miércoles, 20 de enero de 2021

 

ANTOLOGÍA DE LA

NARRATIVA MEXICANA

DEL SIGLO XX

 

Para Algunos entre los modernos la prosa es el cuerpo de la civilización. Al menos así creía Jules Michelet cuando escribió la Introducción a la Historia Universal en 1831: “La prosa es la última forma del pensamiento, lo más alejado que existe del ensueño vago e inactivo, lo más cercano a la acción. El paso del simbolismo mudo a la poesía y de la poesía a la prosa es un adelanto hacia la igualdad de las luces; es una nivelación intelectual.” Pero Michelet, interrumpimos nosotros, era historiador y creía en la prosa como termómetro del Progreso. Y mientras Michelet escribe esas líneas, emergen del mar prosaico las creaturas novelescas de Flaubert, Stendhal, Dostoievski o Joseph Conrad: irracionales y lógicas, vagas y determinantes. La novela, cifra del siglo XIX, aparece como imagen distorsionada de la prosa y como prosaísmo, sustancia corrosiva, que amenaza la salud del entonces saludable árbol del Profreso.

            No olvidamos que hablar de “civilización” es exponerse a un concepto cuya vastedad lo nulifica. Al usarla lo hacemos entendiéndolo como el conjunto de pasiones y humores, ciudades habitadas y tierras yermas que componen los territorios de la prosa. Civilización asociada a la barbarie, su progenitora, su doble y su previsible culminación. La narrativa mexicana del siglo XX sufre de ese incesto creador. Alfonso Reyes, Julio Torri, Octavio Paz o Juan José Arreola huyen de la barbarie para buscar la civilización del estilo. Pero son bárbaros en la medida en que hablan una lengua ajena a la gramática de la ciudad-Estado. Otros, como Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán o José Vasconcelos enfrentan la barbarie histórica al plantear una paradoja sin duda moderna: la escritura de una épica crítica. Después que ellos José Revueltas, Juan Rulfo o Carlos Fuentes resuelven la contradicción entre la herencia intelectual de Occidente y las profundidades míticas de una cultura antigua y persistente, enmascarada y violenta.

            Para nosotros, como quiera que la posteridad decida nombrarnos, el asunto se complica. Vemos morir y renacer en nuestro siglo a la novela, esa hija bastarda de la prosa de civilización. Novela que suma sus crisis y al multiplicarlas, alcanza el fin del siglo que la condenó a muerte con buena salud. Octavio Paz ha considerado esa contradicción en El arco y la lira, al creer que la ambigüedad y la impureza de la novela, radica en su estatuto de género épico de una sociedad fundada en la prosa, es decir, en la razón.

            Pero no es esta una antología de novelas, sino de narrativa. Narrativa. La palabra resulta chocante: es comercial y banal al mismo tiempo. Si todo es narrativa, nada lo es. Pero una antología de prosa era una misión demasiado amplia, pretensión enciclopédica o civilizatoria. El otro extremo, antologar ficción, hubiera reducido el campo visual en una expresión tan fabulosa como cerrada o confusa.

            Lo narrativo, en su llaneza, permite incluir fragmentos novelescos y cuentos como tronco central. Pero la volatilidad del concepto brinda la libertad de cometer algunas licencias, al dejar crecer en el tronco prolongaciones vegetales sospechosas o perversas. Así, el lector encontrará aquí los frutos de la llamada “prosa poética”, los aforismos, las crónicas y hasta esos “textos” cuya hibridez nos devuelve, sin más, a la prosa.

            De la miscelánea de géneros a la intuición improvisada: es posible suponer que lo narrativo es el estilo de nuestra época. La narrativa no parece ser un género sino una zona, conducto por donde pasan y se tensan todos los hilos prosísticos y prosaicos.

            Expresión cuyo uso común es reciente, la narrativa parte de algunos de los supuestos que nos legaron las vanguardias: la anulación de los géneros o su cohabitación. Aun André Gide distinguía con severidad la nouvelle del récit. Antes que él, Chejov afirma que el cuento y la novela no son parientes. Son creaciones enemigas a las cuales sólo une la casual comunidad de la prosa, esa que ahora invocamos en nombre de la narrativa.

            La ilustración quiso que la prosa testimoniara el imperio de la razón y las leyes de su retórica. Nuestro siglo invirtió los términos y la prosa fue cronista de la barbarie. Barbarie entendida como involución del Progreso y como derecho de los bárbaros a inundar el mundo con sus dialectos. Los héroes se convierten en monstruos, las leyendas en mitos y los mitos en novelas. Las prodigiosas descripciones decimonónicas de tenderos y bandidos se convierten ante nuestros ojos en claves textuales y esencias en desaparición. La novela no ha muerto. Lo que hizo fue llevar su ambigüedad hasta la implosión en la narrativa: relatividad del tiempo y fragmentación del espacio. Libertad absoluta en el derecho de contar.

            Antología narrativa, entonces. Antologar es un acto de fuerza. Se trata de reunir un conglomerado de autores y obras que nunca hubieran deseado ser emparentados. El antólogo aparece como el organizador de una reunión artificial o forzosa. Convoca en nombre de la Historia, el Estilo, las Generaciones, la Amistad, el Gusto o alguna Ciencia o Religión. La antología puede ser entonces lo mismo fiesta que presidio. Pero es difícil creer que, arrestados o invitados, los antologados hubieran aceptado esa violencia que no eligieron. Y nos referimos únicamente a los autores que duermen en el limbo, sino a la lógica radicalmente solitaria de las obras que escribieron. Semejantes explicaciones pueden aducirse en el caso, cómo olvidarlo, de aquellos que no fueron convocados, por razones tan injustas o dudosas como las otras.

            En México la historia de las antologías poéticas ocupa ya un lugar preciso en el mapa de la tradición literaria. No ocurre así con la narrativa. Hay dos razones. Por un lado, la modestia de la expresión narrativa en México. Tenemos, hemos tenido, un puñado de novelistas y cuentistas de primer orden. Pero basta una comparación con la poesía para no llamarse a engaño. En cada década podemos hablar, desde Salvador Díaz Mirón, de dos o tres poetas esenciales que dejan de ser nuestros para serlo, sin más, de la lengua española. En narrativa no podemos decir lo mismo: la nuestra es una tradición parca. Jorge Cuesta hubiera dicho que aún no es una tradición. Michelet o sus contemporáneos en México hubieran sonreído: no hemos llegado a la “nivelación de las luces”.

            La segunda razón es formal. Atormentados por constituir una cultura estatal y nacionalista, se ha antalogado épica más que prosa, política más que novela, fábula social más que textos literarios. El caso de la llamada Novela de la Revolución Mexicana es ejemplar: la subordinación de la literatura a la Historia con todas sus grandes letras. En otros casos, diametralmente inversos, se hicieron colecciones líricas, repertorios de piezas sin contexto ni crítica. Así son la mayoría de las múltiples y proverbiales “antologías de cuentos mexicanos” que han pasado por nuestras manos desde niños.

            Esta antología hubiera requerido para su elaboración, apenas hace quince años, una larga temporada en un cubículo de Kansas o Austin. Pero en los últimos años y cada día con mayor vehemencia, se está publicando, y a nivel popular, prácticamente todo el cuerpo de la narrativa mexicana del siglo XIX y del XX. Sin duda faltan todavía algunos libros y mucha investigación hemerográfica, pero ya es posible trabajar sobre un universo bastante claro, delimitado y muy abundante. Basta mencionar las ediciones de la UNAM, la colección “La Matraca” que hicieron Margo Glantz y Fernando Tola de Habich o la persistencia de Letras Mexicanas del FCE, para comprobar que librerías de viejo, curiosidades particulares empiezan a dejar ver la mayoría de sus tesoros o de sus cloacas.

            Con el material sobre la mesa empiezan los problemas. No existe una historia crítica de la literatura mexicana. No sólo hay manuales modernos sino escasean los ensayos autónomos de valor literario. Es una vergüenza que los educandos sigan consultando historias de la literatura editadas por primera vez en 1928, como la de Carlos González Peña o compendios mucho peores. La responsabilidad recae lo mismo en la academia especializada que en los críticos literarios que ejercen el periodismo. Unos y otros están ante un problema profesional y ético: han dejado sin el aire de la crítica una zona muy vasta de la cultura mexicana.

            Los objetivos que José Luis Martínez enumeró en Tareas para la historia literaria de México en 1954 ya se cumplieron en su mayor parte (José Luis Martínez, La expresión nacional (1955), Oasis, México, 1984, pág. 433-434.). Pero el trabajo de los precursores no ha sido retribuido. Con los materiales a la luz, la habitación sigue oscura: sin la electricidad de la crítica. Una cultura no puede fincar su sobrevivencia en la amorosa dedicación de sus arqueólogos: admite su naturaleza ruinosa. Afortunadamente hay signos alentadores en el panorama.

            Consultando las fuentes críticas acumuladas sobre los narradores mexicanos del siglo, un hecho quedó claro: el nacionalismo, entendido como la búsqueda ontológica y política de la “identidad nacional”, opera como permanente obstrucción de la crítica en México. La idea de la civilización hispanoamericana no aparece en nuestra crítica; se ignoran nuestras novelas y cuentos como parte de la comunidad de la lengua española; la narrativa mexicana aparece como una isla solitaria cuyo origen es la partenogénesis y cuya función es alimentar a un ser fuera de la historia y de la lengua: el mexicano. La apuesta, burda en el auge del nacionalismo cultural y más refinada en los últimos años, es por la institución de una  “cultura nacional” cuyo límite no suele ser otro que la apología o el rechazo de la torre estatal. Las excepciones son del dominio público y pocas veces vienen de críticos profesionales, corresponden más bien a poetas o narradores que meditan sobre su obra. El caso de la literatura de la revolución mexicana vuelve a ser origen y paradigma: o se ensayan ejercicios de literatura comparada a menudo banales o se aísla radicalmente el terreno para edificar monumentos.

            La propia idea de “antología nacional” es ya decimonónica. Este libro es muestra de esa tradición. ¿A qué literatura pertenecen Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez o Augusto Monterroso? ¿A la mexicana, a la colombiana, a la guatemalteca? Pertenecen a la literatura hispanoamericana. ¿Qué determina su inclusión o exclusión en un cuerpo como éste? ¿Los años de residencia, el aliento de los libros, alguna ontología secreta? Nosotros no pudimos asumir plenamente el cosmopolitismo de la lengua que aquí defendemos. Problemas de orden y concepción lo impidieron: las fronteras nacionales y estatales son una realidad política que aún define a las narrativas. Más aún en el caso de una tradición narrativa esencialmente endógena como es la mexicana. Para efectos de este libro los escritores chicanos, quedan, otra vez, en el exilio. Pero mientras nuestra reserva persiste, ellos construyen su reino.

            La Antología de la narrativa mexicana del siglo XX se compone de cinco libros, es decir, de partes autosificientes que van precedidas por introducciones que intentan ser a la vez un texto crítico independiente y una guía de lectura de las obras y fragmentos antologados.

            Cada libro se subdivide en capítulos y cada autor esta precedido de una ficha. Éstas pretender ser exhaustivas, intentan situar al autor en su circunstancia cultural y agotar lo más sobresaliente de su bibliografía. Ante el abundante material a discernir el antólogo optó por una visión en bloques de escritores donde se combinara lo histórico con lo estilístico y diera por resultado una suerte de carta de navegación cultural.

            Ahora brindamos al lector algunos elementos de antolometría, es nueva rama de la investigación literaria que Gabriel Zaid ha hecho circular entre nosotros. La Antología de la narrativa mexicana del siglo XX incluye fragmentos de 151 escritores. De ellos, 60 Han muerto y 91 viven. 135 son varones y 16 mujeres. De los 151 61 nacieron en la Ciudad de México y 80 en la provincia. Diez autores nacieron en el extranjero.

            La Antología de la narrativa mexicana del siglo XX, cuenta con cuatro epígrafes que desean establecer correspondencia con todos los libros. En José Vasconcelos vemos la tensión de la narrativa que nace para fijar una épica y, al mismo tiempo, para enfrentarla en la destrucción del paisaje y en la crítica de la voluntad. A través de Jorge Cuesta, sufrimos la ingente pregunta de la tradición, es decir, de la inteligencia para pensar en la relación con esa Historia que nos atrae y nos repele simultáneamente, y cuyo pasmo da forma a la libertad del estilo. Con Octavio Paz enfrentamos la herida que lo novelesco impone en el corazón de la modernidad: un espejo en una civilización sin caminos. José Revueltas cuestiona el dolor que separa a la realidad de su realismo, al mundo de su exageración.


LA GUERRA Y LA PAZ

 

Entre 1910 y los años finales de la década de los veinte México vivió una de las guerras civiles más devastadoras del siglo. Varias revoluciones transformaron la geografía humana movilizando a miles de hombres y mujeres por todos los caminos. Las líneas ferroviarias, orgullo del Porfiriato, fueron las venas por donde fluyó la sangre envenenada que paralizó el corazón del antiguo régimen. México entraba en locomotora al sangriento siglo XX. La conciencia de una nación cambió o al menos ésta dibujó otro rostro de sí misma. Algunos piensan que cambió todo para que no cambiara nada. Quizá esta frase hecha sea el sino de todas las revoluciones de la modernidad. Pero sabemos que de ese caos primigenio y tradicional, radical y conservador, nació uno de los Estados más viejos del siglo y que la cultura popular (y estatal) que se identifica con eso que llamamos Revolución Mexicana, es discernible como una de las líneas más profundas en el mapa de la civilización contemporánea.

            Sabemos que los poetas se adelantan a los tiempos. Que el cometa de Halley y un temblor de tierra impresionaron el cielo y la corteza terrestre en el nacimiento de la revolución mexicana, pero seguimos sin discernir exactamente las relaciones entre el cisma social y la escritura de quienes lo viven.

            ¿Dónde está el comienzo de nuestras tragedias revolucionarias? Para George Steiner el drama comienza cuando Napoleón Bonaparte invade Europa. Entonces el universo de la historia como revolución y de la guerra como política es impuesto a todos los hombres, obligados a convivir en el dilatado horizonte común de la civilización y de la barbarie. Para Czeslaw Milosz “la aceleración de la historia” en el siglo XX es el paradigma fatal de nuestra condición. La novela, esa hija consentida de la centuria pasada que se ha negado a morir, ha tenido que acelerarse en su carrera contra el tiempo. La revolución francesa no tuvo, en sus días, grandes novelistas. El pasmo de Goethe en Valmy (que le da la razón a Steiner) terminó hacia 1830 cuando Stendhal y Balzac comienzan a brillar. Hija de la decepción, la novela necesitaba tiempo para enfrentarse a los desastres humanos. No podía competir con la memoria de Chateaubriand ni con la paciencia de Michelet. Separada de la épica por amargura, la novela moderna nace con la idea del hombre común y en ésta se refugia. La novela, cuando lo es resueltamente, no puede ser sino crítica. Los Julien Sorel y los burgueses de Balzac –o los nostálgicos chuanes de Barbey d´Aurevilly- rechazan los monumentos pues habitan las ciudades. Estos personajes han visto la tragedia de la historia (que para un moderno, pues por eso lo es, no es otra que la de la revolución) como una fastuosa consigna del golpe de Estado o como una maldición vomitada en el altar. Le dan la espalda. Flaubert centra La educación sentimental en los días revolucionarios de 1848 para mostrarnos cómo los miserables arrojan por las ventanas las pelucas de la reina y cómo los amantes no cancelan sus citas aunque éstas tengan que transcurrir entre las bombas.

            A fines del siglo XIX Lenin y lo suyos han convocado científicamente el advenimiento de la sociedad sin clases. Cuando la ilusión se produce tal cual no es aventurado creer en la sugerencia de Edmundo Wilson en Hacia la estación de Finlandia: al joven Lenin alguien le dejó najo la almohada la diabólica llave de la Historia. Así las cosas, acelerado el tiempo en el abismo del milenio, los novelistas rusos se protegen de inmediato invocando a Los Demonios de Dostoievski. Apenas en 1919 Boris Pilniak ha terminado El año desnudo donde imagina a Rusia como una bruja aullando en la ventisca. Tal para cual: si la revolución anuncia el final de la historia, la novela se complace en destruir el tiempo ordinario de la vida. Andrei Bieli había escrito la gran premonición novelesca de la revolución: Petesburgo. Tienen prisa, carecen de las décadas de Balzac, Flaubert o Zola. No tienen medio siglo para destilar la amargura de la desposesión. No tardarán en ser devorados. Pero han arrancado la máquina del tiempo de manos de los comisarios y la han conservado entre sus pertenencias.

            ¿Y la revolución mexicana? ¿Cómo se articula la revolución con la literatura en México? Una de las desgracias de la crítica literaria nuestra, cuando organiza el pasado, es su indeclinable rechazo a relacionarnos con la civilización. La precipitada y propagandística constitución académica y política de una “Novela de la Revolución Mexicana” arruinó por varias décadas la inclusión de nuestra “literatura revolucionaria” en el horizonte de la modernidad. El trabajo es aún arduo. Las labores de naturaleza arqueológica han concluido esencialmente. No podemos pasar toda la vida en los archivos. A ningún crítico le alcanzaría la vida para seguir la endemoniada proliferación de los papeles. Necesitamos limpiar e interpretar. Necesitamos un reformador que dictamine la necesidad de una lectura libre de las escrituras. En el vasto campo de los cuentos y las novelas sobre la revolución mexicana hay todavía historia secretas que es exigencia relacionar. Si desde hace algunos años historiadores y sociólogos han reconstituido la trama de las revoluciones mexicanas, despejando neblinas ideológicas y tramoyas estatales, algo similar tiene que ocurrir con los críticos literarios. Los novelistas de la revolución mexicana cumplieron con la función moderna de la novela, con su estirpe crítica. También las novelas mexicanas de la guerra y la paz testimonian el drama moderno de la revolución.

 

I.           EL SALÓN Y LAS CELDAS

No sólo los detectives de la Agencia Pinkerton que perseguían a los liberales magonistas por los Estados Unidos tomaban previsiones para impedir el estallido. También, más sabia pero menos efectiva, la literatura aleteaba ante las evidencias. Acostumbrados como estamos a la negación absoluta de una época por sus victimarios, seguimos contemplando el Porfiriato (1876-1911) como una lamentable edad de las tinieblas entre el brillo de la Reforma y de la Intervención, y el metal terreno de las cananas. Pero el panorama literario del Porfiriato no sólo es rico por la renovación radical del modernismo sino por las profundas correspondencias que se establecieron entre literatura y sociedad. El modernismo unió en el conflicto a la bohemia con la utopía. Rubén M. Campos en su novela Claudio Oronoz (1906) ve aparecer entre los delirios de la construcción romántica al Cristo rojo. Como en todas las sociedades occidentales –y México ya lo era en algún sentido- dormían bajo el sopor de la belle epoque las fuerzas que la destruirían: el nacionalismo y sus persecuciones, el totalitarismo y sus bombas libertarias, los paraísos artificiales y la aurora de las vanguardias.

            Si concordamos con Walter Benjamin en la defenestración del artista por la sociedad burguesa no podemos negar que el Porfiriato fue excepcional al paliar el conflicto. Ante la ausencia de un mercado cultural, más allá del calvario del periodismo, aquél régimen dio a sus escritores las comodidades de una manutención oficial que hasta nuestros días perdura. Lo que hoy es la burocracia cultural, en esos días lo eran las dietas parlamentarias, el servicio diplomático o los puestos oficiales. Hacia 1900 los escritores mexicanos eran la envidia de sus colegas hispanoparlantes. No había gobierno más generoso con los escritores que le eran adictos como el mexicano. Como cuenta Enrique Gozález Martínez, un buen día se amanecía diputado por un distrito que no se había pisado nunca. Federico Gamboa escribió estas líneas que aún hoy muchos escritores mexicanos podrían hacer suyas: “¿Por qué quiero, a fuerza, vivir con empleo del gobierno? ¿Por qué no aprendí a otras cosas? ¿Por qué en el fondo de nuestros proyectos y de todas nuestras empresas, como mexicanos, se levanta el tesoro nacional manteniéndonos a todos, suministrándonos el sustento total o una parte del sustento? (…) Es el viejo pacto tácito: nosotros contamos eternamente con el gobierno, para vivir, y todos los gobiernos, desde los virreinales hasta los de nuestros días, cuentan con que nosotros contemos con ellos…” (Federico Gamboa, Diario, edición de José Emilio Pacheco, Siglo XXI, México, 1977, p. 54).

            Esto lo escribió Gamboa el 6 de marzo de 1895. El Porfiriato había constituido una inteligencia brillante y pagada, que hablaba el francés en la Cámara de Diputados y gozaba de singulares libertades artísticas, amén de las noches de calavera y las pasiones tóxicas. Pero más allá de esta institucionalidad en las relaciones entre el poder y la república literaria, el Porfiriato presenta una suerte de cuadrivio cultural cuya potencia explotaría sobre la revolución. El modernismo con sus poetas formidables; la novela naturalista que registra el pulso social; la imaginería popular desatada en Posada; la rebeldía primero liberal y luego ácrata de los magonistas. Estos cuatro componentes (nunca integrados del todo) no sólo fueron una plataforma de civilización similar a cualquier otra en Occidente, sino la materia prima que nutrió esencialmente a las novelas de la revolución y a toda la literatura mexicana del siglo por extensión.

            La generación que vivió esas condiciones políticas y estéticas sufrió la revolución como un cataclismo moral, económico y literario. Por eso defendieron el Porfiriato hasta la ignominia. La lista es larga: José Juan Tablada arrinconando a Madero chantecler hasta el martirio con la complicidad de su antiguo rival antimodernista Victoriano Salado Álvarez; la nunca suficiente (para él) contrición de González Martínez por su gazapo huertista; la almidonada tristeza del exiliado Luis G. Urbina que temía regresar a la ciudad donde sería extranjero… Destruidos y desesperanzados algunos, jolgoriosos suicidas los otros, de ese mundo venían los novelistas porfirianos que escribieron sobre la Revolución, de los que ahora nos ocuparemos.

            La entrada es el naturalismo. Al menos como lo ejercieron Salvador Quevedo y Zubieta y Federico Gamboa. Publicada en 1912, La Camada de Quevedo y Zubieta es la novela admonitoria. La inmensa culpa que encarnó el naturalismo como resultado de los pecados de la sociedad industrial, produjo un equilibrio difícil de sostener. El morbo médico y criminológico del naturalismo se refleja en la estancia que Quevedo y Zubieta escoge para su novela: la clínica nocturna, purgatorio previo al helado infierno de la morgue, espacio moral donde los doctores y policías se debaten entre la prevaricación y la caridad. Los naturalistas se deleitan como literatos en la putrefacción del cuerpo social. Como moralistas pedían higiene y, si acaso, cirugía menor. Pero el enfermo requería amputaciones. El universo cerrado que dibuja Quevedo y Zubieta, no puede ser otro que el de la antesala de una revolución. Pero si La Camada ambienta la putrefacción, si el naturalismo es la técnica cultural que una sociedad a punto de caer usa para lavar sus culpas, en la superficie de un domingo en La Alameda, Quevedo y Zubieta describe la clave inevitable –una bofetada contra el presidente Díaz en 1897- que está en el fin del siglo XIX. El magnicidio o tiranicidio fue la advertencia que los rebeldes individuales lanzaron sobre el maquillaje finisecular. Desde el asesinato del Zar liberador de los siervos (1881) hasta el sacrificio de Francisco Fernando en Sarajevo que abre la Gran Guerra en 1914, bombas y cuchillos van mellando los cuerpos reales. Quevedo y Zubieta (describiendo un hecho histórico) no le concede al capítulo mexicano de ese historial otra visión que la de la broma grotesca. Bofetada inocua en el rostro del poder y tortura al cuerpo del fracasado. Pero los terrenos se despejan. Cuando un mendigo atenta contra un príncipe, cuando esos dos cuerpos se enfrentan por un momento sólo, la historia vive un vacío que ya no se vuelve a llenar, pues se ha roto la separación orgánica que divide el poder de sus sepultureros. La advertencia magnicida de las últimas décadas del siglo XIX tuvo esa naturaleza y en La Camada Quevedo y Zubieta escribe ese instante de adivinación. El simulacro de magnicidio es el instante que abre el tiempo de la tragedia.

            Federico Gamboa no mencionó a la revolución mexicana en ninguna de sus novelas. Pero la aparición de La llaga en 1912 es un epitafio en la frente de un hombre que vivió más de lo que hubiera deseado. Con La llaga –descripción de la cárcel como metáfora de la sociedad coagulada- el naturalismo –a las puertas de la revolución- se vuelve parodia involuntaria de sí mismo. La posteridad le jugó a Gamboa bromas humillantes en ese sentido. Ser escritor naturalista es una difícil profesión: si a Eugenio Sue se le suicidó un obrero en plena sala para homenajear al cronista de las miserias proletarias, los desaguisados que sufrió Gamboa no fueron pocos. El mártir Aquiles Serdán estaba leyendo La llaga poco antes de ser asesinado por las tropas federales. El fiel servidor de Díaz tiene que dar explicaciones a los bromistas que lo acusan de alimentar el fuego rebelde con sus libros. Tiempo atrás, realizando las notas preparatorias para La llaga, con la tradicional libreta naturalista en mano, Gamboa visita la fortaleza penitenciaria de San Juan de Ulúa y de una inmunda tinaja ve aparecer al preso político magonista Juan Sarabia, que astroso pero amable lo saluda y se enorgullece de estrechar la mano de su escritor favorito; la moraleja cabal ocurrirá a principio de los años veinte cuando los sindicatos rojos representan Las pugnas de la gleba y el escrito se queja amargamente de que sus derechos de autor no le son abandonados. Y en efecto, las revoluciones no retribuyen regalías a sus precursores involuntarios.

            El naturalismo de Gamboa no solo introdujo las formalidades técnicas de una “profesión de la novela” en México, sino la realidad de una literatura que, preparada para ser juez moral de una sociedad constituida, se convierte en prueba de cargo contra ésta. Pero ese caldo de cultivo –de donde se sorbía la asepsia y la podredumbre- estaba alimentando a un médico que escribía correctas novelas naturalistas y que escribiría la novela de la revolución: Mariano Azuela.

            En el curso de la década revolucionaria empezaron a aparecer, a veces póstumas, las novelas de los “extraños visitantes”, los que salían del pasado a mirar la guerra. Fuertes y débiles (1919) de José López-Portillo y Rojas es la novela emblemática de esa especie. La suya es obra del dolor y del resentimiento. La revolución arrasó con su mundo y su pluma clama venganza. Nacido en la mitad exacta del siglo pasado, alcanzó la madurez en el Porfiriato y fue su realista más serio y solemne. Seriedad que significaba acumulación de topografía y costumbrismo, solemnidad radicada en tramas medidas según los tópicos de la tradición nacional. En el novelón campirano que le dio celebridad La Parcela, 1898, López-Portillo y Rojas recrea la sempiterna condición del campo mexicano: víctimas y verdugos, funcionalidad de los derechos de posta y de pernada. En Fuertes y débiles, ya sin la concisión y el acendrado casticismo de La Parcela, ilustra la inevitable y dramática incomprensión con la que enfrentó a la revolución. Por un lado no deja de verla como una bochornosa repetición de los desmanes decimonónicos. Pero sabe que lo que ha ocurrido es un cataclismo del que su mundo no saldrá a flote. Esta vez la plebe no sólo sacrifica al dudoso héroe de la novela; aquélla ha destruido para siempre “la parcela” y éste es responsable de su destino. Texto punitivo, Fuertes y débiles no pueden comprender las funciones del Otro que ha emergido. Busca al culpable en la propia casa y encuentra a los jóvenes que afrancesados o anglófilos abandonaron la hacienda por la ciudad-Babilonia y sus placeres prohibidos. La de López-Portillo y Rojas es una crónica común a todas las sagas que registran la caída de un imperio: las cigarras medran mientras la tradición se hunde en el fango. Como Joseph Roth en La marcha de Radetzky, que sorprende a los fieles de Francisco José festejando el asesinaro de su sobrino, López-Portillo y Rojas enumera las largas y corruptas sesiones conspiradoras donde se fragua el derrocamiento de Madero y la usurpación de Victoriano Huerta. Asqueado, el novelista no puede comprender la modernidad salvaje de una revolución; le basta con sacar el fuerte para golpear las manos de una generación que usufructuó la paz y la abundancia, abandonando el mundo de sus padres a la barbarie. Si el naturalismo se une a la revolución mediante un nexo problemático pero certero, el realismo de López-Portillo y Rojas parecía finiquitado. Su reaparición en los años treinta, aunque amparado en ideologías surgidas de la revolución, habla mucho de ciertos ríos subterráneos que la historia no logra secar.

            Si López-Portillo y Rojas es incapaz de comprender lo que ha ocurrido, a pesar de ser viejo, La fuga de la quimera de Carlos González Peña es la novela del joven que ha entendido a medias, comprensiblemente dividido entre las líneas retóricas de una sociedad apenas caída y el entusiasmo ante los vientos renovadores. Su novela –obra de un escritor relacionado con el Ateneo de la Juventud, la generación entonces más joven- es un híbrido. Estilizaciones modernistas con una prosa limpia y concisa, tensión dramática devota del realismo. Metamorfosis textual, metamorfosis política. Entre las fiestas del Centenario y la Decena Trágica asistimos a una conversión maderista teñida de oportunismo; pero cada vez que ésta es motivo de explicación racional, comprendemos que lo político es únicamente didáctico o pedagógico, que la revolución es solo un telón de fondo para ejercer una precoz pero ya tradicional formación literaria, que la Historia no es una experiencia vital, sino el argumento dramático a la mano. La anécdota amorosa paralela a la revolución, aparece como una rosada e insustancial carta de amor dejada caer sobre los adoquines humeantes de la guerra. La ajenidad de un escritor joven cuya educación ya ha tenido lugar, pero cuya sensibilidad política está todavía abierta a los hechos, es el sello de La fuga de la quimera. La de González Peña es una transición que no se efectúa. Para él, el pasado está muriendo pero el futuro es aún indiscernible e inhóspito.

            En ¡Ladrona!, la novela de ese desconocido que fue Miguel Arce, hallamos nuevamente al universo tradicional resquebrajado. La obra de este periodista que formó parte de la emigración mexicana en los Estados Unidos comienza parodiando su género: “Es viejo, cuando la narración comienza en un pueblo de provincias, hacer que aparezca en primer término el alcalde, el cura, el boticario y el maestro de escuela; pero como ésta más que cuento será historia, el lector verá a los cuatro personajes reunidos, no por recurso del novelador, sino por respeto a la verdad.” (Miguel Arce, ¡Ladrona!, edición de Denis J. Parle, INBA-SEP, México, 1985, 1. 17).

            Miguel Arce explora –con una prosa notable por ligera- una situación tradicional –en efecto, el pueblo de siempre- enfrentada al caos revolucionario. Aunque ¡Ladrona! Reúne todos los tópicos sentimentales y tipográficos decimonónicos, la narración es tan suelta que el lector los acepta de inmediato. La buena familia, los antirreeleccionistas conspirando tras la fachada de sus oficios cotidianos, el amor civil y femenino por los jefes militares destinados a preservar el viejo orden, los viajes a la hacienda, la docilidad indígena de las tropas federales y, sobre todo, la aventura del joven consentido del pueblo enviado a la Ciudad de México, son elementos que dan a esta novela envidiable veracidad. Arce registra la somnolencia de poblaciones rurales que ignoran que el mundo está cambiando, que consideran la revolución (pues así fue para millones) tan sólo otro motín sangriento. La extrema violencia acabará por convencerlos de las dimensiones del desastre y de la redención; en tanto, el heroecito de la novela anda en malas compañías, ligado a la agitación política antiporfirista, que Miguel Arce retrata originalmente en las dimensiones que cobró ésta en los bajos fondos capitalinos.

            La de Julio Sesto La tórtola del Ajusco es en cambio una novela estructuralmente muy pobre. Pero la visión de Sesto, escritor español y observador externo, supera las manidas limitaciones de su asunto central: la mujer caída. Escrita en la colonia Roma en el invierno de 1914-1915 –aquel que presenció la entrada triunfal de Villa y Zapata en la ciudad de México-, La tórtola del Ajusco ofrece una interesante visión de esa vida nocturna colapsada por la irrupción de la guerra. Las mujeres decentes, cuyas familias se están arruinando, conviven con los golpeados porfirianos y los recién ungidos generales revolucionarios. A Julio Sesto le aterroriza la violencia revolucionaria que cobra en su heroína una víctima de sus crímenes ciegos; pero anarcosindicalista, se ve obligado a balancearlos con la voluntad redentora que los provoca.

            Novelistas porfirianos, hemos dicho, no necesariamente porfiristas. ¿Águila o sol?  De Heriberto Frías es una novela ejemplar, única en el periodo, obra de un rebelde que no se contentó con oponerse a la dictadura y sufrir prisiones. Antes de morir aún tuvo aliento para introducir una doble modernidad en la narrativa revolucionaria. Por un lado Frías escribe bailando; pleno de juegos valle-inclanescos, busca la riqueza en el lenguaje y vivifica una narrativa castigada por sus complejos de inferioridad, el servilismo castizo y las exageraciones modernistas. Por otro, Frías es el primero que se atreve a reírse de la revolución mexicana: los polvos de aquellos lodos de Caín, de Judas y de Barrabás, como los llama. Pero la suya no es la risa sarcástica del resentido que ve hundirse sus fueros. El suyo es humor crítico, desconsideración de la historia como sacramento. Al retratar el mundo porfiriano que se hunde no duda en efectuar una relación fantasmahistórica y llamar a comparecer a los histriones y profetas del diluvio que sentados en un banquete discurren sobre la divertida ruina de sus días. La intelectualidad porfiriana que lo rechazó y sus no menos falibles sucesores reciben de Heriberto Frías justo castigo: los pone a batallar en el infierno de la ironía.

            El salón y las celdas hemos titulado a esta antesala de novelistas excluidos del cuerpo canónico de la “Novela de la Revolución Mexicana”. El salón donde don José López-Portillo y Rojas escucha las tardías e inútiles cábalas que retrasan pero no conjuran el desastre; el salón donde los amaneramientos posmodernistas de Carlos González Peña se confunden con las conversiones maderistas; el pacato salón familiar de provincias que Miguel Arce ve destruido por la guerra y la ciudad; las celdas que, a manera de advertencia punitiva, los naturalistas Quevedo y Zubieta y Federico Gamboa denuncian como pruebas de inmundicia, y se convierten en llamadas involuntarias a la rebelión. Los jóvenes conversos y los señoritos castigados por la turba; los viejos cuyos faldones de oro ya no les permiten huir; las mujeres caídas, violadas y asesinadas por los zapatistas –como la Fémina de Sesto- que ya ni siquiera cuentan con el coro del repudio social, destinadas a la etiqueta en el dedo del pie en las morgues de la revolución. Y un Heriberto Frías muriéndose de risa, anteponiendo el lenguaje a la Historia como una calavera de Posada.

            El salón y las celdas lo cierra el más viejo de los novelistas incluidos en esta antología: Juan A. Mateos. Nació en 1831 y escribió sobre el cenit y el crepúsculo de Maximiliano. Parece deliberada la coincidencia de su muerte con la de su siglo, la que festejó (no sin lágrimas de nostalgia) como el liberal pendenciero que nunca dejó de ser. El más viejo atrapa –en una novela apresurada, periodística y testamentaria- el fin violento de una época: La majestad caída.

            La revolución, reloj acelerado de los modernos, fue comprendida al instante por estos novelistas como apocalipsis o caos primigenio. Todos estos componen un ciclo diverso y legible. Comprenden el fin pero lo narran sin poder penetrar en él; son extraños visitantes que consignan los hechos, levantan difíciles tramoyas para explicarlos, hacen uso de la retórica que heredaron pero no pueden entrar, están afuera, son viajeros en un tiempo que ya no coincide con el de su espacio. Entre el intento de magnicidio contra Porfirio Díaz que registra Quevedo y Zubieta y el adiós al Ipiranga en Veracruz que cierra La majestad caída de Mateos, la peculiar confabulación de los acontecimientos se transmuta en historia. No les quedará, aun a los que sobreviven a su fabulación novelesca, más que el consuelo poético de Urbina, el de regresar a la ciudad siendo, ya, extranjero. El salón y las celdas: espacios cerrados que ceden ahora a los espacios abiertos y vertiginosos de la épica revolucionaria.

 

II.        LA GUERRA: ÉPICA MAYOR

 

Nietzsche sugiere en La genealogía de la moral que las fortalezas estatales son la obra maestra del sedentario. Fundar y construir es rechazar a los nómadas. Y es en la figura del nómada donde el novelista de los tiempos revolucionarios puede encontrar una equivalencia pertinente. Registrar una noción problemática del vocablo revolución puede contribuir a situar las piezas en su justo orden. Dice Octavio Paz: “Revolución es una palabra que contiene la idea del tiempo cíclico y, en consecuencia, la de regulación y repetición de los cambios. Pero la acepción moderna no designa la vuelta eterna, el movimiento circular de los mundos y de los astros, sino el cambio brusco y definitivo en la dirección de los asuntos públicos. Si ese cambio es definitivo, el tiempo cíclico se rompe y un nuevo tiempo recomienza, rectilíneo. La nueva significación destruye a la antigua: el pasado no volverá y el arquetipo del suceder no es lo que fue sino lo que será. En su sentido original, la revolución es un vocablo que afirma la primacía del pasado: toda novedad es un regreso. (Octavio Paz, Corriente alterna, siglo XXI, México, 1967, p. 151)

            Los nómadas son quienes pueden comprender una revolución. Viajan en el tiempo. Su presente es un camino en movimiento cuya dirección es imprecisa o caprichosa. La ruptura capital, que no siempre cronológica, entre los novelistas porfirianos y los que ahora antologamos no es tanto ideológica como sensorial. Las plumas de Gamboa, de López-Portillo y Rojas e incluso la de Heriberto Frías, son instrumentos que no se mueven, estáticos, incapaces de seguir la gráfica del encefalograma de la historia. No es casual que escriban sobre escritorios inmóviles y retraten estancias teatrales (cuadros escénicos) como lo son la celda, el salón, o el banquete. Mariano Azuela (1873-1952), José Vasconcelos (1882-1959) y Martín Luis Guzmán (1887-1976) se mueven con la Tierra. Quienes escribieron fuera de esa movilidad no pudieron entender la naturaleza revolucionada de su tiempo. Quienes los suceden, en los años treinta, viven otra vez en el páramo sedentario de lo estatal. El nomadismo es un privilegio extraño y escaso. Su herencia escrita es instantánea, resultado de conexiones tan graves cuanto efímeras entre los traumas de la corteza terrestre y la sensibilidad sismográfica de ciertos espíritus.

            ¿Épica mayor? Paradoja del tiempo revolucionado, la épica es anterior al drama, expresión civilizada del tedio de los ciudadanos. Azuela, Vasconcelos y Guzmán son épicos pues la revolución los devuelve a un principio histórico donde la luz nacional se apaga y sus criaturas viven devueltas al estado del nomadismo. Sus descubrimientos parecen adánicos pues la dominación sedentaria fue interrumpida por el caos y todo simula comenzar de nuevo. Épica moderna, la que estos novelistas practican se aleja de toda ingenuidad heroica, pues e sabe inmersa en la repetición del tiempo.

            Mariano Azuela lo sabe. “La Revolución “, nos dice en Los de abajo, es el huracán, y el hombre que se entrega a ella no es ya el hombre, es la miserable hoja seca arrancada por el vendaval”. La violencia destruye las estancias decimonónicas  para plantear la modernidad de los orígenes. Los hombres vuelven a parecer cosas al arbitrio tempestuoso de la naturaleza. Ahora la naturaleza es humana y es política pero parece fatal e inmanente.

            Publicada en 1915 y prácticamente inédita durante una década, Los de abajo es la novela de la revolución mexicana. Y no lo es por razones políticas o culturales, pues su originalidad en ese sentido es más bien parca. Lo es por un mágico efecto literario. Víctima de una revolución, el autor de Los de abajo es exactamente el correcto Azuela del naturalismo ni el decadente y aburrido novelista que vino después. Frente a los hechos, Mariano Azuela prende una vela en la tenebra de un apagón histórico. El pabilo a veces se apaga y cuando el fuego a veces lo reanima, la acción ha sufrido una brillante metamorfosis. Los de abajo es una ruptura violenta y única probablemente involuntaria. Esta última sospecha no es en demerito de la perspicacia con la que Azuela compone la novela, sino producto de la creencia en esa complicidad entre la historia que exige un estilo y el escritor que aparece para complacerla. Herida en el curso de la tradición nacional y corte literario, Los de abajo hunden al narrador en el colapso de los acontecimientos. La soledad de Mariano Azuela en la sociedad literaria del Porfiriato, su conocimiento íntimo –era médico de pueblo- de los bajos fondos y su fidelidad artística y provinciana al naturalismo, parecen predisponerlo a vivir la elección. Azuela escribe abriendo y cerrando los ojos; sus parpadeos son una renuncia a las seguridades sedentarias de su formación literaria. No sólo los hombres son hojas secas en la tormenta. Integrándose a su horizonte el escritor también lo es. Todo en Los de abajo ocurre ante nuestros ojos. Como Isaac Babel, el Mariano Azuela de la revolución rusa, el escritor que viene de otro siglo lo pierde todo para fundar una concepción distinta del tiempo revolucionario en literatura.

            Las novelas porfirianas dedicadas a la tragedia revolucionaria son diurnas o si acaso crepusculares. Las avenidas de una ciudad francófila asaltadas por las masas y junto a ellas el carruaje irresponsable de los amantes. La golosa ironía de un banquete. Un atentado en plena luz en La Alameda. La fría iluminación del depósito de cadáveres. Intempestivamente, un año después que el veterano Juan A. Mateos a despedido a Díaz en Veracruz, Azuela escribe como si la civilización se hubiera apagado y una nación volviera a perderse en el corazón de la montaña, madre de los bandidos.

            Los de abajo es una novela nocturna. Cuando el sol sorprende a los guerrilleros no sólo los deslumbra sino que los obliga a refugiarse en la noche eterna de la sierra. Azuela sabe acompañarlos en ese desasosiego primitivo, Los sedentarios gobiernan de día y los nómadas escapan en la noche. Demetrio Macías es un rebelde. Ha huido de los ritos solares de la hacienda y se interna en el matorral espeso. Azuela trabaja con la placa fotográfica. La comparación con Babel, no por manida deja de ser excitante. Las patas de los caballos, los crímenes gratuitos, el humo de las locomotoras y la sangre de los heridos son la lectura que no cesa de un mundo temporalmente recuperado para lo primigenio. Azuela, por supuesto, interviene, pero sus comentarios son apostillas o pies de página en sus fotografías. El sentido formal de la novela es la acción. Renuncia Azuela en Los de abajo a la justificación por las obras, a las seguridades formativas del novelista decimonónico.

            Demetrio Macías en una sombra y un síntoma. Jamás un caudillo. Para caudillos los de Martín Luis Guzmán, determinados por el poder y su fatalidad. Azuela aun no percibe un poder organizado entre las causas y sus efectos. Los suyos no saben quiénes son y son, bandidos sociales o justicieros. Resulta notable la renuncia de Azuela a caracterizar ideológicamente a la revolución en su novela. No es que deje de ejercer una mirada moral, aquella que concibe ese movimiento como la bola.

            Para Azuela el enemigo a vencer de ese movimiento es vago e impreciso. La suya es una épica sorda en la que nada conduce al heroísmo. Pero se permite, en medianoche, hacer aparecer a Luis Cervantes, el intelectual, quien es al mismo tiempo el oportunista tránsfuga  del Porfiriato y la conciencia moral de la novela. La modernidad de Los de abajo no podía renunciar a ese incómodo y a veces lamentable testigo del siglo.

            Luis Cervantes sabe que los campesinos que lo han salvado y con quienes lucha para colocarse en el nuevo Estado que nacerá de la humillación de los nómadas, ya no son peones irredentos sino criaturas liberadas de su destino. Demetrio Macías no es un rebelde sublime, sino la encarnación práctica de un héroe colectivo. Azuela no lo concibe como el nuevo hombre que retratarán años después los muralistas y los novelistas proletarios. Tampoco lo considera la bestia asesina que se complacía en retratar López-Portillo y Rojas o Julio Sesto.

            Demetrio Macías es un revolucionario del siglo XX que ignora lo que la historia quiere de él. En Los de abajo ya no existe la escenografía patriótica ni el paisaje nacional que brinda a los personajes esa justificación vital que su autor es incapaz de darles. Demetrio Macías pasa del bandidaje a la guerrilla y de ésta  ala guerra formal sin que su tarea alcance justificación política alguna. Su sobresaliente participación en la toma de Zacatecas no le prodiga ascenso social alguno sino tan sólo el salvoconducto para volver a esa noche sin memoria de la que no debió salir.

            Demetrio Macías que confiaba en Francisco Villa como en el bandido-Providencia, vuelve a la noche como un Ulises indio, a esa familia que se reproduce, a esa errancia de la violencia que no culmina, a morir con los ojos fijos y con el fusil buscando la nada.

            Piedra de toque de la retórica nacionalista que deseó constituir una Novela de la Revolución Mexicana, Los de debajo de Mariano Azuela rechaza a la momificación ideológica. Como toda obra ligada críticamente al arte y a la historia, resiste y se aparta. Su permanencia es la revelación novelística de una épica moderna cuyo héroe es colectivo, como en las antiguas sagas, y su destino es la saga, como en todas las tragedias revolucionarias del siglo XX.

 

Si la épica de Mariano Azuela es la de la masa perdida entre la tradición y el abismo, la de José Vasconcelos es la épica del yo. Vasconcelos es un escritor extraordinario gracias a la impudicia de su egotismo. En Ulises criollo y La tormenta –ambas publicadas en 1936 y lo mejor de sus memorias- la revolución mexicana aparece como el escenario trágico donde una personalidad (la suya) tendrá la oportunidad de vivirlo todo. Nadie como él practicó con tanta devoción el ideal d ´annunziano de la vida intensa y peligrosa. Nadie como él le agradeció tanto a la historia la oportunidad que le dio para apostar por su destino. Azuela transforma el realismo y el naturalismo en una nueva épica del héroe colectivo;  Vasconcelos parte de sí mismo. Azuela escribe lo que ve muy poco después e haberlo vivido y Vasconcelos aguarda veinte años para dictar a la patria que lo humilló sus memorias de ultratumba. En Ulises criollo y La tormenta no es aun Vasconcelos el ultramontano que morirá entre la naftalina del resentimiento; es el intelectual entre los chacales, el hombre entre las mujeres, el sublime entre los bárbaros, el pecador entre los justos. Cristiano y pagano, racista y demócrata, adúltero confeso enamorado del amor-pasión, hombre de fe incapaz de desoír a la carne, Vasconcelos siempre cree tener la razón aun cuando sospecha que ésta riñe consigo mismo. Así, la revolución mexicana es para este memorialista la inmolación de su espíritu y su resurrección como conciencia crítica. Su prosa es como sus afectos: hermosa y vengativa, soberbia y autodestructiva

            Despiadado, José Vasconcelos escribe con la diatriba. No mira a las masas más allá de los arquetipos culturales por los que apuesta. Su obsesión es la permanencia y la renovación de una civilización hispana y católica que sabrá salvarse por su síntesis en esa “raza cósmica” de la que él es profeta; sus odios están el norte geográfico y su civilización anglosajona y protestante, y en el sur indígena, encarnado en el maligno Zapata y sus hordas teocráticas y prehispánicas. Su ilusión fue una democracia criolla, antiimperialista y católica. Ama a Madero y va renunciado a Villa, a Carranza, a Obregón, pues sólo ha confiado en sí mismo y en ese imposible Gobierno legítimo de la Convención de Aguascalientes, enemigo de todas las facciones. En los capítulos que de La tormenta se reproducen, Vasconcelos sufre la derrota del régimen convencionista presidido por Eulalio Gutiérrez, la opción que según Vasconcelos salvaría a México de la barbarie (Villa y Zapata) y de la nueva dictadura pretoriana encabezada por Carranza. Régimen rehén de fuerzas incontrolables, el de la Convención apuesta Vasconcelos su dignidad heroica. La aparición de Villa y Zapata en el banuqte convencionalista ilustra a ese México bárbaro que fue su pesadilla.

         Ulises criollo es el libro de la educación sentimental; La tormenta es la obra maestra de su egotismo. El de Vasconcelos es un heroísmo moderno donde el protagonista es un ser desgarrado por la ambivalencia de los hechos frente a las convicciones, que creyéndose firmes son tan peligrosas como las dudas. En Vasconcelos la historia es una locura y la revolución mexicana un desastre que presenta la inmolación moral de un puñado de hombres en manos de una raza indómita. Con la literatura Vasconcelos se sublima en el tiempo. El Vasconcelos de La tormenta vive su destino como un espacio abierto donde cabe lo mismo la escapatoria de una celda que las largas visitas al Museo Británico, el amor ilegítimo por una mujer que la pasión derrotada por una nación irredimible, el gusto romántico por la acción y la ansiedad por la contemplación religiosa o mística que atribuye al pensamiento indostánico. Donde había historia, Vasconcelos escribió Yo; donde había modernidad buscó una tradición insepulta, donde se escribía realismo o naturalismo impuso sus memorias de egotista. Fue nuestro Chateaubriand y nuestro Don Juan, el romántico católico y la víctima del convidado de piedra. Quiso ser el maestro de un pueblo y terminó como un Loyola sin fe pero con cilicios. La de Vasconcelos es la antinovela de la revolución mexicana, una refutación individual y caprichosa de la épica histórica. Vasconcelos cometió como escritor los mismos pecados que se atribuyó como hombre. Para este soberbio la falta de humildad fue la cruz de sus contemporáneos. Su ansiedad de destino nos dejó páginas como las de La tormenta: la historia no le arrancó a Vasconcelos una sola victoria pírrica.

            Cofrades generacionales, Vasconcelos y Martín Luis Guzmán son hermanos enemigos. Su formación fue común; su apreciación general de la revolución fue la de una energía noble y justa aniquilada por la indignidad proverbial del hombre y la bestialidad de las masas y sus caudillos. Frente a la decepción Vasconcelos buscó la cruz mientras Martín Luis Guzmán se aferró al gorro frigio. Vasconcelos fue un hombre de fe y un apasionado. Guzmán un escéptico y un espectador incólume. Vasconcelos milita en la causa de su yo; Guzmán anota el curso exacto de pasiones que parecen importarle tanto como a Stendhal le importó la campaña napoleónica en Rusia, es decir, poco.

            Si Vasconcelos tiene la sangre caliente y busca la fe para enfriarse, Guzmán parece no tener hígado. El cruzado y el moralista: Vasconcelos murió deseando que la bomba atómica inmolara en brasas eternas,  al planeta. Guzmán, el cínico, se reconoció en el Estado que había contribuido a parir y lo sirvió sin pasión pero con siniestra diligencia. Vasconcelos murió rechazándolo todo menos la cruz; Guzmán se fue sentado cerca del trono, aceptándolo todo.

            Con Martín Luis Guzmán la novela revolucionaria alcanzó su cumbre literaria. Más aún: Guzmán no sólo fue nuestro primer gran novelista moderno, sino el único verdadero maestro de la narrativa hasta la aparición de Juan Rulfo. El águila y la serpiente (1928), La sombra del caudillo (1929) y Las memorias de Pancho Villa (1928-1951) son la vasta trilogía de Martín Luis Guzmán. Cinco años más joven que Vasconcelos, Guzmán, escribe rechazando toda pasión romántica. Sus fuentes privilegiadas son los historiadores y los biógrafos de la antigüedad; la narración anglosajona y la tradición hispánica delo episodio nacional. Tiene la grandeza de la mirada balanceada por la velocidad prosística y, por ser un escritor sin filosofías. Es uno de los precursores de la novela sin ficción. No necesitó inventar nada que no estuviera en la historia para darle a nuestra novela tan alta dignidad artística. Discípulo de La Bruyére y de La Rochefoucauld, Guzmán es un retratista de excepción que examinó el carácter de guerreros y de cortesanos. Su sitio estratégico es el palco pues para él la historia es un espectáculo y la función del escritor la de escudriñar la virtud entredicha por las pasiones humanas. Cuando aparece el escritor en escena no reclama para sí más privilegios que los de cualquier otro personaje. El águila y la serpiente es una vertiginosa narración donde la revolución es una comedia humana en movimiento que se va adueñando de inmensos espacios donde geografía y personalidad configuran una nueva época. Pero los apasionados son otros; el novelista no puede permitirse parpadeo alguno.

            La sombra del caudillo es su exacta obra maestra. Combinando la aventura delahuertista de 1924 y la fallida rebelión anticallista de 1928, Guzmán escribe un texto único sobre el demonio del poder. Las subastas sangrientas entre los generales revolucionarios rebasan lo anecdótico y lo moral, para convertirse en una metáfora teatral de las dimensiones demoniacas de la política. En las Memorias de Pancho Villa el intento es descomunal y quizá fallido: ceder la palabra al héroe popular, ocultar la voz del novelista y, a la manera de Tolstoi, convertirse en un general de la novela.

            Martín Luis Guzmán mira la revolución mexicana desde una suerte de palco móvil, pero su visión va más allá de los crímenes de alcoba o las proclamas de opereta. Su verdadera dimensión es el espacio, esas llanuras del norte del país que recorrió con el villismo y a las que dio una existencia literaria sublime. Si Azuela busca la génesis de la guerra en la noche, en las escasas partidas de hombres en la sierra, Guzmán, les otorga la enorme superficie de la Tierra. La naturaleza como creación de la política y de la revolución como obra del carácter humano son las divisas que Guzmán pone en funciones.

            En 1938 comenzó u proyecto que no culminaría, las Muertes históricas, que sólo alcanzaron a ser las de Díaz en su crepúsculo parisino y el fin de Venustiano Carranza. José Emilio Pacheco ha dicho que pocas veces o quizá nunca la prosa narrativa de nuestra lengua ha alcanzado una majestuosidad como la de Guzmán en ese libro inconcluso. Para el antólogo hubiera sido injusta la parcelación de alguna de las tres grandes novelas de Guzmán, teniendo a la mano un texto tan concentrado y hermoso como el “Ineluctable fin de Venustiano Carranza”. Nunca el talento del retratista y la agudeza del moralista llegaron a tanto como en la narración de la precipitada huida, la sucesión de traiciones y la pavorosa muerte de Carranza en Tlaxcalaltongo en 1920. El de Guzmán es un texto exacto en cada una de sus palabras. La limpieza formal y el ritmo sin mácula van, sin embargo, estableciendo una narración de una tensión prácticamente mórbida donde la lentitud del “rey viejo” frente a la aceleración de la muerte, se transforma en disgregación de objetos y modificación radical del tiempo. La pesarosa marcha del ferrocarril presidencial, sus vagones atestados de cobardes que van arrojando el tesoro nacional por las ventanas, la fatigosa huida de un poder que se desmorona en el lodo, la infinita soledad de la política frente a la naturaleza son sólo algunas de las constantes que Guzmán hace crecer y explotar en esa noche de lluvia donde la revolución mexicana concluye su épica militar.

            El punto donde Guzmán deja la dimensión trágica de la revolución mexicana en la novela no admitía continuadores. Guzmán se separó de la tradición realista decimonónica para escribir novelas donde modernidad significa revolución narrativa. La mirada de Guzmán es infamante para cualquier ilusión: congela la historia, descubre los rostros tras los velos ideológicos, disecciona las metamorfosis del carácter, pone a la novela en movimiento. Y lo hace sin generalizaciones y sin intervenciones absolutistas, dando nombres y apellidos. Una épica tan particular, de toponimia tan mexicana se convierte en nuestra contribución más universal a la tragedia de la revolución en la novela del siglo XX.

 I.           LA GUERRA: ÉPICA MENOR

 

La conciencia de la grandeza de Azuela, Vasconcelos y Guzmán es una construcción del tiempo. Estas obras aparecieron como parte de un voluminoso cuerpo literario donde la anécdota y la diatriba política, las memorias de combate y la leyenda popular se confunden en la vasta saga revolucionaria. Si la épica mayor se configura en la percepción del movimiento que tienen sus creadores y por su capacidad en la reformulación de los problemas de la tradición, lo que hemos dado en llamar épica menor serían los saldos narrativos, a veces brillantes, que genera una eclosión tan profunda como la revolución mexicana.

            El universo de la gran épica es indudablemente moral. El héroe colectivo en Azuela, el egotismo de Vasconcelos o el teatro de la política de Guzmán son momentos críticos donde literatura y revolución generan una alquimia donde la inteligencia literaria se convierte en pasión artística y ésta en señales épicas que iluminan el cielo para esfumarse.. Mientras tanto, el cuerpo ordinario de la literatura sigue su camino, impresionado por los hechos y mutilado en sus costumbres pero incapaz de transformarse.

            Los escritores de la épica menor, sin duda, modificaron atajos y plantearon circunstancias novedosas. Pero no escapan a la reacción conservadora que las revoluciones modernas, tras algunas alucinaciones radicales,  imponen en la cultura artística. A medio camino entre el genio artístico de los nómadas y la estatolatría sedentaria, la épica menor se remite a la riqueza existente en la tradición, revitalizando la picaresca, la moraleja popular, el humor macabro y el anecdotario guerrero. Estamos ante escritores-artesanos que son el bajo clero de la revolución y dejan libros donde la experiencia persiste por debajo del genio y lejos de la usura ideológica.

            Quizá el más notable entre los novelistas menores de la revolución sea el militar Francisco Luis Urquizo (1891-1969) cuya máxima novela apareció hasta 1943: Tropa vieja. La suya es la figura del escritor-soldado  que narra sin pretensiones morales pero con una evidente simpatía por sus compañeros de armas. Nadie como Urquizo retrató con tanta fidelidad la vida de las masas combatientes durante el movimiento revolucionario. Pero la mirada urquiziana no es heroica. Aunque modesta, la suya es una pluma alimentada en el tintero de la picaresca española y confiado a ésta, la vida de sus “juanes” se identifica con la novela de formación o aprendizaje. Los soldados de Urquizo sufren las condiciones indignas en que transcurre toda vida humana y son capaces tanto de la crueldad como de la solidaridad más conmovedora. La revolución es para ellos una aceleración, a ratos incomprensible, a ratos liberadora, de la violencia ancestral. La vida militar permite a Urquizo penetrar con fino olfato narrativo en la bondad esencial y primigenia del pícaro, esta vez víctima de toda clase de cruentos episodios.

            La pertinencia de Francisco L. Urquizo es su confianza en las virtudes narrativas del relato. Aunque fue combatiente en el carrancismo y luego ministro posrevolucionario, no ejerce el chantaje moral ni posee grandes preocupaciones históricas. Soldado al fin, nos deja sus memorias de campaña, en las cuales prefirió retratar a la gleba, antes que a los caudillos o al arte de la guerra.

            La obra de Rafael F. Muñoz (1899-1972) depende estrechamente del universo popular. Fue Muñoz quien hizo del cuento corto una de las formas preferentes de la literatura de la revolución. No podía ser de otra manera pues los suyos son cuentos donde la fábula legendaria es casi un corrido en prosa determinado por la moraleja. “Oro, caballo y hombre” es uno de sus relatos más célebres pues registra el final mítico de Rodolfo Fierro, el más sanguinario de los generales villistas, que se hunde en el lodo víctima de su codicia, ante la feliz indiferencia de los suyos. Fue Muñoz un cuentista conocedor, claro en la viñeta y eficaz en la resolución. La pobreza de sus recursos y la insistencia moralizante lo han alejado del gusto contemporáneo; pero pocas obras reflejan tan claramente la absorción de la saga popular en el cuerpo literario.

            El mundo de Nellie Campobello (1909) es singular. No sólo por haber sido la única mujer memorable entre los narradores de la guerra y la paz, sino por la original mirada infantil con que escribe sobre la revolución. Sus únicas novelas, Cartucho y Las manos de mamá (1937), reflejan desde la inocencia y el humor negro, hasta la violencia y la devastación en las poblaciones del norte de la República. En una narrativa poblada de sangre y tragedia, dolor y moraleja. La cálida irresponsabilidad moral de Nellie Campobello resulta refrescante y excéntrica. La Campobello simpatiza abiertamente con la revolución y admira a Francisco Villa, lo que no le impide regocijarse en la descripción pormenorizada de toda clase de fusilados, mutilados y heridos, muchos de ellos víctimas inocentes. Con la coartada perfecta del narrador infantil, la Campobello se libra de dar explicaciones, enfrentándose a la revolución con el bagaje sentimental del modernismo que asimiló la clase media porfiriana. Sus cuadros familiares son tan elementales como rotundos; en medio del desastre se permite con insólita ternura el culto a la madre, el dolor por la familia destruida y la curiosidad tanática de la infancia.

            Menos discernibles pero más complejos resultan Gregorio López y Fuentes (1897-1966) y Mauricio Magdaleno (1906-1985). López y Fuentes hizo de Campamento (1931) un audaz experimento narrativo. Influido por Dos Passos y su mirada cinematográfica, López y Fuentes registra el descanso nocturno de un ejército en campaña. Su pluma va recogiendo, no sin cierta intención didáctica y omnicomprensiva, distintas zonas de la turbulencia revolucionaria. Emmanuel Carballo ha considerado Campamento como una novela polifónica. Aunque la apreciación parece exagerada, pues los grupos humanos en la novela no opinan fuera del universo ideológico del escritor, es notable el papel de éste como fantasma que toma nota junto a cada fogata. El indudable oficio narrativo de López y Fuentes fue progresivamente inutilizado por su pedestre didactismo ideológico, que entre las tendencias proletarias y el indigenismo ramplón lo convirtió en el novelista más representativo del nacionalismo oficioso de los años treinta.

            En tanto López y Fuentes fue en Campamento cuidadoso arquitecto narrativo, Mauricio Magdaleno dio a la prosa revolucionaria una densa atmósfera poetizante. Magdaleno precede claramente a Agustín Yáñez en esa suerte de topografía literaria donde la naturaleza ambienta radicalmente el carácter espiritual de los hombres. Si La tierra grande y El compadre Mendoza hablan del Porfiriato y de los días clave de la guerra civil, El resplandor (1937) es la novela que denuncia la nueva dominación de los generales revolucionarios sobre los campesinos. Mientras que López y Fuentes detiene su destreza técnica en la utilería ideológica, Magdaleno prepara la renovación prosística de los años cincuenta con una visión de la revolución mexicana que remite al episodio nacional decimonónico.

            Las novelas y cuentos que de la épica menor antologamos se escribieron entre 1931 y 1943. Son libros contemporáneos tanto de Vasconcelos y de Guzmán como de las corrientes indigenistas, cristeras y proletaristas. Estas tres vertientes conviven y se confunden en un mismo tiempo. Pero han llegado a configurar espacios literarios diversos. La épica menor carece del aliento crítico de las grandes creaciones; pero no se rebaja hacia la incultura panfletaria. Urquizo, Muñoz y López y Fuentes combatieron en la revolución o al menos la vivieron como adolescentes; Nellie Campobello escribe lo que vivió de niña y Mauricio Magdaleno organiza literariamente el pasado inmediato. Son testigos y la suya es una épica de las imágenes que se concentra en el periplo de la vida individual como memoria colectiva. Tenemos así una selección de cuadros cotidianos. El Espiridión Pantoja de Francisco L. Urquizo, huérfano del mundo como buen pícaro, se repone de sus heridas y recuerda a la soldadera amada teniendo como telón de fondo los combates de Torreón; el sanguinario Fierro se hunde con todo y caballo en un pantano no pudiendo soportar la tierra el peso de la codicia que Rafael M. Muñoz le reprocha; Las manos de mamá en Nellie Campobello curan a los heridos y a un niño moribundo le prestan un reloj para que mitigue el dolor con el juego; los federales capturados en el Campamento de López y Fuentes se explican las razones de su desventura y se integran a las facciones que a partir de 1914 se enfrentarán; las víctimas de los nuevos caudillos se rebelan en El resplandor de Magdaleno y asesinan al administrador de la hacienda.

            Épica menor, corridos narrativos, vidas arrancadas por esa tormenta que Mariano Azuela vio nacer en Los de abajo y que a través de estos escritores-artesanos retraen la revolución mexicana a su mítica y devastadora naturaleza de drama individual y popular.

 

II.        LA PAZ: HÉROES VESTIDOS DE MARIONETAS

 

“Nuestros héroes

han sido vestidos como marionetas

y machacados en las hojas de los libros

para veneración y recuerdo de la niñez estudiosa”.

Escribe Salvador Novo en sus Poemas proletarios de 1934.

La mordacidad del poeta enjuicia una cultura nacionalista cuyas creaturas se manejan en función de variados hilos ideológicos destinados a ser expresión de los sujetos sociales que, reales o imaginarios, estaban llamados a ocupar la escena de la historia. Literatura cristera,, indigenista, proletaria: tres vertientes que se proponen rechazar o invadir el país nacido de la revolución mexicana, colocando el arte al servicio de las causas milenaristas de los años treinta. Si la revolución es dolor inaudito entre los porfirianos, pasmo crítico en la gran épica y viaje al sufrimiento de los hombres en la épica menor, novelistas y cuentistas de la paz (nuevo mundo y restauración estatal a la vez) hacen de la construcción literaria del sujeto su misión definitiva. La guerra ha concluido como fenómeno nacional y las luchas al interior del nuevo Estado ocupan un escenario aun inquieto durante la década de la Cristiada (1924-1934) y en los combates ideológicos y culturales del nacionalismo. Héroes vestidos de marionetas o la continuación de la guerra por los caminos de la política: guerrilla de panfletos y de admoniciones. El muralismo –arte oficial y arte revolucionario- toma la antorcha de la pedagogía nacional caída de las manos de los padres liberales e ilustra en los grandes muros la epopeya didáctica del pueblo de la revolución mexicana. Antonieta Rivas-Mercado se suicida en la catedral de Notre-Dame y pone fin a dos pasiones: la de su propia consunción romántica y la aventura democrática de su amado Vasconcelos. Los pintores escenifican debates públicos y uno de ellos –Siqueiros- amaga el asesinato de Trotsky, consumado hasta 1940. Surge la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios y se extiende la perversión stalinista de las artes. Tina Modotti es obligada a salir del país tras el confuso asesinato de Julio Antonio Mella. Los poetas de Contemporáneos son humillados por la derecha y por la izquierda. Cárdenas expulsa a Calles y Martín Luis Guzmán vuelve a México a fincar su reconciliación con los regímenes posrevolucionarios. La viuda de Porfirio Díaz muere rodeada de nostálgicos. Visitantes ilustres, carismáticos, equivocados: Bretón, Artaud, Maiacovsky, Eisenstein, Malcolm Lowry, Graham Greene, D. H. Lawrence… Llega el exilio español. Salvador Novo se burla de la nueva cultura revolucionaria y Jorge Cuesta, furibundo, lanza complicadas parábolas contra la asfixia fascista y comunista sobre la cultura.

            Bestia negra de la narrativa de la revolución, la novela cristera pretende hundirse en las profundidades de un país, rechazada por la tradición estatal desde las guerras de Reforma. José Guadalupe de Anda (1880-1950) y Fernando Robles (1894-1974) están sujetos a las costumbres realistas decimonónicas, a veces; o relacionados con la épica menor, en otros casos, pues los primeros novelistas cristeros se empeñan en registrar el pantanoso escenario mítico y sangriento donde una cultura centenaria se enfrenta a la barbarie moderna. De Anda retrata en Los Cristeros (1937) la guerra religiosa en los altos de Jalisco, intentando ser imparcial, convencido como está de que los combates entre las tropas federales y los soldados de Cristo Rey son una prueba más de la ignorancia endémica del pueblo en su inútil y cíclico periplo de sangre. Para de Anda la guerra cristera no es más que un negocio venal entre la Iglesia y el Estado, y los combatientes cristeros son víctimas de las ambiciones frustradas de los curas pobres. Dice Álvaro Ruiz Abreu: “Similar al costumbrismo del XIX, repleto de imágenes celestes y espaciales referidas a los astros, a la noche, a la tierra y a los animales, en Los cristeros se usa un lenguaje arcaico, localista, pero conciso. (Álvaro Ruiz Abreu, “Vienen los cristeros”, 1ª parte, La cultura en Occidente, suplemento cultural de El Occidental, Guadalajara, 12 de octubre de 1986, núm. 61, p. 3)

            Los cristeros es un libro desolador. Las esperanzas o la ambigüedad de Azuela o Urquizo se convierten aquí en sadismo, muerte y desolación. El mundo de la Cristiada aparece como el espectro definitivo de un México perdido para la civilización occidental, sea cual sea el partido que tome el escritor. Para De Anda, los campesinos se rebelan por superstición primitiva, no por fe.

            De Anda pretende separarse de los hechos, en tanto Fernando Robles –y más aún Jorge Gram, no antologado, sacerdote- escribe como soldado en Cristo. La virgen de los cristeros (1934) es la historia de un hacendado liberal que acaba comprendiendo la rapacidad del régimen callista y se convierte a la cruzada católica. Pero el héroe no puede tolerar la barbarie de la guerra y se marcha del país, después de asesinado su padre por los agraristas y dejando a su prometida envuelta en aquella guerra sucia.

            La novela cristera no recupera nada de la riqueza del catolicismo popular mexicano. Sus batallas entre Dios y el ejército infiel, sus llamados a alimentar con sangre la fe en Cristo y sus episodios de santo heroísmo, no enriquecen la novela, pues esos textos padecen de la ansiedad didáctica del planfleto y de soluciones literarias tan anacrónicas como apresuradas. Pero el juego de marionetas deja ver su atroz telón de fondo: una guerra popular y fraticida donde los cadáveres mutilados, las crucifixiones, los asesinatos, el incendio y la violación se leen como la única consecuencia de la revolución mexicana.

            Jesús Goytortúa Santos (1910-1979) y Antonio Estrada (1927-1968) completan la segunda generación, más afortunada, de la novela cristera, pues la urgencia de la guerra ha cedido a la elaboración imaginaria y a la memoria crítica. En Pensativa (1944) Goytortúa se plantea la existencia de una hacienda donde los antiguos cristeros pasan su vejez componiendo una corte de milagros donde abundan los ciegos y los mutilados. Pensativa, beata de la caridad, los cuida y los sostiene; un halo de tenebroso misticismo y una prosa a veces muy rica hacen de la novela una experiencia afortunada. Afirma Ruiz Abreu: “Pensativa posee una visión del horror pocas veces vista en la literatura mexicana y menos en los años cuarenta: un mundo alucinante de acciones tenebrosas, personajes que más bien parecen fantasmas salidos de ultratumba”. (Ruiz Abreu, Op. cit., 2ª parte, núm. 62, 19 de octubre de 1986, pp. 3-4)

            Si Goytortúa construye la montaña mágica de los cristeros remontados, Antonio Estrada –hijo del jefe cristero de Durango caído en combate en 1936- logra, en Rescoldo (1961), la última y la más lograda de las novelas del género. Su notable atmósfera, la sobrecogedora capacidad del lenguaje para levantar la tensión narrativa y el oído preciso para el lenguaje de sus personajes, hacen de Rescoldo un digno canto de cisne de la novela cristera. Centrada en la Segunda Cristiada –la que cundió en la sierra de Durango- de ella dice Ruiz Abreu: “Es el drama de varios serranos comandados por Florencio Estrada, padre del escritor, que deciden morir peleando antes de abandonar sus tierras, porque no son bandidos, ni asesinos, dice Estrada. Así, en una lucha desigual, combaten hasta que sus fuerzas, sus familias, sus vidas, agonizan. Huyendo, agazapados, eludiendo al enemigo, estos cristeros viven las consecuencias más desesperadas de su “guerra santa”. No vemos en Rescoldo superhéroes ni redentores, sino montañeses harapientos, hundidos en una miseria ejemplar; no hay hazañas iluminadas por Cristo Rey sino batallas crudas y sin asideros en las que no se escuchan voces celestiales sino ayes de dolor y agonía.” (Ibid., p. 3)

            La novela padece un curioso destino. Como literatura de fe nunca deja de atreverse a sospechar de la inutilidad de su cruzada. La denuncia de la barbarie de De Anda y Robles se transforma en el manicomio místico de Goytortúa y en la búsqueda que del padre perdido emprende Antonio Estrada. La marioneta cristera, sujeto de la historia violentamente disuelta, encarna la sangre sin llegar a la de leyenda, pasando por la novela, atisbando la crítica al morir. Pero no podemos olvidar que de ese universo trágico e inútil tomaría Juan Rulfo parte sustancial de su inspiración.

 

Francisco Pimentel y André Molina Enríquez, teóricos del indigenismo al alborear el siglo, recuperan el problema indio convirtiéndolo en asunto social de importancia nacional. Antes de ellos, Manuel Orozco y Berra lo había estatuido como la organización arqueológica de una civilización destruida. Con la revolución de 1910 lo indígena se c0nvierte en una coartada ideológica esencial para el desarrollo de la cultura estatal. Si Pimentel y Molina Enríquez sugieren la desaparición del indio, su integración forzada a la ensoñación occidentalizante del Porfiriato, es con Manuel Gamio –en plena revolución- cuando la búsqueda de lo indígena se convierte no sólo en estrategia política sino en ansiedad ontológica. Es en el Otro, como considera Luis Villoro, donde una cultura culpable y mestiza busca afanosamente su identidad nacional.

            Son tres las estaciones esenciales que cruza el viaje literario del indigenismo: el descubrimiento de una épica indígena en el pasado heroico de la resistencia frente a la conquista en Antonio Médiz Bolio (1884-1957) y Ermilo Abreu Gómez (1894-1971); la retórica indigenista como sustento político e ideológico del nacionalismo cultural en Gregorio López y Fuentes, Miguel Ángel Menéndez (1905-1982) y Miguel N. Lira; y la consunción del género en autores como Francisco Rojas González (1904-1951) y Ricardo Pozas. Pueden contarse, también, dos escritores que, relacionados con el indigenismo, se alejan de sus preceptos didácticos o moralizantes: Juan de la Cabada (1904-1986) y Ramón Rubín (1912).

            “Medita hijo del Mayab”, dice Antonio Médiz Bolio al concluir “Éste es el libro de Uxmal y del rey Enano”. El relato está incluido en La tierra del faisán y del venado (1922) y es la primera llamada a constituir una memoria épica del pasado indígena en literatura vernácula. A diferencia de sus antecedentes en la novela indianusta latinoamericana del siglo XIX (Clorinda Matto de Turner en Perú, José de Alencar en Brasil), el indigenismo de la revolución mexicana pretende introducir al indio como medida de la civilización que ésta habría de renovar. Las alegorías cósmicas de Vasconcelos acaban cediendo al exuberante paraíso acuático que Diego Rivera ve en Tenochtitlan; en ese pasado milenario encuentran los artistas y escritores revolucionarios su vocación de diferencia y su espíritu de fundación.

            No es casual que la llamada indigenista más poderosa sea la de Médiz Bolio y Abreu Gómez, yucatecos (como lo fue Menéndez aunque se ocupara de los huicholes). Fue en aquella península donde la sociedad de castas mantuvo en condiciones más visibles a la cultura maya. Así, Médiz Bolio y Abreu Gómez rescatan leyendas, fijan y reinterpretan los cristianizados textos cosmogónicos indígenas, acuden a la tradición oral. La operación consiste en resaltar la grandes cultural delas naciones indias, la profundidad de sus leyendas y la actualidad de su resistencia antiespañola como activo político para el fervor ideológico de los años treinta. Médiz Bolio acude a la fábula mítica; Abreu Gómez –tras us experiencia en el colonialismo- insiste en una épica popular de aliento heroico. En sus libros los mayas son víctimas de las crueles torturas de Fray Diego de Landa, y vengadores a través de sus héroes –ya divinos como Nachi Cocom, ya históricos como el célebre Canek, ajusticiado en 1761- que regeneran la memoria de una cultura oprimida que habría de alcanzar redención definitiva con la revolución mexicana. La prosa de estos indigenistas es sonora y poderosa; pese a su contenido ejemplarizante, cede escasamente a las simplificaciones didácticas y es contemporánea de expresiones como la de Miguel Ángel Asturias que llevaron la experiencia hacia grados más arduos de complejidad lingüística y novelesca.

            Lo indígena pasa de la exaltación del pasado frente a  la conquista española al ejercicio literario de una novela social que no evade la fascinación folklórica y el paternalismo occidental, ahora en sus formas marxistas y nacionalistas. Nayar (1940), de Miguel Ángel Menéndez, habla de los huicholes cristeros y del efecto de la guerra sobre los indios de la sierra occidental. La mirada de Menéndez es plena de un lirismo patético que recuerda a las películas de Emilio Fernández. Los blancos en Miguel Ángel Menéndez observan la otredad inescrutable del mundo indígena, la excentricidad de su cultura y de su sistema ético y religioso. La pregunta que flota en el aire es la de cómo identificar la revolución con ese pasado milenario, intentando hallar en esa unión el corazón del nacionalismo cultural. La prosa aquí es estratégica pues sólo la hipérbole, la altisonancia y el engolamiento pueden dotar del deseado patetismo a la vida indígena. López y Fuentes (El indio 1935) y Miguel N. Lira (Donde crecen los tepozanes, 1947) llegan a extremos ideológicos más declarados. No sólo levantan la protesta social contra los nuevos caudillos revolucionarios que humillan al indio, sino convierten lo indígena en núcleo culpígeno de la nacionalidad y en estado9 de pureza irremediablemente corrompido. La suya es literatura social que, como en toda la trama indigenista, padece la paradoja de intentar la combinación del paternalismo y la autonomía, la modernidad estatalista y sus afanes de integración  con el culto al hombre natural.

            Con la desaparición del cardenismo y la subsecuente y violenta modernización alemanista, la literatura indigenista perdió su pertinencia política militante y su aliento mitificante. En la obra de Francisco Rojas González leemos al indigenismo en su último reducto, transformado en literatura antropológica. No es extraño que hayan sido dos científicos sociales –el propio Rojas González y Ricardo Pozas con su Juan Pérez Jolote (1948)- los representantes de esa opción.

            Rojas González fue un escritor considerablemente apto. A su capacidad de observación, a su interés científico y humano se suma un eficaz conocimiento de la forma del cuento. No pueden olvidarse, tampoco, las novelas que escribió sobre la revolución, como La negra Angustias (1944) y Lola Casanova (1947). De su clásico póstumo, El diosero (1952), entresacamos “El cenzontle y la vereda”. Una población chinanteca es objeto de la visita de una misión de antropólogos físicos extranjeros. Esperando verse curados del paludismo, los indígenas tan sólo son examinados en el antiguo y clasista sentido frenológico. Rojas González contempla la devolución del indígena a su estatuto oprobioso de curiosidad científica. Crítico de la antropología occidental, discípulo de Gamio, Rojas González incurre paradójicamente en la violencia de sus etnógrafos, pues el indio en sus cuentos, aún en la piedad y en la indignación, aparece como objeto. En el otro extremo, en esos días, José Revueltas publica El luto humano (1943) escapando al atolladero indigenista a través de los mitos negativos: no la etnia, sino la condición humana; no el paraíso humillado, sino propiamente el infierno.

            Juan de la Cabada y Ramón Rubín plantean, en su modestia, una desviación frente a la retórica indigenista. Éste último ha titulado –Cuentos mestizos (1985) a la colección de sus historias. La invocación al mestizaje bien puede representar la sutil ruptura entre estos escritores y los indigenistas, oficiales. En la idea de las etnias como sujeto en inevitable y dolorosa descomposición subyace un ejercicio de la literatura alejado de la protección ideológica. Tanto De la Cabada como Rubín fueron militantes revolucionarios en los años treinta –ambos estuvieron en la guerra civil española- pero siempre mantuvieron despejada su escritura de los nubarrones ideológicos. Su preocupación fue el universo mestizo, y al contarse entre los viajeros más compulsivos que ha tenido nuestra narrativa. De la Cabada y Rubín rompen la estructura del racismo invertido, haciendo del peregrinaje por su patria una auténtica profesión de fe literaria. Siendo exhaustivos en el examen de regiones y particularidades, lograron superar las vallas culpígenas y folklóricas, proponiendo una visión universal y colorida de los hombres del campo.

De la Cabada fue un cuentista –o cuentero, como le gustaba llamarse- con una fértil habilidad para llevar las voces de la tradición oral al texto. Sin preocupaciones, De la Cabada recurre a la anécdota popular que teje su mitología profana a través de la fantasía cotidiana. El título de su segundo libro de cuentos, Incidentes melódicos del mundo irracional (1944), bien puede definir la naturaleza de su obra. El indigenismo en De la Cabada no pretende recabar los derechos del juicio histórico, ontológico o etnográfico, incidental, tiene su eje en las aventuras del indio o del mestizo en las ciudades, los pueblos y los caminos; sus relaciones con la suerte, el poder o el amor. Quedan los cuentos de De la Cabada como testimonio de una milagrería en extinción. Pero la invocación al mestizaje, al cruce de razas y culturas, es una llamada universal, un rechazo de los claustros ontológicos, el asumir el terreno de la prosa como un asunto común a todos los hombres, el de la civilización y su pluralidad.

            Más brillante y vasta es la obra de Ramón Rubín. Etnógrafo de las letras, viajero incansable y precursor del ecologismo, Rubín escribe cuentos y novelas con agilidad de cronista y ternura chejoviana. No hay región de los países mexicanos que no haya quedado registrada en su comedia mestiza. Aunque escribió una novela arquetípica del indigenismo –El callado dolor de los tzotziles (1949)-, sus novelas posteriores, dibujan una imagen veraz y dramática de los indígenas –ya coras, ya huicholes- donde el universo religioso de una cultura en extinción aparece lejos de cualquier complacencia frente a los “hermanos menores” del nacionalismo cultural. Como un viajero de la Ilustración, Rubín no rehúye la utilización explícita de la paradoja, el cuadro humorístico o la moraleja trágica. En la oportunidad del mestizaje Rubín firma un decantado realismo que revela tanto los meandros de la conducta humana como un conocimiento muy profundo de las tierras mexicanas. El canto de la grilla (1952) y La bruma lo vuelve azul (1954) son pruebas contundentes de la peculiar inspiración de Ramón Rubín.

El indigenismo como metáfora social y cultural en el ciclo de la revolución se esfuma en Rojas González. Pese a compartir temas y preocupaciones, la obra de Rosario Castellanos y de los poetas y narradores del llamado “ciclo de Chiapas”, ya no entronca con la retórica del indigenismo del periodo que va de 1921 a 1952. Escritores como la Castellanos, en el medio día del siglo, subordinan el asunto indígena a la autonomía literaria que años después conduciría al “realismo mágico” latinoamericano.

Ni cristeros ni indigenistas pudieron permitirse el héroe positivo, maldición que cayó sobre la literatura ideológica de los treinta y de los cuarenta. Unos y otros son escritores añorantes de epopeyas impolutas y chocan violentamente con una cultura martirizada entre la tradición y sus destructores. El llano en llamas –como Rulfo acabaría por bautizarlo- es una tierra que comporta una doble y al parecer cíclica condición: genésica y apocalíptica. Ya las tierras de Jalisco y Durango donde se baten los cristeros, ya las llanuras de Yucatán donde los mayas observan sus ruinas, el campo mexicano aparece en la paz posrevolucionaria como un universo en simultánea creación y destrucción. Los novelistas cristeros nunca se convencen a sí mismos de la santidad primordial de su causa y la cruzada que narran acaba siendo expresión de un castigo divino generalizado que atañe lo mismo a mártires que a herejes. El cuento indigenista, expresa una tensión no resuelta entre fundar una cultura sobre las suposiciones de su origen o arrancarla definitivamente del horizonte nacional. Así, el indígena del indigenismo nunca logra el estatuto del personaje ni papel real en comedia humana alguna. Es una coartada cultural y un pretexto literario. No es sino hasta la década de los ochenta cuando la conversión del paternalismo estatal en modernización salvaje dicta las condiciones para la aparición de una verdadera literatura indígena, es decir, escrita por indios y mestizos en sus lenguas nativas o desde la sonoridad de éstas.

         Del campo a la ciudad. La figura de transición la ocupa José Rubén Romero (1890-1952). Romero contribuyó a ejercer la picaresca en la novela de la revolución Desbandada, Mi caballo, mi perro y mi rifle, pero en La vida inútil de Pito Pérez (1938) escribe en la ambigüedad de una narrativa que se niega al abandono del campo y necesita de una figura de transición tradicional. La inexcusable chabacanería de Pito Pérez es el pago a la insistencia en perpetrar al lépero, en hacer del marginado semiurbano motivo de escarnio para la nueva ciudad guarecida por el nacionalismo cultural. El pícaro Pito Pérez es de la provincia pero se juzga a sí mismo desde la ciudad; es un mestizo que combina la sabiduría impostada del nuevo rico cultural con los rasgos más ridículos de lo indígena. Quien lo interroga no es tanto un –alter ego- literario de su creador, sino una conciencia indecisa entre la cultura tradicional y la civilización urbana, entre una picaresca que ya no es rebeldía sino simple folklorismo. Pito Pérez es el último de nuestros salvajes, el exceso retórico de un nacionalismo cuya técnica literaria ya no es el paisaje sino la imposible humanidad de sus protagonistas.

            Del campo sangriento a la ciudad proletarizada. Será la narrativa urbana de los años treinta la que intente al héroe positivo a través de una “novela proletaria de tendencias revolucionarias”. No es necesario abundar en la mendacidad que es la literatura ni en el triste espectáculo que ofreció donde quiera que se escribió. En 1930 El Nacional –diario del régimen- convocó a un concurso de novelas revolucionarias que ganó Gustavo Ortiz Hernán con Chimeneas, libro que no se publicó hasta siete años después. La trama de la novela consiste en el acercamiento de un empleado hacia la clase obrera, su conciencia de clases y sus luchas. Cierta retórica de la ciudad-máquina, heredera del estridentismo y de su culto cinemático, da a Chimeneas alguna espesura literaria superior al panfleto narrativo.

            Si la aparición de la novela proletaria en México coincide con la disolución stalinista de las corrientes literarias independientes en la URSS, el género no gozó de mayor difusión en el país. La debilidad de una intelectualidad literaria cercana al partido comunista, acaudillado culturalmente por los muralistas, el peso del indigenismo y de la novela de la revolución, y la pronta identificación de las vanguardias radicales con el nacionalismo estatal, malograron la efervescencia del proletarismo.

            La ciudad roja de José Mancisidor (1895-1956) es el libro más significativo de esa corriente, no sólo por ser obra de un escritor influyente en esos días, sino por haber provocado, en elipsis negativa, a escritores como Rubén Salazar Mallén (1905-1986), y esencialmente José Revueltas, quienes se convirtieron en problematizadores de la utopía comunista.

            La ciudad roja (1932) es un panfleto narrativo sobre la conversión de un estibador, héroe positivo que pasa de las limitaciones de la conciencia “sindicalista” al descubrimiento de la conciencia revolucionaria. La acción sucede en el marco de las huelgas inquilinarias de 1920 en Veracruz. Mancisidor, personalidad de la izquierda y novelista de la revolución, desarrolló en sus siguientes novelas un estilo a veces eficaz, basado en la viñeta y la efusión periodística de la prosa. Pero la importancia de La ciudad roja está en descubrir, leyendo entre líneas, esa mística del sacrificio,  de la redención y del trabajo, que en pasajes de involuntaria sonoridad bíblica, prepararían la aparición, desde la novela proletaria, de una obra como la de José Revueltas. La primera novela de Revueltas Los muros del agua 1940, ya no es literatura proletaria, y sin embargo, mana de esas fuentes.

            El escenario de la ciudad no puede ser ocupado por el raquítico héroe proletario, que incuba tanto a los acartonados villanos comunistas de Salazar Mallén, como a los seres de Revueltas. El caso de Salazar Mallén es importante. Su itinerario personal ilustró de manera casi patética la demonología política de los treinta: pasando del comunismo al fascismo dejó ver como saldo una traumática y nihilista protesta contra la autoridad. En 1932  Salazar Mallén protagonizó el escándalo de la revista Examen –que dirigía Jorge Cuesta- por la publicación de fragmentos de la novela Cariátide considerados procaces por la gazmoñería de cierta opinión pública. En Cariátide –que Salazar Mallén destruyó y publicó reconstruida en Camaradas hasta 1956- se denuncia el totalitarismo al interior del partido comunista. Escrita antes  de los universos concentracionarios de Hitler y Stalin, la obra primeriza de Salazar Mullén, aun siendo burda, proyectaba su sombra sobre los años que vendrían.

            Más allá de la novela antiproletaria que esbozó, logra en Soledad (1944) utilizar su desencanto para responder al vacío de una narrativa de la ciudad que no acaba de encontrarse. Lector de Gogol, de Dostoievsky, de Andreiev, Salazar Mallén hace de Soledad –su mejor libro- el escenario de la ciudad que persigue al hombre superfluo, burócrata humillado y abandonado por sus colegas en pleno Zócalo. Soledad del individuo en el centro del poder; la revolución mexicana y sus sagas habían concluido, y una vez más, pasadas las convulsiones  de la historia, el solitario ajeno tanto a la guerra como a la paz queda anclado en la inmóvil condición humana.

 

La paz: héroes vestidos de marionetas: paz en que la nación revolucionada no puede aceptar del todo a sus bárbaros. Los héroes cristeros son culpables por el mundo pecador que combaten y los hilos de la tradición que los sostiene se pudren, dejándolos caer en una santidad dudosa y en una hagiografía incapaz de iluminarlos. Son marionetas narrativas que sobreviven en el siglo XX sin poderes de metamorfosis frente a la inmolación sociológica. Los héroes indígenas son marionetas de una conciencia civilizatoria que va mudando del exterminio a la culpa y de ésta al museo neocolonial. El indigenismo es una de las más significativas consecuencias culturales de la revolución mexicana y su ejercicio literario una prueba contundente de sus limitaciones. El héroe proletario nace muerto y sólo convoca en torno a sí a sus antagonistas. La ciudad de los años treinta no tiene novelistas pues la mayoría de estos siguen empeñados en fijar la épica revolucionaria. Frente al vacío, dos marionetas. La de José Rubén Romero. Negación de la ciudad, muñeco y ventrílocuo, héroe anónimo por popular, provinciano por ambigüedad ontológica, urbano por necesidad política. La de Salazar Mallén, el crítico obnubilado de su propia alucinación totalitaria, marioneta de la indiferencia ideológica y de la persecución existencial.

            La paz: héroes vestidos de marionetas planteó de entrada las dificultades de una selección de autores deliberadamente sociológica. Novela cristera, indigenismo, novela proletaria y transición hacia una narrativa plenamente urbana son muestras, casi de laboratorio, del confuso telón de fondo que nuestra literatura dejaba ver mientras el ciclo de la revolución de 1910 no acababa de concluir. Los ismos literarios del periodo son la respuesta a la constitución de la nueva ciudad política.

            Pero mientras denuncian sus crímenes festejan sus ilusiones ideológicas y dudan sobre el porvenir, no dejan de ser, como “textos”, formas híbridas en que la tradición decimonónica extiende sus menguados alcances sobre el siglo XX.

            La novela porfiriana sobre la revolución, salvo algunas evocaciones posteriores, concluye a principios de los años veinte. Los sobrevivientes, extraños visitantes en una época, tiran la pluma y se envenenan con tinta. El ciclo de los revolucionarios escribiendo sobre la guerra aparece en 1915 con Los de abajo y se extiende durante los siguientes cuarenta años. En ese lapso se coagula la vastísima épica menor y se escriben las obras mayores de Vasconcelos y Martín Luis Guzmán. En 1961 el hijo de un combatiente cristero escribe la última novela de esa cruzada y en 1967, dos años antes de morir, Francisco L. Urquizo publica la más tardía de las novelas de la revolución mexicana escrita por alguno de sus protagonistas. El aliento indigenista y rural se esfuma en los años cincuenta para dejar lugar al Hades de Juan Rulfo. La antorcha moribunda de la utopía comunista queda en manos de su gran antagonista, José Revueltas, y el recurrente Pito Pérez cede la tribuna al discursivo antihéroe Artemio Cruz.

            El amplio panorama de la guerra y la paz refleja las dificultades de una prosa para confrontar la pereza de su forma con las violentas transformaciones del tiempo histórico. Los saldos del pasado se desgastan: “realismo”, “modernismo”, “naturalismo” y “costumbrismo” ceden sus últimos recursos a decenas de escritores que luchan por adecuar instrumentos vetustos a los contenidos de una ruptura que a veces es regreso compulsivo a los orígenes.

            Se constituye, ciertamente, el primer cuerpo orgánico diferenciado en la historia de la narrativa nacional, la llamada Novela de la Revolución Mexicana, que es, como hemos visto, un complejo tablero de tradición y ruptura, odio y desesperanza, experiencia popular y épica de la guerra. Bien leídos, los autores englobados en esa coartada académica y política no son un monumento al nacionalismo estatal sino ejemplos de la vitalidad de la novela como crítica de la historia. Las grandes páginas de Azuela, Vasconcelos y Guzmán son épica mayor y renovación de la forma y expresan, en su grandeza, el testimonio novelístico de la disolución progresiva de la historia como sistema. La fortuna de novelistas y cuentistas menores –Frías, la Campobello, Ramón Rubín- es la de haber llevado a nuestra prosa los ecos y los corridos nunca antes registrados de la vida cotidiana en México entre la guerra y la paz.

 

Antología de la narrativa mexicana del siglo XX, selección, introducciones y notas de Christopher Domínguez Michael, México, FCE, Letras Mexicanas, 2 Volúmenes, pp. 11-63.

 

 

 

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