domingo, 17 de enero de 2021

 

EL CUENTO DESDE MÉXICO

 

El callado dolor de los tzotziles

Ramón Rubín

 

 

Primera parte

La Afrenta

El pueblo de los tzotziles del distrito de Las Casas, donde en las noches corren vientos a temperaturas bajas que se cuelan entre las chozas de los indios, hechas de palos y zacate y revestidas de fango rojo.

En unas de esas noches, donde la temperatura estaba más baja que lo normal, José Damián López no encontraba el sueño, en su cabeza no dejaba de existir la amargura de un hondo problema sentimental. Pasaba la noche y no dejaba de pensar que en la mañana que estaba próxima a nacer irían a visitar el y su esposa al mayor, el que pondría fin a aquella angustia y amargura que aquel hombre sentía.

El problema que hubo entre José Damián y María Manuela era la esterilidad de María.

Apenas 5 años tenía ella cuando sus padres la entregaron a José Damián que tenía 15.

Maria Manuela se tuvo que trasladar a la choza de José para empezar a cuidar de su nuevo dueño y hogar.

José Damián cumplió fielmente a la disciplina sexual impuesta por la misma tribu, respetándola hasta que ella estuviera en la pubertad.

Ser estéril en aquella tribu no era muy bien visto, se le trataba de una manera muy mísera e indiferente.

Llego la mañana siguiente y fueron a visitar al mayor para que los divorciara, y este dijo que regresaran en 12 lunas. A partir de ese día las cosas entre aquel matrimonio se volvían más frías y secas. Las miradas tan hostiles que le echaban los vecinos al pasar a aquella pobre mujer eran más frecuente y duras.

Después de un par de días los mismos vecinos y amigos dejaron de saludar a José Damián por el problema de su esposa, esto hizo que José estuviera convencido de la decisión de divorciarse.

Después de ir con el mayor, se repartieron equitativamente los borregos y las chivas. En cuanto llegaron a su choza José le pidió a María Manuela que se fuera de su casa lo antes posible, María, siempre con su mirada hacia el suelo obedeció a aquellas palabras que le retumbaron en los tímpanos, agarro sus cosas, y partió de aquella tribu en la que había vivido 15 años, 15 años a lado de un hombre, sufriendo por su esterilidad, cansada de pedir remedios a su madre que para colmo le dio la espalda al igual que sus hermanas, 15 años aguantando comentarios, sufriendo por su aspecto físico pues su desarrollo ha sido muy lento y anormal, no le quedaba más que irse de aquel sitio donde había sido esclava por 10 años de su vida.

José Damián sintió un vació dentro de él, veía como lentamente María se alejaba de aquella tribu, y él se quedaba con su amargura y depresión        a lado de la confusión.

Días después de la ida de María, José Manuel comenzó a beber demasiado hasta que su amargura fue tan fuerte e irresistible que opto por pedirle una opinión al mayor sobre lo que le estaba pasando. Siguió sus consejos pero no fueron suficientes para desaparecer todo lo que le impedía ser feliz. Recibía consejos por todos lados y opto por salirse de aquel pueblo y emprender un viaje largo hacia los cafetales.

 

 

Segunda parte

El Crimen

 

José Damián llego a las puertas de la hacienda cafetalera Hamburgo, con su ropa desgarrada y sucia, y con un hambre de hace días.

Llego a pedir trabajo, pero ya no había más lugar que para un matancero así  que el mestizo que lo atendió saco un cuchillo y le dijo que si se animaba a matar borregos el trabajo era suyo. En la cultura del tzotzil matar ovejas era un crimen, lo único que mataban eran toros, así que eso era algo que no podía hacer, iba en contra de su educación y cultura, pero era tanta la desesperación del tzotzil por comer que entre el hambre y las palabras que le decía aquel mestizo terminaron por convencerlo y aceptar el trabajo.

Lo mandaron con polonio, el que le enseñaría como matar a las ovejas y al terminar de matar su primera oveja obtendría comida. Fue una tortura para el matar su primera oveja, se sentía tan humillado de sí mismo.

Con la costumbre, el oficio en el matancero se le volvió más sencillo, tan así, que comenzó a sentirse un artista en esa labor tan ruda, de cierta forma reflejaba lo que sentía, pero había algo que le impedía sacarlo.

Los mestizos se burlaban de el por qué era un indio tzotzil, cuando salían a divertirse lo terminaban dejando en el rincón porque les avergonzaba que vieran que era su amigo. Se estaba volviendo una persona muy amargada.

Una noche de celebración por la despedida de unos ladinos que partirían a otro sitio, el tzotzil no tenía ganas de salir de su choza, la que compartía con Polonio y otro mestizo, en la madrugada llegaron los dos mestizos a su choza acompañados de unas prostitutas, antes de que amaneciera los dos mestizos se levantaron y salieron en busca de más aguardientes (bebida alcohólica), en la ausencia de los mestizos hubo una extraña química entre José Damián y una de las prostitutas, Clotilde.

Cuando regresaron los mestizos las dos mujeres ya se habían ido y José Damián no podía dejar de pensar en Clotilde, no podía olvidar esos ojos tan dulces y esa manera de decir las cosas, el indio estaba enamorado de ella así que fue en busca de ella a pedirle matrimonio.

Desde entonces se pudo ver como José Damián se volvió más risueño, más feliz y lo más importante es que ya no estaba solo, ahora tenía a una mujer a su lado.

Tercera Parte

Las Mujeres

 

Un año después de que María Manuela había sido despojada de sus tierras por su infertilidad, encontró una cabaña abandonada en la cima de una de las tantas montañas, alrededor habían más cabañas habitadas por mujeres,  que al igual que ella habían sido despreciadas por ciertas razones.

Después de sufrir fiebres altas, vómitos, mareos, etc.… y ser tan apoyada por las otras mujeres que Vivian por ahí, se dieron cuenta de que María Manuela estaba embarazada. Después del nacimiento de su hijo, decidió volver a su pueblo para estar al lado de José Damián y demostrar a su gente que era digna de estar ahí.

Cuando llego a su pueblo sus vecinos le comunicaron que José Damián había partido hacia los cafetales a trabajar. María se instaló en la choza y espero hasta que José volviera.

Mientras tanto, la relación entre José Damián y Clotilde no iba muy bien, se dio cuenta que aquel sentimiento que sentía por ella no era más que la necesidad de sentir el cariño de alguien, también se dio cuenta de que Clotilde le era infiel con Polonio lo cual hizo que se separan.

Días después José se topó con un tzotzil lo cual lo puso muy feliz, pues era el único de su raza entre los ladinos. Este hombre le trajo la noticia de que María Manuela había regresado al pueblo con un niño en brazos, por supuesto hijo de José. Con esta noticia José quería regresar a su pueblo, pero no podía regresar diciendo que era matancero de borreguitas, así que solicito que le cambiaran el puesto a la poda y la cosecha.

Trabajaba con alegría y devoción, el esperaba que con su nuevo trabajo pudiera borrar toda esa culpabilidad que sentía por sus recientes antecedentes y poder regresar con su conciencia limpia.

Después de haber trabajado en el campo decidió que era tiempo de regresar y conocer a su hijo.

A su llegada, fue recibido por todos los vecinos con alegría y añoro en los ojos. María lo esperaba en la choza ansiosa por verlo y presentarle a si hijo.

Tenía que esconder muy bien su cuchillo oaxaqueño que le fue dado al aceptar el trabajo de matancero, si alguien del pueblo llegara a ver aquel cuchillo sospecharían de su pasado.

Cuarta Parte

El Derrumbe

 

Llevaron a su hijo a bautizar.

Con el paso del tiempo María Manuela hacia lo imposible por ocasionarle un disgusto a su esposo.

José Damián comenzaba a tomar demasiado vino y esa ansiedad era más notoria en sus gestos. El mantener aquel cuchillo guardado se empezó hacer una obsesión. Una noche creyendo que María estaba dormida se puso a contemplar aquel cuchillo a la luz de la luna, acariciaba amorosamente el cuchillo, como si fuera un lingote de oro. María Manuela acabo por acostumbrarse al ver estas escenas, al igual cuando llegaba borracho a la choza.

Uno de esos días María se levantó temprano para ir por agua al arroyo y a menos de diez pasos de su choza se topó con una oveja muerta. Fue un impacto grandísimo para ella y para el pueblo, fue examinada por mucha gente y se podía apreciar como la herida era tan profunda y  hecha con tanta habilidad. Todos pensaron que debió de haber sido una “fiera” de las montañas.

Después de unos días hubo otra muerte, el pueblo estaba horrorizado y más porque al comparar las heridas del asesinato pasado y este eran idénticas, con la misma técnica. Trataron de buscar huellas pero no encontraron.

Hubo vigilancia los siguientes días, pero todo siguió normal. Para ellos las ovejas son símbolo de prosperidad y es determinante de su patrimonio.

Pasaron pocos días, y hubo otra oveja degollada con la misma herida, esta vez pensaron que era un pájaro grande que picoteaba con su enorme pico a las ovejas. Lo más curioso de los tres asesinatos es que las ovejas solo estaban degolladas, no estaban mordidas o algo por el estilo.

Algo muy raro se le podía notar a José Damián. El impulso criminal que había desarrollado con sus frecuentes borracheras estaba siendo más notorios.

Obviamente no solo eran las borracheras que trastornaban el espíritu de José, también era todo ese coraje que tenía guardado, el rechazo que recibió en los cafetales, la infidelidad de Clotilde, la conciencia sucia de haber sido capaz de cometer el gran error de matar ovejitas, verse obligado a ocultar aquel cuchillo, estaba perdiendo el control de el mismo.

Los instintos de este trastorno, lo lanzaron en una borrachera a degollar una borreguita, y aunque al principio se atormentaba, lo volvía a invadir aquella angustia y lo volvió hacer.

María Manuela estaba al tanto de lo que pasaba con su esposo, sabía que él era el que asesinaba a la ovejitas…. Pasaron días, pasaron cosas hasta que María Manuela no sabía qué hacer, no entendía lo que sucedía.

Reunidos en una plaza, indios, mestizos, etc.… se dio a conocer en público el culpable de los asesinatos de las borreguitas, lo que desde el principio José Damián estuvo haciendo, la reacción de toda aquella multitud fue de furia, querían exterminar con el culpable.

José Damián al ver la reacción de todos, lo único que le quedaba por hacer era huir, la gente se dio cuenta que huía y fueron tras de él, María Manuela tenía que refugiarse con el tata si es que no quería resultar lastimada, por el bien suyo y de su hijo. Solo veía a lo lejos como quemaban su choza y como se repartían sus borregos.

María Manuela quedo sola con la compañía de su hijo, después de este suceso decidió irse con las mujeres desoladas, que en algún momento fueron su familia y puso su vida en manos del destino.

Personajes:

José Damián López: Protagonista

María Manuela: Esposa de José Damián

Polonio: matancero

Fabián: portero

Clotilde: prostituta

Fructuoso Atonal: Tzotzil

Rufino: compañero de cuarto

Carolina: prostituta, amiga de Clotilde

José María Booptic: vecina, victima

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ORO, CABALLO Y HOMBRE

Rafael F. Muñoz

1899-1972

 

Como en Casas Grandes terminaba la línea férrea, los villistas que se dirigían rumbo a Sonora bajaron de los trenes, echando fuera de las jaulas la flaca caballada y después de ensillar emprendieron la caminata hacia el Cañón del Púlpito.

La llanura estaba oculta bajo una espesa costra de nieve endurecida que crujía a la presión de las herradas pezuñas de los animales; a veces, éstos resbalaban y caían sobre el húmedo colchón, blanco e interminable; los jinetes se levantaban sacudiéndose y si la bestia había quedado tirada en el fango helado, con las manos le cerraban la nariz y el hocico para que en un supremo esfuerzo por libertarse y respirar, el animal volviera a ponerse sobre sus cuatro patas.

¡Qué poco amiga del hombre es la tierra nevada, agradable solamente en las pinturas alegóricas de Nochebuena! No se ve el terreno que se pisa: los pedruscos del camino apenas hacen una levísima ondulación en la cáscara de confeti cristalizado al bajo cero. Los peatones dan traspiés y tocan el suelo con rodillas y manos; las armas se hunden en la nieve, se moja el costal con pinole que tenía que servir de alimento por toda la semana, entran esquirlas de hielo por todas las aberturas de la ropa. Y hay que soltar algunas maldiciones para calentarse !

Luego, no se encuentra leña seca para hacer una lumbrada, ni piedra limpia para sentarse a descansar un rato; aún bajo los pinos, cedros y encinos de copas anchísimas, hay nieve, no queda sitio para tender una manta y acostarse. Aun cuando la tormenta haya cesado, el viento hace caer los copos detenidos en las ramas y bajo los árboles siempre está nevando. El deshielo es cruel, aún más que la tempestad: hace más frío y casi siempre más viento que levanta la punta de las bufandas, el vuelo de los capotes, la vuelta de las pelerinas, y se cuela a través de las ropas hasta el pellejo.

— ¡ No hay que rajarse, muchachos ! ¡Síganle que ya verán cómo pa’delante está pior !

Y los deshilachados restos de la fastuosa División del Norte, los poquísimos que no se habían «rajado» después de los combates de Celaya, echaban «pa’delante, a buscar lo pior», con movimiento de hombros que decía « ¿Qué más da ?» y una contracción de labios que era desdén para la vida y reto a la muerte.

Frente a Casas Grandes, a poco trotar, hay una laguna extensa, pero poco profunda, casi una charca donde el viento no hace oleajes, rizando apenas la superficie pantanosa, que semeja un cristal ahumado, porque bajo un metro de agua, el barro negro y arrugado da idea de la piel de una gran bestia que estuviera dormitando dentro de la laguna. En algunas partes, donde el agua era menos, el bajo cero había puesto a la ciénaga un cascarón de hielo.

El grueso de la columna se desvió, prefiriendo hacer un gran rodeo por tierra firme, que atravesar la sospechosa calma de las aguas oscuras. Pero un grupo de villistas, seis o siete, bien montados en caballos de alzada, con gruesas mitazas que les cubrían hasta la mitad del muslo, y ropas de invierno entre las que no faltaban los característicos sweaters rojos, se decidieron a marchar en línea recta a través de la charca.

A la cabeza del grupo iba un hombre alto, con el sombrero tejano arriscado en punta sobre la frente, cal como lo usan los ferrocarrileros, «los del riel» Rostro oscuro completamente afeitado, cabellos que eran casi cerdas, lacios, rígidos, negros; boca de perro de presa, manos poderosas, torso erguido y piernas de músculos boludos que apretaban los flancos del caballo como si fueran garra de águila. Aquel hombre se llamaba Rodolfo Fierro; había sido ferrocarrilero y después fue dedo meñique del jefe de la División del Norte, matón brutal e implacable, de pistola certera y dedo índice que no se cansó nunca de tirar del gatillo.

—Los caballos andan mejor en el agua que en la nieve —dijo— y metió espuelas. El animal dio un gran salto, penetró en la laguna levantando un abanico de agua con cada pata, siguió adelante braceando a un metro de alto y chapoteando con regocijado estrépito. —Éste es el camino para los hombres que sean hombres, y que traigan caballos que sean caballos .. .

Adelante !

Los otros le siguieron haciendo ruidos de cascada.

Fierro iba cargado de oro. Monedas americanas de veinte dólares, conocidas por «Ojos de buey», inflaban un cinturón de los llamados «de víbora» que llevaba apretado poco más abajo que la canana de la pistola; oro en los bolsillos abultados del pantalón, oro en el pliegue que hacía la camisola al voltearse sobre el cinturón ajustado… oro en las cantinas de la silla de montar, hinchadas hasta el máximo. Oro en bolsas de lona colgadas de la cabeza de la montura… Una coraza de oro, un blindaje de oro. ¡Kilos de oro!

Cuando caminaba en tierra firme, el caballo parecía no sentir sobre su lomo al hombre enorme, parecía no llevar encima aquel tremendo cargamento: braceaba como un trotón inglés de paseo, levantando las pezuñas delanteras a la altura del pecho.

Pero a cien metros, a ciento cincuenta, a doscientos metros de la orilla de la laguna, el caballo fuese fatigando de no encontrar tierra firme bajo sus herraduras, de meter los cascos en un lodazal negro, espeso, congelado. Y aun cuando el nivel del agua no le llegaba al vientre, ya no sacaba las pezuñas al aire; seguía caminando firme, pero lento, recto pero fatigado, resoplando como una locomotora. De sus narices abiertas, dos grandes agujeros negros, salían chorros de un vaho espeso. Las orejas enhiestas parecían percibir una misteriosa señal de peligro que partiera de las aguas, agitadas en círculos concéntricos que iban borrándose en la distancia.

—Mi general, está el terreno muy pesado para los caballos –aventuró a decir uno de los acompañantes— mejor es que nos devuélvanos y denos la vuelta por la orillita

— ¡Qué devuélvanos ni qué el demonio…! ¡Me canso (le pasar por este tal por cual charco! El que tenga miedo, que se raje y dé media vuelta… no se vaya a dar un baño…

Y dio otro apretón de pies en el vientre del caballo. Las puntas de las espuelas hirieron la piel, abriendo dos hilillos de sangre, y el animal se levantó sobre las patas traseras, quedando casi vertical. Fierro se apoyó en la teja de la silla, pegó la cabeza al cuello del animal, y con el puño cerrado dióle un golpe entre las dos orejas.

—¡ Mula, mal nacida!

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El caballo volvió a caer sobre sus cuatro patas y se vio entonces que el agua le llegaba al vientre. Los pies del hombre, prendidos a los ijares con los hierros implacables, quedaron dentro del agua enturbiada por el pataleo.

— ¡Cuidado, mi general! ¡El caballo se está hundiendo!

—Pos va a salir a puritito pulmón.

—No lo menee mucho, porque se le atasca…

— ¡Vete a dar consejos a las viejas! ¡Yo sé lo que hago !

Fuese desarrollando una lucha tremenda: el caballo contra el fango y el hombre contra el caballo. Los demás jinetes no se atrevían a acercarse y habían formado un semicírculo a cinco o seis metros de distancia. El animal resollaba desesperadamente y en vigorosos movimientos lograba levantar una mano y sacarla del agua, tirando luego un golpe terrible hacia abajo; pero no encontraba resistencia en el barro y cada vez el impulso de sus músculos poderosos que levantaban las manos, era menos eficaz. Se fue hundiendo de la parte trasera y pronto quedó la cola dentro del agua, agitándose violentamente como si fuera un remo cubierto de cerdas.

El jinete golpeaba al animal con ambos puños, dejando la rienda suelta sobre la silla, gritando los más duros insultos y acicateándolo furiosamente en la barriga. Ya se veían en el agua revuelta, espesa de lodo, tonos rojizos de la sangre del caballo que manaba por los ijares.

—Mejor bájese, general… yo le empresto mi penco…

—Préstaselo a tu abuela, que lo necesita más que yo…

Llegó el momento en que el animal no pudo desprender las manos del lodo. Debía tenerlo ya más arriba de la rodilla, porque el agua le llegaba hasta la mitad del cuerpo. Quedó un instante inmóvil, dando unos bufidos que parecían respuesta a los insultos que seguía diciendo Fierro. Y entonces fue cuando éste pensó en desmontar: volvióse hacia las cantinas de la montura, ya al nivel del agua, y sacó sendas bolsas de oro; tomó los dos costales amarrados a la cabeza de la silla y echándoselos en el brazo izquierdo levantó la pierna derecha sobre el lomo del animal y la sumergió en el agua tratando de tocar fondo; pero el pie se le hundió en el barro que parecía mantequilla, y él quedóse prendido de la cabeza de la silla, con la pierna izquierda doblada sobre el estribo.

Sintió miedo, un miedo espantoso de quedarse ahí para siempre, con su caballo y con su oro; volvió los ojos hacia sus hombres con una intensa angustia. Todos estaban muy lejos para tenderle la mano y se habían quedado inmóviles por temor a correr la misma suerte que él. Y los demás de la columna, muy lejos, a la orilla de la laguna tersa y oscura como un espejo ahumado, continuaban su marcha a rastras sobre la nieve, preocupado cada uno de ellos por su propia marcha, mirando hacia abajo para evitar los pedruscos y los hoyancos y sin dirigir una ojeada al grupo que se había atrevido a pasar en línea recta el manto de agua.

— ¡Epa! ¡Imbéciles! A ver sí hacen algo… O qué, piensan dejarme aquí atascado en el zoquete? ¡Búiganse, demen un jalón!

Pero aquellos hombres no se movieron. En varios metros alrededor del caballo que se sumergía y del jinete pálido por la angustia, el cieno estaba removido por los desesperados esfuerzos que hacía el animal para escapar del peligro y quien se hubiera atrevido a avanzar en esa zona, cayera también prisionero del fango movedizo y profundo. Así, los demás jinetes se limitaron a dar consejos.

—No se mueva mucho…

—Párese arriba de la silla…

—Tire todo el peso que traiga encima… —Procure venirse a nado…

Uno sacó la pistola y para avisar a la lejana columna del peligro en que Fierro se encontraba, disparó al aire los seis cartuchos del cilindro. Inmediatamente se vio que la tropa en marcha se detuvo y acercóse a la orilla de la laguna. Con sus prismáticos, los jefes vieron que un caballo estaba sumergiéndose en las aguas y que un hombre intentaba escapar de un trance de muerte. Varios jinetes trataron de ir al socorrer:- y avanzaron sus caballos quebrando el hielo de la superficie, mas a poco andar vieron que también para ellos había peligro, y regresaron.

En el centro de la charca, el caballo seguía pataleando y agitándose en el barro. Pronto quedó la montura bajo las aguas, y el animal no sacó ya sino el cuello y la cabeza mantenida en alto. Fierro estaba de rodillas sobre la silla, pálido, con los ojos desorbitados por el espanto. En el brazo izquierdo sostenía aún cuatro bolsas repletas de oro.

—Una reata… ¡Échenme una reata! Le doy una bolsa a cada uno que me ayude a salir.

Algo por compasión y mucho por interés de la oferta, los villistas del grupo echaron mano a los lazos amarrandos en sus monturas y comenzaron a agitarlos en grandes círculos sobre sus cabezas. El caballo acabó por sumergirse, soplando un bufido que alborotó las aguas; sus pulmones potentes todavía echaron un chorro de burbujas que reventaron en pompas de fango. El hombre había quedado en pie sobre la silla, sin sombrero, con los costales apretados al pecho, salpicado de lodo de arriba abajo, pesadas las piernas por la costra que lo cubría hasta la cintura.

—Pronto.... Pronto… el caballo ya se fue al diablo ... .

Las reatas partieron simultáneamente con un uniforme silbido, pero fuera por mal cálculo o porque los lanzadores tuvieran pocas ganas de verse envueltos en el peligro, todas quedaron cortas y Fierro, sin soltar el oro, intentó alcanzarlas alargando el brazo derecho. Este movimiento lo hizo perder el equilibrio y cayó en el agua. A poco emergió enteramente cubierto de lodo, agitando los brazos, ya libres del pesado cargamento. Su figura casi había perdido la apariencia humana. Quiso decir algo, y medio ahogado por el cieno que le había penetrado en la boca, sólo lanzó un alarido gutural como de un orangután en la selva. Instantes después comenzó a hundirse despacio; bajó los brazos y quedó con la cabeza de fuera, nada más, gritando.

Los villistas recogieron rápidamente sus reatas y volvieron a tirarlas, pero nuevamente quedaron cortas. Pronto la cabeza quedó a ras de agua y luego se hundió. Surgieron los brazos levantando la «víbora» hinchada de oro, en una última oferta por la salvación. Luego todo desapareció bajo las aguas, que volvieron a quedar como un vidrio ahumado, sin oleaje, apenas rizadas por el viento.

Muy despacio, con toda clase de precauciones, los testigos de la tragedia fueron saliendo hacia la orilla. Un oficial japonés que iba entre los villistas, se devolvió a Casas Grandes para buscar una lancha y salir a bucear en la laguna en un intento para rescatar el cuerpo.

La columna continuó su marcha en la nieve, y al ponerse el sol acampó en un bosque. Tronchando ramas de pinos y cedros los villistas medio barrieron la nieve en algunos trechos, bajo los árboles más grandes, y se acostaron a descansar. Recordando el drama, algunos dijeron:

—¡ Lástima de oro!

Otros:

¡Lástima de caballo !

Y ninguno lamentó la desaparición del hombre.

De     Si me han de matar mañana. México, s. f. [1934], pp. 35-46.

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LEÑA VERDE

 

Mauricio Magdaleno

Huan tla aca mitztlahtlanniz

zoapillé tleca tichoca,

xiquilcui xoxouhqui quahuitl

techichocti ica popoca.

[Y si uno en saber se empeña

la causa de tu penar,

dile que verde es la leña

y que el humo hace llorar.]

(De un antiguo cantar mexicano)

El jacal del viejo Maclovio se vio concurridísimo desde que empezó a pardear. Grupos silenciosos de vecinos del rancho susurraron el pésame de rigor dirigiéndose indistintamente al deudo o al cadáver del pequeño Faustino, tendido en un petate, en un ángulo alumbrado por dos velones, y se concentraron en la puerta, luego, a efecto de que un nuevo turno tuviese ocasión de entrar y de mascullar, a su vez, su condolencia. Unas horas después Nemesio, el de La boca de Tierra Caliente, y Blas Araiza, el de la recua de mulas que cada tercer día hacía el transporte de carga entre Zacualpan y la región hicieron circular entre los presentes unas botellas de refino, y el velorio cobró una extraña animación. Afuera, en la cerrada noche de noviembre, los cielos vertían una eléctrica claridad de estrellas que fulguraban, macabras, en las charcas del camino.

En el jacal, el aire se enrarecía por instantes. En torno del muerto revolvíanse legiones de moscas y frecuentemente le cubrían la cara. Alguna de las viejas, sin levantarse del suelo, tendía la mano armada de una punta de rebozo y las ahuyentaba. El murmullo de las conversaciones era apenas un bisbís ahogado que no acusaba la menor relación con el finado, algo así como un viento sin sentido que se multiplicaba en tres o cuatro grupos a la vez. Maclovio contestaba maquinalmente y no levantaba los ojos del bulto rígido de Faustino, tras el cual reptaba la luz de los velones por los adobes del muro. Para febrero cumpliría doce años, precisamente el día de San Faustino. Una semana antes de que se sintiera malo —había andancia en la región y era raro el jacal donde no estuviera en cama alguien— Maclovio le dijo:

—Cúrate y a ver si pa’ febrero vamos a Zacualpan. Cargamos de metates los burritos y le llevamos unas ceras a la Virgen.

Por febrero, todo el mundo abandonaba el rancho, rumbo a Zacualpan. Antes, cuando vivían Maclovio y Diego, también ellos la emprendían rumbo a la feria. Sus nueras —y era por cierto la circunstancia determinante en la resolución del largo viaje— eran tan animosas una como otra y nunca las arredró la fatigosa travesía, para cuyo efecto guardaban por meses y meses los más centavos que podían. Ocasión hubo en que la alcancía familiar se tradujo en ropa para todos y una linda pareja de chivos merinos.

—Sí, tata. Mi mama y mi tía están juntando unos centavitos pa la feria.

—Dios mediante, hijo.

Acababan yendo. Esto era cada dos, cada tres años. Manuela y Gertrudis hacían el viaje en burro y aquélla llevaba en ancas al pequeño. Dormían en el monte, calentaban las gordas de los itacates con la fría escarcha del alba y la furia de la resolana de la tarde los sorprendía a la entrada de la calle real de Zacualpan. Por muchos años fue así. Hasta que un día no fueron más. La región esa presa de una más y más encarnizada revuelta y los dueños de los ranchos se batían, casi cada semana, con los zapatistas. Los zapatistas eran gleba de manta trigueña y guaraches como Maclovio y sus hijos, pero éstos se negaron invariablemente a tomar partido contra los amos, seguros de que con no meterse en líos estaba todo arreglado.

Cirilo Martínez, uno de los jefes, los invitó, una vez:

—Vénganse con nosotros, muchachos.

—Perdona, Cirilo, pero nosotros sólo queremos vivir en paz —se excusó Maclovio.

—Ustedes saben, pero todos los de la vega nos hemos juntado pa reclamar las tierritas que jueron de nuestros abuelos. En Zacualpan tenemos las pilas de amigos y hasta los munícipes nos ayudan por debajo del agua.

—Pos sí, Cirilo, pero a nosotros no nos va ni nos viene nada juera de nuestros metates y nuestra leñita.

En ocasiones, amanecía muerto a balazos el propietario de alguno de los ranchos próximos. En otras, eran los revolucionarios los sacrificados. Y todo esto levantaba devastadores remolinos de venganzas que no acababan nunca y en los cuales era harto frecuente que pagaran justos por pecadores. Como ocurrió aquel día en que los dos muchachos salieron a Sultepec con un flete de piloncillo de don Nemesio, el de La boca de Tierra Caliente. La bola se había generalizado y las gavillas de desalmados infestaban los más escondidos rincones de la sierra y depredaban y acababan con los infelices que por cualquier razón les parecían sospechosos. Unos vecinos recogieron de una mesa de perdernales los cadáveres de Maclovio chico y Diego y los entregaron al viejo, que sintió que se le hacía pedazos el alma al verlos llegar sin vida.

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Qué dura cosa es enterrar a dos hijos a la vez! Las lenguas murmuraban:

—Jueron los zapatistas. Seguramente creyeron que eran gente de don Rosendo, el de Paredón, y los mataron sin oírlos.

Quienes hubiesen sido, lo habían dejado sin la flor de su existencia. Sanó difícilmente de la amputación y el pequeño Faustino acabó devolviéndole las fuerzas para vivir. Era el vivo retrato del finado Maclovio y tenía, como él, (los lunares en el pescuezo. A los siete años le acompañaba al monte, de donde volvían invariablemente con los tres burros cargados de leña. Manuela y Gertrudis, por su parte, hicieron todo lo posible para darle la sensación de que nada había pasado. Florecieron otra vez los propósitos, los planes y la animación. El chamaco embarnecía a ojos vistas. Ya cargaba, sin la ayuda de su abuelo, sus ocho arrobas de leña a lomos de la acémila. Era un hombrecito dócil y más parlanchín que el común de los nativos (el su edad. Hacia preguntas disparatadas que el viejo no podía contestar y, pese a lo disparatadas, no exentas totalmente de agudeza.

—Oiga, tata. Por qué los indios cargarnos siempre la leña y los otros cristianos no?

O bien:

—Cuando los indios mueren, ónde se van, tata? Dios quiera que no sigamos cargando leña después de muertos !

La noche se afirma sobre el rancho. Noche polvosa y fría de noviembre con altas y agudísimas estrellas en los cielos y manadas zumbadoras de moscas en los jacales. El viejo Maclovio se revuelve, con los recuerdos mordiéndole las entrañas. Masculla, en un soplo inaudible y con los ojos perdidos en un punto impreciso que lo mismo puede ser la camisa del cadáver que sus ojos, -sus hondos ojos cerrados para siempre:

—Cuando los indios mueren, ¿ ónde se van, tata ? Gertrudis lo compadece, tiernamente.

—¡ Pobre tata! Tenga otro trago de refino pa’l frío. ¿ Por quién preguntaba ? Don Rosendo está al ajuera. Y Gregorio, y Feliciano, y Juan de Dios.

Bebió ávidamente un largo trago y limpió la boca de la botella con la manga de la camisa. Sintió penetrarle el aguardiente en las tripas como una marejada. A su vez, en el rincón opuesto, Manuela ingiere un largo trago. Gertrudis le dice, aludiendo al viejo y como si a ella no la afectase en igual medida la muerte de su hijo:

—Ni cuando lo de Maclovio y Diego se le cargó tanto la pena. Era todo lo que le quedaba. ¡ Ójala y no se vaya detrasito de su nieto el pobre tata!

Y otra vez los recuerdos. Ahora sí, definitivamente: lo único que le queda, los recuerdos. El alma de su vida, el aliento de su vida, el… Los recuerdos. Brotan como viniendo de una profundidad de sangre y los expele el ser como un humo de borrachera. Le corren en la arterias, en los intestinos, en los riñones entre la inmersión caliente del refino. Maclovio, Diego, Faustino. El aliento de su vida, la raíz de su vida, la… Y otra vez. Y otra.

—Tata. Cuando yo sea grande, venderé los metates, la leña y el carbón en Zacualpan, y así usté no tendrá que andar en el monte. ¿Sabe lo que dijeron los arrieros? Que ya está viejo pa trabajar como antes…

¡Faustino! ¡Dios mío! ¿Por qué no se lo llevó a él, que ya no es sino un bagazo de vida, en vez de destruir al muchacho que en febrero cumpliría doce años? Le dolían las fibras de su aporreada carne vieja como si lo aplastara el peso de los mundos. Se le vinieron, de golpe, como surgiendo de la muerte de Faustino, muchos años pasados, muchos, muchos.

— ¡Dios quiera y no lleguen hasta acá tantas desgracias!

Había guerra y se peleaba rabiosamente en los campos del Sur. Las comadres de los ranchos coincidían en un dicho tremendo:

— ¡Dios Nuestro Señor nos castiga por tantas fechorías como hemos hecho hermanos contra hermanos! Anoche los franchutes limpiaron Zacualpan y quemaron Sultepec.

¿Cuánto haría de todo ello? Fue antes de que el general Porfirio Díaz subiera a la sillita, ¡ y vaya que duró sentado en ella muchos años, tantos que los muchachos se hicieron viejos y en vez de diligencias corrieron trenes de vapor entre Cuernavaca y Puente de Ixtla! Fue, seguramente, allá cuando llegó del otro lado del mar un mentado emperador y corrieron mares de sangre en la región. Los franchutes… Luego, vinieron las bolas, otra vez. Vendía sus metates, su leña y su carbón, con Maclovio y Diego. ¡Qué precisión tan límpida, al pronto, la del recuerdo! Los muchachos se quedaron en el rancho y él se fue con sus burritos a Taxco. Era el tiempo de las buenas papayas, de los mangos y los mameyes. Lo sorprendieron unos jinetes al filo de una barranca, le marcaron el alto y le quitaron cuanto traía.

—Más te vale decir la verdá. ¿Quién te mandó a espiar por aquí ? ¡Suelta la lengua, vale, o no vuelves a tu tierra!

Eran zapatistas y uno juraba que lo conocía y que era un espía del coronel Juvencio Robles. En un rancho, a orillas de un río, lo chicotearon inmisericordemente, y a sus gritos salieron varios vecinos que lo reconocieron e intercedieron cerca del jefe de la gavilla. Volvió con los lomos sangrando y sin uno de sus burritos, que se perdió en la confusión. Manuela decidió:

—Será mejor que no salgan tan lejos. Por un lado los dichosos zapatistas, y por el otro los federales. ¡El Santo Señor de Chalma nos libre pronto de tantas calamidades!

Efectivamente: terreno que tinos pisaban lo ocupaban otros apenas con una diferencia de horas. Los federales lo sorprendieron, a su vez, vadeando con sus burritos otro río, hacia el lacio de Ixtapan. Ni siquera le marcaron el alto. Lo pararon a balazos y ultimaron:

—Éste es un espía de los zapatistas.

Alguien de la tropilla se encaró a él y se las echó de listo:

—¡ Me late que es uno de los que nos pusieron un cuatro hace ocho días, mi mayor!

El mayor le hizo una docena de preguntas y, como no sacase nada en claro, ordenó que, por si era o no era enemigo, un cabo le aplicara ahí mismo treinta chicotazos. Sanción que fue escrupulosa y bárbaramente cumplida y que le abrió los lomos como si fuesen fuentes de sangre. La soldadesca reía, mirándole revolverse, en tanto el mayor juró:

—Conque eres de Vuelta del Agua, ¿ eh ? ¡ Vamos allá, vale, y si como creo no te conoce nadie, te cuelgo en el muladar !

El rancho en masa lo vio entrar por el camino real, entre la tropa, y hombres y mujeres lo recibieron llamándolo por su nombre. El mayor dispuso, festivo:

—Te salvaste, vale, y al tienes tus burritos, y dispensa lo que pasó. ¡ Ni modo de quitarte los chicotazos!

Vinieron años de hambre y de exterminio. Murieron, acribillados a balazos, Maclovio chico y Diego. Las partidas de rebeldes y federales rivalizaban en eficacia destructora y entre unos y otros acabaron con los pueblos, los ranchos y los simples caseríos y diezmaron como una peste desconocida a los vecindarios. Aun en los días de la feria de Zacualpan era imposible salir. Las antes lozanas vegas estaban convertidas en eriales. En Vuelta del Agua, como en tantas otras partes, los hombres útiles se fueron con los zapatistas. De rebeldes, bajo la ley de cualquier jayán, al menos se comía. Manuela imploró:

—¡ Hágalo por su nieto, Maclovio ! ¡ No vaya a cometer esa locura! ¡ Si lo agarran los federales, lo ajusilan !

Juan de Dios García, arriero de los fletes de don Nemesio, contestó por los seis o siete desesperados:

—De que nos maten con la barriga llena a estar padeciendo aquí todos los días de hambre y de miedo, mejor que nos maten los federales.

Dicho salomónico que decidió no solamente al viejo y a los otros, sino a todos los que, como ellos, habían tratado hasta entonces de sustraerse a la menor participación en la bola. Se fueron y se incorporaron a la partida de un tal Martín Lara, más conocido por el Chicharronero. La persecución de las tropas del supremo gobierno era cada vez más eficaz y abarcaba un enorme territorio de sierras y Tierra Caliente. El tren de Cuernavaca vomitaba, todos los días, chorros de nuevos contingentes que inmediatamente convertían el suelo que pisaban en un infierno. Otra vez en un río —iban rumbo a Coatlán— los sorprendieron como cincuenta y los barrieron a- ráfagas de ametralladora y los cazaron por las barrancas. Juan de Dios García y Feliciano Valencia lograron escapar por una cueva del río. Entre los prisioneros —treinta o cuarenta nativos— estaba el vejo Maclovio. Un cabo los apostrofó, con odio:

109

—¡ Malditos zapatistas ! Ora sí se los llevó la rejija a todos y van a tener su buena tierrita. ¿ No era eso lo que peleaban ? Mi general González ha dispuesto que en dos meses Morelos esté tan pacífico como un camposanto, y lo estará. De modo que fórmense de uno en fondo.

Sin más miramientos se dispuso el fusilamiento. Era noche cerrada y hacía frío. El frío húmedo y oloroso de la sierra de Morelos. El capitán, un muchachón de impecable cazadora y colorado como un jitomate, compartía una botella de refino con sus más allegados, calentándose a la llama de una lumbrada. Maclovio no pensaba en nada: ¿para qué ? Los pensamientos, cuando uno va a morir, no sirven más que para estropear el ánimo. ¡ Para qué abatir con pensamientos nuestra fuerza de hombres y para qué hacernos olvidar que la vida es algo que no vale la pena! A su lado, un pinto de Tetecala se lamentaba de lo negro de su suerte y recordada a su mujer y a sus hijos. ¡ Todos nos hemos de morir, todos, todos ! Entonces, pa qué … Sin embargo, Maclovio estaba llorando y el capitancito lo advirtió, al levantarse para disponer la ejecución y pasar ojos por la fila de condenados.

—¡ Epa, vale! ¡ Miren qué zapatista tan llorón ! —No lloro, mi capitán. Es la leña verde del fogón. El humo me está entrando en los ojos.

Los pusieron de espaldas a un tecorral, en montón. Arriba, se mecían los follajes de los árboles al viento de la noche. ¡ Al dulce viento de la noche! Cuando el capitán dio la orden de hacer fuego, Maclovio arrancó a correr. Uno de esos absurdos impulsos que se producen cuando la conciencia deja de contar y el instinto transforma al ser humano en mapache o gato montés. En unos segundos se encontró en lo hondo de una ladera de cazahuates. Lo persiguieron a balazos por una enormidad de hora, volviendo de revés, literalmente, el cerro. Reptando, reptando, como una alimaña, penetró en una espesura de cascalotes. Al amanecer estaba en un rancho de indios, a salvo.

Tal como lo prometió mentalmente en el instante en que lo capturaron, en cuanto vino la paz se fue con sus nueras y su nieto a pagar una manda al bendito Señor de Chalina que lo arrancó de una muerte segura.

—¡ Tanto batallar, Diosito, y primero se jueron Maclovio y Diego, y luego Faustino, y yo estoy aquí solo !

Cala el frío en el jacal y los bultos se arropan en jorongos y rebozos. Por unos minutos cunde un acceso de toses; luego se restablece el silencio, un silencio corroído por sordos cuchicheos. Entra Blas Araiza y da una palmadita en la espalda de Maclovio. El viejo vuelve los ojos, unos ojos que andaban rastreando huellas lejanas del pasado, y le contesta con una mirada impasible pero tras la cual hierve la desesperación.

–Hay que agachar la cabeza ante lo que Dios Nuestro Señor ordena.

—Era todo lo que le quedaba en el mundo —explica, por enésima vez, Gertrudis, con la misma vocecita anodina en que se expresan las banalidades de todos los días.

Y otra vez los recuerdos, las cosas que se fueron y se convirtieron en humo.

—Desde el lunes te encargarás de una de las recuas, Diego. Así irás más seguido a Zacualpan.

Las voces siguen zumbando, en torno, como un revuelo de moscas. Más allá del cadáver de Faustino, sobre el cual se agranda el giro estrafalario de los pabilos de los velones, hay un viejo, largo camino que atraviesa por mitad el corazón de Maclovio: el de Zacualpan. Suena en su ser un vivo y entrañable rumor y la risa de Faustino se derrama en la vega, como una lluvia tras la sequía.

—¡ Tata!, ¡ tata! Los muchachos ya se jueron con las mulas de don Blas a Zacualpan.

—Ta bien, hijo. Dios mediante, pa febrero iremos nosotros. Cargamos de metates los burritos y le llevamos unas ceras a la Virgen.

Volvieron del monte tarde y con las aguasnieves encima. Faustino no se quejaba, pero se le veía indiferente y como dolorido. Manuela le dio una friega y le apretó los huesos. Al día siguiente ya no se levantó. El rancho y la región entera estaban infestados y el camposanto rebosaba de muertos recientes. Desde su petate, el muchacho veía partir al abuelo al ocotal, por las mañanas, y le saludaba con lo ojos muy abiertos, sus lindos y hondos ojos de indio que la fiebre encendía de fulgores.

—Mañana me levanto, tata, y voy con usté.

Ese mañana no llegó. Deliraba de día y de noche y se le iba la vida. Las curanderas no lograron mejorarlo y muy pronto —estaba convertido en un puro esqueleto— le brotó el hipo de los moribundos. Maclovio le veía acabar, con los ojos impasibles clavados en su agonía. Clamó, aún:

–¡ Tata!, ¡ tata!

Se abrazó a sus piernas, untándole su último calor. Por las caras de Manuela y Gertrudis escurrían, en silencio, las lágrimas. Le cambiaron la ropa antes de que se enfriara, le pusieron sus guaraches nuevos —que no llegó a estrenar— y le cruzaron las manos sobre el pecho. En el jacal, desde entonces —hacía cuatro horas— flotaba un grito que sacudía como una descarga eléctrica a Maclovio:

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—¡ Tata!, ¡ tata!

El grito con que murió llamándolo Faustino. Afuera, el aire revolvía un brillo de estrellas. Susurros, voces ahogadas.

—Lo único que le quedaba …

… iban a ir … febrero … Zacualpan…

—Diosito .. quién sabe .. . Su santa voluntá

Gertrudis encendió le fogón Las primeras llamitas surgieron entre la leña, derramando un contagio cordial y tonificante. La mujer, echada de rodillas en el suelo de tierra, soplaba lentamente. La llamarada creció, asomando, el pronto, entre la leña. Dio de lleno en la cara del difunto, que se iluminó de una roja palpitación. La sombra se agrandó contra los adobes del muro, se agrandó, se agrandó. Maclovio la vio incorporarse. La voz, una voz desgarrada de quien se muere, clamó: «¡ Tata!, ¡ tata !»

En el jacal vibra ahora la claridad del fogón. Las viejas arriman las tortillas y las ollas de atole. Es la hora en que Faustino se dormía al lado de Maclovio, mirando consumirse los troncos. Después de un día de subir y bajar las veredas del monte se dormía fácilmente en cuanto era de noche. Manuela solía despertarlo:

—¡ Epa, Faustino ! Aquí están tus gordas.

Las llamas crepitan y devoran a duras penas una leña verde que cruje al arder. Parece, de cuando en cuando, que tronasen petardos. Petardos como los de la feria de Zacualpan. Se espesa en el jacal un humo penetrante. A través del humo, la sombra del finado se agranda. Parece, al pronto, que se incorporasen. Y entre el humo y la sombra, la voz mana, como viniendo de al lado mismo del viejo Maclovio, donde hasta hace unos cuantos días se dormía Faustino, frente al fogón: «¡ Tata!, ¡ tata !»

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Gertrudis advierte, haciendo volver las caras hacia el abuelo:

Maclovio! No llore, tata, Diosito se lo llevó.

Tenía dos lagrimones prendidos a los ojos. El viejo se los limpió con la punta del jorongo y dijo, sordamente:

—Es la leña verde del fogón. El humo me está entrando en los ojos.

Noche afuera, ladraban los perros. En el jacal, las mujeres se prosternaron alrededor del muerto, y comenzaron los rezos.

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