ANTOLOGÍA
DE LA
NARRATIVA
MEXICANA
DEL
SIGLO XX
Para
Algunos entre los modernos la prosa es el cuerpo de la civilización. Al menos
así creía Jules Michelet cuando escribió la Introducción
a la Historia Universal en 1831: “La prosa es la última forma del
pensamiento, lo más alejado que existe del ensueño vago e inactivo, lo más
cercano a la acción. El paso del simbolismo mudo a la poesía y de la poesía a
la prosa es un adelanto hacia la igualdad de las luces; es una nivelación
intelectual.” Pero Michelet, interrumpimos nosotros, era historiador y creía en
la prosa como termómetro del Progreso. Y mientras Michelet escribe esas líneas,
emergen del mar prosaico las creaturas novelescas de Flaubert, Stendhal,
Dostoievski o Joseph Conrad: irracionales y lógicas, vagas y determinantes. La
novela, cifra del siglo XIX, aparece como imagen distorsionada de la prosa y
como prosaísmo, sustancia corrosiva,
que amenaza la salud del entonces saludable árbol del Profreso.
No olvidamos que hablar de
“civilización” es exponerse a un concepto cuya vastedad lo nulifica. Al usarla
lo hacemos entendiéndolo como el conjunto de pasiones y humores, ciudades
habitadas y tierras yermas que componen los territorios de la prosa.
Civilización asociada a la barbarie, su progenitora, su doble y su previsible
culminación. La narrativa mexicana del siglo XX sufre de ese incesto creador.
Alfonso Reyes, Julio Torri, Octavio Paz o Juan José Arreola huyen de la
barbarie para buscar la civilización del estilo. Pero son bárbaros en la medida
en que hablan una lengua ajena a la gramática de la ciudad-Estado. Otros, como
Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán o José Vasconcelos enfrentan la barbarie
histórica al plantear una paradoja sin duda moderna: la escritura de una épica
crítica. Después que ellos José Revueltas, Juan Rulfo o Carlos Fuentes
resuelven la contradicción entre la herencia intelectual de Occidente y las
profundidades míticas de una cultura antigua y persistente, enmascarada y
violenta.
Para nosotros, como quiera que la
posteridad decida nombrarnos, el asunto se complica. Vemos morir y renacer en
nuestro siglo a la novela, esa hija bastarda de la prosa de civilización.
Novela que suma sus crisis y al multiplicarlas, alcanza el fin del siglo que la
condenó a muerte con buena salud. Octavio Paz ha considerado esa contradicción
en El arco y la lira, al creer que la
ambigüedad y la impureza de la novela, radica en su estatuto de género épico de
una sociedad fundada en la prosa, es decir, en la razón.
Pero no es esta una antología de
novelas, sino de narrativa.
Narrativa. La palabra resulta chocante: es comercial y banal al mismo tiempo.
Si todo es narrativa, nada lo es.
Pero una antología de prosa era una
misión demasiado amplia, pretensión enciclopédica o civilizatoria. El otro
extremo, antologar ficción, hubiera
reducido el campo visual en una expresión tan fabulosa como cerrada o confusa.
Lo narrativo, en su llaneza, permite
incluir fragmentos novelescos y cuentos como tronco central. Pero la volatilidad
del concepto brinda la libertad de cometer algunas licencias, al dejar crecer
en el tronco prolongaciones vegetales sospechosas o perversas. Así, el lector
encontrará aquí los frutos de la llamada “prosa poética”, los aforismos, las
crónicas y hasta esos “textos” cuya hibridez nos devuelve, sin más, a la prosa.
De la miscelánea de géneros a la
intuición improvisada: es posible suponer que lo narrativo es el estilo de
nuestra época. La narrativa no parece ser un género sino una zona, conducto por
donde pasan y se tensan todos los hilos prosísticos y prosaicos.
Expresión cuyo uso común es
reciente, la narrativa parte de algunos de los supuestos que nos legaron las
vanguardias: la anulación de los géneros o su cohabitación. Aun André Gide
distinguía con severidad la nouvelle del
récit. Antes que él, Chejov afirma
que el cuento y la novela no son parientes. Son creaciones enemigas a las
cuales sólo une la casual comunidad de la prosa, esa que ahora invocamos en
nombre de la narrativa.
La ilustración quiso que la prosa
testimoniara el imperio de la razón y las leyes de su retórica. Nuestro siglo
invirtió los términos y la prosa fue cronista de la barbarie. Barbarie
entendida como involución del Progreso y como derecho de los bárbaros a inundar
el mundo con sus dialectos. Los héroes se convierten en monstruos, las leyendas
en mitos y los mitos en novelas. Las prodigiosas descripciones decimonónicas de
tenderos y bandidos se convierten ante nuestros ojos en claves textuales y
esencias en desaparición. La novela no ha muerto. Lo que hizo fue llevar su
ambigüedad hasta la implosión en la narrativa: relatividad del tiempo y
fragmentación del espacio. Libertad absoluta en el derecho de contar.
Antología narrativa, entonces.
Antologar es un acto de fuerza. Se trata de reunir un conglomerado de autores y
obras que nunca hubieran deseado ser emparentados. El antólogo aparece como el
organizador de una reunión artificial o forzosa. Convoca en nombre de la
Historia, el Estilo, las Generaciones, la Amistad, el Gusto o alguna Ciencia o
Religión. La antología puede ser entonces lo mismo fiesta que presidio. Pero es
difícil creer que, arrestados o invitados, los antologados hubieran aceptado
esa violencia que no eligieron. Y nos referimos únicamente a los autores que
duermen en el limbo, sino a la lógica radicalmente solitaria de las obras que
escribieron. Semejantes explicaciones pueden aducirse en el caso, cómo
olvidarlo, de aquellos que no fueron convocados, por razones tan injustas o
dudosas como las otras.
En México la historia de las
antologías poéticas ocupa ya un lugar preciso en el mapa de la tradición
literaria. No ocurre así con la narrativa. Hay dos razones. Por un lado, la
modestia de la expresión narrativa en México. Tenemos, hemos tenido, un puñado
de novelistas y cuentistas de primer orden. Pero basta una comparación con la
poesía para no llamarse a engaño. En cada década podemos hablar, desde Salvador
Díaz Mirón, de dos o tres poetas esenciales que dejan de ser nuestros para
serlo, sin más, de la lengua española. En narrativa no podemos decir lo mismo:
la nuestra es una tradición parca. Jorge Cuesta hubiera dicho que aún no es una
tradición. Michelet o sus contemporáneos en México hubieran sonreído: no hemos
llegado a la “nivelación de las luces”.
La segunda razón es formal.
Atormentados por constituir una cultura estatal y nacionalista, se ha
antalogado épica más que prosa, política más que novela, fábula social más que
textos literarios. El caso de la llamada Novela de la Revolución Mexicana es
ejemplar: la subordinación de la literatura a la Historia con todas sus grandes
letras. En otros casos, diametralmente inversos, se hicieron colecciones
líricas, repertorios de piezas sin contexto ni crítica. Así son la mayoría de
las múltiples y proverbiales “antologías de cuentos mexicanos” que han pasado
por nuestras manos desde niños.
Esta antología hubiera requerido
para su elaboración, apenas hace quince años, una larga temporada en un
cubículo de Kansas o Austin. Pero en los últimos años y cada día con mayor vehemencia,
se está publicando, y a nivel popular, prácticamente todo el cuerpo de la
narrativa mexicana del siglo XIX y del XX. Sin duda faltan todavía algunos
libros y mucha investigación hemerográfica, pero ya es posible trabajar sobre
un universo bastante claro, delimitado y muy abundante. Basta mencionar las
ediciones de la UNAM, la colección “La Matraca” que hicieron Margo Glantz y
Fernando Tola de Habich o la persistencia de Letras Mexicanas del FCE, para
comprobar que librerías de viejo, curiosidades particulares empiezan a dejar
ver la mayoría de sus tesoros o de sus cloacas.
Con el material sobre la mesa
empiezan los problemas. No existe una historia crítica de la literatura
mexicana. No sólo hay manuales modernos sino escasean los ensayos autónomos de
valor literario. Es una vergüenza que los educandos sigan consultando historias
de la literatura editadas por primera vez en 1928, como la de Carlos González
Peña o compendios mucho peores. La responsabilidad recae lo mismo en la
academia especializada que en los críticos literarios que ejercen el
periodismo. Unos y otros están ante un problema profesional y ético: han dejado
sin el aire de la crítica una zona muy vasta de la cultura mexicana.
Los objetivos que José Luis Martínez
enumeró en Tareas para la historia
literaria de México en 1954 ya se cumplieron en su mayor parte (José
Luis Martínez, La expresión nacional
(1955), Oasis, México, 1984, pág. 433-434.).
Pero el trabajo de los precursores no ha sido retribuido. Con los materiales a
la luz, la habitación sigue oscura: sin la electricidad de la crítica. Una
cultura no puede fincar su sobrevivencia en la amorosa dedicación de sus
arqueólogos: admite su naturaleza ruinosa. Afortunadamente hay signos
alentadores en el panorama.
Consultando las fuentes críticas
acumuladas sobre los narradores mexicanos del siglo, un hecho quedó claro: el
nacionalismo, entendido como la búsqueda ontológica y política de la “identidad
nacional”, opera como permanente obstrucción de la crítica en México. La idea
de la civilización hispanoamericana no aparece en nuestra crítica; se ignoran
nuestras novelas y cuentos como parte de la comunidad de la lengua española; la
narrativa mexicana aparece como una isla solitaria cuyo origen es la
partenogénesis y cuya función es alimentar a un ser fuera de la historia y de
la lengua: el mexicano. La apuesta,
burda en el auge del nacionalismo cultural y más refinada en los últimos años,
es por la institución de una “cultura
nacional” cuyo límite no suele ser otro que la apología o el rechazo de la
torre estatal. Las excepciones son del dominio público y pocas veces vienen de
críticos profesionales, corresponden más bien a poetas o narradores que meditan
sobre su obra. El caso de la literatura de la revolución mexicana vuelve a ser
origen y paradigma: o se ensayan ejercicios de literatura comparada a menudo
banales o se aísla radicalmente el terreno para edificar monumentos.
La propia idea de “antología
nacional” es ya decimonónica. Este libro es muestra de esa tradición. ¿A qué
literatura pertenecen Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez o Augusto
Monterroso? ¿A la mexicana, a la colombiana, a la guatemalteca? Pertenecen a la
literatura hispanoamericana. ¿Qué determina su inclusión o exclusión en un
cuerpo como éste? ¿Los años de residencia, el aliento de los libros, alguna
ontología secreta? Nosotros no pudimos asumir plenamente el cosmopolitismo de
la lengua que aquí defendemos. Problemas de orden y concepción lo impidieron:
las fronteras nacionales y estatales son una realidad política que aún define a
las narrativas. Más aún en el caso de una tradición narrativa esencialmente
endógena como es la mexicana. Para efectos de este libro los escritores
chicanos, quedan, otra vez, en el exilio. Pero mientras nuestra reserva
persiste, ellos construyen su reino.
La Antología de la narrativa mexicana del siglo XX se compone de cinco
libros, es decir, de partes autosificientes que van precedidas por
introducciones que intentan ser a la vez un texto crítico independiente y una
guía de lectura de las obras y fragmentos antologados.
Cada libro se subdivide en capítulos
y cada autor esta precedido de una ficha. Éstas pretender ser exhaustivas,
intentan situar al autor en su circunstancia cultural y agotar lo más
sobresaliente de su bibliografía. Ante el abundante material a discernir el
antólogo optó por una visión en bloques de escritores donde se combinara lo
histórico con lo estilístico y diera por resultado una suerte de carta de
navegación cultural.
Ahora brindamos al lector algunos
elementos de antolometría, es nueva rama de la investigación literaria que
Gabriel Zaid ha hecho circular entre nosotros. La Antología de la narrativa mexicana del siglo XX incluye fragmentos
de 151 escritores. De ellos, 60 Han muerto y 91 viven. 135 son varones y 16 mujeres.
De los 151 61 nacieron en la Ciudad de México y 80 en la provincia. Diez
autores nacieron en el extranjero.
La Antología de la narrativa mexicana del siglo XX, cuenta con cuatro
epígrafes que desean establecer correspondencia con todos los libros. En José
Vasconcelos vemos la tensión de la narrativa que nace para fijar una épica y,
al mismo tiempo, para enfrentarla en la destrucción del paisaje y en la crítica
de la voluntad. A través de Jorge Cuesta, sufrimos la ingente pregunta de la
tradición, es decir, de la inteligencia para pensar en la relación con esa
Historia que nos atrae y nos repele simultáneamente, y cuyo pasmo da forma a la
libertad del estilo. Con Octavio Paz enfrentamos la herida que lo novelesco
impone en el corazón de la modernidad: un espejo en una civilización sin
caminos. José Revueltas cuestiona el dolor que separa a la realidad de su
realismo, al mundo de su exageración.
LA
GUERRA Y LA PAZ
Entre 1910 y los años finales de la
década de los veinte México vivió una de las guerras civiles más devastadoras
del siglo. Varias revoluciones transformaron la geografía humana movilizando a
miles de hombres y mujeres por todos los caminos. Las líneas ferroviarias,
orgullo del Porfiriato, fueron las venas por donde fluyó la sangre envenenada
que paralizó el corazón del antiguo régimen. México entraba en locomotora al
sangriento siglo XX. La conciencia de una nación cambió o al menos ésta dibujó
otro rostro de sí misma. Algunos piensan que cambió todo para que no cambiara
nada. Quizá esta frase hecha sea el sino de todas las revoluciones de la
modernidad. Pero sabemos que de ese caos primigenio y tradicional, radical y
conservador, nació uno de los Estados más viejos del siglo y que la cultura
popular (y estatal) que se identifica con eso que llamamos Revolución Mexicana,
es discernible como una de las líneas más profundas en el mapa de la
civilización contemporánea.
Sabemos
que los poetas se adelantan a los tiempos. Que el cometa de Halley y un temblor
de tierra impresionaron el cielo y la corteza terrestre en el nacimiento de la
revolución mexicana, pero seguimos sin discernir exactamente las relaciones
entre el cisma social y la escritura de quienes lo viven.
¿Dónde
está el comienzo de nuestras tragedias revolucionarias? Para George Steiner el
drama comienza cuando Napoleón Bonaparte invade Europa. Entonces el universo de
la historia como revolución y de la
guerra como política es impuesto a
todos los hombres, obligados a convivir en el dilatado horizonte común de la
civilización y de la barbarie. Para Czeslaw Milosz “la aceleración de la
historia” en el siglo XX es el paradigma fatal de nuestra condición. La novela,
esa hija consentida de la centuria pasada que se ha negado a morir, ha tenido
que acelerarse en su carrera contra el tiempo. La revolución francesa no tuvo,
en sus días, grandes novelistas. El pasmo de Goethe en Valmy (que le da la
razón a Steiner) terminó hacia 1830 cuando Stendhal y Balzac comienzan a
brillar. Hija de la decepción, la novela necesitaba tiempo para enfrentarse a los desastres humanos. No podía competir
con la memoria de Chateaubriand ni con la paciencia de Michelet. Separada de la
épica por amargura, la novela moderna nace con la idea del hombre común y en
ésta se refugia. La novela, cuando lo es resueltamente, no puede ser sino crítica. Los Julien Sorel y los
burgueses de Balzac –o los nostálgicos chuanes de Barbey d´Aurevilly- rechazan
los monumentos pues habitan las ciudades. Estos personajes han visto la tragedia de la historia (que para un
moderno, pues por eso lo es, no es otra que la de la revolución) como una
fastuosa consigna del golpe de Estado o como una maldición vomitada en el
altar. Le dan la espalda. Flaubert centra La
educación sentimental en los días revolucionarios de 1848 para mostrarnos
cómo los miserables arrojan por las ventanas las pelucas de la reina y cómo los
amantes no cancelan sus citas aunque éstas tengan que transcurrir entre las
bombas.
A
fines del siglo XIX Lenin y lo suyos han convocado científicamente el advenimiento de la sociedad sin clases. Cuando
la ilusión se produce tal cual no es aventurado creer en la sugerencia de
Edmundo Wilson en Hacia la estación de
Finlandia: al joven Lenin alguien le dejó najo la almohada la diabólica
llave de la Historia. Así las cosas, acelerado el tiempo en el abismo del
milenio, los novelistas rusos se protegen de inmediato invocando a Los Demonios de Dostoievski. Apenas en
1919 Boris Pilniak ha terminado El año
desnudo donde imagina a Rusia como una bruja aullando en la ventisca. Tal
para cual: si la revolución anuncia el final de la historia, la novela se
complace en destruir el tiempo ordinario de la vida. Andrei Bieli había escrito
la gran premonición novelesca de la revolución: Petesburgo. Tienen prisa, carecen de las décadas de Balzac,
Flaubert o Zola. No tienen medio siglo para destilar la amargura de la
desposesión. No tardarán en ser devorados. Pero han arrancado la máquina del tiempo de manos de los
comisarios y la han conservado entre sus pertenencias.
¿Y
la revolución mexicana? ¿Cómo se articula la revolución con la literatura en
México? Una de las desgracias de la crítica literaria nuestra, cuando organiza
el pasado, es su indeclinable rechazo a relacionarnos con la civilización. La
precipitada y propagandística constitución académica y política de una “Novela
de la Revolución Mexicana” arruinó por varias décadas la inclusión de nuestra
“literatura revolucionaria” en el horizonte de la modernidad. El trabajo es aún
arduo. Las labores de naturaleza arqueológica han concluido esencialmente. No
podemos pasar toda la vida en los archivos. A ningún crítico le alcanzaría la
vida para seguir la endemoniada proliferación de los papeles. Necesitamos limpiar
e interpretar. Necesitamos un reformador que dictamine la necesidad de una
lectura libre de las escrituras. En el vasto campo de los cuentos y las novelas
sobre la revolución mexicana hay todavía historia secretas que es exigencia
relacionar. Si desde hace algunos años historiadores y sociólogos han
reconstituido la trama de las revoluciones mexicanas, despejando neblinas
ideológicas y tramoyas estatales, algo similar tiene que ocurrir con los
críticos literarios. Los novelistas de la revolución mexicana cumplieron con la
función moderna de la novela, con su estirpe crítica. También las novelas
mexicanas de la guerra y la paz testimonian el drama moderno de la revolución.
I.
EL
SALÓN Y LAS CELDAS
No sólo los detectives de la Agencia
Pinkerton que perseguían a los liberales magonistas por los Estados Unidos
tomaban previsiones para impedir el estallido. También, más sabia pero menos
efectiva, la literatura aleteaba ante las evidencias. Acostumbrados como
estamos a la negación absoluta de una época por sus victimarios, seguimos
contemplando el Porfiriato (1876-1911) como una lamentable edad de las
tinieblas entre el brillo de la Reforma y de la Intervención, y el metal
terreno de las cananas. Pero el panorama literario del Porfiriato no sólo es
rico por la renovación radical del modernismo sino por las profundas
correspondencias que se establecieron entre literatura y sociedad. El
modernismo unió en el conflicto a la bohemia con la utopía. Rubén M. Campos en
su novela Claudio Oronoz (1906) ve
aparecer entre los delirios de la construcción romántica al Cristo rojo. Como
en todas las sociedades occidentales –y México ya lo era en algún sentido-
dormían bajo el sopor de la belle epoque
las fuerzas que la destruirían: el nacionalismo y sus persecuciones, el totalitarismo
y sus bombas libertarias, los paraísos artificiales y la aurora de las
vanguardias.
Si
concordamos con Walter Benjamin en la defenestración del artista por la
sociedad burguesa no podemos negar que el Porfiriato fue excepcional al paliar
el conflicto. Ante la ausencia de un mercado cultural, más allá del calvario
del periodismo, aquél régimen dio a sus escritores las comodidades de una
manutención oficial que hasta nuestros días perdura. Lo que hoy es la
burocracia cultural, en esos días lo eran las dietas parlamentarias, el
servicio diplomático o los puestos oficiales. Hacia 1900 los escritores
mexicanos eran la envidia de sus colegas hispanoparlantes. No había gobierno
más generoso con los escritores que le eran adictos como el mexicano. Como cuenta
Enrique Gozález Martínez, un buen día se amanecía diputado por un distrito que
no se había pisado nunca. Federico Gamboa escribió estas líneas que aún hoy
muchos escritores mexicanos podrían hacer suyas: “¿Por qué quiero, a fuerza,
vivir con empleo del gobierno? ¿Por qué no aprendí a otras cosas? ¿Por qué en
el fondo de nuestros proyectos y de todas nuestras empresas, como mexicanos, se
levanta el tesoro nacional manteniéndonos a todos, suministrándonos el sustento
total o una parte del sustento? (…) Es el viejo pacto tácito: nosotros contamos
eternamente con el gobierno, para vivir, y todos los gobiernos, desde los
virreinales hasta los de nuestros días, cuentan con que nosotros contemos con
ellos…” (Federico
Gamboa, Diario, edición de José
Emilio Pacheco, Siglo XXI, México, 1977, p. 54).
Esto
lo escribió Gamboa el 6 de marzo de 1895. El Porfiriato había constituido una
inteligencia brillante y pagada, que hablaba el francés en la Cámara de
Diputados y gozaba de singulares libertades artísticas, amén de las noches de
calavera y las pasiones tóxicas. Pero más allá de esta institucionalidad en las
relaciones entre el poder y la república literaria, el Porfiriato presenta una
suerte de cuadrivio cultural cuya potencia explotaría sobre la revolución. El
modernismo con sus poetas formidables; la novela naturalista que registra el
pulso social; la imaginería popular desatada en Posada; la rebeldía primero
liberal y luego ácrata de los magonistas. Estos cuatro componentes (nunca
integrados del todo) no sólo fueron una plataforma de civilización similar a
cualquier otra en Occidente, sino la materia prima que nutrió esencialmente a
las novelas de la revolución y a toda la literatura mexicana del siglo por
extensión.
La
generación que vivió esas condiciones políticas y estéticas sufrió la
revolución como un cataclismo moral, económico y literario. Por eso defendieron
el Porfiriato hasta la ignominia. La lista es larga: José Juan Tablada
arrinconando a Madero chantecler
hasta el martirio con la complicidad de su antiguo rival antimodernista
Victoriano Salado Álvarez; la nunca suficiente (para él) contrición de González
Martínez por su gazapo huertista; la almidonada tristeza del exiliado Luis G.
Urbina que temía regresar a la ciudad donde sería extranjero… Destruidos y
desesperanzados algunos, jolgoriosos suicidas los otros, de ese mundo venían
los novelistas porfirianos que escribieron sobre la Revolución, de los que
ahora nos ocuparemos.
La
entrada es el naturalismo. Al menos como lo ejercieron Salvador Quevedo y
Zubieta y Federico Gamboa. Publicada en 1912, La Camada de Quevedo y Zubieta es la novela admonitoria. La inmensa
culpa que encarnó el naturalismo como resultado de los pecados de la sociedad
industrial, produjo un equilibrio difícil de sostener. El morbo médico y
criminológico del naturalismo se refleja en la estancia que Quevedo y Zubieta
escoge para su novela: la clínica nocturna, purgatorio previo al helado
infierno de la morgue, espacio moral donde los doctores y policías se debaten
entre la prevaricación y la caridad. Los naturalistas se deleitan como
literatos en la putrefacción del cuerpo social. Como moralistas pedían higiene
y, si acaso, cirugía menor. Pero el enfermo requería amputaciones. El universo cerrado
que dibuja Quevedo y Zubieta, no puede ser otro que el de la antesala de una
revolución. Pero si La Camada
ambienta la putrefacción, si el naturalismo es la técnica cultural que una
sociedad a punto de caer usa para lavar sus culpas, en la superficie de un
domingo en La Alameda, Quevedo y Zubieta describe la clave inevitable –una
bofetada contra el presidente Díaz en 1897- que está en el fin del siglo XIX.
El magnicidio o tiranicidio fue la advertencia que los rebeldes individuales
lanzaron sobre el maquillaje finisecular. Desde el asesinato del Zar liberador
de los siervos (1881) hasta el sacrificio de Francisco Fernando en Sarajevo que
abre la Gran Guerra en 1914, bombas y cuchillos van mellando los cuerpos
reales. Quevedo y Zubieta (describiendo un hecho histórico) no le concede al
capítulo mexicano de ese historial otra visión que la de la broma grotesca.
Bofetada inocua en el rostro del poder y tortura al cuerpo del fracasado. Pero
los terrenos se despejan. Cuando un mendigo atenta contra un príncipe, cuando
esos dos cuerpos se enfrentan por un momento sólo, la historia vive un vacío
que ya no se vuelve a llenar, pues se ha roto la separación orgánica que divide
el poder de sus sepultureros. La advertencia magnicida de las últimas décadas
del siglo XIX tuvo esa naturaleza y en La
Camada Quevedo y Zubieta escribe ese instante de adivinación. El simulacro
de magnicidio es el instante que abre el tiempo de la tragedia.
Federico
Gamboa no mencionó a la revolución mexicana en ninguna de sus novelas. Pero la
aparición de La llaga en 1912 es un
epitafio en la frente de un hombre que vivió más de lo que hubiera deseado. Con
La llaga –descripción de la cárcel
como metáfora de la sociedad coagulada- el naturalismo –a las puertas de la
revolución- se vuelve parodia involuntaria de sí mismo. La posteridad le jugó a
Gamboa bromas humillantes en ese sentido. Ser escritor naturalista es una
difícil profesión: si a Eugenio Sue se le suicidó un obrero en plena sala para
homenajear al cronista de las miserias proletarias, los desaguisados que sufrió
Gamboa no fueron pocos. El mártir Aquiles Serdán estaba leyendo La llaga poco
antes de ser asesinado por las tropas federales. El fiel servidor de Díaz tiene
que dar explicaciones a los bromistas que lo acusan de alimentar el fuego
rebelde con sus libros. Tiempo atrás, realizando las notas preparatorias para La llaga, con la tradicional libreta
naturalista en mano, Gamboa visita la fortaleza penitenciaria de San Juan de
Ulúa y de una inmunda tinaja ve aparecer al preso político magonista Juan
Sarabia, que astroso pero amable lo saluda y se enorgullece de estrechar la
mano de su escritor favorito; la moraleja cabal ocurrirá a principio de los
años veinte cuando los sindicatos rojos representan Las pugnas de la gleba y el escrito se queja amargamente de que sus
derechos de autor no le son abandonados. Y en efecto, las revoluciones no
retribuyen regalías a sus precursores involuntarios.
El
naturalismo de Gamboa no solo introdujo las formalidades técnicas de una
“profesión de la novela” en México, sino la realidad de una literatura que,
preparada para ser juez moral de una sociedad constituida, se convierte en
prueba de cargo contra ésta. Pero ese caldo de cultivo –de donde se sorbía la
asepsia y la podredumbre- estaba alimentando a un médico que escribía correctas
novelas naturalistas y que escribiría la novela de la revolución: Mariano
Azuela.
En
el curso de la década revolucionaria empezaron a aparecer, a veces póstumas,
las novelas de los “extraños visitantes”, los que salían del pasado a mirar la
guerra. Fuertes y débiles (1919) de
José López-Portillo y Rojas es la novela emblemática de esa especie. La suya es
obra del dolor y del resentimiento. La revolución arrasó con su mundo y su
pluma clama venganza. Nacido en la mitad exacta del siglo pasado, alcanzó la
madurez en el Porfiriato y fue su realista más serio y solemne. Seriedad que
significaba acumulación de topografía y costumbrismo, solemnidad radicada en
tramas medidas según los tópicos de la tradición nacional. En el novelón
campirano que le dio celebridad La
Parcela, 1898, López-Portillo y Rojas recrea la sempiterna condición del
campo mexicano: víctimas y verdugos, funcionalidad de los derechos de posta y
de pernada. En Fuertes y débiles, ya
sin la concisión y el acendrado casticismo de La Parcela, ilustra la inevitable y dramática incomprensión con la
que enfrentó a la revolución. Por un lado no deja de verla como una bochornosa
repetición de los desmanes decimonónicos. Pero sabe que lo que ha ocurrido es
un cataclismo del que su mundo no saldrá a flote. Esta vez la plebe no sólo
sacrifica al dudoso héroe de la novela; aquélla ha destruido para siempre “la
parcela” y éste es responsable de su destino. Texto punitivo, Fuertes y débiles no pueden comprender
las funciones del Otro que ha emergido. Busca al culpable en la propia casa y
encuentra a los jóvenes que afrancesados o anglófilos abandonaron la hacienda
por la ciudad-Babilonia y sus placeres prohibidos. La de López-Portillo y Rojas
es una crónica común a todas las sagas que registran la caída de un imperio:
las cigarras medran mientras la tradición se hunde en el fango. Como Joseph
Roth en La marcha de Radetzky, que
sorprende a los fieles de Francisco José festejando el asesinaro de su sobrino,
López-Portillo y Rojas enumera las largas y corruptas sesiones conspiradoras
donde se fragua el derrocamiento de Madero y la usurpación de Victoriano
Huerta. Asqueado, el novelista no puede comprender la modernidad salvaje de una
revolución; le basta con sacar el fuerte para golpear las manos de una
generación que usufructuó la paz y la abundancia, abandonando el mundo de sus
padres a la barbarie. Si el naturalismo se une a la revolución mediante un nexo
problemático pero certero, el realismo de López-Portillo y Rojas parecía finiquitado.
Su reaparición en los años treinta, aunque amparado en ideologías surgidas de
la revolución, habla mucho de ciertos ríos subterráneos que la historia no
logra secar.
Si
López-Portillo y Rojas es incapaz de comprender lo que ha ocurrido, a pesar de
ser viejo, La fuga de la quimera de
Carlos González Peña es la novela del joven que ha entendido a medias,
comprensiblemente dividido entre las líneas retóricas de una sociedad apenas
caída y el entusiasmo ante los vientos renovadores. Su novela –obra de un
escritor relacionado con el Ateneo de la Juventud, la generación entonces más
joven- es un híbrido. Estilizaciones modernistas con una prosa limpia y
concisa, tensión dramática devota del realismo. Metamorfosis textual,
metamorfosis política. Entre las fiestas del Centenario y la Decena Trágica
asistimos a una conversión maderista teñida de oportunismo; pero cada vez que
ésta es motivo de explicación racional, comprendemos que lo político es
únicamente didáctico o pedagógico, que la revolución es solo un telón de fondo
para ejercer una precoz pero ya tradicional formación literaria, que la
Historia no es una experiencia vital, sino el argumento dramático a la mano. La
anécdota amorosa paralela a la revolución, aparece como una rosada e
insustancial carta de amor dejada caer sobre los adoquines humeantes de la
guerra. La ajenidad de un escritor joven cuya educación ya ha tenido lugar,
pero cuya sensibilidad política está todavía abierta a los hechos, es el sello
de La fuga de la quimera. La de
González Peña es una transición que no se efectúa. Para él, el pasado está
muriendo pero el futuro es aún indiscernible e inhóspito.
En
¡Ladrona!, la novela de ese
desconocido que fue Miguel Arce, hallamos nuevamente al universo tradicional
resquebrajado. La obra de este periodista que formó parte de la emigración
mexicana en los Estados Unidos comienza parodiando su género: “Es viejo, cuando
la narración comienza en un pueblo de provincias, hacer que aparezca en primer
término el alcalde, el cura, el boticario y el maestro de escuela; pero como
ésta más que cuento será historia, el lector verá a los cuatro personajes
reunidos, no por recurso del novelador, sino por respeto a la verdad.” (Miguel Arce, ¡Ladrona!, edición de Denis J. Parle,
INBA-SEP, México, 1985, 1. 17).
Miguel
Arce explora –con una prosa notable por ligera- una situación tradicional –en
efecto, el pueblo de siempre- enfrentada al caos revolucionario. Aunque ¡Ladrona! Reúne todos los tópicos
sentimentales y tipográficos decimonónicos, la narración es tan suelta que el
lector los acepta de inmediato. La buena familia, los antirreeleccionistas
conspirando tras la fachada de sus oficios cotidianos, el amor civil y femenino
por los jefes militares destinados a preservar el viejo orden, los viajes a la
hacienda, la docilidad indígena de las tropas federales y, sobre todo, la
aventura del joven consentido del pueblo enviado a la Ciudad de México, son
elementos que dan a esta novela envidiable veracidad. Arce registra la
somnolencia de poblaciones rurales que ignoran que el mundo está cambiando, que
consideran la revolución (pues así fue para millones) tan sólo otro motín
sangriento. La extrema violencia acabará por convencerlos de las dimensiones
del desastre y de la redención; en tanto, el heroecito de la novela anda en
malas compañías, ligado a la agitación política antiporfirista, que Miguel Arce
retrata originalmente en las dimensiones que cobró ésta en los bajos fondos
capitalinos.
La
de Julio Sesto La tórtola del Ajusco
es en cambio una novela estructuralmente muy pobre. Pero la visión de Sesto,
escritor español y observador externo, supera las manidas limitaciones de su
asunto central: la mujer caída. Escrita en la colonia Roma en el invierno de
1914-1915 –aquel que presenció la entrada triunfal de Villa y Zapata en la
ciudad de México-, La tórtola del Ajusco
ofrece una interesante visión de esa vida nocturna colapsada por la irrupción
de la guerra. Las mujeres decentes, cuyas familias se están arruinando,
conviven con los golpeados porfirianos y los recién ungidos generales
revolucionarios. A Julio Sesto le aterroriza la violencia revolucionaria que
cobra en su heroína una víctima de sus crímenes ciegos; pero
anarcosindicalista, se ve obligado a balancearlos con la voluntad redentora que
los provoca.
Novelistas
porfirianos, hemos dicho, no necesariamente porfiristas.
¿Águila o sol? De Heriberto Frías es
una novela ejemplar, única en el periodo, obra de un rebelde que no se contentó
con oponerse a la dictadura y sufrir prisiones. Antes de morir aún tuvo aliento
para introducir una doble modernidad en la narrativa revolucionaria. Por un
lado Frías escribe bailando; pleno de juegos valle-inclanescos, busca la
riqueza en el lenguaje y vivifica una narrativa castigada por sus complejos de
inferioridad, el servilismo castizo y las exageraciones modernistas. Por otro,
Frías es el primero que se atreve a reírse de la revolución mexicana: los polvos de aquellos lodos de Caín, de
Judas y de Barrabás, como los llama. Pero la suya no es la risa sarcástica
del resentido que ve hundirse sus fueros. El suyo es humor crítico,
desconsideración de la historia como sacramento. Al retratar el mundo
porfiriano que se hunde no duda en efectuar una relación fantasmahistórica y llamar a comparecer a los histriones y profetas del diluvio que
sentados en un banquete discurren sobre la divertida ruina de sus días. La
intelectualidad porfiriana que lo rechazó y sus no menos falibles sucesores
reciben de Heriberto Frías justo castigo: los pone a batallar en el infierno de
la ironía.
El salón y las celdas hemos titulado a
esta antesala de novelistas excluidos del cuerpo canónico de la “Novela de la
Revolución Mexicana”. El salón donde don José López-Portillo y Rojas escucha
las tardías e inútiles cábalas que retrasan pero no conjuran el desastre; el
salón donde los amaneramientos posmodernistas de Carlos González Peña se
confunden con las conversiones maderistas; el pacato salón familiar de
provincias que Miguel Arce ve destruido por la guerra y la ciudad; las celdas
que, a manera de advertencia punitiva, los naturalistas Quevedo y Zubieta y
Federico Gamboa denuncian como pruebas de inmundicia, y se convierten en
llamadas involuntarias a la rebelión. Los jóvenes conversos y los señoritos
castigados por la turba; los viejos cuyos faldones de oro ya no les permiten
huir; las mujeres caídas, violadas y asesinadas por los zapatistas –como la
Fémina de Sesto- que ya ni siquiera cuentan con el coro del repudio social,
destinadas a la etiqueta en el dedo del pie en las morgues de la revolución. Y
un Heriberto Frías muriéndose de risa, anteponiendo el lenguaje a la Historia
como una calavera de Posada.
El salón y las celdas lo cierra el más
viejo de los novelistas incluidos en esta antología: Juan A. Mateos. Nació en
1831 y escribió sobre el cenit y el crepúsculo de Maximiliano. Parece
deliberada la coincidencia de su muerte con la de su siglo, la que festejó (no
sin lágrimas de nostalgia) como el liberal pendenciero que nunca dejó de ser.
El más viejo atrapa –en una novela apresurada, periodística y testamentaria- el
fin violento de una época: La majestad
caída.
La revolución, reloj acelerado de los modernos, fue
comprendida al instante por estos novelistas como apocalipsis o caos
primigenio. Todos estos componen un ciclo diverso y legible. Comprenden el fin pero lo narran sin poder
penetrar en él; son extraños visitantes que consignan los hechos, levantan
difíciles tramoyas para explicarlos, hacen uso de la retórica que heredaron
pero no pueden entrar, están afuera, son viajeros en un tiempo que ya no
coincide con el de su espacio. Entre el intento de magnicidio contra Porfirio
Díaz que registra Quevedo y Zubieta y el adiós al Ipiranga en Veracruz que cierra La
majestad caída de Mateos, la peculiar confabulación de los acontecimientos
se transmuta en historia. No les quedará, aun a los que sobreviven a su
fabulación novelesca, más que el consuelo poético de Urbina, el de regresar a
la ciudad siendo, ya, extranjero. El
salón y las celdas: espacios cerrados que ceden ahora a los espacios
abiertos y vertiginosos de la épica revolucionaria.
II.
LA
GUERRA: ÉPICA MAYOR
Nietzsche sugiere en La genealogía de la moral que las fortalezas estatales son la obra
maestra del sedentario. Fundar y construir es rechazar a los nómadas. Y es en
la figura del nómada donde el novelista de los tiempos revolucionarios puede
encontrar una equivalencia pertinente. Registrar una noción problemática del
vocablo revolución puede contribuir a
situar las piezas en su justo orden. Dice Octavio Paz: “Revolución es una
palabra que contiene la idea del tiempo cíclico y, en consecuencia, la de
regulación y repetición de los cambios. Pero la acepción moderna no designa la
vuelta eterna, el movimiento circular de los mundos y de los astros, sino el
cambio brusco y definitivo en la dirección de los asuntos públicos. Si ese
cambio es definitivo, el tiempo cíclico se rompe y un nuevo tiempo recomienza,
rectilíneo. La nueva significación destruye a la antigua: el pasado no volverá
y el arquetipo del suceder no es lo que fue sino lo que será. En su sentido
original, la revolución es un vocablo que afirma la primacía del pasado: toda
novedad es un regreso. (Octavio
Paz, Corriente alterna, siglo XXI,
México, 1967, p. 151)
Los
nómadas son quienes pueden comprender una revolución. Viajan en el tiempo. Su
presente es un camino en movimiento cuya dirección es imprecisa o caprichosa.
La ruptura capital, que no siempre cronológica, entre los novelistas
porfirianos y los que ahora antologamos no es tanto ideológica como sensorial.
Las plumas de Gamboa, de López-Portillo y Rojas e incluso la de Heriberto
Frías, son instrumentos que no se mueven, estáticos, incapaces de seguir la
gráfica del encefalograma de la historia. No es casual que escriban sobre
escritorios inmóviles y retraten estancias teatrales (cuadros escénicos) como
lo son la celda, el salón, o el banquete. Mariano Azuela (1873-1952), José
Vasconcelos (1882-1959) y Martín Luis Guzmán (1887-1976) se mueven con la
Tierra. Quienes escribieron fuera de esa movilidad no pudieron entender la
naturaleza revolucionada de su tiempo. Quienes los suceden, en los años
treinta, viven otra vez en el páramo sedentario de lo estatal. El nomadismo es
un privilegio extraño y escaso. Su herencia escrita es instantánea, resultado
de conexiones tan graves cuanto efímeras entre los traumas de la corteza
terrestre y la sensibilidad sismográfica de ciertos espíritus.
¿Épica
mayor? Paradoja del tiempo revolucionado, la épica es anterior al drama, expresión
civilizada del tedio de los ciudadanos. Azuela, Vasconcelos y Guzmán son épicos
pues la revolución los devuelve a un principio histórico donde la luz nacional
se apaga y sus criaturas viven devueltas al estado del nomadismo. Sus
descubrimientos parecen adánicos pues la dominación sedentaria fue interrumpida
por el caos y todo simula comenzar de nuevo. Épica moderna, la que estos
novelistas practican se aleja de toda ingenuidad heroica, pues e sabe inmersa
en la repetición del tiempo.
Mariano
Azuela lo sabe. “La Revolución “, nos dice en Los de abajo, es el huracán, y el hombre que se entrega a ella no
es ya el hombre, es la miserable hoja seca arrancada por el vendaval”. La
violencia destruye las estancias decimonónicas
para plantear la modernidad de los orígenes. Los hombres vuelven a
parecer cosas al arbitrio tempestuoso de la naturaleza. Ahora la naturaleza es
humana y es política pero parece fatal e inmanente.
Publicada
en 1915 y prácticamente inédita durante una década, Los de abajo es la novela de la revolución mexicana. Y no lo es por
razones políticas o culturales, pues su originalidad en ese sentido es más bien
parca. Lo es por un mágico efecto literario. Víctima de una revolución, el
autor de Los de abajo es exactamente
el correcto Azuela del naturalismo ni el decadente y aburrido novelista que
vino después. Frente a los hechos, Mariano Azuela prende una vela en la tenebra
de un apagón histórico. El pabilo a veces se apaga y cuando el fuego a veces lo
reanima, la acción ha sufrido una brillante metamorfosis. Los de abajo es una ruptura violenta y única probablemente
involuntaria. Esta última sospecha no es en demerito de la perspicacia con la
que Azuela compone la novela, sino producto de la creencia en esa complicidad
entre la historia que exige un estilo y el escritor que aparece para
complacerla. Herida en el curso de la tradición nacional y corte literario, Los de abajo hunden al narrador en el
colapso de los acontecimientos. La soledad de Mariano Azuela en la sociedad
literaria del Porfiriato, su conocimiento íntimo –era médico de pueblo- de los
bajos fondos y su fidelidad artística y provinciana al naturalismo, parecen
predisponerlo a vivir la elección. Azuela escribe abriendo y cerrando los ojos;
sus parpadeos son una renuncia a las seguridades sedentarias de su formación
literaria. No sólo los hombres son hojas secas en la tormenta. Integrándose a
su horizonte el escritor también lo es. Todo en Los de abajo ocurre ante nuestros ojos. Como Isaac Babel, el
Mariano Azuela de la revolución rusa, el escritor que viene de otro siglo lo
pierde todo para fundar una concepción distinta del tiempo revolucionario en
literatura.
Las
novelas porfirianas dedicadas a la tragedia revolucionaria son diurnas o si
acaso crepusculares. Las avenidas de una ciudad francófila asaltadas por las
masas y junto a ellas el carruaje irresponsable de los amantes. La golosa
ironía de un banquete. Un atentado en plena luz en La Alameda. La fría
iluminación del depósito de cadáveres. Intempestivamente, un año después que el
veterano Juan A. Mateos a despedido a Díaz en Veracruz, Azuela escribe como si
la civilización se hubiera apagado y una nación volviera a perderse en el
corazón de la montaña, madre de los bandidos.
Los de abajo es una novela nocturna.
Cuando el sol sorprende a los guerrilleros no sólo los deslumbra sino que los
obliga a refugiarse en la noche eterna de la sierra. Azuela sabe acompañarlos
en ese desasosiego primitivo, Los sedentarios gobiernan de día y los nómadas
escapan en la noche. Demetrio Macías es un rebelde. Ha huido de los ritos
solares de la hacienda y se interna en el matorral espeso. Azuela trabaja con
la placa fotográfica. La comparación con Babel, no por manida deja de ser
excitante. Las patas de los caballos, los crímenes gratuitos, el humo de las
locomotoras y la sangre de los heridos son la lectura que no cesa de un mundo
temporalmente recuperado para lo primigenio. Azuela, por supuesto, interviene,
pero sus comentarios son apostillas o pies de página en sus fotografías. El
sentido formal de la novela es la acción. Renuncia Azuela en Los de abajo a la justificación por las
obras, a las seguridades formativas del novelista decimonónico.
Demetrio
Macías en una sombra y un síntoma. Jamás un caudillo. Para caudillos los de
Martín Luis Guzmán, determinados por el poder y su fatalidad. Azuela aun no
percibe un poder organizado entre las causas y sus efectos. Los suyos no saben
quiénes son y son, bandidos sociales o justicieros. Resulta notable la renuncia
de Azuela a caracterizar ideológicamente a la revolución en su novela. No es
que deje de ejercer una mirada moral, aquella que concibe ese movimiento como la bola.
Para
Azuela el enemigo a vencer de ese movimiento es vago e impreciso. La suya es
una épica sorda en la que nada conduce al heroísmo. Pero se permite, en
medianoche, hacer aparecer a Luis Cervantes, el intelectual, quien es al mismo
tiempo el oportunista tránsfuga del
Porfiriato y la conciencia moral de la novela. La modernidad de Los de abajo no podía renunciar a ese
incómodo y a veces lamentable testigo del siglo.
Luis
Cervantes sabe que los campesinos que lo han salvado y con quienes lucha para
colocarse en el nuevo Estado que nacerá de la humillación de los nómadas, ya no
son peones irredentos sino criaturas liberadas de su destino. Demetrio Macías
no es un rebelde sublime, sino la encarnación práctica de un héroe colectivo.
Azuela no lo concibe como el nuevo hombre que retratarán años después los
muralistas y los novelistas proletarios. Tampoco lo considera la bestia asesina
que se complacía en retratar López-Portillo y Rojas o Julio Sesto.
Demetrio
Macías es un revolucionario del siglo XX que ignora lo que la historia quiere
de él. En Los de abajo ya no existe
la escenografía patriótica ni el paisaje nacional que brinda a los personajes
esa justificación vital que su autor es incapaz de darles. Demetrio Macías pasa
del bandidaje a la guerrilla y de ésta
ala guerra formal sin que su tarea alcance justificación política
alguna. Su sobresaliente participación en la toma de Zacatecas no le prodiga
ascenso social alguno sino tan sólo el salvoconducto para volver a esa noche
sin memoria de la que no debió salir.
Demetrio
Macías que confiaba en Francisco Villa como en el bandido-Providencia, vuelve a
la noche como un Ulises indio, a esa familia que se reproduce, a esa errancia
de la violencia que no culmina, a morir con los ojos fijos y con el fusil
buscando la nada.
Piedra
de toque de la retórica nacionalista que deseó constituir una Novela de la
Revolución Mexicana, Los de debajo de
Mariano Azuela rechaza a la momificación ideológica. Como toda obra ligada
críticamente al arte y a la historia, resiste y se aparta. Su permanencia es la
revelación novelística de una épica moderna cuyo héroe es colectivo, como en
las antiguas sagas, y su destino es la saga, como en todas las tragedias
revolucionarias del siglo XX.
Si la épica de Mariano Azuela es la de la
masa perdida entre la tradición y el abismo, la de José Vasconcelos es la épica
del yo. Vasconcelos es un escritor extraordinario gracias a la impudicia de su
egotismo. En Ulises criollo y La tormenta –ambas publicadas en 1936 y
lo mejor de sus memorias- la revolución mexicana aparece como el escenario
trágico donde una personalidad (la suya) tendrá la oportunidad de vivirlo todo.
Nadie como él practicó con tanta devoción el ideal d ´annunziano de la vida
intensa y peligrosa. Nadie como él le agradeció tanto a la historia la
oportunidad que le dio para apostar por su destino. Azuela transforma el
realismo y el naturalismo en una nueva épica del héroe colectivo; Vasconcelos parte de sí mismo. Azuela escribe
lo que ve muy poco después e haberlo vivido y Vasconcelos aguarda veinte años
para dictar a la patria que lo humilló sus memorias de ultratumba. En Ulises criollo y La tormenta no es aun Vasconcelos el ultramontano que morirá entre
la naftalina del resentimiento; es el intelectual entre los chacales, el hombre
entre las mujeres, el sublime entre los bárbaros, el pecador entre los justos.
Cristiano y pagano, racista y demócrata, adúltero confeso enamorado del
amor-pasión, hombre de fe incapaz de desoír a la carne, Vasconcelos siempre
cree tener la razón aun cuando sospecha que ésta riñe consigo mismo. Así, la
revolución mexicana es para este memorialista la inmolación de su espíritu y su
resurrección como conciencia crítica. Su prosa es como sus afectos: hermosa y
vengativa, soberbia y autodestructiva
Despiadado,
José Vasconcelos escribe con la diatriba. No mira a las masas más allá de los
arquetipos culturales por los que apuesta. Su obsesión es la permanencia y la
renovación de una civilización hispana y católica que sabrá salvarse por su
síntesis en esa “raza cósmica” de la que él es profeta; sus odios están el
norte geográfico y su civilización anglosajona y protestante, y en el sur
indígena, encarnado en el maligno Zapata y sus hordas teocráticas y
prehispánicas. Su ilusión fue una democracia criolla, antiimperialista y
católica. Ama a Madero y va renunciado a Villa, a Carranza, a Obregón, pues
sólo ha confiado en sí mismo y en ese imposible Gobierno legítimo de la
Convención de Aguascalientes, enemigo de todas las facciones. En los capítulos
que de La tormenta se reproducen,
Vasconcelos sufre la derrota del régimen convencionista presidido por Eulalio
Gutiérrez, la opción que según Vasconcelos salvaría a México de la barbarie
(Villa y Zapata) y de la nueva dictadura pretoriana encabezada por Carranza.
Régimen rehén de fuerzas incontrolables, el de la Convención apuesta
Vasconcelos su dignidad heroica. La aparición de Villa y Zapata en el banuqte
convencionalista ilustra a ese México bárbaro que fue su pesadilla.
Ulises criollo es el libro de la educación sentimental;
La tormenta es la obra maestra de su
egotismo. El de Vasconcelos es un heroísmo moderno donde el protagonista es un
ser desgarrado por la ambivalencia de los hechos frente a las convicciones, que
creyéndose firmes son tan peligrosas como las dudas. En Vasconcelos la historia
es una locura y la revolución mexicana un desastre que presenta la inmolación
moral de un puñado de hombres en manos de una raza indómita. Con la literatura
Vasconcelos se sublima en el tiempo. El Vasconcelos de La tormenta vive su destino como un espacio abierto donde cabe lo
mismo la escapatoria de una celda que las largas visitas al Museo Británico, el
amor ilegítimo por una mujer que la pasión derrotada por una nación
irredimible, el gusto romántico por la acción y la ansiedad por la contemplación
religiosa o mística que atribuye al pensamiento indostánico. Donde había
historia, Vasconcelos escribió Yo; donde había modernidad buscó una tradición
insepulta, donde se escribía realismo o naturalismo impuso sus memorias de egotista.
Fue nuestro Chateaubriand y nuestro Don Juan, el romántico católico y la
víctima del convidado de piedra. Quiso ser el maestro de un pueblo y terminó
como un Loyola sin fe pero con cilicios. La de Vasconcelos es la antinovela de
la revolución mexicana, una refutación individual y caprichosa de la épica
histórica. Vasconcelos cometió como escritor los mismos pecados que se atribuyó
como hombre. Para este soberbio la falta de humildad fue la cruz de sus
contemporáneos. Su ansiedad de destino nos dejó páginas como las de La tormenta: la historia no le arrancó a
Vasconcelos una sola victoria pírrica.
Cofrades
generacionales, Vasconcelos y Martín Luis Guzmán son hermanos enemigos. Su
formación fue común; su apreciación general de la revolución fue la de una
energía noble y justa aniquilada por la indignidad proverbial del hombre y la
bestialidad de las masas y sus caudillos. Frente a la decepción Vasconcelos
buscó la cruz mientras Martín Luis Guzmán se aferró al gorro frigio.
Vasconcelos fue un hombre de fe y un apasionado. Guzmán un escéptico y un
espectador incólume. Vasconcelos milita en la causa de su yo; Guzmán anota el
curso exacto de pasiones que parecen importarle tanto como a Stendhal le
importó la campaña napoleónica en Rusia, es decir, poco.
Si
Vasconcelos tiene la sangre caliente y busca la fe para enfriarse, Guzmán
parece no tener hígado. El cruzado y el moralista: Vasconcelos murió deseando
que la bomba atómica inmolara en brasas eternas, al planeta. Guzmán, el cínico, se reconoció en
el Estado que había contribuido a parir y lo sirvió sin pasión pero con
siniestra diligencia. Vasconcelos murió rechazándolo todo menos la cruz; Guzmán
se fue sentado cerca del trono, aceptándolo todo.
Con
Martín Luis Guzmán la novela revolucionaria alcanzó su cumbre literaria. Más
aún: Guzmán no sólo fue nuestro primer gran novelista moderno, sino el único
verdadero maestro de la narrativa hasta la aparición de Juan Rulfo. El águila y la serpiente (1928), La sombra del caudillo (1929) y Las memorias de Pancho Villa (1928-1951)
son la vasta trilogía de Martín Luis Guzmán. Cinco años más joven que
Vasconcelos, Guzmán, escribe rechazando toda pasión romántica. Sus fuentes
privilegiadas son los historiadores y los biógrafos de la antigüedad; la
narración anglosajona y la tradición hispánica delo episodio nacional. Tiene la
grandeza de la mirada balanceada por la velocidad prosística y, por ser un
escritor sin filosofías. Es uno de los precursores de la novela sin ficción. No
necesitó inventar nada que no estuviera en la historia para darle a nuestra
novela tan alta dignidad artística. Discípulo de La Bruyére y de La
Rochefoucauld, Guzmán es un retratista de excepción que examinó el carácter de
guerreros y de cortesanos. Su sitio estratégico es el palco pues para él la
historia es un espectáculo y la función del escritor la de escudriñar la virtud
entredicha por las pasiones humanas. Cuando aparece el escritor en escena no
reclama para sí más privilegios que los de cualquier otro personaje. El águila y la serpiente es una
vertiginosa narración donde la revolución es una comedia humana en movimiento
que se va adueñando de inmensos espacios donde geografía y personalidad
configuran una nueva época. Pero los apasionados son otros; el novelista no
puede permitirse parpadeo alguno.
La sombra del caudillo es su exacta obra
maestra. Combinando la aventura delahuertista de 1924 y la fallida rebelión
anticallista de 1928, Guzmán escribe un texto único sobre el demonio del poder.
Las subastas sangrientas entre los generales revolucionarios rebasan lo
anecdótico y lo moral, para convertirse en una metáfora teatral de las
dimensiones demoniacas de la política. En las Memorias de Pancho Villa el intento es descomunal y quizá fallido:
ceder la palabra al héroe popular, ocultar la voz del novelista y, a la manera
de Tolstoi, convertirse en un general de la novela.
Martín
Luis Guzmán mira la revolución mexicana desde una suerte de palco móvil, pero
su visión va más allá de los crímenes de alcoba o las proclamas de opereta. Su
verdadera dimensión es el espacio, esas llanuras del norte del país que
recorrió con el villismo y a las que dio una existencia literaria sublime. Si
Azuela busca la génesis de la guerra en la noche, en las escasas partidas de
hombres en la sierra, Guzmán, les otorga la enorme superficie de la Tierra. La
naturaleza como creación de la política y de la revolución como obra del
carácter humano son las divisas que Guzmán pone en funciones.
En
1938 comenzó u proyecto que no culminaría, las Muertes históricas, que sólo alcanzaron a ser las de Díaz en su
crepúsculo parisino y el fin de Venustiano Carranza. José Emilio Pacheco ha
dicho que pocas veces o quizá nunca la prosa narrativa de nuestra lengua ha
alcanzado una majestuosidad como la de Guzmán en ese libro inconcluso. Para el
antólogo hubiera sido injusta la parcelación de alguna de las tres grandes
novelas de Guzmán, teniendo a la mano un texto tan concentrado y hermoso como
el “Ineluctable fin de Venustiano Carranza”. Nunca el talento del retratista y
la agudeza del moralista llegaron a tanto como en la narración de la
precipitada huida, la sucesión de traiciones y la pavorosa muerte de Carranza
en Tlaxcalaltongo en 1920. El de Guzmán es un texto exacto en cada una de sus
palabras. La limpieza formal y el ritmo sin mácula van, sin embargo,
estableciendo una narración de una tensión prácticamente mórbida donde la
lentitud del “rey viejo” frente a la aceleración de la muerte, se transforma en
disgregación de objetos y modificación radical del tiempo. La pesarosa marcha
del ferrocarril presidencial, sus vagones atestados de cobardes que van
arrojando el tesoro nacional por las ventanas, la fatigosa huida de un poder
que se desmorona en el lodo, la infinita soledad de la política frente a la
naturaleza son sólo algunas de las constantes que Guzmán hace crecer y explotar
en esa noche de lluvia donde la revolución mexicana concluye su épica militar.
El
punto donde Guzmán deja la dimensión trágica de la revolución mexicana en la
novela no admitía continuadores. Guzmán se separó de la tradición realista
decimonónica para escribir novelas donde modernidad significa revolución
narrativa. La mirada de Guzmán es infamante para cualquier ilusión: congela la
historia, descubre los rostros tras los velos ideológicos, disecciona las
metamorfosis del carácter, pone a la novela en movimiento. Y lo hace sin
generalizaciones y sin intervenciones absolutistas, dando nombres y apellidos.
Una épica tan particular, de toponimia tan mexicana se convierte en nuestra
contribución más universal a la tragedia de la revolución en la novela del
siglo XX.
I. LA GUERRA: ÉPICA MENOR
La conciencia de la grandeza de Azuela,
Vasconcelos y Guzmán es una construcción del tiempo. Estas obras aparecieron como
parte de un voluminoso cuerpo literario donde la anécdota y la diatriba
política, las memorias de combate y la leyenda popular se confunden en la vasta
saga revolucionaria. Si la épica mayor se configura en la percepción del
movimiento que tienen sus creadores y por su capacidad en la reformulación de
los problemas de la tradición, lo que hemos dado en llamar épica menor serían
los saldos narrativos, a veces brillantes, que genera una eclosión tan profunda
como la revolución mexicana.
El
universo de la gran épica es indudablemente moral. El héroe colectivo en
Azuela, el egotismo de Vasconcelos o el teatro de la política de Guzmán son
momentos críticos donde literatura y revolución generan una alquimia donde la
inteligencia literaria se convierte en pasión artística y ésta en señales
épicas que iluminan el cielo para esfumarse.. Mientras tanto, el cuerpo
ordinario de la literatura sigue su camino, impresionado por los hechos y
mutilado en sus costumbres pero incapaz de transformarse.
Los
escritores de la épica menor, sin duda, modificaron atajos y plantearon
circunstancias novedosas. Pero no escapan a la reacción conservadora que las
revoluciones modernas, tras algunas alucinaciones radicales, imponen en la cultura artística. A medio camino
entre el genio artístico de los nómadas y la estatolatría sedentaria, la épica
menor se remite a la riqueza existente en la tradición, revitalizando la
picaresca, la moraleja popular, el humor macabro y el anecdotario guerrero.
Estamos ante escritores-artesanos que son el bajo clero de la revolución y
dejan libros donde la experiencia persiste por debajo del genio y lejos de la
usura ideológica.
Quizá
el más notable entre los novelistas menores de la revolución sea el militar
Francisco Luis Urquizo (1891-1969) cuya máxima novela apareció hasta 1943: Tropa vieja. La suya es la figura del
escritor-soldado que narra sin
pretensiones morales pero con una evidente simpatía por sus compañeros de
armas. Nadie como Urquizo retrató con tanta fidelidad la vida de las masas
combatientes durante el movimiento revolucionario. Pero la mirada urquiziana no
es heroica. Aunque modesta, la suya es una pluma alimentada en el tintero de la
picaresca española y confiado a ésta, la vida de sus “juanes” se identifica con
la novela de formación o aprendizaje. Los soldados de Urquizo sufren las
condiciones indignas en que transcurre toda vida humana y son capaces tanto de
la crueldad como de la solidaridad más conmovedora. La revolución es para ellos
una aceleración, a ratos incomprensible, a ratos liberadora, de la violencia
ancestral. La vida militar permite a Urquizo penetrar con fino olfato narrativo
en la bondad esencial y primigenia del pícaro, esta vez víctima de toda clase
de cruentos episodios.
La
pertinencia de Francisco L. Urquizo es su confianza en las virtudes narrativas
del relato. Aunque fue combatiente en el carrancismo y luego ministro
posrevolucionario, no ejerce el chantaje moral ni posee grandes preocupaciones
históricas. Soldado al fin, nos deja sus memorias de campaña, en las cuales
prefirió retratar a la gleba, antes que a los caudillos o al arte de la guerra.
La
obra de Rafael F. Muñoz (1899-1972) depende estrechamente del universo popular.
Fue Muñoz quien hizo del cuento corto una de las formas preferentes de la
literatura de la revolución. No podía ser de otra manera pues los suyos son
cuentos donde la fábula legendaria es casi un corrido en prosa determinado por
la moraleja. “Oro, caballo y hombre” es
uno de sus relatos más célebres pues registra el final mítico de Rodolfo
Fierro, el más sanguinario de los generales villistas, que se hunde en el lodo
víctima de su codicia, ante la feliz indiferencia de los suyos. Fue Muñoz un
cuentista conocedor, claro en la viñeta y eficaz en la resolución. La pobreza de
sus recursos y la insistencia moralizante lo han alejado del gusto
contemporáneo; pero pocas obras reflejan tan claramente la absorción de la saga
popular en el cuerpo literario.
El
mundo de Nellie Campobello (1909) es singular. No sólo por haber sido la única
mujer memorable entre los narradores de la guerra y la paz, sino por la
original mirada infantil con que escribe sobre la revolución. Sus únicas
novelas, Cartucho y Las manos de mamá (1937), reflejan desde
la inocencia y el humor negro, hasta la violencia y la devastación en las
poblaciones del norte de la República. En una narrativa poblada de sangre y
tragedia, dolor y moraleja. La cálida irresponsabilidad moral de Nellie
Campobello resulta refrescante y excéntrica. La Campobello simpatiza abiertamente
con la revolución y admira a Francisco Villa, lo que no le impide regocijarse
en la descripción pormenorizada de toda clase de fusilados, mutilados y
heridos, muchos de ellos víctimas inocentes. Con la coartada perfecta del
narrador infantil, la Campobello se libra de dar explicaciones, enfrentándose a
la revolución con el bagaje sentimental del modernismo que asimiló la clase
media porfiriana. Sus cuadros familiares son tan elementales como rotundos; en
medio del desastre se permite con insólita ternura el culto a la madre, el
dolor por la familia destruida y la curiosidad tanática de la infancia.
Menos
discernibles pero más complejos resultan Gregorio López y Fuentes (1897-1966) y
Mauricio Magdaleno (1906-1985). López y Fuentes hizo de Campamento (1931) un audaz experimento narrativo. Influido por Dos
Passos y su mirada cinematográfica, López y Fuentes registra el descanso
nocturno de un ejército en campaña. Su pluma va recogiendo, no sin cierta
intención didáctica y omnicomprensiva, distintas zonas de la turbulencia
revolucionaria. Emmanuel Carballo ha considerado Campamento como una novela polifónica. Aunque la apreciación parece
exagerada, pues los grupos humanos en la novela no opinan fuera del universo
ideológico del escritor, es notable el papel de éste como fantasma que toma
nota junto a cada fogata. El indudable oficio narrativo de López y Fuentes fue
progresivamente inutilizado por su pedestre didactismo ideológico, que entre
las tendencias proletarias y el indigenismo ramplón lo convirtió en el
novelista más representativo del nacionalismo oficioso de los años treinta.
En
tanto López y Fuentes fue en Campamento
cuidadoso arquitecto narrativo, Mauricio Magdaleno dio a la prosa
revolucionaria una densa atmósfera poetizante. Magdaleno precede claramente a
Agustín Yáñez en esa suerte de topografía literaria donde la naturaleza
ambienta radicalmente el carácter espiritual de los hombres. Si La tierra grande y El compadre Mendoza hablan del Porfiriato y de los días clave de la
guerra civil, El resplandor (1937) es
la novela que denuncia la nueva dominación de los generales revolucionarios
sobre los campesinos. Mientras que López y Fuentes detiene su destreza técnica
en la utilería ideológica, Magdaleno prepara la renovación prosística de los
años cincuenta con una visión de la revolución mexicana que remite al episodio
nacional decimonónico.
Las
novelas y cuentos que de la épica menor antologamos se escribieron entre 1931 y
1943. Son libros contemporáneos tanto de Vasconcelos y de Guzmán como de las corrientes
indigenistas, cristeras y proletaristas. Estas tres vertientes conviven y se
confunden en un mismo tiempo. Pero han llegado a configurar espacios literarios
diversos. La épica menor carece del aliento crítico de las grandes creaciones;
pero no se rebaja hacia la incultura panfletaria. Urquizo, Muñoz y López y
Fuentes combatieron en la revolución o al menos la vivieron como adolescentes;
Nellie Campobello escribe lo que vivió de niña y Mauricio Magdaleno organiza
literariamente el pasado inmediato. Son testigos y la suya es una épica de las
imágenes que se concentra en el periplo de la vida individual como memoria
colectiva. Tenemos así una selección de cuadros cotidianos. El Espiridión Pantoja de Francisco L.
Urquizo, huérfano del mundo como buen pícaro, se repone de sus heridas y
recuerda a la soldadera amada teniendo como telón de fondo los combates de
Torreón; el sanguinario Fierro se hunde con todo y caballo en un pantano no
pudiendo soportar la tierra el peso de la codicia que Rafael M. Muñoz le
reprocha; Las manos de mamá en Nellie
Campobello curan a los heridos y a un niño moribundo le prestan un reloj para
que mitigue el dolor con el juego; los federales capturados en el Campamento de López y Fuentes se
explican las razones de su desventura y se integran a las facciones que a
partir de 1914 se enfrentarán; las víctimas de los nuevos caudillos se rebelan
en El resplandor de Magdaleno y
asesinan al administrador de la hacienda.
Épica
menor, corridos narrativos, vidas arrancadas por esa tormenta que Mariano
Azuela vio nacer en Los de abajo y
que a través de estos escritores-artesanos retraen la revolución mexicana a su
mítica y devastadora naturaleza de drama individual y popular.
II.
LA
PAZ: HÉROES VESTIDOS DE MARIONETAS
“Nuestros
héroes
han
sido vestidos como marionetas
y
machacados en las hojas de los libros
para
veneración y recuerdo de la niñez estudiosa”.
Escribe
Salvador Novo en sus Poemas proletarios de
1934.
La mordacidad del poeta enjuicia una
cultura nacionalista cuyas creaturas se manejan en función de variados hilos
ideológicos destinados a ser expresión de los sujetos sociales que, reales o
imaginarios, estaban llamados a ocupar la escena de la historia. Literatura
cristera,, indigenista, proletaria: tres vertientes que se proponen rechazar o
invadir el país nacido de la revolución mexicana, colocando el arte al servicio
de las causas milenaristas de los años treinta. Si la revolución es dolor
inaudito entre los porfirianos, pasmo crítico en la gran épica y viaje al
sufrimiento de los hombres en la épica menor, novelistas y cuentistas de la paz
(nuevo mundo y restauración estatal a la vez) hacen de la construcción
literaria del sujeto su misión definitiva. La guerra ha concluido como fenómeno
nacional y las luchas al interior del nuevo Estado ocupan un escenario aun
inquieto durante la década de la Cristiada (1924-1934) y en los combates
ideológicos y culturales del nacionalismo. Héroes
vestidos de marionetas o la continuación de la guerra por los caminos de la
política: guerrilla de panfletos y de admoniciones. El muralismo –arte oficial
y arte revolucionario- toma la antorcha de la pedagogía nacional caída de las
manos de los padres liberales e ilustra en los grandes muros la epopeya
didáctica del pueblo de la revolución mexicana. Antonieta Rivas-Mercado se
suicida en la catedral de Notre-Dame y pone fin a dos pasiones: la de su propia
consunción romántica y la aventura democrática de su amado Vasconcelos. Los
pintores escenifican debates públicos y uno de ellos –Siqueiros- amaga el asesinato
de Trotsky, consumado hasta 1940. Surge la Liga de Escritores y Artistas
Revolucionarios y se extiende la perversión stalinista de las artes. Tina
Modotti es obligada a salir del país tras el confuso asesinato de Julio Antonio
Mella. Los poetas de Contemporáneos
son humillados por la derecha y por la izquierda. Cárdenas expulsa a Calles y
Martín Luis Guzmán vuelve a México a fincar su reconciliación con los regímenes
posrevolucionarios. La viuda de Porfirio Díaz muere rodeada de nostálgicos.
Visitantes ilustres, carismáticos, equivocados: Bretón, Artaud, Maiacovsky,
Eisenstein, Malcolm Lowry, Graham Greene, D. H. Lawrence… Llega el exilio
español. Salvador Novo se burla de la nueva cultura revolucionaria y Jorge
Cuesta, furibundo, lanza complicadas parábolas contra la asfixia fascista y
comunista sobre la cultura.
Bestia
negra de la narrativa de la revolución, la novela cristera pretende hundirse en
las profundidades de un país, rechazada por la tradición estatal desde las
guerras de Reforma. José Guadalupe de Anda (1880-1950) y Fernando Robles
(1894-1974) están sujetos a las costumbres realistas decimonónicas, a veces; o
relacionados con la épica menor, en otros casos, pues los primeros novelistas
cristeros se empeñan en registrar el pantanoso escenario mítico y sangriento
donde una cultura centenaria se enfrenta a la barbarie moderna. De Anda retrata
en Los Cristeros (1937) la guerra
religiosa en los altos de Jalisco, intentando ser imparcial, convencido como
está de que los combates entre las tropas federales y los soldados de Cristo
Rey son una prueba más de la ignorancia endémica del pueblo en su inútil y
cíclico periplo de sangre. Para de Anda la guerra cristera no es más que un
negocio venal entre la Iglesia y el Estado, y los combatientes cristeros son
víctimas de las ambiciones frustradas de los curas pobres. Dice Álvaro Ruiz
Abreu: “Similar al costumbrismo del XIX, repleto de imágenes celestes y
espaciales referidas a los astros, a la noche, a la tierra y a los animales, en
Los cristeros se usa un lenguaje
arcaico, localista, pero conciso. (Álvaro Ruiz Abreu, “Vienen los cristeros”, 1ª
parte, La cultura en Occidente,
suplemento cultural de El Occidental,
Guadalajara, 12 de octubre de 1986, núm. 61, p. 3)
Los cristeros es un libro desolador. Las esperanzas o
la ambigüedad de Azuela o Urquizo se convierten aquí en sadismo, muerte y
desolación. El mundo de la Cristiada aparece como el espectro definitivo de un
México perdido para la civilización occidental, sea cual sea el partido que
tome el escritor. Para De Anda, los campesinos se rebelan por superstición
primitiva, no por fe.
De
Anda pretende separarse de los hechos, en tanto Fernando Robles –y más aún
Jorge Gram, no antologado, sacerdote- escribe como soldado en Cristo. La virgen de los cristeros (1934) es la
historia de un hacendado liberal que acaba comprendiendo la rapacidad del
régimen callista y se convierte a la cruzada católica. Pero el héroe no puede
tolerar la barbarie de la guerra y se marcha del país, después de asesinado su
padre por los agraristas y dejando a su prometida envuelta en aquella guerra
sucia.
La
novela cristera no recupera nada de la riqueza del catolicismo popular
mexicano. Sus batallas entre Dios y el ejército infiel, sus llamados a
alimentar con sangre la fe en Cristo y sus episodios de santo heroísmo, no
enriquecen la novela, pues esos textos padecen de la ansiedad didáctica del
planfleto y de soluciones literarias tan anacrónicas como apresuradas. Pero el
juego de marionetas deja ver su atroz telón de fondo: una guerra popular y
fraticida donde los cadáveres mutilados, las crucifixiones, los asesinatos, el
incendio y la violación se leen como la única consecuencia de la revolución
mexicana.
Jesús
Goytortúa Santos (1910-1979) y Antonio Estrada (1927-1968) completan la segunda
generación, más afortunada, de la novela cristera, pues la urgencia de la
guerra ha cedido a la elaboración imaginaria y a la memoria crítica. En Pensativa (1944) Goytortúa se plantea la
existencia de una hacienda donde los antiguos cristeros pasan su vejez
componiendo una corte de milagros donde abundan los ciegos y los mutilados.
Pensativa, beata de la caridad, los cuida y los sostiene; un halo de tenebroso
misticismo y una prosa a veces muy rica hacen de la novela una experiencia
afortunada. Afirma Ruiz Abreu: “Pensativa
posee una visión del horror pocas veces vista en la literatura mexicana y
menos en los años cuarenta: un mundo alucinante de acciones tenebrosas,
personajes que más bien parecen fantasmas salidos de ultratumba”. (Ruiz Abreu, Op. cit., 2ª parte, núm. 62, 19 de
octubre de 1986, pp. 3-4)
Si
Goytortúa construye la montaña mágica de los cristeros remontados, Antonio
Estrada –hijo del jefe cristero de Durango caído en combate en 1936- logra, en Rescoldo (1961), la última y la más
lograda de las novelas del género. Su notable atmósfera, la sobrecogedora
capacidad del lenguaje para levantar la tensión narrativa y el oído preciso
para el lenguaje de sus personajes, hacen de Rescoldo un digno canto de cisne de la novela cristera. Centrada en
la Segunda Cristiada –la que cundió en la sierra de Durango- de ella dice Ruiz
Abreu: “Es el drama de varios serranos comandados por Florencio Estrada, padre
del escritor, que deciden morir peleando antes de abandonar sus tierras, porque
no son bandidos, ni asesinos, dice Estrada. Así, en una lucha desigual,
combaten hasta que sus fuerzas, sus familias, sus vidas, agonizan. Huyendo,
agazapados, eludiendo al enemigo, estos cristeros viven las consecuencias más
desesperadas de su “guerra santa”. No vemos en Rescoldo superhéroes ni redentores, sino montañeses harapientos,
hundidos en una miseria ejemplar; no hay hazañas iluminadas por Cristo Rey sino
batallas crudas y sin asideros en las que no se escuchan voces celestiales sino
ayes de dolor y agonía.” (Ibid., p. 3)
La
novela padece un curioso destino. Como literatura de fe nunca deja de atreverse
a sospechar de la inutilidad de su cruzada. La denuncia de la barbarie de De
Anda y Robles se transforma en el manicomio místico de Goytortúa y en la
búsqueda que del padre perdido emprende Antonio Estrada. La marioneta cristera,
sujeto de la historia violentamente disuelta, encarna la sangre sin llegar a la
de leyenda, pasando por la novela, atisbando la crítica al morir. Pero no
podemos olvidar que de ese universo trágico e inútil tomaría Juan Rulfo parte
sustancial de su inspiración.
Francisco Pimentel y André Molina
Enríquez, teóricos del indigenismo al alborear el siglo, recuperan el problema
indio convirtiéndolo en asunto social de importancia nacional. Antes de ellos,
Manuel Orozco y Berra lo había estatuido como la organización arqueológica de
una civilización destruida. Con la revolución de 1910 lo indígena se c0nvierte
en una coartada ideológica esencial para el desarrollo de la cultura estatal.
Si Pimentel y Molina Enríquez sugieren la desaparición del indio, su
integración forzada a la ensoñación occidentalizante del Porfiriato, es con
Manuel Gamio –en plena revolución- cuando la búsqueda de lo indígena se
convierte no sólo en estrategia política sino en ansiedad ontológica. Es en el
Otro, como considera Luis Villoro, donde una cultura culpable y mestiza busca
afanosamente su identidad nacional.
Son tres
las estaciones esenciales que cruza el viaje literario del indigenismo: el
descubrimiento de una épica indígena en el pasado heroico de la resistencia
frente a la conquista en Antonio Médiz Bolio (1884-1957) y Ermilo Abreu Gómez
(1894-1971); la retórica indigenista como sustento político e ideológico del
nacionalismo cultural en Gregorio López y Fuentes, Miguel Ángel Menéndez
(1905-1982) y Miguel N. Lira; y la consunción del género en autores como
Francisco Rojas González (1904-1951) y Ricardo Pozas. Pueden contarse, también,
dos escritores que, relacionados con el indigenismo, se alejan de sus preceptos
didácticos o moralizantes: Juan de la Cabada (1904-1986) y Ramón Rubín (1912).
“Medita
hijo del Mayab”, dice Antonio Médiz Bolio al concluir “Éste es el libro de
Uxmal y del rey Enano”. El relato está incluido en La tierra del faisán y del venado (1922) y es la primera llamada a
constituir una memoria épica del pasado indígena en literatura vernácula. A
diferencia de sus antecedentes en la novela indianusta latinoamericana del
siglo XIX (Clorinda Matto de Turner en Perú, José de Alencar en Brasil), el
indigenismo de la revolución mexicana pretende introducir al indio como medida
de la civilización que ésta habría de renovar. Las alegorías cósmicas de Vasconcelos
acaban cediendo al exuberante paraíso acuático que Diego Rivera ve en
Tenochtitlan; en ese pasado milenario encuentran los artistas y escritores
revolucionarios su vocación de diferencia y su espíritu de fundación.
No
es casual que la llamada indigenista más poderosa sea la de Médiz Bolio y Abreu
Gómez, yucatecos (como lo fue Menéndez aunque se ocupara de los huicholes). Fue
en aquella península donde la sociedad de castas mantuvo en condiciones más
visibles a la cultura maya. Así, Médiz Bolio y Abreu Gómez rescatan leyendas,
fijan y reinterpretan los cristianizados textos cosmogónicos indígenas, acuden
a la tradición oral. La operación consiste en resaltar la grandes cultural
delas naciones indias, la profundidad de sus leyendas y la actualidad de su
resistencia antiespañola como activo político para el fervor ideológico de los
años treinta. Médiz Bolio acude a la fábula mítica; Abreu Gómez –tras us
experiencia en el colonialismo- insiste en una épica popular de aliento
heroico. En sus libros los mayas son víctimas de las crueles torturas de Fray
Diego de Landa, y vengadores a través de sus héroes –ya divinos como Nachi
Cocom, ya históricos como el célebre Canek, ajusticiado en 1761- que regeneran
la memoria de una cultura oprimida que habría de alcanzar redención definitiva
con la revolución mexicana. La prosa de estos indigenistas es sonora y
poderosa; pese a su contenido ejemplarizante, cede escasamente a las
simplificaciones didácticas y es contemporánea de expresiones como la de Miguel
Ángel Asturias que llevaron la experiencia hacia grados más arduos de
complejidad lingüística y novelesca.
Lo
indígena pasa de la exaltación del pasado frente a la conquista española al ejercicio literario
de una novela social que no evade la fascinación folklórica y el paternalismo
occidental, ahora en sus formas marxistas y nacionalistas. Nayar (1940), de Miguel Ángel Menéndez, habla de los huicholes
cristeros y del efecto de la guerra sobre los indios de la sierra occidental.
La mirada de Menéndez es plena de un lirismo patético que recuerda a las
películas de Emilio Fernández. Los blancos en Miguel Ángel Menéndez observan la
otredad inescrutable del mundo indígena, la excentricidad de su cultura y de su
sistema ético y religioso. La pregunta que flota en el aire es la de cómo
identificar la revolución con ese pasado milenario, intentando hallar en esa
unión el corazón del nacionalismo cultural. La prosa aquí es estratégica pues
sólo la hipérbole, la altisonancia y el engolamiento pueden dotar del deseado
patetismo a la vida indígena. López y Fuentes (El indio 1935) y Miguel N. Lira (Donde crecen los tepozanes, 1947) llegan a extremos ideológicos más
declarados. No sólo levantan la protesta social contra los nuevos caudillos
revolucionarios que humillan al indio, sino convierten lo indígena en núcleo
culpígeno de la nacionalidad y en estado9 de pureza irremediablemente
corrompido. La suya es literatura social que, como en toda la trama
indigenista, padece la paradoja de intentar la combinación del paternalismo y la
autonomía, la modernidad estatalista y sus afanes de integración con el culto al hombre natural.
Con
la desaparición del cardenismo y la subsecuente y violenta modernización
alemanista, la literatura indigenista perdió su pertinencia política militante y
su aliento mitificante. En la obra de Francisco Rojas González leemos al
indigenismo en su último reducto, transformado en literatura antropológica. No
es extraño que hayan sido dos científicos sociales –el propio Rojas González y
Ricardo Pozas con su Juan Pérez Jolote (1948)- los representantes de esa
opción.
Rojas
González fue un escritor considerablemente apto. A su capacidad de observación,
a su interés científico y humano se suma un eficaz conocimiento de la forma del
cuento. No pueden olvidarse, tampoco, las novelas que escribió sobre la
revolución, como La negra Angustias
(1944) y Lola Casanova (1947). De su
clásico póstumo, El diosero (1952),
entresacamos “El cenzontle y la vereda”. Una población chinanteca es objeto de
la visita de una misión de antropólogos físicos extranjeros. Esperando verse
curados del paludismo, los indígenas tan sólo son examinados en el antiguo y
clasista sentido frenológico. Rojas González contempla la devolución del
indígena a su estatuto oprobioso de curiosidad científica. Crítico de la
antropología occidental, discípulo de Gamio, Rojas González incurre
paradójicamente en la violencia de sus etnógrafos, pues el indio en sus
cuentos, aún en la piedad y en la indignación, aparece como objeto. En el otro
extremo, en esos días, José Revueltas publica El luto humano (1943) escapando al atolladero indigenista a través
de los mitos negativos: no la etnia, sino la condición humana; no el paraíso
humillado, sino propiamente el infierno.
Juan
de la Cabada y Ramón Rubín plantean, en su modestia, una desviación frente a la
retórica indigenista. Éste último ha titulado –Cuentos mestizos (1985) a la colección de sus historias. La
invocación al mestizaje bien puede representar la sutil ruptura entre estos
escritores y los indigenistas, oficiales. En la idea de las etnias como sujeto
en inevitable y dolorosa descomposición subyace un ejercicio de la literatura
alejado de la protección ideológica. Tanto De la Cabada como Rubín fueron
militantes revolucionarios en los años treinta –ambos estuvieron en la guerra
civil española- pero siempre mantuvieron despejada su escritura de los
nubarrones ideológicos. Su preocupación fue el universo mestizo, y al contarse
entre los viajeros más compulsivos que ha tenido nuestra narrativa. De la
Cabada y Rubín rompen la estructura del racismo invertido, haciendo del
peregrinaje por su patria una auténtica profesión de fe literaria. Siendo
exhaustivos en el examen de regiones y particularidades, lograron superar las
vallas culpígenas y folklóricas, proponiendo una visión universal y colorida de
los hombres del campo.
De la Cabada fue un
cuentista –o cuentero, como le gustaba llamarse- con una fértil habilidad para
llevar las voces de la tradición oral al texto. Sin preocupaciones, De la
Cabada recurre a la anécdota popular que teje su mitología profana a través de
la fantasía cotidiana. El título de su segundo libro de cuentos, Incidentes melódicos del mundo irracional
(1944), bien puede definir la naturaleza de su obra. El indigenismo en De la
Cabada no pretende recabar los derechos del juicio histórico, ontológico o
etnográfico, incidental, tiene su eje en las aventuras del indio o del mestizo
en las ciudades, los pueblos y los caminos; sus relaciones con la suerte, el
poder o el amor. Quedan los cuentos de De la Cabada como testimonio de una
milagrería en extinción. Pero la invocación al mestizaje, al cruce de razas y
culturas, es una llamada universal, un rechazo de los claustros ontológicos, el
asumir el terreno de la prosa como un asunto común a todos los hombres, el de
la civilización y su pluralidad.
Más brillante y vasta es la obra de Ramón Rubín.
Etnógrafo de las letras, viajero incansable y precursor del ecologismo, Rubín
escribe cuentos y novelas con agilidad de cronista y ternura chejoviana. No hay
región de los países mexicanos que no haya quedado registrada en su comedia
mestiza. Aunque escribió una novela arquetípica del indigenismo –El callado dolor de los tzotziles (1949)-,
sus novelas posteriores, dibujan una imagen veraz y dramática de los indígenas
–ya coras, ya huicholes- donde el universo religioso de una cultura en
extinción aparece lejos de cualquier complacencia frente a los “hermanos
menores” del nacionalismo cultural. Como un viajero de la Ilustración, Rubín no
rehúye la utilización explícita de la paradoja, el cuadro humorístico o la
moraleja trágica. En la oportunidad del mestizaje Rubín firma un decantado
realismo que revela tanto los meandros de la conducta humana como un
conocimiento muy profundo de las tierras mexicanas. El canto de la grilla (1952) y La
bruma lo vuelve azul (1954) son pruebas contundentes de la peculiar
inspiración de Ramón Rubín.
El indigenismo como
metáfora social y cultural en el ciclo de la revolución se esfuma en Rojas
González. Pese a compartir temas y preocupaciones, la obra de Rosario
Castellanos y de los poetas y narradores del llamado “ciclo de Chiapas”, ya no
entronca con la retórica del indigenismo del periodo que va de 1921 a 1952.
Escritores como la Castellanos, en el medio día del siglo, subordinan el asunto
indígena a la autonomía literaria que años después conduciría al “realismo
mágico” latinoamericano.
Ni cristeros ni
indigenistas pudieron permitirse el héroe positivo, maldición que cayó sobre la
literatura ideológica de los treinta y de los cuarenta. Unos y otros son
escritores añorantes de epopeyas impolutas y chocan violentamente con una
cultura martirizada entre la tradición y sus destructores. El llano en llamas –como Rulfo acabaría por bautizarlo- es una
tierra que comporta una doble y al parecer cíclica condición: genésica y
apocalíptica. Ya las tierras de Jalisco y Durango donde se baten los cristeros,
ya las llanuras de Yucatán donde los mayas observan sus ruinas, el campo
mexicano aparece en la paz posrevolucionaria como un universo en simultánea
creación y destrucción. Los novelistas cristeros nunca se convencen a sí mismos
de la santidad primordial de su causa y la cruzada que narran acaba siendo
expresión de un castigo divino generalizado que atañe lo mismo a mártires que a
herejes. El cuento indigenista, expresa una tensión no resuelta entre fundar
una cultura sobre las suposiciones de su origen o arrancarla definitivamente
del horizonte nacional. Así, el indígena
del indigenismo nunca logra el estatuto del personaje ni papel real en comedia
humana alguna. Es una coartada cultural y un pretexto literario. No es sino
hasta la década de los ochenta cuando la conversión del paternalismo estatal en
modernización salvaje dicta las condiciones para la aparición de una verdadera
literatura indígena, es decir, escrita por indios y mestizos en sus lenguas
nativas o desde la sonoridad de éstas.
Del campo a la ciudad. La figura de
transición la ocupa José Rubén Romero (1890-1952). Romero contribuyó a ejercer
la picaresca en la novela de la revolución Desbandada,
Mi caballo, mi perro y mi rifle, pero en La vida inútil de Pito Pérez (1938) escribe en la ambigüedad de una
narrativa que se niega al abandono del campo y necesita de una figura de
transición tradicional. La inexcusable chabacanería de Pito Pérez es el pago a
la insistencia en perpetrar al lépero, en hacer del marginado semiurbano motivo
de escarnio para la nueva ciudad guarecida por el nacionalismo cultural. El
pícaro Pito Pérez es de la provincia pero se juzga a sí mismo desde la ciudad;
es un mestizo que combina la sabiduría impostada del nuevo rico cultural con
los rasgos más ridículos de lo indígena. Quien lo interroga no es tanto un
–alter ego- literario de su creador, sino una conciencia indecisa entre la
cultura tradicional y la civilización urbana, entre una picaresca que ya no es
rebeldía sino simple folklorismo. Pito Pérez es el último de nuestros salvajes,
el exceso retórico de un nacionalismo cuya técnica literaria ya no es el
paisaje sino la imposible humanidad de sus protagonistas.
Del
campo sangriento a la ciudad proletarizada. Será la narrativa urbana de los
años treinta la que intente al héroe positivo a través de una “novela
proletaria de tendencias revolucionarias”. No es necesario abundar en la
mendacidad que es la literatura ni en el triste espectáculo que ofreció donde
quiera que se escribió. En 1930 El
Nacional –diario del régimen- convocó a un concurso de novelas
revolucionarias que ganó Gustavo Ortiz Hernán con Chimeneas, libro que no se publicó hasta siete años después. La
trama de la novela consiste en el acercamiento de un empleado hacia la clase
obrera, su conciencia de clases y sus luchas. Cierta retórica de la
ciudad-máquina, heredera del estridentismo y de su culto cinemático, da a Chimeneas alguna espesura literaria
superior al panfleto narrativo.
Si
la aparición de la novela proletaria en México coincide con la disolución
stalinista de las corrientes literarias independientes en la URSS, el género no
gozó de mayor difusión en el país. La debilidad de una intelectualidad
literaria cercana al partido comunista, acaudillado culturalmente por los
muralistas, el peso del indigenismo y de la novela de la revolución, y la
pronta identificación de las vanguardias radicales con el nacionalismo estatal,
malograron la efervescencia del proletarismo.
La ciudad roja de José Mancisidor
(1895-1956) es el libro más significativo de esa corriente, no sólo por ser
obra de un escritor influyente en esos días, sino por haber provocado, en
elipsis negativa, a escritores como Rubén Salazar Mallén (1905-1986), y
esencialmente José Revueltas, quienes se convirtieron en problematizadores de
la utopía comunista.
La ciudad roja (1932) es un panfleto
narrativo sobre la conversión de un estibador, héroe positivo que pasa de las
limitaciones de la conciencia “sindicalista” al descubrimiento de la conciencia
revolucionaria. La acción sucede en el marco de las huelgas inquilinarias de
1920 en Veracruz. Mancisidor, personalidad de la izquierda y novelista de la
revolución, desarrolló en sus siguientes novelas un estilo a veces eficaz,
basado en la viñeta y la efusión periodística de la prosa. Pero la importancia
de La ciudad roja está en descubrir,
leyendo entre líneas, esa mística del sacrificio, de la redención y del trabajo, que en pasajes
de involuntaria sonoridad bíblica, prepararían la aparición, desde la novela
proletaria, de una obra como la de José Revueltas. La primera novela de
Revueltas Los muros del agua 1940, ya
no es literatura proletaria, y sin embargo, mana de esas fuentes.
El
escenario de la ciudad no puede ser ocupado por el raquítico héroe proletario,
que incuba tanto a los acartonados villanos comunistas de Salazar Mallén, como
a los seres de Revueltas. El caso de Salazar Mallén es importante. Su
itinerario personal ilustró de manera casi patética la demonología política de
los treinta: pasando del comunismo al fascismo dejó ver como saldo una
traumática y nihilista protesta contra la autoridad. En 1932 Salazar Mallén protagonizó el escándalo de la
revista Examen –que dirigía Jorge
Cuesta- por la publicación de fragmentos de la novela Cariátide considerados procaces por la gazmoñería de cierta opinión
pública. En Cariátide –que Salazar
Mallén destruyó y publicó reconstruida en Camaradas
hasta 1956- se denuncia el totalitarismo al interior del partido comunista.
Escrita antes de los universos
concentracionarios de Hitler y Stalin, la obra primeriza de Salazar Mullén, aun
siendo burda, proyectaba su sombra sobre los años que vendrían.
Más
allá de la novela antiproletaria que esbozó, logra en Soledad (1944) utilizar su desencanto para responder al vacío de
una narrativa de la ciudad que no acaba de encontrarse. Lector de Gogol, de
Dostoievsky, de Andreiev, Salazar Mallén hace de Soledad –su mejor libro- el escenario de la ciudad que persigue al
hombre superfluo, burócrata humillado y abandonado por sus colegas en pleno
Zócalo. Soledad del individuo en el
centro del poder; la revolución mexicana y sus sagas habían concluido, y una
vez más, pasadas las convulsiones de la
historia, el solitario ajeno tanto a la guerra como a la paz queda anclado en
la inmóvil condición humana.
La
paz: héroes vestidos de marionetas:
paz en que la nación revolucionada no puede aceptar del todo a sus bárbaros.
Los héroes cristeros son culpables por el mundo pecador que combaten y los
hilos de la tradición que los sostiene se pudren, dejándolos caer en una
santidad dudosa y en una hagiografía incapaz de iluminarlos. Son marionetas
narrativas que sobreviven en el siglo XX sin poderes de metamorfosis frente a
la inmolación sociológica. Los héroes indígenas son marionetas de una
conciencia civilizatoria que va mudando del exterminio a la culpa y de ésta al
museo neocolonial. El indigenismo es una de las más significativas
consecuencias culturales de la revolución mexicana y su ejercicio literario una
prueba contundente de sus limitaciones. El héroe proletario nace muerto y sólo
convoca en torno a sí a sus antagonistas. La ciudad de los años treinta no
tiene novelistas pues la mayoría de estos siguen empeñados en fijar la épica
revolucionaria. Frente al vacío, dos marionetas. La de José Rubén Romero. Negación
de la ciudad, muñeco y ventrílocuo, héroe anónimo por popular, provinciano por
ambigüedad ontológica, urbano por necesidad política. La de Salazar Mallén, el
crítico obnubilado de su propia alucinación totalitaria, marioneta de la
indiferencia ideológica y de la persecución existencial.
La paz: héroes vestidos de marionetas
planteó de entrada las dificultades de una selección de autores deliberadamente
sociológica. Novela cristera, indigenismo, novela proletaria y transición hacia
una narrativa plenamente urbana son muestras, casi de laboratorio, del confuso
telón de fondo que nuestra literatura dejaba ver mientras el ciclo de la
revolución de 1910 no acababa de concluir. Los ismos literarios del periodo son
la respuesta a la constitución de la nueva ciudad política.
Pero
mientras denuncian sus crímenes festejan sus ilusiones ideológicas y dudan
sobre el porvenir, no dejan de ser, como “textos”, formas híbridas en que la
tradición decimonónica extiende sus menguados alcances sobre el siglo XX.
La
novela porfiriana sobre la revolución, salvo algunas evocaciones posteriores,
concluye a principios de los años veinte. Los sobrevivientes, extraños visitantes
en una época, tiran la pluma y se envenenan con tinta. El ciclo de los
revolucionarios escribiendo sobre la guerra aparece en 1915 con Los de abajo y se extiende durante los
siguientes cuarenta años. En ese lapso se coagula la vastísima épica menor y se
escriben las obras mayores de Vasconcelos y Martín Luis Guzmán. En 1961 el hijo
de un combatiente cristero escribe la última novela de esa cruzada y en 1967,
dos años antes de morir, Francisco L. Urquizo publica la más tardía de las
novelas de la revolución mexicana escrita por alguno de sus protagonistas. El
aliento indigenista y rural se esfuma en los años cincuenta para dejar lugar al
Hades de Juan Rulfo. La antorcha moribunda de la utopía comunista queda en
manos de su gran antagonista, José Revueltas, y el recurrente Pito Pérez cede
la tribuna al discursivo antihéroe Artemio Cruz.
El
amplio panorama de la guerra y la paz refleja las dificultades de una prosa
para confrontar la pereza de su forma con las violentas transformaciones del
tiempo histórico. Los saldos del pasado se desgastan: “realismo”, “modernismo”,
“naturalismo” y “costumbrismo” ceden sus últimos recursos a decenas de
escritores que luchan por adecuar instrumentos vetustos a los contenidos de una
ruptura que a veces es regreso compulsivo a los orígenes.
Se
constituye, ciertamente, el primer cuerpo orgánico diferenciado en la historia
de la narrativa nacional, la llamada Novela de la Revolución Mexicana, que es,
como hemos visto, un complejo tablero de tradición y ruptura, odio y
desesperanza, experiencia popular y épica de la guerra. Bien leídos, los
autores englobados en esa coartada académica y política no son un monumento al
nacionalismo estatal sino ejemplos de la vitalidad de la novela como crítica de
la historia. Las grandes páginas de Azuela, Vasconcelos y Guzmán son épica
mayor y renovación de la forma y expresan, en su grandeza, el testimonio
novelístico de la disolución progresiva de la historia como sistema. La fortuna
de novelistas y cuentistas menores –Frías, la Campobello, Ramón Rubín- es la de
haber llevado a nuestra prosa los ecos y los corridos nunca antes registrados
de la vida cotidiana en México entre la guerra y la paz.
Antología de la narrativa mexicana del siglo XX, selección,
introducciones y notas de Christopher Domínguez Michael, México, FCE, Letras
Mexicanas, 2 Volúmenes, pp. 11-63.
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