Presentación
Nadie
podría decir hace cuánto tiempo ocurrió, lo cierto es que un día vivieron en El
Mayab, hoy Yucatán, hombres que soñaron una época en la cual el mundo fue muy
distinto al suyo. Algunos estaban intrigados por conocer el origen de la
tierra; otros querían saber cómo fueron los primeros hombres, y no faltó quien
sintiera curiosidad, por enterarse de la apariencia que una vez tuvieron los
animales.
Para
descubrir esos secretos, hubo quien se acomodó a la sombra de una ceiba y viajó
con la imaginación al pasado; quizá alguien más escuchó con toda atención al
viento, hasta lograr entender las voces que viajan en él... Tal vez un maya fue
capaz de comprender el lenguaje de las aves y el venado, cuando éstos contaban
sus historias.
Esos
mayas de ayer mezclaron un poco de realidad con mucha imaginación; así crearon
numerosas leyendas, que se han contado una y otra vez desde los tiempos
antiguos. Algunas de ellas las encontrarás en este libro; esperamos que con tu
fantasía, viajes a El Mayab y seas parte de él.
Hace
mucho, pero mucho tiempo, el señor Itzamná decidió crear una tierra que fuera
tan hermosa que todo aquél que la conociera quisiera vivir allí, enamorado de
su belleza. Entonces creó El Mayab, la tierra de los elegidos, y sembró en ella
las más bellas flores que adornaran los caminos, creó enormes cenotes cuyas
aguas cristalinas reflejaran la luz del sol y también profundas cavernas llenas
de misterio. Después, Itzamná le entregó la nueva tierra a los mayas y escogió
tres animales para que vivieran por siempre en El Mayab y quien pensara en ellos
lo recordara de inmediato. Los elegidos por Itzamná fueron el faisán, el venado
y la serpiente de cascabel. Los mayas vivieron felices y se encargaron de
construir palacios y ciudades de piedra. Mientras, los animales que escogió
Itzamná no se cansaban de recorrer El Mayab. El faisán volaba hasta los árboles
más altos y su grito era tan poderoso que podían escucharle todos los
habitantes de esa tierra. El venado corría ligero como el viento y la serpiente
movía sus cascabeles para producir música a su paso.
Así
era la vida en El Mayab, hasta que un día, los chilam, o sea los adivinos
mayas, vieron en el futuro algo que les causó gran tristeza. Entonces, llamaron
a todos los habitantes, para anunciar lo siguiente: —Tenemos que dar noticias
que les causarán mucha pena. Pronto nos invadirán hombres venidos de muy lejos;
traerán armas y pelearán contra nosotros para quitarnos nuestra tierra. Tal vez
no podamos defender El Mayab y lo perderemos.
Al
oír las palabras de los chilam, el faisán huyó de inmediato a la selva y se
escondió entre las yerbas, pues prefirió dejar de volar para que los invasores
no lo encontraran.
Cuando
el venado supo que perdería su tierra, sintió una gran tristeza; entonces lloró
tanto, que sus lágrimas formaron muchas aguadas. A partir de ese momento, al
venado le quedaron los ojos muy húmedos, como si estuviera triste siempre.
Sin
duda, quien más se enojó al saber de la conquista fue la serpiente de cascabel;
ella decidió olvidar su música y luchar con los enemigos; así que creó un nuevo
sonido que produce al mover la cola y que ahora usa antes de atacar.
Como
dijeron los chilam, los extranjeros conquistaron El Mayab. Pero aún así, un
famoso adivino maya anunció que los tres animales elegidos por Itzamná
cumplirán una importante misión en su tierra. Los mayas aún recuerdan las
palabras que una vez dijo:
—Mientras
las ceibas estén en pie y las cavernas de El Mayab sigan abiertas, habrá
esperanza. Llegará el día en que recobraremos nuestra tierra, entonces los
mayas deberán reunirse y combatir. Sabrán que la fecha ha llegado cuando
reciban tres señales. La primera será del faisán, quien volará sobre los
árboles más altos y su sombra podrá verse en todo El Mayab. La segunda señal la
traerá el venado, pues atravesará esta tierra de un solo salto. La tercera
mensajera será la serpiente de cascabel, que producirá música de nuevo y ésta
se oirá por todas partes. Con estas tres señales, los animales avisarán a los
mayas que es tiempo de recuperar la tierra que les quitaron.
Ése
fue el anuncio del adivino, pero el día aún no llega. Mientras tanto, los tres
animales se preparan para estar listos. Así, el faisán alisa sus alas, el
venado afila sus pezuñas y la serpiente frota sus cascabeles. Sólo esperan el
momento de ser los mensajeros que reúnan a los mayas para recobrar El Mayab.
El pájaro dziú
Cuentan
por ahí, que una mañana, Chaac, el Señor de la Lluvia, sintió deseos de pasear
y quiso recorrer los campos de El Mayab. Chaac salió muy contento, seguro de
que encontraría los cultivos fuertes y crecidos, pero apenas llegó a verlos, su
sorpresa fue muy grande, pues se encontró con que las plantas estaban débiles y
la tierra seca y gastada. Al darse cuenta de que las cosechas serían muy
pobres, Chaac se preocupó mucho. Luego de pensar un rato, encontró una
solución: quemar todos los cultivos, así la tierra recuperaría su riqueza y las
nuevas siembras serían buenas.
Después
de tomar esa decisión, Chaac le pidió a uno de sus sirvientes que llamara a
todos los pájaros de El Mayab. El primero en llegar fue el dziú, un pájaro con
plumas de colores y ojos cafés. Apenas se acomodaba en una rama cuando llegó a
toda prisa el toh, un pájaro negro cuyo mayor atractivo era su larga cola llena
de hermosas plumas. El toh se puso al frente, donde todos pudieran verlo.
Poco
a poco se reunieron las demás aves, entonces Chaac les dijo:
—Las
mandé llamar porque necesito hacerles un encargo tan importante, que de él
depende la existencia de la vida. Muy pronto quemaré los campos y quiero que
ustedes salven las semillas de todas las plantas, ya que esa es la única manera
de sembrarlas de nuevo para que haya mejores cosechas en el futuro. Confío en
ustedes; váyanse pronto, porque el fuego está por comenzar.
En
cuanto Chaac terminó de hablar el pájaro dziú pensó:
—Voy
a buscar la semilla del maíz; yo creo que es una de las más importantes para
que haya vida.
Y
mientras, el pájaro toh se dijo:
—Tengo
que salvar la semilla del maíz, todos me van a tener envidia si la encuentro yo
primero.
Así,
los dos pájaros iban a salir casi al mismo tiempo, pero el toh vio al dziú y
quiso adelantarse; entonces se atravesó en su camino y lo empujó para irse él
primero. Al dziú no le importó y se fue con calma, pero muy decidido a lograr
su objetivo.
El
toh voló tan rápido, que en poco tiempo ya les llevaba mucha ventaja a sus
compañeros. Ya casi llegaba a los campos, pero se sintió muy cansado y se dijo:
—Voy
a descansar un rato. Al fin que ya voy a llegar y los demás todavía han de
venir lejos.
Entonces,
el toh se acostó en una vereda. Según él sólo iba a descansar más se durmió sin
querer, así que ni cuenta se dio de que ya empezaba a anochecer y menos de que
su cola había quedado atravesada en el camino. El toh ya estaba bien dormido,
cuando muchas aves que no podían volar pasaron por allí y como el pájaro no se
veía en la oscuridad, le pisaron la cola.
Al
sentir los pisotones, el toh despertó, y cuál sería su sorpresa al ver que en
su cola sólo quedaba una pluma. Ni idea tenía de lo que había pasado, pero
pensó en ir por la semilla del maíz para que las aves vieran su valor y no se
fijaran en su cola pelona.
Mientras
tanto, los demás pájaros ya habían llegado a los cultivos. La mayoría tomó la
semilla que le quedaba más cerca, porque el incendio era muy intenso. Ya casi
las habían salvado todas, sólo faltaba la del maíz. El dziú volaba desesperado
en busca de los maizales, pero había tanto humo que no lograba verlos. En eso,
llegó el toh, más cuando vio las enormes llamas, se olvidó del maíz y decidió
tomar una semilla que no ofreciera tanto peligro. Entonces, voló hasta la
planta del tomate verde, donde el fuego aún no era muy intenso y salvó las
semillas.
En
cambio, al dziú no le importó que el fuego le quemara las alas; por fin halló
los maizales, y con gran valentía, fue hasta ellos y tomó en su pico unos
granos de maíz.
El
toh no pudo menos que admirar la valentía del dziú y se acercó a felicitarlo.
Entonces, los dos pájaros se dieron cuenta que habían cambiado: los ojos del
toh ya no eran negros, sino verdes como el tomate que salvó, y al dziú le
quedaron las alas grises y los ojos rojos, pues se acercó demasiado al fuego.
Chaac
y las aves supieron reconocer la hazaña del dziú, por lo que se reunieron para
buscar la manera de premiarlo. Y fue precisamente el toh, avergonzado por su
conducta, quien propuso que se le diera al dziú un derecho especial:
—Ya
que el dziú hizo algo por nosotros, ahora debemos hacer algo por él. Yo
propongo que a partir de hoy, pueda poner sus huevos en el nido de cualquier
pájaro y que prometamos cuidarlos como si fueran nuestros.
Las
aves aceptaron y desde entonces, el dziú no se preocupa de hacer su hogar ni de
cuidar a sus crías. Sólo grita su nombre cuando elige un nido y los pájaros
miran si acaso fue el suyo el escogido, dispuestos a cumplir su promesa.
La xkokolché
Era
ya de noche en El Mayab, cuando la xkokolché tocó a la puerta de una casa muy
rica; ese día había volado de un lugar a otro para pedir trabajo, pero nadie
quería dárselo.
Uno
de los criados principales salió a atender su llamado, y al ver el plumaje
opaco y cenizo de la xkokolché, estuvo a punto de decirle que se fuera, cuando
recordó que necesitaba una sirvienta para las tareas que nadie aceptaba hacer,
así que la contrató.
A
partir de entonces, la xkokolché trabajó escondida en la cocina, porque le
dijeron que si un día la hija de los dueños se encontraba con ella, la correría
por fea. Esa hija era la chacdzidzib, o cardenal, una pájara muy consentida,
quien estaba tan orgullosa de su bello plumaje rojo y del copete que adornaba
su frente, que se creía merecedora de todas las atenciones.
La
xkokolché vivía triste y solitaria, pues nadie se acercaba a platicar con ella.
Así pasó el tiempo, hasta que un día, la chacdzidzib tuvo un capricho: se le
ocurrió aprender a cantar. De inmediato, sus padres contrataron al pájaro
clarín, que era el mejor maestro de canto.
El
clarín empezó a dar sus clases; llegaba por la tarde y pasaba horas tratando
que su alumna aprendiera a cantar, pero era inútil. La chacdzidzib era una
estudiante muy floja, le aburría practicar y se distraía en las clases.
Y
aunque el clarín no lo sabía, tenía otra alumna dedicada y estudiosa: la
xkokolché, que escondida en la cocina, cada clase estaba atenta a las
explicaciones del maestro y después repetía la lección, de esa forma olvidaba
su soledad.
Muy
pronto la xkokolché llegó a cantar aún más bonito que el clarín, a diferencia
de la presumida chacdzidzib, cuya voz era ronca y desafinada. El maestro se
cansó de tratar de enseñarle a una alumna tan mala, así que renunció a darle
clase.
A
la chacdzidzib eso no le importó mucho, pues se entretuvo con otro capricho,
pero a la xkokolché se le acabó su único entretenimiento. Para consolarse,
inventaba una canción todas las noches. Nadie sabía de dónde venía ese canto,
pero al oírlo, todos los animales se quedaban en silencio y escuchaban.
A
quien más le gustaba esa canción era al cenzontle. Ya había buscado por todas
partes al ave de la bella voz, hasta que una noche fue invitado a cenar a casa
de la chacdzidzib. A la mitad de la cena, oyó la voz que tan bien conocía,
entonces se levantó de la mesa y entró a las habitaciones, con la esperanza de
encontrar a la cantante.
Así,
llegó a la cocina y vio a la xkokolché cantando. El cenzontle no quiso
interrumpirla y se fue sin hacer ruido, pero regresó cada noche a escucharla.
El
cenzontle se dio cuenta de la soledad en que vivía la xkokolché y conmovido,
una madrugada entró a la cocina y se la robó. Al día siguiente la presentó con
los animales y les dijo que ella era el ave del hermoso canto que se oía en las
noches; como la recibieron con cariño, la xkokolché cantó aún mejor. Desde
entonces, su canto logra que los pájaros se sientan tristes y felices al mismo
tiempo, por eso todos la admiran. Bueno, casi todos, porque la chacdzidzib no
disfruta al escuchar a su antigua sirvienta, ya que le recuerda que aunque ella
es muy bonita, no puede cantar igual.
La
boda de la xdzunuúm
Una
mañana llena de sol, la colibrí, o xdzunuúm que es su nombre en lengua maya,
estaba parada sobre la rama de una ceiba y lloraba al contemplar su pequeño
nido a medio hacer. Y es que a pesar de que llevaba días buscando materiales
para construir su casa, sólo había encontrado unas cuantas ramas y hojas que no
le alcanzaban. La xdzunuúm quería acabar su nido pronto, pues ahí viviría
cuando se casara, pero era muy pobre y cada vez le parecía más difícil terminar
su hogar y poder organizar su boda.
La
xdzunuúm era tan pequeña que su llanto apenas se escuchaba; la única en oírlo
fue la xkokolché, quien voló de rama en rama hasta encontrar a la triste
pajarita. Al verla, le preguntó:
—¿Qué
te pasa, amiga xdzunuúm?
—¡Ay!
Mi pena es muy grande —sollozó más fuerte la xdzunuúm.
—Cuéntamela,
tal vez yo pueda ayudarte —dijo la xkokolché.
—¡No!
Nadie puede remediar mi dolor —chilló la xdzunuúm.
—Ándale,
platícame qué tienes —insistió la xkokolché.
—Bueno
—accedió la xdzunuúm—. Fíjate que me quiero casar, pero mi novio y yo somos tan
pobres que no tenemos nido ni podemos hacer la fiesta.
—¡Uy!
Eso sí que es un problema, porque yo soy pobre también —respondió la xkokolché.
—¿Lo
ves? Te lo dije, nadie me puede ayudar —gritó la xdzunuúm.
—No
llores, espérate, ahorita se me ocurre algo —aseguró la xkokolché.
Las
dos aves pensaron un rato; desesperada, la xdzunuúm ya iba a llorar de nuevo,
cuando la xkokolché tuvo una idea:
—Mira,
tú y yo solas no vamos a poder con la boda. Tenemos que llamar a otros animales
para que nos ayuden.
Apenas
acabó de hablar, la xkokolché entonó una canción en maya, que decía así:
U
tul chichan chiich, u kat socobel, ma tu patal xun, minaan y nuucul.
De
esta forma, la xkokolché contaba que una pajarita se quería casar, pero no
tenía recursos para hacerlo. Luego repitió la canción; como su voz era tan
dulce, algunos animales y hasta el agua y los árboles se acercaron a
escucharla. Cuando ella los vio muy atentos a sus palabras, les pidió ayuda con
este canto:
Minaan
u xbakal, minaan u nokil, minaan u xanbil, minaan u xacheil, minaan u neeneíl,
minaan u chu-cí, minaan u necteíl.
Con
esas palabras, la xkokolché les explicaba:
No
tiene el collar, no tiene el vestido, no tiene los zapatos, no tiene el peine,
no tiene el espejo, no tiene los dulces, no tiene las flores.
Mientras
la xkokolché cantaba, la xdzunuúm derramaba gruesos lagrimones. Así, entre las
dos lograron que todos los presentes quisieran ayudar. Por un momento, se
quedaron callados, luego, se escucharon varias voces:
—Que
se haga la boda, yo daré el collar —dijo el ave xomxaníl, dispuesta a prestar
el adorno amarillo que tenía en el pecho.
—Que
se haga la boda, yo daré el vestido —ofreció la araña y empezó a tejer una tela
muy fina para vestir a la novia.
—Que
se haga la boda, yo daré los zapatos —aseguró el venado.
—Que
se haga la boda, yo daré el peine —prometió la iguana y se quitó algunas púas
de las que cubren su lomo.
—Que
se haga la boda, yo daré el espejo —afirmó el cenote, pues su agua era tan
cristalina que en ella podría contemplarse la novia.
—Que
se haga la boda, yo daré los dulces —se comprometió la abeja y se fue a traer
la miel de su panal.
Con
eso, ya estaba listo lo necesario para la boda. La xdzunuúm lloró de nuevo,
pero ahora de alegría. Luego, voló a buscar al novio y le dijo que ya podían
casarse. A los pocos días, se celebró una gran boda, y por supuesto, la
xkokolché fue la madrina. En la fiesta hubo de todo, porque los invitados
llevaron muchos regalos. Desde entonces, la xdzunuúm dejó de lamentar su
pobreza, pues supo que contaba con grandes amigos en el mundo maya.
El chom
Cuenta la leyenda que en Uxmal, una de las ciudades más importantes de El Mayab, vivió un rey al que le gustaban mucho las fiestas. Un día, se le ocurrió organizar un gran festejo en su palacio para honrar al Señor de la Vida, llamado Hunab ku, y agradecerle por todos los dones que había dado a su pueblo.
El
rey de Uxmal ordenó con mucha anticipación los preparativos para la fiesta.
Además invitó a príncipes, sacerdotes y guerreros de los reinos vecinos, seguro
de que su festejo sería mejor que cualquier otro y que todos lo envidiarían
después. Así, estuvo pendiente de que su palacio se adornara con las más raras
flores, además de que se prepararan deliciosos platillos con carnes de venado y
pavo del monte. Y no podía faltar el balché, un licor embriagante que le
encantaría a los invitados.
Por
fin llegó el día de la fiesta. El rey de Uxmal se vistió con su traje de mayor
lujo y se cubrió con finas joyas; luego, se asomó a la terraza de su palacio y
desde allí contempló con satisfacción su ciudad, que se veía más bella que
nunca. Entonces se le ocurrió que ese era un buen lugar para que la comida
fuera servida, pues desde allí todos los invitados podrían contemplar su reino.
El rey de Uxmal ordenó a sus sirvientes que llevaran mesas hasta la terraza y
las adornaran con flores y palmas. Mientras tanto, fue a recibir a sus
invitados, que usaban sus mejores trajes para la ocasión.
Los
sirvientes tuvieron listas las mesas rápidamente, pues sabían que el rey estaba
ansioso por ofrecer la comida a los presentes. Cuando todo quedó acomodado de
la manera más bonita, dejaron sola la comida y entraron al palacio para llamar
a los invitados.
Ese
fue un gran error, porque no se dieron cuenta de que sobre la terraza del
palacio volaban unos zopilotes, o chom, como se les llama en lengua maya. En
ese entonces, estos pájaros tenían plumaje de colores y elegantes rizos en la
cabeza. Además, eran muy tragones y al ver tanta comida se les antojó. Por eso
estuvieron un rato dando vueltas alrededor de la terraza y al ver que la comida
se quedó sola, los chom volaron hasta la terraza y en unos minutos se la
comieron toda.
Justo
en ese momento, el rey de Uxmal salió a la terraza junto con sus invitados. El
monarca se puso pálido al ver a los pájaros saborearse el banquete.
Enojadísimo,
el rey gritó a sus flecheros:
—¡Maten
a esos pájaros de inmediato!
Al
oír las palabras del rey, los chom escaparon a toda prisa; volaron tan alto que
ni una sola flecha los alcanzó.
—¡Esto
no se puede quedar así! —gritó el rey de Uxmal— Los chom deben ser castigados.
—No
se preocupe, majestad; pronto hallaremos la forma de cobrar esta ofensa
—contestó muy serio uno de los sacerdotes, mientras recogía algunas plumas de
zopilote que habían caído al suelo.
Los
hombres más sabios se encerraron en el templo; luego de discutir un rato, a uno
de ellos se le ocurrió cómo castigarlos. Entonces, tomó las plumas de chom y
las puso en un bracero para quemarlas; poco a poco, las plumas perdieron su
color hasta volverse negras y opacas.
Después,
uno de los sacerdotes las molió hasta convertirlas en un polvo negro muy fino,
que echó en una vasija con agua. Pronto, el agua se volvió un caldo negro y
espeso. Una vez que estuvo listo, los sacerdotes salieron del templo. Uno de
ellos buscó a los sirvientes y les dijo:
—Lleven
comida a la terraza del palacio, la necesitamos para atraer a los zopilotes.
La
orden fue obedecida de inmediato y pronto hubo una mesa llena de platillos y
muchos chom que volaban alrededor de ella. Como el día de la fiesta todo les
había salido muy bien, no lo pensaron dos veces y bajaron a la terraza para
disfrutar de otro banquete.
Pero
no contaban con que esta vez los hombres se escondieron en la terraza; apenas
habían puesto las patas sobre la mesa, cuando dos sacerdotes salieron de
repente y lanzaron el caldo negro sobre los chom, mientras repetían unas
palabras extrañas. Uno de ellos alzó la voz y dijo:
—No
lograrán huir del castigo que merecen por ofender al rey de Uxmal. Robaron la
comida de la fiesta de Hunab ku, el Señor que nos da la vida, y por eso jamás
probarán de nuevo alimentos tan exquisitos. A partir de hoy estarán condenados
a comer basura y animales muertos, sólo de eso se alimentarán.
Al
oír esas palabras y sentir sus plumas mojadas, los chom quisieron escapar
volando muy alto, con la esperanza de que el sol les secara las plumas y
acabara con la maldición, pero se le acercaron tanto, que sus rayos les
quemaron las plumas de la cabeza. Cuando los chom sintieron la cabeza caliente,
bajaron de uno en uno a la tierra; pero al verse, su sorpresa fue muy grande.
Sus plumas ya no eran de colores, sino negras y resecas, porque así las había
vuelto el caldo que les aventaron los sacerdotes. Además, su cabeza quedó
pelona. Desde entonces, los chom vuelan lo más alto que pueden, para que los
demás no los vean y se burlen al verlos tan cambiados. Sólo bajan cuando tienen
hambre, a buscar su alimento entre la basura, tal como dijeron los sacerdotes.
El cocay
Quizá
alguna noche en el campo hayas visto una chispa de luz que brilla y se mueve de
un lado a otro; esa luz la produce el cocay, que es el nombre que le dan los
mayas a la luciérnaga. Ellos saben cómo fue que este insecto creó su luz, esta
es la historia que cuentan:
Había
una vez un Señor muy querido por todos los habitantes de El Mayab, porque era
el único que podía curar todas las enfermedades. Cuando los enfermos iban a
rogarle que los aliviara, él sacaba una piedra verde de su bolsillo; después,
la tomaba entre sus manos y susurraba algunas palabras. Eso era suficiente para
sanar cualquier mal.
Pero
una mañana, el Señor salió a pasear a la selva; allí quiso acostarse un rato y
se entretuvo horas completas al escuchar el canto de los pájaros. De pronto,
unas nubes negras se apoderaron del cielo y empezó a caer un gran aguacero. El
Señor se levantó y corrió a refugiarse de la lluvia, pero por la prisa, no se
dio cuenta que su piedra verde se le salió del bolsillo. Al llegar a su casa lo
esperaba una mujer para pedirle que sanara a su hijo, entonces el Señor buscó
su piedra y vio que no estaba. Muy preocupado, quiso salir a buscarla, pero
creyó que se tardaría demasiado en hallarla, así que mandó reunir a varios
animales.
Pronto
llegaron el venado, la liebre, el zopilote y el cocay. Muy serio, el Señor les
dijo:
—Necesito
su ayuda; perdí mi piedra verde en la selva y sin ella no puedo curar. Ustedes
conocen mejor que nadie los caminos, las cavernas y los rincones de la selva;
busquen ahí mi piedra, quien la encuentre, será bien premiado.
Al
oír esas últimas palabras, los animales corrieron en busca de la piedra verde.
Mientras, el cocay, que era un insecto muy empeñado, volaba despacio y se
preguntaba una y otra vez:
—¿Dónde
estará la piedra? Tengo que encontrarla, sólo así el Señor podrá curar de
nuevo.
Y
aunque el cocay fue desde el inicio quien más se ocupó de la búsqueda, el
venado encontró primero la piedra. Al verla tan bonita, no quiso compartirla
con nadie y se la tragó.
—Aquí
nadie la descubrirá —se dijo—. A partir de hoy, yo haré las curaciones y los
enfermos tendrán que pagarme por ellas.
Pero
en cuanto pensó esas palabras, el venado se sintió enfermo; le dio un dolor de
panza tan fuerte que tuvo que devolver la piedra; luego huyó asustado.
Entre tanto, el cocay daba vueltas por toda la selva. Se metía en los huecos
más pequeños, revisaba todos los rincones y las hojas de las plantas. No
hablaba con nadie, sólo pensaba en qué lugar estaría la piedra verde.
Para ese entonces, los animales que iniciaron la búsqueda ya se habían cansado.
El zopilote volaba demasiado alto y no alcanzaba a ver el suelo, la liebre
corría muy aprisa sin ver a su alrededor y el venado no quería saber nada de la
piedra; así, hubo un momento en que el único en buscar fue el cocay.
Un día, después de horas enteras de meditar sobre el paradero de la piedra, el
cocay sintió un chispazo de luz en su cabeza: —¡Ya sé dónde está! —gritó feliz,
pues había visto en su mente el lugar en que estaba la piedra. Voló de
inmediato hacia allí y aunque al principio no se dio cuenta, luego sintió cómo
una luz salía de su cuerpo e iluminaba su camino.
Muy
pronto halló la piedra y más pronto se la llevó a su dueño.
—Señor, busqué en todos los rincones de la selva y por fin hoy di con tu piedra
—le dijo el cocay muy contento, al tiempo que su cuerpo se encendía.
—Gracias,
cocay —le contestó el Señor— veo que tú mismo has logrado una recompensa.
Esa luz que sale de ti representa la nobleza de tus sentimientos y lo brillante
de tu inteligencia. Desde hoy te acompañará siempre para guiar tu vida.
El
cocay se despidió muy contento y fue a platicarles a los animales lo que había
pasado.
Todos
lo felicitaron por su nuevo don, menos la liebre, que sintió envidia de la luz
del cocay y quiso robársela.
—Esa
chispa me quedaría mejor a mí; ¿qué tal se me vería en un collar? —pensó la
liebre.
Así,
para lograr su deseo, esperó a que el cocay se despidiera y comenzó a seguirlo
por el monte.
—¡Cocay!
Ven, enséñame tu luz —le gritó al insecto cuando estuvo seguro de que nadie los
veía.
—Claro
que sí —dijo el cocay y detuvo su vuelo. Entonces, la liebre aprovechó y ¡zas!
le saltó encima. El cocay quedó aplastado bajo su panza y ya casi no podía
respirar cuando la liebre empezó a saltar de un lado a otro, porque creía que
el cocay se le había escapado.
El
cocay empezó a volar despacio para esconderse de la liebre. Ahora, fue él quien
la persiguió un rato y en cuanto la vio distraída, quiso desquitarse. Entonces,
voló arriba de ella y se puso encima de su frente, al mismo tiempo que se
iluminaba. La liebre se llevó un susto terrible, pues creyó que le había caído
un rayo en la cabeza y aunque brincaba, no podía apagar el fuego, pues el cocay
seguía volando sobre ella.
En
eso, llegó hasta un cenote y en su desesperación, creyó que lo mejor era
echarse al agua, sólo así evitaría que se le quemara la cabeza. Pero en cuanto
saltó, el cocay voló lejos y desde lo alto se rió mucho de la liebre, que
trataba de salir del cenote toda empapada.
Desde
entonces, hasta los animales más grandes respetan al cocay, no vaya a ser que
un día los engañe con su luz.
La piel del venado
Los
mayas cuentan que hubo una época en la cual la piel del venado era distinta a
como hoy la conocemos. En ese tiempo, tenía un color muy claro, por eso el
venado podía verse con mucha facilidad desde cualquier parte del monte. Gracias
a ello, era presa fácil para los cazadores, quienes apreciaban mucho el sabor
de su carne y la resistencia de su piel, que usaban en la.construcción de
escudos para los guerreros. Por esas razones, el venado era muy perseguido y
estuvo a punto de desaparecer de El Mayab.
Pero
un día, un pequeño venado bebía agua cuando escuchó voces extrañas; al voltear
vio que era un grupo de cazadores que disparaban sus flechas contra él. Muy
asustado, el cervatillo corrió tan veloz como se lo permitían sus patas, pero
sus perseguidores casi lo atrapaban. Justo cuando una flecha iba a herirlo,
resbaló y cayó dentro de una cueva oculta por matorrales.
En
esta cueva vivían tres genios buenos, quienes escucharon al venado quejarse, ya
que se había lastimado una pata al caer. Compadecidos por el sufrimiento del
animal, los genios aliviaron sus heridas y le permitieron esconderse unos días.
El cervatillo estaba muy agradecido y no se cansaba de lamer las manos de sus
protectores, así que los genios le tomaron cariño.
En
unos días, el animal sanó y ya podía irse de la cueva. Se despidió de los tres
genios, pero antes de que se fuera, uno de ellos le dijo:
—¡Espera!
No te vayas aún; queremos concederte un don, pídenos lo que más desees.
El
cervatillo lo pensó un rato y después les dijo con seriedad:
—Lo
que más deseo es que los venados estemos protegidos de los hombres, ¿ustedes
pueden ayudarme?
—Claro
que sí —aseguraron los genios. Luego, lo acompañaron fuera de la cueva.
Entonces uno de los genios tomó un poco de tierra y la echó sobre la piel del
venado, al mismo tiempo que otro de ellos le pidió al sol que sus rayos
cambiaran de color al animal. Poco a poco, la piel del cervatillo dejó de ser
clara y se llenó de manchas, hasta que tuvo el mismo tono que la tierra que
cubre el suelo de El Mayab. En ese momento, el tercer genio dijo:
—A
partir de hoy, la piel de los venados tendrá el color de nuestra tierra y con
ella será confundida. Así los venados se ocultarán de los cazadores, pero si un
día están en peligro, podrán entrar a lo más profundo de las cuevas, allí nadie
los encontrará.
El
cervatillo agradeció a los genios el favor que le hicieron y corrió a darles la
noticia a sus compañeros. Desde ese día, la piel del venado representa a El
Mayab: su color es el de la tierra y las manchas que la cubren son como la
entrada de las cuevas. Todavía hoy, los venados sienten gratitud hacia los
genios, pues por el don que les dieron muchos de ellos lograron escapar de los
cazadores y todavía habitan la tierra de los mayas.
Cuando el tunkuluchú canta...
En
El Mayab vive un ave misteriosa, que siempre anda sola y vive entre las ruinas.
Es el tecolote o tunkuluchú, quien hace temblar al maya con su canto, pues
todos saben que anuncia la muerte.
Algunos
dicen que lo hace por maldad, otros, porque el tunkuluchú disfruta al pasearse
por los cementerios en las noches oscuras, de ahí su gusto por la muerte, y no
falta quien piense que hace muchos años, una bruja maya, al morir, se convirtió
en el tecolote.
También
existe una leyenda, que habla de una época lejana, cuando el tunkuluchú era
considerado el más sabio del reino de las aves. Por eso, los pájaros iban a
buscarlo si necesitaban un consejo y todos admiraban su conducta seria y
prudente.
Un
día, el tunkuluchú recibió una carta, en la que se le invitaba a una fiesta que
se llevaría a cabo en el palacio del reino de las aves. Aunque a él no le
gustaban los festejos, en esta ocasión decidió asistir, pues no podía rechazar
una invitación real. Así, llegó a la fiesta vestido con su mejor traje; los
invitados se asombraron mucho al verlo, pues era la primera vez que el
tunkuluchú iba a una reunión como aquella.
De
inmediato, se le dio el lugar más importante de la mesa y le ofrecieron los
platillos más deliciosos, acompañados por balché, el licor maya. Pero el
tunkuluchú no estaba acostumbrado al balché y apenas bebió unas copas, se
emborrachó. Lo mismo le ocurrió a los demás invitados, que convirtieron la
fiesta en puros chiflidos y risas escandalosas.
Entre
los más chistosos estaba el chom, quien adornó su cabeza pelona con flores y se
reía cada vez que tropezaba con alguien. En cambio, la chachalaca, que siempre
era muy ruidosa, se quedó callada. Cada ave quería ser la de mayor gracia, y
sin querer, el tunkuluchú le ganó a las demás. Estaba tan borracho, que le dio
por decir chistes mientras danzaba y daba vueltas en una de sus patas, sin
importarle caerse a cada rato.
En
eso estaban, cuando pasó por ahí un maya conocido por ser de veras latoso. Al
oír el alboroto que hacían los pájaros, se metió a la fiesta dispuesto a
molestar a los presentes. Y claro que tuvo oportunidad de hacerlo, sobre todo
después de que él también se emborrachó con el balché.
El
maya comenzó a reírse de cada ave, pero pronto llamó su atención el tunkuluchú.
Sin pensarlo mucho, corrió tras él para jalar sus plumas, mientras el mareado
pájaro corría y se resbalaba a cada momento. Después, el hombre arrancó una
espina de una rama y buscó al tunkuluchú; cuando lo encontró, le picó las patas.
Aunque el pájaro las levantaba una y otra vez, lo único que logró fue que las
aves creyeran que le había dado por bailar y se rieran de él a más no poder.
Fue
hasta que el maya se durmió por la borrachera que dejó de molestarlo. La fiesta
había terminado y las aves regresaron a sus nidos todavía mareadas; algunas se
carcajeaban al recordar el tremendo ridículo que hizo el tunkuluchú. El pobre
pájaro sentía coraje y vergüenza al mismo tiempo, pues ya nadie lo respetaría
luego de ese día.
Entonces,
decidió vengarse de la crueldad del maya. Estuvo días enteros en la búsqueda
del peor castigo; era tanto su rencor, que pensó que todos los hombres debían
pagar por la ofensa que él había sufrido. Así, buscó en sí mismo alguna
cualidad que le permitiera desquitarse y optó por usar su olfato. Luego, fue
todas las noches al cementerio, hasta que aprendió a reconocer el olor de la
muerte; eso era lo que necesitaba para su venganza.
Desde
ese momento, el tunkuluchú se propuso anunciarle al maya cuando se acerca su
hora final. Así, se para cerca de los lugares donde huele que pronto morirá
alguien y canta muchas veces. Por eso dicen que cuando el tunkuluchú canta, el
hombre muere. Y no pudo escoger mejor desquite, pues su canto hace temblar de
miedo a quien lo escucha.
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/Colecciones/index.php?clave=leymayas&pag=4
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/Colecciones/index.php?clave=leymayas&pag=3
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/Colecciones/index.php?clave=LitInfantil
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