lunes, 18 de enero de 2021

 

COMO UN BLASÓN

José Rubén Romero

—Mi coronel ¿nos deja ir a Ajuno, a cortar la vía?

—No, porque el general dice que eso de asaltar trenes es de bandidos y no de revolucionarios.

—Entonces, ¿vamos a Jesús del Monte a quitar el agua a los de Morelia?

—Somos pocos…

—Ése es el chiste, jefe. Si no se hace algo ‘hora que andamos bien parqueados, acabarán por decir que tenemos miedo.

—¿ Miedo yo ? —repuso Aurelio, pelando tamaños ojos y abriendo de par en par el portón de su boca, para lucir los dientes orificados. Me juego la vida con cualquiera a que entro en un pueblo hasta la mera plaza y les finco su susto a los pelones.

—¿ En un pueblo que tenga guarnición ?

—En Ario, pongo por caso.

—¿ Y cómo?

—Ya les diré cómo, a los que quieran acompañarme.

Días después Aurelio nos llamó para confiarnos su secreto. El plan era bien sencillo: había que preparar un torito de petate, y unos tocando las guitarras, otros los violines y otros disfrazados de maringuías, caer en Ario como una de tantas comparsas en los festejos del Carnaval, ya muy cercano. Aurelio iría metido dentro del animal y llevaría las armas escondidas en la panza del to­rito. Un indio de Opopeo encargóse de conseguir vestidos de mujer y máscaras pintarrajeadas para disfrazarnos; otro agente secreto compró en Paracho dos guitarras y otros tantos violines. Pero había que ensayar el son que se toca en estos pasos y don Ignacio nos pudo comprobar, por la pericia con que sacó la tonada, que ya era un ciego definitivo. Él sirvió de maestro a los músicos improvisados que, a decir verdad, aprendieron muy pronto los compases precisos para dar cima a aquella empresa, harto arriesgada por cierto.

Don Ignacio estaba en sus glorias a la hora de los ensayos, y nosotros parecíamos una banda de chiquillos traviesos que preparan una diablura. Las cananas, bien surtidas de parque, habían hecho que los espíritus recobraran su brío.

Para músicos se eligieron a individuos de rumbos distantes, a fin de que no los conocieran al andar por las calles del pueblo con las caras descubiertas, y el papel de maringuías lo aceptamos Nazario y yo, con otros dos mocetones valerosos y fornidos.

—No te pongas tanta ‘nagua que a la hora de los cocolazos te estorbarán hasta para correr —decíanos Aurelio, quien hacía veces de director de escena. Y tú, Nazario, quítate la pistola del cuadril que parece que trais polizón.

—Yo voy con ustedes —dijo resueltamente don Ignacio.

—Quédese, viejo; mire que nos estorbará.

—Déjenme ir siquiera hasta la orilla del pueblo. Me quedaré con los otros cuidando los caballos.

Nos emperifollamos con miles de desfiguros: faldas rojas, amarillas, llenas de holanes y de cintas; blusas de color solferino, para dar cabida a aquello que el hombre coge en la lactacia y viene a abandonar el la vejez. Nos rellenamos con las carrilleras para  fingir morbideces que no existían…

Descendimos de la sierra y en un lugar espeso, que llaman El Pinalito, se organizó la mascarada. Aurelio revelóse allí como un buen capitán y como un férreo atleta, pues, además de no olvidar detalle y de hacernos oportunas recomendaciones, cargó con nuestros rifles acomodados dentro de la barriga del toro, sin que denotara torpeza alguna en los movimientos que hacía para embestirnos.

—De aquí no pasa usted —dijo Aurelio a don Ignacio—, y ustedes a bailar y a cantar hasta que estemos en la plaza.

Con el barullo y la emoción, el pobre don Ignacio parecía más nervioso que otras veces.

Era el martes de Carnaval y, por seguir los pasos de nuestra comparsa, la tarde se revistió también con todos sus colorines.

Bajamos, tocando un son, por la calzada de Canintzio, bordeada de árboles añosos que, al desplegar su ramaje, parecían abanicos gigantescos.

Upa!, torito, ¿quién te torea? Doña Juanita con su zalea…

Precedíamos mi perro, saltando alegremente. Mi perro, que ya había conquistado dos timbres entre los hombres de la revolución: su cariño y un nombre, Centinela, porque velaba con amor nuestro sueño, y con sus ladridos, nos daba siempre el toque de alerta.

De los tendajones salían gentes para vernos pasar, y los chiquillos nos rodeaban brincando y palmoteando con regocijo.

¡Epa!, torito, ¿quién te agasaja? Doña Che pita con su sonaja …

Dos soldados, a medios chiles, se detuvieron en una esquina y, con señas indecorosas y groseras palabras, comenzaron a azuzar al toro: ora, ca… bresto, ensarta una puta de esas.

Al oírlos, Aurelio echóseles encima y nosotros creímos por un momento que allí terminaba la farsa, pero contentóse con ponerles los cuernos en la barriga, simulando un fiero derrote.

En la plazuela de Jesús María hubimos de detenernos para bailar el son y cantarlo:

¡Alza, torito color de canela, sube a la cama y apaga la vela!

Pasamos frente a la cárcel. Los presos, apiñados detrás de las rejas, reían al vernos brincar y sacudir en los cuernos del toro las rojas frazadas, desteñidas por la lluvia y el polvo de todos los caminos.

Un hombre del pueblo preguntó con curiosidad al de la bandurria.

—¿ De ‘ande viene la mojiganga ?

—De La Chuparrosa —contesté apresuradamente, temeroso de que mi compañero, por ser del norte, se atrojara en la respuesta.

Mi corazón latía sobresaltado, a medida que nos acercábamos a la plaza, y al desembocar en los portales, paré de bailar sintiendo que las piernas rehusaban sostenerme. ¡ Malditas piernas de niño baldado !

En la plaza no cabía ni la punta de un alfiler. Por las banquetas iban los catrines muy serios, echando paso volado, y las señoritas principales los seguían con el rabillo del ojo para que no las sorprendieran con algún imprevisto cascaronazo. Los pelados perseguían a las criadas por entre los praditos del jardín, y aquella a quien alcanzaban y le rompían un cascarón en la cabeza, tambaleábase como beoda, o como si le dieran un golpe con un martillo, que así de suaves suelen tener las manos los rancheros Mara sus inocentes caricias.

El toro pasó cerca de mí y Aurelio me dijo: —Desde el portal de las Infantes, pero cuiden de no tirar a las gentes pacíficas.

Los músicos herían con crueldad los pechos quejumbrosos de las vihuelas:¡ Epa, torito, bríncate las trancas. Levántale a Chucha las enaguas blancas!

Baila de gusto, camina de prisa,

pa’ que le rompas también la camisa .. .

Intempestivamente, el toro se introdujo en una tienda del portal y todos nosotros le seguimos.

Aurelio tiró la armazón, y los músicos los instru­mentos, adonde el rey David aventó el arpa.

Como por encanto salieron las carabinas y los primeros tiros rasgaron el aire.

¡ Viva la revolución ! ¡ Mueran los asesinos de Madero !

Mientras las maringuías nos despojábamos de nuestras vestimentas, los compañeros se agruparon en el portal, decididos a arremeter a cuantos se les enfrentaran. Los dependientes de la tienda quedáronse inmóviles, paralizados por el susto, y al grito de ¡ viva la Revolución !, la multitud que invadía la plaza se desgranó como una mazorca, dejando tal reguero de cascarones apachurrados, de frutas y de confeti, que aquello parecía un patio de vecindad, después de romperse la piñata.

Diez, en total, éramos aquellos chiflados que acometíamos la locura de caer en la propia madriguera de. sesenta pelones, armados hasta los dientes y provistos de una ametralladora que nos podía hilvanar a tiros, como una máquina de coser, a los diez juntos; pero éramos diez voluntarios entusiastas, exaltados por las ideas de la Revolución, dispuestos, a morir en la raya, y no sesenta cuerdeados, tibios instrumentos de un gobierno de criminales, sin convicción y sin bandera.

Sin convicción y sin bandera, pero, repuestos de la sorpresa, comenzaron a aparecer por las bocacalles y a disparar duro y macizo, no precisamente con cascarones. Una bala dio sobre mi cabeza y el vidrio de un aparador saltó hecho añicos; otra vino a paralizar el brazo de uno de los guitarristas, el más distinguido en su breve carrera musical. Un certero disparo tocó el corazón a uno de los nuestros, deshojándolo como si fuera una rosa.

También nuestros proyectiles abrieron en las carnes enemigas grifos de sangre y de dolor. Mi rifle no se contentaba con herir, o matar: insultaba iracundo y sus estampidos parecían fuertes blasfemias que rebotaban en los progenitores de cada pelón.

Pero las carrilleras fueron quedando vacías.

—Hay que subir por la parroquia, antes de que nos corten la retirada —aconsejé a mis compañeros.

Al doblar una esquina vimos a un hombre, único en la calle desierta, que bajaba dando traspiés y blandiendo en el aire un garrote. Mi perro al verlo, corrió a él, agitando alegremente la cola. Aquel hombre era don Ignacio, el ciego, que salía fatalmente al encuentro de los tiros federales. Todos le gritamos a la desesperada:

—¡ Tírese al suelo !

—¡ Escóndase en el marco de una puerta! —¡ Estúpido !

—¡ Loco !

En un denodado impulso plantóse Aurelio en mitad de la calle intentando desviar la atención de los federales.

—¡ Tiren aquí Collones !

Los tiros agujereaban el traje blanco de las paredes, silbando a nuestro rededor con su trágica sirenita.

Don Ignacio descendía con lentitud, la cabeza descubierta, los ojos inmóviles, como los de las esculturas, y un grito quebrado y ronco en la boca:

—¡ Abajo los ricos ! ¡ Vivan los pobres, los po. !

De pronto se detuvo, abrió los brazos y cayó de espaldas sobre las piedras de la calle.

Al pasar corriendo junto a él, lo vi tendido en forma de cruz, andrajoso, ensangrentado, sucio, como el Cristo de todos los tiempos, clavado estérilmente sobre la inmunda costra de la tierra.

Ganamos las orillas del pueblo y nos volvimos a perder entre las sombras del monte.

Llegó jadeante mi perro y me besó una mano. El hocico del animal deja en mi piel una humedad pastosa, coagulada, fría. ¡ Sangre ! Sangre de don Ignacio, el ciego, como un blasón lacrado en rojo sobre una carta de ultratumba .

De Mi caballo, mi perro y mi rifle, en Obras completas. Segunda edición. México. Editorial Porrúa, 1963, pp. 314­319.

 

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EL ÁNIMA DE JUAN COCOSPE

 

 

Ramón Rubín

—Doloroso como las vacunas

es el paso a la comprensión.

 

JUAN COCOSPE y su mujer, Antonina Juárez, habían bajado a las tierras del chavoche traficando con la yerba de la víbora.

Estuvo malo el temporal y las cosechas en los coamiles de la sierra fueron nulas. De modo que antes de contraer con el tendajonero mestizo del pueblo cercano una de esas deudas que no basta el trabajo de toda una vida para pagarlas, emprendieron el viaje hasta las distantes poblaciones del hombre blanco, donde nunca falta quien, más por satisfacer la curiosidad de contemplarlos de cerca y  de burlarse un poco de ellos que porque le haga falta la mercancía, adquiere algo de lo que estos indios ofrecen en venta.

Visitaron Chihuahua y la región agrícola de Bachimba, Meoqui y Camargo, salvando a pie las distancias entre una y otra comunidad. Y cierta calurosa tarde en que se hallaban descansando sobre una de las bancas de la plazuela principal de esta última y recreándose con el bio bio de los pájaros que saltan entre la fronda de los corpulentos fresnos que la sombrean, Antonina empezó a sentirse enferma.

Como no tenían ninguna fe en los doctores del chavoche y puesto que a su raza le espanta la idea de morir en tierra extraña, antes de que el malestar se consolidara emprendieron el regreso hasta las escarpas grises de la Tarahumara. Viaje que, tomando en consideración el mal estado de Antonina y el hecho de que moraban sobre una de las más elevadas mesetas de la zona fría, iba a llevarles varias semanas. Por el camino murió la mujer, agotada por la fiebre y el cansancio y convertida en un lastimoso mapa de pústulas y llagas… Y se comenzó a poner malo Juan Cocospe, al que también le atacó una fuerte calentura y empezaron a poblarle la piel gruesos granos de viruela.

De seguro el ánima de algún chavoche difunto que vagaría por los corrales de cualquiera de los mesones en que se hospedaron la emprendió contra ellos resuelta a perjudicarlos.

Aun bajo la agobiante inhabilitación de la enfermedad, Cocospe continuó arrastrándose, escalando flancos abruptos y descendiendo por precipicios y barrancones con rumbo a su miserable hogar.

Pero tampoco él lograría arribar a su choza de la Mesa. Murió en la de piedra de su nairégama o pariente Inacio Muraca cuando sólo le faltaba una jornada para llegar a su destino.

Aunque de ninguna manera hubiesen podido eludir el compromiso impuesto por la fraternidad y la cortesía de darle albergue, Inacio y sus familiares se mostraron aterrorizados.

Un muerto en la casa de un tarahumara constituye un problema y una amenaza tan grandes como nadie los podría desear. Impone una larga cadena de gastos que ninguna economía soporta sin severa lesión e implica el riesgo de que los moradores sufran los maleficios que el ánima de todo muerto propende a desencadenar antes de emprender la ruta de ese «más allá» donde estos indios vuelven a vivir como hermanos; trabajando, pero sin la molestia de chavoches u otros hombres feroces que los atropellen, engañen y despojen de sus pertenencias.

Lo primero que Inacio había de hacer para evitarse la necesidad de abandonar y quemar su choza, fue trasladar el cadáver, todavía caliente, a una construcción vecina que muy a la larga utilizaba como troje. E inmediatamente envió a su hijo en busca del owirúame o hechicero Ceredonio Narárachic, a fin de que dirigiera el tutúburi y mediante sus ritos mágicos purificase el jacal.

Mientras éste acudía se encaró con el muerto, endilgándole un torpe sermón en el que le amonestaba para que no les fuese a inferir daño ni a su familia ni a él antes de abandonar definitivamente el mundo de los vivos, y le vivos, y prometió ayudarle costeando las ceremonias indicadas y los alimentos necesarios para que pudiese llevar a cabo sin grandes penurias su dilatado tránsito hasta el paraíso.

También se comprometió a pagar sus deudas, si tenía algunas, y a complacer los deseos que le manifestara a través de algún sueño o pesadilla.

Pero Inacio Muraca estaba muy pobre. Y abrumado por todos los gastos que le iba a representar la celebración de las tres tesgüinadas que la felicidad post mortem de cada difunto exige, incurrió en una imprudencia que acaso fue la que había de volver inútiles todas sus precauciones para eludir el daño.

Como él no poseía borregos que le dieran la lana, y además su mujer, Catarina Sorogóchic, era definitivamente torpe cuando se ponía a tejerla, sólo contaba para su abrigo con una vieja y astrosa kemaca. Y al amortajar a Juan Cocospe no pudo menos de deslumbrarle la hermosa y adornada tiruta o cobija de tejido impermeable que éste traía, decidiendo, al cabo de algunas reflexiones y titubeos, apropiársela y sustituirla por su frazada chiruda, en la que envolvió el cadáver.

Resultaba ésta una pobre retribución por los muchos gastos que el deceso de su pariente le ocasionaría. Y, por otra parte, bien pudo suponer que los caminos que el muerto había de seguir para llegar hasta el cielo no eran tan fríos como los de la tierra, puesto que la cercanía del Sol hace que los rayos de éste calienten más y porque de noche la Luna, que es hembra, le infundiría el calorcillo amable que infunden en la aproximación todas las mujeres.

Juan Cocospe podría recorrerlos muy a gusto con su tagora o bragas de manta, sus deteriorados huaraches y la chiruda kemaca de Inacio.

A fin de purificar la choza donde Cocospe expirase y evitar el riesgo de que el ánima de éste se hubiese escondido y permaneciera oculta en alguno de sus rincones, tomó dos trozos de ocote, encendiólos a modo de antorchas y con ellos fue atacando cada espacio y rendija del interior hasta quedar seguro de que si el ánima estaba allí tuvo que salir huyendo de la chamusquina.

La otra choza o troje a donde llevara al muerto, apenas éste se puso rígido y una vez que le dieron sepultura al cadáver procedió a quemarla.

Pero aún quedaba la posibilidad de que el ánima del difunto se hubiera refugiado en algún animal. Caso para el que era muy difícil encontrar remedio.

El cuerpo de Juan Cocospe fue sepultado en una cueva, donde lo tendieron de cara al Oriente para que no equivocase el camino y a su lado colocaron el arco y las flechas con los que había de cazar mientras lo andaba, así como una hueja destinada a recoger el agua de los arroyos y ríos que tuviese que vadear. Además, se le colgó del cuello una bolsita con pinole y se le introdujo una cruz de palo entre las manos enlazadas sobre el pecho. Luego encendieron un buen fuego a la entrada de la caverna para que no escapara el ánima si aún estaba con el cadáver o por allí, y taparon la oquedad con piedras, a fin de que no entrasen a molestar a Juan Cocospe los animales silvestres.

Hecho esto, Inacio retornó a la casa y se consagró a organizar la tesgüinada de los tres días de muerto, que es apenas la primera y la menos suntuosa de la trilogía de fiestas ceremoniales que han de dedicársele a cada tarahumara difunto para prestarle apoyo en su viaje hasta el paraíso.

Barrió, regó y despejó el patio contiguo a la choza. Y en él fueron clavadas las tres cruces grandes y la pequeña del nawírake.

Catarina Sorogóchic y unas parientas suyas procedieron a preparar el tesgüino y a tostar y moler el maíz para el pinole. Y mientras lo hacían regresó Riborio Muraca, el muchachuelo hijo de ambos que había partido en busca del hechicero Ceredonio Narárachic, trayendo la promesa de que éste acudiría en cuanto sus muchas ocupaciones le dejaran un campito.

Pero apenas dos días después de la muerte de Cocospe, Inacio Muraca se sintió enfermo. Y tuvo que abandonarlo todo para tenderse sobre las zaleas que mullían el suelo de tierra apretada de la choza.

La alarma cundió en el acto.

Quería ello decir que, a pesar de todas las providencias, el ánima de Juan Cocospe andaba suelta y furiosa y que un cúmulo de maleficios pendía sobre la familia Muraca y sobre cuantos habían acudido a visitarla, a darle consuelo y a participar de la fiesta. Entonces se multiplicó la ansiedad por la llegada del owirúame Ceredonio que se estaba demorando demasiado.

Solo él, que tenía los conocimientos médicos y mágicos necesarios, podría ponerle remedio al desaguisado. Y esto no sin grandes dificultades y apuros.

Todo el día siguiente estuvieron llegando grupos de indios atraídos por la noticia y el señuelo de la tesgüinada, donde siempre se comía y bebía en abundancia. Mas al conocer la naturaleza del mal que aquejaba a su anfitrión, los más ancianos apenas alcanzaban a reprimir un movimiento de espanto. Ya era, sin embargo, demasiado tarde para arrepentirse de la visita. El ánima de Juan Cocospe, que sin duda andaba suelta y contrariada, se arrebataría de cólera contra aquel que desistiera del propósito de ayudarla a llegar al paraíso participando en el ritual de la ceremonia; y siendo, por liviana, más veloz que el más ducho corredor con la pelota, a lo mejor le perseguía y daba alcance para descargar sobre él las peores manifestaciones de su rencor.

Ni siquiera podían faltar a la cortesía. Y de uno en uno o por parejas, pasaban al interior de la choza de Muraca ocultando su recelo e inclinándose ceremoniosos en tanto que tentándole con la punta de los dedos la parte interior del codo y el extremo de la mano al enfermo murmuraban un saludo.

El pobre Muraca, consumido por la fiebre y con sus labios hinchados y resecos, apenas podía articular en correspondencia una frase amable. Pero los amigos se daban por satisfechos con su sonrisa complaciente. Y luego de improvisar una frase de aliento, susurraban el adiosibá de despedida y salían para sentarse en cuclillas o sobre pedruscos a esperar el arribo del owirúame , sin cuya presencia era imposible darle comienzo ni a la purificación de la casa, ni a la danza ni a la borrachera.

Tal vez Ceredonio tenía otras tesgüinadas en qué oficiar, o andaba en busca de peyote o de yerbas curativas, pues no era propio de un hechicero responsable hacerse avisar tres veces antes de acudir a una ceremonia. El caso es que transcurrido el tercer día desde la muerte de Juan Cocospe, que era el término indicado para bailarle el tutúburi primero en el ritual, el oficiante continuaba ausente.

Fue precisamente entonces cuando Riborio Muraca se vio atacado por síntomas muy semejantes a los que antes de tumbarle en las zaleas asaltaron a su padre.

Y la zozobra general adquirió ribetes de terror supersticioso.

No podía menos de aumentar considerablemente el miedo entre los que esperaban; ya que era lógico suponer que el ánima del difunto, defraudada por la dilación del tutúburi, se enfurecería sin remedio para acabar acometiendo contra todos los presentes.

Las cosas llegaron a tales extremos que no faltó un deslenguado que murmurase, olvidando la capacidad de Ceredonio para infligir el mal a sus enemigos mediante procedimientos mágicos, que tal vez le había entrado miedo a éste de chupar las pústulas de Muraca para extraer de ellas los gusanos que materializaban ese factor metafísico que en último término origina siempre la enfermedad, pues la viruela negra no era mal de sencilla curación y más de un hechicero había contraído la peste cuando efectuaba el intento de sanar a un enfermo.

La procaz hipótesis no prosperó, sin embargo. Resultaba difícil de admitir teniendo en cuenta que Ceredonio era un afamado curandero originario de Narárachic, pueblo que se ufana de haberle proporcionado a la tribu los brujos más renombrados de toda la Tarahumara, lo mismo que California se enorgullece de producir las más ricas manzanas del mundo y Detroit se jacta de fabricar los mejores automóviles de la Tierra. Él poseía amplios recursos profesionales para afrontar una situación semejante y tenía a honra proclamar que en el dilatado ejercicio de su profesión sólo se le habían muerto aquellos pacientes que, por haberles dedicado el tecolote su canto nefasto, llevaban el deceso estatuido como una decisión inexorable del tata Rios y de ninguna manera como una eventualidad sujeta a arbitrios humanos.

Mas, fuera por miedo o porque no considerase a la familia Muraca bastante adinerada para merecer y retribuir sus servicios, o porque en realidad se hallara demasiado atareado en otro lugar, lo cierto es que transcurrió la noche del tercer día sin que Ceredonio apareciera, y que los asistentes a la tesgüinada, además de invadidos de pavor, empezaron a sentirse perplejos.

Dado que al padre y al hijo les brotaban ya granos variolosos que no tardaríais en convenirse en pústulas y puesto que Catarina Sorogóchic cayó también enferma, se impuso la necesidad de hacer algo con curandero o sin él.

Mientras por una parte se enviaba un segundo mensajero en busca de otro owirúame, por la otra se reunían en concilio los más viejos y enterados de los presentes allí, entre los cuales se contaban algunos caciques locales, resolviendo intentar una labor profiláctica que le impidiera a la peste seleccionar nuevas víctimas.

Con ese loable fin se encendieron grandes hogueras, que cubiertas con verdes ramascos de táscate despedían un humo espeso y hediondo, muy conveniente para purificar a los que se arrimaban y preservarlos así contra el maleficio. Después, con buches de agua con chile efectuáronse aspersiones sobre los temerosos. Y por último, usando aquella frazada tirata de Cocospe que Muraca se incautara, se procedió a sacudirla hacia lo alto tomada de las cuatro esquinas, para empujar entre conjuros hacia arriba al ánima dañina y errabunda, a fin de que emprendiese de una vez la travesía del «más allá», y dejara en paz a quienes trataban de prestarle ayuda.

Pero como si ella se hubiera propuesto hacer mofa de la fragilidad de tales recursos, todavía no terminaban el ritual cuando otras dos personas, una mujer y un niño, caían enfermas.

Y el general temor supersticioso tomó ya proporciones apocalípticas.

De aquella suerte, el retorno de un cuarto mensajero acompañado del owirúame Carmen Tocorichi fue para la concurrencia como un radiante amanecer al cabo de la sombría e interminable noche invernal que la acongojaba.

Carmen no era tan afamado como Ceredonio. Pero su cobija a rayas anchas apareciendo entre los encinares adquirió resplandores de aurora boreal que llenaron de un férvido agradecimiento los corazones de quienes aguardaban la ayuda de su sabiduría y debieron poner de punta los cabellos del ánima invisible e intangible, pero a pesar de ello notoria, de Juan Cocospe.

Ni uno solo de aquellos infelices experimentó esa vez el intuitivo temor supersticioso que acompaña siempre a la reverencia que suscita la aparición de un hechicero. Lo necesitaban demasiado para sentirse medrosos.

Tocoriche llegó ostentando la severa dignidad de todos los curanderos indios. Rígido de gestos, sobrio de emociones y parco de palabras, era flaco, largo y escurrido como pabilo de cirio. Pero en sus ojos lucía un chispazo que denunciaba el aplomo y el dominio de los que nacieron para guías.

Apenas hubo correspondido a la devota cortesía de quienes lo aguardaban en el exterior, pasó a la choza con el fin de examinar a los enfermos. Y viendo los rostros de Inacio y de su hijo tumefactos por las pústulas y escurriendo una materia repugnante que invadía hasta las cuencas visuales, no pudo reprimir un movimiento de disgusto. Habló brevemente con algunos de los que le habían seguido recabando antecedentes. Y así que supo que la enfermedad la había traído Juan Cocospe de las tierras del chavoche y que él llevaba ya cinco días de muerto sin que, por la irresponsabilidad profesional de Ceredonio Narárachic se hubiera llevado a efecto la primera de las tres indispensables tesgüinadas , todo pareció volvérsele claro.

Luego de clamar contra aquella conducta de su competidor, se dispuso a dar comienzo a la curación, para lo cual se hizo asistir por algunos de los deudos de los pacientes.

Por principio de cuentas se procuró una hueja o jícara con tesgüino y algunos alimentos, yendo a colocarla como ofrenda al pie de la cruz del nawírake. Sació luego otra jícara de la misma bebida, y después de tomarse la mayor parte fue arrojando lo que quedaba hacia los cuatro puntos cardinales, para congraciar a los vientos que se habían de llevar al ánima perjuiciosa. En seguida extrajo de una bolsa de cuero que llevaba cierto rosario hecho de semillas y tres tubos o canutos succionadores confeccionados de carrizo, e hizo traer dos jícaras más, una con agua y otra vacía, la primera para lavar los tubos y la segunda para escupir en ella el resultado de las succiones.

Con todo ese instrumental volvió al interior de la choza, haciéndose seguir de dos mocitas púberes para que le ayudaran y de dos indios que iban a tocar en un violín y una guitarra rudimentarios cierta melodía de efectos mágicos.

Y procedió a aplicarles su terapéutica a los enfermos.

De uno en uno les fue poniendo el rosario al cuello y haciéndoles repetidamente la señal de la cruz sobre cada porción de su organismo mientras rezaba una oración de la que sólo era posible percibir una que otra palabra desarticulada. Después, con el pretexto de que haciéndolo él en persona se fatigaría, pues venía cansado y los pacientes eran muchos, mientras saboreaba unos tragos de infusión de peyote para confortarse y acumular sabiduría, puso a las dos muchachas a que frotaran los miembros de los enfermos de arriba abajo, empujando con la presión de sus manos el mal hasta bajárselo a los tobillos, de donde él lo succionaría con los canutos.

Terminada esta maniobra bebió algunos tragos de tesgüino, y, con su remanente, hizo buches para rociar a los variolosos.

Así dio por concluida la parte científica de la curación.

Pero cuando salieron todos al escampado del exterior para continuar con la parte mágica de la misma, ya la viruela había hecho presa en otros tres de los circunstantes.

139

Y hubo que precipitar la ejecución de los rituales mágicos para aplacar la cólera del ánima de Juan Cocospe, lícitamente enfurecida por la demora de dos días en llevar a cabo la tesgüinada.

A esas alturas toda la concurrencia estaba ingiriendo trago con prodigalidad. Y las huejas con tesgüino iban y venían. Faltaba, no obstante, el tónare, es decir, la carne sorrascada. Y hubo de sacrificarse una de las escasas chivas de Muraca.

Con la sangre de este animal se volvió a congraciar a los vientos, arrojando jicarazos de ella hacia los cuatro puntos cardinales. Y la carne fue condimentada, ofreciéndosele la mejor porción al muerto y distribuyendo entre los participantes el resto.

Ante el nawírake se encendió una buena hoguera, y encima de ella echaron las consabidas ramas verdes de táscate. A continuación un hombre empezó a sacudir la sonaja y a cantar el tutúburi para que diera comienzo el fatigoso ir y venir de la danza. Entonces, y luego de dejar sus aderezos al pie de la pequeña cruz, hasta los ancianos que fungían de autoridades y las madres encintas o que llevaban sus pequeños hijos atados con el rebozo a la espalda, se incorporaron al frenético pataleo.

El ritmo era monótono, como la melodía. Ésta tenía mucho más de imprecación reiterada que de romanza. En el canto del hechicero y de quienes lo coreaban destacaban algunas palabras incoherentes: Uaminámela, usuwituame y otras igualmente enigmáticas y truncas… Pero la danza no decaía.

Era necesario que durase hasta el día siguiente; hasta la aurora. Se hacían algunas pausas breves para seguir tomando tesgüino.

Y todo hacía resaltar como evidente que el ánima dañera de Juan Cocospe se fastidiaría al fin de aquel ronroneo machacón y exasperante y saldría en fuga hacia el paraíso de los suyos.

Sin embargo y como sometiendo a prueba la paciencia de los danzantes, a eso de la medianoche enfermaron otras dos personas. Y el mal de los que yacían tendidos lejos de experimentar alivio alguno se agravaba.

Tocorichi proclamó, ya sin tapujos, que el responsable de aquel fracaso era su competidor Narárachic. Su poca formalidad había molestado tanto al ánima de Juan Cocospe que ahora resultaba empresa de titanes someterla a la razón.

Pero aunque los concurrentes tuvieran esta deducción por sensata, ello no contribuía a restituirles la tranquilidad.

Y como sólo la ofuscación obtenida con las libaciones atenuaba sus angustias, resolvieron prolongar la danza y la borrachera mucho más allá de las 12 horas de rigor, hasta en tanto que tuviesen pruebas de que el furor del ofendido iba cediendo.

Con ese fin se reforzó la provisión de tesgüino y de peyote y se sacrificaron otras dos cabras…

Al cabo, aquello se convirtió en un absurdo maratón de pataleos y alaridos del que nadie se atrevía a desertar. Pues, para darle mayor patetismo a aquel conflicto, otras dos personas que rendidas por lo que juzgaron simple fatiga habían querido tomar un descanso, cayeron también enfermas de viruela. Y ello demostraba claramente que el ánima en cuestión se encontraba interesadísima en la ceremonia y vigilante para castigar al que no se mantuviese en ella.

En Inacio Muraca la enfermedad iba haciendo crisis, y parecía muy probable que se salvara. Pero su mujer, y sobre todo su hijo, se habían puesto terriblemente malos y era muy de temer que se fueran a morir. Asimismo, estaba agónico un pequeñito de los que enfermaron más tarde. Y a otro le habían invadido los ojos horribles pústulas, condenándolo a quedar por lo menos ciego. Los demás se debatían bajo los achaques de la fiebre y a cada momento se sentían mayormente enfermos.

Al término de cuatro días con sus noches de danzar y beber, la tesgüinada había adquirido un desastroso cariz por el agotamiento y el terror de cuantos participaban en ella. El canto y la música se habían vuelto eminentemente funerales y la sordidez de la borrachera general sobrecogía. Una tras otra las personas iban cayendo enfermas. Y como no cupieron ya en el interior de la choza ni en las vecinas, tendíaselas a la intemperie, como si fuera un hospital de sangre al cabo de cruenta batalla.

Lo único que se podía hacer y que se hacía para aliviar la situación era atizar grandes hogueras que atenuasen el frío. Y las cuales, obstinadamente cubiertas con ramas verdes de táscate, llenaban a la vez su cometido mágico difundiendo una terrible humareda y una hediondez por toda aquella estribación del monte que hasta para el ánima del muerto volvía la atmósfera irrespirable.

Acabó por morir Riborio Muraca y poco después un pequeñito. Por lo que, aun cuando se lograra al fin aplacar los rencores del ánima enfurecida de Cocospe, la fiesta tendría que seguir adelante en honor y ayuda de los nuevos difuntos y de los que irían muriendo después.

Pero las abundantes bajas mermaron considerablemente el número de los que participaban en ella. Y cada vez parecía más deslucida…

El desatino y el pánico culminaron al enfermar también Carmen Tocorichi y uno de sus ayudantes cantores. Entonces la concurrencia se sintió desamparada y perpleja. Y hubo que mandar en busca de otro owirúame , ya que sin éste el tutúburi carece de sentido mágico.

De los que se mantenían en pie nadie estaba en buenas condiciones para efectuar el viaje.

Y hubo de escogerse a Josesito Güémez porque era un mozo atlético, avezado corredor y ducho jugador de pelota. Estaba, sin embargo, tan agotado, que se dispuso utilizara en la caminata la mula en la que llegara uno de los ancianos enfermos, y la cual pastaba cerca de allí.

Encontrábanse todos demasiado aturdidos por el cansancio y el miedo para preverlo, mas esta decisión tenía un grave inconveniente. El hechicero que se proponían traer habitaba en una comunidad a la que sólo era posible llegar desde allí salvando peñascales y precipicios, por una vereda tan abrupta que muchos de sus tramos resultaban impracticables aun para una mula serrana como aquélla.

Y esto y el hecho de encontrarse demasiado flaco de energías para prescindir de la cabalgadura decidió a Josesito, por no dar un gran rodeo, a cambiar de destino dirigiéndose hacia el distrito de Guachóchic, donde él sabía que moraba otro curandero y el cual presentaba un acceso harto más fácil aun cuando estuviera tres veces más lejano.

De esa manera, el viaje que se esperaba realizase en unas cuantas horas le llevó casi dos días.

Pero al fin pudo alcanzar aquel destino.

La mesa de Guachóchic, salpicada de coníferas y seccionada en sus tramos de pastizal por un pintoresco encaje de cercas de troncos, tiritaba bajo un frío de deshielos cuando irrumpió en ella la mula que jineteaba Josesito Güémez. Y allá, al fondo de una suave depresión por donde desaguaba un arroyito, la pequeña población edificada con adobes y trozas de cedro, se acurrucaba silenciosa bajo el palio de humo blanco que, como sombrilla protectora, había ido formando el humo de las cocinas encendidas en la calma atmosférica de la mañana.

El indio llegaba con los pies enredados en los estribos y de bruces sobre la áspera crin del animal, sosteniéndose precariamente a pesar de la fiebre y la fatiga.

Trotando por la suave ladera que descendía hasta el caserío y sacudiendo en ello el cuerpo casi inerte de Josesito como si se tratara de un costal de patatas, la acémila apuró el paso al distinguir varios congéneres suyos que triscaban haces de hoja de maíz dentro de los macheros. Y aunque en escasa medida, eso le restituyó la conciencia al tarahumara.

Había que atravesar el pueblo para acercarse a la casa del hechicero. Y al cruzar en tan deplorable estado frente al edificio del Centro Indigenista establecido allí por el Gobierno mexicano, unos maestros mestizos que conversaban a sus puertas lo descubrieron e interceptaron el paso a la mulilla. El mozo quiso eludirlos. Pero ya era tarde. Y como las huellas de la enfermedad iban estampadas en su rostro y delataban la urgente necesidad de asistencia médica, fue llamado el practicante, que indicó lo desmontaran y condujesen hasta el recinto que albergaba los servicios médicos de la institución.

Examinado minuciosamente allí, el diagnóstico estableció que venía atacado de viruelas. Y pese a sus protestas fue hospitalizado.

Josesito no se hubiera avenido jamás a contestar al interrogatorio a que fue sometido por estos chavoches… Pero cuando estuvo seguro de que lo retendrían para curarlo, la necesidad de enviarles a los suyos el tan urgente socorro de un curandero lo condujo a delatar el suceso que tenía lugar en el paraje de Inacio Muraca a un pegátome o indio incorporado que prestaba en el centro servicios de enfermero y de intérprete, pidiéndole entre ruegos que avisara al curandero… Y el pegátome lo traicionó, poniendo al tanto a los directivos de la institución federal, donde se armó un gran revuelo al conocerse las proporciones que había adquirido la epidemia.

Los de la tesgüinada seguían aún danzando, por más que era ya mayor el número de los que padecían tendidos los efectos del mal que el de los que conservaban algún aliento para mantenerse magramente en pie.

Y al aparecer la brigada de pegátomes y enfermeros chavoches respaldados por una escolta de soldados federales en vez del anhelado curandero, juzgaron que su desventura alcanzaría la más negra culminación.

Olvidándose del temor al ánima de Juan Cocospe, aquellos que conservaban algunas energías abandonaron a los enfermos y la ceremonia a su desdichada suerte, y procedieron a dispersarse en todas direcciones, antes estimulados que contenidos por las excitativas y las persuasiones de los vacunadores que querían evitar una mayor difusión de la peste. Los soldados y los enfermeros consiguieron detener a algunos. Mas era pueril esperar que los juntasen a todos. El tarahumara posee excepcionales aptitudes para resistir corriendo y para escalar las sendas menos practicables. Y aun en el estado de embriaguez y fatiga en que se encontraban, la cacería presentó dificultades inauditas.

Los más de los indios se perdieron entre los peñascales y bosques, invadidos de terror al escuchar los lamentos de aquellos que, por haberse rezagado, eran sometidos por fuerza y entre pataleos a la vacunación.

Y hasta la fecha, después de transcurrido un año, el ánima de Juan Cocospe mantiene su indignación y anda persiguiendo a sus congéneres por toda la serranía, sin que ni el tutúburi, ni las tesgüinadas ni la sostenida campaña profiláctica de las brigadas vacunadoras del chavoche hayan conseguido acorralarla por completo, obligándola a desistir de su enconoso afán dañero y a emprender de una vez por todas y para descanso y paz de su raza ese largo camino hasta el paraíso tarahumara, donde podrá seguir trabajando su coamil y dedicándose a la caza del venado para no morirse otra vez de hambre, sin la presencia y el estorbo del maldito chavoche que con su afán de hacer dinero les hace imposible la vida en este mundo a los indios.

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