HISTORIAS
DE LA IGLESIA
LA
MEDALLA MILAGROSA
“¡OH MARÍA, SIN
PECADO CONCEBIDA, ROGAD POR NOSOTROS QUE RECURRIMOS A VOS!
En la Rue du Bac, número 140, en pleno centro de París,
en la casa madre de la Compañía de las Hijas de la Caridad, que fundaran san
Vicente de Paúl y santa Luisa de Marillac, habitaba en 1830 una novicia llamada
sor Catalina Labouré, a quien la Santísima Virgen confió un mensaje salvador
para todos los que con confianza y fervor lo aceptaran y practicaran. El 27 de
noviembre de 1830 sor Catalina escuchó una voz en su interior que decía: «Haz
que se acuñe una medalla según este modelo. Todos cuantos la lleven puesta
recibirán grandes gracias. Las gracias serán más abundantes para los que la
lleven con confianza». Entonces se creó una forma ovalada en torno a la Virgen
y en el borde interior apareció escrita la siguiente invocación: «María, sin
pecado concebida, rogad por nosotros, que acudimos a vos».
http://webcatolicodejavier.org/apariciones.html
De esta aparición primera y otra posterior, surgió años
después un movimiento mariano que hoy conocemos como la asociación de la
Medalla Milagrosa, y que este año está de jubileo. Aprobada por San Pío X en
1909, la asociación cuenta con más de seis millones de miembros en todo el
mundo. Su fin es fomentar la devoción a la Virgen María, Madre de Dios,
concebida sin pecado original y modelo de la Iglesia Peregrina, conscientes de
que el culto a la Madre redunda en gloria y alabanza de su Hijo, el Salvador,
por medio de la Medalla Milagrosa y el apostolado que se ejerce mediante la
Visita Domiciliaria.
Todo comenzó aquel 27 de noviembre de 1930. A Catalina Labouré
se le apareció la Virgen para enseñarle y recomendarle que propagara la Medalla
Milagrosa. Nació en Francia, de una familia campesina, en 1806. Al quedar
huérfana de madre a los 8 años le encomendó a la Virgen que le hiciera de
madre, y la Madre de Dios aceptó su petición. Como su hermana mayor profesó en
la filas de San Vicente de Paúl, Catalina tuvo que quedarse al frente de los
trabajos de la cocina y del lavadero en la casa de su padre, y por esto no pudo
aprender a leer ni a escribir.
A los 14 años pidió a su padre que le permitiera irse a
un convento pero él, que la necesitaba para atender los muchos oficios de la
casa, no se lo permitió. Ella le pedía al Señor que le concediera lo que tanto
deseaba: consagrarse a él. Una noche vio en sueños a un anciano sacerdote que
le decía: “Un día me ayudarás a cuidar a los enfermos". Al salir de
visitar a una enferma vio otra vez a aquel sacerdote que le dijo: Hija mía, tu
ahora huyes de mí, pero un día será feliz de venir a mí. Dios tiene designios sobre
ti, no lo olvides imagen de ese sacerdote se le quedó grabada para siempre.
A los 24 años, logró que su padre la
dejara ir a visitar a su hermana en Chatillón - Sur -Seine, y al llegar a la
sala del convento vio el retrato de San Vicente de Paúl y se dio cuenta de que
ese era el sacerdote que había visto en sueños y que la había invitado a
ayudarle a cuidar enfermos. Desde ese día se propuso ser hermana vicentina, y
tanto insistió que al fin fue aceptada en la comunidad.
Después de un año de prueba la destinan al hospital de
Enghen a servir a los ancianos durante 36 años. 5 años ayudante de cocina, 4 en
la ropería, 15 años cuidando de las vacas que proporcionan la leche parar los
ancianos del asilo. Lleva las cuentas de la compra de las vacas y cuando pierde
más que gana suprimen las vacas y sustituyen las vacas por cerdos. Las hermanas
ancianas la buscan para rezar el rosario con ella, pues lo reza con singular
fervor. El día de la Inmaculada cae enferma y comenta que es el ramillete de
flores que cada año le ofrece la Virgen. Obediente hasta los más pequeños
pormenores, observante del silencio, amante de los oficios más humildes, que
declara son las perlas de las Hijas de la Caridad. Le pregunta una sobrina por
qué siempre es una simple cuidadora de animales y nunca la hacen superiora:
“Las superioras son elegidas inteligentes. Ella no ha podido ir a la escuela.”
Era aún una joven novicia, cuando tuvo unas apariciones
que la han hecho célebre en toda la Iglesia. En la primera, una noche estando
en el dormitorio sintió que un hermoso niño la invitaba a ir a la capilla. Lo
siguió hasta allá y él la llevó ante la imagen de la Virgen Santísima. Nuestra
Señora le comunicó esa noche varias cosas futuras que iban a suceder en la
Iglesia Católica y le recomendó que el mes de mayo fuera celebrado con mayor
fervor en honor de la Madre de Dios. Catalina creyó siempre que el niño que la
había guiado era su ángel de la guarda.
Pero la aparición más famosa fue la del 27 de noviembre
de 1830. Estando por la noche en la capilla, vio a la Virgen resplandeciente.
De sus manos salían hermosos rayos de luz hacia la tierra. La Virgen le
encomendó que hiciera una imagen de Nuestra Señora así como se le había
aparecido y que mandara hacer una medalla que tuviera por un lado las iniciales
de la Virgen MA, y una cruz, con esta frase “Oh María, sin pecado concebida,
rogad por nosotros que recurrimos a Ti". Y le prometió ayudas muy
especiales para quienes lleven esta medalla y recen esa oración.
Catalina le contó a su confesor esta aparición, pero él
no le creyó. Sin embargo el sacerdote empezó a darse cuenta de que esta monjita
era sumamente santa, y se fue al Arzobispo a consultarle el caso. El Arzobispo
le dio permiso para que hicieran las medallas, y entonces empezaron los
milagros. Las gentes empezaron a darse cuenta de que los que llevaban la
medalla con devoción y rezaban la oración “Oh María sin pecado concebida, ruega
por nosotros que recurrimos a Ti", conseguían favores formidables, y todo
el mundo comenzó a pedir la medalla y a llevarla. Hasta el emperador de Francia
la llevaba y sus altos empleados también.
En París había un masón muy alejado de la religión. Su
hija consiguió que aceptara colocarse al cuello la Medalla de la Virgen
Milagrosa, y al poco tiempo pidió que lo visitara un sacerdote, renunció a sus
errores masónicos y terminó sus días como creyente católico. Catalina preguntó
a la Virgen por qué de los rayos luminosos que salen de sus manos, algunos
quedan como cortados y no caen en la tierra. Ella le respondió: “Esos rayos que
no caen a la tierra representan los muchos favores y gracias que yo quisiera
conceder a las personas, pero se quedan sin ser concedidos porque las gentes no
los piden". Y añadió: “Muchas gracias y ayudas celestiales no se obtienen
porque no se piden".
Después de las apariciones de la Virgen, la joven
Catalina vivió el resto de sus años como una cenicienta escondida y desconocida
de todos. Muchísimas personas fueron informadas de las apariciones y mensajes
que la Virgen Milagrosa hizo en 1830. Ya en 1836 se habían repartido más de
130,000 medallas. El Padre Aladel, confesor de la santa, publicó un librito
narrando lo que la Virgen había venido a decir y prometer, pero sin revelar el
nombre de la monjita que había recibido estos mensajes, porque ella le había
hecho prometer que no diría a quién se le había aparecido. Y mientras esta
devoción se propagaba por todas partes, Catalina seguía en el convento
barriendo, lavando, cuidando las gallinas y haciendo de enfermera, como la más
humilde e ignorada de todas las hermanitas, y recibiendo frecuentemente
maltratos y humillaciones.
En 1842 el rico judío Ratisbona, fue hospedado muy
amablemente por una familia católica en Roma, la cual como único pago de sus
muchas atenciones, le pidió que llevara al cuello la medalla de la Virgen
Milagrosa. Él aceptó esto como un detalle de cariño hacia sus amigos, y se fue
a visitar como turista el templo, y allí de pronto frente a un altar de Nuestra
Señora vio que se le aparecía la Virgen y le sonreía. Se convirtió al catolicismo
y se dedicó todo el resto de su vida a propagar la religión católica y la
devoción a la Madre de Dios. Esta conversión fue conocida y admirada en todo el
mundo y contribuyó a que miles y miles de personas empezaran a llevar también
la Medalla de Nuestra Señora.
Desde 1830, fecha de las apariciones, hasta 1876, en que
murió, Catalina estuvo en el convento sin que nadie conociera que ella era a la
que se le había aparecido la Virgen para recomendarle la Medalla Milagrosa. En
los últimos años consiguió que se pusiera una imagen de la Virgen Milagrosa en
el sitio donde se le había aparecido y al verla, aunque es una imagen hermosa,
ella exclamó: “Oh, la Virgencita es muchísimo más hermosa que esta
imagen". Al fin, ocho meses antes de su muerte, fallecido ya su antiguo
confesor, Catalina le contó a su nueva superiora todas las apariciones con todo
detalle y se supo quién era la afortunada que había visto y oído a la Virgen.
Por eso cuando ella murió, todo el pueblo se volcó en sus funerales, el que se
humilla será ensalzado. Poco tiempo después de la muerte de Catalina, fue
llevado un niño de 11 años, inválido de nacimiento, y al acercarlo al sepulcro
de la santa, quedó instantáneamente curado. En 1947 el Papa Pío XII declaró
santa a Catalina Labouré, y con esa declaración quedó también confirmado que lo
que ella contó acerca de las apariciones de la Virgen era Verdad. Su cuerpo se
venera en la Iglesia de las Hijas de la Caridad donde está también San Vicente
de Paúl, en la Rue du Bac, en París.
Esto es lo que indican los símbolos que aparecen en la Medalla Milagrosa.
1. Triunfo
sobre Satanás
En el anverso de la Medalla Milagrosa aparece
la Virgen sobre el mundo y aplastando con los pies la cabeza de la serpiente.
Lo que indica que la Inmaculada tiene poder, en virtud de su gracia, para
triunfar sobre Satanás.
2. Evocación del Apocalipsis
Las doce estrellas sobre la cabeza de María y el color de su vestuario muestran
a la mujer vestida de sol del libro del Apocalipsis.
3. Rayos de gracia
Las manos extendidas emanando rayos son señal
de la misión que tiene la Virgen María como madre y mediadora de las gracias
que derrama sobre el mundo y a quienes las pidan.
4. Un signo de la Inmaculada
La famosa inscripción “Oh María” afirma la
Inmaculada Concepción de la Virgen. Este detalle fue manifestado a Santa
Catalina el 27 de noviembre de 1830, mucho antes que se proclamara el dogma en
1854. Asimismo, indica la misión de intercesión de la Madre de Dios.
5. La realeza de María
El globo, que representa a la tierra, se
encuentra bajo los pies de la Virgen por ser reina del cielo y de la
tierra.
6. Referencia a la madre del crucificado
Al reverso de la Medalla está la “M”, símbolo
de María y de su espiritual maternidad. La cruz es el misterio de la
redención y la barra que la sostiene es la letra del alfabeto griego “Yota” o
“I”, que es monograma del nombre “Jesús”. Todo esto simboliza a la Madre de
Cristo crucificado.
7. La Iglesia con los Sagrados Corazones
Las doce estrellas son símbolo de
la Iglesia que Cristo funda sobre los apóstoles. Mientras que los
Sagrados Corazones de Jesús y María hacen referencia a la devoción que los
cristianos debemos tener a ambos corazones.
https://www.infocatolica.com/blog/historiaiglesia.php/hi-medalla-milagrosa/
http://webcatolicodejavier.org/apariciones.html
https://www.aciprensa.com/noticias/sepa-cual-es-el-significado-de-la-medalla-milagrosa-86220
LA HISTORIA HACE POR FIN JUSTICIA A UNA DE
LAS MUJERES MÁS IMPRESIONANTES DE LA FRANCIA DEL SIGLO XIX
Fundadora de las Hermanitas de los Pobres. Fiesta 30 de
agosto.
https://www.elpandelospobres.com/santa-juana-jugan-30-de-agosto
Juana Jugan nació en Cancale (Ille-et-Vilaine), un puerto
pesquero en la costa norte de Bretaña (Francia). Su padre estuvo ausente en el
momento del nacimiento de la futura santa, pues estaba navegando desde hacía
seis meses por Terranova. Menos de cuatro años más tarde, el padre de Juana se
perdió en el mar, como tantos otros navegantes. A partir de entonces, en casa
las cosas se pusieron muy difíciles, Juana, su hermano y dos hermanas de su
madre aprendieron cómo vivir la pobreza con honestidad y valentía, con fe y
amor a Dios. Apenas tuvo edad para poder trabajar, Juana se contrató para en
una casa en la cercana Cancale, para trabajar en la limpieza y la cocina.
Tenía 18 años cuando por primera vez un joven le propuso
matrimonio, a lo cual ella se negó. El joven sin embargo no se olvidó de ella y
seis años más tarde le volvió a renovar la petición, a lo que ella contestó que
el Señor la quería para Él y que creía que tenía la misión de hacer algo que
todavía no se había hecho. ¿Sabía claramente que era lo que Dios quería de
ella? Para aquel entonces tenía barruntos de vocación, pero no sabía cómo, lo
que si sabía era que quería servir a los pobres.
Cuando tenía 25 años, habiendo dejado el trabajo de
Cancale, se hizo miembro de la Tercera Orden fundada en el siglo XVII por san
Juan Eudes. Se encontraba en Saint Servan, donde trabajaba como enfermera y en
el servicio. Con dos amigas había alquilado una casa, donde llevaban una vida
fuerte de oración, además del trabajo que cada una tenía por su cuenta. Una
noche, encontró por la calle a una anciana ciega y medio paralítica, a la cual
recogió en la casa que compartía con las amigas y cedió su cama para que se
acostara. Ella misma la cargó en brazos hasta el segundo piso, donde se
encontraba su dormitorio Este acto la comprometió para siempre: después de
aquella anciana vendría una segunda y una tercera, y con el apoyo de Juana y
sus amigas todas eran cuidadas, se les lavaban las ropas y recibían un trato de
cariño.
Las otras dos jóvenes reconocían a
Juana como iniciadora y directora de la obra. Llegó también por aquel tiempo a
la parroquia un joven sacerdote, el P. Pailleur, que enseguida se interesó por
el trabajo de las muchachas y les dio total aprobación. El clérigo, que siempre
había tenido aspiraciones de ayudar a los pobres, veía en dicha asociación un
cauce para realizarlas. Sobre este activo y energético reverendo tendremos que
volver a hablar más adelante en la historia presente. Se hicieron estatutos y
se organizó la vida espiritual. Poco a poco comenzaron a llegar las vocaciones
y en 1842 hicieron los votos las primeras religiosas.
La asociación se tuvo que trasladar a una casa más
espaciosa y comenzar una tarea que caracterizó a la fundadora y a sus hijas
desde el comienzo hasta hoy: el mendigar para los pobres. Ella misma dio el
ejemplo, mendigando de casa en casa y por los mercados, y edificando a toda la
ciudad. Se cuenta que uno de los más ricos de la ciudad, que en una ocasión dio
un buen donativo a Juana, la regañó fuertemente cuando ella volvió otra vez al
día siguiente, a lo que ella respondió con toda humildad que los pobres tenían
que comer todos los días. Esto removió las entrañas de dicho rico, que se
convirtió en uno de sus más fieles benefactores.
Cada año la Academia Francesa concedía el premio Montyon
al hombre o la mujer que destacase por su labor humanitaria. Algunas amistades
de Juana insistieron en presentarla a dicho premio, que le fue concedido. Ella,
con toda sencillez, usó el dinero concedido para arreglar el techo de la casa
donde tenían el asilo. Pero la fama de Juana crecía y pronto llegó otro premio:
una medalla de oro concedida por la logia masónica local por su labor. La
religiosa usó la medalla para hacer con ella la copa de un cáliz.
Organizada la vida de la comunidad, poco después de los
votos de las primeras religiosas, comenzó la gran cruz de Juana Jugan. Poco
después de las primeras elecciones, en las cuales ella resultó elegida Madre
Superiora, el P. Pailleur, como capellán de las religiosas, convoca una reunión
en la que anuncia que ha anulado las elecciones y que a partir de entonces él
será el superior de la comunidad. Sor Juana, obediente ante el carácter
sacerdotal del P. Pailleur, no dice una palabra y pasa a ser una hermana más
con toda humildad.
A partir de ese momento comienzan toda una serie de
maquinaciones del P. Pailleur: Cambia las constituciones poniéndose é como
único superior, rescribe la historia del Instituto dándose a sí mismo toda la
importancia y, con el tiempo, cuando comienzan las fundaciones, esconde a Juana
Jugan lo más posible de la casa general y la encarga de la formación de las
novicias y postulantes, pero con la prohibición de hablar de la historia del
Instituto, lo cual ella cumplió con toda humildad. Además, le prohíbe mendigar
por las calles y le obliga a cortar todo contacto con los benefactores, a lo
que ella responde obedeciendo sin rechistar. Durante más de 20 años, ni una
sola vez sale de sus labios una alusión a su verdadera labor de fundadora. Como
resultado, con el tiempo se van olvidando las religiosas de quién fue en
realidad la fundadora.
El P. Pailleur se fue inflando poco a poco, pidiendo cada
vez más honores de parte de las religiosas, de manera que si le encontraban por
el convento tenían que arrodillarse y besarle los pies. Todo esto disgustó
mucho a los amigos de las religiosas que veían la soberbia del joven clérigo.
Pero las religiosas obedecían, empezando por la verdadera fundadora. Fueron
muriendo las más mayores y llegó el turno a Juana, que murió el 29 de agosto de
1879, cuando la congregación contaba con más de 2000 religiosas. Murió como una
religiosa más, sin ningún honor ni reconocimiento a su labor.
Pero poco después de su muerte, llegan a Roma voces que
cuentan la injusticia cometida con sor Juana y del Vaticano llega una visita
con el fin de investigar la cuestión. Como resultado, el P. Pailleur viene
depuesto y confinado a un convento. El nuevo capellán de la casa general se
propone hacer una investigación histórica de los hechos y descubre la verdad:
Las hermanas ancianas empiezan a hablar, liberadas ya del temor al antiguo
capellán, y muestran un documento que en su día el P. Pailleur dirigió a la
Academia de Francia con ocasión del premio Montyon, en el que explica que la
fundadora era Juana Jugan. Esto lo escribió antes que la soberbia y la envidia
le llevase a hacer sufrir un verdadero martirio a la santa religiosa. Por otro
lado, una anciana religiosa, que el susodicho reverendo había hecho aparecer
como primera religiosa que llegó al instituto (para que no apareciese la
auténtica primera religiosa, Juana Jugan), afirmó con sencillez: “Yo no fui la
primera. Me obligaron a decir que lo fui y a actuar como tal, pero en realidad
fue Juana”.
Edificado el Instituto de la Hermanitas de los Pobres
sobre la humildad y el sufrimiento heroicos de Juana Jugan, se expandieron
pronto por todo el mundo y todavía hoy siguen dando maravillosos frutos de amor
a los ancianos pobres en los cinco continentes. Juan Pablo II beatificó a Juana
Jugan en 1982 y ahora nos hayamos en la recta final hacia la Canonización de
esta heroína de la caridad, que sufrió el martirio incruento de la envidia y la
soberbia de un joven clérigo que quiso pasar por lo que no era.
https://www.infocatolica.com/blog/historiaiglesia.php/0909180559-el-papa-canonizara-a-juana-ju#more5115
https://www.elpandelospobres.com/santa-juana-jugan-30-de-agosto
SOR
PASCUALINA, LA MUJER QUE LOS CURIALISTAS LLAMABAN “VIRGO POTENS”
PÍO XII CONFIÓ PLENAMENTE EN SU SECRETARIA,
QUE MUCHOS MIRARON CON RECELO POR EL GRAN ASCENDIENTE QUE TUVO SOBRE ÉL
https://noloseytu.blogspot.com/2016/12/pio-xii-y-sor-pascualina.html
Es conocido el dicho: “Detrás de todo gran hombre hay una
gran mujer”. Pío XII fue grande por muchos conceptos, aunque algunos ahora
discuten su envergadura. Al menos no se le podrá negar haber sido el pontífice
que mejor encarnó la idea de grandeza unida tradicionalmente al Papado. Pues
bien, detrás de Eugenio Pacelli se escondía una mujer más bien diminuta, pero
con un temple de acero y una voluntad a toda prueba: sor Pascualina Lehnert,
monja de la congregación de las Hermanas de la Santa Cruz de Menzingen». Así
comenzaba don Apeles Santolaria de Puey y Cruells un capítulo que en su
enjundioso libro Historias de los Papas (1999) dedicó a la más influyente y
menos visible mujer que ha habido cerca del trono de Pedro. Y las hubo de
campanillas: desde las Teofilactas hasta la reina Cristina de Suecia, pasando
por la condesa Matilde, Lucrecia Borgia y donna Olimpia Maidalchini.
La Madre Pascalina (o Pascualina) –como se la conocía
popularmente– fue llamada de manera irónica y maliciosa la Virgo potens por
aquellos que soportaban mal su ascendiente sobre Pío XII y su posición de
privilegio en los Palacios Apostólicos. En un mundo tradicionalmente cerrado y
dominado por hombres, las mujeres desempeñaban tareas muy subalternas y, desde
luego, no en el entorno inmediato del Papa. Por eso, ya Pío XI había debido
enfrentarse a los monseñores vaticanos cuando se trajo consigo desde Milán a su
fiel gobernanta lombarda, Teodolinda Banfi, para que le llevara los
apartamentos papales. Pero la monja a la que Eugenio Pacelli otorgó toda su
confianza fue mucho más que un ama de llaves: fue también secretaria y
confidente, fue la organizadora y gobernadora indiscutible del entorno del
Papa, sólo que, imbuida de un sentido sobrenatural de las cosas, nunca abusó de
esta circunstancia ventajosa. Y ello en medio de un mundillo donde el
carrierismo es una tentación cotidiana.
La historia de esta extraordinaria mujer comienza en
Ebersberg, un pueblo de la Baja Baviera (la misma región donde vería la luz
Benedicto XVI), donde nació el 25 de agosto de 1894. Era la séptima de los doce
hijos de un matrimonio de campesinos fervientemente católicos. Desde pequeña
dio muestras de su gran sentido de responsabilidad y de orden, así como de su
dedicación al trabajo. Ayudaba como ninguna en las tareas domésticas. Con
quince años marchó de la casa paterna para seguir una temprana vocación
religiosa, ingresando en la congregación de las Hermanas de la Santa Cruz de
Menzingen, fundada en Suiza a mediados del siglo XIX y dedicada
fundamentalmente a la enseñanza. Hecha la profesión religiosa con el nombre de
sor Josefina, la joven monja fue destinada a la instrucción de niñas en
colegios de la congregación. En uno de éstos se encontraba cuando en marzo de
1918 la mandó llamar la madre provincial de Alttöting (casa de la que dependía)
para enviarla, junto a otra hermana, para ayudar en la organización material de
la nunciatura de Munich por un período de dos meses. Sólo que, como escribió en
sus memorias, la ayuda se prolongó indefinidamente.
Desde su primer encuentro surgió una mutua simpatía entre
Pacelli y sor Pascalina. Ésta quedó impresionada por la elegancia natural y sin
artificio del nuncio y adivinó la necesidad que tenía de un ambiente familiar e
íntimo, en el que pudiera refugiarse una persona delicada como él. A su vez el
prelado supo inmediatamente apreciar la laboriosidad, eficiencia y discreción
de la monja y que podía contar con ella y otorgarle su confianza. Tanta
depositó en ella que salió garante de su integridad cuando se suscitaron las
primeras intrigas por parte de los otros empleados de la casa, que no llevaban
bien el ritmo de trabajo impuesto por sor Pascalina, cuyo sentido de la
disciplina y la energía con que la aplicaba la hacían parecer autoritaria.
Aunque su fuerte carácter no contribuía a crearle simpatías, nadie pudo negar
nunca su profunda fe y su lealtad a la Iglesia.
De los tiempos de Munich fue testigo de excepción de un
dramático episodio del que fue protagonista Pacelli. Fue poco después del final
del Gran Guerra. La monarquía milenaria de los Wittelsbach había caído y había
quedado instaurado un régimen socialdemócrata presidido por Kurt Eisner. Al ser
asesinado éste en febrero de 1919, los comunistas se levantaron en armas y
asaltaron el poder proclamando la efímera pero sangrienta República Soviética
de Baviera. En medio de los desórdenes callejeros, volvió el nuncio a su
residencia desde Suiza, donde había pasado un período de convalecencia. Cierto
día los revolucionarios armados invadieron la nunciatura. Monseñor Pacelli
salió y se enfrentó a los asaltantes, uno de los cuales llegó a apuntarle con
su revólver en el pecho. Sólo el aplomo y la desarmante dignidad del prelado
hicieron que aquéllos se retiraran sin causar más daño. A pesar de la campaña
de desprestigio de la que fue objeto el nuncio por parte de las autoridades
revolucionarias, no detuvo su acción benéfica a favor de los más necesitados,
en la cual se había prodigado desde que puso pie en Alemania en 1917, fiel a la
línea de Benedicto XV, que, no pudiendo detener l’inutile strage de la guerra,
quería paliar sus efectos mediante el ejercicio de una intensiva y eficiente
red de caridad.
En 1920 fue nombrado nuncio ante la República de Weimar,
reteniendo la nunciatura de Munich. No marchó a Berlín hasta 1925, siendo
precedido por sor Pascualina, a la que había enviado a la capital alemana para
buscar una sede adecuada para la nueva representación pontificia y organizarla,
lo cual hizo ella a satisfacción, escogiendo una bella residencia al lado del
Tiergarten y dirigiendo los trabajos de restauración y adaptación. Gracias a la
gran personalidad de Pacelli y a la sabia administración de su gobernanta, la
nunciatura berlinesa se convirtió en el corazón de la vida católica en una
ciudad de rigurosa tradición protestante. Sus salones fueron escenario de las
más brillantes recepciones y su capilla el de bautizos, comuniones y hasta
conversiones. El nuncio, decano del cuerpo diplomático y dotado de un
extraordinario don de gentes, fue conocido y querido no sólo por los propios,
sino también por los extraños. Por eso, cuando en 1929 fue llamado por Pío XI a
Roma para recibir el rojo capelo, la despedida, en la estación ferroviaria de
Berlín, fue apoteósica y muy emotiva.
Pascalina creyó llegada la hora de decir adiós a su
querido monseñor tras once años de fieles servicios, pero Pacelli no supo, ni
pudo ni quiso prescindir de ella y la llamó a Roma. Ella partió sólo después de
haberse encargado personalmente de mandar expedir el nuevo mobiliario del
neo-cardenal, que le fue regalado por los obispos germanos como recuerdo de su
fructífera estancia en Alemania. En la Ciudad Eterna, la religiosa siguió
siendo la fiel y discreta auxiliar de siempre. Fue testigo de la paciente
elaboración de la encíclica Mit brenneder Sorge contra el nazismo, obra
conjunta de los cardenales Pacelli y Faulhaber, que Pío XI firmó y mandó
publicar desde los púlpitos de todas las parroquias de Alemania en 1934.
Pascalina participó en los viajes del cardenal secretario de Estado para
subvenir a sus necesidades de orden práctico, en lo que se desempañaba de
maravilla. Lo hizo con tal prudencia y recato que nadie se percató de su
presencia en los diferentes países que visitó junto a Pacelli. Se había hecho
tan necesaria a éste que, incluso, por un privilegio sin precedentes, se la
autorizó a asistir al cardenal durante el cónclave que siguió a la muerte de
Pío XI y del que saldría aquél elegido, siendo la única mujer conclavista de la
Historia.
Cuando Pío XII se instaló en los apartamentos papales en
el tercer piso del Palacio Apostólico, sor Pascalina se encargó de recrear en
ellos la atmósfera hogareña y sencilla que tanto necesitaba Pacelli y ella
había sabido imponer en el pasado. El círculo íntimo de Pacelli era
predominantemente alemán: monseñor Ludwig Kaas, a quien le unía una buena
amistad desde los tiempos en que éste era presidente del Zentrum o partido
católico alemán; el P. Robert Leiber, jesuita, su secretario; el P. Agustín
Bea, su confesor, y, las hermanas Maria Corrada y Erwaldiss, dirigidas por sor
Pascalina, encargadas de la tareas domésticas. A la familiaridad del Papa eran
admitidos también el conde Enrico Galeazzi y su medio hermano el oftalmólogo
Riccardo Galeazzi-Lisi –que fungía de arquíatra pontificio– y, por supuesto,
los sobrinos del Papa. También los cardenales Faulhaber y Spellman, amigos
personales de Pío XII. Sor Pascalina vigilaba atentamente para que el Santo Padre
pudiera tener tranquilidad en sus pocas horas de intimidad, cosa que requería
una gran firmeza y una buena dosis de coraje para enfrentarse a los curiales y
a todo aquel que pretendía franquear ese pequeño mundo doméstico.
Y es que la solícita franciscana sabía mejor que nadie la
vida de auténtico sacrificio que llevaba el Papa, que consideraba su deber no
dejar de recibir a los fieles católicos del mundo entero que venían a verle
(recuérdese que antaño los pontífices no viajaban). De las audiencias de rigor
con sus colaboradores de los dicasterios de la Curia Romana y de las de
protocolo para recibir a Jefes de Estado, gobernantes, diplomáticos y
personalidades, pasaba a las audiencias generales, en las que no paraba de
bendecir y extender la mano para que le la gente pudiera besarle el anillo o
para acariciar con el sincero afecto del padre común a los atribulados y a los
niños. Y aunque las audiencias le dejaban exhausto, no se permitía más solaz
durante el día que su paseo cotidiano de una hora por los jardines vaticanos,
para volver en seguida al trabajo, esta vez de despacho, escribiendo sus
discursos y encíclicas, documentándolos cuidadosamente y repasándolos y
corrigiéndolos una y otra vez, tanta era su meticulosidad. Sor Pascalina tenía
siempre a mano manguitos para que no se ensuciara la blanca sotana con la tinta
con la que escribía.
Durante los terribles años de la Segunda Guerra Mundial y
de la ocupación la rutina en los apartamentos pontificios se vio alterada por
nuevas responsabilidades. El Papa multiplicó las audiencias y abolió el
protocolo para recibir a los heridos y mutilados. Además, creó una Oficina de
Información para recabar y brindar toda clase de informaciones sobre
prisioneros de guerra y desparecidos. Siguiendo el ejemplo de Benedicto XV
durante la Gran Guerra, Pío XII ejerció una eficaz acción de beneficencia para
paliar los horrores de la contienda. Sor Pascualina fue puesta al frente de los
almacenes en los que se clasificaban toda clase de subsistencias que, a
continuación, partían hacia los más diversos destinos llevando el auxilio y el
consuelo material del Papa a las pobres víctimas. También fue testigo directo
la gobernanta de cuanto se hizo por indicación suya a favor de los judíos
perseguidos; cómo levantó la clausura de los monasterios y conventos femeninos
para que pudieran recibir refugiados; cómo dispuso la apertura del palacio
lateranense, de la villa papal de Castelgandolfo, de los edificios
extraterritoriales y de las dependencias de la Santa Sede para acoger a los proscritos,
sin distinción de raza ni de credo religioso o político; cómo vació las arcas
papales para aliviar la penuria de los más desgraciados. Cuando Roma fue
bombardeada, su hijo más ilustre, nacido en la Urbe, no dudó un momento en
acudir a consolar a las víctimas. En esas correrías, sor Pascualina pidió a
monseñor Montini que no dejara solo al Papa.
Pasada la tormenta, mientras los hombres de Estado y los
políticos se dedicaban a reconstruir la Europa martirizada, Eugenio Pacelli
erigía a la Iglesia Católica como un faro y un punto de referencia para el
resurgimiento de aquélla. Fueron años en los que la institución gozó el máximo
prestigio alcanzado en tiempos modernos. No faltaban ciertamente los puntos
obscuros (que andando el tiempo se manifestarían con virulencia), pero la
Cristiandad estaba en su apogeo, el cual tuvo una expresión inequívoca con
ocasión del Año Santo de 1950. A partir de entonces y tras el inaudito esfuerzo
realizado por un hombre de salud delicada, las fuerzas de Pío XII empezaron a
declinar, aunque él no se diera tregua ni se hiciera a sí mismo concesión
alguna. Sólo interrumpió su habitual ritmo obligado por algunas graves crisis
que hicieron tmer por su vida, siendo la peor la experimentada durante el Año
Santo Mariano de 1954, durante la que estuvo a las puertas de la muerte. Tanto
en los momentos de triunfo como en los de postración física, Pascalina Lehnert
fue su ángel tutelar, que contrarrestó con su dedicación las inepcias de
algunos tratamientos que recibió el Santo Padre y no hicieron otra cosa que
debilitarlo aún más. El cerco en torno a él se cerró aún más con evidente
disgusto de los miembros de la Curia Romana. Pero a la monja no le dolían
prendas a la hora de preservar el necesario aislamiento del Papa. Gracias a sus
cuidados y a una increíble capacidad de resistencia puede decirse que logró
sobrevivir unos años más.
Hasta que sucedió lo inevitable, la inexorable ley de
vida, a la que no escapan ni siquiera los Papas: la muerte. Ésta le sobrevino
hallándose en Castelgandolfo, después de una agonía penosa, durante la cual sor
Pascalina le rodeó de una atención conmovedora, ayudada de sus hermanas de
hábito. De su dedicación amorosa al augusto moribundo dan fe unas fotografías
que de los últimos momentos tomó subrepticiamente el profesor Galeazzi-Lisi
para venderlas a un semanario francés y que revelan en medio del dramatismo la
gran dimensión humana de la religiosa que estuvo cuarenta años al servicio
lleno de devoción y desinteresado de un gran papa. De no haber sido por esta
traición a la confianza depositada en él que cometió el arquíatra pontificio,
la figura de sor Pascualina habría quedado definitivamente en la sombra bajo la
que quiso vivir mientras estuvo junto a Pío XII. En efecto, en esos cuarenta
años ella vivió siempre hurtándose escrupulosamente a las miradas ajenas, hasta
el punto que, si todo el mundo hablaba de la monja que servía al Papa, a la que
se atribuía un poder grandísimo, nadie era capaz de describirla porque
simplemente no la habían visto nunca.
Momentos durísimos debieron ser para sor Pascalina los
que siguieron al fallecimiento de su bienamado pontífice. Se desataron entonces
todos los rencores contenidos en vida de éste y no le fueron ahorrados desaires
e incomprensiones. Sin embargo, no era ella mujer que se arredrara ante la
adversidad, de modo que se quedó en Roma como procuradora de su congregación y
supervisora del servicio en el nuevo colegio para los seminaristas
norteamericanos en el Janículo. Con el tiempo y donativos de gente amiga (entre
ellos el conde Enrico Galeazzi) logró construir una casa de reposo para señoras
ancianas, a la que puso por nombre Pastor Angelicus en recuerdo del papa
Pacelli. Según ella misma declaró, sus últimos años quería dedicarlos a honrar
la memoria de Pío XII y a rezar por su beatificación, aunque confesaba su
escepticismo al ver con disgusto cómo se desperdiciaba la gran herencia de su
pontificado. Fiel a su vocación, a sus recuerdos y a sí misma, sor Pascalina
Lehnert murió un día como hoy en Viena, a los 89 años de edad, en la brecha y
en el combate por honrar la memoria del gran Eugenio Pacelli. Sus exequias
fueron oficiadas por el que fuera obispo vicario de la Ciudad del Vaticano, el
mismo que compuso la hermosa oración por la beatificación de Pío XII: monseñor
Petrus Canisius van Lierde. A ellas asistió el cardenal Joseph Ratzinger, hoy
papa Benedicto XVI.
https://noloseytu.blogspot.com/2016/12/pio-xii-y-sor-pascualina.html
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