lunes, 10 de agosto de 2020

 

HISTORIAS DE LA IGLESIA

 

 

LA MEDALLA MILAGROSA


“¡OH MARÍA, SIN PECADO CONCEBIDA, ROGAD POR NOSOTROS QUE RECURRIMOS A VOS!

En la Rue du Bac, número 140, en pleno centro de París, en la casa madre de la Compañía de las Hijas de la Caridad, que fundaran san Vicente de Paúl y santa Luisa de Marillac, habitaba en 1830 una novicia llamada sor Catalina Labouré, a quien la Santísima Virgen confió un mensaje salvador para todos los que con confianza y fervor lo aceptaran y practicaran. El 27 de noviembre de 1830 sor Catalina escuchó una voz en su interior que decía: «Haz que se acuñe una medalla según este modelo. Todos cuantos la lleven puesta recibirán grandes gracias. Las gracias serán más abundantes para los que la lleven con confianza». Entonces se creó una forma ovalada en torno a la Virgen y en el borde interior apareció escrita la siguiente invocación: «María, sin pecado concebida, rogad por nosotros, que acudimos a vos».

http://webcatolicodejavier.org/apariciones.html

 

De esta aparición primera y otra posterior, surgió años después un movimiento mariano que hoy conocemos como la asociación de la Medalla Milagrosa, y que este año está de jubileo. Aprobada por San Pío X en 1909, la asociación cuenta con más de seis millones de miembros en todo el mundo. Su fin es fomentar la devoción a la Virgen María, Madre de Dios, concebida sin pecado original y modelo de la Iglesia Peregrina, conscientes de que el culto a la Madre redunda en gloria y alabanza de su Hijo, el Salvador, por medio de la Medalla Milagrosa y el apostolado que se ejerce mediante la Visita Domiciliaria.

Todo comenzó aquel 27 de noviembre de 1930. A Catalina Labouré se le apareció la Virgen para enseñarle y recomendarle que propagara la Medalla Milagrosa. Nació en Francia, de una familia campesina, en 1806. Al quedar huérfana de madre a los 8 años le encomendó a la Virgen que le hiciera de madre, y la Madre de Dios aceptó su petición. Como su hermana mayor profesó en la filas de San Vicente de Paúl, Catalina tuvo que quedarse al frente de los trabajos de la cocina y del lavadero en la casa de su padre, y por esto no pudo aprender a leer ni a escribir.

A los 14 años pidió a su padre que le permitiera irse a un convento pero él, que la necesitaba para atender los muchos oficios de la casa, no se lo permitió. Ella le pedía al Señor que le concediera lo que tanto deseaba: consagrarse a él. Una noche vio en sueños a un anciano sacerdote que le decía: “Un día me ayudarás a cuidar a los enfermos". Al salir de visitar a una enferma vio otra vez a aquel sacerdote que le dijo: Hija mía, tu ahora huyes de mí, pero un día será feliz de venir a mí. Dios tiene designios sobre ti, no lo olvides imagen de ese sacerdote se le quedó grabada para siempre.

A los 24 años, logró que su padre la dejara ir a visitar a su hermana en Chatillón - Sur -Seine, y al llegar a la sala del convento vio el retrato de San Vicente de Paúl y se dio cuenta de que ese era el sacerdote que había visto en sueños y que la había invitado a ayudarle a cuidar enfermos. Desde ese día se propuso ser hermana vicentina, y tanto insistió que al fin fue aceptada en la comunidad.

Después de un año de prueba la destinan al hospital de Enghen a servir a los ancianos durante 36 años. 5 años ayudante de cocina, 4 en la ropería, 15 años cuidando de las vacas que proporcionan la leche parar los ancianos del asilo. Lleva las cuentas de la compra de las vacas y cuando pierde más que gana suprimen las vacas y sustituyen las vacas por cerdos. Las hermanas ancianas la buscan para rezar el rosario con ella, pues lo reza con singular fervor. El día de la Inmaculada cae enferma y comenta que es el ramillete de flores que cada año le ofrece la Virgen. Obediente hasta los más pequeños pormenores, observante del silencio, amante de los oficios más humildes, que declara son las perlas de las Hijas de la Caridad. Le pregunta una sobrina por qué siempre es una simple cuidadora de animales y nunca la hacen superiora: “Las superioras son elegidas inteligentes. Ella no ha podido ir a la escuela.”

Era aún una joven novicia, cuando tuvo unas apariciones que la han hecho célebre en toda la Iglesia. En la primera, una noche estando en el dormitorio sintió que un hermoso niño la invitaba a ir a la capilla. Lo siguió hasta allá y él la llevó ante la imagen de la Virgen Santísima. Nuestra Señora le comunicó esa noche varias cosas futuras que iban a suceder en la Iglesia Católica y le recomendó que el mes de mayo fuera celebrado con mayor fervor en honor de la Madre de Dios. Catalina creyó siempre que el niño que la había guiado era su ángel de la guarda.

Pero la aparición más famosa fue la del 27 de noviembre de 1830. Estando por la noche en la capilla, vio a la Virgen resplandeciente. De sus manos salían hermosos rayos de luz hacia la tierra. La Virgen le encomendó que hiciera una imagen de Nuestra Señora así como se le había aparecido y que mandara hacer una medalla que tuviera por un lado las iniciales de la Virgen MA, y una cruz, con esta frase “Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Ti". Y le prometió ayudas muy especiales para quienes lleven esta medalla y recen esa oración.

Catalina le contó a su confesor esta aparición, pero él no le creyó. Sin embargo el sacerdote empezó a darse cuenta de que esta monjita era sumamente santa, y se fue al Arzobispo a consultarle el caso. El Arzobispo le dio permiso para que hicieran las medallas, y entonces empezaron los milagros. Las gentes empezaron a darse cuenta de que los que llevaban la medalla con devoción y rezaban la oración “Oh María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Ti", conseguían favores formidables, y todo el mundo comenzó a pedir la medalla y a llevarla. Hasta el emperador de Francia la llevaba y sus altos empleados también.

En París había un masón muy alejado de la religión. Su hija consiguió que aceptara colocarse al cuello la Medalla de la Virgen Milagrosa, y al poco tiempo pidió que lo visitara un sacerdote, renunció a sus errores masónicos y terminó sus días como creyente católico. Catalina preguntó a la Virgen por qué de los rayos luminosos que salen de sus manos, algunos quedan como cortados y no caen en la tierra. Ella le respondió: “Esos rayos que no caen a la tierra representan los muchos favores y gracias que yo quisiera conceder a las personas, pero se quedan sin ser concedidos porque las gentes no los piden". Y añadió: “Muchas gracias y ayudas celestiales no se obtienen porque no se piden".

Después de las apariciones de la Virgen, la joven Catalina vivió el resto de sus años como una cenicienta escondida y desconocida de todos. Muchísimas personas fueron informadas de las apariciones y mensajes que la Virgen Milagrosa hizo en 1830. Ya en 1836 se habían repartido más de 130,000 medallas. El Padre Aladel, confesor de la santa, publicó un librito narrando lo que la Virgen había venido a decir y prometer, pero sin revelar el nombre de la monjita que había recibido estos mensajes, porque ella le había hecho prometer que no diría a quién se le había aparecido. Y mientras esta devoción se propagaba por todas partes, Catalina seguía en el convento barriendo, lavando, cuidando las gallinas y haciendo de enfermera, como la más humilde e ignorada de todas las hermanitas, y recibiendo frecuentemente maltratos y humillaciones.

En 1842 el rico judío Ratisbona, fue hospedado muy amablemente por una familia católica en Roma, la cual como único pago de sus muchas atenciones, le pidió que llevara al cuello la medalla de la Virgen Milagrosa. Él aceptó esto como un detalle de cariño hacia sus amigos, y se fue a visitar como turista el templo, y allí de pronto frente a un altar de Nuestra Señora vio que se le aparecía la Virgen y le sonreía. Se convirtió al catolicismo y se dedicó todo el resto de su vida a propagar la religión católica y la devoción a la Madre de Dios. Esta conversión fue conocida y admirada en todo el mundo y contribuyó a que miles y miles de personas empezaran a llevar también la Medalla de Nuestra Señora.

Desde 1830, fecha de las apariciones, hasta 1876, en que murió, Catalina estuvo en el convento sin que nadie conociera que ella era a la que se le había aparecido la Virgen para recomendarle la Medalla Milagrosa. En los últimos años consiguió que se pusiera una imagen de la Virgen Milagrosa en el sitio donde se le había aparecido y al verla, aunque es una imagen hermosa, ella exclamó: “Oh, la Virgencita es muchísimo más hermosa que esta imagen". Al fin, ocho meses antes de su muerte, fallecido ya su antiguo confesor, Catalina le contó a su nueva superiora todas las apariciones con todo detalle y se supo quién era la afortunada que había visto y oído a la Virgen. Por eso cuando ella murió, todo el pueblo se volcó en sus funerales, el que se humilla será ensalzado. Poco tiempo después de la muerte de Catalina, fue llevado un niño de 11 años, inválido de nacimiento, y al acercarlo al sepulcro de la santa, quedó instantáneamente curado. En 1947 el Papa Pío XII declaró santa a Catalina Labouré, y con esa declaración quedó también confirmado que lo que ella contó acerca de las apariciones de la Virgen era Verdad. Su cuerpo se venera en la Iglesia de las Hijas de la Caridad donde está también San Vicente de Paúl, en la Rue du Bac, en París.

 


Esto es lo que indican los símbolos que aparecen en la Medalla Milagrosa.

1. Triunfo sobre Satanás

En el anverso de la Medalla Milagrosa aparece la Virgen sobre el mundo y aplastando con los pies la cabeza de la serpiente. Lo que indica que la Inmaculada tiene poder, en virtud de su gracia, para triunfar sobre Satanás.

2. Evocación del Apocalipsis

Las doce estrellas sobre la cabeza de María y el color de su vestuario muestran a la mujer vestida de sol del libro del Apocalipsis.

3. Rayos de gracia

Las manos extendidas emanando rayos son señal de la misión que tiene la Virgen María como madre y mediadora de las gracias que derrama sobre el mundo y a quienes las pidan.

4. Un signo de la Inmaculada

La famosa inscripción “Oh María” afirma la Inmaculada Concepción de la Virgen. Este detalle fue manifestado a Santa Catalina el 27 de noviembre de 1830, mucho antes que se proclamara el dogma en 1854. Asimismo, indica la misión de intercesión de la Madre de Dios.

5. La realeza de María

El globo, que representa a la tierra, se encuentra bajo los pies de la Virgen por ser reina del cielo y de la tierra.

6. Referencia a la madre del crucificado

Al reverso de la Medalla está la “M”, símbolo de María y de su espiritual maternidad. La cruz es el misterio de la redención y la barra que la sostiene es la letra del alfabeto griego “Yota” o “I”, que es monograma del nombre “Jesús”. Todo esto simboliza a la Madre de Cristo crucificado.

7. La Iglesia con los Sagrados Corazones

Las doce estrellas son símbolo de la Iglesia que Cristo funda sobre los apóstoles. Mientras que los Sagrados Corazones de Jesús y María hacen referencia a la devoción que los cristianos debemos tener a ambos corazones.

 

https://www.infocatolica.com/blog/historiaiglesia.php/hi-medalla-milagrosa/

http://webcatolicodejavier.org/apariciones.html

https://www.aciprensa.com/noticias/sepa-cual-es-el-significado-de-la-medalla-milagrosa-86220

 

 BEATA JUANA JUGAN

LA HISTORIA HACE POR FIN JUSTICIA A UNA DE LAS MUJERES MÁS IMPRESIONANTES DE LA FRANCIA DEL SIGLO XIX

Fundadora de las Hermanitas de los Pobres. Fiesta 30 de agosto.

https://www.elpandelospobres.com/santa-juana-jugan-30-de-agosto

 

Juana Jugan nació en Cancale (Ille-et-Vilaine), un puerto pesquero en la costa norte de Bretaña (Francia). Su padre estuvo ausente en el momento del nacimiento de la futura santa, pues estaba navegando desde hacía seis meses por Terranova. Menos de cuatro años más tarde, el padre de Juana se perdió en el mar, como tantos otros navegantes. A partir de entonces, en casa las cosas se pusieron muy difíciles, Juana, su hermano y dos hermanas de su madre aprendieron cómo vivir la pobreza con honestidad y valentía, con fe y amor a Dios. Apenas tuvo edad para poder trabajar, Juana se contrató para en una casa en la cercana Cancale, para trabajar en la limpieza y la cocina.

Tenía 18 años cuando por primera vez un joven le propuso matrimonio, a lo cual ella se negó. El joven sin embargo no se olvidó de ella y seis años más tarde le volvió a renovar la petición, a lo que ella contestó que el Señor la quería para Él y que creía que tenía la misión de hacer algo que todavía no se había hecho. ¿Sabía claramente que era lo que Dios quería de ella? Para aquel entonces tenía barruntos de vocación, pero no sabía cómo, lo que si sabía era que quería servir a los pobres.

Cuando tenía 25 años, habiendo dejado el trabajo de Cancale, se hizo miembro de la Tercera Orden fundada en el siglo XVII por san Juan Eudes. Se encontraba en Saint Servan, donde trabajaba como enfermera y en el servicio. Con dos amigas había alquilado una casa, donde llevaban una vida fuerte de oración, además del trabajo que cada una tenía por su cuenta. Una noche, encontró por la calle a una anciana ciega y medio paralítica, a la cual recogió en la casa que compartía con las amigas y cedió su cama para que se acostara. Ella misma la cargó en brazos hasta el segundo piso, donde se encontraba su dormitorio Este acto la comprometió para siempre: después de aquella anciana vendría una segunda y una tercera, y con el apoyo de Juana y sus amigas todas eran cuidadas, se les lavaban las ropas y recibían un trato de cariño.

Las otras dos jóvenes reconocían a Juana como iniciadora y directora de la obra. Llegó también por aquel tiempo a la parroquia un joven sacerdote, el P. Pailleur, que enseguida se interesó por el trabajo de las muchachas y les dio total aprobación. El clérigo, que siempre había tenido aspiraciones de ayudar a los pobres, veía en dicha asociación un cauce para realizarlas. Sobre este activo y energético reverendo tendremos que volver a hablar más adelante en la historia presente. Se hicieron estatutos y se organizó la vida espiritual. Poco a poco comenzaron a llegar las vocaciones y en 1842 hicieron los votos las primeras religiosas.

La asociación se tuvo que trasladar a una casa más espaciosa y comenzar una tarea que caracterizó a la fundadora y a sus hijas desde el comienzo hasta hoy: el mendigar para los pobres. Ella misma dio el ejemplo, mendigando de casa en casa y por los mercados, y edificando a toda la ciudad. Se cuenta que uno de los más ricos de la ciudad, que en una ocasión dio un buen donativo a Juana, la regañó fuertemente cuando ella volvió otra vez al día siguiente, a lo que ella respondió con toda humildad que los pobres tenían que comer todos los días. Esto removió las entrañas de dicho rico, que se convirtió en uno de sus más fieles benefactores.

Cada año la Academia Francesa concedía el premio Montyon al hombre o la mujer que destacase por su labor humanitaria. Algunas amistades de Juana insistieron en presentarla a dicho premio, que le fue concedido. Ella, con toda sencillez, usó el dinero concedido para arreglar el techo de la casa donde tenían el asilo. Pero la fama de Juana crecía y pronto llegó otro premio: una medalla de oro concedida por la logia masónica local por su labor. La religiosa usó la medalla para hacer con ella la copa de un cáliz.

Organizada la vida de la comunidad, poco después de los votos de las primeras religiosas, comenzó la gran cruz de Juana Jugan. Poco después de las primeras elecciones, en las cuales ella resultó elegida Madre Superiora, el P. Pailleur, como capellán de las religiosas, convoca una reunión en la que anuncia que ha anulado las elecciones y que a partir de entonces él será el superior de la comunidad. Sor Juana, obediente ante el carácter sacerdotal del P. Pailleur, no dice una palabra y pasa a ser una hermana más con toda humildad.

A partir de ese momento comienzan toda una serie de maquinaciones del P. Pailleur: Cambia las constituciones poniéndose é como único superior, rescribe la historia del Instituto dándose a sí mismo toda la importancia y, con el tiempo, cuando comienzan las fundaciones, esconde a Juana Jugan lo más posible de la casa general y la encarga de la formación de las novicias y postulantes, pero con la prohibición de hablar de la historia del Instituto, lo cual ella cumplió con toda humildad. Además, le prohíbe mendigar por las calles y le obliga a cortar todo contacto con los benefactores, a lo que ella responde obedeciendo sin rechistar. Durante más de 20 años, ni una sola vez sale de sus labios una alusión a su verdadera labor de fundadora. Como resultado, con el tiempo se van olvidando las religiosas de quién fue en realidad la fundadora.

El P. Pailleur se fue inflando poco a poco, pidiendo cada vez más honores de parte de las religiosas, de manera que si le encontraban por el convento tenían que arrodillarse y besarle los pies. Todo esto disgustó mucho a los amigos de las religiosas que veían la soberbia del joven clérigo. Pero las religiosas obedecían, empezando por la verdadera fundadora. Fueron muriendo las más mayores y llegó el turno a Juana, que murió el 29 de agosto de 1879, cuando la congregación contaba con más de 2000 religiosas. Murió como una religiosa más, sin ningún honor ni reconocimiento a su labor.

Pero poco después de su muerte, llegan a Roma voces que cuentan la injusticia cometida con sor Juana y del Vaticano llega una visita con el fin de investigar la cuestión. Como resultado, el P. Pailleur viene depuesto y confinado a un convento. El nuevo capellán de la casa general se propone hacer una investigación histórica de los hechos y descubre la verdad: Las hermanas ancianas empiezan a hablar, liberadas ya del temor al antiguo capellán, y muestran un documento que en su día el P. Pailleur dirigió a la Academia de Francia con ocasión del premio Montyon, en el que explica que la fundadora era Juana Jugan. Esto lo escribió antes que la soberbia y la envidia le llevase a hacer sufrir un verdadero martirio a la santa religiosa. Por otro lado, una anciana religiosa, que el susodicho reverendo había hecho aparecer como primera religiosa que llegó al instituto (para que no apareciese la auténtica primera religiosa, Juana Jugan), afirmó con sencillez: “Yo no fui la primera. Me obligaron a decir que lo fui y a actuar como tal, pero en realidad fue Juana”.

Edificado el Instituto de la Hermanitas de los Pobres sobre la humildad y el sufrimiento heroicos de Juana Jugan, se expandieron pronto por todo el mundo y todavía hoy siguen dando maravillosos frutos de amor a los ancianos pobres en los cinco continentes. Juan Pablo II beatificó a Juana Jugan en 1982 y ahora nos hayamos en la recta final hacia la Canonización de esta heroína de la caridad, que sufrió el martirio incruento de la envidia y la soberbia de un joven clérigo que quiso pasar por lo que no era.

https://www.infocatolica.com/blog/historiaiglesia.php/0909180559-el-papa-canonizara-a-juana-ju#more5115

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SOR PASCUALINA, LA MUJER QUE LOS CURIALISTAS LLAMABAN “VIRGO POTENS”

 

PÍO XII CONFIÓ PLENAMENTE EN SU SECRETARIA, QUE MUCHOS MIRARON CON RECELO POR EL GRAN ASCENDIENTE QUE TUVO SOBRE ÉL


https://noloseytu.blogspot.com/2016/12/pio-xii-y-sor-pascualina.html

Es conocido el dicho: “Detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”. Pío XII fue grande por muchos conceptos, aunque algunos ahora discuten su envergadura. Al menos no se le podrá negar haber sido el pontífice que mejor encarnó la idea de grandeza unida tradicionalmente al Papado. Pues bien, detrás de Eugenio Pacelli se escondía una mujer más bien diminuta, pero con un temple de acero y una voluntad a toda prueba: sor Pascualina Lehnert, monja de la congregación de las Hermanas de la Santa Cruz de Menzingen». Así comenzaba don Apeles Santolaria de Puey y Cruells un capítulo que en su enjundioso libro Historias de los Papas (1999) dedicó a la más influyente y menos visible mujer que ha habido cerca del trono de Pedro. Y las hubo de campanillas: desde las Teofilactas hasta la reina Cristina de Suecia, pasando por la condesa Matilde, Lucrecia Borgia y donna Olimpia Maidalchini.

La Madre Pascalina (o Pascualina) –como se la conocía popularmente– fue llamada de manera irónica y maliciosa la Virgo potens por aquellos que soportaban mal su ascendiente sobre Pío XII y su posición de privilegio en los Palacios Apostólicos. En un mundo tradicionalmente cerrado y dominado por hombres, las mujeres desempeñaban tareas muy subalternas y, desde luego, no en el entorno inmediato del Papa. Por eso, ya Pío XI había debido enfrentarse a los monseñores vaticanos cuando se trajo consigo desde Milán a su fiel gobernanta lombarda, Teodolinda Banfi, para que le llevara los apartamentos papales. Pero la monja a la que Eugenio Pacelli otorgó toda su confianza fue mucho más que un ama de llaves: fue también secretaria y confidente, fue la organizadora y gobernadora indiscutible del entorno del Papa, sólo que, imbuida de un sentido sobrenatural de las cosas, nunca abusó de esta circunstancia ventajosa. Y ello en medio de un mundillo donde el carrierismo es una tentación cotidiana.

La historia de esta extraordinaria mujer comienza en Ebersberg, un pueblo de la Baja Baviera (la misma región donde vería la luz Benedicto XVI), donde nació el 25 de agosto de 1894. Era la séptima de los doce hijos de un matrimonio de campesinos fervientemente católicos. Desde pequeña dio muestras de su gran sentido de responsabilidad y de orden, así como de su dedicación al trabajo. Ayudaba como ninguna en las tareas domésticas. Con quince años marchó de la casa paterna para seguir una temprana vocación religiosa, ingresando en la congregación de las Hermanas de la Santa Cruz de Menzingen, fundada en Suiza a mediados del siglo XIX y dedicada fundamentalmente a la enseñanza. Hecha la profesión religiosa con el nombre de sor Josefina, la joven monja fue destinada a la instrucción de niñas en colegios de la congregación. En uno de éstos se encontraba cuando en marzo de 1918 la mandó llamar la madre provincial de Alttöting (casa de la que dependía) para enviarla, junto a otra hermana, para ayudar en la organización material de la nunciatura de Munich por un período de dos meses. Sólo que, como escribió en sus memorias, la ayuda se prolongó indefinidamente.


Desde su primer encuentro surgió una mutua simpatía entre Pacelli y sor Pascalina. Ésta quedó impresionada por la elegancia natural y sin artificio del nuncio y adivinó la necesidad que tenía de un ambiente familiar e íntimo, en el que pudiera refugiarse una persona delicada como él. A su vez el prelado supo inmediatamente apreciar la laboriosidad, eficiencia y discreción de la monja y que podía contar con ella y otorgarle su confianza. Tanta depositó en ella que salió garante de su integridad cuando se suscitaron las primeras intrigas por parte de los otros empleados de la casa, que no llevaban bien el ritmo de trabajo impuesto por sor Pascalina, cuyo sentido de la disciplina y la energía con que la aplicaba la hacían parecer autoritaria. Aunque su fuerte carácter no contribuía a crearle simpatías, nadie pudo negar nunca su profunda fe y su lealtad a la Iglesia.

De los tiempos de Munich fue testigo de excepción de un dramático episodio del que fue protagonista Pacelli. Fue poco después del final del Gran Guerra. La monarquía milenaria de los Wittelsbach había caído y había quedado instaurado un régimen socialdemócrata presidido por Kurt Eisner. Al ser asesinado éste en febrero de 1919, los comunistas se levantaron en armas y asaltaron el poder proclamando la efímera pero sangrienta República Soviética de Baviera. En medio de los desórdenes callejeros, volvió el nuncio a su residencia desde Suiza, donde había pasado un período de convalecencia. Cierto día los revolucionarios armados invadieron la nunciatura. Monseñor Pacelli salió y se enfrentó a los asaltantes, uno de los cuales llegó a apuntarle con su revólver en el pecho. Sólo el aplomo y la desarmante dignidad del prelado hicieron que aquéllos se retiraran sin causar más daño. A pesar de la campaña de desprestigio de la que fue objeto el nuncio por parte de las autoridades revolucionarias, no detuvo su acción benéfica a favor de los más necesitados, en la cual se había prodigado desde que puso pie en Alemania en 1917, fiel a la línea de Benedicto XV, que, no pudiendo detener l’inutile strage de la guerra, quería paliar sus efectos mediante el ejercicio de una intensiva y eficiente red de caridad.

En 1920 fue nombrado nuncio ante la República de Weimar, reteniendo la nunciatura de Munich. No marchó a Berlín hasta 1925, siendo precedido por sor Pascualina, a la que había enviado a la capital alemana para buscar una sede adecuada para la nueva representación pontificia y organizarla, lo cual hizo ella a satisfacción, escogiendo una bella residencia al lado del Tiergarten y dirigiendo los trabajos de restauración y adaptación. Gracias a la gran personalidad de Pacelli y a la sabia administración de su gobernanta, la nunciatura berlinesa se convirtió en el corazón de la vida católica en una ciudad de rigurosa tradición protestante. Sus salones fueron escenario de las más brillantes recepciones y su capilla el de bautizos, comuniones y hasta conversiones. El nuncio, decano del cuerpo diplomático y dotado de un extraordinario don de gentes, fue conocido y querido no sólo por los propios, sino también por los extraños. Por eso, cuando en 1929 fue llamado por Pío XI a Roma para recibir el rojo capelo, la despedida, en la estación ferroviaria de Berlín, fue apoteósica y muy emotiva.

Pascalina creyó llegada la hora de decir adiós a su querido monseñor tras once años de fieles servicios, pero Pacelli no supo, ni pudo ni quiso prescindir de ella y la llamó a Roma. Ella partió sólo después de haberse encargado personalmente de mandar expedir el nuevo mobiliario del neo-cardenal, que le fue regalado por los obispos germanos como recuerdo de su fructífera estancia en Alemania. En la Ciudad Eterna, la religiosa siguió siendo la fiel y discreta auxiliar de siempre. Fue testigo de la paciente elaboración de la encíclica Mit brenneder Sorge contra el nazismo, obra conjunta de los cardenales Pacelli y Faulhaber, que Pío XI firmó y mandó publicar desde los púlpitos de todas las parroquias de Alemania en 1934. Pascalina participó en los viajes del cardenal secretario de Estado para subvenir a sus necesidades de orden práctico, en lo que se desempañaba de maravilla. Lo hizo con tal prudencia y recato que nadie se percató de su presencia en los diferentes países que visitó junto a Pacelli. Se había hecho tan necesaria a éste que, incluso, por un privilegio sin precedentes, se la autorizó a asistir al cardenal durante el cónclave que siguió a la muerte de Pío XI y del que saldría aquél elegido, siendo la única mujer conclavista de la Historia.

Cuando Pío XII se instaló en los apartamentos papales en el tercer piso del Palacio Apostólico, sor Pascalina se encargó de recrear en ellos la atmósfera hogareña y sencilla que tanto necesitaba Pacelli y ella había sabido imponer en el pasado. El círculo íntimo de Pacelli era predominantemente alemán: monseñor Ludwig Kaas, a quien le unía una buena amistad desde los tiempos en que éste era presidente del Zentrum o partido católico alemán; el P. Robert Leiber, jesuita, su secretario; el P. Agustín Bea, su confesor, y, las hermanas Maria Corrada y Erwaldiss, dirigidas por sor Pascalina, encargadas de la tareas domésticas. A la familiaridad del Papa eran admitidos también el conde Enrico Galeazzi y su medio hermano el oftalmólogo Riccardo Galeazzi-Lisi –que fungía de arquíatra pontificio– y, por supuesto, los sobrinos del Papa. También los cardenales Faulhaber y Spellman, amigos personales de Pío XII. Sor Pascalina vigilaba atentamente para que el Santo Padre pudiera tener tranquilidad en sus pocas horas de intimidad, cosa que requería una gran firmeza y una buena dosis de coraje para enfrentarse a los curiales y a todo aquel que pretendía franquear ese pequeño mundo doméstico.

Y es que la solícita franciscana sabía mejor que nadie la vida de auténtico sacrificio que llevaba el Papa, que consideraba su deber no dejar de recibir a los fieles católicos del mundo entero que venían a verle (recuérdese que antaño los pontífices no viajaban). De las audiencias de rigor con sus colaboradores de los dicasterios de la Curia Romana y de las de protocolo para recibir a Jefes de Estado, gobernantes, diplomáticos y personalidades, pasaba a las audiencias generales, en las que no paraba de bendecir y extender la mano para que le la gente pudiera besarle el anillo o para acariciar con el sincero afecto del padre común a los atribulados y a los niños. Y aunque las audiencias le dejaban exhausto, no se permitía más solaz durante el día que su paseo cotidiano de una hora por los jardines vaticanos, para volver en seguida al trabajo, esta vez de despacho, escribiendo sus discursos y encíclicas, documentándolos cuidadosamente y repasándolos y corrigiéndolos una y otra vez, tanta era su meticulosidad. Sor Pascalina tenía siempre a mano manguitos para que no se ensuciara la blanca sotana con la tinta con la que escribía.

Durante los terribles años de la Segunda Guerra Mundial y de la ocupación la rutina en los apartamentos pontificios se vio alterada por nuevas responsabilidades. El Papa multiplicó las audiencias y abolió el protocolo para recibir a los heridos y mutilados. Además, creó una Oficina de Información para recabar y brindar toda clase de informaciones sobre prisioneros de guerra y desparecidos. Siguiendo el ejemplo de Benedicto XV durante la Gran Guerra, Pío XII ejerció una eficaz acción de beneficencia para paliar los horrores de la contienda. Sor Pascualina fue puesta al frente de los almacenes en los que se clasificaban toda clase de subsistencias que, a continuación, partían hacia los más diversos destinos llevando el auxilio y el consuelo material del Papa a las pobres víctimas. También fue testigo directo la gobernanta de cuanto se hizo por indicación suya a favor de los judíos perseguidos; cómo levantó la clausura de los monasterios y conventos femeninos para que pudieran recibir refugiados; cómo dispuso la apertura del palacio lateranense, de la villa papal de Castelgandolfo, de los edificios extraterritoriales y de las dependencias de la Santa Sede para acoger a los proscritos, sin distinción de raza ni de credo religioso o político; cómo vació las arcas papales para aliviar la penuria de los más desgraciados. Cuando Roma fue bombardeada, su hijo más ilustre, nacido en la Urbe, no dudó un momento en acudir a consolar a las víctimas. En esas correrías, sor Pascualina pidió a monseñor Montini que no dejara solo al Papa.

Pasada la tormenta, mientras los hombres de Estado y los políticos se dedicaban a reconstruir la Europa martirizada, Eugenio Pacelli erigía a la Iglesia Católica como un faro y un punto de referencia para el resurgimiento de aquélla. Fueron años en los que la institución gozó el máximo prestigio alcanzado en tiempos modernos. No faltaban ciertamente los puntos obscuros (que andando el tiempo se manifestarían con virulencia), pero la Cristiandad estaba en su apogeo, el cual tuvo una expresión inequívoca con ocasión del Año Santo de 1950. A partir de entonces y tras el inaudito esfuerzo realizado por un hombre de salud delicada, las fuerzas de Pío XII empezaron a declinar, aunque él no se diera tregua ni se hiciera a sí mismo concesión alguna. Sólo interrumpió su habitual ritmo obligado por algunas graves crisis que hicieron tmer por su vida, siendo la peor la experimentada durante el Año Santo Mariano de 1954, durante la que estuvo a las puertas de la muerte. Tanto en los momentos de triunfo como en los de postración física, Pascalina Lehnert fue su ángel tutelar, que contrarrestó con su dedicación las inepcias de algunos tratamientos que recibió el Santo Padre y no hicieron otra cosa que debilitarlo aún más. El cerco en torno a él se cerró aún más con evidente disgusto de los miembros de la Curia Romana. Pero a la monja no le dolían prendas a la hora de preservar el necesario aislamiento del Papa. Gracias a sus cuidados y a una increíble capacidad de resistencia puede decirse que logró sobrevivir unos años más.

Hasta que sucedió lo inevitable, la inexorable ley de vida, a la que no escapan ni siquiera los Papas: la muerte. Ésta le sobrevino hallándose en Castelgandolfo, después de una agonía penosa, durante la cual sor Pascalina le rodeó de una atención conmovedora, ayudada de sus hermanas de hábito. De su dedicación amorosa al augusto moribundo dan fe unas fotografías que de los últimos momentos tomó subrepticiamente el profesor Galeazzi-Lisi para venderlas a un semanario francés y que revelan en medio del dramatismo la gran dimensión humana de la religiosa que estuvo cuarenta años al servicio lleno de devoción y desinteresado de un gran papa. De no haber sido por esta traición a la confianza depositada en él que cometió el arquíatra pontificio, la figura de sor Pascualina habría quedado definitivamente en la sombra bajo la que quiso vivir mientras estuvo junto a Pío XII. En efecto, en esos cuarenta años ella vivió siempre hurtándose escrupulosamente a las miradas ajenas, hasta el punto que, si todo el mundo hablaba de la monja que servía al Papa, a la que se atribuía un poder grandísimo, nadie era capaz de describirla porque simplemente no la habían visto nunca.

Momentos durísimos debieron ser para sor Pascalina los que siguieron al fallecimiento de su bienamado pontífice. Se desataron entonces todos los rencores contenidos en vida de éste y no le fueron ahorrados desaires e incomprensiones. Sin embargo, no era ella mujer que se arredrara ante la adversidad, de modo que se quedó en Roma como procuradora de su congregación y supervisora del servicio en el nuevo colegio para los seminaristas norteamericanos en el Janículo. Con el tiempo y donativos de gente amiga (entre ellos el conde Enrico Galeazzi) logró construir una casa de reposo para señoras ancianas, a la que puso por nombre Pastor Angelicus en recuerdo del papa Pacelli. Según ella misma declaró, sus últimos años quería dedicarlos a honrar la memoria de Pío XII y a rezar por su beatificación, aunque confesaba su escepticismo al ver con disgusto cómo se desperdiciaba la gran herencia de su pontificado. Fiel a su vocación, a sus recuerdos y a sí misma, sor Pascalina Lehnert murió un día como hoy en Viena, a los 89 años de edad, en la brecha y en el combate por honrar la memoria del gran Eugenio Pacelli. Sus exequias fueron oficiadas por el que fuera obispo vicario de la Ciudad del Vaticano, el mismo que compuso la hermosa oración por la beatificación de Pío XII: monseñor Petrus Canisius van Lierde. A ellas asistió el cardenal Joseph Ratzinger, hoy papa Benedicto XVI.

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