APUNTES
DE HISTORIA DEL CATOLICISMO
Orizaba
y Roma en el siglo XVIII
A lo largo del siglo XVIII, los fieles de la parroquia de San Miguel
Orizaba, como la mayor parte sin duda de los católicos del mundo hispánico,
tuvieron poco contacto con la Capital de la Cristiandad, con Roma. Conviene sin
duda tenerlo presente, de manera general, la Santa Sede se relacionaba con los
reinos americanos por intermediación del rey católico, en su calidad de Patrono
de la Iglesia y otros títulos. Según las leyes, los documentos pontificios
debían previamente obtener el permiso del Consejo de Indias para solicitarse a
la Santa Sede, y una vez expedidos, obtener el pase del propio Consejo.
Asimismo, contrario al rey, tan presente en las celebraciones litúrgicas hasta
de las más pequeñas parroquias americanas, era más bien excepcional o propio de
las grandes catedrales la celebración de los eventos de la Casa Pontificia.
Así, en principio, Roma estaba ausente del ceremonial y muy mediatizada en sus
documentos. Sin embargo, éstos existen: a lo largo del siglo XVIII al menos
cuatro corporaciones religiosas orizabeñas obtuvieron diversos documentos
romanos, tanto más significativos pues nos permiten ver qué se esperaba de la
Ciudad Eterna en una villa novohispana de la época.
La primera ocasión de la que tenemos noticia de la llegada a Orizaba de
un documento romano data de 1732, y es ya de hacerse notar que no se trata de
un documento papal sino de una patente del ministro general de la Orden de
Predicadores, es decir, de los dominicos, fechada en Roma desde el 26 de
noviembre de 1727. En ella, fray Tomás Ripoll, concedía a los fieles orizabeños
la licencia para fundar la cofradía de Nuestra Señora del Rosario de Orizaba,
con la participación de todas las indulgencias concedidas a dichas cofradías
fundadas por los padres dominicos en todo el orbe católico. Cabe decir, la del
rezo del Rosario es una devoción tradicionalmente atribuida a Santo Domingo de
Guzmán, el fundador de la orden (a quien vemos aquí en la imagen de la capilla
que le está dedicada en la Basílica de Santa María sopra Minerva de Roma), de
ahí que se recurriera a la más alta autoridad de los religiosos para legitimar
la fundación de esta nueva corporación. Devoción de especial relevancia en la
Reforma católica, se destaca por varias razones: es una práctica de meditación,
ahí donde ese movimiento religioso había impulsado precisamente prácticas
espirituales e interiores; es también la difusión de una serie de imágenes y de
una ornamentación de los espacios sagrados, pues en la capilla de la cofradía
debían tenerse presentes las de los 15 misterios y la de Santo Domingo; es en
fin, y lo recordaba bien el general dominicano, la integración en una
celebración del mundo católico en su conjunto, la del 30 de octubre, en conmemoración
de la victoria de Lepanto contra los turcos, obtenida según la tradición por
intermediación de los rezos del Rosario. Por supuesto, es también la
integración en las indulgencias de los cofrades, esto es, en los diversos
perdones generales y parciales de los pecados de los devotos. La patente así,
es de alguna forma una evidencia clara de la legitimación en Roma de la
construcción del espacio sagrado orizabeño que tiene lugar a lo largo de la
primera mitad del siglo XVIII y de la consolidación de sus corporaciones de
seglares.
Más no sólo los seglares obtuvieron su validación en Roma: las dos
corporaciones de clérigos de la villa de Orizaba, la Congregación de San Pedro
y el Oratorio de San Felipe Neri, recurrieron al Papa para obtener su confirmación.
De hecho, en el primer caso, los sacerdotes congregantes obtuvieron el breve
pontificio del 24 de septiembre de 1751 del Papa Benedicto XIV, pero nunca
(hasta donde sabemos al menos) una real cédula que validara la fundación por
parte de la Corona. El breve pontificio era en realidad su único documento
fundacional, y no era sin duda un asunto menor: el clero local, el “cabildo
eclesiástico de la villa” como se le denominó en alguna ocasión, entendía así
que su legitimación le venía en principio de la Tiara y no tanto de la Corona.
Por su parte, los padres oratorenses, que sí que contaron con la
licencia del rey para su fundación, obtuvieron asimismo un breve de
confirmación del Papa Pío VI del 2 de junio de 1775. Es posible que actuaran
entonces en comunicación con otros Oratorios novohispanos, pues los de México y
Guanajuato obtienen también breves pontificios en 1776 y 1777. Acaso contarían
allá también con la colaboración de la casa original de este tipo de
congregaciones, la de la Iglesia Nueva de Roma (cuyo interior actual vemos en
la imagen). Sea como fuere, los oratorenses obtienen también dos breves de
indulgencias perpetuas para ellos, uno para su santuario, el de Nuestra Señora
de Guadalupe, para los fieles que acudieran ante sus altares en sus fiestas.
Mas en ese sentido, la corporación que mayor número de breves
pontificios obtuvo, ya casi al final del siglo, es nuevamente una corporación
de seglares, la cofradía de las Benditas Ánimas del Purgatorio y Santos
Ángeles. Ésta, acude a Roma a solicitar del Papa Pío VI un amplio y diverso
número de indulgencias. Muestra de que ese proceso de consolidación de
corporaciones de seglares devotos continuaba, los cofrades obtienen al menos
siete breves entre 1795 y 1796, de los que conocemos los cinco fechados en la
Basílica de Santa María la Mayor (que vemos en la imagen) el 1o de septiembre
de 1795. Ellos nos informan de las prácticas religiosas de los cofrades y
fieles orizabeños en general: exposición del Santísimo Sacramento el día de San
Camilo Lelis, patrono de los agonizantes; octava de los Fieles Difuntos; fiesta
de los Ángeles Custodios, en todas las cuales los breves conceden indulgencias
perpetuas para todos los fieles. Desde luego, hay beneficios pedidos
exclusivamente para los hermanos: indulgencia plenaria para el día de la
comunión general mensual, e indulgencia extendida para todos los hermanos
ausentes y difuntos.
Cierto, la naturaleza misma de los documentos nos impide conocer a
detalle si quienes los tramitaron buscaron acaso hacer un peregrinaje, para
besar el pie del Papa, por ejemplo, cuál era la costumbre en la época de los
peregrinos en Roma, para adquirir reliquias suyas o de los mártires de las
catacumbas (aunque si así fue, no llegaron a Orizaba que sepamos). En ese
sentido, si nos atenemos a estos indicios, uno diría que, más que una devoción
al Papa, la idea de los fieles orizabeños tenían de Roma es ante todo la de una
fuente de indulgencias y privilegios, legitimación al más alto nivel de las
corporaciones locales que dominaban por entonces el espacio público de la
villa.
Un clero ejemplar: el de Orizaba del siglo XVIII
En el siglo XVIII la villa de Orizaba contó con un clero secular
relativamente abundante. Eran 45 en 1757 y 50 en 1762, y aunque fueron
disminuyendo en las décadas siguientes, 23 en 1777 y 20 en 1791, esa falta fue
compensada por el aumento en el número de frailes que residían en la villa en
los últimos años de ese siglo. Ahora bien, sin duda el más importante de este
contingente de sacerdotes era el cura y juez eclesiástico de la parroquia de
San Miguel Orizaba, quien además ostentaba el cargo de vicario foráneo del
obispo de Puebla. El párroco se hacía notar por su calidad de juez, que podía
ostentar visiblemente en el bastón que le correspondía como tal. Asimismo, se
hacía notar por sus ingresos: el curato de Orizaba se estimaba por una
parroquia pingüe en el siglo XVIII, que rendía más de cinco mil pesos, tres mil
todavía después de la separación de algunos de los pueblos más alejados en
1770. Además, al menos nueve párrocos ostentaron títulos universitarios en
teología o cánones, cuatro de licenciado y cinco de doctorado. En fin, la
parroquia contó con personalidades notables en la carrera eclesiástica a lo
largo del siglo: el promotor de la construcción del templo parroquial, Melchor
Álvarez Carvallo, terminó su carrera como canónigo de la Catedral de Puebla,
mientras que uno de sus sucesores, Francisco Antonio Illueca recibió una
parroquia principal en la misma ciudad a finales del siglo.
Al lado de un párroco de distinción entre sus congéneres, se hallaba un
clero secular organizado en dos corporaciones: la Venerable Congregación de San
Pedro y el Oratorio de San Felipe Neri. La primera se fundó en 1746, aunque sus
constituciones datan de 1754, mientras que el Oratorio lo fundaron los
capellanes del Santuario de Nuestra de Guadalupe de la villa en 1767. La
Congregación de San Pedro reunía a la mayor parte de los sacerdotes y diáconos
de la villa, por lo que en su momento llegó incluso a ser tratada como “cabildo
eclesiástico” de la misma. Una y otra corporación constituyen la prueba más
fehaciente de que el clero de la época no era un estamento aislado, sino estrechamente
vinculado con los notables locales, o incluso él mismo, en particular en el
caso de los oratorenses, estabado formado por propietarios importantes. En
efecto, los padres del Oratorio, comenzando por su primer prepósito el padre
Manuel José Ansermo, así como uno de sus principales colaboradores, el padre
Francisco Ávalos, eran propietarios de haciendas, y ellos y sus compañeros
disfrutaban de una o varias rentas de capellanías con capitales importantes.
Mas sobre todo, se distinguían por la confianza que los notables locales
(cosecheros de tabaco, comerciantes, miembros del ayuntamiento español,
oficiales milicianos, funcionarios de la Renta de Tabaco) depositaban en ellos
como albaceas testamentarios, fiadores, apoderados, etcétera.
Aunque los otros clérigos de Orizaba eran algo más modestos en sus
propiedades, los hubo también que fueron cosecheros de tabaco y comerciantes,
como el padre Antonio Joaquín Iznardo, que además fue en su día apoderado de la
república de indios de Orizaba. En la segunda mitad del siglo, dieciocho
familias de notables contaban con familiares entre los clérigos orizabeños,
incluyendo a seis familias de los regidores del ayuntamiento: los Cora, De la
Llave, Rocha, Couto, Gutiérrez de Cubas y Bringas de Manzaneda, consagraron a
Dios, literalmente, al primogénito de sus hijos y en algunos casos a más de uno
de ellos. Al igual que los oratorenses, los congregantes de San Pedro se
vinculaban a los notables como apoderados, albaceas, garantes, tutores de sus
hijos e incluso como herederos suyos a falta de otros descendientes.
Como los párrocos, los clérigos orizabeños contaron con estudios
universitarios, aunque la mayoría de ellos sólo alcanzó el más elemental de la
época, el de bachiller en Artes. Así era cuando menos desde mediados del siglo,
pues en el registro de los clérigos de la parroquia de 1757 todos eran
bachilleres, salvo un licenciado, y en 1794 un documento notarial de la
Congregación de San Pedro firmado por todos los congregantes presenta a todos
los presbíteros con el título de bachilleres. En los registros correspondientes
a ese grado de la Universidad de México aparece un contingente de orizabeños
relativamente constante en cada década del siglo desde 1740, aumentando de
manera significativa a partir de 1780, si bien es cierto que no todos siguieron
la carrera sacerdotal. Raros eran en cambio los que obtenían un bachillerato en
las facultades mayores (Teología y Derecho), sumando apenas quince entre 1740 y
1790. Mas en el último tramo del siglo XVIII los orizabeños pasaron finalmente
a las facultades de teología y cánones donde 28 obtuvieron el grado de
bachiller entre 1790 y 1810, y cinco el grado de doctor, cuatro de ellos
miembros de la misma familia: José Manuel, José María, José Ignacio y Antonio
Manuel Couto.
Habría que decir también que el clero orizabeño contaba con
espacios ad hoc para reflejar su jerarquía. La iglesia
principal de la villa, la parroquial de San Miguel, construida en las primeras
décadas del siglo XVIII, era tal vez el edificio mejor acondicionado para ello.
En efecto, la parroquial tenía bien marcado su presbiterio, espacio reservado a
los sacerdotes para el culto; su sacristía, donde los celebrantes se revestían
de sus ornamentos, o cuando menos de la sobrepelliz; el púlpito, al cual subían
los clérigos para predicar; su tribuna, la de la Venerable Congregación de San
Pedro, para las ocasiones de asistencia en tanto corporación, y por supuesto,
la bóveda para el entierro de los sacerdotes. Aunque más discretos, sabemos que
la parroquial contaba con otro objeto íntimamente asociado a la labor
sacerdotal: el confesionario. Sede del “tribunal de la penitencia”, entre el
sacerdote como juez y los fieles como acusados, el confesionario sin embargo no
tenía la misma visibilidad que los otros espacios citados. Por último, aunque
no eran en forma alguna exclusivas del clero, las campanas de la iglesia
parroquial (como las de las otras iglesias) también podían hacer oír la
dignidad de los sacerdotes, especialmente la campana mayor, que era uno de los
principales motivos de interés de la Congregación de San Pedro, cuyas
constituciones normaban con detalle los repiques y dobles que les
correspondían. Algunos de estos marcadores del espacio tuvieron renovaciones a
lo largo del siglo, muestra de la preocupación por mantenerlos en la dignidad
propia del estado sacerdotal: en 1764 fue el párroco Illueca quien sugirió al
mayordomo de la cofradía de San Miguel la necesidad de hacer “un nuevo y lucido
presbiterio” y en 1797, fueron los cosecheros de tabaco de la villa quienes
organizaron la colocación de una baranda de plata como separación.
En fin, el de Orizaba del siglo XVIII era también un clero preocupado
por el buen orden de la parroquia obligó a veces a los clérigos a intervenir en
los conflictos de las corporaciones civiles. En Orizaba, donde la rivalidad de
indios contra españoles caracterizó la segunda mitad del siglo XVIII, ciertos
párrocos tomaron partido: Melchor Álvarez Carvallo sostuvo a los indios,
mientras su sucesor, Francisco Antonio de Illueca hizo lo propio con los
españoles. Más tarde, en 1784, “solícitos de la honra de Dios y del bienestar
del prójimo”, el párroco José Demetrio Moreno, el padre Antonio Joaquín Iznardo
y el oratorense Manuel José Ansermo, intervinieron para poner fin a las querellas
del ayuntamiento español con la república de indios. Con intervención del juez
real, los tres eclesiásticos lograron negociar un acuerdo de “buena armonía”
entre las dos repúblicas. Así pues, fuera por su riqueza personal, por sus
orígenes familiares, por la confianza de los notables, por sus estudios, por la
dignidad de sus espacios y por el respeto que imponían a españoles e indios, el
clero secular orizabeño cumplía bien con los criterios de distinción que la
Reforma católica había impuesto a propósito de los sacerdotes.
Unos frailes profanos: los juaninos de Orizaba
El 18 de enero de 1771, el párroco de Orizaba D. Francisco Antonio de
Illueca mandó revisar el archivo de su curia eclesiástica para buscar los
documentos fundacionales de una de las corporaciones religiosas más antiguas de
la villa: el convento hospital de la Inmaculada Concepción de los frailes de
San Juan de Dios, los juaninos. Su
notario presentó una escritura que databa de 1618 en la cual se establecía la
fundación del hospital y las obligaciones de los frailes. Examinado todo, el
párroco mandó se abriera un proceso sumario para recabar la información sobre
las faltas de los religiosos a dicho compromiso. Y en efecto, entre el 18 y el
28 de enero declararon ante el párroco cinco testigos, todos confirmando la
mala conducta de los juaninos. De hecho, leyendo atentamente las declaraciones,
uno diría que prácticamente se perfila un auténtico “contramodelo” de la vida
religiosa del siglo XVIII.
Cabe sin duda recordarlo, en esta época se exigía de los clérigos y
religiosos ciertos criterios de separación. Tal había sido, ya en el siglo XVI,
uno de los puntos principales de la reforma de la Iglesia emprendida en
particular por el Concilio de Trento. El clero debía tener cierta distinción
por su estado, que tenía múltiples aspectos, que se irían consolidando en el
curso de los siglos siguientes. Ambos cleros eran distintos al resto de la
sociedad, a los seglares, por las actividades que podían ejercer, la más
notoria, la administración de los sacramentos, en particular la Eucaristía, y
la predicación en el caso de los religiosos. Desde luego, lo eran también por
las virtudes que debía caracterizar a su estado, la castidad sin duda la más
conocida de ellas, propia del celibato eclesiástico. Pero la lista es mucho más
extensa e incluye oficios que, en principio les estaban vedados (el comercio,
la minería), espacios que les estaban reservados (los templos, en particular el
presbiterio, los claustros conventuales, las sacristías), diversiones que les
estaban prohibidas (el juego), vestimentas que debían portar (la sotana o al
menos el traje talar, los hábitos de los religiosos), entre muchos otros.
Ilustrativas a contrario de
esos criterios de separación, las declaraciones denunciaban constantemente en
los juaninos las peligrosas mezclas a las que se prestaban voluntaria y
culpablemente. Los frailes mezclaban los símbolos sagrados con ambientes
profanos: se acusaba por ejemplo a uno de los enfermeros de haber llevado la
imagen procesional de San Juan de Dios a las peleas de gallos “con grande
indecencia”, pidiendo limosnas con ella al final de las peleas dando la vuelta
al palenque. Mezclaban también los objetos destinados al culto: así era con las
propias limosnas recolectadas, destinadas en principio al culto del santo
patrono y al mantenimiento del hospital, y que habían sido apostadas por los
religiosos en las propias peleas de gallos. Asimismo, mezclaban los destinos de
lo recaudado para la que era su vocación principal, es decir, lo que recibían
para atender a los enfermos, “defraudando a los bienhechores”. Según los
declarantes, la comida enviada al hospital “se la comen los frailes”, o las
enviaban a otras personas, al igual que otros donativos en especie, desde
sábanas hasta las tejas de la enfermería, e incluso habrían revendido los
medicamentos donados por los boticarios de la villa. Más grave aún que todo lo
anterior, “hasta la plata de la iglesia” del convento hospital, incluyendo una
custodia, había sido empeñada en las tiendas, lo que escandalizó al párroco lo
suficiente como para que éste acudiera en rescate de tan preciosos objetos.
Mezcla en fin, que no respetaba la dignidad de su propio convento hospital,
donde se habrían celebrado no sólo juegos de azar sino también fandangos, “con
concurrencia de mujeres”.
Sobre todo, estaba la mezcla de las personas de los propios frailes con
diversas formas de ambientes profanos. En principio, estaba la falta de
atención a su regla, la hospitalidad, mezclándose en asuntos no propios de
ella. Habrían dejado incluso completamente abandonado su convento, para salir a
recolectar limosnas, un acto que si bien los propios religiosos en su momento
defenderán como propio también de su instituto, estaba bastante lejos de ser
apreciado así por los declarantes. Algo semejante era su ejercicio como médicos
particulares, careciendo de título para ello, que los llevaba a las casas de
enfermos que no eran de su responsabilidad, dejando solo el hospital hasta en
las noches, por éste y otros motivos. Los declarantes insistieron en pintar con
los más negros colores el cuadro de la desatención de los juaninos, capaces
incluso de rechazar los enfermos que se les enviaban y de dejar cerrada la
enfermería.
En segundo lugar, estaban sus faltas al “honor del hábito”, por las que se mezclaban con los seglares. Tema
especialmente grave, sobre todo por ser motivo de “escándalos públicos” entre
los habitantes de la villa, siendo que ellos como frailes tenían que haber sido
buen ejemplo de virtudes. Ellos que debían mantenerse alejados de diversiones
mundanas, asistían, ya lo hemos dicho, a las peleas de gallos, pero también a
las “comedias de noche” y a los fandangos. Se esperaba que fueran ejemplos de
paz, mas habían caído en graves “embriagueces” y se “habían ido a los golpes”,
o bien al perder en las apuestas las habían pagado “con pedradas y con palos”.
Lo peor, debiendo ser ejemplos de castidad, habían caído en sucesivos
“amancebamientos”. Éstos se agravaban por todo lo que traían consigo. En
principio, los declarantes denunciaban constantemente su mezcla con mujeres de
“baja calidad” a las que citaban más que por sus nombres, por sus apodos: “la
Carrizala”, “la Ventera”, “la Juilitos”, “la Sesanta”, “la Maromera”, “la
Platilla”, no omitiendo en ciertos casos indicar que se trataba de
“mulatillas”. Citado normalmente al lado de la embriaguez, se diría que el
“amancebamiento” entraba también en la categoría de los vicios, pues algunos de
los frailes fueron denunciados por tener sucesivas “madamas”, e incluso un
antiguo prior era recordado porque “estuvo en incontinencia con hija y madre”.
Todo ello no traía sino nuevos escándalos: nuevas violencias, como la de fray
José Salvatierra desenfundando la espada “en defensa de su dama”, y nuevas
mezclas en oficios mundanos: un fraile habría abierto una tocinería con una
“mulatilla”, y “él se estaba metido en ella con el hábito arremangado
vendiendo”. Asimismo, nuevas faltas a la imagen de los frailes, por la
galantería en hombres que debían ser ejemplos de humildad, como la de fray Juan
Guzmán, a quien se le recordaba usando “capas de vueltas de terciopelo”; o en
un caso absolutamente opuesto, el de fray Nicolás Carrera, quien fue
sorprendido por la ronda nocturna del alcalde escapando de una casa “con solo
la capilla puesta”.
Por todo ello, los frailes afrontaron un juicio particularmente severo
en el tribunal de la mitra de Puebla, que entonces era gobernada por uno de los
obispos reformadores del siglo XVIII: Francisco Fabián y Fuero. Por un auto del
25 de abril de 1771, el juez del obispado (el provisor) mandó que el párroco de
Orizaba tomara el control del convento hospital y nombrara un administrador,
ejerciendo en adelante la tutela de los frailes juaninos para disciplinarlos. Y
en efecto, en los meses siguientes el párroco Francisco Antonio de Illueca y el
nuevo administrador, el padre Antonio Joaquín Iznardo, emprendieron una
profunda reforma del hospital, reorganizándolo, reparando sus enfermerías,
aprovisionando medicinas y utensilios, cubriendo el déficit en las cuentas y
sobre todo tratando de hacer de unos juaninos siempre dispuestos a “sacudir el
yugo del curato”, unos verdaderos religiosos. En ese esfuerzo, que es
comparable a otros proyectos de los obispos de la época para reforzar la
dimensión religiosa y la separación de lo profano de los frailes y monjas, tuvo
paradójicamente un gran obstáculo: la Corona. En los años siguientes los
juaninos se valieron de la jurisdicción del rey, alegando que el obispo había
actuado sin tomar en cuenta que el hospital era de patronato real. Y aunque el
proceso tardó más de una década, concluyó con éxito para ellos, pues el
hospital les fue devuelto hacia 1783.
Por documentos posteriores sabemos que los frailes volvieron a
recolectar limosnas en la villa y sus alrededores, y a ser ocasional más
infructíferamente denunciados por algún ligero escándalo, o por las faltas a la
atención de los enfermos. Así, a pesar de las reformas de la época, la devota villa
de Orizaba siguió contando en su seno con un pequeño contingente de frailes
profanos.
Una patrona antigua para una nueva corporación orizabeña
Durante buena parte del siglo XVIII, la fiesta del 8 de diciembre,
dedicada la Inmaculada Concepción, se celebraba por una cofradía, cuyos
hermanos acompañaban a la imagen en procesión con cirios el día de su fiesta,
asistían a la misa y sermón. La Virgen contaba además con un retablo propio,
del que si no tenemos descripción, sabemos que estaba valuado en 7,000 pesos en
1762. Adornaban por entonces a la imagen joyas de plata de un valor de más 5
mil pesos, y vestidos con valor de más de 470, contando para el pago de sus
ceremonias con capitales de más de 6 mil. Cantidades todas muy importante en la
época, con lo que era sin duda uno de los cultos más ricos de la villa al
mediar el siglo.
Mas el 8 de marzo de 1764, el recién fundado Ilustre Ayuntamiento de
Orizaba se ocupó de establecer las fiestas religiosas a las que asistiría cada
año, con toda solemnidad, en forma de cuerpo y bajo de mazas, a la iglesia
parroquial. Ello era algo completamente normal en la época, toda vez que las
corporaciones civiles del Imperio hispánico no eran menos miembros de ese
cuerpo político que del gremio de la Iglesia, por lo que estaban especialmente
obligadas a cumplir con sus preceptos y a velar por su cumplimiento. Debían así
hacerse presentes en las grandes ceremonias religiosas ordinarias de cada año,
las que eran propias de toda la Iglesia, como la fiesta de la Purificación de
la Virgen, el Miércoles de Ceniza, los oficios de Jueves y Viernes Santos y la
fiesta de Corpus Christi, pero también con motivo de la celebración de los
abogados celestiales de toda la comunidad, los santos patronos y advocaciones
de la Virgen, como era en este caso San Miguel Arcángel. Había también que
asistir a las celebraciones mandadas por devoción del rey católico, como era el
caso de los Desagravios de diciembre, y a las de otras corporaciones locales,
como la de la Venerable Congregación de San Pedro, que reunía a la mayor parte
de los clérigos de la villa. Mas entre todas asistencias, tenía especial
interés la que establecieron para el 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada
Concepción, a la que declararon por su particular patrona. No era una elección
fortuita, lo tenían presente los propios regidores, y lo puso por escrito el
síndico procurador del Ayuntamiento, Diego Pérez Castropol, en una solicitud
redactada unos meses más tarde, en agosto, para justificar la elección en una
imagen que ya contaba con una fiesta en la villa organizada por la cofradía que
la tenía por titular, y a la cual el Ayuntamiento pretendía desplazar.
Para esta religiosa elección, los munícipes tenían razones más bien
políticas. Conviene tenerlo presente, durante la segunda mitad del siglo XVIII,
la villa de Orizaba fue testigo de constantes disputas entre las dos
corporaciones civiles más importantes: el Ilustre Ayuntamiento de españoles y
la República de indios. En una población que a lo largo de ese siglo se había
ido construyendo en torno a sus templos, en la que abundaban las corporaciones
religiosas y donde se había implantado con cierto éxito una cultura religiosa
propia de la Reforma católica, no es sin duda extraño que esas disputas
movilizaran muchas veces prácticas y objetos netamente religiosos. Así, en una
cultura en la que la antigüedad era un argumento fundamental, ambas
corporaciones se dedicaban a probar que sus respectivos vecindarios databan al
menos del siglo XVI, o incluso de antes, presentando como testimonios a las
propias corporaciones religiosas, sus templos, sus símbolos y sus imágenes.
Ambas construyeron así una historia de la villa, en un Orizaba era un pueblo de
indios con caciques cuyas familias enlazaban con la realeza del Imperio azteca,
cuyos ascendientes habían incluso colaborado con los tlaxcaltecas en la
conquista del reino. En la otra versión, era un pueblo fundado por los
españoles que llevaban sus mercancías por el camino real, que se habían
asentado en ese punto por las ventajas que ofrecía al descanso de las recuas, y
cuyos dependientes indios y de otros orígenes eran los antecesores de sus
rivales.
Los indios, fundaban sus argumentos en el testimonio ofrecían su
iglesia parroquial, la capilla del Calvario, y la cofradía y la imagen misma
del Señor San Miguel Arcángel. Otro tanto hacían ahora los españoles al elegir
ahora a la Inmaculada Concepción como su patrona. Tal era el primerísimo
argumento del síndico Pérez Castropol: “las tan sabidas como notorias antiguas
tradiciones de haber sido la Purísima Concepción primera titular de esta
parroquial iglesia, a devoción de aquellos europeos fundadores del lugar”. La
Inmaculada era así una prueba más de su versión de la historia de Orizaba, y lo
era también su cofradía, pues si se examinaban sus libros de gobierno,
argumentaba el síndico, quedaba comprobado “ser inmemorial su establecimiento”,
y por tanto su primera antigüedad por delante de todos los otros cultos de la
población.
La Inmaculada era antigua, pero era también prestigiosa y rica: su
mayordomía quedaba siempre “en las primeras casas”, su culto (ya lo hemos
mencionado) estaba bien dotado, pues contaba con “suntuoso altar”, “plata
labrada y joyas”. Aún más en su abono estaba su posición en el espacio sagrado,
en una época en que la jerarquía entre los cultos se daba también por su
proximidad o lejanía del altar mayor, el altar de la Inmaculada estaba bien
ubicado en el crucero de la iglesia parroquial. Hablaba también a su favor su
culto mismo: “su anual función, la más distinguida entre todas”, y la más
constante, así como los símbolos que poseía, uno en particular, el paso del
estandarte del Viernes Santo. Éste era la mejor prueba de que su festividad
correspondía ahora al ayuntamiento, pues “por derecho y costumbre inveterada”
eran los cabildos seculares quienes debían sacarlo en procesión, y en Orizaba
lo tenía la cofradía sólo por falta de éste. La cofradía en suma, había sido
fundada “supliendo con ella los vecinos principales la falta de Ayuntamiento”.
Por si todo ello no bastara, la elección de la Inmaculada permitía a
los regidores asociarse a una devoción del rey. En efecto, es justamente bajo
el reinado de Carlos III que se promueve por la Corona el patronato de la
Inmaculada para toda la monarquía hispánica, e incluso se llega a promover su
elevación a dogma de fe en Roma por sus embajadores. Lo tiene presente el
cabildo, esta justamente ordenado por el rey “a todos los vecindarios, villas y
ciudades que la tengan por tal patrona”. Con lo cual, lejos de que el monarca
fuese obstáculo para las pretensiones de esta nueva corporación, era justamente
uno de sus mejores respaldos.
Apropiarse de esta devoción tan prestigiosa tenía un costo económico
que el Ayuntamiento, aunque casi desprovisto de fondos, parecía bien dispuesto
a asumir. Había que celebrar la fiesta con toda la solemnidad posible. Pérez
Castropol se comprometía al pago de las vísperas y función solemne, con música,
ministros abundantes, y sobre todo el pago del sermón, que sería predicado por
encargo del propio cabildo, con la casi obvia condición de “que el asunto del
sermón indispensablemente sea la Purísima Concepción”. Y para terminar bien su
extenso pedimento, el síndico procurador pidió literalmente la última elevación
para la nueva Patrona del Ayuntamiento de españoles: su traslado de su altar en
el crucero, al altar mayor en el “trono en donde se manifestaba el Divinísimo
ordinariamente”. Desde luego, Pérez Castropol no mencionó que en esos días
quien presidía el altar mayor de la iglesia parroquial era la imagen de San
Miguel Arcángel, patrono tradicional de Orizaba y sobre todo de la República de
indios. Hasta donde sabemos el traslado no se llevó a cabo y el santo patrono
de los indios siguió presidiendo la iglesia parroquial, pero sí se le concedió
al Ayuntamiento la organización de la fiesta, que según sabemos por las actas
de cabildo posteriores, los munícipes la financiaban pero era el mayordomo de
la cofradía quien seguía ocupándose de los detalles de su organización.
Paradójicamente, si por entonces las cofradías se veían prohibir tanto por las
autoridades civiles y eclesiásticas los “gastos superfluos” como banquetes,
convites y otros, el ayuntamiento pagó justamente una celebración con uno de
esos elementos que solían tenerse por “profanos” para una fiesta religiosa: los
fuegos artificiales.
Así pues, en las décadas finales del siglo XVIII, los vecinos de la
villa de Orizaba comenzaron a ver brillar en el cielo decembrino fuegos en
honor de la que era a la vez la fiesta de una inmemorial devoción y el
prestigio consolidado de los regidores españoles.
Los toros de San Miguel en disputa
Antigua parroquia de San Miguel, actual Catedral de
Orizaba.
En el siglo XVIII, la villa de San Miguel Orizaba celebraba a su santo
patrono al menos en tres ocasiones durante el año, con motivo de su fiesta
principal en septiembre, con motivo de su aparición en mayo y sobre todo en
diciembre, sin que hasta ahora haya podido averiguar el motivo. Las dos
primeras eran responsabilidad de la cofradía que lo tenía por titular, y que
con ese motivo organizaba en mayo las vísperas y misa solemne con sermón, y en
septiembre su novena y unas lucidas vísperas, maitines, misa, sermón y
procesión, todo con amplio acompañamiento de sacerdotes, bajo los acordes del
órgano y cantores de la parroquia, y con abundantes luces, según consta en el
libro de gobierno de la cofradía. Más la fiesta de diciembre era aún más lucida
si cabe, e incluía no sólo “funciones de Iglesia”, como se decía entonces, sino
que también, después de llevar a San Miguel en procesión alrededor de la plaza
principal, se celebran dos días de corridas de toros debidamente presididas por
el santo titular, cuya imagen era colocada en el lugar de honor del tablado que
se levantaba para la ocasión.
Nada de ello era particularmente raro en una época en que las imágenes
religiosas estaban por doquier, en la que el espacio público era constantemente
convertido en escenario de fastos al mismo tiempo sagrados y profanos, todo a
cargo de corporaciones religiosas, y también civiles, que contaban para ello
con sus particulares bienes, leyes y autoridades y que compartían unánimemente
una cultura religiosa que valoraba profundamente este tipo de despliegues
sensibles.
Más en la villa de Orizaba del siglo XVIII se fue formando también, a
lo largo del siglo, una élite devota, de españoles, que obtenía sus recursos
del comercio y del cultivo del tabaco, que también participaba y muy
activamente en corporaciones religiosas y civiles, sobre todo en la orden
tercera franciscana y, en lo civil, en el Ilustre ayuntamiento fundado en 1764.
Desde esta última fecha, la élite española disputó constantemente con los
“indios” el control del espacio público orizabeño, en una serie de
controversias que, en el marco de esta cultura religiosa, no podía sino tener
por objetos principales las fiestas y “funciones” religiosas y por escenarios
los templos más importantes. Se disputaban así el control de la parroquia, las
preeminencias en los rituales festivos, la antigüedad de sus símbolos y la
historia misma de la villa de la que eran testimonio las propias corporaciones religiosas.
Y como los toros de San Miguel de diciembre eran acaso el más importante
despliegue festivo de los “indios”, también se convirtieron en objeto de la
disputa.
Así, en diciembre de 1778, apenas a unos días de la celebración, los
cosecheros de tabaco de Orizaba solicitaron al magistrado real, el alcalde
mayor José Antonio Arzú y Arcaya, que prohibiera tales festejos por los
“gravísimos perjuicios” que ocasionan. Cierto, los cosecheros citaron como uno
de sus argumentos la falta de mano de obra para el trabajo de sus campos, un
asunto no menor siendo entonces el tabaco monopolio de la Corona: la ausencia
de los “indios” provocaría el atraso de una cosecha que importaba de manera
particular al Real erario, y que era el principal sustento de los vecinos de la
provincia orizabeña. La fiesta por tanto era nociva al “bien público”, tal y
como se concebía éste entonces, como el bien de la comunidad local.
Desjarrete de la canalla con lanzas,
medias-lunas, banderillas y otras armas, Francisco de Goya, Museo Nacional del
Prado.
Más hubo otro argumento más grave y que ocupa más espacio en el escrito
presentado por los cosecheros. Las corridas, decían, eran “ocasión de
escándalos y ofensas a Dios” y por tanto “opuestas al primer objeto del
gobierno, que es sostener la religión, celando la puntual observancia de los
divinos preceptos”. Fieles devotos como eran, hermanos muchos de los firmantes
de la orden tercera franciscana, les preocupaba, por una parte, la extensión de
los pecados públicos que traían consigo las corridas, decían: “la vanagloria y
la ira, la gula se excita, se conmueve la lujuria y se franquean ocasiones de
poner en práctica sus más detestables movimientos”. En segundo lugar y más aún,
les preocupaba el debido respeto de los símbolos y tiempos de lo sagrado. Si se
trataba, como era el caso, de honrar al santo patrono, recordaban: “las
festividades de los santos se deben celebrar con divinos cánticos espirituales,
regocijos y obras piadosas, y no en manera alguna con las que son ocasión de
pecados”. En particular llamaron la atención al trato dado a la imagen de San
Miguel Arcángel, cuya presencia en la plaza arriesgaba, decían, un
“supersticioso abuso”. En fin, denunciaban el manejo poco honesto de los bienes
de los “indios”, pidiendo cuentas de la administración de limosnas, “derramas”
(es decir, las contribuciones prorrateadas entre los “indios”) y otras
contribuciones que ellos cobraban y con las que se financiaba la corrida.
Como cabía esperar, la república de indios salió a la defensa de su fiesta
más importante, aunque centrando su argumentación en la denuncia de lo que
calificó de “imposturas” de sus enemigos españoles. Cabe decir que si bien
conocemos poco del cabildo de indios de Orizaba, es claro que durante toda ésta
época no le faltaron respaldos, y que contaba con suficientes recursos para
llevar su defensa, en la propia villa, en México y en Madrid, donde tuvo varios
años procuradores velando por sus intereses. Sobre todo, el cabildo de indios
manejaba también, y con gran soltura, los argumentos religiosos que le oponían
los españoles. Citemos tan sólo un ejemplo a propósito de las corridas de
toros, utilizado por ellos para descalificar la acusación de excesivo apego a
estas festividades.
Justo un año antes de la protesta de los cosecheros, en 1777, a finales
de octubre, cuatro frailes franciscanos habían pasado a predicar una misión en
Orizaba, y en noviembre de 1778, dos de ellos dieron a los indios sendos
certificados de buena conducta, en los cuales el superior de la misión los calificaba
de “tan civilizados y políticos que dudo la ventaja en los pueblos más
instruidos españoles”. Y es que la república de indios en su conjunto había
salido a recibir a los frailes, acompañándolos en procesión hasta la iglesia
parroquial junto con sus hijos, alumnos de la escuela de primeras letras propia
de la república de indios, quienes iban ordenadamente cantando las alabanzas de
la Virgen propias de los misioneros, quienes quedaron desde luego conmovidos.
En los siguientes cincuenta días, acompañaron a los frailes a las otras
iglesias, los principales de la república asistieron a los sermones y demás
actos de la misión, se confesaron y comulgaron la mayoría de ellos, y en fin,
por recomendación del superior de los misioneros, sugerida por los vecinos
españoles, aceptaron suspender por ese año los toros de San Miguel.
Frailes en procesión, Francisco de Goya,
Museo Nacional del Prado.
En su certificado el misionero no omitió decir que, faltando las
corridas, los españoles propusieron representar comedias, para gran escándalo
de los religiosos, que veían con mayor sospecha al teatro que a los toros. “Al
punto tomé la resolución de escribir al señor obispo, significándole las
fatales consecuencias que se seguían de las comedias en tales circunstancias”,
escribió el fraile, que efectivamente obtuvo que el obispo de Puebla adelantara
su visita a la villa de Orizaba y “con esto se ahuyentaron los comediantes y
quedó en tranquilidad toda aquella villa”.
Así, en estas disputas en el seno de una misma cultura religiosa, como
los españoles y más que ellos, los indios de Orizaba podían ser también fieles
devotos, obedientes a los mandatos clericales, preocupados por el respeto de
los tiempos sagrados.
Para terminar volvamos a la defensa de los toros de San Miguel, en la
cual los principales orizabeños no omitieron recordar que cuatro años antes en
1774, los españoles habían obtenido para Orizaba el título de villa y lo habían
celebrado también con corridas, “que por ser suyas permitió Dios que no hubiera
pecados ni ofensas suyas como en las nuestras”, asentaron no sin ironía. La
justicia estuvo de su lado: el alcalde mayor falló a su favor por un auto del
17 de diciembre, y aunque no sin las protestas y apelaciones de los cosecheros,
que habrían de llevar el expediente hasta el Consejo de Indias, San Miguel
Arcángel volvió a presidir las corridas de su fiesta en la villa de Orizaba en
1778.
José María Mendizábal
La entrada de hoy está dedicada a un personaje particularmente anónimo
del siglo XIX veracruzano, o mejor dicho orizabeño: el teniente coronel José
María Mendizábal, laico devoto que ilustra bien algunas tendencias de la
historia religiosa de ese siglo.
Militar retirado, Mendizábal había sido oficial de las milicias
realistas durante la guerra de independencia, si bien su carrera de armas no ha
dejado testimonios particularmente relevantes. En cambio, fueron sus cargos
civiles los que nos permiten acercarnos en alguna medida a su figura. Ocupó
cargos en el ayuntamiento constitucional de Orizaba a partir de 1820 como
síndico. Conviene recordar que se trataba de una corporación nueva, electiva,
que venía a sustituir al viejo ayuntamiento privilegiado formado por regidores
perpetuos, en el marco del régimen de la Constitución de Cádiz. Siendo militar,
se le encargó la comandancia de las milicias cívicas, es decir, el cuerpo
armado bajo la tutela del ayuntamiento, que debía respaldar el nuevo orden
liberal.
Así, Mendizábal se integró a la élite de “ilustrados” que controlaron
el ayuntamiento orizabeño en los años siguientes, y se hizo notar entre ellos,
especialmente en sus cargos en los ayuntamientos de los años 1826 y 1832.
Fue, por ejemplo, miembro de la comisión encargada de la introducción del
alumbrado público y de la organización del cuerpo de serenos, llevando buena
parte de la responsabilidad de ambas tareas, sobre todo la primera. Luego de
dejar el ayuntamiento en 1826, comenzó a identificársele con las facciones que
por entonces comenzaron a dividir la vida política local. Devino por entonces
enemigo de los liberales radicales, cercanos a la masonería yorkina, y
autodenominados “patriotas”; de hecho, Mendizábal aparece en las crónicas
locales como uno de los “escoceses”, la facción rival, denominada así por su
supuesta (y nunca reconocida) cercanía con las logias masónicas de ese rito. En
cualquier caso, es cierto que tuvo un papel importante en las querellas de
facciones, sobre todo en 1828 cuando fue nombrado jefe político interino tras
el arresto de Ignacio María de Soria, uno de los líderes “patriotas”. En ese
cargo, apoyó la anulación de las elecciones legislativas de julio de 1828, en
las que los “patriotas” orizabeños habían logrado imponerse.
Militar, munícipe, liberal moderado, queremos destacar sobre todo que
era un hombre cercano al clero, e incluso un devoto defensor del catolicismo.
Hombre religioso, era miembro de la Congregación del Alumbrado y Vela del
Santísimo Sacramento, que como su nombre indica, tenía por obligación el culto
eucarístico. Devoción a la vez tradicional y nueva, tradicional pues era sin
duda uno de los símbolos más importantes del catolicismo desde el siglo XVI
cuando menos, era nueva pues este tipo de congregación no aparece en México
sino hasta principios del siglo XIX, caracterizándose en Orizaba por no tener
otras obligaciones más que las religiosas. Contrario a las corporaciones de
seglares de Antiguo Régimen, los congregantes no se reunían sino para el culto,
sin tener fiestas o banquetes al estilo de las cofradías, ni bienes ni limosnas
cuya administración los distrajera de su fin primordial.
Mas Mendizábal, en tanto católico, no sólo oraba semanalmente ante la
Eucaristía, sino que además su devoción tenía consecuencias en sus actividades
públicas. Así, jugó con frecuencia un rol de intermediario ante el clero.
Transmitía las solicitudes de los clérigos ante esa corporación, y al
contrario, negociaba con el párroco las solicitudes de los munícipes y vecinos.
Se ocupó por ejemplo del asunto de las joyas de la parroquia que el párroco
Isidro Antonio de Icaza había llevado consigo a la Ciudad de México para
repararlas cuando se convirtió en capellán de la corte imperial en 1822.
Transmitió también solicitudes a propósito del agua de la fuente y de las casas
de los padres carmelitas orizabeños.
Sobre todo, se hizo notar siendo alcalde en 1826, cuando su “celo
religioso” lo opuso al representante del Estado, el jefe político Vicente de
Segura, pero también al de la Iglesia, el párroco Francisco García Cantarines.
Con el primero por haber arrestado a ciertos “extranjeros” a quienes confiscó
unas “estampas obscenas y otras cosas prohibidas por nuestra religión”, siendo
que esto era facultad exclusiva del jefe político; con el párroco, porque osó
presidir, “con escándalo de los concurrentes”, el cabildo de la cofradía de San
José, una responsabilidad exclusiva del jefe político. Denunciado por estos dos
hechos en la sesión de cabildo del 27 de febrero de 1826, tuvo lugar entonces
una “viva discusión” entre el jefe político y Mendizábal, cuyo resultado fue la
salida de éste último y su rechazo a cumplir con su cargo durante tres meses.
Un poco más tarde, en septiembre, logró oponerse a las condiciones que el
ayuntamiento quería imponer al proyecto de establecer un convento de religiosas
carmelitas en Orizaba; en concreto, se les quería imponer la obligación de
educar niñas, siendo que se trataba de una orden contemplativa. Ante un
ayuntamiento que no veía sentido alguno en fundar un convento cuyas monjas, en
palabras del presidente de la sesión, “no serían útiles sino a sí mismas”, Mendizábal
insistió en preservar el papel tradicional de los conventos femeninos.
En fin, la devoción de nuestro personaje dejó testimonio no sólo en las
controversias de la época, sino también en los espacios sagrados. En los años
1830, sabemos que el teniente coronel Mendizával tuvo también un rol principal
en la construcción y decoración de los templos. Financió dos retablos para la
nueva capilla de la Escuela de Cristo y el baldaquín para la imagen del Señor
del Calvario. Un poco más tarde emprendió la construcción de la segunda capilla
anexa a la iglesia parroquial, la del Sagrado Corazón de Jesús, para la que
hizo donación de todos los ornamentos de su oratorio familiar, y donde fue
enterrado a mediados del siglo, como podemos ver en la placa que hasta hoy
existe en la ahora Catedral de Orizaba.
Hombre de devociones nuevas, defensor de la tradición, apoyo del clero,
constructor de capillas, unas décadas atrás Mendizábal hubiera sido uno de los
notables unánimemente reconocidos de la villa de Orizaba. Sin embargo, vivió ya
en un régimen liberal, que él mismo ayudó a construir a nivel local, y por
tanto en medio de las controversias sobre el lugar de la religión en el nuevo
orden que hicieron de él, cierto un “hombre de bien”, pero al mismo tiempo un
rival político, miembro de una facción identificada por un catolicismo tenido a
veces por “fanatismo” por sus rivales. Mendizábal pues, resulta un testimonio
de los avatares del catolicismo en tiempos de los primeros pasos de la
secularización.
Un milagro tabaquero
En otras oportunidades he mencionado el carácter protector de la
religión católica y de sus ministros sobre los bienes y, claro está, sobre los
propios fieles de tiempos novohispanos. Aquí un ejemplo muy concreto, de
Orizaba, la villa que, junto a Córdoba, tenían el privilegio de ser las únicas
jurisdicciones donde podía producirse el tabaco en la segunda mitad del siglo
XVIII, pues éste había sido “estancado”, es decir, declarado monopolio del rey
en 1765. En consecuencia, la mayor parte de la economía de ambas villas giraba
en torno al tabaco. Existe en el Archivo General de Indias (MP-México, 750), un
mapa que ilustra bien el cultivo del tabaco, que no puedo publicar aquí por
razones legales, pero que está disponible a todo público gracias al PARES, el
sitio de los archivos españoles.
Ahora bien, la Corona contrataba la siembra a partir de un número fijo
de matas, determinando de antemano el precio, que variaba según cada una de las
tres calidades de tabaco determinadas por los funcionarios del monopolio. La
siembra se repartía entre los cosecheros de tabaco de ambas villas, quienes al
inicio enviaban periódicamente a sus diputados para negociar los términos del
contrato, pero después la Corona prefirió negociar individualmente. Los
cosecheros, cuyo nombre les venía muy bien pues normalmente no producían
directamente el tabaco, financiaban a su vez un cierto número de “aviados”,
rancheros que podían sembrar gracias a la licencia de los cosecheros, a quienes
entregaban la producción en su estado bruto (“en berza”), desde luego por un
precio muchísimo menor al que pagaba la renta, para que luego ellos se ocuparan
del beneficio: había que secar las hojas para luego empacarlas formando
tercios, una operación que tenía lugar en casas de beneficio, construcciones
más bien endebles, únicamente destinadas a proteger la valiosa hoja de la
intemperie.
Pues bien, en este delicado momento de la producción, del cual dependía
toda la organización del tabaco, una granizada amenazó la villa y con ella el
tabaco, en la primavera de 1793. Pero felizmente las oraciones de un frailes
acudieron a la protección de los fieles orizabeños, como vemos en esta nota de
Gazeta de México, tomo V, núm. 36, del 24 de mayo de 1793
“Orizava, 4 de mayo.
Sin embargo de haberse anticipado las aguas en esta villa y sus
inmediaciones desde mediados el anterior abril, se han sentido en medio de
ellas unos calores excesivos, vientos bastante fuertes, y principalmente el que
llaman del sur, bien conocido por los estragos que en otras ocasiones ha
causado a las sementeras de tabaco. Entre una y dos de la tarde del 30 del
mismo se obscureció de tal forma la población que fue necesario encender las
luces; cáusala una terrible nube, que asomándose por el norte de la serranía de
la Escamela, que dista menos de medio cuarto de legua, y conjurada por un
religioso, mirando el riesgo que amenazaba, resultó abrirse hacia la falda de
dicha serranía en el rancho de labor y ganado vacuno nombrado El Espinal,
despidiendo tan extraordinario granizo que maltrató dicho ganado, a quien le
corría la sangre, rompió la cabeza a uno de los mozos, sacó a otro de sentido,
casi desnudó los árboles, y cegó todas las zanjas, siendo el más común peso de
los granos el de 4 hasta 6 onzas; cosa jamás vista por los más ancianos del
vecindario. De suerte que si esto se hubiera verificado en la población, la
pérdida habría sido irreparable en la de los tabacos contratados, respecto a
que los techos de las casas no habrían podido resistir el enorme peso que
causaría, y una vez maltratados, quedarían expuestos sus interiores a los
fuertes aguaceros que continuaron en el resto de la tarde”.
Orizava
Antes que otra cosa debo aclarar que el título de la entrada no es un
error ortográfico, sino que está escrito intencionalmente retomando la
ortografía del siglo XIX. En efecto, durante la mayor parte de ese siglo no
solía escribirse “Orizaba” sino “Orizava”. Y es que en esta ocasión me gustaría
hablar un poco de la parroquia que ha sido mi objeto de estudio desde hace ya
algunos años, y a la que estoy dedicando ahora mi tesis.
“Concordia de Capellanes del Santuario de
Nuestra Señora de Guadalupe”
Tratándose de la que es, hasta hoy, la ciudad con más templos católicos
del estado de Veracruz, debería ser evidente la importancia de estudiar su
historia religiosa; sin embargo, no ha sido necesariamente el caso. De hecho,
aparte de los cronistas decimonónicos (Joaquín Arróniz y José María Naredo) y
algún otro más reciente, somos más bien pocos los que nos hayamos interesado
por ese aspecto de la vida orizaveña. Es algo lamentable, pues es una historia
muy rica, que tiene fuentes abundantes, aunque algo dispersas, y desde luego,
es un asunto que no ha perdido actualidad.
Cabría decir ante todo que Orizava, la del siglo XVIII y XIX, es un
magnífico ejemplo de hasta qué punto la vida urbana no podía concebirse sino
bajo el marco religioso de la catolicidad. Hacer su historia, por tanto, es
hacer la historia de la parroquia, de las capillas, de los conventos, de las
cofradías y demás corporaciones religiosas, que fueron las constructoras de la
villa a principios del siglo XVIII. Así es, a pesar de los esfuerzos de esas
mismas corporaciones por prolongar su historia hasta hacerla remontar al siglo
XVI, o incluso antes; a pesar de los cronistas decimonónicos, que retomaron
esos testimonios un siglo después sin crítica alguna, como ha hecho también
algún ingenuo estudiante de historia en su trabajo recepcional. A pesar de todo
ello, la historia orizaveña empieza en realidad en las primeras décadas del
siglo XVIII, cuando se introduce el cultivo del tabaco para aportar el “pasto
material”, y comienza la construcción de templos para completar el “pasto
espiritual”, por decirlo con los términos de la época.
Fue entonces que comenzaron a construirse las iglesias monumentales que
subsisten hasta hoy: la del hospital de San Juan de Dios, la parroquia (actual
catedral) de San Miguel Arcángel, el santuario de Guadalupe (La Concordia), el
convento del Carmen. Comenzó también la construcción de las capillas, tanto en
el centro de la nueva urbe (la del Rosario, anexada posteriormente a la
parroquia), como en sus márgenes: las de Dolores, San Antonio de Padua, Santa
Ana, Santa Gertrudis. Hubo, claro está, un segundo impulso constructor a
principios del siglo XIX, que fue el que permitió la conclusión de varios de
esos templos, además de otros nuevos, como la nueva capilla del Calvario y el
Colegio apostólico de San José de Gracia.
Al paso que se iban construyendo todas estas iglesias, no sólo se
elevaban cúpulas y campanarios, que ya era bastante en una población que apenas
pasaría de los diez mil habitantes a finales del siglo XVIII. Además, se abrían
plazas, se introducían cañerías y se colocaban fuentes, se trazaban las calles
para darles acceso, elementos todos que, junto con los barrios que en torno a
ellas se formaban, adquirieron desde luego el nombre del santo patrono o de la
advocación mariana a la que estaban dedicadas.
Estas obras además eran producto de esfuerzos colectivos que reunían a
devotos grandes y pequeños. Las iglesias y sus anexos eran levantadas con las
limosnas de unos y el trabajo de otros, o incluso directamente con el
patrocinio de los notables. Ahí está la iglesia de San Antonio, obra en buena
medida de la familia Sesma, del marquesado de Selva Nevada. En contraste, la
iglesia parroquial fue levantada con el trabajo conjunto de las dos repúblicas,
es decir, la de españoles y la de indios, lo que la haría el teatro de largas
disputas ceremoniales a lo largo del siglo.
Ya desde entonces y hasta mediados del siglo XIX cuando menos, las
iglesias y la villa entera serían el escenario constante de los fastos barrocos
de numerosas corporaciones, de religiosos, de clérigos, pero sobre todo de
seglares, que sacralizaban constantemente el espacio público e incluso el
territorio en su conjunto. El viajero que arribara por entonces a Orizava,
procedente sin duda de Veracruz, no tardaría en escuchar las numerosas campanas
que caracterizaron pronto el paisaje sonoro local, e incluso sería recibido en
la barranca de Villegas, es decir, antes siquiera de entrar al espacio urbano,
por la imagen de San Miguel Arcángel, propiedad de la cofradía del mismo
nombre. Quien recorriera sus calles, no tardaría en cruzarse con alguna
procesión, festiva o de rogativa, reuniendo a numerosos fieles, o sólo un
selecto grupo de devotos rezando un rosario o un vía crucis. Si se quedaba
algún tiempo, no tardaría en notar las disputas que se tejían entre las
corporaciones o al interior incluso de ellas, con un reflejo muy claro en las
grandes ceremonias eclesiásticas. Cierto, notaría sin duda la presencia de un
clero local importante, hijos de notables con estudios en el seminario de
Puebla, y un bachillerato de la Universidad de México.
Por ejemplo, los clérigos del santuario de Guadalupe, reunido en el
Oratorio de San Felipe Neri (fachada actual en la imagen), célebre por la
emoción con que cantaban las Lamentaciones en la Semana Santa. Pero también
frailes de origen peninsular, como los severos carmelitas, de origen
novohispano como los siempre escandalosos juaninos, o ya al final del siglo, de
origen mallorquín, como los franciscanos, célebres por sus espectaculares
misiones de Cuaresma. Sin embargo, todos ellos e incluso el señor cura párroco,
vicario foráneo y juez eclesiástico de la villa (que los hubo muy notables en
orígenes, letras y empeños) no tenían fácil control sobre ese pequeño mundo tan
heterogéneo de cofradías y hermandades, de cabildos de indios y de españoles,
sobre quienes apenas el rey se hacía presente de cuando en cuando. Tendría que
pasar una guerra civil, e incluso una revolución, la liberal claro está, para
que las constructoras de la urbe, las corporaciones religiosas fueran
desplazadas progresivamente, en el siglo XIX, por nuevas instituciones, las del
liberalismo triunfante.
Párroco y diputado
Hablé sobre de un personaje un tanto olvidado de la historia religiosa
veracruzana, fray Juan Benaventura Bestard. Entonces era mi intención dedicar
una serie de entradas consecutivas a retratos semejantes, pero habiendo tanto
de qué hablar no había encontrado oportunidad de volver sobre este tipo de
asunto. Ahora quisiera hacerlo dedicando esta entrada a quien sería uno de los
eclesiásticos rivales de los misioneros apostólicos del padre Bestard, ni más
ni menos que el Dr. Francisco García Cantarines.
Nacido en la villa de Córdoba en 1767, Francisco Martín Cipriano García
Cantarines y Mateos, según reza su partida de bautismo, siguió la carrera
clerical clásica de su tiempo para alguien con una posición social más o menos
acomodada. Y es que hacían falta recursos para estudiar fuera de su patria, en
el Seminario de Puebla, y para obtener los títulos de la Real y Pontificia Universidad
de México, que por entonces era la única que podía expedirlos. En ella obtuvo
el bachillerato en Artes en 1790, que entonces era el título universitario más
común entre los clérigos y el punto de partida para una verdadera carrera
importante. Entró a la Facultad de Teología, donde se tituló bachiller en 1793,
licenciado y doctor en 1797, según los registros de la Universidad. Como muchos
clérigos de entonces permaneció algún tiempo impartiendo cursos en el seminario
de Puebla o asistiendo como sinodal a exámenes universitarios.
Clérigo pues con estudios universitarios, pasó luego a servir curatos
ya en los primeros años del siglo XIX. La guerra de 1810 lo sorprendió siendo
párroco de Zacatlán, donde adquirió celebridad por su empeñada lealtad a la causa
realista en un pueblo que se convirtió en cuartel de los insurgentes en la
sierra poblana. Combatió enérgicamente a los insurgentes desde el púlpito, e
incluso llegó a negarles los sacramentos, particularmente el matrimonio, y
logró mantener contacto con las autoridades realistas llegando a proponer que
fuera la Inquisición la que juzgase a los “infidentes”, con lo que convertía
literalmente a la insurgencia en delito contra la fe. Sin embargo, si nos
atenemos a testimonios como los de Carlos María de Bustamante, que lo conoció
entonces, se diría que los insurgentes lo reconocían como un enemigo leal, e
incluso respetable sobre todo visto su empeño en atender a sus feligreses
durante la epidemia de 1813. Por todo ello, podría decirse que el doctor Cantarines
era entonces un párroco modelo: fiel al rey, servicial con sus feligreses (a
los que no abandonó ni por la guerra ni por la epidemia) y leal también a la
jurisdicción eclesiástica.
Sin embargo, como muchos otros párrocos de la época, no fue inmune a los
cambios que se venían sucediendo y al realista intransigente de principios de
la década de 1810 le sucederá un liberal moderado a principios de 1820. El
doctor Cantarines pasó de párroco a diputado en 1821 cuando fue electo para las
Cortes españolas por la provincia de Oaxaca. Más no llegó a embarcarse, pues
permaneció en Veracruz, involucrado según parece en los planes que algunos
diputados fraguaban de proclamar la independencia e instalarse como congreso en
la ciudad porteña. Casi sin solución de continuidad pasó de representante en
las Cortes monárquicas a diputado del primer Congreso constituyente de México
una vez consumada la independencia, y más tarde diputado constituyente de
Veracruz por su natal Córdoba en 1824.
Aunque incluso obras recientes sobre el primer federalismo veracruzano
suelen olvidar su nombre, o bien lo secularizan post
mortem (aparece a veces como doctor en medicina y no como
doctor en teología), su labor en el Constituyente fue muy importante. Incluso
se ganó elogios de la prensa como un “promotor del progreso”. En efecto trabajó
mucho por consolidar la nueva soberanía estatal, paradójicamente incluso ante
la jurisdicción eclesiástica. Él era presidente del Congreso cuando éste aprobó
que los diezmos otrora de la Corona española eran a partir de entonces
propiedad del Estado, y fue parte de los que impulsaron la intervención civil
en la provisión de beneficios eclesiásticos bajo la forma del derecho de
exclusiva, a pesar de las protestas del obispo de Puebla, Antonio Joaquín Pérez.
Su relación con éste, por cierto, no fue precisamente buena de ahí en adelante.
Ironías de la vida, el asunto de la exclusiva lo afectó a él
personalmente cuando optó por permutar su curato de Zacatlán por otro en
territorio veracruzano, el de Orizaba. Llegó ahí a mediados de 1825,
cordialmente recibido por el ayuntamiento, que incluso insistió en acelerar
todo lo posible los trámites de su llegada apenas se supo de dicha permuta.
También la prensa de la época se congratuló del arribo de un hombre de “caridad
bien ordenada”, capaz sin duda de promover “las semillas fecundas de la
prosperidad y de la riqueza” de la villa orizabeña.
Y hay que decir que correspondió a las expectativas: reconociendo la
igualdad de derechos de todos los ciudadanos, puso bajo contrato a los ahora
llamados “indígenas” al servicio de la parroquia en sustitución de los antiguos
servicios personales gratuitos; asimismo, cuando se planteó la posibilidad de
abrir un convento de monjas carmelitas en Orizaba sugirió que se les pidiese que
se dedicaran a la enseñanza de niñas para encontrarles algún destino de
“utilidad”. Apreciado por el jefe político local, Vicente de Segura, quien
decía de él que era “un eclesiástico benemérito por su opinión [y de]
patriotismo bien conocido”.
Por supuesto, su liberalismo no simpatizaba a todo mundo. El propio
Vicente de Segura denunció que los franciscanos del Colegio Apostólico de San
José de Gracia de Orizaba no tenían en ningún aprecio al párroco, e inclusive
lo manifestaban públicamente en el púlpito. Opositores firmes del liberalismo,
los religiosos encuadraban al clérigo en el marco que mejor conocían: para
ellos no era sino un “hereje jansenista”. Hereje o no, el doctor Cantarines fue
también parte de las disputas entre los grupos políticos locales. Llegó a ser
criticado por la prensa radical, ligada a la masonería de rito de York (los
yorkinos), que lo acusaba de ser un “promotor de la discordia” por haber
lanzado críticas desde el púlpito contra sus representantes en Orizaba. Se le
identificaba como un hombre del partido opuesto, el de los escoceses, que en
una nueva paradoja, estaba integrado en Orizaba en buena medida por antiguos
insurgentes. Su nombre fue mencionado en el intento de pronunciamiento de estos
últimos a principios de 1828, pero no llegó a ser procesado.
No pasó mucho tiempo antes de que abandonara Veracruz para obtener una
canonjía en la catedral de Oaxaca. Sobre esa última etapa de su vida tenemos
pocos datos, pero lo que más resalta es que ocupara la rectoría del Instituto
de Ciencias y Artes de ese estado en una época en que tuvo entre sus alumnos a
algunos de los futuros liberales de mediados del siglo XIX, el más célebre,
Benito Juárez. Realista, liberal, escocés, hombre de carrera clerical (que
culminaría bien con el título de obispo de Hippos en 1845) y política, el
doctor García Cantarines ilustra bien las ambigüedades de esa generación de
principios del siglo XIX.
http://historiadelcatolicismo.info/tag/la-ciudad-y-su-religiosidad/page/2/
https://sic.cultura.gob.mx/ficha.php?table=catedral&table_id=74
https://www.mexicoescultura.com/recinto/52117/museo-de-arte-del-estado-de-veracruz.html
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