CRÓNICASD DE LA OSCURIDAD:
La
figura del Vampiro y la transcendencia del deseo.
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En un relato del siglo XII, se
cuenta que en Timisoara (Rumania), un vampiro asoló por años a una pequeña
población de clérigos, cuyo monasterio se levantaba unos kilómetros la norte de
la frontera con Serbia. Según la historia (recogida con sumo detalle por una
crónica de uno de los hermanos de la congregación), el monstruo aparecía por
las noches, apenas desaparecía la luz del sol y les contemplaba “con anhelo y
regocijo” desde el jardín, sin atreverse a entrar en el recinto sagrado. Era un
duelo de “fe”, según insistía el esforzado cronista, que consistía en someter a
los hermanos a la tentación de “tocar por sí mismos” el misterio que se
escondía en la oscuridad. El vampiro jamás decía palabra alguna, mientras la
congregación entera rezaba hasta el amanecer. Entonces, la criatura se retiraba
“envuelta en sombras” para reaparecer al anochecer.
La historia forma parte
del libro Vampire
in Lore and Legend (Dover Books on Anthropology and Folklore) de Montague
Summers, en el que la figura del vampiro se narra y se incluye
desde la noción de la antropología. Durante buena parte de los primeros siglos
de la cristiandad y de la baja Edad Media, el vampiro fue considerado una
figura espectral lo suficientemente real como para ser incluido en todo tipo de
informes y minutas eclesiásticas, que la Iglesia conservaba entre el
desconcierto y la curiosidad. Ya es célebre la leyenda que insiste en que la
cámara Radcliffe de la Universidad de Oxford, fue construida para albergar todo
tipo de libros y otros objetos relacionados con el conocimiento acerca de los
no muertos. O que en buena parte de Rumania, los cementerios son custodiados
por hombres armados con hachas de plata incluso en la actualidad, por el temor
atávico a criaturas que puedan acechar desde la oscuridad. Se trata de una
tradición que además, tiene cientos de vertientes, que se enlaza no sólo con la
percepción sobre la identidad de lo monstruoso sino con algo más efímero,
violento y humano.
Algo semejante decía Ferdinand
de Schertz en Magia
posthuma. O al menos, en eso insisten los pocos afortunados que alguna vez
leyeron el libro, del que se sabe bastante poco y de hecho, tiene todas las
características para ser una leyenda dentro de un cúmulo de siniestras
leyendas. Según el libro publicado en Olmütz (hoy Olomouc en la República
Checa) en 1706, los vampiros eran la encarnación del pecado, el deseo, la tentación
“y la necesidad insatisfecha por la vida, la que se manifiesta en grandes
cuestiones inconfesables”. Al menos, esa es la versión Agustín
Calmet, que dedicó un largo análisis sobre los vampiros como
figuras de lo sexual y lo sensual en su ya histórica Disertación sobre las
apariciones de espíritu. Para Montague Summers en
El vampiro en Europa, la idea iba
mucho más allá: los bebedores de sangre “nacían” de la tierra no consagrada, en
medio de rituales impíos y “el placer de mujeres y hombres que no conocían los
límites de lo sagrado”. En otras palabras, un vampiro no era sólo un monstruo,
sino una criatura concebida a través de la transgresión. Aribert
Schroeder en Vampirismus: Seine Entwicklung vom Thema
zum Motiv (1973) también insistía que un vampiro era “hijo de
los grandes pecados como la fornicación y la sodomía” y ya rastreaba los
primeros indicios que durante el medioevo, la necesidad de sangre era
equiparable a otros tantos apetitos inconfesables.
¿Qué era entonces lo
que ocurría entre los clérigos Rumanos y su espectral visitante nocturno? La
leyenda no puede ser más ambigua y mucho más, cuando siglos después, el
monasterio fue derrumbado y se encontró que buena parte de los cadáveres
enterrados tenían la boca llena de piedras, cruces e incluso estacas. Un
fenómeno que se repite a lo largo de Europa y que tiene un único significado:
los vampiros — o los que se creían podían serlo — triunfaban en su afán de
llevar al pecado y la seducción a sus inocentes víctimas. La idea hizo correr
ríos de tinta y llegaron a publicarse verdaderos tratados que analizaban la
relación del vampirismo con el sexo y los deseos irreprimibles, que llevaban a
los cadáveres a intentar levantarse de sus tumbas apenas habían sido exhumados.
O eso afirmaba curiosos textos como “De
la masticación de los muertos en sus tumbas” escritor por un pastor
luterano llamado Michaël Ranft,
que afirmaba que los muertos “comían su propia carne como un apetito infinito,
convertido en un círculo espectral que era la puerta al infierno”.
El folclorista
británico Dudley Wright, que
dedicó buena parte de su vida académica a escribir sobre vampiros, rastreó las
primeras referencias sobre el mito en tablas de símbolos en Caldea y Asiria, en
la que ya se les relacionaba con la muerte y una resurrección que podría
traducirse en la actualidad como impía, pero que en realidad, tenía mucho más
relación con todo tipo de tradiciones mágicas emparentadas con el sexo, el
deseo y la práctica ritualista de la sexualidad bajo el parámetro de lo
sagrado. “Las leyendas griegas sobre los vampiros, tenían una estrecha relación
con prácticas sexuales que debían ser ocultadas o al menos, escondidas del ojo
público” escribe Wright “La figura del vampiro griego, está rodeada de erotismo
y las historias en se les incluye, están plagadas de maravillosas historias de
muertos que se levantan de sus tumbas para alimentarse de la sangre de los
jóvenes y hermosos. Una percepción sobre la belleza, la necesidad carnal y el
impulso lujurioso que continuó siendo parte de la leyenda en la Europa del
siglo XVIII, que rápidamente se extendió por Austria, Hungría, Polonia, las
islas Británicas, y, por supuesto, el principado rumano de Valaquia, en la que
la leyenda de los vampiros — poderosos, eróticos, libres y malvados — ya eran
comunes cuando Vlad Tepes III alcanzó el poder en 1448.
Se tratan de ideas
inquietantes, que solían ser el vehículo perfecto para convertir el sexo, el
deseo y la lujuria en posibles vehículos para crear monstruos o lo que era más
preocupante, perder la vida eterna en favor de un tipo de placer que la Iglesia
sabía, era la puerta inmediata a la desobediencia. Una connotación lo
suficientemente directa como para que a través de los siglos siguientes, la
figura del vampiro siguiera relacionándose con rituales retorcidos y también,
con la perdición en medio de éxtasis macabros de los que difícilmente se
sobrevivía. Poco a poco, el vampiro se convirtió no sólo en una criatura capaz
de beber sangre — y sobrevivir a la muerte gracias a eso — sino al símbolo de
todo tipo de pecados relacionados con la carne, como si la libertad que la
ausencia de Dios o condena que traía aparejada su existencia, le convirtiera en
la concepción de una hórrida independencia, impensable para la Iglesia, como
institución única de la fe.
De la fugacidad de la memoria y otras historias sombrías.
La Europa medieval
estaba llena de leyendas sobre la muerte y la posibilidad de la vida eterna a
través de rituales arcaicos y el contagio de la antigua maldición del
vampirismo. La rápida propagación de la peste pareció no sólo conjugar todos
los terrores arcaicos sobre la mortalidad humana, sino además, añadirles un
tinte grotesco que ni las más floridas descripciones sobre un cielo cristiano
pudo consolar. Para finales del siglo XV, la mitad de la población Europea
había muerto por un padecimiento caprichoso y violento, que nadie podía
contener y mucho menos comprender. Y fue entonces, cuando la figura del vampiro
surgió de las sombras de las leyendas y mitos arcaicos para encarnar de nuevo
un tipo de terror muy específico.
Se trató de una rara
combinación de folclore y confusos conocimientos científicos. Según la medicina
de la época, un cadáver con sangre fresca en la boca o la nariz no estaba
realmente muerto — síntoma habitual en la última etapa de la peste bubónica — por
lo que la costumbre de desencajar la mandíbula con un pedazo de ladrillo y
evitar que el difunto pudiera romper a mordiscos el sudario se propagó con
rapidez a través de una Europa aterrorizada por la mortandad. De los
cementerios repletos de víctimas de la peste — y en ocasiones, algún que otro
agonizante — proceden las primeras descripciones del vampiro que regresa de la
muerte abriéndose paso por la tierra recién arrojada a la tumba. Una imagen que
aterrorizaba por encarnar un tipo de terror tan antiguo como anónimo: el de la
desaparición física. A pesar de los esfuerzos de la Iglesia por prometer la
vida eterna a través de la redención, buena parte de los europeos de la Edad
Media estaban convencidos que la muerte era algo más complejo y temible de lo que
las Santas Escrituras podían describir.
Claro está, la creencia
sobre monstruos eternos o que tenían la capacidad para disputar el espíritu
humano a la muerte, es tan antigua como el hombre: con toda seguridad, el mito
del vampiro se remonta al antiguo Egipto, en donde se temía a un pájaro bebedor
de sangre que vengaba las injusticias. También, la mitología egipcia habla de
“Dioses bebedores de sangre” capaces de “mirar en el corazón” de sus creyentes
y hacer justicia a través del asesinato, lo cual sugiere un culto a la sangre y
a la muerte tan antiguo como la propia cultura.
No obstante, los antropólogos han localizado el origen de los vampiros en las
enfermedades con pérdida de sangre, que los antiguos atribuían a seres
diabólicos que atacaban durante la noche en busca del alimento que necesitaban
para sobrevivir. De hecho, el rastro puede seguirse desde Egipto hasta
Mesopotamia, donde padecimientos físicos relacionados con problemas sanguíneos
y endémicos causaron estragos en varias poblaciones. Se han encontrado relatos
fragmentados de epidemias y muertes sin explicación que fueron atribuidas a
criaturas sin nombre, que bebían de la “vitalidad” de su víctima, hasta
asesinarlo.
El mito del vampiro — o
de la criatura capaz de enfrentar a la muerte y alcanzar la vida eterna —
también forma parte de la mitología en lugares tan dispares como el México Maya
y la Australia primitiva, repitiendo con pequeñas variantes, la idea de un
inmortal que sobrevivía gracias a la destrucción de la identidad humana. Ya fuera
bebiendo de su sangre, comiendo su corazón o simplemente, apropiándose de su
“alma” ( cualquiera fuera el concepto que tuviera entonces esa palabra ) el
vampiro continuó avanzando en las páginas de la historia.
El rastro sobre la
mítica figura del bebedor de sangre, puede rastrearse a través de Oriente Medio
y las regiones meridionales de Asia. En la tablilla de la diosa Ishtar
“Descenso al país inmutable” se describe a un tipo de criatura “capaz de tomar
la vida de otros para perpetuar la suya”. En Grecia, hombres y mujeres capaces
de beber sangre para conservar la juventud pulularon en todo tipo de leyendas
rurales. Se hablaba de espíritus errantes, que consumían la sangre de los vivos
para lograr regresar a la carne.
El siglo de la
Ilustración necesitó desesperadamente también darle sentido práctico a una
criatura que encarnaba todo tipo de temores mistéricos sobre la supervivencia
del alma y sobre todo, la capacidad del hombre para asumir la muerte como un
tránsito sobrenatural. La definición que redactó Collin de Plancy en su Diccionario infernal, publicado en 1803,
parecía intentar incluir todo lo que se sabía hasta entonces sobre el
vampirismo “Se da el nombre de upiers, upires o vampiros en Occidente; de
brucolacos en Medio Oriente; y de katakhanes en Ceilán, a los hombres muertos y
sepultados desde hace muchos días que regresan hablando, caminando, infectando
los pueblos, maltratando a los hombres y a los animales y, sobre todo,
sorbiendo su sangre, debilitándolos y causándoles la muerte. Nadie puede
librarse de su peligrosa visita si no es exhumándolos, cortándoles la cabeza y
arrancándoles y quemándoles el corazón. Aquellos que mueren por causa del
vampiro, se convierten a su vez en vampiros.” La definición abrió la puerta
para debates sobre el tema y la figura del Vampiro — hasta entonces una leyenda
rural y oral transmitida a través de supersticiones muy específicas — alcanzó
una nueva dimensión académica.
Entre la luz de la ciencia y el poder del misterio:
En la época victoriana,
el vampiro incluso se convirtió en una forma de analizar la represión moral y
física de la época, cuando desde las profundidades de mitos y leyendas
primitivos, reapareció en el Londres del positivismo, llevando ropas de noble europeo
y dispuesto a enfrentar la ciencia para imponer el deseo de lo inconfesable
como una forma de dominio. La relación entre el poder de Drácula y sus víctimas
— todas mujeres muy jóvenes, bellas e indefensas — tenía una clara relación con
el deseo sexual insatisfecho y la seducción, tópicos comunes en la literatura
de un siglo marcado por una represión sexual y moral tan agresiva, que obligó a
los escritores a crear una versión sobre el bien y el mal relacionado con los
símbolos que contradecían el positivismo. Mientras Shelley creaba un monstruo
sufriente que encarnaba el desarraigo y los primeros indicios de la soledad
moderna, Stoker trajo a la literatura un monstruo venido del centro mismo de
los paisajes primitivos de las pesadillas europeas, para asolar la ciudad en
que la revolución intelectual lo era todo. La batalla de la versión de lo
espiritual y lo mecanicista se convirtió en una concepción sobre la lucha del
alma humana por la redención y el riesgo latente de su caída en los infiernos.
Dudley Wright fue el
primero en establecer la notoria diferencia entre la leyenda del vampiro rural
europeo y su transformación en la figura clásica literaria que nuestra época
heredó. En 1914, el autor ponderó sobre la idea en el clásico “Vampires and Vampirism” en el cual
insiste que la leyenda del vampiro es una reminiscencia directa a las figuras
que encarnaban el temor a la muerte en culturas tan distantes como la Egipcia y
cientos de tribus africanas. Para buena parte de los países de Europa del Este,
el vampiro era una criatura real al que debía combatirse, temerse y en
ocasiones muy específicas, adorarse como parte de una longeva tradición
mitológica de profundas raíces mistéricas. Pero más allá de eso, el vampiro era
la búsqueda de inmortalidad en mitad de una época en la que la muerte estaba en
todas partes y sobre todo, era la única certeza con la que la cultura humana
podía convivir. Asolada por guerras, plagas y todo tipo de fenómenos
devastadores, Europa era un paisaje aplastado por todo tipo de horrores y
además, un tipo de oscurantismo que convirtió a la Iglesia en una fuente de
esperanza, la mayoría de las veces tan férrea y violenta como la misma idea del
castigo divino que proporcionaba. Los ejércitos del Vaticano no sólo arrasaban
a cualquiera que se opusiera a sus dictámenes, sino que ejercía un rígido
control sobre la cultura de la época. La vida y la muerte se encontraban
separadas por una línea muy fina, tanto como para elaborar una idea en la que
la transgresión se relacionaba con la aspiración inmediata de comprender la
incertidumbre a través de lo sobrenatural. Una idea que el Vampiro encarnó de
manera formidable por buena parte de la historia.
Un monstruo con rostro humano.
La isla de Lazzaretto
Vecchio — Sur de Venecia — era el lugar en el que moría la mayoría de los
enfermos de lepra de las ciudades circundantes luego de una larga y humillante
agonía. O ese había sido su origen, hacia el siglo XII y pleno apogeo del temor
supersticioso que el bíblico padecimiento solía despertar. En realidad, la isla
se trataba de un hospicio destrozado por la miseria en el confinaban a la
mayoría de los enfermos de la rica Venecia, aunque no estuvieran contagiados
por el bíblico padecimiento. Con los siglos la isla se convirtió también en el
punto señalado para que cualquier barco llegado del Mediterráneo y del Oriente
arribara para expulsar de su tripulación a cualquiera que mostrara los síntomas
de la peste bubónica. No obstante, en la actualidad la isla — y su leprosorio —
es mucho más conocida por una razón desconcertante: es el lugar en que se encontró
la osamenta de lo que se llamó “el primer
vampiro histórico”. Se trata de un término extravagante para describir lo
que es realidad una de las pruebas más contundentes de las que se tenga
constancia científica sobre el miedo que inspiraba el monstruo más temible del
medioevo.Una mirada al terror real que por siglos asoló Europa.
Además, Lazzaretto
Vecchio parece ser el lugar idóneo para encarnar la noción sobre el miedo a la
muerte de una época de supersticiones: Nadie abandonaba la isla con vida. Los
escasos religiosos que luchaban por cuidar de las legiones de enfermos
agonizantes que llenaban el único edificio de la isla, eran incapaces de
contener el avance de la muerte. Hay crónicas de la época que cuentan del
horror de la isla plagada de cadáveres, arrasada por lo que parecía una mítica
maldición desconocida. El campanario solía escucharse una vez al día para
anunciar las grandes hogueras en que se arrojaban los cuerpos de los enfermos.
Y cada noche, un faro espectral se encendía para señalar el camino “hacia el
infierno”. Poco a poco, el lazareto se convirtió en un enorme cementerio en el
mar, con sus fosas comunes repletas de esqueletos sin nombre y tumbas excavadas
en piedra que sólo señalaban el nombre de pila del difunto. Hacia el siglo XVII,
el Dux de Venecia ordenó su evacuación y corrió el rumor que cuando los últimos
misioneros abandonaron la isla, una multitud silenciosa y espectral los miro
desde las orillas. Las leyendas sobre la “tierra maldita” habitada por “almas
penitentes” corrió por el continente y desde entonces, nadie volvió al
lazaretto. La vieja torre del hospicio se mantuvo intacta y las viejas tumbas
permanecieron selladas según los ritos arcaicos. Y tal vez fue ese aislamiento
lo convirtió a la isla en una especie de curiosidad arqueológica.
Hace doce años,
Lazzaretto Vecchio volvió a ocupar un lugar en la imaginaria popular, cuando un
inesperado descubrimiento desconcertó a buena parte de la comunidad científica
europea: entre las casi 1500 osamentas descubiertas en un osario, se encontró
un esqueleto atravesado por una estacada, un método de sobra conocido durante
el medievo para conjurar la antigua maldición ancestral del vampirismo. Además,
la mandíbula había sido aplastada por un trozo de mampostería, que según los
investigadores era una forma de evitar que el cadáver pudiera volver a la vida.
Para el grupo de científicos encabezados por el antropólogo Matteo Borrini, el
descubrimiento era algo más que una curiosidad de ocasión. Dejaba claro que
para la mayoría de los habitantes de la Europa medieval, el vampiro era un
peligro real y latente al que había que compartir con todas las armas a la
disposición.
El esqueleto del
llamado vampiro del Lazzaretto Vecchio, demostraba además que el temor por un
tipo de monstruo sofisticado y violento era lo suficientemente real como para
dejar constancia física: la cripta estaba rodeada de trozos de metal pulido —
otro método tradicional para contener el poder del vampiro — y en piedra que
cerraba la osamenta, se había tallado un viejo ritual del exorcismo. En
general, el descubrimiento revelaba que al menos para los habitantes de la
Isla, el peligro del vampiro representaba un riesgo cercano al que había que
enfrentar. No obstante, no se trataba de una costumbre infrecuente en una Europa
asolada por la peste y donde la muerte se había convertido en un enemigo real a
vencer. Para el siglo XVI y mientras la peste bubónica avanzaba por pueblos y
ciudades del continente matando a la mitad de la población adulta, el terror
popular conjugó de nuevo a un antiguo enemigo, uno que simbolizaba los límites
difusos entre la vida y la muerte, el horror y esa convicción real sobre la
posibilidad de la eternidad que por tanto tiempo obsesionaba — y obsesiona — al
hombre.
De la noción de la muerte y la supervivencia de la conciencia: El
génesis del vampiro.
La Europa asolada por
la peste era un lugar infernal. El creciente número de muertos obligaba a los
sepultureros a reabrir las fosas con cierta frecuencia para arrojar nuevos
cadáveres. Las tumbas y osarios públicos se creaban en plena emergencia, con
frecuencia tan cerca de poblados y caseríos, que la muerte se convertía en una
experiencia comunal y con fronteras poco claras. A pesar de las amenazas y
admoniciones de la Iglesia y sobre todo, de las advertencias médicas, era
frecuente que parientes y amigos de los recién fallecidos acompañaran las
tumbas para evitar “sus cadáveres regresaran poseídos por el demonio”. De las
largas noches de duelo junto a las fosas comunes de la época, proceden las narraciones
sobre cadáveres que “volvían a la vida” y criaturas malditas que surgían de
entre la muerte para asolar a los vivos.
Por supuesto, se trata
de una anatomía de la muerte mal comprendida. Abrir y cerrar las fosas
provocaba que los cadáveres sufrieran procesos de putrefacción a diferente
ritmo y sobre todo, bajo aspectos ambientales por completo distintos. Las
evidentes diferencias — que podían variar desde el rigor mortis hasta el
aspecto físico del cuerpo — dieron lugar a todo tipo de rumores sobre la supervivencia
de algunos pocos a los rigores de la muerte. Fue esa percepción distorsionada
sobre lo que el proceso de descomposición y putrefacción puede ser, lo que dio
origen a una idea del vampiro tan realista que supuso rituales concretos para
combatir su existencia. Desde los baños de brea — que consistía en arrojar
capas de la sustancia ardiente sobre cuerpos y osamentas — hasta la estaca
clavada en el pecho, la transición de las prácticas pseudocientíficas a una
percepción religiosa sobre el vampiro abarcó buena parte del medioevo tardío.
Para finales del siglo XVI, toda clase de relatos sobre vampiros corrían de
boca en boca a través de Europa.
La figura del vampiro
ha sido tallada y reconstruida por la historia. El vampiro medieval — nacido de
las fosas comunes y sobre todo, de la imaginación aterrorizada del hombre — era
muy distinto a la concepción actual sobre el mal en estado puro que se enfrenta
a la muerte. Las primeras descripciones sobre vampiros muestra a campesinos,
atacados e infectados por un tipo de padecimiento incomprensible, que morían en
cuestión de días y que regresaban de la muerte para infectar del mismo mal
misterioso a su familia. No se trata de una figura sofisticada ni mucho menos
exquisita: las primitivas descripciones sobre vampiros europeos insisten en la
fealdad de la criatura, en su violencia y sobre todo, en su dimensión animal. Y
tampoco beben exclusivamente sangre: en la tradición eslava, los vampiros
devoran cosechas y las vísceras de animales de granja, para luego vagar por la
noche como espectros terroríficos que encarnaban un tipo de horror más
relacionado con la superstición que con ideas filosóficas.
¿Qué es el vampiro y
por qué continúa sobreviviendo a una evidente evolución histórica? Paul Barber,
investigador del folclor de los vampiros Museo Fowler de Historia Cultural de
la Universidad de California y autor del clásico “Vampires, burial and death, folklore and reality” (Yale University
Press) sostiene que el vampirismo es un reflejo evidente de la incapacidad del
hombre para aceptar la muerte, la destrucción de la identidad y sobre todo, la
certidumbre de su vulnerabilidad física. Desde los Dioses bebedores de Sangre
Egipcios hasta las muertes inexplicables de la edad Media, la figura de una
criatura capaz de enfrentarse al más cruel y natural de los todos los procesos
físicos del hombre, encarna un tipo de esperanza mucho más poderosa y retorcida
que la metaforiza la religión o la filosofía. Porque el Vampiro no encarna la
trascendencia del alma o la bondad aparente, sino los apetitos carnales y una
percepción casi pragmática sobre la necesidad de vencer el proceso biológico de
la muerte. El vampiro tradicional sugiere la capacidad del ser humano para
enfrentarse a la naturaleza, sus dolores y debilidades desde un tipo de
decadencia muy cercana a la transgresión antes que la redención. También, se
trata de una percepción de la muerte física como un reduccionismo moral “La
mayoría de la gente ignora que a través de la historia europea se han producido
informes extensos y detallados sobre cadáveres que han sido desenterrados de
sus tumbas, declarados vampiros, y asesinados. Una forma de alegoría sobre lo
que la muerte era y podía ser a través de un continente asolado por la miseria
y la muerte”, escribe Barber en la revista Skeptical Enquirer. “El vampiro vino
entonces, a salvar el hombre de sí mismo”.
Cual sea la respuesta
al origen del Vampiro, una cosa es bastante clara: su figura elegante, creada a
partir de la idealización de la muerte y la búsqueda de respuestas a la
incertidumbre, continúa siendo invencible. Poderosa e inmutable en medio de la
visión del hombre sobre su propia fragilidad y la incapacidad para otorgar
sentido al temor. Un héroe sombrío sobre lo que aún hay mucho que contar.
https://aglaia-berlutti.medium.com/cr%C3%B3nicas-de-la-oscuridad-246c6d244b24
DURANTE LOS SIGLOS, XVIII Y XIX
VAMPIROS, LA LEYENDA DE LOS MUERTOS VIVIENTES
Durante los siglos
XVIII y XIX, una plaga de vampirismo recorrió
Europa. Como ya decía Rousseau en
1762, no había en el mundo una
historia tan bien documentada como la de los vampiros:
"No le falta de nada: procesos orales, certificados
notables de cirujanos, sacerdotes, magistrados". Desde
luego, siempre hubo escépticos,
como el propio Rousseau o el escritor Charles Nodier,
que en 1822 se preguntaba cómo era posible que individuos racionales hubieran
podido creer en "el más
absurdo de todos los errores populares". Pero ¿por qué
hubo tantos otros que creyeron en los vampiros e incluso testimoniaron haberlos
visto?
El interés por los vampiros debió mucho al benedictino
Augustin
Calmet, autor de un Tratado sobre
los vampiros (1751) en el que recopiló
numerosos casos de vampirismo. Calmet definía a los vampiros
como "muertos [...] que salen de sus
tumbas y vienen a inquietar a los vivos, les chupan la sangre, se les
aparecen, provocan estrépito en sus puertas y en sus casas, y, en fin, a menudo les causan la muerte. Uno
sólo se libra de sus manifestaciones [...] desenterrándolos,
cortándoles la cabeza, empalándolos, quemándolos o traspasándoles el
corazón".
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