COMO UN BLASÓN
José Rubén Romero
—Mi coronel ¿nos deja ir a Ajuno, a cortar la vía?
—No, porque el general dice que eso de asaltar trenes es de
bandidos y no de revolucionarios.
—Entonces, ¿vamos a Jesús del Monte a quitar el agua a los de Morelia?
—Somos pocos…
—Ése es el chiste,
jefe. Si no se hace algo ‘hora que
andamos bien parqueados, acabarán por decir que tenemos miedo.
—¿ Miedo yo ?
—repuso Aurelio, pelando tamaños ojos y abriendo de par en par el portón de su
boca, para lucir los dientes orificados. Me juego la vida con cualquiera a que
entro en un pueblo hasta la mera plaza y les finco su susto a los pelones.
—¿ En un pueblo que tenga guarnición ?
—En Ario, pongo por caso.
—¿ Y cómo?
—Ya les diré cómo, a los que quieran acompañarme.
Días después Aurelio
nos llamó para confiarnos su secreto. El plan era bien sencillo: había que
preparar un torito de
petate, y unos tocando las guitarras, otros los violines y otros disfrazados
de maringuías, caer
en Ario como una de tantas comparsas en los festejos del Carnaval, ya muy
cercano. Aurelio iría metido dentro del animal y llevaría las armas escondidas
en la panza del torito. Un
indio de Opopeo encargóse de conseguir vestidos de mujer y máscaras
pintarrajeadas para disfrazarnos; otro agente secreto compró en Paracho dos
guitarras y otros tantos violines. Pero había que ensayar el son que se toca en
estos pasos y don Ignacio nos pudo comprobar, por la pericia con que sacó la
tonada, que ya era un ciego definitivo. Él sirvió de maestro a los músicos
improvisados que, a decir verdad, aprendieron muy pronto los compases precisos
para dar cima a aquella empresa, harto arriesgada por cierto.
Don Ignacio estaba en sus glorias a la hora de los ensayos, y nosotros
parecíamos una banda de chiquillos traviesos que preparan una diablura. Las
cananas, bien surtidas de parque, habían hecho que los espíritus recobraran su
brío.
Para músicos se
eligieron a individuos de rumbos distantes, a fin de que no los conocieran al
andar por las calles del pueblo con las caras descubiertas, y el papel de maringuías lo
aceptamos Nazario y yo, con otros dos mocetones valerosos y fornidos.
—No te pongas
tanta ‘nagua que a
la hora de los cocolazos te
estorbarán hasta para correr —decíanos Aurelio, quien hacía veces de director
de escena. Y tú, Nazario, quítate la pistola del cuadril que parece que trais polizón.
—Yo voy con ustedes —dijo resueltamente don Ignacio.
—Quédese, viejo; mire que nos estorbará.
—Déjenme ir siquiera hasta la orilla del pueblo. Me quedaré con los
otros cuidando los caballos.
Nos emperifollamos
con miles de desfiguros: faldas rojas, amarillas, llenas de holanes y de
cintas; blusas de color solferino, para dar cabida a aquello que el hombre coge
en la lactacia y viene a abandonar el la vejez. Nos rellenamos con las
carrilleras para fingir morbideces que no existían…
Descendimos de la
sierra y en un lugar espeso, que llaman El
Pinalito, se organizó la mascarada. Aurelio revelóse allí como
un buen capitán y como un férreo atleta, pues, además de no olvidar detalle y
de hacernos oportunas recomendaciones, cargó con nuestros rifles acomodados
dentro de la barriga del toro, sin
que denotara torpeza alguna en los movimientos que hacía para embestirnos.
—De aquí no pasa usted —dijo Aurelio a don Ignacio—, y ustedes a
bailar y a cantar hasta que estemos en la plaza.
Con el barullo y la emoción, el pobre don Ignacio parecía más
nervioso que otras veces.
Era el martes de Carnaval y, por seguir los pasos de nuestra
comparsa, la tarde se revistió también con todos sus colorines.
Bajamos, tocando un son, por la calzada de Canintzio, bordeada de
árboles añosos que, al desplegar su ramaje, parecían abanicos gigantescos.
Upa!, torito, ¿quién te
torea? Doña Juanita con su zalea…
Precedíamos mi
perro, saltando alegremente. Mi perro, que ya había conquistado dos timbres
entre los hombres de la revolución: su cariño y un nombre, Centinela, porque
velaba con amor nuestro sueño, y con sus ladridos, nos daba siempre el toque de
alerta.
De los tendajones salían gentes para vernos pasar, y los chiquillos
nos rodeaban brincando y palmoteando con regocijo.
¡Epa!, torito, ¿quién te
agasaja? Doña Che pita con su sonaja …
Dos soldados,
a medios chiles, se
detuvieron en una esquina y, con señas indecorosas y groseras palabras, comenzaron
a azuzar al toro: ora, ca…
bresto, ensarta una puta de esas.
Al oírlos, Aurelio echóseles encima y nosotros creímos por un
momento que allí terminaba la farsa, pero contentóse con ponerles los cuernos
en la barriga, simulando un fiero derrote.
En la plazuela de Jesús María hubimos de detenernos para bailar el
son y cantarlo:
¡Alza, torito color de
canela, sube a la cama y apaga la vela!
Pasamos frente a la cárcel. Los presos, apiñados detrás de las
rejas, reían al vernos brincar y sacudir en los cuernos del toro las rojas
frazadas, desteñidas por la lluvia y el polvo de todos los caminos.
Un hombre del pueblo preguntó con curiosidad al de la bandurria.
—¿ De ‘ande viene la
mojiganga ?
—De La Chuparrosa —contesté apresuradamente, temeroso de que mi compañero,
por ser del norte, se atrojara en la respuesta.
Mi corazón latía sobresaltado, a medida que nos acercábamos a la
plaza, y al desembocar en los portales, paré de bailar sintiendo que las
piernas rehusaban sostenerme. ¡ Malditas piernas de niño baldado !
En la plaza no cabía
ni la punta de un alfiler. Por las banquetas iban los catrines muy
serios, echando paso volado, y las señoritas principales los seguían con el
rabillo del ojo para que no las sorprendieran con algún imprevisto cascaronazo.
Los pelados perseguían
a las criadas por entre los praditos del jardín, y aquella a quien alcanzaban y
le rompían un cascarón en la cabeza, tambaleábase como beoda, o como si le
dieran un golpe con un martillo, que así de suaves suelen tener las manos los
rancheros Mara sus inocentes caricias.
El toro pasó cerca de mí y Aurelio me dijo: —Desde el portal de las
Infantes, pero cuiden de no tirar a las gentes pacíficas.
Los músicos herían
con crueldad los pechos quejumbrosos de las vihuelas:¡ Epa, torito, bríncate las
trancas. Levántale
a Chucha las enaguas blancas!
Baila de gusto, camina de
prisa,
pa’ que le rompas también la
camisa .. .
Intempestivamente, el toro se introdujo en una tienda del portal y
todos nosotros le seguimos.
Aurelio tiró la armazón, y los músicos los instrumentos, adonde el
rey David aventó el arpa.
Como por encanto salieron las carabinas y los primeros tiros
rasgaron el aire.
¡ Viva la revolución ! ¡ Mueran los asesinos de Madero !
Mientras las maringuías nos
despojábamos de nuestras vestimentas, los compañeros se agruparon en el portal,
decididos a arremeter a cuantos se les enfrentaran. Los dependientes de la
tienda quedáronse inmóviles, paralizados por el susto, y al grito de ¡ viva la
Revolución !, la multitud que invadía la plaza se desgranó como una mazorca,
dejando tal reguero de cascarones apachurrados, de frutas y de confeti, que
aquello parecía un patio de vecindad, después de romperse la piñata.
Diez, en total, éramos
aquellos chiflados que acometíamos la locura de caer en la propia madriguera
de. sesenta pelones, armados
hasta los dientes y provistos de una ametralladora que nos podía hilvanar a
tiros, como una máquina de coser, a los diez juntos; pero éramos diez
voluntarios entusiastas, exaltados por las ideas de la Revolución, dispuestos,
a morir en la raya, y no sesenta cuerdeados, tibios
instrumentos de un gobierno de criminales, sin convicción y sin bandera.
Sin convicción y sin bandera, pero, repuestos de la sorpresa, comenzaron
a aparecer por las bocacalles y a disparar duro y macizo, no precisamente con
cascarones. Una bala dio sobre mi cabeza y el vidrio de un aparador saltó hecho
añicos; otra vino a paralizar el brazo de uno de los guitarristas, el más
distinguido en su breve carrera musical. Un certero disparo tocó el corazón a
uno de los nuestros, deshojándolo como si fuera una rosa.
También nuestros proyectiles
abrieron en las carnes enemigas grifos de sangre y de dolor. Mi rifle no se
contentaba con herir, o matar: insultaba iracundo y sus estampidos parecían
fuertes blasfemias que rebotaban en los progenitores de cada pelón.
Pero las carrilleras fueron quedando vacías.
—Hay que subir por la parroquia, antes de que nos corten la
retirada —aconsejé a mis compañeros.
Al doblar una esquina vimos a un hombre, único en la calle
desierta, que bajaba dando traspiés y blandiendo en el aire un garrote. Mi
perro al verlo, corrió a él, agitando alegremente la cola. Aquel hombre era don
Ignacio, el ciego, que salía fatalmente al encuentro de los tiros federales.
Todos le gritamos a la desesperada:
—¡ Tírese al suelo !
—¡ Escóndase en el marco de una puerta! —¡ Estúpido !
—¡ Loco !
En un denodado impulso plantóse Aurelio en mitad de la calle
intentando desviar la atención de los federales.
—¡ Tiren aquí Collones !
Los tiros agujereaban el traje blanco de las paredes, silbando a
nuestro rededor con su trágica sirenita.
Don Ignacio descendía con lentitud, la cabeza descubierta, los ojos
inmóviles, como los de las esculturas, y un grito quebrado y ronco en la boca:
—¡ Abajo los ricos ! ¡ Vivan los pobres, los po. !
De pronto se detuvo, abrió los brazos y cayó de espaldas sobre las
piedras de la calle.
Al pasar corriendo junto a él, lo vi tendido en forma de cruz,
andrajoso, ensangrentado, sucio, como el Cristo de todos los tiempos, clavado
estérilmente sobre la inmunda costra de la tierra.
Ganamos las orillas del pueblo y nos volvimos a perder entre las
sombras del monte.
Llegó jadeante mi perro y me besó una mano. El hocico del animal
deja en mi piel una humedad pastosa, coagulada, fría. ¡ Sangre ! Sangre de don
Ignacio, el ciego, como un blasón lacrado en rojo sobre una carta de ultratumba
.
De Mi caballo, mi perro y mi
rifle, en Obras
completas. Segunda edición. México. Editorial Porrúa, 1963,
pp. 314319.
https://elcuentodesdemexico.com.mx/como-un-blazon/
EL
ÁNIMA DE JUAN COCOSPE
Ramón Rubín
—Doloroso como las vacunas
es el paso a la comprensión.
JUAN COCOSPE y su mujer, Antonina Juárez, habían bajado a las
tierras del chavoche traficando con la yerba de la víbora.
Estuvo malo el temporal y las cosechas en los coamiles de la sierra
fueron nulas. De modo que antes de contraer con el tendajonero mestizo del
pueblo cercano una de esas deudas que no basta el trabajo de toda una vida para
pagarlas, emprendieron el viaje hasta las distantes poblaciones del hombre
blanco, donde nunca falta quien, más por satisfacer la curiosidad de
contemplarlos de cerca y de burlarse un poco de ellos que porque le haga
falta la mercancía, adquiere algo de lo que estos indios ofrecen en venta.
Visitaron Chihuahua y la región agrícola de Bachimba, Meoqui y
Camargo, salvando a pie las distancias entre una y otra comunidad. Y cierta
calurosa tarde en que se hallaban descansando sobre una de las bancas de la
plazuela principal de esta última y recreándose con el bio bio de los pájaros
que saltan entre la fronda de los corpulentos fresnos que la sombrean, Antonina
empezó a sentirse enferma.
Como no tenían ninguna fe en los doctores del chavoche y puesto que
a su raza le espanta la idea de morir en tierra extraña, antes de que el
malestar se consolidara emprendieron el regreso hasta las escarpas grises de la
Tarahumara. Viaje que, tomando en consideración el mal estado de Antonina y el
hecho de que moraban sobre una de las más elevadas mesetas de la zona fría, iba
a llevarles varias semanas. Por el camino murió la mujer, agotada por la fiebre
y el cansancio y convertida en un lastimoso mapa de pústulas y llagas… Y se
comenzó a poner malo Juan Cocospe, al que también le atacó una fuerte calentura
y empezaron a poblarle la piel gruesos granos de viruela.
De seguro el ánima de algún chavoche difunto que vagaría por los
corrales de cualquiera de los mesones en que se hospedaron la emprendió contra
ellos resuelta a perjudicarlos.
Aun bajo la agobiante inhabilitación de la enfermedad, Cocospe
continuó arrastrándose, escalando flancos abruptos y descendiendo por
precipicios y barrancones con rumbo a su miserable hogar.
Pero tampoco él lograría arribar a su choza de la Mesa. Murió en la
de piedra de su nairégama o pariente Inacio Muraca cuando sólo le faltaba una
jornada para llegar a su destino.
Aunque de ninguna manera hubiesen podido eludir el compromiso
impuesto por la fraternidad y la cortesía de darle albergue, Inacio y sus
familiares se mostraron aterrorizados.
Un muerto en la casa de un tarahumara constituye un problema y una
amenaza tan grandes como nadie los podría desear. Impone una larga cadena de
gastos que ninguna economía soporta sin severa lesión e implica el riesgo de
que los moradores sufran los maleficios que el ánima de todo muerto propende a
desencadenar antes de emprender la ruta de ese «más allá» donde estos indios
vuelven a vivir como hermanos; trabajando, pero sin la molestia de chavoches u
otros hombres feroces que los atropellen, engañen y despojen de sus
pertenencias.
Lo primero que Inacio había de hacer para evitarse la necesidad de
abandonar y quemar su choza, fue trasladar el cadáver, todavía caliente, a una
construcción vecina que muy a la larga utilizaba como troje. E inmediatamente
envió a su hijo en busca del owirúame o hechicero Ceredonio Narárachic, a fin
de que dirigiera el tutúburi y mediante sus ritos mágicos purificase el jacal.
Mientras éste acudía se encaró con el muerto, endilgándole un torpe
sermón en el que le amonestaba para que no les fuese a inferir daño ni a su
familia ni a él antes de abandonar definitivamente el mundo de los vivos, y le
vivos, y prometió ayudarle costeando las ceremonias indicadas y los alimentos
necesarios para que pudiese llevar a cabo sin grandes penurias su dilatado
tránsito hasta el paraíso.
También se comprometió a pagar sus deudas, si tenía algunas, y a
complacer los deseos que le manifestara a través de algún sueño o pesadilla.
Pero Inacio Muraca estaba muy pobre. Y abrumado por todos los
gastos que le iba a representar la celebración de las tres tesgüinadas que la
felicidad post mortem de cada difunto exige, incurrió en una imprudencia que
acaso fue la que había de volver inútiles todas sus precauciones para eludir el
daño.
Como él no poseía borregos que le dieran la lana, y además su
mujer, Catarina Sorogóchic, era definitivamente torpe cuando se ponía a
tejerla, sólo contaba para su abrigo con una vieja y astrosa kemaca. Y al amortajar
a Juan Cocospe no pudo menos de deslumbrarle la hermosa y adornada tiruta o
cobija de tejido impermeable que éste traía, decidiendo, al cabo de algunas
reflexiones y titubeos, apropiársela y sustituirla por su frazada chiruda, en
la que envolvió el cadáver.
Resultaba ésta una pobre retribución por los muchos gastos que el
deceso de su pariente le ocasionaría. Y, por otra parte, bien pudo suponer que
los caminos que el muerto había de seguir para llegar hasta el cielo no eran
tan fríos como los de la tierra, puesto que la cercanía del Sol hace que los
rayos de éste calienten más y porque de noche la Luna, que es hembra, le
infundiría el calorcillo amable que infunden en la aproximación todas las
mujeres.
Juan Cocospe podría recorrerlos muy a gusto con su tagora o bragas
de manta, sus deteriorados huaraches y la chiruda kemaca de Inacio.
A fin de purificar la choza donde Cocospe expirase y evitar el
riesgo de que el ánima de éste se hubiese escondido y permaneciera oculta en
alguno de sus rincones, tomó dos trozos de ocote, encendiólos a modo de
antorchas y con ellos fue atacando cada espacio y rendija del interior hasta
quedar seguro de que si el ánima estaba allí tuvo que salir huyendo de la
chamusquina.
La otra choza o troje a donde llevara al muerto, apenas éste se
puso rígido y una vez que le dieron sepultura al cadáver procedió a quemarla.
Pero aún quedaba la posibilidad de que el ánima del difunto se
hubiera refugiado en algún animal. Caso para el que era muy difícil encontrar
remedio.
El cuerpo de Juan Cocospe fue sepultado en una cueva, donde lo
tendieron de cara al Oriente para que no equivocase el camino y a su lado
colocaron el arco y las flechas con los que había de cazar mientras lo andaba,
así como una hueja destinada a recoger el agua de los arroyos y ríos que
tuviese que vadear. Además, se le colgó del cuello una bolsita con pinole y se
le introdujo una cruz de palo entre las manos enlazadas sobre el pecho. Luego
encendieron un buen fuego a la entrada de la caverna para que no escapara el ánima
si aún estaba con el cadáver o por allí, y taparon la oquedad con piedras, a
fin de que no entrasen a molestar a Juan Cocospe los animales silvestres.
Hecho esto, Inacio retornó a la casa y se consagró a organizar la
tesgüinada de los tres días de muerto, que es apenas la primera y la menos
suntuosa de la trilogía de fiestas ceremoniales que han de dedicársele a cada tarahumara
difunto para prestarle apoyo en su viaje hasta el paraíso.
Barrió, regó y despejó el patio contiguo a la choza. Y en él fueron
clavadas las tres cruces grandes y la pequeña del nawírake.
Catarina Sorogóchic y unas parientas suyas procedieron a preparar
el tesgüino y a tostar y moler el maíz para el pinole. Y mientras lo hacían
regresó Riborio Muraca, el muchachuelo hijo de ambos que había partido en busca
del hechicero Ceredonio Narárachic, trayendo la promesa de que éste acudiría en
cuanto sus muchas ocupaciones le dejaran un campito.
Pero apenas dos días después de la muerte de Cocospe, Inacio Muraca
se sintió enfermo. Y tuvo que abandonarlo todo para tenderse sobre las zaleas
que mullían el suelo de tierra apretada de la choza.
La alarma cundió en el acto.
Quería ello decir que, a pesar de todas las providencias, el ánima
de Juan Cocospe andaba suelta y furiosa y que un cúmulo de maleficios pendía
sobre la familia Muraca y sobre cuantos habían acudido a visitarla, a darle
consuelo y a participar de la fiesta. Entonces se multiplicó la ansiedad por la
llegada del owirúame Ceredonio que se estaba demorando demasiado.
Solo él, que tenía los conocimientos médicos y mágicos necesarios,
podría ponerle remedio al desaguisado. Y esto no sin grandes dificultades y
apuros.
Todo el día siguiente estuvieron llegando grupos de indios atraídos
por la noticia y el señuelo de la tesgüinada, donde siempre se comía y bebía en
abundancia. Mas al conocer la naturaleza del mal que aquejaba a su anfitrión,
los más ancianos apenas alcanzaban a reprimir un movimiento de espanto. Ya era,
sin embargo, demasiado tarde para arrepentirse de la visita. El ánima de Juan
Cocospe, que sin duda andaba suelta y contrariada, se arrebataría de cólera
contra aquel que desistiera del propósito de ayudarla a llegar al paraíso
participando en el ritual de la ceremonia; y siendo, por liviana, más veloz que
el más ducho corredor con la pelota, a lo mejor le perseguía y daba alcance
para descargar sobre él las peores manifestaciones de su rencor.
Ni siquiera podían faltar a la cortesía. Y de uno en uno o por
parejas, pasaban al interior de la choza de Muraca ocultando su recelo e
inclinándose ceremoniosos en tanto que tentándole con la punta de los dedos la
parte interior del codo y el extremo de la mano al enfermo murmuraban un
saludo.
El pobre Muraca, consumido por la fiebre y con sus labios hinchados
y resecos, apenas podía articular en correspondencia una frase amable. Pero los
amigos se daban por satisfechos con su sonrisa complaciente. Y luego de
improvisar una frase de aliento, susurraban el adiosibá de despedida y salían
para sentarse en cuclillas o sobre pedruscos a esperar el arribo del owirúame ,
sin cuya presencia era imposible darle comienzo ni a la purificación de la
casa, ni a la danza ni a la borrachera.
Tal vez Ceredonio tenía otras tesgüinadas en qué oficiar, o andaba
en busca de peyote o de yerbas curativas, pues no era propio de un hechicero
responsable hacerse avisar tres veces antes de acudir a una ceremonia. El caso
es que transcurrido el tercer día desde la muerte de Juan Cocospe, que era el
término indicado para bailarle el tutúburi primero en el ritual, el oficiante
continuaba ausente.
Fue precisamente entonces cuando Riborio Muraca se vio atacado por
síntomas muy semejantes a los que antes de tumbarle en las zaleas asaltaron a
su padre.
Y la zozobra general adquirió ribetes de terror supersticioso.
No podía menos de aumentar considerablemente el miedo entre los que
esperaban; ya que era lógico suponer que el ánima del difunto, defraudada por
la dilación del tutúburi, se enfurecería sin remedio para acabar acometiendo
contra todos los presentes.
Las cosas llegaron a tales extremos que no faltó un deslenguado que
murmurase, olvidando la capacidad de Ceredonio para infligir el mal a sus
enemigos mediante procedimientos mágicos, que tal vez le había entrado miedo a
éste de chupar las pústulas de Muraca para extraer de ellas los gusanos que
materializaban ese factor metafísico que en último término origina siempre la
enfermedad, pues la viruela negra no era mal de sencilla curación y más de un
hechicero había contraído la peste cuando efectuaba el intento de sanar a un
enfermo.
La procaz hipótesis no prosperó, sin embargo. Resultaba difícil de
admitir teniendo en cuenta que Ceredonio era un afamado curandero originario de
Narárachic, pueblo que se ufana de haberle proporcionado a la tribu los brujos
más renombrados de toda la Tarahumara, lo mismo que California se enorgullece
de producir las más ricas manzanas del mundo y Detroit se jacta de fabricar los
mejores automóviles de la Tierra. Él poseía amplios recursos profesionales para
afrontar una situación semejante y tenía a honra proclamar que en el dilatado
ejercicio de su profesión sólo se le habían muerto aquellos pacientes que, por
haberles dedicado el tecolote su canto nefasto, llevaban el deceso estatuido
como una decisión inexorable del tata Rios y de ninguna manera como una
eventualidad sujeta a arbitrios humanos.
Mas, fuera por miedo o porque no considerase a la familia Muraca
bastante adinerada para merecer y retribuir sus servicios, o porque en realidad
se hallara demasiado atareado en otro lugar, lo cierto es que transcurrió la
noche del tercer día sin que Ceredonio apareciera, y que los asistentes a la
tesgüinada, además de invadidos de pavor, empezaron a sentirse perplejos.
Dado que al padre y al hijo les brotaban ya granos variolosos que
no tardaríais en convenirse en pústulas y puesto que Catarina Sorogóchic cayó
también enferma, se impuso la necesidad de hacer algo con curandero o sin él.
Mientras por una parte se enviaba un segundo mensajero en busca de
otro owirúame, por la otra se reunían en concilio los más viejos y enterados de
los presentes allí, entre los cuales se contaban algunos caciques locales,
resolviendo intentar una labor profiláctica que le impidiera a la peste
seleccionar nuevas víctimas.
Con ese loable fin se encendieron grandes hogueras, que cubiertas
con verdes ramascos de táscate despedían un humo espeso y hediondo, muy
conveniente para purificar a los que se arrimaban y preservarlos así contra el
maleficio. Después, con buches de agua con chile efectuáronse aspersiones sobre
los temerosos. Y por último, usando aquella frazada tirata de Cocospe que
Muraca se incautara, se procedió a sacudirla hacia lo alto tomada de las cuatro
esquinas, para empujar entre conjuros hacia arriba al ánima dañina y errabunda,
a fin de que emprendiese de una vez la travesía del «más allá», y dejara en paz
a quienes trataban de prestarle ayuda.
Pero como si ella se hubiera propuesto hacer mofa de la fragilidad
de tales recursos, todavía no terminaban el ritual cuando otras dos personas,
una mujer y un niño, caían enfermas.
Y el general temor supersticioso tomó ya proporciones
apocalípticas.
De aquella suerte, el retorno de un cuarto mensajero acompañado del
owirúame Carmen Tocorichi fue para la concurrencia como un radiante amanecer al
cabo de la sombría e interminable noche invernal que la acongojaba.
Carmen no era tan afamado como Ceredonio. Pero su cobija a rayas
anchas apareciendo entre los encinares adquirió resplandores de aurora boreal
que llenaron de un férvido agradecimiento los corazones de quienes aguardaban
la ayuda de su sabiduría y debieron poner de punta los cabellos del ánima
invisible e intangible, pero a pesar de ello notoria, de Juan Cocospe.
Ni uno solo de aquellos infelices experimentó esa vez el intuitivo
temor supersticioso que acompaña siempre a la reverencia que suscita la
aparición de un hechicero. Lo necesitaban demasiado para sentirse medrosos.
Tocoriche llegó ostentando la severa dignidad de todos los
curanderos indios. Rígido de gestos, sobrio de emociones y parco de palabras, era
flaco, largo y escurrido como pabilo de cirio. Pero en sus ojos lucía un
chispazo que denunciaba el aplomo y el dominio de los que nacieron para guías.
Apenas hubo correspondido a la devota cortesía de quienes lo
aguardaban en el exterior, pasó a la choza con el fin de examinar a los
enfermos. Y viendo los rostros de Inacio y de su hijo tumefactos por las
pústulas y escurriendo una materia repugnante que invadía hasta las cuencas
visuales, no pudo reprimir un movimiento de disgusto. Habló brevemente con algunos
de los que le habían seguido recabando antecedentes. Y así que supo que la
enfermedad la había traído Juan Cocospe de las tierras del chavoche y que él
llevaba ya cinco días de muerto sin que, por la irresponsabilidad profesional
de Ceredonio Narárachic se hubiera llevado a efecto la primera de las tres
indispensables tesgüinadas , todo pareció volvérsele claro.
Luego de clamar contra aquella conducta de su competidor, se
dispuso a dar comienzo a la curación, para lo cual se hizo asistir por algunos
de los deudos de los pacientes.
Por principio de cuentas se procuró una hueja o jícara con tesgüino
y algunos alimentos, yendo a colocarla como ofrenda al pie de la cruz del
nawírake. Sació luego otra jícara de la misma bebida, y después de tomarse la
mayor parte fue arrojando lo que quedaba hacia los cuatro puntos cardinales,
para congraciar a los vientos que se habían de llevar al ánima perjuiciosa. En
seguida extrajo de una bolsa de cuero que llevaba cierto rosario hecho de
semillas y tres tubos o canutos succionadores confeccionados de carrizo, e hizo
traer dos jícaras más, una con agua y otra vacía, la primera para lavar los
tubos y la segunda para escupir en ella el resultado de las succiones.
Con todo ese instrumental volvió al interior de la choza, haciéndose
seguir de dos mocitas púberes para que le ayudaran y de dos indios que iban a
tocar en un violín y una guitarra rudimentarios cierta melodía de efectos
mágicos.
Y procedió a aplicarles su terapéutica a los enfermos.
De uno en uno les fue poniendo el rosario al cuello y haciéndoles
repetidamente la señal de la cruz sobre cada porción de su organismo mientras
rezaba una oración de la que sólo era posible percibir una que otra palabra
desarticulada. Después, con el pretexto de que haciéndolo él en persona se
fatigaría, pues venía cansado y los pacientes eran muchos, mientras saboreaba
unos tragos de infusión de peyote para confortarse y acumular sabiduría, puso a
las dos muchachas a que frotaran los miembros de los enfermos de arriba abajo,
empujando con la presión de sus manos el mal hasta bajárselo a los tobillos, de
donde él lo succionaría con los canutos.
Terminada esta maniobra bebió algunos tragos de tesgüino, y, con su
remanente, hizo buches para rociar a los variolosos.
Así dio por concluida la parte científica de la curación.
Pero cuando salieron todos al escampado del exterior para continuar
con la parte mágica de la misma, ya la viruela había hecho presa en otros tres
de los circunstantes.
139
Y hubo que precipitar la ejecución de los rituales mágicos para
aplacar la cólera del ánima de Juan Cocospe, lícitamente enfurecida por la
demora de dos días en llevar a cabo la tesgüinada.
A esas alturas toda la concurrencia estaba ingiriendo trago con
prodigalidad. Y las huejas con tesgüino iban y venían. Faltaba, no obstante, el
tónare, es decir, la carne sorrascada. Y hubo de sacrificarse una de las
escasas chivas de Muraca.
Con la sangre de este animal se volvió a congraciar a los vientos,
arrojando jicarazos de ella hacia los cuatro puntos cardinales. Y la carne fue
condimentada, ofreciéndosele la mejor porción al muerto y distribuyendo entre
los participantes el resto.
Ante el nawírake se encendió una buena hoguera, y encima de ella
echaron las consabidas ramas verdes de táscate. A continuación un hombre empezó
a sacudir la sonaja y a cantar el tutúburi para que diera comienzo el fatigoso
ir y venir de la danza. Entonces, y luego de dejar sus aderezos al pie de la
pequeña cruz, hasta los ancianos que fungían de autoridades y las madres
encintas o que llevaban sus pequeños hijos atados con el rebozo a la espalda,
se incorporaron al frenético pataleo.
El ritmo era monótono, como la melodía. Ésta tenía mucho más de
imprecación reiterada que de romanza. En el canto del hechicero y de quienes lo
coreaban destacaban algunas palabras incoherentes: Uaminámela, usuwituame y
otras igualmente enigmáticas y truncas… Pero la danza no decaía.
Era necesario que durase hasta el día siguiente; hasta la aurora.
Se hacían algunas pausas breves para seguir tomando tesgüino.
Y todo hacía resaltar como evidente que el ánima dañera de Juan
Cocospe se fastidiaría al fin de aquel ronroneo machacón y exasperante y
saldría en fuga hacia el paraíso de los suyos.
Sin embargo y como sometiendo a prueba la paciencia de los
danzantes, a eso de la medianoche enfermaron otras dos personas. Y el mal de
los que yacían tendidos lejos de experimentar alivio alguno se agravaba.
Tocorichi proclamó, ya sin tapujos, que el responsable de aquel
fracaso era su competidor Narárachic. Su poca formalidad había molestado tanto
al ánima de Juan Cocospe que ahora resultaba empresa de titanes someterla a la
razón.
Pero aunque los concurrentes tuvieran esta deducción por sensata,
ello no contribuía a restituirles la tranquilidad.
Y como sólo la ofuscación obtenida con las libaciones atenuaba sus
angustias, resolvieron prolongar la danza y la borrachera mucho más allá de las
12 horas de rigor, hasta en tanto que tuviesen pruebas de que el furor del
ofendido iba cediendo.
Con ese fin se reforzó la provisión de tesgüino y de peyote y se
sacrificaron otras dos cabras…
Al cabo, aquello se convirtió en un absurdo maratón de pataleos y
alaridos del que nadie se atrevía a desertar. Pues, para darle mayor patetismo
a aquel conflicto, otras dos personas que rendidas por lo que juzgaron simple
fatiga habían querido tomar un descanso, cayeron también enfermas de viruela. Y
ello demostraba claramente que el ánima en cuestión se encontraba
interesadísima en la ceremonia y vigilante para castigar al que no se
mantuviese en ella.
En Inacio Muraca la enfermedad iba haciendo crisis, y parecía muy
probable que se salvara. Pero su mujer, y sobre todo su hijo, se habían puesto
terriblemente malos y era muy de temer que se fueran a morir. Asimismo, estaba
agónico un pequeñito de los que enfermaron más tarde. Y a otro le habían
invadido los ojos horribles pústulas, condenándolo a quedar por lo menos ciego.
Los demás se debatían bajo los achaques de la fiebre y a cada momento se
sentían mayormente enfermos.
Al término de cuatro días con sus noches de danzar y beber, la
tesgüinada había adquirido un desastroso cariz por el agotamiento y el terror
de cuantos participaban en ella. El canto y la música se habían vuelto
eminentemente funerales y la sordidez de la borrachera general sobrecogía. Una
tras otra las personas iban cayendo enfermas. Y como no cupieron ya en el
interior de la choza ni en las vecinas, tendíaselas a la intemperie, como si
fuera un hospital de sangre al cabo de cruenta batalla.
Lo único que se podía hacer y que se hacía para aliviar la
situación era atizar grandes hogueras que atenuasen el frío. Y las cuales,
obstinadamente cubiertas con ramas verdes de táscate, llenaban a la vez su
cometido mágico difundiendo una terrible humareda y una hediondez por toda
aquella estribación del monte que hasta para el ánima del muerto volvía la
atmósfera irrespirable.
Acabó por morir Riborio Muraca y poco después un pequeñito. Por lo
que, aun cuando se lograra al fin aplacar los rencores del ánima enfurecida de
Cocospe, la fiesta tendría que seguir adelante en honor y ayuda de los nuevos
difuntos y de los que irían muriendo después.
Pero las abundantes bajas mermaron considerablemente el número de
los que participaban en ella. Y cada vez parecía más deslucida…
El desatino y el pánico culminaron al enfermar también Carmen
Tocorichi y uno de sus ayudantes cantores. Entonces la concurrencia se sintió
desamparada y perpleja. Y hubo que mandar en busca de otro owirúame , ya que
sin éste el tutúburi carece de sentido mágico.
De los que se mantenían en pie nadie estaba en buenas condiciones
para efectuar el viaje.
Y hubo de escogerse a Josesito Güémez porque era un mozo atlético,
avezado corredor y ducho jugador de pelota. Estaba, sin embargo, tan agotado,
que se dispuso utilizara en la caminata la mula en la que llegara uno de los
ancianos enfermos, y la cual pastaba cerca de allí.
Encontrábanse todos demasiado aturdidos por el cansancio y el miedo
para preverlo, mas esta decisión tenía un grave inconveniente. El hechicero que
se proponían traer habitaba en una comunidad a la que sólo era posible llegar
desde allí salvando peñascales y precipicios, por una vereda tan abrupta que
muchos de sus tramos resultaban impracticables aun para una mula serrana como
aquélla.
Y esto y el hecho de encontrarse demasiado flaco de energías para
prescindir de la cabalgadura decidió a Josesito, por no dar un gran rodeo, a
cambiar de destino dirigiéndose hacia el distrito de Guachóchic, donde él sabía
que moraba otro curandero y el cual presentaba un acceso harto más fácil aun
cuando estuviera tres veces más lejano.
De esa manera, el viaje que se esperaba realizase en unas cuantas
horas le llevó casi dos días.
Pero al fin pudo alcanzar aquel destino.
La mesa de Guachóchic, salpicada de coníferas y seccionada en sus tramos
de pastizal por un pintoresco encaje de cercas de troncos, tiritaba bajo un
frío de deshielos cuando irrumpió en ella la mula que jineteaba Josesito
Güémez. Y allá, al fondo de una suave depresión por donde desaguaba un
arroyito, la pequeña población edificada con adobes y trozas de cedro, se
acurrucaba silenciosa bajo el palio de humo blanco que, como sombrilla
protectora, había ido formando el humo de las cocinas encendidas en la calma
atmosférica de la mañana.
El indio llegaba con los pies enredados en los estribos y de bruces
sobre la áspera crin del animal, sosteniéndose precariamente a pesar de la
fiebre y la fatiga.
Trotando por la suave ladera que descendía hasta el caserío y
sacudiendo en ello el cuerpo casi inerte de Josesito como si se tratara de un
costal de patatas, la acémila apuró el paso al distinguir varios congéneres
suyos que triscaban haces de hoja de maíz dentro de los macheros. Y aunque en
escasa medida, eso le restituyó la conciencia al tarahumara.
Había que atravesar el pueblo para acercarse a la casa del
hechicero. Y al cruzar en tan deplorable estado frente al edificio del Centro
Indigenista establecido allí por el Gobierno mexicano, unos maestros mestizos
que conversaban a sus puertas lo descubrieron e interceptaron el paso a la
mulilla. El mozo quiso eludirlos. Pero ya era tarde. Y como las huellas de la
enfermedad iban estampadas en su rostro y delataban la urgente necesidad de
asistencia médica, fue llamado el practicante, que indicó lo desmontaran y
condujesen hasta el recinto que albergaba los servicios médicos de la
institución.
Examinado minuciosamente allí, el diagnóstico estableció que venía
atacado de viruelas. Y pese a sus protestas fue hospitalizado.
Josesito no se hubiera avenido jamás a contestar al interrogatorio a
que fue sometido por estos chavoches… Pero cuando estuvo seguro de que lo
retendrían para curarlo, la necesidad de enviarles a los suyos el tan urgente
socorro de un curandero lo condujo a delatar el suceso que tenía lugar en el
paraje de Inacio Muraca a un pegátome o indio incorporado que prestaba en el
centro servicios de enfermero y de intérprete, pidiéndole entre ruegos que
avisara al curandero… Y el pegátome lo traicionó, poniendo al tanto a los
directivos de la institución federal, donde se armó un gran revuelo al
conocerse las proporciones que había adquirido la epidemia.
Los de la tesgüinada seguían aún danzando, por más que era ya mayor
el número de los que padecían tendidos los efectos del mal que el de los que
conservaban algún aliento para mantenerse magramente en pie.
Y al aparecer la brigada de pegátomes y enfermeros chavoches
respaldados por una escolta de soldados federales en vez del anhelado
curandero, juzgaron que su desventura alcanzaría la más negra culminación.
Olvidándose del temor al ánima de Juan Cocospe, aquellos que
conservaban algunas energías abandonaron a los enfermos y la ceremonia a su
desdichada suerte, y procedieron a dispersarse en todas direcciones, antes
estimulados que contenidos por las excitativas y las persuasiones de los
vacunadores que querían evitar una mayor difusión de la peste. Los soldados y
los enfermeros consiguieron detener a algunos. Mas era pueril esperar que los
juntasen a todos. El tarahumara posee excepcionales aptitudes para resistir
corriendo y para escalar las sendas menos practicables. Y aun en el estado de
embriaguez y fatiga en que se encontraban, la cacería presentó dificultades
inauditas.
Los más de los indios se perdieron entre los peñascales y bosques,
invadidos de terror al escuchar los lamentos de aquellos que, por haberse
rezagado, eran sometidos por fuerza y entre pataleos a la vacunación.
Y hasta la fecha, después de transcurrido un año, el ánima de Juan
Cocospe mantiene su indignación y anda persiguiendo a sus congéneres por toda
la serranía, sin que ni el tutúburi, ni las tesgüinadas ni la sostenida campaña
profiláctica de las brigadas vacunadoras del chavoche hayan conseguido
acorralarla por completo, obligándola a desistir de su enconoso afán dañero y a
emprender de una vez por todas y para descanso y paz de su raza ese largo
camino hasta el paraíso tarahumara, donde podrá seguir trabajando su coamil y
dedicándose a la caza del venado para no morirse otra vez de hambre, sin la
presencia y el estorbo del maldito chavoche que con su afán de hacer dinero les
hace imposible la vida en este mundo a los indios.
https://elcuentodesdemexico.com.mx/el-anima-de-juan-cocospe/
No hay comentarios:
Publicar un comentario