LA CONQUISTA ARABE A ESPAÑA
Y
SUS ITINERARIOS:
INTRODUCCION
http://historia-arabe.blogspot.com/2011/03/la-invasion-arabe-de-espana-711-1492.html
La
conquista árabe de la Península Ibérica sigue apasionando a los investigadores
por los múltiples problemas que plantea el análisis de las fuentes árabes de la Edad
Media. Esos problemas son de índole cronológica, topográfica y onomástica y el
primero de ellos es averiguar por qué los árabes dieron el nombre de al-Ándalus a
la España musulmana, nombre que se perpetuó en el actual de Andalucía tras la
prolongada resistencia de los reyes musulmanes de Granada.
El nombre de al-Ándalus aparece ya en tradiciones
atribuidas a Mahoma, en poesía árabe preislámica o de la primera época del
Islam o en relación con los primeros califas que sucedieron al Profeta. Todas
estas fuentes son anteriores al año 711 y, por tanto, apuntan a un origen
oriental que no tiene nada que ver con la teoría que sostiene que el nombre de
al-Ándalus derivaría de los vándalos, porque estos bárbaros atravesaron las
tierras del sur de la Península camino de África hacia el año 429.
El nombre de al-Ándalus aparece en estas fuentes
orientales y en las primeras que narran la conquista de Hispania como el nombre
de una isla, Chazirat al-Ándalus, o de un mar, Bahr al-Ándalus. Tras un
análisis de diversas fuentes, grecolatinas, árabes y romances, yo creo que la
denominación de Chazirat al-Ándalus (isla de al-Ándalus) es una
traducción pura y simple de Isla del Atlántico o Atlántida, resultado de
una transmisión literaria del mito de Platón que se puede rastrear
ininterrumpidamente en muchos autores clásicos, tanto griegos como latinos.
Junto a esta transmisión del mito de la Atlántida
debió existir en los pueblos marineros del Mediterráneo oriental la creencia
muy extendida de una isla o restos de ella más allá de las Columnas de Hércules
o del estrecho de Gibraltar, aparte de la traducción al copto, siriaco y árabe
de esas mismas noticias. Las fuentes árabes del norte de África y muchas
hispanoárabes identifican claramente el Bahr al-Ándalus o Mar de al-Ándalus
con el océano Atlántico. Me falta el eslabón que pueda explicar el paso de
Atlántida o una voz equivalente a al-Ándalus. Ese eslabón podría encontrarse en
los textos siriacos o coptos.
Después de la definitiva conquista árabe de
Alejandría hacia el año 646, los musulmanes inician decididamente la expansión
por el norte de África. Veinte años más tarde Uqba ben Nafi, tras recorrer el
África negra, llegó a Túnez, donde fundó la ciudad de Qayrawan y la primera mezquita
del Occidente musulmán. En este relato encontramos el eco de una tradición
cristiana sobre san Cipriano, obispo de Cartago y que murió mártir en el año
258. Uqba llegó hasta las costas del Atlántico, donde conoció al famoso conde
don Julián sin dejar de combatir a los beréberes, pero a su regreso fue perseguido y muerto
en Tahuda, un lugar de Argelia, donde curiosamente se ha encontrado una
inscripción fechada en el 359, que hace mención a las reliquias de San
Cipriano.
El hecho histórico indiscutible es la conquista
definitiva de Cartago por Musa ben Nusayr hacia el año 698. Desde Cartago la
flota musulmana recorre el Mediterráneo occidental, pues las fuentes árabes
citan incursiones marítimas a Sicilia, Cerdeña, Baleares y, por supuesto, al-Ándalus.
Mientras tanto la decadente monarquía visigoda de Toledo se debate en la
anarquía tras la muerte de Witiza (710) y la usurpación de la corona por el rey
Rodrigo.
La cronología de la conquista árabe de Hispania es
muy contradictoria y confusa. Por el lado musulmán hay cuatro protagonistas
según relatos de discutible autenticidad: Musa ben Nusayr, emir de África del
Norte nombrado por el califa de Damasco; Tarif; Táriq, gobernador de
Mauritania, y Mugit al-Rumi. Por el lado cristiano hay otros cuatro
protagonistas: Rodrigo, el rey; Julián, gobernador de la zona del Estrecho;
Teodomiro, gobernador de la Cartaginense, y los hijos de Witiza.
Según las fuentes árabes, el conde don Julián
entabló negociaciones con Musa para demostrar la debilidad de la monarquía
visigoda e invitarle a desembarcar en la Península. De paso vengaría su honor
manchado por la violación de su hija por el rey. El conde don Julián era de
estirpe goda, como lo demuestra la existencia de descendientes suyos afincados
en la Córdoba califal.
Entonces Musa envió a un beréber llamado Tarif, que desembarcó en una
isla con cuatro barcos, 400 hombres y 100 caballos. A partir de entonces
recibió su nombre y se llamó Tarifa. Los textos árabes norteafricanos y, por
supuesto, los orientales no mencionan a este personaje e incluso algún autor
hispanoárabe asegura que Tarifa debe su nombre al fundador de una herejía
musulmana posterior y que el hereje se llamaba también Tarif. Yo creo que
historiadores y tradicionalistas musulmanes se han inventado la figura de Tarif
para explicar la etimología de Tarifa.
Después de ese supuesto desembarco de Tarif, Musa
ben Nusayr envió a su lugarteniente Táriq, quien desembarcó con 1.700 hombres,
7.000 ó 12.000, según las fuentes árabes, beréberes en su mayor parte, en un
monte que tomó su nombre, es decir, Chabal Táriq, o Gibraltar, en la
primavera del año 711. Los genealogistas árabes han hecho de él un persa, un
beréber o un árabe y le han dado genealogías muy variadas. Las fuentes árabes
no están de acuerdo ni en el número de combatientes que participaron en el
desembarco, ni en la cronología, ni en el lugar exacto del desembarco ni en el
itinerario seguido. La mayoría de ellas afirma que los musulmanes arribaron a
tierra en varias oleadas con tiempo suficiente para que el último rey de los
visigodos acudiera con sus tropas desde el norte de la Península, donde
combatía a los vascos.
Los combates duraron una semana, desde el 19 de
julio del 711 hasta el día 26 del mismo mes y año y terminó con la derrota y
muerte de
Rodrigo. El lugar del encuentro aparece en las fuentes árabes con varias
denominaciones: Wadi Lakk o Río del Lago, identificado tradicionalmente
con el Guadalete; Wadi-l-Buhayra o Río de La Albufera, que puede
corresponder al río Barbate o a la laguna de La Janda; Wadi Siduna, Río
de Sidonia, que puede ser el mismo Barbate; Wady Umm Hakim, Río de Umm
Hakim, nombre de una esclava que acompañaba a Táriq y que éste dejó en una isla
que también recibió su nombre: Wady Bakka, Río de Beca o Meca, que puede
tratarse del Barbate o de una mala lectura de Wady Lakka o Guadalete; Wadi-l-Tin,
Río del Barro, donde pereció ahogado el rey Rodrigo, y Wadi-l-Sawaqi, Río
de las Acequias.
Antes de su victoria, Táriq había ocupado la
alquería de Qartachanna, donde según la tradición musulmana, un
compañero de Mahoma fundó la primera mezquita de la Península Ibérica; mientras
el conde don Julián guardaba la retaguardia en su feudo de al-Chazira
al-Jadra. Qartachanna ha sido identificada por los árabes con la antigua
Carteya, actual Torre de Cartagena, entre Algeciras y Gibraltar y al-Chazira
al-Jadra con Algeciras. Yo creo que Julián era señor de Cádiz y que
al-Chazira al-Jadra es una simple arabización de Isla de Gadeira, es decir,
Isla de Cádiz, y famosa en el mundo antiguo por ser el confín occidental del
mundo conocido.
LA CONQUISTA Y
SUS ITINERARIOS: UNA NUEVA TEORIA
Según algunas
fuentes árabes, Táriq se dirigió hacia Córdoba y consiguió una gran victoria en
Écija al cruzar el río Genil junto a una fuente o monte que a partir de
entonces recibió su nombre. Tal vez haya que relacionar este lugar con la villa
de Monturque en la provincia de Córdoba y como un intento más para explicar la etimología de este lugar. Desde allí
envió escuadrones hacia el sur y el este, que ocuparon las coras de Málaga o Rayya,
llbira o Granada y Tudmir, región del sudeste gobernada por el conde
Teodomiro, pero otras versiones señalan un itinerario inverso, es decir, las
tropas árabes conquistaron primero Tudmir y después llbira y Rayya.
Esta noticia contradictoria es de capital importancia y replantea el problema
de la invasión. Determinados nombres de lugares citados en las fuentes árabes
pueden corresponder a topónimos murcianos. La al-Buhayra o al-Lakk podría
identificarse con La Albufera o Mar Menor o mejor aún, con la laguna o albufera
que rodeaba la misma ciudad de Cartagena por el noroeste, origen del Almarjal
medieval y moderno. El Wadi-l-Tin puede ser el río Guadalentín o
Sangonera. Resulta curioso constatar en la Primera Crónica General de España
que mandó componer Alfonso X el Sabio, basándose en la Crónica del Moro
Rasís, geógrafo e historiador hispanoárabe del siglo X, la siguiente
noticia sobre la derrota de Don Rodrigo: pero algunos dicen que fue esta
batalla en el campo de Sangonera, que es entre Murcia y Lorca. También el
lugar de al-Sawaqi, Las Acequias, citado por el poeta del siglo XIII
al-Qartachanni, podría corresponder a las acequias que regaban y riegan la
famosa huerta de Murcia. Y la Qartachanna conquistada por los árabes
podría referirse a la ciudad de Cartagena y no a la antigua Carteya de la bahía
de Algeciras. Pienso, pues, que el desembarco tuvo lugar en las costas
murcianas y que la primera ciudad ocupada por los árabes fue Cartagena. Por
conocer ambigua y contradictoriamente los geógrafos e historiadores árabes la
situación de las Columnas de Hércules, asignaron a la zona del estrecho de
Gibraltar el lugar idóneo del desembarco.
Según la versión
tradicional, Táriq encargó a Mugit al-Rumi la conquista de Córdoba y él
prosiguió su avance hacia Toledo, capital del reino visigodo. La ciudad no
ofreció resistencia y Táriq cruzó Somosierra por un puerto que a partir de
entonces recibió el nombre de Bab Táriq, es decir, Buitrago. Creo que la
etimología también es falsa y que ésta, como otras, se forjaron en el siglo X,
cuando se intentó en la Córdoba califal redactar la crónica de la España
musulmana. Según la tradición árabe, Tariq encontró en este recorrido por el centro de la Península
fabulosos tesoros, entre los cuales sobresalía la Mesa de Salomón del Templo de
Jerusalén.
LA EXPEDICIÓN DE MUSA
Simultáneamente a estos hechos interviene el emir
del Norte de África, Musa ben Nusayr. Según unos, fue avisado desde el primer
momento por el propio Táriq para que le enviara tropas de refuerzo para
consolidar la cabeza de puente establecida en la península. Según otros, Musa manifestó una
gran irritación cuando se enteró del desembarco y ordenó a su subalterno que no
se adentrara en el interior del país hasta su llegada. Al frente de unos 18.000
hombres concentró sus fuerzas en un puerto cercano a Ceuta, llamado Marsa
Musa, Puerto de Musa, en las faldas del Chabal Musa, Monte de Musa.
Tanto el puerto como la montaña recibieron, según ciertas tradiciones, su
nombre por haber embarcado allí. Sin embargo, otras tradiciones religiosas los
relacionan con el viaje de Moisés y Josué a la Confluencia de los Dos Mares o
Estrecho de Gibraltar de acuerdo con la azora XVIII del Corán.
Musa y sus tropas arribaron a al-Chazira al-Jadra
(Cádiz más bien que Algeciras) en junio del 712 y quiso seguir un
itinerario distinto del de Táriq contando con el asesoramiento del conde don
Julián. Después de ocupar las plazas fuertes de Medina-Sidonia y Carmona, Musa
ben Nusayr sitió Sevilla, que se rindió tras débil resistencia. Atravesó las
tierras de Huelva y cruzó un desfiladero o valle que recibió su nombre, Fachch
Musa, actual Valdelamusa, cuyos habitantes se convirtieron en clientes de
Musa. Como es de suponer la noticia es inaceptable. El emir árabe prosiguió
hacia el norte y sitió la ciudad de Mérida, que resistió varios meses hasta que
capituló el 30 de junio del 713. Las capitulaciones de Mérida, en las que se
indica que los bienes de los muertos el día de la batalla, de los que habían
huido a Galicia y los bienes de las iglesias pasarían a poder de los
musulmanes, se pueden considerar apócrifas.
Aunque la mayoría de las fuentes árabes dice que
Musa ben Nusayr envió a su hijo Abd al-Aziz a Sevilla para sofocar una
rebelión, sin embargo, otros textos árabes sitúan al hijo del emir firmando con
el conde Teodomiro las capitulaciones de la antigua Cartaginense y que en árabe
recibió el nombre de Tudmir. Este tratado permitía a los cristianos
conservar cierta autonomía en siete ciudades a cambio del pago de ciertos
tributos a favor de los combatientes árabes, tanto hombres libres como
esclavos. Se conservan cuatro versiones de este interesantísimo documento,
fechado en abril del año 713. En las versiones citadas coinciden los nombres de
seis
ciudades: Orihuela, Mula, Lorca, Alicante, Hellín y Valencia. La séptima varía;
para unos transmisores se trata de Elche y para otros, de Villena o Bigastro.
El pacto de Teodomiro recuerda el de Damasco de
septiembre de 635 o diciembre del año siguiente. En este pacto de Teodomiro no
aparece mencionada la ciudad de Cartagena y la razón parece obvia: porque fue
conquistada por las armas y, por tanto, quedaba incluida en el régimen de
capitulación incondicional o forzosa. El pacto de Teodomiro, de indiscutible
autenticidad, es el primer documento hispanoárabe del que se tiene noticia y su
análisis y estudio son esenciales para tener una idea clara del régimen civil y
militar en la Península Ibérica durante el siglo VIII. Teodomiro casó una hija
suya con un noble sirio y sus descendientes de la más rancia y rica nobleza
hispanoárabe se perpetuaron en el reino de Murcia hasta el siglo XIII, cuando
fue ocupado por Fernando III el Santo.
Tampoco se ponen de acuerdo los autores árabes de la
Edad Media en fijar el punto de encuentro entre Musa ben Nusayr y Táriq. Citan
Toledo, Talavera y Córdoba, que puede corresponder a Qartachanna (Carteya
o Cartagena). Según esos mismos autores la entrevista no fue nada cordial e
incluso Musa se atrevió a golpear con un látigo a Táriq exigiéndole la entrega
de los tesoros encontrados. Ambos atravesaron el Sistema Central y Musa ben
Nusayr lo cruzó por otro valle o desfiladero que también se llamó Fach Musa.
Se trata del valle del río Valmuza que nace en las estribaciones de la
sierre de Peña de Francia, en la provincia de Salamanca. Otra etimología falsa.
Conquistó Astorga y llegó hasta Lugo, desde donde emprendió el regreso repasando el
Sistema Central por el mismo valle de Valmuza.
Táriq en cambio se dirigió a Zaragoza tras la
ocupación de Medinaceli, la antigua Ocilis, aunque los geógrafos árabes digan
que fue fundada por Salim, un compañero de Táriq. En el valle del Ebro
consiguió, al parecer, la sumisión del conde Fortún, hijo de Casio. Se
convirtió al Islam y fue cabeza de una familia o dinastía que se enseñoreó de
la comarca durante tres siglos y desde aquí, en fecha ulterior, se procedió la
conquista de Cataluña.
ITINERARIOS: LOS PRIMEROS EMIRES
Llamado
para rendir cuentas al califa de Damasco, Musa ben Nusayr abandonó con Táriq la
Península Ibérica en el verano del 714. Le sucedió en el gobierno de al-Ándalus
su hijo Abd al-Aziz, que se estableció en Sevilla y tuvo como visir a Habib ben
abi Abda, nieto del fundador de Qayrawan, Uqba ben Nafi. Según parece, se casó
con la viuda del rey Rodrigo o con una hija suya, llamada Egilona, para
legitimar en cierto modo la posesión árabe de la Península y considerar el
nuevo emirato como heredero directo de la monarquía visigoda. Consolidó las
conquistas de su padre y la tradición le atribuye la conquista de Evora,
Santarem, Coimbra y otras ciudades portuguesas. Fue acusado de abandonar las tradiciones
árabes por instigación de su esposa, que le animó a ceñir una corona y obligar
a los nobles árabes a inclinarse ante su presencia, aunque otros autores
afirman que no quiso reconocer al nuevo califa de Damasco, Sulaymán, por haber
ordenado la prisión y tortura de su padre y la ejecución de un hermano suyo. Lo
cierto es que fue asesinado en marzo del 716 en la iglesia de Santa Rufina,
consagrada como mezquita.
Fue nombrado sucesor su primo Ay-yub, hijo de una
hermana de Musa ben Nusayr. Su gobierno duró seis meses, hasta la llegada del
nuevo delegado del emir de Qayrawan. All-Hurr llegó con cuatrocientos notables y decidió
trasladar la capital de Sevilla a Córdoba. Estos gobernadores de al-Ándalus
oficialmente dependían del emir del norte de África con sede en Qayrawan o
directamente del califa omeya de Damasco, como al-Samh, que recibió, según
parece, órdenes precisas del califa Umar ben Abd al-Aziz para informarle con
detalle sobre la situación de al-Ándalus y si merecía la pena evacuar la
Península por razones de seguridad de los musulmanes asentados en ella. El
nuevo gobernador aplicó estrictamente las leyes del Islam, reconstruyó el
puente romano utilizando las piedras de las murallas de la ciudad y construyó
un recinto de tapial. Con el quinto conseguido en las aceifas reservó al otro
lado del río un terreno como cementerio de los musulmanes. Según algunos
autores, murió el de junio del 721 en un combate contra los cristianos de
Tarazona, pero otras fuentes afirman que murió en una expedición a la Galia
cuando sitiaba Toulouse.
Cuatro años más tarde, Anbasa consolidó las
conquistas de sus predecesores y se apoderó de Carcasona y Nimes. Desde esta
ciudad organizó una rápida campaña por los valles del Ródano y del Saona hasta
penetrar en Borgoña en agosto del 725. Tal vez haya que situar en esta época el
comienzo de la resistencia asturiana después de la batalla de Covadonga, aunque
la tradición y muchos historiadores modernos la fijan en el año 718. Otro emir
de Córdoba, al-Gafiqi, atravesó los Pirineos por Roncesvalles, saqueó Burdeos y
se dirigió a San Martin de Tours. A veinte kilómetros de Poitiers, Carlos
Martel derrotó completamente al ejército musulmán. En esta importante batalla
que tuvo lugar en octubre del 732 murió al-Gafiqi y muchos de los suyos. Los
supervivientes se replegaron a Narbona, que siguió en poder de los musulmanes
hasta el 751.
Hacia el año 740 estalló en el Norte de África una
revuelta general de los beréberes contra los árabes, revuelta que se extendió a
al-Ándalus. El califa de Damasco envió un ejército de tropas sirias, pero fue
deshecho cerca de Fez. Los supervivientes se refugiaron en Ceuta y poco después
pasaron a la Península para ayudar al emir de Córdoba, Abd al-Malik ben Qatan.
Fueron unos diez mil al mando del Balch, que finalmente se hizo con el poder.
Gracias al asesoramiento del conde Artobás, hijo de Witiza, y para terminar con
las guerras civiles entre los árabes baladíes, que llegaron a la Península después
del 711, y los sirios, el emir Abu-l-Jattar hacia el 743 asentó a los sirios en las
provincias del sur y a cambio de la prestación del servicio militar recibieron
dos terceras partes de las propiedades donde se establecieron, de acuerdo con
la hospitalitas visigoda. El hecho de aplicarse la denominación de provincias
militarizadas a determinadas comarcas o regiones - Andalucía, el Algarve
portugués y Murcia-, en las que se establecieron los sirios, parece indicar que
en el año 743 la administración árabe se había consolidado solamente en el sur
de al-Ándalus.
EL PROBLEMA TRIBAL:
INTRODUCCIÓN
El
conocimiento de la situación, desde los tiempos más remotos, de las
numerosas tribus establecidas en la Península Arábiga, de sus asentamientos y
mutuas relaciones, ha sido posible merced al gran desarrollo de las ciencias
genealógicas. Estas permiten estudiar los continuos enfrentamientos entre los
grandes grupos tribales, que no cesarán con la aparición del Islam, sino que,
más aún, con la creación del Imperio se trasladarán a los distintos territorios
donde unos y otros llegarán a establecerse. Así pues, con el Islam las luchas
rebasarán el marco del Oriente Medio para alcanzar los límites territoriales del nuevo
orden socio-político y religioso.
Para su conocimiento hay que partir del hecho de que
las dos ramas que constituyen los grandes grupos tribales, divididos en multitud de clanes,
proceden de un antepasado común, Sem. Una de ellas será la constituida por los
descendientes de Ismael, hijo de Abraham, según la línea de un antepasado conocido por Adnan,
es decir, los
adnaníes, llamados también árabes del norte, qaysíes o mudaríes. Otra
es la de los descendientes de Yoqtan, hijo de Eber, a través de Qahtan, o
qahtaníes, conocidos asimismo, por kalbíes o yemeníes, por haber sido el Yemen
su hábitat originario, razón por la cual se les llama también árabes del sur, a
pesar de que, en época ya histórica, se desplazaron hacia el norte y aparecieron nomadeando
por el centro y norte de la Península Arábiga. Estas dos grandes ramas pueden
responder, por lo que se refiere a su mutua conflictividad y hostilidad, al
enfrentamiento, desde los tiempos más antiguos, entre el nómada de las estepas
y el sedentario de las tierras fértiles.
Tenemos amplia noticia de las cadenas de generaciones de ambos grupos tribales gracias a las abundantes noticias dadas por Ibn
Hazm de Córdoba (m. 1064) en su tratado de genealogía, Chamhara ansab
al-arab, libro de la selecta colección de las genealogías de los árabes, en
el cual encontramos multitud de datos sobre los hechos y personalidad de
quienes sobresalieron en los días de la época preislámica en el naciente Islam,
y por si fuera poco, el autor añadió, para tiempos posteriores, las genealogías
de algunos pueblos no árabes, como los beréberes.
Por lo que hace a la época posterior a la aparición
del Islam, interesan aquí las continuas referencias de Ibn Ham a al-Ándalus en
las que aparecen citados los personajes árabes más notables que pasaron desde
los primeros tiempos a nuestra Península, o a sus descendientes, y que son
conocidos con el nombre de baladíes, indígenas, tomando el calificativo
en el sentido de ser los primeros llegados.
Ibn Hazm no se conforma con citarlos, sino que nos da
noticia, a la vez, de los principales asentamientos y núcleos de población de
cada uno de ellos en Hispania, destacando a aquellos que más se distinguieron
en el ejercicio de las armas, las ciencias o las letras, y en ocasiones, como
puede verse en el estudio de Elías Terés, aportando datos completos sobre
diferentes linajes de poderosas familias, como las de Almanzor, Banu Hachchach
y Banu Jaldún, de Sevilla; los Banu Tuchib, de Zaragoza, o los Omeyas, en
general, no faltando algunas familias de origen hispánico, muladíes,
como la aragonesa de los Banu Qasi, en el valle del Ebro.
Las noticias que presenta Ibn Hazm permiten
reconstruir y aclarar numerosos puntos oscuros sobre los asentamientos y
repartos de tierras entre la minoría árabe, llegada con la invasión, de acuerdo
con su filiación tribal, árabes del norte o árabes del sur, sumando a ello
buena copia de datos lingüísticos, arabismos y topónimos.
La posición hegemónica que los clanes rivales tuvieron
alternativamente, según los califas, en el gobierno del nuevo Imperio árabe
omeya no dejó de proyectarse en el Norte de África y en al-Ándalus, territorios
donde llegaron a alcanzar los enfrentamientos graves proporciones. Su espíritu
de partido, o asabiyya, basado en su origen étnico, según cada una de
las ramas citadas; la antipatía, cuando no el odio, que los habitantes de las
comarcas desérticas, nómadas, mantuvieron siempre, como se ha señalado, por los
ocupantes de las tierras fértiles, sedentarios, y el lugar tan importante que
los qaysíes ocuparon en época omeya, frente a los kalbíes, relegados a un
segundo plano, sobre todo hasta los tiempos de Abd al-Malik (685-705), marcaron
profundamente las diferencias envenenadas por uno de los mayores errores de la
política omeya. Esta, siempre atenta a apoyarse alternativamente en uno u otro
grupo, en una política de balanceo, se prestó así a las querellas tribales,
ansiosos ambos grupos de usufructuar la protección del soberano en beneficio
propio de su asabiyya.
Cuando Musa b. Nusayr, el año 712, llegó a la
Península, iba acompañado de un buen grupo de combatientes árabes tanto qaysíes
como kalbíes; es decir, de las dos ramas siempre enemistadas. Fue suficiente
empezar a distribuir las tierras y el reparto del poder para que estallase el
conflicto, con todas sus consecuencias socio-políticas; no se necesitó más para
que la tradicional hostilidad entre los compañeros de Musa y los árabes que
luego pasaron a al-Ándalus estallara, haciendo tambalearse la estructuración de
la nueva provincia omeya. Pero, además, a todos estos problemas habrá que sumar
los que trajeron consigo los beréberes magrebíes, poco dados a someterse a una
autoridad supratribal. Todo ello desembocó en una sucesión de luchas y
enfrentamientos entre los distintos clanes, entre árabes y beréberes, que
llenan el período primero del dominio musulmán en la Península Ibérica -el de
los gobernadores- hasta el 756 y cuya actividad es tan difícil de discernir e
interpretar como apasionante su estudio.
Las grandes zonas de poblamiento árabe fueron: la
actual Andalucía, que no hay que confundir con el concepto de al-Ándalus; el
valle del Ebro o Marca Superior y, en menor proporción, el Sarq al-Ándalus o Levante.
Podemos afirmar que, en general, toda la zona suroccidental andaluza, desde
Málaga a Beja, es decir, el Algarve portugués, fue ocupada mayoritariamente por
tribus árabes yemeníes, aunque como señalan los investigadores, con una
densidad decreciente según nos dirijamos a poniente. Sevilla es un caso tan
notorio que incluso se jactaban de la supremacía yemení, aunque no faltaron
linajes kalbíes, árabes del sur como los anteriores, en clara inferioridad:
cinco grupos kalbíes frente a 19 yemeníes. En el valle del Guadalquivir, en sus
tierras bajas, encontramos representantes de los grupos de Lajm, Hadramawt,
Yahsub y Tuchib, entre otros. Algo semejante sucedió en parte de la corona de Rayya,
es decir, la zona de Málaga-Archidona.
Si en Andalucía suroccidental hubo un claro predominio
yemení, no sucedió lo mismo en la central y oriental, aunque quedó bien patente
la agrupación de los clanes árabes y sus afinidades tribales: en torno a
Pechina-Almería encontramos grupos yemeníes, así como en la vega granadina,
mientras que los árabes del norte se instalaron especialmente en las zonas
alpujarreñas, así como cerca de Granada, en el término de la actual Santafé. En
las comarcas jienenses hubo un cierto predominio de los árabes del norte.
Manuel Sánchez señala, como ha hecho para otras zonas
citadas antes, en la de La Guardia, a los asad y uqaylíes; los kinana, en
Canena; bahila y aws, en Ubeda, etcétera; pero también encontramos árabes del
sur en Arjona.
Siguiendo a este autor podemos afirmar que en el valle
medio del Guadalquivir, entre Sevilla y Córdoba, la población de origen árabe
se hallaba profusamente mezclada, sin claro predominio, como ocurrió en la zona
oriental de Málaga, Tudmir-Murcia, de un grupo étnico sobre el otro. Al norte
de Córdoba la población árabe, considerablemente densa, estuvo muy diseminada:
qaysíes por la parte de Firris, actual Constantina, y en el valle de los
Pedroches, Fahs al-Ballut, como atestigua el topónimo Gafiq, qaysí, en
Belalcázar.
Para María J. Viguera, los árabes del sur o yemeníes
superaron con mucho a los del norte en el valle del Ebro. Esta situación se
observa también en la extensión que ambos grupos ocupaban, como señala Ibn Hazm
al relatar detalladamente los hechos de los principales personajes de los Banu
Tuchib, uno de cuyos clanes hemos visto instalado en Sevilla y a los que
encontramos también en Calatayud, Daroca y Zaragoza -de ahí las dificultades
que como veremos luego encontró al-Sumayl, árabe del norte, en su gobierno de
Zaragoza-, donde además no faltaron los udríes, chudamíes y jazrachíes,
especialmente en Corbalán. Para el grupo de los del norte recoge Ibn Hazn la
presencia de tamimíes en Estercuel.
EL PROBLEMA TRIBAL:
AL-ANDALUS:
SAMYYUM
Desde
Mérida a las zonas montañosas del sarq al-Ándalus, el Levante
peninsular, el poblamiento árabe es menos importante, aunque con claro
predominio qaysí. La región valenciana, frente a la teoría tradicional, parece
que no fue abundante en población árabe, a pesar de lo cual no podemos olvidar,
como señala Ribera, que entre los qaysíes encontramos a fihríes (Rugat en el valle
de Albaida y Alpuente), Banu Kinana (Benicanena), maizumíes, una de las más
numerosas: qamaíes (Elche), bakríes (Masalavés), uqyalíes (Benioquer) y además
otros grupos qaysíes en Alcaycía y Benicais. En menor número figuran los
kalbíes: jazrachíes (Jérica), qudaíes (Onda) y lajmíes también, según Ribera,
bastante numerosos.
Cuando la gran revuelta beréber en la Península del
año 740, iniciada propiamente en el Magreb, llegaron para sofocarla los
contingentes de tropas sirias, samiyyun, dirigidas por Balch ben. Bisr,
que no sólo pudo acabar con ella, sino que aportó un nuevo elemento de política
proqaysí por parte de los árabes recién llegados, motivo por el cual se formó
contra ellos una coalición. Pero triunfante Balch en Aqua Portara, 742, iniciase
una serie de incautaciones de tierras en favor de los sirios y en detrimento de
los árabes baladíes. Cuando el walí Abu-I-Jattar (743-745) consiguió imponerse
a los sirios, en lugar de expulsarles prefirió establecerles en territorios del
sur y sureste peninsular, según la siguiente distribución: el chund de
Qinnasrin, en Jaén; el de Egipto, en Beja y Todmir; el de Palestina, en Sidona;
el de Hims, en Sevilla; el del Jordán, en Rayya, y el de Damasco, en
Ilbira-Granada.
QAYSIES Y KAILBIES FRENTE A FRENTE
Los
sucesos de orden socio-político y aun militar que tuvieron lugar en al-Ándalus
entre las reformas de Abu-l-Jattar y la llegada del marwaní Abd al-Rahman hay
que contemplarlos, para su comprensión, dentro del marco de las estructuras
tribales y clánicas de los árabes, tanto baladíes como samyyun.
En el centro del conflicto, el intento fracasado de Yusuf al-Fihrí de
constituir un Estado propiamente andalusí apoyándose en el funcionamiento de la
asabiyya o espíritu de tribu, puso de manifiesto que este medio social
pudo actuar como caldo de cultivo.
La primera chispa de esta gran revuelta social iba a
estallar en el sur de al-Ándalus cuando Abu-l-Jattar, motivado por la asabiyya
yemení, atizada a su vez por la hostilidad de un jefe qaysí, al-Sumayl, acabó
con unos comienzos tranquilos que tuvieron la virtud de apaciguar y disimular
las querellas entre baladíes y sirios.
Al Sumayl, llegado con el chund de Qinnnasrin y con un
rico patrimonio en la zona de Jaén, pasó a ser el jefe reconocido de los árabes
del norte, no dudando en sellar una alianza con algunos grupos descontentos de
yemeníes, con ayuda de los cuales combatió e hizo prisionero a Abu-l-Jattar. Se
nombró nuevo gobernador en la persona de Tuwaba b. Salam (745-746), bajo la
tutela de al-Sumayl, que lo era de hecho.
El gobierno pro-qaysí se vio prolongado a la muerte de
Tuwaba al proponer al-Sumayl como nuevo gobernador a Yusuf al-Fihrí (746-756), descendiente
del conquistador del Norte de África, Uqba ibn Nafi, y aureolado de cierta
fama, que fue el último walí dependiente de
Damasco. Pero liberado Abu-l-Jattar, consiguió formar una gran coalición yemení
contra la autoridad de Yusuf al-Fihrí y su cerebro gris; al-Sumayl, con la
consiguiente reagrupación de los clanes en torno a los dos grandes grupos
tribales.
El enfrentamiento directo se produjo a las puertas de
Córdoba, cabe a la alquería de Saqunda (747), obteniendo el triunfo el grupo
pro-qaysí de Yusuf al-Fihrí y al-Sumayl y los yemeníes puestos en fuga.
Quiso entonces el wali desembarazarse de la influencia
de al-Sumayl y le envió (750) a la Marca Superior, a Zaragoza, zona de
población preferentemente yemení, como gobernador, en un momento en que un
grave problema de subsistencias, la gran crisis de los años 746 al 753, causaba
verdaderos estragos entre la población del territorio. Al-Sumayl mostróse como
un excelente gobernante, acudiendo, con su propio peculio, en ayuda de todos
los musulmanes sin tener en cuenta su adscripción a uno u otro grupo.
Sin embargo, pasada la crisis, los yemeníes
reaccionaron contra al-Sumayl y el gobierno central de Córdoba y, coaligados
con los beréberes, les atacaron y sitiaron en Zaragoza. AI-Sumayl vióse
obligado a invocar de nuevo la asabiyya, a pedir ayuda a los qaysíes de
Jaén e Ilbira, quienes marcharon a levantar el bloqueo de la ciudad. Es de
notar que a este grupo se sumaron algunos clientes omeyas con la intención de
negociar con al-Sumayl los derechos del príncipe Abd al-Rahman, dispuesto a
desembarcar en al-Ándalus y reconstruir aquí, para su familia, el Estado
perdido en Oriente.
LAS TRIBUS
BEREBERES
Indudablemente, Abd
al-Rahman se había dado cuenta de que quien ostentaba de hecho el poder en al-Ándalus
era al-Sumayl y deseaba contar con él; por eso sus clientes acompañaron al grupo
qaysí en su viaje a Zaragoza, pero tras una buena acogida inicial, no sólo por
parte de al-Sumayl, sino también por la de Yusuf al-Fihrí, su actitud no
demasiado clara tornóse definitivamente contra el príncipe omeya, empujándole
hacia los yemeníes, con lo que de nuevo volvieron a enfrentarse los árabes del
norte a los del sur: qaysíes en favor de Yusuf al-Fihrí y al-Sumayl y yemeníes
en el de Abd al-Rahman.
El príncipe omeya supo manejar el factor tribal y
cuando, el 755, desembarcó en Almuñécar, sus clientes y los yemeníes le
acogieron con alborozo. Después de diferentes episodios, los dos ejércitos se
enfrentaron en al-Musara, cerca de Córdoba; la victoria fue de los yemeníes;
era la venganza por la derrota de Saqunda.
Del asentamiento de los grupos beréberes en la Península podemos
deducir que al-Ándalus, grosso modo, estuvo dividido en cuatro amplias zonas:
Andalucía, Marca Media, marca Superior y Sarq al-Ándalus. Hay que partir de la
base de que las tropas que llegaron con Táriq eran, en su mayoría, beréberes,
como lo fueron otros grupos llegados a lo largo de los años siguientes a la
conquista; que estos beréberes eran fundamentalmente magrebíes y que, según los
estudiosos del tema, los primeros siete mil llegados pertenecían, en su mayoría,
a tribus matgara, no sólo de los Banu Ifran, sino también de los grupos Gumara,
Hawwara, Madchuna y Nafza, fundamentalmente. Se establecieron en:
Andalucia. Sierra Morena, valle del Guadalquivir, sur del Guadalquivir y
Andalucía oriental.
En las estribaciones de Sierra Morena, al norte de
Córdoba y hacia el oeste, en dirección a Fahs al-Ballut fueron muy importantes
los elementos tribales beréberes, donde claramente superaron a los árabes. La
sierra de Almadén -Chabal al-Baranis- recuerda a uno de los grandes grupos
étnicos magrebíes: Butr y Baranis. Parece que desde el Campo de Calatrava hasta
la sierra de Aracena la alta clase beréber dominaba incluso en los núcleos
urbanos. En el valle del Guadalquivir estuvieron mezclados con la población árabe.
Se han señalado, sobre todo, en las zonas de Morón y Marchena (Hawwara), de
Osuna (Sinhacha y Masmuda) y, en general, por todo el territorio de Carmona y Écija.
En el sur del Guadalquivir, en el extremo occidental de las cordilleras
béticas, la población africana debía ser importante si tenemos presente la
abundancia de topónimos que delatan su origen, sobre todo en la Cora de
takurunna. El distrito Magila estaría situado en la serranía de Ronda y el
mar, siendo su capital la actual Benahavis (Málaga); otro distrito de
poblamiento bereber, el, de Saddina, se identifica actualmente con Grazalema
(Cádiz); otros topónimos indican igualmente zonas pobladas por beréberes:
Alcalá de los Gazules (Cádiz), Algatocín (Málaga) y Bornos (Cádiz). Como se
puede observar, en general fueron muy abundantes en las zonas montañosas de
Sidonia, Ronda, Málaga y Algeciras, donde existía un chuz al-barbar o
distrito de los beréberes (Manuel Sánchez). Parece ser que la población
beréber fue más bien escasa en la parte muy arabizada de la Andalucía oriental,
sobre todo Jaén e Ilbira; no obstante, en Jaén se señala la presencia de
algunos grupos pertenecientes a los Banu Ifran, Banu Birzal y Banu Rachid.
Marca Media o región central. Dejando de lado lo que se
ha dado en llamar el paréntesis indígena de Toledo, podemos considerar
la Marca Media como profundamente berberizada. En Guadalajara, Medinaceli,
Ateca y Soria, no faltaron, como no faltaron más al norte de la sierra de
Guadarrama, quizá, como dice J. Oliver Asín, llamada Castilla por los beréberes
del Norte de África allí establecidos y en recuerdo de su Qastilya
natal, de parecida geografía. Al sur de Toledo vuelve a ser importante la masa
beréber, en este caso concreto del grupo Nafza.
Marca Superior o valle del Ebro. Como señala María J. Viguera, los datos
principales que nos hablan de grupos beréberes en la Marca Superior son los
topónimos que han llegado hasta nosotros, como Oseja, situado al norte de
Ateca, indicaría que fue habitada por los Awsacha; Fabara, por los Hawwara;
Mequinenza, por los Miknasa. Ella misma señala cómo rodeando la cuenca del
Ebro, formando un conjunto aparte, aparecen poblamientos beréberes, que
dominaron unos enclaves, incluso de la Marca Media, como en Ateca (Tihalt), la
Sahla (Albarracín), Teruel y Villel de los Gazlun, los Salim, de Medinaceli;
los Awsacha de Santaver y los Zannun, luego arabizados Du-I-Nun, en castillos
conquenses en cuya serranía se instalaron también los Hawwara.
Sarq al-Ándalus o Levante. Desde un principio es muy importante la
población beréber y si atendemos a su distribución, son, como prueba Ibn Hazm,
los grupos nafzíes los que abundaron más en un territorio situado entre Toledo
y el mar Mediterráneo, aunque los datos que se poseen para el siglo VIII y
hasta la primera mitad del IX son más bien escasos, siendo el grupo madchuma
sin duda uno de los mejor conocidos.
ULTIMAS
TEORÍAS:
INTRODUCCIÓN
La rápida
y segura implantación del Islam en las tierras conquistadas se debió, en el primer siglo de su existencia, en
gran parte a la flexibilidad de su ley religiosa, que, expuesta en El Corán,
aún no había sido encorsetada por las interpretaciones de los juristas, que con
exégesis y reglamentos, lo único que hicieron a partir del siglo IX, fue darle
una normativa que cerraba, en gran parte, las grandes posibilidades de incluir en
su seno la mayoría de los usos y costumbres de los pueblos conquistados que en nada se oponían
a la revelación.
Piénsese que la conquista y asentamiento de los árabes y
beréberes musulmanes en España tuvo lugar entre el 711 y el 755, y que las
primeras escuelas (o ritos) jurídicos importantes que reglamentaron El Corán se
deben a Malik b. Anas (710-795), Abu Hanifa (696-767), al-Safií (767-820) e Ibn
Hanbal (780-855), los cuatro fundadores de las aun actualmente en vigor.
Por tanto, en la época de la conquista de España no habían
realizado aún su labor exegética ni ésta, por consiguiente, podía ser conocida:
la rápida conquista de España y la subsiguiente islamización se debieron a la
habilidad de los caudillos musulmanes, que supieron explotar las
inconsecuencias sociales del reino visigótico y aplicar la legislación textual
de El Corán -infinitamente adaptable en aquel entonces- a las necesidades de
los neófitos y
de aquellas poblaciones cristianas y judías que quisieron conservar sus
peculiaridades sin sentirse, por ello, discriminadas.
Bueno será recordar aquí que en esas fechas el texto
coránico escrito carecía de signos diacríticos y de vocales breves, por lo cual
sus lectores o memoriones, en algún caso y de buena fe, podrían recitarlo con
variantes, que hoy no serían de recibo, del mismo modo como a mí me parecen
poco convenientes algunas de las exégesis contemporáneas que, basándose en tradiciones o consensos, intentan introducirse
a determinados versículos del Libro como, por ejemplo, las referentes al
matrimonio de musulmanes con judías y cristianas.
El éxito del Islam se explica, en primer lugar, porque
la situación de algunos estamentos de la sociedad visigótica era sumamente
desagradable: el peso de los impuestos, la existencia humillante de los
siervos, la discriminación de los judíos, las continuas sublevaciones de los
vascones y la existencia de islotes paganos, sobre todo en las zonas montañosas
del Norte, hacían que gran parte de la población no se sintiera representada en
el gran proyecto de unidad peninsular que bien o mal habían llevado a cabo
godos e hispanorromanos.
En especial, los judíos, que aún a principios del
siglo V se confundían con frecuencia con los cristianos, habían sido
discriminados cada vez más por los sucesivos Concilios de Toledo: en el III se
obligó a bautizar a los hijos de matrimonios mixtos, con lo cual, algunos
iniciaron el camino del exilio hacia el reino franco (587); en el IV (633) se
previó la persecución de los conversos que no practicasen el cristianismo; en
el XII (681) se les obligó a bautizarse en el plazo de un año, aunque, en
compensación, se les devolvía la facultad de testar; en el XVI (693) se les
prohibía comerciar con los cristianos, con lo cual se les arruina, y en el XVII
(694), suponiendo que sus actas no hayan sufrido manipulaciones posteriores, se
acusó a los judíos que habían buscado refugio en el Norte de África de
conspirar para conseguir la ruina de España y, en consecuencia, se condenaba a
sus correligionarios residentes en la Península a perder todos sus bienes, a la
esclavitud con prohibición de que sean manumitidos y a entregar a sus hijos
menores de siete años para que fuesen bautizados y educados en el cristianismo.
LA TOLERANCIA
CORÁNICA
Frente a esto, los judíos del norte de África sabían que El Corán
-y este libro era conocido en todos los territorios ocupados por los musulmanes- admitía la
libertad de cultos de todos los pueblos que tenían un texto revelado y les adjudicaba
un rango igual al de los cristianos, sus perseguidores en España (2,107/113): Los
judíos dicen: Los cristianos no tienen ningún fundamento. Los cristianos dicen:
Los judíos no tienen ningún fundamento. Pero todos ellos recitan la Escritura; de esta manera se
expresan los que no saben y la discrepancia entre ambas religiones sólo será resuelta, según el
mismo versículo, por Dios, quien juzgará entre ellos, el Día de la
Resurrección, en lo que discrepan.
En consecuencia,
los judíos peninsulares no vacilaron en convertirse en auxiliares de los
conquistadores árabes e inscribirse como soldados para guardar el orden en
algunas de las ciudades recién ocupadas (v.g. Sevilla) y permitir que las
fuerzas de choque continuaran su avance en todas direcciones. Por su parte, los
cristianos veían estos sucesos con relativa tranquilidad, puesto que en otro
versículo, El Corán (5,85/82) reconocía su
superioridad sobre los judíos: En los judíos y en quienes asocian
encontrarás la más violenta enemistad para quienes creen. En quienes dicen:
Nosotros somos cristianos, encontrarás a los más próximos en amor para quienes
creen, y eso porque entre ellos hay
sacerdotes y monjes y no se enorgullecen.
Por consiguiente,
la conquista debió verse con relativa tranquilidad por la población, que podía
entender que sólo debía pagar el tributo fijado por El Corán, la
capitación o chizya (9,29/29): i Combatid a quienes no creen en Dios ni en el último
Día, ni prohíben lo que Dios y su Enviado prohíben, a quienes no practican la
religión de la verdad entre aquellos a quienes fue dado el Libro! Combatidles
hasta que paguen la capitación por su propia mano y ellos estén humillados.
En principio, pues,
los conquistadores -y sobre todo las autoridades
financieras- no estaban muy interesados en conseguir nuevos prosélitos, puesto
que éstos en teoría dejarían de pagar la capacitación, con el consiguiente
empobrecimiento de la hacienda del califato, y éste, durante el dominio de los
primeros omeyas desconocía la existencia de conversos y les obligaba a
continuar pagando la capacitación. Pero al subir al trono uno de ellos, Umar II
el Santo (717-720), cuando aún estaba en marcha la conquista de España, éste
cambió de opinión y decidió que la ley coránica se aplicara en su integridad
aunque sus arcas se empobrecieran.
Cabe pensar que las conversiones se multiplicaron, y
más cuando las columnas volantes que habían avanzado sin cesar a lo largo de
las calzadas romanas de la Península, habían dejado numerosos territorios sin
ocupar, pactando con los condes visigodos según las modalidades que la
tradición oral -la escrita aún no existía- decía que había empleado el Profeta
a lo largo de su predicación y que cada tradicionero explicaría de modo más o
menos próximo a la realidad. Y en cuanto al pago de la capitación por propia
mano y humillados es tema que admite tal número de interpretaciones que bastaba
con que el conde que había quedado a la cabeza del distrito cobrara sus
impuestos -notoriamente inferiores a los visigóticos- y fuera a entregarlos a
la autoridad musulmana correspondiente.
En estos primeros años de la conquista conocemos dos
casos extremos: la capitulación de Teodomiro, gobernador godo de Levante, y la
conversión del conde Casio de Aragón. El texto referente al primero es
auténtico, se conserva en cuatro copias posteriores y tiene la ventaja de estar
escrito antes de la subida al poder de Umar II. Dice que Teodomiro acepta capitular
(nazi-la «alá al-sulh wa-ahada»)... con la condición de que no se impondrá
dominio sobre él ni sobre ninguno de los suyos; que no podrá ser cogido ni
despojado de su señorío; que sus hombres no podrán ser muertos, ni cautivados,
ni apartados unos de otros ni de sus hijos ni de sus mujeres, ni violentados en
su religión, ni quemadas sus iglesias; que no será despojado de su señorío
mientras sea fiel y sincero y cumpla lo que hemos estipulado con él; que su
capitulación se extiende a siete ciudades que son: Orihuela, Valentila
(¿Valencia?), Alicante, Mula, Bigastro, Eyyo y Lorca; que no dará asilo a
desertores ni enemigos, que no intimidará a los que vivan bajo nuestra
protección, ni ocultará noticias de enemigos que sepa. Que él y los suyos
pagarán cada uno un dinar y cuatro modios de trigo y cuatro de cebada y cuatro
cántaros de arrope y cuatro de vinagre y dos de miel y dos de aceite. Pero el
siervo sólo pagará la mitad... Este tratado está fechado el 5 de abril del
año 713.
Por tanto, la autoridad superior sigue siendo la
visigótica, aunque ésta, contractualmente, depende de los musulmanes y se ve
obligada a pechar con unas obligaciones que podían ser consideradas como
humillantes por los conquistadores.
Distinta parece ser la posición del conde Casio y su
hijo Fortún, que pactan y se convierten, porque las tropas musulmanas llegaron
más tarde al valle medio del Ebro en que se encontraban sus latifundios y
posiblemente con ellas llegaba la nueva doctrina fiscal de Umar II netamente
proselitista. Sánchez Albornoz notaba que se cambia más rápidamente de sistema
político o de religión que de carácter y puede imaginarse lo que hoy ocurriría
si los actuales impuestos se redujeran drásticamente con un cambio de religión.
Sin embargo, esta nueva política no duró mucho y las
normas coránicas volvieron a ser interpretadas restrictivamente, recordando,
eso sí, que el quinto del botín, de las tierras conquistadas por las armas,
pertenecía al Profeta (o a sus sucesores), a sus allegados, a los pobres,
etcétera, es decir, al Estado. Los cristianos, que habían quedado aislados en
grandes islotes delimitados por las líneas de avance de los conquistadores,
tuvieron que avenirse con éstos para mantener un mínimo de relaciones entre sí.
En definitiva: pasó con los condes locales lo mismo que había ocurrido
cincuenta o sesenta años antes con los dihqan persas: se transformaron
en simples administradores de los intereses de los recién llegados a cambio de
conservar el cargo dentro de su propia familia y usufructuar el poder de
patronato sobre la Iglesia, al menos en los años iniciales de la conquista, en
lo que aquéllos no lo ejercieron.
LA
EXPLOTACIÓN DE LA CONQUISTA
Sólo poco a poco, conforme se frenaba su marcha hacia el Norte y
llegaban nuevos soldados orientales -el caso más típico es el del ejército de
Balch (740)- se fue planteando de modo más intenso la necesidad de subsistir
sobre los territorios ya ocupados a falta de nuevas conquistas, y así empezó el
dominio y la explotación directa de la tierra que pertenecía al Estado como
consecuencia del reparto del botín.
La realidad se
mostró mucho más compleja de lo previsto por la Ley coránica y hubo que recordar que el Profeta no había
aplicado siempre -tal vez por no habérsele revelado aún-el mismo sistema de
reparto del botín; que el califa Umar I (634-644) había tenido que improvisar
-teniendo en cuenta, evidentemente, lo que ocurría en Bizancio y en Persia- una
doctrina económica que hiciera viable la expansión militar con la subsistencia
de la administración, reorganizando la hacienda pública de acuerdo con las nuevas necesidades.
Por tanto,
aparecieron nuevas concepciones tributarias: se admitió la existencia de dos
tributos coránicos: el azaque para los fieles y la chizya para
los dimmíes (infieles) y, para todos, un impuesto sobre la tierra, el jarach. La conversión llevaba en principio el fin
del pago de la chizya y entrar en las listas de los fieles que pagaban
el azaque con las ventajas que
representaba la diferencia de cuotas entre uno y otro impuesto. El Jarach se mantenía en caso de ser
terrateniente o bien
aparcero, cuyas liquidaciones
se saldaban a través de la correspondiente vía administrativa.
Pero las tierras
conquistadas por la fuerza pasaban a ser propiedad de la colectividad de los
musulmanes, que los cedía, a precario, a sus primitivos dueños, y sólo cuando
se detuvo el avance se planteó el problema del traspaso de las mismas a
personas determinadas mediante un procedimiento de
asignaciones que permitieron al novel propietario pactar sus propias condiciones con los colonos y beneficiarse de la diferencia entre lo que de éstos
recibía y lo que tributaba al Estado, procurando o, mejor dicho, evitando que
los dimmíes se convirtieran fácilmente para evitar la disminución de sus
rentas y, en caso de no impedirlo por estar convencido de la sinceridad de la
conversión, hacer, a veces, a todos sus coterráneos responsables del pago de
una suma alzada constante prescindiendo del número de individuos que
inicialmente habían convenido en la misma.
Pero, a pesar de todos los pesares, la presión tributaria en los
inicios de la conquista fue pequeña y al coincidir con la aplicación de las
leyes de Umar II, la islamización se produjo de modo muy rápido. Más adelante,
cuando se reglamentó la normativa inicial de Umar I, las cosas cambiaron, ya
que, poco a poco, la actitud frente a los dimmíes se fue endureciendo y aparecieron una serie de limitaciones
que si bien no eran idénticas -y en determinadas
circunstancias se hizo caso omiso de ellas- en las
cuatro escuelas rituales antes mencionadas, sí tenían muchos rasgos comunes: en las tres religiones quedó un
elemento básico diferenciador: el modo de enfocar las relaciones con Dios y, en consecuencia,
se prohibió a los dimmíes, como resultado de la interpretación de El
Corán (9,29), el ejercer cualquier tipo de autoridad sobre los musulmanes. En cambio no hubo
recortes en su autonomía interna: los pleitos entre
ellos, la recaudación de impuestos, los problemas civiles -y los criminales en determinadas circunstancias- fueron resueltos por sus
correligionarios y sólo cuando éstas actividades afectaban a un musulmán o
pusieron en peligro el orden público, intervino el Estado.
Fue lícito, por ejemplo, el que un musulmán se casara
con una mujer dimmí, aunque ésta, cristiana o judía, hubiera cambiado de
religión, sin que este hecho fuera motivo de intervención pública, excepto para
el caso de aquellos musulmanes que renegaban de la suya propia. Por la
legislación se ve que existieron casos de divorcio y repudiación entre los dimmíes.
Estos problemas se resolvían en sus propios tribunales a menos que una
de las partes -y en casos muy especiales- recurriera al juez musulmán. Y éste
sólo intervenía si por analogía creía que se trataba de cuestiones que
afectaban al Islam o bien al derecho natural y, por tanto, podían conculcar los
preceptos establecidos por Dios para todo el género humano.
Quedó prohibido vender a un dimmí un esclavo
musulmán, a un menor de edad o un ejemplar de El Corán, prohibición, la última,
caída hoy en desuso -excepto en círculos muy integristas- y fue sustituida por
el principio del regalo del mismo, ya que con la Palabra de Dios no se
puede comerciar.
Los dimmíes tampoco podían comprar tierras en
los alrededores inmediatos de una ciudad y dada la libertad de cultos se
discutió si un juez musulmán podía llamar a declarar ante sí, en sábado o
domingo, a un judío o un cristiano, ya que son los respectivos días de fiesta
de su religión.
Y en la España omeya, y siendo jefe de la
administración un cristiano, se dio el caso curioso de que el domingo fuera
festivo para los funcionarios a pesar de la afirmación coránica -contra la del
Antiguo Testamento- de que Dios, por ser Omnipotente, no necesitó ningún día de
descanso al terminar la Creación.
LA
ISLAMIZACIÓN:
INTRODUCCIÓN
La expansión islámica por la cuenca del Mediterráneo y su posterior
implantación hasta en regiones tan
alejadas del núcleo
primitivo del Islam como la
India o la Península Ibérica han sido un permanente objeto de interrogación
para los historiadores. El avance fulminante de los
ejércitos árabes bajo la bandera de una nueva religión, arrollando y
suplantando a los Imperios bizantino y sasánida en el Cercano Oriente y Egipto
plantea efectivamente una serie de problemas que aún no han sido resueltos en
su totalidad. En el siglo VII el mapa político
del mundo mediterráneo cambia de una forma
irreversible, y esta alteración, que permanece hasta nuestros días, se ha visto
considerada con frecuencia como una herida brutal que destruyó -de una forma
mucho más definitiva que la empleada por las invasiones bárbaras- el viejo mundo heredado del imperio romano.
La orilla norte del
Mediterráneo no permaneció inmune ante el avance musulmán. Pero la penetración
de los ejércitos islámicos tomó caracteres muy diversos según se tratase de unas
regiones o de otras y su permanencia se extendió en períodos cronológicos muy diversos. La Península Ibérica ha sido, desde luego, la zona de
Europa en la cual la presencia de la civilización árabe-islámica se ha dejado
sentir durante un mayor tiempo y con más fuerza, si exceptuamos la mucho más
moderna y diferente ocupación otomana en los Balcanes. De forma opuesta a lo
sucedido en el Norte de África, donde por primera vez los ejércitos musulmanes
encontraron una fuerte oposición, que detuvo su expansión hacia el oeste, la
conquista del reino visigodo hispánico se llevó a cabo con la misma facilidad y
rapidez con la que los árabes se hicieron dueños de Siria, Iraq o Egipto. Y de
nuevo nos encontramos con las mismas interrogantes, planteadas por estudiosos e
investigadores en busca de una explicación al brusco colapso de una
civilización y una cultura sustituidas, en lo que parece un abrir y cerrar de
ojos, por otra que se siente ajena y lejana.
Las cuestiones relacionadas con la conquista musulmana
que han sido objeto de estudio en los últimos tiempos pueden dividirse en dos
grandes grupos: en primer lugar, reflexiones y estudios sobre las causas y el
significado real de la conquista en la Historia de España, lo que ha producido
una abundante bibliografía, no exenta de polémica. A este apartado han
contribuido tanto arabistas como medievalistas españoles y extranjeros. Los
primeros han consagrado sus esfuerzos, en mayor medida, a un segundo grupo de
estudios, en los que se analizan cuestiones más específicas vinculadas sobre
todo a los itinerarios de los ejércitos invasores, el examen de los relatos
árabes sobre la conquista o los problemas de identificación toponomástica que
ellos plantean.
Tras los primeros estudios científicos sobre el tema,
escritos en el siglo pasado por autores como R. Dozy, E. Saavedra o F. Codera,
la primera versión moderna de los hechos corresponde al arabista francés
E. Lévi-Provençal. La traducción española de su obra (que se debe a Emilio
García Gómez) apareció en 1950, dentro de la Historia de España dirigida por
don Ramón Menéndez Pidal, bajo el título España musulmana hasta la caída del
califato de Córdoba.
PRIMERA
VERSIÓN MODERNA
Lévi-Provençal acepta básicamente el relato
de las fuentes árabes, aunque señala en ocasiones su posible carácter
legendario. Recoge, por tanto, la intervención del conde don Julián y las
razones de su petición de ayuda a Musa b. Nusayr, así como la llegada del
primer conquistador, Tarif, y las sucesivas expediciones de Tariq b. Ziyad y el
propio Musa, los problemas surgidos entre ellos y la derrota del rey don
Rodrigo. En cuanto a las causas de la fulminante desaparición del Estado
visigodo y la nula oposición encontrada por el ejército musulmán tras esta
derrota. Lévi-Provençal atribuye a la situación de decrepitud y agotamiento a
que había llegado el reino de Toledo, junto a una indudable buena suerte que
ayudó a los invasores en su empeño. La falta de documentación sobre el período
final de los visigodos en la Península ibérica fue subrayada por Lévi-Provençal,
que no se extiende demasiado sobre este punto.
Más cercano a nuestros días, otro historiador francés,
Pierre Guichard, ha dedicado su atención al tema de la conquista (dentro de su
obra sobre la estructura tribal de al-Ándalus, traducida al español con el
título Al-Ándalus. Estructura antropológica de una sociedad islámica en
Occidente, Barcelona, 1986). Aunque el propósito de Guichard no es
replantearse el hecho mismo de la conquista, sino estudiar los componentes y
las estructuras de la población andalusí, las páginas que dedica a las causas
que facilitaron la invasión suponen un considerable avance sobre todo lo
anterior, debido, en gran parte, a la aparición de nuevos estudios sobre la
época visigoda. Matiza, por tanto, mucho más que Lévi-Provençal la situación de
crisis que atraviesan la sociedad y el Estado visigodo con anterioridad a la
conquista y, sobre todo, insiste en la sucesión de catástrofes naturales
(sequías, pestes, carestías) que debilitaron, durante el siglo VII, tanto la
demografía del país como sus recursos de todo tipo y que, unidas a la
decadencia interna del sistema, jugaron un papel semejante al que puede
observarse en la historia de la expansión árabe en el Creciente Fértil.
LA INVASIÓN
POLÉMICA
En 1969 apareció en francés la obra de Ignacio Olagüe Les arabes
n'ont jamais envahi l'Espagne (versión española,
ampliada, con el título La revolución islámica de Occidente, Barcelona, 1974; una interesante reseña de Pierre Guichard en sus Estudios sobre
historia medieval, Valencia, 1987). La
tesis de este libro aparece claramente explicada en su título; basándose en una
supuesta ausencia de fuentes antiguas árabes sobre la conquista, interpreta la adopción de la religión musulmana como un hecho
muy posterior y los primeros siglos de la presencia islámica en la Península
como un período de luchas caóticas entre movimientos cristianos opuestos, que
se convirtió, en la historiografía árabe tardía, en una invasión que nunca
existió en la realidad. La tesis de Olagüe no resiste un examen histórico
serio, pero es necesario mencionarla, en cualquier caso, dado que ha tenido
cierta repercusión y, por otra parte, representa la posición más extremada de
una postura que subyace en cierto número de interpretaciones sobre el significado
de la conquista islámica de la Península.
En efecto, el hecho mismo de la conquista -más que sus
condiciones materiales o sus circunstancias precisas- ha sido objeto de una de
las polémicas más intensas (y, en cierto modo, infructuosas) de la historiografía
española moderna. No ha sido, de ningún modo, un hecho fortuito: durante siglos
se ha sentido que la invasión árabe suponía un corte decisivo en el normal
devenir histórico de España; un ataque fulgurante que sólo la traición (en la
figura de don Julián) explicaba de forma razonable y que dejó en el
subconsciente colectivo una huella indeleble. A este respecto son interesantes
las referencias que hace T. Glick, en su Islamic and Christian Spain in the
Early Middle Ages (Princeton, 1979), a estudios psiquiátricos en los que se
analiza este ancestral miedo al invasor.
Que la conquista árabe se haya interpretado como un
acontecimiento exterior a la verdadera Historia de España supone dar por
sentado que esa Historia se ha ido desarrollando en torno a unos conceptos
esenciales y, por tanto, permanentes a través de los siglos. Esta
interpretación, arraigada profundamente en el pensamiento historiográfico
español, no es, sin embargo, única. En 1948, en efecto, Américo Castro
publicaba su España en su historia. Cristianos, moros y judíos (con
numerosas ediciones posteriores), abriendo así la polémica a la que se ha
aludido más arriba.
DE CASTRO A
SANCHEZ ALBORNOZ
A.
Castro partía de una posición de principio fundamental; España no
existía como tal -el concepto, la esencia de
España- antes de la conquista árabe; ésta representa el primer paso en la construcción de la España que conocemos
en la actualidad.
B.
Si la obra de
Castro no es propiamente la de un historiador, ello no obsta para reconocer en
ella una teoría de la cultura española y sus
orígenes que contiene numerosos puntos de vista de gran interés. El más
importante, desde la óptica del estudio de al-Ándalus,
es que, por primera vez, un no arabista reconocía el papel fundamental del
período islámico en la historia de España. Según Castro, la convivencia y la
interacción entre las tres grandes religiones monoteístas en la Península es el factor que explica toda la Historia
posterior. En este sentido, lo que hace Castro es atacar la idea de un
nacionalismo avant la lettre que habría florecido desde Covadonga y que tendría sus orígenes en
épocas aún más antiguas.
C.
No es de extrañar
que estas tesis no hayan sido acogidas con demasiado entusiasmo, por lo que J.
T. Monroe (en Islam and the Arabs in Spanish Scholarship, Leiden, 1970)
denomina la corriente tradicionalista de la historiografía española. Si entre
los arabistas Castro no ha sido demasiado discutido, véase el artículo de P.
Martínez Montávez, Lectura de Américo Castro por un arabista, Revista del
Instituto Egipcio de Estudios Islámicos, XXII (1983-84), 21-42, en cambio tuvo que enfrentarse a un
adversario de la talla de C. Sánchez Albornoz, que en 1956 publicó España, un enigma
histórico. Obra de un historiador profundamente conocedor del Medievo hispánico, su posición ante el significado de
la conquista para la historia de España es diametralmente opuesta a la de
Américo Castro.
D.
Sánchez Albornoz
considera, en efecto, que si bien se trata de un acontecimiento decisivo, sus
consecuencias se hicieron sentir con fuerza en una dirección completamente
divergente de la señalada por Castro: la irrupción del Islam supone una
desviación del auténtico camino que debería
haber seguido la historia de España. Por otra parte, la presencia islámica es
interpretada por Sánchez Albornoz como una superposición de formas culturales
que no afectaron a la contextura vital hispana; los
invasores estaban en su mayoría recién convertidos al Islam y todavía sin
arabizar, por lo que su influencia real fue tenue entre las poblaciones
conquistadas, y nula en la España cristiana.
REVISIÓN DE LAS FUENTES ÁRABES
En parte; la interpretación que Sánchez Albornoz ofrece en esta obra
(y en otros muchos de sus escritos) coincide con los estudios de diversos
arabistas españoles, que ven en el Islam de al-Ándalus una personalidad propia,
originada en el sustrato preislámico y en la pervivencia de formas culturales
no-islámicas. Sin embargo, se trata de una coincidencia que conviene matizar, ya que las teorías más extremadas de Sánchez
Albornoz llegan a deplorar la presencia del Islam en España, hecho al que
atribuye el retraso español respecto a otros
países europeos.
En 1967 el arabista
Joaquín Vallvé publicó un artículo titulado
«Sobre algunos problemas de la invasión musulmana» (Anuario de Estudios Medievales, IV, 361-367), al que siguieron otros muchos
del mismo autor, que se ha venido replanteando desde entonces toda una serie de
cuestiones en torno a la invasión y conquista de la Península por los ejércitos
islámicos. Se trata de la más notable aportación al tema por el arabismo
español en los últimos tiempos (aunque no la única: véase al respecto M.
Barceló, «Some Comentaries on the Earliest Muslim lnvasion of Spain», Islamic
Studies, IX, 1970) y merece ser examinada por ello con cierto detalle.
En el artículo de
1967, Vallvé iniciaba un nuevo examen de las fuentes
árabes conservadas sobre la conquista, centrándose sobre todo en una nueva
interpretación onomástica de los textos. De este modo llegará a la conclusión
de que el famoso conde don Julián no era gobernador de Ceuta, sino de Cádiz. En
cuanto a las figuras que aparecen como conductores de la invasión.
Vallvé afirma que la de Tarif (que habría dado su nombre a Tarifa) no es sino
una construcción literaria de las crónicas. Finalmente, un topónimo también
sujeto a revisión es el de al-Ándalus, en el que Vallvé observa una
transposición de Atlas/Atlantis.
Estas nuevas interpretaciones sobre los personajes y
los lugares de la conquista se apoyan en gran medida en la crítica textual de
las fuentes árabes: Vallvé sostiene que el conocimiento que los árabes tenían
de la geografía y la Historia de la Península se basaba fundamentalmente en
fuentes grecolatinas (en lugar destacado Orosio y san Isidoro de Sevilla), lo
que explica la serie de confusiones que se producen en el relato de los
acontecimientos de 711. Este tema fue estudiado en su artículo «Fuentes latinas
de los geógrafos árabes» (Al-Ándalus, XXXII, 1967, 241- 260) y ha sido
desarrollado por el mismo autor en otros trabajos posteriores; por ejemplo, en
«El nombre de al-Ándalus» (Al-Qantara, IV, 1983, 301-355). Junto a esta
revisión toponomástica, Vallvé ha sometido a una crítica semejante ciertas
leyendas y relatos relacionados con la conquista y sus principales
protagonistas, siempre en el sentido de identificar sus verdaderos orígenes.
La aportación de Vallvé al examen de los textos árabes
ha encontrado una acogida desigual. Sánchez Albornoz rechazó de plano las
novedades que contenía su primer artículo sobre el tema (en Cuadernos de
Historia de España, XLIX-L, 1969, 294-309); Guichard reconoce el valor de esta mise
en question, aunque no acepta todas sus conclusiones; Glick, en su obra
citada, y R. Collins en Early Medieval Spain. Unity in Diversity
(Londres, 1983), admiten sin reservas la desmitificación a que Vallvé ha
sometido a personajes como Tarif. Como todas las teorías que replantean de
nuevo un saber adquirido, las de Vallvé no siempre han sido aceptadas, pero
tienen el mérito indudable de haber sabido interrogar de una forma nueva a
textos conocidos de antiguo y pocas veces examinados con rigor.
En líneas generales, y sin entrar en el detalle de la discusión
filológico-histórica, esta nueva interpretación de la conquista insiste en la pervivencia
de un sustrato preislámico y en la continuidad, bajo nombres diferentes, de
mitos y lugares históricos de procedencia grecorromana, aunque sin cuestionarse
el hecho mismo de la conquista ni interrogarse sobre su significado en la
Historia de España.
Este último punto ha sido, como se ha visto más
arriba, objeto de estudio para historiadores o ensayistas (habría que mencionar
aquí a Unamuno o a Ortega y Gasset), en tanto que los arabistas se han visto
ante el dilema, no siempre resuelto felizmente, de considerar a al-Ándalus como
una parte de la Historia de España (los andalusíes eran musulmanes españoles) o
aceptar la invasión como el inicio de un período más de la Historia del Islam.
BIBLIOGRAFÍA
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1928. E. Saavedra, Estudio sobre la invasión de los árabes en España, Madrid,
1982.
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- E. Teres, «Linajes árabes en Al-Andalus»,
en AI-Andalus, Madrid-Granada,
t. XXII, 1957, 55-111 y 337- 376.
- J. Vallvé, «Sobre algunos problemas de la
invasión musulmana», Anuario de Estudios
Medievales, IV, 1967,361-367. La división territorial de
la España musulmana, CSIC, Madrid, 1986, 17-62 y 187-210.
http://www.almendron.com/historia/medieval/invasion_arabe/invasion_11.htm
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