EL CUENTO DESDE MÉXICO
El callado dolor de los tzotziles
Ramón Rubín
Primera
parte
La Afrenta
El pueblo de los tzotziles del distrito
de Las Casas, donde en las noches corren vientos a temperaturas bajas que se
cuelan entre las chozas de los indios, hechas de palos y zacate y revestidas de
fango rojo.
En
unas de esas noches, donde la temperatura estaba más baja que lo normal, José
Damián López no encontraba el sueño, en su cabeza no dejaba de existir la
amargura de un hondo problema sentimental. Pasaba la noche y no dejaba de
pensar que en la mañana que estaba próxima a nacer irían a visitar el y su
esposa al mayor, el que pondría fin a
aquella angustia y amargura que aquel hombre sentía.
El problema que hubo entre José Damián y
María Manuela era la esterilidad de María.
Apenas 5 años tenía ella cuando sus
padres la entregaron a José Damián que tenía 15.
Maria Manuela se tuvo que trasladar a la
choza de José para empezar a cuidar de su nuevo dueño y hogar.
José Damián cumplió fielmente a la
disciplina sexual impuesta por la misma tribu, respetándola hasta que ella
estuviera en la pubertad.
Ser estéril en aquella tribu no era muy
bien visto, se le trataba de una manera muy mísera e indiferente.
Llego
la mañana siguiente y fueron a visitar al mayor para que
los divorciara, y este dijo que regresaran en 12 lunas. A partir de ese día las
cosas entre aquel matrimonio se volvían más frías y secas. Las miradas tan
hostiles que le echaban los vecinos al pasar a aquella pobre mujer eran más
frecuente y duras.
Después de un par de días los mismos
vecinos y amigos dejaron de saludar a José Damián por el problema de su esposa,
esto hizo que José estuviera convencido de la decisión de divorciarse.
Después
de ir con el mayor, se repartieron
equitativamente los borregos y las chivas. En cuanto llegaron a su choza José
le pidió a María Manuela que se fuera de su casa lo antes posible, María,
siempre con su mirada hacia el suelo obedeció a aquellas palabras que le
retumbaron en los tímpanos, agarro sus cosas, y partió de aquella tribu en la
que había vivido 15 años, 15 años a lado de un hombre, sufriendo por su
esterilidad, cansada de pedir remedios a su madre que para colmo le dio la
espalda al igual que sus hermanas, 15 años aguantando comentarios, sufriendo
por su aspecto físico pues su desarrollo ha sido muy lento y anormal, no le
quedaba más que irse de aquel sitio donde había sido esclava por 10 años de su
vida.
José Damián sintió un vació dentro de él,
veía como lentamente María se alejaba de aquella tribu, y él se quedaba con su
amargura y depresión a lado de la
confusión.
Días
después de la ida de María, José Manuel comenzó a beber demasiado hasta que su
amargura fue tan fuerte e irresistible que opto por pedirle una opinión
al mayor sobre lo que le estaba pasando. Siguió sus
consejos pero no fueron suficientes para desaparecer todo lo que le impedía ser
feliz. Recibía consejos por todos lados y opto por salirse de aquel pueblo y
emprender un viaje largo hacia los cafetales.
Segunda
parte
El Crimen
José Damián llego a las puertas de la
hacienda cafetalera Hamburgo, con su ropa desgarrada y sucia, y con un hambre
de hace días.
Llego a pedir trabajo, pero ya no había
más lugar que para un matancero así que el mestizo que lo atendió saco un
cuchillo y le dijo que si se animaba a matar borregos el trabajo era suyo. En
la cultura del tzotzil matar ovejas era un crimen, lo único que mataban eran
toros, así que eso era algo que no podía hacer, iba en contra de su educación y
cultura, pero era tanta la desesperación del tzotzil por comer que entre el
hambre y las palabras que le decía aquel mestizo terminaron por convencerlo y
aceptar el trabajo.
Lo mandaron con polonio, el que le
enseñaría como matar a las ovejas y al terminar de matar su primera oveja
obtendría comida. Fue una tortura para el matar su primera oveja, se sentía tan
humillado de sí mismo.
Con la costumbre, el oficio en el
matancero se le volvió más sencillo, tan así, que comenzó a sentirse un artista
en esa labor tan ruda, de cierta forma reflejaba lo que sentía, pero había algo
que le impedía sacarlo.
Los mestizos se burlaban de el por qué
era un indio tzotzil, cuando salían a divertirse lo terminaban dejando en el
rincón porque les avergonzaba que vieran que era su amigo. Se estaba volviendo
una persona muy amargada.
Una
noche de celebración por la despedida de unos ladinos que
partirían a otro sitio, el tzotzil no tenía ganas de salir de su choza, la que
compartía con Polonio y otro mestizo, en la madrugada llegaron los dos mestizos
a su choza acompañados de unas prostitutas, antes de que amaneciera los dos
mestizos se levantaron y salieron en busca de más aguardientes (bebida alcohólica), en la ausencia
de los mestizos hubo una extraña química entre José Damián y una de las
prostitutas, Clotilde.
Cuando regresaron los mestizos las dos
mujeres ya se habían ido y José Damián no podía dejar de pensar en Clotilde, no
podía olvidar esos ojos tan dulces y esa manera de decir las cosas, el indio
estaba enamorado de ella así que fue en busca de ella a pedirle matrimonio.
Desde entonces se pudo ver como José
Damián se volvió más risueño, más feliz y lo más importante es que ya no estaba
solo, ahora tenía a una mujer a su lado.
Tercera
Parte
Las Mujeres
Un año después de que María Manuela
había sido despojada de sus tierras por su infertilidad, encontró una cabaña
abandonada en la cima de una de las tantas montañas, alrededor habían más
cabañas habitadas por mujeres, que al igual que ella habían sido
despreciadas por ciertas razones.
Después de sufrir fiebres altas,
vómitos, mareos, etc.… y ser tan apoyada por las otras mujeres que Vivian por
ahí, se dieron cuenta de que María Manuela estaba embarazada. Después del
nacimiento de su hijo, decidió volver a su pueblo para estar al lado de José
Damián y demostrar a su gente que era digna de estar ahí.
Cuando llego a su pueblo sus vecinos le
comunicaron que José Damián había partido hacia los cafetales a trabajar. María
se instaló en la choza y espero hasta que José volviera.
Mientras tanto, la relación entre José
Damián y Clotilde no iba muy bien, se dio cuenta que aquel sentimiento que
sentía por ella no era más que la necesidad de sentir el cariño de alguien,
también se dio cuenta de que Clotilde le era infiel con Polonio lo cual hizo
que se separan.
Días después José se topó con un tzotzil
lo cual lo puso muy feliz, pues era el único de su raza entre los ladinos. Este
hombre le trajo la noticia de que María Manuela había regresado al pueblo con
un niño en brazos, por supuesto hijo de José. Con esta noticia José quería
regresar a su pueblo, pero no podía regresar diciendo que era matancero de
borreguitas, así que solicito que le cambiaran el puesto a la poda y la
cosecha.
Trabajaba con alegría y devoción, el
esperaba que con su nuevo trabajo pudiera borrar toda esa culpabilidad que
sentía por sus recientes antecedentes y poder regresar con su conciencia
limpia.
Después de haber trabajado en el campo
decidió que era tiempo de regresar y conocer a su hijo.
A su llegada, fue recibido por todos los
vecinos con alegría y añoro en los ojos. María lo esperaba en la choza ansiosa
por verlo y presentarle a si hijo.
Tenía que esconder muy bien su cuchillo
oaxaqueño que le fue dado al aceptar el trabajo de matancero, si alguien del
pueblo llegara a ver aquel cuchillo sospecharían de su pasado.
Cuarta
Parte
El Derrumbe
Llevaron a su hijo a bautizar.
Con el paso del tiempo María Manuela
hacia lo imposible por ocasionarle un disgusto a su esposo.
José Damián comenzaba a tomar demasiado
vino y esa ansiedad era más notoria en sus gestos. El mantener aquel cuchillo
guardado se empezó hacer una obsesión. Una noche creyendo que María estaba
dormida se puso a contemplar aquel cuchillo a la luz de la luna, acariciaba
amorosamente el cuchillo, como si fuera un lingote de oro. María Manuela acabo
por acostumbrarse al ver estas escenas, al igual cuando llegaba borracho a la
choza.
Uno de esos días María se levantó
temprano para ir por agua al arroyo y a menos de diez pasos de su choza se topó
con una oveja muerta. Fue un impacto grandísimo para ella y para el pueblo, fue
examinada por mucha gente y se podía apreciar como la herida era tan profunda
y hecha con tanta habilidad. Todos pensaron que debió de haber sido una
“fiera” de las montañas.
Después de unos días hubo otra muerte,
el pueblo estaba horrorizado y más porque al comparar las heridas del asesinato
pasado y este eran idénticas, con la misma técnica. Trataron de buscar huellas
pero no encontraron.
Hubo vigilancia los siguientes días,
pero todo siguió normal. Para ellos las ovejas son símbolo de prosperidad y es
determinante de su patrimonio.
Pasaron pocos días, y hubo otra oveja
degollada con la misma herida, esta vez pensaron que era un pájaro grande que
picoteaba con su enorme pico a las ovejas. Lo más curioso de los tres
asesinatos es que las ovejas solo estaban degolladas, no estaban mordidas o
algo por el estilo.
Algo muy raro se le podía notar a José
Damián. El impulso criminal que había desarrollado con sus frecuentes borracheras
estaba siendo más notorios.
Obviamente no solo eran las borracheras
que trastornaban el espíritu de José, también era todo ese coraje que tenía
guardado, el rechazo que recibió en los cafetales, la infidelidad de Clotilde,
la conciencia sucia de haber sido capaz de cometer el gran error de matar
ovejitas, verse obligado a ocultar aquel cuchillo, estaba perdiendo el control
de el mismo.
Los instintos de este trastorno, lo
lanzaron en una borrachera a degollar una borreguita, y aunque al principio se
atormentaba, lo volvía a invadir aquella angustia y lo volvió hacer.
María Manuela estaba al tanto de lo que
pasaba con su esposo, sabía que él era el que asesinaba a la ovejitas…. Pasaron
días, pasaron cosas hasta que María Manuela no sabía qué hacer, no entendía lo
que sucedía.
Reunidos en una plaza, indios, mestizos,
etc.… se dio a conocer en público el culpable de los asesinatos de las
borreguitas, lo que desde el principio José Damián estuvo haciendo, la reacción
de toda aquella multitud fue de furia, querían exterminar con el culpable.
José Damián al ver la reacción de todos,
lo único que le quedaba por hacer era huir, la gente se dio cuenta que huía y
fueron tras de él, María Manuela tenía que refugiarse con el tata si es que no
quería resultar lastimada, por el bien suyo y de su hijo. Solo veía a lo lejos
como quemaban su choza y como se repartían sus borregos.
María Manuela quedo sola con la compañía
de su hijo, después de este suceso decidió irse con las mujeres desoladas, que
en algún momento fueron su familia y puso su vida en manos del destino.
Personajes:
José Damián López: Protagonista
María Manuela: Esposa de José Damián
Polonio: matancero
Fabián: portero
Clotilde: prostituta
Fructuoso Atonal: Tzotzil
Rufino: compañero de cuarto
Carolina: prostituta, amiga de Clotilde
José María Booptic: vecina, victima
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ORO, CABALLO Y HOMBRE
Rafael F. Muñoz
1899-1972
Como en Casas Grandes terminaba la línea
férrea, los villistas que se dirigían rumbo a Sonora bajaron de los trenes,
echando fuera de las jaulas la flaca caballada y después de ensillar
emprendieron la caminata hacia el Cañón del Púlpito.
La llanura estaba oculta bajo una espesa
costra de nieve endurecida que crujía a la presión de las herradas pezuñas de
los animales; a veces, éstos resbalaban y caían sobre el húmedo colchón, blanco
e interminable; los jinetes se levantaban sacudiéndose y si la bestia había
quedado tirada en el fango helado, con las manos le cerraban la nariz y el
hocico para que en un supremo esfuerzo por libertarse y respirar, el animal
volviera a ponerse sobre sus cuatro patas.
¡Qué poco amiga del hombre es la tierra
nevada, agradable solamente en las pinturas alegóricas de Nochebuena! No se ve
el terreno que se pisa: los pedruscos del camino apenas hacen una levísima
ondulación en la cáscara de confeti cristalizado al bajo cero. Los peatones dan
traspiés y tocan el suelo con rodillas y manos; las armas se hunden en la
nieve, se moja el costal con pinole que tenía que servir de alimento por toda
la semana, entran esquirlas de hielo por todas las aberturas de la ropa. Y hay
que soltar algunas maldiciones para calentarse !
Luego, no se encuentra leña seca para
hacer una lumbrada, ni piedra limpia para sentarse a descansar un rato; aún
bajo los pinos, cedros y encinos de copas anchísimas, hay nieve, no queda sitio
para tender una manta y acostarse. Aun cuando la tormenta haya cesado, el
viento hace caer los copos detenidos en las ramas y bajo los árboles siempre
está nevando. El deshielo es cruel, aún más que la tempestad: hace más frío y
casi siempre más viento que levanta la punta de las bufandas, el vuelo de los
capotes, la vuelta de las pelerinas, y se cuela a través de las ropas hasta el
pellejo.
— ¡ No hay que rajarse, muchachos ! ¡Síganle
que ya verán cómo pa’delante está pior !
Y los deshilachados restos de la
fastuosa División del Norte, los poquísimos que no se habían «rajado» después
de los combates de Celaya, echaban «pa’delante, a buscar lo pior», con
movimiento de hombros que decía « ¿Qué más da ?» y una contracción de labios
que era desdén para la vida y reto a la muerte.
Frente a Casas Grandes, a poco trotar,
hay una laguna extensa, pero poco profunda, casi una charca donde el viento no
hace oleajes, rizando apenas la superficie pantanosa, que semeja un cristal
ahumado, porque bajo un metro de agua, el barro negro y arrugado da idea de la
piel de una gran bestia que estuviera dormitando dentro de la laguna. En
algunas partes, donde el agua era menos, el bajo cero había puesto a la ciénaga
un cascarón de hielo.
El grueso de la columna se desvió,
prefiriendo hacer un gran rodeo por tierra firme, que atravesar la sospechosa
calma de las aguas oscuras. Pero un grupo de villistas, seis o siete, bien
montados en caballos de alzada, con gruesas mitazas que les cubrían hasta la
mitad del muslo, y ropas de invierno entre las que no faltaban los
característicos sweaters rojos, se decidieron a marchar en línea recta a través
de la charca.
A la cabeza del grupo iba un hombre
alto, con el sombrero tejano arriscado en punta sobre la frente, cal como lo
usan los ferrocarrileros, «los del riel» Rostro oscuro completamente afeitado,
cabellos que eran casi cerdas, lacios, rígidos, negros; boca de perro de presa,
manos poderosas, torso erguido y piernas de músculos boludos que apretaban los
flancos del caballo como si fueran garra de águila. Aquel hombre se llamaba
Rodolfo Fierro; había sido ferrocarrilero y después fue dedo meñique del jefe
de la División del Norte, matón brutal e implacable, de pistola certera y dedo
índice que no se cansó nunca de tirar del gatillo.
—Los caballos andan mejor en el agua que
en la nieve —dijo— y metió espuelas. El animal dio un gran salto, penetró en la
laguna levantando un abanico de agua con cada pata, siguió adelante braceando a
un metro de alto y chapoteando con regocijado estrépito. —Éste es el camino
para los hombres que sean hombres, y que traigan caballos que sean caballos ..
.
Adelante !
Los otros le siguieron haciendo ruidos
de cascada.
Fierro iba cargado de oro. Monedas
americanas de veinte dólares, conocidas por «Ojos de buey», inflaban un
cinturón de los llamados «de víbora» que llevaba apretado poco más abajo que la
canana de la pistola; oro en los bolsillos abultados del pantalón, oro en el
pliegue que hacía la camisola al voltearse sobre el cinturón ajustado… oro en
las cantinas de la silla de montar, hinchadas hasta el máximo. Oro en bolsas de
lona colgadas de la cabeza de la montura… Una coraza de oro, un blindaje de oro.
¡Kilos de oro!
Cuando caminaba en tierra firme, el
caballo parecía no sentir sobre su lomo al hombre enorme, parecía no llevar
encima aquel tremendo cargamento: braceaba como un trotón inglés de paseo,
levantando las pezuñas delanteras a la altura del pecho.
Pero a cien metros, a ciento cincuenta,
a doscientos metros de la orilla de la laguna, el caballo fuese fatigando de no
encontrar tierra firme bajo sus herraduras, de meter los cascos en un lodazal
negro, espeso, congelado. Y aun cuando el nivel del agua no le llegaba al
vientre, ya no sacaba las pezuñas al aire; seguía caminando firme, pero lento,
recto pero fatigado, resoplando como una locomotora. De sus narices abiertas,
dos grandes agujeros negros, salían chorros de un vaho espeso. Las orejas
enhiestas parecían percibir una misteriosa señal de peligro que partiera de las
aguas, agitadas en círculos concéntricos que iban borrándose en la distancia.
—Mi general, está el terreno muy pesado
para los caballos –aventuró a decir uno de los acompañantes— mejor es que nos
devuélvanos y denos la vuelta por la orillita
— ¡Qué devuélvanos ni qué el demonio…! ¡Me
canso (le pasar por este tal por cual charco! El que tenga miedo, que se raje y
dé media vuelta… no se vaya a dar un baño…
Y dio otro apretón de pies en el vientre
del caballo. Las puntas de las espuelas hirieron la piel, abriendo dos hilillos
de sangre, y el animal se levantó sobre las patas traseras, quedando casi
vertical. Fierro se apoyó en la teja de la silla, pegó la cabeza al cuello del
animal, y con el puño cerrado dióle un golpe entre las dos orejas.
—¡ Mula, mal nacida!
68
El caballo volvió a caer sobre sus
cuatro patas y se vio entonces que el agua le llegaba al vientre. Los pies del
hombre, prendidos a los ijares con los hierros implacables, quedaron dentro del
agua enturbiada por el pataleo.
— ¡Cuidado, mi general! ¡El caballo se
está hundiendo!
—Pos va a salir a puritito pulmón.
—No lo menee mucho, porque se le atasca…
— ¡Vete a dar consejos a las viejas! ¡Yo
sé lo que hago !
Fuese desarrollando una lucha tremenda:
el caballo contra el fango y el hombre contra el caballo. Los demás jinetes no
se atrevían a acercarse y habían formado un semicírculo a cinco o seis metros
de distancia. El animal resollaba desesperadamente y en vigorosos movimientos
lograba levantar una mano y sacarla del agua, tirando luego un golpe terrible
hacia abajo; pero no encontraba resistencia en el barro y cada vez el impulso
de sus músculos poderosos que levantaban las manos, era menos eficaz. Se fue
hundiendo de la parte trasera y pronto quedó la cola dentro del agua,
agitándose violentamente como si fuera un remo cubierto de cerdas.
El jinete golpeaba al animal con ambos puños,
dejando la rienda suelta sobre la silla, gritando los más duros insultos y
acicateándolo furiosamente en la barriga. Ya se veían en el agua revuelta,
espesa de lodo, tonos rojizos de la sangre del caballo que manaba por los
ijares.
—Mejor bájese, general… yo le empresto
mi penco…
—Préstaselo a tu abuela, que lo necesita
más que yo…
Llegó el momento en que el animal no
pudo desprender las manos del lodo. Debía tenerlo ya más arriba de la rodilla,
porque el agua le llegaba hasta la mitad del cuerpo. Quedó un instante inmóvil,
dando unos bufidos que parecían respuesta a los insultos que seguía diciendo
Fierro. Y entonces fue cuando éste pensó en desmontar: volvióse hacia las
cantinas de la montura, ya al nivel del agua, y sacó sendas bolsas de oro; tomó
los dos costales amarrados a la cabeza de la silla y echándoselos en el brazo
izquierdo levantó la pierna derecha sobre el lomo del animal y la sumergió en
el agua tratando de tocar fondo; pero el pie se le hundió en el barro que
parecía mantequilla, y él quedóse prendido de la cabeza de la silla, con la
pierna izquierda doblada sobre el estribo.
Sintió miedo, un miedo espantoso de
quedarse ahí para siempre, con su caballo y con su oro; volvió los ojos hacia
sus hombres con una intensa angustia. Todos estaban muy lejos para tenderle la
mano y se habían quedado inmóviles por temor a correr la misma suerte que él. Y
los demás de la columna, muy lejos, a la orilla de la laguna tersa y oscura
como un espejo ahumado, continuaban su marcha a rastras sobre la nieve,
preocupado cada uno de ellos por su propia marcha, mirando hacia abajo para
evitar los pedruscos y los hoyancos y sin dirigir una ojeada al grupo que se
había atrevido a pasar en línea recta el manto de agua.
— ¡Epa! ¡Imbéciles! A ver sí hacen algo…
O qué, piensan dejarme aquí atascado en el zoquete? ¡Búiganse, demen un jalón!
Pero aquellos hombres no se movieron. En
varios metros alrededor del caballo que se sumergía y del jinete pálido por la
angustia, el cieno estaba removido por los desesperados esfuerzos que hacía el
animal para escapar del peligro y quien se hubiera atrevido a avanzar en esa
zona, cayera también prisionero del fango movedizo y profundo. Así, los demás
jinetes se limitaron a dar consejos.
—No se mueva mucho…
—Párese arriba de la silla…
—Tire todo el peso que traiga encima…
—Procure venirse a nado…
Uno sacó la pistola y para avisar a la
lejana columna del peligro en que Fierro se encontraba, disparó al aire los
seis cartuchos del cilindro. Inmediatamente se vio que la tropa en marcha se
detuvo y acercóse a la orilla de la laguna. Con sus prismáticos, los jefes
vieron que un caballo estaba sumergiéndose en las aguas y que un hombre
intentaba escapar de un trance de muerte. Varios jinetes trataron de ir al socorrer:-
y avanzaron sus caballos quebrando el hielo de la superficie, mas a poco andar
vieron que también para ellos había peligro, y regresaron.
En el centro de la charca, el caballo
seguía pataleando y agitándose en el barro. Pronto quedó la montura bajo las
aguas, y el animal no sacó ya sino el cuello y la cabeza mantenida en alto.
Fierro estaba de rodillas sobre la silla, pálido, con los ojos desorbitados por
el espanto. En el brazo izquierdo sostenía aún cuatro bolsas repletas de oro.
—Una reata… ¡Échenme una reata! Le doy una
bolsa a cada uno que me ayude a salir.
Algo por compasión y mucho por interés
de la oferta, los villistas del grupo echaron mano a los lazos amarrandos en sus
monturas y comenzaron a agitarlos en grandes círculos sobre sus cabezas. El
caballo acabó por sumergirse, soplando un bufido que alborotó las aguas; sus
pulmones potentes todavía echaron un chorro de burbujas que reventaron en
pompas de fango. El hombre había quedado en pie sobre la silla, sin sombrero,
con los costales apretados al pecho, salpicado de lodo de arriba abajo, pesadas
las piernas por la costra que lo cubría hasta la cintura.
—Pronto.... Pronto… el caballo ya se fue
al diablo ... .
Las reatas partieron simultáneamente con
un uniforme silbido, pero fuera por mal cálculo o porque los lanzadores
tuvieran pocas ganas de verse envueltos en el peligro, todas quedaron cortas y
Fierro, sin soltar el oro, intentó alcanzarlas alargando el brazo derecho. Este
movimiento lo hizo perder el equilibrio y cayó en el agua. A poco emergió
enteramente cubierto de lodo, agitando los brazos, ya libres del pesado
cargamento. Su figura casi había perdido la apariencia humana. Quiso decir
algo, y medio ahogado por el cieno que le había penetrado en la boca, sólo
lanzó un alarido gutural como de un orangután en la selva. Instantes después
comenzó a hundirse despacio; bajó los brazos y quedó con la cabeza de fuera,
nada más, gritando.
Los villistas recogieron rápidamente sus
reatas y volvieron a tirarlas, pero nuevamente quedaron cortas. Pronto la
cabeza quedó a ras de agua y luego se hundió. Surgieron los brazos levantando
la «víbora» hinchada de oro, en una última oferta por la salvación. Luego todo
desapareció bajo las aguas, que volvieron a quedar como un vidrio ahumado, sin
oleaje, apenas rizadas por el viento.
Muy despacio, con toda clase de
precauciones, los testigos de la tragedia fueron saliendo hacia la orilla. Un
oficial japonés que iba entre los villistas, se devolvió a Casas Grandes para
buscar una lancha y salir a bucear en la laguna en un intento para rescatar el
cuerpo.
La columna continuó su marcha en la
nieve, y al ponerse el sol acampó en un bosque. Tronchando ramas de pinos y
cedros los villistas medio barrieron la nieve en algunos trechos, bajo los
árboles más grandes, y se acostaron a descansar. Recordando el drama, algunos
dijeron:
—¡ Lástima de oro!
Otros:
¡Lástima de caballo !
Y ninguno lamentó la desaparición del
hombre.
De Si me han de
matar mañana. México, s. f. [1934], pp. 35-46.
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LEÑA
VERDE
Mauricio Magdaleno
Huan tla aca mitztlahtlanniz
zoapillé tleca tichoca,
xiquilcui xoxouhqui quahuitl
techichocti ica popoca.
[Y si uno en saber se empeña
la causa de tu penar,
dile que verde es la leña
y que el humo hace llorar.]
(De un antiguo cantar mexicano)
El jacal del viejo Maclovio se vio concurridísimo desde que empezó
a pardear. Grupos silenciosos de vecinos del rancho susurraron el pésame de
rigor dirigiéndose indistintamente al deudo o al cadáver del pequeño Faustino,
tendido en un petate, en un ángulo alumbrado por dos velones, y se concentraron
en la puerta, luego, a efecto de que un nuevo turno tuviese ocasión de entrar y
de mascullar, a su vez, su condolencia. Unas horas después Nemesio, el de La
boca de Tierra Caliente, y Blas Araiza, el de la recua de mulas que cada tercer
día hacía el transporte de carga entre Zacualpan y la región hicieron circular
entre los presentes unas botellas de refino, y el velorio cobró una extraña
animación. Afuera, en la cerrada noche de noviembre, los cielos vertían una
eléctrica claridad de estrellas que fulguraban, macabras, en las charcas del
camino.
En el jacal, el aire se enrarecía por instantes. En torno del
muerto revolvíanse legiones de moscas y frecuentemente le cubrían la cara.
Alguna de las viejas, sin levantarse del suelo, tendía la mano armada de una
punta de rebozo y las ahuyentaba. El murmullo de las conversaciones era apenas
un bisbís ahogado que no acusaba la menor relación con el finado, algo así como
un viento sin sentido que se multiplicaba en tres o cuatro grupos a la vez.
Maclovio contestaba maquinalmente y no levantaba los ojos del bulto rígido de
Faustino, tras el cual reptaba la luz de los velones por los adobes del muro.
Para febrero cumpliría doce años, precisamente el día de San Faustino. Una
semana antes de que se sintiera malo —había andancia en la región y era raro el
jacal donde no estuviera en cama alguien— Maclovio le dijo:
—Cúrate y a ver si pa’ febrero vamos a Zacualpan. Cargamos de
metates los burritos y le llevamos unas ceras a la Virgen.
Por febrero, todo el mundo abandonaba el rancho, rumbo a Zacualpan.
Antes, cuando vivían Maclovio y Diego, también ellos la emprendían rumbo a la
feria. Sus nueras —y era por cierto la circunstancia determinante en la
resolución del largo viaje— eran tan animosas una como otra y nunca las arredró
la fatigosa travesía, para cuyo efecto guardaban por meses y meses los más
centavos que podían. Ocasión hubo en que la alcancía familiar se tradujo en
ropa para todos y una linda pareja de chivos merinos.
—Sí, tata. Mi mama y mi tía están juntando unos centavitos pa la
feria.
—Dios mediante, hijo.
Acababan yendo. Esto era cada dos, cada tres años. Manuela y
Gertrudis hacían el viaje en burro y aquélla llevaba en ancas al pequeño.
Dormían en el monte, calentaban las gordas de los itacates con la fría escarcha
del alba y la furia de la resolana de la tarde los sorprendía a la entrada de
la calle real de Zacualpan. Por muchos años fue así. Hasta que un día no fueron
más. La región esa presa de una más y más encarnizada revuelta y los dueños de
los ranchos se batían, casi cada semana, con los zapatistas. Los zapatistas
eran gleba de manta trigueña y guaraches como Maclovio y sus hijos, pero éstos
se negaron invariablemente a tomar partido contra los amos, seguros de que con
no meterse en líos estaba todo arreglado.
Cirilo Martínez, uno de los jefes, los invitó, una vez:
—Vénganse con nosotros, muchachos.
—Perdona, Cirilo, pero nosotros sólo queremos vivir en paz —se
excusó Maclovio.
—Ustedes saben, pero todos los de la vega nos hemos juntado pa
reclamar las tierritas que jueron de nuestros abuelos. En Zacualpan tenemos las
pilas de amigos y hasta los munícipes nos ayudan por debajo del agua.
—Pos sí, Cirilo, pero a nosotros no nos va ni nos viene nada juera
de nuestros metates y nuestra leñita.
En ocasiones, amanecía muerto a balazos el propietario de alguno de
los ranchos próximos. En otras, eran los revolucionarios los sacrificados. Y
todo esto levantaba devastadores remolinos de venganzas que no acababan nunca y
en los cuales era harto frecuente que pagaran justos por pecadores. Como
ocurrió aquel día en que los dos muchachos salieron a Sultepec con un flete de
piloncillo de don Nemesio, el de La boca de Tierra Caliente. La bola se había
generalizado y las gavillas de desalmados infestaban los más escondidos
rincones de la sierra y depredaban y acababan con los infelices que por
cualquier razón les parecían sospechosos. Unos vecinos recogieron de una mesa
de perdernales los cadáveres de Maclovio chico y Diego y los entregaron al
viejo, que sintió que se le hacía pedazos el alma al verlos llegar sin vida.
104
Qué dura cosa es enterrar a dos hijos a la vez! Las lenguas
murmuraban:
—Jueron los zapatistas. Seguramente creyeron que eran gente de don
Rosendo, el de Paredón, y los mataron sin oírlos.
Quienes hubiesen sido, lo habían dejado sin la flor de su
existencia. Sanó difícilmente de la amputación y el pequeño Faustino acabó
devolviéndole las fuerzas para vivir. Era el vivo retrato del finado Maclovio y
tenía, como él, (los lunares en el pescuezo. A los siete años le acompañaba al
monte, de donde volvían invariablemente con los tres burros cargados de leña.
Manuela y Gertrudis, por su parte, hicieron todo lo posible para darle la
sensación de que nada había pasado. Florecieron otra vez los propósitos, los
planes y la animación. El chamaco embarnecía a ojos vistas. Ya cargaba, sin la
ayuda de su abuelo, sus ocho arrobas de leña a lomos de la acémila. Era un
hombrecito dócil y más parlanchín que el común de los nativos (el su edad. Hacia
preguntas disparatadas que el viejo no podía contestar y, pese a lo
disparatadas, no exentas totalmente de agudeza.
—Oiga, tata. Por qué los indios cargarnos siempre la leña y los
otros cristianos no?
O bien:
—Cuando los indios mueren, ónde se van, tata? Dios quiera que no
sigamos cargando leña después de muertos !
La noche se afirma sobre el rancho. Noche polvosa y fría de
noviembre con altas y agudísimas estrellas en los cielos y manadas zumbadoras
de moscas en los jacales. El viejo Maclovio se revuelve, con los recuerdos
mordiéndole las entrañas. Masculla, en un soplo inaudible y con los ojos
perdidos en un punto impreciso que lo mismo puede ser la camisa del cadáver que
sus ojos, -sus hondos ojos cerrados para siempre:
—Cuando los indios mueren, ¿ ónde se van, tata ? Gertrudis lo
compadece, tiernamente.
—¡ Pobre tata! Tenga otro trago de refino pa’l frío. ¿ Por quién
preguntaba ? Don Rosendo está al ajuera. Y Gregorio, y Feliciano, y Juan de
Dios.
Bebió ávidamente un largo trago y limpió la boca de la botella con
la manga de la camisa. Sintió penetrarle el aguardiente en las tripas como una
marejada. A su vez, en el rincón opuesto, Manuela ingiere un largo trago.
Gertrudis le dice, aludiendo al viejo y como si a ella no la afectase en igual
medida la muerte de su hijo:
—Ni cuando lo de Maclovio y Diego se le cargó tanto la pena. Era
todo lo que le quedaba. ¡ Ójala y no se vaya detrasito de su nieto el pobre
tata!
Y otra vez los recuerdos. Ahora sí, definitivamente: lo único que
le queda, los recuerdos. El alma de su vida, el aliento de su vida, el… Los
recuerdos. Brotan como viniendo de una profundidad de sangre y los expele el
ser como un humo de borrachera. Le corren en la arterias, en los intestinos, en
los riñones entre la inmersión caliente del refino. Maclovio, Diego, Faustino.
El aliento de su vida, la raíz de su vida, la… Y otra vez. Y otra.
—Tata. Cuando yo sea grande, venderé los metates, la leña y el
carbón en Zacualpan, y así usté no tendrá que andar en el monte. ¿Sabe lo que
dijeron los arrieros? Que ya está viejo pa trabajar como antes…
¡Faustino! ¡Dios mío! ¿Por qué no se lo llevó a él, que ya no es
sino un bagazo de vida, en vez de destruir al muchacho que en febrero cumpliría
doce años? Le dolían las fibras de su aporreada carne vieja como si lo
aplastara el peso de los mundos. Se le vinieron, de golpe, como surgiendo de la
muerte de Faustino, muchos años pasados, muchos, muchos.
— ¡Dios quiera y no lleguen hasta acá tantas desgracias!
Había guerra y se peleaba rabiosamente en los campos del Sur. Las
comadres de los ranchos coincidían en un dicho tremendo:
— ¡Dios Nuestro Señor nos castiga por tantas fechorías como hemos
hecho hermanos contra hermanos! Anoche los franchutes limpiaron Zacualpan y
quemaron Sultepec.
¿Cuánto haría de todo ello? Fue antes de que el general Porfirio
Díaz subiera a la sillita, ¡ y vaya que duró sentado en ella muchos años,
tantos que los muchachos se hicieron viejos y en vez de diligencias corrieron
trenes de vapor entre Cuernavaca y Puente de Ixtla! Fue, seguramente, allá
cuando llegó del otro lado del mar un mentado emperador y corrieron mares de
sangre en la región. Los franchutes… Luego, vinieron las bolas, otra vez.
Vendía sus metates, su leña y su carbón, con Maclovio y Diego. ¡Qué precisión
tan límpida, al pronto, la del recuerdo! Los muchachos se quedaron en el rancho
y él se fue con sus burritos a Taxco. Era el tiempo de las buenas papayas, de
los mangos y los mameyes. Lo sorprendieron unos jinetes al filo de una
barranca, le marcaron el alto y le quitaron cuanto traía.
—Más te vale decir la verdá. ¿Quién te mandó a espiar por aquí ?
¡Suelta la lengua, vale, o no vuelves a tu tierra!
Eran zapatistas y uno juraba que lo conocía y que era un espía del
coronel Juvencio Robles. En un rancho, a orillas de un río, lo chicotearon
inmisericordemente, y a sus gritos salieron varios vecinos que lo reconocieron
e intercedieron cerca del jefe de la gavilla. Volvió con los lomos sangrando y
sin uno de sus burritos, que se perdió en la confusión. Manuela decidió:
—Será mejor que no salgan tan lejos. Por un lado los dichosos
zapatistas, y por el otro los federales. ¡El Santo Señor de Chalma nos libre
pronto de tantas calamidades!
Efectivamente: terreno que tinos pisaban lo ocupaban otros apenas
con una diferencia de horas. Los federales lo sorprendieron, a su vez, vadeando
con sus burritos otro río, hacia el lacio de Ixtapan. Ni siquera le marcaron el
alto. Lo pararon a balazos y ultimaron:
—Éste es un espía de los zapatistas.
Alguien de la tropilla se encaró a él y se las echó de listo:
—¡ Me late que es uno de los que nos pusieron un cuatro hace ocho
días, mi mayor!
El mayor le hizo una docena de preguntas y, como no sacase nada en
claro, ordenó que, por si era o no era enemigo, un cabo le aplicara ahí mismo
treinta chicotazos. Sanción que fue escrupulosa y bárbaramente cumplida y que
le abrió los lomos como si fuesen fuentes de sangre. La soldadesca reía, mirándole
revolverse, en tanto el mayor juró:
—Conque eres de Vuelta del Agua, ¿ eh ? ¡ Vamos allá, vale, y si
como creo no te conoce nadie, te cuelgo en el muladar !
El rancho en masa lo vio entrar por el camino real, entre la tropa,
y hombres y mujeres lo recibieron llamándolo por su nombre. El mayor dispuso,
festivo:
—Te salvaste, vale, y al tienes tus burritos, y dispensa lo que
pasó. ¡ Ni modo de quitarte los chicotazos!
Vinieron años de hambre y de exterminio. Murieron, acribillados a
balazos, Maclovio chico y Diego. Las partidas de rebeldes y federales
rivalizaban en eficacia destructora y entre unos y otros acabaron con los
pueblos, los ranchos y los simples caseríos y diezmaron como una peste
desconocida a los vecindarios. Aun en los días de la feria de Zacualpan era
imposible salir. Las antes lozanas vegas estaban convertidas en eriales. En
Vuelta del Agua, como en tantas otras partes, los hombres útiles se fueron con
los zapatistas. De rebeldes, bajo la ley de cualquier jayán, al menos se comía.
Manuela imploró:
—¡ Hágalo por su nieto, Maclovio ! ¡ No vaya a cometer esa locura!
¡ Si lo agarran los federales, lo ajusilan !
Juan de Dios García, arriero de los fletes de don Nemesio, contestó
por los seis o siete desesperados:
—De que nos maten con la barriga llena a estar padeciendo aquí
todos los días de hambre y de miedo, mejor que nos maten los federales.
Dicho salomónico que decidió no solamente al viejo y a los otros,
sino a todos los que, como ellos, habían tratado hasta entonces de sustraerse a
la menor participación en la bola. Se fueron y se incorporaron a la partida de
un tal Martín Lara, más conocido por el Chicharronero. La persecución de las
tropas del supremo gobierno era cada vez más eficaz y abarcaba un enorme
territorio de sierras y Tierra Caliente. El tren de Cuernavaca vomitaba, todos
los días, chorros de nuevos contingentes que inmediatamente convertían el suelo
que pisaban en un infierno. Otra vez en un río —iban rumbo a Coatlán— los
sorprendieron como cincuenta y los barrieron a- ráfagas de ametralladora y los
cazaron por las barrancas. Juan de Dios García y Feliciano Valencia lograron
escapar por una cueva del río. Entre los prisioneros —treinta o cuarenta
nativos— estaba el vejo Maclovio. Un cabo los apostrofó, con odio:
109
—¡ Malditos zapatistas ! Ora sí se los llevó la rejija a todos y
van a tener su buena tierrita. ¿ No era eso lo que peleaban ? Mi general
González ha dispuesto que en dos meses Morelos esté tan pacífico como un
camposanto, y lo estará. De modo que fórmense de uno en fondo.
Sin más miramientos se dispuso el fusilamiento. Era noche cerrada y
hacía frío. El frío húmedo y oloroso de la sierra de Morelos. El capitán, un
muchachón de impecable cazadora y colorado como un jitomate, compartía una
botella de refino con sus más allegados, calentándose a la llama de una
lumbrada. Maclovio no pensaba en nada: ¿para qué ? Los pensamientos, cuando uno
va a morir, no sirven más que para estropear el ánimo. ¡ Para qué abatir con
pensamientos nuestra fuerza de hombres y para qué hacernos olvidar que la vida
es algo que no vale la pena! A su lado, un pinto de Tetecala se lamentaba de lo
negro de su suerte y recordada a su mujer y a sus hijos. ¡ Todos nos hemos de
morir, todos, todos ! Entonces, pa qué … Sin embargo, Maclovio estaba llorando
y el capitancito lo advirtió, al levantarse para disponer la ejecución y pasar
ojos por la fila de condenados.
—¡ Epa, vale! ¡ Miren qué zapatista tan llorón ! —No lloro, mi
capitán. Es la leña verde del fogón. El humo me está entrando en los ojos.
Los pusieron de espaldas a un tecorral, en montón. Arriba, se
mecían los follajes de los árboles al viento de la noche. ¡ Al dulce viento de
la noche! Cuando el capitán dio la orden de hacer fuego, Maclovio arrancó a
correr. Uno de esos absurdos impulsos que se producen cuando la conciencia deja
de contar y el instinto transforma al ser humano en mapache o gato montés. En
unos segundos se encontró en lo hondo de una ladera de cazahuates. Lo
persiguieron a balazos por una enormidad de hora, volviendo de revés,
literalmente, el cerro. Reptando, reptando, como una alimaña, penetró en una
espesura de cascalotes. Al amanecer estaba en un rancho de indios, a salvo.
Tal como lo prometió mentalmente en el instante en que lo
capturaron, en cuanto vino la paz se fue con sus nueras y su nieto a pagar una
manda al bendito Señor de Chalina que lo arrancó de una muerte segura.
—¡ Tanto batallar, Diosito, y primero se jueron Maclovio y Diego, y
luego Faustino, y yo estoy aquí solo !
Cala el frío en el jacal y los bultos se arropan en jorongos y
rebozos. Por unos minutos cunde un acceso de toses; luego se restablece el
silencio, un silencio corroído por sordos cuchicheos. Entra Blas Araiza y da
una palmadita en la espalda de Maclovio. El viejo vuelve los ojos, unos ojos
que andaban rastreando huellas lejanas del pasado, y le contesta con una mirada
impasible pero tras la cual hierve la desesperación.
–Hay que agachar la cabeza ante lo que Dios Nuestro Señor ordena.
—Era todo lo que le quedaba en el mundo —explica, por enésima vez,
Gertrudis, con la misma vocecita anodina en que se expresan las banalidades de
todos los días.
Y otra vez los recuerdos, las cosas que se fueron y se convirtieron
en humo.
—Desde el lunes te encargarás de una de las recuas, Diego. Así irás
más seguido a Zacualpan.
Las voces siguen zumbando, en torno, como un revuelo de moscas. Más
allá del cadáver de Faustino, sobre el cual se agranda el giro estrafalario de
los pabilos de los velones, hay un viejo, largo camino que atraviesa por mitad
el corazón de Maclovio: el de Zacualpan. Suena en su ser un vivo y entrañable
rumor y la risa de Faustino se derrama en la vega, como una lluvia tras la
sequía.
—¡ Tata!, ¡ tata! Los muchachos ya se jueron con las mulas de don
Blas a Zacualpan.
—Ta bien, hijo. Dios mediante, pa febrero iremos nosotros. Cargamos
de metates los burritos y le llevamos unas ceras a la Virgen.
Volvieron del monte tarde y con las aguasnieves encima. Faustino no
se quejaba, pero se le veía indiferente y como dolorido. Manuela le dio una
friega y le apretó los huesos. Al día siguiente ya no se levantó. El rancho y
la región entera estaban infestados y el camposanto rebosaba de muertos
recientes. Desde su petate, el muchacho veía partir al abuelo al ocotal, por
las mañanas, y le saludaba con lo ojos muy abiertos, sus lindos y hondos ojos
de indio que la fiebre encendía de fulgores.
—Mañana me levanto, tata, y voy con usté.
Ese mañana no llegó. Deliraba de día y de noche y se le iba la
vida. Las curanderas no lograron mejorarlo y muy pronto —estaba convertido en
un puro esqueleto— le brotó el hipo de los moribundos. Maclovio le veía acabar,
con los ojos impasibles clavados en su agonía. Clamó, aún:
–¡ Tata!, ¡ tata!
Se abrazó a sus piernas, untándole su último calor. Por las caras
de Manuela y Gertrudis escurrían, en silencio, las lágrimas. Le cambiaron la
ropa antes de que se enfriara, le pusieron sus guaraches nuevos —que no llegó a
estrenar— y le cruzaron las manos sobre el pecho. En el jacal, desde entonces
—hacía cuatro horas— flotaba un grito que sacudía como una descarga eléctrica a
Maclovio:
112
—¡ Tata!, ¡ tata!
El grito con que murió llamándolo Faustino. Afuera, el aire
revolvía un brillo de estrellas. Susurros, voces ahogadas.
—Lo único que le quedaba …
… iban a ir … febrero … Zacualpan…
—Diosito .. quién sabe .. . Su santa voluntá
Gertrudis encendió le fogón Las primeras llamitas surgieron entre
la leña, derramando un contagio cordial y tonificante. La mujer, echada de
rodillas en el suelo de tierra, soplaba lentamente. La llamarada creció, asomando,
el pronto, entre la leña. Dio de lleno en la cara del difunto, que se iluminó
de una roja palpitación. La sombra se agrandó contra los adobes del muro, se
agrandó, se agrandó. Maclovio la vio incorporarse. La voz, una voz desgarrada
de quien se muere, clamó: «¡ Tata!, ¡ tata !»
En el jacal vibra ahora la claridad del fogón. Las viejas arriman
las tortillas y las ollas de atole. Es la hora en que Faustino se dormía al
lado de Maclovio, mirando consumirse los troncos. Después de un día de subir y
bajar las veredas del monte se dormía fácilmente en cuanto era de noche.
Manuela solía despertarlo:
—¡ Epa, Faustino ! Aquí están tus gordas.
Las llamas crepitan y devoran a duras penas una leña verde que
cruje al arder. Parece, de cuando en cuando, que tronasen petardos. Petardos
como los de la feria de Zacualpan. Se espesa en el jacal un humo penetrante. A
través del humo, la sombra del finado se agranda. Parece, al pronto, que se
incorporasen. Y entre el humo y la sombra, la voz mana, como viniendo de al lado
mismo del viejo Maclovio, donde hasta hace unos cuantos días se dormía
Faustino, frente al fogón: «¡ Tata!, ¡ tata !»
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Gertrudis advierte, haciendo volver las caras hacia el abuelo:
Maclovio! No llore, tata, Diosito se lo llevó.
Tenía dos lagrimones prendidos a los ojos. El viejo se los limpió
con la punta del jorongo y dijo, sordamente:
—Es la leña verde del fogón. El humo me está entrando en los ojos.
Noche afuera, ladraban los perros. En el jacal, las mujeres se
prosternaron alrededor del muerto, y comenzaron los rezos.
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