atención de los enfermos. Así, a pesar de las reformas de la época, la devota villa de Orizaba siguió contando en su seno con un pequeño contingente de frailes profanos.

Una patrona antigua para una nueva corporación orizabeña

Durante buena parte del siglo XVIII, la fiesta del 8 de diciembre, dedicada la Inmaculada Concepción, se celebraba por una cofradía, cuyos hermanos acompañaban a la imagen en procesión con cirios el día de su fiesta, asistían a la misa y sermón. La Virgen contaba además con un retablo propio, del que si no tenemos descripción, sabemos que estaba valuado en 7,000 pesos en 1762. Adornaban por entonces a la imagen joyas de plata de un valor de más 5 mil pesos, y vestidos con valor de más de 470, contando para el pago de sus ceremonias con capitales de más de 6 mil. Cantidades todas muy importante en la época, con lo que era sin duda uno de los cultos más ricos de la villa al mediar el siglo.

Mas el 8 de marzo de 1764, el recién fundado Ilustre Ayuntamiento de Orizaba se ocupó de establecer las fiestas religiosas a las que asistiría cada año, con toda solemnidad, en forma de cuerpo y bajo de mazas, a la iglesia parroquial. Ello era algo completamente normal en la época, toda vez que las corporaciones civiles del Imperio hispánico no eran menos miembros de ese cuerpo político que del gremio de la Iglesia, por lo que estaban especialmente obligadas a cumplir con sus preceptos y a velar por su cumplimiento. Debían así hacerse presentes en las grandes ceremonias religiosas ordinarias de cada año, las que eran propias de toda la Iglesia, como la fiesta de la Purificación de la Virgen, el Miércoles de Ceniza, los oficios de Jueves y Viernes Santos y la fiesta de Corpus Christi, pero también con motivo de la celebración de los abogados celestiales de toda la comunidad, los santos patronos y advocaciones de la Virgen, como era en este caso San Miguel Arcángel. Había también que asistir a las celebraciones mandadas por devoción del rey católico, como era el caso de los Desagravios de diciembre, y a las de otras corporaciones locales, como la de la Venerable Congregación de San Pedro, que reunía a la mayor parte de los clérigos de la villa. Mas entre todas asistencias, tenía especial interés la que establecieron para el 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción, a la que declararon por su particular patrona. No era una elección fortuita, lo tenían presente los propios regidores, y lo puso por escrito el síndico procurador del Ayuntamiento, Diego Pérez Castropol, en una solicitud redactada unos meses más tarde, en agosto, para justificar la elección en una imagen que ya contaba con una fiesta en la villa organizada por la cofradía que la tenía por titular, y a la cual el Ayuntamiento pretendía desplazar.

Para esta religiosa elección, los munícipes tenían razones más bien políticas. Conviene tenerlo presente, durante la segunda mitad del siglo XVIII, la villa de Orizaba fue testigo de constantes disputas entre las dos corporaciones civiles más importantes: el Ilustre Ayuntamiento de españoles y la República de indios. En una población que a lo largo de ese siglo se había ido construyendo en torno a sus templos, en la que abundaban las corporaciones religiosas y donde se había implantado con cierto éxito una cultura religiosa propia de la Reforma católica, no es sin duda extraño que esas disputas movilizaran muchas veces prácticas y objetos netamente religiosos. Así, en una cultura en la que la antigüedad era un argumento fundamental, ambas corporaciones se dedicaban a probar que sus respectivos vecindarios databan al menos del siglo XVI, o incluso de antes, presentando como testimonios a las propias corporaciones religiosas, sus templos, sus símbolos y sus imágenes. Ambas construyeron así una historia de la villa, en un Orizaba era un pueblo de indios con caciques cuyas familias enlazaban con la realeza del Imperio azteca, cuyos ascendientes habían incluso colaborado con los tlaxcaltecas en la conquista del reino. En la otra versión, era un pueblo fundado por los españoles que llevaban sus mercancías por el camino real, que se habían asentado en ese punto por las ventajas que ofrecía al descanso de las recuas, y cuyos dependientes indios y de otros orígenes eran los antecesores de sus rivales.

Los indios, fundaban sus argumentos en el testimonio ofrecían su iglesia parroquial, la capilla del Calvario, y la cofradía y la imagen misma del Señor San Miguel Arcángel. Otro tanto hacían ahora los españoles al elegir ahora a la Inmaculada Concepción como su patrona. Tal era el primerísimo argumento del síndico Pérez Castropol: “las tan sabidas como notorias antiguas tradiciones de haber sido la Purísima Concepción primera titular de esta parroquial iglesia, a devoción de aquellos europeos fundadores del lugar”. La Inmaculada era así una prueba más de su versión de la historia de Orizaba, y lo era también su cofradía, pues si se examinaban sus libros de gobierno, argumentaba el síndico, quedaba comprobado “ser inmemorial su establecimiento”, y por tanto su primera antigüedad por delante de todos los otros cultos de la población.

La Inmaculada era antigua, pero era también prestigiosa y rica: su mayordomía quedaba siempre “en las primeras casas”, su culto (ya lo hemos mencionado) estaba bien dotado, pues contaba con “suntuoso altar”, “plata labrada y joyas”. Aún más en su abono estaba su posición en el espacio sagrado, en una época en que la jerarquía entre los cultos se daba también por su proximidad o lejanía del altar mayor, el altar de la Inmaculada estaba bien ubicado en el crucero de la iglesia parroquial. Hablaba también a su favor su culto mismo: “su anual función, la más distinguida entre todas”, y la más constante, así como los símbolos que poseía, uno en particular, el paso del estandarte del Viernes Santo. Éste era la mejor prueba de que su festividad correspondía ahora al ayuntamiento, pues “por derecho y costumbre inveterada” eran los cabildos seculares quienes debían sacarlo en procesión, y en Orizaba lo tenía la cofradía sólo por falta de éste. La cofradía en suma, había sido fundada “supliendo con ella los vecinos principales la falta de Ayuntamiento”.

Por si todo ello no bastara, la elección de la Inmaculada permitía a los regidores asociarse a una devoción del rey. En efecto, es justamente bajo el reinado de Carlos III que se promueve por la Corona el patronato de la Inmaculada para toda la monarquía hispánica, e incluso se llega a promover su elevación a dogma de fe en Roma por sus embajadores. Lo tiene presente el cabildo, esta justamente ordenado por el rey “a todos los vecindarios, villas y ciudades que la tengan por tal patrona”. Con lo cual, lejos de que el monarca fuese obstáculo para las pretensiones de esta nueva corporación, era justamente uno de sus mejores respaldos.

Apropiarse de esta devoción tan prestigiosa tenía un costo económico que el Ayuntamiento, aunque casi desprovisto de fondos, parecía bien dispuesto a asumir. Había que celebrar la fiesta con toda la solemnidad posible. Pérez Castropol se comprometía al pago de las vísperas y función solemne, con música, ministros abundantes, y sobre todo el pago del sermón, que sería predicado por encargo del propio cabildo, con la casi obvia condición de “que el asunto del sermón indispensablemente sea la Purísima Concepción”. Y para terminar bien su extenso pedimento, el síndico procurador pidió literalmente la última elevación para la nueva Patrona del Ayuntamiento de españoles: su traslado de su altar en el crucero, al altar mayor en el “trono en donde se manifestaba el Divinísimo ordinariamente”. Desde luego, Pérez Castropol no mencionó que en esos días quien presidía el altar mayor de la iglesia parroquial era la imagen de San Miguel Arcángel, patrono tradicional de Orizaba y sobre todo de la República de indios. Hasta donde sabemos el traslado no se llevó a cabo y el santo patrono de los indios siguió presidiendo la iglesia parroquial, pero sí se le concedió al Ayuntamiento la organización de la fiesta, que según sabemos por las actas de cabildo posteriores, los munícipes la financiaban pero era el mayordomo de la cofradía quien seguía ocupándose de los detalles de su organización. Paradójicamente, si por entonces las cofradías se veían prohibir tanto por las autoridades civiles y eclesiásticas los “gastos superfluos” como banquetes, convites y otros, el ayuntamiento pagó justamente una celebración con uno de esos elementos que solían tenerse por “profanos” para una fiesta religiosa: los fuegos artificiales.

Así pues, en las décadas finales del siglo XVIII, los vecinos de la villa de Orizaba comenzaron a ver brillar en el cielo decembrino fuegos en honor de la que era a la vez la fiesta de una inmemorial devoción y el prestigio consolidado de los regidores españoles.

Los toros de San Miguel en disputa

 

Antigua parroquia de San Miguel, actual Catedral de Orizaba.

En el siglo XVIII, la villa de San Miguel Orizaba celebraba a su santo patrono al menos en tres ocasiones durante el año, con motivo de su fiesta principal en septiembre, con motivo de su aparición en mayo y sobre todo en diciembre, sin que hasta ahora haya podido averiguar el motivo. Las dos primeras eran responsabilidad de la cofradía que lo tenía por titular, y que con ese motivo organizaba en mayo las vísperas y misa solemne con sermón, y en septiembre su novena y unas lucidas vísperas, maitines, misa, sermón y procesión, todo con amplio acompañamiento de sacerdotes, bajo los acordes del órgano y cantores de la parroquia, y con abundantes luces, según consta en el libro de gobierno de la cofradía. Más la fiesta de diciembre era aún más lucida si cabe, e incluía no sólo “funciones de Iglesia”, como se decía entonces, sino que también, después de llevar a San Miguel en procesión alrededor de la plaza principal, se celebran dos días de corridas de toros debidamente presididas por el santo titular, cuya imagen era colocada en el lugar de honor del tablado que se levantaba para la ocasión.

Nada de ello era particularmente raro en una época en que las imágenes religiosas estaban por doquier, en la que el espacio público era constantemente convertido en escenario de fastos al mismo tiempo sagrados y profanos, todo a cargo de corporaciones religiosas, y también civiles, que contaban para ello con sus particulares bienes, leyes y autoridades y que compartían unánimemente una cultura religiosa que valoraba profundamente este tipo de despliegues sensibles.

Más en la villa de Orizaba del siglo XVIII se fue formando también, a lo largo del siglo, una élite devota, de españoles, que obtenía sus recursos del comercio y del cultivo del tabaco, que también participaba y muy activamente en corporaciones religiosas y civiles, sobre todo en la orden tercera franciscana y, en lo civil, en el Ilustre ayuntamiento fundado en 1764. Desde esta última fecha, la élite española disputó constantemente con los “indios” el control del espacio público orizabeño, en una serie de controversias que, en el marco de esta cultura religiosa, no podía sino tener por objetos principales las fiestas y “funciones” religiosas y por escenarios los templos más importantes. Se disputaban así el control de la parroquia, las preeminencias en los rituales festivos, la antigüedad de sus símbolos y la historia misma de la villa de la que eran testimonio las propias corporaciones religiosas. Y como los toros de San Miguel de diciembre eran acaso el más importante despliegue festivo de los “indios”, también se convirtieron en objeto de la disputa.

Así, en diciembre de 1778, apenas a unos días de la celebración, los cosecheros de tabaco de Orizaba solicitaron al magistrado real, el alcalde mayor José Antonio Arzú y Arcaya, que prohibiera tales festejos por los “gravísimos perjuicios” que ocasionan. Cierto, los cosecheros citaron como uno de sus argumentos la falta de mano de obra para el trabajo de sus campos, un asunto no menor siendo entonces el tabaco monopolio de la Corona: la ausencia de los “indios” provocaría el atraso de una cosecha que importaba de manera particular al Real erario, y que era el principal sustento de los vecinos de la provincia orizabeña. La fiesta por tanto era nociva al “bien público”, tal y como se concebía éste entonces, como el bien de la comunidad local.

Desjarrete de la canalla con lanzas, medias-lunas, banderillas y otras armas, Francisco de Goya, Museo Nacional del Prado.

Más hubo otro argumento más grave y que ocupa más espacio en el escrito presentado por los cosecheros. Las corridas, decían, eran “ocasión de escándalos y ofensas a Dios” y por tanto “opuestas al primer objeto del gobierno, que es sostener la religión, celando la puntual observancia de los divinos preceptos”. Fieles devotos como eran, hermanos muchos de los firmantes de la orden tercera franciscana, les preocupaba, por una parte, la extensión de los pecados públicos que traían consigo las corridas, decían: “la vanagloria y la ira, la gula se excita, se conmueve la lujuria y se franquean ocasiones de poner en práctica sus más detestables movimientos”. En segundo lugar y más aún, les preocupaba el debido respeto de los símbolos y tiempos de lo sagrado. Si se trataba, como era el caso, de honrar al santo patrono, recordaban: “las festividades de los santos se deben celebrar con divinos cánticos espirituales, regocijos y obras piadosas, y no en manera alguna con las que son ocasión de pecados”. En particular llamaron la atención al trato dado a la imagen de San Miguel Arcángel, cuya presencia en la plaza arriesgaba, decían, un “supersticioso abuso”. En fin, denunciaban el manejo poco honesto de los bienes de los “indios”, pidiendo cuentas de la administración de limosnas, “derramas” (es decir, las contribuciones prorrateadas entre los “indios”) y otras contribuciones que ellos cobraban y con las que se financiaba la corrida.

Como cabía esperar, la república de indios salió a la defensa de su fiesta más importante, aunque centrando su argumentación en la denuncia de lo que calificó de “imposturas” de sus enemigos españoles. Cabe decir que si bien conocemos poco del cabildo de indios de Orizaba, es claro que durante toda ésta época no le faltaron respaldos, y que contaba con suficientes recursos para llevar su defensa, en la propia villa, en México y en Madrid, donde tuvo varios años procuradores velando por sus intereses. Sobre todo, el cabildo de indios manejaba también, y con gran soltura, los argumentos religiosos que le oponían los españoles. Citemos tan sólo un ejemplo a propósito de las corridas de toros, utilizado por ellos para descalificar la acusación de excesivo apego a estas festividades.

Justo un año antes de la protesta de los cosecheros, en 1777, a finales de octubre, cuatro frailes franciscanos habían pasado a predicar una misión en Orizaba, y en noviembre de 1778, dos de ellos dieron a los indios sendos certificados de buena conducta, en los cuales el superior de la misión los calificaba de “tan civilizados y políticos que dudo la ventaja en los pueblos más instruidos españoles”. Y es que la república de indios en su conjunto había salido a recibir a los frailes, acompañándolos en procesión hasta la iglesia parroquial junto con sus hijos, alumnos de la escuela de primeras letras propia de la república de indios, quienes iban ordenadamente cantando las alabanzas de la Virgen propias de los misioneros, quienes quedaron desde luego conmovidos. En los siguientes cincuenta días, acompañaron a los frailes a las otras iglesias, los principales de la república asistieron a los sermones y demás actos de la misión, se confesaron y comulgaron la mayoría de ellos, y en fin, por recomendación del superior de los misioneros, sugerida por los vecinos españoles, aceptaron suspender por ese año los toros de San Miguel.


Frailes en procesión, Francisco de Goya, Museo Nacional del Prado.

En su certificado el misionero no omitió decir que, faltando las corridas, los españoles propusieron representar comedias, para gran escándalo de los religiosos, que veían con mayor sospecha al teatro que a los toros. “Al punto tomé la resolución de escribir al señor obispo, significándole las fatales consecuencias que se seguían de las comedias en tales circunstancias”, escribió el fraile, que efectivamente obtuvo que el obispo de Puebla adelantara su visita a la villa de Orizaba y “con esto se ahuyentaron los comediantes y quedó en tranquilidad toda aquella villa”.

Así, en estas disputas en el seno de una misma cultura religiosa, como los españoles y más que ellos, los indios de Orizaba podían ser también fieles devotos, obedientes a los mandatos clericales, preocupados por el respeto de los tiempos sagrados.

Para terminar volvamos a la defensa de los toros de San Miguel, en la cual los principales orizabeños no omitieron recordar que cuatro años antes en 1774, los españoles habían obtenido para Orizaba el título de villa y lo habían celebrado también con corridas, “que por ser suyas permitió Dios que no hubiera pecados ni ofensas suyas como en las nuestras”, asentaron no sin ironía. La justicia estuvo de su lado: el alcalde mayor falló a su favor por un auto del 17 de diciembre, y aunque no sin las protestas y apelaciones de los cosecheros, que habrían de llevar el expediente hasta el Consejo de Indias, San Miguel Arcángel volvió a presidir las corridas de su fiesta en la villa de Orizaba en 1778.

José María Mendizábal



La entrada de hoy está dedicada a un personaje particularmente anónimo del siglo XIX veracruzano, o mejor dicho orizabeño: el teniente coronel José María Mendizábal, laico devoto que ilustra bien algunas tendencias de la historia religiosa de ese siglo.

Militar retirado, Mendizábal había sido oficial de las milicias realistas durante la guerra de independencia, si bien su carrera de armas no ha dejado testimonios particularmente relevantes. En cambio, fueron sus cargos civiles los que nos permiten acercarnos en alguna medida a su figura. Ocupó cargos en el ayuntamiento constitucional de Orizaba a partir de 1820 como síndico. Conviene recordar que se trataba de una corporación nueva, electiva, que venía a sustituir al viejo ayuntamiento privilegiado formado por regidores perpetuos, en el marco del régimen de la Constitución de Cádiz. Siendo militar, se le encargó la comandancia de las milicias cívicas, es decir, el cuerpo armado bajo la tutela del ayuntamiento, que debía respaldar el nuevo orden liberal.

Así, Mendizábal se integró a la élite de “ilustrados” que controlaron el ayuntamiento orizabeño en los años siguientes, y se hizo notar entre ellos, especialmente en sus cargos en los ayuntamientos de los años 1826 y 1832.  Fue, por ejemplo, miembro de la comisión encargada de la introducción del alumbrado público y de la organización del cuerpo de serenos, llevando buena parte de la responsabilidad de ambas tareas, sobre todo la primera. Luego de dejar el ayuntamiento en 1826, comenzó a identificársele con las facciones que por entonces comenzaron a dividir la vida política local. Devino por entonces enemigo de los liberales radicales, cercanos a la masonería yorkina, y autodenominados “patriotas”; de hecho, Mendizábal aparece en las crónicas locales como uno de los “escoceses”, la facción rival, denominada así por su supuesta (y nunca reconocida) cercanía con las logias masónicas de ese rito. En cualquier caso, es cierto que tuvo un papel importante en las querellas de facciones, sobre todo en 1828 cuando fue nombrado jefe político interino tras el arresto de Ignacio María de Soria, uno de los líderes “patriotas”. En ese cargo, apoyó la anulación de las elecciones legislativas de julio de 1828, en las que los “patriotas” orizabeños habían logrado imponerse.

Militar, munícipe, liberal moderado, queremos destacar sobre todo que era un hombre cercano al clero, e incluso un devoto defensor del catolicismo. Hombre religioso, era miembro de la Congregación del Alumbrado y Vela del Santísimo Sacramento, que como su nombre indica, tenía por obligación el culto eucarístico. Devoción a la vez tradicional y nueva, tradicional pues era sin duda uno de los símbolos más importantes del catolicismo desde el siglo XVI cuando menos, era nueva pues este tipo de congregación no aparece en México sino hasta principios del siglo XIX, caracterizándose en Orizaba por no tener otras obligaciones más que las religiosas. Contrario a las corporaciones de seglares de Antiguo Régimen, los congregantes no se reunían sino para el culto, sin tener fiestas o banquetes al estilo de las cofradías, ni bienes ni limosnas cuya administración los distrajera de su fin primordial.

Mas Mendizábal, en tanto católico, no sólo oraba semanalmente ante la Eucaristía, sino que además su devoción tenía consecuencias en sus actividades públicas. Así, jugó con frecuencia un rol de intermediario ante el clero. Transmitía las solicitudes de los clérigos ante esa corporación, y al contrario, negociaba con el párroco las solicitudes de los munícipes y vecinos. Se ocupó por ejemplo del asunto de las joyas de la parroquia que el párroco Isidro Antonio de Icaza había llevado consigo a la Ciudad de México para repararlas cuando se convirtió en capellán de la corte imperial en 1822. Transmitió también solicitudes a propósito del agua de la fuente y de las casas de los padres carmelitas orizabeños.

Sobre todo, se hizo notar siendo alcalde en 1826, cuando su “celo religioso” lo opuso al representante del Estado, el jefe político Vicente de Segura, pero también al de la Iglesia, el párroco Francisco García Cantarines. Con el primero por haber arrestado a ciertos “extranjeros” a quienes confiscó unas “estampas obscenas y otras cosas prohibidas por nuestra religión”, siendo que esto era facultad exclusiva del jefe político; con el párroco, porque osó presidir, “con escándalo de los concurrentes”, el cabildo de la cofradía de San José, una responsabilidad exclusiva del jefe político. Denunciado por estos dos hechos en la sesión de cabildo del 27 de febrero de 1826, tuvo lugar entonces una “viva discusión” entre el jefe político y Mendizábal, cuyo resultado fue la salida de éste último y su rechazo a cumplir con su cargo durante tres meses. Un poco más tarde, en septiembre, logró oponerse a las condiciones que el ayuntamiento quería imponer al proyecto de establecer un convento de religiosas carmelitas en Orizaba; en concreto, se les quería imponer la obligación de educar niñas, siendo que se trataba de una orden contemplativa. Ante un ayuntamiento que no veía sentido alguno en fundar un convento cuyas monjas, en palabras del presidente de la sesión, “no serían útiles sino a sí mismas”, Mendizábal insistió en preservar el papel tradicional de los conventos femeninos.

En fin, la devoción de nuestro personaje dejó testimonio no sólo en las controversias de la época, sino también en los espacios sagrados. En los años 1830, sabemos que el teniente coronel Mendizával tuvo también un rol principal en la construcción y decoración de los templos. Financió dos retablos para la nueva capilla de la Escuela de Cristo y el baldaquín para la imagen del Señor del Calvario. Un poco más tarde emprendió la construcción de la segunda capilla anexa a la iglesia parroquial, la del Sagrado Corazón de Jesús, para la que hizo donación de todos los ornamentos de su oratorio familiar, y donde fue enterrado a mediados del siglo, como podemos ver en la placa que hasta hoy existe en la ahora Catedral de Orizaba.

Hombre de devociones nuevas, defensor de la tradición, apoyo del clero, constructor de capillas, unas décadas atrás Mendizábal hubiera sido uno de los notables unánimemente reconocidos de la villa de Orizaba. Sin embargo, vivió ya en un régimen liberal, que él mismo ayudó a construir a nivel local, y por tanto en medio de las controversias sobre el lugar de la religión en el nuevo orden que hicieron de él, cierto un “hombre de bien”, pero al mismo tiempo un rival político, miembro de una facción identificada por un catolicismo tenido a veces por “fanatismo” por sus rivales. Mendizábal pues, resulta un testimonio de los avatares del catolicismo en tiempos de los primeros pasos de la secularización.

Un milagro tabaquero

En otras oportunidades he mencionado el carácter protector de la religión católica y de sus ministros sobre los bienes y, claro está, sobre los propios fieles de tiempos novohispanos. Aquí un ejemplo muy concreto, de Orizaba, la villa que, junto a Córdoba, tenían el privilegio de ser las únicas jurisdicciones donde podía producirse el tabaco en la segunda mitad del siglo XVIII, pues éste había sido “estancado”, es decir, declarado monopolio del rey en 1765. En consecuencia, la mayor parte de la economía de ambas villas giraba en torno al tabaco. Existe en el Archivo General de Indias (MP-México, 750), un mapa que ilustra bien el cultivo del tabaco, que no puedo publicar aquí por razones legales, pero que está disponible a todo público gracias al PARES, el sitio de los archivos españoles.

Ahora bien, la Corona contrataba la siembra a partir de un número fijo de matas, determinando de antemano el precio, que variaba según cada una de las tres calidades de tabaco determinadas por los funcionarios del monopolio. La siembra se repartía entre los cosecheros de tabaco de ambas villas, quienes al inicio enviaban periódicamente a sus diputados para negociar los términos del contrato, pero después la Corona prefirió negociar individualmente. Los cosecheros, cuyo nombre les venía muy bien pues normalmente no producían directamente el tabaco, financiaban a su vez un cierto número de “aviados”, rancheros que podían sembrar gracias a la licencia de los cosecheros, a quienes entregaban la producción en su estado bruto (“en berza”), desde luego por un precio muchísimo menor al que pagaba la renta, para que luego ellos se ocuparan del beneficio: había que secar las hojas para luego empacarlas formando tercios, una operación que tenía lugar en casas de beneficio, construcciones más bien endebles, únicamente destinadas a proteger la valiosa hoja de la intemperie.

Pues bien, en este delicado momento de la producción, del cual dependía toda la organización del tabaco, una granizada amenazó la villa y con ella el tabaco, en la primavera de 1793. Pero felizmente las oraciones de un frailes acudieron a la protección de los fieles orizabeños, como vemos en esta nota de

Gazeta de México, tomo V, núm. 36, del 24 de mayo de 1793

Orizava, 4 de mayo.

Sin embargo de haberse anticipado las aguas en esta villa y sus inmediaciones desde mediados el anterior abril, se han sentido en medio de ellas unos calores excesivos, vientos bastante fuertes, y principalmente el que llaman del sur, bien conocido por los estragos que en otras ocasiones ha causado a las sementeras de tabaco. Entre una y dos de la tarde del 30 del mismo se obscureció de tal forma la población que fue necesario encender las luces; cáusala una terrible nube, que asomándose por el norte de la serranía de la Escamela, que dista menos de medio cuarto de legua, y conjurada por un religioso, mirando el riesgo que amenazaba, resultó abrirse hacia la falda de dicha serranía en el rancho de labor y ganado vacuno nombrado El Espinal, despidiendo tan extraordinario granizo que maltrató dicho ganado, a quien le corría la sangre, rompió la cabeza a uno de los mozos, sacó a otro de sentido, casi desnudó los árboles, y cegó todas las zanjas, siendo el más común peso de los granos el de 4 hasta 6 onzas; cosa jamás vista por los más ancianos del vecindario. De suerte que si esto se hubiera verificado en la población, la pérdida habría sido irreparable en la de los tabacos contratados, respecto a que los techos de las casas no habrían podido resistir el enorme peso que causaría, y una vez maltratados, quedarían expuestos sus interiores a los fuertes aguaceros que continuaron en el resto de la tarde”.

Orizava

Antes que otra cosa debo aclarar que el título de la entrada no es un error ortográfico, sino que está escrito intencionalmente retomando la ortografía del siglo XIX. En efecto, durante la mayor parte de ese siglo no solía escribirse “Orizaba” sino “Orizava”. Y es que en esta ocasión me gustaría hablar un poco de la parroquia que ha sido mi objeto de estudio desde hace ya algunos años, y a la que estoy dedicando ahora mi tesis.

“Concordia de Capellanes del Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe”

https://www.turimexico.com/estados-de-la-republica-mexicana/veracruz-mexico/monumentos-historicos-en-veracruz/iglesia-de-la-concordia-veracruz/

Tratándose de la que es, hasta hoy, la ciudad con más templos católicos del estado de Veracruz, debería ser evidente la importancia de estudiar su historia religiosa; sin embargo, no ha sido necesariamente el caso. De hecho, aparte de los cronistas decimonónicos (Joaquín Arróniz y José María Naredo) y algún otro más reciente, somos más bien pocos los que nos hayamos interesado por ese aspecto de la vida orizaveña. Es algo lamentable, pues es una historia muy rica, que tiene fuentes abundantes, aunque algo dispersas, y desde luego, es un asunto que no ha perdido actualidad.

Cabría decir ante todo que Orizava, la del siglo XVIII y XIX, es un magnífico ejemplo de hasta qué punto la vida urbana no podía concebirse sino bajo el marco religioso de la catolicidad. Hacer su historia, por tanto, es hacer la historia de la parroquia, de las capillas, de los conventos, de las cofradías y demás corporaciones religiosas, que fueron las constructoras de la villa a principios del siglo XVIII. Así es, a pesar de los esfuerzos de esas mismas corporaciones por prolongar su historia hasta hacerla remontar al siglo XVI, o incluso antes; a pesar de los cronistas decimonónicos, que retomaron esos testimonios un siglo después sin crítica alguna, como ha hecho también algún ingenuo estudiante de historia en su trabajo recepcional. A pesar de todo ello, la historia orizaveña empieza en realidad en las primeras décadas del siglo XVIII, cuando se introduce el cultivo del tabaco para aportar el “pasto material”, y comienza la construcción de templos para completar el “pasto espiritual”, por decirlo con los términos de la época.

Fue entonces que comenzaron a construirse las iglesias monumentales que subsisten hasta hoy: la del hospital de San Juan de Dios, la parroquia (actual catedral) de San Miguel Arcángel, el santuario de Guadalupe (La Concordia), el convento del Carmen. Comenzó también la construcción de las capillas, tanto en el centro de la nueva urbe (la del Rosario, anexada posteriormente a la parroquia), como en sus márgenes: las de Dolores, San Antonio de Padua, Santa Ana, Santa Gertrudis. Hubo, claro está, un segundo impulso constructor a principios del siglo XIX, que fue el que permitió la conclusión de varios de esos templos, además de otros nuevos, como la nueva capilla del Calvario y el Colegio apostólico de San José de Gracia.

Al paso que se iban construyendo todas estas iglesias, no sólo se elevaban cúpulas y campanarios, que ya era bastante en una población que apenas pasaría de los diez mil habitantes a finales del siglo XVIII. Además, se abrían plazas, se introducían cañerías y se colocaban fuentes, se trazaban las calles para darles acceso, elementos todos que, junto con los barrios que en torno a ellas se formaban, adquirieron desde luego el nombre del santo patrono o de la advocación mariana a la que estaban dedicadas.



Estas obras además eran producto de esfuerzos colectivos que reunían a devotos grandes y pequeños. Las iglesias y sus anexos eran levantadas con las limosnas de unos y el trabajo de otros, o incluso directamente con el patrocinio de los notables. Ahí está la iglesia de San Antonio, obra en buena medida de la familia Sesma, del marquesado de Selva Nevada. En contraste, la iglesia parroquial fue levantada con el trabajo conjunto de las dos repúblicas, es decir, la de españoles y la de indios, lo que la haría el teatro de largas disputas ceremoniales a lo largo del siglo.

Ya desde entonces y hasta mediados del siglo XIX cuando menos, las iglesias y la villa entera serían el escenario constante de los fastos barrocos de numerosas corporaciones, de religiosos, de clérigos, pero sobre todo de seglares, que sacralizaban constantemente el espacio público e incluso el territorio en su conjunto. El viajero que arribara por entonces a Orizava, procedente sin duda de Veracruz, no tardaría en escuchar las numerosas campanas que caracterizaron pronto el paisaje sonoro local, e incluso sería recibido en la barranca de Villegas, es decir, antes siquiera de entrar al espacio urbano, por la imagen de San Miguel Arcángel, propiedad de la cofradía del mismo nombre. Quien recorriera sus calles, no tardaría en cruzarse con alguna procesión, festiva o de rogativa, reuniendo a numerosos fieles, o sólo un selecto grupo de devotos rezando un rosario o un vía crucis. Si se quedaba algún tiempo, no tardaría en notar las disputas que se tejían entre las corporaciones o al interior incluso de ellas, con un reflejo muy claro en las grandes ceremonias eclesiásticas. Cierto, notaría sin duda la presencia de un clero local importante, hijos de notables con estudios en el seminario de Puebla, y un bachillerato de la Universidad de México.


Por ejemplo, los clérigos del santuario de Guadalupe, reunido en el Oratorio de San Felipe Neri (fachada actual en la imagen), célebre por la emoción con que cantaban las Lamentaciones en la Semana Santa. Pero también frailes de origen peninsular, como los severos carmelitas, de origen novohispano como los siempre escandalosos juaninos, o ya al final del siglo, de origen mallorquín, como los franciscanos, célebres por sus espectaculares misiones de Cuaresma. Sin embargo, todos ellos e incluso el señor cura párroco, vicario foráneo y juez eclesiástico de la villa (que los hubo muy notables en orígenes, letras y empeños) no tenían fácil control sobre ese pequeño mundo tan heterogéneo de cofradías y hermandades, de cabildos de indios y de españoles, sobre quienes apenas el rey se hacía presente de cuando en cuando. Tendría que pasar una guerra civil, e incluso una revolución, la liberal claro está, para que las constructoras de la urbe, las corporaciones religiosas fueran desplazadas progresivamente, en el siglo XIX, por nuevas instituciones, las del liberalismo triunfante.

Párroco y diputado

Hablé sobre de un personaje un tanto olvidado de la historia religiosa veracruzana, fray Juan Benaventura Bestard. Entonces era mi intención dedicar una serie de entradas consecutivas a retratos semejantes, pero habiendo tanto de qué hablar no había encontrado oportunidad de volver sobre este tipo de asunto. Ahora quisiera hacerlo dedicando esta entrada a quien sería uno de los eclesiásticos rivales de los misioneros apostólicos del padre Bestard, ni más ni menos que el Dr. Francisco García Cantarines.

Nacido en la villa de Córdoba en 1767, Francisco Martín Cipriano García Cantarines y Mateos, según reza su partida de bautismo, siguió la carrera clerical clásica de su tiempo para alguien con una posición social más o menos acomodada. Y es que hacían falta recursos para estudiar fuera de su patria, en el Seminario de Puebla, y para obtener los títulos de la Real y Pontificia Universidad de México, que por entonces era la única que podía expedirlos. En ella obtuvo el bachillerato en Artes en 1790, que entonces era el título universitario más común entre los clérigos y el punto de partida para una verdadera carrera importante. Entró a la Facultad de Teología, donde se tituló bachiller en 1793, licenciado y doctor en 1797, según los registros de la Universidad. Como muchos clérigos de entonces permaneció algún tiempo impartiendo cursos en el seminario de Puebla o asistiendo como sinodal a exámenes universitarios.

Clérigo pues con estudios universitarios, pasó luego a servir curatos ya en los primeros años del siglo XIX. La guerra de 1810 lo sorprendió siendo párroco de Zacatlán, donde adquirió celebridad por su empeñada lealtad a la causa realista en un pueblo que se convirtió en cuartel de los insurgentes en la sierra poblana. Combatió enérgicamente a los insurgentes desde el púlpito, e incluso llegó a negarles los sacramentos, particularmente el matrimonio, y logró mantener contacto con las autoridades realistas llegando a proponer que fuera la Inquisición la que juzgase a los “infidentes”, con lo que convertía literalmente a la insurgencia en delito contra la fe. Sin embargo, si nos atenemos a testimonios como los de Carlos María de Bustamante, que lo conoció entonces, se diría que los insurgentes lo reconocían como un enemigo leal, e incluso respetable sobre todo visto su empeño en atender a sus feligreses durante la epidemia de 1813. Por todo ello, podría decirse que el doctor Cantarines era entonces un párroco modelo: fiel al rey, servicial con sus feligreses (a los que no abandonó ni por la guerra ni por la epidemia) y leal también a la jurisdicción eclesiástica.

Sin embargo, como muchos otros párrocos de la época, no fue inmune a los cambios que se venían sucediendo y al realista intransigente de principios de la década de 1810 le sucederá un liberal moderado a principios de 1820. El doctor Cantarines pasó de párroco a diputado en 1821 cuando fue electo para las Cortes españolas por la provincia de Oaxaca. Más no llegó a embarcarse, pues permaneció en Veracruz, involucrado según parece en los planes que algunos diputados fraguaban de proclamar la independencia e instalarse como congreso en la ciudad porteña. Casi sin solución de continuidad pasó de representante en las Cortes monárquicas a diputado del primer Congreso constituyente de México una vez consumada la independencia, y más tarde diputado constituyente de Veracruz por su natal Córdoba en 1824.

Aunque incluso obras recientes sobre el primer federalismo veracruzano suelen olvidar su nombre, o bien lo secularizan post mortem (aparece a veces como doctor en medicina y no como doctor en teología), su labor en el Constituyente fue muy importante. Incluso se ganó elogios de la prensa como un “promotor del progreso”. En efecto trabajó mucho por consolidar la nueva soberanía estatal, paradójicamente incluso ante la jurisdicción eclesiástica. Él era presidente del Congreso cuando éste aprobó que los diezmos otrora de la Corona española eran a partir de entonces propiedad del Estado, y fue parte de los que impulsaron la intervención civil en la provisión de beneficios eclesiásticos bajo la forma del derecho de exclusiva, a pesar de las protestas del obispo de Puebla, Antonio Joaquín Pérez. Su relación con éste, por cierto, no fue precisamente buena de ahí en adelante.

Ironías de la vida, el asunto de la exclusiva lo afectó a él personalmente cuando optó por permutar su curato de Zacatlán por otro en territorio veracruzano, el de Orizaba. Llegó ahí a mediados de 1825, cordialmente recibido por el ayuntamiento, que incluso insistió en acelerar todo lo posible los trámites de su llegada apenas se supo de dicha permuta. También la prensa de la época se congratuló del arribo de un hombre de “caridad bien ordenada”, capaz sin duda de promover “las semillas fecundas de la prosperidad y de la riqueza” de la villa orizabeña.

Y hay que decir que correspondió a las expectativas: reconociendo la igualdad de derechos de todos los ciudadanos, puso bajo contrato a los ahora llamados “indígenas” al servicio de la parroquia en sustitución de los antiguos servicios personales gratuitos; asimismo, cuando se planteó la posibilidad de abrir un convento de monjas carmelitas en Orizaba sugirió que se les pidiese que se dedicaran a la enseñanza de niñas para encontrarles algún destino de “utilidad”. Apreciado por el jefe político local, Vicente de Segura, quien decía de él que era “un eclesiástico benemérito por su opinión [y de] patriotismo bien conocido”.

Por supuesto, su liberalismo no simpatizaba a todo mundo. El propio Vicente de Segura denunció que los franciscanos del Colegio Apostólico de San José de Gracia de Orizaba no tenían en ningún aprecio al párroco, e inclusive lo manifestaban públicamente en el púlpito. Opositores firmes del liberalismo, los religiosos encuadraban al clérigo en el marco que mejor conocían: para ellos no era sino un “hereje jansenista”. Hereje o no, el doctor Cantarines fue también parte de las disputas entre los grupos políticos locales. Llegó a ser criticado por la prensa radical, ligada a la masonería de rito de York (los yorkinos), que lo acusaba de ser un “promotor de la discordia” por haber lanzado críticas desde el púlpito contra sus representantes en Orizaba. Se le identificaba como un hombre del partido opuesto, el de los escoceses, que en una nueva paradoja, estaba integrado en Orizaba en buena medida por antiguos insurgentes. Su nombre fue mencionado en el intento de pronunciamiento de estos últimos a principios de 1828, pero no llegó a ser procesado.

No pasó mucho tiempo antes de que abandonara Veracruz para obtener una canonjía en la catedral de Oaxaca. Sobre esa última etapa de su vida tenemos pocos datos, pero lo que más resalta es que ocupara la rectoría del Instituto de Ciencias y Artes de ese estado en una época en que tuvo entre sus alumnos a algunos de los futuros liberales de mediados del siglo XIX, el más célebre, Benito Juárez. Realista, liberal, escocés, hombre de carrera clerical (que culminaría bien con el título de obispo de Hippos en 1845) y política, el doctor García Cantarines ilustra bien las ambigüedades de esa generación de principios del siglo XIX.

 

http://historiadelcatolicismo.info/tag/la-ciudad-y-su-religiosidad/page/2/

https://sic.cultura.gob.mx/ficha.php?table=catedral&table_id=74

https://www.mexicoescultura.com/recinto/52117/museo-de-arte-del-estado-de-veracruz.html

 




 


















No hay comentarios:

Publicar un comentario

  ¿Quiénes son los fascistas? Entrevista a Emilio Gentile   En un contexto político internacional en el que emergen extremas der...