EL CUENTO DESDE MÉXICO
ANACLETO MORONES
Juan Rulfo
VIEJAS, HIJAS DEL DEMONIO! LAS VI VENIR
A TODAS
juntas, en procesión. Vestidas de negro, sudando como mulas bajo el mero rayo
del sol. Las vi desde lejos como si fuera una recua levantando polvo. Su cara
ya ceniza de polvo. Negras todas ellas. Venían por el camino de Amula, cantando
entre rezos, entre el calor, con sus negros escapularios grandotes y renegridos
sobre los que caían en goterones el sudor de su cara.
Las vi llegar y me escondí. Sabía lo que andaban
haciendo y a quién buscaban. Por eso me di prisa a esconderme hasta el fondo
del corral, corriendo ya con los pantalones en la mano.
Pero ellas entraron y dieron conmigo. Dijeron: ”
¡Ave María Purísima!”
Yo estaba acuclillado en una piedra, sin hacer
nada, solamente sentado allí con los pantalones caídos, para que ellas me
vieran así y no se me arrimaran. Pero sólo dijeron: ” ¡Ave María Purísima!” Y
se fueron acercando más.
¡Viejas indinas! ¡Les debería dar vergüenza! Se
persignaron y se arrimaron hasta ponerse junto a mí, todas juntas, apretadas
como en manojo, chorreando sudor y con los pelos untados a la cara como si les
hubiera lloviznado.
-Te venimos a ver a ti, Lucas Lucatero. Desde Amula
venimos, sólo por verte. Aquí cerquita nos dijeron que estabas en tu casa; pero
nos figuramos que estabas tan adentro; no en este lugar ni en estos menesteres.
Creímos que habías entrado a darle de comer a las gallinas, por eso nos
metimos. Venimos a verte.
¡Esas viejas! ¡Viejas y feas como pasmadas de
burro!
– ¡Díganme qué quieren! -les dije, mientras me
fajaba los pantalones y ellas se tapaban los ojos para no ver.
-Traemos un encargo. Te hemos buscado en Santo
Santiago y en Santa Inés, pero nos informaron que ya no vivías allí, que te
habías mudado a este rancho. Y acá venimos. Somos de Amula. Yo ya sabía de
dónde eran y quiénes eran; podía hasta haberles recitado sus nombres, pero me
hice el desentendido.
-Pues sí, Lucas Lucatero, al fin te hemos
encontrado, gracias a Dios.
Las convidé al corredor y les saqué unas sillas
para que se sentaran. Les pregunté que si tenían hambre o que si querían
aunque fuera un jarro de agua para remojarse la lengua.
Ellas se sentaron, secándose el sudor con sus
escapularios.
-No, gracias -dijeron-. No venimos a darte
molestias. Te traemos un encargo. ¿Tú me conoces, verdad, Lucas Lucatero? -me
preguntó una de ellas.
-Algo le dije-. Me parece haberte visto en alguna
parte. ¿No eres, por casualidad, Pancha Fregoso, la que se dejó robar por
Homobono Ramos?
-Soy, sí, pero no me robó nadie. Esas fueron puras
maledicencias. Nos perdimos los dos buscando garambuyos. Soy congregante y yo
no hubiera permitido de ningún modo .. .
-¿Qué, Pancha?
– ¡Ah!, cómo eres mal pensado, Lucas. Todavía no se
te quita lo de andar criminando gente. Pero, ya que me conoces, quiero agarrar
la palabra para comunicarte a lo que venimos.
¿No quieren ni siquiera un jarro de agua? -les
volví a preguntar.
-No te molestes. Pero ya que nos ruegas tanto, no
te vamos a desairar.
Les traje una jarra de agua de arrayán y se la bebieron. Luego les traje
otra y se la volvieron a beber. Entonces les arrimé un cántaro con agua del
río. Lo dejaron allí, pendiente, para dentro de un rato, porque, según ellas,
les iba a entrar mucha sed cuando comenzara a hacerles la digestión.
Diez mujeres, sentadas en hilera, con sus negros
vestidos puercos de tierra. Las hijas de Ponciano, de Emiliano, de
Crescenciano, de Toribio el de la taberna y de Anastasio el peluquero.
¡Viejas carambas! Ni una siquiera pasadera. Todas
caídas por los cincuenta. Marchitas como floripondios engarruñados y secos. Ni
de dónde escoger.
-¿Y qué buscan por aquí?
-Venimos a verte.
-Ya me vieron. Estoy bien. Por mí no se preocupen.
-Te has venido muy lejos. A este lugar escondido.
Sin domicilio ni quien dé razón de tí. Nos ha costado trabajo dar contigo
después de mucho inquirir.
-No me escondo. Aquí vivo a gusto, sin la moledera
de la gente. ¿Y qué misión traen, si se puede saber? -les pregunté.
-Pues se trata de esto . . . Pero no te vayas a
molestar en darnos de comer. Ya comimos en casa de la Torcacita. Allí nos
dieron a todas. Así que ponte en juicio. Siéntate aquí enfrente de nosotras
para verte y para que nos oigas.
Yo no me podía estar en paz. Quería ir otra vez al corral.
Oía el cacareo de las gallinas y me daban ganas de ir a recoger los huevos
antes de que se los comieran los conejos.
-Voy por los huevos -les dije.
-De verdad que ya comimos. No te molestes por
nosotras.
-Tengo allí dos conejos sueltos que se comen los
huevos. Orita regreso.
Y me fui al corral.
Tenía pensado no regresar. Salirme por la puerta
que daba al cerro y dejar plantada aquella sarta de viejas canijas.
Le eché una miradita al montón de piedras que tenía
arrinconado en una esquina y le vi la figura de una sepultura. Entonces me
puse a desparramarlas, tirándolas por todas partes, haciendo un reguero aquí y
otro allá. Eran piedras de río, boludas, y las podía aventar lejos. ¡Viejas de
los mil judas! Me habían puesto a trabajar. No sé por qué se les antojó venir.
Dejé la tarea y regresé.
Les regalé los huevos.
-¿Mataste los conejos? Te vimos aventarles de
pedradas. Guardaremos los huevos para dentro de un rato. No debías haberte
molestado.
-Allí en el seno se pueden empollar, mejor déjenlos
afuera.
– ¡Ah, cómo serás!, Lucas Lucatero. No se te quita
lo hablantín. Ni que estuviéramos tan calientes.
-De eso no sé nada. Pero de por sí está haciendo
calor acá afuera.
Lo que yo quería era darles largas. Encaminarlas
por otro rumbo, mientras buscaba la manera de echarlas fuera de mi casa y que
no les quedaran ganas de volver. Pero no se me ocurría nada.
Sabía que me andaban buscando desde enero, poquito
después de la desaparición de Anacleto Morones. No faltó alguien que me avisara
que las viejas de la Congregación de Amula andaban tras de mí. Eran las únicas
que podían tener algún interés en Anacleto Morones. Y ahora allí las tenía.
Podía seguir haciéndoles plática o granjeándomelas
de algún modo hasta que se les hiciera de noche y tuvieran que largarse. No se
hubieran arriesgado a pasarla en mi casa.
Porque hubo un rato en que se trató de eso: cuando
la hija de Ponciano dijo que querían acabar pronto su asunto para volver
temprano a Amula. Fue cuando yo les hice ver que por eso no se preocuparan, que
aunque fuera en el suelo había allí lugar y petates de sobra para todas. Todas
dijeron que eso sí no, porque qué iría a decir la gente cuando se enteraran de
que habían pasado la noche solitas en mi casa y conmigo allí dentro. Eso sí que
no.
La cosa, pues, estaba en hacerles larga la plática,
hasta que se les hiciera de noche quitándoles la idea que les bullía en la
cabeza. Le pregunté a una de ellas.
-¿Y tu marido qué dice?
-Yo no tengo marido, Lucas. ¿No te acuerdas que fui
tu novia? Te esperé y te esperé y me quedé esperando. Luego supe que te habías
casado. Ya a esas alturas nadie me quería.
-¿Y luego yo? Lo que pasó fue que se me atravesaron
otros pendientes que me tuvieron muy ocupado; pero todavía es tiempo.
-Pero si eres casado, Lucas, y nada menos que con
la hija del Santo Niño. ¿Para qué me alborotas otra vez? Yo ya hasta me olvidé
de tí.
-Pero yo no. ¿Cómo dices que te llamabas?
-Nieves . . . Me sigo llamando Nieves. Nieves
García. Y no me hagas llorar, Lucas Lucatero. Nada más de acordarme de tus
melosas promesas me da coraje.
-Nieves . . . Nieves. Cómo no me voy a acordar de
ti. Si eres de lo que no se olvida. Suavecita. Blanda. El olor del vestido con
que salías a verme olía a alcanfor. Y te arrejuntabas mucho conmigo. Te
repegabas tanto que casi te sentía metida en mis huesos. Me acuerdo.
-No sigas diciendo cosas, Lucas. Ayer me confesé y
tú me estás despertando malos pensamientos y me estás echando el pecado
encima.
-Me acuerdo que te besaba en las corvas. Y que tú
decías que allí no, porque sentías cosquillas. ¿Todavía tienes hoyuelos en la
corva de las piernas?
Mejor cállate, Lucas Lucatero. Dios no te perdonará
lo que hiciste conmigo. Lo pagarás caro.
¿Hice algo malo contigo? ¿Te traté acaso mal?
Lo tuve que tirar. Y no me hagas decir eso aquí
delante de la gente. Pero para que te lo sepas: lo tuve que tirar. Era una cosa
así como un pedazo de cecina. ¿Y para qué lo iba a querer yo, si su padre no
era más que un vaquetón?
¿Conque eso pasó? No lo sabía. ¿No quieren otra
poquita de agua de arrayán? No me tardaré nada en hacerla. Espérenme nomás.
Y me fui otra vez al corral a cortar arrayanes. Y
allí me entretuve lo más que pude, mientras se le bajaba el mal humor a la mujer
aquella.
Cuando regresé ya se había ido.
¿Se fue?
Sí, se fue. La hiciste llorar.
-Sólo quería platicar con ella, nomás por pasar el
rato. ¿Se han fijado cómo tarda en llover? ¿Allá en Amula ya debe haber
llovido, no?
-Sí, anteayer cayó un aguacero.
No cabe duda de que aquel es un buen sitio. Llueve
bien y se vive bien. A fe que aquí ni las nubes se aparecen. ¿Todavía es
Rogaciano el presidente municipal?
Sí, todavía.
Buen hombre ese Rogaciano.
-No. Es un maldoso.
-Puede que tengan razón. ¿Y qué me cuentan de
Edelmiro? ¿Todavía tiene cerrada su botica?
-Edelmiro murió. Hizo bien en morirse, aunque me
esté mal el decirlo; pero era otro maldoso. Fue de los que le echaron infamias
al Niño Anacleto. Lo acusó de abusionero y de brujo y de engañabobos. De todo
eso anduvo hablando en todas partes. Pero la gente no le hizo caso y Dios lo
castigó. Se murió de rabia como los huitacoches.
-Esperemos en Dios que esté en el infierno.
-Y que no se cansen los diablos de echarle leña.
-Lo mismo que a Lirio López, el juez, que se puso
de su parte y mandó al Santo Niño a la cárcel.
Ahora eran ellas las que hablaban. Las dejé decir
todo lo que quisieran. Mientras no se metieran conmigo, todo iría bien. Pero de
repente, se les ocurrió preguntarme:
-¿Quieres ir con nosotras?
-¿Adónde?
-A Amula. Por eso venimos. Para llevarte.
Por un rato me dieron ganas de volver al corral.
Salirme por la puerta que da al cerro y desaparecer. ¡Viejas infelices!
-¿Y qué diantres voy a hacer yo a Amula?
-Queremos que nos acompañes en nuestros ruegos.
Hemos abierto, todas las congregantes del Niño Anacleto, un novenario de
rogaciones para pedir que nos lo canonicen. Tú eres su yerno y te necesitamos
para que sirvas de testimonio. El señor cura nos encomendó le lleváramos a
alguien que lo hubiera tratado de cerca y conocido tiempo atrás, antes de que
se hiciera famoso por sus milagros. Y quién mejor que tú, que viviste a su lado
y puedes señalar mejor que ninguno las obras de misericordia que hizo. Por eso
te necesitamos, para que nos acompañes en esta campaña.
¡Viejas carambas! Haberlo dicho antes.
-No puedo ir – les dije–. No tengo quién me cuide
la casa.
-Aquí se van a quedar dos muchachas para eso, lo
hemos prevenido. Además está tu mujer.
-Ya no tengo mujer.
-¿Luego la tuya? ¿La hija del Niño Anacleto?
-Ya se me fue. La corrí.
-Pero eso no puede ser, Lucas Lucatero. La
pobrecita debe andar sufriendo. Con lo buena que era. Y lo jovencita. Y lo
bonita. ¿Para dónde la mandaste, Lucas? Nos conformamos en que siquiera la
hayas metido en el convento de las Arrepentidas.
-No la metí en ninguna parte. La corrí. Y estoy
seguro de que no está con las Arrepentidas; le gustaba mucho la bulla y el
relajo. Debe de andar por esos rumbos, desfajando pantalones.
– No te creemos, Lucas, ni así tantito te creemos.
A lo mejor está aquí, encerrada en algún cuarto de esta casa rezando sus
oraciones.
Tú siempre fuiste muy mentiroso y hasta levantafalsos. Acuérdate, Lucas, de las
pobres hijas de Hermelindo, que hasta se tuvieron que ir para El Grullo porque
la gente les chiflaba la canción de “Las güilotas” cada vez que se asomaban a
la calle, y sólo porque tú inventaste chismes. No se te puede creer nada a ti,
Lucas Lucatero.
Entonces sale sobrando que yo vaya a Amula.
_ Te confiesas primero y todo queda arreglado.
¿Desde cuándo no te confiesas?
¡ Uh!, desde hace como quince arios. Desde que me
iban a fusilar los cristeros. Me pusieron una carabina en la espalda y me
hincaron delante del cura y dije allí hasta lo que no había hecho. Entonces me
confesé hasta por adelantado.
-Si no estuviera de por medio que eres el yerno del
Santo Niño, no te vendríamos a buscar, contimás te pediríamos nada. Siempre has
sido muy diablo, Lucas Lucatero.
-Por algo fui ayudante de Anacleto Morones. El sí
que era el vivo demonio.
-No blasfemes.
-Es que ustedes no lo conocieron.
-Lo conocimos como santo.
-Pero no como santero.
-¿Qué cosas dices, Lucas?
-Eso ustedes no lo saben; pero él antes vendía
santos. En las ferias. En la puerta de las iglesias. Y yo le cargaba el
tambache con las novenas de San Pantaleón, de San Ambrosio y de San Pascual,
que pesaban cuando menos tres arrobas.
“Un día encontramos a unos peregrinos. Anacleto
estaba arrodillado encima de un hormiguero, enseñándome cómo mordiéndose la
lengua no pican las hormigas. Entonces pasaron los peregrinos. Lo vieron. Se
pararon a ver la curiosidad aquella. Preguntaron: `¿Cómo puedes estar encima
del hormiguero sin que te piquen las hormigas?’
“Entonces él puso los brazos en cruz y comenzó a decir
que acababa de llegar de Roma, de donde traía un mensaje y era portador de una
astilla de la Santa Cruz donde Cristo fue crucificado.
“Ellos lo levantaron de allí en sus brazos. Lo
llevaron en andas hasta Amula. Y allí fue el acabóse; la gente se postraba
frente a él y le pedía milagros.
“Ese fue el comienzo. Y yo nomás me vivía con la
boca abierta, mirándolo engatusar al montón de peregrinos que iban a verlo.”
-Eres puro hablador y de sobra hasta blasfemo.
¿Quién eras tú antes de conocerlo? Un arreapuercos. Y él te hizo rico. Te dio
lo que tienes. Y ni por eso te acomides a hablar bien de él. Desagradecido.
-Hasta eso, le agradezco que me haya matado el
hambre, pero eso no quita que él fuera el vivo diablo. Lo sigue siendo, en
cualquier lugar donde esté.
-Está en el cielo. Entre los ángeles. Allí es donde
está, más que te pese.
-Yo sabía que estaba en la cárcel.
-Eso fue hace mucho. De allí se fugó. Desapareció
sin dejar rastro. Ahora está en el cielo en cuerpo y alma presentes. Y desde
allá nos bendice. Muchachas ¡Arrodíllense! Recemos el “Penitentes somos,
Señor”, para que el Santo Niño interceda por nosotras.
Y aquellas viejas se arrodillaron, besando a cada
Padrenuestro el escapulario donde estaba bordado el retrato de Anacleto Morones.
Eran las tres de la tarde.
Aproveché ese ratito para meterme en la cocina y
comerme unos tacos de frijoles. Cuando salí ya sólo quedaban cinco mujeres.
-¿Qué se hicieron las otras? -les pregunté.
Y la Pancha, moviendo los cuatro pelos que tenía en
sus bigotes, me dijo:
-Se fueron. No quieren tener tratos contigo.
-Mejor. Entre menos burros más olotes. ¿Quieren más
agua de arrayán?
Una de ellas, la Filomena, que se había estado
callada todo el rato y que por mal nombre le decían la Muerta, se columpió encima
de una de mis macetas y, metiéndose el dedo en la boca, echó fuera toda el agua
de arrayán que se había tragado, revuelto con pedazos de chicharrón y granos de
huamúchiles:
-Yo no quiero ni tu agua de arrayán, blasfemo. Nada
quiero de ti.
Y puso sobre la silla el huevo que yo le había
regalado: – ¡Ni tus huevos quiero! Mejor me voy.
Ahora sólo quedaban cuatro.
-A mí también me dan ganas de vomitar -me dijo la
Pancha-. Pero me las aguanto. Te tenemos que llevar a Amula a como dé lugar.
Eres el único que puede dar fe de la santidad del Santo Niño. El te ha de
ablandar el alma. Ya hemos puesto su imagen en la iglesia y no sería justo
echarlo a la calle por tu culpa.
-Busquen a otro. Yo no quiero tener vela en este
entierro.
-Tú fuiste casi su hijo. Heredaste el fruto de su
santidad. En ti puso él sus ojos para perpetuarse. Te dio a su hija.
-Sí pero me la dio ya perpetuada.
-Válgame Dios, qué cosas dices, Lucas Lucatero.
-Así fue, me la dio cargada como de cuatro meses
cuando menos.
-Pero olía a santidad.
-Olía a pura pestilencia. Le dio por enseñarles la
barriga a cuantos se le paraban enfrente, sólo para que vieran que era de
carne. Les enseñaba su panza crecida, amoratada por la hinchazón del hijo que
llevaba dentro. Y ellos se reían. Les hacía gracia. Era una sinvergüenza. Eso
era la hija de Anacleto Morones.
-Impío. No está en ti decir esas cosas. Te vamos a
regalar un escapulario para que eches fuera al demonio.
– . . . Se fue con uno de ellos. Que dizque la
quería, sólo le dijo: “Yo me arriesgo a ser el padre de tu hijo.” Y se fue con
él.
-Era fruto del Santo Niño. Una niña. Y tú la
conseguiste regalada. Tú fuiste el dueño de esa riqueza nacida de la santidad.
– ¡Monsergas!
¿Qué dices?
-Adentro de la hija de Anacleto Morones estaba el
nieto de Anacleto Morones.
-Eso tú lo inventaste para achacarle cosas malas.
Siempre has sido un invencionista.
-¿Sí? y qué me dicen de las demás. Dejó sin
vírgenes esta parte del mundo, valido de que siempre estaba pidiendo que le
velara su sueño una doncella.
-Eso lo hacía por pureza. Por no ensuciarse con el
pecado. Quería rodearse de inocencia para no manchar su alma.
-Eso creen ustedes porque no las llamó.
A mí sí me llamó -dijo una a la que le decían
Melquiades-. Yo le velé su sueño.
-¿Y qué pasó?
-Nada. Sólo sus milagrosas manos me arroparon en
esa hora en que se siente la llegada del frío. Y le di gracias por el calor de
su cuerpo; pero nada más.
Es que estabas vieja. A él le gustaban tiernas; que
se les quebraran los güesitos; oír que tronaran como si fueran cáscaras de
cacahuate.
Eres un maldito ateo, Lucas Lucatero. Uno de los
peores.
Ahora estaba hablando la Huérfana, la del eterno
llorido. La vieja más vieja de todas. Tenía lágrimas en los ojos y le temblaban
las manos:
-Yo soy huérfana y él me alivió de mi orfandad;
volví a encontrar a mi padre y a mi madre en él. Se pasó la noche acariciándome
para que se me bajara mi pena.
Y se le escurrían las lágrimas.
-No tienes, pues, por qué
llorar -le dije.
– Es que se han muerto mis padres. Y me han dejado
sola.
– Huérfana a esta edad en que es tan difícil
encontrar apoyo. La única noche feliz la pasé con el Niño Anacleto, entre sus
consoladores brazos. Y ahora tú hablas mal de él.
-Era un santo.
-Un bueno de bondad.
– Esperábamos que tú siguieras su obra. Lo
heredaste todo.
-Me heredó un costal de vicios de los mil judas.
Una vieja loca. No tan vieja como ustedes; pero bien loca. Lo bueno es que se
fue. Yo mismo le abrí la puerta.
– ;Hereje! Inventas puras herejías.
Ya para entonces quedaban sólo dos viejas. Las
otras se habían ido yendo una tras otra, poniéndome la cruz y reculando y con
la promesa de volver con los exorcismos.
-No me has de negar que el Niño Anacleto era
milagroso -dijo la hija de Anastasio–. Eso sí que no me lo has de negar.
-Hacer hijos no es ningún milagro. Ese era su fuerte.
-A mi marido lo curó de la sífilis.
-No sabía que tenías marido. ¿No eres la hija de
Anastasio el peluquero? La hija de Tacho es soltera, según yo sé.
-Soy soltera, pero tengo marido. Una cosa es ser
señorita y otra cosa es ser soltera. Tú lo sabes. Y yo no soy señorita, pero
soy soltera.
-A tus años haciendo eso, Micaela.
-Tuve que hacerlo. Qué me ganaba con vivir de
señorita. Soy mujer. Y una nace para dar lo que le dan a una.
-Hablas con las mismas palabras de Anacleto
Morones.
-Sí; él me aconsejó que lo hiciera, para que se me
quitara lo hepático. Y me junté con alguien. Eso de tener cincuenta años y ser
nueva es un pecado.
-Te lo dijo Anacleto Morones.
-El me lo dijo, sí. Pero hemos venido a otra cosa;
a que vayas con nosotras y certifiques que él fue un santo.
-¿Y por qué no yo?
-Tú no has hecho ningún milagro. El curó a mi
marido. A mí me consta. ¿Acaso tú has curado a alguien de la sífilis?
-No, ni la conozco.
-Es algo así como la gangrena. El se puso amoratado
y con el cuerpo lleno de sabañones. Ya no dormía. Decía que todo lo veía
colorado como si estuviera asomándose a la puerta del infierno. Y luego sentía
ardores que lo hacían brincar de dolor. Entonces fuimos a ver al Niño Anacleto
y él lo curó. Lo quemó con un carrizo ardiendo y la untó de su saliva en las
heridas y, sácatelas, se la acabaron sus males. Dime si eso no fue un milagro.
-Ha de haber tenido sarampión. A mí también me lo
curaron con saliva cuando era chiquito.
-Lo que yo decía antes. Eres un condenado ateo.
-Me queda el consuelo de que Anacleto Morones era
peor que yo.
-El te trató como si fueras su hijo. Y todavía te
atreves .. . Mejor no quiero seguir oyéndote. Me voy. ¿Tú te quedas, Pancha?
-Me quedaré otro rato. Haré la última lucha yo
sola.
-Oye, Francisca, ora que se fueron todas, ¿te vas a
quedar a dormir conmigo, ¿verdad?
-Ni lo mande Dios. ¿Qué pensaría la gente? Yo lo
que quiero es convencerte.
-Pues vámonos convenciendo los dos. Al cabo qué
pierdes. Ya estás revieja, como para que nadie se ocupe de ti, ni te haga el
favor.
-Pero luego vienen los dichos de la gente. Luego
pensarán mal.
-Que piensen lo que quieran. Qué más da. De todos
modos Pancha te llamas.
-Bueno, me quedaré contigo; pero nomás hasta que
amanezca. Y eso si me prometes que llegaremos juntos a Amula, para yo decirles
que me pasé la noche ruéguete y ruéguete. Si no, ¿cómo le hago?
-Está bien. Pero antes córtate esos pelos que
tienes en los bigotes. Te voy a traer las tijeras.
-Cómo te burlas de mí, Lucas Lucatero. Te pasas la
vida mirando mis defectos. Déjame mis bigotes en paz. Así no sospecharán.
Bueno, como tú quieras.
Cuando oscureció, ella me ayudó a arreglarle la
ramada a las gallinas y a juntar otra vez las piedras que yo había desparramado
por todo el corral, arrinconándolas en el rincón donde habían estado antes.
Ni se las malició que allí estaba enterrado
Anacleto Morones. Ni que se había muerto el mismo día que se fugó de la cárcel
y vino aquí a reclamarme que le devolviera sus propiedades.
Llegó diciendo: -Vende todo y dame el dinero,
porque necesito hacer un viaje al Norte. Te escribiré desde allá y volveremos
a hacer negocio los dos juntos.
-¿Por qué no te llevas a tu hija? -le dije yo-. Eso
es lo único que me sobra de todo lo que tengo y dices que es tuyo. Hasta a mí
me enredaste con tus malas mañas.
-Ustedes se irán después, cuando yo les mande
avisar mi paradero. Allá arreglaremos cuentas.
-Sería mucho mejor que las arregláramos de una vez.
Para quedar de una vez a mano.
-No estoy para estar jugando ahorita -me dijo-.
Dame lo mío. ¿Cuánto dinero tienes guardado?
-Algo tengo, pero no te lo voy a dar. He pasado las
de Caín con la sinvergüenza de tu hija. Date por bien pagado con que yo la
mantenga.
Le entró el coraje. Pateaba el suelo y le urgía
irse . . .
” ¡Qué descanses en paz, Anacleto Morones!”, dije
cuando lo enterré, y a cada vuelta que yo daba al río acarreando piedras para
echárselas encima: “No te saldrás de aquí aunque uses todas tus tretas.”
Y ahora la Pancha me ayudaba a ponerle otra vez el
peso de las piedras, sin sospechar que allí debajo estaba Anacleto y que yo
hacía aquello por miedo de que se saliera de su sepultura y viniera de nueva
cuenta a darme guerra. Con lo mañoso que era, no dudaba que encontrara el modo
de revivir y salirse de allí.
-Echale más piedras, Pancha. Amontónalas en este
rincón, no me gusta ver pedregoso mi corral.
Después ella me dijo, ya de madrugada:
-Eres una calamidad, Lucas Lucatero. No eres nada
cariñoso. ¿Sabes quién sí era amoroso con una?
¡Quién?
-El niño
Anacleto. El sí que sabía hacer el amor.
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LA
SUERTE DE TEODORO MENDEZ ACUBAL
Rosario Castellanos
Al caminar por las calles de Jobel (con los párpados bajos como
correspondía a la humildad de su persona) Teodoro Méndez Acubal encontró una
moneda. Semicubierta por las basuras del suelo, sucia de lodo, opaca por el
uso, había pasado inadvertida para los caxlanes. Porque los caxlanes andan con
la cabeza en alto. Por orgullo, avizorando desde lejos los importantes negocios
que los reclaman.
Teodoro se detuvo, más por incredulidad que por codicia.
Arrodillado, con el pretexto de asegurar las correas de uno de sus caites,
esperó a que ninguno lo observase para recoger su hallazgo. Precipitadamente lo
escondió entre las vueltas de su faja.
Volvió a ponerse de pie, tambaleante, pues lo había tomado una
especie de mareo: flojedad en las coyunturas, sequedad en la boca, la visión
turbia como si sus entrañas estuvieran latiendo enmedio de las cejas.
50
Dando tumbos de lado a lado, lo mismo que los ebrios, Teodoro echó
a andar. En más de una ocasión los transeúntes lo empujaban para impedir que
los atropellase. Pero el ánimo de Teodoro estaba excesivamente turbado como
para cuidar de lo que sucedía en torno suyo. La moneda, oculta entre los
pliegues del cinturón, lo había convertido en otro hombre. Un hombre más fuerte
que antes, es verdad. Pero también más temeroso.
Se apartó un tanto de la vereda por la que regresaba a su paraje y
se sentó «sobre el tronco de un árbol. ¿Y si todo no hubiera sido más que un
sueño? Pálido de ansiedad, Teodoro se llevó las manos al cinturón. Sí, allí
estaba, dura, redonda, la moneda. Teodoro la desenvolvió, la humedeció con
saliva y vaho, la frotó contra la tela de su ropa. Sobre el metal (plata debía
de ser, a juzgar por su blancura) aparecieron las líneas de un perfil. Soberbio.
Y alrededor letras, números, signos. Sopesándola, mordiéndola, haciéndola que
tintinease, Teodoro pudo —al fin— calcular su valor.
De modo que ahora, por un golpe de suerte, se había vuelto rico.
Más que si fuera dueño de un rebaño de ovejas, más que si poseyese una enorme
extensión de milpas. Era tan rico corno… como un caxián. Y Teodoro se asombró
de que el calor de su piel siguiera siendo el mismo.
51
Las imágenes de la gente de su familia (la mujer, los tres hijos,
los padres ancianos) quisieron insinuarse en las ensoñaciones de Teodoro. Pero
las desechó con un ademán de disgusto. No tenía por qué participar a nadie su
hallazgo ni mucho menos compartirlo. Trabajaba para mantener la casa. Eso está
bien, es costumbre, es obligación. Pero lo demás, lo de la suerte, era suyo.
Exclusivamente suyo.
Así que cuando Teodoro llegó a su jacal y se sentó junto al
rescoldo para comer, no dijo nada. Su silencio le producía vergüenza, como si
callar fuera burlarse de los otros. Y como un castigo inmediato crecía, junto a
la vergüenza, una sensación de soledad. Teodoro era un hombre aparte,
amordazado por un secreto. Y se angustiaba con un malestar físico, un calambre
en el estómago, un escalofrío en los tuétanos. ¿Por qué sufrir así? Era
suficiente una palabra y aquel dolor se desvanecería. Para obligarse a no
pronunciarla Teodoro palpó, a través del tejido del cinturón, el bulto que
hacía el metal.
Durante la noche, desvelado, se dijo: ¿qué compraré? Porque jamás,
hasta ahora, había deseado tener cosas. Estaba tan convencido de que no le
pertenecían que pasaba junto a ellas sin curiosidad, sin avidez. Y ahora no iba
a antojársele pensar en lo necesario, manta, machetes, sombreros. No. Eso se
compra con lo que se gana. Pero Méndez Acubal no había ganado esta moneda. Era
su suerte, era un regalo. Se la dieron para que jugara con ella, para que la
perdiera, para que se proporcionara algo inútil y hermoso.
52
Teodoro no sabía nada acerca de precios. A partir de su siguiente
viaje a »bel empezó a fijarse en los tratos entre marchantes. Ambos parecían
calmosos. Afectando uno, ya falta de interés, otro, ya deseo de complacencia,
hablaban de reales, de tostones, de libras, de varas. De más cosas aún, que
giraban vertiginosamente alrededor de la cabeza de Teodoro sin dejarse atrapar.
Fatigado, Teodoro no quiso seguir arguyendo más y se abandonó a una
convicción deliciosa: la de que a cambio de la moneda de plata podía adquirir
lo que quisiera.
Pasaron meses antes de que Méndez Acubal hubiese hecho su elección
irrevocable. Era una figura de pasta, la estatuilla de una virgen. Fue también
un hallazgo, porque la figura yacía entre el hacinamiento de objetos que
decoraban el escaparate de una tienda. Desde esa ocasión Teodoro la rondaba
como un enamorado. Pasaban horas y horas. Y siempre él, como un centinela,
allí, junto a los vidrios.
Don Agustín Velasco, el comerciante, vigilaba con sus astutos y
pequeños ojos (ojos de marticuil, como decía, entre mimos, su madre) desde el
interior de la tienda.
Aun antes de que Teodoro adquiriese la costumbre de apostarse ante
la fachada del establecimiento, sus facciones habían llamado la atención de don
Agustín. A ningún ladino se le pierde la cara de un chamula cuando lo ha visto
caminar sobre las aceras (reservadas para los caxlanes) y menos cuando camina
con lentitud Como quien va de paseo. No era usual que esto sucediese y don
Agustín ni siquiera lo habría considerado posible. Pero ahora tuvo que admitir
que las cosas podían llegar más lejos: que un indio era capaz de atreverse
también a pararse ante una vitrina y contemplar lo que allí se exhibe no sólo
con el aplomo del que sabe apreciar, sino con la suficiencia, un poco
insolente, del comprador.
El flaco y amarillento rostro de don Agustín se arrugó en una mueca
de desprecio. Que un indio adquiera en la Calle Real de Guadalupe velas para
sus santos, aguardiente para sus fiestas, aperos para su trabajo, está bien. La
gente que trafica con ellos no tiene sangre ni apellidos ilustres, no ha
heredado fortunas y le corresponde ejercer un oficio vil. Que un indio entre en
una botica para solicitar polvos de pezuña de la gran bestia, aceite guapo,
unturas milagrosas, puede tolerarse. Al fin y al cabo los boticarios pertenecen
a familias de medio pelo, que quisieran alzarse y alternar con las mejores y
por eso es bueno que los indios los humillen frecuentando sus expendios.
Pero que un indio se vuelva de piedra frente a una joyería… Y no
cualquier joyería, sino la de don Agustín Velasco, uno de los descendientes de
los conquistadores, bien recibido en los mejores círculos, apreciado por sus
colegas, era —por lo menos— inexplicable. A menos que…
Una sospecha comenzó a angustiarle. ¿Y si la audacia de este
chamula se apoyaba en la fuerza de su tribu? No sería la primera vez, reconoció
el comerciante con amargura. Rumores, ¿dónde había oído él rumores de
sublevación? Rápidamente don Agustín repasó los sitios que había visitado
durante los últimos días: el Palacio Episcopal, el Casino, la tertulia de doña
Romelia Ochoa.
¡Qué estupidez! Don Agustín sonrió con una condescendiente burla de
sí mismo. Cuánta razón tenía Su Ilustrísima, don Manuel Oropeza, cuando
afirmaba que no hay pecado sin castigo. Y don Agustín, que no tenía afición por
la copa ni por el tabaco, que había guardado rigurosamente la continencia, era
esclavo de un vicio: la conversación.
Furtivo, acechaba los diálogos en los portales, en el mercado, en
la misma Catedral. Don Agustín era el primero en enterarse de los chismes, en
adivinar los escándalos y se desvivía por recibir confidencias, por ser
depositario de secretos y servir intrigas. Y en las noches, después de la cena
(el chocolate bien espeso con el que su madre lo premiaba de las fatigas y
preocupaciones cotidianas), don Agustín asistía puntualmente a alguna pequeña
reunión. Allí se charlaba, se contaban historias. De noviazgos, de pleitos por
cuestiones de herencias, de súbitas e inexplicables fortunas, de duelos.
Durante varias noches la plática había girado en torno de un tema: las
sublevaciones de los indios. Todos los presentes habían sido testigos,
víctimas, combatientes y vencedores de alguna. Recordaban detalles de los que
habían sido protagonistas. Imágenes terribles que echaban a temblar a don
Agustín: quince mil chamulas en pie de guerra, sitiando Ciudad Real. Las fincas
saqueadas, los hombres asesinados, las mujeres (no, no, hay que ahuyentar estos
malos pensamientos) las mujeres… en fin, violadas.
La victoria se inclinaba siempre del lado de los caxlanes (otra
cosa hubiera sido inconcebible), pero a cambio de cuán enormes sacrificios, de
qué cuantiosas pérdidas.
¿Sirve de algo la experiencia? A juzgar por ese indio parado ante
el escaparate de su joyería, don Agustín decidió que no. Los habitantes de
Ciudad Real, absortos en sus tareas de intereses cotidianos, olvidaban el pasado,
que debía servirles de lección, y vivían como si no los amenazara ningún
peligro. Don Agustín se horrorizó de tal inconciencia. La seguridad de su vida
era tan frágil que había bastado la cara de un chamula, vista al través de un
cristal, para hacerla añicos.
Don Agustín volvió a mirar a la calle con la inconfesada esperanza
de que la figura de aquel indio ya no estuviera allí. Pero Méndez Acubal
permanecía aún, inmóvil, atento.
Los transeúntes pasaban junto a él sin dar señales de alarma ni de
extrañeza. Esto (y los rumores pacíficos que llegaban del fondo de la casa)
devolvieron la tranquilidad a don Agustín. Ahora su espanto no encontraba
justificación. Los sucesos de Cancuc, el asedio de Pedro Díaz Cuscat a Jobel,
las amenazas del Pajarito, no podían repetirse. Eran otros tiempos, más seguros
para la gente decente.
Y además, ¿quién iba a proporcionar armas, quién iba a acaudillar a
los rebeldes? El indio que estaba aquí; aplastando la nariz contra la vidriera
de la joyería, estaba solo. Y si se sobrepasaba nadie más que los coletos
tenían la culpa. Ninguno estaba obligado a respetarlos si ellos mismos no se
daban a respetar. Don Agustín desaprobó la conducta de sus coterráneos como si
hubiera sido traicionado por ellos.
—Dicen que algunos, muy pocos con el favor de Dios, llegan hasta el
punto de dar la mano a los indios. ¡A los indios, una raza de ladrones!
El calificativo cobraba en la boca de don Agustín una peculiar
fuerza injuriosa. No únicamente por el sentido de la propiedad, tan
desarrollado en él como en cualquiera de su profesión, sino por una
circunstancia especial.
Don Agustín no tenía la franqueza de admitirlo, pero lo atormentaba
la sospecha de que era un inútil. Y lo que es peor aún, su madre se la
confirmaba de muchas maneras. Su actitud ante este hijo único (hijo de Santa
Ana, decía), nacido cuando ya era más un estorbo que un consuelo, era de
cristiana resignación. El niño —su madre y las criadas seguían llamándolo así a
pesar de que don Agustín había sobrepasado la cuarentena— era muy tímido, muy
apocado, muy sin iniciativa. ¡Cuántas oportunidades de realizar buenos negocios
se le habían ido de entre las manos! ¡Y cuántas, de las que él consideró como
tales, no resultaron a la postre más que fracasos! La fortuna de los Velascos
había venido mermando considerablemente desde que don Agustín llevaba las
riendas de los asuntos. Y en cuanto al prestigio de la firma, se sostenía a
duras penas, gracias al respeto que en todos logró infundir el difunto a quien
madre e hijo guardaban todavía luto.
¿Pero qué podía esperarse de un apulismado, de un «niño viejo»? La
madre de don Agustín movía la cabeza suspirando. Y redoblaba los halagos, las
condescendencias, los mimos, pues éste era su modo de sentir desdén.
Por instinto, el comerciante supo que tenía frente a sí la ocasión
de demostrar a los demás, a sí mismo, su valor. Su celo, su perspicacia,
resultarían evidentes para todos. Y una simple palabra —ladrón— le había
proporcionado la clave: el hombre que aplastaba su nariz contra el cristal de
su joyería era un ladrón. No cabía duda. Por lo demás el caso era muy común.
Don Agustín recordaba innumerables anécdotas de raterías y aun de hurtos
mayores atribuidos a los indios.
Satisfecho de sus deducciones don Agustín no se conformó con
apercibirse a la defensa. Su sentido de la solidaridad de raza, de clase y de
profesión, le obligó a comunicar sus recelos a otros comerciantes y juntos
ocurrieron a la policía. El vecindario estaba sobre aviso gracias a la
diligencia de don Agustín.
Pero el suscitador de aquellas precauciones se perdió de vista
durante algún tiempo. Al cabo de las semanas volvió a aparecer en el sitio de
costumbre y en la misma actitud: haciendo guardia. Porque Teodoro no se atrevía
a entrar. Ningún chamula había intentado nunca osadía semejante. Si él se
arriesgase a ser el primero seguramente lo arrojarían a la calle antes de que
uno de sus piojos ensuciara la habitación. Pero, poniéndose en la remota
posibilidad de que no lo expulsasen, si le permitían permanecer en el interior
de la tienda el tiempo suficiente para hablar, Teodoro no habría sabido exponer
sus deseos. No entendía, no hablaba castilla. Para que se le destaparan las
orejas, para que se le soltara la lengua, había estado bebiendo aceite guapo.
El licor le había infundido una sensación de poder. La sangre corría, caliente
y rápida, por sus venas. La facilidad movía sus músculos, dictaba sus acciones.
Como en sueños traspasó el umbral de la joyería. Pero el frío y la humedad, el
tufo de aire encerrado y quieto, le hicieron volver en sí con un sobresalto de
terror. Desde un estuche lo fulminaba el ojo de un diamante.
—¿Qué se te ofrece, chamulita? ¿Qué se te ofrece?
Con las repeticiones don Agustín procuraba ganar tiempo. A tientas
buscaba su pistola dentro del primer cajón del mostrador. El silencio del indio
lo asustó más que ninguna amenaza. No se atrevía a alzar la vista hasta que
tuvo el arma en la mano.
Encontró una mirada que lo paralizó. Una mirada de sorpresa, de
reproche. ¿Por qué lo miraban así? Don Agustín no era culpable. Era un hombre
honrado, nunca había hecho daño a nadie. ¡Y sería la primera víctima de estos
indios que de pronto se habían constituido en jueces! Aquí estaba ya el
verdugo, con el pie a punto de avanzar, con los dedos hurgando entre los
pliegues del cinturón, prontos a extraer quién sabe qué instrumento de
exterminio.
Don Agustín tenía empuñada la pistola, pero no era capaz de
dispararla. Gritó pidiendo socorro a los gendarmes.
Cuando Teodoro quiso huir no pudo, porque el gentío se había
aglomerado en las puertas de la tienda cortándole la retirada. Vociferaciones,
gestos, rostros iracundos. Los gendarmes sacudían al indio, hacían preguntas,
lo registraban. Cuando la moneda de plata aparció entre los pliegues de su
faja, un alarido de triunfo enardecía a la multitud. Don Agustín hacía ademanes
vehementes mostrando la moneda. Los gritos le hinchaban el cuello.
—¡Ladrón! ¡Ladrón!
Teodoro Méndez Acubal fue llevado a la cárcel. Como la acusación
que pesaba sobre él era muy común, ninguno de los funcionarios se dio prisa por
conocer su causa. El expediente se volvió amarillo en los estantes de la
delegación.
https://elcuentodesdemexico.com.mx/la-suerte-de-teodoro-mendez-acubal/
RELOJ SIN DUEÑO
José López Portillo y Rojas
Mexico
Reloj sin dueño.
I
-¡Insoportable es ya la insolencia de estos periodistas!- exclamó
el juez don Félix Zendejas, golpeando coléricamente la mesa con el diario que
acababa de leer.
Era don Félix hombre de mediana edad, como entre los treinta y los
cuarenta años, grueso, sanguíneo, carirredondo, barbicerrado, de centelleantes
ojos, nariz larga, tupidísimas cejas y carácter tan recio como sus reacciones.
Hablaba siempre a voz herida, y cuando discutía, no discutía, dogmatizaba. No
toleraba objeciones; siempre tenía la razón o pretendía tenerla, y si alguno se
la disputaba exaltábase, degeneraba el diálogo en altercado, y el altercado
remataba pronto en pendencia. Hubiérase dicho que la materia de que estaba
formado su ser era melinita o ruburita, pues con la menor fricción, y al menor
choque, inflamábase, tronaba y entraba en combustión espantosa; peligroso
fulminante disfrazado de hombre.
Pocas palabras había cruzado con su esposa Otilia durante la comida,
por haber estado absorto en la lectura del periódico, la cual le había
interesado mucho, tanto más, cuanto que le había maltratado la vesícula de la
bilis; porque era su temperamento a tal punto excitable, que buscaba adrede las
ocasiones y las causas de que se le subiese la mostaza a las narices.
De la lectura sacó el conocimiento de que los perros emborronadores
de papel, como irreverente llamaba a los periodistas, continuaban denunciando a
diario robos y más robos, cometidos en diferentes lugares de la ciudad y de
diversas maneras; y todos de carácter alarmante, porque ponían al descubierto
un estado tal de inseguridad en la metrópoli, que parecían haberla trocado en
una encrucijada de camino real. Los asaltos en casas habitadas eran el pan de
cada día; en plena vía pública y a la luz del sol, llevaban a cabo los bandidos
sus hazañas; y había llegado a tal punto su osadía, que hasta los parajes más
céntricos solían ser teatro de hechos escandalosos. Referíase que dos o tres
señoras habían sido despojadas de sus bolsitas de mano, que a otras les habían
sacado las pulseras de los brazos o los anillos de los dedos, y que a una dama
principal le habían arrancado los aretes de diamantes a tirón limpio,
partiéndole en dos, o, más bien dicho, en cuatro, los sonrosados lóbulos de sus
preciosas orejas. La repetición de aquellos escándalos y la forma en que se
realizaban, denunciaban la existencia de una banda de malhechores, o, más bien
dicho, de una tribu de apaches en México, la cual tribu prosperaba a sus anchas
como en campo abierto y desamparado.
Zendejas, después de haberse impuesto de lo que el diario decía, se
había puesto tan furioso, que se le hubieran podido tostar habas en el cuerpo,
y, a poco más, hubiera pateado y bramado como toro cerril adornado con alegres
banderillas.
-¡Es absolutamente preciso poner remedio a tanta barbarie!-
repitió, dando fuerte palmada sobre el impreso.
Su esposa, que estaba acostumbrada a aquellos perpetuos furores,
como lo está la salamandra a vivir en el fuego (en virtud, sin anda, de la ley
de adaptación al medio), no se acobardó en manera alguna al sentir la atmósfera
saturada de truenos y bufidos que la rodeaba, y hasta se atrevió a observar con
perfecta calma:
-Pero, Félix, ¿no te parece que la insolencia de los bandidos es
mayor que la de los escritores?
Andaba ella cerca de los veintiocho años; era morena, agraciada, de
ojos oscuros y de pelo lacio, con la particularidad de que peinábalo a la
griega, a la romana o a la buena de Dios, pero siempre en ondas flojas y caídas
sobre las orejas.
Lanzóle con esto el marido una mirada tal, que un pintor la hubiese
marcado en forma de haces flamígeros salidos de sus pupilas; pero ella no se
inquietó por aquel baño cálido en que Zendejas la envolvía, y continuó tomando
tranquilamente una taza de té.
-Tú también, Otilia- vociferó el juez, con voz de bajo profundo.
¡Como si no fuese bastante la rabia que me hacen pasar estas plumas vendidas!
¡Todos los días la misma canción! Robos por todas partes y continuamente. A ese
paso, no habría habitante en la capital que no hubiese sido despojado… ¡Ni que
se hubiesen reconcentrado cien mil ladrones en esta plaza! Para mí que todas
ésas son mentiras, que se escriben sólo en busca de sensación y venta de
ejemplares.
-Dispensa, esposo, pero a mí no me parece mal que los periodistas
traten tales asuntos; lo hallo conveniente y hasta necesario.
-Es demasiada alharaca para la realidad de los hechos.
-Eso no puede saberse a punto fijo.
-Yo lo sé bien, y tú no. Si las cosas pasaran como estos papeles lo
gritan, habría muchas más consignaciones de ladrones y rateros… En mi juzgado
no hay más que muy pocas.
-Y aumentará el número cuando la policía ande más activa. ¿No te
parece?
-A mí no me parece.
-El tiempo lo dirá.
El temperamento tranquilo de Otilia tenía la virtud de neutralizar
los huracanes y terremotos que agitaban el pecho de Zendejas; lo que no debe
llamar la atención, por ser un hecho perfectamente averiguado, que la pachorra
es el mejor antídoto contra la violencia, como los colchones de lana contra las
balas de cañón.
-En último caso- parlamentó el esposo, -¿encuentras justo que esos
perros (los periodistas) hagan responsables a los jueces de todo cuanto pasa?
Que desuellen vivos a los gendarmes! ¡Que se coman crudos a los comisarios!
Pero, ¡a los jueces! ¿Qué tenemos que ver nosotros con todos esos chismes? Y,
sin embargo, no nos dejan descansar.
-La justicia tardía o torcida, da muy malos resultados, Félix.
-Yo, jamás la retardo ni la tuerto, ¿lo dices por mí?
-Dios me libre de decirlo, ni aún siquiera de pensarlo: te conozco
recto y laborioso; pero tus compañeros… ¿Cómo son tus compañeros?
-Mis colegas son… como son. Unos buenos y otros malos.
-Por ahí verás que no andan de sobra los estímulos.
Pues que estimulen a los otros; pero a mí, ¿por qué? Dime, esposa,
¿qué culpa puedo tener yo de que a la payita que aquí se menciona (señalando el
periódico) le hayan arrebatado ayer, en el atrio de la catedral, a la salida de
la misa de las doce, el collarzote de perlas con que tuvo el mal gusto de medio
ahorcarse?
-Ya se ve que ninguna; pero de ti no se habla en el diario.
-De mí personalmente no; pero me siento aludido, porque se habla
del cuerpo a que pertenezco.
-¿Qué cuerpo es ese? no perteneces a la milicia.
-El respetable cuerpo judicial.
-Sólo en ese sentido; pero ésa es otra cosa.
-No, señora, no lo es, porque cuando se dice, grita y repite:
«¡Esos señores jueces tienen la culpa de lo que pasa! ¡Todos los días absuelven
a un bandido!» O bien: «¡Son unos holgazanes! ¡Las causas duermen el sueño del
justo!» Cuando se habla con esa generalidad, todo el que sea juez debe tomar su
vela. Además, basta tener un poco de sentido común para comprender que esos
ataques son absurdos. Todos los días absolvemos a un bandido; supongámoslo.
Entonces, ¿cómo duermen las causas? Si hay absoluciones diarias, es claro que
las causas no duermen. Por otra parte, si las causas duermen, es injustamente.
¿Cómo se dice, pues, que duermen el sueño del justo? Son unos imbéciles esos
periodistas, que no saben lo que se pescan.
Don Félix descendía a lo más menudo de la dialéctica para desahogar
su cólera; pasaba de lo más a lo menos; involucraba los asuntos; pero nada le
importaba; lo preciso, para él, era cortar, hender, sajar y tronchar, como
bisonte metido en la selva.
-En eso sí tienes razón- repuso la esposa-; está muy mal escrito el
párrafo.
-¿Confiesas que tengo razón?
-De una manera indirecta; pero no te preocupes por tan poca cosa.
Cumple tu deber; no absuelvas a los culpables; trabaja sin descanso, y deja
rodar el mundo.
-Hago todo lo que quieres sin necesidad de que me lo digas, mujer.
No necesito que nadie me espolee. Pero lo que sí no haré nunca, será dejar al
mundo que ruede.
A Otilia se le ocurrió contestarle: «Pues, entonces, deténle»; pero
temiendo que Zendejas no llevase en paz la bromita, se limitó a sonreír, y a
decir en voz alta:
-¿Qué piensas hacer entonces?
-Mandar a la redacción de este diario un comunicado muy duro,
diciendo a esos escritorzuelos cuántas son cinco.
-Si estuviera en tu lugar, no lo haría, Félix.
-¿Por qué no, esposa?
-Porque me parecería ser eso lo mismo que apalear un avispero.
-Pues yo sería capaz de apalear el avispero y las avispas.
-Ya lo creo, pero no lo serías de escapar a las picaduras.
-Me tienen sin cuidado las picaduras.
-En tal caso, no te preocupes por lo que dicen y exageran los
diarios.
La observación no tenía respuesta; Zendejas se sintió acosado, y no
halló qué replicar; por lo que, cambiando de táctica, vociferó:
Lo que más indignación me causa de todo esto, es saber que no sólo
las mujeres, sino también los hombres barbudos se llaman víctimas de los
criminales. ¡Pues qué! ¿No tienen calzones? ¿Por qué no se defienden? Que
tímidas hembras resulten despojadas o quejosas, se comprende; pero ¡los machos,
los valientes!… Eso es simplemente grotesco.
-Pero ¡qué remedio si una mano hábil extrae del bolsillo el reloj o
la cartera!
-No hay manos hábiles para las manos fuertes. A mi nadie me las ha
metido en la faltriquera, y ¡pobre del que tuviese la osadía de hacerlo! Bien
caro le habría de costar. Tengo la ropa tan sensible como la piel, y al menor
contacto extraño, echo un manotazo y cojo, agarro y estrujo cualquier cosa que
me friccione.
-Pero, ¿si fueras sorprendido en una calle solitaria por ladrones
armados?
-A mí nadie me sorprende; ando siempre vigilante y con ojo avizor
para todo y para todos. Sé bien quién va delante, al lado o detrás de mí; dónde
lleva las manos y qué movimientos ejecuta…
-Pero al dar vuelta a una esquina…
-Nunca lo hago a la buena de Dios, como casi todos lo hacen; sino
que, antes de doblarla, bajo de la acera para dominar con la vista los dos
costados del ángulo de la calle… por otra parte, jamás olvido el revólver y en
caso de necesidad, lo llevo por el mango a descubierto o dentro del bolsillo.
-No quiera Dios que te veas obligado a ponerte a prueba.
-Todo lo contrario. Ojalá se me presente la oportunidad de dar una
buena lección a esos bellacos. ¡No les quedarían deseos de repetir la hazaña!
Si todos los hombres se defendieran e hiciesen duro escarmiento en los
malhechores, ya se hubiera acabado la plaga que, según dice la prensa, asuela
hoy a la ciudad.
Otilia nada dijo, pero hizo votos internos porque su marido no
sufriese nunca un asalto, pues deseaba que nadie le hiciese daño, ni que él a
nadie lo hiciese.
Así terminó la sobremesa.
A renglón seguido, levantóse Zendejas y entró en su cuarto para
dormir la acostumbrada siestecita, que le era indispensable para tener la
cabeza despejada; pues le pasaba la desgracia de comer bien y digerir mal, cosa
algo frecuente en el género humano, donde reinan por igual el apetito y la
dispepsia.
Entretanto, ocupóse Otilia en guardar viandas en la refrigeradora y
en dar algunas órdenes a la servidumbre.
II
Tan pronto como Zendejas se vio en la alcoba, cerró la puerta y la
ventana para evitar que la luz y el ruido le molestasen; despojóse del jaquet y
del chaleco, puso el reloj sobre la mesa de noche para consultarle de tiempo en
tiempo y no dormir demasiado; y desabrochó los botones del pantalón para dar
ensanche al poderoso abdomen, cuyo volumen aumentaba exabrupto después de la
ingestión de los alimentos. Y enseguida, tendióse a la bartola, medio mareado
por un sabroso sueñecillo que se le andaba paseando por la masa encefálica.
La máquina animal del respetable funcionario estaba bien
disciplinada. ¡Cómo no, si quien la gobernaba se hallaba dotado de
extraordinaria energía! Don Félix no hacía más que lo que quería, tanto de sí
mismo como de los otros, ¡canastos! Así que hasta su sueño se hallaba sometido
a su beneplácito; y cuando decía a dormir doce horas, roncaba la mitad del día;
pero cuando se proponía descansar cinco minutos, abría los ojos rasada una
doceava parte de la hora, o cuando menos, uno o dos segundos más tarde. ¡No
faltaba más! Todo está sujeto a la voluntad del hombre; sólo que los hombres
carecen de energía.
Él era uno de los pocos enérgicos, porque no se entregaba a la
corriente, ni se descuidaba y, ¡ya se las podían componer todos cuantos con él
trataban, porque con él no había historias, ni componendas, ni medias tintas,
sino puras cosas serias, fuertes y definitivas! ¡Canastos!
En prueba de todo eso, saltó del lecho media hora después de lo que
se había propuesto; cosa que nadie sospechó, y que permanecerá reservada en el
archivo de la historia hasta la consumación de los siglos. No obstante, el
saber para sí mismo que se le había pasado la mano en la siesta, le puso de un
humor de los mil demonios, por lo que se levantó de prisa, poniéndose de
carrera todas las prendas de vestir de que se había despojado, y abrochando con
celeridad, aunque con esmero, las que había dejado sueltas para facilitar la
expansión de las vísceras abdominales. Tomó en seguida el revólver y el
sombrero, y salió del aposento con la faz airada de todo hombre de carácter,
que no sufre que nadie le mire feo, ni le toque el pelo de la ropa.
Otilia, que se había instalado en el aposento inmediato para cuidar
que los niños no hiciesen ruido y poder despedirse de él cuando saliese, no
pudo menos de decirle:
-Ahora has dormido un poco más que de costumbre.
-Exactamente lo que me propuse- repuso Zendejas, ni más ni menos.
-Celebro hayas descansado de tus fatigas.
-¿Quién te ha dicho que me fatigo? Podría trabajar las veinticuatro
horas del día sin sentir el menor cansancio.
-Sí, eres muy fuerte.
-Me río de los sietemesinos de mi época; tan enclenques y dejados
de la mano de Dios. No, aquí hay fibra…
Y doblando el brazo derecho hasta formar un ángulo agudo, señaló
con la mano izquierda la sinuosa montaña de su bien desarrollado bíceps.
Después de eso, se pellizcó los muslos, que le parecieron de bronce, y acabó
por darse fuertes puñadas en los pectorales tan abultados como los de una
nodriza. Aquella investigación táctil de su propia persona llenóle de
engreimiento y calmó su mal humor, hasta el punto de que, cuando él y la joven
llegaron caminando despacio, al portal de la casa, había olvidado ya el retardo
en que había incurrido por causa del dios Morfeo.
-Conque hasta luego, Otilia- dijo a su esposa, estrechándole
cariñosamente la mano.
-Hasta luego, Félix- repuso ella, afablemente. No vuelvas tarde… Ya
ves que vivimos lejos y que los tiempos son malos.
-No tengas cuidado por mí- repuso el juez con suficiencia.
-Procura andar acompañado.
El juez contesta la recomendación con una especie de bufido, porque
le lastimaba que su esposa no le creyese suficientemente valeroso para
habérselas por sí solo hasta con los cueros de vino tinto, y se limitó a decir
en voz alta:
-Te recomiendo a los chicos.
Tomó en seguida su camino, mientras Otilia permanecía en la puerta
viéndole con ojos afectuosos, hasta que dobló la esquina. Entró entonces la
joven, y prosiguió las diarias y acostumbradas faenas del hogar, que absorbían
todo su tiempo, pues era por todo extremo hacendosa. La única preocupación que
sentía, era la de la hora en que volvería Zendejas, pues la soledad de aquella
apartada calle donde vivían, y la frecuencia de los asaltos de los malhechores,
no la dejaban vivir tranquila.
Don Félix, entretanto, llevado del espíritu de contradicción que de
continuo le animaba, y del orgullo combativo de que estaba repleta su esponjada
persona, iba diciendo para sí: «¡Buenas recomendaciones las de Otilia! Que no
vuelva tarde y que me acompañe con otros…
¡Como si fuera un muchacho tímido y apocado! Parece que no me conoce…
No tengo miedo a bultos ni fantasmas, y por lo que hace a los hombres, soy tan
hombre como el que más… Y ahora, para que mi esposa no torne a ofenderme de esa
manera, voy a darle una lección, volviendo tarde a casa, solo y por las calles
menos frecuentadas… Y si alguien se atreve a atajarme el paso, por vida mía que
le estrangulo, o lo abofeteo, o le pateo, o le mato… «.
Tan ensimismado iba con la visión figurada de una posible agresión,
y de los diferentes grados y rigores de sus propias y variadas defensas que,
sin darse cuenta de ello, dibujaba en el espacio, con ademanes enérgicos e
inconscientes, las hazañas que pensaba iba a realizar; así que ora extendía la
diestra en forma de semicírculo y la sacudía con vigor, como si estuviese
cogiendo un cogote o una nuca culpables, o bien reponía puñadas en el aire,
como si por él anduviesen vagando rostros provocativos, o alzando en alto uno u
otro pie, enviaba coces furibundas a partes (que no pueden ni deben nombrarse)
de formas humanas, que desfilaban por los limbos de su enardecida fantasía.
Cualquiera que le hubiese visto accionar de tan viva manera, sin
que toque alguno de clarín hubiese anunciado enemigo al frente, habríale tenido
por loco rematado, siendo así que, por el contrario, era un juez bastante
cuerdo, sólo que con mucha cuerda. Por fortuna estaba desierta la calle y nadie
pudo darse cuenta de su mímica desenfrenada; de suerte que pudo llegar al
juzgado con la acostumbrada gravedad, y recibir de los empleados la misma
respetuosa acogida que siempre le dispensaban.
Instalado ante el bufete, púsose a la obra con resolución y se dio
al estudio de varias causas que se hallaban en estado de sentencia, con el
propósito de concluirlas y rematarlas por medio de fallos luminosos, donde
brillasen a la vez que su acierto incomparable, su nunca bien ponderada
energía. Y se absorbió de tal modo en aquella labor, que pasó el tiempo sin
sentir, declinó el sol y se hizo de noche. Y ni aún entonces siquiera dio
muestras de cansancio o aburrimiento, sino que siguió trabajando con el mismo
empeño, a pesar de ser escasa y rojiza la luz eléctrica que el supremo gobierno
había puesto a su disposición; pues solamente dos focos incandescentes había en
la gran sala de despacho, los cuales, por ser viejos, habían perdido su
claridad, y parecían moribundas colillas de cigarro metidas dentro de bombas de
vidrio y pendientes del techo. Por fortuna, tenía el juez ojos de lince.
Otro funcionario tan empeñoso como él, que se había quedado
asimismo leyendo fastidiosos expedientes y borroneando papel, vino a distraerle
de sus tareas muy cerca de las ocho de la noche:
-¡Cuán trabajador, compañero!- le dijo.
-Así es necesario, para ir al día- contestó Zendejas.
-Lo mismo hago yo, compañero.
-Necesitamos cerrar la boca a los maldicientes. Nos acusan de
perezosos, y debemos probar con hechos, que no lo somos.
-En mi modo de pensar… Pero, ¿no le parece, compañero, que hemos
trabajado ya demasiado, y que bien merecemos proporcionarnos alguna distracción
como premio a nuestras fatigas?
-Tiene usted razón, compañero- repuso don Félix, desperezándose y
bostezando, es ya tiempo de dejar esto de la mano.
-Y de ir al Principal a ver la primera tanda.
-Excelente idea- asintió Zendejas.
La invitación le vino como de molde. Resuelto a volver tarde a casa
solo y por las calles menos frecuentadas (para demostrar a su cara mitad que no
tenía miedo, ni sabia lo que era eso, y apenas conocía aquella cosa por
referencias), aprovechó la oportunidad para hacer tiempo y presentarse en el
hogar después de la medianoche. Por tanto, pasados algunos minutos, que
invirtió en poner las causas y los códigos en sus lugares respectivos y en
refrescarse la vista, tomó el sombrero y salió a la Calle en unión del colega,
con dirección al viejo coliseo.
Ambos jueces disputaron en la taquilla sobre quién debía ser el
pagano; pero Zendejas, que no entendía de discusiones ni de obstáculos, se
salió con la suya de ser quien hiciese el gasto, y los dos graves magistrados,
orondos y campanudos, entraron en el templo de la alegría, donde ocuparon
asientos delanteros para ver bien a las artistas. Proveyéronse, además, de
buenos gemelos, que no soltaron de la mano durante la representación; de suerte
que disfrutaron el placer de mirar tan de cerca a divetas y coristas, que hasta
llegaron a figurarse que podrían pellizcarlas.
Y aquello fue dialogo, risa y retozo, jácara y donaire,
chistecillos de subido color,, música jacarandosa y baile, y jaleo, y olé, y el
fin del mundo. Aquellos buenos señores, que no eran tan buenos como lo parecían,
gozaron hasta no poder más con las picardihuelas del escenario, rieron en los
pasos más escabrosos de las zarzuelas a carcajada fuerte y suelta, haciendo el
estrépito de un par de frescas y sonoras cascadas; se comunicaron con descoco
sus regocijadas impresiones, palmotearon de lo lindo, golpearon el entarimado
con los pies, y pidieron la repetición de las canciones más saladas y de los
bailes más garbosos, como colegiales en día de asueto, a quienes todo coge de
nuevo, alegra y entusiasma.
Pasadas las nueve y media, salieron del teatro y fuéronse en
derechura del salón Bach, donde cenaron despacio y opíperamente, hasta que,
bien pasadas las once, dejaron el restaurante para irse a sus domicilios
respectivos. Y después de haber andado juntos algunas calles, despidiéronse
cordialmente.
-¡Hasta mañana, compañero, que duerma usted bien!
-¡Buenas noches, compañero, que no le haga daño la cena!
Zendejas se apostó en una esquina de la calle 16 de Septiembre para
aguardar el tranvía que debía llevarle a su rumbo, que era el de la colonia
Roma; pero anduvo de tan mala suerte, que ante sus ojos se sucedían unos tras
otros todos los carros eléctricos que parten de la plaza de la Constitución,
menos el que necesitaba. Dijimos que tuvo esa mala suerte, pero debemos corregirnos,
porque él la estimó excelente y a pedir de boca, por cuanto retardaba su
regreso al hogar, que era lo que se tenía propuesto, por motivos de amor propio
de hombre y de negra honrilla de valiente.
Pocos minutos faltaban para la medianoche, cuando ocupó un carro de
Tacubaya, determinan doce al fin volver a su domicilio, por ser ya tiempo
acomodado para ello, según sus planes y propósitos. Cuando bajó, en la parada
de los Insurgentes, habían sonado ya las doce; atravesó la calzada de
Chapultepec y entró por una de las anchas calles de la nueva barriada y muy de
propósito fue escogiendo las más solitarias e incipientes de todas, aquellas
donde había pocas casas y falta absoluta de transeúntes. Sentía verdaderamente
deseo de topar con algún ladrón nocturno para escarmentarle; pero alma viviente
no aparecía por aquellas soledades. No obstante, fiel a sus hábitos y a fin de
no dejarse sorprender por quienquiera que fuese, continuó poniendo por obra las
medidas precautorias que la prudencia aconseja; y, aparte de no soltar ni un
instante de la mano la pistola, bajaba de la acera antes de llegar a las
esquinas, miraba por todas partes y prestaba oído atento a todos los ruidos.
Buen trecho llevaba andado, cuando, al cruzar por una de las más
apartadas avenidas, percibió el rumor de fuertes y descompasados pasos que de
la opuesta dirección venían, y, muy a poco, vio aparecer por la próxima
bocacalle la oscura silueta de un hombre sospechoso. Cuando el transeúnte entró
en el círculo luminoso que él foco de arco proyectaba, observó Zendejas que era
persona elegante y, además, que traía una borrachera de padre y muy señor mío…
Tan bebido parecía aquel sujeto, que no sólo equis hacia, sino todas las letras
del alfabeto; pero al verle avanzar dijo don Félix para su coleto «A mi no me
la hace buena este ebrio ostentoso ¿Quien sabe si venga fingiendo para
sorprenderme mejor? ¡Mucho ojo con él, Zendejas!».
Y no le perdió pisada, como suele decirse, a pesar de que, con ser
tan ancha la calle, reducida y estrecha resultaba para las amplísimas
evoluciones de aquel cuerpo desnivelado. Ítem más, en su alegría como de loco,
con voz gemebunda y desentonada venía cantando:
¡Baltasara, Baltasara!
¡Ay! ¡Ay! ¡Qué cara tan cara!
O bien:
¡Ay Juanita! ¡Ay Juanita!
¡Ay qué cara tan carita!
O bien:
¡Ay, Carlota! ¡Ay, Carlota!
¡Ay qué cara tan carota!
Es de creer que aquel sacerdote de Baco hubiese acabado de celebrar
algunos misterios en compañía de una o varias sacerdotisas, y que por esa y
otras razones, viniese recordando al par de sus nombres, la carestía de sus
caras bonitas (charitas bonitas). ¡Seguramente por eso también, daba ahora
tantos pasos en falso; aparte de otros muchos que ya llevaría dados!
Don Félix tomó sus medidas desde el momento en que se hizo cargo de
la marcha irregular del sujeto… ¡Ni tan irregular!… ¡Tanto para la geometría
como para la moral y el orden público! Era preciso evitar una colisión; si era
borracho, por desprecio, y si no lo era, para no ser sorprendido. Y se decía
mentalmente, observando las desviaciones de la recta en que aquel hombre
incurría:
¿Ahora viene por la derecha? ¡Pues hay que tornar por la derecha!…
¿Ahora camina en línea recta? ¡Pues hay que coger por cualquier lado!…
¡Demonio, demonio, cuán aprisa cambia de dirección! ¡No, lo que es conmigo no
topa!… ¡Sí topa!… ¡No topa!… ¡Voto al chápiro!»
Cuando lazó esta última exclamación, el ebrio, o lo que fuese,
había chocado ya contra él, como un astro errático con un planeta decente y de
órbita fija. ¿Cómo se realizó el accidente, a pesar de las precauciones de
Zendejas? Ni el juez ni el ebrio llegaron a saberlo nunca.
El hecho fue que a la hora menos pensada se encontró don Félix, de
manos a boca, o, mejor dicho, de estómago a estómago, con aquel péndulo
viviente, que parecía ubicuo a fuerza de huir porfiadamente de la línea
perpendicular.
-¡Imbécil!- gritó Zendejas lleno de ira.
-¿Cómo? ¿Cómo?- articuló el sujeto con la lengua estropajosa-. ¿Por
qué no se hacen a un lado?…- ¡También se atraviesan!… ¡También no dejan pasar!…
-¡Vaya con todos los diablos!- clamó de nuevo don Félix, procurando
desembarazarse del estorbo de aquel cuerpo inerte.
Con algún trabajo, echando pie atrás y apuntalando con el codo la
masa que le oprimía, pudo verse al fin libre de la presura, y dejar al borracho
a alguna distancia, entre caigo y no caigo. Entonces le cogió por las solapas
del jaquet, y por vía de castigo, le sacudió con furia varias veces, soltándolo
llegó para que siguiese las leyes de su peligrosa inestabilidad. El pobrete
giró sobre el tacón de un zapato, alzó un pie por el aire, estuvo a punto de
caer, levantó luego el otro, hizo algunas extrañas contorsiones como el muñeco
que se dobla y desdobla, y logrando al fin recobrar cierta forma de equilibrio,
continuó la ininterrumpida marcha lenta, laboriosa y en línea quebrada.
Y no bien se vio libre de las garras de Zendejas, recobró el buen
humor y siguió canturreando con voz discorde e interrumpida por el hipo:
¡No me mates no me mates,
con pistola ni puñal!
Don Félix prosiguió también su camino, hecho un energúmeno tanto
por la testarada, como por la mofa que aquel miserable iba haciendo de sí,
desencadenado y temible enojo. Más de repente se le ocurrió una idea singular.
¿Y si aquel aparente borracho fuese un ladrón? ¿Y si aquel tumbo hubiese sido
estudiado, y nada más que una estrategia de que se hubiese valido para robarle
sin que él lo echase de ver? Pensar esto y echar mano al bolsillo del reloj,
fue todo uno… Y, en efecto, halló… que no halló su muestra de plata, ni la
leontina chapeada de oro, que era su apéndice.
Hecho el descubrimiento, volvió atrás como un rayo, y no digamos
corrió sino voló en pos del enigmático personaje, quien iba alejándose como le
era posible, a fuerza de traspiés y de sonoras patadas con que castigaba el
asfalto de la vía pública.
Tan pronto como le tuvo al alcance de la mano, apercollóle
férreamente por la nuca con la siniestra, en la misma forma concertada consigo
mismo al salir de su casa, en tanto que con la diestra sacaba y echaba a
relucir el pavoneado y pavoroso revólver.
-¡Alto, bellaco!- gritó.
-¿Otra vez…? ¡No jalen tan recio!- tartamudeó el sujeto.
-¡Eres un borracho fingido!- gritó Zendejas.
-¡Ay! ¡Ay! ¡Policía, policía!- roncó el hombre.
-Ojalá viniera- vociferó don Fé1ix-, para que cargara contigo a la
comisaría, y luego te consignaran a un juez y te abrieran proceso.
-¿Me abrieran qué?
-Proceso.
-Por eso, pues, amigo, por eso ¿Que se le ofrece?
-Que me entregues el reloj.
-¿Qué reloj le debo?
-El que me quitaste, bandido.
-Este reloj es mío y muy… Remontoir… Repetición.
-¡Qué repetición ni qué calabazas! Eres uno de los de la banda.
-No soy músico… soy propietario.
-De lo ajeno.
Mientras pasaba este diálogo, procuraba el borracho defenderse,
pero le faltaban las fuerzas y don Félix no podía con él, porque a cada paso se
le iba encima, o bien se le deslizaba de entre las manos hacia un lado o hacia
otro, amenazando desplomarse. Violento y exasperado, dejólo caer sin
misericordia, y cuando le tuvo en el suelo, asestóle al pecho el arma, y tornó
a decirle:
-¡El reloj y la leontina, o te rompo la chapa del alma!
El ebrio se limitaba a exclamar:
-¡Ah, Chihuahua!… ¡Ah, Chihuahua!… ¡Ah qué Chihuahua!…
No quería o no podía mover pie ni mano. Zendejas adoptó el único
partido que le quedaba, y fue el de trasladar por propia mano al bolsillo de su
chaleco, el reloj y la leontina que halló en poder del ebrio. Después de lo
cual, se alzó, dio algunos puntapiés al caldo, e iba ya a emprender de nuevo la
marcha, cuando oyó que éste mascullaba entre dientes:
-iAh, Chihuahua!… ¡este si que es de los de la banda!
-¿Todavía no tienes bastante?… Pues, ¡toma!… ¡toma!… ¡ladrón!…
¡bellaco!… ¡canalla!.
Cada una de estas exclamaciones fue ilustrada por coces furiosas
que el juez disparaba sobre el desconocido, e! cual no hacía que repetir a cada
nuevo golpe:
-¡Ay, Chihuahua!… ¡Ay, Chihuahua!… ¡Ay que Chihuahua!…
Cansado, al fin, de aquel aporreo sin gloria, dejó Zendejas al
ebrio, falso o verdadero, que eso no podía saberse, y emprendió resueltamente
la marcha a su domicilio, entretanto que el desconocido se levantaba
trabajosamente, después de varios frustrados ensayos, y se alejaba a pasos
largos y cortos, mezclados de avances y retrocesos, y con inclinaciones
alarmantes de Torre de Pisa, tanto a la derecha como a la izquierda.
III
Otilia no sabía cómo interpretar la tardanza de su esposo, y estaba
seriamente acongojada. Pocas veces daban las diez a Zendejas fuera de casa; de
suerte que, al observar la joven que pasaba la medianoche y que no llegaba su
marido, figuróse lo peor, como pasa siempre en casos análogos.
«De seguro, algo le ha sucedido -se decía-; no puede explicarse de
otra manera que no se halle aquí a hora tan avanzada… ¿Habrán sido los
bandidos?… Y si le han conocido y él se ha defendido, como de fijo lo habrá
hecho, pueden haberle herido, o matado tal vez…. No lo permita Dios… ¡La
santísima Virgen lo acompañe!».
Pensando así, no dejaba de tejer una malla interminable, que
destinaba a sobrecama del lecho conyugal, y solo interrumpía de tiempo en
tiempo el movimiento de sus ágiles y febriles dedos, bien para enjugar alguna
lágrima que resbalaba de sus pestañas, o bien para santiguar el espacio en
dirección de la calle por donde debía venir el ausente… ¿Qué haría si
enviudaba? No había en todo el mundo otro hombre como Félix… ¿Y sus pobres hijos?
Eran tres, y estaban muy pequeños. ¿Capital? No lo tenían; el sueldo era corto,
y se gastaba toda en medio vivir. Sufrían muchas privaciones y carecían de
muchas cosas necesarias. Nada, que iban a quedar en la calle; se vería
precisada a dejar aquella casa que, aunque lejana, independiente y cómoda;
ocuparía una vivienda en alguna vecindad. ¡Qué oscuras y malsanas son las
viviendas baratas! Ahí enfermarían los niños.
Su imaginación continuaba trabajando sin cesar. Tendría que coser
ajeno para pagar su miserable sustento; los niños andarían astrosos y
descalzos; no concurrirían a Colegios de paga, sino a las escuelas del
gobierno, donde hay mucha revoltura; aprenderían malas mañas; se juntarían con
malas compañías; se perderían…
Llegó tan lejos en aquel camino de suposiciones aciagas, que se vio
en la miseria, viuda y sola en este mundo. Negro ropaje cubría su garbosa
persona, y el crespón del duelo marital colgaba por sus espaldas; pero, que
bien le sentaba el luto! Hacíala aparecer por todo extremo interesante.
¿Volvería a tener pretendientes?… Si algo valían su gracia y edad, tal vez sí;
pero fijando la atención en su pobreza, era posible que no. Aficionados no le
faltarían, pero con malas intenciones. ¿Y caería? ¿O no caería?… ¡La naturaleza
humana es tan frágil! ¡Es tan sentimental la mujer! ¡Y son tan malos los
hombres! Nadie diga de esta agua no beberé. ¡Oh, Dios mío!
Y Otilia se echó a llorar a lágrima viva sin saber bien si
despertaban su ternura la aciaga y prematura muerte de don Félix, o la viudez
de ella, o la orfandad de sus hijos y su mala indumentaria, o el verlos en
escuelas oficiales y perdidos, o mirarse a sí misma con tocas de viuda (joven y
agraciada), o el no tener adoradores, o el ser seducida por hombres perversos,
que abusasen de su inexperiencia, de su sensibilidad y de su desamparo… ¡y,
sobre todo, de su sensibilidad!…Porque bien se conocía a sí misma; era muy
sensible, de aquel pie era precisamente de donde cojeaba. Era aquélla la
coyuntura donde sentía rajada la coraza de hierro de su virtud… Y si alguno era
bastante avisado para echarlo de ver, por ahí le asestaría la puñalada, y sería
mujer perdida… ¡0h, que horror! ¡Cuán desdichada es la suerte de la mujer
joven, hermosa, desamparada y de corazón!… ¿Por qué no tendría en vez de
corazón un pedazo de piedra?… Aquella entraña era su perdición; lo sabia, pero
no podía remediarlo.
Por fortuna, sonó repetidas veces el timbre de la puerta, en los
momentos mismos en que ya la desbocada imaginación de la joven empujábala al
fondo del precipicio, y se engolfaba en un mundo inextricable de desgracias,
pasiones y aventuras, de donde no era posible, no, salir con los ojos secos… El
retintín de la campanilla eléctrica la salvó, por fortuna, sacándole muy a
tiempo de aquel baratro de sombras y sucesos trágicos en que se había
despeñado. El sensible y peligroso corazón de la joven dio varios vuelcos de
júbilo al verse libre de todos esos riesgos; viudez, toca negra, muerte de los
niños, asechanzas, tropiezos y caídas. Por otra parte, el timbre sonaba fuerte
y triunfal; con la especial entonación que tornaba cuando Zendejas volvía
victorioso y alegre, por haber dicho cuántas son cinco al lucero del alba, o
por haber dado fin revés a un malcriado, o por haber regalado un puntapié a
cualquier zascandil. Así lo presintió Otilia, quien corrió a abrir la puerta,
llena de gozo, para verse libre de tantos dolores, lazos y celadas como le iba
tendiendo el pavoroso porvenir.
Y, en efecto, venía don Félix radiante por el resultado de la
batalla acabada de librar con el astuto ladrón que lo había asaltado en la vía
pública, y por el recobro del reloj y de la leontina.
-¡Félix!-clamó Otilia con voz desmayada, echándose en sus brazos-.
¿Qué hacías? ¿Por qué has tardado tanto? Me has tenido con un cuidado horrible.
-No te preocupes, esposa- repuso Zendejas, -a mí no me sucede nada,
ni puede sucederme. Sería capaz de pasearme solo por toda la República a puras
bofetadas.
-¿Dónde has estado?
-En el trabajo, en el teatro, en el restaurante…
-¡Cómo te lo he de creer!… Y yo, entretanto, sola, desvelada y
figurándome cosas horribles… He sufrido mucho pensando en tí…
Bien se guardó la joven de referir a don Félix lo de las tocas, la
sensibilidad de su corazón y la seducción que había visto en perspectiva.
Cogidos de la mano llegaron a la sala.
Pero, ¡tate!, si has llorado -exclamó don Félix, secando con el
pañuelo las lágrimas que corrían por el rostro de ella.
-¡Cómo no, si te quiero tanto, y temo tanto por ti!
-repuso ésta reclinando la cabeza sobre el hombro del juez.
-Eres una chiquilla -continuó Zendejas cariñosamente-, te alarmas
sin razón.
-Félix, voy a pedirte un favor.
-El que gustes.
-No vuelvas a venir tarde.
-Te lo ofrezco, esposa. No tengo ya inconveniente, pues acabo de
realizar mi propósito.
-¿Cuál, Félix?
-El de una buena entrada de patadas a un bandido… de esos de que
habla la prensa.
-¿Conque sí? ¿Cómo ha pasado eso?… Cuéntame, Félix -rogó la joven
vivamente interesada.
Zendejas, deferente a la indicación de su esposa, relató la
aventura acabada de pasar, no digamos al pie de la letra, sino exornada con
incidentes y detalles que, aunque no históricos, contribuían en alto grado a
realzar la ferocidad de la lucha, la pujanza del paladín y la brillantez de la
victoria. La joven oyó embelesada la narración y se sintió orgullosa de tener
por marido a un hombre tan fuerte y tan valeroso como Zendejas; pero, a fuer de
esposa cariñosa y de afectos exquisitos, no dejó de preocuparse por el desgaste
que el robusto organismo de su esposo hubiese podido sufrir en aquel terrible
choque; así que preguntó al juez con voz dulcísima:
-A ver la mano: ¿no te la has hinchado?… ¿No se ha dislocado el
pie?
-Fuertes y firmes conservo la una y el otro- repuso don Félix con
visible satisfacción, levantando en alto el cerrado puño y sacudiendo por el
aire el pie derecho.
-¡Bendito sea Dios!- repuso la joven, soltando un suspiro de alivio
y satisfacción.
-Aquí tienes la prueba- prosiguió don Félix- de lo que siempre te
he dicho: si los barbones a quienes asaltan los cacos se condujeran como yo, si
aporreasen a los malhechores y los despojasen de los objetos robados, se
acabaría la plaga de los bandidos…
-Tal vez tengas razón… ¿Conque el salteador te había quitado el
reloj y ¡a leontina?
-Sí,- fingiéndose borracho. Se dejó caer sobre mí como cuerpo
muerto y, entretanto que yo me le quitaba de encima, me escamoteó esos objetos
sin que yo lo sintiese.
-Son muy hábiles esos pillos…
-Sí lo son; por fortuna, reflexioné pronto lo que podía haber
pasado… A no haber sido por eso, pierdo estas prendas que tanto quiero.
Al hablar así, sacólas Zendejas del bolsillo para solazarse con su
contemplación. Otilia clavó en ellas también los ojos con curiosidad e interés,
como pasa siempre con las cosas que se recobran después de haberse perdido; más
a su vista, en vez de alegrarse, quedaron confusos los esposos. ¿Por qué?
-Pero, Félix, ¿qué has hecho? -interrogó Otilia, asustada.
-¿Por qué, mujer?- preguntó el juez, sin saber lo que decía.
-Porque ese reloj y esa leontina no son los tuyos.
-¿Es posible?- volvió a preguntar Zendejas con voz desmayada, al
comprender que la joven tenía razón.
-Tú mismo lo estás mirando- continuó ella, tomando ambas cosas en
sus manos para examinarlas despacio-. Este reloj es de oro y el tuyo es de
plata… Parece una repetición.
-La joven oprimió un resorte lateral, y la muestra dio la hora con
cuartos y hasta minutos, con campanilla sonora y argentina.
-Y mira, en la tapa tiene iniciales: A.B.C; seguramente las del
nombre del dueño… Es muy bueno y valioso.
Zendejas quedó estupefacto y sintió la frente cubierta de gotitas
de sudor.
-Y la leontina- continuó la joven, siguiendo el análisis- es ancha
y rica, hecha de tejido de oro bueno, y rematada por este dije precioso, que es
un elefantito del mismo metal, con ojos de rubíes, y patas y orejas de fino
esmalte.
Ante aquella dolorosa evidencia, perdió Zendejas la sangre fría y
hasta la caliente que por sus venas corría, púsose color de cera y murmuró con
acento de suprema angustia:
-¡De suerte que soy un ladrón, y uno de los de la banda!
-¡Qué cosa tan extraña!… No digas eso.
-Sí, soy un cernícalo, un hipopótamo -repitió don Félix, poseído de
desesperación.
Y llevado de su carácter impetuoso, se dio a administrarse sonoros
coscorrones con los puños cerrados, hasta que su esposa detuvo la fiera
ejecución cogiéndolo por las muñecas.
-Déjame- decía él, con despecho-, esto y más me merezco. Que me
pongan en la cárcel. Soy un malhechor… un Juez bribón.
-No, Félix; no ha sido más que una equivocación la tuya. Es de
noche, el hombre estaba ebrio y se te echó encima. Cualquiera hubiese creído lo
que tú.
-Y luego, que he perdido el reloj- agregó Zendejas.
-¡Es verdad!- dijo la joven-. ¿Cómo se explica?
El juez percibió un rayo de luz. A fuerza de dictar autos y
sentencias habíase acostumbrado a deducir, inferir o sutilizar.
-¡Ya caigo en la cuenta!- exclamó, jubiloso y reconfortado-. Ese
pretendido borracho había robado antes ese reloj y esta leontina a alguna otra
persona… Después, me robó a mí, y al querer recobrar lo que me pertenecía, di
con el bolsillo en que había puesto las prendas ajenas; pero se llevó las mías.
La explicación parecía inverosímil; Otilia quedó un rato pensativa.
-Puede ser- murmuró al fin-. ¿Estás cierto de haberte llevado tu
reloj?
-Nunca lo olvido- repuso el juez con firmeza.
-Por sí o por no, vamos a tu cuarto.
-Es inútil.
-Nada se pierde…
-Como quieras.
Y los esposos se trasladaron a la alcoba de Zendejas, donde
hallaron, sobre la mesa de noche, el reloj de plata del juez con su pobre
leontina chapeada, reposando tranquilamente en el mismo lugar donde su
propietario lo había dejado al acostarse a dormir la siesta.
Don Félix se sintió aterrado, como si hubiese visto la cabeza de
Medusa.
-Aquí está- murmuró con agonía- …De suerte que ese caballero- no le
llamó ya borracho ni bandido- ha sido despojado por mi mano; no cabe la menor
duda.
Otilia, afligida, no replicó nada, y el marido continuo:
-El acontecimiento se explica; ese señor, que debe ser algún alegre
ricachón, andaba de juerga por esta colonia… Se le pasó la mano en las copas,
iba de veras borracho, le confundí con un ladrón y le quité estas prendas… Robo
de noche, en la vía pública y a mano armada… Estoy perdido… Mañana mismo me
entrego a la justicia: el buen juez por su casa empieza.
-De ninguna manera- objetó Otilia horrorizada-, sería una quijotada
que te pondría en ridículo.
-¿Por qué en ridículo?- preguntó Zendejas con exaltación.
-Porque no dejaría de decir la gente, que te las habías habido con
un hombre aletargado, incapaz de defenderse, y que ¡buenas hazañas son las
tuyas!
-Eso sí que no, porque sobran las ocasiones en que he demostrado
que son iguales para mí los fuertes que los débiles, y que no le tengo miedo ni
al mismo Lucifer.
-Pero la gente es maligna, y más los envidiosos.
-En eso tienes razón ¡los envidiosos, los envidiosos!
-repitió Zendejas. «Todos los valientes me tienen envidia siguió
pensando para sí- y ¡con qué placer aprovecharían el quid pro quo para ponerme
en berlina!» Y prosiguió en voz alta: -Pero ¿qué hacer entonces? ¡Porque no
puedo quedarme con propiedad ajena!
-Voy a pensar un poco- repuso Otilia, preocupada-… Déjame ver otra
vez las iniciales… A.B.C. ¿Cómo era el señor? Descríbemelo, Félix.
-Voy a procurar acordarme… Más viejo que joven; grueso, casi tanto
como yo, todo rasurado.
-¿Con lentes?
-Creo que sí, pero los perdió en la refriega.
-Óyeme- prosiguió la joven pensativa-. ¿No será don Antonio Bravo
Caicedo?.. A.B.C.: coinciden las iniciales.
-¿El caballero rico y famoso, cuyo nombre llena toda la ciudad?
-El mismo.
-No puede ser, mujer.
-¿Por qué no?
-Porque es persona grave, de irreprochable conducta; anda siempre
en compañía de sus hijas, que son muy guapas; y, aguarda, si no me equivoco es…
-¿Qué cosa, Félix?
-Miembro conspicuo de la Sociedad de Temperancia.
-Eso no importa contestó la joven, -son los hombres tan
contradictorios y tan malos… (Pensaba, en aquellos momentos, en los peligros de
su viudez).
-En eso tienes razón; son muy malos.
El juez se abstuvo, por instinto, de decir somos muy malos, sin
duda porque recordó los excesos de pensamiento y de vista que acababa de
cometer en el Principal.
Siguió, a continuación, una larga plática entre los esposos, en la
cual se analizaron y desmenuzaron los acontecimientos, las suposiciones, todas
las cosas posibles en fin; y mientras más ahondaron el asunto, más y más
sospecharon que reloj y leontina perteneciesen al provecto, riquísimo e
hipocritón don Antonio Bravo Caicedo; mil indicios lo comprobaban, mil pequeños
detalles lo ponían en evidencia… ¡Quién lo hubiera pensado!… ¡Que aquel señor
tan respetable fuese tan poco respetable! Bien se dice que la carne es flaca…
Pero Bravo Caicedo era gordo… ¡Qué cosa tan embrollada!… En fin, que por lo
visto, la carne gorda es la más flaca.
Despejada la incógnita, o mas bien dicho, despejado el incógnito,
faltaba hallar el medio de hacer la devolución. ¿Mandar los objetos a la casa
del propietario?… No, eso sería comprometerle, descubrirle, abochornarle… Y
luego que, aunque lo más verosímil era que aquel grave personaje fuera el
pesado borracho de la aventura, cabía, no obstante, en lo posible, que otro
sujeto fuese el dueño verdadero de las alhajas. Don Antonio Bravo Caicedo
(A.B.C.) había hecho el monopolio del pulque, es verdad; pero no el de las tres
primeras letras del abecedario.
IV
En fin, que, después de mirarlo, pensarlo y meditarlo bien,
resolvió la honrada areja que las prendas en cuestión quedasen depositadas en
el juzgado de Zendejas, y que éste publicase un aviso en los periódicos,
mañosamente escrito para no delatarse a sí mismo ni sacar a plaza las miserias
del ricachón.
Elegido ese camino, don Félix, a fuer de hombre honrado, se negó a
poner la cabeza en la almohada antes de haberse quitado aquel peso de la
conciencia, dejando redactado y listo el documento para llevarlo a dos o tres
redacciones vespertinas al siguiente día, a la hora del despacho. Trabajó
febrilmente, hizo varios borradores, consultó con Otilia, tachó, cambió,
agregó, raspó y garrapateó de lo lindo algunas hojas de papel, hasta que, al
fin, cerca ya de la madrugada, terminó la ardua labor de dar forma al
párrafejo, el cual quedo definitivamente concebido en los siguientes términos:
Aviso.
Esta mañana, al comenzar el despacho, ha sido depositado, en este
juzgado, un reloj de oro, Remontoir, con una leotina del mismo metal, rematada
por un pequeño elefante, cuyos ojos son de rubí, y las orejas y las patas de
negro esmalte. El reloj lleva las iniciales A.B.C., en la tapa superior, tiene
el número 40180 y es de la marca Longines. Lo que se pone en conocimiento del
público para que puedan ser recogidos esos objetos por su propietario; bajo el
concepto de que el depositante ha puesto en manos del juez suscrito un pliego
que contiene señas exactas e Individuales de la persona a quien, por
equivocación, le fueron sustraídas esas alhajas, con mención de la calle, la
hora y otros datos del mayor interés.
Pero fue inútil la publicación repetida de aquellos renglones.
Hasta la fecha en que esto se escribe, nadie se ha presentado a reclamar el
reloj y la leontina; ya porque don Antonio Bravo Caicedo no sea el dueño de las
alhajas, o bien porque, siéndolo, desee conservar el incógnito a toda costa y a
todo costo. De suerte que si alguno de los lectores tiene en su nombre las
iniciales A.B.C., si se paseó aquella noche por la colonia Roma, si empinó bien
el codo, si tuvo algo que ver con Baltasara, Juanita o Carlota, y, por último,
si perdió esas prendas en un asalto callejero, ya sabe que puede ocurrir a
recogerlas al juzgado donde se hallan en calidad de depósito.
https://elcuentodesdemexico.com.mx/reloj-sin-dueno/
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